EL BUEN SALVAJE (Eduardo Caballero Calderón)
Publicado en
septiembre 23, 2012
PREMIO EUGENIO NADAL 1965
Les hommes sont méchants; une triste et continuelle expérience
dispense de la preuve; cependant l'homme est naturellement bon, crois
1'avoir démontré; qu'est—ce done qui peut 1 avoir dépravé á ce point
sinon les changements survenus dans sa constitution, les progrés qu'il a
faits et les connaissances qu'il a acquises?
J. J. ROUSSEAU
CUADERNO N.° 1
Resueltos temporalmente mis problemas económicos con los cien francos nuevos —diez mil antiguos es más estimulante— que me prestaron en el Consulado, tengo por lo menos diez días tranquilos para comenzar mi novela. Estoy resuelto a escribirla. He leído tantas novelas malas en los últimos meses...—Tantos libros de economía y de historia de las revoluciones sociales — les decía esta mañana a los burócratas del Consulado, y he visto tanta basura laureada por el Goncourt y demás premios literarios; tanta porquería sexual, tanta comedia barata, tanta pornografía disfrazada de confesión psicológica...
—No hay carta para usted. ¿La semana entrante sí le llegará el giro que está esperando?
—Es inexplicable que no me haya llegado todavía.
—Estamos a finales de año y me caerían muy bien esos francos que le presté hace tres meses... ¡Cuando uno es pobre y llega la Nochebuena!
Decía que he leído tal cantidad de obras postizas, ficticias, pegajosas, repugnantes, sin pies ni cabeza, que me siento capaz de escribir aun dentro de ese estilo que está a la moda, algo mucho mejor. ¡Ah, sí!
Algo cien veces mejor. Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una humanidad interesante, ni una sociedad atractiva, ni una tierra ni un país por detrás. Esa literatura huele a alcoba sin ventilar, a ropa agria y mal lavada, a falta de agua y jabón, a escaleras crujientes manchadas por orines de gato. Tengo que anotar para que no se me olvide: Le debo al portero del Consulado cincuenta francos, ochenta a la señorita secretaria, ochenta al portugués que me arrienda la cama mientras él trabaja lavando fachadas en el barrio de la Estrella. Al patrón del bistrot de la esquina de la rue du Four, setenta y cinco. A mi amigo Miguel, a quien por esa razón no he podido volver a ver, le debo, le debía cuatrocientos cincuenta, tal vez quinientos cincuenta. Cincuenta más ochenta más ochenta más setenta y cinco más quinientos cincuenta igual a novecientos ochenta y cinco, con lo demás que ahora seguramente se me olvida. Eso puede esperar, pero lo urgente es conseguir por algún sistema novecientos treinta y cinco francos.
Para empezar por alguna parte tengo que hacer un plan de trabajo.
Balzac se inspiraba en las noticias de los periódicos: "Formidable escándalo financiero en la Bolsa de París. El presidente de la compañía huyó con su secretaria a Bélgica. Títulos vendidos en Suiza subrepticiamente durante dos años. El desfalco se calcula en..."
No me gusta Balzac con su vanidad, su mal gusto y su obsesión financiera. Era un talento literario con alma de contador juramentado.
Además yo no necesito leer los periódicos para encontrar un tema.
—¡Una cerveza, por favor!
Dostoyewski pescaba sus personajes en el turbio torrente de la calle.
Proust los extraía de su memoria microscópica, pero yo no tengo memoria. Vivo en el presente y volcado sobre el porvenir, lo cual representa una enorme ventaja para un futuro escritor de novelas. Si recuerdo mi falta de memoria —¡qué absurdos y contrasentidos tienen las palabras!— es para anotar en este cuaderno las ideas que se me ocurran por la calle, en un parque, en el metro, a punto de dormir, cuando coma y cuando vaya al baño. Si no las apuntara se me olvidarían como los sueños y las perdería para siempre. Mi novela debe tener una estructura y un desarrollo novelescamente lógico, pues la vida nunca es tan lógica como una novela. Para todo esto hace falta una buena memoria o en su lugar este cuaderno en el cual anoto lo que se me vaya ocurriendo...
—¡La cerveza es para mí..., gracias!
Se me ocurren simultáneamente dos cosas. Primera: ¿Cuál será la primera?
Con el deseo de meterme dentro del pellejo de los demás, de los demás escritores quiero decir, me he sentado a escribir en un bistrot de Saint—Germain des Prés. Es un bistrot sin importancia. En el Café de Flore escribían Sartre y Simone de Beauvoir en los tiempos del existencialismo, ya pasado de moda. Yo detesto el existencialismo porque creo en el hombre, en el mundo y en Dios, aunque personalmente quisiera ser distinto de como soy y me gustaría que el mundo fuera más brillante de como realmente es. No me gustan la muchedumbre, ni el Estado, ni la literatura existencialista. En el café de "Aux Deux Magots" hay unos jovenzuelos equívocos que parecen muchachas... Nunca me han atraído los hombres como a ciertos autores contemporáneos que padecen la melancolía de no haber nacido mujeres... Y en otra mesa hay dos muchachas desmelenadas y sucias que parecen hombres. Por cincuenta francos podría llevarlas a un hotelucho del barrio para verlas amarse como dos amantes de verdad; pero cincuenta francos son veinte cafés con leche acompañados de media barra de pan. ¿Y si pidiera un croissant? Tibio, crujiente, aceitoso, brillante, fragante, tierno...
—Por favor, un croissant.
Al otro lado del Boulevard Saint—Germain se encuentra el restaurante de Lipp, a donde fui una vez a comer invitado por mi amigo Miguel...
Lenguado a la parrilla, con la reja cuadriculada impresa en negro sobre blanco; una botella de Chateau Lafitte, helada; un biftec grueso, jugoso, no muy crudo, cuyo olor me hace ahora cosquillas en los músculos de las quijadas. Esos músculos se llaman maseteros, me explicó una vez el pobre Miguel cuya lectura preferida son las envolturas de los medicamentos.
—El croissant es para mí. Y otro vaso de cerveza.
Tres vasos de cerveza, tres francos sesenta, y un croissant, ochenta céntimos, son cuatro francos diez que con la propina suman cuatro y medio. No comeré esta noche y se acabó.
A Lipp van los actores, los artistas, los escritores, los turistas curiosos, los viejos aficionados, cuando hay estreno en el Odeon o en el Vieux Colombier.
¿Y si no escribiera una novela sino una pieza teatral? Mi nombre en todas las carteleras de París. La crónica del Fígaro Literario: "Una obra realmente revolucionaria. No se había visto emoción igual en el teatro desde los tiempos en que Cocteau..." Lo de la pieza se puede pensar, o debo pensar en escribir mi novela en función de una adaptación teatral, y también al cine. ¿Por qué no? Hace años no tengo un franco libre para comprar una entrada de cine y las películas que se exhiben, casi de balde, en el salón del Trocadero, me producen sueño. "El Acorazado Potemkin", "Los Siete Samuráis"... ¡Bah!... Quisiera ver cine nuevo, actual, con una panorámica de las nalgas de Brigitte Bardot en la primera secuencia, como en la película que están exhibiendo en un cine de los Campos Elíseos. Esperaré a que la presenten en un cine del Boul Mich por la mitad de precio.
En cualquier novela el ambiente, por desapacible que sea, es fundamental:
El barrio latino despertaba a las seis de la tarde. Flotaba del lado de...
¿De qué lado?... En fin, lo averiguaré después... Flotaba una nube dorada, un resplandor crepuscular. Crepuscular, otoñal, suena muy bien. Las palabras españolas terminadas en al o en ar son poéticas, o melancólicas, o sonoras y rimbombantes. Si algún día llegara a ser político y orador, todos los párrafos de mis discursos terminaran en al o en ar.
En el aire flotan todas estas cosas —las anoté arriba— mezcladas con el tufo de los negros y de los automóviles. Unos y otros despiden un aroma dulzón que se pega a las narices y es denso y tibio como el que exhalan las bocas del metro... Uno, dos, cuatro, siete, un grupo de seis... Son negros, todos negros, negros retintos cuyos padres deben estar a estas horas devorando misioneros belgas en el Congo Leopoldville. Lo decía el periódico de ayer. Pasan dos negros por cada diez automóviles. He llegado a contar, no ahora, pues no puedo perder el tiempo en estas divagaciones estadísticas, once negros cada cuarto de hora en los Campos Elíseos; quince en la Plaza de la ópera; veinte en la Plaza de Saint—Michel; veinticinco en Saint—Germain des Prés; sesenta en la Place Blanche a las once de la noche... Una plaza blanca, llena de negros, que en realidad es gris. No hay que olvidar que el negro es el color local de la Plaza Blanca de París... Sin que yo tenga exactamente la mentalidad de un racista y de un peatón, los negros y los automóviles. me producen mareo.
—¡Otro croissant y otra cerveza, por favor!
Para hacer lo mismo que los ganadores de premios literarios de París, me he puesto a escribir sobre la mesa del bistrot, ante un vaso de cerveza que huele a agrio y pierde la espuma rápidamente. La buena cerveza y los riñones buenos, me decía el pobre Miguel, se conocen en que hacen espuma. A Dios gracias yo produzco una espuma que ya la quisiera la mejor cerveza alemana.
Comencé a escribir con una letra redonda y clara que se va deformando y embrollando a medida que se apresura.
Pasa una pareja de novios, feos los dos, que se besan entre esta multitud de estudiantes que estudian poco, pintores que nunca pintan y novelistas que aún no han escrito su primer libro.
Nota importante: París es un baile de disfraz con música de motores al fondo. Venteros disfrazados de artistas, prostitutas disfrazadas de señoras, duquesas disfrazadas de prostitutas, turistas disfrazados de boy—scouts, jóvenes disfrazados de actores de cine, actores disfrazados de millonarios, millonarios disfrazados de vaqueros del oeste, etcétera.
Con un abrigo raído, una bufanda de lana gris, unos zapatos sin lustrar hace años, el pelo sin cortar hace meses, el cuerpo sin lavar hace días, mi disfraz es de estudiante. Naturalmente hace días, y meses, y años que dejé de estudiar.
En la mesa de al lado se halla una turista inglesa o americana de melena dorada, ojos redondos y azules, una pelusa tenue en las mejillas; pecosa, alta, de piernas largas y fuertes, senos duros y erguidos, pantalones untados a las nalgas, los muslos y las pantorrillas, etc.
Nota: Millares de muchachas como ésta se asoman al segundo piso de buses flamantes que tienen placas de países exóticos. Son millares de muchachas que sueñan con perderse en París. La mía paladea una copa de coñac, aunque preferiría una botella de Coca—Cola. Tomar Coca—Cola en un café de París me parece tan absurdo como beber champaña en un drugstore de Nueva York. Se me va el santo al cielo...
Tengo que hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para concentrarme en la hoja de papel que tengo delante de los ojos. Ha ido creciendo a medida que el reloj de la torre románica de Saint—Germain des Prés deja caer sobre la plaza, pesadas y solemnes, las medias horas. Pero no me impide escribir esta pobre anciana que pasa tirada por un perrito que husmea las manchas de humedad que salpican la acera a todo lo largo de la calle. Ni las cocineras que vienen del mercado con su bolsa de verduras, ni las muchachas que viven solas en alguna mansarda sin calefacción y ahora cargan su barra de pan debajo del brazo. Casto olor de las barras de pan que acaban de salir del horno o de la axila de una muchacha que vive en un cuarto de criadas, sin calefacción y sin baño. Olor puro, tibio, infantil, de primera comunión en un asilo de niños a donde las damas piadosas han invitado a desayunar al señor obispo. Yo adoro el olor y el sabor del pan...
—¡Otro vaso de cerveza, por favor!
No me impiden comenzar a escribir mi novela los artistas que pasan delante de mí con ínfulas de genios incomprendidos, ni los escritores que no han visto su nombre en la carátula de los libros que desbordan de los escaparates sobre la calle. Todos estos artistas y escritores, fracasados en agraz, cuya apariencia no es el reflejo de una realidad interior, sino un mero disfraz para satisfacer la vanidad externa, me producen asco. Sería capaz de cortarme el pelo, peinarme con gomina, hacerme brillar las uñas y los zapatos para no parecerme a ellos, si no fuera por la razón de que todo eso cuesta demasiado dinero. Con cien francos para pasar diez días no puedo darme esos lujos. En cambio escribiré mi novela para restregársela algún día en el hocico a esos genios desconocidos. Aun en medio del vertiginoso desfile de automóviles, camiones, motocicletas, buses que dejan un reguero de humo negro apestoso, sería capaz de escribir. No son los ojos, sino los oídos, no las imágenes visuales, sino las impresiones auditivas, las que me paralizan la mano. Ruido atronador de una motocicleta que espera la luz verde del semáforo para dar el salto. Estruendo de buses que trepidan pidiendo paso. Martilleo angustioso de una perforadora que está desempedrando el atrio de Saint—Germain des Prés.
Una ambulancia aúlla en la esquina de la rue de Rennes, con algún moribundo adentro que estará a punto de entregarle el alma al ruido para pasar a una vida más silenciosa. Parado en la encrucijada de la plaza, el agente de tránsito no logra dominar el discordante coro y agita los brazos entre un frenético clamor de pistones en marcha.
Escucho simultáneamente las conversaciones del bistrot: cuatro viejos que protestan del ruido infernal de la calle, tres artistas que denigran la última exposición de pintura, dos niñas—arañas a quienes la mosca de un turista gordo y tornasolado aún no les ha caído entre las redes de las medias de encaje. Con los ojos más azules y brillantes, la pelusa de las mejillas más tersa y dorada, los senos más erguidos, las piernas más largas, la turista americana pide otro coñac.
Aunque quisiera no podría aislarme dentro de esta atmósfera vibrante que me aturde el espíritu. Para dejar de ver me bastaría cerrar los ojos, pero no puedo sustraerme de oír y estamos viviendo en el tiempo del ruido. Frente a la iglesia de Saint—Germain des Prés, en el barrio latino que es el más literario de París, pero rodeado de ruidos discordantes por todas partes, no logro concentrar mi atención en esta hoja de papel y como lo hacen los otros, como los otros escritores dicen que lo hacen, yo no puedo escribir.
¡Tonterías! ¡Palabrerías! ¡Literatura! "Como lo hacen los otros, como los otros escritores dicen que lo hacen, yo no puedo escribir", es una mentira convencional. Entre ruido y ruido escribí ayer de un tirón quince páginas en este cuaderno. Además, si no escribiera en la mesa de un café, ¿dónde podría escribir? ¿En la Biblioteca Nacional, con los pies helados más que por frío por ganas de comer? Vidrios polvorientos, insidioso olor a moho y cera de los pisos, luz macilenta, jóvenes marchitos con barros en la frente y caspa en las solapas, que hojean viejos librotes. Y eruditos vestidos de negro, con bufanda de lana, y pesadas botas sin lustrar. Una muchacha se inclina sobre las láminas repugnantes de una anatomía comparada. Debe ser enfermera o médica y estará preparando su tesis.
Los crujidos de las páginas y el golpe seco de los libros cuando llega la hora de partir, me deprimen y me secan la imaginación. Yo escribo más con la imaginación que con la memoria, pues por no tenerla vivaz si sólo me fiara en lecturas y recuerdos de libros, sentado en la Biblioteca Nacional, pero con los pies y la imaginación ateridos de frío, no podría escribir.
A propósito, tengo que pensar seriamente en los zapatos. El izquierdo ya no tiene tacón. El derecho presenta un hueco en la suela, protegido por una lámina de cuero transparente que deja filtrar el agua y la luz. Hoy el viento del norte tumbó las primeras hojas de los árboles en el Parque de Luxemburgo, y desterró a centenares de turistas de las terrazas de los cafés, las escalinatas del Panteón y las ruinas de Cluny. A mí me dolían los pies, sobre todo el derecho en el hueco de la suela del zapato.
Otoño: primeros fríos, cielo desvaído, árboles rojos y marrones y sepias y amarillos y verdinegros y gualdas, etc. Utilizar estos adjetivos en una descripción al comienzo o al final de un capítulo de mi novela. Y estas ideas: exaltación, profundidad, intensidad, melancolía. No está mal. Retener estas dos series paralelas de palabras.
¿Podría escribir en el parque? Cuando era estudiante, o por lo menos pensaba honradamente que lo era, alguna vez traté de leer sentado en un banco en el jardín del Vert Galant, a la orilla del río. Me sacaron de allí las parejas de enamorados cuya ternura pegajosa, onanista u onánica, me repugna tanto como los perros que copulan en mitad de la calle.
Cuando era niño los perseguía a pedradas. En todo niño hay un policía de costumbres y un puritano cínico e hipócrita.
Huí del Vert Galant sin abrir el libro.
Tampoco podría leer y mucho menos escribir en el Bosque de Boloña, cuyas avenidas son pistas de carreras de los automovilistas. Ni en el Parc Monceau, atestado de niños y sirvientas. Ni en los Jardines de las Tullerías, poblados de turistas. Ni en el zoológico de Vincennes, que apesta a jaula de fieras y a sudor concentrado de una multitud dominguera. Es preferible escribir en los cafés, como los escritores que escriben, pues yo apenas soy un novelista potencial que comienza a escribir...
Me acabo de acordar de la idea que no pude anotar ayer, de una de las dos, pues de la segunda todavía no me acuerdo. Se trataba de Balzac, de Dostoyewski y de Proust. El primero buscaba sus temas en las noticias truculentas de los periódicos. El segundo encontraba sus personajes en la Perspectiva Newsky, que aun en pleno régimen comunista imagino poblada de estudiantes que van a cometer un crimen o vienen de cometerlo como Raskolnikow. Marcel Proust, afeminado y oportunista, extraía del fondo de su memoria escenarios, temas, intrigas, el sombrero de la Duquesa de Guermantes, la sonata de Vinteuil, los cuadros de Elstir, etc. La idea que se me había perdido y acabo de encontrar es que yo construiré mi novela con materiales puramente imaginarios, pues la imaginación es mucho más fuerte y convincente que la realidad: la prefigura, la condiciona, la determina, la predispone y la impone como una necesidad interior.
—¿Una cerveza?
—Una cerveza, gracias.
Además, en cuanto novelista, poco me interesa el pasado de mis personajes. Un momento. Estoy a punto de incurrir en una contradicción conmigo mismo al afirmar que no me interesa el pasado de mis personajes sino su presente imaginario y su porvenir novelesco.
Ayer, en una página que debe andar por ahí...
—La cerveza es para mí, gracias.
...A propósito de los escritores de la nueva ola escribí textualmente:
Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una sociedad, ni una tierra ni un país por detrás. Luego, a pesar de todo, también me interesa que los personajes para ser humanos tengan debajo de ellos un suelo donde poner los pies. Los de generación espontánea, como los mendigos de Beckett, son abortos abominables. No son espíritus, sino cuerpos que se corrompen, se pudren, se supuran, se deslíen en una prosa demencial que se pega a los dedos y deja olor a muladar y a tarro de la basura. Son personajes que apestan.
Estas digresiones me aburren porque yo no soy crítico literario ni lo quisiera ser. Sería declarar implícitamente mi impotencia para la creación literaria. Anotar esta idea que me parece importante, aunque no sabría decir si es mía y original. No hay ideas originales. Las ideas flotan en el aire como pelusas en un rayo de sol. Muchas personas pueden coger a un tiempo la misma idea en sitios diferentes. La mía es ésta: Crítico es el hombre que dice cómo debe hacerse una cosa que él es incapaz de hacer.
Ya está otra vez ahí la turista americana. Tiene que ser americana porque sus bellas ancas de animal joven sólo pueden ser un producto de la inmigración nórdica y el desayuno con cereales...
—Por favor, una cerveza.
La vi esta mañana en Notre—Dame donde permanecí más de dos horas admirando los vitrales iluminados por el sol. En medio de un grupo de cacatúas americanas —inglés nasal, guía parlante a la cabeza del grupo y una tarjeta postal en la mano de cada una— descollaba la muchacha que está sentada a la mesa de al lado. Me miró y abrió los ojos sorpresivamente —¡oh!— cuando me descubrió deslumbrado por los vitrales malvas, azules, rojos, anaranjados, de colores heráldicos y de Libro de Horas. Hervían al sol y se evaporaban en un rayo de luz. Juro que me miró. No son ideas mías pero ahora me está mirando escribir.
Comenzaba a decir que aunque detesto la crítica literaria... Ésta era la segunda idea que se me escapó ayer... Una bella americana me mira al través de unas gafas negras de montura aerodinámica... No puedo perder mi idea. No la volvería a encontrar nunca... La olvidaría de buena gana a cambio del atractivo ejemplar humano que es esta muchacha, si tuviera algo más que ochenta y nueve francos en el bolsillo. Las aventuras sin dinero, de arranque automático y a primera vista, sólo resultan en las comedias musicales, género cinematográfico que personalmente detesto. Además me temo que no quepo dentro de ese género, pues no soy fotogénico.
—La cerveza no es para mí, sino para la señorita...
Un furtivo cambio de sonrisas. No quiero dejar escapar la idea, pero me pongo de perfil del lado que me favorece. Del otro tengo una verruga que es una triste herencia familiar.
—A mí también una cerveza, hágame el favor.
En la palabra también nos barajábamos y confundíamos ella y yo, sus largas piernas elásticas y mi verruga que es de color azul oscuro, tirando al vino tinto. La palabra también me da una impresión de intimidad.
La segunda idea que no puedo dejar escapar es la de que la falsedad y artificiosidad de la nueva literatura es evidente. Si los personajes de Beclkett fueran auténticos, no podrían describir lo que pintan con tanta fidelidad, y si lo pudieran, dejarían de ser amorfos y fragmentarios como aparecen. Se trata, pues, de mera superchería.
Esta mañana, entre las siete y las ocho, llegué a Notre—Dame en el estado crepuscular de exaltación que produce el encontrarse en ayunas.
Para reducir a dos las comidas del día prescindo del desayuno y almuerzo lo más tarde posible un sandwiche de jamón y una botella de cerveza. De las seis de la tarde en adelante, después de caminar horas enteras por las calles y los bulevares, y asistir a los espectáculos gratuitos, y analizar las vitrinas de las tiendas, y ver jugar petanca en la explanada de los Inválidos, y hojear los libros de las librerías, entro en un café y comienzo mi comida espaciada o escalonada que consiste en uno o dos sandwiches y tres o cuatro botellas de cerveza. A Notre—
Dame llegué, pues, ligeramente exaltado y hambriento. No había nadie en la Catedral. Mis pisadas desiguales por la desaparición casi total del tacón del zapato izquierdo, resonaban lúgubremente en los cañones de las bóvedas. Parpadeaba una lámpara entre las sombras. La Catedral era una construcción disparatada, perteneciente a una época fabulosa en que señoreaba el mundo una raza de bondadosos gigantes. Los vitrales brillaban en sordina, a una altura vertiginosa. Comencé a escribir:
Cuando el primer disparo del sol pega en el rosetón azul y gualda de Notre—Dame, echa a volar una pareja de palomas que se arrullan en la cabeza de Salomón, en el portal de los Reyes... Tendré que ver amanecer, sentado en la terraza de un café de la Plaza de Saint—Michel, para comprobar si en alguna época del año el sol baña a Notre—Dame por ese lado. Me temo que no. Taché íntegramente el párrafo. Me lancé en una especulación sin compromisos con la climatología, la meteorología, la cosmografía y otras ciencias exactas.
Si las campanas de Notre—Dame se lanzaran a vuelo, se rompería en pedazos la bola de cristal que era París aquella mañana sin hora, ni día, ni fecha determinada, pues la cronología novelesca no tiene la menor importancia. Pero las campanas de Notre—Dame no pueden echarse a volar como en las ciudades y los pueblos de provincia en otras partes del mundo. Leí en alguna parte que un acuerdo del ayuntamiento de París prohibe cantar, tocar, tañer y doblar a las campanas de Notre—
Dame. Si se echaran a volar de pronto, y les respondiera la campanita dorada de la Sainte—Chapelle —que debe ser dorada como la inicial de un códice medieval—, si con las de Notre—Dame comenzaran a cantar las de Saint Julien le Pauvre, rústicas y aldeanas, y las de San Eustaquio, y las de Saint—Germain L’Auxerrois, y las negras de San Agustín, y las de... y las de...
Habría que ver, habría que seguir, habría que adjetivar. Campanas de bronce, de cobre, de plata, verdes, negras, blancas, doradas... Me estoy enredando. La persecución del complemento directo me impide la caza mayor de la verdad. El gazapo me distrae de la captura del león...
En fin: si todas las campanas de París tocaran a un tiempo... Una gran campana en la Torre Eiffel. ¿Por qué no se le ocurriría a alguien instalar una enorme campana en la Torre Eiffel para despertar a París?
Los vidrios de todas las casas se romperían en mil pedazos, y a mí, personalmente, me estallarían los oídos. Automáticamente dejé de escribir. Pues escribo automáticamente tengo que dejar de escribir para comenzar a pensar. Hacía tiempo no venía a Notre—Dame. Estuve una noche, en una deslumbrante presentación de la Novena Sinfonía de Beethoven, invitado por Miguel. Claro está que dentro de una novela que se escribe en París, por fuerza alguno de los personajes tiene que pasar por este lugar, o hacer una alusión a Notre—Dame a lo largo de cuatrocientas páginas. Pero si uno de mis personajes viviera en París, ¿tendría necesidad de visitar la Catedral como si fuera un turista?
¿Cuántos millones de parisienses desconocen el Louvre, no han subido a la Torre Eiffel, ignoran a Saint Julien le Pauvre, no han visto iluminarse la lámpara de Aladino de la Sainte—Chapelle cuando el sol del verano derrite el plomo de las mansardas de París? Los turistas conocen mejor estas cosas que los parisienses. Si alguien es oriundo de una ciudad, o vive en ella después de muchos años, no necesita ver minuciosa y concienzudamente todas esas cosas. Le basta saber que están ahí y que cuando va de su casa al trabajo —suponiendo que tenga casa y que tenga trabajo— pasa al lado del Louvre, o cruza por el Petit—
Pont sumido en el cono de sombra azul que proyecta la nave de Notre—
Dame, o ve de lejos sobre el mar crespo de las mansardas el estambre dorado de la Sainte—Chapelle. Para el nativo son simples puntos de referencia los que para el turista son lugares de peregrinación. De manera que si uno de mis personajes fuera un francés, o un extranjero residente en París, para no suscitar la menor sospecha sobre su condición ni siquiera lo llevaría los domingos a la misa de Notre—Dame.
La otra razón para dejar de escribir, cuando me encontraba sentado en una banca de la Catedral, fue descubrir —como la aguja de la Sainte—
Chapelle sobre las mansardas crespas de la isla de la Cité— la melena rubia, dorada, melada, metálica, de la americanita del café. La Catedral desapareció súbitamente. En pie sólo quedó la bella americana, con la cabeza levantada para contemplar un vitral. Una larga pierna en flexión se apoyaba en el travesaño de un reclinatorio. Tendría que seguirla, abordarla, convidarla a un vaso de cerveza... Con quinientos francos entre el bolsillo, pensaba al ver aquella pierna estilizada ascender convertida en columna de piedra hasta la bóveda de la Catedral; con quinientos francos la llevaría a tomarse un Martini a uno de los cafés del barrio que tiene una bella vista sobre el flanco izquierdo de la Catedral. La invitaría a almorzar y seguiría hablándole de la Catedral, transfigurada ahora por la luz meridiana. Deambularíamos por la orilla del río, hojearíamos los libros y las estampas de los "bouquinistes", finalmente una presión convencional en el antebrazo, una sonrisa equívoca, un taxi, un hotel... Con esos platónicos quinientos francos podría comenzar una aventura, tal vez una amistad apasionada, inclusive un matrimonio. Viaje a los Estados Unidos, casa de campo en Texas, vida de millonario en el oeste fabuloso...
Entre las turistas americanas, como entre la basura de los muelles del Sena, de pronto se encuentra un incunable auténtico. Sin los quinientos francos, lo único que puedo hacer para descargar mi inquietud, es inventar una novela.
Las turistas se fueron, la Catedral silenciosa y vacía recobró su realidad secular y yo parapetado en esas dos razones —la falta de necesidad de insertar a Notre—Dame en mi novela, y las piernas largas y elásticas de la americana millonaria— dejé de escribir. Cuando miré resueltamente hacia su lado, la americana había desaparecido.
La niebla pasa una esponja por las torres de Notre—Dame. Las llantas de los buses y los automóviles crujen en el piso empapado. Una luz de tarde de juicio final convierte en esqueletos todos los monumentos de París. Me duele un poco la cabeza. No en balde nací en un país solar donde el día y la noche son iguales a todo lo largo del año, y no hay verano e invierno como en las zonas templadas, y aun en la época de lluvias, sobreponiéndose a los racimos de nubes negras que cuelgan sobre el campo, se asoma el sol en un retazo de cielo azul. Entre la lluvia que esfumina el contorno de los edificios, la luz acatarrada de un farol apenas alumbra la esquina de la calle. Al ver los automóviles con las linternas encendidas a las dos de la tarde, me siento desgraciado.
No hubiera querido levantarme cuando a las siete de la mañana llegó el portugués en busca de su cama, pues ahora a Dios gracias dejó la limpieza diurna de las fachadas de los edificios y se contrató de portero en un cabaret de la Place Clichy. Los sábados y los domingos le doy lecciones de francés, gracias a lo cual no tengo necesidad de pagarle un arriendo por la cama. La mansarda es lóbrega aun en el verano y a medio día.
Nuestra casa se apoya en las muletas de viejas construcciones mantenidas a raya por la avenida Port—Royal. Cuando amanece me doy vuelta por los jardines del Observatorio, o me siento en un banco del Parque de Luxemburgo a observar los veleros que los niños echan a navegar en el estanque. El viento del nordeste, frío y desapacible, sopla hacia el suroeste de París. Los pequeños veleros evolucionan en todas direcciones. Algunos, viento en popa, surcan rápidamente el estanque.
Otros avanzan lentamente en sentido contrario. Embestido por babor, un barquito se inclina sobre el costado de estribor y naufraga lastimosamente.
La fortuna es un viento que sopla con igual intensidad y en direcciones variables. Hay que saber aprovecharla para navegar viento en popa o soslayando la corriente sin dejarse sorprender de flanco. Yo no he sabido aprovechar el viento. Soy inconstante, irresponsable, perezoso.
Lo que ahora me impide empezar a escribir, aunque tengo no sólo uno sino media docena dé temas en la cabeza, es un problema de técnica.
Mientras vuelve a salir el sol y se despeja este cielo sucio y amarillento como un sudario de hospital, debo definir si escribo mi novela en primera persona. Sí pongo a dialogar a mis personajes, en el caso de que la primera persona no los absorba a todos, o si me limito a relatar lo que ellos hacen y dicen, soslayando el diálogo. En el caso de escribirla en tercera persona sería más fácil dialogar, con lo cual los personajes parecerían más vivos y auténticos. El relato en primera persona tiene la ventaja de introducirnos en la intimidad de un personaje, pero los demás pierden importancia y se convierten en muñecos de guiñol. Cuando una novela está escrita en primera persona, insensiblemente se convierte en una autobiografía. Este tipo de literatura tiene un sexo como las palabras, y es femenino y está condicionado por su egocentrismo sexual. En cambio, la novela viril —el Quijote, La Guerra y la Paz, Los Hermanos Karamazov— está escrita en tercera persona.
Proust sólo pudo escribir en primera persona. Su sensibilidad era monstruosa como esas flores tropicales que devoran pájaros e insectos y destilan un perfume enervante que en el libro se riega a lo largo de centenares de páginas. Dios escribió la novela de la humanidad en tercera persona y no la ha podido terminar. Le pasa lo mismo que a los verdaderos novelistas, que dominados por sus personajes ya no saben qué hacer con ellos. Balzac lloraba cuando tenía que matarlos.
Tema para un apólogo: Dios creó al hombre con un designio egoísta y misericordioso a la vez: para gozar de un espectador sumiso de su obra y para hacer participar a alguien distinto de Él mismo de los halagos del paraíso terrenal. Pero el personaje se revolvió contra su Creador y comenzó a vivir y trabajar por su cuenta. El paraíso le aburría: era demasiado retórico y académico. El epílogo de ese relato podría ser la bomba de hidrógeno lanzada por el personaje, con la consiguiente destrucción en cadena de todo el universo; o la solución clásica del juicio final, con una amnistía general dentro del estilo de las novelas rosa. Si esto no corresponde a la palabra evangélica de "Muchos son los llamados y pocos los escogidos", sí cabe dentro de esta otra: "Los últimos serán los primeros".
Qué es más real desde el punto de vista literario: “El estudiante sentado a la mesa del café, no en la terraza, sino en el interior pues el frío ha barrido de turistas y de hojas secas la plaza de Saint—Germain des Prés, llama al camarero para pedirle un Ricard”; o simplemente esto.
—Por favor...
—¿Señor?
—Un Ricard.
El problema de optar entre la primera y la tercera persona, entre comportarse frente a los personajes como un dios impersonal o meterse dentro de uno de ellos para mirar a los demás desde el castillo interior de la primera persona, es cosa que resolveré cuando me ponga a escribir.
El pueblo judío no se ha dejado devorar por su Dios unipersonal de la dura cerviz. La lucha entre el Jehová que habla en primera persona y los judíos que no se resignan a esa deprimente forma literaria, no ha terminado todavía. La solución del Estado de Israel me parece antihistórica y escandalosamente provisional.
El joven ex—estudiante, o el futuro novelista —cualquiera de estos dos calificativos puede servir— levantó la cabeza, dejó la pluma en reposo sobre la mesa, miró distraídamente hacia la calle empañada por la niebla y una llovizna pertinaz, y le pidió al camarero un segundo vaso de Ricard. El camarero es viejo, calvo, de sienes salpicadas de nieve y un sector de circunferencia, que es la boca exangüe y proletaria, parte horizontalmente el rostro mal afeitado. Al través de los cristales se ven dos o tres taxis en primer plano. Un torrente de vehículos se desliza sobre el asfalto húmedo. En el atrio de Saint—Germain des Prés una vieja vende castañas calientes, envuelta en un manto de plástico. El plástico es una de las invenciones más desapacibles. Hasta una bella mujer, con abrigo y capucha de plástico, recuerda un talego de ropa sucia.
Los clásicos se complacían en describir, pues en su tiempo no existían las películas documentales, ni las revistas ilustradas, ni los carteles de propaganda, ni otros puntos de referencia. La descripción de lugares y de personas le resta velocidad al relato. El lector deja de entender y pierde el hiló por quedarse observando a la vieja de las castañas enfundada en su abrigo de plástico, o la boca del camarero que recuerda un sector de circunferencia. Lo ideal sería no describir y fiarse en la memoria topográfica y en la imaginación fisonómica del lector. O podría apelarse a lo que ahora se llama "medios audiovisuales para la difusión de la cultura y la lucha contra el analfabetismo". Se trataría de inventar una novela ilustrada a semejanza de las tiras cómicas.
Acaba de detenerse un taxi —dejar su descripción para lectores de países subdesarrollados donde no haya taxis— salta a la calle una mujer envuelta en plástico de la cabeza a los pies. Es rubia y sus piernas son elásticas, rematadas en capiteles lobulados, duros, altos, insolentes...
Es la americanita de ayer.
Sí yo fuera rico intentaría en este momento un acercamiento tangencial, o me sentaría tranquilamente a su mesa para decirle (forma dialogada, pues en la vida real la forma relatada sólo se emplea para contar algo que en el presente no está ocurriendo) :
—Supongo que usted es americana. Yo soy un periodista hispanoamericano...
—¡Oh! ¡Muy interesante!
—Nos podemos tomar un Martini, un whisky, un Ricard. Ricard es lo que tomamos los escritores en Saint—Germain des Prés.
—¡Oh!
Tengo que tomar las cosas con seriedad. Si me distrae de mi novela la primera muchacha que pasa por la calle envuelta en plástico, como un filete de ternera... A las mujeres bonitas les va muy bien el plástico transparente. Es una forma de exhibirse al través de una vitrina portátil.
A veces me tienta el teatro y he pensado seriamente en hacer una comedia en vez de una novela. El teatro es más directo y sobrio que el relato y rehúye toda descripción innecesaria.
Primer cuadro: Rincón de café en la plaza de Saint—Germain des Prés.
Un camarero viejo entra por el foro, cuya puerta se supone que comunica con el restaurante. Trae en la mano una bandeja con unas copas, una botella de Ricard, una botella de agua Perrier.
La muchacha —y esto ya no es suposición teatral o fantasmagoría literaria— llamó al camarero, me miró con una mirada azul y jubilosa que iluminó súbitamente este día sucio y gris, señaló con el dedo mi vaso de Ricard y pidió lo mismo para ella.
Si no puedo evitar las descripciones a las cuales fueron tan aficionados nuestros primeros padres los clásicos, ni dispongo de medios audiovisuales para intentar una revolución tipográfica, por lo menos trataré de soslayar el escollo. Partiré de la base de que el lector posee la suficiente imaginación, o la cultura necesaria, para ver las cosas que yo apenas mencionaré al poner a andar mis personajes a lo largo de mi novela. El lector transitará por ella como un pasajero en la plataforma de un bus, atento a la conversación de dos señoras, una insignificante y otra rubia, de ojos azules, posiblemente americana. Esta le cuenta a la otra cómo llegó a París en busca de aventuras, pues en Kansas se aburría en una deprimente atmósfera de millones de dólares y discriminación racial.
Hoy no puedo escribir. Lo que quisiera contar nada tiene que ver con mi novela y este cuaderno no es un diario, sino una plataforma de despegue de mis cohetes interliterarios.
Hoy tampoco puedo escribir. Si me lo propusiera podría inventar pensamientos como uno cualquiera de esos moralistas que se sentaban ante su mesa de trabajo a pensar pensamientos. Pascal era otra cosa.
Pascal anotaba ideas para que no se le fueran a olvidar. A lo mejor, más que un enfermo agobiado por dolores físicos y preocupaciones metafísicas, el pobre era un desmemoriado como yo...
Lluvias matinales, viento frío del nordeste, sol brillante por la tarde.
Acodados al parapeto del Pont—Neuf miramos pasar los "bateauxmouches" cargados de turistas.
Éstos no han caído en la cuenta de que las orillas del Sena se ven mejor desde los puentes que a bordo de un vapor: amantes pegados entre sí por un beso, pescadores pegados al río por una caña, mendigos pegados al suelo por el cansancio y el sueño.
Hoy volvimos a comer en un bistrot de la calle de Monsieur le Prince. Ni ella habla francés, ni yo hablo inglés.
Tonterías en "franglais". Nada...
Todo o nada.
Nada.
Todo y punto final en el Hotel d'Albe, plaza de Saint—Michel, esquina de la calle de la Huchette con la calle de l'Harpe.
CUADERNO No. 2
Me pasaban sombras por los ojos cuando me detuve ante las vitrinas de Hermes, en la calle del Faubourg Saint—Honoré. Había un bello despliegue de carteras de cuero, unas fustas de jinete, unas pañoletas de seda con dibujos de cacería o salpicadas de hojas amarillas, sienas y de color marrón. A mí no me produce ni frío ni calor contemplar en la vitrina de una tienda de lujo cosas que no puedo comprar. Me encantan las vitrinas de las tiendas de antigüedades, por el placer solitario de contemplar un mueble que quisiera tener en el salón de mi casa si mi casa tuviera un salón o si yo tuviera una casa con un salón digno de albergar ese mueble. Y los biombos de laca, y los relojes, y las tapicerías del Renacimiento con príncipes que van a la caza y llevan un halcón en la mano, o el rey Asuero que se inclina para escuchar a un mercader. Me intrigan las galerías de pintura siempre desiertas. Un hombre o una mujer meditan en un rincón oscuro. En la vitrina se exhiben dos o tres cuadros que en mi respetuosa ignorancia de la nueva pintura no me atrevo a juzgar. Las vitrinas con ropa de mujer me apasionan. Puedo permanecer media hora delante de ellas rellenando imaginariamente de carne femenina, suave y tibia, los sostenes, las fajas, las medias de seda que se estiran y ondulan como serpientes.
Alguien me cogió del brazo cuando miraba las carteras de Hermes con una mirada vaga y estúpida de perro hambriento. Debí palidecer, pues durante unos segundos desfiló ante mis ojos una vía láctea de pequeñas estrellas luminosas. El portero del Consulado, con una sonrisa tranquila y optimista me dijo:
—Desde hace ocho días hay una carta para usted en el Consulado.
También le llegó un Giro del Banco. El Cónsul ha preguntado varias veces por usted. Necesitamos saber dónde está viviendo ahora.
—Bajo los puentes de París...
—Ya lo suponía yo.
—Es el título de una canción muy bonita, pero eso no tiene importancia.
Quería hacer un pequeño ejercicio de disciplina espiritual al aplazar la satisfacción de una necesidad apremiante por el mero placer de dominarla y dominarme. Me siento un asceta que resiste el dolor lancinante de las coyunturas paralizadas por la inacción y los mordiscos del hambre producidos por el ayuno. Un asceta que permanece de rodillas, con los brazos en cruz, en una celda helada y tenebrosa de algún convento de benedictinos españoles. Sólo España produce ese tipo de conventos y de santos. Descendí a la plaza de la Concordia, la atravesé de largo a largo, entré en el Museo de los Impresionistas del pabellón del Jeu de Paume, por puro deseo de seguir violentándome. La carta me quemaba el bolsillo. Mi carnet de estudiante, vencido hace tiempo, todavía me sirve para conseguir una rebaja en el billete de entrada. Permanecí media hora, tal vez tres cuartos de hora, paseando por aquellos salones crepusculares, iluminados por una luz artificial. Los impresionistas habían dejado súbitamente de impresionarme. Me detuve un rato ante las Catedrales de Monet que parecen miradas desde un automóvil en un día gris y monótono de invierno, cuando por los cristales, empañados a medias, ruedan en zig—zag las gotas de una lluvia tenaz. El resto de los cuadros me dejó frío y húmedo. Me levantó un poco el espíritu la mancha roja del "Tocador de Pífano", pero me deprimió la visión del grupo de pequeños burgueses que almuerzan en mangas de camisa una tortilla o una docena de huevos duros, tirados en la hierba. Era el estúpido siglo XIX bañado por el esplendor de una burguesía triunfante que ni siquiera en mangas de camisa lograba parecer natural. La técnica impresionista consistía en descomponer la burguesía y los cubiletes en ocho reflejos. El grupo de los pintores y de los poetas que se encuentra en el salón de entrada del Museo —yo adoro a Verlaine—. Verlaine también miraba el mundo, como Monet a sus catedrales, al través de un cristal empañado, me produjo una impresión
—¿acaso no se llamaban impresionistas?— de aburrimiento y de melancolía.
Continuaba reteniendo el deseo de leer la carta que acariciaba con los dedos entre el bolsillo del abrigo. Como el borracho que está a punto de vomitar, tragaba saliva rápidamente y presentía el momento en que no podría resistir más. Media hora después llegaba al café, pedía un Ricard que despaché de un sorbo, y otro que paladeé lentamente. Abrí entonces la carta en que mi hermana me contaba que papá había muerto hacía quince días delirando conmigo pues no perdió la esperanza, hasta el último instante, de verme llegar.
Mi hermana terminaba diciendo que con la cesantía —treinta años inclinado el pobre hombre sobre un enorme copiador de correspondencia— habían comprado los dólares del giro para mi regreso.
Lo que gana mi hermana como secretaria en otro ministerio, apenas les alcanza a mi abuela y a ella para vivir mal y cubrir la hipoteca de la casa que arrancándose tiras de pellejo papá logró comprar con veinte años de plazos. "Dime la fecha de llegada y el número de vuelo. En barco podría salirte más barato, pero nosotras perderíamos demasiado tiempo. Te advierto que la abuela no está bien. La vas a encontrar acabada, acobardada y triste."
El sol naufraga demasiado pronto, aunque todavía faltan quince días para entrar en el solsticio de invierno. El cielo es una colcha lívida que se desploma sobre la calle. Las linternas de los automóviles son pupilas escaldadas por el insomnio. Los automóviles son fantasmas de automóviles. Las gentes que pasan rápidamente delante del bistrot son ectoplasmas envueltos en abrigos y bufandas de lana. Los raros clientes que abren la puerta de cristales proyectan en el interior, tibio y denso, un chorro de viento helado. Gruñen, ¡brrrr!, llaman al camarero, piden un café y se frotan las manos. En todas las narices, un poco enrojecidas, brilla una gota de escarcha.
—La señorita lo esperó tres días seguidos. Le dejó este papel.
Me entregó una hoja de cuaderno escolar, doblada en cuatro. Alguien le había dictado estas palabras en francés: "Mañana salgo para Nueva York. En el verano volveré. Besos, etc." Lo de siempre. Se busca una diosa y se amanece con una prostituta envuelta en plástico en papel celofán. De un tiempo a esta parte, desde cuando resolví escribir mi novela y tomar notas en este cuaderno, me sucede que para pensar tengo que ponerme a escribir. Cuando todavía no era un escritor, necesitaba dejar de escribir para comenzar a pensar.
Es absurdo, pero aparte una breve conmoción física —una nube ante los ojos, un sudor frío, un malestar agudo y pasajero, un vago deseo de vomitar— no pensé en nada ni tuve el menor impulso de llorar cuando leí la carta de mi hermana. Absurdo porque yo pertenezco al género de los espectadores que lloran en el cine: viejas emotivas y desamparadas, señoritas pobres que consideran el matrimonio como una entelequia.empleados jubilados que en las tiernas imágenes de la pantalla encuentran un pretexto honorable para llorar por su infelicidad, su incapacidad, su vida frustrada y su mala suerte. Traté inútilmente de emocionarme al recordar entre brumas la silueta de mi padre cuando regresaba de la oficina arrastrando los pies. Se sentaba en el comedor a leer el periódico mientras jugaba con unas bolitas de pan... Pero mi novela es una realidad, algo que tiene un cuerpo, una forma, un volumen, un color. La veo expuesta en las vitrinas de las librerías. Tiene una cubierta blanca y una banda de papel rojo en la cual se lee "Vient de paraitre". No veo claro el título. Apenas percibo el tema y el contenido.
Pero ella está ahí y es un objeto real aunque todavía no haya escrito, ni tenga el tema para escribirla, ni sepa qué título le voy a poner.
A la segunda lectura de la carta se me ocurrió pensar que si no sentía nada extraordinario era por la razón de no estar íntimamente convencido de que mi padre había muerto. Se trataba de un cadáver inverosímil, puesto que yo no lo había visto. No podía emocionarme súbitamente por la desaparición de papá del mundo de los vivos, de nuestro mundo, puesto que había desaparecido hacía tiempo de esa memoria útil que aprovecho para establecer una continuidad dentro de la rutina de mi vida ordinaria. Había desaparecido la primera noche en que llegué a París y dejé de pensar en él cuando en lo alto y a lo lejos reconocí un Arco del Triunfo de cristal, iluminado al trasluz, flotando en un cielo fosforescente. Y al no tener ni por un momento la impresión física y concreta de que mi padre ya no era un hombre vivo sino un cuerpo muerto, se me ocurrió una idea fantástica que algún día puedo utilizar. ¿No sería concebible que las personas no mueren, sino simplemente se alejan a otro lugar en el cual asumen una nueva corporeidad extraña y misteriosa? A veces en plena calle o en un bus, o en la estación del metro, he reconocido fugaz pero intensamente a un amigo a quien había dejado de ver y en quien no había vuelto a pensar desde hacía muchos años. Se trata, diría yo, de una intuición de presencia. Un segundo después una mirada más atenta pero menos clarividente que la primera, me convence de que padecía una equivocación momentánea. Pero dejemos esto para después.
Un cielo despejado y azul, un azul tierno y luminoso, se reflejaba en el Sena cuando crucé el puente frente a Notre—Dame. Quería pensar pero no podía hacerlo. No quería pensar, sería más exacto decir. Me agarraba como un náufrago a las pesadas barcazas que descendían por el río, a los faros de los automóviles que cruzaban el puente, a las tiendas de flores que derraman sobre la acera macetas de claveles y de gladiolos, plantas ornamentales, jaulas de pájaros y recipientes de cristal con pececitos de colores. Caminaba a toda prisa, como sí tuviera urgencia de llegar a alguna parte. Al seguir por los muelles una punzada en el estómago me recordó de pronto que tenía hambre, pues no pasaba bocado desde la noche anterior. Comí un sandwiche y tomé otro Ricard en un bistrot. Atravesé los jardines de los Campos Elíseos; más tarde, atraído por un anuncio, quise entrar a la exposición conmemorativa de Toulouse—Lautrec. Desgraciadamente iban a cerrar, pues faltaba un cuarto de hora escaso para las cinco de la tarde. Por mi cabeza desfilaban toda clase de imágenes y pensamientos. Sabía que no quería pensar ni recordar algo determinado, y que más que nunca era necesario olvidar. Las luces del Rond—Point y las fachadas iluminadas de "Jours de France" y el "Figaro" giraban ante mis ojos cuando me senté en un banco a descansar un instante. Sudaba a mares y tenía sed, pero estaba demasiado cansado para pensar en levantarme.
¿Qué representa París para un extranjero como yo? ¿Qué es realmente París?
No recuerdo quién dijo que el hombre elegante no es el que viste a la última moda, sino por el contrario el que está un poco pasado de moda.
Debe ser una frase de Wilde. Si esto no fuera verdad para tantos hombres feos, tristes, mal vestidos, que descienden de los buses que vienen del otro lado del Sena, en cambio podría serlo para las ciudades:
Londres, Viena, Berlín, París...
Por el contrario de lo que me ocurre otras veces, hoy para no pensar tengo que escribir.
París se parece a Toulouse—Lautrec, pasado de moda con sus gafas de pinzas, sus pantalones de fantasía, su sombrero melón y su cuello de pajarita. A París le convienen los faroles de gas, los pomposos edificios coronados por cuadrigas que vuelan, las feas estatuas académicas de la Plaza de la Concordia, los hipogrifos dorados del Puente Alejandro III, los leones heráldicos, el zuavo que se moja los pies en una pilastra del Pont d'Alma. A París le sienta el otoño con este cielo desteñido y esta piel tostada, cubierta de escamas rojas, doradas, cobrizas, ocres, que hacen soñar en Madame Bovary o en Margarita Gautier, las dos tan adorablemente cursis y parisienses por no estar a la moda.
Cuando me levanté y atravesé el Rond—Point, aplastando con los pies las escamas crujientes que cubrían el suelo, pues los árboles están cambiando la piel, pensé que entre la elegancia de París y la febril belleza del otoño existe una perfecta simbiosis, pues tanto el uno como el otro son un poco pasados de moda...
—Un Ricard, por favor.
Me había sentado en la terraza desierta de un restaurante de turistas.
—¿Un qué?
Al caer en la cuenta de que estaba en un café servido por muchachas disfrazadas de arlesianas, cambié el Ricard por una copa de Armagnac.
Emprendí rápidamente el camino de regreso. Aun cuando sentía las piernas flojas, caminaba más de prisa que los centenares de empleados que salían del trabajo con la preocupación de tomar el próximo bus.
Subí por la rue Royale y al llegar a la esquina de la Magdalena me detuve ante las vitrinas de la agencia Cook, resplandecientes de luz. Un barco con los ojos de buey iluminados navegaba en el aire, entre dos grandes fotografías en color. "Crucero por el Mediterráneo en la próxima primavera". "España, la Costa del Sol. Descuentos especiales para familias." Una roca escueta como un triángulo isósceles, un mar incandescente, un cielo de cobalto, un yate fondeado ante un muelle de color azul. Eso de un lado. Del otro una colina punteada de olivos, un castillo feudal, una playa derritiéndose al sol a la orilla de un mar que se evapora en un horizonte quimérico. Pasé a la otra vitrina: "Viaje a los países exóticos: el Extremo Oriente, el África Ecuatorial, las islas del Caribe, la América del Sur". Templos budistas, negros con las fauces atravesadas por un grueso alfiler, collares de flores, palmeras de coco... mares calientes, mientras en su mansarda el pobre portugués se queja de los sabañones y llora porque no ha vuelto a salir el sol.
Eran las cinco de la mañana cuando rendido, enervado, embrutecido pero sin haber pensado una sola vez en aquello que no quería pensar, llegué a la "chambra" de la mansarda en el barrio del Observatorio.
Durante diez horas no había hecho otra cosa que caminar y beber de vez en cuando para levantar el ánimo. Subí los siete tramos de la escalera casi a gatas. Me tiré en la cama sin desvestirme y quedé inmediatamente dormido. Cuando el portugués llegó a las siete de la mañana todavía roncaba. Como lo debí mirar con ojos empañados y estúpidos, me preguntó si estaba borracho.
—Tengo sed, Pabliño. Me estoy abrasando de sed y si eres un portugués caritativo me traes un poco de agua. No puedo levantarme para ir hasta el baño.
Estas son las cosas que no puedo soportar y en mi novela tendré que evitar a toda costa. No puedo perderme en detalles insignificantes que le quitan coherencia y continuidad al relato. Dejar que el lector imagine el escenario y el físico de los personajes como le venga en gana.
Mayormente si insertara en mi libro una persona como Pabliño, un pobre diablo, analfabeto además, que no tiene nada de un personaje.
Esta digresión es estúpida. No hay personas por insignificantes que sean que no puedan convertirse en personajes de novelas si se las mira con ojo irónico y novelesco.
Por si acaso, datos biográficos de Pabliño: Treinta y cinco años, aunque aparenta cincuenta. Entró en Francia subrepticiamente, sin pasaporte ni contrato de trabajo. Cinco años descargando bultos en los mercados, lavando edificios y lustrando zapatos en un subterráneo del metro, al lado de un W. C. que apesta desde lejos. Tiene una novia en Portugal, en un pueblo sobre el río Miño. Cuando haya ahorrado cinco mil francos regresará a casarse y montará un negocio de mercería. Ahora está muy contento con su nuevo trabajo, pues pesca buenas propinas al abrir la puerta de los taxis en un modesto cabaret de la Place Clichy.
El pobre, pues, se tiró a dormir a los pies de la cama. Antes de despejar el gaznate con un ruido infernal me dijo que esa noche a las siete o las ocho me esperaría a las puertas del cabaret de Clichy.
—Una chica monísima que trabaja en el grupo de las bailarinas... ¡Tiene un cuerpo, te digo que tiene un cuerpo!... desea aprender un poco de español. Consiguió un amigo de Tánger que sólo habla en esa lengua, y es hombre riquísimo que quiere llevársela a su tierra. Esos hombres tienen varias mujeres, ¡bah! (y escupe). Ella dice que eso no importa porque además todos los hombres, aunque no sean de Marruecos, tienen varias. ¡Bah! (y vuelve a escupir.) Todas estas francesas son unas... ¿Me entiendes?
Ocho de la noche en la Place Clichy. Pabliño se pasea muy orondo por la acera, frotándose las manos de vez en cuando pues hace frío.
Desbordamiento de luces. Rachas de música caliente se filtran por las rendijas de las ventanas y una fotografía de mujeres semidesnudas aparece a la puerta de "El Dragón Rojo", en una cartelera. Pabliño me señala con el dedo unas piernas, unos senos redondos, un minúsculo triángulo de lentejuelas.
—¿Te gusta? Mi novia es gorda, colorada, capaz de tumbar un novillo de una palmada en el hocico. Estas mujerucas de París... (y escupe por la guía izquierda del bigote).
Juanillo, el patrón del cabaret, me hizo entrar sin pagar por aquello de ser amigo del portugués, y me ofreció una copa de coñac en la barra.
Había poca gente. Las muchachas del número coreográfico llegaban por parejas; algunas le daban un beso a Juanillo, este les palmoteaba las ancas de animales de raza, de raza blanca quiero decir.
—Éste es el joven estudiante que te va a dar clases de español.
Así nos conocimos y quedamos en que las clases comenzarían al otro día, entre cuatro y seis de la tarde, en su pieza del Hotel de Tunis, que se encuentra a trescientos pasos de allí, en la rue Abel Truchet. En cuanto al pago, me daría cinco francos por clase y... Juanillo me abrió un modesto crédito para pedir hasta tres coñacs, no a precio de cabaret, sino de costo, que es diez veces menor.
¿Qué interés puede tener todo esto desde el punto de vista de mi novela? Ninguno, fuera de soltar un poco la mano, distender y relajar la imaginación, dialogar, ejercitar la memoria y sobre todo sepultar aquello, olvidarlo y sepultarlo dentro de mí bajo una hojarasca de palabras secas.
El marroquí es un paquete envuelto en una chilaba de color marrón y con un turbante blanco en la cabeza. Feo, gordo, barrigón, negroide, con el rostro blando y mofletudo cruzado por un bigote hirsuto. Chantal me llevó a la mesa del marroquí para que le sirviera de intérprete. El hombre pidió una botella de champaña. Era un cliente importante de la casa, pues Juanillo en persona nos servía el vino en las copas. Chantal le hizo comprar flores para dos amigas que no habían conseguido anfitrión, me obsequió un paquete de cigarrillos americanos y con un botones le mandó a Pabliño cigarrillos y una copa de coñac. El hombre estaba medianamente borracho y cuando levantaba el brazo para abrazarme y palmotearme fuertemente la espalda, me envolvía en una onda de sudor agrio, pesado, penetrante, dentro de la cual flotaban, sin mezclarse, otros olores desapacibles.
—Chantal dice que no ha conocido en toda su vida un hombre más rico, ni poderoso, ni buen mozo, ni generoso, que Su Excelencia.
—Dile que me pida lo que quiera.
Con una sonrisa angelical Chantal le pidió quinientos francos para pagarle a Juanillo un adelanto que le había hecho la semana anterior.
Con un melancólico rictus en la boca, éste se encogió de hombros y estiró los brazos.
—La pobre chica vive con problemas económicos. Sostiene a su madre enferma y a dos hermanitos que estudian en un colegio de Toulouse.
¡Además, no tiene qué ponerse!
El marroquí extrajo de las profundidades de un bolsillo interior un fajo de billetes.
La orquesta comenzó a tocar y Chantal huyó corriendo, porque el número en que participaba estaba a punto de empezar.
A la madrugada desayunamos una sopa de cebolla en el restaurante que la mujer de Juanillo tiene en la rue de Rome, a un lado de la Gare Saint Lazare. Éramos Chantal, el marroquí, Juanillo y una muchacha del cabaret amiga de los dos. Se había hecho ciertas ilusiones conmigo:
—¿Vamos a tu hotel?
—No tengo hotel.
—Entonces al mío. Vivo con una amiguita, pero eso no importa.
Conversando con la patrona se encontraban dos hombres ya maduros y un antiguo jockey, amigo de Juanillo, su asesor técnico para las apuestas del domingo. El antiguo jockey —cincuentón, casi enano, cascorvo, con un perfil de pájaro de presa— tampoco había acertado en sus pronósticos del domingo anterior.
—¿Qué quieres? —le gritó a Juanillo cuando nos vio llegar—. La pista estaba muy pesada. Yo no calculaba que la mañana del domingo habría de llover. La "méteo" anunciaba un tiempo espléndido...
Un parroquiano vestido de smoking, algún maitre de los cabarets del contorno, exclamó despreciativamente:
—¡Cualquiera cree en la "méteo"!
Un jovenzuelo de melena revuelta y engrasada, camisa de seda, pantalones ceñidos, chaqueta de pana y tacones cubanos: un tipo equívoco y mal encarado, se levantó de la mesa donde se encontraba conversando con un obrero de delantal blanco, se acercó a la nuestra y sin miramientos cogió a Chantal por el brazo y la sacó a la calle. El marroquí dormitaba con los ojos semicerrados. Dio un bufido y trató de incorporarse.
—Ella volverá —dijo Juanillo—. Es su hermano mayor que la espera todos los días para llevarla a la casa...
Chantal regresó, restregándose los ojos con un pañuelito minúsculo, y se sentó otra vez a la mesa. "¡Es un puerco!", le susurró al oído a mi compañera, la cual me había abrazado y me baboseaba un ojo y una mejilla cada cinco minutos, a un ritmo parejo y desesperante.
El marroquí me contrató para escribirle cartas y servirle de intérprete durante el mes y medio que permanecería en París como delegado de su patria a la decimotercera conferencia de la Unesco. Me pagaría mil quinientos francos por ese servicio, con la obligación de acompañarlo al cabaret de Juanillo por las noches y a la Unesco todas las mañanas.
Con un adelanto que me hizo, compré tres camisas, tres calzoncillos, un par de zapatos, un traje gris y una bufanda. Chantal daba saltos de contento cuando un lunes —los lunes no trabajaba en el cabaret— me vio llegar con el sirviente negro del marroquí cargado de paquetes; y luego de darme un baño largo y meticuloso como hacía tiempo no me lo daba, me vestí de pies a cabeza con la ropa nueva. Le parecí tan bien que me rogó prescindir de la clase ese día, me hizo desvestir otra vez y poco faltó para que el marroquí nos sorprendiera festejando las compras.
Si yo escribiera una novela con el marroquí como personaje central, y utilizando a los demás de soportes físicos o de excitantes intelectuales, tendría que escoger entre dos procedimientos: uno en extensión y el otro en profundidad.
Primer caso: Tomo al marroquí en su país, dentro de una sociedad semifeudal y misteriosa, y lo proyecto al otro lado del mar como delegado a una conferencia de la Unesco. Al cruzar el Mediterráneo el hombre se siente violentamente desgajado de todo lo que para él constituye la realidad de la vida: su religión, su lengua, sus costumbres, sus amigos, su posición, su gobierno. Una noche cualquiera decide dar una vuelta por los lados de Mont—martre. Después de cruzar un dédalo de callejuelas oscuras, deslumbrado por la orgía de los anuncios luminosos, el estruendo de centenares de automóviles que pugnan por salir de la ratonera de la Place Clichy para seguir a la Place Blanche y a la Place Pigalle —esta escena sería clave dentro de la novela— mi personaje se apea del taxi y se lanza a descubrir el mundo por su propia cuenta. Le sorprende que nadie repare en su presencia física y en su prestancia social. Si en su tierra lo miraban y lo saludaban con respeto por saber quién era, en esta plaza de París deberían mirarlo y admirarlo por no saberlo. No sólo los centenares de hombres y mujeres vestidos a la europea no vuelven la cabeza cuando él pasa, sino que los negros, los hindúes, los japoneses, los árabes, los chinos, aun los musulmanes marroquíes con quienes se cruza en la calle, no se molestan en mirarlo.
—En París Su Excelencia no tendrá problemas —le dirían en Marruecos—.
En la Place Pigalle lo abordarán docenas de mujeres bonitas y cualquiera lo llevará a los cabarets del sector.
Se detiene ante la puerta misteriosa de un local brillantemente iluminado. Un portero de librea verde con botones dorados y gorra de general de opereta, por señas lo invita a seguir al cabaret del "Dragón Rojo". Es Pabliño. En el recinto misterioso y oscuro un señor de smoking lo conduce a una mesa, hace una seña en el vacío, y por arte de magia aparece un camarero con una botella de champaña. El señor es Juanillo. Media docena de muchachas sin velo en la cara y más que medianamente desnudas, bailan en un estrado en la mitad del salón.
Terminado el espectáculo una de ellas se acerca con una sonrisa encantadora, pide una botella de champaña, una flor a la muchacha que ha brotado de entre las sombras con un ramillete en la mano, se lleva dos dedos a la boca y luego los abre arrojando la idea de un beso al rostro mofletudo del exótico personaje. Esa muchacha es Chantal.
De ahí en adelante la historia comenzaría a caminar en el tiempo.
Pasados tres meses, en el hotel de... "Cuando dos años más tarde Madame El—Ibraim..." "El día del asesinato de El—Ibraim por un negro silencioso y extraño que no era su sirviente como inicialmente se creía, sino un agente secreto de la sociedad «Los Verdaderos Amigos del Profeta»..." Veinte capítulos adelante una hermosa mujer acompañada por un niño de color de aceituna, tirando al de ciruela pasa, cruzaba ocasionalmente por la Place Clichy... El resto no importa. Ésta es una de las posibilidades que debo considerar al escribir mi novela: su desarrollo en extensión, a lo largo del tiempo y como una historia.
La otra posibilidad es la novela en profundidad, al practicar un corte vertical en un momento dado. "Dentro de «El Dragón Rojo», insignificante cabaret de un catalán que responde al nombre de Juanillo, en momentos en que un extraño personaje marroquí bebía una copa de champaña con una corista de la casa, sonó un disparo y... Y en la averiguación exhaustiva de este caso de policía, prescindo del tiempo o lo mantengo suspendido en el momento del crimen, y penetro en la intimidad de los personajes que rodeaban al marroquí. En el primer caso, una historia de diez o de quince años, con sus antecedentes y ramificaciones, se comprime en cuatrocientas páginas. Infancia de Chantal en un suburbio de París; sus relaciones turbias con un fotógrafo homosexual; carrera de obstáculos de Juanillo desde su salida clandestina de España hasta su culminación como patrón de un cabaret en la Place Clichy; participación de Pabliño en la captura del criminal, etc. Yo no entraría en ninguna de las dos versiones y sería apenas el testigo impersonal que relata la historia de los demás.
¿Cuál de los dos procedimientos es más aconsejable?
El primero, en extensión, es el Quijote; y el segundo, en profundidad, es Otelo.
Nota: Prescindir de la manía de las referencias literarias. En este cuaderno pueden pasar, pero en una novela resultarían pedantes.
El primer procedimiento es más artificial que el segundo. Es imposible comprimir quince años y cuatro vidas en cuatrocientas páginas. A lo largo de la propia nuestra, aprendemos a conocer sucesiva, pero intuitivamente, por un rasgo, un gesto, una actitud, una palabra, a una persona cualquiera.
Ejemplo tomado de la realidad, que descubre a Chantal y al marroquí a través de una escena al parecer insignificante:
Recepción de una embajada musulmana en el Hotel Crillon. El ujier de casaca galoneada y pantalón corto anuncia al consejero cultural de la embajada marroquí y a su señora. Chantal sofoca un ataque de risa con un acceso de tos. Al entrar en el salón pasamos uno en pos del otro delante de cinco o seis señores, entre cobrizos y mulatos, que nos saludan a la manera occidental, a mí tendiéndome la mano y besando ceremoniosamente la de Chantal. Esto le produce una impresión tremenda. Al lado de aquellos señores, nuestro marroquí vestido con sus mejores galas musulmanas. Nos lleva a un rincón apartado, cerca de un ventanal que mira sobre la Plaza de la Concordia: un carrusel de luces que giran en torno del obelisco de cristal. Con el rostro congestionado y descompuesto, el marroquí me observa con mal disimulada cólera:
Primero: Tiene la sospecha de que de paso, en algún café, hemos tomado dos o tres whiskies innecesarios. Chantal le da un beso en un ojo para demostrarle que no huele a alcohol. El marroquí palidece de espanto, pero luego el rostro se le abre por la mitad en una sonrisa de cerdo.
Segundo: Presenté a Chantal como a mi mujer, cuando ante la delegación invitante ella es solamente mi hermana.
En aquella suntuosa sala, fuera de los camareros que bostezaban detrás del mostrador, sólo estaban el marroquí, el sirviente negro del marroquí, lo que éste llamaba la delegación invitante, una docena de árabes solemnes, dos o tres funcionarios de la Unesco y nosotros dos.
Aquello no era una modesta cábila a la orilla del desierto, sino el desierto puro. Chantal se empeña en probar de todos los manjares untándose los dedos indistintamente de mayonesa, salsa de tomate, mermelada, caviar, paté de foie—gras, etc. Cuando no puede comer más, se limpia los dedos en el mantel de la mesa.
Nota: De un tiempo a esta parte he dado en hacer en estos cuadernos breves ejercicios de diálogo. Las páginas densas, sin el alivio de un punto y aparte y un espacio blanco, fatigan como una carretera gris y recta que se prolonga indefinidamente sin la sombra de un árbol o la alegría de una colina que interrumpe la monotonía del paisaje.
Decía que Chantal llamó a un camarero y le pidió un whisky. El hombre levantó los hombros en un ademán de desolación muy francés.
—Entonces una ginebra doble... O una copa de champaña... O un vermouth... O una copa de vino...
El marroquí se entretenía en aliviar de su carga una bandeja llena de pastelitos calientes.
—Hay agua de Vichy, de Vittel, Perrier, jugo de naranja, de pamplemusa, de limón, de tomate. También tenemos agua de coco, que es deliciosa.
—¿Y lo invitan a uno sólo a comer estas porquerías y a beber agua de Vichy?
El marroquí dio pesadamente la vuelta sobre sí mismo, consternado, y me rogó que la obligara a callar.
—Los musulmanes no bebemos alcohol —masculló con la boca llena de salmón ahumado.
Chantal miró olímpicamente la interminable mesa vacía, la brillante sala semidesierta y el solemne grupo de la delegación invitante, estacionado a la puerta de entrada. Me arrastró de la mano hacia afuera, y en el ascensor, sin poder contenerse exclamó:
—¡Estos judíos son una porquería!
Pensé que era inútil explicarle que los musulmanes de la delegación invitante son enemigos jurados de los ciudadanos de Israel.
Por el momento me inclino a ensayar este procedimiento intensivo, y lo urgente es comenzar a escribir. Mi novela será la sustitución de la tesis de grado, que jamás escribí, "sobre la realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular". Al menos este título impresionante es el que le voy a citar a mi hermana cuando mañana... pasado mañana... le conteste su carta hablándole del pobre papá y de que por el momento no puedo regresar...
Primer borrador: Dolor al recibir la noticia de la muerte de papá y al pensar que no he de verlo más sentado a la mesa del comedor, leyendo el periódico y haciendo bolitas de pan. Lo de que no habré de verlo a mi regreso es tan absurdo como decir: cuando estoy dormido no puedo estar despierto. Lo del periódico y las bolitas de pan le quita toda seriedad a la carta.
Hacía estas reflexiones y borroneaba en mi papel, con un par de audífonos en las orejas y durante la decimotercera conferencia general de la Unesco. Trataba de ignorar el desbordamiento verbal de ciento diecisiete países que a escala universal se complacían en practicar en tres razas, en cinco lenguas de trabajo, en siete grupos regionales, en once religiones, en cinco continentes y varias islas, el cantinflismo de traducción simultánea. Hablaba mi delegado marroquí. Yo había redactado el discurso, y para ser obra de quien no conoce a Marruecos ni jamás se ha interesado en la pedagogía, no era del todo malo.
Segundo borrador: Muerto papá me convertiré en el sostén de la familia, para lo cual es necesario terminar mi tesis —realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular— y recibir mi grado de doctor lo antes posible. Pero, ¿no es monstruoso hablar de tesis y de sostén de la familia cuando quitándoles el pan de la boca recibo sin chistar el dinero que me mandan para regresar al país?
Rompí el segundo borrador aunque estoy convencido de que mi abuela no puede estar enferma como lo sugiere mi hermana. La pobre, medianamente solterona, se ha vuelto histérica con los años. O podría ocurrir que ante la perspectiva de una madurez melancólica en la oficina oscura de un ministerio, haya resuelto casarse con el rancio director de correspondencia que le hacía la corte.
Un delegado negro hacía cuentas en un papel, un delegado amarillo conversaba algo con su vecino de la izquierda, dos o tres ancianos respetables —uno chino, otro suizo, otro japonés— dormían con la boca abierta. El delegado del Congo Brazzaville se comía con los ojos a la secretaria rubia que escribía al pie del estrado de la mesa directiva. El delegado del Congo Leopoldville, a dos curules de distancia, devoraba a la secretaria como su colega de Brazzaville, pero a pedazos: primero las piernas, luego el busto graciosamente modelado por una blusita blanca, finalmente la cabeza, y volvía a empezar.
Nota: El pobre papá no pasó de tercer año de secundaria y sólo gracias a su resignación, su honradez y su buena letra, logró que un político de provincia le consiguiera un "destino" en un ministerio. El destino de los hombres que no lo tienen es "un destino".
El marroquí pronuncia su discurso: ¡Bla, bla, bla!, y aun quienes parecen escucharlo con mayor atención no perciben sino cabos de frases e ideas fragmentarias que se enredan a recuerdos personales, a esbozos de imágenes, a impresiones pasajeras y momentáneas. El orador da en ese momento un puñetazo sobre la mesa y los espectadores asienten con la cabeza, convencidos de que, aunque fuerte, la mesa no podría resistir un segundo golpe. Cuando el orador, más sereno, desarrolla la idea de que un hombre analfabeto es un ciego, alguien ve un ciego con un par de cartillas en los ojos. La atención se dispersa y flota en el aire como el humo de un cigarro que un delegado acaba de encender en la sala. Cuando la secretaria se agacha para recoger el lápiz, cincuenta pares de ojos —al través de lentes que recuerdan las oes y las aes de cartillas— se clavan, como signos de admiración, en la tibia penumbra del escote.
Tercer borrador: Sólo escribo cuatro letras para decirles que estoy abrumado por la muerte de papá. Salgo el próximo sábado en el vuelo número tal... y estaré llorando con ustedes el domingo a las...
Cuando terminó mi discurso, la mesa directiva y la plana mayor de la Unesco se rompieron las manos aplaudiendo al marroquí. Para la Unesco los cinco continentes que se disputan sus favores son cuatro, que se resumen en tres: África y Asia. Flotaba en el aire un embrión de novela pero yo tenía demasiado sueño para desarrollarla. Rompí el tercer borrador. Una resolución de la cual dependen la suerte de mi novela y por lo tanto la propia mía, no puede tomarse sin reflexionar unos días. No hay asuntos apremiantes, decía alguien, sino personas impacientes.
Semana crepuscular dedicada a tomar Ricard y a olvidar muchas cosas que no quiero recordar. A veces pienso si no estaré bebiendo demasiado, gracias a los francos que me dejó mi amistad con el marroquí; a no ser que esté incubando alguna enfermedad grave. El marroquí se fue hace unos días. Nos esperaba, la víspera de su viaje, en la salita de su departamento y ante una botella de champaña. Una sonrisa anegada en la grasa de las mejillas le iluminó el rostro entre negro y amarillo cuando Chantal le comenzó a hacer cosquillas en la nuca, debajo del turbante. Cuando nos comunicó que tenía que regresar a su país, Chantal palideció de espanto y me miró por encima del turbante con ojos que se le salían de las órbitas.
Puedo estar enfermo y también puedo envejecer y morir por inverosímil que parezca. Aún no podría concebir que me dolieran las articulaciones y el corazón cansado de latir se me paralizara de repente. Aunque un día ante el espejo del hotel descubrí con horror un comienzo de calvicie y dos círculos morados en torno de los ojos.
—Dile que mañana no podría acompañarlo, exclamó Chantal. Tendría que ir a Toulouse a ver a mis hermanos, a mi madre enferma, en fin, dile lo que se te ocurra. El marroquí me explicó que en su país se había presentado una crisis política y tenía que estar presente so pena de perder una posición importante. Piensa volver a París dentro de pocos meses, y entonces se llevará a Chantal con toda su familia, la madre enferma, los hermanitos de Toulouse, el hermano mayor...
—¿Qué dice Chantal?
—Que al hermano mayor no habría necesidad de llevarlo.
Pero yo no puedo enfermar ni morir antes de haber escrito mi novela.
Sería absurdo. Estoy demasiado cansado y la cabeza me da vueltas como si de pronto me hubiera dado cuenta de que la tierra gira a una velocidad vertiginosa. Tal vez este descubrimiento de Galileo fue simplemente el efecto de una borrachera. Sólo en ese estado un hombre puede percibir físicamente dos hechos fundamentales: Que la tierra gira vertiginosamente y que existe una tremenda fuerza de gravedad que nos clava en el suelo. Pero yo no estoy borracho.
CUADERNO N.° 3
Estoy en cama, enfermo. No eran ideas mías, sino amibas que tengo incrustadas en el intestino grueso, según diagnosticó el médico.
—Eso les pasa a ustedes los suramericanos, y a los africanos, y a los coreanos, y a los hindúes, por vivir en el trópico.
El farmacéutico venía por las tardes a ponerme una inyección de antibióticos y me daba un boletín meteorológico: Ha llovido el día entero, hace un frío atroz, hoy tenemos una niebla húmeda y pegajosa que no se la deseo ni a los ingleses. Cuando se iba, yo recaía en el foso vacío de mi soledad. Ya me siento mejor, pero todavía no puedo levantarme. Los paseos al cuarto de baño, en el final del corredor, me producen sudores y mareos. Pienso entonces vertiginosamente. Nunca había pensado a semejante velocidad. Tal vez esto se deba a que todavía tengo un poco de fiebre por las tardes; pero si supiera escribir taquigráficamente lo que pasa en tropel por mi cabeza, en tres noches llenaría una enciclopedia Larousse. Por imposibilidad de anotarlas he perdido una inmensa cantidad de imágenes, ideas, escenas, frases, diálogos, con todo lo cual podría componer no una, sino varias novelas.
Bajo el dominio del alcohol o de las drogas heroicas, o cuando se sufre la presión psicológica de la angustia, se piensa muy de prisa. En los estados de bienestar físico y placidez intelectual, se piensa muy despacio. Hay hombres cuya velocidad de crucero en materia de pensamiento es enorme, y otros cuyo pensamiento se arrastra con la lentitud de una carreta de bueyes por un camino de montaña. Pero esto no viene al caso.
Al través de los cristales sucios de la ventana se recorta un retazo de cielo gris, derretido en una vaga llovizna. Cuando hacia las dos de la tarde. hay un poco de claridad, veo la fachada negra del edificio de enfrente en cuyos bajos está el farmacéutico. De noche se iluminan las ventanas y en alguna de ellas, como sombras chinescas, aparecen las siluetas de un hombre y una mujer. Los tabiques de mi cuarto son muy delgados, de madera empapelada, pues de cada alcoba el dueño del hotel ha fabricado dos y hasta tres habitaciones. No es ésta tan cómoda como mi cuarto en el hotel del marroquí, pero tampoco tan lúgubre como la mansarda de Pabliño. Puedo escuchar, sin mayor trabajo, cuanto sucede en torno mío. Los ronquidos de un hombre, los quejidos de una mujer, una riña de amantes, las pisadas de un borracho que se aleja por el corredor, la conversación de un pasajero que llega a la madrugada. Los primeros días me interesaban esos ruidos, esas voces aisladas y desprovistas de una imagen concreta, esas posibilidades dramáticas y novelescas que encierra un cuarto de hotel. No llegué al extremo de abrir un hueco en el tabique para atisbar lo que ocurre al otro lado, como en "El Infierno" de Barbusse. Papá leía ese libro a escondidas de mamá y yo lo leía a escondidas de papá. Por mera distracción me pongo a imaginar qué tipo de persona corresponde a un determinado tono de voz, o a las pisadas que se acercan o se alejan por el corredor.
Al cabo de tres o cuatro días de este apasionante ejercicio bueno —para un aprendiz de novelista— hice un descubrimiento sensacional. Digo sensacional pues proviene de una elaboración de mis sensaciones auditivas. Las personas pesan menos o más según el estado de ánimo en que se encuentran, el grado de cansancio que soportan, o la hora del día. En sus pisadas, más livianas o más lentas, se perciben estas diferencias de gravedad que podrían medirse en gramos o en onzas el día en que algún sabio alemán se propusiera inventar un aparato para medirlas. Lo descubrí el día en que me puse a seguir los pasos del farmacéutico que a las seis de la tarde viene a ponerme la inyección.
Después de un largo día de trabajo, siempre de pie, el hombre pesa más aunque no haya comido en varias horas y tenga el estómago pegado a las espaldas. Sus pisadas no sólo son más lentas, sino más pesadas, cargadas con el lastre de su cansancio físico, su aburrimiento y su fatiga mental. Una tarde me contó alborozado que por la noche tenía una cita con una clienta de la farmacia por quien suspiraba inútilmente desde hacía mucho tiempo. Al salir, sus pasos eran rítmicos y ligeros, y apenas le chirriaban los zapatos. En cambio, la pobre mujer que hace la limpieza y es flaca, esquelética, fantasmal, pesa como un elefante.
—Son las cinco de la tarde y todavía me falta barrer y arreglar los cuartos del quinto y el sexto. No puedo más del dolor de cintura.
Pero los lunes sus pasos son ingrávidos, casi juveniles, cuando muy de mañana lleva un rollo de papel al baño del corredor.
A fuerza de meditar en lo que no me atrevería a llamar una tesis sino una hipótesis, encontré algo que puede ser una demostración metafísica. El fenómeno físico de la levitación o sustracción de un cuerpo humano a las leyes de la pesantez, tan frecuente en las experiencias de los místicos, jamás podría presentarse en un hombre de la densidad mental del pobre Pabliño. Éste no tiene sesenta kilos, con su cuerpo subdesarrollado, y en cambio Santa Teresa de Jesús era una monja grande, fuerte, corpulenta.
Por obra y gracia del impulso de su espiritualidad ascendente —el espíritu es la antimateria— la Santa llegaba a levantarse hasta dos palmos del suelo cuando se ponía en oración. En cambio Pabliño al caminar pesa como si tuviera doscientos kilos a la espalda.
En lugar de anotar todas estas tonterías sobre las pisadas.. y el farmacéutico y la vieja que por las mañanas lleva un rollo de papel al W. C., debería ponerme a escribir mi novela. Creo haber encontrado el tema y en la cabeza me bullen las imágenes y las ideas...
Oigo los pasos del farmacéutico, y apenas pesan sobre el piso del corredor.
—¡Qué maravilla de mujer! Figúrate que anoche...
—Ya lo sabía.
Él me miró con unos ojos inmensos que se le brotaban de las órbitas.
Hoy el farmacéutico llegó contento, vestido con su mejor traje y no con el delantal blanco de los días de trabajo. Olía a vino barato y no a esa desapacible mezcla de jarabes tibios y desinfectantes helados que lo envuelve en un aura durante la semana.
—Hoy, día de Noel...
—Nochebuena, decimos en mi tierra.
—Las avenidas están blancas de nieve. Se heló el estanque del Parque de Luxemburgo. Hay muy poca gente en la calle. Atravesé tranquilamente la Plaza de la Concordia en mi Rolls. (Llamaba así un infeliz Renault que había comprado a plazos y de segunda mano.) Las vitrinas del Printemps y Galeries Lafayette arden de luces de colores.
Hay San Nicolases vestidos de rojo a las puertas de todas las tiendas importantes. A mí me gusta esta fecha. Cuando te levantes y salgas a la calle te presentaré a mi novia... Por cierto, ¿no tienes alguna amiga, alguna novia? ¿No? Es una lástima, pues podríamos salir los cuatro juntos a darnos una vuelta cualquiera de estos días.
La euforia del vino se le evaporaba en el aliento y en las palabras.
Cuando quedé otra vez solo, más solo que nunca, me asaltó aquella idea de pronto. Lloré un rato largo, lo confieso. Menos mal que se había ido la pareja de vecinos ruidosos que pasaron la tarde riendo, conversando, diciendo obscenidades y sumiéndose en profundos silencios de vez en cuando. Me sentía solo en el piso, solo en el hotel, solo en un país helado y deslumbrante de nieve. Estas fiestas obligatorias me deprimen hasta las lágrimas. Nada hay tan desagradable como un catorce de julio en París, con las terrazas de los cafés atestadas de familias modestas que toman refrescos y despiden oleadas calientes que apestan a sudor. Grupos de obreros españoles, que confunden la Place des Greves con la Puerta del Sol, gritan vivas a España. En el Pont—Neuf fuegos artificiales. La muchedumbre se abre en círculos concéntricos para ver bailar unas parejas que no siguen fielmente la música del acordeón. Huyo a barrios lejanos, busco calles oscuras y silenciosas, me siento en el banco de alguna placita desierta frente a un "clochard" que en el banco de enfrente duerme la borrachera patriótica del catorce de julio.
Nota: El "clochard" es un charco de soledad en medio de la calle. Una muchedumbre silenciosa, como la que vomitan las bocas del metro, es un precipitado de sudores y soledades que no logran fundirse.
Pocos meses antes de mi viaje a París cenamos los cuatro juntos por última vez. Habíamos ido a la Misa del Gallo en una iglesia del barrio.
Mientras mi abuela y mi hermana preparaban la cena en la cocina, papá sacó de su armario una botella de brandy y sirvió dos copas bien medidas. "Hoy es un día especial", me dijo guiñándome un ojo. "Llama a la vieja. A ella también le gusta de vez en cuando una copita de brandy."
Hablamos de la crisis económica, del alto costo de la vida, de las prestaciones sociales, de un proyecto de huelga para pedir aumentos de sueldos y salarios. Al levantar las servilletas de los platos, encontramos los regalos de Navidad: una máquina de afeitar para papá, una mantillita para mi abuela, un estuche de tijeras para mi hermana y una corbata para mí. La prima de mi hermana se había invertido en los regalos y la de papá en las deudas urgentes y la botella de brandy. Y con éste y el vino a papá se le soltó la lengua y contó historias de su juventud que a mi abuela le producían una fingida irritación. En la casa vecina y en los barrios distantes estallaban cohetes y petardos de Navidad. Sonaban las campanas de alguna iglesia. El viento frío de diciembre tenía el cielo despejado y cubierto de estrellas. Soplaban rachas de música y clamores lejanos. A veces ladraba un perro. El ruido sordo de la ciudad llegaba amortiguado a ese barrio de empleados, todos iguales, los empleados y sus casas, y dentro de cada casa un empleado que en ese momento, como todos los empleados en aquellas casas iguales por dentro y por fuera, se pondría a rememorar cosas de las Navidades pasadas.
—¡Por la vieja! —dijo papá levantando su copa.
—¡Por nuestro representante al congreso! —dijo mi abuela levantando la suya.
—Por la más enamorada de las muchachas del barrio —dije yo. Mi hermana, roja y mordiéndose los labios, salió corriendo y se encerró a llorar en su cuarto.
—¿Para qué la molestas? ¡Hoy es noche de Navidad!
Ésa es la novela que necesito escribir. Voy a anotar el esquema, naturalmente sujeto a enmiendas y modificaciones posteriores.
Personajes: El padre, empleado en un ministerio de correos o en una recaudación de rentas. Origen provinciano y modesta extracción campesina. Para él, París es un paraíso inalcanzable.
La abuela: setenta y cinco años, fanatismo religioso, ignorancia, bondad, ingenuidad, resignación. Para ella, París es un infierno.
La hermana: Muchacha un poco marchita. Vida interior intensa y un sentimiento de frustración más o menos consciente. Mezcla de sueños infantiles —un príncipe, un millonario, un actor de cine— y reflexiones prácticas: posibilidad de casarse con su jefe de sección. Para ella, París es una película.
Yo tendría que mirarme desde fuera, con cierta perspectiva y sin deformaciones egoístas. Veintisiete años, uno setenta y cinco de estatura, flaco, cabeza pequeña, tendencia a la calvicie precoz. Ojos oscuros y poco expresivos. Cutis ceniciento. Orejas salientes en forma de cartucho, nariz fea, dientes un tanto volados, un feo lunar en la mejilla izquierda, barbilla prominente con una raya horizontal difícil de afeitar. Carácter variable, temperamento emotivo, inteligente, observador, simulador, irónico, misántropo.
Escenario: Barrio de empleados en una ciudad hispanoamericana y cuarto de hotel de ínfima categoría en un barrio pobre de París.
Cuando llegó el farmacéutico con su blusa blanca, que despide un olor a jarabe y a desinfectantes helados, le pregunté si nunca había pensado en lo que es la vida de un estudiante extranjero en París.
—¡Hombre! Es la que yo hubiera querido llevar cuando por dificultades económicas sólo pude sacar mi licencia de farmacéutico. Quería ser médico, pero nueve años de estudios... Nueve años teniendo que sostener a mis padres... ¡Ah! Un estudiante extranjero, uno de esos negros que se ven en el Boul' Mich' con una rubia del brazo... El restaurante les cuesta una miseria... Alojamiento gratis en la Ciudad Universitaria... Entrada libre a todas partes...
—Eso mismo creía yo, pero es un mito como cualquier otro. Los estudiantes pasan, pasamos, infinidad de trabajos. El giro nunca nos llega a tiempo. Nunca nos alcanza el dinero. Una enfermedad como ésta nos desquicia por el resto del año.
—A mí no me llegaba giro. Tenía que estudiar mientras trabajaba de supernumerario en una farmacia. Muchas veces me caía de sueño cuando barría el local por las mañanas.
—¿Te interesaría el tema en una novela?
—Tengo muy poco tiempo libre y no voy a perderlo leyendo tonterías. A mí y a mis amigos nos interesan las carreras de caballos, la televisión, las canciones, las mujeres, las películas. ¡A nosotros qué nos importan los problemas de un estudiante en París! Cada cual a lo suyo y se acabó. Y pasando a lo importante, ¿cómo vamos? ¿Te sientes mejor?
¿Estás durmiendo más? Mañana domingo no podré venir porque iré a Versalles con mi novia: conozco un bistrot, dos kilómetros antes de llegar a la ciudad, donde se come muy barato y muy bien.
¿Cuántos millares de farmacéuticos y de amigos de los farmacéuticos habrá en París? ¿Acaso Sartre, o Montherlant, o Camus, dejarían de escribir una novela por la razón de que los farmacéuticos no se darían el placer de leerla? Además, no se trata de una simple novela para pasar el rato; se trata de un problema sociológico de la mayor importancia... Habría que ver las críticas de los periódicos:
Por primera vez se plantea, con un valor admirable, el problema de los estudiantes extranjeros en París... Novela que denuncia una de las lacras de la civilización contemporánea... Más que una novela, admirablemente escrita, es un estudio a fondo en el cual tendrán que detenerse los pedagogos y los padres de familia...
Tres ediciones en seis meses. Traducciones al inglés y al alemán. Mesa redonda en Columbia University. Contratos para una película... ¡Bah!
¿Qué se está figurando ese idiota del farmacéutico? ¿La vida se reduce a preparar píldoras y poner inyecciones?
Esquema para un capítulo: Misa en la iglesia del barrio. Caminata por calles semidesiertas, en un paisaje deprimente de edificios en construcción y lotes sin edificar, convertidos en basureros. Pesado silencio dominical. La radio transmite un partido de fútbol. Por la calle pasa un automóvil a gran velocidad y levanta una nube de polvo que tarda largo tiempo en disiparse...
Estaba a punto de quedarme dormido cuando sentí pasos en el corredor y entró de improviso Chantal, sin anunciarse. Pantalones negros muy ceñidos, botas altas con manchas de barro, chaqueta de pana de color marrón con manchas de humedad, gorro de lana salpicado de nieve, nariz colorada.
Voy a transcribir la escena dialogando. Relatada, perdería viveza e interés.
—Hace un frío atroz... ¿No hay calefacción en esta porquería de hotel?
—No es el Crillon, tú sabes.
—Me muero de frío... ¿Me puedo acostar un momento sin desvestirme?
No vayas a pensar...
Se acostó a mi lado, se arropó con la manta, se apretó contra mí.
—Quédate quieta, por favor, y regálame un cigarrillo.
Cinco minutos después saltó de la cama, se desvistió rápidamente, colocó la ropa al lado de la estufa y se plantó desnuda delante de mí.
—¿Qué me notas? ¿No me notas nada? Las caderas, el pecho, el estómago... ¡Fíjate bien!
—Tal vez estás engordando un poco. Sería absurdo que te dejaras engordar.
Saltó de nuevo a la cama, se metió bajo la manta y empezó a sollozar.
Traté de calmarla inútilmente. Calló de pronto, se sonó con la sábana, saltó de la cama y me preguntó si tenía una bata y unas chinelas... Se envolvió en la manta y salió descalza en busca del baño. Al regresar y acostarse otra vez, me abrazó muy fuerte y me dijo con una voz baja y trémula:
—Estoy embarazada. ¿Comprendes? Embarazada, y eso no puede ser, no debe ser... ¡Tienes que ayudarme!
Apagué el cigarrillo. Los primeros chupones me produjeron tos y un poco de mareo. Luego la abracé, la acaricié, la besé, etc.
La literatura contemporánea, el teatro, el cine, la prensa, las revistas ilustradas, la publicidad, aun el comercio de jabones, máquinas de fotografía y cepillos de dientes, todo refleja la obsesión sexual. Es una obsesión delirante en momentos en que el concilio ecuménico y los profesores de sociología denuncian el crecimiento escandaloso de la natalidad. Entre los dos fenómenos hay una relación evidente. No hay novela de éxito, película que permanezca dos años en la cartelera, pieza de teatro que sacuda la apatía del espectador, que no propongan directa y desvergonzadamente el acoplamiento sexual. Tal como lo concibieron los trovadores medievales —cuando para protegerse de los asaltos de la poesía los maridos inventaron para sus mujeres el cinturón de castidad— el amor está desapareciendo de la literatura y de la vida. Hay amores que giran en torno de una excitación física constante, pero el amor en singular se vería hoy relegado a la sala de las curiosidades prehistóricas en un museo retrospectivo de las relaciones sexuales.
Si en mi novela del estudiante decidiera incluir esa breve escena con Chantal, ¿cómo podría contarla? Siguiendo con las yemas de los dedos la estatua viva de su cuerpo: el contorno de sus senos redondos coronados por dos minúsculas violetas; el doble promontorio de las nalgas; la suave colina del vientre cubierto de un vello crespo con reflejos metálicos. Todavía en paños menores vuelve la cabeza hacia atrás para mirarse de soslayo en el espejo, y se da una palmada en las ancas, como quien acaricia las de una potranca cuyos músculos tiemblan bajo la piel. Sus piernas se enroscan a mi cuerpo como serpientes. El rostro descompuesto, las sienes húmedas de sudor, las aletas de la nariz palpitantes, el aliento corto, los ojos en blanco.
Desconcertante ausencia de gestos de transición cuando una vez satisfecha afloja los músculos, se distiende, se extiende boca arriba y enciende un cigarrillo para disparar coronitas de humo hacia el cielo raso del cuarto.
—El médico del seguro social, un viejo serio y antipático, me dijo que tengo, además, una infección en los riñones. ¿Qué sentido tiene abrigarse cuando por las noches debo desvestirme en el cabaret? Lo grave no es eso. El doctor me auscultó, me puso la oreja en el ombligo, me preguntó cuándo había tenido la última regla... En eso, como en todo, soy muy desarreglada... ¿Qué te produce risa?
—Has tenido un acierto verbal... inconsciente.
—¿Por qué inconsciente? Me dijo que tenía un embarazo de tres meses...
Me gusta cada vez más dialogar y encuentro que es un ejercicio excelente para agilizar el estilo. Si los de Platón fueran "Relatos" y no "Diálogos", en dos mil quinientos años se hubiera marchitado su encanto.
—Para comenzar, el hijo podría ser tuyo, o de Juanillo, o de un americano que conocí hace unos meses, o de aquel muchacho del bar, un rubio simpático que tiene unos ojos muy bonitos. O podría ser del marroquí... El muy cochino tenía unos redondeles calvos, amarillentos, en la cabeza... Vas a tener que darme algún dinero.
—No tengo un franco. Dentro de tres o cuatro días tendré que levantarme para empezar a trabajar...
—¿En qué?
—Eso no te importa. Pero, ¿qué hiciste tú de los miles de francos que te dio aquel hombre: y los pendientes, y el reloj de pulsera, y los trajes, y las carteras?
Podría suprimir todo esto, o acortarlo, pero en los diálogos y desde el punto de vista psicológico lo superfluo es lo necesario. Ella se encendió como una brasa aventada por un fuelle, y rompió a llorar. Con frases cortadas, punteadas, sincopadas —hay que cuidar los adjetivos y buscar los más imprevistos y originales— me contó que todo se lo había quitado, hasta el reloj de pulsera, aquel tipo.
—Homosexual, mujeriego, cocainómano, ladrón... Me persigue y me explota desde el día en que lo conocí en el estudio del fotógrafo y posamos desnudos para unas fotografías obscenas.
Para sintetizar, continúo llanamente el relato. Como por ningún motivo desea tener hijos y echar a perder su cuerpo, se va a poner en manos de una comadrona de la Porte de Clignancourt. Su plan consiste, sobre la base de una licencia que le dará Juanillo y mil francos que le adelantará sobre su trabajo futuro, en escribirle una carta al marroquí pidiéndole dinero, y para escapar a la persecución del homosexual se vendrá al hotel a vivir conmigo...
—¡No, mi querida! Eso por ningún motivo.
—¡Espera, idiota! Será sólo por una noche, pues al día siguiente me internaré en la clínica de aquella mujer.
Cuando se vestía rápidamente logré concentrar su atención un momento. Vuelvo a dialogar:
—Contéstame pensando lo que vas a decir...
—Es tardísimo. Tengo que irme...
—¿Te gusta el cine?
—¡Hombre!
—¿Películas de amor, de vaqueros, de detectives, de qué?
—De Brigitte Bardot. No es por nada pero tengo un cuerpo más bonito, y soy más joven y más alta. Me gustan las películas de amores, bailes, palacios, yates, villas a la orilla del mar. En las buenas películas nadie trabaja.
—Ahora quiero que pienses lo que vas a decir. Se trata de una novela que estoy escri... leyendo, y de la cual van a comenzar una película con Brigitte Bardot, precisamente.
—¿Y me llevarás a verla?
Cuando le conté a grandes rasgos mi tema, hizo una trompa con los labios, encogió los hombros, me miró con ojos que no reflejaban el menor destello de inteligencia.
—¿Qué papel hará Brigitte? No me gusta, ¿sabes? Me parece una historia aburrida desde el comienzo hasta el fin. No excita, no conmueve, no interesa, no... A mí me tiene sin cuidado la vida de un empleado en esos países tan lejanos. Además, la vieja es inverosímil en esta época.
Y la solterona no se concibe en París... Para hablarte con absoluta franqueza, detesto a los estudiantes extranjeros.., ¿Ahora sí me puedo ir? No se te olvide escribir la carta. Te dejo los cigarrillos, pues comienzan a saberme mal.
Sus pisadas eran rítmicas y ligeras cuando se alejaba por el corredor.
A un farmacéutico que vive pendiente de las carreras de caballos, de la cita que tiene con una amiga, de los impuestos, del lugar donde podrá estacionar su automóvil: ¿qué le puede importar el problema de un estudiante extranjero que pasa trabajos en París y vive del sacrificio de su familia lejana? Y a millones de posibles lectoras como Chantal, cansadas de un trabajo agotador, ansiosas de conseguir una situación más estable: ¿qué puede interesarles la vida de un estudiante pobre en París? El golpe de gracia a este proyecto de novela me lo dio la idea de que lo que estaba pensando escribir no era una novela sino una autobiografía. El escritor de autobiografías piensa arbitrariamente que su personalidad es ejemplar. Se hace una de estas dos reflexiones: Yo soy el arquetipo de millones de seres que en mí se encuentran reflejados y me consideran un símbolo; o yo soy un ser distinto de los demás, sin segundo ni semejante. Lo que yo soy, quisieran serlo millones de hombres que mueren sin haber vivido, sin percatarse de que en este mundo puede darse, a veces, el caso de una aventura personal realmente extraordinaria. Los escritores de este género literario no anotan en sus diarios lo que han hecho en el día, sino que hacen durante el día algo que desean anotar en sus diarios. No describen su propia vida, sino que la acomodan en vista de su autobiografía; y eso puede pasarme a mí. Yo sé que las opiniones del farmacéutico y de Chantal, desde un punto de vista crítico, no valen nada; pero tampoco puedo olvidar que el escritor escribe en vista y consideración de la masa anónima de todos los lectores. Yo no voy a escribir mi novela por el solo placer de recrearme en ella. Eso sería una simple masturbación literaria. Cuando se quiere ser un escritor de verdad, accesible a toda clase de gentes, desde el profesor de la Sorbona hasta el farmacéutico de la esquina y desde una duquesa hasta Chantal, hay que pensar en esas cosas. Evidentemente el tema de mi novela, mi propio tema, el de mi casa, para ellos no tiene la menor importancia.
Hoy he resuelto ir al Consulado para pedir prestados unos doscientos o trescientos francos y capear la situación mientras consigo algún trabajo y me entrego de lleno, febrilmente, a la redacción de mi novela. Una vez terminada y sacada en limpio, la enviaré a un editor español. Tal vez podría traducirla al francés.. En el Consulado me pueden indicar un buen traductor y no tendría inconveniente en compartir mis derechos con él, y firmar con un seudónimo francés, pues sólo así podría entrar a competir en el Goncourt. Ganaríamos el premio por siete votos contra tres. Mi traductor se presentaría a la fiesta de Gallimard, y ante un centenar de fotógrafos, periodistas, escritores, académicos, rodeado de micrófonos y pantallas de la televisión, soltaría la bomba:
—Desgraciadamente yo no soy el autor de esta novela sino apenas, y a mucha honra, su humilde traductor al francés. El autor es un antiguo estudiante hispanoamericano que vive en París y voy a tener el gusto de presentarlo. Fogonazos de los fotógrafos, sonrisas, alguien me arrastra por la mano al centro del salón, un camarero me ofrece una copa de champaña.
El escándalo sería formidable. Algunos periódicos pedirían la reunión de la Academia Goncourt para rectificar su fallo por haber sido víctima de una superchería y de un atentado contra el prestigio literario de Francia. El "Figaro" exigiría en nombre de la moral literaria que al impostor lo expulsaran del país y al traductor se le entregara a la ferocidad de los críticos. Su estilo estaría plagado de "wagramismos", o españolismos de la clientela dominical de la "Rambla" de Wagram. Y de franglecismos condenados por la Academia. Alguien terciaría en mi favor en un artículo del Express, que levantaría ampollas en la piel muy sensible de los académicos. La agitación llegaría a su colmo cuando la televisión anunciara la adaptación de mi novela y su presentación en el Odeón en el próximo otoño. Mi entrevista ante la pantalla produciría tal impresión en la Embajada y en el Consulado, que no tardaría en recibir un nombramiento de agregado cultural, con sueldo de ministro consejero, a fin de evitar mi expulsión de Francia. Sería inconcebible que el país de la libertad y la cultura, por un pecado venial literariamente concebible y disculpable, expulsara a un gran escritor hispanoamericano que les había dado el baño a todos los jóvenes escritores franceses...
—¡No, por Dios! Francia no me puede hacer eso.
Pensaba en estas cosas sentado en un banco del Parque de Luxemburgo. Tenía dos horas por delante pues antes de las doce sería inútil presentarme en el Consulado.
La jardinería es el arte más natural, aunque en esta frase el sustantivo y el calificativo se contradigan. Por el contrario de la gramática, cristalizada y anquilosada en la estufa de la Academia —a cuyo calor se arriman todos los reumatismos literarios— los jardines participan de los vaivenes de la naturaleza. Un cuadro, una estatua, un poema, son idénticos a ellos mismos y no pueden cambiar sin...
Aunque en los libros me salto generalmente las descripciones, a veces, cuando se les da un sentido y un contenido espiritual, pueden pasar.
Los paisajes, decía alguien cuyo nombre nunca he sabido, son estados de alma, y hoy me siento eufórico porque el cielo está azul y el sol derrite los manchones de nieve que salpican los prados.
Un jardín puede transformarse con el viento que imprime un temblor, un movimiento de vaivén, una inquietud, a los árboles y los arbustos del parque. La lluvia puede lavar la atmósfera. El sol ilumina el color y salpica el suelo de sombras densas, con rebordes punteados de toques luminosos. Un jardín cambia con el día, con la hora, con la mañana cubierta de una capa de niebla y con la noche sumergida en una campana vibrante. Un jardín se transforma desde la infancia jubilosa de la primavera, pasando por la plenitud del verano y la orgía del otoño, hasta la esquelética desnudez del invierno cuando es apenas un trazo de carbón en una hoja de papel. En todos estos estados diferentes, en todas estas transformaciones, el jardín es y no es el mismo jardín.
En el reloj del palacio del Senado son apenas las diez y media.
Me gusta el jardín de Luxemburgo con su verja de hierro pintada de verde y sus lanzas doradas. Es injusto que sólo las palomas disfruten de estos prados, dóciles al tacto como un retazo de terciopelo o como el vello imperceptible que cubre la nuca de Chantal.
La pobre es insensata. Un aborto provocado puede producir daños irreparables, me dijo el farmacéutico.
Por los caminitos del parque pasean unas ancianas solas y silenciosas apoyadas en su bastón. Me produce calofríos la soledad de los viejos en París. Yo no querría llegar a vieio en París. Bajar todas las mañanas seis tramos de escalera, con las coyunturas y las articulaciones crujientes y dolorosas. Hacer la compra del día, arrastrarse por calles hostiles, por avenidas insolentes, por plazas cuya visión produce desaliento y fatiga. Y la angustia de no alcanzar a cruzar el bulevar cuando el semáforo da paso a los peatones y un torrente humano se precipita de un lado a otro, dejando a los viejos atrás como pobres insectos con las patas lastimadas. Y subir otra vez, deteniéndose a descansar en los rellanos, una escalera cada vez más larga y más pendiente. Y en el cuarto de la mansarda el frío, y la soledad, y la angustia de ser arrojado de allí porque ha llegado un cliente mejor, y la soledad, y el temor de no recibir la pensión a tiempo o la ayuda que envía algún pariente olvidadizo, y la soledad, y las noches eternas sin encender la lámpara por temor a despertar a un vecino gruñón, y la soledad, y viejas memorias olvidadas que de pronto afloran a la conciencia como fantasmas, y la soledad, y el miedo del infarto, del ataque, del cólico, del dolor en medio de la noche, en un mundo hostil, y la soledad, una soledad espesa y pegajosa que produce una tremenda, una agobiadora, una amarga melancolía...
Un par de enamorados se arrullan en un banco. Un señor que luce la Legión de Honor en la solapa arroja migajas de pan a las palomas.
Llueven sobre él en un remolino tornasolado. Los personajes de Balzac terminan, en la última página, con la roseta de la Legión de Honor en la solapa. Todos los funcionarios de cierta edad a quienes observo en el metro o en el bus, están condecorados. He llegado a pensar que los franceses usan la Legión de Honor para distinguirse de los extranjeros.
Un agente de policía —el kepis, la capa, los guantes, corresponden maravillosamente a los balcones de hierro forjado y a las mansardas grises— pasea su aburrimiento a la orilla del estanque. Una vieja encorvada y envuelta en un informe bojote de trapos le cobra al señor condecorado cincuenta céntimos por ocupar su silla de metal, aunque haya centenares de sillas vacías. Yo siempre tengo la precaución de sentarme en los bancos.
Los niños juegan con los barquitos de vela mientras las mamás tejen interminablemente bufandas de lana. Me gustaría alquilarle al hombre de los barquitos el velero número 17 que tiene las velas amarillas. Me paraliza la timidez. Es un sentimiento absurdo, pues en París puede uno hacer lo que quiera sin que a nadie le importe nada. Pero echar un barquito de vela a navegar en el estanque es algo que yo, aunque perezca de envidia con los niños que los dirigen con su pértiga desde la orilla, no me atrevería a hacer.
El sol juega en la arena con las sombras fugitivas que proyectan las palomas al levantar el vuelo, y aviva el verde del prado que pisotean los pájaros, y restalla en la visera charolada del agente de policía, y cabrillea en el estanque, y enrojece la cintita roja que mi vecino lleva en la solapa. Estoy metido de cabeza en un cuadro de los impresionistas. Por pura presión atmosférica, me convierto en uno de esos caballeros barbados y de cuello de pajarita que levantan solemnemente la chistera al paso de una carreta cargada de un ramillete de señoritas de flores. (Quería decir: cargada de señoritas que recuerdan un ramillete de flores, pero la frase incorrecta es más impresionista e impresionante). La imaginación me está funcionando al revés, como la memoria de Marcel Proust. Gilbertas, Albertinas, Odettes, marquesas de Villeparisis, duquesas de Guermantes, encaman en los personajes del parque. Entre Proust y yo se abre un profundo abismo de cincuenta años, pero en los jardines del palacio de Luxemburgo, donde el tiempo se estanca milagrosamente como en "A la Recherche du Temps Perdu", Proust y yo nos volvemos a encontrar. El reloj del palacio está dando las doce y me tengo que ir...
CUADERNO N.° 4
El Cónsul me recibió con un bufido. El relato liso, sin diálogos, sería de una vulgaridad deprimente.—
—Le contesté que usted no había vuelto por aquí desde hacía meses, y no sabemos dónde se hospeda. Hace ocho días recibí un nuevo cable, ya no de su hermana, sino de la Cancillería, —He estado enfermo durante un mes y sólo hoy he podido levantarme.
Estoy seguro de que en una de esas cartas me avisan el envío de un giro, pero como hoy es sábado y no hay bancos... Un momento, señor Cónsul, un momento... Como hoy es sábado y están cerrados los bancos tal vez alguien pudiera prestarme hasta el martes unos doscientos o trescientos francos. Tengo que hacer un abono en la pensión... (Aquí enumeración de cosas ciertas e imaginarias que estoy en la obligación de realizar.) Estoy terminando mi tesis y necesito algunos datos que usted puede suministrarme. Es un estudio sociológico sobré los estudiantes extranjeros que viven en París y el problema que representa, desde el punto de vista pedagógico, su extrañamiento del hábitat natural.
El Cónsul se mordió los labios y me alargó un billete de cien francos.
—El Ministerio me pregunta cuándo saldrá usted de regreso.
—El giro que me hicieron de la casa para pagar el pasaje se me fue en este mes de enfermedad... Usted comprende...
En ese momento apareció a la puerta de la oficina mi amigo Miguel, el único que he tenido en París y a quien no veía hacia por lo menos un año. Por ser muchacho rico y de familia conocida, en el Consulado goza de un fuero especial. El Cónsul se levantó a saludarlo. Pero Miguel, en lugar de dirigirse a él, me abrió los brazos y me costó trabajo desprenderme de ellos. Es hombre generoso y emotivo a quien le estorban sus millones y está empeñado en hacérselos perdonar de todo el mundo. Es fuerte, bien plantado, elegante, con la apariencia de un "gringo" y un ligero acento, pues en realidad ha vivido más en los Estados Unidos que en su propia tierra.
Nota: Etnográficamente, el hispanoamericano es un ser, sorpresivo.
Cuando se abren las puertas de una Embajada el día de la fiesta patria, nadie sabe a qué atenerse. Puede entrar un gigante rubio, hijo de padres alemanes y nacido en el sur de Chile; o un actor de cine italiano que es un funcionario de la Embajada argentina; o un africano del Congo Brazzaville, que es un ministro dominicano; o un sacerdote budista vestido a la moda occidental, que es un millonario boliviano; o un estudiante como Miguel, en cuyos ojos aflora un remoto abuelo africano, y en el cutis el tinte hepático de los aborígenes andinos de la región ecuatorial.
El Cónsul me dio una palmadita amistosa y familiar en la espalda y cambiando el usted áspero de hacía un momento por un tú más cordial, me dijo:
—Tienes que cuidarte. Una convalecencia en invierno es muy peligrosa.
El martes hablaremos de tus problemas. Ya veré cómo arreglamos tu viaje para lo más pronto posible.
Miguel me miró sin comprender lo que pasaba.
—Espérame cinco minutos y almorzaremos juntos. Nosotros también nos vamos, y quiero hablar con el Cónsul un asunto muy breve sobre mi certificado de estudios.
—¡Todo el mundo está de regreso!, exclamó el Cónsul. Las noticias son cada vez peores... El dólar continúa subiendo a saltos... Otra vez se habla de un golpe de Estado, de una revolución, de una dictadura, ¡qué sé yo! Desde que me conozco jamás he recibido buenas noticias. No me extrañaría que alguien me dijera en alguna carta: "El que desgraciadamente está muy bien y completamente curado de algo que no era un cáncer sino un falso diagnóstico, es Fulanito..."
Primera carta de mi hermana: Es inconcebible que ni siquiera nos hayas escrito cuatro líneas con motivo de la muerte de papá. Segunda: La cesantía resultó menor pues se debían varias cuotas en el seguro.
Tercera: ¿Cómo estás, dónde estás, qué te pasa? Cuarta, de hacía diez días: Como no contestaste mi cable acudí al Ministerio. Debieron de dirigirle un cable al Cónsul pidiéndole que averigüe tu paradero y te despache en el primer avión, si aún tienes el dinero del pasaje. ¡Eres un sinvergüenza y un cínico!
La vida es maravillosa, porque es imprevisible. (Desarrollar este pensamiento más tarde, en el primer capítulo relativo al extraño caso del desfalco en la recaudación de rentas y gabelas de Sevilla. Lo perpetra aquel andaluz que confiaba en que su noble protector lo llevara de secretario a la Corte. En vez de ir a Madrid fue a parar a la cárcel de Cádiz. Le conmutaron la pena por un enrolamiento en la tropa que reclutaban para viajar a las Indias. Se me están ocurriendo centenares de ideas, pero con lo anterior me basta para recordar después...)
La vida es maravillosa porque es imprevisible. Desarrollo en imágenes:
Una encrucijada de calles y avenidas. Al dar la vuelta a una esquina, indistintamente puedo tropezar con un ciego que me pide limosna, o con un matón que me rompe las narices, o con un amigo que me andaba buscando para decirme que he ganado la lotería, o con una mujer que insensiblemente va a conducirme a la bebida, la holgazanería, los estupefacientes, la ruina, el hospital, la muerte.
La vida es maravillosa porque es imprevisible. Cuando me había dado con el Cónsul en las narices, me encontré con este ángel de Miguel y tuve una increíble racha de buena suerte. Descubrí, además, el tema de mi novela, cargada de posibilidades no sólo literarias, sino sociológicas.
Necesitaré tomar unas notas en la Biblioteca. Por conocer mi debilidad por la buena comida (alguna vez le conté que yo padecía un hambre atrasada de varias generaciones) Miguel me llevó a almorzar a un restaurante del Rond—Point de los Campos Elíseos. Al enterarse de la muerte de mi padre, de mi enfermedad, de mi imposibilidad de conseguir el valor del pasaje que había empleado en gastos explicables y urgentes, me prestó doscientos dólares que le pagaré cuando regrese al país. Me contó que le había vendido al Embajador el automóvil Mercedes que usaban su padre y sus hermanas. El que Miguel tenía, un descapotable que corre a ciento cincuenta kilómetros por hora, quedaría en un garaje de la rue de Ponthieu, pero daría instrucciones para que yo lo sacara de vez en cuando. A un coche de esa clase hay que correrlo como a los caballos del hipódromo. Me dio las llaves, el cheque y tarjetas de presentación para gentes que pueden darme un puesto.
Voy a dialogar otra vez. Relatar me aburre y me fatiga. ¿No estaré dilapidando en novelas un talento teatral que me rezuma, con la tinta, por los picos del estilógrafo?
—Le decías al Cónsul que terminabas tu tesis de grado cuando te enfermaste. ¿Es cierto?
—Tenía que decírselo porque el buen hombre es un funcionario anquilosado por la burocracia y jamás podría entender lo que frente a una carrera consular es una carrera literaria.
O teatral. Tendré que pensar seriamente en aprovechar mi talento dramático. Desde el punto de vista económico, una pieza de éxito puede producir una fortuna.
—Tú tienes una imaginación de novelista y nunca he dudado de tu talento, de tu..., etc.
—Tú en cambio, no eres el tipo del hispanoamericano, sino el arquetipo de lo que éste llegaría a ser dentro de dos generaciones, si la Alianza para el Progreso no fuera una solemne mentira.
Al pobre Miguel se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo también estuve a punto de llorar, pues pertenezco, como lo anoté alguna vez, a la categoría de los espectadores que lloran en el cine.
Cuando Dostoyewski perdió en Baden—Baden todos sus recursos, sobre la idea de "El Jugador" consiguió un adelanto de sus editores. Sin que yo pretenda compararme con él, reconozco que se trata de una coincidencia estimulante, ya que a mí se me ocurrió el tema de la novela cuando almorzaba con Miguel. Se me ocurrió al ver la curiosa mezcla de rasgos físicos y perfiles morales que caracterizan a mi amigo.
Entre los últimos, pues ya me referí a los primeros, descuellan su sencillez, su vanidad infantil, su generosidad, su credulidad...
—No te vayas por las ramas. Eso está bien en una novela... en una novela proustiana. Yo no me puedo tragar a Proust. Me pierdo, como cuando aprendíamos a jugar al ajedrez.
—Tú no estás hecho para el ajedrez sino para el rugby. Mi idea es tomar tres personajes iniciales: un blanco en el siglo XVI, un indio en el siglo XVI, un negro en el siglo XVIII, los cuales han ido multiplicándose a lo largo de varias generaciones hasta fundirse y confundirse en el siglo XIX, en la época de la independencia. El blanco era un pobre diablo, pícaro y mala persona, que al venir al Nuevo Mundo para escapar a una cárcel en Cádiz por malversación de fondos, se convirtió en encomendero.
—Te equivocas si piensas que todos eran unos pícaros...
—Pícaros, maleantes, ignorantes, analfabetos, ocasionalmente funcionarios de último orden que trataban de tentar fortuna en América. Sólo a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII llegaron burócratas menos despreciables.
—A mediados del siglo XVIII vino a Cartagena de Indias un capitán español, un segundón noble de Extremadura, hijo natural del Duque de Tordesillas... Eso puede servirte. Papá le pagó no sé cuántos miles de pesetas a un heraldista de Sevilla que trabaja en el Archivo de Indias, para que nos siguiera la pista hacia atrás. Has de saber que en el siglo XVIII se tropezó con el Duque. Nosotros no tenemos una gota de sangre negra o indígena.
—Los hispanoamericanos provenimos de ese triple origen racial, lo cual no quiere decir que la mezcla se haya asentado y todos la llevemos en la sangre en proporciones iguales. En América hay blancos puros, recién llegados de Italia o de España, y los puedes ver en Buenos Aires.
Hay negros puros de toda mezcla en las costas del Caribe y del Brasil. E indios que inclusive no hablan español sino quechua, en el Ecuador, Bolivia y el Perú. Y hay también —naturalmente no es tu caso— un cuarto abuelo imaginario. Cuando el hispanoamericano adquiere cierta posición social y económica, encuentra al duque siete generaciones atrás.
Respecto del negro...
—No lo resisto.
—Al negro lo habían cazado en Guinea o en la Costa de Marfil, arrancándolo brutalmente de su selva y de su raza. Lo vendieron en un mercado de esclavos de Cartagena de Indias o de Bahía de Todos los Santos. El indio, mejor la india, estaba hacía siglos en América cuando llegaron el blanco y el negro.
A Miguel sólo le interesaba el desarrollo de la intriga.
—Al cabo de las generaciones, esos tres seres se entreveran de tal manera que sólo un heraldista como el que siguió hacia atrás la filiación de tu padre, podría desenredar el ovillo. En la época crucial de la independencia americana, el amo era un mestizo, el criado era un mulato, el arrendatario era un zambo. El general era hijo de un blanco y una india, el soldado era un negro cruzado de indio o de blanco, el criollo que luchaba contra los españoles en Arauca, en el Pantano de Vargas, en las faldas del Pichincha, en los desiertos de Piura, en los lagos de Chile, en las pampas del río de la Plata, era ocasionalmente blanco, negro o indio. Pero principalmente mestizo, mulato o zambo. Y aun cuando fuera un blanco de indiscutible ascendencia española, a la sazón ya pensaba y sentía, bailaba y cantaba, vivía y comía como un negro de Santo Domingo o de Bahía de Todos los Santos. Y aun cuando fuera un negro, tenía la insolencia de un blanco; y si era un indio de la cordillera, su respeto por las jerarquías oficiales, su fanatismo político y de neófito cristiano, lo asimilaban a un blanco...
El Armagnac relampagueaba en los ojos de Miguel como una tempestad ancestral.
—Las peripecias del español a quien la fuerza de las circunstancias convirtieron en marinero, soldado, conquistador; que sudaba a mares dentro de una armadura cuando remontaba el Guayas o el Orinoco en una canoa, perseguido por una nube de zancudos...
—Mi abuelo el capitán...
—Supongamos que era tu abuelo. Y luego el negro que se enfrenta, en la cala infecta de un galeón, con la realidad de la esclavitud y del látigo.
Compañeros suyos de desgracia, sin ver el mar, sacudidos furiosamente dentro de la bodega, mueren de nostalgia y de peste con una extraña canción en los labios...
Miguel comenzó a tararear una cumbia.
—En esa cala venían los embriones del jazz, la samba, la cumbia, el porro, el merengue, el currulao... Te confieso que ahora miro a los negros que pasean por el Boul' Mich' con una profunda simpatía. Al menos, ya no los subastan en un mercado de esclavos; ni los palpan, los miden, les examinan los dientes y los órganos genitales, como si se tratara de comprar caballos de carreras o perros de raza... En París, ellos compran sus blancas...
Miguel había pedido otro Armagnac. A las gentes sin imaginación, el chisporroteo de las imágenes y las ideas les encandila los ojos.
—La india de mi novela sólo tuvo alma cuando Sus Católicas Majestades graciosamente se la concedieron. Volvió a perderla cuando en el resguardo los doctrineros dominicos la persuadieron de que el mundo de sus abuelos no era suyo, y los dioses que ella adoraba no eran los verdaderos, y los príncipes a quienes servía no eran poderosos, y la lengua que hablaba era un balbuceo infantil. Los extranjeros que llegamos a París, ante el abrupto chauvinismo francés nos sentimos más o menos indígenas.
—¿Cómo se te ocurrió todo eso?
—Toda esa parte la voy a tirar al Sena.
—¡No seas bárbaro!
—He resuelto que mi novela arranque en el momento de la independencia americana.
—¡Ah!, claro.
—Cuando a comienzos del siglo XIX ya se había formado una sociedad colonial y frente al señorito español recién llegado de Madrid a América hay una realidad nueva: el mestizo y el criollo.
—Pero ¿cómo se te ocurre tirar a la cesta todo el proceso anterior?
—¿Te has puesto a pensar cuánto mármol hizo pedazos Miguel Ángel cuando tallaba la estatua de David? Te advierto que David no me gusta porque no corresponde a la idea del adolescente que cantaba y bailaba al pie del altar. Es un acromegálico. El David de Miguel Ángel es un Goliat. Pero verás: ha comenzado a correr la noticia de que el general Bolívar viene con un ejército de venezolanos por los llanos de Apure, a internarse en la Nueva Granada...
—Pero ¿cuáles son los personajes?
—Un criollo descendiente de encomenderos españoles, con hijos mestizos de cualquier india del lugar. Otro personaje es un mulato venezolano que conquistó sus galones de capitán montado en pelo, luchando contra los chapetones en los llanos de Apure. Otro viene de una ciudad del Caribe... Otro...
—Me gustaría que papá leyera lo que llevas escrito.
—Desgraciadamente los seis o siete primeros capítulos están en manuscrito. No tengo máquina de escribir.
—Te voy a dejar la que papá tenía en el departamento, ¡no faltaría más!
Es una Olivetti magnífica. El chófer te la llevará al hotel.
—Me interrumpes a cada momento. A comienzos o mediados del siglo XX, tenemos un industrial millonario, orgulloso de su origen español, aunque verás... Dentro de ese mundo americano en un doble proceso de integración y descomposición, resulta que el industrial es descendiente del mulato venezolano y una mestiza granadina hija natural del prócer blanco. Hay en cambio una pobre muchacha que languidece en un pueblo de provincia y procede en línea directa del prócer y su mujer legítima. En un capítulo en que trabajaba cuando me enfermé, estalla el drama familiar cuando el industrial quiere impedirle a su hijo que se case con aquella niña "que no es de buena familia".
Cuando Miguel me dejó en la boca del metro, la noche se desplomaba sobre París. En la esquina del "Figaro" nos abrazamos al calor que despedía una vendedora de castañas. Miguel quería llevarme al cóctel que daban en su honor en el Hotel Jorge V, y comer luego con su padre y sus hermanas —la una muy graciosa y la otra francamente negroidepero me negué a acompañarlo. Me hubiera tentado comer en un restaurante de lujo y deslumbrar al padre de Miguel, un millonario cursi que comenzó su educación a los cincuenta años. Podría hacerle la corte a la muchacha bonita, para halagar a la familia; aunque para toda esa gente yo soy un pobre estudiante cuya hermana es una señorita mecanógrafa.
Metro de París (aproximación al tema): Túneles asfixiantes, corredores interminables, escaleras de cemento, luz crepuscular, olor tibio y espeso, muchedumbres apresuradas, empleadas viejas y feas, truenos subterráneos, "portillon automatique" que me da en las narices cuando voy a franquearlo y el tren entra en la estación con un pavoroso estruendo de hierros retorcidos. Carteles de propaganda comercial: invitación a realizar viajes que nunca podré hacer y a adquirir cosas que tampoco podré comprar. Muchachas que me miran con ojos maliciosos al través de una cortina de cabellos dorados por un champú inigualable.
A veces he tenido la tentación de deformarles la boca con un lápiz, y de violar esas bañistas que exhiben, en otro cartel, un minúsculo bikini. En el vagón de segunda maldigo interiormente la mala suerte que me obliga a no viajar en primera para economizar unos céntimos. Apretujado por pasajeros que entran y salen continuamente, atormentado por desapacibles olores que flotan en nubes lentas y calientes, me voy cargando de odio contra todo o contra alguien en particular. Cuando el vagón pasa por la estación de Saint—Lazare o de Havre—Caumartin —bajo los grandes almacenes de Printemps y Galeries Lafayette— un tropel de compradores de saldos se precipita en los andenes e irrumpe al mismo tiempo una multitud que teóricamente no cabe en el vagón.
(Capacidad: 37 pasajeros sentados, 139 de pie.) Viajeros con maletas, señoras con paquetes de compras, excursionistas, un náufrago abrazado al leño de una muchacha entre aquella encrespada muchedumbre, un policía que me mira con curiosidad sugiriéndome que soy un extranjero cuyo permiso de residencia caducó hace meses. Un aviso adosado a la pared del vagón me previene de un peligro de muerte cuando pase por la estación de La Motte—Piquet o la de Filies du Calvaire. Siento rasquiñas intempestivas en sitios que no me puedo rascar, malestares pasajeros, necesidad imperiosa de un W. C., deseo de gritar algo escandaloso y obsceno que haga enrojecer a las señoras.
Cuando me deslizo trabajosamente entre la multitud, en la estación terminal de mi viaje, me siento en un banco del andén, me enjugo el sudor de la frente y trato de no pensar en nada...
El metro es una de mis obsesiones parisienses. Escribiría una novela sobre el metro si no tuviera entre manos otro tema mejor.
Me despedí de Miguel y descendí de cuatro en cuatro las escaleras de la estación Franklin Roosevelt. Las vitrinas del andén presentaban una serie de trajes de invierno para hacer esquí, colecciones de abrigos en pieles suaves y espesas, pañoletas de colores que se funden en tonos tenues que acarician la vista. El “portillon automatique" estaba abierto de par en par. Había poca gente, mejor vestida y menos fúnebre que como solía verla. Ningún mendigo dormía la borrachera tirado en los bancos del andén. Una señora elegante, con una sombrilla de mango de metal, y un caballero anciano de bigote gris, consultaban el mapa del ferrocarril subterráneo. Dos muchachas conversaban en voz baja. Pensé en Chantal y decidí llamarla por teléfono o ir a verla cualquiera de estos días.
El tren no demoró ni tres minutos en llegar, silencioso, reluciente, azul y amarillo, sin la estridencia de ruidos y colores verdes y rojos de otras líneas menos distinguidas que la de Vincennes—Neuilly. Y en mi vagón — había comprado una tiquetera de primera para cambiar el billete que me había dado el cónsul— la concurrencia era distinguida y escasa. Una pareja ya madura y de apariencia respetable. Un señor condecorado con la Legión de Honor. Un oficial del ejército. Una señora joven con un niño serio y formal que no lloraba, ni se chupaba los dedos, ni se hurgaba las narices, ni me miraba con impertinencia. La contemplación minuciosa de una muchacha, desde la cabeza de color de hoja en otoño hasta los pequeños tacones de las botas de invierno, me produjo una excitación pasajera. Cesó cuando descendió en Palais—Royal y se alejó por el andén, ágil y cimbreante, como una hoja de otoño arrastrada por un viento invisible. Cuando me apeé en la estación del Hotel—de—Ville, tuve una imperceptible tristeza. Hubiera querido seguir rodando indefinidamente en aquel vagón silencioso. Las torres de Notre—Dame se recortaban en negro contra un malva rojizo que se cierne sobre París en las noches de invierno. Me senté ante una mesa del café "La Boule d'Or".
—Un Armagnac, un doble Armagnac, por favor.
El aliento del Armagnac reconforta. En cambio hay aromas enervantes como el de la nuca de Chantal cuando ha sudado un poco, y deprimentes como el de los urinarios de las avenidas. De un tiempo a esta parte mi memoria se ha agudizado extraordinariamente. Sin omitir detalle podría seguir paso a paso el recorrido que acabo de hacer entre el Hotel—de—Ville y "La Boule d'Or" pasando por el puente de Notre—
Dame. Podría describir los raros transeúntes que encontré en la calle, y aun recitar de corrido los nombres de las estaciones de metro que se escalonan entre Franklin Roosevelt y la plaza del Hotel—de—Ville.
Al volver la cara descubrí en la mesa vecina una negra de unos veinte años, alta, fuerte, con los senos demasiado opulentos, una cintura delgada y unas caderas de contorno perfecto. No era fea ni bonita: era negra. Iba disfrazada de blanca, con gorro, chaqueta de gamuza, botas blancas que le llegaban hasta ese lugar en que la pantorrilla comienza decididamente a ensancharse. La invité a un coñac y luego a mi hotel, lo cual aceptó encantada. Cuando salimos y ella me cogió de la mano, sentí una impresión de vergüenza. Me pareció que las señoras que pasaban por la calle, y las parejas que se besaban en la esquina, y el agente que dirigía la circulación, se burlaban de aquella negra cuyas botas blancas contrastaban escandalosamente con su rostro primitivo, de labios gruesos y dientes de antropófago. Tenía la impresión de que podría desteñir cuando comenzara a sudar, y al tocarla mis manos quedarían tiznadas. En la esquina del Parque de Luxemburgo no pude soportar más tiempo la impresión de vergüenza y tomamos un taxi. Al llegar al hotel pasé al otro lado de la calle, y en el bistrot, sin necesidad de mostrar el cheque de Miguel, me prestaron cien francos. Si no lo hubiera tenido en el bolsillo, jamás me hubiera atrevido a decirle al patrón que me prestara esa suma hasta el próximo martes.
El Evangelio de San Juan dice que en el principio era el Verbo. En el primer capítulo del Génesis el Creador les puso nombres a todos los seres y a todas las cosas. Primero nombró las aves, y los peces, y las estrellas, y después los creó de acuerdo con los nombres con que los había bautizado. La creación es una nomenclatura. ¿Qué nombre le pondré a mi novela?
Al ver desnuda a la negra, como un ídolo del Museo del Hombre en el Palais de Chaillot, la palpé con recelo y curiosidad, como quien pasa la mano por la piel de un reptil disecado. Al través de la suya se sentía la vibración de los músculos.
—¿Vienes? A media noche tengo cita con un amigo a quien le gustan las negras.
—¿Conoces muchos blancos? ¿Te gustan más que los negros?
El título tiene que ser seco y vibrante como el latigazo de un blanco en las nalgas de un negro, en un mercado de esclavos. Le di una palmada en las nalgas. Era resbalosa como un pez, vibrante como una anguila eléctrica. Puesto que estaba a punto de escribir la gran novela de América, tenía necesidad de reconstruir con cierto conocimiento de causa lo que debió ser el primer contacto de un amo y una esclava en ese período remoto en que América comenzó a fermentar a espaldas de la moral, la dignidad, la vanidad, el orgullo y la jerarquía. El fuerte olor que despedía su cuerpo, calcinado por un hervor de la sangre, me producía deseo de vomitar.
—A veces los blancos me producen asco. Son negros desollados.
La idea de que si quería seguir documentando mi memoria y mi imaginación, tendría que intentar cualquier noche una nueva experiencia con una estudiante china o coreana que me representara a una india de América, me produjo horror. Tal vez por mestizos los hispanoamericanos llevamos en la sangre el horror de las razas amarillas y negras.
Cuando se fue con cincuenta francos que le di, apagué la luz y traté de dormir. La incapacidad de encontrarle un nombre a mi novela me desesperaba. Si la comienzo en plena guerra de independencia tendré que resistir, como quien doma un potro cerrero, la tentación del heroísmo que hace cabriolas y la oratoria con las crines al viento. Y otra cosa. No olvidar que el paisaje es un devorador de escritores hispanoamericanos, cuyos personajes van achicándose cada vez más a lo largo del libro hasta convertirse en hormigas que han perdido su hormiguero, aplastado por el tronco de un árbol. La mía será una novela del hombre, entre seres humanos, cuando el hispanoamericano comenzó a existir. Y si no existe todavía es porque no está bautizada.
Para crearla tengo que bautizarla, pues con los nombres Dios hizo el mundo y con ellos el hombre hace la poesía.
La carta que le escribí a mi hermana para descargar mi conciencia, comenzaba con las disculpas de rigor: Una enfermedad, una huelga de correos en que debió perderse la primera mía en respuesta a la primera suya, una segunda huelga que paralizó el tráfico aéreo y debió tragarse en la vorágine de la administración mi segunda carta. Dolor inmenso por la muerte de papá, recuerdos familiares, solicitud de unas fotografías para adornar mi cuarto. Sobre todo le hablaba de la redacción de mi novela, la cual a juicio de escritores con quienes converso diariamente en las revistas literarias, será la mejor de cuantas se hayan escrito en diez años. Promesa de viajar en el próximo invierno.
Nota (histórica): Para las agencias de noticias, los organismos internacionales, las universidades europeas, los países antiguos y recién nacidos, las bibliotecas públicas; para el funcionario de correos, el camarero de café, la prostituta y el chofer de taxi, América es los Estados Unidos de América. Hispano—Americano (con un guioncito en la mitad, un broche de presión, la presión de la Secretaría de Estado sobre la Cancillería española) significa un tratado de cooperación económica y militar entre la España del Generalísimo Franco y los Estados Unidos del General Eisenhower. Quien dice América, en virtud de un reflejo condicionado por la propaganda, piensa en los rascacielos de Manhattan, el Capitolio de Washington, las cataratas del Niágara, los gangsters de Chicago, el puente de San Francisco, los turistas millonarios, el divorcio en Reno, las actrices de Hollywood, los petroleros de Texas, los sabios de Alabama, el pastor King, la discriminación racial, el Ku—Klux—Klan y el asesinato de Kennedy.
Nota (literaria): Hay dos géneros de lectores: los que sienten una impresión de desaliento frente a una serie de páginas sin diálogo ni punto aparte, y los que se saltan los diálogos por considerarlos sofismas de distracción dentro del curso del relato. A mí me gusta la visión gráfica del diálogo en una página impresa. Bajo de cuatro en cuatro los peldaños de esa escalera para caer a pie juntillas en la plataforma del párrafo denso que se encuentra al final. Pero también me gusta seguir, sin paradas ni pérdidas de velocidad, en un expreso que rueda a ciento cincuenta kilómetros por hora, la cinta pareja y ondulante de una novela sin diálogos. Este tipo de retórica tiene sus encantos:
Señor Presidente del Congreso, señores diputados, señores:
Hasta el siglo XVIII, con el Buen Salvaje de Rousseau; inclusive hasta comienzos del siglo XIX con los libertadores, América éramos los de abajo y no los de arriba. Los pobres y no los ricos, los latinos y no los sajones. América era los desiertos de México, los volcanes de Centroamérica, las fragantes islas del Caribe, las selvas del Amazonas y del Paraná, las pampas del río de la Plata, las montañas de Colombia donde los Andes abren la mano para señalar con el índice el istmo de Panamá, con el dedo del corazón la Sierra Nevada de Santa Marta y con el meñique el fabuloso Lago de Maracaibo. Era las punas de Bolivia, los quebrachales del Paraguay, los morros de Río, las viejas ciudades coloniales, silenciosas como conventos y abigarradas como altares barrocos. América era su turbulenta historia política que comienza con una lanza y una cruz hincadas en las playas de Santo Domingo, y culmina en este vacío, en esta vergüenza del anonimato. Entre los siglos XVI y XVII era el receptáculo de la historia universal; era el coto de caza de las águilas imperiales de España y Portugal y un vivero de palomas que el Espíritu Santo echó a volar sobre los indios de América.
Pocos años después de terminada la segunda guerra, en pleno siglo XX, el Nuevo Mundo era el señuelo de un mundo viejo y adolorido que sangraba emigrantes por los cuatro costados.
Bravos, vivas, aplausos. Un ujier me pasa un vaso de agua.
A partir de entonces, señor Presidente, se nos arrebató el nombre con la misma rapacidad con que se nos había despojado de la tagua, la quina, el caucho, el oro, el salitre, el estaño, el cobre, el petróleo, una isla en el Caribe, unos desiertos en el norte de México y el istmo de Panamá.
¡Eso es hablar! ¡Abajo los Estados Unidos!
Internacionalmente dejamos de existir. Históricamente, somos un imperio en descomposición. Ante el porvenir somos una carrilera abandonada. Como noticia periodística no somos nada. En cuanto grupo de países a quienes atan entre sí su pasado, su porvenir y su lengua, no constituimos un continente sino un archipiélago de pequeñas naciones que se agitan en un torbellino demográfico.
Una tempestad de aplausos. Vivas. Escándalo en las barras. El Presidente agita furiosamente la campanilla. Me asfixio entre cien manos que me palmotean las espaldas. Es una escena imaginaria, claro está, y podría suceder en el recinto de cualquier Congreso hispanoamericano. Pero hablando en serio, si América ya no tiene nombre, ¿qué nombre podría darle a una novela sobre América?
Esto no puede seguir así. Releo el párrafo anterior, que escribí sin levantar la pluma del cuaderno, y sentí vergüenza. Hasta en París el recuerdo de América a un escritor hispanoamericano no le produce ideas, sino palabras. Por ningún motivo desearía que mi novela destilara retórica por todas las páginas y al terminar su lectura dejara los dedos embadurnados de águilas bicéfalas, carabelas, selvas, cordilleras, indios tristes que apestan a humo de rancho, blancos palúdicos y negros que huelen a sudor.
Pero esto de la retórica tiene sus encantos, pensaba yo. Victor Hugo dispone en París de una calle, una avenida, una plaza, y naturalmente una bóveda en el Panteón. Es la apoteosis de la retórica, o si alguien lo prefiere, de la poesía. Los Cabildos, que bautizan las calles, son más sensibles a la retórica que a la verdadera poesía y a las glorias militares que al pensamiento filosófico. Montaigne, hombre discreto, sería una excepción, pues se ganó la lotería de la inmortalidad con la avenida de su nombre que se desgaja del Rond—Point de los Campos Elíseos; pero era un billete falso. Ningún turista americano ha leído una página de sus Ensayos, aunque no hay uno que ignore que en la Avenue Montaigne se encuentran uno de los hoteles más costosos y una de las casas de modas más elegantes de París. En cambio el Mariscal Ney tiene un bulevar feo que nace en la Porte de Clignancourt, y yo creo que era un buen mariscal.
Al nivel del bulevar hay un bistrot y una floristería no lejos de la plaza.
El resto, con el nombre pomposo de "Clínica del Buen Samaritano", es un escaparate de pisos sombríos, ventanas desconchadas y mugrosas y rejas de hierro comidas de orín.
¡No describir! ¡Por favor, no describir! A lo sumo, dos o tres detalles representativos.
Encontré a la pobre Chantal exangüe y en los huesos. Sólo los grandes ojos castaños conservaban una juventud que había huido de sus mejillas hundidas, sus hombros estrechos y su cabellera apelmazada y opaca. Le prometí darle los quinientos francos que me pedía a cambio de que buscara dónde vivir, pues a partir del día siguiente yo me alojaría en el cuarto de un estudiante amigo, situado en el primer barrio que se me vino a la cabeza. Cuando la dejé, sobre la promesa de volver el martes o el miércoles con el dinero, se le había ocurrido viajar a un pueblo en Bretaña donde una tía suya trabaja de criada en una fábrica de quesos. Tiene por Chantal un amor casi maternal, pues la crió cuando su madre huyó con un chofer de camión y no volvió jamás. Esta historia, aunque falsa, me descargó definitivamente de Chantal con la promesa de los quinientos francos que no cometeré la ingenuidad de darle. La caridad empieza por casa, decía papá.
Cuando estaba sentado al lado de su cama me sentía eufórico y optimista, aunque se desprendía de las ropas del lecho, de una limpieza dudosa, un repelente olor a fiebre y a desinfectantes. Mientras le hablaba o escuchaba lo que me decía, asistía yo a un baile en el salón de un caserón de Tunja, al otro día de la batalla del Pantano de Vargas y un día antes de la del Puente de Boyacá. Era un baile mestizo, de hombres americanos en un escenario todavía colonial. La arquitectura de la casa era un mestizaje de barroco español y estilo americano, aunque tengo para mí que el barroco ya es un estilo "americanizado y mestizo. Los muebles europeos se habían modificado insensiblemente al pasar por las manos de los artesanos indígenas. Mestizos los indios y los muebles, pues aunque los primeros racialmente fueran puros, el pensar en una lengua europea que no era la suya, espiritualmente los había transformado en mestizos. Sería una idea aprovechable para una Historia de los estilos mestizos, pero la erudición me fatiga.
Imaginaba otra escena cuando en el Mercado de las Pulgas me detuve frente a un reloj de pared de la época Imperio. Una sala alfombrada, iluminada por unas lámparas de cristal cuyas ceras chisporroteaban sin disipar las sombras. Tic—tac..., tic—tac... Un hombre maduro, elegante, de bigote gris, está apostrofando a un joven de unos veinticinco años de edad que yace, más que sentado, fulminado en un sillón... Tic—tac..., tic—tac... Tiene el muchacho los mismos ojos saltones y negros de su padre, sólo que los de éste están inyectados de cólera más que de sangre... Tic—tac... Levanta la diestra y la agita frente al rostro despavorido del muchacho... Tic—tac..., tic tac... Jamás permitiré que te cases con la hija de ese indio que enjalmaba mulas en la pesebrera de la hacienda... Tic—tac..., tic—tac...
—¿Al señor le interesa el reloj? —me preguntó con voz confusa un anciano de boina vasca en la cabeza.
—¿Cuánto vale?
—Doscientos mil francos...
Doscientos mil, menos un cero veinte mil, menos un cero dos mil, dividido por cinco, cuatrocientos dólares... ¡Una barbaridad!
—¿En ciento cincuenta mil no le interesa?
Ciento cincuenta mil, quince mil, mil quinientos, trescientos...
Lo que me preocupa es la imposibilidad de comprimir en una novela todo el proceso de formación de la sociedad americana cuya culminación en un país del Caribe es un mulato, en un país andino es un mestizo, en el norte del Brasil un mestizo con pigmentación de negro y en un país del sur un blanco con alma de mestizo.
Comienza a aclarar, si así puede llamarse la cortina opaca y lechosa que cuelga contra los cristales de mi ventana. Deben ser las ocho de la mañana. En la calle ruedan los primeros automóviles. Más que la falta de interés fue la de sol lo que me obligó a abandonar mis estudios. No sé cómo un estudiante puede levantarse a media noche cuando el reloj ya señala las siete y media de la mañana; y deslizarse con las manos en los bolsillos por avenidas heladas y oscuras; y llegar a la facultad donde un profesor soñoliento y acatarrado explica con una voz que se condensa en una nube de vapor, la influencia que el sol, el mar y el aceite de oliva tuvieron en la civilización greco—romana. Pasos en el corredor, conversaciones apagadas aquí y allá, ruido de torrente en el W. C. del piso, voces y clamores lejanos. Voy a levantarme, pues hoy es lunes, tengo que cambiar mi cheque en el Banco y encontrarme con Miguel en el Consulado para recibir instrucciones.
Recorrido del bus 84 (¡ah!, ¡el placer de enumerar!): Parque de Luxemburgo, Plaza de San Sulpicio, calle del Vieux—Colombier, avenida de Sevres, Boulevard Raspail, rue du Bac, rue Bonaparte, orilla izquierda del Sena, Puente de la Concordia, Plaza de la Concordia, rue Royale, la Magdalena. Anticuario, librería, librería, anticuario, bistrot, anticuario, bistrot, librería, ocasionalmente una tienda de objetos de lujo enrazada de tienda de antigüedades, y en cada calle una galería de pintura y una floristería. Centenares de automóviles estacionados en el sector central del Boulevard Raspail. En el Sena verde y azul, jaulas de vidrio cargadas de turistas suben hacia Notre—Dame y lanchones cargados de arena y de carbón descienden hacia Neuilly. Aglomeración de automóviles en el Puente de la Concordia, espacio inmenso de la plaza con los jardines de las Tullerías a la derecha y a la izquierda los Campos Elíseos, atestados de automóviles. Frente a mí las dos bellas fachadas del Ministerio de Marina y del Hotel Crillon, ve se abren para dar paso a la rue Royale. En el fondo, sobre un zócalo de piedra, ese falso Partenón que es la iglesia de la Magdalena. Cuando visitó la Grecia el padre de Miguel, le sorprendió el parecido del Partenón con la Magdalena de París. Todo el sector es un sueño de Grecia en una mañana invernal, desteñida y gris. No me gustan la Magdalena ni las matronas que se visitan en el centro de la plaza, en torno del obelisco, apoltronadas en pesados bloques de piedra. Si me permitiera corregirle algo a París las desmontaría de sus zócalos y haría una operación de trueque entre la columna de la Place Vendome y el obelisco de la Concordia. Lo menos que puede pedir la gloria de Napoleón es que su estatua le vuelva las espaldas a los jardines de las Tullerías y mire eternamente, al través del Arco del Triunfo, esos suntuosos crepúsculos del verano que recuerdan el sol de Austerlitz.
Nota: Más que describir, sugerir. Los escenógrafos modernos no montan complicados escenarios con construcciones y bambalinas de cartón. Insinúan el paisaje, o el lugar, con unos elementos muy simples: una rama descarnada basta para sugerir un bosque y un reflejo que barre el escenario es suficiente para recordar el sol que se asoma un momento entre las nubes. Pero dejemos esto.
Le pagué al Cónsul mi deuda y con Miguel le echamos un vistazo al automóvil a fin de que me conozcan en el garaje de la rue de Ponthieu.
Almuerzo con Miguel, su padre y sus hermanas en el Hotel Jorge V.
Despedida de Miguel, etc. Estoy cansado y no quiero escribir. No puedo escribir. Es absurdo sentarse a escribir en un cuarto de hotel cuando París bulle, hierve y crepita a lo lejos; cuando mi ventana es un lienzo de color naranja; cuando quisiera contemplar una vez más las luces de los automóviles que cruzan por los puentes del Sena; cuando los faroles clavan banderillas de fuego en un río espeso y aceitoso que ondula como un reptil; cuando alguno de los amigos que dejé en mi tierra, exclamará súbitamente: ¡Y pensar que ese idiota estará en algún cabaret de París con una mujer muy linda sentada en las rodillas!
Para vencer la aridez y el desaliento, Santa Teresa se ponía a orar de rodillas, con los brazos en cruz, y se azotaba con una correa erizada de pinchos. Yo no soy Santa Teresa, a Dios gracias. Pero con el objeto de vencer la tentación de salir, me voy a acostar.
Propósitos para realizar a partir de mañana:
1. Trabajar en mi novela cuatro horas diarias.
2. Pasar los sábados por el Consulado a fin de relacionarme con los estudiantes que van en busca de su correspondencia.
3. Vivir austeramente: ni Ricard, ni mujeres, ni taxis, ni restaurantes, ni revistas.
4. Teatro o cine una vez al mes.
5. Escribir una vez al mes a mi abuela y a mi hermana.
6. Matricularme en la Facultad de Altos Estudios Latinoamericanos, no para seguir cursos ordenadamente, sino para consultar obras en la Biblioteca en vista de mi novela.
Estos seis mandamientos se encierran en dos: sobriedad y trabajo.
CUADERNO N.° 5
Estoy a un mes largo del viaje de Miguel. A quince días del entierro de la pobre Chantal, a quien arrebató de esta vida una septicemia que en esa falsa clínica no le pudieron curar, a tres semanas de proclamar en este cuaderno mis seis mandamientos que se encierran en dos sobriedad y trabajo. Los he violado todos, uno por uno, y hoy me encuentro como la víspera del día en que en el Consulado tropecé con Miguel, al cual, y para comenzar, no le he escrito la primera carta. Me falta valor para comunicarle el percance del automóvil. No he vuelto al Consulado. Estoy en seco y en blanco, como en mis peores días. Me pasé a un hotel de la rue Jacob, entre tiendas de anticuarios y viejas librerías, para estar cerca del Boul' Mich', la rue Saint—Guillaume, Saint—
Germain des Prés y la Facultad de Altos Estudios Hispanoamericanos, aunque éste es el momento en que aún no me he matriculado ni he visitado la primera vez la Biblioteca. Lo imperdonable, pues estos accidentes son explicables en un joven que se encuentra abandonado en París, es que no he escrito la primera palabra de mi novela, ni le he encontrado un título, ni he decidido si la escribo en cuatro volúmenes —uno para la línea española, otro para la negra, otro para la india y el último para la integración y la síntesis— o si tomándola en plena efervescencia de la Guerra a Muerte la llevo a saltos, en cuadro, a galope tendido, en una carga de caballería hasta el conflicto final. O si, sin meterme en arandelas históricas, cojo el rábano por las hojas y presento el drama social de nuestra época haciendo penetrantes incursiones en la psicología de los personajes, pero no al margen de ellos, sino al través de sus diálogos. Esto último podría ser una solución.
Nota: Abandoné el hotel de la Avenue Port—Royal, pues no resistía un día más la pegajosa amistad del farmacéutico. Cuando se dio cuenta de que yo tenía unos dólares en el bolsillo, adquirió la costumbre de pasar con su novia por mí e invitarme a una copa al bistrot, que naturalmente yo pagaba. Los dos están entregados a la fabricación de un jarabe para combatir la caspa, la calvicie, la seborrea, la alopecia, con grasa de animales herbívoros y sangre de mujeres encinta.
Con su descubrimiento, los pobres piensan realizar sus ideales: un departamento barato, una farmacia de barrio, un televisor, una lavadora y una radio.
Estos cuadernos se han vuelto un camino de evasión y un monólogo: reemplazan el amigo que no he podido encontrar y al confesor que pudiera perdonar mis pecados. He comprendido por qué los franceses son tan aficionados a escribir diarios. Es una buena costumbre que los enseña a reflexionar y les forma el estilo. Pero ésa no es la razón, sino la justificación de una inclinación natural. Los franceses son introvertidos frente a los españoles, los italianos y los griegos, que viven —con excepción de los místicos— enajenados y volcados al exterior.
Los franceses son galos, es decir, nórdicos, antes que latinos y mediterráneos. El escape de su soledad es el diario. Son bárbaros melancólicos. Basta ver a los chóferes de taxi y a las porteras para comprenderlo. Todos deben escribir diarios.
Los agentes del seguro sostienen que aunque éste cobija toda clase de riesgos, inclusive el de los accidentes producidos por el "verglas", el pago de cuotas no estaba al día. Yo no pagué a comienzos de enero la que debería cubrir los primeros seis meses del año en curso. El dinero que me dejó Miguel en un sobre aparte junto con las llaves del automóvil, desapareció devorado por ese abismo que es el costo creciente de la vida en París. (Cinco por ciento de aumento este año respecto del año anterior. El gobierno predica la estabilidad monetaria.)
Nota: Las necesidades económicas aumentan de tres a uno a medida que se dobla el ingreso para satisfacerlas. Dar dinero a los países subdesarrollados puede sacarlos momentáneamente de la postración fisiológica, pero no tardará en precipitarlos en una crisis de inflación.
Tener automóvil propio cuesta cincuenta veces más que utilizar el metro o el bus. La civilización no es simplificar la vida, sino complicarla, etc.
Con las llaves en el bolsillo y no sólo la autorización sino la recomendación de darle al automóvil de vez en cuando una vuelta y "correrlo" como a los caballos del hipódromo, era apenas lógico que cayera en la tentación de sacarlo del garaje. Llenarle el tanque de gasolina fue un gasto adicional con el que yo no contaba. Cubrir tres o cuatro multas que tenía Miguel por mal estacionamiento, otra inversión imprevista. Ignoraba que Miguel no le había cambiado el aceite y ni él ni yo podíamos prever cuando fui por primera vez a sacar el coche del garaje, que una llanta estuviera en el suelo.
Cuando me presenté en la Place Clichy entre las ocho y las nueve de la noche, a Pabliño se le olvidó el hispa—no—franco—portugués, que es su lengua particular. Me indicó por señas un sitio de estacionamiento reservado a clientes especiales, en el paseo central del bulevar. Me hallaba en la faena de acomodar mi coche, digo, el de Miguel, entre una moto y una camioneta, cuando llegó Juanillo acompañado por el rubio del bar, dos criados españoles, la "dame du lavabo" y tres de las muchachas del coro. El descapotable valía la pena. Su color gris acero impresionó profundamente a las antiguas compañeras de la pobre Chantal. Entusiasmada con el vehículo, una de ellas me propuso dar una vuelta por el Bosque de Boloña. Las calles no estarían congestionadas, pues no era hora pico, ni viernes por la tarde cuando París bombea millones de automóviles hacia la periferia, ni lunes por la mañana cuando los aspira en un movimiento de reflujo.
Gasolina, aceite, multas por mal estacionamiento, cigarrillos americanos, desayuno en un bistrot, una muchacha graciosa y bonita colgada del brazo: todo eso, antes de dormir con ella, me había costado ciento cincuenta francos. El paseo que hicimos el sábado siguiente me costó mucho más.
El paseo: Antes de poner en marcha el automóvil en dirección a las montañas, cargado con dos maletas que no abultaban mucho, había dejado en las Galerías Lafayette poco menos de quinientos francos en compras más o menos urgentes para ella y para mí. Cuando logramos escapar del casco urbano de París, y nos pusimos en órbita en la autopista, ya era hora de almorzar.
Contar una cena en un restaurante, pintar un jardín poblado de niños, palomas y sirvientas; escribir "Fulano enarcó las cejas, se echó hacia atrás en el sillón del escritorio, se llevó las manos a la nuca...", o "Zutano, con la más inocente de las sonrisas, exclamó..."; relatar un paseo al campo como en las novelas hispanoamericanas, todo eso me exaspera. Pienso con terror en la cantidad de cosas a que por fuerza tendré que referirme en mi novela, sean cuales fueren el tema y la forma que adopte definitivamente: vestidos, habitaciones, plantas, animales, muebles... Tendré que hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para emprender este áspero camino de la literatura, que a veces atraviesa desiertos deprimentes y otras asciende por cuestas fatigosas antes de alcanzar una altura desde la cual se domina, en abanico, el destino de los personajes. Estos pensamientos me impiden concentrarme no digo ya sobre mi novela, sino sobre el malhadado paseo en el automóvil de Miguel.
Fui al Consulado esta mañana por unas cartas —de Miguel y de mi hermana— naturalmente sin dejarme ver del Cónsul. Mi hermana me mandó un billete de veinte dólares: diez para comprar dos mantillitas de encaje negro que las señoras usan para ir a misa, y diez para que yo pueda darme "algún pequeño gusto en medio de mis agotadores trabajos de escritor".
Había conocido a Miguel en el Ministerio, a donde lo llevó algún asunto oficial. Miguel se lanzó en un elogio desaforado de mí y de la novela que estoy escribiendo. El gobierno debería renovarme la beca que un funcionario estúpido no había querido prorrogar, con la disculpa de que yo estaba perdiendo lamentablemente el tiempo en París.
Varias veces he escrito que no quiero pensar. Cuando digo que no quiero pensar, lo que en realidad sucede es que no quiero sentir. El pensamiento es frío, rígido, esquemático, sin corazón. Un teorema de Euclides o una regla de interés compuesto no hacen reír; y en cambio una imagen, un recuerdo, un tema musical, un sabor, nos hieren el corazón y pueden alegrarnos o hacernos sollozar. En su carta, Miguel hacía una amable referencia a mi hermana y me prometía ir a casa para conocer a mi abuela.
Puedo pensar fríamente la escena: un joven rico, despreocupado y elegante, salta de la Avenue Foch a una casa fea, destartalada, pobre, en un barrio de empleados públicos para visitar a una señora ingenua y reumática, vestida de negro, que al hablar de su nieto y hacer absurdas e ingenuas preguntas sobre su vida en París, comienza a llorar. Lo que no puedo, ni quiero, es sentir esa escena.
En su carta, Miguel me pregunta por la impresión que me ha producido su automóvil y me recomienda una vez más que lo saque de vez en cuando y no olvide pagar los recibos del seguro y el arrendamiento del garaje. ¿Para qué pagar mientras no se defina el caso con la compañía de seguros? Me dice que la familia no regresará a París antes de dos o tres años, pues su padre se ha metido en un gran negocio de urbanizaciones populares y él ha estado ocupadísimo en almuerzos, cócteles y comidas, con motivo de su llegada. Para pasar el tiempo aceptó el cargo de jefe de relaciones públicas en una empresa en la cual su familia tiene la mayoría de las acciones. Frase del viejo: "Para triunfar en la vida, el hombre debe seguir su vocación: la mía es ganar dinero y la suya, escribir".
En mi país, el campo son valles hondos y ardientes sobre los cuales flota un vapor transparente; y montañas azules que se arropan con una ruana de niebla y una montera de nubes. Tengo la impresión retrospectiva de que el cielo es más alto, y la naturaleza más hermética, y la soledad más espaciosa. En Europa el campo es doméstico y los bosques limitan el horizonte decorando suntuosamente el paisaje. Los ríos son mansos y ruedan en medio de tierras de labor que ondulan en la lejanía. Aun cuando no se vea un pueblo, una granja o un castillo, por todas partes se percibe la presencia del hombre. A veces una presencia deliciosamente anacrónica: una carreta de heno tirada por percherones (Brueghel), la aguja gótica de un campanario
(Millet), una ruina cubierta de hiedra (Velázquez), una campesina calzada de zuecos (ilustración de un cuento de Perrault) que con un bordón en la mano cruza el camino en medio de una manada de gansos.
A medida que avanzábamos se despejaba el cielo y brillaba el sol, pero grandes manchas de nieve salpicaban la carretera. "Peligro, hielo", decía por todas partes. Con las narices rojas, Yvonne dormitaba a ratos.
Salto los detalles del recorrido, que un director de cine señalaría en el guión con dos líneas en lápiz rojo. Voy a utilizar su sistema:
Secuencia: Un automóvil avanza lentamente por una carretera helada y resbalosa.
Secuencia: Paisaje visto desde el interior del automóvil.
Secuencia: Ruedas del automóvil patinando en una colcha de nieve.
Secuencia: Pueblo en una ladera, bosque de pinos, una línea de ferrocarril que parte en dos un rastrojo amarillento.
Acercamiento: El automóvil, enfocado desde abajo, se desliza hacia el barranco. Las ruedas giran vertiginosamente levantando pequeños temporales de nieve a dos cuartas del suelo. El automóvil se desliza de flanco. Corte.
Primer plano: Tronco de pino crece rápidamente hasta ocupar toda la pantalla. Grito histérico de mujer. Interjección en castellano. Ruido ensordecedor de cristales que se quiebran, hierros que se retuercen, objetos metálicos que se echan a rodar. Silencio. Una gota de sangre, pesada y caliente, me cae sobre la mano derecha. Música fúnebre de fondo.
Yvonne se había rasguñado una mejilla y el susto la tenía enferma de espanto. Yo estaba ileso, aunque me temblaban las piernas. Un pesado camión que venía detrás de nosotros, sin poderlo evitar, es decir, sin que el chofer lograra dominarlo por lo resbaloso del piso, rozó con el parachoques tan fuertemente el flanco izquierdo del automóvil que se lo llevó enredado entre los cuernos metálicos. Del coche gris acero de Miguel no quedaba sino un informe montón de latas retorcidas.
El dueño del garaje quedó consternado a la vista de aquel cadáver de automóvil y llamó a los agentes del seguro quienes, con aire frío y profesional, manifestaron que la compañía lamentaba el accidente, pero el seguro estaba caducado dentro de estos seis meses. Yvonne, mordiéndose los labios, no decía una palabra. Cuando le propuse llevarla al hotel, me miró indignada.
Escenario: Caserón colonial de ventanas de reja, grandes aleros, tejados pandeados por la vejez y un escudo de armas a la puerta. El zaguán da paso a las carrozas, las sillas de manos, las parihuelas, los jinetes y las recuas de mulas que traen cargas de Santa Fe, capital del virreinato de la Nueva Granada.
Personajes: Bolívar pasea nervioso por un corredor alto, claustreado, del primer piso de la casa. Sentado en una silla frailuna, el general Santander se atusa el bigote ralo. Un coronel venezolano dormita con la chaqueta desabotonada. Dos ayudantes de la Legión Británica, rubios y tiesos. Un ordenanza negro, vestido con pantalones de manta y guerrera de soldado, sirve colaciones y refrescos.
En los salones hay señoras vestidas de encaje, con mitones en las manos. Muchachas de trajes blancos que se sonrojan cuando alguien entra en el salón acompañado de un nuevo contertulio vestido de militar o de paisano. Afuera, en la calle, se oyen gritos, estruendo de bandas militares y toque de campanas.
Un caballero de edad madura llega acompañado de una criatura tierna y adorable, de cabellos color de miel. Es una de las ricas herederas del valle de Sogamoso. Tiene dieciocho años. Su padre es un patriota que quiere cumplimentar a Bolívar y entregarle su yegüerizo para remontar la caballería. La belleza cándida y fresca de la niña suscita entre los jóvenes un movimiento de admiración. Bolívar se dirige a nuestro prócer con los brazos abiertos. Viste de...
Nota: Consultar en la Biblioteca sobre los uniformes militares en tiempos de la Independencia.
Después de diez páginas de prosa apretada, crepitante de intuición histórica y aciertos idiomáticos, comienza el diálogo entre Bolívar y el prócer. Lo que dicen, no importa. Se trata de relatar a grandes rasgos la batalla del Pantano de Vargas, cuando el ejército libertador trasmontó los Andes por Pisba y cayó, como un rayo, sobre las tropas del general Barreiro, que lo esperaban lanza en ristre en el valle de Sogamoso. ¿Bolívar estaba uniformado? El prócer, que según se supone en la novela venía de una hacienda lejana y con una partida de caballos, ¿vestía de frac, de casaca, de levita, o cómo vestía? Si Bolívar vestía de militar, ¿cuántos botones tenía una levita en aquellas épocas?
En un momento de debilidad fui al Consulado y sostuve una deprimente conversación con el Cónsul.
—Usted puede hacer lo que quiera. Yo no robé un automóvil ajeno, que sería el motivo de su denuncia, pues Miguel no sólo me autorizó, sino me exigió que lo sacara y lo corriera, con esa palabra, lo corriera de vez en cuando.
—Eso dice usted.
—Eso dice Miguel en una carta que tengo en el bolsillo...
El Cónsul se caló las gafas, dio un respingo, y leyó el párrafo que le señalé con el dedo.
—Y ¿por qué no pagó el seguro del automóvil?
Por orgullo no podía confesarle que ese dinero se había esfumado en pequeños gastos imprescindibles.
—¿Quién era la mujer con la cual viajaba en el automóvil?
—Yo no viajaba, sino paseaba, que no es lo mismo. Esa mujer es mi novia y Miguel la conoce.
¡Dios mío! ¿Por qué un escritor como yo se ve en la necesidad de padecer un interrogatorio de juez de instrucción? Para descargar mi vergüenza, tengo que escribir todo esto. A veces escribir es una manera de evacuar.
—He estado muy enfermo.
—¿Otra vez?
—No tengo la culpa de enfermarme.
El Cónsul se mordió los labios.
—Entrégueme las llaves del automóvil, la póliza de seguro y los recibos del garaje. Ayer recibí este cable... ¿Dónde lo puse?... ¡Señorita!... Ya no la necesito, gracias. Aquí, está el cable.
—Señor Cónsul: lo llamaron otra vez de la compañía de seguros y del garaje. En la antesala está un empleado del National City Bank.
—Que me espere diez minutos. Llame al seguro y dígales que pasaré esta tarde con el abogado. Entréguele al dueño del garaje el dinero contra un recibo.
Fugazmente sentí admiración por el Cónsul, que se mueve con tanta lucidez y seguridad en ese embrollado mundo de los negocios en el cual yo me siento perdido. Miguel exigía en el cable una investigación inmediata sobre el accidente.
—Lo del permiso para sacar el automóvil no está claro. Además la policía está interesada en saber qué hace usted en París y de qué está viviendo.
Cuando salí a la calle; aunque hacía un frío que cortaba el resuello, estaba sudando a mares. Tenía la camisa empapada en sudor y en el primer bistrot que encontré me bebí en dos sorbos, sin respirar, un vaso de cerveza.
Empujado por una idea vaga que se agitaba dentro de mí, tomé el metro en Concordia, afloré en la estación de Solferino y seguí a pie hasta la rue Saint—Guillaume, donde se encuentra la Facultad de Altos Estudios Hispanoamericanos. Al comunicarle a la secretaria que soy escritor y necesito consultar unos libros relativos a la independencia americana, me condujo ella misma a la Biblioteca y me presentó a una empleada que me acogió amablemente. En la sala de lectura había tres o cuatro estudiantes hojeando libros y tomando notas. ¿Por qué no he hecho lo mismo desde hace cuatro años? Este ambiente tibio y acogedor, esta paz, este silencio, me encantan. Los estudiantes apenas levantaron la cabeza y me miraron sin curiosidad. Debí parecerles, por fuera y por dentro —siempre me ha sorprendido esta ausencia en el aspecto físico del ser humano, de signos exteriores de la inteligenciauno cualquiera de los millares de estudiantes que pasan por allí con unos libros bajo el brazo. Pedí las Memorias de O'Leary y la Historia de Restrepo. Me senté en un rincón propicio, al lado de un radiador, y me puse a buscar afanosamente una descripción de la batalla de Boyacá, o más concretamente del período comprendido entre la del Pantano de Vargas y la del Puente de Boyacá, decisivas las dos en la independencia de la Nueva Granada y sobre todo en mi novela. Después de dos horas de búsqueda infructuosa encontré la confirmación de la vaga sospecha que me había llevado del Consulado a la Biblioteca de la Facultad. Las treinta primeras páginas de mi novela estaban irremisiblemente perdidas. Ya no se trataba de que el Libertador estuviera vestido de frac o de uniforme militar en el baile —había puesto "sarao" para darle mayor sabor histórico— que los patriotas granadinos le ofrecieron en Tunja; ni de un botón de más o de menos en la casaca. Era que jamás había habido un baile o un sarao entre dos batallas, cuando el ejército de Barreiro se retiraba precipitadamente con la intención de recobrarse en alguna parte y Bolívar tenía urgencia de adelantársele para cortarle la retirada e impedir que se atrincherara mientras pedía refuerzos a Santa Fe. ¡Estarían ellos para pensar en bailes!
Me sentí un desgraciado como aquella tarde en que vi rodar por el barranco, saltando de trecho en trecho, una copa de las ruedas delanteras del automóvil de Miguel.
Por lo menos he perdido ocho días por causa de tropiezos con la policía que finalmente se arreglaron cuando llevé al Consulado mi certificado de inscripción como alumno libre en la Facultad y mi matrícula en el "Centro de Estudiantes" de la rue d'Assas. Más que el Consulado, cuyo ambiente se había vuelto para mí de una frialdad glacial, me ayudó el Centro a resolver problemas que me tenían muy preocupado. Conocí además gente distinta de la que había tratado hasta entonces, y no tardé en relacionarme con muchos estudiantes latinoamericanos en el café de La Coupole del Boulevard Montparnasse. Lo que me mortificó más durante aquellos días fue una desagradable carta de Miguel en respuesta a una en que yo, en un acto de humildad y de arrepentimiento del que todavía me avergüenzo, le relataba con toda clase de detalles el accidente de su automóvil. Había hecho, naturalmente, unas cuantas modificaciones necesarias.
No hay cosa más difícil que contar algo, aun el hecho más insignificante, tal como realmente sucedió. Sería difícil averiguar si se trata de una distorsión de la realidad producida por los prejuicios y la imaginación de quien relata, o de una incapacidad del lenguaje para expresarla y reflejarla tal cual se presentó ante sus ojos.
Me hice la consideración de que el Cónsul ya le habría escrito al padre de Miguel contándole lo que decía la policía y sobre todo lo que él sospechaba que había sucedido, aunque la policía no se lo hubiera contado. Miguel le creyó más al Cónsul que a mí, tal vez presionado por su padre, al través del cual han pasado París y la cultura occidental "como un rayo de sol sin romperlo ni mancharlo".
Esta imagen del Catecismo de Astete es una de las más hermosas que puedan concebirse, y yo la utilizo con frecuencia.
No me creyó Miguel, o fingió no creerme. "Siempre tuve la sospecha de que eres un vil fabulador, —me decía—, lo cual se confirma con tu intención de escribir una novela que, con seguridad —pues conozco tu inconstancia—, no terminarás jamás."
Este juicio no se debe a malevolencia de Miguel, sino a ignorancia e ingenuidad. Tolstoi tardó siete años en escribir "La Guerra y la Paz", Leonardo veinte en pintar la Gioconda, Einstein diez y siete en descubrir la ley de la relatividad. Leía mis cartas en el café de La Coupole, mientras conversaba con dos amigos sobre los problemas que presenta para un europeo una interpretación exacta del continente latinoamericano. Todos los latinoamericanos soñamos en la unidad continental cuando nos encontramos en Europa. Dentro de América, ni siquiera tomamos estas cosas como un tema de conversación. Debí de ponerme colorado hasta las orejas, pues alguno de mis amigos me preguntó qué me pasaba.
—Estoy demasiado cerca del radiador –dije, y cambié de sitio y pedí una cerveza.
Más que esa desagradable carta de Miguel, me impresionó la de mi hermana, a quien éste había llamado para contarle el accidente. Sin suavizar la brutalidad del juicio y la vulgaridad de la expresión, me decía que soy un sinvergüenza.. ¿Cómo se me ocurría perder en un momento, por estupidez, la amistad de un hombre tan bueno como Miguel? ¿Ahora qué pensaba hacer? Mi hermana no le había contado naturalmente nada a mi abuela, cuyo santo caerá uno de estos días.
Nota: Marzo, santo de mi abuela. Recordar la fecha y escribirle cuatro palabras.
Miguel me prometió ayudarme a conseguir tu repatriación en la Cancillería, donde tiene muchos amigos. Hace esto no por ti, sino por mí, y la idea no fue mía, sino suya, y le vino espontáneamente a los labios cuando le conté la situación en que estamos. Si no lo traemos a la fuerza, no volverá jamás, me dijo.
Conseguir una repatriación es cosa muy difícil, pues al Ministerio llegan centenares de solicitudes no sólo de París, sino del mundo entero, me dijo el Cónsul alguna vez. En todo caso es una puerta que Miguel sería capaz de abrir si se lo propusiera.
Acabo de releer las treinta primeras cuartillas de mi novela, con espíritu crítico e imparcial, como si las hubiera escrito otra persona, y encuentro entre otras una escena que me duele arrojar a la canasta. Es un diálogo entre dos soldados que sirven refrescos en el salón de baile, y al salir de allí escurren las copas de brandy y de vino en el corredor, antes de llevarlas a la despensa.
Diálogo vivo, rápido, natural, espontáneo, pues me resisto a creer que en esa época heroica los hombres hablaran con la lentitud y la solemnidad con que los ponen a dialogar los historiadores académicos.
Los soldados comentan sus impresiones militares: su miedo mortal cuando el silbido del primer disparo rasgó el silencio del campo de batalla, el rumor de la sangre en los oídos, el relincho de un caballo desbocado, el lamento de un hombre herido, la orden confusa de un oficial que pasa al galope del caballo frente al pelotón de los infantes parapetados detrás de una cerca de piedra. Un soldado padece de diarrea desde el día en que bebió agua estancada en un caño de Casanare, y al menor descuido pierde el control y se va del seguro sin sentirlo.
Cuando los españoles se repliegan y termina la acción, el teniente ordena su gente por escuadras, la cuenta, y le tiende la mano al soldado para felicitarlo. Su compañero no había podido disparar porque se le había encasquillado el arma.
Para este par de héroes bisoños, que se habían batido con arma blanca cuando se les acabó el escaso pertrecho que llevaban, la batalla fue una agitación disparatada, una sucesión de imágenes incoherentes, un estruendo ensordecedor, un griterío infernal, una cacería implacable de fugitivos, unas órdenes contradictorias que nadie podía entender o ejecutaba al revés.
Intercalaba dentro de este diálogo el que los soldaditos podían seguir, a retazos, cuando entraban en el salón lleno de parejas jóvenes o en la biblioteca donde Bolívar conversaba con los oficiales de su estado mayor. Las muchachas del salón preguntaban a los jóvenes héroes qué se sentía al hincar las espuelas en los ijares del caballo para entrar en batalla; cómo se peleaba con la infantería; qué se hacía con los heridos enemigos que quedaban tendidos en el campo...
—¿Qué se hace con ellos? ¡Rematarlos! —exclamó un gigante al parecer manso y bonachón, que lucía tres presillas en las charreteras.
En la biblioteca donde los personajes importantes comentaban la batalla, se escuchaban palabras exóticas para los soldaditos, naturalmente analfabetos. Bolívar se paseaba por la estancia como un tigre enjaulado. A veces se detenía ante la chimenea, donde ardían unos leños, y extendía las manos o se ponía un momento de espaldas para calentarse. Bolívar era friolento, o por lo menos así lo pinto yo en esas primeras páginas de mi novela. Y todo eso, cuya lectura me dejó realmente satisfecho, se desplomaba ante el hecho absurdo desde mi punto de vista literario, de que al otro día de la batalla del Pantano de Vargas y la víspera de la de Boyacá, que señaló el ocaso del Imperio español en América, no podía haber baile. A veces pienso si no tendría la culpa de todo la lectura de "La Guerra y la Paz" que terminé hace unas noches, y el recuerdo de una vieja novela de Stendhal. El baile es de inspiración tolstoiana. La idea de mirar la batalla con los ojos de dos soldaditos ignorantes, es de Stendhal y no mía. El toque naturalista del soldado que ensucia los calzones al escuchar el primer 'disparo, no es mío, sino de Remarque en su novela "Sin Novedad en el Frente".
Primero: Mientras escribo, no leer ni recordar novelas.
Segundo: Soslayar escenas y situaciones históricas para no cometer anacronismos.
Tercero: Rectificar un juicio de hace un momento. Evidentemente, yo no sé cómo hablarían en el Nuevo Mundo tanto en los medios cultos como en los populares. En más de siglo y medio, el castellano en América se ha transformado mucho y sería otro dislate histórico el poner a hablar a mis personajes como si fueran ciudadanos que han volado en avión o lo han visto volar.
Después de algunos vagos circunloquios el capellán del Centro de Estudiantes me invitó a que le contara mis problemas y mis proyectos.
Es un hombre bien plantado, simpático, afable, que inspira confianza desde el primer momento, entre otras razones por no usar sotana como los curas de mi tierra, sino pantalones y chaqueta como cualquier ciudadano.
—Lo que usted quiere —me atreví a decirle—, es que yo me confiese.
—¡En manera alguna, mi querido amigo! Lo que yo quiero es que usted me cuente sus cuitas y no sus pecados. Su Cónsul, que es una persona encantadora...
—Permítame que lo contradiga...
—Su Cónsul me dijo que usted... navega, flota sería mejor, en plena crisis económica. Eso nada tiene de vergonzoso. Centenares de muchachos que han pasado por aquí, y ahora son mis amigos, han tenido dificultades de dinero. A algunos les hemos conseguido becas. A otros los hemos colocado en puestos... ninguna maravilla, claro está...pero han podido defenderse y continuar sus estudios. ¿Entiende, ahora sí, cuál es mi propósito?
Al Padre le interesaron mis proyectos de escritor y lo conmovieron mis penurias de estudiante.
—Te voy a conseguir alojamiento en una residencia de la Ciudad Universitaria. Vivirás —insensiblemente había comenzado a tutearme, con una costumbre propia de los jesuitas— vivirás entre amigos, con estudiantes. ¿No te sientes muy solo?
Desde hace años estoy acostumbrado a un eterno monólogo interior, a un diálogo entre la realidad y mi imaginación, y a veces me cuesta trabajo salir de mí mismo para alternar con los demás. No valía la pena hablar de estas cosas con alguien a quien apenas conozco y que me conoce todavía menos. La soledad no me espanta. Puedo deambular días enteros por las calles de París sin desplegar los labios, pero sin dejar un solo momento de hablar, y hablar, y hablar conmigo mismo. El aislamiento físico me deprime a veces y me empuja a buscar la presencia puramente material de una mujer cualquiera, o de un portero de cabaret, o de un farmacéutico vulgar como mi vecino de la Avenue Port—Royal; pero por lo general estar conmigo mismo me basta.
El Padre me preguntó si todavía me quedaba algún dinero. Al contestarle sinceramente que estaba viviendo casi de milagro, me prometió conseguirme alojamiento en la residencia de estudiantes desde esa misma noche, y algún trabajo que me permitiera vivir, mientras —esto me hizo pensar que el Cónsul le habría hablado de mí más de la cuenta— llegaba mi repatriación.
Y en efecto, me fui a vivir a la residencia de estudiantes que España tiene en la Ciudad Universitaria, en un ambiente austero pero alegre y estimulante. Por el contrarío de lo que nos sucede a los hispanoamericanos —huraños, versátiles, desconfiados, introvertidos— los españoles viven hacia afuera y se entregan generosamente al primer venido. Como por unos pocos francos en un restaurante estudiantil de la esquina del Boul' Mich' con la rue de Monsieur le Prince. Nada interesante que anotar. Los países felices no tienen historia.
Cuando lo descubrí con su abrigo raído, sus ojos de perro hambriento, su mancha de bigote sobre el labio hinchado y blando, resulta que estaba ahí desde hacía mucho tiempo. Me había conocido en alguna reunión de estudiantes, o en una fiesta patria, o en una manifestación anti—algo, o en un café extraño a donde fui a parar alguna noche de juerga y acabé conversando animadamente, en la madrugada, con unos tipos misteriosos que bebían Pernod en una mesa del rincón. Lo conocí sin saber a qué horas. Cuando se enteró de que frecuentaba el Instituto de la rue Saint—Guillaume no con la idea de graduarme, sino con la de escribir una novela hispanoamericana, se interesó súbitamente en mí.
Al observar la tupida colcha de lana que le cubría la cabeza, y al percibir al través de los peculiares olores del café —el del radiador caliente, la cerveza agria, el café frío, los abrigos mojados por la lluvia— su aroma racial, su efluvio personal a negro que no se ha lavado en muchos años, sentí una gran repugnancia. Parece inverosímil que una noche hubiera dormido con una negra que tenía el pelo así y cuyo cuerpo destilaba un sudor que olía a negro. De pronto me dijo:
—¿También caíste en las redes del Padre de la rue d'Assas?
—Ha sido excepcionalmente generoso conmigo.
—Son sus métodos, los viejos métodos jesuitas de persuasión.
Al hablar con él hacía un penoso esfuerzo, como el de quien se expresa en una lengua que conoce mal, para no decir tú ni usted. Si le dijera de tú, sería aceptar un plano amistoso e igualitario en el que no me quería colocar, y si lo tratara de usted, cuando el muy insolente me trata de tú, sería rebajarme a sus pies.
—¿No has viajado durante los años que llevas en esta ratonera de París?
—Si todas las ratoneras fueran como París...
—Es una ratonera que atrapa a los ingenuos como un queso imaginario.
—Si yo pensara así, no viviría en París.
—Yo vivo aquí, pero viajo continuamente. Soy periodista y tengo el proyecto de escribir, no una novela indo—americana, sino sobre Indoamérica, que no es lo mismo.
—¿Por qué una novela hispanoamericana no es lo mismo que una sobre Hispanoamérica? Y ¿qué es eso de Indoamérica y no Latinoamérica, por ejemplo?
—No es una cuestión de matiz, sino un juicio de valor como diría tu amigo el brasilero. Aunque el escritor sea ruso, o francés, o norteamericano, o español, y escriba dentro o fuera de su país sobre un tema de los que llaman local o regional, está inscrito en una época determinada y enfrentado por eso a problemas que torturan por igual a todos los seres humanos. Además la era de los nacionalismos, los colonialismos, los imperialismos, está superada.
—Eso tiene gracia en labios de... (en el grueso hocico de un negro)... en labios de un comunista.
—Soy un hombre libre que simpatiza con cualquier ciudadano que luche por la paz y por la libertad.
—Yo también. Por eso me interesa la libertad de Hungría, por ejemplo.
—Me interesa un sistema político que elimine las desigualdades nacionales, raciales, sociales, estatales...
—El nacionalismo renace en África y en Asia. Imperialismo es el de Mao cuando trata de apoderarse de los países vecinos; el de Rusia, cuando avasalló una serie de naciones libres en la Europa central.
—Los americanos hablamos de lo que no entendemos. Volviendo a la novela te repito que la obligación del escritor en nuestro tiempo es desarrollar dentro de cualquier escenario, en cualquier lengua, en cualesquiera circunstancias... ¿Me entiendes?... el tema de la revolución, la libertad y la paz. No podemos detenernos a lamentar la violencia de los medios cuando el proceso histórico conduce inevitablemente a la paz, la justicia y la libertad.
Me indigna esta monserga comunista. Hay tres tipos de insolencia que no puedo soportar: la de los negros que se sienten blancos, la de los jóvenes que se creen inmortales y la de los comunistas que se consideran depositarios de una verdad revelada por Marx. Y este tipo es negro, joven y comunista.
—Alguien me habló de una novela histórica que estás escribiendo sobre América Latina. ¿Prefieres que diga América Latina?
—Mi novela se desarrolla en la época de la independencia americana.
—Una revolución fracasada, como sabes. Los libertadores buscaban la independencia política de nuestros países pero no querían la revolución social. La Independencia fue una guerra internacional hecha por las élites, no una revolución social porque no la hizo el pueblo.
Le expuse mi idea del mestizo como culminación de esa larga historia, llena de sangre y lágrimas, que es la de Hispanoamérica. Para mí, lo verdaderamente revolucionario a todo lo largo de nuestra historia es la ascensión del mestizo. La novela que yo pensaba escribir —por la primera vez empecé a hablar en pasado de mi novela— era hispanoamericana por tratar del mestizo. Pero la conversación se generalizó cuando llegaron el chileno y dos muchachas, americana la una y chilena la otra, llamada Rose—Marie. Vivían juntas, según dijeron, en una casa de familia por los lados de la Place Péreire.
—¿Rose—Marie? —exclamó el negro con aire burlón—. El esnobismo de los hispanoamericanos no tiene límites. A esta niña le han puesto el título de una opereta gringa.
Se detienen a la puerta dos grandes automóviles: un Cadillac de la Embajada Americana (CMD, Chef de Mission Diplomatique) y un Buick.
Descienden cuatro personas de este último, dos de las cuales toman asiento en una mesa vecina de la mía, y las otras dos, unos tipos fornidos y desenvueltos, entran en el restaurante. Uno de ellos acaba de salir para decirle algo al chofer del Cadillac, que abre la puerta del coche del cual se apean un hombre alto y elegante y un señor todavía joven, de gafas relucientes, sobriamente vestido.
—Son el Embajador y el Secretario de Estado de los Estados Unidos —dijo alguien.
Es un buen arranque para una novela de suspense. Fin del invierno en París, Montparnasse, mediodía, cuatro agentes secretos entran en La Coupole para proteger discretamente a un Ministro de Estado y a un Embajador.
Al verme sentado ante mi vaso de cerveza, el Secretario de Estado le dice algo al Embajador. Éste lo coge familiarmente por el brazo y los dos pasan al restaurante. Los detectives de la mesa vecina miran en redondo, como perros de presa. Tal vez —y aquí comienza un pensamiento idiota— el Secretario de Estado le dice al Embajador:
—¡Quién pudiera sentarse un momento aquí, como ese estudiante que bebe cerveza mientras escribe versos en un cuaderno! Cuando yo vine por primera vez a París...
—Cuando usted vino por primera vez a París no era Secretario de Estado, ni yo era Embajador...
Millones de hombres en el mundo sienten la tentación de la grandeza, —y deben ser pocos— puesto que los grandes son escasos, los que al pasar camino de una Asamblea Nacional, o de un Ministerio, o de una inauguración, y ver a un pobre diablo como yo sentado apaciblemente en una mesa de café, sienten momentánea, pero agudamente la tentación de la mediocridad. Pensarán: Ese tipo no tiene que afrontar un debate en el Congreso; ese hombre que toma su vaso de cerveza no tiene que soportar el tedio de un desfile militar; ese estudiante tranquilo y anónimo no tiene que pronunciar un discurso, ni sentirse continuamente vigilado por este par de agentes de la seguridad.
¿Existirá de veras esta tentación de la mediocridad? Y yo, ¿seré un hombre mediocre?
Nota: El tiempo de los hombres importantes debe estar lleno de pensamientos idiotas.
CUADERNO N.° 6
... tirado boca arriba en la falda de la colina, miraba las nubes que flotan en el cielo azul. El sol derrite los sesos del pobre Caín mientras que Abel, a la sombra de un árbol, goza de una deliciosa frescura. Caín interrumpe un momento su pesada labor, se enjuga con tres dedos de la diestra el sudor que le empapa la frente, y apoyado en el mango de la azada trata de pensar... Piensa que la tierra, con el sol del verano, se ha vuelto dura como el granito. Piensa que debe romperla con la azada, para ablandarla, antes de que lleguen las lluvias y no pueda sembrar.
Piensa en las madrugadas frías, en las jornadas de trabajo interminable, en las noches pesadas como una losa de plomo. Mientras él trabaja, Abel toca una extraña melodía en su flauta de cañas. Caín pierde las cosechas por exceso de lluvias o de calor, cuando sin mover un dedo las ovejas de Abel se multiplican y se cubren de un vellón grueso y amarillo, cuando llega la primavera...
Me hallaba seriamente preocupado con la injusticia que se cometía con el pobre Caín, que en la versión definitiva de mi novela tal vez llamaré Alaín para disfrazarlo un poco, cuando me llamó por teléfono el jefe de redacción. Me levanté con fastidio de la mesa —dos estudiantes jugaban ajedrez, otro leía una revista, otro escribía cartas— y me enteré de que se necesitaba urgentemente, para el día siguiente, el artículo que aún no había comenzado a traducir. ¿Cómo puedo pasar de una cosa a la otra, de una página de creación a una traducción sin interés, como quien cierra el grifo del agua caliente para abrir sin transición la llave del agua fría? ¿Cuándo podré recuperar la energía desperdiciada, las ideas que se echarán a volar, las imágenes, y las frases, y las escenas que estaba viendo con los ojos de la imaginación en el momento en que estaba escribiendo? Al dedicarme a la traducción, mi inspiración novelesca plegó las alas. Ya no puedo recordar qué era lo que Caín estaba pensando cuando Abel, a la sombra de un árbol, con las manos enlazadas por detrás de la nuca, miraba una nube blanca y redonda flotar lentamente en el cielo azul.
Recostado boca arriba en la cama, mi amigo Gonsalvo miraba el cielo raso del cuarto. Era la posición de Abel cuando Caín dejó de arar para verlo tendido a la sombra de un árbol y en medio de sus ovejas que sesteaban. Gonsalvo me preguntó si me iba a acostar. Atravesaba el pobre un sombrío período de nostalgia y tenía necesidad de cambiar ideas con alguien. Yo no podía complacerlo, aunque a mí, más que a él, me hubiera convenido conversar un rato. Al contarle a grandes rasgos el tema de mi novela, tal vez recordaría las ideas que estaba desarrollando cuando me llamaron por teléfono.
En el salón un estudiante del Conservatorio trabajaba" una sonata de Beethoven. Presentaría su examen dentro de dos días.
—¿Te molesto?
—No, por el contrario. Me encanta escribir mientras te oigo tocar.
Comencé a traducir directamente, en la máquina de 'escribir, pues no tenía tiempo de hacer un borrador...
Aunque los días han comenzado a crecer, marzo ha sido brumoso y frío y no amanece sino muy tarde. Se oyen pisadas en el corredor. La batiente de alguna puerta golpea a lo lejos. Los automóviles roncan y refunfuñan en la cuesta de la avenida. Un pajarito canta en las ramas de un árbol, sumergido todavía en la letargia del invierno. Sus ramas son dedos esqueléticos que arañan los cristales de la ventana. Cuando Gonsalvo se levanta y se va a sus cursos en la Alianza Francesa, yo continúo escribiendo. Nos citamos en el restaurante del Boul' Mich', a la hora del almuerzo.
Dormitaba después de una noche en blanco, pasada sobre mi novela, cuando el empleado me anunció que me esperaba en el vestíbulo un chico de la redacción de la revista. Venía por la traducción.
—Dígale que todavía no está lista. Puede volver a las doce, a las once... a las doce tengo una cita en alguna parte.
Me quedé aletargado, soñando escenas absurdas e imposibles. A las once me despertaron los golpes en la puerta, que se integraron en mi último sueño.
—Dígale, por favor, que el artículo estará listo a las dos de la tarde.
Me levanté de un salto, me despejé con una ducha, comí de prisa un sandwiche y una taza de café, y comencé a escribir. Continué mi traducción, de la cual apenas había escrito media página la noche anterior. Era una prosa enrevesada, ampulosa, redundante, salpicada de estadísticas y entrecortada por explicaciones y anotaciones al pie de la página. Esto dificultaba extraordinariamente el trabajo. Fumé once cigarrillos y tomé cuatro tazas de café. Me dolía la cabeza. A las dos de la tarde regresó el chico de la revista y personalmente le expliqué que el trabajo era largo y antes de las cinco de la tarde no lo podría terminar.
—Pasaré por la redacción a las cinco y media...
A las cinco no había comenzado a sacar en limpio el artículo, pues había tres o cuatro párrafos oscuros, misteriosos, que no querían decir nada.
La necesidad primordial de una reestructuración de la acción económica de inversión para conseguir la intensificación de la producción en el sector privado (véase nota 3, página 4) de acuerdo con la prospectación del departamento de planeación de la dirección de promoción de acción social de la nación y la integración de la acción de inversión de la institución de reglamentación agrícola (ver nota 4, página 2) son... Sentía una ligera impresión de mareo”. A las cinco y media me llamaron por teléfono.
—El número va a entrar en prensa esta noche a las siete. Se trata del artículo de fondo y ya está levantado el sumario de la primera página.
—No puedo terminar antes de mañana.
Colgué el teléfono intempestivamente, sin discutir más con esa voz estridente que me lastimaba los tímpanos. Cuando salí a la calle ya era de noche y una niebla fría y pegajosa colgaba de los faroles del alumbrado público, se enredaba en las linternas de los automóviles y flotaba a ras del suelo. En el café me encontré con el judío argentino, estudiante de cine, quien me propuso pasar un momento por el taller de las pintoras, en una de esas callecitas que serpentean entre el Boulevard Montparnasse y la rue d'Assas. Estaba tan cansado y tan abatido que le acepté la invitación aunque apenas conocía a esas muchachas.
Bodegón: El taller tiene dos ventanas de regular tamaño que miran a un patio interior lleno de escombros y basuras. El edificio es negro, siniestro, y la escalera que trepa en caracol cruje como si se fuera a romper. Huele a humedad, a suciedad congelada y a ratón muerto. El taller, espacioso, tiene un diván en un rincón que hace las veces de cama. Allí pernoctan las dos muchachas pintoras. Hay cinco o seis caballetes con lienzos a medio manchar. Contra las paredes se alinean telas sin marco, cartones pintados, rollos de papel. En un estante, dos o tres libros, tubos de pintura, brochas y pinceles. De una percha cuelgan unos delantales manchados de color. Aquello no se había barrido, ni limpiado, ni ventilado en muchos meses. Unos relieves de queso y de jamón se encuentran en un plato sobre la mesa central. Dos vasos, dos botellas de Ricard, una de vino rojo y otra de agua de Vittel. El taller parece una decoración del cuarto acto de "La Dama de las Camelias", o de cualquier melodrama romántico del siglo XIX. No hay nada que abominen tanto los artistas de esta segunda mitad del siglo XX como la "utilería" pequeño—burguesa del siglo XIX; y sin embargo, su vida es exactamente igual a la que inspiró la música dulzarrona y sentimental de Gounod. El hombre imita lo que más detesta, digo yo.
Nota: ¿Y por qué los escritores no podemos, como los pintores, hacer naturalezas muertas, bodegones, o sea describir?
Cuando me hice un poco al ambiente, cargado de humo de mal tabaco y de vagos olores a sudor, a queso y a jamón, descubrí un muchacho que había visto otras veces en el café, abrazado ahora a una de las pintoras. La otra, recostada contra una pared, con el cuerpo recogido sobre una pierna apenas doblada, aunque nada tuviera que ver con esa estatua desde el punto de vista de la belleza física, me recordó el Hermafrodita Dormido. Tres estudiantes discutían apasionadamente una pieza de Ionesco que yo había visto alguna vez. El negro, sentado en un banquito de madera, hablaba con una muchacha muy bonita, al parecer americana, y con dos jóvenes pintores, sobre el contenido social de la pintura mexicana. Uno de sus interlocutores sostenía que la creación artística debe ser libre y espontánea, sin sujeción a principios establecidos y reglas académicas, ni a ideas y sentimientos que traban las manos del artista y paralizan su facultad creadora.
Cuando el argentino y yo nos acercamos al grupo, después de haber llenado nuestros vasos de Ricard, el negro me dijo que le gustaba verme en aquel ambiente, entre camaradas desbordantes de fraternidad universal. Me decía aquello como si yo viviera en el Hotel Ritz y tuviera un "Jaguar" con una linda muchacha esperándome en la esquina de la calle. A la media hora de estar allí, había comprendido las siguientes cosas:
Primera: Todos y cada uno de los contertulios están a puntó de realizar una obra maestra.
Segunda: Todo lo que se ha hecho en el mundo, desde los sumerios hasta nuestros días, no es sino un entremés del plato fuerte que cada uno de ellos está cocinando en su taller de pintura, o en su mesa del café, o en la biblioteca de su universidad.
Tercera: Quien no es comunista, es un reaccionario abominable.
Se hablaba mucho de la China, de la guerra en Vietnam, de la intervención americana en el Medio Oriente, del amor por la paz que es privativo de Rusia, de la agresión capitalista en Cuba, del nuevo Canal de Panamá, etc. Todos estos temas me aburren y soy incapaz de seguirlos hasta el final. De vez en cuando concentraba mi atención en el diálogo que sostenían a mis espaldas una de las pintoras y un estudiante de sociología. La primera era enemiga de toda sistematización y cultura, y el segundo partidario de la reflexión frente a la improvisación y la espontaneidad. El judío argentino hablaba de Israel, donde había pasado el verano anterior invitado por un congreso de cinematografía educativa.
—El pueblo más inteligente del mundo y de la historia es el israelita, y sacudida la coyunda bíblica, la tiranía mosaica y la preocupación teológica, como está sucediendo ahora, acabará dominando el mundo entero. Los sabios rusos, americanos y alemanes, son judíos. Si no fuera por ellos, Rusia y los Estados Unidos no hubieran logrado levantar un palmo del suelo los cohetes que en estos momentos se dirigen hacia Marte a una velocidad vertiginosa.
No soy antisemita, pero ante aquella explosión racial sentí el orgullo de no haber nacido judío. Anotar en el "Cuaderno de Pensamientos" que tengo la idea de comenzar algún día: El mundo todavía sangra del prepucio judío que hace dos mil años le arrancó San Pablo. Es literario, pero cierto.
El negro descargaba sobre la muchacha americana todo el odio que le inspiran los Estados Unidos, como si ella fuera simultáneamente el Ku—
Klux—Klan, el puritanismo de Boston, la masonería de Wall Street, la discriminación racial de los Estados del sur y la doctrina Monroe. La hermafrodita acostada en el suelo conversaba con un muchacho tímido y esquivo que para los otros, según lo comprendí después, no era un pintor aunque también pintara. Se sentía un poco avergonzado por no tener un oscuro origen proletario y no vivir en un taller sin servicios sanitarios, sino en un piso del "seizicme". La muchacha que lo miraba por encima del hombro, aunque estuviera tendida en el suelo, sostenía la tesis de que el amor es un subproducto de la literatura.
—Para los griegos era el comercio carnal e intelectual entre dos individuos del mismo sexo. Para el juglar de la Edad Media, era una compensación poética de su insatisfacción sexual.
El pintor burgués que padecía el complejo de no ser proletario, sostenía que el amor es una proyección del egoísmo y una fascinación de los contrarios que se repelen y tratan de fundirse. Yo iniciaba un movimiento de retirada cuando el negro, harto de zaherir a los Estados Unidos rubios, ágiles y bellos que se encontraban a su lado, me interpeló bruscamente.
—Al latinoamericano como fenómeno social hay que buscarlo allá. Tú y yo podemos estar aquí o allá, pero el latinoamericano está allá y no aquí. El auténtico hombre del Nuevo Mundo es el campesino, el proletario, el empleadito que lucha contra un Estado anacrónico y un capitalismo sujeto a la dominación extranjera. Nuestras élites siempre han tenido una mentalidad subalterna y ahora están vendidas a los Estados Unidos. Eso le estaba diciendo a Marsha.
—A Hispanoamérica la han hecho las élites. Ellas son la única manifestación importante del mestizaje hispano—americano. Los conquistadores y los primeros colonos europeos dejaron atrás sus ciudades, sus países, su ambiente, su cultura. Constituyeron en América el fundamento de las futuras élites, y eran espiritualmente mestizos porque en ellos había penetrado profundamente la influencia del paisaje y de nuestras razas aborígenes. Yo creo que los conquistadores, esos híbridos de jinete y de caballo como los centauros, fueron los primeros mestizos; y los últimos son los emigrantes que le volvieron las espaldas a Europa y se dejaron fecundar por América.
—Todo eso es muy bonito, pero actualmente lo que interesa son el proletario y el campesino.
—Desde mi punto de vista ese hispanoamericano de las élites es más mestizo que un quechua de la puna, o un negro de Bahía, o un pobre emigrante de la pampa.
Mientras buscaba a tientas el W. C., en el fondo de un corredor largo y estrecho barrido por relentes de mal olor, seguía pensando en mi nueva novela. La de Caín y Abel realmente vale la pena de escribirse; la otra era imposible con sus generales y próceres de patillas, sus damiselas ingenuas y sus negros y sus indios cuya mentalidad desconozco.
Aquello no era profundizar ni buscar la almendra del problema. Aquello sería, si lo escribiera y además en cuatro volúmenes, andarme por las ramas de América. Regresé al taller mareado por los relentes del W. C. minúsculo y sin agua, donde estuve a dos dedos de vomitar el Ricard que había bebido durante la noche. Por el cajón de la escalera subían las conversaciones, los cuchicheos, las risas sofocadas de los invitados que se habían marchado, algunos con su compañera de la mano.
Cuando entré, sólo quedaban el negro y el judío, y por ciertos síntomas de cansancio que observé en el diván donde dormitaba una de las pintoras del taller, comprendí que estorbaba.
—Creíamos que te habías ido a la inglesa.
—Me hubiera gustado irme con la americana...
—Marsha es una chica ingenua y en el fondo buena, —dijo el negro—. A fuerza de aplicación ha logrado vencer sus prejuicios raciales y asimilar su marxismo. ¿Tú serías capaz de acostarte con una negra?
—Hice la experiencia una noche y...
—A los negros también nos huelen los blancos.
El andrógino que estaba acostado a sus pies bostezó, bebió el resto de vino qué quedaba en un vaso y se fue tambaleando por el corredor en cuyo fondo brillaba una bombilla amarillenta.
—Si conocieras a Río —me decía el brasilero—. Los morros dentados del Corcovado y de los Dos Irmaos se recortan en un cielo sin nubes. El Pan de Azúcar brota del fondo del mar como un cohete prehistórico; el Jardín Botánico con sus victorias regias y sus palmeras de azahí no tiene par en el mundo; la laguna Freitas y el compás perfecto de la bahía de Botafogo no se encuentran en Nápoles... Y de noche, Nitcherroy cabrillea y parpadea a lo lejos...
Para exasperarlo le decía que el paisaje más hermoso del mundo es París. Desde la terraza del Sacré—Coeur las cúpulas de San Agustín y los Inválidos revientan a lo lejos como ampollas y destilan un líquido verde y amarillo que mancha la epidermis de un cielo enfermizo, atacado por una enfermedad incurable. A la colina de Montmartre apenas llega el confuso rumor de la ciudad, envuelta en brumas matinales. Es una colina urbanizada. El otro seno de París es el barrio latino, cuyo lunar azul es la cúpula del Panteón. El mar de París son las mansardas. Las islas de París son los jardines. El Sena es un pretexto para que pasen los puentes de París.
El brasilero, deprimido por la niebla y la humedad, me dice que toda esa monserga es pura literatura. No comprende los contrasentidos de esta ciudad. Le parece una arquitectura de fachadas, concebida para mirar las casas desde fuera, desde la calle, pero no para vivir dentro de ellas y en departamentos lóbregos y húmedos. Las nuevas construcciones son pobres y feas. No existe un concepto de la comodidad. Lo que se busca en París no es la comodidad, sino la ostentación: una sala magnífica, una chimenea de mármol y un cuarto de baño primitivo pero alfombrado, construido con la idea de que debe ser para lavar ropa y no para bañarse... La ópera es una torta de caramelo. El falso clasicismo de la Plaza de la Concordia, con las construcciones de Gabriel, no lo conmueve...
—Lo que ves en París es tu nostalgia de Río, y la nostalgia no permite ver.
Dejaba a mi amigo a las puertas de la Alianza Francesa, desamparado entre otras soledades —inglesas de gafas, nórdicos desgarbados, monjitas anacrónicas, japoneses miopes, hindúes tristes— y me iba a dar vueltas por las calles del barrio. No volví a presentarme a la Biblioteca de la rue Saint—Guillaume, ni a los salones de la rue d'Assas, aun cuando todas las noches encontraba un papel en mi cuarto: "Lo llamaron de la revista. Lo necesitan en el Centro de Estudiantes. El gerente de la revista lo espera mañana a las dos. El capellán del Centro de Estudiantes le ruega que lo llame a la hora del almuerzo".
Con mis cuadernos bajo el brazo me iba al Parque de Luxemburgo cuando hacía sol, o me sentaba bajo cubierta en el café de Cluny, en la esquina del Boulevard Saint—Germain. Cuando el cielo se despejaba súbitamente y una aureola dorada circundaba el espejo del lago, con un placer sensual descubría las yemas hinchadas de savia nueva que reventaban la piel de los castaños. Estos árboles presienten la primavera antes que los demás, semanas antes que los plátanos, torpes y solemnes como gigantes.
Me gustaría volver a ver a esa muchacha chilena a quien conocí una vez en el café de La Coupole. Yo también, como los castaños, florezco, reverdezco y rejuvenezco con la primavera. Es un encanto esto de jugar con las palabras. La manera de hablar que tenemos los escritores, es escribir. Para el escritor, escribir es pensar.
Un sol apenas tibio tornasolaba la pechuga de una gruesa paloma que picoteaba a mis pies unas semillas invisibles; me doraba las manos, que el invierno destiñó y cubrió de una película lechosa. Con un placer inmenso escribí en la primera página del cuaderno de cubierta roja, muy bonito, destinado a mi novela:
CAÍN Y ABEL Bautizarla, aun sin haber nacido, es un augurio magnífico. Estoy persuadido de que la otra, mi frustrada novela hispanoamericana, no pudo nacer porque fui incapaz de encontrarle su verdadero nombre.
Mi esquema es simple, y su dramatismo y su complejidad nacen precisamente de esa circunstancia. Por desgracia tendré que hacer una incursión en la Biblioteca para consultar la Biblia, los tres o cuatro capítulos iniciales que recuerdo mal, y tal vez convendría pedirle unas explicaciones al Padre de la rue d'Assas. No quiero que me vuelva a pasar lo mismo que con mi proyecto anterior, que se derrumbó por un baile que nunca —para desgracia de los millares de lectores que hubiera tenido mi novela— llegó a ocurrir en la realidad. El epígrafe será un versículo del Génesis, número tal, capítulo cual, extraído de la historia de Caín y Abel. Algo que se refiere al hecho de que mientras el humo de los sacrificios de Abel ascendía recto a las narices del Señor, el aroma de los sacrificios de Caín se dispersaba en el aire.
Nota: Placía a las narices del Señor el olor de la carne asada. Es un grato olor, no cabe la menor duda. Al Señor le gustaba escuchar el mugido del toro cuando le rompían la cerviz con un hacha de sílex, y el conmovedor balido de las ovejas, y el estertor de los cervatillos ensangrentados sobre el ara. En cambio, no le gustaba al Señor el casto aroma de las plantas y los tubérculos que cosechaba Caín: olor a rocío de la mañana, a tierra húmeda después de la lluvia, a perfumadas hierbas del campo...
Frente a mí y sin el menor movimiento de pudor, una señora de abrigo de visón se acurruca ante un perrillo ridículo y ratoncillesco, con guardapolvo de lana roja, y le limpia el trasero con una servilleta de papel. Y todavía hay quienes hablan de una vida de perros, lo cual seguramente nada tiene que ver con los perritos de París.
El de la señora me miró con un gran desprecio, y ella ni siquiera se tomó la molestia de mirarme cuando los dos se alejaron hacia los jardines del fondo del parque.
Una familia campesina compuesta del padre —Eva no aparece en la Biblia después del accidente de la manzana— y sus dos hijos, viven en un rancho en la cumbre de un cerro. El pueblo más próximo queda a dos leguas de distancia. El mayor de los hijos fue desde niño fuerte y silencioso. A medida que el padre envejecía, todo el peso del trabajo cayó sobre sus espaldas. En cambio, Abel fue un niño débil y tardío, de cuyo nacimiento tal vez murió la madre. Teológicamente Eva tuvo que morir al dar a luz un tercer niño, que debió de ser mujer, pero este problema de hermenéutica bíblica me tiene sin cuidado. La crianza de Abel fue difícil y aunque su padre tuvo otros hijos con la nodriza campesina que llevó al rancho para que lo criara cuando murió la madre, siempre fue su hijo preferido. Cuando era todavía una criatura, le regaló un cabritillo para que jugara con él. Más tarde, y a instancias del cura —el Jehová del pueblo vecino— lo mandó a la escuela. Para que no se fatigara le prestaba el caballo, un caballo rucio y viejo que los domingos Caín llevaba al pueblo cargado de bultos de maíz.
Regresa otra vez a la orilla del estanque la señora del abrigo de pieles.
El perrito corretea persiguiendo las palomas, husmeando los charcos de humedad sospechosa que encuentra en el camino, mirando a los niños que juegan con los barcos, levantando la pata ante todos los faroles del jardín.
—¡No te vayas a perder, mi amor!
Extraje del bolsillo unos terrones de azúcar que guardo para entretener el estómago cuando no tengo qué comer, llamé al perrito y le tendí un terrón. Parado en las patas delgadas y ridículas, me pidió más.
—¡Ven acá!... ¿Qué estás haciendo?
Yo esperaba que la señora me dijera una palabra de agradecimiento.
Me levantaría de mi banco, acercaría una silla a la suya, acariciaría al perrito y lo pondría sobre mis rodillas. Le contaría a grandes rasgos que Caín estaba enamorado de una doncella que todas las mañanas pasaba por el camino que bordea el barbecho, para llevarle el almuerzo a su padre cuya estancia se encuentra al otro lado de la loma. La moza era tierna, virginal, bonita, pero estaba enamorada de Abel. Sin embargo, Caín la miraba cuando pasaba por el camino, y su ardor por ella comenzó a crecer. Ni el fuego del verano es tan voraz y abrasador como esos deseos que nacen de repente en un corazón y un cuerpo atormentados por su soledad... porque yo vivo muy solo y me gustaría ser amigo de una bella señora como usted, y tener un perrito como éste, y pasear los tres por los caminitos del parque...
—¡Ven inmediatamente! ¡Te he dicho que no comas porquerías ni te acerques a desconocidos! ¡Vámonos!
La señora se alejó por el camino enarenado tirando de la correa al perrito que ladraba y me volvía a mirar de vez en cuando. Si en aquel momento hubiera continuado mi historia habría matado a Abel con la quijada de un asno, pero como a un perro.
1. El Señor antipatizó súbita y arbitrariamente con Caín, y sin razón alguna sus ofrendas no le placían como los sacrificios de Abel. ¿Por qué?
2. ¿Por qué los animales sacrificados eran herbívoros?
3. El castigo de Adán —"trabajarás con el sudor de tu frente"— recayó sobre Caín y no sobre Abel, quien tirado a la sombra de un árbol miraba flotar las nubes en el cielo azul. ¿Por qué?
4. Caín era el trabajo manual, el arado construido con la horqueta de un árbol, el hacha de piedra aguzada en una roca de granito... En cambio Abel era la poesía, era la imaginación que se fuga hacia las estrellas que el pobre Caín no tenía tiempo de mirar. El trabajo manual era Caín, y la especulación intelectual era Abel. Caín era el esclavo y Abel era el señor, y ahí comienza esa monstruosa inversión de las primogenituras que reapareció mucho más tarde, cuando mediante un engaño que aceptó el Señor, Jacob, revestido con una piel de cordero, se hizo bendecir por Isaac —ciego, como todos los padres— y le arrebató los derechos de primogenitura a su hermano mayor.
5. Caín nunca acaba de asesinar a Abel, el preferido del Señor, y vaga por el mundo hambriento y perseguido. Lo asesinan en el Congo y en el Vietnam, muere de hambre en la India, se ahoga en la China, lo roen la ignorancia y la miseria en la América del Sur. La víctima expiatoria es eternamente ese pobre Caín. A mí, Caín me produce una lástima infinita.
¿Dónde pondré a vivir a Caín y a Abel? ¿En un país del norte de Sudamérica? ¿En un país del sur? ¿En un páramo de los Andes? ¿En una ardiente playa del Caribe, con palmeras al fondo? Pensar en todas estas cosas; no escribir nada sin pensarlas muy bien.
En la rue de la Sorbonne, donde se encuentran las oficinas de la revista, tenía una carta con un cheque de ciento veinte francos. Fría e insolente, la carta decía que mi colaboración quedaba suprimida a partir de la fecha, y la administración de la revista esperaba mi recibo del cheque para efectos de contabilidad. Lo cambié en la administración de la Ciudad Universitaria y, aplazando para el día siguiente toda reflexión económica, decidí llevar a mi amigo el brasilero —víctima de un ataque agudo de pesimismo existencialista— al taller de las hermafroditas desveladas. Allí encontramos a los amigos de siempre: los pintores, el judío argentino, la americana, los artistas geniales y el novelista negro.
Le conté a éste que había perdido mi única fuente de recursos y desde el día siguiente comenzaría a estudiar las páginas del "Figaro" en busca de una colocación. Contra lo que presumía, el negro se preocupó seriamente y me prometió un trabajo en las revistas en que él escribe para algunos países de América del Sur. Se trataría de traducciones de artículos escritos en francés. Me pagarían en dólares y podría conseguirme un adelanto sobre mi trabajo. Llegue a encontrar agradables sus carcajadas estridentes y vulgares, sus ojos saltados y sus labios de color violeta. Además, le encantó mi idea de la novela de Caín, lo mismo que a la walkiria americana quien, a partir de aquel momento, comenzó a mirarme con ojos tiernos y brillantes. Si hubiera tenido algún interés en conquistarla, no me habría costado mucho trabajo conseguirlo. Al conocer mi plan, el negro afirmó que era absolutamente necesario que yo asistiera como delegado latinoamericano al Congreso de Juventudes en Varsovia. Allí se iba a organizar una campaña juvenil universal en favor de la paz y por el desarme de las grandes potencias.
Yo debería estudiar sobre el terreno las realizaciones de los kolhozes a fin de dar en mi novela fórmulas nuevas sobre el problema agrario, raíz de todas las injusticias que se cometen con los Caínes de nuestro continente. Tendría pasaje gratis y unos viáticos modestos que me permitirían, sin embargo, viajar por varios países del paraíso comunista.
—Te convendría visitar Israel para conocer los kibutz —dijo el argentino.
—No quiero comprometerme con nadie ni con nada en mi novela. Me gustaría asistir al Congreso de Juventudes aunque nunca me ha preocupado la política y no estoy muy seguro de cuáles son mis ideas para hacer felices a los hombres. En cuanto escritor de novelas reclamo para mí una absoluta libertad de creación, una total independencia de espíritu.
—Estás equivocado. La novela contemporánea debe ser un acto de compromiso intelectual. Tenemos que ser afirmativos. El Caín de tu novela tiene que blandir resueltamente contra Abel la quijada del asno.
La americanita estaba pendiente de mis labios. Al recorrer con una rápida mirada sus piernas, sus caderas, su cintura esbelta, su pecho poco desarrollado e infantil bajo el grueso suéter de lana, volví a pensar en que con muy poco trabajo aquella noche la podría llevar a mi antiguo hotel de la rue Jacob.
—Ni siquiera puedo comprometerme conmigo mismo cuando comienzo a escribir. A veces suelo trazarme un plan, pero...
—¿No te propones contar los motivos que un Caín campesino y analfabeto tiene para asesinar a un Abel privilegiado que vive en la ciudad?
—Decía que a veces me propongo desarrollar una idea que he pensado minuciosamente, o relatar una escena que he detallado en la imaginación, o pintar un personaje cuyas reacciones he inventado y a quien enfrentaré con determinados problemas. Comienzo a escribir, pero un genio desconocido se apodera de mí, me utiliza y me conduce por caminos insospechados. Cuando escribo meditadamente, levantando la pluma de vez en cuando, poniendo los ojos en el cielo raso, consultando notas, no me sale nada. Me sale una redacción falsa y acartonada, las ideas se me embrollan en la cabeza, y al releer lo que he escrito al parecer tan concienzudamente, con tanto trabajo, veo con desaliento que lo he echado todo a perder. En cambio, cuando me siento arrebatado por esa fuerza exterior y superior a mí, penetrado por ese espíritu que no puedo dominar, escribo horas enteras sin reflexionar y con el íntimo convencimiento de que al través de mí se está operando un misterio.
La americanita me devoraba con los ojos.
—De ahí que como novelista no pueda prometer nada. Estaría dispuesto a escribir artículos para demostrar cualquier cosa: que los soviets desean sinceramente la paz; que los Estados Unidos son hipócritas; o que Rusia es quien quiere la guerra y los Estados Unidos quienes no permiten hacerla; pero sobre mi novela, que no es escrita por mí sino al través de mí, carezco de propósitos aunque inicialmente haya querido tenerlos. Mis personajes se desgajan de mí y adquieren vida y voluntad propias; las escenas que me proponía describir se realizan en otra forma; la prosa se me resiste y se me escapa; me convierto en un siervo dócil de alguien que me gobierna desde más allá de mí mismo.
—Si hubieras leído a Jung, sabrías desde hace tiempo que el fenómeno de la inspiración automática...
—Por ejemplo los escritores surrealistas —interrumpió con timidez la americana. Su voz era caliente y tremolante, un poco nasal, y me acarició como un guante de terciopelo.
—Sabrías que ese fenómeno es la manifestación de la memoria, el terror, el mito, la experiencia, los deseos frustrados, de una humanidad que yace sepultada a medias en el subconsciente de cada uno de nosotros. En el mito de Caín se percibe la necesidad de justificación que tienen todos los movimientos revolucionarios. No hay una sola revolución universal —la Reforma, la Revolución Francesa, la rusa, la china, la cubana— que no se haya hecho en nombre de una idea de justicia. Lo que hay en el subconsciente del escritor, la inspiración que lo empuja a escribir automáticamente, es el sentimiento de que al través de él y de su escritura se revela y se rebela una injusticia universal.
—No podemos reducirlo todo a factores políticos —dijo con impaciencia mi amigo el brasilero—. Ese subconsciente racial, global, total, que a veces se descarga al través del artista o del poeta, no contiene sólo una idea política o un sentimiento de injusticia económica. ¿Cómo explicarían ustedes la Iliada, por ejemplo?
—La Tora es un libro colectivo —explicó apasionadamente el argentino— al cual los eruditos le han encontrado muchas fuentes distintas; pero ante todo es un libro inspirado, que recoge en sus páginas la memoria del pueblo judío.
—Para los comunistas la historia es una cuestión de toma y daca, de producción y consumo —añadió el brasilero.
El negro lo miró con un profundo desprecio. La americanita, sentada en el suelo, levantó el bello rostro pálido de pómulos un poco salientes, y lo miró sorprendida.
—Eso de la Tora —le dijo el negro al argentino, descargando en él la cólera que le produjeron las palabras de mi amigo Gonsalvo, lo tendrás que explicar en el comité. ¿No es cierto, Marsha?
Ésta asintió con la cabeza y una cortina espesa de pelo rubio le ocultó la parte baja del rostro.
El director de la revista le había manifestado al Padre que jamás volvería a darle trabajo en su editorial a un estudiante hispanoamericano. Por mi culpa se había atrasado el número de la revista y el artículo de aquel sociólogo, tan importante para conquistar lectores en América, no había podido salir. Se habían recibido quejas de varios países del Nuevo Mundo, suscritas por personajes influyentes. Yo había mutilado párrafos, desfigurado el sentido de frases enteras, intercalado ideas propias, alterado el texto de muchos artículos. Aquello era intolerable.
—Yo he vacilado entre la traducción literal, incomprensible y fatigosa para el lector inteligente, y la que procura aclarar, embellecer, "galicar" el texto.
El Padre observó que mis ideas eran interesantes para una discusión en el congreso de traductores que ahora está sesionando en Grenoble, pero con seguridad no eran las mismas de los autores de esos artículos.
Agregó que en todo caso sería muy difícil conseguir un trabajo semejante en otra revista, mientras persistiera en esas mismas ideas.
Le contesté que eso no tenía, interés para mí, pues el negro —el Padre hizo un gesto de fastidio al nombrárselo— me había ofrecido un trabajo de traductor de artículos políticos que deben aparecer en las revistas de Hispanoamérica.
—No tendré que preocuparme por concretar y embellecer el texto, pues descontando la pedantería del vocabulario marxista, los artículos están muy bien escritos.
El Padre me miró con una profunda atención. Me preguntó si yo era comunista.
—Necesito ganar un poco de dinero para vivir y escribir mi novela sobre Caín y Abel, el campesino y el ciudadano. Justamente quisiera preguntarle...
—¿Caín el campesino y Abel el ciudadano? No necesito recordarte que históricamente la agricultura nació siglos después que la caza y el pastoreo.
El espíritu cartesiano de los franceses, aun en los jesuitas, no se acuerda bien con ciertas licencias históricas que se toma la Biblia.
—Pero en la Biblia, la agricultura y el pastoreo aparecen a un tiempo.
—El pastor y el cazador domesticado que es el pastor, son los seres activos de la comunidad, fíjate bien. De ellos salieron el guerrero, el colonizador, el conquistador, el viajero. En cambio, el labrador es un hombre sedentario y tímido...
—Precisamente...
—Un hombre que sigue la línea de menor resistencia y no ve más allá de los cuernos de su yunta de bueyes.
Le relaté al Padre, a grandes rasgos, el proyecto de mi novela. Abel se va a la ciudad alistado en el servicio militar, se desarraiga, se convierte en ciudadano y en chofer, que es la más abominable de las acepciones que pueda tener el hombre mecanizado de la ciudad. Regresa al campo paterno con el deseo de buscar aquella novia campesina que él amaba en su adolescencia, cuando todavía era pastor; pero, entretanto, ella se había casado con su hermano mayor. A Abel no le cuesta trabajo seducirla... Caín es un tipo desgarbado, torpe, con unas manos gruesas que saben acariciar la ubre de la vaca y tentarle el pezón cuando la va a ordeñar, pero no el seno de una mujer. Yo quiero pintar el profundo antagonismo que existe entre los dos, y la deformación que la ciudad produce en Abel quien originalmente era un pastor que no trabajaba con las manos y prefería soñar tirado en la colina, en medio de sus ovejas que sesteaban Al Padre se le iluminó el rostro con una sonrisa.
—Debes pensar en que Caín es la ciudad, el desarraigo, el desapego de los afectos familiares, el extrañamiento de la tierra natal, el judío errante, el materialismo, la falta de fe. Nada hay más falso que cierto tipo de civilización manual que convierte al campesino —un hombre que sabía por lo menos soñar— en un obrero esclavo de una máquina y una rutina agotadora. Yo frecuento un barrio obrero de París y puedo asegurarte que el obrero vive soñando con libertarse del trabajo manual. ¿No crees que para escribir una novela sobre Caín y Abel, una novela hispanoamericana...
—No hay novelas hispanoamericanas, sino buenas o malas novelas. (Era una idea del negro que alguna vez yo mismo le había combatido.)
—Pero esa novela, universal por el tema, indudablemente va a ser hispanoamericana por la forma: con campesinos que tú conoces mejor que yo, puesto que yo soy un cura francés y tú eres un escritor hispanoamericano...
—El cartesianismo me exaspera como un teorema de trigonometría dentro de cuyos senos, cosenos, tangentes y cotangentes, no caben la inspiración, ni el milagro, ni la sorpresa, ni la poesía.
—¡Déjame terminar, espera un momento!... Se me ocurre que los campesinos del Nuevo Mundo tienen costumbres peculiares, y un lenguaje propio y cargado de sentido, hasta una manera personal de ordeñar una vaca y ensillar un caballo. Un escritor americano que vive hace varios años en París y no es un campesino...
—Mis abuelos eran campesinos.
—Para ser un buen escritor en tu país, sobre todo si quieres escribir esa novela, en París no vas a encontrar a Caín y a Abel; o encuentras a Caín, pero no a Abel. Te digo esto porque hace unos días, cuando te buscaba por todas partes, quería contarte que el Cónsul me habló de tu repatriación. Parece que va muy bien. Una persona influyente está moviendo el asunto. Se necesita que vayas al Consulado a llenar unos papeles.
—Y ¿quién ha pedido mi repatriación? ¿Con qué derecho, sin consultarme?
Había oído decir desde hacía tiempo que los jesuitas se introducen clandestinamente en la vida privada de quien ingenuamente les cae entre las manos. El director espiritual —una invención de los colegios de jesuitas— es un dictador de conciencia.
Abrió un cajón de su escritorio del cual extrajo un papel.
—Ésta es una carta de tu hermana. Si quieres, léela. Ella debió saber por alguien que tú vienes aquí de vez en cuando. Ahora dime: ¿Quieres que te ayude? Mientras llega la repatriación, ¿quieres que te consiga una ocupación de medio tiempo en algún almacén, por ejemplo?
Le contesté sin vacilar que no estaba dispuesto a vivir sometido a un régimen de interno de segunda enseñanza y esa misma tarde abandonaría la Ciudad Universitaria. Respecto de la repatriación estaba dispuesto a aceptarla y habría de pasar mañana mismo por el Consulado. Sobre la promesa vaga de volver "cualquiera de estos días", me despedí secamente del Padre y salí a la calle.
CUADERNO N.° 7
Era un edificio pintoresco por fuera y siniestro por dentro, en la rue du Sabot, que desemboca en la de Rennes. Había que trepar a oscuras por una crujiente escalera de caracol, tenebrosa aun en mitad del día, húmeda aun en pleno verano, sucia y maloliente siempre. Había un baño en una pensión vecina. El W. C. era apestoso y lo compartíamos, igual que el lavamanos, con dos sirvientas que vivían pared de por medio en el cuarto vecino. En los bajos vivían una vieja gruñona —la portera— y un perro. En el primero, un cura anciano que dictaba un curso de apologética en el seminario de la plaza de San Sulpicio, y un ama de llaves esquelética que debía de ser su hermana. En el segundo, dos señoritas equívocas que vivían de noche y dormían de día. En el tercero, una familia de tramoyistas del Vieux Colombier. En el cuarto, dos familias de negros expulsados de Argelia, conocidos de Marsha. Las dos sirvientas que compartían la mansarda con nosotros servían en un hotel del barrio, situado al lado de una tienda de artículos piadosos. '
Comíamos en el bistrot que yo frecuentaba hacía meses en la rue de Rennes, casi en la esquina de Saint—Germain des Prés. Al café de La Coupole sólo íbamos cuando teníamos que hablar con el negro sobre mi viaje a Varsovia y sobre las traducciones para las revistas hispanoamericanas.
Inicialmente, me habían dado doscientos francos, pero desde hacía varias semanas no recibía ni un céntimo. Nos sosteníamos con lo que Marsha recibía de Nueva York, pero hubo días enteros en que vivimos de amor y de café con leche que nos suministraban al fiado nuestras vecinas las sirvientas.
El padre de Marsha era norteamericano con dos generaciones en el Nuevo Mundo, y de la tercera hacia atrás profundamente insertado en algún lugar de Escocia. Había venido a Europa como corresponsal de una revista, con los ejércitos de ocupación. Se había casado en Alemania con una actriz rusa, de quien había tenido a Marsha. La madre se divorció y se volvió a casar con un director de cine, y ahora andaba por alguna parte de Europa y le enviaba a Marsha postales de vez en cuando. El padre se casó nuevamente en los Estados Unidos y le giraba con una irregularidad desesperante, una pequeña pensión en dólares, de la cual ella vivía en París desde hacía unos tres años. Había venido con el pretexto de estudiar francés y decoración, pero principalmente para dejar en libertad a su padre cuando éste se enamoró de una compañera de Marsha y se casó con ella en segundas nupcias. Por distraerme voy a anotar lo que París representa para esta muchacha:
París es ciertas cosas que se deben pensar, se deben hacer y se deben decir. Las que se deben pensar:
Todo lo tradicional, moral, rutinario y burgués, es detestable. Marsha abomina el matrimonio, el catolicismo —su padre es platónicamente protestante y su madre no tiene religión— el arte anterior a la segunda guerra mundial y la literatura no comprometida con el marxismo ortodoxo. Las que se deben hacer:
Vivir de cualquier manera, cambiar de amigo con frecuencia para no rutinizarse, viajar a Rusia, ser miembro del partido comunista, luchar por el derrumbamiento final del capitalismo en el mundo. Y las que se deben decir:
Todas las que provengan de una fuente comunista irreprochable. Sólo las que publican las revistas autorizadas por el partido.
Para la madre de Marsha vivir en París es tener un hotel particular en la Avenue Foch, un Mercedes Benz con chofer uniformado, un peluquero propio, una modista de gran casa, un marido millonario y complaciente, un amante impaciente y artista, un perrito que no parezca un perro, una villa en Cannes, un yate, etc. También contar entre las amistades un príncipe destronado de los que viven en Portugal, un Premio Nobel de física, un actor de cine, un novelista norteamericano, un homosexual, un cardenal, un italiano.
Por sus aficiones y su carácter, Marsha salió más a su padre que a su madre; pero de ésta heredó la nariz, los pómulos salientes y la volubilidad. Le gustaba hablar de la vida bohemia de su padre en París y sería incapaz de vivir de acuerdo con la concepción de su madre, la cual, y dicho sea de paso, era una actriz muy discutible que jamás había podido realizar su sueño, no de grandeza, sino de burguesía.
—Me recuerdas a una americanita sucia como un "cíochard", vestida de overol azul, que vendía el New York Times el verano pasado en la plaza de Saint—Michel.
—Era yo, cuando todavía no trabajaba con el negro.
Una noche en que dos o tres Ricards la habían vuelto muy expansiva, me confesó que era una masoquista inveterada y además tenía el complejo de Edipo. Se lo descubrió un estudiante de psiquiatría, muy inteligente aunque completamente neurasténico, con quien había vivido durante un mes antes de conocer al negro. El negro la insultaba, la llamaba prostituta, la escupía y la obligaba a que le besara los pies.
Tenía que quitarle los zapatos y frotarle el cuerpo con un perfume de peluquería que al negro debía gustarle porque disipaba su almizcle.
Marsha se enfurecía porque yo no hacía el sádico con suficiente convicción, y se revolvía contra mí, me perseguía con un zapato en la mano y me mordía las orejas hasta sacarme sangre. Tenía una amiga huraña y silenciosa, que venía a pasar la noche del domingo, pues entre semana trabajaba de dama de compañía en una casa de la Avenue Victor Hugo. Se acostaban las dos en la cama y me relegaban al diván, un mueble sucio y destartalado, con los resortes rotos. Sentían placer, me parecía a mí, en que las viera comportarse como dos tiernos enamorados. Yo tenía tal repugnancia por la amiga de Marsha que una noche la expulsé del cuarto y le advertí que si la volvía a encontrar allí sería capaz de matarla.
Lo que llegó a hacerme imposible la vida con Marsha, más que sus extraños caprichos amorosos y su tendencia a la suciedad —el baño frecuente perjudica las defensas de la piel y echa a perder el cutis, dice mamá—, era lo que podía llamar el lado político de sus amistades. Eran las dos familias de negros tristes y enfermos que vivían en el cuarto piso de la casa y hablaban monosilábicamente de Argelia y de sus problemas de adaptación a la difícil vida de París. Era el argentino con su pedantería racial y sus teorías cinematográficas. Eran las pintoras lesbianas y sus genios incomprendidos que aún no habían comenzado a pintar. Sobre todo, el espíritu de contradicción y la petulancia del negro, con sus pretensiones de escritor "comprometido", me sacaban de quicio. Reconozco que es un tipo inteligente y tiene un agudo sentido crítico, pero su fanatismo me exaspera. Me exaspera el que para pensar bien, por fuerza haya que pensar como él. El que, como les decía ayer en el café, todo pensamiento individual que se aparte una línea del fijado por una convención del partido, se considere cismático.
—Tu error —le decía a Marsha— consiste en colocar el paraíso en la tierra, en Rusia y en 1917. Los judíos colocan el paraíso al comienzo de la historia, que es irreversible. Los cristianos no lo ponemos en la tierra, sino en el Cielo y más allá de la historia. Por eso, los judíos y los cristianos no defraudamos a nadie.
—Tendrás que discutir todo eso con el negro...
—Otro error tuyo consiste en creer que el hombre puede concebir la felicidad en términos colectivos: como un catorce de julio con fuegos artificiales, organillos que cantan a la orilla del Sena y banderas de colores. Y tú sabes que no hay paraísos colectivos; hasta los paraísos artificiales son individuales... Lo que Caín quiso destruir al matar a Abel con la quijada de un asno, fue ese paraíso personal que parecía flotar en el cielo al cual miraba su hermano. Él se fastidiaba, en cambio, en su mezquino paraíso terrestre, en su pequeño kolhoz familiar, en su granja poblada de cosas y de animales sujetos todos a una rígida legislación agraria.
Nota: Todas las experiencias humanas son personales. Al nacer y al morir, cuando sufre y cuando goza intensamente, el hombre está solo.
La más íntima de las experiencias vitales, que es el amor, es rigurosamente personal. El acto sexual es un onanismo compartido. La muerte, que es la última experiencia del hombre, es intransferible y personal.
Acabo de traducir una cartilla marxista para campesinos hispanoamericanos a quienes se quiere persuadir de que la felicidad y la prosperidad residen precisamente en la propiedad colectiva. La ilustración muestra un corro de campesinos ucranianos bailando cogidos de la mano en un prado salpicado de amapolas rojas y margaritas amarillas. Asomados a la talanquera del establo, los animales ríen: la vaca, el cerdo, el caballo; y un gallo que bate las alas encaramado en el tejado de la granja parece exclamar: "¡En el kolhoz, hasta los animales ríen!"
—Todavía no me han mandado los giros del exterior y tendrás que esperar unos días —me dijo el negro.
—Yo no trabajo por placer. De mi trabajo saco el dinero para vivir...
Cuando, de mala gana, el negro extrajo del bolsillo unos billetes arrugados y me entregó doscientos francos, Marsha se acercaba a la mesa. Aquella mañana la había convencido de que se bañara y su cutis, dorado y salpicado de pecas en los pómulos pronunciados, herencia eslava de su madre; sus ojos de un azul tierno e infantil, herencia escocesa de su padre; sus labios frescos, sonrosados, húmedos, de inspiración personal, relucían con el sol y por efecto del baño.
—Tus camaradas se niegan a pagar mi trabajo.
—Puesto que estamos viviendo juntos, no tienes por qué preocuparte.
En aquel momento, se acercó mi amigo Gonsalvo y me preguntó si quería acompañarlo a su mesa, donde se encontraban dos muchachos de la Alianza y dos niñas, una de ellas la chilena a quien no había vuelto a ver.
Desde hace unas cuantas páginas, pues no sabría decir cuántos días, estoy haciendo una nueva experiencia en vista de mi novela. Consiste en contar algo sin interrupciones ni notas marginales, de corrido como en las novelas de tipo clásico y corriente; pero utilizando para este ensayo recuerdos personales y sin importancia. Todavía no he comenzado a escribir mi "Caín y Abel".
Al sentarme a la mesa de Gonsalvo éste me preguntó por qué había abandonado la residencia de estudiantes. Rose—Marie me miraba con sus ojos negros y alargados, y aunque parezca mentira, al través de su naricita respingada, de aletas traslúcidas y palpitantes. Yo he observado que ciertas personas, a veces, parecen mirar por entre las narices. Con su atuendo de estudiante parisiense, todavía preocupada por conservar una coquetería hispanoamericana, aquella chilenita contrastaba con Marsha y las otras muchachas que tomaban refrescos y aperitivos en la terraza del café. Marsha, que me había parecido tan bonita y atractiva después de su insólito baño matinal, comparada con Rose—Marie resultaba una prostituta cualquiera.
—El Padre nos contó que te vas muy pronto de París...
—Estoy invitado a un congreso de estudiantes en Varsovia, pero no saldré de París antes de mediados de junio.
Almorzamos en un bistrot y cogidos de la mano nos pusimos a pasear por las orillas del Sena. A veces me angustiaba el pensamiento de que aquella noche no podría volver a la mansarda de Marsha y tendría que buscar un hotel barato donde ir a dormir. Cuando me había levantado de la mesa del café con Rose—Marie, Marsha me miró con un profundo desprecio, y el argentino y el negro me hicieron un saludo displicente y convencional. ¿Qué podía importarme todo eso cuando sentía en mi mano la mano tibia de Rose—Marie?
Es triste confesarlo, pero a lo largo de mis veintisiete años jamás he estado enamorado. En mi tierra sólo conocí muchachas amigas de mi hermana, señoritas cursis que eran sus compañeras de oficina o parientas pobres que llegaban del pueblo. Las muchachas de familias distinguidas a quienes me acerqué en el café de la universidad, eran inaccesibles como estrellas de un sistema planetario que jamás habría de rozarse y entrar en colisión con el mío. Mi experiencia femenina, tanto en mi tierra como en París, se reducía a sirvientas de café, a vulgares empleaditas de almacén, a prostitutas que vagan por las calles y las avenidas más que en busca de un hombre, a la caza de un pedazo de pan. Mis sueños y deseos de adolescente terminaban en un burdel.
Nada hay tan difícil como pintar un amor, sobre todo cuando se vive dentro de él y no puede vérsele con perspectiva y dentro de las coordenadas del tiempo y el espacio, el olvido y la lejanía. El amor es un estado particular, como una enfermedad, y el paciente ignora la gravedad de ciertos síntomas, o por el contrario se la concede a otros que, para el médico, no tienen importancia. Más que una enfermedad, tal vez el amor es el juicio que el paciente se forma de una serie de síntomas que lo están alterando.
Paseamos lentamente por los muelles de la orilla izquierda, desde la plaza de Saint—Michel hasta el Pont—Neuf. Desde el parapeto del puente le señalé con el dedo el contraste que forma con el ingente bloque de la Catedral, la fragilidad de la hiedra que reverdece en la muralla de la orilla. Nos deteníamos ante los bouquinistes para mirar un grabado de América del Sur, hojear un libro viejo, revolver papeles polvorientos.
—Yo ando por aquí desde hace años en busca de una obra maestra, pero nunca he tenido suerte. Con las mujeres me pasa lo mismo.
—¿Quién es esa rubia con quien conversabas en el café?
—Una estudiante de sociología.
Caminaba abstraída, con los ojos puestos en las fachadas grises y las mansardas azules del Chatelet.
Hay ciertas casas que más que una fachada tienen un rostro y una fisonomía, y valdría la pena desarrollar esta idea más tarde, cuando me encuentre sin Rose—Marie. Hay ventanas que entornan los párpados de las persianas y me hacen guiños desde lejos. Hay callecitas desiertas con un pequeño bistrot donde no entra nadie, o una tienda de antigüedades que no tiene clientela; pero al pasar por allí me siento acompañado por el farol de la esquina.
Descendimos las escaleras del Pont—Neuf, detrás de la estatua de Enrique IV; nos sentamos en esa proa de ver—dura que es el Vert Galant, a la orilla del agua. El invierno se agarraba al esqueleto de los árboles, pero la primavera ascendía rápidamente por el tronco, y yemas y botones les reventaban la piel. El Sena estaba dorado y el cielo tenía color de mermelada de durazno.
—Antes de venir a París hice un viaje con unas compatriotas por las ciudades de Italia. Estuvimos tres o cuatro días en Venecia. En Venecia el silencio es total. A veces me apoyaba en la baranda de un puente y me ponía a soñar, a no pensar en nada. El agua chapoteaba en los escalones de un palacio viejo, cuando pasaba alguna góndola a lo lejos.
Un día, tuve un presentimiento...
—¿Qué estás estudiando en París?
—Por el momento francés en el Institut Catholique. Después del verano comenzaré mis cursos de psicología infantil. Aquella vez en Venecia tuve el presentimiento de que podría volver a querer a alguien otra vez...
Yo creo que el alma tiene una epidermis, una piel. El contacto de ciertas epidermis nos gusta y el de otras nos produce urticaria. Hay seres con quienes, aun viviendo con ellos, nos sentimos extraños. Al menor contacto nuestra piel se irrita y se brota. En cambio, con otros...
Un buen rayo de sol iluminó la superficie del río, resbalando por los parapetos de piedra. A lo lejos se veía un pescador de caña, inmóvil.
Dos barcazas descendían por el canal de la derecha, y una lancha llena de turistas subía rápidamente por el brazo izquierdo de la isla. Tres puentes se escalonaban a lo lejos, fundiéndose uno en otro. París roncaba, ronroneaba como un gato a la orilla del Sena.
El abuelo de Rose—Marie había sido un prócer de la guerra del Pacífico.
Un tío suyo era arzobispo en Concepción. Su padre era gerente de una flota mercante. Su madre tenía un fundo en la región de los lagos, con un bosque de pinos y una vieja casa de campo que fue el escenario de la infancia de Rose—Marie.
—En realidad este viaje iba a ser el de mi luna de miel. Me arrepentí a tiempo, y entonces decidí venir a Europa a estudiar durante dos o tres años. Papá y mamá vendrán el próximo verano y volveremos a Italia.
—¿Y tu novio?
—Es un muchacho alto, fuerte, bien plantado. Es un deportista y cuando estudiaba en Inglaterra formaba parte de un equipo de la universidad.
Es muy simpático y todo el mundo lo quiere. Éramos amigos desde niños, veraneábamos juntos, nuestras casas quedaban en el mismo barrio del Parque Forestal. El día en que regresó de Inglaterra, nuestra amistad infantil se convirtió en un amor a primera vista, como si en los años anteriores no nos hubiéramos visto jamás.
El sol había desaparecido otra vez.
—¿Quieres que nos vayamos? ¿No sientes frío?
—Pensé que entre nosotros no habría diálogo posible. A mí me gusta el deporte, pero la música me gusta más. Él puede permanecer horas enteras oyendo música de jazz, que yo sólo soporto cuando bailo. A mí me gusta leer y él detesta los libros. Desde el colegio me interesaban los niños, sobre todo el problema de los niños enfermos y delincuentes; y mi novio no podía soportarlos.
—Y abandonaste al niño para ponerte a estudiar psicología infantil.
El sol había vuelto a iluminar las mansardas de la orilla derecha. Las de la izquierda flotaban en una sombra morada.
—Ahora tengo derecho a pedirte que me cuentes tu vida.
—¡Hmmm! Eso sería largo de contar. Tú tienes veinte años
...¿Veintidós?... Y yo ya cumplí veintisiete. Perdí mucho tiempo tratando de encontrar mi camino. Estudié derecho y ciencias políticas en mi tierra y vine con intención de hacer una especialidad en París; pero yo no quiero ser abogado, sino escritor. Seré escritor aun cuando tenga que vencer muchas resistencias. Mi hermana, por ejemplo, que no es sino una niña de sociedad festejada por todo el mundo... La muy tonta acaba de romper su noviazgo con un excelente muchacho, hijo de nuestro embajador en Washington... Tú tienes sus mismos ojos: luminosos, de color violeta, al través de los cuales veo bosques en el sur de Chile, ciudades que no conozco, caminos en los Andes, mares del sur que cabrillean al sol en una lejanía dorada, un estrecho canal de Venecia donde el agua negra y aceitosa chapotea en la escalinata de mármol de un palacio viejo...
—No te burles de mí.
¡La sorpresa que tendría mi hermana si me oyera hablar de ella! De sus ojos pequeñitos, enrojecidos, abotargados, un poco miopes —usa lentes en la oficina— había extraído yo aquellos ojazos inmensos y aterciopelados de Rose—Marie.
—¿Y tu hermana no quiere que seas escritor, no es eso? ¿Y qué dice tu mamá?
—Ella murió hace muchos años y apenas la recuerdo. Mi abuela es como mamá. Es una de esas señoras educadas a la antigua, en un colegio de monjas, y vive entre sus amigos y los viejos amigos de papá hablando de cosas serias: de si en su tiempo el Presidente de la República se había dejado manejar por los militares; de si el alza del dólar no le permitirá venir este año a Bélgica, a visitar a una hermana que tiene en el convento...
—¡Mamá estudió en Bélgica en el Sagrado Corazón! ¡A lo mejor conoce a tu tía monja!
—Sobre todo, a raíz de la muerte de papá, mi abuela se empeña en que yo regrese a ponerme al frente de los negocios. La muerte sorprendió al pobre papá cuando se disponía a viajar a Nueva York, a una reunión de presidentes del Banco Mundial de Reconstrucción y Fomento... ¿Has oído hablar de eso?... ¿No sabes lo que es?... Fuera de éste, mi padre nunca quiso aceptar ningún cargo y detestaba la política. Prefería dar vuelta a caballo por sus cafetales, pasar temporadas con amigos, parientes, niños, sirvientas, en la casa vieja que había arreglado como para recibir un ejército... Los jardines, con el río que pasa por en medio golpeando las piedras: el jardín es francamente bonito. Y mi abuela cree que a mí van a ofrecerme todas las posiciones que papá no quiso nunca aceptar: candidaturas, ministerios, embajadas, senaturías... Si me voy de París en junio es sólo para arreglar rápidamente mis cosas allá y regresar en Navidad a escribir. Me gustaría pasar la Navidad con una muchacha como tú, concretamente contigo...
El frío nos arrojó por fin de la orilla del agua. Al refugiarnos en un café del Quaí des Orfévres, pedí dos tazas de té. Aquello me parecía de buen tono.
—Tú sabes que yo no puedo prescindir de mi taza de té. Se me pegaron ciertas costumbres inglesas que tenía papá...
Rose—Marie prefirió tomarse un café con leche. Yo tuve que beber mi taza de té y pedir repetición aunque esa bebida insípida no me gusta y me hace sudar. Le conté el tema de mi nueva novela. No el de Caín y Abel, que me pareció vulgar y extraño en aquel ambiente, sino otro que se me ocurrió cuando a través de los cristales veíamos desfilar por la calle una apretada columna de automóviles con los faros encendidos.
LA ISLA DEL CARIBE
—Cena en la casa de un personaje, seguida de un baile para presentar en sociedad a su hija menor. La ciudad es la capital de un país sudamericano o centroamericano. En todo caso recuerda, por muchos aspectos, a cualquiera de los que componen nuestro continente. Es un país típico... ¿me entiendes?... arquetípicamente hispano—americano.
¿Quieres un Cinzano?... ¡Por favor, un Cinzano v un whisky!... Ministros del despacho, antiguos embajadores, directores de periódicos, generales, banqueros, gerentes, millonarios, un obispo, señoras de sociedad, en fin, el Estado, la política, la economía y la riqueza: la oligarquía para decirlo con una sola palabra. Se habla de un conato de revolución, pero los ministros tranquilizan a todo el mundo y los generales sonríen displicentes. Rumores alarmantes circulaban aquella tarde en el club y se comenta una baja espectacular de los valores en la Bolsa. Dos o tres industriales acusan al gobierno de inmovilismo, al ejército de debilidad ante las huelgas recientes y al congreso de falta de acción. Los negocios se paralizan. Las señoras intervienen para hablar de la insolencia de las sirvientas desde el establecimiento de las prestaciones sociales... No hago sino resumir.
—Vas a tener que leérmelo un día de éstos. Podemos comer la semana entrante con un escritor chileno que es amigo mío.
La idea no es mala y podría resultar atractiva cinematográficamente. El diálogo subrayaría la personalidad de los invitados, ya implícita en su aspecto físico. En cambio, en la novela, su descripción física para fundamentar sus palabras, alargaría demasiado la escena y le restaría animación...
—Un vago malestar planea sobre la mesa deslumbrante de blancura, cuyas copas refractan la luz de la enorme araña de cristal que cuelga del cielo raso. La dueña de la casa agita la campanilla de plata. Su marido procura reavivar la conversación y esboza un ataque al ministro de Hacienda, sentado frente a él, pero los nuevos impuestos han dejado de interesar. Para abreviar, me salto cincuenta páginas...
Tal vez lo mejor sería relatar la escena como la estoy viendo ahora, y dejar a cargo del lector su reconstrucción física. Le ayudaría con toques muy breves, por ejemplo: "Su marido —un hombre gordo, rubicundo, que parpadea continuamente y agita los dedos de la mano derecha con un movimiento nervioso— le dice al ministro: A veces me pregunto, o les pregunto a mis colegas del Consejo de Administración, si el Gobierno nos está confundiendo con la gallina de los huevos de oro. El rostro del ministro, tan sombrío y triste de ordinario, se aclaró con una imperceptible sonrisa, etc."
—Los criados, el cocinero, el jardinero, las sirvientas, los chóferes de los invitados, de centenares de invitados jóvenes que no han podido comenzar a bailar en el salón porque los músicos no llegan: toda esa gente subalterna ha desaparecido. Alguien se asoma a la calle por una ventana del salón y con el rostro descompuesto informa que se oyen disparos a lo lejos, del lado del Palacio presidencial. El general se levanta de la mesa precipitadamente, con la servilleta en la mano, seguido de los ministros, y corre al despacho, pero el teléfono no tiene corriente. De pronto, se apaga la luz y sólo los candelabros de la mesa alumbran una multitud aterrada, agitada, convulsa. No puedo detenerme a contarte cómo, ante las noticias cada vez más alarmantes que difunde la Radio Nacional ocupada por los revolucionarios, los invitados resuelven abandonar la ciudad en los yates del Club Náutico del cual casi todos son socios...
Tendría que empezar a presentar en este momento la figura de un jefe, de alguien resuelto y animoso que impone silencio golpeando el vaso con una cucharilla, y esboza un plan de acción que todos, aterrados, aceptan sin poner objeciones.
—En el embarcadero de los yates, no había un grumete para soltar un cabo, ni un maquinista para poner en marcha los motores, ni un piloto para empuñar el timón. Vestidos de frac, pero en mangas de camisa, los jóvenes ocupan rápida y eficazmente esas vacantes y la expedición zarpa a la media noche con destino a la isla del club, mientras las llamas de un incendio lejano enrojecen el cielo de la ciudad.
Los ojos de Rose—Marie eran dos ascuas. Tanto para ella como para mí habían desaparecido los vasos de Cinzano, el bistrot, los muelles, el Sena, París, la noche.
—¡Sigue, sigue!
—Los oligarcas llegan a la isla, una bella isla tropical. A la orilla de una caleta rodeada de rocas se alinean unas cuantas construcciones de madera que los pescadores utilizan en sus excursiones. Sería largo contarte cómo esas gentes de mundo organizan su vida, construyen instalaciones sanitarias trasladando a tierra las de algunos yates, montan con un motor de barco una planta de alumbrado, levantan nuevos y más cómodos alojamientos, etc. Al cabo de tres años la isla tiene una pequeña ciudad, un muelle, un acueducto, y los robinsones han comenzado a entrar en contacto con los países vecinos del continente. Truecan la pesca, los cocos, los huevos de tortuga, el carey, por los artículos que les hacen falta. Aquello ha comenzado a crecer.
Las necesidades impuestas por una vida insólita y anormal obligan a los isleños a organizarse en forma comunitaria. El equipo de pescadores trabaja para todos, los cazadores de iguanas y patos salvajes cazan para todos, las cocineras para todos cocinan y la crianza y el cuidado de los isleños recién nacidos se confía a voluntarias de la sociedad. La propiedad privada ha desaparecido...
—¡Oye, un momento! Eso es comunismo puro...
—Precisamente lo que quiero es mostrar dos clases sociales antagónicas que evolucionan en sentido contrario y cada una contra sus propias ideas. ¿Me entiendes?
—Sigue...
—Los jóvenes ocupan el primer plano en la nueva jerarquía social.
Trabajan, construyen, pescan, cazan, viajan, negocian y patrullan la costa. Los viejos —banqueros, gerentes, ministros, generales, etc.—limpian las calles, pintan las casas, llevan las cuentas del comercio exterior, redactan un pequeño diario local, etc.
Mientras Rose—Marie pasó al baño consulté rápidamente el menú y comprobé que en el bolsillo me quedaban ciento setenta y cuatro francos de los doscientos que el negro me había dado aquella mañana.
Pedí la comida y una botella de vino.
—¿Y qué pasaba, mientras tanto, en el continente?
—Después de un mes de saqueos, incendios y batallas de exterminación contra los enemigos, triunfó el partido comunista y se organizó un Soviet provisional. Bajo todas las apariencias de un régimen socialista, no tardaron en aparecer veleidades burguesas en el ejército y en la burocracia. Los antiguos criados de restaurantes y casas particulares enseñaron a comer bien, con buenas maneras, a los nuevos amos.
Éstos, a título meramente provisional, ocuparon las residencias de los ricos. Se establecieron dos o tres condecoraciones, naturalmente "revolucionarias", se rebautizaron las calles con nombres de héroes populares, se nombraron mariscales, ministros, embajadores, y todo lo que hiciera falta en una jerarquía proletaria. El bloqueo económico decretado por los países vecinos dio al traste con el comercio exterior.
El fantasma de la desocupación y del hambre apareció a lo lejos, y para hacer algo se decretó una purga general con fusilamiento de los saboteadores de la revolución.
El entusiasmo de Rose—Marie ponía alas a mi imaginación.
—Aunque el Gobierno había creído en un principio que toda la burguesía había sido pasada por las armas, no tardó en enterarse de que en la isla vecina prosperaba una laboriosa colonia de insurgentes.
—Espera un momento. ¿No te parece un poco absurdo...
—¿Absurdo qué?
—Absurdo que pasen tres años sin que el Gobierno comunista se entere de lo que está sucediendo en la isla. ¿No sería mejor que la isla fuera completamente imaginaria? Una isla desierta, que no le pertenece a nadie.
—En fin, que ya habrá tiempo de pensarlo después, y voy a pensarlo. Lo que importa ahora es observar que en aquella isla habían ocurrido muchas transformaciones, no sólo de orden material, sino moral y amoroso. Se desbarataron muchos matrimonios en aquellos casos en que la mujer resultó inteligente y animosa, en tanto que el marido era un zángano por quien inexplicablemente habían suspirado centenares de muchachas en la tierra firme. Se formaron nuevas parejas al calor de un sentimiento despojado de las conveniencias sociales. Como si se hubieran desnudado en la playa de la isla, al lado opuesto del embarcadero, hombre y mujeres se veían y se juzgaban por primera vez.
—¿Y no habrá una intriga amorosa en la novela?
—Esta misma noche voy a comenzar el idilio de un muchacho un poco bohemio, que en el continente y dentro de la antigua sociedad no servía para nada, con una niña que había llegado en la primera inmigración.
Le pondría tu nombre, tu rostro, tus ojos, si me lo permitieras. Creo que eso me serviría como fuente de inspiración...
Y es que, evidentemente, para que aquello tenga una estructura, se necesita un héroe en quien centrar toda la acción de la novela.
—Aun disfrazada me gustaría aparecer como heroína de una novela tuya...
—El muchacho se había convertido en el jefe indiscutible de la organización. Sin sospecharlo, disponía de un gran talento político.
—¡Formidable! —exclamó ella platónicamente enamorada de aquel personaje en el cual, ¿y por qué no?, yo comenzaba a proyectarme—.
Pero necesitaba, además, terminar pronto con la historia, pues las luces del restaurante se apagaban una a una, y un comensal retardado plegó su periódico, pagó la cuenta y salió a la calle.
—Viene la expedición de los continentales contra los isleños, con el pretexto de que en esa isla se ha instalado una colonia extranjera y aquello representa un peligro de desviación para el comunismo nacional y ortodoxo. La expedición tiene éxito y barre la naciente colonia ante la indiferencia de todo el continente. Los periódicos titulan la noticia con estas palabras: "Aplastada contrarrevolución criminal surgida en una isla del Caribe..."
—¿No me vas a dejar viva ni a mí?
—El joven jefe se bate como un héroe, pero muere también abrazado a su adorable compañera. ¿Nos vamos? La cuenta, por favor...
—Los podrías dejar escapar y la novela comenzaría cuando el héroe y su mujer, que ahora viven en un país del continente hispanoamericano...
—O en París...
—En Chile, por ejemplo... se han puesto a escribir su extraordinaria aventura.
—La idea no es mala... No es mala, ¿sabes? (La idea de Chile, quiero decir).
Me tomé un coñac antes de llegar al Centro, cuya puerta estaba cerrada. Cuando abrió el portero, a quien yo conocía, le pedí que me permitiera llamar al Padre, a quien necesitaba con urgencia. Por teléfono le dije que al otro día vendría a conversar con él, pero ahora me gustaría permanecer allí un par de horas mientras escribía unas cartas urgentes.
—Ayer mandé la recomendación. ¿Hablaste con el Cónsul?
—Mañana iré a verlo.
Quería estar a solas conmigo mismo para pensar una vez más en Rose—
Marie, cuya imagen no se apartaba de mi memoria. Podía reconstruir idealmente hasta el ruido amortiguado que hacían sus botas cuando ligera, sin peso, cimbreante, con la cabeza echada hacia atrás, se alejó por el andén de la estación y se perdió en la escalera. Había resuelto pasar la noche recostado en el viejo sofá de hule donde una vez me había sentado frente al Padre; pero como no podía dormir, y el recuerdo de Rose—Marie no me dejaba pensar en otra cosa, me puse a escribir lo que antecede para que no se me vaya a olvidar. Sobre todo para que no se me vaya a olvidar el esquema de "La Isla en el Caribe".
El Cónsul abrió un cajón del escritorio, revolvió unos papeles, extrajo uno que tenía el escudo de la Cancillería, me tendió un cheque, un recibo, y me dijo:
—Firme aquí y llévese ese cheque. Hay pícaros con fortuna, y uno es usted. No se demoraron dos meses en concederle la repatriación, aunque la partida debe de estar agotada.
Agregó que mandaría mi recibo al Ministerio y me pidió que pasara por la compañía de aviación para pagar un pasaje de turismo que estaba ya reservado. Me habían enviado cuatrocientos dólares para el pasaje y cien más para las deudas que seguramente tenía.
Al salir del Consulado entré en el primer bistrot y me tomé un doble Ricard mientras reflexionaba. Pasé al banco a cambiar el cheque y de allí a la mansarda de Marsha en busca de mi maleta. Su amiga se alegró cuando le expliqué que no venía a quedarme, sino a despedirme.
En la rue de Rennes tomé un taxi que me condujo a un hotel barato por los lados de la Place des Ternes. Dejé allí la maleta y seguí por el bulevar hasta el feo edificio de los "Magasins Reunis", torcí a la izquierda y subí por Mac Mahon hasta el Arco del Triunfo. La mañana era fría y opaca. Sobre la masa oscura del Bosque de Bolonia, al término de la Avenue Foch flanqueada de anchas zonas cubiertas de verdura, se columbraba una tenue claridad de color naranja. Me distrajo un momento el apretado torrente de vehículos que giraba en torno del Arco sin disminuir nunca de caudal, alimentado por las doce avenidas, los doce torrentes de buses y automóviles que se precipitan en aquella vorágine de la Plaza de la Estrella. Sería absurdo desaprovechar seis meses más en París con Rose—Marie, naturalmente entregado febrilmente a trabajar en mi novela. ¿Cuál de las dos? ¿La de la Isla del Caribe o la de Caín y Abel? Con los ojos descendí los Campos Elíseos hasta reposar la mirada en la fronda lejana del Rond—Point y ensartarla un momento en el Obelisco de la Plaza de la Concordia. Las aceras hormigueaban de gente, la muchedumbre de vehículos producía un confuso rumor y las mariposas blancas de los agentes del tránsito aleteaban un momento ante las pequeñas flores de las señales luminosas. Un tímido rayo de sol iluminaba el lado izquierdo de la avenida, mientras que el opuesto permanecía sombrío y helado. Al pasar frente a las grandes vitrinas de la Panamerican Airways me detuve a contemplar unos carteles que anunciaban vuelos a distintos países de América del Sur: México, Venezuela, Colombia, el Perú, la Argentina, el Brasil. Podría empujar la puerta de cristal, acercarme al mostrador y comprar un billete para el primer avión que saliera de París. Un escritor como yo, que no es un campesino, sino un modesto habitante de un barrio de empleados públicos que confina con los barrios obreros, no puede describir unos campesinos sudamericanos desde París. Eso es lógico. Para escribir esa novela necesitaría estudiar el terreno y enterarme de las costumbres de esas gentes y de su manera de hablar. No sé cómo piensan, en el caso bastante improbable de que piensen algo; y además su lenguaje es arcaico e incorrecto como el de mi pobre abuela. Ella también emplea palabras que los hombres de la ciudad hemos olvidado, o sustituido por otras, pues ya no existen las cosas a que ellas se referían. ¿Podría yo designar exactamente los nombres que les dan a los colores de sus animales? Un caballo rucio, zaino, bayo; una vaca barcina, un toro barroso, una gallina saraviada. Estas minucias idiomáticas son muy importantes.
En Pigmalión, Bernard Shaw convierte a una huérfana de arrabal en una lady al enseñarle a hablar un inglés de Oxford; y Proust dedica páginas enteras a describir las deformaciones del francés de París en los labios de su criada Francisca. Ahora estoy en París y camino por los Campos Elíseos, y acabo de tropezar con una muchacha de revista de modas. En medio de la muchedumbre apresurada, fea, opaca, triste, anodina, emerge de pronto una de estas incomparables criaturas que van al Lido a desnudarse para la revista nocturna, o a una casa de modas a vestirse para las millonarias, o a los bares del Jorge V y de Fouquet's en busca de un hombre que las desvista y les dé varios centenares de francos con los cuales se vistan como las modelos de las revistas de modas. Sin embargo, al placer puramente físico de encontrarme en París, sería absurdo sacrificar una novela que algún día me sacará a flote si alguien entra en la tentación, muy explicable, de traducirla al francés.
En la terraza del Coliseo me tomé no un Ricard, sino un whisky. Las cosas serías no se pueden pensar con un licor barato y dulzón, cuyo aroma pegajoso lastima la naricita fina y respingada de Rose—Marie.
La menor observación lo echa todo a perder y detiene la imaginación del escritor lo mismo que un grano de arena paraliza el mecanismo de un reloj.
La confusión que se me formó en la cabeza con esta historia de Caín y Abel, que originalmente era tan clara y se prestaba a una inmersión a fondo en la psicología del ciudadano y del campesino, se produjo cuando el Padre primero, y el negro después, me presentaron sus puntos de vista. ¿De quién nace el ciudadano, de Caín o de Abel? ¿Abel es el idealista, el poeta que mira pacer sus ovejas tirado boca arriba en la falda de una colina, o por el contrario y como lo sugería el Padre del Centro de Estudiantes, es el hombre de acción que inventa la caza, la guerra, la navegación, la conquista y finalmente la ciudad? Todo salió del campesino que es Caín, y absolutamente nada de Abel fuera del estímulo que creó en su hermano al suscitar su envidia, su odio, su crimen, su fuga por el mundo y tal vez algún día su remordimiento final. La humanidad bíblica salió de la simiente de Caín y no de la sangre derramada de Abel. La humanidad es cainiana, pues renegó del paraíso del campo e inventó el infierno de la ciudad, y como el judío errante, vaga inquieta y angustiada, para ocultarle el rostro al Señor y no encontrarse de manos a boca con el fantasma de Abel. Dos muchachas en la mesa de al lado me miraron con desconfianza, cuando dije algo en voz alta, sin darme cuenta.
—¡Otro whisky, doble, sin soda, con hielo y agua, por favor!
Las muchachas cambiaron de mesa. Si prescindiera definitivamente de la novela de Caín y concentrara mi atención en la de la Isla del Caribe, me podría quedar en París. Se trata de un tema irónico, cuyas posibilidades dentro del mundo imaginario de la literatura no dependen de un sitio y de unos personajes determinados. Es una obra actual, contemporánea, que podría interesar lo mismo a un lector hispanoamericano que a un lector de París. Inclusive es un tema que con ciertas modificaciones se convertiría en una buena pieza de teatro, o en una película llena de movimiento, dramatismo y veracidad. Comenzaría con una angustiosa fuga nocturna para terminar en un bombardeo de la isla, en un cañoneo arrasador desde un barco de guerra, en un desembarco nocturno y un espectacular combate a mano armada. Es una historia que veo con ojos de espectador de cine y me cuesta cierto trabajo concebirla como lector de novelas. Si aplazara mi regreso —es una simple suposición— dispondría en efectivo de quinientos por cuatrocientos ochenta y cinco, son cinco por cinco, veinticinco, y van dos, cinco por ocho, cuarenta más dos, y van cuatro, cinco por cuatro, veinte, más cuatro, o sean dos mil cuatrocientos veinticinco francos; cuatro o cinco meses en los cuales tendría tiempo suficiente para conseguir algunas traducciones o alguna colaboración en una revista hispanoamericana. Lo importante es no perder los estribos, ni a Rose—Marie, en el momento mismo en que la acabo de encontrar. ¿Y qué pensarían el Ministerio que accedió a repatriarme, el Cónsul que me entregó el dinero de la repatriación, Miguel y su padre que la gestionaron, y mi hermana que conoce mi debilidad de carácter? Lo que dijeran el Cónsul y el Ministerio, si resolviera desaparecer en esta selva de París, me importaría tres pepinos. Miguel acabaría por disculparme, precisamente por conocerme y conocer a París. Mi abuela es el único ser en ese lejano y extraño mundo del otro lado del mar, que me conmueve de veras. Pero si Dios y un poco de buena suerte me acompañan, podría llegar a casarme con Rose—Marie y entonces solucionaría de golpe mi problema económico, la tranquilidad de mi casa y mi porvenir de escritor. Moriría de vergüenza si Rose—Marie, por encima del hombro, me estuviera mirando escribir. ¿Y por qué, si está enamorada de mí, no habría de casarse conmigo?
—Un whisky, por favor.
Allá no voy a encontrar sino realidades opacas y deprimentes: una ciudad fea, un barrio lúgubre por cuyas calles sucias vagan de noche los perros hambrientos y los fantasmas de los empleados públicos; una casa destartalada desde cuyas ventanas no se ve la torre de Saint—
Germain des Prés; y en aquella casa dos seres sencillos que me quieren, pero con quienes nada tengo que hablar. Aun sin un franco en el bolsillo, en París puedo imaginariamente ser lo que se me antoja, y con un poco de suerte nadie me impediría llegar a serlo.
—Te vi al través de los vidrios con la pluma en la mano y sin levantar la cabeza. Estabas tan abstraído que tuve la tentación de acercarme y mirar por encima de tu hombro lo que estás escribiendo... ¡No pongas esa cara, por Dios!... Soy incapaz de leer una tarjeta postal que no me pertenece. Y ahora, ¿me vas a hablar de tu novela?
Una mujer bonita es como el sol, que cuando asoma entre un cielo denso y oscuro, en un momento transforma, colora, calienta, pinta súbitamente el paisaje. Rose—Marie ilumina el jardín central de la Place Péréire, realza el color de las rosas de la floristería de la esquina de la Avenue Niel, enciende las enormes cajas de vidrio de los restaurantes de la Avenue de Villiers y de la rue de Courcelles, y echa a correr el tren periférico que rueda por en medio y por debajo del Boulevard Péréire. El camarero malhumorado que me sirve despacio y mal, cambia de carácter cuando le trae a Rose—Marie una taza de café con leche. Los estudiantes que discuten en un rincón, levantan los ojos para mirarla. Cuando familiarmente me pone una mano en la nuca, me corre una descarga eléctrica a lo largo de la columna vertebral. Cuando le conté el dilema en que me encontraba, reflexionó un momento y dijo:
—Tus intereses están allá y no aquí; aquí eres un estudiante desconocido mientras que allá tendrás todas las ventajas de un muchacho rico, de buena familia, recién llegado de París. Además tu novela no se puede escribir lo mismo aquí que allá, y eso tienes que comprenderlo. Si la escribieras aquí, no la podrías publicar sino allá. ¿Qué interés tendrían los franceses en leerla, si la publicas en español? Y si la haces traducir al francés, ¿cuánto tiempo perderías en verla impresa y publicada?
Yo asentía con la cabeza sin decir palabra.
—Mientras me venía el sueño pensé mucho en tu novela la noche pasada. A medida que se la contaba a mi amiga, tanto la cena como el baile, y el pánico inicial, y la fuga nocturna, y la vida en la isla y todo lo demás, algo sonaba falso. Es una historia inventada de pies a cabeza, inverosímil aunque de una perfecta lógica dentro de un mundo imaginario... ¿No te molesta que te lo diga? ¿De veras te interesa?... Es una fantasía, pero no una novela. Es una mezcla de fábula de La Fontaine, Robinson Crusoe y Animal Farm de Orwell... ¿No la has leído?
Me gustaría que la leyeras: es tu mismo tema pero trasplantado a un escenario de La Fontaine y cuando los animales hablaban. Pensaba en que podrías reducir las dimensiones de la Isla en el Caribe...
—Volverla un islote, o un atolón, o un cayo por ejemplo.
—Mi idea es que la conviertas en un relato para una revista ilustrada.
Sería un sistema de comenzar a escribir y hacerte conocer del público.
Aquello me dio la idea de contarle en cuatro palabras mi proyecto de Caín y Abel, que mi memoria se resistía a olvidar.
—Ése es el tema, no lo vaciles.
Caminábamos a lo largo de la Avenue de Villiers, en dirección a la iglesia de Sainte Odile, cuya torre se dispara como un cohete desde la plataforma de ese barrio triste y sin carácter. Me parecía ridículo y redundante decirle que la adoraba, cuando nuestros cuerpos sin necesidad de palabras parecían imantados; y besarla en plena calle, detrás de una portera que arrastraba de la correa un perrito con un tumor monstruoso en el vientre, era un exabrupto. Al pie de dos ancianos que tendían la mugrienta gorra para pedir una limosna, tranquilamente nos besamos. Le prometí reducir la primera novela al tamaño de un cuento largo. Comenzaría seriamente a trabajar el tema de Caín y Abel, pero tendría por lo menos un mes para pensarlo, pues antes quería ir a Londres a mandarme hacer unos trajes.
—¿No me decías que una vez arregladas tus cosas en América, volverías para Navidad con tu abuela y tu hermana? Deberías irte pronto. ¿Me lo prometes?
Al desaparecer tragada por el hueco negro de una puerta lateral de la iglesia, salí a la calle y a cada uno de los mendigos del atrio le regalé cinco francos.
CUADERNO N.° 8
Una primavera dorada, triunfante, acaba de salir de una tienda de modas donde se midió su primer traje largo. Desciende a la sombra de los plátanos por los Campos Elíseos, baila la ronda de los enamorados en los jardines del Rond—Point. Como un encaje de bolillo el follaje de los castaños florecidos ondula en el volante de sus enaguas blancas.
Una victoria, con su caballo enjaezado de pompones rojos, espera al turista que ha de pasear lentamente por el viejo París. Y la primavera canta con centenares de gorriones que picotean gusanos y semillas en los jardines de las Tullerías. Una teoría de niños, borrachos de sol y de girar en el carrusel del Rond—Point, miran sin ver las parejas de enamorados que como Rose—Marie y yo caminan lentamente bajo los árboles. Nos detenemos a cada momento para darnos un beso asfixiante e interminable. Entramos en el Louvre. Del lado del Arco del Carrousel han abierto una sala nueva con ejemplares magníficos de estatuas góticas. Quiero ver a Rose—Marie delante de una adorable Virgencita de madera, de mejillas redondas, barbilla partida en dos, sonrisa ingenua y unas narices respingadas que tienen la facultad de expresarse sin necesidad de palabras. Entre las niñas uniformadas de un colegio que seguían detrás de una monja de gafas, tal vez una profesora de historia del arte, Rose—Marie parecía un ángel en medio de una muchedumbre de pobres seres humanos. Comparada con la Virgencita gótica resultó, como yo lo esperaba, mucho más bonita. Sólo las Vírgenes de Filipo Lippi, o algún inmaculado ángel de Frai Angelico con las grandes alas desplegadas, se parece a ella, tiene sus mismos ojos, o el contorno de su barbilla, o su sonrisa luminosa; pero ante aquella obra maestra de la vida, que es Rose—Marie, todas las Vírgenes y los ángeles del Louvre parecen naturalezas muertas. Permanecimos horas enteras asomados a la baranda del Pont des Arts. Mil parejas de enamorados pasaban triunfalmente con la primavera. Planchones y barcazas se deslizaban sobre el agua turbia del Sena.
—Quédate ocho, quince días más.
Otras veces miraba fijamente un punto determinado, algo que flotaba en el agua, y me decía :
—Tienes que irte mañana mismo, en el primer avión. Hace un mes que deberías estar en tu casa.
Lo que veía de insólito en una mecha de pelo tornasolada por un rayo de sol, que le caía sobre los ojos; lo que sufría cuando una sombra de tristeza cruzaba por ellos y tardaba un tiempo en iluminarse otra vez su mirada; lo que gozaba cuando la escuchaba reír; lo que removía de bajo y amargo en mis entrañas cuando hablaba de hombres a quienes había conocido o le interesaban por algún motivo; lo que temía cuando me asaltaba la duda de si había descubierto mi pobreza, mi infelicidad, mi desgracia, mi superchería: ni siquiera esas cosas, tan importantes para mí, pues las había descubierto al lado de ella en un deslumbramiento interior, podía consignarlas en estos cuadernos.
Durante días y semanas, páginas y cuadernos, sólo era capaz de escribir su nombre : Rose—Marie, Rose—Marie, Rose—Marie...
Nota: Al releer esta página excesivamente literaria... ¿qué hacer, si adoro la literatura y me embriago con grandes tragos de palabras?..., acabo de comprender que caí de bruces en la frase larga, articulada por el punto y coma que siempre trato de evitar. El punto y coma es académico, solemne, de chistera y levita. Cortada por puntos y comas la frase tiende a escalonarse rítmicamente, a convertirse en un tren de palabras que nunca acaba de pasar cuando uno espera, impaciente, a que levanten la talanquera para saltar los rieles y seguir adelante.
Los primeros quince días no me fue difícil engañarla, diciéndole que no había cupo en los aviones que salían para el occidente. Después le dije que tenía el proyecto de tomar el avión en Londres, vía Nueva York, para tener tiempo de recoger mi ropa y mis zapatos. Más tarde inventé el pretexto de que mi hermana me había hecho una serie de encargos y algunos no estaban listos todavía. Un día era una despedida que me daban mis amigos del Consulado; otro era el proyecto de ir a Lourdes, pues mi abuela quería agua milagrosa para su reumatismo. Fijé en principio mi partida para fines de marzo; luego para comienzos de abril; en abril para mayo y en mayo para junio cuando terminara mis cursos en la rue Saint—Guillaume, a la cual naturalmente no había vuelto desde hacía tiempo. En realidad y durante aquellos raudos meses había vivido intensamente, y el resto no era sino un recuerdo vago y amargo. Había vivido y amado como nunca llegué a soñarlo cuando dormía en la mansarda del portugués, cuando en mi cuarto de la Avenue Port—Royal recibía la visita de Chantal, cuando discutía con Marsha en la mansarda de la rue du Sabot, cuando hacía tanto tiempo, —siglos que se perdían en las tinieblas de mi prehistoria parisiense— bebía Ricards en el bistrot de la rue de Rennes con una turista americana de cuyo nombre no puedo acordarme.
Me cuesta trabajo poner en orden estos cuadernos. Se rasgaron los agujeros redondos de las hojas y éstas se salieron del resorte que las mantenía sujetas. ¿Qué necesidad tengo de conservarlas? Rompí un centenar, cuando más atento a darle gusto a Rose—Marie que a realizar una obra que no me interesaba, un cuento demasiado escueto y sistemático, convertí la Isla del Caribe en un relato corto. Suprimí detalles que me parecían accesorios, sinteticé el proceso de conversión de la sociedad de oligarcas continentales en comunitarios isleños, y en un párrafo despaché los horrores de la revolución en tierra firme. El bombardeo aéreo fue aterrador. Para tranquilizar el sensible corazón de Rose—Marie discurrí el truco de que, aquella noche, el joven líder —es decir yo—, y la encantadora inmigrante —es decir ella— se encontraban en un país centroamericano solicitando ayuda al gobierno para repeler la agresión comunista. Aun cuando a Rose—Marie le encantaron ciertos detalles impresionantes y la viveza de algunos diálogos, el desarrollo general no acabó de gustarle. Yo mismo convine en que a aquello le faltaba algo y al trasladar al papel la historia improvisada a la orilla del Sena, el brillo, el colorido, la vivacidad, el ardor, se habían esfumado y resfriado como por ensalmo. Esas páginas se quedaron ahí, indefinidamente, mientras cualquier día las rompo en mil pedazos y las arrojo al cesto. Es más fácil hacer algo que rehacerlo, y engendrar a Lázaro que resucitarlo.
El tema de Caín y Abel volvió a interesarme cuando el Padre, y el negro, y mis amigos de la orilla izquierda, y Rose—Marie, lo encontraron digno de una gran novela hispanoamericana. Mientras comíamos maní y bebíamos una cerveza un domingo en el café de la plaza Saint—Michel, en el libro de misa de Rose—Marie leímos la historia de Caín y Abel. La copié en mi cuaderno, en el cual tomaba notas de vez en cuando para persuadirla de mi vocación literaria y de mi buena voluntad. A veces escribía rápidamente una declaración de amor, o un pensamiento idiota que la hacía reír. Ella leía por encima de mi hombro, acariciándome la nuca con la mano o las mejillas con una mecha perfumada y suave que le escurría de la frente. Un día me dijo:
—Es mejor no meternos en honduras teológicas.
Al asociarse espontáneamente a aquella obra mía, con ese plural encantador, me sentía transportado al paraíso de Adán y Eva antes de la tentación de la serpiente. Yo discurría de esta manera: Las razones que Caín tenía para matar a Abel eran los celos ante la preferencia del Señor por su hermano menor, y explican el fratricidio en aquella época arcaica y fabulosa. Pero las que podía tener el Señor para preferir a Abel en lugar de poner todas sus complacencias en el primogénito, no son válidas. Yo creo, por lo tanto, que el Señor necesitaba la muerte de Abel el perfecto para que del muslo de Caín, de la simiente maldita del criminal, saliera la especie humana. Con Abel la humanidad se habría vuelto adánica otra vez, y edénica, y hubiera permanecido inerte y satisfecha de sí misma, incapaz de progreso, como un espejo puesto delante del paraíso. Sin Caín la humanidad no hubiera podido existir y habría muerto de remordimiento y de nostalgia a las puertas del paraíso.
—Me temo que se trata de una herejía espantosa.
Cuando consumé el doble crimen de Caín y Abel, al suprimirlos de un tajo de mi proyecto de novela, estos cuadernos perdieron otras cincuenta páginas. Me puse, con un entusiasmo creador, a escribir de corrido una novela nueva. Las cosas se habían simplificado maravillosamente pues ya no me preocupaba el problema de convertir al pastor de ovejas y al agricultor en los arquetipos de la ciudad y el campo. Nada hay tan paralizador del pensamiento como una imagen que se convierte en símbolo.
Sin el pesado lastre de Caín y Abel la pintura me salía clara y sencilla.
Una familia campesina en un país hispanoamericano. Un padre viejo y arbitrario —no podía prescindir de cierta recóndita reminiscencia de Jehová— y dos jóvenes campesinos. Sobre el mayor recae todo el trabajo de la casa. No era apto para el servicio militar pues se había deformado un pie con el arado, o había perdido un ojo. Permanece en la parcela cuando el menor va a la ciudad. La moza que quería al menor, con el cual conversaba cuando éste se tiraba boca arriba en la loma a mirar las nubes en el cielo azul, pero a quien deseaba el mayor, es el fulminante del drama. Durante la ausencia del menor el padre se había opuesto a que el primogénito se casara con aquella muchacha a quien él quería casar con Abel. Pero el mayor se casa con ella, y cuando llega el menor convertido en sargento y en chofer, huye con él. Viene luego la persecución del mayor, su encuentro con los amantes, el crimen atroz, la fuga por todos los caminos con una mujer que lo odia y a quien él adora con un amor terrible, rencoroso, celoso, sombrío.
Cuando nace el hijo, un híbrido del campo y la ciudad, un ser cuya filiación se ignora —puede ser hijo del mayor, puede ser hijo del menortermina la novela. La ciudad los ha matado a los dos: al primogénito y al menor.
Hubo días en que no dejé de escribir durante horas enteras, y sólo la necesidad de un beso de Rose—Marie podía sacarme de aquella embriaguez que se satisfacía con un torrente de imágenes y de palabras. Dentro de mis preocupaciones por el dinero que mermaba rápidamente y las inesperadas obligaciones que me creaba el haberme metido subrepticiamente en el mundo desconocido de Rose—Marie, dos seres, dos realidades, me hacían gozar intensamente: ella y mi novela.
Lejos de mí las comparaciones vulgares, pero es lo cierto que había noches en las que al descargarme sobre el papel me parecía gozar y padecer de un torrentoso orgasmo espiritual. Me vaciaba de mí mismo al través de la pluma, y cuando exhausto me acostaba boca arriba, o corría en busca de Rose—Marie, me temblaban las manos y no veía claro, como cuando lograba desprenderme de esas crueles tenazas de cangrejo que eran los brazos y las piernas de la desventurada Chantal.
CUADERNO N.° 9
Todavía creo que si no hubiéramos ido a ese cine de los Campos Elíseos, ni hubiéramos tenido que alinearnos en una cola interminable; si no me hubiera entrado el antojo de comprar el periódico y Rose—
Marie me hubiera aceptado la invitación de abandonar el proyecto de meternos en esa sala recalentada y oscura para admirar desde la terraza de un café la oriflama del crepúsculo que se desplegaba detrás del Arco del Triunfo, mi novela, que ya iba a la altura de las ochenta páginas, estaría terminada. El destino es estúpido como este rosario de coincidencias. Lo primero que encontré en el periódico, bajo titulares de cinco columnas, fue esta información que leímos Rose—Marie y yo. Dice textualmente:
De los delincuentes arrestados durante el curso del año en el departamento del Sena, trece por ciento son menores de dieciocho años y dieciocho por ciento menores de veintiuno. El porcentaje no era sino del seis en 1957. De cada cinco ciudadanos arrestados por la policía, uno corresponde a un menor. La noche de ayer, en la estación del metro" Sévres—Babylone, treinta jóvenes maleantes atacaron a un muchacho y una muchacha de su edad, los arrojaron al suelo y los molieron a golpes. La policía intervino. Los jóvenes se revolvieron contra la policía y el escándalo continuó en la comisaría del barrio."
—Todas las noches tomo el "metro" en Sévres—Babylone, cuando vengo a pie de la Alianza por el Boulevard Raspail.
Esta tarde, en la plaza de la República, otra banda desencadenada —formada por jóvenes menores de quince años— golpeó a los transeúntes, se encarnizó contra un estudiante a golpes de manopla y destruyó las vitrinas de varios almacenes.
Infinidad de veces he pasado por la plaza de la República.
Lo más grave no es esta llamarada de violencia gratuita y ocasional. Lo que más nos preocupa, dice la policía, es la evolución interna de esos grupos juveniles. En el seno de la clásica banda, sin estructura y sin método, se están formando núcleos de duros que se organizan como verdaderas asociaciones de gangsters.
Nota: Si me salto páginas en el periódico, y en cada página noticias enteras, y dentro de éstas paso por alto tres o cuatro párrafos: ¿cómo escribir una novela cincunscrita a lo esencial, semejante a una demostración matemática de la cual no puede quitarse ni una coma sin alterar el resultado?
Los espectadores de la sesión anterior comenzaban a salir y nuestra cola se arrastraba lentamente, como un gusano, en dirección a la taquilla del cine. Rose—Marie hojeaba el periódico mientras yo sacaba el dinero para pagar las entradas. En la quinta página del periódico me señaló con el dedo esta información :
Leopoldville. Ciento veintiún europeos, entre quienes se contaban ciento diez griegos y un belga, etc., etc... Me interesa escribir una novela en la que Rose—Marie no pueda saltarse una sola palabra.
Según los testimonios de los testigos, de veinticinco a treinta blancos fueron asesinados y devorados" en Wamba, y actos semejantes de canibalismo se han registrado en otros lugares del Congo."
Es menos grave que haya antropófagos todavía en el Congo a que en la estación de Sévres—Babylone, donde millares de gentes descienden diariamente del "metro" para hacer sus compras en el Bon Marché, jóvenes menores de dieciocho años ataquen en cuadrilla de malhechores a pasajeros indefensos. West Side Story, con música y ritmo de ballet, presenta la lucha entre dos bandas de jóvenes neoyorquinos, la una de mestizos de todas las razas europeas y la otra de mestizos portorriqueños o hispano—americanos. La película presenta en color y en inglés, lo que el periódico de la tarde muestra en blanco y negro y en francés. Aunque sentía contra la mía la tibia mejilla de Rose—
Marie, el poder expresivo del cine, millares de veces superior al de la mejor literatura, reforzaba el desaliento que me había producido la lectura del periódico.
—¿Tú crees que estas cosas pueden pasar en Nueva York?
—Si pasaron hace dos noches en París, ¿por qué no habrían de suceder en Nueva York?
Descendíamos por la Avenue MacMahon, en dirección a su casa de la Avenue Niel, con el Arco del Triunfo a las espaldas, cristalizado por la luz blanca de los reflectores.
Nota: A mí me gusta nombrar, enumerar, por el placer físico, gustativo, olfativo, visual, auditivo, táctil, que me producen ciertas palabras. No cito nombres por erudición o pedantería. No prefiero ciertas palabras, como les sucede a centenares de hispanoamericanos, por ser francesas y no aztecas, inglesas y no chibchas o quechuas, o guaraníes, o aymaras. Gozo tanto al decir los Campos Elíseos, la Concordia, la Estrella, la rue du Bac, Montparnasse, Montmartre, Saint—Germain des Prés, como al saborear a Cartagena de Indias, y paladear a Guatemala, Arequipa, Río de Janeiro, Paraguay, Guanabara y Belén del Pará. Si Waterloo, Austerlitz, Arcole, el Marne, retumban como cañonazos en mis oídos, Apure, Casanare, las Queseras del Medio, Vargas, Boyacá, Pichincha, Junín, Ayacucho, me saben a humo de pólvora y me deslumbran como una carga de caballería a pleno sol. Amar la lengua, y yo amo sensualmente la mía, es saborearla, paladearla y sentirla.
—¿No es impertinente ponerme a escribir una novela sobre dos infelices campesinos de cualquier pueblo de los Andes cuando se ve una película como la que acabamos de ver?
—No digas tonterías. Tú no eres un periodista, me lo has dicho muchas veces, sino un escritor.
Claro está que el novelista vive al margen de la historia y es en cierto modo inactual. No crea dentro de las coordenadas temporales que rigen el mundo circundante, sino dentro del tiempo ideal de su creación literaria. Esto lo he pensado o lo he leído en alguna parte. Pero lo que en ese momento sentía era más fuerte que todo pensamiento. Nos detuvimos a observar tres "clochards" que discutían animadamente.
Estaban envueltos en abrigos informes, tirados en el suelo sobre una parrilla de los respiraderos del metro. Sopla allí una onda caliente que sube de los subterráneos. Los tres compartían una barra de pan y una tajada de jamón. Cada uno empuñaba su propia botella de vino rojo.
Unos curiosos los contemplaban desde lejos. De pronto, tres policías se acercaron blandiendo el bolillo; se apoderaron de las botellas de vino y las derramaron por el suelo. Luego obligaron a los "clochards" a que "circularan y no hicieran escándalo en la vía pública" y los dispersaron a empellones.
El uno se fue calle abajo por la Avenue Friedland. El otro sesgó, tambaleando, hacia los Campos Elíseos; el tercero descendía, hablando solo y agitando los brazos, detrás de nosotros por la Avenue MacMahon.
Ni a estos tres desgraciados va a impedirles dormir esta noche la noticia de los antropófagos del Congo. Es inútil hacerme las siguientes reflexiones:
1. Cervantes escribía la historia municipal de un hidalgo estrafalario de la Mancha, cuando España estaba descubriendo y colonizando un imperio en América. La batalla de Lepanto le importaba mil veces más a Cervantes que la noticia de la conquista de México.
2. Mientras se libraba la batalla del Marne, encerrado en su alcoba asfixiante del Boulevard Haussman, Marcel Proust describía un sombrero de la Duquesa de Guermantes. Le interesaba más la ascensión social del clan Verdurin que la inminente destrucción de París por los ejércitos del Kaiser.
3. Mientras Italia se destrozaba a dentelladas en guerras intestinas, y la unidad católica se resquebrajaba en Europa, encaramado en un andamio Miguel Ángel pintaba el Juicio Final en el altar mayor de la Capilla Sixtina.
Aunque estoy íntimamente persuadido de que el periódico y la actualidad son los mayores enemigos del escritor, como hombre que no puede prescindir del uno, pues vive inmerso dentro de la otra, tengo la impresión de que mi novela carecería de interés; y contra un sentimiento irracional, racionalmente no se puede luchar.
Una noche oíamos cantar a un ruso unas canciones nostálgicas y exóticas en un pequeño restaurante de Montmartre, en una callejuela que desemboca en la Place du Tertre. Entre la nube de humo de cigarrillo y la doble fila de clientes que esperaban ante la barra mientras se abría un hueco en alguna mesa del minúsculo comedor, afloró el rostro del Cónsul. Me volví rápidamente hacia Rose—Marie, hundí la cabeza en su pecho y le acaricié febrilmente las manos. Cuando pasado aquel arrebato de amor me atreví a levantar la cabeza, el Cónsul había desaparecido.
Otro día, en las carreras de Longchamps cuando tomaba una copa de champaña con Rose—Marie, llegó un chileno culto y simpático, Embajador ante la Unesco. Lo acompañaban dos señoras muy elegantes, con sendos collares de perlas y abrigos de visón. Una de ellas, todavía joven y bonita, al oír mi apellido recordó el de una amiga suya con quien había estado en París hacía dos o tres años.
Tengo interés en estudiar esta curiosa variedad de gentes para quienes no existe el dinero porque lo tienen en abundancia. Por no tenerlo, yo me preocupo excesivamente del que me hace falta, como le ocurría a Balzac.
—Ustedes tienen el mismo apellido. "La Negra" es una mujer encantadora. Llamaba la atención en todas partes.
Estimulado por la presencia de una segunda botella de champaña, le dije alegremente:
—¡"La Negra" es una prima mía!
Comenzó a hablarme de tú con la misma naturalidad con que le pidió al camarero un paquete de cigarrillos.
—¿Tú sabes que se separaron? "La Negra" tenía un amigo muy simpático a quien conocí en Roma. El Marqués de Orvieto.
Toda esta gente es amiga en Europa de un marqués más o menos auténtico.
—¡Ella es tan inteligente! En cambio, el pobre de su marido... Tú sabes...
—Pierre me contó ayer que había reservado un cuarto para el jueves próximo.
Toda esta gente habla en clave sobre personas a quienes llaman por un apodo o un diminutivo familiar —Rosy, Cooky, Negra, Pil, que al parecer son tan populares como Jimmy (el Duque de Alba para sus amigos) o David (el Duque de Windsor para su sobrina la Reina de Inglaterra).
Una tarde en Fouquet's... Todos llaman por su nombre al conserje del Hotel Jorge V y al limpiabotas de Fouquet's ... sentados en la terraza contemplábamos el deprimente espectáculo de centenares de automóviles que ruedan por la avenida envenenando el aire, gruñendo en las esquinas, trepidando, acezando, jadeando, para precipitarse de un salto hacia metas desconocidas. Rose—Marie se levantó de pronto.
Corrió por la acera abajo y se detuvo ante una pareja de jóvenes que caminaban lentamente, cogidos de la mano. Cambió besos primero con ella y luego con él, un hombre alto y fornido que llevaba un clavel rojo en el ojal. Ahora se acercaban lentamente a mi mesa, hablando los tres a un tiempo con mucha animación. Rose—Marie me señaló con un movimiento de cabeza, y cuando me acerqué al grupo me dijo:
—Tenemos que celebrar este encuentro; los dos tienen que ser amigos tuyos; conocen a Miguel, el novio de tu hermana...
Pasan dos turistas nórdicos, en camisa y con pesadas mochilas al hombro. Pasa un "clochard", husmeando como un perro. Pasa un caballero extraño con un sombrero de grandes alas y un bastón en la mano. Pasan tres muchachos con una niña abrazada a uno de ellos.
Pasa un tipo equívoco, de ojos pintados, y uno de los clientes de la terraza se levanta apresuradamente para seguirlo...
Afortunadamente el ruido ensordecedor de la sirena de un coche de bomberos ahogó las palabras y las presentaciones.
—Perdóname, pero no oí bien tu nombre cuando nos presentó Rose—
Marie. ¿Dices de los Fulanos de...? ¿Sobrino de doña Mercedes? Yo no sabía que tuviera un hermano. ¿Vivía en el campo, dices? Oye, mi amor: no me habías contado que doña Mercedes tuviera un hermano mayor.
Toda esta gente tiene una propiedad en el campo y las hijas han sido o serán presentadas a la Reina de Inglaterra en una recepción en el Palacio de Buckingham.
Se acercaron a nuestra mesa algunos compatriotas que conocían a mi novia, o eran amigos de sus amigos chilenos.
—Antes de nacer yo, hacia el año 10, mi padre ya se reunía aquí con sus compatriotas. ¿Tú sí habrías oído hablar de papá?
Como si tuvieran el sentimiento de su inestabilidad, todos hablan de su familia cuando se encuentran en el exterior con compatriotas a quienes no conocen. Parecen tener el temor de que los crean el fruto de una generación espontánea.
—¡Eran los tiempos de la Bella Otero, del can—can y del Café Concert! —exclamé con el objeto de sacar la conversación al terreno de las ideas generales.
—Cuando me despedía en el aeropuerto, Miguel contó algo muy extraño sobre un tipo que vive en París y le estrelló su automóvil. ¿Tú lo conoces?
Para los estudiantes de la orilla izquierda, lo importante es vivir en París. Para estos turistas primaverales —los primaverales turistas otoñales de los Campos Elíseos— lo importante es que al otro lado del Atlántico se sepa que están viviendo en París. Bebí de un sorbo un whisky doble y respondí en términos muy vagos que algo había oído hablar del amigo de Miguel, pero no recordaba nada concreto. Insistí en la "belle époque" y les recomendé que visitaran la exposición de Toulouse—Lautrec en el Petit Palais. Comenzaba a recobrar mi seguridad cuando uno de los amigos de Rose—Marie, recién llegado de la Costa Azul, donde había perdido dos mil dólares en la ruleta, preguntó si alguien iría esa noche a la comida del Cónsul.
Todos han perdido miles de francos en Longchamps, todos practican deportes invernales en Suiza, todos juegan en los casinos de la Costa Azul.
—Debe pasar por mí de un momento a otro, porque todavía no tengo automóvil.
Yo le dije a Rose—Marie, al oído, que me estaba muriendo de dolor de cabeza y quería irme a acostar. Al levantarnos de la mesa, el perdedor de los dos mil dólares en Cannes nos invitó a todos para el próximo sábado a un cóctel en su departamento de la Avenue Foch, que le había arrendado por seis meses el padre de Miguel.
Los primeros quince días tenía la preocupación de anotar en este cuaderno lo que había gastado: desayuno en un bistrot de la esquina de Ternes con MacMahon, almuerzo en el restaurante de "La Boule d'Or", aperitivo en el bistrot de la Place Péréire. A medida que pasaban los días, el gasto iba subiendo. A veces por culpa de ella, pues me hablaba de algún restaurante de la Avenue Victor Hugo, a donde la había llevado el Embajador de Chile, de cuyas hijas era muy amiga. Otras veces la culpa era mía, pues por presumir de conocer lugares que nunca frecuentaba, di en llevarla a tomar el aperitivo no al bistrot de la Place Péréire, sino al bar del Plaza o a la terraza de Fouquet's. Para no preocuparme dejé de hacer cuentas. Pasado el primer mes le dije a Rose—Marie que el médico me había prohibido viajar en avión, pues tengo
—no lo tengo, pero algo tenía que decir— un soplo congénito en el corazón. Ella se preocupó mucho y me prohibió viajar en metro para evitar las escaleras. Esto representó sumas cada vez mayores en taxi, al cual, por otra parte, no es difícil aficionarse cuando se llevan cuatro años de diaria intoxicación en el metro. Cuando al hacer un arqueo de lo que tenía en el bolsillo no encontré sino ochenta francos y un recibo por los últimos ocho días de hotel, desistí de viajar. Le dije a Rose—
Marie que mi abuela y mi hermana me habían escrito que vendrían a París y pasarían conmigo el verano en una playa española de la Costa Brava. Comencé a esperar en el milagro o en la lotería.
Los cines y el metro ya huelen a sudor. Los escaparates de las tiendas presentan una deslumbrante colección de vestidos de playa. Las mujeres se desvisten rápidamente y ayer vimos con Rose—Marie, en la terraza de Fouquet's, una inglesita en "shorts".
Divertimiento Orquestal para una Novela de Sociedad que no podría escribir.
Escenario: Embajada de Chile. Personajes: Los que aparecen por su orden.
Un caballero anciano, de perilla blanca, muy pálido, vestido rigurosamente de negro. Se diría un profesor francés, pero es un antiguo Embajador hispanoamericano establecido en París desde hace muchos años.
Embajador: Hay un tema que un novelista como usted debería tratar algún día: el de esa generación, formada aquí en París, cuya influencia fue decisiva tanto en América como en Europa.
Una señora: ¡Hace años que no nos vemos, Embajador! ¿No estaba en París?
Embajador: Estaba en Suiza... Le presento a estos amigos: la hija de...
Una señora: Claro que te conozco... Yo adoro a Suiza en invierno, Embajador... No les digo adiós, ya vuelvo. Un cóctel en la segunda mitad del siglo veinte es una sinfonía de música dodecafónica. Una tertulia en la primera mitad del siglo dieciocho, era una partitura de música de cámara.
Novelista: Pues esa generación tuvo una enorme importancia, y no lo dudo, sólo que como novelista no me interesa.
Embajador: ¡Cómo no le va a interesar! Esa generación formó una conciencia americana en Europa y en América una conciencia europea.
Profesor: Ustedes deben estar hablando algo muy interesante. Buenas noches, Embajador...
Embajador: Les presento al profesor N... del Instituto de Altos Estudios Latinoamericanos.
Rose—Marie intervino para decir que yo tenía un temperamento polémico y es uno de los defectos que procurará corregirme cuando sea mi mujer.
Embajador: Usted es muy joven todavía y tal vez no conoce bien nuestra historia de comienzos del siglo.
R. M.: La conoce tanto, Embajador, que está escribiendo una novela sobre esta época... Buenas noches. No te veía hace años. ¿Estabas en Italia todavía? Te presento al Embajador..., mi novio... Tú lo conociste una vez en el Centro.
Segunda señora: ¡De lejos, claro! Pero no quiero interrumpirles. Tengo que saludar a la señora de la casa. No la veo desde hace años.
Embajador: Perdone usted, no lo sabía. Sin embargo, quiero decirle algo que podrá servirle para la redacción de esa novela.
Detesto las personas que aconsejan a los artistas y a los escritores.
Como usted es pintor, podría pintar un cuadro sobre... Si usted es escritor, ¿por qué no escribe un libro para...? Rose—Marie llamó a un criado para que nos sirviera una copa de champaña.
Embajador: Por París ha pasado toda la historia americana desde la Independencia hasta nuestros días. Por París ha pasado esta mujer maravillosa infinidad de veces... Venga un momento, les presento...
Bueno, será otra vez.
Tercera señora: ¡Ya vuelvo, ya vuelvo!
Novelista: Por eso te digo, Rose—Marie, que para escribir una novela hispanoamericana hay que estar en París.
Embajador: En París nació en Bolívar la idea de la Independencia cuando habló con Humboldt y asistió a la coronación de Napoleón en Notre—Dame. En las logias inglesas se discutía la independencia americana. La organización del Estado se hizo en América con ideas de la Revolución Francesa. Las élites de todos nuestros países han leído en francés. En París escribió esa generación de fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte, a la cual tanto le debemos.
Novelista: Todo eso puede ser así, pero lo cierto es que ahora los americanos que viven en Francia no influyen en nada en la América de las nuevas generaciones, ni ésta se refleja al través de ellos en París.
Un secretario: Con su permiso, Embajador... El Embajador de Bolivia que acaba de llegar a París... Tal vez usted lo conoció en...
Embajador: ¡Pero muchísimo, figúrese usted! Este amigo novelista a quien quiero presentarle, no cree que Francia haya tenido una influencia decisiva entre nosotros...
Boliviano: ¡Decisiva! Pero, ¿quién lo duda? Perdóneme un momento...
Allí veo al Nuncio, a quien tengo que preguntarle alguna cosa... Volveré dentro de un momento.
Novelista: Yo creo que el pueblo y no las clases dirigentes fueron el motor de esa historia.
Era una idea del negro, pero según las necesidades de la discusión o de la dialéctica yo adopto las opiniones que me convienen más.
Embajador: No estoy de acuerdo con usted. Los criollos en tiempos de la Independencia, los terratenientes, los comerciantes, los funcionarios, quienes organizaron las campañas libertadoras, eran una élite que muchas veces no contó con la confianza ni con el apoyo del pueblo...
Éste es un mero ensayo de diálogo fugado y sincopado, en vista de una posible novela. El tema en sí mismo no me interesa; me interesa sí el procedimiento, aunque comprendo que convendría más a una comedia que a un relato novelado.
Profesor: Sin esa élite, con ese pueblo ignorante y fanatizado por el clero, todavía ustedes serían una colonia española. Esa generación de que habla el Embajador, que escribía para América desde París y le daba a París la idea de que América era una realidad, también era una élite... Buenas noches, Ministro. Señora, buenas noches...
Señora: Tenemos que vernos... En realidad, ya no se ve uno con nadie.
No hay tiempo para...
Embajador: No nos dejan conversar. Vamos a aquel rincón.
Novelista: Uno de los fenómenos típicos de Hispanoamérica es la desaparición de las élites, Embajador. Ya el Estado no está en sus manos. Aunque socialmente puedan ser permeables, lo cierto es que al margen de ellas se ha formado por todas partes una nueva clase media, una pequeña pero excelente clase media, créamelo usted, que conduce el Estado.
Embajador: Buenas noches... Encantado... Sí, sí... Nos veremos en la Embajada de Italia, no faltaría más. Decía usted...
Tal vez más exactamente que una partitura de música dodecatónica, un cóctel es una orquesta que prepara los instrumentos antes de que el director empuñe la batuta y dé los dos golpes rituales en el atril. Yo tenía la impresión de que de aquel rumor confuso y discordante, de pronto podría salir musicalmente alguna cosa, o el coro, como en la ópera, comenzaría a cantar.
Novelista: Decía que los auténticos representantes de esa América que usted ya no conoce, Embajador, somos los estudiantes...
Rose—Marie: ¡Pretensioso!
Novelista: No lo digo por mí, claro está. Millares de estudiantes hispanoamericanos, hijos de familias muy modestas, se están formando aquí con una mentalidad revolucionaria.
Criado: ¿Un whisky? ¿Una copa de champaña? Embajador:. Una copa de champaña, por favor. Novelista: A mí un whisky, gracias.
Profesor: Yo nada...
Novelista: Esos muchachos no creen en la historia, ni les importa un bledo. Todos son más o menos marxistas, más o menos socialistas, más o menos castristas, más o menos peronistas, créamelo usted.
Embajador: Me parece muy grave. En mi tiempo todos éramos liberales...
Rose—Marie: ¿No quiere, Embajador, un pisco chileno? ¿Quieres un pisco chileno?
El tintineo del hielo entre los vasos, la cascada de agua mineral, las preguntas de los criados, las bebidas, los bocaditos calientes, son florituras orquestales —como los timbales, el triángulo, las campanitasque el director puede suprimir sin afectar el tono general de la orquesta.
Embajador: Prefiero una copa de champaña, muchas gracias.
Novelista: Voy a probar el pisco.
Rose—Marie: Te gustará, vas a ver.
Novelista: En su tiempo, el estudiante hispanoamericano era un señorito rico y de buena familia que aspiraba a formar parte del gobierno de su país. ¿No es eso? Pues eso también ha desaparecido.
De pronto apareció a lo lejos, en la puerta del salón, el Cónsul, que llegaba retardado. Al verme, su rostro se ensombreció, pasando del rosa desteñido al tinto Beaujolais. Con cualquier pretexto, hice mutis por el foro, me deslicé entre la multitud que llenaba el salón y salí a la calle con el corazón en la boca, como si aquello del soplo fuera una enfermedad de verdad.
Escena (II). Relato de Rose—Marie.
Cónsul: ¿De dónde diablos sacaron ustedes a ese tipo? Rose—Marie: ¿A quién se refiere usted?
Cónsul: A ese muchacho que estaba con ustedes aquí, hace un momento. Me sorprende verlo en la Embajada de Chile.
Rose—Marie (herida y humillada): ¿Qué es lo que usted quiere sugerir?
Embajador: Seguramente, el Cónsul está equivocado. Son tantas las gentes que pasan por un Consulado hispanoamericano en Europa, que es fácil equivocarse.
Escena (III). Al otro día, en un café de la Place Péréire.
Rose—Marie: Deberías ir mañana mismo al Consulado. Esas confusiones hay que aclararlas, y yo de ti les mandaría unas flores a esas muchachas en lugar de gastar tontamente tu dinero mandándomelas a mí.
Nota: Utilizar lo menos posible el pretérito imperfecto. Es una costumbre que adquirí en los tiempos en que vivía con Pabliño y frecuentaba sus amigos, españoles de la Avenue Wagram. estos dicen yo he visto, yo he estado, yo he pensado, yo he dicho, yo he hecho, cuando más limpia y afirmativamente los hispanoamericanos decimos yo vi, yo estuve, yo pensé, yo dije, yo hice. En cambio, ellos, más dueños de su voluntad que nosotros, dicen yo iré cuando nosotros pensamos ir o vamos a ir, y yo haré cuando nosotros vamos a hacer algo que posiblemente no haremos nunca, como me suele suceder a mí.
La jauría de los cazadores anda todavía lejos, pero con sus grandes ojos —los mismos de Rose—Marie— la gacela mira hacia un punto vago del horizonte. Está quieta, pero no en reposo. Tiene los músculos tensos, un ligero estremecimiento en el anca, y balancea en el aire una fina pata delantera.
—Estuve ayer en el Centro de la rue d'Assas y me encontré al Padre, a quien hacía tiempo no veía. Quedó muy sorprendido al enterarse de que continuabas viviendo en París. No demostró demasiado entusiasmo cuando le conté que eras mi novio y teníamos el proyecto de casarnos cuando lleguen mis padres. No fuiste a la fiesta del sábado, aunque me lo habías prometido...
—Me aburre profundamente la sociedad. La vanidad, la superficialidad, la tontería, la hipocresía de esa gente me produce urticaria.
—Me habías dicho que cambiabas de barrio, de la orilla izquierda a la orilla derecha, no sólo por acercarte a mi casa, sino por alejarte de tus antiguos amigos.
—Pero todo eso, ¿a qué viene? ¿Por qué no hablamos de otra cosa?
—¿Y tú por qué me dices mentiras? ¿Cuándo vas a empezar a escribir tu novela?
—Flaubert era como yo. El deseo de perfección le paralizaba la pluma.
Me soltó la mano, se paró delante de mí y me preguntó por qué la noche anterior me había escapado de la Embajada de Chile sin despedirme siquiera. Con las hijas del Embajador y otros dos amigos habíamos planeado terminar la fiesta en una "boite" por los lados de Saint—Germain des Prés. Pretexté un malestar, una palpitación, un pequeño desfallecimiento cardíaco. Traté de dramatizar un poco para desviar hacia mi corazón su mal humor, pero ella no se mostró demasiado alarmada. Me dijo que ese acto de mala educación con las chilenas y de descortesía con ella podía pasar, pero ahora tenía interés, urgencia, en saber por qué el Cónsul tenía tan mala opinión de mí...
Perspectivas: Reconectarme con el negro y pedirle un adelanto sobre una serie de artículos para sus publicaciones comunistas. Demostraré la obligación moral que tiene un escritor contemporáneo de dedicar todo su talento de persuasión a interpretar la actualidad en un sentido revolucionario. Un joven escritor —tal vez convendría adoptar la forma de confidencia o de confesión al lector— prescinde de escribir una novela al comprender que es absurdo desarrollar una aventura imaginaria cuando la descomposición de la sociedad capitalista se refleja en el cine, en el periódico, en la plaza de la República, en la estación del metro de Sévres—Babylone. Si no logro obtener nada con el negro, pues los negros son vengativos y rencorosos —es una intuición mía, pero yo creo en esa forma irracional de conocimiento— acudiré al Centro de la rue d'Assas, entonaré el mea culpa y le haré al Padre un conmovedor relato de mi lucha contra los comunistas. Le diré que hastiado profundamente de los círculos estudiantiles en que anduve metido hace unos meses, estoy dispuesto a publicar unos artículos sensacionales sobre la penetración comunista en América a través de la inteligencia juvenil que se forma o se deforma en Europa. Y si me falla la reconexión con el negro, y no resulta la operación con el Padre —al cual sólo recurriré en última instancia— me queda el recurso de mi amigo el pied—noir, dueño de un cabaret en la Avenue Friedland, a doscientos metros escasos de los Campos Elíseos. Mi amigo el pied noir trasplantó sus cuarteles de Casablanca a París, cuando los negocios empezaron a descomponerse para los europeos argelinos. Es hombre corpulento, bonachón, simpático, que habla español y protege a "cantaores" y guitarristas que vegetan en los cabarets de París. A partir de las nueve de la noche, el pequeño local, arreglado con motivos típicos de un folklore internacional, se llena de turistas de los hoteles vecinos y de muchachas a quienes arroja a esa playa, al parecer desierta, la resaca de los Campos Elíseos. Un día, en pleno intercambio de confidencias alcohólicas —para él soy un estudiante de familia rica a quien la pensión no le alcanza para lo superfluo, que es lo necesario en París— me ofreció espontáneamente una pequeña comisión por los clientes que le llevara al cabaret. Y comencé a llevarle compatriotas y chilenos amigos de Rose—Marie, ávidos de mujeres y deseosos de conocer algún lugar discreto y barato que no fuera frecuentado por los turistas. Además, puedo hacer una operación semejante con Juanillo, el de la Place Clichy, a donde no volví desde que murió Chantal.
Nota: Una de las preocupaciones del turista es no parecerlo.
Si todo aquello fracasa por cualquier motivo, le pediré prestados trescientos o cuatrocientos francos a uno de los botones que hacen esta clase de operaciones en Fouquet's con la clientela conocida; y a mí me conocen por haberme visto muchas veces en un círculo de hispanoamericanos fanfarrones cuyas propinas, por pudor social, ningún americano millonario se atrevería a dar.
Menos mal que tengo por delante, para poner por obra esta estrategia, dos semanas enteras mientras Rose—Marie, pensando en mí, visita con sus amigas chilenas los castillos del Loira.
El corazón de las abuelas "tiene razones que ni los padres comprenden". Le escribí por eso una carta a la mía, en uno de esos momentos de exaltación a que me conducía una tarde feliz con Rose—
Marie, una palabra suya más tierna que las otras, una mirada más suave, un beso más prolongado que de ordinario. Para describírsela físicamente eché mano de todas las Vírgenes de la pintura universal, comenzando por esa criatura adorable de Fouquet que ofrece el seno redondo, tibio, casto, a los golosos labios del Niño. Para pintársela intelectualmente le hablaba de la Clelia de la Cartuja de Parma, aunque la pobre vieja jamás ha visto la Virgen de Fouquet e ignora la existencia de un hombre que se llamaba Stendhal. Son resabios literarios que no logro vencer.
Insisto en una preocupación que me asaltó alguna vez en estos cuadernos: ¿Es bueno o malo citar en una simple carta de familia obras o personajes literarios? Y en una novela, ¿qué tal? Las hay magníficas, sin una sola referencia, como la mayoría de las de Balzac, pero en cambio hay otras, como el Quijote, abarrotadas de citas. Debe ser cuestión de gustos. Hay personas que citan por vanidad y otras para dar mayor precisión a la exposición de sus ideas. También las hay que con las citas disfrazan su falta de pensamiento propio, así como ciertas personas adornan su insignificancia con la cinta de una condecoración en la solapa.
Para tranquilizarla, le decía que mi futuro suegro me asociará a sus negocios y me conectará con una editorial que publicará mis novelas.
Le pedía la bendición y le prometía que, una vez casado, lo primero que haría sería volar a verla con mi mujer y llevármela a vivir con nosotros en ese inmenso fundo, con un lago rodeado de pinos, que tenemos en el sur de Chile. Cuando leí la respuesta mi abuela, que mi hermana debió sacar a máquina en el Ministerio, tuve un movimiento de cólera.
Entre líneas y en ciertas frases se traslucía su estilo desapacible y cortante:
Has engañado al Cónsul, a Miguel y al Gobierno. La idea del matrimonio con una extranjera es una nueva locura. Recuerda que eres un muchacho de familia modesta y si el matrimonio con extranjera puede ser un desastre, con una muchacha de una clase social superior a la tuya sólo puede conducirte a humillaciones y vergüenzas. Lo mejor es que regreses a casa.
¿Acaso las categorías sociales son infranqueables en América? ¿Hay fronteras intransgredibles? Yo he tropezado con compatriotas que saltaron esas barreras. Eran jóvenes oscuros, como yo, a quienes un golpe de suerte, una beca, una influencia oportuna, un buen negocio, proyectaron de pronto a la primera página de los periódicos y a las más altas posiciones. Don Miguel Rodríguez, el padre de Miguel, es un ejemplo concluyente.
Operación Clichy:
El cabaret, oscuro y silencioso, se había despojado de todas sus galas.
Ya no estaba Pabliño a la puerta con su uniforme de gala, ni se veían fotografías de muchachas desnudas en el corredor de la entrada. Era un modesto bar, con una docena de mesas vacías ante una de las cuales se encontraba Juanillo. Me dijo que Francia iba a un desastre irremediable. La carestía de la vida y la sistematica explotación del turista habían producido lo que él previó desde hacía mucho tiempo.
Catorce millones de turistas invadieron a España según la radio de Andorra, y, en cambio, Francia no recibió ni siquiera siete millones. Es una vergüenza y una porquería. Clichy, Pigalle, la Place Blanche, todo Montmartre hasta la Place du Tertre, son lugares desiertos donde hay que disputarse a dentelladas el turista despistado que se deja caer por allí. Como si fuera poco, esas condenadas agencias de turismo barato ofrecen una cena en Maxim's y una velada en el Tabarin por cincuenta francos miserables.
Sacudió tristemente la cabeza y le pidió a la cajera que nos sirviera dos Ricards.
—Y después quieren que pagues impuestos, y derechos de espectáculos, y prestaciones sociales. ¡Y te hablan de la alegría del barrio, y de las chicas de la Place Pigalle que bailan con la grupa y con los senos desnudos! ¡Tonterías! Yo tuve que cerrar el restaurante que conociste, a donde a la madrugada las muchachas llevaban a los clientes a tomar sopa de cebolla y un vaso de coñac. A los americanos ricos que se bebían seis botellas... ¡bueno!, eran tres que se volvían media docena...se los tragaron los infiernos. Las muchachas ya no quieren venir, porque se defienden mejor trabajando por su cuenta en los bulevares o en los Campos Elíseos. Algunas tienen automóvil propio, para que te des cuenta de que su negocio produce. ¿Te acuerdas de Chantal? Yo creo que la mató aquel cerdo marroquí, si no fue el chulo que vivía con ella. ¿No la volviste a ver? ¡Vamos, pobre chica! ¿Me preguntas por el pobre Pabliño? Pues verás... Esto no daba para porteros de librea, con botones dorados. Debe andar por ahí, lavando fachadas de edificios que es lo que saben hacer esos desgraciados portugueses. No confundirlos con los catalanes, ¿eh? Yo seriamente estoy pensando en liar bártulos y largarme a Beirut, donde las cosas andan mejor que aquí. De lo contrario no tardarías en verme vendiendo castañas calientes por la calle. ¡Ah! Si pudiera regresar a Barcelona, a ciertas callecitas del barrio gótico que yo conozco. Pero ¡qué quieres! Franco es inmortal y uno tiene sus pecadillos como cualquier cristiano. ¿Quieres otro Ricard? Es lo único que puedo ofrecerte. Yo he tenido que acostumbrarme a todo, tanto a los gozosos como a los dolorosos, que así dicen en mi pueblo, no lejos de Barcelona. ¿Conoces a Barcelona? ¿No? ¡Es una pena! ¿Has seguido alguna vez por la carretera que va bordeando la costa, todavía en tierras bajas y planas que se inundan en el invierno? Pues antes de llegar a Lloret de Mar ves un camino que tuerce a la izquierda, hacia las montañas... Dejemos eso, que no puede importarte. Te decía... Pues sí... ¿Qué te decía?
Los españoles tienen una facilidad impresionante para decir el menor número de cosas con el mayor número de palabras.
—Te decía enantes que estoy pensando cerrar este negocio también...
Mira esas mesas vacías, y ya son las nueve de la noche. Los franceses no cenan tarde como los españoles. Es un pueblo que sabe comer bien, pero no sabe comer a deshoras que son las horas a que se debe comer.
Nota: Se sabe que un español está muerto cuando ya no conversa, aunque al rey don Rodrigo, que dejó entrar a los moros en la Península Ibérica... ¡Esa no puede ser!, me decía Juanillo... Pues el rey don Rodrigo, ya muerto y enterrado, pudriéndose en la gusanera, exclamaba: "Ya me comen, ya me comen, ¡por do más pecado había!"
El gran pecado español es la intemperancia verbal. A don Rodrigo se lo comieron los gusanos por la lengua ¡y no por donde tú imaginas, Juanillo!
Total: fracaso de la operación Clichy.
Operación pied—noir:
Tres o cuatro parejas en la pista, una mesa con tres muchachas solas, unos viejos en la barra y una pareja de extranjeros, de curta edad, que comen en una mesa la especialidad de la casa : corazones de palmera y una bazofia a la griega.
El pied—noir me saludó con grandes muestras de alegría. Encendió un cigarro y me llevó a una mesa del fondo del bar. Le pidió dos coñacs al camarero joven y triste, y con un movimiento de cabeza despidió a una muchacha rubia que me había seguido a la mesa, pensando que yo iba a bailar con ella. Me preguntó de qué se trataba y (éxito de la operación pied—noir), me adelantó trescientos francos.
Operación "comunismo":
Al otro día, hacia las once, me dirigí a La Coupole que solían frecuentar el negro, el argentino, Marsha y demás compañeros, pero sólo encontré a las dos pintoras lesbianas. Me acogieron sin el menor entusiasmo, pues desde el día en que las conocí, con el resto de intuición femenina que podía quedarles descubrieron que yo antipatizaba profundamente con ellas. Me dijeron que el negro se había marchado al Congreso de Juventudes de Varsovia. Le habían oído decir que luego viajaría a Sudamérica...
—¿No saben ustedes a cuál de los veinte países hispanoamericanos?
—¿Veinte? ¡No lo sabíamos!
Les volví la espalda cuando una de ellas, la más fea de las dos, me dijo con sorna:
—¿Cuándo vas a publicar tu novela?
La otra me guiñó un ojo y exclamó:
—Nos dijeron que recibiste una herencia. ¿Por eso abandonaste a tus antiguos amigos?
Las dos estallaron en una risa histérica, la una dos octavas por encima de la otra, pero ambas destempladas y francamente insufribles.
Conclusión: fracaso de la operación "comunismo".
Plan: Estudiar un número de personas que se rozan, se cruzan, se tropiezan, se persiguen, se apartan y constituyen "la actualidad" en un momento y un lugar determinados: una actualidad sin pasado ni porvenir, condicionada por el simple azar. Dios conoce los riñones y el corazón de los hombres, pero en cuanto hombre de la calle, yo sólo puedo conocer su apariencia.
CUADERNO N.° 10
Nota: La realidad no está en la imaginación, es decir, en el porvenir, que es imprevisible, ni en el pasado, que es inmutable, sino en el presente, que es lo único que no pueden captar la inteligencia y la intuición.
Las novelas históricas deforman una realidad que, por haber sido como fue, ya no podría ser de otra manera. Las novelas de imaginación que tratan de escudriñar el porvenir, cuando llega la plenitud de los tiempos resultan extemporáneas. La vida no tiene argumento, o el argumento es demasiado conocido —nacer, crecer, reproducirse y morir— y admite poquísimas variantes: morir antes de tiempo sin haberse reproducido; crecer, reproducirse y morir normalmente; reproducirse para morir.
Según las leyes matemáticas, las combinaciones de cuatro elementos son infinitas; pero las leyes de la imitación son tan rigurosas que ya hay muy pocas posibilidades de nacer, crecer, reproducirse y morir con cierta originalidad.
La novela que yo voy a escribir —es la forma tímida y desconfiada que empleamos los hispanoamericanos para decir "yo escribiré"— no tendrá tema, sino personajes y éstos no lo serán en el sentido que suele dársele a esta palabra, sino en el de personas comunes y corrientes.
Para buscar estudiantes hay que ir al Boulevard Saint—Michel; artistas y escritores, al Saint—Germain y al Montparnasse; turistas y bohemios, a la Place Pigalle y a la Place du Tertre; millonarios y personajes políticos, a los hoteles de la Place Vendóme y la Concordia; banqueros y financistas, a la Bolsa; señoras elegantes, a la rue del Faubourg Saint—
Honoré y a la Avenue Montaigne. Pero el intento de distribuir todo ese mundo heterogéneo dentro de un esquema lógico como el plano del metro, falla ante la compleja y cambiante realidad de París. De noche, Montmartre es un hervidero de gentes que quieren divertirse, en tanto que de día es un barrio opaco y melancólico con un apacible aire de provincia. Con excepción de los Campos Elíseos las avenidas de la Estrella se duermen a las diez de la noche. No se puede, pues, generalizar. Ni podría ponerme a recorrer la ciudad en un bus, en el metro o a pie, en busca de personas susceptibles de convertirse en personajes: subir a la Sorbona para pescar profesores en su tinta, darme una vuelta por los bulevares en pos de una prostituta que trata de atrapar a un turista, descender a las orillas del Sena para buscar "clochards" y sorprender enamorados, sentarme en los vestíbulos de los hoteles a esperar la salida de actores o princesas. Dos días de este trabajo de espionaje inútil me dejaron exhausto y una mañana sorprendí un adelgazamiento sospechoso en las suelas de los zapatos.
Al contarle mi proyecto a don Pepe, viejo compatriota de quien me hice amigo en la terraza de Liouquet's, me aconsejó:
—Compra un periódico, pide un vaso de cerveza y siéntate en un café a ver pasar tus personajes. Yo lo he hecho varias veces y te aseguro que se divierte uno mucho. Tendrás, eso sí, que cambiar frecuentemente de barrio y de café...
A veces me basta un cuarto de hora, un corto acompañamiento visual, para descubrir que una persona no coincide con su apariencia ni con mis esperanzas. Otras veces descubro que alguien a quien seguí por intuición, pues su apariencia era insignificante, en realidad es una actriz en vacaciones, o un millonario de verdad, o un Premio Nobel de Química, o una princesa de incógnito y de paso por París.
Dama inglesa se desmaya en la Gare Saint—Lazare cuando se entera de que el viajero del compartimento vecino era el Príncipe consorte de Su Majestad Isabel II de Inglaterra, dice el periódico de ayer, aunque no importa, pues la actualidad es inactual.
El tipo que acaba de sentarse a la mesa de al lado —pues siguiendo el consejo de don Pepe me he instalado en la terraza del Café de la Paixdebe ser algún duque que arrastra la cola de uno de esos bellos nombres de Francia que deslumbraban a Marcel Proust; o un joyero de la Place Vendóme, que piensa en diamantes, topacios, rubíes, perlas y esmeraldas. Aspira con deleite de conocedor su copa de coñac, al través de una nariz ganchuda que un escritor clásico llamaría "aguileña" o "aquilina".
Triunfo de la constancia francesa... En Río de Janeiro el ciclista francés Dupont llegó en la prueba de ayer por quinta vez de cuarto...
Paso, de largo por las páginas que traen las fotografías de un boxeador estúpido y sonriente, un ciclista bañado en sudor y diez pares de nalgas en torno de una pelota de rugby.
Mercado Común Europeo... El ministro de Comercio habla de las posibilidades del mercado verde...: verde tierno de los campos ingleses, con perros de caza y jinetes de casaca roja; verde jugoso de los campos de Francia salpicados de bosques; verde sombrío de la Umbría italiana, con una loma coronada por uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cipreses melancólicos... "El trigo de Francia se venderá en Italia y posiblemente en Inglaterra."
El duque o el joyero —traje oscuro, cintita roja en la solapa, sienes de color gris, silueta espesa y solemne— se encamina hacia la Place Vendóme a lo largo de la rue de la Paix.
Joyero de la Place Vendóme asaltado anoche por tercera vez en el curso del año...
Lo sigo discretamente. Entra en una agencia de turismo: "Niza, Cannes, crucero por el Mediterráneo..." Tiene que ser un duque que viene a preparar un viaje a la India, para cazar elefantes... Ahora se sienta ante un escritorio lateral y recorre unos papeles con el índice de la mano derecha. Una señorita que está hablando por teléfono, le dice:
—¿Señor Durand? ¿Tendríamos alguna reserva disponible para la semana entrante, en un avión de Air France?... ¿Primera?... ¡Turismo!
Me trasladé al café de Cluny, Boulevard Saint—Germain, esquina del Boul' Mich'. Pasan centenares de estudiantes, generalmente por parejas; negros de todos los matices, desde el de tinta china congolés hasta el café con leche argelino; blancos opacos y cenicientos de Hispanoamérica; cetrinos y aceitunados del sur de España; rubicundos o desteñidos del norte de Europa; amarillos del Japón, verdes de Corea, jades de China, con los ojos abiertos a navaja en un ¡rostro grasiento.
Interrogada Madame Nhu sobre la situación insostenible de los americanos en Vietnam... Una mujer pantera, briosa, nerviosa, hermosa, misteriosa... Vive en París, en alguna parte. Podría tratar de entrevistarla. "Interrogada Madame Nhu, se niega a conceder declaraciones a los periodistas."
Un joven se sienta a la mesa vecina con una muchacha que lleva en la mano unos cuadernos de música.
—Papá quiere que entregue estas partituras en la imprenta antes del mediodía; por eso no puedo demorarme sino cinco minutos...
Él debe ser un estudiante pobre, serio, inteligente —la mirada reluce detrás de las gafas y tiene tres surcos en la frente—, sentimental —le enseña una fotografía que extrae de la cartera— y posiblemente hace versos. Una motocicleta jadea al borde de la acera; pasa un bus trepidante; el doble torrente de automóviles barre las conversaciones del café; yo picoteo el periódico, como la paloma que ha osado aterrizar debajo de mi mesa.
Todavía hay nieve en ciertas regiones de los Pirineos. Se prepara una tempestad en las costas de Irlanda. Depresión sobre Inglaterra. Presión atmosférica en París, 98 y humedad relativa, 180.
—¿Y hasta cuándo va a durar la huelga?
—Los empleados de la clasificación —responde el falso estudiante a la muchacha que no era música— nos reuniremos esta noche en el sindicato. Los sacos de correos forman ya una montaña.
Terraza de "La Boule d'Or", contigua a la "Rótisserie Périgourdine" (tres estrellas), muy famosa por su cocina y su vista sobre la Catedral.
Acaba de aparecer una bella y práctica camisa—pantalón, en nylon color carne, que puede usarse aun con blusa de tela transparente.
Las conchas de las ostras que exhibe el escaparate de la "Rótisserie" parecen talladas en las mismas piedras negras que sirvieron para esculpir los reyes y los profetas del portal derecho de la Catedral.
Comerme ahora una docena de ostras sería ingerir la savia y el zumo y la médula gris y gelatinosa de Nuestra Señora de París. De un Cadillac
(CD) descienden un par de negros: él vestido a la moda de su país, con flotantes hopalandas de colores claros y un birrete dorado en la cabeza; y tal vez ella lleva debajo del traje corto a la europea, una bella y práctica camisa—pantalón en nylon color carne. ¿Negra o blanca?
Congo—Brazzaville, Congo—Leopoldville, Sudán anglo—egipcio, Senegal, nombres que sudan y evocan selvas tenebrosas y el calofrío de la fiebre amarilla. Inventarle a los negros una historia sobre esta idea:
Diplomáticos en la ciudad más civilizada del mundo, nacidos en una choza parada en estacas a las orillas del Congo. La camisa—pantalón, en nylon color carne, le hace cosquillas a la negra en la selva a la orilla del Congo.
Un coronel alto, corpulento, con el pecho cruzado de condecoraciones.
Una señora que ha dejado de ser joven pero todavía exhibe la fuerza y la agilidad de una muchacha. Él debe de pertenecer al comando de las fuerzas americanas en Europa. Suponer que es de familia sudista y segregacionista. Su mujer organiza cócteles para conseguir fondos destinados a una congregación protestante. ¿Qué pensarán al ver a los dos negros en el restaurante?
La multitud se coagula y chorrea lentamente en grumos oscuros y amarillentos, o forma espesos remolinos frente a las cajas de los "bouquinistes", etc., etc. ¿Para qué seguir tomando notas y personajes del natural, como lo hicieron los impresionistas cuando sacaron sus caballetes a la calle, si encerrado en un taller, con la sola referencia de una tarjeta postal, Van Gogh se puso a pintar obras maestras? ¿Y si inventara una novela sobre la base de las noticias, y los anuncios por palabras que trae el periódico? Es más fácil que plantar mi caballete en la calle y a pleno sol. La idea no es mala y me puede servir.
Cuatro años de París han pasado en un momento, a una velocidad espantosa: cuatro inviernos fríos y desapacibles; cuatro primaveras inestables y caprichosas; cuatro veranos agobiadores y húmedos; cuatro otoños cargados de un esplendor melancólico. Presiento que el tiempo, la propia sustancia de mi vida, se evapora vertiginosamente y descubro con malestar ciertos signos de descomposición y decadencia.
Me han sacado tres muelas. La frente me ha crecido y al verme en un juego de espejos me mortifica una transparencia sospechosa en la coronilla de la cabeza. ¿Cuándo termina físicamente la juventud?
¿Sucederá igual que con las estaciones? El día inicial del verano es el más largo del año y de allí en adelante, en la plenitud, los días comienzan a acortarse. Pero estos pequeños síntomas me tienen sin cuidado y puedo combatirlos con un buen dentífrico y una loción para el cabello como la que estaba a punto de inventar mi amigo el farmacéutico de la Avenue Port—Royal. Lo grave es la impresión de que, por lo que hace a mí y no desde el punto de vista de mi amor por ella, sigo perdiendo el tiempo como cuando mis días crecían y estaba muy lejos esa hora de plenitud que fue nuestro mutuo descubrimiento a las orillas del Sena. No puedo seguir devorando un porvenir que se restringe cada día más y cuyos días han comenzado a acortarse.
Nota: (Experiencia personal para utilizar en mi novela al pintar un amor entre mis personajes).
Nunca ha pasado por mi cabeza un deseo carnal en presencia de Rose—
Marie. Por el contrario, con todas mis fuerzas rechazo la menor sombra de tentación libidinosa. Claro está que gozo intensamente cuando la abrazo, cuando succiono con los labios en trompa el olor, el sabor, la suavidad, la humedad de los suyos; o cuando aspiro con las fauces abiertas —como un perro— el aroma de su cuerpo tibio de doncella. Uno de los testimonios físicos de mi amor por ella es esa neutralidad sexual de mi voluntad, esa incapacidad espiritual de violarla. Si Rose—Marie no fuera virgen, como seguramente lo es: ¿la amaría como hoy la amo o la desearía rabiosamente como a esas niñas que viajan colgadas de los labios de un muchacho que no soy yo, a lo largo de siete estaciones de metro? Aunque tengo que confesar que desde el día en que conocí a Rose—Marie y la adoré intensamente, empecé a mirar con una profunda comprensión las parejas de enamorados que se ven por todas partes en París.
Otra experiencia para utilizar en mi novela: ¿Qué pudo amar en mí Rose—Marie?, ¿la persona o el personaje? Su amor parte de una serie de supuestos falsos: una condición social imaginaria, una fortuna familiar que no tengo, un temperamento de artista que me falta, un porvenir brillante que no parece ser el mío. Si ella supiera de pronto que pertenezco a una borrosa capa social, que mi padre fue un oscuro empleado abrumado de humillaciones y deudas, que mi talento creador no es sino una imaginación desorbitada, que no soy sino un vagabundo que vegeta en París agarrado al leño de sus expedientes y de sus mentiras: ¿me amaría como hoy me ama? Y si no me ama por lo que soy, sino por todo lo opuesto y diferente a mí, por el personaje y no por la persona: ¿no estoy cometiendo un error al prolongar indefinidamente un equívoco que cualquier día se puede disipar como una nube barrida por el viento?
(Desarrollo imaginario en vista de mi novela). Pero... pero el dinero se puede adquirir, el prestigio social se puede conquistar, el éxito literario se puede obtener. Si me resignara a ser indefinidamente como hoy soy, estaría condenado de antemano. Tendría, como el pobre papá, que transferir en un hijo las ilusiones perdidas y las esperanzas irrealizadas por culpa de una cobardía personal. No se trata de un supuesto imaginario, sino de una premisa real.
Don Pepe llamó al botones y le dijo que yo necesitaba un dinero por el término de veinte días, mientras me llegaba el "giro". Había pensado pedirle trescientos francos, pero en vista de la buena acogida y de la mañana azul, le pedí quinientos que introduje lánguidamente en mi cartera. Llamé al criado y le pedí dos whiskies.
—Durante la ocupación alemana, este botones fue sirviente de un coronel que simpatizó con él, pues los dos eran alsacianos y hablaban la misma lengua. Y mientras el coronel estaba de servicio o se emborrachaba en este café, el criado examinaba sus papeles y mantenía informados a los comandos de la resistencia.
Es un tipo feo, desgarbado, de gafas, sin el menor aspecto de un héroe o de un personaje. En cambio, hay camareros con apariencia de príncipes, y les sirven a negros, a mestizos, a amarillos que podrían ser sus criados.
—El ideal es ser príncipe de veras y tener la correspondiente apariencia.
—Yo he visto pasar por aquí tipos extraños que parecen extraídos de una novela inglesa del siglo diecinueve. Fíjate en éste que acaba de entrar al restaurante. (Un hombre alto, elegante, de bigote blanco y monóculo, con un clavel en el ojal.) Todo el mundo lo conoce aquí desde hace veinte años, pero él no conoce a nadie. Es un personaje sin novela.
—Es como un actor disfrazado de Hamlet que en el bar del teatro se come una rebanada de jamón antes de salir a escena.
—Aquel viejo achaparrado, bajito, congestionado por el alcohol, es un falso marqués. Los camareros le dicen señor marqués, y él se ha posesionado tan profundamente de su papel, que hay muchas cosas que no hace porque los marqueses auténticos no deben hacerlas. En cambio, conozco un verdadero marqués que parece un "clochard".
Muchos amigos que vienen por primera vez a París me piden que les presente al marqués que conozco. Yo les presento al falso marqués. El auténtico les parecería demasiado vulgar.
Desde el día, ya lejano, en que comencé a pensar en función de mi futura novela, hasta los personajes más anodinos y los incidentes más baladíes, se cargan de sentido. Los generales —me imagino yo— piensan en soldados, los políticos en electores, los misioneros en almas que se pueden salvar, y los novelistas pensamos en personas que pueden convertirse en personajes.
Don Pepe extrajo del bolsillo un pañuelo sucio, en forma de bola, y se restregó la nariz que lucía una gota en la punta.
—¿No tienes nada que hacer? ¿No esperas a nadie? ¿No te molesto? Los viejos y los pobres nunca sabemos cuándo comenzamos a estorbar...
¿Conoces al compatriota que estuvo ayer aquí? Lleva en la solapa, para distinguirse de los demás, la roseta de la Legión de Honor. "Uso esta cintita para deslumbrar a los maitres d'hotel y a mis compatriotas", me dijo.
—Ése es un personaje novelesco.
—Te preguntaba si te molesto porque estoy esperando a un compatriota nuestro que acaba de llegar, y mientras su mujer pasea con unas amigas chilenas por los castillos del Loira, él tiene la idea...
—Lo conozco. Rose—Marie es mi novia y es muy amiga de los dos.
—Pues conocí a la madre de tu novia hace veinte años, recién pasada la guerra. Era una de las mujeres más elegantes de París. Te felicito. Pues ese amigo en vacaciones conyugales, me citó aquí para que lo lleve a algún sitio discreto, donde pueda echar una cana al aire. Yo conocía centenares de esos lugares, pero desde hace tiempo tuve que abandonarlos. ¿A dónde lo podríamos llevar?
Me ofrecí espontáneamente a presentarlo en el cabaret del pied—noir.
Mientras nuestro amigo llegaba podía telefonear para que nos reservaran una mesa y tres muchachas simpáticas.
—Dos, sólo dos. Yo no estoy para esos trotes y me iré después de comer.
La tragedia del falso marqués, la del marqués auténtico, la del compatriota no condecorado con la Legión de Honor, la del camarero que no parece un héroe, aun cuando lo fuera, consiste en que son personajes con la modesta apariencia de personas, o personas insignificantes con aspecto de personajes, y en todo caso, en cuanto personas o en cuanto personajes, carecen de interés novelesco.
Nota: Deducir por la actitud y el ritmo de los movimientos el carácter y el pensamiento de los transeúntes. Marcha lenta, pesada, de pasos acompasados y seguros, de un señor que sale del restaurante con un largo cigarro entre los dientes. Marcha cautelosa, fatigosa, escurridiza, de un "clochard" que abre una caja de basura para escarbar los desperdicios. Militar vestido de civil marcha llevando en alto el paraguas como si fuera un sable. El agente del tránsito se aburre en la esquina y pasea por la mitad de la calzada con la seguridad de que los automóviles nunca lo habrán de atropellar.
Apenas tengo tiempo de tomar notas en estos cuadernos. Me levanto tarde, a la una me encuentro con mis dos amigos y almorzamos en algún bistrot, a las seis vamos a la terraza de Fouquet's, a las ocho pasamos por el cabaret del pied—noir, a la media noche enrumbamos hacia Montparnasse y permanecemos en alguna "boite" o una "cave" hasta la madrugada. Nos acompañan dos muchachas, jóvenes y bonitas, y generalmente terminamos todos en mi hotel.
Conversaciones ociosas:
Digo yo (pedante) : Los hispanoamericanos ricos creen que París son las carreras de Longchamps, los Campos Elíseos, los cabarets de Montmartre, La Tour d'Argent, el Hotel Jorge V... Para sus mujeres, París es Hermes y Christian Dior.
¿Y a mí qué me importa? No hay nada tan antipático como este empeño que tenemos los jóvenes en enseñarles a vivir a los demás.
Dice don Pepe (melancólico): Vivir en París mal, cualquiera lo puede hacer y es lo que yo practico desde hace cuarenta años. Vivir con automóvil, departamento amueblado, sirvientas, chofer, abonos en los teatros, cenas en los restaurantes, excursiones los fines de semana, vacaciones en la montaña o en el mar... eso es otra cosa. Tal vez eso lo podrás hacer tú.
Ese tú no es para mí, sino para nuestro amigo. Tengo la impresión de que a veces, como ahora, a los ojos de don Pepe aparezco profundamente antipático.
Digo yo (hipócrita): Y sin embargo, hay otro París: el de los cien libros que se publican por semana, las diez comedias que se estrenan por mes, las mil exposiciones de pintura, los conciertos, las conferencias, la Sorbona, el Instituto, los anticuarios, las librerías, etc. Un París de millares de lectores en las bibliotecas, millones de visitantes en los museos, centenares de sabios que pegan el ojo a un microscopio para sorprender a los virus, o a un telescopio para escrutar las estrellas. En cualquier momento del día y de la noche, en ese París que digo, alguien está pintando, componiendo música, escribiendo, ensayando un ballet, inventando un sistema para captar las radiaciones atómicas, proyectando, calculando, concibiendo una idea original...
Dice don Pepe (burlón): ¡O escribiendo la novela que tú estás pensando escribir!
El amigo (molesto): Para venir a París en busca de un cabaret, una tienda de lujo y una mujer, yo he tenido que trabajar muy duro durante varios años. He venido a divertirme y no propiamente a colaborar en el estudio de los problemas europeos. A las ferias en mi tierra voy a trabajar, a comprar y vender ganado. Los forasteros van a emborracharse, a jugar a los dados y a acostarse con una mujer. ¿Me entiendes? Yo trabajo como un negro para poder, cada cuatro o cinco años, venir a divertirme a París. ¿Eso te parece mal?
Si metiera a este tipo como personaje de mi novela, tal vez sería injusto pintarlo como aparece aquí, por el revés, y sin mirarlo por el derecho que es como debe ser allá y en su existencia normal.
El casado (sarcástico) : Miguel tuvo aquí muchos problemas con un fingido estudiante, un vagabundo que le estrelló su automóvil. ¿Alguno de ustedes lo conoce? Me decía Miguel que el hombre no quería irse de París, sino permanecer aquí viviendo, naturalmente a costa de los demás. Reconocerás que yo, por lo menos, vivo con mi propio dinero.
Don Pepe (compasivo): Ese muchacho debe padecer una especie de nostalgia al revés.
Digo yo (para cambiar el tema): Conozco el caso de estudiantes que se han suicidado abriendo las llaves del gas, en un rapto de soledad o de nostalgia al derecho.
Al consignar en estos cuadernos algunas escenas dialogadas he adoptado, por abreviar y no andarme por las ramas, la escritura de un libreto teatral. Esto evita la fatigosa explicación dentro del texto, de las actitudes de los personajes: "Don Pepe, hombre bondadoso y comprensivo, sacudió con el índice la ceniza de su cigarrillo, alzó los hombros, enarcó las cejas, apretó los labios y finalmente exclamó..."
Don Pepe (melancólico): Yo en cambio, padezco esa clase de nostalgia al revés. El solo pensamiento de regresar a mi tierra me pondría neurasténico. No me ausenté de aquí cuando millones de franceses, durante la ocupación alemana, huyeron de París. Ni las veces, que no han sido pocas, en que por cualquier motivo no me llega el dinero, o se me reduce a una miseria con las devaluaciones. ¿A dónde va este verano?, me preguntó ayer el Cónsul. A tomar el fresco en el Bosque de Bolonia, le contesté. ¿Por qué quiere que salga de París?
Hay algo que me preocupa desde hace unos días. ¿Por qué las personas que uno conoce no pueden convertirse en personajes de novela? ¿Y por qué si se las utiliza en una novela es necesario deformarlas? ¿Por qué se nos escapan de entre las manos cuando queremos pintarlas como son? ¿Por qué resultan distintas de como quisiéramos que fuesen? Don Pepe habla con palabra confusa y entrecortada, salpicada de breves ataques de tos.
—También conocí el París de que tú hablabas, pasada la primera guerra europea y cuando era estudiante en la Facultad de Medicina. Me gustaba ese París nocturno de los hispanoamericanos ricos, cuando era hijo de familia y la mía era muy rica. Hoy sólo puedo husmear como un perro que se detiene ante todos los postes de la calle. Ya no hago otra cosa que husmear ese París de mi vejez: un París sin libros, sin conciertos, sin teatros, sin mujeres, sin más amigos que algún camarero de café, un antiguo portero, una prostituta que al envejecer se ha convertido en una burguesa respetable. Un París de puras imágenes: el Sena con sus puentes, los parques, los bulevares, los jardines, los palacios viejos del Marais.
Es algo que se me ocurre ahora y anoto para desarrollarlo más tarde.
¿Por qué fracasa en América todo intento de novela que se desarrolla en medios sociales elevados? ¿Por qué la novela de Proust resultaría profundamente cursi si se escribiera en la Argentina o en Colombia?
Mi amiguita, una de aquellas noches, se había cansado de acariciarme la nuca con la uña y ahora me mordía una oreja. Me cuchicheó al oído:
—Estoy cansada, vámonos...
Pero don Pepe estaba diciendo... (¿Resultaría la anécdota que contó don Pepe con cholos peruanos que se ausentan de Lima, o con rotos chilenos que salen de Santiago a pasar una temporada en Viña del Mar?) Porque don Pepe decía:
—Hace unos días leí en una revista en la dentistería, donde me están arreglando la caja de dientes, una historia maravillosa. Una estudiante americana, medio bohemia, se hizo amiga de dos "clochards". Los veía todos los días en la placita de la Contrescarpe, cuando se dirigía a la Sorbona. Una vez les regaló una botella de vino, otra un paquete de cigarrillos, más tarde una bufanda vieja. Los quería como a esas palomas del atrio de Notre—Dame, o a esos perritos que se ven pasar en la cubierta de una barcaza del Sena, al lado de unos trapos que se secan al sol. En el verano anterior sus padres la invitaron a pasar dos meses en la Costa Azul y la muchacha les pidió que le permitieran llevar a sus dos amigos de la plaza de la Contrescarpe. Los condujo primero a una casa de baños y con la promesa de dos botellas de vino logró que se bañaran de la cabeza a los pies. Los metió en una barbería del barrio y finalmente en el Bon Marché les compró desde la boina hasta los zapatos. Cuando llegaron a Niza los instaló en una "suite" del hotel donde se hospedaban sus padres. Desayunaban en la cama, comían en los mejores restaurantes, el alcalde de Niza les dio una fiesta, los fotógrafos los seguían a todas partes...
—Bueno, y ¿qué pasó? —preguntó Nicole, poniendo los codos sobre la mesa y hundiendo la cabeza entre las manos. Estaba pendiente del labio de don Pepe, pegada al cual se agitaba convulsivamente una colilla apagada desde hacía mucho rato.
—Al cabo de ocho días regresaron a París en el primer tren. A los "clochards" y a mí nos hace falta París.
—¡Qué idiotas! —exclamó Nicole.
Cada día me convenzo más de la imposibilidad de escribir una novela social hispanoamericana, quiero decir "de sociedad", en un ambiente falsamente aristocrático que resulta insólito en aquellas tierras.
Toccata y Fuga sobre el mismo tema:
Me preguntó don Pepe quiénes eran esos tipos con quienes me había visto conversando.
—El gordo, moreno, de gafas oscuras, es un Embajador.
—No necesitas decírmelo. Por un reflejo condicionado pienso en el Príncipe de Taillerand.
—Esta tarde tengo que acompañarlo a hacer compras. Quiere unos vestidos para su señora, que llegará el mes entrante a reunírsele en un país escandinavo. ¿Es cierto, me preguntó, que en el verano las escandinavas se bañan desnudas?
—Y ese tipo bajito, delgadito, con un colmillo de oro, ¿quién era?
—El secretario general del Ministerio de Minas, delegado a una conferencia de transportes... en Ginebra. Cuando usted llegó me estaba diciendo: Primero, yo no voy a perder dos meses en Ginebra cuando es la primera vez que vengo a París. Segundo: no entiendo nada de transportes porque soy un empleado del Ministerio de Minas. Tercero: no tengo instrucciones del Gobierno. Cuarto: llegué ayer a París pero la conferencia de transportes de Ginebra se clausuró hace ocho días. El otro compañero, joven y simpático, es Cónsul en alguna ciudad de Italia donde no hay nada que hacer, por lo cual ha resuelto instalarse en París.
—¿Dices un Cónsul? Pienso en Napoleón Bonaparte.
¡Ay! ¡Quién supiera escribir! ¿Nos tomamos un Ricard mientras llega aquel hombre?
Nota: Descubrimiento a través de don Pepe de una América locuaz, estéril, oportunista, ingenua, rechinante con los millonarios argentinos, elegante con las chilenas que se vestían en las casas de modas de la Avenue Montaigne, pedante y galicada con los escritores colombianos, peruanos, bolivianos, centroamericanos, que dictaban conferencias en los salones de la Amérique Latine; y exótica con los mariachis mexicanos, los tanguistas porteños y los saxofonistas cubanos.
Pasada la segunda guerra —cuando Europa todavía tenía rotos los fundillos y vivía de la misericordia americana— centenares de hispanoamericanos ricos, o enriquecidos súbitamente a la sombra de gobiernos inescrupulosos, vinieron a París. Su símbolo era el cabaret de "La Nouvelle Eve", en la Place Pigalle: un almácigo de lindas francesitas que bailaban con los senos desnudos y se parecían a Chantal.
Me sigue intrigando la idea de por qué es teóricamente imposible una novela de sociedad hispanoamericana. Todas las que conozco con esas pretensiones son cursis. En Europa las hay que se desarrollan en un medio aristocrático (Tolstoi); o profundamente burgués (Balzac); o en un medio aristocrático que se aburguesa (Proust); o pequeñoburguesas
(Dostoiewsky); o proletarias y populares (Gorki). En Hispanoamérica el único tipo de novela teórica y prácticamente factible es la popular, con personajes extraídos de la masa anónima, del campo, de la tierra... ¿Por qué? Mi novela de Caín y Abel era posible por ser popular; la de La Isla del Caribe es imposible por pretender pintar un falso mundo aristocrático.
La América de los hispanoamericanos se ensombreció súbitamente, se resquebrajó en mil pedazos, se convulsionó, se despertó cualquier día para encontrar que era muy diferente de como se había acostado la víspera. Los dictadores huyeron uno a uno dejando pueblos empobrecidos y exasperados; estallaron revoluciones y golpes de Estado; aquí y allá surgieron dictadores o juntas militares, etc. Los precios de las materias primas se desplomaron en el mundo entero e Hispanoamérica comenzó a zozobrar en un océano de papel moneda.
Los hispanoamericanos huyeron de París y "La Nouvelle Eve" cerró sus puertas. Mi viejo amigo recuerda estas cosas con una colilla apagada pegada al labio superior.
—Se acabó el desfile militar y comenzaron a pasar funcionarios anónimos, burócratas insignificantes, politiqueros vulgares, gentes que hablaban por los codos y comían con los dedos. ¿Cierto? ¿No estoy diciendo tonterías? Como ves, el continente sigue desfilando por los Campos Elíseos...
—Y luego vienen las peregrinaciones que recorren diecisiete países en quince días, y los "tours" a plazos, y los estudiantes con beca y el turismo multitudinario y anónimo...
En Hispanoamérica no es factible una novela de sociedad por no existir, como en Europa, sociedades estabilizadas, cristalizadas en estratos, aunque en un continuo proceso de evolución hacia arriba.
Hispanoamérica es un continente geológica y socialmente movedizo, volcánico, sísmico, explosivo, donde nada tiene tiempo de estabilizarse, evolucionar e imponerse. El pueblo es elemental y fuera de él todo parece mentiroso y ficticio. Sin autenticidad del medio y de los personajes, no hay novela posible. Sin embargo, me está entrando la tentación de trabajar el tema de la versatilidad de Hispanoamérica vista desde París y en París, a través de esa sociedad que vivió un momento como una hoguera de paja y luego se redujo a cenizas y a una columna de humo negro. ¿Y por qué no? Se me ocurre una idea... ¿Por qué no bautizarla "El Rey Midas"?
Aquella mañana tibia y dorada del final de la primavera no me había levantado todavía y con los ojos semicerrados escuchaba el confuso parloteo de Nicole. Asomada a la ventana, con una horquilla entre los dientes, se cepillaba la espesa cabellera echada a perder por el agua oxigenada.
—Dentro de quince días París se quedará vacío. Todo el mundo se irá a las playas o a las montañas. El cabaret cerrará hasta el primero de octubre... ¿me estás oyendo?... ¿Por qué no me llevas a Biarritz o a Niza? Yo no me escaparía como los dos "clochards" de ese anciano que es amigo tuyo.
Una nube pesada y gris se detuvo sobre la avenida, cuyos ruidos llegaban ahora próximos y distintos. Mi cuarto se oscureció de pronto.
—¡Qué asco! Va a comenzar a llover.
En ese momento sonó el teléfono. Era Rose—Marie. Su voz clara, cristalina, cantarina, distante... Sentada a los pies de la cama, Nicole tenía un rostro hermético y sombrío. Se había dado cuenta de que yo hablaba con una mujer.
—Te voy a dar una gran noticia. ¿No adivinas? Papá y mamá llegaron a Londres. Dentro de ocho días estarán en París. Ya reservé para ellos y para mí un cuarto en el Hotel Jorge V. ¡Estoy loca de felicidad! ¡Te esperamos en la terraza de Fouquet's!
Cuando colgué el teléfono y le conté rápidamente a Nicole lo que pasaba, alzó los hombros y exclamó filosóficamente:
—Dame algo y me voy.
—Espera un momento —le dije cuando abría la puerta y se disponía a marchar—. La cogí por los hombros, la puse de frente a mí y miré largamente sus ojos oscuros y un poco estrábicos, la nariz pequeña e insignificante, la barbilla partida en dos. Tenía un parecido con Chantal.
Éste es otro problema, no novelesco, sino personal: No me gustan los tipos intermedios y tal vez por eso me sentiría incapaz de escribir una novela de sociedad sobre un continente donde no hay tipos puros, estables, con perfiles precisos. Me gustan las duquesas que lo son de veras, los generales que han perdido o ganado una guerra, los santos españoles, los asesinos italianos, las prostitutas como Nicole y Chantal.
—Si cualquier día, no ahora, sino después, te buscara en el cabaret del pied—noir, ¿te encontraría?... Tal vez te necesite.
—No hacía sino pensar en ti, hablar de ti, verte a través de todo lo que mirábamos y admirábamos —me decía la mujer de mi amigo—. Ustedes, mientras tanto, debían divertirse como viudos jóvenes.
Como la inmensa mayoría de las mujeres bonitas, estaba persuadida de que sus opiniones tenían el peso específico que les daban su belleza y su juventud. Mientras su marido bailaba con mi novia, permanecíamos los dos sentados a la mesa en una "boite" de Saint—Germain des Prés.
—Si piensas formalizar tus relaciones, tendrás que considerar algo que me atrevo a decirte, y que se lo diré a tu abuela a quien pienso visitar a mi regreso. Por cierto que me debes dar la dirección de tu casa, pues nos vamos la semana entrante. Claro está que la familia de Rose—Marie es de las mejores de Chile, y eso lo sé desde hace años, cuando de soltera los conocí en París. Su madre fue, como te habrá contado Rose—
Marie...
—Rose—Marie no me ha contado nada...
—Su madre era una de las mujeres más elegantes de París hace veinte años, cuando esta niña era una "gua—gua", como dicen los chilenos.
¡Era linda, linda, linda! ¡Lo que se dice linda! ¿Me entiendes? Pero esa señora es divorciada de un norteamericano de quien no tuvo familia a Dios gracias. Se casó civilmente, óyelo bien, civilmente, con este señor muy distinguido e importante que es el padre de Rose—Marie.
Esta señora tal vez podría servirme de modelo de algún personaje secundario dentro de mi novela de sociedad, en el caso improbable de que la escribiera algún día. Se me plantearía, con ella, un problema que me preocupa desde hace un tiempo. Ella es una señora burguesa, pero la absoluta inconsciencia de su estado social la priva de todo dinamismo psicológico. Es una Madame Verdurin que ignora a la Duquesa de Guermantes y está contenta de sí misma.
—Tú debes conocer a tu abuela y a tu hermana mejor que yo, pero estoy segura de que ellas pensarán que quien nace en cierto medio, dentro de ciertos principios... ¿te das cuenta?... Si piensas en serio, te aconsejaría que fueras previniendo a tu abuela. Dime: ¿Tu hermana estudió en el Sagrado Corazón, en Bélgica? Eso me contó Rose—Marie. ¡Qué maravilla! ¡Fantástico! Yo debí de conocerla. La he tenido que haber visto mil veces. ¿No vive en la capital? ¡Ah, con razón!... Cuando a la gente le da por vivir en el campo... El reumatismo de tu abuela, ¿dices?
El nivel del mar y el calor, ¡claro!
—¿Y vive el primer marido de esa señora?
—En los Estados Unidos. Entiendo que ella, tan fina, tan elegante, tan distinguida... Ya la verás, la vas a conocer... No pudo resistir la familia de su marido, unos pobres inmigrantes polacos o checos, en fin, una gente muy vulgar que vive en un pueblo de los Estados Unidos. Pero ante la Iglesia y en una sociedad como la nuestra, el americano y no el chileno es su verdadero marido. Tú pensarás lo que quieras, pero tu abuela y tu hermana van a pensar como yo... ¿Una divorciada? Eso sí que no...
Los problemas conyugales de la madre de Rose—Marie me tenían sin cuidado, pero en cambio su inminente llegada a París me ponía muy nervioso.
Si en una imposible novela de sociedad hispanoamericana tratara yo, como lo hizo Proust, de caracterizar ciertos personajes por su vocabulario, tendría que restringir el de esta señora a un centenar de palabras. La repetición del mismo adjetivo, por desconocimiento de multitud de sinónimos, constituye su único recurso literario. Si esa inverosímil novela fuera dialogada, su pobreza verbal y gramatical sería desoladora.
—Te prevengo que tanto el uno como el otro —me dijo Rose—Marie al regresar a la mesa— anticiparon seis meses su venida cuando les conté en una carta que había conocido un muchacho encantador... y no te digo más porque te pondrías vanidoso. Y a propósito, ¿ya te contestó tu abuela? ¿Qué te dice? ¿Me llevarás mañana su carta al café? ¿Le gustaron las fotos que le mandaste? Hay una en que no estoy del todo mal.
Si le pagara los quinientos francos que le debo al botones de Fouquet's, del dinero de mis comisiones en el cabaret sólo me quedarían doscientos francos, suma notoriamente insuficiente para afrontar los gastos de una semana que va a ser muy difícil por la llegada de los padres de Rose—Marie. Mis comisiones en el cabaret del pied—noir van a reducirse casi a cero con el regreso de mi novia. Tendré que pensar, ahora sí, en conseguir algún trabajo. Hoy me falta cabeza para pensar en estas vulgaridades económicas. Cada día trae su afán. "Ved las florecillas del campo que ni tejen ni hilan, y sin embargo, etcétera."
CUADERNO N.° 11
Para escribir sobre el Rey Midas —personaje hispano—americano a quien todo se le convierte en oro hasta el día en que muere de inanición víctima de un cáncer de garganta— necesito echar mano de mi intuición de un mundo y una sociedad desconocidos, y de los recuerdos de don Pepe. Las notas que he tomado en la calle y en el café, sobre personas que parecen personajes, y personajes que resultan personas insignificantes, van a servirme con el nuevo plan, pues dentro del caos del entierro del prócer, el Rey Midas será el aglutinante temporal, actual y momentáneo de todos los personajes. El Rey Midas es un comerciante millonario e inescrupuloso a quien en apariencia todo le sale bien, pero en realidad las mujeres no se enamoran de él, sino de su dinero, y no es a él, sino a su fortuna a quien buscan sus incontables amigos. Su mujer lo engaña con su secretario, sus hijos lo menosprecian en secreto, lo que en otros es natural, en él tiene un marcado tinte de hipocresía. Mi idea consiste en hacerlo triunfar hasta la última página del libro, hasta su entierro en la Catedral con pomposos discursos en el cementerio. Pero a través de los hijos que siguen los despojos mortales de su padre, y de los ministros a quienes él hizo sombra, y de las gentes de sociedad que no le perdonaban su humilde origen y su oportunismo, de la legión de sus empleados envenenados por la envidia y la rebeldía, y de la muchedumbre de curiosos que presenciaban la ceremonia, y de los oradores que hacían el elogio fúnebre del hombre a quien secretamente despreciaban: a través de los asistentes a los suntuosos funerales, resucita, para el lector, la grotesca figura del Rey Midas. Éste sólo aparece muerto, tendido a lo largo de cuatrocientas páginas que componen el libro. Tal como se la admiraba de labios para afuera y se la despreciaba en el fondo del corazón, su vida íntima se despliega en abanico, a lo largo del entierro, refractada en la mente de los asistentes. Y entre lo que se piensa y lo que se dice en voz alta —los hijos se llevan el pañuelo a los ojos pero no pueden llorar, los oradores hablan conmovidos del grande hombre que era un estafador del fisco, los ministros exaltan la probidad de quien era un venal funcionario, las viudas despojadas aprecian públicamente su generosidad pero íntimamente detestan su rapacidad fría, las muchachas exaltan su desinterés pero aún sienten en la carne el azote de su concupiscencia, el cura habla del cristiano ejemplar a quien escuchó una confesión petulante—: en esa multitud de monólogos particulares dentro del diálogo general, se descubre el mortal contraste entre la apariencia y la realidad del Rey Midas.
—¿Cuándo vas a comenzar la novela? —me preguntó don Pepe, a quien le conté mi proyecto—. Me lo encontré cuando él bajaba por los Campos Elíseos en dirección al Consulado y yo daba una vuelta por allí, mientras llegaba inexorablemente el momento de visitar por primera vez, aquella misma tarde, a mis presuntos suegros en el Hotel Jorge V. Nos sentamos a conversar en la terraza de un café.
—Me gusta la idea del Rey Midas, sobre todo me gusta que la acción real suceda en un corto espacio de tiempo, durante el entierro de tu personaje. Eso se presta a que, teniendo en cuenta un breve incidente revelador de una situación, o de un carácter, o de un vicio oculto, o de una tragedia desconocida, tú pintes con una serie de trazos alucinantes al Rey Midas y a su medio social. Yo he observado que al cabo de los años, cuando uno olvida hasta el nombre de sus compañeros de colegio, sólo perdura en la memoria lo que en apariencia no fue sino un vulgar incidente.
Para distraer mi pensamiento de aquella visita que tenía que hacer, procuraba que su atención de viejo, caprichosa y fugaz, se enredara en la intriga de mi novela y en la exhumación de sus recuerdos ya reducidos a cenizas y a detalles "banales pero significativos", como él decía.
—Tu Rey Midas por ciertos aspectos me recuerda al padre de Miguel.
¿Sabes que Miguel... tú no lo conociste? Es un muchacho a quien quiero mucho. Pues Miguel viaja en estos momentos por Italia. Me lo contó ayer el Cónsul y por cierto que estoy citado por él, pues quiere preguntarme algo sobre ti... ¿Tú sabes algo?... En fin, ya me lo dirá...
Pero, dime: ¿No conociste a Miguel?
—Tal vez, no lo recuerdo. Pero ¿me decía usted que mi Rey Midas se parece a su padre?
—También tiene algo de tu futuro suegro. ¿No crees que un hombre tan orgulloso y pagado de sus pergaminos, más que de sus caballos de carreras, hubiera preferido para su hija... ¡espera un momento!... hubiera preferido que tú fueras, pongamos por caso, el hijo natural del Duque de Medina Sidonia? Tú sabes que él desciende de un virrey del Perú y una hija natural de no sé cuál Grande de España... Eso dice, aunque faltaría averiguarlo... Yo conozco, hijo, a los sudamericanos ricos...
¡Ah! Si te contara...
Cuando dejé a don Pepe camino del Consulado, subí rápidamente hasta la esquina de la Avenida Jorge V, y al seguir cambié de velocidad como si me resistiera a llegar a mi propio destino. Me detenía cada veinte pasos a contemplar las vitrinas: una floristería, una tienda de ropa para hombre, una peluquería de señoras, una agencia de viajes, etc. Me sudaban las manos y al mirarme en el cristal de todas las vitrinas me veía tan feo e insignificante que tenía que volver el rostro hacia otro lado. Al pasar despreocupadamente por la terraza de Fouquet's me había abordado el botones. No se atrevería a molestarme si no tuviera que salir de vacaciones con la familia. Se irá el próximo sábado y hoy estamos a jueves. Le dije que el giro me había llegado hacía tiempo, pero se me había olvidado por completo el importe de aquella pequeña deuda. ¿Eran mil, o mil quinientos? Eran sólo quinientos. Mañana pasaría por allí, y él no debía preocuparse.
No puedo soportar el pensamiento de que Rose—Marie llegue a abandonarme o yo me vea obligado por circunstancias adversas a tener que dejarla. Hice un rodeo y descendí a la calzada para no pasar debajo de una escalera apoyada contra el muro. Si me dijeran de pronto que Rose—Marie es hija natural, o huérfana sin amistades ni fortuna, o una humilde provinciana de un miserable pueblo de Chile, sentiría una alegría frenética. Nadie me la podría arrebatar.
Cuando pasé hace un momento ante la vitrina de la floristería, más que en el bello ramo de flores que le había mandado aquella mañana a la madre de Rose—Marie, pensé en los cien francos que me había costado.
Dicen que el oro corrompe el corazón de los hombres, pero eso lo escribió por envidia alguien a quien seguramente le faltaba, como me pasa a mí cuando me preparo a escribir la maravillosa y ejemplar historia del Rey Midas.
Al cruzar la calle poco faltó para que me arrollara un automóvil que atravesaba la avenida. Un patinazo, dos pitazos breves e impertinentes.
Un rostro congestionado en la ventanilla delantera. Una mano enguantada se agitó furiosamente delante de mis ojos. ¡Imbécil!, me gritó una voz vibrante de cólera.
Estaba bañado en sudor y con las manos temblorosas. Al llegar al Hotel Prince de Galles resolví entrar para refrescarme la cara. La tenía pálida y descompuesta, y por efecto de un tic que me suele dar cuando he bebido mucho la noche anterior, me saltaba un párpado convulsivamente.
En la barra del bar pedí un whisky doble, para cobrar ánimos, y lo bebí lentamente, pues quería ganar tiempo. Eran las seis menos cuarto y Rose—Marie me esperaba a las seis en punto en el Hotel Jorge V.
Recordaba estos datos sobre mi filiación: Mi padre, un cafetero millonario que viajaba frecuentemente a los Estados Unidos como gobernador del Banco Mundial. Murió hace seis meses y yo tengo urgente necesidad de regresar para arreglar asuntos relacionados con la herencia. Mi abuela es una gran señora, caprichosa y desde niña acostumbrada a que la mime el mundo entero. Sólo tiene una preocupación en la vida: que. yo sea un personaje importante. Yo quiero ser novelista aunque mi abuela y mi hermana, sobre todo esta última, creen que los libros se deben leer, pero una persona distinguida no los puede escribir.
Pedí otro whisky, pues apenas son las seis menos cinco.
¿Y si la convenciera de casarnos a escondidas? ¿De fugarnos esta misma noche a un pueblo español, o a Venecia, o al Congo? ¿Y con qué dinero? ¡Estoy loco! Lo que yo debo hacer es fugarme, perderme en la marea anónima de un barrio de París, organizar mi vida sobre cosas reales y concretas y no sobre una cadena de mentiras. Los padres de Rose—Marie son personas de carne y hueso, y no personajes inventados por mí, o meras y terribles alucinaciones. ¿Cómo, con qué fuerzas podría afrontarlos si no son personajes, sino personas? ¿Qué pensarán de mí cuando tal vez mañana mismo sepan por el Cónsul que yo soy un fabulador y un sinvergüenza? ¡Ah! Pero Rose—Marie es algo más que un personaje o una persona: es una presencia en mis sentidos, un roce perceptible en mi epidermis, una humedad y una frescura en mis labios, una presión en los dedos de mi mano derecha, una risa alegre y bulliciosa que estalla de pronto en mis oídos sin que yo pueda apartarla de mí y dejarla de oír.
Son las seis y cuarto de la tarde, y a cincuenta pasos de distancia, en el salón del Hotel Jorge V, Rose—Marie comenzará a impacientarse...
—¡Otro whisky doble!
Menos mal que tengo seiscientos o setecientos francos en el bolsillo, pues necesito embriagarme hasta perder el sentido y no pensar en nada. Ya comienzo a ver turbio y la sangre me martillea en los oídos.
—La cuenta, por, favor...
Son las seis y media. Rose—Marie estará en el teléfono, llamándome primero al hotel...
—No está. Desde las once de la mañana no ha vuelto... Luego a la biblioteca de la rue Saint—Guillaume:
—¿Cómo? ¿Quién dice usted? ¿Quiere deletrear su apellido? No, no lo conocemos...
Y al Consulado:
—Hace meses no viene por aquí. ¿Quién lo llama? Y otra vez al hotel:
—No está. Todavía no ha regresado...
Las siete.
—Un whisky y con el botones hágame conseguir un taxi... ¿Son las siete y media? Gracias...
Llegué al hotel de la Avenue Wagram, saqué mi maleta y me trasladé a mi antiguo hotel de la avenue Port—Royal, en el barrio del farmacéutico.
Al ocupar mi cuarto cinco minutos después me tiré boca abajo en la cama y me puse a llorar. Me levanté de un salto y salí a la calle.
Caminaba sin rumbo y a gran velocidad, como quien teme perder un tren. Pasé por largas avenidas que no conocía, y calles y plazas que me resultaban extrañas, y encrucijadas, y pequeños jardines en los cuales no había estado nunca. Atravesé dos veces el Sena y el Canal Saint—
Martin. Al llegar horas más tarde a la Porte d'Ivey, en el extremo sureste de París, rendido de hambre y de cansancio me senté en la pequeña terraza de un bistrot y pedí un sandwiche y un vaso de cerveza. Sólo un par de obreros, con el overol manchado de pintura, se encontraban ante la barra. Debía ser muy tarde porque el patrón, un viejo gordo y lacónico, me dijo que iban a cerrar y no podía servirme un Ricard que le pedí después.
Sospecho que anduve perdido muchas veces. Me orientaba por los planos de las bocas del metro. Hacía escala en los bistrots que estaban todavía abiertos y pedía un Ricard que bebía de un sorbo, sin paladearlo. Un policía me increpó cuando me sorprendió orinando detrás de un automóvil. Tropecé tres o cuatro veces con personas que se dirigían rápidamente a su casa. Algunas, en calles silenciosas y desiertas, al verme de lejos cambiaban rápidamente de dirección o atravesaban la calle para pasar a la otra acera. Mi cabeza era un volcán, me ardía la garganta y tenía los ojos turbios y los labios tirantes.
Arrastraba los pies cuando llegué al hotel con el primer rayo de sol que iluminó los cristales de una ventana en la mansarda de la casa de enfrente. Subí los tres tramos de la escalera casi a rastras, agarrado a la baranda, y una o dos veces me senté a descansar. Recuerdo haber tropezado con una pareja de jóvenes que descendían hacia la calle, y con un anciano ciego que tanteaba el suelo con la antena de su bastón blanco. Una aspiradora eléctrica sonaba y producía golpes sordos en alguna parte. La cabeza me daba vueltas, tenía las sienes empapadas de un sudor frío y pegajoso, y la boca se me llenaba de una saliva amarga.
Si hay gentes buenas en este mundo, bajo las apariencias del hombre más insignificante y vulgar, una de ellas es el farmacéutico. Se preocupa seriamente por mí, pues me ha sorprendido varias veces tirado en el suelo de mi cuarto, semiinconsciente, como si hubiera regresado de un largo y trabajoso viaje por tierras desconocidas. Tiene el temor de que cualquier día, en un momento de desesperación, me intoxique con las píldoras que tomo para poder dormir. Nunca pensé utilizarlo en mi novela por la razón de que en el entierro de un personaje como el Rey Midas, dentro de una concurrencia de personajes importantes y gente de sociedad, un ser como él, opaco y triste, nada tendría que hacer. Sin embargo, pocos días después decidí sacarlo del anonimato, y relatar dentro del procedimiento de los detalles "banales pero significativos", esta aventura que me parece interesante:
El farmacéutico se encontraba entre los concurrentes del entierro, en un rincón oscuro, medio oculto detrás de una de las columnas del templo. Sentía afecto por aquel hombre importante que estaba ahora metido dentro de un catafalco cubierto de paños negros con bordados de plata. Las llamas de los cirios ascendían rectas, inmóviles, como lanzas metálicas. Creía sinceramente que el muerto había sido un hombre honrado y bondadoso. La víspera de su defunción acudió a ponerle una inyección de morfina, como todos los días, y a revisar el aparato del plasma gota a gota con que lo alimentaban. El hombre ya no podía hablar, pero por señas le pidió la libreta y el lápiz que tenía en la mesa de noche. Escribió, con letra muy confusa, estas palabras:
Abra el cajón central del escritorio. Saque cincuenta mil francos... (o dólares, o nacionales, o pesos, o soles, que eso lo definiré cuando resuelva en qué ciudad ha de celebrarse el entierro. Por igual razón, la nacionalidad del farmacéutico todavía está en el aire). Esto, porque una de las primeras veces en que acudió a inyectar al enfermo, le había contado que tenía una novia, como se lo contaba a todo el mundo convencido de que su pobre existencia constituía un tema de conversación apasionante. Pensaba casarse cuando consiguiera un departamento barato y pudiera montar una farmacia propia en los bajos del mismo edificio, más un laboratorio para fabricar un mejunje milagroso contra la seborrea y la calvicie. Para realizar este sueño burgués —en locales arrendados, claro está— aún le faltaban cincuenta mil francos."
Soy sádico con mis personajes y me complazco en atormentarlos para probar su resistencia moral. Lo que estoy haciendo con el farmacéutico ya lo había hecho Jehová con el desventurado Job.
Con las manos temblorosas el farmacéutico comenzó a contar los billetes de banco que se alineaban en el cajón, por paquetes de distintas denominaciones. Andaba en ésas, aturdido por una emoción que le empañaba los anteojos, cuando se abrió la puerta de la alcoba y entró el médico seguido de la enfermera. Dejó entonces el dinero en su sitio y cerró el cajón. El médico lo citó para el día siguiente a la misma hora, y el enfermo lo miró con unos ojos turbios y tristes. Cuando lleno de ilusión regresó a la casa del millonario veinticuatro horas después, uno de los chóferes que conversaban a las puertas del jardín le dijo que no se molestara en entrar, porque el enfermo había muerto hacía veinte minutos escasos.”
Lo único positivo dentro de aquel retorno a la pobreza, era la recuperación de mí mismo en presencia del farmacéutico. Quiero decir que mi abuela y mi hermana volvían a ser lo que realmente eran: gente modesta que vive humildemente en un país desconocido y lejano. Mi padre había readoptado su condición de empleado público, muerto de fatiga y agobiado de deudas y preocupaciones. Y yo era un pésimo estudiante que había desperdiciado una beca, dilapidado una repatriación, gastado un dinero que no me pertenecía, y ahora no tenía un céntimo entre los bolsillos. El no tener que mentir continuamente y construir castillos de naipes para Rose—Marie, su familia, sus amigos y los que había adquirido en mi rápida incursión por el barrio de la Estrella, todo eso me regocijaba dentro de mi amargura, si así puede decirse.
La plaza de Notre—Dame suda asfalto derretido gracias a un sol que apenas se desplaza en un cielo de cobre. Estoy sentado en un duro banco de cemento, bajo la sombra de los árboles, en el jardín de Saint—
Julien le Pauvre. Esta será mi primera noche en el depósito de drogas, un cobertizo destartalado y gigantesco en el Quai de Javel, cerca del Pont Mirabeau. Es uno de los barrios más tristes de París: un comercio de pacotilla, unos bistrots sin carácter, unas feas estaciones de gasolina y unos edificios pretensiosos que no logran alegrar y ennoblecer las calles. Tengo mucho tiempo por delante pues mi oficio de vigilante nocturno —lo consiguió el farmacéutico con sus patrones— no comienza sino a las diez de la noche v apenas son las cinco de la tarde.
Quisiera escribirle una carta a Rose—Marie, pero no me atrevo. La imagino en Venecia, inclinada sobre el parapeto de un puente, mirando un estrecho canal de aguas verdes y quietas que ondulan cuando pasa una góndola por el canal vecino y chapotean en la escalinata de mármol de un palacio viejo. Seguramente estará pensando en mí, cosa natural si se considera que yo estoy pensando en ella. Con la melena al viento y los grandes ojos oscuros y aterciopelados velados por una niebla de tristeza, tratará de descubrir las razones de mi desaparición, de mi fuga, de mi silencio. Un imperceptible soplo de brisa, o un beso fresco y húmedo, me rozan los labios. Siento una ligera presión en la mano derecha. ¿Por qué se fue? ¿Por qué me fui? ¿Por qué me engañé a mí mismo al engañarla a ella?
Cierro este cuaderno y me pongo a estudiar los anuncios por palabras de las páginas rosadas del Figaro" Literario. Me interesa un sueldo fijo con el cual pueda vivir modesta, pero decentemente en un hotel como el de la Avenue Port—Royal, y algo me quede para cigarrillos, café y un vaso de cerveza de vez en cuando... Un vaso de cerveza helada, espumosa, , amarga, refrescante, que quite la sed... Eso es lo que por el momento necesito.
Me trasladé al café del "Petit Pont", al pie de Notre—Dame, siguiendo la sombra de los árboles y el sector más fresco de la calle.
—Una cerveza helada, por favor.
No he podido escribir una sola línea en el cuaderno del Rey Midas. Las notas, los escorzos de personajes que asisten al entierro, el prospecto general, hasta una guía de modelos y "un anecdotario revelador de caracteres", nada de eso me sirve ahora. A la luz de este implacable verano el tema resulta extemporáneo, aunque yo tenga muy claras las ideas sobre la universalidad y la intemporalidad de las obras literarias.
Concebido por mí en un período de exaltación y en un medio desconocido y extraño, el Rey Midas se marchita en esta mesa de café a las seis de la tarde, y resulta anacrónico como estos horribles zapatos de cuero trenzado que me regaló el farmacéutico.
La mayoría de mis notas están escritas en una letra muy confusa, en plena exaltación alcohólica o en momentos de profunda depresión en mi hotel de la Avenue Wagram y después de una noche de fiesta.
Personajes asistentes al entierro:
Embajador hispanoamericano a quien el Rey Midas conocía en París.
Modelo, el embajador chileno amigo de Rose—Marie: menudo de cuerpo, distinguido, cabello gris, .ojos claros, trajes de Saville Road y como toques juveniles un sombrero de alas minúsculas a la italiana y trajes muy claros. Tics: al escuchar hace con los labios un movimiento de succión como si sorbiera las palabras que pronuncia su interlocutor.
¿De qué pueden servirme estos datos puramente físicos y externos? Yo no soy un dibujante, sino un escritor que no conoce sino contados embajadores de carrera.
Del Anecdotario Revelador de Caracteres: Cuando alguien se refiere, por ejemplo, a la conferencia de educación de la Unesco celebrada recientemente en Ginebra, exclama:
—¡Tonterías! Yo asistí como delegado y, como ocurre siempre, de aquella conferencia no salió nada. ¡Descubrí en cambio, un, pequeño restaurante cerca de la placita de la Catedral donde preparan una "fondue a la bourguignone" que no se come ni en París!
Todo eso es falso, más que revelador. Para escribir sobre los duques, se necesita examinarlos crudos, o paladearlos en su salsa, como lo hacía el de Saint—Simon en sus Memorias; o mirarlos desde el punto de vista de quien sin ser duque, tiene alma de ayuda de cámara, como Marcel Proust. Además, hoy no estamos socialmente parados en la roca del derecho divino de Bossuet sino en arena movediza. Ya no hay categorías sociales inmutables y apenas quedan castas en la India, luego no puede haber "Guía de Modelos de Personajes" ni un Anecdotario Revelador de Caracteres.
La terraza del café se va llenando poco a poco de gente. Grupos de aficionados a los libros se detienen ante los "bouquinistes" para manosear papeles viejos. Dos o tres turistas en mangas de camisa toman fotografías de la Catedral. Un ciego, acompañado por un acordeón gangoso, sentado en un taburete canta en una acera del Petit Pont. Del río asciende, en oleadas, una deliciosa frescura. La atmósfera se ha vuelto clara y transparente, más verde la hiedra del parapeto del jardín de la Catedral y la mole de la nave más alta y más gris.
Necesito algo que me permita resolver el gran problema del momento: salir de golpe de la oscuridad mediante un acto literario —mi manera de actuar es escribir— que haga perdonar mis errores y me devuelva a Rose—Marie. Al final de todas mis elucubraciones sobre el porvenir se encuentran sus grandes ojos aterciopelados cuyo color varía con el sol y es sensible no sólo a los cambios atmosféricos, sino a las impercepcibles variaciones de su humor o de su fantasía...
Al levantar los ojos hacia la torre derecha de la Catedral, cubierta de un hormiguero de turistas, tuve la tentación de subir, pero estaba tan abatido por el calor que ni siquiera hice el ademán de levantarme de la mesa. Me vería, o me veré desde allá arriba, como una minúscula figura con una mancha rosada sobre las rodillas. A través de un anteojo la figura se acercaría y cobraría proporciones humanas. Se vería un joven pálido, enflaquecido, mal trajeado, con cierto ardor inteligente en la mirada, que hojea las páginas rosadas de los anuncios por palabras en el "Figaro" Literario. Seguramente busca un empleo, y aspira como Rastignac a conquistar de un solo golpe la gloria, la riqueza, el amor, París...
A mí me gusta desdoblarme para contemplarme con cierta perspectiva; y al pasar por las vitrinas de las tiendas me miro de soslayo para tratar de verme como me ven los demás. Las ideas y las imágenes se atropellan en mi cabeza. Si necesito triunfar rápidamente, mi error es pensar en escribir una obra maestra. Eso lo dejaré para después. La obra maestra no es forzosamente monumental como una catedral, y puede reducirse, como en los Libros de Horas, a las menguadas dimensiones de una mayúscula de códice o de una miniatura. Lo que necesito es escribir una obra de triunfo fulminante, pues no puedo olvidar que, por lo general, las obras maestras se imponen lentamente y se caen de las manos de los lectores ordinarios. La obra de carácter policiaco, con una intriga apasionante, es una fórmula infalible. Necesito un crimen horrendo, un atraco audaz, una violación repugnante cometida por un degenerado sexual. Todo eso atrae a los lectores comunes, a los criados, a las porteras, a los autores de los grandes éxitos editoriales; y para esto me bastará leer atentamente las páginas escandalosas de France Soir o de Ici París...
Ayer recordé a la pobre Chantal cuando el farmacéutico me contó un crimen que se cometió hace dos días en la Place Pigalle y aún está en el misterio. La víctima era una muchacha que hacía "strip tease" en un cabaret como el de mi amigo Juanillo. La policía sigue varias pistas: un antiguo amante recién salido de la cárcel donde purgaba una condena por tráfico de drogas; su marido, a quien había abandonado; y un joven rico, dueño de un automóvil, que la había traído el verano pasado de Cannes, donde trabajaba en los últimos tiempos.
Se me ocurre algo más importante que un tema como tantos otros (y éste de la Place Pigalle podría servirme) y es el procedimiento empleado para el descubrimiento del crimen. Volvamos a la torre. El estudiante que hojea las páginas de anuncios del periódico para encontrar un puesto, en la primera halla el relato del crimen de la Place Pigalle. Le intriga el caso por ser gran lector de novelas policíacas de la Serie Negra. Así como Don Quijote lo fue, en su tiempo, de novelas de caballerías. Y al recorrer lápiz en mano los anuncios, repara en dos o tres que parecen referirse misteriosamente al crimen de la Place Pigalle.
Más que todo se trata de una intuición, pero hay intuiciones geniales como la de Cervantes cuando leía los libros que enloquecieron a don Alonso Quijano. Y sobre esa sospecha, sobre esa hipótesis de trabajo, nuestro estudiante se entrega al análisis de los anuncios por palabras en un número del "Figaro" correspondiente a la semana anterior. Al desmenuzarlos encuentra una clave, un lenguaje cifrado que los asesinos —pertenecientes a una banda de contrabandistas de drogasutilizaban para manejar su negocio y emplearon en la comisión de aquel crimen. Resumiendo: el estudiante buscaba un puesto y en su lugar descubre un crimen, con lo cual gana una buena suma de dinero, conquista un prestigio popular, aparece su nombre en los periódicos, escribe una novela apasionante y recupera, en un dos por tres, como en las antiguas novelas que terminaban bien, el amor de Rose—Marie y una reputación literaria.
Cuando ocupé mi puesto en el depósito de la Avenue Emile Zola, Quai de Javel, eran las diez en punto y la noche era clara.
CUADERNO N.° 12
Mi trabajo consiste en dar una vuelta de vez en cuando por estancias, pasillos y salones abarrotados de estantes, cajas, tambores metálicos, barriles, botellas, que despiden un repelente olor a medicinas acompañado en sordina por un aroma rancio a ratón muerto y humedad. En el pequeño recinto donde duermo durante la mañana, entre ocho y dos o tres de la tarde, fuera de una mesa con cachivaches y papeles de propaganda farmacéutica, hay un sofá desvencijado, una vieja estufa de metal, una caja fuerte para guardar las drogas heroicas y un teléfono que es mi único nexo con el exterior. Paseo de hora en hora, provisto de una linterna sorda. En mi despacho hay una bombilla eléctrica, pero sólo tengo autorización de encender los grandes reflectores que cuelgan del techo de la nave en el caso de que se produzca algo anormal y sospechoso. Caminó más que todo por estirar las piernas y vencer la tentación de dormir que me asalta en las primeras horas de la noche, mientras leo el periódico o escribo en este cuaderno, y sobre todo en la madrugada cuando el barrio todavía duerme y del lado del río comienza a roncar una pala mecánica que carga o descarga arena en las "péniches".
Mi novela avanza rápidamente. En el primer capítulo un estudiante pobre, sin amigos y sin recursos, busca en el periódico el anuncio por palabras que ha de sacarlo de penas. El segundo anda ya por la mitad, según mis cálculos, y relata el descubrimiento del cadáver de la bailarina de Pigalle, tomado casi textualmente de un número atrasado del periódico. Purgué el texto de redundancias y tecnicismos jurídicos que le restaban frescura y autenticidad.
No me gustan el barrio ni la avenida Emile Zola —tampoco me gusta Zola con su naturalismo callejero—, ni los chóferes y los obreros que frecuentan el bistrot, ni el patrón apático y antipático a quien dejé de darle las buenas noches después de cuatro consecutivas en que me volvió la espalda y me dejó con la palabra en la boca.
Hoy se me acercó a pedirme fuego cuando encendí un cigarrillo, un muchacho mejor vestido que los parroquianos del café. Me preguntó si trabajaba en el barrio, pues me ha visto varias veces en el bistrot. ¿Por qué se interesa en lo que estoy haciendo? Con una sonrisa equívoca y un guiño de ojos convencional le contesté que era vigilante nocturno en el depósito de drogas y mí trabajo comenzaba a las diez de la noche, exactamente a las diez, hasta la mañana siguiente. Ya lo sabía, me dijo el tipo. Al llegar mi compañero —el celador vespertino cuyo trabajo termina a las diez de la noche— comprendí que los dos se conocían de tiempo atrás. El muchacho nos invitó a una cerveza. Es muy moreno, tiene un fuerte acento extranjero, cabello negro y ondulado, y viste con una rebuscada elegancia de barriada: camisa de color granate, pantalones ceñidos, anillos en los dedos, pulsera, tacones de bailarín de cabaret. Espontáneamente me habló del crimen de la Place Pigalle.
—Hay drogas de por medio —le dije yo.
—La morfina, la cocaína, la heroína, tienen un precio enorme en el mercado clandestino, y muchas muchachas de cabaret son agentes de los traficantes y proveen de droga a su clientela particular. Yo trabajo de noche en un cabaret y alguna vez conocí a esa muchacha...
¿Y si yo metiera este tipo dentro de mi novela, como uno de los presuntos asesinos de mi personaje? Me entró una vaga sospecha de que pudiera serlo de verdad cuando me contó que conocía a Valerie, la del periódico, y sabía el alto precio de las drogas. Para tenderle un anzuelo, le dije:
—No conozco el precio ni el nombre de las drogas. Me pagan por vigilarlas de noche como a mi compañero por cuidarlas de día.
Mi voz era suave e insinuante para darle a esas palabras sencillas un sentido misterioso y ambiguo. Quería hacerlas significar: Si alguien me pagara más por no vigilarlas, tranquilamente dejaría de hacerlo.
—Yo trabajo en la bomba de gasolina de la Avenue Émile Zola, y de noche en el cabaret, pero quisiera salir de esta ratonera e irme a otra parte.
Me recordó súbitamente a aquel extraño amigo de Chantal que la explotaba como si fuera su amante; aunque podía equivocarme pues no lo vi sino una sola vez en mi vida, la madrugada en que desayunamos con ella, y el marroquí, y Nicole... ¿o se llamaba Valerie?... en el café de la mujer de Juanillo, por los lados de la Gare Saint—Lazare. También aquel amigo de Chantal —y por consiguiente de Valerie o Nicole, su compañera de cabaret— negociaba en drogas heroicas y era un homosexual. Hay coincidencias extrañas, y si París es muy grande conviene recordar que el mundo es muy pequeño.
El asesino de Valerie, la bonita stripteaseuse —el más puro franglais periodístico— no debe ser, no sería dicen los periodistas abusando del futuro condicional— su último amante, el que la trajo de Cannes el año pasado en un lujoso automóvil. Otra pista, la tercera en veinticuatro horas, ocupa a la brigada criminal. Se trata de un bailarín del conjunto, una figura secundaria, con pretensiones pero sin talento artístico, que trabajó alguna vez en ese cabaret de la Place Pigalle...
Observación importante: La enfermedad, la homosexualidad, la afición por el arte, la honradez, la ingenuidad, aun la embriaguez y la locura pueden fingirse y aparentarse, salvo la inteligencia cuando no se la tiene.
La filiación de este nuevo sospechoso —continúa el periódico— a quien la policía no ha logrado capturar, es la siguiente: Alto, moreno, joven, de rostro duro y antipático.
Nota: Yo soy alto, moreno, de rostro duro y seguramente antipático para el Cónsul, aunque lleno de encantos para mi abuela y Rose—Marie.
Mi amigo Miguel es alto, moreno, y cuando monta en cólera se torna duro y antipático. ¿Por qué no emplear los sistemas descriptivos de la literatura farmacéutica? Ésta se basa en la sustitución del lugar común por una terminología técnica extraordinariamente expresiva. No dice ciática, lumbago, azote de sapo, sino polineuritis, encefalopatía, herpes zostes —¡qué bello!—, y parálisis post—poliomielítica, que es una palabra eufónica e impresionante. Cuando el farmacéutico me recomendó "complejo polivalente reforzado de vitamina B" para combatir mi tendencia al alcoholismo, la literatura del frasco —la posología— me entusiasmó de tal manera que en lugar de una píldora con las tres comidas tomaba tres con cada una.
La filiación coincide con la de un joven a quien un testigo vio salir de la casa del crimen (2, rue Couseau, 18). El desconocido franqueó precipitadamente la puerta del inmueble y huyó hacia el Boulevard de Clichy. Tenía una gabardina con las solapas levantadas. El testigo observó unas manchas de sangre que salpicaban el impermeable. Eran las dos y cuarenta y siete minutos de la tarde.
Me produce hilaridad ese afán de precisión cronométrica. Está bien que la tengan el criminalista y aun el escritor, pero al criminal y al lector el tiempo les falta o les sobra, y debe darse el caso de que ni el uno ni el otro tengan reloj a la mano en el momento de leer o de cometer el crimen: Sin embargo los nuevos criminales, aleccionados por el cine, contagiados de la pasión cronométrica de periodistas y policías, cuando cometen un delito consultan el reloj en vista de una posible coartada.
Ésta es una consecuencia de esa pasión cronométrica.
—Está haciendo mucho frío. ¿No tienes un abrigo, una gabardina? —le pregunté a mi nuevo amigo.
—Estaba tan manchada que la mandé a la lavandería.
Me llamaron la atención sus dedos chatos, aplastados, comidos por los ácidos y uno o dos magullados por algún golpe.
Hacia finales de noviembre antepasado el antiguo amante de la bella stripteaseuse salió de la cárcel de Mónaco, donde purgaba una condena por tráfico de estupefacientes. Sin trabajo encontró la pista de Valerie en un cabaret de Pigalle... Estoy casi seguro de que la amiga de Chantal se llamaba Valerie y no Nicole.
—¿No conociste una muchacha que se llamaba Chantal?
—Tal vez... No sé... ¡Tantas chicas pasan por un cabaret!
No insistí para no despertar sus sospechas. Seguía el periódico: "Alain Ricard, su novio más reciente, encontró el cadáver de Valerie a las cinco y treinta de la tarde del viernes pasado, cuando llegó a visitarla en su departamento de la rue Couseau. La muchacha yacía en la bañera llena de agua, con los ojos abiertos. Presentaba equimosis en la nuca y en el vientre, pero no tenía heridas. Alain Ricard declaró en la prefectura, a donde acudió a denunciar el caso, que había conocido a Valerie en Cannes hacía menos de un año, y la había traído a París donde ella encontró trabajo en dos cabarets: el Florida y el Tabaris".
Que podía ser el de Juanillo, pienso yo. Juanillo le cambia frecuentemente el nombre a su cabaret cuando el negocio languidece por cualquier motivo.
“Alain era un muchacho rico, que trabajaba en la firma de su padre, exportador de vinos de Burdeos. Buenos antecedentes, serio, con la sola debilidad muy explicable por la bella stripteaseuse..." Tonterías.
Literatura de tercera página.
El intenso placer que me producían aquellas especulaciones policíacas me hizo olvidar la primera vuelta de inspección a la media noche. Me puse a seguir hasta el final mi hipótesis de trabajo, fusionando, con la admirable lucidez que me producían el frío de la madrugada y mi botella de Ricard, la novela que yo inventaba con la realidad que consignaba el periódico:
El cabaret es el de Juanillo en la Place Clichy. Valerie era la antigua amiga de Chantal. El presunto criminal es el extraño amigo de Valerie y ex amante de Chantal, quien muerta ésta recurrió a la primera para proseguir su turbio tráfico de estupefacientes en los medios alegres de los cabarets de Montmartre. Alain, el último amigo de Valerie, en la novela se identificaría conmigo, pero en el crimen del periódico es un personaje incidental cuyo solo papel consiste en el descubrimiento del cadáver.
Valerie había nacido en Cannes, donde se casó a los dieciséis años; y dos más tarde abandonó a su marido quien la acusaba reiteradamente de mala conducta. En su última escapada conoció al joven alto, moreno y antipático —el muchacho del garaje, no cabe duda— a quien busca la policía activamente desde hace tres días. Valerie trabajaba, por aquella época, en una pequeña boite" de la Croisette. El pasado mes de marzo la encontramos —es el plural ficticio de los obispos y los periodistas— a bordo de un automóvil ID 19, robado, conducido por el amigo íntimo de Valerie en aquella época. Joél Taureau, de veinticuatro años de edad, era muy popular en el medio equívoco de tahúres, morfinómanos, noctámbulos, clientes de cabarets y de prostíbulos de las ciudades de la Costa Azul. Perseguido en el automóvil robado, trató de internarse en Mónaco, pero fue interceptado por la policía. En el baúl se halló un valioso cargamento de drogas heroicas. Joél Taureau fue condenado a un año de reclusión y Valerie excarcelada casi inmediatamente."
Después de unas consideraciones generales sobre las bandas juveniles y las extrañas relaciones que suelen existir entre prostitutas y homosexuales cuando media un interés común —la droga en este casoel periódico traía los siguientes datos que confirmaron mi hipótesis:
1. Cuando Valerie supo que su antiguo camarada Joél Taureau había salido de la cárcel, les dijo a sus compañeras de cabaret: Ese hombre me buscará para matarme. Y Chantal me había dicho algún día: Ese tipo seria capaz de asesinarme si no le diera dinero.
2. Informa la policía de Cannes que el ex marido de Valerie le había propuesto hace un mes —en declaración suministrada espontáneamente al juez de instrucción— reanudar su vida en común. En repetidas ocasiones, según testigos presenciales, la amenazó de muerte si lo abandonaba. Este detalle en mi novela será una falsa pista para desorientar al lector. En la realidad de la investigación debe suceder igual cosa.
Sobre los datos reales, complementados con los anuncios que leía el estudiante, éste llegaría al descubrimiento del crimen perpetrado por el agente de una banda de traficantes de drogas. Esto, en mi novela de "El Crimen de los Anuncios Limitados"; en la realidad yo desenmascararía a Joél Taureau y al farmacéutico y evitaría el atraco del depósito del Quai de Javel. Como decimos los billaristas —y yo lo fui cuando estudiaba en mi tierra— era una carambola a tres bandas.
Aquella noche no me costó el menor trabajo permanecer en vela, y al otro día sólo dormí un par de horas al cabo de las cuales me trasladé a la Avenue Port—Royal para hablar con el farmacéutico. Necesito ganar dinero, le dije, y voy a dejar inmediatamente este puesto.
—¡No cometas tonterías!
—Creo que algo muy serio puede ocurrir en el depósito cualquiera de estas noches...
El farmacéutico se puso pálido.
—He conocido un tipo extraño que trabaja en una bomba de gasolina del barrio... Hace preguntas inquietantes... Le interesa el valor de ciertas drogas que guardamos en la caja fuerte... ¿Por qué no me habías dicho que hay allí drogas muy valiosas?... Como no quiero líos con la policía, prefiero irme. ¡Además, lo que gano es una miseria!
—Te presto estos veinte francos. Esta noche te buscaré en el bistrot y veremos qué es lo que pasa.
—¿Recuerdas el crimen de la Place Clichy?
—¡Claro! Te lo conté hace dos días.
—Gracias por los veinte francos. Esta noche hablaremos.
Borrador de carta a Rose—Marie, mientras llega el farmacéutico:
Desde cuando te perdí para siempre, París adquirió un sentido para mí por ser la ciudad donde nos conocimos tú y yo. Yo veía mil cosas detrás de cada cosa de París, antes de conocerte. Lo veía al través de un centenar de poetas y de escritores que habían deformado mi visión espontánea de la ciudad, condicionándola a imágenes históricas y literarias. Cuando te descubrí en una mesa de La Coupole se me reveló el único París que no es de nadie sino mío, exclusivamente tuyo y de mí. El Sena ya no era el río en cuyas aguas mojó el belfo el caballo de César, sino el recipiente de una mirada tuya excepcionalmente luminosa cualquier tarde en que acodados al parapeto del Pont Neuf seguiste con los ojos un lanchón cargado de arena que descendía hacia Neuilly. La Catedral nació el día en que la levantaste en vilo, en la atmósfera transparente, al señalarla con el dedo desde el Pont des Arts.
Y si hay calles que tienen una luz y un colorido más seductores y enervantes que los de muchas otras, es por la razón de estar ligadas a una imagen o una palabra tuya. Aun en pleno verano y en esta tarde quieta en que se solidifica la luz, París se me ha alejado al extremo límite del recuerdo porque ya no estás tú. París dejó de ser una actualidad para mí desde la noche en que resolví abandonarte. Pero Dios sabe que cambiaría de buena gana los palacios de París, sus museos, el río, los puentes, los parques, los jardines, por un segundo, no más, de tu presencia física, por el contacto breve y leve de tus labios en mi frente que arde quemada por el pensamiento obsesionante de volverte a ver.
Sería más eficaz un telegrama con estas dos palabras: ¡Te adoro!
El farmacéutico llegó con dos personas, una de las cuales —un chofer del depósito de drogas— ni siquiera me saludó cuando me acerqué al grupo.
Era un hombre de mediana edad, gordo, de rostro entre rojo y azul, color de barba sin afeitar y color de vino. Mi amigo el farmacéutico me encontró pálido y ojeroso.
—No es extraño: no duermo ni de día ni de noche y a veces me quedo dormido en las estaciones del metro... Veo que ustedes dos ya se conocían.
—¡Claro que nos conocemos! Joél...
—¿Joél?
—Joél es el amigo de aquella compañera de mi novia que iba a salir con nosotros en la Navidad... ¿Te acuerdas?... ¿No te había contado que ya tenemos una opción para el local de la Porte de Champerret?
—¿Con Joél?
—No, con mi novia.
Joél saboreaba su copa de cerveza sin decir nada. Consultaba su reloj de pulsera, tarareaba una canción entre dientes y llevaba con el pie el compás de una música imaginaria.
—Mi patrón está dispuesto a contratarte como mensajero de la farmacia.
Le hablé esta mañana, cuando saliste de allí. Tendrás una bicicleta y podrás dormir en la trastienda. Son setecientos francos, más del doble de lo que ganas aquí.
—Voy a pensarlo. Hay gentes —miré a Joél con ojo frío y altanero— que trabajando menos que yo ganan mucho más.
—No vayas a creer que mi sueldo es una maravilla —dijo él —. La mayoría de los clientes de la bomba son chóferes de taxi a quienes les gusta exigir propinas pero consideran deprimente darlas. Si no me ayudara con un trabajo que tengo en el cabaret de la Place Pigalle, me moriría de hambre.
—¿Cómo se llama el cabaret?
—El Tabaris. Por cierto que...
—Lo sé muy bien. Por cierto que Valerie, la muchacha que mataron hace cuatro días en la rue Couseau, bailaba en ese cabaret...
—En realidad, la chica no valía gran cosa...
El farmacéutico carraspeó para limpiarse la garganta y escupió en el pañuelo. Yo me guarecí en un silencio hostil, erizado de púas.
—¿Quieres que te preste otros veinte francos? Me los pagarás después, pero tendrás que permanecer aquí quince días, hasta el primero de septiembre, y dar el preaviso en las oficinas mañana mismo.
—Me quedaré los quince días más, no te preocupes... Quiero enterarme de muchas cosas que aún no he podido conocer...
Joél enarcó las cejas, luego miró el reloj... Yo no quería descubrir mi juego antes de tiempo.
—Vengan los veinte francos que me ofreciste, y por mi cuenta otra cerveza...
—Me parece que otra vez estás bebiendo demasiado. Acuérdate de tus amibas...
Comprendí con una extraña lucidez que Joel y el farmacéutico, amigos viejos, estaban complicados en el negocio de drogas heroicas en cuya sucia urdidumbre había dejado el pellejo la pobre Valerie. ¡Si yo lograra impedir el asalto del depósito! Ellos necesitan mi colaboración o mi complicidad, en todo caso tienen que contar conmigo en cuanto vigilante nocturno. Si impido el asalto del depósito y simultáneamente descubro al autor del crimen de la Place Pigalle, al desenmascarar a este par de bandidos, tengo mi porvenir asegurado aun cuando no publique mi novela. En vez de "El Crimen de los Anuncios por Palabras" escribiré "El Crimen de la Place Pigalle". Me froté las manos y llamé al patrón.
—No, gracias. ¡No más cerveza, por favor! —dijo el farmacéutico.
—¿Prefieres un Ricard?
En las novelas policíacas el inspector o el detective comienza por pensar como los criminales y hacer una composición de lugar como los jesuitas. Las horas de mayor silencio en el barrio son las dos, las tres de la madrugada. El metro se suspende a la una en la estación Javel y sólo queda un taxi en la Plaza Mirabeau, que un cómplice podría tomar y alejar de allí con un pretexto cualquiera. Un día a la semana los camiones que acarrean mercancía comienzan operaciones en el depósito a las dos de la madrugada. Joél y el farmacéutico deben tener calculadas estas circunstancias, inclusive mi complicidad bondadosa... y barata. Contarán conmigo para evitar interferencias en la compleja operación de aislar los sistemas de alarma y cargar la caja fuerte de las drogas en un camión de la empresa cuyo chofer —el gordo de rostro azul y rojo— estará estacionado ante la bomba de gasolina de la Avenue Émile Zola. El camión saldrá de París a las tres de la madrugada, llegará a la costa al mediodía y esa misma tarde pasará a Mónaco, donde los jefes de la banda recibirán la droga y la distribuirán a los agentes. Lo que suceda pasadas las tres de la mañana y despachado el camión, ni a Joel ni al farmacéutico podrá quitarles el sueño. A mí sí, pues para justificarme y demostrar mi lucha hasta el último momento, me dejarán atado y amordazado y con un ligero golpe en las narices.
Sentía un ligero malestar y aunque no me atrevía a mirarlos de frente, presentía que los dos me observaban y tal vez cambiaban entre sí miradas de sorpresa. Seguramente habían comprendido que contar conmigo no era fácil.
—Si alguien me ofreciera cinco mil francos regresaría a mi tierra dentro de diez, de doce, de quince días... ¿Tú crees que alguien me ayudaría a conseguirlos?
A pesar del calor, pues se preparaba una tormenta, yo sudaba frío. Pedí otro Ricard...
—¡Por favor, no bebas más!
En aquel momento apareció mi compañero de depósito y me entregó las llaves. El farmacéutico me acompañó hasta la puerta del bistrot y me dijo entre dientes:
—¿Qué te pasa? ¿Te estás sintiendo mal?
—Todo en este mundo tiene su precio, y tú lo sabes: el local para tu farmacia y tu laboratorio... A propósito, me interesa tu fórmula contra la calvicie... Me estoy quedando calvo...
—No hables tan recio. Tu compañero te está mirando mucho.
—Y podría denunciarme y hacerme botar del puesto por borracho, ¿no es eso?
—Cállate, por favor.
—Tú sabes que soy una persona honrada, pero te decía que todo en este mundo tiene su precio... Por ejemplo las drogas... Las drogas heroicas, ¿no te parece? Los hombres como tú y yo, un farmacéutico y un celador, también lo tenemos...
El farmacéutico me sacó del brazo a la calle y me llevó al depósito.
A veces me asalta, no sé por qué, un sentimiento amargo de tristeza.
La ciudad se ha ido amurallando por sectores: me la cierra el temor de encontrarme con personas conocidas a quienes repelerían mi aspecto miserable, mi olor a sudor y a mugre, mis pantalones arrugados y llenos de manchas, mis zapatos rotos, los cabellos grasientos que no me han cortado en mucho tiempo, mi barba sucia y descuidada. No me atrevo a volver a la orilla derecha, por el sector de los Campos Elíseos y la Avenue Wagram. El de Montmartre, escenario del crimen de Valerie, me repele por los recuerdos que en mí suscita. Hay calles y avenidas francamente hostiles, como esas personas a quienes conocimos alguna vez, y de pronto, cuando nos vienen las vacas flacas, nos vuelven las espaldas ostentosamente. Se diría que todas las casas han bajado las persianas para no verme pasar. Cuando me siento en la terraza de un café, el camarero ni siquiera se acerca a mi mesa, pues supone que no podría pedirle nada. Si me dejo caer en un banco del bulevar, al lado de una anciana que descansa mientras llega el bus, no tarda dos minutos en levantarse. Con un profundo desprecio hace el inventario de mi pobreza y me toma por un vagabundo o por un loco. La soledad se espesa en torno mío y yo transpiro sudor y soledad.
Después de vagar y divagar por calles recalentadas por el sol, me siento en un banco de alguna iglesia desierta y silenciosa y me quedo dormido. Cuando estoy especialmente hambriento y fatigado tengo la impresión de que mis recuerdos, igual que la ciudad y mis antiguos amigos, se han desgajado de mi memoria y son proyecciones extrañas que nada tienen que ver conmigo. Me emociona el recuerdo de aquel joven exultante de brío y de imaginación que le contaba proyectos de novelas a una hermosa criatura que se llamaba Rose—Marie. Los veo pasear cogidos de la mano por los muelles del Sena. Cruzan lentamente el Pont Neuf, descienden al jardín del Vert Galant, miran pasar por el río los barcos de turistas y los lanchones cargados de arena; pero no sé si esa muchacha existe de verdad ni si ese joven tiene algo que ver conmigo. Otros recuerdos se han desprendido de mí y flotan en una lejanía brumosa sobre la Place Clichy y la sombría clínica en las vecindades de la Porte de Clignancourt, donde murió Chantal. Nada tengo que ver con esos seres que pasan raudamente por mi memoria como transeúntes por una calle llena de gente, sin volverme a mirar. Y para no dejarme caer en el abismo y mantenerme a flote, he ido soltando lastre, he ido vendiendo todas las cosas que aún tenían un valor comercial, y puedo decir como en un cuento que sabía de niño y ahora he olvidado, que no tengo segunda camisa aunque no soy un hombre feliz. Al final del lóbrego túnel de mi vida, cuando ya no pueda trabajar con las manos ni pensar con mi propia cabeza, a lo mejor encontraré un "clochard" tirado boca arriba en un banco del metro o en la escalinata del Panteón.
En la descripción del crimen de Chantal, heroína de mi novela (su barrio, su calle, su casa, su alcoba, su ropa, su bolso, todo esto en una proyección descendente y gramatical) estoy llegando a un punto muerto. ¿Por qué se me ocurrió la malhadada idea de meter una libreta azul dentro del bolso de Chantal? Es de presumir que en la libreta, fuera de números de teléfono de costureras y amantes, anotaría los de algunos importantes traficantes de droga, complicados en el crimen.
Desde el punto de vista del autor, desapasionado e imparcial, en la reseña de números y direcciones no debe omitirse uno solo: hay que registrarlos todos, pues ni el lector ni el autor saben cuáles son interesantes y cuáles otros eran basura innecesaria. La noche anterior me detuve en ese punto y exasperado pasé al bistrot a pedir una nueva botella de Ricard, pues mi imaginación giraba en el vacío como un satélite sin cosmonauta.
En cambio, el crimen de Valerie marcha en mi análisis viento en popa hacia el descubrimiento final. Parte de una leve contradicción entre dos datos que simultáneamente suministró el periódico el día en que dio la noticia del crimen de la Place Pigalle. Es un detalle clave que debe pasar inadvertido para el lector de novelas, pero en ningún caso para el autor, que habrá de exhumarlo y exhibirlo como cabeza de proceso en el descubrimiento del crimen y en el capítulo final. En la primera información sobre el de la Place Pigalle se decía que un testigo ocasional había visto salir, la mañana en que se cometió el delito, a un joven cuya gabardina tenía unas manchas de sangre. Y al detallar el estado en que se encontró el cadáver de Valerie dentro de la bañera, se anotaba que estaba rígido y con los ojos abiertos, con verdugones y morados en la garganta y en el vientre, pero sin heridas de instrumento cortante.
En la segunda información, dos días después, se agregaba que del examen practicado por el médico forense se deducía que Valerie había perecido ahogada, sumergida violentamente en la bañera donde se estaba bañando cuando llegó el asesino. Éste trataría de estrangularla y le daría golpes en el vientre cuando la muchacha quiso gritar y defenderse. El cadáver no presentaba —según el informe del forenseninguna escoriación, ni una sola gota de sangre. El asesino debió abrir la puerta con una llave falsa, pues la cerradura no estaba forzada. ¿De dónde provenían, pues, las manchas de sangre de la gabardina?
Al releer mis notas sobre el crimen hallé esta información: "Me llamaron la atención los dedos del muchacho de la bomba de gasolina: chatos, comidos por los ácidos, manchados de grasa, y uno o dos magullados por algún instrumento de trabajo".
No resistí la tentación de esclarecer este punto, y anoche abandoné un momento, un cuarto de hora no más, el depósito para ir hasta la estación de gasolina. Joél se preparaba a salir. Lo invité al bistrot y pedí dos cervezas.
—¿Ésta es la gabardina que te lavaron?
—Me quedó casi nueva. ¡Fíjate bien!
—¿Cuánto te cobraron? Yo tengo que mandar la mía a la lavandería.
Todavía está manchada de... de sangre. ¿No te parece extraño?
—La mía estaba lo mismo: grasa de automóvil, pintura y unas salpicaduras de sangre. ¿Ves este dedo, con una uña negra? Me lo cogí con un gato.
—No fue en una puerta, como yo.
Estoy seguro de que fingió no oír mi observación, que era fundamental.
Bebió de un sorbo el resto de cerveza que quedaba en su vaso y salió a escape, casi sin despedirse, pues lo esperaban en el cabaret.
Al analizar por segunda vez milimétricamente —decía el periódico— la habitación de Chantal —digo Valerie— la policía encontró huellas de sangre en la cerradura de la puerta. La portera repitió su información sobre las manchas que había lavado la tarde del crimen en la puerta y a la puerta del 310. De ahí que todos los esfuerzos de la brigada criminal se enderecen a buscar ahora a un joven alto, moreno, antipático, etc., con o sin gabardina pero con un dedo machucado y herido.
De unas noches a esta parte el celador vespertino —un tipo fornido, con dos dedos de frente, quijadas cuadradas y nariz de boxeador— ha dado en venir a horas intempestivas con el pretexto de buscar algo que dejó olvidado. Anoche, al encontrarme escribiendo, me dijo:
—¡Hombre! Un celador escribiendo...
—Si quieres te enseño a escribir: ¡es interesante!
Gruñó, se rascó la quijada y no dijo nada. Le ofrecí un Ricard de mi botella, pero me respondió que entre semana y en horas de trabajo no solía beber una gota. ¿Estará en el secreto? ¿Alguien lo habrá mandado á espiarme? El patrón del bistrot me dijo esta tarde cuando pasé por allí en busca de una botella de Ricard, que el farmacéutico le había preguntado —¿cuándo?— si yo estaba bebiendo mucho. Si no me necesitaran, ¿con qué objeto preguntarían por mí? No puedo continuar.
Me comienza a palpitar la raíz del colmillo.
Algo importantísimo en mi novela —no en la investigación del futuro atraco al depósito— es la clave de los anuncios por palabras que empleaban los traficantes de drogas para comunicarse y pescar clientes incautos. "Ap. 24 rue des Pares Agustins, ofrece colección mariposas tropicales". "79 rue Mont Dore compra ejemplares raros mariposas tropicales." "310, rue Couseau recibió mariposas tropicales." La idea de utilizar a estos bichos como punto de partida de la clave de los traficantes de drogas, me vino un día en que andaba por los lados de la plaza de Saint—Michel. Me llamaron la atención unos ejemplares inmensos, de un verde sombrío, y otros de alas sedosas y tornasoladas que brillaban como gemas dentro de sus cajas de vidrio. Precio de una caja con tres ejemplares, 200 francos nuevos. Es un comercio exótico, especializado y costoso, que podría servir en mi novela como clave de información para los contrabandistas de drogas a través de los anuncios por palabras. Ejemplo: Chantal recibe un envío de heroína e inserta el siguiente anuncio:
103, rue Couseau recibió ejemplares mariposas. Despachos de cuatro a seis.
Joél tiene instrucciones de eliminarla pues se teme que haya caído en las redes de la policía y pueda denunciar la organización criminal:
Urgente. Para liquidar agencia 103 rue Couseau, necesítase experto.
Las palabras recibir, despachar, liquidar, experto, equivalían a órdenes e instrucciones y las direcciones de locales se referían a los, agentes; pero la clave tenía un doble sentido que sólo comprendían los jefes de la organización. Cuando 103, rue Couseau recibía ejemplares de mariposas, Chantal avisaba a sus clientes que tenía droga a su disposición, pero Joél sabía que tendría que vigilarla sin que ella lo sospechara, e inclusive eliminarla mediante una acción criminal.
Presiento, por cierta tirantez en la encía, que me va a doler el colmillo.
Me fatiga la exposición encadenada de hechos menudos que se refieren a acontecimientos vulgares, a cosas sin importancia si se consideran aisladamente: objetos encontrados en el baúl de un automóvil abandonado, contenido del bolso de Chantal o de Valerie, anotaciones en una libreta de direcciones, vocabulario de los anuncios por palabras, etc. Concentrar mi imaginación, que es expansiva y telescópica, en el ocular de un microscopio de laboratorio de investigación criminal, o en la raíz de un colmillo que vibra a la menor caricia de la lengua, es un ejercicio que me enerva. ¿Miguel Ángel habría dejado de pintar el fresco de la Capilla Sixtina —cualquiera de mis grandes novelas abandonadaspara ponerse a dibujar una mayúscula en un breviario religioso? No puedo seguir. Voy a tomarme tres aspirinas y un vaso de Ricard.
A veces me asalta la tentación, sólo la tentación, de dejar de lado mi novela y la investigación criminal para convertirme en un cómplice del farmacéutico y de Joél, y en un delincuente de veras. Tengo más imaginación que ellos dos juntos, y la imaginación es fundamental en la planeación y la comisión de un delito. No sé si estoy cometiendo una solemne tontería al descubrir y denunciar los proyectos del farmacéutico, enajenándome su amistad para siempre. Primero de mensajero en su farmacia, luego de socio suyo en el negocio que montará con el producto del atraco, tal vez conquistaría esa tranquilidad y esa medianía dorada que constituyen para millones de personas el mejor lote de felicidad en este mundo. No me tienta la idea de repetir la existencia hipócrita y mentirosa que llevaba una vez, cuando no era yo quien se sentaba a la mesa de Fouquet's, sino un hijo de familia que gastaba alegremente en París el dinero de un padre complaciente e imaginario que vivía en América... ¡Ay! ¡Este dolor sordo que se me riega como un licor ardiente por todo el rostro!... No puede ser. No puedo meterme en líos con la policía, ni echar a pique mi novela, ni abandonar una investigación que comunicaré a los dueños del depósito para granjearme su reconocimiento, un ascenso de puesto y tal vez una prima cuantiosa. Sería indigno de mí el convertirme en el agente y en el instrumento de un farmacéutico y un homosexual.
—Pasado mañana es primero —me dijo el farmacéutico por teléfono—.
Necesitamos con mi jefe saber si vienes pasado mañana a ocupar el puesto de mensajero. ¿Ya diste el preaviso en la dirección del depósito?
Las oficinas son en la Plaza de la ópera. ¿Contamos contigo? ¿Te pasó el dolor del colmillo?
—No me hables de eso, por favor. ¡Pero, oye, oye un momento!
He perdido el sentido cronológico del antes, el ahora y el después.
Ignoraba que hoy fuera la antevíspera del primero de mes; no me acordé de avisar hace trece días en las oficinas del depósito que me retiraría pasado mañana; no sé a qué día estamos hoy. Esto solía ocurrirme cuando bebía demasiado y no sólo la noción del tiempo, sino el recuerdo de lo que había hecho la víspera se borraban por completo de mi memoria. Pero en una época de perfecta normalidad, como ésta, la incapacidad de apreciar el tiempo me preocupa. Debe ser fatiga mental, excitación nerviosa, o este dolor lancinante, terebrante, que me asalta a veces en el colmillo izquierdo de la mandíbula inferior y por contagio se transmite a todos los dientes y muelas de ese lado. No puedo pensar y el tiempo gotea como plomo derretido en la raíz del colmillo; pero cuando cesa el dolor y me deja tranquilo, caigo en un estado de placidez en que el tiempo desaparece o pasa tan de prisa que no lo siento pasar. Tengo que pedirle al farmacéutico un nuevo frasco de aspirina.
Mi arbitrario horario de comidas contribuye a esta desintegración de mis percepciones cronológicas. Sería incapaz de ordenarlas, de situarlas una detrás de la otra, dentro de una sucesión cotidiana. Ni siquiera puedo utilizar, para esto, las notas de mis cuadernos. En mis cambios de residencia he perdido dos o tres, tal vez aquellos que me interesaban más, pues contenían los planes generales de mis futuras novelas. Menos mal que los últimos, los que relatan el atraco proyectado por Joel y el farmacéutico, están intactos. Los presentaré mañana mismo, primero a los directores del depósito luego a la inspección de policía a la cual seguramente ellos van a llevarme. Tengo que ponerme ahora mismo a ordenarlos, pues al romperse los ganchos que sujetaban las hojas, varias se perdieron y casi todas han cambiado de lugar. Cuando intentaba, si no anotar la fecha en lo alto de la página, por lo menos ponerle un número, no tardaba en perderme.
Iba, por ejemplo, en el 167, pero al cabo de algunos días, cuando después de varios de reposo volvía a escribir, anotaba los números arbitrariamente: 672 o 267 o 762.
Cuando uno no es un personaje histórico como Napoleón Bonaparte, sino una persona del montón dentro de la historia, la cronología es una explosión de vanidad pueril. Si juzgara del tamaño del colmillo por mis impresiones táctiles, diría que tengo en la boca un colmillo de elefante.
Once de la mañana. Estoy en la Plaza de la ópera, ligero de cuerpo y espíritu, en un delicioso estado de beatitud, pues tengo que recurrir al vocabulario de los místicos para expresar lo que siento. No me duele el colmillo, después de una noche larga e infernal. No hace calor; el cielo está despejado y azul. Tengo en la mano los cuadernos de mi novela y las notas en que desmonto pieza por pieza el proyectado asalto al depósito de drogas. Me quedan casi diez francos entre el bolsillo, suma más que suficiente para comprar el periódico y tomarme dos Ricards en este cafecito del Boulevard des Italiens...
Cuando vi en los titulares de la primera página del periódico que se había entregado el asesino de Valerie, el mundo pareció abrirse bajo mis pies. Volví a leer la información recorriendo las líneas con el dedo, pues no podía ver claro. Sentí como si alguien me hubiera robado mis cuadernos y hubiera publicado mi novela con otra firma. Estando a punto de descubrir no sólo el crimen de la Place Pigalle, sino el asalto del depósito, me quedaba con un palmo de narices. El asesino era Joél, como yo suponía, pero no el Joél que suponía yo. Desde un punto de vista puramente técnico, yo había descubierto en mis cuadernos que el asesino era Joel. El que éste, como la equis de una ecuación matemática, fuera el amigo del farmacéutico o una persona distinta, no altera en nada la severidad y el rigor de mi razonamiento. El mío es analítico y el relato del periódico es vulgarmente anecdótico. ¿Por qué me hiciste esto, Dios mío? ¿Por qué todo me sale mal?
La novela no importa. Escribiré otra con un tema completamente distinto, pues a la verdad el género policiaco me cansa, como fatigaría a Miguel Ángel el tallar la cúpula de San Pedro en un grano de arroz.
Digo esto porque la china de la mesa vecina —no me gustan las chinasme está mirando. Acabo de perder una novela y, sin embargo, continúo sentado aquí, en la terraza de un café, sin que ni yo mismo, que tengo la extraña facultad de sorprenderme de todo, en el fondo me sorprenda de nada. A veces, como ahora cuando me acaban de arrebatar una impresionante investigación criminal sin que nada suceda, ni se altere el ritmo de la calle, París me parece frío e inhumano.
A la verdad aquello de los anuncios por palabras nunca acabó de convencerme. Era demasiado elaborado y denunciaba a leguas la influencia de viejas novelas policíacas. Tal vez seducido por el título de "El Crimen de los Anuncios por Palabras, y la curiosidad de semejante procedimiento, mi proyecto de novela se enderezaba a justificarlo. Falta de lógica cartesiana. Con su gran sentido del ahorro, como buen francés, el farmacéutico me hubiera dicho sin necesidad de ser novelista: "¿Y crees tú que existiendo el correo aéreo, y el telex, y el radioteléfono, íbamos a utilizar un sistema tan lento y dispendioso como el de los anuncios por palabras?"
El fantasma de Rose—Marie surgió de pronto en la acera de enfrente —esquina de la Plaza de la ópera con el Boulevard des Italiens— dentro de un apretado grupo de peatones que esperan la luz verde para pasar al otro lado. Su melena oscura tenía un mechón rebelde que de vez en cuando la obligaba a hacer un brusco movimiento de cabeza. Al otro lado del bulevar una cabeza de melena oscura acaba de hacer un brusco movimiento para sacudirse un mechón rebelde que le cae sobre el rostro. El semáforo da paso al grupo de peatones. Con una atención alucinante, sigo la fina silueta que atraviesa rápidamente la calle, al trote elástico y ligero de una potranca del hipódromo. La pierdo de vista entre la multitud. Ahora me la oculta a medias el kiosco de periódicos.
¿Qué se hizo? ¿Dónde está? Rose—Marie... Cuando afloró a dos pasos de mi mesa del café, el fantasma adorable había encarnado en una mujer fea, de nariz ganchuda, diez o quince años mayor que lo que aparentaba de lejos.
—¡Un Ricard! Por favor.
Antes de entrar en el edificio de las oficinas, arrojé en la papelera de la esquina los cuadernos —tres— de mi novela "El Crimen de los Anuncios por Palabras". Esa basura, ¿para qué? ¿Y por qué ante el director de personal no reaccioné como lo había planeado en el ascensor, ni me comporté como un escritor que va a denunciar con nombres y señales la próxima comisión de un delito, sino como un infeliz celador que no ha sabido cumplir con su deber? También es cierto que en el preciso momento en que abría la puerta de las oficinas, el colmillo me comenzó a doler.
—Me evitó el trabajo de mandarlo llamar. Aquí tiene cincuenta francos de bonificación que no merece, y espero no verlo nunca más por el depósito. Usted es un inconsciente y un borracho.
En vez de reaccionar, digo, como pensaba, balbuceé unas torpes excusas. Casi, casi pido perdón con lágrimas en los ojos. Me ardía la mejilla del lado del colmillo enfermo y sentía una espina clavada en la encía. Daba vueltas entre las manos a mis cuadernos, pero no pude gritarle a aquel burócrata frío y grosero que me hablaba con insolencia:
—Usted se equivoca, mi querido señor. Tal vez he tomado uno o dos Ricards de vez en cuando y a veces por cansancio me he quedado dormido. No soy un bruto sin imaginación, como ese gorila que ha venido a denunciarme ante usted, sino un novelista inteligente que en este momento tiene el alma entera palpitando en carne viva dentro de la raíz de un colmillo. Se está preparando un asalto al depósito, y ese bruto seguramente está en el secreto. Entre el farmacéutico que me recomendó a usted y a quien usted también llamó para quejarse de mí, y el empleado de una estación de gasolina de la Avenue Émile Zola, van a asaltar el depósito. Yo, óigalo bien, no quise aceptar los miles de francos que ellos me ofrecieron para comprar mi silencio. No sólo eso.
Yo tengo aquí, en estos cuadernos, el análisis que demuestra teóricamente lo que le estoy denunciando, y vine a pedirle que me acompañe a la policía del barrio, pues el golpe va a producirse de un momento a otro, quizás esta misma noche. La extraordinaria novedad de mi procedimiento consiste en describir con sus pelos y señales un delito que no se ha cometido todavía, para impedir que se cometa. ¿Me entiende?
El dolor del colmillo saltó una octava hacia arriba. No desplegué los labios. A última hora me entró el temor de que todo aquello fuera un subproducto de mi imaginación cuando escribía la novela de los anuncios por palabras. Ésta partía de la base de que Joél era el asesino y al serlo teórica, pero no realmente, se destruía mi hipótesis del futuro asalto al depósito de drogas. ¿De dónde había sacado yo que Joél, un modesto empleado de cabaret, fuera un asesino? ¿Y con qué derecho sospechaba del farmacéutico, que era mi único amigo? París me había despojado de afectos innecesarios, de ideas paralizantes, de juicios prematuros, pero también de humanidad y caridad.
El colmillo vibra como una cuerda de violín, tan agudamente que amenaza romperse.
No desplegué los labios y salí de la oficina mohíno, avergonzado, despedido como un perro, aunque con cincuenta francos en el bolsillo.
En la calle y antes de sentarme otra vez en este café para tomarme dos aspirinas y un Ricard que me levante el ánimo, volví pedazos y arrojé en la papelera los cuadernos titulados "Plan de Asalto al Depósito de Drogas de la Avenue Émile Zola".
CUADERNO N.° 13
Llegué al Panteón desesperado por el dolor del colmillo y con la convicción de que el Ricard que había bebido por el camino para anestesiarme, me tenía lúcido pero no borracho. Un bus descargaba turistas americanos en la plaza. A uno de ellos le llamamos la atención yo y un "clochard" que dormía tirado a la sombra, sobre la acera (nada tiene que ver la ordenación gramatical con cierta jerarquía de valores: no el clochard y yo, sino yo y el "clochard") y por medio del chofer del bus, que era un francés, nos pidió el favor de pasar un momento a la región iluminada por el sol, del otro lado del monumento. Quería tomarnos unas fotografías. Con trabajo le hicimos comprender al "clochard" lo que se nos pedía, y sólo accedió de buen talante aunque mascullando palabras incomprensibles, cuando el chofer, nos dijo que nos darían dos francos a cada uno por aquel trabajo. Nos tiramos en las gradas del Panteón, con la botella de vino entre los dos. Algunas de las muchachas del grupo se tomaban fotografías con nosotros y nos regalaban uno o dos francos. Por no quedarme ya sino muy poco de lo que Rose—Marie solía ver en mí cuando paseábamos de la mano por aquellos lugares y nos deteníamos a observar a algún "clochard" que dormía la siesta a la sombra del Panteón, las turistas preferían a la mía la compañía de ese viejo hediondo y malgeniado.
Al contar y recontar los nueve o diez francos que nos habían correspondido, el hombre se humanizó un poco y resolvimos atravesar la plaza y descender por la cuesta de Santa Genoveva que comunica con el Boulevard Saint—Germain. Entramos en un pequeño bistrot que hay por aquellos lados y devoramos entre los dos fraternalmente una barra de pan con salchichón y bebimos una botella de vino. Yo no comía desde la noche anterior y, el estómago comenzó a alborotarse, por lo cual tuve que salir casi corriendo a desahogarme en un lugar infecto que se encontraba en el patiecito interior. Cuando regresé al bistrot, el "clochard" me preguntó si era español y me aconsejó pasar cualquier día por el convento de unos padres en la rue de la Pompe, donde suministran comida y alguna limosna a los pobres que merodean por el barrio.
Seguimos bebiendo hasta quedarnos dormidos, y por dos francos el patrón nos permitió pasar la noche en aquel patio minúsculo, húmedo, sombrío, maloliente, y lleno de basuras y desperdicios del bistrot. No aquel día, pues, sino al siguiente, con un hambre atroz y un comienzo de diarrea alcohólica que me asaltaba de vez en cuando, obligándome a buscar los cafés más pobres para aliviarme sin pagar propina, me dirigí a la rue de la Pompe. Atravesé el Parque de Luxemburgo, descendí a la rue de Sévres, hice escala en un W. C. del parque frontero al Bon Marché; al cabo de una hora me encontraba atravesando a todo lo largo el Campo de Marte; crucé el puente de Iena, remonté los jardines y por la terraza del Palacio de Chaillot salí a la plaza del Trocadero. Eran casi las dos de la tarde cuando llegué al convento. Me dieron una sopa caliente, aguada y desabrida, y un gran trozo de pan, todo lo cual vino a renovar mis angustias y necesidades. El padre superior se apiadó profundamente de mí y al nombrarle incidentalmente al de la rue d'Assas, me pidió autorización de llamarlo para contarle mis cuitas y pedirle consejo.
Me dolía terriblemente el estómago y había comenzado a arrojar sangre en mis frecuentes visitas al sanitario del convento.
Cuando regresó me dijo que el padre de la rue d'Assas había conseguido que al día siguiente me recibieran en la clínica de un amigo suyo. Entretanto, en la enfermería del convento un hermano lego me dio una poción de láudano y me hizo un toque de yodo en la encía inflamada por el absceso del colmillo. Al cabo de dos horas me sentí tan aliviado que resolví dar una vuelta por aquel barrio elegante que poco conocía.
El padre superior me dio un papel con la dirección de la clínica a donde debería presentarme al día siguiente, y diez francos en nombre del capellán de la rue d'Assas para que pasara aquella noche a cubierto en alguna parte.
Escribo tendido en una cama mullida y limpia, en el cuarto de la clínica cuya sola ventana se abre sobre un jardín interior, rodeado de un alto muro revestido de hiedra. El aire tibio y un rayo de sol entran por la ventana. El primero me acaricia el rostro y el segundo me calienta los pies, pero flota en la estancia un repelente olor a desinfectantes y medicamentos. Me preocupa la brecha que tengo en la mandíbula inferior, un boquete grande y liso por el cual deslizo frecuentemente la punta de la lengua. Me extrajeron, no solamente el colmillo, sino dos muelas contiguas, y silbo un poco al pronunciar ciertas palabras. Me ha crecido la barba y esto me da un aspecto de intelectual, pues además las entradas de la frente se internan profundamente en el centro de la cabeza.
Todo mi interés está concentrado en un proyecto de novela que no puede fallar por la razón de que su origen es una aventura extraordinaria que tuve la tarde misma en que, con paso vacilante, salí del convento de la rue de la Pompe y en vez de subir en dirección al Arco del Triunfo como lo había pensado primero, al tener un breve desfallecimiento de cansancio me metí por la boca del metro. Compré un billete de segunda y mientras aquello me pasaba, me senté en el banco del andén.
El padre me dijo ayer:
—¿No quieres que te traiga una novela que acaba de salir?
—Sólo quienes no son capaces de escribirlas necesitan distraerse con las que escriben los demás.
Sin molestarse, el padre agregó:
—A propósito, ya estarás convencido de que para escribir una novela hispanoamericana se necesita ir allá y no quedarse en París.
Cuando le dije que inmediatamente empezaría a redactarla se puso muy contento y me prometió que uno de estos días vendría a charlar conmigo sobre el problema de Caín y Abel. No me atreví a confesarle que hacía tiempo había asesinado a los hijos de Adán y hasta la carroña de la quijada del asno desapareció calcinada por el sol en el desierto de mi memoria.
La cabeza me daba vueltas lentamente, pero yo estaba en mis cabales y me sentía mucho mejor cuando un trueno lejano anunció la llegada del próximo tren. Abrí la puerta, entré en el vagón de segunda y me senté en el último rincón para no tener a mi lado ninguna compañía.
Tenía la impresión de oler mal, aunque acostumbrado a los efluvios de mis propios humores, sudores, exudaciones, secreciones y otras miserias corporales, había perdido la conciencia de ese olor. Siempre he pensado que el de santidad debe ser una sublimación del mal olor.
Ahora me complacía el que el aroma ácido y húmedo que despedía mi cuerpo, se mezclara y se confundiera con el de los pasajeros que iban en el vagón. Ascendía lentamente hasta mi nariz y se condensaba en el techo del vehículo, pero aquella nube no era homogénea, pues en cada estación se renovaba el personal de los viajeros y los olores antiguos se mezclaban con los nuevos, no menos rechinantes y repelentes. Los hay melosos, ácidos, aceitosos, agudos como estiletes, incitantes como para los perros el que dejan las perras en un charco sobre la acera.
Yo soy una conciencia olfativa que se pasea por las calles, aspirando efluvios imperceptibles para quien no tenga la facultad de captarlos.
Cuando me moría de hambre, lo que más me atraía al pasar a lo largo de las fruterías o las pastelerías, o delante de los restaurantes y los bistrots, no era la vista de ciertas cosas, sino su aroma. Hay telas y pieles cuyo olor me sosiega, y, en cambio, el que despiden los hules, los plásticos, las fajas de caucho, me quita las ganas de comer. No podía pasar por las carnicerías y las pescaderías del mercado sin volver la cabeza, porque me atormentaba su hedor, cuando la vista se hubiera recreado en el rojo escarlata de un pedazo de lomo, o en el azul profundo y el plata luminoso de las truchas y de las sardinas. Con los ojos cerrados distinguía claramente todos esos olores, los presentes y los ausentes, y entre los primeros los que flotaban y ondulaban como volutas de humo dentro de la atmósfera caldeada y espesa del olor general.
Entre Passy y Bir—Hakeim el tren saltó sobre el Sena con un alegre ruido metálico. El río era una lámina azul, con reflejos dorados, inmóvil entre los alvéolos de las orillas. Luego la Torre Eiffel a mi izquierda y a mi derecha un caótico hacinamiento de edificios modernos y mansardas viejas. Una mancha verde en Cambronne, la oscuridad del túnel en Pasteur, y finalmente Montparnasse donde una multitud que venía de la estación del ferrocarril tomó por asalto, con un ardor silencioso, los vagones del metro.
La enfermera entró a tomarme la temperatura y darme unas cucharadas cuyo mal sabor acompaña en sordina los que ella remueve con sus palabras en el fondo de mi garganta.
—¿Un caldo de pollo para la comida? ¿Un trozo de carne asada? El doctor ha dicho que tiene que alimentarse bien.
El sabor del caldo de pollo es tierno y suave y apenas se insinúa en el paladar. En cambio, el solo recuerdo del de la carne asada me hace brincar los músculos de las quijadas. Cuando se han pasado muchos días bajo el tormento de un absceso que crece en la raíz de un colmillo, desgarrando la encía, no hay placer comparable al de dejarlo de padecer. Sentir los dedos finos de la enfermera hundidos en el pelo, y escuchar el chasquido metálico de las tijeras de peluquería, me producía una impresión deliciosa. Cuando después de meses de abandono, de sudor, de cansancio y de suciedad, me sumergí en la bañera hasta el cuello, me estremecí de placer de la cabeza a los pies.
—Dos veces ha llamado una señorita a preguntar por usted. No quiere dejar su nombre. Tiene acento extranjero y una voz muy bonita. El salto que di hizo desbordar la bañera y el agua chorreó alegremente sobre el piso.
—¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?
—Nada, no me está pasando nada.
Cuando me levanté en busca de la salida al bulevar, me sentía débil y mareado. En la calle una ola de calor me dio en pleno rostro. El asfalto de la acera ardía y el café de la estación de Montparnasse estaba abarrotado de gente. En la barra pedí una botella de cerveza helada que bebí de un sorbo; pedí una segunda botella de cerveza; luego un Ricard doble con soda y hielo; en seguida, otra cerveza y otro Ricard.
Mi cuerpo absorbía el líquido como una tierra resquebrajada por el sol.
Resolví regresar al metro en vista de que el sol estaba todavía muy alto. Descendí lentamente las escaleras, aliviado y sin dolor en el colmillo aunque tuviera rígida y pesada la parte baja del rostro. Un grupo de boy—scouts se alejaba a paso de carga, dejando una ancha estela de olor a ropa sucia y a sudor.
¿Con qué objeto este absurdo derroche de fealdades originales que hace la naturaleza en esta época gregaria? ¿Por qué este empeño en producir millones de tipos cuya fealdad difiere de uno a otro, pero en conjunto es igualmente grande? Bastarían tres o cuatro arquetipos de mujer, pues la belleza no depende de su exclusividad y un ramo de flores es más hermoso que una sola flor.
Rostros inertes que han perdido la facultad de iluminarse con una mirada inteligente o una sonrisa que distienda la rigidez de los labios herméticos. Rostros vagos, amarillos, informes, imprecisos, que naufragan dentro de su propia grasa. Rostros mortales, de gentes que se han anticipado a su propio cadáver. Rostros escandalosos y repugnantes, pletóricos de comida y de vino. Rostros arrugados, enjalbegados, pintarrajeados, proyectados hacia adelante por una nariz en forma de proa de góndola o castillo de carabela. Y en la corriente densa y granulada, cuántos cuerpos desagradables y desgraciados, cuántas piernas inmensas y bamboleantes, cuántas pantorrillas hinchadas y varicosas, cuántos brazos rollizos y cortos como aletas que aún no han empezado a encañonar. El amorfo y horrible amontonamiento de personas se integra y desintegra, se coagula y se liquida, se contrae y se distiende con movimientos viscerales, o se arrastra por los túneles convertido en un molusco monstruoso, o es un pulpo que proyecta móviles y escamosos tentáculos a través de los corredores. Y dentro de esa masa viscosa de modelos individual y originalmente feos, ni un solo rostro amable, ni una sola sonrisa, ni un solo amigo, ni un solo ser humano. Si yo cayera de bruces fulminado por un síncope, ese molusco, ese gusano, ese ciempiés, ese pulpo de la muchedumbre se arrastraría sobre mí con sus millares de patas, ventosas, tentáculos y escamas venenosas y urticantes. Nadie se detendría a levantarme. Tal vez el acordeonista ciego que canta en uno de los corredores comenzaría a gritar y llegaría la policía —la contramuchedumbre— para sacarme de allí y tirarme en algún basurero municipal.
La voz de Rose—Marie es cantarina y se apoya en tres notas, mi, sol, fa sostenido, agrupadas en frases distintas, rítmicas y sincopadas. Abrevia hasta darle la rapidez de una semifusa la última nota de la frase, generalmente un fa sostenido. Es una voz aterciopelada, dorada, caliente, en clave de sol. A veces me ocurría que en el primer momento no entendía una sola palabra de lo que me estaba diciendo por quedarme embelesado oyéndola cantar, pues su voz era una invitación al canto desde la otra orilla del teléfono. Cuando el Padre llegó con dos paquetes de cigarrillos —me habían vuelto los deseos de fumar— no me atreví a preguntarle cómo había obtenido dinero para mi regreso al país. Por no ofender mi pudor, él tampoco decía una palabra. Yo ardía de impaciencia, y me urgía saber exactamente lo que había sucedido desde el día en que abandoné a Rose—Marie.
—¿Y si no quisiera regresar, y si resolviera quedarme en París?
—Tú tienes un plazo de la policía para abandonar el territorio francés.
—¿Qué he hecho yo para que me expulsen de Francia?
—¡Qué no has hecho tú para que te expulsen, Dios mío!
—Y si me expulsa el gobierno francés, pero el mío no quiere repatriarme por segunda vez, ¿quién va a pagar mi regreso?
—No hagas preguntas ociosas. Ahora lo importante es que te mejores pronto. Para muchas personas París es una enfermedad, y tú has estado muy enfermo.
Veía el modesto saloncito con su sofá y dos sillas de estilo indefinido, forradas en una tela barata y ordinaria. Veía la mesa del comedor cubierta con un mantel de hule de cuadritos blancos y azules, cuyas manchas e imperfecciones podía detallar con una precisión fotográfica: un redondel negro dejado por una cafetera caliente, una isla de huevo frito, un corte con la cuchilla de afeitar que usaba mi hermana en sus labores de modistería. Veía a papá, sentado en un sillón viejo y destartalado, leyendo el periódico de la mañana antes de irse a dormir.
Y la mesita con una mata de espárrago en el centro geométrico de la estancia, y la pantalla de papel rosado que pendía del cielo raso atada con un cordón cubierto de deyecciones de mosca. Aquellas imágenes me producían una profunda tristeza. Si regresara algún día cambiaría el mantel de cuadritos, y el forro de los muebles, y las oleografías de la sala: un puerto en el Cantábrico, un trineo en un camino cubierto de nieve y una andaluza bigotuda con peineta de nácar y mantón de manila.
Insensiblemente caminaba más de prisa aunque no tuviera necesidad de hacerlo. No podía sustraerme a la presión y la succión simultánea que la muchedumbre ejercía sobre mí. Un negro me rozó al pasar.
Pensé que ni siquiera había tenido la precaución de buscar un amigo de color cuando todavía era estudiante y frecuentaba la rue d'Assas o la rue Saint—Guillaume.
Nunca he tenido verdaderos amigos. He sido un blanco entre los negros y un negro entre los blancos, pues algo hay en mí que distancia a los demás o a mí me impide entrar en comunión con ellos. Los hombres somos espejos que reflejan a quien se inclina a mirarlos, pero no proyectan en los otros su propia imagen. De niño me preocupaba no tanto el que los espejos devolvieran tan fielmente la mía, como el no poder pasar a través de ellos. Y es curioso: acabo de pasar a través de una viejecita que va delante de mí, arrastrándose trabajosamente apoyada en su bastón. Es tan jorobada que no puede mirar de frente, sino torciendo la cabeza y levantando la barbilla capruna con tres cerditas blancas en la punta. Aun no siendo sino un bulto mal hecho de huesos y de trapos, debe pesar diez veces más que la muchacha que la rozó con el ala, como una golondrina en pleno vuelo, con sus pantalones negros y su camisa blanca. Corrí detrás de ella, pero se perdió a lo lejos entre la muchedumbre. Era una muchedumbre silenciosa que ni siquiera producía el ruido característico de las pisadas en el cemento del piso.
Sólo se escuchaba a intervalos regulares el estruendo de los trenes que ruedan por abajo o por arriba del túnel, pues la estación es un queso gruyére perforado por muchas generaciones de gusanos. Me acercaba rápidamente al tapiz rodante, o a alguna escalera mecánica, porque un ruido monótono y regular iba creciendo poco a poco. Para estimular mi entusiasmo me ponía de tiempo en tiempo, o de cuando en cuando —sin saber cuándo había perdido toda noción de tiempo— a perseguir una melena rubia que ondulaba a lo lejos, o una melena roja que fulguraba un instante, o un moño que coronaba, como una voluta de espuma, la corriente de los viajeros.
Dentro del estado de lucidez en que mi espíritu flotaba, el instinto que me sirve para orientarme en la vida rutinaria, funcionaba muy débilmente y en un plano inferior. El haber pasado a través de la viejecita sólo podía concebirse en unos pocos casos que mi instinto —no mi conciencia— descomponía de esta manera:
Primero: La viejecita no es un ser de carne y hueso, sino una apariencia proyectada por mi imaginación.
Segundo: La viejecita es un fantasma despojado de su envoltura carnal.
Tercero: Yo estoy muerto desde hace un rato, tirado en aquel recodo donde un ciego, sentado en un taburete de tijera, tocaba un acordeón y me miró con ojos opacos y lechosos.
Cuarto: Sin proponérmelo, por pura fuerza de inercia mental, estoy inventando una nueva novela.
—No necesito saber quiénes han hecho esta obra de caridad... Torcí irónicamente los labios, del lado del hueco de la mandíbula... la obra de caridad de devolverme a mi tierra, y no en un barco, sino en avión, seguramente en turismo y no en primera clase. Desde la aparición de las prestaciones sociales, la caridad se ha vuelto una actividad de segunda.
Lejos de fastidiarse con mi observación, el Padre sonrió comprensivo.
Estoy persuadido de que piensa, lo mismo que el médico y las enfermeras de la clínica, que padezco un trastorno psíquico. Más que de un colmillo y dos muelas que me extrajeron, y de un ataque de disentería amibiana que me curaron, debo padecer una enfermedad nerviosa y tal vez me asaltan alucinaciones alcohólicas. Dos o tres veces me han sugerido ponerme en manos de un psiquiatra, pero les he dicho que un psicoanálisis en una lengua que no es la mía, sólo serviría para enloquecer al psiquiatra.
—Muchas personas han ayudado a esta empresa de... de rescate. En primer lugar, las autoridades francesas que accedieron a no hacer efectiva la orden de expulsión mientras no estuvieras en condición física de viajar. En segundo lugar el Cónsul, quien se mostró dispuesto a desistir de cualquier acción contra ti —por aquella historia del automóvil de tu amigo Miguel, ¿te acuerdas?— a condición de que abandonaras a París lo más pronto posible.
—¿Quién más?
—Dos o tres compatriotas tuyos a quienes probablemente no conoces.
—Ni me interesa conocerlos. No podría oírlos mentar sin sentir una profunda vergüenza. Usted me comprende...
—Te comprendo.
—¿Quién más?
—Otras dos personas cuyos nombres, por ésas y otras razones, no podría decirte.
Esas dos personas más tenían que ser Miguel y Rose—Marie. Miguel es capaz de tenderme otra vez la mano. En cuanto a ella, el solo pensamiento de que se hubiera interesado en ayudarme no me dejó dormir aquella noche. No podía ser otra, sino ella, quien llamaba diariamente a la clínica sin decir su nombre ni esperar siquiera una palabra de agradecimiento de mi parte. Si a pesar de lo que había sucedido me llamaba, tenía que ser... ¿sería posible?... ¿con qué derecho me atrevía a pensarlo?... ¿y por qué no tendría ese derecho?... tenía que ser por la razón de que, a pesar de todo, me seguía queriendo. El corazón de Rose—Marie, como el mío y como el de todo el mundo, es un órgano caprichoso de cuyo trabajo incesante sólo se percata quien está enfermo del corazón.
La posibilidad de que me quisiera todavía, y puesto que me llamaba sin decir su nombre era la demostración de que todavía me quería, echaba por tierra, de un golpe, la tranquilidad y los buenos propósitos de mi convalecencia. Si al oír mi nombre se ruborizaba sin querer; si al llamar a la clínica su voz se empañaba de angustia; si soñaba en mí; si no podía desprenderse de mi imagen y mi recuerdo, yo no abandonaría a París ni me resignaría a perderla. Trabajaría con las manos, conseguiría una nueva beca, removería cielo y tierra para evitar que me expulsaran de Francia. Me humillaría ante el Cónsul y besaría las manos del Padre de la rue d'Assas, y pediría limosna por las calles... No existe en este mundo sino una realidad, que es ella, e indudablemente ella me quiere todavía. Si no fueran las dos de la mañana, llamaría al Padre para decirle que venga inmediatamente a explicarme por qué, sin consultarme, me van a meter como a una maleta dentro de un avión para llevarme al otro lado del mar, a un país al que no quiero volver.
La enfermera de turno vino a preguntarme por qué no había apagado la luz y me dio unas píldoras con un vaso de agua. Puesta la cabeza en la almohada, un torrente de imágenes pasó ante mis ojos cerrados.
Encendí nuevamente la luz y me puse a escribir...
Volví sobre mis pasos y al llegar al cruce donde había tomado hacia la derecha, resueltamente avancé por el túnel que se abría a mano izquierda, estrecho y lúgubre, bañado por una claridad macilenta.
Aunque me moviera en sentido contrario al de la muchedumbre, ésta no me estorbaba el paso ni yo le presentaba un obstáculo físico. Pero dentro de aquel laberinto interminable no logré encontrar a la anciana del bastón ni llegar a mi punto de partida. Estaba perdido, lo cual no importaba gran cosa, pues cualquier camino lleva a Roma y en las estaciones del metro, aun en las más intrincadas, de pronto y sin saberse cómo, se llega a la puerta de la calle o se tropieza con el "portillon automatique".
Me sorprende esta ausencia de dolores, de sed, de hambre y otras necesidades corporales que me han acuciado durante todo el día. Me siento tan dueño de mí mismo que he resuelto escribir una novela cuyo escenario ha de ser una de estas estaciones del metro donde suceden cosas muy extrañas: desde asaltos de bandas juveniles como el que padecieron un estudiante y su novia en Sévres—Babylone, hasta la desaparición de ancianas dobladas en tres sobre un pequeño bastón y con la barbilla caprina levantada hacia un lado y adornada, en la punta, con tres cerditas blancas. Los empleados que hacen la limpieza todas las mañanas recogen una enorme cantidad de paquetes vacíos, periódicos viejos, billetes perforados, zapatos, colillas de cigarrillos, guantes sin parejas, pañuelos, tacones femeninos y viejecitas que murieron la noche anterior sin encontrar la salida.
Plan de mi nueva novela:
Seguir a un personaje que camina perdido por los túneles de la estación de Chatelet o de Saint—Lazare —las más aberrantes y confusas— y comprende de pronto que está muerto sin recordar cuándo murió.
Descubre con horror que uno de aquellos túneles no lleva a la superficie terrestre, al borde de una avenida flanqueada de plátanos que se esponjan al sol, sino al "portillon automatique" —no verde, sino rojo— del Purgatorio. Yo no creo en el Infierno, por parecerme un castigo desproporcionado e injusto para este miserable gusano que es el hombre. Si Juana de Arco, por amor de Cristo y de los franceses, hizo una carnicería de ingleses y está en los altares, yo que no he matado a nadie no podría ir al Infierno. Si San Luis Rey de Francia..., etc. En cambio, el Purgatorio, como estación de tránsito o de "correspondencia" entre la vida mortal y la eterna, me parece lógico y necesario. Con verdadera complacencia me detuve a examinar la idea de mi novela, sentado ahora en el suelo, ante una pequeña puerta cuyo letrero indicador advertía: "Entrada rigurosamente prohibida".
Recordaba esa rauda impresión de fatalidad que me oprime el corazón cuando pasa el tren a lo largo de estaciones mudas y cerradas hace ya mucho tiempo. Me deprime la visión de los andenes desiertos, y las negras bocas de los túneles, tal vez abiertas a mundos subterráneos y desconocidos. A los cristales de la puerta del vagón hay pegado un letrero que dice: "Peligro de muerte. Abstenerse de abrir la puerta en la estación de Cluny o de Montrouge o de Filies du Calvaire". ¿Quién puede asegurar que los "clochards" dormidos en las bancas de los andenes no están borrachos sino muertos? Quizá los ciegos que tocan el acordeón, con una escudilla a los pies, aún no han abierto los ojos como los gatos recién nacidos. No los han abierto a esa luz espectral que resbala como una jalea amarilla por las paredes de los corredores y chorrea de unas ampollas empotradas en las bóvedas. No es una luz, sino una pus luminosa, y las lámparas de neón son fístulas o abscesos reventados y coagulados hace ya muchos años.
Eché nuevamente a andar en sentido contrario al de la puerta prohibida, y después de navegar torpemente en un brazo de multitud que seguía el mismo camino, canalizado por el muro de una baranda de metal, por el primer portillo que encontré pasé al lado opuesto. Por allí no transitaba nadie. Subí una escalera interminable hasta dar de manos a boca con una puerta cerrada: "Sólo para los empleados del servicio".
Di media vuelta y descendí a saltos la escalera, pero al llegar a su base, un trozo de asfalto gris cubierto de basuras y billetes perforados, me encontré en un lugar completamente distinto del que había abandonado hacía un instante. Al avanzar casi a tientas en dirección de la bombilla amarilla que se apagaba más que se encendía a lo lejos, una alta reja de metal me cerró el camino. Empujado por una fuerza extraña, superior a mi voluntad, pasé a través del obstáculo como si no lo fuera y sólo sentí un sabor metálico en el paladar. Escupí un chorro de saliva amarga. Se me había reventado el absceso y una grata sensación de frescura me corrió por la parte baja del rostro.
—Yo quiero saber si es Rose—Marie quien llama todos los días a preguntar por mí; quiero saber si ella ha contribuido en cualquier forma a mi viaje al otro lado del Atlántico; quiero saber qué piensa de mí. No puedo callar un momento más. Lo mandé llamar con urgencia porque si Rose—Marie, como todo lo indica, me ha perdonado y todavía me quiere, no me iré de París. Si me arrojan de aquí me instalaré en Bélgica o en Italia. Cargaré maletas, lavaré platos en los restaurantes o barreré las calles, sí no encuentro otra manera de ganarme la vida. Si ella me quiere, no habrá poder humano que me aleje de aquí. Insisto en preguntarle, Padre, y usted me perdone por el amor de Dios. La otra persona que me ha ayudado sin que yo lo sepa, con mi amigo Miguel, ¿es Rose—Marie?
Los muertos de París, posiblemente los del mundo entero, vagan un tiempo a ras del suelo mientras se purifican y pueden desprenderse de ciertas imperfecciones terrestres que les impiden remontar el vuelo.
Esto es de una lógica meridiana y debo tenerlo muy en cuenta en mi novela. En el metro, en el bus, en la calle, he encontrado personas muertas hace años con la apariencia de personas vivas. El que esto sea así no tiene nada de extraño. Durante un tiempo más o menos largo, después de la muerte, el ser humano debe conservar ciertas cualidades materiales, o recuerdos de esas cualidades, que lo sujetan a la tierra.
La demostración son los fantasmas: si nadie los ha visto, en cambio todo el mundo ha oído hablar de ellos. Mientras mayor número de años pasó el hombre pegado a este mundo, sujeto a la atracción de la gravedad, circunscrito por la extensión de la materia, limitado por su impenetrabilidad, mayor trabajo le costará desprenderse de lo que —ya sin vida— podría llamarse prejuicios corporales. Tal vez al comprobar ese extraño fenómeno sentirá cierto sabor metálico como el que me abrasó la garganta cuando al filtrarme a través de la reja se me reventó el absceso del colmillo. Y otra observación importante: hay fantasmas de viejos y de personas maduras, pero nadie ha visto el de un recién nacido. Un lastre de reumatismos, parálisis, lumbagos, ciáticas, tumores, varices e hidropesías, gravita en la memoria visceral del anciano y lo pega a la tierra con la apariencia de la vida. Los que veo entre la muchedumbre tienen un rostro seco y apergaminado y unos ojillos lechosos. Imagino que muchos de ellos ya saben que están muertos, pero todavía arrastran los pies para sentir en las plantas la áspera caricia de la corteza terrestre y pedestre, antes de remontar o descender a una vida sin cuerpo.
Una vez curado del ataque traicionero de unas amibas que tengo incrustadas en alguna parte, el médico se ha dedicado a fortalecerme con inyecciones y píldoras, y sobre todo a apaciguarme el espíritu. En vista de esto último, y mientras me ve algún psiquiatra en mi tierra, ha aprobado y estimulado mi idea de anotar mis imaginaciones y experiencias en estos cuadernos.
La enfermera de turno volvió a decirme hoy que mi enamorada misteriosa había llamado a preguntar por mí.
—¿Por qué no me pasan la comunicación?
—Ella se niega a hablar con usted.
Cuando el Padre vino a verme, indignado ante su reiterado silencio, lo miré de hito en hito y le dije, mordiendo las palabras:
—Buscaré a Rose—Marie aunque tenga que salir desnudo por las calles.
Usted no puede impedirlo.
Enarcó las cejas, arrugó la frente, me estrechó cariñosamente una mano con las suyas y me prometió darme cuantas informaciones quisiera la próxima vez, tal vez al día siguiente. Antes tiene que hablar con alguien, pues no está autorizado para hacerlo.
¿Quién ha dispuesto que entre la muchedumbre de muertos circule cierto número de vivos para guardar las apariencias? Yo sería un vivo entre los muertos, como esa muchacha que camina delante de mí con paso rítmico y menudo, provocativa y por lo tanto real: largas piernas, caderas de mórbida redondez, nalgas ceñidas, esculpidas, diseñadas por la tela de la falda. Al pretender tocárselas discretamente, por pura curiosidad metafísica, volvió la cara y me dio una bofetada que desató un relámpago doloroso por todo mi cuerpo, desde el colmillo hasta los pies (en realidad yo no soy sino una inflamación, una supuración del colmillo): luego, dentro de esta macabra muchedumbre, ni ella ni yo estamos muertos. Pero es irritante que no exista un sistema que permita distinguir los vivos de los muertos. Deberían colocar letreros explicativos, inclusive luminosos y en varios idiomas, pues el metro de París está atestado de extranjeros así como está lleno de muertos, y éstos son extranjeros entre los vivos. Los letreros dirían, con una tremenda fuerza persuasiva: "Las puertas que se abren al revés de como el ciudadano vivo y consciente piensa que deberían hacerlo, las direcciones prohibidas sin razones plausibles, las barandas ilógicamente discriminatorias, las repelentes talanqueras metálicas, las estaciones donde se corre peligro de muerte, todo eso es del dominio de los usuarios muertos." Si ese señor de orejas amarillas y en abanico que se desliza delante de mí sigue como yo pienso hacerlo por el túnel de dirección prohibida, es porque no está vivo. Sólo los muertos pueden violar las indicaciones para los vivos, pero convendría explicárselo para evitar que alguna vez —y esto debe ocurrirles con frecuencia— se pierdan en el metro. El colmillo me duele atrozmente —luego estoy vivo— por culpa de la bofetada que me dio esa insolente Venus calipigia cuando quise cerciorarme de que no estaba muerta.
He decidido evadirme de la clínica, ponerme en comunicación con Rose—
Marie y viajar a Italia o a Bélgica donde buscaré algún trabajo. Tengo que resolver ciertos problemas urgentes que no puedo esquivar:
Primero: Lograr que el Padre me traiga la ropa y los zapatos que me ha prometido.
Segundo: Estudiar la manera de evadirme de aquí utilizando algún procedimiento que no despierte sospechas.
Tercero: Conseguir una pequeña suma de dinero que me permita pasar a Bélgica o Italia y atender los gastos de los primeros días. Esto será lo más difícil de todo, aunque podré pedirle al Padre unos cincuenta dólares con el pretexto de que ni los zapatos ni los trajes me los puede comprar, y puesto que han de ser para mí conviene que los compre yo mismo.
La silueta de mi padre, encorvado, de espaldas, desgarbado y vacilante, me resultaba inconfundible. La tenía grabada, impresa en la memoria desde hacía muchos años. Me acerqué trabajosamente a esa insólita aparición, doblado en dos porque el estómago se contraía dolorosamente cargado de materia en descomposición que pugnaba por encontrar salida. De más cerca se precisaban los rasgos y las apariencias familiares: el abrigo negro, delgado, brillante, con visos verdosos en las hombreras; el sombrero de forma anticuada y de color amarillento, echado hacia atrás sobre la nuca. Las enormes orejas de elefante erizadas de pelos. Llegó el momento en que percibí el olor viejo del abrigo, a gasolina barata, a humo rancio de mal tabaco y a pedazos de pan que llevaba siempre en los bolsillos junto con un periódico viejo y una novela policíaca.
Una corriente lateral, proveniente de un túnel adyacente, me apartó de mi padre cuando ya estaba a punto de alcanzarlo. Al volver la cabeza a todos lados para descubrirlo entre la muchedumbre, lo vi de frente, diez o veinte pasos detrás de mí, con la cabeza inclinada sobre el pecho. No había la menor duda de que era él, con su frente manchada y amarilla, sus ojos miopes detrás de los cristales empañados y su nariz de grandes huecos obstruidos por una mata de vello. Los labios se desgonzaban en las comisuras y las mejillas estaban cubiertas de una áspera sombra gris.
Mi padre sólo se afeitaba y se bañaba los domingos. Entre semana le faltaba tiempo para llegar a la oficina, aunque ya en ella le sobrara, pues no tenía nada que hacer. Aunque le hice tres o cuatro señas con la mano no pareció reconocerme. Yo sabía que él estaba muerto, y muerto hacía un año, pero probablemente él lo ignoraba todavía y ahora vagaba por el metro seguramente en busca mía. No era fácil que me reconociera, pues no nos veíamos desde hacía cuatro años y mis hombros se han ensanchado y me he dejado crecer la barba. Una onda de lava derretida me invadió los fundillos de los pantalones. Cuando quise correr para alejarme de aquel fantasma siniestro, se me atravesó en el camino una señora gorda que se deslizaba trabajosamente hacia adelante. Tuve un sobresalto de alegría al vislumbrar al otro lado del portalón automático la alta bóveda de la estación y el andén atestado de pasajeros que esperaban el tren. La manera de caminar que tenía aquella señora, tal vez atormentada por ciáticas y reumatismos, me recordó a mi abuela crujiente y bamboleante cuando los domingos se alejaba por la calle desierta en dirección a la iglesia del barrio. Era mi abuela, con su perfil infantil reabsorbido en una espesa capa de grasa.
Reconocí su olor tierno y maternal, y con una precaución infinita, más con el pensamiento que con la mano torpe y temblorosa, quise hacerle una caricia en el hombro. Ella volvió a mirarme al sentir en la nuca el cálido aliento de ese hombre extraño que debía ser yo, barbudo, sucio, mal vestido, a quien los ojos le brillarían como ascuas. Respiré tranquilo cuando comprendí que me había equivocado y aquella gruesa señora de mirada hostil y ojos agrandados por una sombra azul, no podía ser mi abuela. Si no lo era, no estaba muerta y le di gracias a Dios por mantenerla viva a mil leguas de este purgatorio de París.
Tendré que cambiar de táctica en relación con el Padre, pues la última vez estuve irascible e imprudente. Le dije que había resuelto quedarme en París o en otra ciudad europea. Por el contrario, debo mostrarme dócil y sumiso. Inclusive la próxima vez voy a pedirle que llame al padre de la rue de la Pompe para que venga a confesarme. Esto desarmará cualquier sospecha o prevención que haya podido tener sobre la seriedad de lo que él llama mi convalecencia de París.
Una vez en Italia, o temporalmente en Bélgica, y ya restablecida mi conexión con Rose—Marie, para comenzar conseguiré una colaboración en aquella revista de Chile de cuyos directores ella es personalmente amiga. Le escribiré sin demora a mi hermana para enviarle tres o cuatro notas que desgajaré de estos inútiles cuadernos. Sobre la promesa de que regresaré cuando mi colaboración esté asegurada, le pediré que hable personalmente con el director de algún periódico y me consiga trabajo. Mis notas tendrán que interesarle. Además puedo escribir unos reportajes con personalidades europeas y enviar informaciones de primera mano sobre la actividad de los agentes comunistas entre los estudiantes latinoamericanos de París.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, el buen Padre traía un gran paquete bajo el brazo. Contenía unos pantalones seguramente un poco grandes, o tal vez pequeños para mi talla, y un par de zapatos.
—Tendrás que comprar dos trajes uno de estos días, tal vez la víspera de tu viaje. Te mandaré un muchacho del Centro para que te acompañe; pero antes conviene que te levantes y comiences a dar unas vueltas por el jardín.
Un aire fresco, cargado de aromas vegetales, soplaba a través de la ventana abierta. El Padre se sentó en el sillón al lado de mi cama, cruzó las manos por detrás de la nuca, estiró las piernas y empezó a contarme que aquel trágico día no había ido por mí inmediatamente al convento de la rue de la Pompe, pues tenía una visita importante.
Cuando llamó otra vez, en el convento le dijeron que yo había salido a la calle. Se alarmó mucho y durante varias horas anduvo con uno de sus pupilos de la rue d'Assas por los alrededores del Trocadero. Regresó a su casa desesperado, dándome por perdido. Avisó a la policía que un muchacho enfermo, al borde de una crisis nerviosa, vagaba por las calles de París. Dio mi nombre, datos sobre mi aspecto físico y la información complementaria de que yo llevaba en un papel la dirección de la clínica situada por los lados de Levallois.
No dejé al Padre terminar su relato, pues me interesaba antes que nada saber por cuál razón él me andaba buscando desde hacía tanto tiempo.
—¿No quieres que te cuente ordenadamente cómo pasaron las cosas?
—No me interesa. Soy un lector de novelas que se salta páginas para llegar más pronto al desenlace.
—Como quieras. Hablé esta mañana en el Hotel Jorge V con Rose—Marie, y conocí a sus padres, que son personas muy distinguidas. Por cierto que...
—Sí, sí; pero ella, ¿qué dijo?
—Ella sabía que tarde o temprano tú te enterarías de sus llamadas a la clínica. Por el Cónsul y tu amigo Miguel supo que estabas muy enfermo.
Hace un mes, por lo menos, ellos me habían llamado para saber de ti, ¡pero yo ignoraba dónde te habías metido!
—Pero ¿qué dijo Rose—Marie? ¿No me odia? ¿No me desprecia? ¿Ya sabe quién soy yo? Puesto que me llama todos los días es por la razón de que...
—¡Espera!... Ella me dijo exactamente estas palabras:
Yo seré feliz el día en que sepa que él ya no está aquí y se ha ido a rehacer su vida con su familia y en su tierra...
—No puede ser...
—¡Un momento! Te decía que cuando tú llegaste a la clínica llamé al Cónsul para contarle que habías aparecido, y las condiciones en que te había encontrado la policía.
—No puede ser, no puede ser...
—El Cónsul sintió una profunda lástima por ti, y con Miguel y con esta niña, que tiene un espíritu cristiano, organizó una colecta entre tus compatriotas...
—¿Con ella, dice usted? ¿Entonces también ella...?
—Organizó una colecta entre tus compatriotas para pagar los gastos de tu regreso y de tu enfermedad.
—¡He debido morirme en la estación de Chatelet! ¡He debido matarme!
—¡No digas tonterías! —exclamó levantándose de un salto y plantándose delante de mí con las piernas abiertas y los puños en la cintura—. Tú tienes una familia que te necesita y te espera. Tú tienes veintisiete años. Tú tienes la vida por delante...
—Pero no tengo a Rose—Marie.
—Tú puedes borrar, más tarde o más temprano, los malos recuerdos que dejaste en París. Si eres un hombre de veras, vete; si no eres sino un pobre diablo, ¡quédate! Te ayudaré de todos modos, aunque ante el Cónsul que pidió tu expulsión de Francia y ante la policía francesa sería muy poco lo que podría hacer por ti...
Sonaba rabiosamente un timbre en la casilla del inspector, en mitad del andén. Me aturdió el estrépito de un tren que llegaba por la línea contigua. El que pensaba tomar dejó un reguero de viajeros que no tardaron en desaparecer tragados por los corredores, pero en aquella hora pico de salida de fábricas y oficinas el andén se llenó otra vez.
Pasaron dos trenes más. Unos se dirigían a barrios lejanos, a campo abierto, donde el sol debe bañar las altas mansardas grises embadurnándolas con una capa de aceite. Otros se internarán en el fondo de la tierra, como lombrices o gusanos. De aquí parten simultáneamente los trenes de los vivos y los muertos, y me aterra el pensamiento de equivocarme. Pero yo no estoy muerto, ni voy a morir, sino enfermo, febricitante, con el vientre henchido de un licor que se fermenta y destila fuego en mis venas y al chorrear me abrasa la piel.
Pasaré la noche en un pequeño hotel por los lados de Levallois, en la estación terminal, y mañana temprano llegaré a la clínica donde me pondrán una inyección que me refresque las sienes y me haga dormir, dormir, dormir...
Otra vez me devoraba la sed, pero en aquel andén no había un grifo de agua que pudiera saciarme. El mundo giraba a toda prisa dentro de mi cabeza y los rieles del tren relucían en lo hondo con un reflejo siniestro.
Podría tirarme de cabeza cuando la luz roja del convoy apareciera en la boca del túnel. Acabaría de una vez con estos sufrimientos y sabría exactamente si todavía estoy vivo o si no soy sino un muerto reciente que atraviesa la zona tormentosa en que el espíritu lucha por sustraerse a una existencia nueva, descarnada, descorporalizada, sin aparato nervioso.
Al margen de las perturbadoras impresiones e imágenes que me asaltaban y del pujo que de tiempo en tiempo me mordía el estómago, pensé en que tal vez estaba imaginando más que viviendo una novela.
Mi padre arrastrando los pies detrás de mí y mi abuela jadeando al lado mío eran supuraciones de mi imaginación irritada por la fiebre. Si la estación de Chatelet no fuera sino una encrucijada de la vida y la muerte, si fueran reales y no ilusorios estos túneles ciegos que se prolongan indefinidamente para conducir a los vivos a la entrada prohibida de la muerte, hace años que la dirección de los ferrocarriles metropolitanos hubiera demolido estos lugares. Como los marinos que en tierra firme sienten ondular bajo sus pies el piso de la calle, o los aviadores que al descender en picada ven que la tierra les salta a las narices, cuando dejamos de escribir los escritores padecemos impresiones imaginarias. Yo soy un escritor enfermo que padece alucinaciones novelescas. La fiebre me hace hervir el cerebro y lo que yo tomo por la realidad no es sino mi imaginación que se evapora en fantasmas. Pasó otro tren y por más esfuerzos que hice, mentales antes que físicos, no pude penetrar en el vagón y quedé nuevamente por puertas. Me sentí perdido sin remedio. Pensé en un segundo de lucidez que si no estaba muerto estaba a punto de morir. El timbre de la caseta del inspector atronaba el andén. La gente se arremolinaba en torno mío. Por encima y por debajo de mí un eco lúgubre se multiplicaba en los túneles y los corredores. El portillón automático se cerró con un chirrido siniestro. Oí gritos entre la multitud y en mi cabeza estalló un volcán de luces de colores. Pensé que, desesperado como estaba, me había arrojado a la carrilera del metro. El piso del andén subió vertiginosamente hasta mí, golpeándome la frente, y no puedo recordar nada más porque perdí el conocimiento.
CUADERNO N.° 14
Alas dos o tres vueltas por un camino enarenado que bordea las tapias, me sentí muy cansado y me senté en un banco, al sol. Éste era apenas tibio. El verano declinaba. Las hiedras manchaban de un rojo de color vino tinto las tapias del jardín. El follaje de los grandes árboles del parque se doraba o se ensombrecía como los camaleones y sus troncos se despellejaban. Tenían el prado cubierto de hojas secas. Por el caminito se paseaban en bata o en pijama unos cuantos enfermos. Una familia —el padre, la madre, los hermanos— rodeaba a un niño con las dos piernas forradas en monstruosas envolturas de yeso. Era una víctima inocente del último accidente dominical.
El domingo pude caminar sin ayuda de la enfermera y pasé el día entero en el jardín, anotando cosas en estos cuadernos. Le escribí a mi hermana y le mandé una selección de páginas para que entregue en el periódico. Le pedí que no me contestara antes de recibir una nueva carta mía con mi dirección en alguna ciudad europea. Le dije que otra vez había estado muy enfermo pero que la novela que estaba escribiendo —suspendida mientras me curaba— era sencillamente sensacional. No tenía la impresión de escribirla, sino de que se escribía sola.
El lunes anduve por los corredores de la clínica, metiendo las narices en todas partes, dentro de un mundo extraño y deprimente de salas frías y blancas, muebles de hule desteñido, cuartos de los que sale rápidamente una enfermera con una aguja hipodérmica en la mano, y personas que hablan bajo, con aire fúnebre, en algún corredor. Un lamento se escapaba por la puerta entreabierta de un cuarto. Colgado al pomo de la cerradura, un cartel advertía que estaban prohibidas las visitas. En el cuarto de enfrente entró un señor con un ramo de rosas y al entreabrir la puerta se escuchó el chillido de gato de un recién nacido. Los corredores con su tapete de plástico gris, las enfermeras vestidas de blanco, los médicos que circulaban con tapabocas y guantes de caucho, el carro metálico cargado de instrumentos niquelados que rodaba con estrépito en alguna parte, todo eso me tenía el alma en el puño. Afuera llovía, y no podía salir al jardín. En mi cuarto me ahogaba, y además tenía necesidad de hacer ejercicio para fortalecer las piernas.
El martes vino un muchacho del Centro, simpático y mucho menor que yo, con quien fuimos en taxi hasta las Galerías Lafayette para comprar mis dos trajes. El muchacho —un ingenuo estudiante de ingeniería, gordo y bonachón— me entregó cuatrocientos francos que le había dado el Padre para mis compras. Conseguí un vestido de un paño delgado (sección de saldos, ropa de confección para caballero, cuarto piso) que podría servirme tanto en invierno como en verano. Le dije que por el momento no quería medirme ni buscar nada más, pues la aglomeración de gentes y el ambiente caldeado me ponían nervioso. Al salir otra vez a la calle nos sentamos en un bistrot de la esquina. Al pedir una segunda copa de cerveza, el gordo me preguntó alarmado, receloso, si el médico me permitía tomarla. Se enroscaba y desenroscaba un mechón en la mitad de la cabeza, se quejaba de su soledad en París y sentía nostalgia de su tierra, de sus amigos, de su familia, de su casa.
Quería perfeccionar sus estudios con una beca que le había dado el gobierno francés, pero regresaría a América lo más pronto posible. Me envidiaba, pues dentro de una semana, exactamente seis días —lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado, día en que tomaría el avión a las diez de la noche— estaría de regreso en mi tierra y en mi casa.
—¿No te atormenta la nostalgia? —me preguntó con una sonrisa triste, enroscándose y desenroscándose aquel sufrido mechón en la coronilla de la cabeza. Se escandalizó cuando le dije que sentía una nostalgia al revés y de lugares que todavía no conocía: de las ruinas del Partenón sobre una colina calcinada por el sol; de Estambul reverberando a la orilla del Bósforo y ensartada por el alfanje del Cuerno de Oro; de Nápoles que rueda de los hombros del Vesubio hasta el Mediterráneo azul; y de Venecia, tallada en un colmillo de elefante y suspendida sobre una laguna del Adriático.
—¿Has viajado por todos esos lugares?
—¡Nunca! Mi nostalgia es un producto de las tarjetas postales y los carteles de las agencias de turismo.
El gordo comprendió que yo estaba a punto de pedir una tercera copa de cerveza y me rogó que partiéramos. Descendimos las escaleras de la estación Chaussée d'Antin, con la intención de seguir hasta el puente de Levallois y tomar un bus en aquel lugar hasta la clínica. Era medio día y la boca del metro absorbía centenares de empleados que regresaban a almorzar a su casa. Filas interminables se formaban ante los portalones de los andenes, esperando paso. El gordo me llevaba del brazo y yo sentía los gruesos dedos sudorosos a través de la tela de mi camisa. Le dije que prefería apoyarme en el suyo a que él atormentara el mío con los dedos, pues me sentía todavía muy débil y me mareaba esa muchedumbre silenciosa. Me miró alarmado, me arrastró a un corredor lateral, semi—vacío, y me propuso remontar a la superficie de la avenida para tomar un taxi.
—¡Yo te invito, yo pago! —me dijo.
Ante mi negativa me tendió el brazo, doblado con fuerza como si se tratara de sostener un bulto de cemento, y al mezclarnos con la muchedumbre que corría hacia el extremo del corredor, me confesó que las estaciones de metro le producían un malestar insufrible.
—No comprendo por qué tan pocas personas se suicidan en el metro.
Conozco casos de estudiantes que se han suicidado con gas, o tirándose de un quinto piso a la calle. Durante meses no han tenido con quién cruzar una sola palabra. ¿Sabes que el año pasado se suicidaron cuatro estudiantes en París?
—Pero, ¿no te has enterado de que hay en París quinientas mil mujeres que vagan solas por las calles, de las cuales muchas tienen que ser jóvenes y bonitas?
—Y, ¿dónde están esas mujeres bonitas que se encuentran solas en París? Yo no conozco todavía la primera.
Hablaba agitando los brazos, congestionado, con la frente perlada de sudor. Yo lo escuchaba sumisamente, esperando sin impaciencia mi oportunidad.
El gordo tenía la molesta costumbre de caminar diez pasos y detenerse, pues no podía pensar ni hablar sino en reposo. A mí me sucede todo lo contrario. Pienso mejor mientras camino, como si la actividad corporal estuviera en mí íntimamente relacionada con el movimiento ascensional del espíritu. El esfuerzo muscular que hacía el gordo para desplazar aquella ingente masa de carne, le impedía pensar.
—bla, bla, bla, bla!
Lo dejé con la palabra en la boca y escapé rápidamente por el primer corredor lateral que se abría a mi derecha. Trepé de cuatro en cuatro peldaños una escalera interminable; torcí a la izquierda; me detuvo una traba metálica que abría en sentido contrario al que yo imaginaba; retrocedí hasta la base de la escalera; seguí la flecha que indicaba la salida al exterior, al Boulevard Hausmann. Tenía casi trescientos francos en el bolsillo y el paquete con mi traje nuevo. Tenía los pantalones recién estrenados, aunque me quedaran estrechos, pues el Padre que los había comprado tenía una triste idea de mi estatura; y mis zapatos todavía relucían. Tenía, en fin, la libertad y el mundo por delante. Al salir al bulevar tomaría un taxi para trasladarme a la estación de Austerlitz. Al último momento había pensado que me convenía más pasar a España y detenerme en San Sebastián. Para España no se necesita visado y yo llevaba mi pasaporte en el bolsillo.
Podía servirme un certificado sucio y arrugado del tiempo en que me matriculé en la facultad de la rue Saint—Guillaume. Más que en Bélgica, en Italia o en Suiza, en España podía encontrar algún trabajo de oficina, o gestionar una beca en el Instituto de Cultura Hispánica. En San Sebastián deberían encontrarse centenares de hispanoamericanos ricos e ingenuos pasando el verano, y desde hace años tengo la ilusión de volver a ver toros.
El torrente de pasajeros que circulaba por los corredores en sentido contrario al que seguía yo, me impedía andar de prisa. Cuando llegué a las pesadas puertas metálicas de la salida —ya sólo me faltaba subir unos veinte escalones para encontrarme en la calle— me detuvieron un grito, un juramento —y una mano que me agarró violentamente por el brazo—. Era el gordo, jadeante, congestionado, sudoroso, con los ojos desorbitados e inyectados de sangre.
Estallé en una risa convulsiva cuando subimos en el taxi y logré, al fin, desprenderme de la pesada garra que me sujetaba el antebrazo.
—Me sentí mareado y quería salir a la calle en busca de aire.
—¿No querías arrojarte a la carrilera del metro? ¿No querías escapar?
¿Me lo juras? ¿Te sientes bien?
Al llegar a la clínica, donde tenia el propósito de tirarme en la cama a descansar un largo rato, el gordo me ofreció comprarme el traje que no había querido probarme.
—Como te parezca —le dije.
—Cuando llegues a tu tierra y a tu casa lo puedes arreglar si te queda largo de mangas.
Dormí dos o tres horas de un tirón, con la cabeza vacía, sin imágenes, sin recuerdos, sin sueños, sin ideas, y al despertar me puse a escribir un borrador de carta para Rose—Marie. Me costó un inmenso trabajo. Se trataba de decirle, con las debidas precauciones y los eufemismos necesarios, que yo estaba convencido de que ella todavía me quería.
Conozco a las mujeres, y sobre todo la conozco a ella. El hecho de que hubiera llamado todos los días a preguntar por mí cuando supo que me encontraba enfermo, contradecía las palabras que me había dicho el Padre y con seguridad no se ajustaban al sentido que ella había querido darles. Y puesto que estaba persuadido de que todavía me quería, y yo la adoraba con un ardor renovado, pensaba que cometeríamos un crimen contra la naturaleza si nos dejáramos separar por quienes nos querían condenar a una eterna desgracia.
Rehice dos y tres veces aquella primera parte, pues aunque las ideas fueran claras y los razonamiento inobjetables, la delicadeza con que tenía que exponerlos, apenas insinuándolos, me planteaba serios problemas de redacción epistolar. Yo no sé escribir cartas.
En la segunda parte le decía que en vista de lo anterior, y después de meditar en su situación y en la mía, había decidido permanecer en Europa y concretamente en España. Allí reorganizaría mí vida descuadernada y ociosa. Le exponía mis planes de actividad periodística, con una exageración venial al declararle que ya tenía un contrato de colaboración muy bien pagada en el mejor periódico de mi país y en una revista española. Lo único que le pedía era que, antes de partir yo, me escribiera cuatro palabras a la clínica. No me atrevía a llamarla por teléfono. Temía que al escuchar otra vez su voz nada ni nadie en el mundo pudiera arrancarme de París, y por obedecerla y no contrariarla había resuelto marcharme. Besé la carta y le hice dos o tres cruces con el dedo antes de cerrarla, como lo hacía mi abuela con las suyas, pero más por agüero que por religiosidad. La enfermera —la gorda, menos curiosa que la bonita que me había cortado el pelo— la echó en el correo automático aquella misma mañana. Mientras tanto, cavilaba en un nuevo procedimiento de fuga para el día siguiente.
El gordo me llamó cuando yo daba vueltas por el jardín como un león enjaulado. Se le había presentado algún inconveniente y sólo podría venir el día siguiente a la clínica. El Padre me mandaba decir que dentro de un rato me haría una visita para despedirse de mí, pues se marchaba a Lourdes con una peregrinación de señoras. No debía preocuparme de nada. Ya estaba arreglada la cuenta de la clínica, el gordo haría las compras que aún me faltaban, el portero del Consulado con una carta del Cónsul pasaría por mí para llevarme al aeropuerto, etc. Había que llenar una formalidad desagradable pero imprescindible.
Con el portero y el gordo vendría un agente de la seguridad con el objeto de registrar mi partida.
El médico en persona me dio unas píldoras tranquilizantes para que pudiera dormir. Me puse a escribir en este cuaderno el capítulo culminante de mi novela, cuando enloquecido por el hambre y la soledad el protagonista se tira de cabeza a la carrilera del metro en la estación de Chatelet. No había escrito diez líneas cuando me quedé profundamente dormido.
Desperté muy tarde al día siguiente. El gordo y el portero del Consulado daban vueltas por el cuarto metiendo mi ropa y dos o tres libros que tenía, dentro de una maleta de cartón que uno de ellos había traído.
—Tienes que apresurarte —me dijo el gordo—. El avión sale dentro de dos horas.
—Pero, ¡si es muy temprano!
—Son las siete y los viajeros deben estar en Orly a las nueve. El avión sale a las diez de la noche. ¡Si yo pudiera irme contigo!
—¿No me ha llegado una carta? ¿No me trajeron una carta mientras dormía?
El portero y el gordo se miraron desconcertados. El gordo metió las manos en mi maleta y se puso a arreglar y desarreglar febrilmente, sin necesidad, las camisas y los trajes que se encontraban allí. El portero me dijo sin mirarme :
—La señorita le mandó decir conmigo que su carta no tenía respuesta.
En el automóvil se encontraba un funcionario, tal vez un agente de policía vestido de civil, que apenas me saludó llevándose dos dedos a la frente. Me colocaron entre el funcionario y el gordo, y el portero se sentó delante con el chofer. Ni siquiera me conmovió la noticia de que "la señorita fue esta mañana al Consulado y luego salió con el Cónsul y otro señor a almorzar en la Embajada de Chile". El gordo hablaba del tránsito de París, especialmente denso y difícil en las salidas hacia los aeropuertos. ¡Tonterías! Dentro de mí no hay nada, fuera de un tremendo vacío. Es como si me hubieran extraído las muelas de los recuerdos, las ilusiones, los sentimientos, las esperanzas, las ideas, y tuviera la encía de la memoria monda y lironda. El tiempo se había estirado y adelgazado y estaba a punto de reventar. Lo que me pasó ayer, hace dos días, hace cuatro, se ha alejado a una distancia infinita.
Lo que hice hace tres meses, hace cinco, hace seis, no se refiere a mí, sino a una persona extraña que sólo físicamente tiene alguna semejanza conmigo. Me despedí con displicencia del portero y el gordo, y al agente le volví la espalda cuando me depositó en la cabina del avión. No sentí la menor impresión de angustia al atarme el cinturón de seguridad y persignarme maquinalmente; ni cuando en un extremo de la pista trepidaron las alas y se encabritó el avión como un caballo de carreras que espera la señal de partida.
Ya en el aire se inclinó sobre un ala y comenzó a volar en silencio. Por el micrófono alguien explicaba alguna cosa primero en francés, luego en inglés, finalmente en español. Con el rostro pegado al cristal de la ventanilla, mi vecino de asiento dijo que se veía a lo lejos y en lo hondo un resplandor rojo que podría ser París.
FIN
París, diciembre de 1964 — marzo de 1965