LOS VIAJEROS DE LAS GAFAS AZULES (Juan G. Atienza)
Publicado en
septiembre 23, 2012
I
Durante muchos días, el fenómeno pudo ser contemplado por los televidentes de todo el mundo. Ocurría siempre del mismo modo: Por la noche y precisamente en la hora en que la luna se encontraba en el cenit, sobre uno u otro hemisferio. No importaba qué tipo de programa se estuviera retransmitiendo; pero era más corriente que tuviese lugar dentro de un programa de los que atraen especialmente la atención de gran número de espectadores. En medio del programa, sin que mediase causa justificada, la emisión se interrumpía, exactamente igual que cuando hay un corte de luz. Pasaban unos segundos de silencio y luego, muy poco a poco, la luz volvía a los aparatos. Pero era una luz extraña, como fantasmagórica. Y de entre esa luz surgía el rostro del Hombre Silencioso. Miraba a cada uno de los que le miraban a él durante unos segundos, como si la televisión se hubiera convertido súbitamente en una máquina para ser observados. Cada espectador que vio al Hombre Silencioso tuvo una y otra vez la seguridad absoluta de que le miraban a él y a nadie más que a él. Sus ojos grandes y saltones se paseaban despacio por todo el horizonte de la pantalla televisora y su frente amplísima y despejada, que le daba un aire concentrado, obligaba a todos, quisieran o no, a guardar silencio durante el tiempo que duraba su presencia en las pantallas.
Eso duraba medio minuto, a veces un minuto entero. Luego, la figura del Hombre Silencioso desaparecía lentamente, se hacía de nuevo la oscuridad y, pasado un segundo, la transmisión normal se reanudaba.
Fue inútil que las autoridades policiales de todo el mundo tratasen de descubrir lo que creían una emisora pirata. La Interpol y los cuerpos nacionales de policía tuvieron que rendirse a la evidencia de que se encontraban ante un hecho sin aparente explicación posible. Porque no podía existir en el mundo ninguna emisora pirata de televisión que pudiera interferir según su conveniencia horaria a todas las demás.
Y porque no era eso solamente. La presencia del Hombre Silencioso, según se fue sabiendo a lo largo de los días en que su imagen fue haciéndose familiar a los televidentes de todo el mundo, no se manifestaba únicamente en la pequeña pantalla. Eso ocurría en los países cuyo desarrollo les permitía poseer emisoras propias de televisión. Pero en los países aún subdesarrollados de África, de Asia y de Oceanía, la imagen del extraño ser apareció una y otra vez en las grandes pantallas cinematográficas de los locales públicos. El modo de aparecer era muy similar: de pronto, en medio de la proyección de cualquier película, la imagen se oscurecía, desaparecía el sonido y surgía en la pantalla el rostro escrutador del Hombre Silencioso, mirando detenidamente a todos y cada uno de los espectadores. La cinta cinematográfica, según manifestaron una y otra vez los operadores de las cabinas, no dejaba de correr, al menos en apariencia. Luego, la imagen del extraño ser se difuminaba y seguía la proyección de la película interrumpida en el mismo sitio donde había surgido la interrupción. Por supuesto, la cuidadosa revisión de las cintas no condujo a ningún resultado positivo. La película no estaba cortada en ningún sitio y ese minuto «en blanco» no aparecía por ninguna parte.
Al cabo de pocos días, los hombres de todo el mundo se habían familiarizado con la imagen del Hombre Silencioso y cada día se esperaba pacientemente su aparición. Lo que en un principio causó extrañeza y luego terror, se convirtió pronto en un motivo de diversión, mezclado a cierta misteriosa admiración hacia aquel hombre que sabía burlar todas las investigaciones policiales y hacer inútil todo intento de descubrir su paradero. Al fin y al cabo —ésa era la conclusión que la humanidad había sacado— sólo parecían ser objeto de curiosidad por parte de aquel hombre de frente despejadísima y ojos que parecían profundizar hasta el alma de los que se sentían contemplados por él. Bien, si no pasaba la cosa de ahí, se podía perdonar e incluso se podían hacer bromas a costa del Silencioso.
Ese estado de cosas, sin cambios aparentes, duró aproximadamente quince días. Luego, la curiosidad del Silencioso fue restringiéndose. Primero, fue el Continente Americano el que quedó libre de su presencia. Luego, la Unión Soviética. Dos o tres días después, en Asia dejaron de ver su rostro ya casi familiar y, al cabo de una semana, había desaparecido de las pantallas cinematográficas de los jóvenes países africanos.
Por unos días siguió apareciendo en las pantallas de televisión de la Vieja Europa, tanto oriental como occidental. Luego, la imagen del Hombre Silencioso —ya todos le llamaban así— dejó de verse al norte de los Pirineos y de los Alpes. En Italia se mantuvo durante unos días más. Luego se vio sólo en España.
Los espectadores españoles de la televisión fueron los que durante más tiempo disfrutaron de su presencia. Casi un mes, día más o menos. Los técnicos en televisión y la policía siguieron investigando, tal vez por inercia, puesto que inconscientemente sabían que no había nada que hacer y que nunca sabrían de dónde procedía la emisión que interfería los programas. Los periódicos siguieron ocupándose del extraño sujeto, pero cada vez en páginas más interiores. Un producto capilar dio a la efigie del Hombre Silencioso el slogan de su producto, reproduciendo su cabeza casi calva en todos los periódicos, junto a otra reproducción en la que esa misma cabeza había sido cubierta con una peluca semejante a la de ciertos jovenzuelos cantores del Reino Unido.
Y fue así como el rostro escrutador del Hombre Silencioso traspuso las pantallas televisoras y se metió en los hogares, en cada cuarto y en cada instante. A través de la imagen del periódico, los mismos ojos escrutadores miraban fijamente a quien le miraba, a cualquier hora y en cualquier circunstancia. El espionaje del Hombre Silencioso pareció extenderse así más profundamente todavía.
Poco a poco, el radio de visión del Hombre Silencioso se fue restringiendo también en España. Al cabo de una semana más, sólo fue visible en Madrid. En esta ciudad, el spionaje se hizo más intenso que nunca, si cabe. Apareció en las pantallas de televisión y en los cines, una y otra vez a lo largo de tres días. Una tarde, al abrir los periódicos, los lectores se encontraron con una página entera ocupada por la inmensa fotografía de un ojo. Las redacciones de todos los rotativos pudieron demostrar fácilmente que ellos no habían impreso aquello: Si era así —y no había ya que dudarlo— ¿qué pintaba aquel inmenso ojo que se clavaba en uno hasta atravesarle apenas había abierto el diario? Nunca supo nadie cómo aquella página se había introducido allí, pero no faltó quien fuera mal pensado y esperase ver, al cabo de unos días, el anuncio cuya publicidad había adelantado la gran fotografía del ojo. Naturalmente, eso no ocurrió.
Y un buen día desapareció también de Madrid aquel fenómeno y todos los demás que llevaba aparejados. Todo el mundo olvidó lo ocurrido, poco a poco.
Todo el mundo menos Pedro Rivas.
II
Ustedes se preguntarán que quién era Pedro Rivas.
Créanme que lo siento. Desde que comencé a escribir este relato, estoy deseando presentárselo a ustedes. Y lo haré muy pronto, desde luego. Pero antes, tengo que presentarles a La Gran Sofía.
La Gran Sofía era una calculadora electrónica. Ya saben ustedes lo que es eso. Mejor dicho, ya habrán ustedes oído hablar de esos artefactos que está produciendo, cada vez más perfeccionados, el cerebro humano. Una calculadora electrónica comenzó siendo, hace ya años, una máquina de sumar. Hoy es bastante más que eso, porque sus funciones se han extendido de tal modo que las hace semejantes a verdaderos cerebros. Por ejemplo, usted quiere hacer un puente, pongamos por caso. Los cálculos que tendría usted que hacer partiendo de los datos y de los materiales a utilizar le llevarían posiblemente un centenar de días. Bien: La Gran Sofía puede resolverle el problema en cinco segundos. Otro ejemplo: usted es miembro del gobierno y tiene que hacer un plan de desarrollo económico partiendo de una serie de premisas: capacidad del suelo, posibilidades industriales, materias primas, mano de obra, divisas, terrenos cultivables, cerebros directores, etc., etc.
Bien: usted toma todos esos datos, los convierte en tarjetas perforadas por el sistema que utilizan los técnicos de la calculadora, mete usted las tarjetas en La Gran Sofía y pasado un tiempo que es aproximadamente la diezmillonésima parte del que usted hubiera empleado, y sin error posible, —lo cual no puede asegurarse de usted— la calculadora arroja un resultado que es, sobre poco más o menos, todo el plan.
Una calculadora como La Gran Sofía vale millones, ¡cientos de millones! Por eso, generalmente, la gente —y al decir gente me refiero a laboratorios, empresas industriales, universidades y hasta gobiernos— no pueden permitirse el lujo de tener una calculadora particular en propiedad, sobre todo una calculadora de tal potencia como La Gran Sofía. Por eso, la casa constructora la conserva en propiedad y, en lugar de ponerla a la venta, la alquila para los distintos trabajos para los que se hace absolutamente necesaria. La calculadora tiene sus técnicos especializados y por las manos de esos técnicos operadores pasan los datos que ellos convierten, según la conveniencia, en tarjetas perforadas o cintas magnéticas, las cuales son introducidas en la calculadora para que ésta suelte la inapelable información o los resultados más estrictos, las selecciones más absolutas y los datos más fidedignos.
Pedro Rivas era uno de los técnicos operadores que estaban al cuidado de La Gran Sofía. Por sus tarjetas perforadas habían pasado centenares de problemas, muchos de ellos tan extraños que habrían parecido absurdos a una mente menos acostumbrada a lo insólito que la suya. Por sus manos habían pasado estadísticas, series biológicas, estructuras moleculares, física nuclear, planes de aranceles, proyectos económicos, reestructuraciones sociales y empresariales, series cristalográficas, precios de piensos compuestos y ¡vaya usted a saber cuántas cosas más! Datos, datos y más datos, que La Gran Sofía tragaba incansable y soluciones exactas, soluciones al milímetro, a la millonésima de segundo, a la décima de céntimo. Todo exacto, perfectamente codificado, como debe de ser la estructura de la vida moderna.
Pedro Rivas tenía treinta y un años, un «seiscientos», un piso de renta antigua, un sueldo muy acomodado a sus necesidades y un aspecto físico de regular atractivo. Vivía para su máquina sin que la máquina le sorbiera el seso, le apasionaban los problemas y las soluciones fidedignas de la Gran Sofía. Trabajaba a gusto, con amor a aquella máquina y a las otras máquinas que había ido conociendo hasta entonces, progresivamente perfeccionadas, puestas al día año tras año. Sabía que La Gran Sofía no sería la última que manejaría. Sabía que, un año después, o dos a lo sumo, habría salido al mercado una máquina más perfecta, capaz de solucionar problemas que hoy aún eran insolubles.
Por ejemplo, el problema del Hombre Silencioso. Las autoridades habían entrado en contacto con los fabricantes de las calculadoras, tratando de que una de ellas llegase a la solución acuciante de aquellas misteriosas interferencias en la televisión, en el cine y en los periódicos de todo el mundo primero y del país después. Se juntaron tantos datos que habría sido imposible cargar con más la memoria de La Gran Sofía: frecuencias de onda, resistencia de materiales, potencial de las estaciones, horarios, tiempos, características de la transmisión pirata, watios, amperios, voltios, ohmios, culombios, estructuras moleculares, estructuras catódicas, distancias posibles de emisión, ángulos de contacto, características de satélites estratosféricos... Todo, absolutamente todo, combinado, variado y permutado cientos de veces y siempre con el mismo resultado: información insuficiente. La máquina no daba ninguna solución. Y tenía que haberla. ¿Pero dónde?
Durante semanas, alquilada la máquina por el Estado para este problema, Pedro Rivas vivió totalmente pendiente de él las ocho horas reglamentarias de trabajo y las horas extraordinarias que fueron necesarias. Siempre la misma respuesta: información insuficiente. Las cosas estaban claras: no podía ser, era totalmente imposible que una emisión pirata, siquiera de un minuto de duración, pudiera interferir todas las emisoras del mundo, tantos cines; era imposible que pudieran surgir por arte de birlibirloque los extraños ojos que aparecieron en todos los periódicos de la Península, era imposible que aquello viniera de un satélite americano, o soviético, o chino... Todo era imposible, improbable, inverosímil. Y, sin embargo, estaba ocurriendo y el noventa por ciento de los habitantes de todo el mundo lo había visto.
Pedro Rivas también lo había visto. Incluso el primer día. Lo recordaría mientras viviese. Era precisamente el día en que Marisa cumplía veintitrés años y le habían invitado a cenar en casa de ello. Marisa era su novia, claro. Luego les hablaré de ella, porque en esta historia tiene tanta importancia como Pedro. O más, tal vez... Sí, bien pensado, Marisa es mucho más importante que Pedro, porque ella...
Perdonen, iba a adelantarme a los acontecimientos.
Decíamos que Marisa tenía veintitrés años. Tenía también unos padres que fueron rentistas hasta que esa profesión se convirtió en una entelequia. Pero como el padre tenía amigos en todas partes, consiguió que la muchacha hiciese un cursillo y se colocase con un buen sueldo en la delegación española de la empresa constructora de calculadoras más importante del mundo. Sí, la misma donde trabajaba Pedro. Allí se conocieron, muy cerca de La Gran Sofía. Y allí se dieron cuenta de que habían nacido el uno para el otro. Se prometieron y eran felices en su noviazgo y deseaban casarse a toda costa. Y, si no lo habían hecho ya, era únicamente porque la condición de antiguo rentista del padre de Marisa obligaba a que ella, sin otro recurso, siguiera trabajando para mantener a su familia.
—¿Pero hasta cuándo? —preguntaba alguna vez Pedro.
—Hijo, no lo sé, pero yo a mis padres no puedo dejarles así, en la estacada.
Así habían transcurrido tres años. Pedro quería casarse, podía hacerlo. Marisa también quería casarse, pero no podía. Un día u otro tendrían que tomar una determinación seria y ese día estaba cada vez más cerca. Pedro estaba dispuesto a cualquier cosa, se lo dijo a Marisa cuando ella le invitó a cenar la noche de su cumpleaños.
—¡De perlas! Esta noche voy a hablar con tu padre.
—¡Hombre, no, esta noche no!
—Esta noche, te digo. Lo he consultado con ésta —y señalaba a La Gran Sofía.
Marisa se echó a reír.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que, según el cálculo de probabilidades, si no nos casamos este año nos quedamos a vestir santos los dos.
—No digas bobadas —reía ella.
—No digo bobadas. Ya estoy harto. Esta noche le planteo la papeleta a tu padre...
—Pues no vienes a cenar.
—Pues sí voy.
Fue.
Y, a los postres —eran las diez y media, minuto más minuto menos— con el primer cigarrillo y aprovechando que el silencio se había producido en la familia mientras miraban el programa de televisión, que retransmitía un concierto sacro —«El Aleluya» de El Mesías— Pedro llamó la atención de su futuro suegro, después de cambiar una mirada con Marisa, que le miró aterrorizada.
—A propósito, don Juan...
—¿Cómo decías? —se volvió el padre, molesto por la interrupción.
—Pues mire usted, que Marisa y yo...
Entonces ocurrió. La música de la televisión se apagó súbitamente. Los rostros de todos se volvieron a ver qué ocurría y, de pronto, apareció el rostro penetrante del Hombre Silencioso por primera vez. Les miró uno a uno, por espacio de unos segundos que se les hicieron largos como siglos. Pareció detenerse un instante más en Marisa y la muchacha tuvo un sobresalto. Luego, como había surgido, la imagen desapareció y ya se había reanudado la música y todos permanecían en silencio. Pasó un largo instante antes de que alguien —tal vez fuera doña Luisa, la madre de Marisa— dijera con un hilo de voz:
—Habrá sido publicidad de algo, ¿no?...
Nadie le respondió. Aquellos ojos extraños habían penetrado demasiado hondo en las mentes de todos. Les habían dejado como hipnotizados, faltos de palabras para un comentario.
Por supuesto, Pedro no planteó aquella noche el problema.
III
Ahora hacía ya unos cuantos días que aquellos extraños fenómenos habían desaparecido. La gente los comentaba todavía, pero con la frialdad tranquila de las cosas que ya han sucedido y que no han de volver a suceder. El Gobierno seguía con la investigación, pero las prisas se habían perdido y únicamente unos cuantos funcionarios quedaban al cargo de archivar los datos obtenidos —muy pocos— y de seguir adelante en busca de algún resultado. Tarea inútil, naturalmente, pero que ocupaba a tres comisarios de policía y a cinco o seis técnicos en radiotelevisión.
No volvió a utilizarse a La Gran Sofía en la investigación, o en lo que quedaba de ella. Resultaba demasiado cara y, por otra parte, había dejado de resultar aquél un problema urgente. Si la eventualidad se repetía, tal vez volvieran alquilarla, pero por ahora era preferible ahorrar. Desde que los fenómenos desaparecieron, la consigna dada a los investigadores fue: ustedes sigan adelante, pero procuren gastar poco.
Había otras cosas más importantes en qué ocuparse.
Pedro y Marisa tenían también su trabajo. Y sus problemas particulares, por supuesto. Esos problemas particulares que no terminaban de resolverse y que nunca encontraban la ocasión de ser planteados, al menos de un modo serio y definitivo. Y, sin embargo, ninguno de los dos —lo mismo que le habría ocurrido a más de diez millones de personas en el mundo— podrían nunca olvidar el rostro de aquel hombre que les miró una y otra vez a través de la pantalla de la televisión, de la gran pantalla del cine o a través del ojo impreso en el periódico. No podían olvidarlo a pesar de que muy pocas veces sacaron a la luz aquel recuerdo imborrable. Residía en lo más hondo de ellos, como una escena aparentemente sin importancia en la vida que se queda grabada en lo más hondo de nuestro ser y aparece de nuevo, una vez y otra, sin que podamos hacer nada por evitarlo. Simplemente, no la hemos olvidado.
Habían pasado varios días, desde la orgía de noticias y suposiciones. Muchos creían aún que se trataba de una campaña publicitaria y esperaban que, de un momento a otro, apareciera de nuevo el rostro ya familiar del Hombre Silencioso en las pantallas de la televisión, con una amplia sonrisa de oreja a oreja y anunciando el último grito en detergentes. Otros —Pedro y Marisa, por ejemplo— sabían que se trataba de un misterio que probablemente nunca se llegaría a resolver.
Un martes por la tarde, Pedro tuvo que quedarse junto a La Gran Sofía para terminar unas estadísticas que tenían que ser entregadas al día siguiente al Ministerio de Trabajo. Marisa salió sola de la oficina, dispuesta a hacer unas compras. Anduvo por la calle, sin un rumbo fijo, mirando en este escaparate y deteniéndose en aquella tienda, indecisa entre comprar algo para ella o hacerle un regalo a Pedro. ¿Pero qué podría agradarle? Una pipa, tal vez... O un encendedor... ¿O podría gustarle tal vez una bufanda para el invierno? Marisa recorría la calle arbolada despacio, sin prisas, gozándose de la sorpresa que le daría a la mañana siguiente.
De pronto, sintió un ahogo. Algo así como si toda la sangre se le estuviera concentrando en el corazón y le dejase el cerebro vacío de riego sanguíneo. Vio que todo comenzaba a darle vueltas, que iba a caerse. Asustada, dando traspiés, se acercó a un banco de madera cercano y se dejó caer en él. Sentía que perdía el conocimiento, como si le estuvieran arrancando el alma a tirones. Los ojos se le cerraron y estuvo un momento inconsciente.
Al volver en sí, vio las miradas de tres o cuatro transeúntes fijas en ella. Un muchacho le sonreía y una mujer le daba aire con un pañuelo.
—¿Le ocurre algo, señorita?
—¿Quiere que llamemos a un taxi?
Marisa miró en torno suyo, extraña de sí misma y de los rostros que la miraban inquisitivos. Se dio cuenta de que el mareo había desaparecido y de que se encontraba perfectamente.
—No, muchas gracias...
Se levantó. Sí, efectivamente, se encontraba bien. Casi podría asegurar que se encontraba mucho mejor que antes de haberle dado aquel mareo. Se alejó rápidamente de allí y entró en una tienda, más con el propósito de despistar a aquellos curiosos que con el de comprar algo.
Luego, de vuelta a su casa, y sin darle la menor importancia se lo contó a su madre. Doña Luisa se alarmó:
—¡Si te lo estoy diciendo!... Comes menos que un pájaro y así, ¡claro...! Lo que no sé es cómo no te vas cayendo por la calle todos los días...
—Pero mamá, si no ha sido nada...
—Nada, ¿eh?... Pues ya te estás acostando y llamo inmediatamente a don Braulio.
No hubo modo de convencer a la mamá de lo contrario. A la media hora llamaban a la puerta. Era don Braulio, el médico de la casa de toda la vida, un anciano que constituía uno de los ya rarísimos especimenes del médico de cabecera tradicional.
Cobraba las visitas en delicadas copas de anís que doña Luisa le invitaba a tomar cada vez que venía a la casa. Y, por supuesto, conocía a Marisa desde que era chiquitina.
Marisa le oyó llegar a la puerta de su cuarto. Doña Luisa, con toda suerte de detalles inventados, venía contándole todos los síntomas y haciendo el diagnóstico:
—Lo que yo le digo, don Braulio. Necesita un reconstituyente. Hipofosfitos Salud, o algo por el estilo. ¿Usted no cree?...
—No sé, no sé... Veamos...
Entraron. Marisa le acogió con una sonrisa de complicidad y le contó de nuevo, pero de primera mano, lo que le había ocurrido. El médico la dejó contar, y cuando llegó al momento del despertar, la interrumpió:
—Y te encontrabas perfectamente, como si no te hubiera pasado nada...
—Sí, señor... Mejor que antes... ¿Cómo lo sabe?
Don Braulio pensó un instante y movió la cabeza. —Es curioso.
—¿El qué es curioso? —preguntó doña Luisa. —Hoy he recibido cinco llamadas. Todas eran para ver a muchachas de la edad de Marisita, poco más o menos. Y todas habían sufrido exactamente lo mismo que ella. Exactamente lo mismo y en las mismas circunstancias.
—¿Entonces... será una epidemia?
Don Braulio se encogió de hombros.
—No lo sé... Bien, no lo parece, al menos. Todas esas chicas se encontraban perfectamente cuando yo las fui a visitar. Únicamente...
Se interrumpió, tomando la mano de la muchacha.
—¿Permites?...
Miró el dedo medio de la mano derecha, precisamente la yema. Apretó un poco allí y Marisa dio un ligero grito:
—¡Ay!
—¿Duele?
—No, nada... Un poquito apenas.
—¿Cómo cuando te pinchan para sacarte sangre?
—Sí, eso...
—Exactamente igual que las otras.
IV
Sonó el teléfono interior de la oficina situada cristalera por medio junto a La Gran Sofía. Marisa descolgó y su voz era apenas audible con el zumbido constante de las secciones de la calculadora. A través del cristal de separación hizo señas a Pedro de que la llamada era para él. Pedro salió. Por un instante, el zumbido dominó la estancia contigua.
—Es el jefe, que quiere hablar contigo.
Pedro se puso al teléfono.
—Dígame, don Mariano...
—¿Tiene usted para mucho tiempo?
—Estamos terminando... Luego hay...
—Postergue lo siguiente y deje la máquina lista. Han llegado unos clientes que tienen prisa. Traen ya toda la información preparada en fichas perforadas. Será cuestión de unos minutos nada más.
—Lo que usted diga. Puede decirles que estamos listos en un cuarto de hora.
Pasaron exactamente quince minutos. Alguien golpeó con los nudillos en la puerta. Marisa misma fue a abrir. Frente a ella habían dos hombres con voluminosas carteras de mano. Dos hombres de frente despejadísima y cabello rubio y escaso. Vestían trajes correctísimos y su mirada quedaba casi totalmente oculta detrás de sendas gafas de sol de cristales azules. Cualquiera habría dicho que eran hermanos. En cualquier caso, su aspecto era extraño, como... Marisa no tuvo tiempo de pensar. El que parecía mayor de los dos se inclinó levemente y dijo con un acento tan correcto del idioma que le delataba como extranjero:
—Nos dijo el señor Uzcuna que podríamos utilizar la calculadora...
Marisa afirmó repetidas veces con la cabeza y se hizo a un lado para dejarles pasar. Los dos hombres entraron. Adentro, el zumbido de La Gran Sofía cesó casi en el mismo instante y salió Pedro por la puerta de cristales, en mangas de camisa. Al levantar la mirada se encontró frente a los dos hombres. No pudo evitar un sobresalto. Abrió la boca para decir algo, pero el mismo que había hablado antes le dirigió una sonrisa fría e impersonal.
—Señor Rivas, supongo...
—Sí, sí... —acertó a decir Pedro.
—Bien, si está dispuesta la calculadora...
—¡Naturalmente!... Pasen ustedes...
Los dos hombres entraron siguiendo a Pedro y e! que había permanecido silencioso hasta entonces cerró tras de sí la puerta, dejando a Marisa en el lado de la oficina, mirándoles con los ojos como platos, igual que los demás compañeros. Pero eso no pareció preocupar a los dos caballeros de gafas azules. Ya estaban junto a la mesa de programación y desataban sus carteras, mientras el que parecía portavoz decía:
—En realidad, será cuestión de poco tiempo, señor Rivas... Mire usted...
Sacó una ficha perforada.
—Estos son unos datos biológicos ideales que nos van a servir de modelo...
—¿Biológicos?
—Sí, ya sabe usted, genes, cromosomas, etc. El modelo es puramente ideal. Aquí —señaló en las dos carteras un montón de fichas iguales, añadiendo—: aquí tenemos los datos biológicos de unas doscientas mil personas. Entre estas doscientas mil tratamos de encontrar a una: precisamente aquélla cuyas características se aproximen más exactamente al modelo que consideramos ideal... ¿Algún problema?
—Bueno... Creo que ninguno, si ustedes han programado correctamente las fichas...
El hombre mayor sonrió.
—Puede usted estar seguro...
—Entonces... —se encogió de hombros Pedro—. ¿Me permite?
Tomo la ficha modelo y la introdujo en la memoria de la máquina calculadora. Pasaron unos segundos. Oprimió botones, se encendieron luces y se escucharon distintos zumbidos de La Gran Sofía. Pedro se volvió a los dos extraños, que permanecían impertérritos.
—Ya está... ¿El orden de las demás fichas es... al azar?
—Sí, vaya usted tomándolas.
La máquina siguió funcionando. Las fichas desaparecían rápidamente por la ranura receptora. Seguían encendiéndose luces verdes, blancas, amarillas, rojas. Y los zumbidos electrónicos dominaban el ambiente. En poce más de un minuto, las doscientas mil fichas fueron engullidas por la memoria inmensa de La Gran Sofía. Las fichas volvieron a salir por los receptores y los dos hombres las fueron recogiendo y metiéndolas nuevamente en las carteras. Cuando hubo salido la última, Pedro y los dos hombres se miraron. Pedro, con la satisfacción del mago capaz de dar solución a todos los problemas, se acercó al interruptor de impresión.
—Ya está... —Señaló al otro lado del cuarto, hacia la impresora—. Ahora podrán comprobar el resultado.
Le dio al interruptor. La impresora marcó un dato sobre la ancha banda de papel continuo. Los dos hombres se inclinaron para comprobarlo. El más joven arrancó la línea impresa y la guardó en el bolsillo.
—Muchas gracias, señor Rivas, ha sido usted muy amable.
Y con la misma inclinación de cabeza que le saludaron al llegar se despidieron. Atravesaron la puerta, cruzaron el despacho dedicando una nueva inclinación a los demás empleados de la sección y desaparecieron antes de que ninguno de ellos hubiera podido pronunciar palabra. Pedro se había quedado en el quicio de la puerta de cristales, inmóvil, tratando de recordar algo. Pasó un instante antes de que Marisa le dirigiera la palabra.
—Te han recordado a alguien, ¿verdad?...
—Sí, pero no sé a quién...
—Habría sido más fácil si no hubieran llevado las gafas azules... ¿No crees que eran muy parecidos al Hombre Silencioso?
Pedro se dio un manotazo sobre la frente, recordando de pronto.
—iClaro!... Pero no era él ninguno de los dos...
—Pero podrían haber sido sus hermanos.
—Desde luego...
Con una súbita corazonada, Pedro dio media vuelta y entró de nuevo en el recinto de La Gran Sofía. Rápidamente se dirigió al tablero de mandos y conectó de nuevo el interruptor de la sección impresora. La impresora grabó algo sobre el papel continuo, inmediatamente debajo del trozo que había sido arrancado. Pedro se inclinó para leerlo. Se incorporó súbitamente alterado y llamó más fuerte de lo que habría querido:
—¡Marisa!...
La muchacha entró. Pedro la miró con ojos perdidos, como si mirase a través de ella. Estaba sudando, a pesar del ambiente fresco de la habitación. No podía hablar. Señalaba con el dedo la línea impresa. Y el dedo temblaba.
Marisa se inclinó asustada a leerla y levantó nuevamente la mirada, con el corazón encogido.
—¡Pedro!... ¡Es... Es mi nombre!...
V
El comisario de policía estaba evidentemente nervioso. Se había levantado de su asiento detrás de la mesa y paseaba arriba y abajo por su despacho, bajo la mirada interrogadora de Pedro y Marisa. Le habían contado todo lo ocurrido y esperaban una respuesta que no llegaba. Por fin el comisario se detuvo.
—Y querrán ustedes protección, naturalmente...
Pedro se encogió de hombros.
—No lo sabemos, señor comisario. Nosotros... nosotros sólo queríamos contarle esto y saber su opinión...
—Mi opinión, claro...
El comisario volvió a pasear, tratando de formarse una opinión que se negaba a tomar forma.
—¿Ustedes... creen que la señorita corre algún peligro?
—Pero, señor comisario, nosotros no sabemos nada, ¿comprende? ¡Nada de nada!... Han ocurrido cosas extrañas que nadie ha logrado explicarse hasta ahora...
—Bien, sí, han sido cosas extrañas, pero no han entrañado ningún peligro, ¿no?... Al menos por ahora...
—Desde luego... Pero ustedes estaban investigando la presencia de ese ser extraño en las pantallas de televisión... y resulta que ahora, precisamente a mi novia, la está rodeando ese mismo misterio...
—Bien, puede... puede no tener nada que ver una cosa con la otra...
—Tal vez...
Pedro y Marisa se miraron, impotentes. Pedro tragó saliva.
—En cualquier caso, ¿usted qué nos aconsejaría?
—Difícil... ¡Muy difícil de aconsejar!...
El comisario volvió detrás de su mesa, se sentó nuevamente en su sillón y jugueteó pensativo con el abrecartas. Luego se encogió de hombros, como admitiendo algo que no habría querido nunca reconocer.
—En fin... Será mejor que se lo diga a ustedes... Es un secreto todavía, pero... Miren, nosotros, la policía, quiero decir... nosotros tenemos ya formada nuestra opinión con respecto a las apariciones del Hombre Silencioso... Creemos firmemente que se ha tratado de una campaña publicitaria que ha aprovechado, mediante el pago de una fortísima suma, algún descubrimiento científico que no se ha hecho todavía público. Una campaña publicitaria a escala internacional, ¿comprenden? Hay casas... compañías, firmas, que son poderosísimas y son capaces de llevar a cabo algo soberbio en estos aspectos. Bien... Podría darse el caso de que lo que ha ocurrido ahora, lo que les ha ocurrido a ustedes, quiero decir formase parte de este plan y que, dentro de unos días, resultase que la señorita ha sido agraciada, ¿qué sé yo?... con una olla Express modelo especial... o con un «seiscientos» ¡o un piso, vayan ustedes a saber!...
Pedro bajó la mirada, preocupado. El comisario esperó un instante.
—No está usted convencido, ¿verdad?...
—No, si quiere usted que sea sincero...
—Bueno, la verdad... sinceridad por sinceridad... yo tampoco. Me he limitado a exponerles a ustedes la hipótesis que podríamos llamar oficial... Yo la comparto sólo oficialmente, pero no... no puedo terminar de creerla... del mismo modo que estoy seguro de que no la cree nadie que haya visto las cosas claramente, si es que eso de claramente es posible... Bien, vamos a ver. Yo, por supuesto, no les puedo proporcionar ninguna ayuda... porque por ahora no hay ninguna evidencia de peligro. Sin embargo, estoy a su disposición, por supuesto... Llámenme... o vengan a verme si ocurriera... cualquier otra cosa. Lo harán, ¿verdad?
Lo harían, naturalmente... Lo harían si había tiempo. Al salir de la comisaría, la pareja subió maquinalmente al cochecillo de Pedro, sin mirarse. Pedro, en silencio, condujo hacia las afueras de la ciudad, apretando inconscientemente el acelerador. Iba cada uno de ellos sumido en las mismas reflexiones, en la misma confusión extraña en la que, sin saber por qué, tenían la seguridad de estar envueltos. Pasó mucho tiempo hasta que Marisa le miró con dulzura:
—Pedro...
—¿Qué?
—Yo... yo no tengo miedo...
—Claro que no, no hay por qué tenerlo.
—Tú sí lo tienes...
—¡Bah!...
—Sí lo tienes y... no hay motivo, ¿verdad?
—No lo sé...
—Sólo tengo...
Se detuvo, como si no supiera expresar exactamente lo que le ocurría. Pedro aminoró la marcha y acercó el coche al borde de la carretera.
—¿Qué tienes?
—No sabría decírtelo con exactitud... Desde ayer... Bueno, desde que vinieron los hombres de las gafas azules... parece como si... como si alguien no me perdiera de vista, ¿sabes?
—No te entiendo...
—Tengo la sensación de que me están mirando siempre, como si estuviera siendo observada desde... desde todas partes.
Marisa tuvo un escalofrío y se refugió en el brazo de Pedro. Pedro le acarició el cabello despacio, como lo habría hecho con una gatita asustada. Y ella se acurrucó junto a él, sintiéndose un poco más segura.
VI
«No debimos callar», se repetía a sí mismo Pedro, mientras cerraba aquella noche la puerta del ascensor, de regreso a su casa. «Debimos advertir a sus padres. Al fin y al cabo, nunca sabe uno lo que puede ocurrir. No es nada, bueno; pero... ¿y si resulta ser algo?»...
Abrió la puerta de su piso solitario y encendió la luz. Todo estaba en orden. La mujer de la limpieza que venía todos los días un par de horas le dejaba la casa como si viviera en ella alguien más que él. Indudablemente, ahí residía buena parte de su problema. Desde la muerte de sus padres vivía solo y aquella soledad, aparte del amor que sentía por Marisa, le hacía desear más urgentemente el matrimonio. Cada noche, la vuelta a su casa vacía se le hacía más y más pesada. A veces, se había sorprendido a sí mismo hablando solo en voz alta. O con su imagen en el espejo del vestíbulo.
Era un espejo redondo. A un metro de distancia enmarcaba exclusivamente el rostro. Lo enmarcaba un sol dorado. Dorado viejo.
Pedro pasó ante el espejo mirándolo de reojo. De pronto se detuvo. Volvió al espejo. Asomó su rostro a la superficie bruñida y dio un grito. Al otro lado del espejo no estaba su imagen, sino la imagen de un hombre de frente despejadísima y de ojos penetrantes que le miraban con fijeza, un hombre como los dos que habían estado el día anterior en la oficina, un hombre de características físicas muy similares al Hombre Silencioso. El rostro le observó un instante con fijeza y luego se diluyó en la superficie del espejo, para dejar paso al rostro aterrado de Pedro.
Pedro cerró los ojos y se los frotó fuertemente. Habló en voz alta consigo mismo.
—No, no... Ya empiezo a delirar... ¡Si es que me impresiono por cualquier cosa!... ¡Imbécil!
Al otro lado del espejo, su imagen repetía el movimiento de sus labios. Pedro se tranquilizó poco a poco. Se apartó del espejo y se dirigió a la cocina, silbando en la oscuridad, como si quisiera apartar de su mente las preocupaciones.
En la nevera estaba preparada la cena fría que le había dejado a primera hora de la tarde la mujer de la limpieza. Normalmente, Pedro cenaba con prisas, deseoso de terminar cuanto antes. Aquella noche ni siquiera tenía deseos de cenar. Miró el plato sobre la mesa y no se sentó. Lo volvió a dejar donde lo había encontrado y bebió un largo trago de la botella de leche. Se limpió con el dorso de la mano y salió de la cocina, apagando la luz al tiempo que cerraba la puerta.
A oscuras llegó hasta el cuarto de baño. Encendió y se acercó al espejo. ¡Y allí estaba otra vez aquel rostro, mirándole con fijeza!... Allí, frente a él, como si fuera su propia imagen.
Pedro se quedó un instante sin respiración. Reaccionó antes que la primera vez y gritó hacia el espejo:
—¿Pero qué quiere? ¿Qué quiere de mí?... ¿Es que quiere volverme loco?
El hombre no respondía: Iba vestido con un traje extraño, ajustado al cuerpo como un pijama de punto, pero de tela brillante.
—¡Márchese!... ¡No quiero verle!...
El hombre aún le miró un momento y habríase dicho que a través de sus ojos inteligentes pasaba como la sombra de una sonrisa. Luego, la imagen se diluyó y apareció en su lugar el cuerpo congestionado de Pedro, contemplándose a sí mismo aterrado.
Entonces tuvo una reacción ilógica. Un súbito acceso de rabia que le hizo golpear el cristal hasta hacerlo añicos con los puños, como un histérico. Luego se quedó contemplándolo, como si a través de los vidrios destrozados pudiese ver el extraño mundo de aquel ser que le había estado observando. Nada. Únicamente la pared... y los puños desgarrados y sangrantes.
Se vendó las manos y corrió al teléfono. Tenía que hablar con ella y decírselo.
Marcó el número y esperó:
—¡Marisa!
—¿Qué te ocurre?... Iba a acostarme...
Marisa, en camisón, escuchó el relato de Pedro al otro lado del hilo.
—¿Pero... estás seguro? Bueno, a lo mejor han sido imaginaciones, ¿no?... No te preocupes... Hasta mañana... Duerme bien...
Marisa regresó despacio a su habitación. Desde el cuarto de sus padres llegó la voz de don Juan:
—¿Quién era?...
—Pedro...
—¿Qué quería?... ¡Vaya horas de llamar!...
—Nada, darme las buenas noches...
—¡Pues sí que está fino!...
—Hasta mañana...
Marisa volvió a acostarse, apagó la luz y se durmió con una sonrisa en los labios.
Cuando la muchacha estaba ya dormida, un golpe de viento abrió suavemente la ventana de su cuarto y la brisa agitó un poco el embozo. Marisa, dormida, dio una vuelta en la cama. Tenía el sueño inquieto. Las cortinas del balcón se agitaban despacio, como movidas por una mano invisible.
Entonces, Marisa se incorporó en la cama. Sus ojos abiertos daban impresión de sonambulismo. Miraban fijos frente a ella. Sacó las piernas del embozo y se puso en pie. Se acercó al balcón. Algo venía hasta ella a través del aire de la noche. En la oscuridad, Marisa se vistió rápidamente, con movimientos maquinales y silenciosos. Salió del cuarto sin hacer ruido y atravesó el pasillo silencioso como una sombra. Abrió y cerró tras ella la puerta de la calle con la misma suavidad y descendió las escaleras del piso silenciosamente y con seguridad, como si pudiera ver en la sombra.
La calle estaba vacía. La muchacha levantó la mano al acercarse un taxi con la luz verde encendida. Dio una dirección y el taxi partió veloz.
—¿Es aquí, señorita? —preguntó el taxista, volviéndose.
Habían llegado a un punto de las afueras de la ciudad donde la única luz procedía de un gran edificio funcional de grandes ventanales. La muchacha asintió y pagó en silencio.
Bajó del taxi. Oyó el motor del vehículo a espaldas suyas, alejándose.
Marisa avanzó lentamente hacia el edificio profusamente iluminado. Parecía desierto. Pero al acercarse ella, salió a recibirla una silueta alta y espigada, vestida con un extraño traje ajustado blanco y brillante.
VII
Marisa olvidó la noche sonámbula como se olvidan los sueños de medianoche. Tal vez conservó en su subconsciente la sensación de los ventanales de reflejos azules, pero no logró identificar la situación de su mente. Para Marisa, aquella noche no había ocurrido nada.
Siguió la vida apacible en el trabajo y en los largos paseos con Pedro. Nada vino a turbar en muchos días la tranquilidad de ambos. Volvieron a hacer planes a plazo indefinido y las impaciencias de Pedro, deseoso de abandonar su soledad, aparecieron con fuerza renovada.
Alguna vez, en una cafetería, en el campo o en la oscuridad de la sala de un cine, Marisa sintió sobre su nuca una mirada fija. Si le hubieran preguntado que definiera la sensación, habría dicho probablemente que sentía una mirada azul sobre su piel. Pero no dijo nada nunca. Pedro lo advirtió un par de veces, al verla volverse sobresaltada.
—¿Qué te pasa?
—Nada... No es nada...
Un día, en medio del zumbido de La Gran Sofía, entre tecleteos rapidísimos y luces intermitentes de todos los colores, Pedro levantó la mirada hacia Marisa, que estaba, como de costumbre, tecleando en la máquina perforadora al otro lado del muro de cristal. Marisa se había detenido en su trabajo y se llevaba la mano a la frente brillante de sudor. Evidentemente, estaba mareada, a punto de caerse al suelo.
Pedro salió disparado del recinto de la calculadora:
—¡Marisa!... ¡Marisa, qué ocurre!...
Ella trató de negar débilmente con la cabeza. No tenía ni fuerzas para hacerlo. Pedro no se entretuvo. Avisó a los compañeros que se ausentaba un instante, para acompañarla a su casa, y la llevó rápidamente en el cochecillo.
Doña Luisa abrió la puerta y se asustó de la palidez extrema de Marisa.
—¡Hija mía!... ¿Qué ha pasado?
—No será nada, doña Luisa, un mareo seguramente. Mejor que la acueste.
—¡Si lo decía yo!... Si come menos que un pajarito y así, ¡claro!... Anda, vamos, vamos...
Pedro esperó un momento, mientras madre e hija se metían rápidamente en la habitación de la muchacha. Don Juan leía la prensa en el saloncito y se sintió poco afectado por la incidencia, cuando Pedro le contó el motivo de haber traído a casa a Marisa.
—¡Bah!... Las chicas de hoy, que no están hechas para nada... Parecen muy fuertes y luego... ¿Bueno, qué tal el trabajo?
—Bien, bien... —contestaba Pedro, ausente, pendiente de los pasos apresurados de doña Luisa, dirigiéndose al teléfono y marcando un número. Pedro salió al pasillo. Doña Luisa, excitada, se ponía a hablar por teléfono:
—¿Está don Braulio?... ¡Ah, es usted!... La señora de Sánchez. Sí, la niña que se ha puesto mala de repente...
Pedro se despidió en silencio y se asomó para darle un beso en el aire a Marisa, que ya estaba tendida en la cama, pálida y sudorosa. Cuando cerró la puerta tras de 6Í, las voces apuradas de la madre le siguieron unos peldaños aún por la escalera. Bajó lentamente, prometiéndose a sí mismo llamar en cuanto llegase a la oficina. Súbitamente se le planteó la pregunta de si los hombres de las gafas azules tendrían algo que ver con aquel estado extraño de Marisa.
Don Braulio apareció en la casa con su maletín a cuestas, con aquel aire sempiternamente tranquilizador del médico que todo lo sabe y todo lo cura. Nada tiene importancia. Entró en la habitación de Marisa sonriendo y hablando únicamente él:
—Vaya, vaya, vaya... Bueno, que las chicas de hoy está visto que estáis hechas unas pachuchas... A ver la lengua... Bueno... Dame el pulso... —contó mentalmente, mirando su reloj de bolsillo—. Normal, un poquitín excitado... ¡Pero mujer, si no pasa nada!... Anda, levántate, vamos a escucharte... —puso el viejo fonendoscopio en diversos puntos de la espalda y del pecho de la chica, asintiendo cada vez. Luego le palpó el vientre. No había nada anormal. Doña Luisa, tras él, miraba atenta y preocupada cada operación.
—Bueno, pues esto no parece que sea nada... ¿Trabajas mucho? —No, señor... Como siempre...
—¿Comiste algo que te haya podido sentar mal?
—No creo...
—¿Y... de lo tuyo? ¿Todo normal?
Marisa se calló un instante.
—Bueno, hace más de mes y medio que no...
Sintió tan profundas de repente en sus ojos las miradas del médico y de su madre que los bajó y notó la sangre que se le agolpaba en las mejillas. El silencio se hizo pesado en el dormitorio por un instante. Don Braulio se volvió a doña Luisa y le hizo señas de que le dejase solo con la muchacha. Doña Luisa obedeció, saliendo y cerrando la puerta tras ella. Marisa miró entonces a don Braulio.
—Oiga, don Braulio, no irá usted a creer que...
—¿De veras no hay motivo para que sospechemos?...
—Claro que no...
—No, yo... Bueno, yo no soy confesor, pero es que los datos son un poquito... ya me entiendes...
—Aunque lo sean.
—Te veo muy segura.
—Es que estoy segura...
—Bueno, si tú lo dices. Don Braulio recomendó que recogieran muestras de orina y que se las llevasen. Harían un análisis, para ver de poner remedio a aquellos mareos. Tranquilizó momentáneamente a la madre, diciéndole que aquello sería probablemente una deficiencia hormonal sin importancia y que, con el resultado del análisis, pondrían un tratamiento adecuado.
Claro que las explicaciones del doctor, después del conciliábulo secreto con su hija, convencieron muy poco a doña Luisa. Y, apenas el médico se hubo marchado, entró echando chispas por los ojos en el dormitorio de Marisa.
—Ya le estás contando lo que pasa...
—No pasa nada, mamá...
—¿Pues qué le has contado a don Braulio?
—Lo mismo que a ti. ¡Nada!...
—Ya lo veremos.
—Ya lo verás.
Lo vieron en las últimas horas del día siguiente. Marisa no había vuelto aún de la oficina, cuando don Braulio llegó a la casa. Por el aspecto de su rostro, podría haberse dicho que las noticias eran malas. Y las malas noticias producen un nudo en la garganta cuando hay que decirlas.
En medio de todo, se alegró de que Marisa no estuviera en casa. Pasó a la salita y se sentó con doña Luisa y don Juan, que abandonó momentáneamente el periódico vespertino para atender al amigo de toda la vida. Don Braulio comenzó hablando del tiempo, del nivel de vida... Preguntó que cuándo se casaban los chicos, mientras doña Luisa le traía la copita de anís.
—¿Que cuándo se casan?... Bueno, eso ellos decidirán...
—Sí, claro... Sólo que...
Doña Luisa sabía que don Braulio traía una mala noticia y no se atrevía a sonsacarle. Pero don Braulio había ya comenzado a decirlo y tenían que apechar con las consecuencias.
—¿Sólo qué?...
—Bien... Que se tendrán que casar cuanto antes...
—¿Por qué?
Don Braulio sacó del bolsillo los papeles del laboratorio en los que estaban los resultados de los análisis. Los estuvo ojeando en silencio, como si buscara en ellos las palabras más apropiadas, las menos hirientes, las más delicadas. ¡Pero, demonios, no existían!... Las cosas había que llamarlas por su nombre, con todas las letras, por más difícil que se hiciera.
—Pues porque... Marisa espera un hijo.
VIII
—Sube un momento a casa... —le había dicho Marisa a Pedro, aquella noche, cuando regresaban del cine donde habían pasado la tarde, desde la salida de la oficina.
Y Pedro subió con ella. Arriba, don Juan y doña Luisa les tenían preparada la encerrona. Ya notaron algo extraño en el rostro de la buena señora cuando salió a abrirles la puerta y les dijo:
—Pasad... Papá os está esperando...
La madre tenía señales de haber llorado. Pedro la miró extrañado:
—¿Ocurre algo?...
—Pasad... Pasad...
Entraron los dos en la salita. Don Juan mantuvo un instante el periódico entre él y los recién llegados, como si temiera el momento de enfrentarse con sus miradas. Al bajarlo les vio en pie ante él, aún extrañados por el prolongado silencio y por la actitud de doña Luisa, que se había mantenido en el quicio de la puerta, como si quisiera impedirles la salida.
—Ah, vaya... Ya estáis aquí... Bueno, bueno... Sentaos.
Se sentaron los dos maquinalmente, en el borde del sofá. Doña Luisa tomó asiento en el sillón que quedaba libre del tresillo familiar, cercándoles. No pudo contener un hipo: —¡Ay, hijos, qué disgusto!...
—Pero bueno, mamá, ¿qué pasa?...
—¿Que qué pasa?... —espetó don Juan—. ¿Y te atreves a preguntarlo?...
—Es que, como no lo pregunte, no sé cómo...
Pedro se sentía cada vez más incómodo, y con la extraña sensación de que aquello no iba con él, que se encontraba allí como en una visita intempestiva. Hizo ademán de levantarse, murmurando:
—Bueno, ustedes disculparán, yo no sabía...
—Un momento, joven... —dijo don Juan, haciéndole sentar con un ademán imperativo.
—Ah, pero, ¿yo tengo que ver algo en esto?
—Usted sabrá... Y espero que sepa comportarse como un hombre.
—iHombre, don Juan!... Yo...
—Después de lo que ha hecho con Marisa, es lo menos que se puede esperar de usted...
Pedro movió repetidamente la cabeza de un lado a otro, sin comprender.
—iBueno, bueno1... Un momento, que no sé de qué va todo esto.
—Cuéntaselo tú, Luisa...
Doña Luisa fue a hablar, pero se le trabaron las palabras con un sollozo y sólo pudo musitar sonidos inconexos a través del pañuelo.
—¡Pero mamá!...
Dona Luisa sólo sabía decir, una y otra vez, entre hipos:
—¡Los análisis!... ¡Los análisis!...
—¿Pero qué análisis? —preguntaba Pedro, volviéndose al padre.
Don Juan ahuecó la voz para dar más solemnidad a la gravedad de lo que tenía que decir:
—Han dado positivo.
—¿Positivo, de qué?
—Marisa... Marisa está esperando un... un hijo...
El silencio fue sepulcral durante unos segundos. Marisa miraba a su padre como quien ve visiones. Pedro pasaba su mirada de uno a otra, sin comprender al principio, pero haciéndose rápidamente una composición de lugar, Doña Luisa apretaba su pañuelo contra su nariz, los ojos enrojecidos, sin fuerza.
—¡Pero papá!... Si eso... ¡Si eso es totalmente imposible!...
—¿Imposible?
—¡Sí, imposible!
—Los análisis no engañan. Lo ha dicho claramente don Braulio. La duda podría estar en que el análisis hubiera sido negativo, pero no ha sido así.
—¡Pues se habrá equivocado de análisis!... Será el de otra. ¡Díselo tú, Pedro!... ¡Diles que no puede ser!...
—Eso, dígalo usted, Pedro... Y déjela en el arroyo, después de haber hecho con ella... lo que ha hecho.
Pedro pensó un instante. Luego miró a Marisa, tratando de hallar la respuesta en sus ojos interrogantes. No, no había tampoco respuesta en ella. Se volvió a mirar a don Pedro.
—¿Dice usted que... no hay duda?
—Ninguna.
Pedro no sabría nunca qué le había impulsado a hacer lo que hizo en aquel instante. Pero se incorporó rápidamente.
—Sí es así... lo que sí estoy seguro es de que yo no tengo nada que ver en este asunto... Lo siento, pero tendrán ustedes que buscar al... culpable... Tal vez Marisa pueda decirles su nombre.
Y salió rápidamente de la salita, intentando dar a sus pasos una dignidad inútil ante su prisa por marcharse y nerviosismo ciego de aquel golpe. Al llegar a la puerta oyó a sus espaldas el grito de Marisa:
—¡Pedro!...
Y sus pasos apresurados que venían en su busca. Por un instante, estuvo tentado de no abrir la puerta y esperarla, pero decidió que tenía que marcharse, que no tenía nada que ver en todo aquello, que él era Pedro Rivas y que Pedro Rivas no se mete en líos por...
—¡Pedro, espera!...
Se volvió. Vio a Marisa en el rellano, inclinada sobre la barandilla, un piso más arriba gritaba. Pedro se detuvo.
—¿Qué quieres?...
Marisa bajó apresuradamente en busca de él. Se agarró fuerte de su brazo, tan fuerte que llegó a hacerle daño.
—Pedro... Yo... Yo no he hecho nada, te lo juro... Tiene que haber una equivocación, habrán confundido mi análisis con otro, o se habrán equivocado en la preparación... ¿No me crees?
Pedro estaba en un aprieto. Ciertamente, su situación era delicada. Quería salirse de ella, dispuesto a no meterse en líos que no se había buscado. No podía dejar de creer a Marisa, pero, en aquellos momentos, el hecho de creerla podía ser también peligroso.
—¡Claro que te creo!... —dijo, sin convencimiento—. Pero son... tus padres, ¿no te das cuenta? Quieren dejar por sentados los hechos y... Bueno, que...
—No me crees... —le miró intensamente Marisa—. Quieres marcharte porque no quieres discutir, pero no me crees...
Marisa soltó lentamente su brazo. Estaba vencida. Pedro trató de terminar airosamente la situación. Le dio unos cachecitos en la mejilla, unos cachecitos que querían inútilmente parecer cariñosos.
—Anda, no te preocupes... Mañana verás como todo se arregla... Buenas noches...
Ella le vio bajar las escaleras y no pudo siquiera contestar a su despedida. Le parecía una despedida para siempre.
Y a Pedro también.
IX
Pedro salió de la casa como ciego. En la noche, ni siquiera se dio cuenta de que había, tras el suyo, un coche negro con los faros apagados. El coche negro se puso en marcha tras él, pero Pedro, todavía no repuesto del golpe, no se dio cuenta de que le seguían. Condujo de prisa, como si la velocidad pudiera arrastrar consigo los malos pensamientos que le estaban atenazando y que, por supuesto, fueron llenando su mente más y más a medida que atravesaba velozmente las calles casi desiertas en dirección a su casa.
Se dio cuenta sólo cuando se detuvo delante de su portal. Cuando cerraba con llave la portezuela, el coche negro se detuvo tras el suyo. Se apagaron las luces y adivinó las siluetas de algunos hombres en su interior, pero no pudo distinguir sus rostros. Mientras caminaba despacio hacia el portal, sus sentidos se dirigían inconscientemente hacia aquel coche negro silencioso y creía sentir las miradas de aquellos desconocidos sobre su nuca. Recordó las sensaciones que Marisa con voz temblorosa le contaba alguna vez.
Cerró tras de sí el portal y atisbo por una rendija. Los hombres seguían en la oscuridad del automóvil. Pedro comenzó a subir las escaleras de su casa. Vivía en un segundo piso y no había ascensor. El conmutador automático apagó la luz cuando aún se encontraba en el primer piso. Al mismo tiempo que se apagaba la luz oyó en la planta baja el ruido del portal que se abría y se cerraba. Antes de que tuviera tiempo de alcanzar el conmutador para dar la luz, ésta se encendió sola. La habían encendido desde abajo.
Pedro subió rápidamente los escalones que faltaban para llegar a su casa. Tras él, en la escalera, resonaban los pasos de alguien que subía tranquilamente. Pedro abrió la puerta de su casa y cerró tras él. Sin quererlo, estaba asustado. Se apoyó fuertemente en la batiente, con la luz todavía apagada. Sólo ahora, en la soledad, aparecía en toda su dimensión ante él lo que había ocurrido y lo que estaba ocurriendo. Estaba solo.
Entonces sonó distante, desde la cocina, el timbre de la puerta.
Pedro se apartó sobresaltado de la batiente. Sabía quién estaba al otro lado y sabía que, si no abría, él sabría filtrarse por los espejos, aunque no pudiera hablarle. Pero ahora él quería hablar. Y Pedro, con el miedo aflojándole las piernas, abrió la puerta. Al otro lado estaba el hombre. No era el Hombre Silencioso, ni el que había visto a través de los espejos, ni ninguno de los dos que habían utilizado a La Gran Sofía. Pero podría haber sido hermano de cualquiera de ellos. La misma frente despejadísima, la misma escasez de cabellos rubios, el mismo corte impecable de traje y los mismos ojos penetrantes cuando se quitó las gafas azules.
—Señor Rivas... —Pedro no supo si preguntaba o afirmaba.
—Yo soy... —comenzó a tranquilizarse.
—¿Puedo?... —hizo un gesto de entrar por la puerta que Pedro tenía obstruida con su cuerpo. Pedro se hizo a un lado para dejarle pasar. Repentinamente, su miedo había desaparecido y no habría sabido explicar a nadie por qué—. Quería hablar con usted... —añadió.
—Pase —Pedro le condujo al living y encendió las luces. El hombre, con toda naturalidad, como si conociera la casa de antiguo, se dirigió al sillón más cómodo y tomó asiento como podría hacerlo el dueño, que permanecía en pie, extrañado, ante él. El hombre pareció darse cuenta de su incorrección y se levantó con una sonrisa extraña, fría.
—Perdone, he ocupado su sillón...
—No se preocupe...
El hombre volvió a sentarse. Pedro, de pie ante él. añadió:
—Usted dirá.
—Vengo a hablarle de su prometida... De la señorita Marisa.
Pedro dio un respingo. Podía imaginar cualquier cosa, menos la presencia de aquel hombre para hablarle de ella. Sin darse cuenta, se dejó caer en el sofá vecino, mientras el hombre continuaba:
—Hemos oído la conversación de ustedes, las dudas de ella y las sospechas de usted.
Pedro comenzó a enfurecerse en su interior, pero trató de mostrarse aún calmado.
—Por lo visto conoce usted muchas cosas.
—Bastantes, sí.
La voz del hombre era terriblemente tranquila, se diría que incluso cariñosa.
—Les hemos estado observando durante mucho tiempo.
—¿Y qué? —preguntó Pedro, a punto de estallar.
—Usted querrá probablemente una explicación.
—Si existe alguna...
El hombre sonrió y apartó por primera vez, y sólo por un instante, sus ojos de los de Pedro.
—Existen... muchas. Sólo depende de que usted quiera escuchar las cosas desde el principio o desde el final.
Pedro sentía una comezón extraña en las manos, como si ellas solas quisieran salir disparadas contra el rostro impertérrito de aquel desconocido que le conocía más que él mismo. Sentía deseos de pegar y sus puños se crispaban mientras dijo:
—Bien, abrevie. Comience por el final y luego veremos.
—Como usted quiera, señor Rivas. Su novia sí espera un hijo.
El puño de Pedro salió disparado contra el rostro del desconocido y le alcanzó en plena nariz. El hombre cayó hacia atrás y, por un instante, Pedro creyó que había perdido el conocimiento, pero el desconocido se repuso rápidamente y la sonrisa extrañamente dulce volvió a aparecer en su rostro sus ojos penetrantes volvieron a mirarle hasta dejarle totalmente desarmado.
—¿Puedo continuar, señor Rivas?
—¿Ha sido... usted?
—¡No, no!... Por favor, procure estar sereno, siquiera un momento.
Pedro apretó los dientes:
—Está bien, adelante.
—Le estaba diciendo que su novia sí espera un hijo. Quería decirle inmediatamente que ella no lo sabe. Que ella no puede saberlo.
—¿Que no?... ¿Que no puede saberlo? ¡No me irá usted a decir que ella no sabe cómo ocurren estas... estas cosas!...
—No, no se lo voy a decir. Ella no puede saberlo, porque ella no le ha engañado a usted con ningún hombre. ¿Lo entiende?
—No pretenderá que lo entienda, claro.
—Su novia ha sido inseminada artificialmente, mientras ella se encontraba en estado de hipnosis. No puede recordar nada, porque no ocurrió nada de lo que usted podría considerar... pecaminoso. Es más, puedo asegurarle que la señorita es totalmente virgen.
Pedro abría la boca y las palabras se negaban a salir de sus labios. Balbuceó por fin:
—¿Entonces... como... una... vaca?
—Bien, el símil no es muy correcto, pero... podría valer, para entendernos.
Un nuevo silencio, durante el cual Pedro trató inútilmente de que las palabras le salieran. Sentía la lengua estropajosa y tensas las cuerdas vocales. Cuando la voz le salió, fue como un grito histérico:
—¿Pero... pero por qué, Dios mío?
—Por eso habría sido mejor que hubiera empezado desde el principio... ¿Me permite?
Pedro asintió débilmente y se hundió en el sofá. El hombre dejó pasar un instante:
—¿Qué edad creería usted que tengo, señor Rivas?
Aquello era aún más inesperado. Pedro abrió los ojos de par en par.
—¿A qué viene eso?
—Trato de explicarle las cosas de modo que usted pueda entenderlas. Diga, ¿qué edad cree usted que tengo?
—Bien, no sé... ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco?
—Noventa y seis. Pero faltan exactamente doscientos setenta y ocho años, seis meses y cinco días para la fecha de mi nacimiento. ¿Comienza usted a entenderme?
Pedro no pudo contener un hipo que había querido ser una risa:
—¡Ah, pero usted pretende que le entienda!...
—Comprendo que es un poco difícil, pero tenga usted paciencia. Nosotros venimos del año 2338 de la Era Cristiana.
—¿Nosotros?... ¿Quiénes?... ¿El Hombre Silencioso y los dos que vinieron a la calculadora... y...?
El hombre afirmaba en silencio.
—Ya veo que usted había comprendido más de lo que pretendía.
—¡No he comprendido nada!...
—Me ha relacionado con ellos. Por ahora es bastante.
—¿Y cómo han hecho para...?
—Hemos venido con una máquina del tiempo. Entre nosotros, el problema del viaje a través del tiempo ha sido resuelto en los últimos años. Verá usted, primero pudimos ver a través del tiempo, pero no logramos trasladarnos. Podíamos captar las ondas de radio y de televisión de la época de ustedes... y podíamos verles, pero no podíamos encontrarnos entre ustedes, como me encuentro yo ahora. Hemos hecho un gran esfuerzo para lograr venir, pero era necesario, absolutamente necesario, de lo contrario —el hombre calló un instante, para añadir con gravedad—...de lo contrario, todos nosotros habríamos dejado de existir.
Miró un instante a Pedro y se dio cuenta de que Pedro no le comprendía.
—¿Podría dejarme usted un trozo de papel y un lápiz, por favor?
Maquinalmente, Pedro rebuscó a espaldas suyas en el escritorio vecino y le dio al hombre lo que pedía. El hombre comenzó a trazar extrañas rayas sobre el papel. Unas rayas que parecían primero las enredadas raíces de un árbol, luego se unían en una sola, muy corta, como si se tratase de un tronco y más adelante se ramificaban de nuevo como infinitas ramas del mismo árbol de tronco minúsculo. Cuando el hombre terminó de hacer el extraño dibujo, lo acercó a Pedro a través de la mesilla que les separaba:
—¿Sabe usted lo que es esto?
—Parece un árbol...
—Es una representación del tiempo, un poco simplificada para que usted la entienda, claro —Pedro le miró y en aquella mirada estaba reflejada la más profunda incomprensión. El hombre continuó—. Los hombres somos libres. Usted sabe que el futuro está trazado según nuestro libre albedrío, ¿no?...
—No lo sé. Supongo...
—Sí, ante cada situación, el hombre, usted o cualquiera, puede elegir una solución u otra. Si usted sigue ésta —señalaba una de las ramificaciones—, el futuro discurrirá por este cauce; si usted elige la otra, el futuro podrá ser enteramente distinto.
—Sí...
—Entonces, la línea de los acontecimientos históricos vendrá marcada por el seguimiento de unas ramificaciones u otras, según las decisiones que los hombres hayan tomado en cada instante —y ahora señaló una línea más fuerte, una línea que seguía una dirección enrevesada entre las ramificaciones múltiples que había trazado—. Si usted, si el hombre, en un momento determinado, se hubiera inclinado por un aspecto del dilema en lugar de su contrario, el curso de la historia podría haber cambiado totalmente, y lo mismo para cada una de las soluciones a elegir, ¿no es cierto?...
—Eso parece.
—Bien. Nosotros, con nuestro descubrimiento de la máquina del tiempo, hemos llegado a un descubrimiento más grave; también, en ciertos momentos, el pasado depende de nosotros, aunque ese pasado se haya producido trescientos o cuatrocientos años antes de nuestro nacimiento. O miles de años atrás.
El hombre se detuvo un instante para mirar a Pedro, como si tratase de que Pedro mismo llagase a comprender sin necesidad de explicaciones, pero Pedro le miraba esperando, ya ahora con absoluta ansiedad, que continuase. El hombre sonrió:
—Se lo explicaré precisamente con el caso que hace que yo esté aquí en estos momentos con usted. Según nuestros libros de historia, en el año 1995 el mundo estuvo más cerca que nunca de una guerra que le llevase a la destrucción total...
—¿Mil novecientos noventa y cinco? Pero eso será dentro de más de treinta años...
—Efectivamente. Pero le hablo en pasado, porque yo naceré mucho después de eso. Y le hablo de lo que ya en mi tiempo, en nuestro presente, hacía tiempo que había ocurrido.
El hombre señaló nuevamente el extraño dibujo del árbol esquemático que había trazado. Señaló concretamente el corto tronco.
—Este es nuestro presente. No el de usted, sino el mío, el presente del tiempo del que yo vengo. Y aquí —señaló un punto de las raíces— aquí estaría el presente de usted, el tiempo que estamos viviendo ahora. Bien, aquí —y señaló un punto intermedio en el tiempo— ocurrió... u ocurrirá, como usted prefiera, la situación que estará a punto de llevar al mundo y a la humanidad a una total destrucción. Pero nosotros sabemos que eso no ocurrió. Y no ocurrió porque un hombre, un solo hombre salvó al mundo con el sacrificio de su propia vida. Un hombre que consiguió unir a todos los demás y que, con su sacrificio y su ejemplo, hizo que el mundo, en lugar de ser totalmente destruido, se convirtiera en el planeta feliz y unido que nosotros disfrutamos...
—¿Ustedes están unidos?...
—Sí...
—¿Todos?... ¿No hay ya países en pugna, ni amenazas de guerra, ni guerra fría, ni ensayos de bombas nucleares?
La pregunta de Pedro hizo sonreír al hombre, que negó con la cabeza.
—No hay siquiera países. Toda la Tierra es un solo país y todos los hombres trabajan y viven codo con codo, unidos por un interés común.
—¿Y todo... gracias a... ese hombre?
—Todo gracias a él.
Pedro meditó un instante maravillado de que algún día el mundo pudiera ser tal como aquel extraño ser le estaba asegurando.
—Es maravilloso... —dijo, casi para sí mismo. Luego levantó la mirada—. ¿Y quién fue... bueno, quién será ese hombre?
—Precisamente el hijo que su novia está esperando.
Pedro se quedó anonadado. Levantó la mirada sobresaltado, la fijó un instante en el visitante desconocido y balbuceó algo incomprensible. El hombre quedó un instante en silencio, como si esperase a que la emoción se hubiera tranquilizado.
—Seguimos con la máquina del tiempo la vida de Juan, casi paso a paso. Y, de pronto, nos dimos cuenta de que esa vida, aunque había transcurrido en nuestro pasado, había sido obra nuestra, ¡tenía que ser obra nuestra!... Y que teníamos que crear a ese hombre que nos tenía que preceder. Entonces, comenzamos a estudiar la situación del planeta en la época en que tenía que nacer, ¿comprende?... Por eso apareció en las pantallas de televisión el Hombre Silencioso, y en las salas de cine, y el ojo en los periódicos. Éramos nosotros, que teníamos que estudiarles a ustedes y buscar dónde y de quién nacería Juan...
Se levantó y caminó lentamente por la estancia. Ahora sabía que Pedro estaba pendiente de sus palabras como de la vida. Siguió hablando despacio, casi para sí mismo:
—Fuimos eliminando países y nos quedamos con el suyo. Fue una cuestión de situación geográfica, ¿entiende? Y por el idioma, que hablan tantos hombres en el mundo. Por supuesto, teníamos que eliminar a las grandes potencias, porque la obra de Juan se perdería si hubiera habido una pugna de tipo nacional. Luego llegamos aquí. El clima de la ciudad era bastante adecuado para las condiciones de gestación que necesitábamos. Entonces comenzamos la selección. Buscamos una madre para Juan... y para ello, aprovechando a nuestros agentes, examinamos sin que ellas se dieran cuenta a más de doscientas mil muchachas comprendidas entre los veinte y los veinticinco años, que es la edad que nosotros consideramos más conveniente para la maternidad. Usted colaboró con su calculadora a que la señorita María Luisa Núñez saliera elegida. Sus características biológicas y genéticas fueron las más adecuadas... si su calculadora no se equivoca —sonrió, terminando.
Pedro bajó la cabeza, negando en silencio.
—No... La Gran Sofía nunca se ha equivocado.
—Gracias. —El desconocido interrumpió su paseo y se quedó de pie frente a Pedro, que todavía era incapaz de reaccionar. Sonrió, esperando que él se decidiera a hablar.
Por su parte, Pedro tenía en aquellos instantes tal confusión y tantas eran las preguntas que se le venían a la mente, que no sabía por dónde empezar.
—Pero entonces, ustedes... ¿cómo hicieron... que ella... que ella se quedase... sin que... sin...?
—Se lo dije antes, por inseminación artificial.
—¡Pero eso... eso ha sido monstruoso!...
—Eso ha sido la necesidad de crear a Juan, si queríamos que la Tierra sobreviviera, si queríamos que el mundo fuera... como nosotros lo hemos conocido. Si Juan no nace... o si muriera antes de cumplir su obra... el mundo desaparecerá. ¿Comprende usted ahora más cosas?
Pedro estaba como atragantado.
—No lo sé...
—Tengo que advertirle a usted algunas cosas más. Con la... digamos operación... que hemos hecho con su novia, el embarazo durará once meses en lugar de nueve, Cuando usted se case con ella, no tendrá que temer para nada las maledicencias de la gente de su época. Por otra parte, nosotros nos ocuparemos de ella en todos los cuidados médicos que necesite... hasta el momento de dar a luz. Ustedes no tendrán ninguna preocupación en cuanto a esto. Estaremos cerca de ustedes hasta que nazca Juan... Luego, él ya no necesitará de nuestra ayuda, sólo de la de ustedes, sus padres...
Pedro soltó una risita seca.
—¡Sus padres!...
183
—Ustedes lo serán, aunque Juan haya sido obra nuestra.
Pedro preguntó entonces, precipitadamente:
—¡Pero... pero!... ¿Por qué no han utilizado ustedes una de sus mujeres?... ¿Por qué no han traído a Juan... ya hecho?
El desconocido sonrió.
—No podíamos hacer trampa. Juan será un hombre de su tiempo... Y sólo así podría cumplir su obra.
X
Pedro nunca supo cuándo se había marchado el desconocido y le había dejado totalmente solo con sus pensamientos y con la decisión que tenía que tomar. Ahora, en la noche, vagando por los cuartos oscuros de la casa, recibiendo las luces que parpadeaban en la calle, parecía recordar únicamente sus últimas palabras, las que el hombre de otra época había dicho ya en el quicio de la puerta, antes de salir a la calle:
—Ustedes son los que pueden decidir sobre el destino de la humanidad.
El destino... O el Destino, con mayúscula... Un destino de tres mil millones de seres en manos de él... y de ella...
Pedro se acercó a la ventana. Afuera se encendía intermitentemente la cruz roja de una farmacia de guardia. Una cruz roja, ensangrentada de neón. Una cruz. Un sacrificio. De él. Y de ella. Y de Juan, quienquiera que llegase a ser. El sacrificio de Juan redimiría y uniría a todos los hombres. Lo había dicho el hombre desconocido. El sacrificio de un hijo artificial.
Ella Marisa, se apartó de la ventana. La cama estaba deshecha había intentado inútilmente relajarse y pensar con cordura. Se había levantado en camisón y había entreabierto la ventana, como si quisiera respirar el aire de la noche y expulsar los pensamientos negros. Sus dedos habían recorrido cuidadosamente su vientre, buscando ese hijo que ella ignoraba... ¡Un hijo!... Lo habían creído todos, incluso Pedro... Y Pedro la había considerado culpable de no sabía qué... ¿De qué?
No podía ser. Ella sabía que era imposible. Repasaba sus escasos conocimientos de hija de buena familia con educación monjil. Recordaba vagamente las alusiones de su madre cuando llegó la pubertad, las conversaciones entre risas cómplices con las compañeras del colegio. Recordaba las primeras caricias con Pedro, los primeros besos apasionados, los primeros deseos contenidos y más tarde confesados con rubor, las amenazas de penas eternas, los pecados inconfesables de los que había oído siempre hablar con medias palabras, las familias mancilladas, las bodas precipitadas, a primeras horas de la mañana, sin invitados...
¡Y ahora, ella!... Se negaba a creerlo y, sin embargo, con toda su seguridad, la ignorancia la llevaba a preguntarse: ¿Pero cómo pudo ser?, aceptando tácitamente el hecho.
Fuera como fuese, ella había querido a Pedro. Le quería. Deseaba casarse con él y tener hijos suyos. Y ahora, ese hijo que decían, ¿sería de Pedro?... Su razón le decía que no existía el hijo, que no era de Pedro ni de nadie. Y, sin embargo, casi sentía moverse en su seno el nuevo ser.
Los ojos fijos en la luz interminable de los neones de la farmacia, Pedro luchaba entre su razón y las razones que había escuchado y que le parecían incontrovertibles. Ellos habían sabido hacer cosas que parecían imposibles a la ciencia. La máxima autoridad en cálculo, la Gran Sofía, se había declarado impotente para dilucidar el enigma que «ellos» habían planteado, con sus extrañas apariciones. La relación de hechos era lógica... si es que puede ser lógico un encadenamiento perfectamente incomprensible. Algo que no comprendía le impulsaba a creer en las palabras del desconocido.
Y Marisa... Marisa era inocente, si todo aquello era cierto. Pedro quería ahora que fuera cierto, totalmente cierto. Quería que lo fuese y no podía demostrarlo. Era como la fe en algo que nunca podría comprenderse. Pero una fe que se le estaba exigiendo en nombre de toda la humanidad.
—¿Y qué? —se dijo a sí mismo— ¿Y qué de los hombres?... ¿Que van a morir como chinches?... ¿Que van a ser destrozados por las bombas de cobalto, que no va a salvarse ni uno?... ¿Y que la salvación del género humano depende de mí, y de Marisa, y de ese hijo?
—Ustedes son los que pueden decidir... —le habían dicho.
Nosotros, Marisa y Pedro. Los últimos. Los que nadie recordaría nunca, probablemente. Pero a él, a Juan... al hijo... Sí, era su hijo, el hijo de ella y de él, de Pedro...
Pedro se apartaba violentamente de la ventana. Atravesó la habitación a oscuras, se dirigió al despacho y encendió la luz. Miró de nuevo el sillón donde había estado sentado el hombre. Lo miró como si aquel hombre fuera a materializarse nuevamente ante su mirada, surgiendo de la nada. Le fallaban las fuerzas. Se dirigió lentamente al teléfono y su mano se acercó vacilante al auricular. Un reloj lejano estaba dando las dos de la madrugada.
Marisa salió al pasillo. Atisbo la tenue línea de luz que salía por la puerta del cuarto de sus padres. Se acercó de puntillas, sin hacer el menor ruido. Adentro estaban hablando los dos, pero en voz tan baja que era imposible adivinar su conversación. Oía, eso sí, los intermitentes sollozos de doña Luisa. Y, una vez, una palabra más fuerte que las otras, más distinta, más sonora:
—iQue vergüenza!...
Marisa apretó los dientes. Ahora no le importaba nada. Nada de lo que pudieran decir sus padres, o las amistades maledicentes, o los vecinos, o la gente conocida del barrio. Le importaba ella. Ella y Pedro.
Caminó decidida hacia el teléfono del final del pasillo. Iba a descolgarlo cuando sonó el timbre. Ella sabía quién era, estaba segura. Lo descolgó inmediatamente;
—¡Pedro!...
—¡Marisa!... ¡Estabas ahí!...
—Iba a llamarte...
—Marisa...
—¿Qué?...
—Lo del niño... Ya sé que es cierto...
—¿Qué sabes?
—Muchas cosas. No entiendo la mitad de ellas.
—¿Pero qué?
—Que sí, que lo esperas...
—¿Y quién?...
—Mañana, Marisa, mañana...
—No, ahora...
—Ahora, no... Ahora, sólo quiero decirte una cosa..
—¿Qué?... —se ahogaba, no podía tragar.
—Que te quiero...
—Y yo...
—Que vamos a casarnos...
—Sí... Sí, Pedro...
—Que el niño se llamará Juan...
—¿Como mi padre?...
—No, como tu padre, no... Juan, ¿entiendes?...
—No...
—Yo tampoco, Marisa... Es todo demasiado extraño...
—Pero...
—Pero es cierto... Todo es cierto... Y maravilloso y terrible a la vez...
—No te entiendo...
—Yo tampoco, Marisa...
—¿Entonces?...
—No te preocupes... Mañana, ¿eh?...
—Sí, mañana...
—Sólo quería decírtelo esta noche...
—Sí, Pedro...
—Para que duermas...
—No sé si podré...
—Sí podrás... Yo velaré tu sueño...
—Pedro —La puerta del cuarto de los padres se había abierto. Asomaba la cabeza de doña Luisa:
—¿Quién es? ¿A estas horas?
—Adiós, Pedro, buenas noches...
—Espera, Marisa, quiero decirte aún una cosa...
—¿Qué?... Date prisa...
—Te amo...
—Y yo...
—Seremos felices...
—¡Claro!... —tartamudeó Marisa—. ¡Claro que sí... Anda, cuelga...
—No, tú primero...
—No, tú...
—Los dos...
Colgaron los dos a la vez. Marisa tenía los ojos llenos de lágrimas y trataba de reír. Se apretó el vientre con las dos manos, dulcemente y pasó ante su madre sin mirarla. Doña Luisa pudo verla cerrar la puerta de su cuarto y la oyó llorar dentro. Quiso entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave.
Marisa lloraba y era feliz.
XI
Se casaron quince días después, en la parroquia de Marisa. La empresa concedió a los dos vacaciones y, en los días que precedieron a la boda, Pedro se encargó de fabricar la mentira que justificó su actitud ante los padres de la muchacha. Lo reconoció todo: que había sido él, que había sentido miedo por un momento, cuando se descubrió lo que ocurría, que él sólo quería casarse con Marisa y... que lo iba a hacer.
Dos días antes de la boda, el desconocido que había visitado a Pedro los encontró a los dos. Les dio toda clase de instrucciones para el futuro inmediato. Algunas de las instrucciones no era posible olvidarlas; de oirás tuvieron que tomar nota.
Por ejemplo, entre las instrucciones que no podían olvidar estaba la obligación absoluta de no dormir juntos hasta que el niño hubiera nacido. Pedro intentó protestar, pero Marisa le detuvo:
—Calla, Pedro... Hemos esperando tanto tiempo...
—¡Pero ahora vamos a vivir juntos!...
—Pero está él, ¿no lo comprendes?
El hombre trató de dables ánimos:
—Tengan ustedes en cuenta que, en nuestro trabajo, hemos hecho una absoluta selección genética que no debe ser alterada de ningún modo, para que podamos aspirar al éxito. Además, apenas serán once meses...
—¡Y encima eso!... Un embarazo más largo aún... ¿Por qué?
—Juan necesitará un desarrollo mayor que otros niños.
Había otras instrucciones. Tendrían un ginecólogo que revisaría el estado de Marisa cada quince días; una sociedad de seguros —por la que no pagarían nada— que se haría cargo de todos los gastos y que incluso depositaría una cantidad para la futura educación del niño. Y Marisa tendría que cumplir a rajatabla, ya desde los primeros días, una serie de ejercicios para facilitar en su día el futuro parto.
—Pero ya le hablará de ellos el tocólogo, no se preocupe.
Les entregaron los billetes de tren —imposible utilizar el avión— para el idílico lugar de la costa que les habían elegido para pasar la luna de miel. Les entregaron las llaves del apartamento que ocuparían, alquilado a nombre del señor Rivas y señora, un apartamento que, según las fotografías que les mostraron, habría sido el lugar realmente ideal para una luna de miel en serio. En cambio, ellos...
Por supuesto que las reacciones de ambos tuvieron sus diferencias, aunque el resultado fuera el mismo: aceptación de los hechos y boda casi precipitada.
Para Marisa, ya totalmente convencida de la existencia del hijo en sus extrañas, sólo contaba esa existencia. Se había hecho rápidamente a la idea y la había acogido con la única reacción posible en una mujer: amaba al hijo que llevaba dentro, fuera cual fuese su origen, su sentido y su destino. Era su hijo y, en cierto sentido, el hijo que Pedro había elegido, aunque no creado. Pedro no le había hablado demasiado abiertamente del destino que le esperaba y que él había conocido a través de las palabras de su desconocido visitante. Le había dicho únicamente lo que convenía que supiera, pensando que ya tendría tiempo —demasiado, sin duda— para conocer la verdad total.
Para Pedro, el niño que había de venir era más una prueba que una realidad. Lo estaba aceptando por Marisa en primer lugar. Después, por una especie de autoconvencimiento del papel que, indirectamente, le tocaría representar en el futuro de la Humanidad, a él, al padre de Juan. Este hecho le daba al mismo tiempo un recóndito orgullo y una secreta envidia, al pensar que él, en su totalidad, no habría sido capaz de dar al mundo un hijo como el que iba a pasar como suyo.
Por lo demás, todo fue hecho con un aire de absoluta normalidad. Las invitaciones de boda, los permisos pedidos a los jefes de la oficina técnica, los regalos de boda, el traje blanco de ella... Con respecto al traje hubo sus más y sus menos. Doña Luisa había insistido en que Marisa fuera vestida de blanco. Ella se oponía, pero tuvo que ceder a los ruegos de la madre:
—¡Bueno, y al fin y al cabo, qué!... Os casáis como Dios manda, ¿no?...
—¡Pero mamá, si no hace falta!...
—¡Eso, y encima que adelantamos la boda sin dar explicaciones ahora te casas «de paisana» y ya la hemos armado!...
Al salir de la iglesia bajo los acordes del órgano —una manía de don Juan esta vez, que habían tenido que aceptar también —les esperaba un lujoso automóvil muy parecido a los que normalmente se toman de alquiler en estas ocasiones. Los novios subieron, intentaron subir los padres, pero el chofer, un hombre de gafas azules y frente muy despejada, se opuso, diciéndoles que, según el reglamento, los padres tenían que subir en el coche de atrás. Los padres y los padrinos no sabían cómo reaccionar.
—Bueno, está bien, nos veremos en el fotógrafo...
—Sí...
El coche de los novios arrancó velozmente, hasta el punto de que los coches que les seguían les perdieron rápidamente de vista. Doña Luisa, viendo perderse el coche negro de los novios en las vueltas y revueltas de las calles plagadas de tráfico, le dijo al chofer:
—¡Pero alcáncelos!...
—Oiga, señora, ese coche no tiene nada que ver con la agencia nuestra...
—¿Que no?
—¡Qué va!... Yo creía que era un coche de algún amigo de ustedes... Además, no hay quién lo alcance...
—¿Has oído, Juan?... Ese coche no es de la agencia...
—Bueno, qué más da, será una broma, ya les encontraremos en el fotógrafo, o en el «lunch».
—Sí, claro...
Pero los novios no aparecieron por la casa del fotógrafo, a pesar de que los padres estuvieron esperando más de media hora...
—Al paso que iban, ya podrían haber estado aquí ya...
Abandonaron la casa y fueron a reunirse con los invitados del banquete.
Nada. Tampoco por allí aparecieron. Al principio, la gente lo tomó a broma:
—¡Que quieren estar ya solos!...
—¡No han tenido paciencia ni para esperar!
Llamaron por teléfono a la casa de Pedro. No contestaba nadie. Y el banquete se prolongaba más de lo debido y los novios no aparecían. Así, lo que en un principio quiso ser broma, pasó a la fase de indignación paterna y terminó con la movilización general de todos los invitados, cada uno de los cuales quería dar su opinión.
—Hay que buscar en los hospitales...
—Mejor en las comisarías...
—¿Y en la estación? ¿A dónde iban?
—Ni lo quisieron decir —confesó doña Luisa.
Nada tuvo éxito. No apareció ni rastro de ellos por ningún lado. Los padres no durmieron aquella noche y únicamente descansaron cuando, tres días después, recibieron una postal sin fecha y sin lugar de procedencia Una hermosa postal con la fotografía de una playa idílica —¿de dónde?— y unas letras de Marisa en el dorso: NO OS PREOCUPÉIS POR NOSOTROS. ESTAMOS BIEN Y SOMOS FELICES. REGRESAREMOS CUANDO SE ACABEN LAS VACACIONES. MARISA Y PEDRO.
XII
Los días que transcurrieron en la playa fueron de paz idílica para Marisa y Pedro. Hasta entonces, durante toda su vida, sus vacaciones se habían limitado a los lugares próximos a la ciudad donde las antiguas familias burguesas poseían hotelitos de pocas comodidades. Además, la época de las vacaciones había supuesto siempre para ellos quince días de vivir separados, después de su contacto diario en la oficina; quince días de cartas constantes, de morriñas de ausencias, de ganas de que aquello terminase para encontrarse nuevamente juntos, en el trabajo diario y en el paseo nocturno.
Ahora... Bien, ahora estaban juntos. Ahora estaban casados. Ahora, incluso, esperaban un hijo ya. Lo tenían todo: la soledad casi constante, la intimidad casi absoluta, la libertad casi total, la felicidad casi completa.
El casi estaba determinado por la presencia de un hombre de gafas azules y frente despejadísima que no se dejaba ver más que... cuando menos falta hacía, al parecer.
Por ejemplo: la playa idílica, el sol calentando fuerte, el agua tibia, el rumoroso pasar de la brisa suave entre los árboles cercanos de la playa. El calorcillo marcando reguerillos de sudor en las axilas. Los cuerpos húmedos de calor. Eso fue el primer día. Estaban los dos tendidos en la arena, en silencio, todavía estremecidos por la belleza del lugar que les habían destinado. Pedro se levantó de un salto.
—¿Nos bañamos?
Ella le siguió. Pero no habían rozado sus pies el agua mansa cuando ya había aparecido el hombre desconocido, con su eterna sonrisa superior, nadie habría sabido decir de dónde, y se plantaba ante Marisa:
—No, por favor... Podría ser perjudicial para él...
—¿Por qué?... ¿Pero es que sus mujeres embarazadas no se bañan?...
—Claro que sí, pero son distintas las circunstancias... Ellas están ya hechas a esa forma de...
—¡Y nosotras!... ¿O es que cree usted que vivimos aún en las cavernas?
A estas alturas, Pedro había salido ya del agua y se aproximaba chorreante.
—No es eso —decía el hombre—, sino que en usted se han unido una serie de factores que van no con el tiempo, sino al encuentro del tiempo, ¿no se da cuenta?...
Aquellos hombres, con sus explicaciones que, muchas veces, Pedro y Marisa no entendían, sabían que el entendimiento y la comprensión eran algo aparte para la pareja, cuya realidad inmediata y más importante era el hecho de la venida de Juan. Y por ese hecho pasaban por encima de la comprensión y de las razones, porque el niño que tenía que venir era más importante que todo lo demás.
Una noche, al amor de la lumbre, hablaban los dos de él, los dos, solos y muy cerca uno del otro. Y hablaban de él como podrían hablar del hijo de ambos, porque por encima de todas las realidades que les habían sido impuestas, era eso, o iba a serlo: el hijo de ellos.
—¿Cómo será?
—Como tú... Claro que como tú...
Una sombra pasó por los ojos de Marisa:
—¿Y... si se parece a ellos?
—¿Por qué?...
Callaron un largo instante, mirando los dos las llamas que se retorcían en la chimenea. Afuera, en la playa, llovía y se había hecho de noche antes que otros días.
Cruzaron pensamientos negros entre los dos.
—Querrán... Querrán llevárselo.
—No...
—¿Y... si quisieran?
—No les dejaríamos. Es nuestro. Ante todo el mundo, es nuestro...
—Claro... Pero ellos tienen poder... Y podrían...
—¿Qué?
Marisa estaba estremecida.
Podrían llevárselo consigo... en la máquina del tiempo... y no devolvérnoslo nunca más...
—No pueden hacer eso.
—¿No?...
—Bien, sí pueden, pero no han de hacerlo... Juan ha de ser nuestro, para que a ellos les sirva de algo, ¿no te das cuenta?
—Claro... Sí, ya lo sé, pero, cada vez que...
—Olvídalo...
Marisa se volvió hacia Pedro, acurrucándose más cerca de el:
—Pedro...
—¿Qué?...
—Y Juan... ¿tendrá que llevar gafas azules?
Cenaron en silencio, servidos por la mujer que estaba incluida para su servicio en el alquiler del hotelito. Los pensamientos lúgubres y la visión de un remoto futuro que no era precisamente incierto les había cortado los deseos de hablar. Sólo querían estar juntos. Al ir a dormir —les habían reservado habitaciones separadas— Marisa se apretó contra Pedro, le ofreció sus labios en un beso largo.
—No me dejes esta noche, Pedro...
—¡Marisa!... No podemos...
—No, esta noche no quiero estar sola...
Le tomó de la mano y le arrastraba casi hacia su habitación. Las tenían fronteras, una a cada lado del corto pasillo. Marisa abrió la puerta. Miraron a ambos lados del pasillo: no había nadie a la vista. Pedro siguió a Marisa y cerraron tras de sí la puerta de la habitación de ella.
Se miraron profundamente a los ojos. Marisa los tenía húmedos. Pedro temblaba de pies a cabeza. Era la primera vez que se encontraba con Marisa tan cerca de una cama, en la noche, en el silencio de la playa que apenas era turbado por las gotas de lluvia que caían mansas contra los cristales de la ventana.
—Marisa... Yo quería...
Ella le tapaba los labios con los dedos, recorría su rostro, acariciándolo, pegándose casi contra él, buscándole.
Entonces llamaron a la puerta suavemente, con los nudillos. Los dos tuvieron un sobresalto y se volvieron separándose violentamente. Ante ellos se abría nuevamente la puerta del dormitorio y aparecía la cara del hombre desconocido, los ojos tristes tras sus gafas azules.
—Pedro, por favor...
Y se echaba a un lado para dejarle salir.
XIII
El comisario de policía observó largamente las fotografías de Marisa y de Pedro que tenía ante sí, sobre la mesa. Observó también la extraña postal de la idílica playa, buscó por delante y por detrás inútilmente el matasellos o algo que pudiera indicar el sitio donde se había sacado aquella fotografía. No había nada. Luego levantó la mirada y la posó interrogante sobre don Juan y doña Luisa, que se encontraban sentados al otro lado de la mesa y esperaban preocupados sus palabras. El comisario, realmente, no sabía por dónde empezar su interrogatorio. Ni siquiera sabía si podía haber motivo para un interrogatorio. Ciertamente conocía los rostros de la joven pareja que tenía sobre su escritorio. Recordaba cuando vinieron a verle con un problema insoluble y, al parecer, sin motivo para que la policía interviniera. Ahora, sin embargo...
—Vamos a ver... —Vaciló—. ¿Cuánto tiempo hace que se casaron?
—Veintinueve días —contestó inmediatamente doña Luisa.
—Y les habían concedido vacaciones...
—Un mes —contestaba ahora el padre. Don Juan, evidentemente se había resistido a acudir a la policía y sólo lo había hecho bajo la insistencia absoluta de su mujer.
El comisario miró al viejo matrimonio un momento, encogiéndose levemente de hombros.
—Bien, en cualquier caso... aún no ha expirado el mes, ¿no? y... Bueno digo yo... ¿no creen ustedes que es lógico que sus hijos hayan querido ocultar el sitio donde irían a pasar su luna de miel?
Hubo un silencio. La madre pensaba, bajo la fija mirada de su marido y del comisario. Luego, de pronto, negó firmemente con la cabeza:
—No, no... Desde luego que no.
—¿Por qué?
—Porque Marisa sabe que estaríamos preocupados y no lo haría por nada del mundo, salvo que... —se detuvo.
—¿Salvo qué?... —repitió el comisario.
La madre le miró fijamente, porque estaba a punto de hacer su acusación formal.
—Salvo que hayan sido secuestrados.
—¡Pero señora!...
Les rodeó el silencio un instante. La madre, en medio de un indudable dolor, se reafirmó en todo lo que a lo largo de aquella larga ausencia había estado maquinando. Señaló la postal.
—¿Qué lugar es ése, comisario?
—Bien... No sé, realmente... No lo dice.
—¿Quién mandó esa postal?
—La letra es de su hija de ustedes, ¿no?...
—La letra, sí... Pudieron obligarla a escribirla.
—¿Usted cree, señora?...
Don Juan, mientras tanto, trataba de mirar hacia otro lado, como queriendo significar que él no tenía nada que ver con las novelerías de su mujer.
—Estoy segura.
El comisario les prometió seriamente ocuparse del asunto, aún con el íntimo convencimiento —qué extraño, se decía, el mismo íntimo convencimiento había tenido cuando los dos jóvenes estuvieron a verle— de que aquel asunto no tenía la menor importancia. ¿Por qué tendrían que acudir a él las gentes para resolver sus problemas personales? Sin embargo, a pesar de todo, era su deber y ese deber tenía que estar por encima de sus convencimientos. Acompañó a los padres hasta la puerta y, mientras volvía, le dijo al policía de turno:
—Busque al inspector García, por favor...
García se presentó al momento. Aún estaba moreno por las recientes vacaciones que había disfrutado.
—¿Me llamaba, don Lorenzo?
—Mire esto... ¿Sabe qué lugar es?
El inspector miró y remiró la fotografía de la playa idílica de la postal.
—No, señor...
—Pero usted ha pasado tres meses de servicio recorriendo la Costa Brava...
—Sí, señor...
—¿Lo habría reconocido si hubiera sido cualquier lugar de la costa?
—Bien, no lo sé exactamente, pero... sí, supongo que sí...
—Parece la Costa Brava, sin embargo...
—O la costa de Mallorca, tal vez...
—Sí, claro... —reflexionó un instante, mirando la postal con curiosidad—. De todos modos... ¿No le parece extraña esa postal? Sin sello, sin membrete, sin indicación del sitio... Por lo visto se la dejaron en el casillero a los padres...
—¿A los padres de quién, don Lorenzo?
El comisario le contó cuanto sabía. García se quedó meditabundo un momento.
—¿Se le ocurre algo?
García se encogió de hombros.
—No sé... De todos modos... no parece que nada tenga explicación, ¿no le parece?
—Sí, justo...
—Ni parece que haya un peligro por ningún lado...
—Exacto...
—Precisamente las características de todo el asunto de las interferencias, ¿no le parece?... Tampoco aquello se podía explicar... y tampoco parecía que tuviera importancia, aunque no haya habido manera de encontrarle una explicación posible...
Don Juan se mantenía a más de medio metro de su mujer, mientras regresaban a su casa. Una cortina de silencio se interponía entre los dos. Doña Luisa le miraba de vez en cuando, esperando que hablase. Pero el viejo evitaba la mirada de ella, simulando estar sumido en sus pensamientos.
—Pero bueno, di algo...
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que hemos hecho el papelón?...
—Ah, de modo que el porvenir de tu hija es hacer el papelón.
—Si lo fuera...
—¿Y tú qué sabes?
—¿Lo sabes tú acaso?
Volvió el silencio hasta que atravesaron el portal de su casa. La portera salió a recibirles, haciendo aspavientos.
—¡Hala!... Ya estarán ustedes contentos...
—¿De qué?
—¡Ya están arriba los novios!...
—¿Cuándo? —preguntaba don Juan. Pero no pudo esperar a la respuesta, porque doña Luisa subía las escaleras de dos en dos, con unas energías increíbles en una mujer de su edad.
Luego fueron los abrazos, las caricias, el cariñoso insulto por haberles olvidado tanto tiempo, las excusas...
—¡Pero hija, es que sólo una postal!...
—¿Qué postal?...
—La única que mandasteis desde... ¿pero dónde estuvisteis?
—En... en un hotel de la sierra —se adelantó Pedro.
—¡Pero, si la postal era de una playa!...
—¡Pero qué postal, mamá, por Dios!... Si no he mandado ninguna postal.,.
XIV
Se fueron a vivir al apartamento de Pedro, a pesar de las renovadas protestas de doña Luisa. Tal vez Marisa habría preferido quedarse con sus padres, porque el trabajo habría sido mucho menor, pero ellos les recomendaron —y ya se habían acostumbrado a recibir sus recomendaciones como órdenes— que, dado el régimen especial de ejercicios gimnásticos y dietas que tenía que cumplir la muchacha, sería mucho mejor que vivieran separados de toda aquella gente que pudiera preguntar más de lo debido.
En la casa, por supuesto, siguieron manteniendo escrupulosamente las distancias corporales. Marisa dormía en la cama que había sido de Pedro y él se acostaba en el living, en el sofá. Alquilaron los servicios de una asistenta y vino una mujer de sesenta años que se llamaba Petra y que, al cabo del tiempo, descubrió la extraña vida conyugal de sus señores. Sólo reveló lo que sabía por indirectas a la misma Marisa, pero no dejó de soltar la lengua en la portería, en la pescadería y en cuantas tiendas hacía normalmente la compra.
Los vecinos comenzaron a mirarles de manera rara. Y no sólo por los chismes de la asistenta, sino porque ya, con la mosca detrás de la oreja, habían ido cada uno comprobando cosas que chocaban a sus mentalidades encauzadas en el camino del chisme y la maledicencia: las salidas tempranísimas del matrimonio —cuando tenían que asistir a las clases de gimnasia especial antes de acudir a la oficina—; las extrañas visitas de ciertos hombres elegantísimos con gafas de sol de color azul; el mismo apartamento del matrimonio de todos los vecinos, cuando aquél era precisamente un barrio en el que todo el mundo se conocía más o menos e imperaba la costumbre de hacerse continuas visitas entre vecinos.
Hubo incluso vecinas que se dedicaron, como si fueran tasadoras, a sacar una lista de los lujos que se permitía la pareja. El mantenimiento del «seiscientos», los trajes de él, los vestidos de ella —todo sobre apreciaciones visuales, claro—; el alquiler de la casa, los gastos de asistenta, lo que la asistenta había dicho que gastaba diariamente para comer. Las salidas del marido sin la mujer; las salidas de la mujer sin el marido. Comprobaron que, al cabo de unos meses, Marisa había dejado de ir a trabajar y que, sin embargo, el tren de vida al parecer excesivamente lujoso continuaba.
Conclusiones: él debía de tener una amante que les mantuviera a ambos. Primeramente se había pensado en lo contrario, pero la posibilidad tuvo que descartarse cuando, al cabo de cuatro meses de matrimonio, los andares de Marisa comenzaron a hacerse torpones y los vestidos comenzaron a tener una significativa holgura. No, por supuesto, ella no podía ser ya la que trajera a casa el dinero extra. Tenía que ser él, pero ¿cómo?
Puestos a hacer suposiciones, ya se sabe que la gente es mucho más imaginativa de lo que a primera vista puede parecer. Así pues, sin detenernos a apuntar todas las hipótesis que surgieron a propósito del matrimonio Rivas, he aquí las que predominaron:
Primera: que Pedro estaba al servicio secreto de una conspiración internacional igualmente secreta, que pretendía apoderarse secretamente de algún poder secreto. Claro, nadie daba más luces sobre esto porque todo estaba rodeado de un gran secreto.
Segunda: Pedro tenía una amante. Y esa amante era precisamente la representante secreta del etcétera.
Tercera: quien tenía un amante era Marisa. Pero esta suposición quedó bastante descartada por casi todos los vecinos, una vez que Marisa comenzó a lucir su próxima maternidad sin ningún secreto.
Por lo tanto, las tesis de que había algo secreto que rodeaba al matrimonio Rivas se rebozaban en las fantasías chismosas de la vecindad. De tal modo que, cuando un día aquello llegó a oídos de la policía —que suele enterarse de todo, aunque descarte el noventa por ciento de los bulos— el comisario que ya conocía parcialmente el secreto extraño y siempre inofensivo de Pedro y Marisa se dio un golpe en la frente al recordarlo:
—¡Otra vez esta pareja!...
Llamó a García, en quien tenía más confianza que en los demás, y, después de haberse informado de que el inspector no tenía de momento ningún otro trabajo más urgente que hacer, le puso totalmente al corriente de todo, desde la primera visita de la pareja de novios hasta los rumores extraños que ahora circulaban acerca de ellos.
—¿Y qué quiere, don Lorenzo, que vaya a interrogarles?
—¡No, no!... Eso podría ponernos en ridículo porque, seguramente, no hay nada de nada en todo eso. Sería absurdo, ¿no?
—Pues... la verdad, sí.
—Pero no estaría de más que se diera usted una vuelta por allí, que preguntara a los vecinos, que observase un poco lo que hace esa pareja, quién les visita, cómo se comportan...
Y aquella tarde, cuando Pedro regresaba a casa de su trabajo, al descender del cochecillo, tuvo la impresión de que alguien, desde algún sitio, le estaba mirando. Al principio no dio demasiada importancia al hecho, porque estaba acostumbrado ya a servir de blanco a las miradas de muchos vecinos chismosos. Pero se sobresalto al encontrar la mirada que estaba posada sobre él en un hombre que estaba apostado en una esquina próxima. A aquel hombre no le conocía ni siquiera de vista. Apartó los ojos de él y subió rápido las escaleras.
Encontró a Marisa tendida en el suelo con las piernas al aire, entregada a sus ejercicios bajo la mirada severa del médico enviado por los desconocidos. El médico le miró a través de sus gafas azules y sonrió al leerle los pensamientos.
—No se preocupe, Pedro... Ustedes no han hecho nada malo... ni lo van a hacer. Nadie ha de poder culparles...
—Pero... nos están espiando. Seguro, Mire... Le llevó a la ventana. Marisa les seguía. —Es un policía —dijo el médico.
XV
Aquella noche, sentados uno frente al otro en el saloncito, se miraron largo rato en silencio, sin pronunciar palabra. El médico, al marcharse, les había dicho que no, tenían nada que temer, que no pasaría nada, que nadie podía acusarles de nada. Pero ahora estaban ellos dos solos, Pedro y Marisa, frente a frente. Y tenían miedo.
Sabían que podrían preguntarles cosas. No sabían qué cosas, y eso era aún peor. Simplemente eso: podrían preguntarles. Y ellos tendrían que responder, sin saber qué, sin poder inventar mentiras cuyo alcance desconocían. Ese era su mayor temor ahora: que les preguntasen. Temían por Juan y por ellos. Y un poco también por aquellos hombres que habían confiado en ellos para ser los padres de Juan. Pero ese mismo hecho, el de ser los padres de alguien que iba a tener una misión tan especial que cumplir en el mundo en los próximos cuarenta años, les confería una responsabilidad que no podía tener por consecuencia el hecho de confesarla. Era una responsabilidad que ellos tenían que ignorar ante todos los demás y casi ante ellos mismos.
Pedro se levantó un poco nervioso. Miró nuevamente por la ventana.
—¿Está aún ahí? —preguntó Marisa.
—Hay otro... Se pasea arriba y abajo.
—¿Otro?
—Este es bajito... y rechoncho.
—No es el mismo, entonces...
—Ya te lo dije...
—Sí...
—Deberíamos apagar la luz. A lo mejor así se marchaba.
—¿Tú crees?
Apagaron la luz. Y los dos se acercaron nuevamente a la ventana, pegando la nariz al cristal y empañándolo con el aliento.
El hombre estaba allá abajo, como un empleado que estuviera esperando a la novia.
—Tal vez no sea. No mira hacia arriba.
—Lo hace para disimular. Si mirase, sabría que le estábamos viendo.
Pasó un instante. De un portal, allá abajo, salió una muchacha. El hombre se acercó a ella, la tomó por el brazo y los dos se alejaron a buen paso.
Pedro y Marisa se miraron y tuvieron por un momento ganas de echarse a reír. Pero fue sólo un momento. La semilla del miedo estaba echada.
En los días siguientes, Pedro miraba insistentemente a un lado y al otro de la calle, cada vez que salía de casa camino de la oficina; cada vez que salía del cochecillo para entrar en el despacho; cada vez que salía nuevamente de la oficina. Miraba por el espejo retrovisor y estaba convencido de que un coche u otro iban en su persecución. Más de una vez estuvo a punto de provocar un accidente por ese motivo.
Al reunirse a las horas de comer, se contaban uno a otro sus temores.
—Me han seguido en un «Seat» del parque móvil hasta casa...
—A mí me ha estado siguiendo una mujer en la plaza, mientras hacía la compra. Hasta me ha preguntado.
—¿El qué?
—No sé, una dirección, la de no sé qué carnicería. Pero lo ha preguntado con segundas.
Los dedos se les hacían huéspedes. Pidieron al médico que no acudiese a casa para dirigir los ejercicios de Marisa. Fueron ellos a la clínica de las afueras que habían alquilado. Tomaron el cochecillo y, siempre convencidos de que les seguían, dieron vueltas y revueltas por las calles hasta despistar a los hipotéticos perseguidores. Luego enfilaron la carretera nacional hasta el barrio de hotelitos elegantes donde había sido instalada la clínica. Dejaron el coche en la callecilla apartada, bajo! las acacias y entraron en la verja. Marisa miraba hacia atrás continuamente.
—Deberíamos haber metido el coche.
—¿Por qué?
—Nunca se sabe.
El médico les estaba esperando. Les hizo pasar.
Se escuchó desde la calle el portazo, a lo lejos. La calle volvió a quedar en silencio por un instante. Luego, procedentes de la otra esquina, se acercaron dos hombres y observaron el coche y la casa que se vislumbraba entre los árboles, al otro lado de la verja. Sobre el pivote de piedra artificial que marcaba la portada de la verja vieron un rótulo esculpido en mármol blanco. SANATORIO TOCOLOG1CO. DR. NAVARRO. CLÍNICA MATERNAL.
—Bueno, habrán venido a eso, ¿no?...
—Parece... Pero entonces, ¿por qué dieron tantas vueltas antes, para despistarnos?
El otro se encogió de hombros. El primero añadió, pasado un momento:
—A no ser que esto no sea lo que dice aquí.
—No sé qué, entonces.
—Cualquier cosa, tal vez lo que el jefe nos ha dicho que busquemos.
—¿Pero sabe él lo que tenemos que buscar?
—Me parece que no. Sin embargo... —se detuvo, pensativo.
El otro aguardó un instante.
—¿Qué?
—Un poco raro, ¿no?, una clínica maternal tan lejos del centro.
—¿Por qué raro?
—Piensa... Cuando los niños vienen, muchas veces no dan tiempo ni de coger un taxi, así que...
—Tienes razón.
Recorrieron la verja, tratando de ver el interior a través de alguna ventana. Pero, a aquella distancia, era totalmente imposible. Por otra parte, el silencio que reinaba en torno a la casa, la soledad en que se encontraba el jardín descuidado, todo hacía pensar en un lugar abandonado más que en la identidad que pretendía reflejar el letrero esculpido sobre el portón.
Los dos hombres se volvieron al oír cerca un ruido. A sus espaldas, dos jesuitas caminaban a pasos rápidos hacia otro de los hotelitos del barrio solitario. Uno de los hombres se acercó a ellos y les llamó, obligándoles a volverse.
—Perdonen, padres...
Los dos jesuitas se volvieron.
—Ando buscando una clínica de maternidad que hay por aquí, pero no la encuentro y...
El jesuita más joven señaló la verja. A la altura que estaban, el letrero quedaba demasiado lejos como para poderlo identificar.
—Es ahí...
—¡Ah, muchas gracias!... Debe estar instalada hace poco tiempo, ¿no es cierto?
—Poco... —se miraron los dos padres—. Cinco o seis meses, ¿no?
—Algo así, sí...
—Perdonen otra vez... Pero es que me han ofrecido esa clínica en el seguro donde estamos apuntados... ¿Es buena?
Los dos sacerdotes se miraron un poco sonrojados.
—Bien, nosotros no...
—Ya, perdonen. Quería decir si han visto ustedes mucha gente, mucha clientela...
Los dos sacerdotes volvieron a mirarse, indecisos, como si ellos mismos descubrieran ahora la realidad de las cosas.
—Pues, la verdad es que... ¿Usted ha visto a mucha gente, padre Vives?
—No, no... En realidad, creo que no he visto nunca a nadie.
El hombre miró a los dos jesuitas sin poder ocultar el gozo del descubrimiento que le habían hecho.
Les dio las gracias con un murmullo y se alejó de ellos, sin verles murmurar en voz baja mientras entraban por la verja de su casa comunal.
—¿Qué te han dicho?
—Lo que me temía —se vanaglorió el otro—. Que no han visto nunca a nadie.
—Yo sí he visto. Mira...
Y le señaló un punto entre los árboles que había al otro lado de la verja. Debajo de un castaño de indias había una especie de garita de un material metálico negro brillante. La garita era totalmente cuadrada y se entraba en ella a través de una especie de puerta oval, que en estos momentos estaba abierta, descubriendo un interior acolchado con una especie de materia plástica satinada que, en la distancia, parecía de gran suavidad.
—¿Qué es?...
—No lo sé, pero he visto entrar a un tipo de gafas azules hace un momento, ¡Mira!...
El mismo hombre que había visto entrar salía ahora de la garita. Iba vestido con una especie de bata azul, parecida a una túnica. Y llevaba en sus manos un objeto brillante de unos veinte centímetros de largo, algo que en la distancia se asemejaba a una jeringa. El hombre se dirigió hacia la casa y entró por una puertecilla lateral. Los dos policías se miraron, sin entender nada de cuanto ocurría a su alrededor.
—Bueno... Digo yo... Tendríamos que ver qué es eso.
—¿Cómo?
—¡A ver!... Entrando...
—Ya me contarás de dónde sacamos la orden judicial.
—En cualquier caso, habrá que contárselo al jefe.
XVI
A las diez de la noche, la policía había hecho averiguaciones.
La primera, que, efectivamente, había sido inscrita una clínica maternal particular en la dirección que habían tomado los dos inspectores, seis meses atrás.
La segunda, que en el colegio médico había inscritos trescientos veinticinco doctores de apellido Navarro. De ellos, ochenta y ocho vivían en la ciudad. Y ninguno de ellos tenía el número de colegiado con que se había inscrito el llamado doctor Navarro de la clínica en cuestión. Ese número, por el contrario, pertenecía a un médico rural de apellido Vegas que ejercía el A. P. D. en una aldea de las Vascongadas.
Por lo tanto, salvo que hubiera un error, el llamado doctor Navarro de la clínica maternal era un impostor. El comisario llamó a los dos inspectores para comunicárselo.
—Faltan un par de comprobaciones que no estarán listas hasta mañana o pasado. Mientras tanto, no estaría de más que vigilasen ustedes la casa durante la noche. Ustedes o quien esté de servicio. Pero yo preferiría que...
Efectivamente, fueron ellos. Aparcaron el coche a quinientos metros de la casa y se acercaron despacio. En silencio. La puerta de la verja estaba cerrada y una sola ventana de la casa tenía luz. Una intensa luz azul que expandía el resplandor hasta el jardín. La ventana estaba situada en el primer piso y el área que iluminaba incluía el lugar donde aquella tarde había estado la especie de garita de metal negro. Sólo que ahora la garita había desaparecido.
—Era ahí donde estaba, ¿no?...
—Seguro...
Se alejaron del área de luz. Esperaron en silencio, ateridos por el airecillo de la sierra. El más viejo, Pérez, se levantó el cuello de la chaqueta.
—¿Tienes frío?...
—Es precaución...
Y añadió, señalando al resplandor azul que emanaba de la ventana:
—Me da frío esa luz...
—¿Qué será, un quirófano?
García, el más joven, se encogió de hombros.
—No sé.. Yo he asistido a los partos de mi mujer y no he visto luz azul en ninguna parte.
—Tal vez tenga algo que ver con lo de las gafas...
—Tal vez, sí...
—¿Pero eso de las gafas, qué tendrá que ver con...? —se detuvo; el otro le miró con picardía, a punto de echarse a reír.
—¿Con qué?
—¡Cualquiera sabe!...
Entonces se apagó la luz y el interior del jardín quedó totalmente a oscuras. Los dos hombres esperaron más de una hora, pero nadie entró ni salió de la casa.
—¿Y... si echásemos un vistazo?
Eran las primeras palabras de García desde que la luz se había apagado una hora antes.
—No tenemos permiso, ni...
Se calló al ver que García se encogía de hombros. García era joven. Tenía ganas de hacer méritos, de obrar por su cuenta, a pesar de las órdenes del servicio. Pérez negó con la cabeza.
—Bueno, ve tú si quieres. Yo no.
—¿Me esperas?
—A ver...
Como un gato, García se encaramó a la tapia y pasó la verja al otro lado, en la oscuridad. Caminó sin hacer ruido por el césped del jardín, que subía en una ligera rampa hacia la casa. Miraba a todos lados, esperando ver algo. Pérez vio su silueta que iba desapareciendo en la oscuridad.
García llegó a la puerta. Estaba entornada. La empujó lentamente, para evitar chirridos. Dentro, la oscuridad era total. Y el silencio. Encendió la luz de una linterna de bolsillo y fue recorriendo cuartos vacíos. Cuartos totalmente vacíos de paredes desconchadas, con manchas de humedad vieja en los techos, con la tarima del suelo saltada a trechos. Había ventanas sin cristales y una sensación general de abandono, como si el caserón no hubiera sido ocupado desde cien años atrás. Y, sin embargo...
Miró por todos lados, mientras subía las escaleras que daban acceso al primer piso. Su mano recorrió la baranda. No había polvo; sin duda había sido limpiada. Arriba era más fácil la orientación. Teniendo en cuenta la situación de la casa, la puerta que ahora estaba enfocada por la linterna era, sin duda, la que daba acceso a la ventana de la que salía la luz azul que se expandía por el jardín.
No había luz ahora. García esperó un rato, con el oído pegado a la puerta. Tampoco debía de haber nadie. Quienquiera que hubiera estado en la habitación, la persona que apagó la luz, había abandonado la casa. García no sabía por dónde pudo salir, pero tenía que haber salido, porque ahora la casa estaba abandonada.
Abrió la puerta. El cono de luz de la linterna recorrió lentamente la habitación y fue descubriendo todo lo que había dentro.
—¿Armas secretas? ¿Seguro?
—Bueno, don Lorenzo, yo no sabría decírselo con seguridad, naturalmente. Yo no sé qué cosas podrían ser aquellos aparatos, por eso le digo... —García estaba aún excitado y vacilaba al hablar—. Pero mire, yo tengo tres hijos, he asistido a todos los partos de mi mujer y yo no he visto nunca en una clínica los aparatos que había en aquel cuarto, eso jurado.
El comisario se levantó preocupado. Tenía en su mano la orden de registro y la miraba y miraba a García, que se mantenía en pie ante la mesa. Pasó un instante que a ambos se les hizo terriblemente largo. Al fin tomó una decisión inapelable.
—Bien... ¡Iremos a hacer un registro formal!
Pero, cuando llegaron, todos los aparatos habían desaparecido y la casa estaba totalmente vacía. Ni siquiera la placa de la clínica maternal estaba donde estuvo el día anterior.
XVII
El era ahora su amigo. Ellos, al menos, lo sentían así: El y los otros: los demás hombres que habían venido de una época futura para darles a ellos, a Pedro y a Marisa, la mayor responsabilidad que podría haber cabido en una pareja de su época. Le habían preguntado muchas veces cómo se llamaba. Y él les había respondido que le dieran el nombre que más les gustase. Ellos le llamaron Gabriel, no sabían por qué. Y a él le gustó.
Ahora, Gabriel estaba ante ellos y hacía mucho tiempo que le contemplaban en silencio. Porque era la despedida.
—Desde hoy mismo tendrán que valerse ustedes solos. Ya no podemos quedarnos más entre ustedes. Sería peligroso, no tanto para nosotros como para él —había dicho, señalando el vientre abultado de Marisa.
—Pero, pero... ¡no pueden ustedes abandonarnos! Ahora la policía está sobre nosotros y...
Gabriel sonrió.
—¿Y qué, Marisa?... ¿De qué pueden acusarla? ¿De esperar un hijo?
Pedro estaba silencioso y pensativo. Levantó la cabeza.
—Ustedes no lo conciben, ¿verdad? Ustedes no pueden creer que vivamos en el temor. ¿No sabe usted que vivimos en una civilización en la que medio mundo sospecha la traición del otro medio? —Y añadió, bajando la voz, como si siguiera hablando consigo mismo—. Si no fuera por eso, ustedes no habrían tenido necesidad de venir. Creerán... ¡vaya usted a saber! Cualquier cosa: que ustedes pertenecen a una potencia extranjera y que han venido a poner bombas... o a robar secretos militares... O a espiar, simplemente.
—Pero eso es absurdo, Pedro...
—Si viviéramos en la lógica, si no estuviéramos metidos en el absurdo hasta la raíz del pelo, las cosas habrían ocurrido de otro modo.
Gabriel afirmó con una serenidad terrible.
—Eso es cierto... Pero tendremos que arriesgarnos. Ustedes y nosotros. Usted —añadió, dirigiéndose a Marisa— ya no necesitará cuidados especiales. Cualquier tocólogo de esta época podrá asistirla cuando llegue el momento...
Lentamente comenzó a levantarse de su asiento. Marisa le miró, como si fuera su tabla de salvación.
—Gabriel... ¿No podría usted?... —se detuvo, indecisa. Pedro la miró curioso.
—¿Podría, qué, Marisa? —preguntó Gabriel.
—No sé cómo decírselo... Quiero decir... ¿No podríamos nosotros... ir... con ustedes a su época? Sería sólo una temporada, hasta que todo hubiera pasado... ¿No?
Gabriel estaba negando lentamente con la cabeza.
—Ya no podemos trastocar más el tiempo... Podría ser muy peligroso... Podría provocar un desastre mucho mayor que el que tratamos de evitar. —Sonrió tristemente, añadiendo—: Tengan ánimos... De veras, no ocurrirá nada... Nosotros, desde allí, les veremos. Y velaremos por ustedes. Ya ahora estamos velando.
Le vieron salir lentamente y, cuando hubo cerrado la puerta, se sintieron más solos que nunca. Sin decirse una sola palabra se acercaron a la ventana y contemplaron la calle débilmente iluminada y casi desierta. Le vieron salir y alejarse con pasos decididos. Luego vieron cómo de la sombra de los portales salían dos hombres que echaban a andar detrás de él.
Marisa apretó fuertemente el brazo de Pedro.
—¡Son ellos!... Le van a detener...
—Esperemos que no lo consigan...
Le dejaron doblar la esquina oscura antes de comenzar a seguirle. Las órdenes habían sido tajantes: no tenían que tratar de detenerle, a no ser que el hombre estuviera a punto de escapárseles. Y ellos lo sabían y estaban dispuestos a cumplir lo que les habían ordenado. Le siguieron a unos cincuenta metros, dejando el espacio apenas suficiente para que su silueta no llegase a perderse totalmente en la oscuridad que reinaba entre los faroles. Caminaron uno a cada lado de la calle, sin perderle de vista y acelerando poco a poco su paso, a medida que pudieron comprobar que el hombre iba cada vez más de prisa.
Al cabo de unos minutos, los dos policías casi iban a la carrera. Aquel hombre, con un paso aparentemente tranquilo, se estaba alejando de ellos casi sin que hubieran logrado darse entera cuenta. Se miraron uno a otro un segundo, a través de las sombras de la calle. Pérez, el más viejo, comenzaba a perder terreno, se fatigaba. García podía aún mantener la distancia, aun a costa de un gran esfuerzo.
De pronto, en la lejana oscuridad, se encendieron dos veces los faros de un coche. Tenía que ser una señal, porque el hombre cambió insensiblemente de dirección y comenzó a cruzar la calle para acercarse al automóvil. Si no le detenía ahora, no podría alcanzarle antes de que hubiera llegado. Y entonces...
—¡Alto!... —gritó García.
El hombre se detuvo. Permaneció quieto durante un instante y luego se volvió lentamente. García estaba a pocos pasos de él y desde lejos podría haber visto la silueta de Pérez que llegaba jadeando. El hombre de las gafas azules fijó su mirada en el policía que se acercaba.
—¿Qué quiere?
—Policía. ¿Quiere enseñarme su documentación, por favor?
—Naturalmente.
Tranquilamente, el hombre echó mano a su bolsillo y sacó una cartera. Y, de ella, un documento de identidad que tendió al policía. García lo tomó y lo acercó a los ojos para poderlo ver.
El documento de identidad estaba en blanco.
García levantó la mirada, súbitamente indignado.
—! Oiga, pero qué se ha ere...!
Estaba hablando al vacío. El hombre que un segundo antes estaba ante él había desaparecido. Se lo había tragado la tierra. García ahogó un grito de asombro y echó mano a la pistola que llevaba en la sobaquera.
Pérez llegaba corriendo y gritaba:
—¡Se ha esfumado!... ¡Se ha esfumado!... Lo he visto. Mientras tú mirabas el carnet.
—¡Caray, eso ya lo sé!... ¿Pero hacia dónde? ¿Dónde ha corrido?...
—¡A ninguna parte, imbécil!... ¡Se ha esfumado, te lo estoy diciendo, no!... ¡En el aire! ¡Se ha hecho invisible!...
De pronto, el terror se apoderó de ellos. Se acercaron uno al otro, como para protegerse contra lo que, ahora más que nunca, les era totalmente desconocido.
—¡El coche!...
Tendría que haber estado allí, a pocos pasos de ellos. Lo vislumbraron entre las sombras, junto a la tapia de un parque. Los dos policías, pistola en mano, se acercaron a él.
Pero el coche que había hecho señales con sus luces un minuto antes, estaba ahora también vacío.
XVIII
Como cada noche, habían tendido las sábanas y las mantas sobre el sofá del cuarto de estar y Marisa se había retirado a la habitación. Pedro se estaba terminando de poner el pijama. Ya, a fuerza de costumbre, no le pesaba al soledad de la noche, ni le ponía nervioso el pensar que ella estaba separada de él por un tabique. Por otra parte, la preocupación de aquella noche era el peligro inminente en que se encontraban y la soledad en que les habían dejado sus amigos, seguramente para siempre.
—Pedro...
El se volvió sobresaltado. Allí, en la puerta, estaba Marisa, y Pedro la veía por primera vez vestida con el largo camisón que se abultaba sobre el vientre. Al verla, las piernas de Pedro temblaron ligeramente.
—Te vas a enfriar...
Ella le miraba sin responder, pero sus labios se movían imperceptiblemente.
—Pedro... Tengo miedo... Vente conmigo, aunque sea un momento, ¿quieres?...
El temblor de las piernas se le acentuó a Pedro.
—¡Marisa!... No podemos. No podemos acostarnos juntos. Yo...
Ella le miró sonriendo a través de su miedo y se señaló el vientre.
—¿A pesar de las pintas que tengo?...
Y le tendió la mano. Pedro se dejó llevar. Se acostaron en la cama que había sido de él cuando soltero y Marisa se acurrucó junto al pecho del hombre, en silencio. El encendió un cigarrillo y miraba al techo.
—Ahora me siento mejor... Gracias —murmuró ella, levantando la mirada hacia los ojos de él, que permanecían fijos en el ascua de su cigarrillo.
—¿Por qué?
—Porque él y yo... te necesitábamos mucho esta noche.
Pedro se revolvió incómodo, incapaz de ocultar su deseo contenido. Marisa se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo y siguió hablando para apartar a Pedro de sus pensamientos.
—Ahora que se han marchado, me doy cuenta de lo que deberíamos haberles preguntado.
—¿Preguntar?... ¿Qué?
—Muchas cosas... Ellos saben de Juan mucho más que nosotros, ¿no te das cuenta?... Ellos han recorrido su vida y han sabido paso a paso lo que hará... Y ellos podrían habernos dicho... cómo terminará todo esto para nosotros... Lo saben, ¿no?... O pueden saberlo, al menos, si quieren...
Pedro guardó silencio un momento.
—Mejor así —dijo, al fin.
—¿Mejor, por qué?
—¿Te imaginas lo que habría sido nuestra vida, sabiendo a cada hora lo que iba a ocurrir en la siguiente?...
—Tal vez ahora no tendríamos miedo...
—O tendríamos más del que tenemos... Déjalo...
Marisa calló, dejándose acariciar el cabello como una gatita asustada, hecha un ovillo contra el cuerpo caliente de Pedro.
—Y luego... —murmuró, al cabo de un momento.
—¿Luego, qué?
—¡Tantas cosas!... La vida de ellos...
—Será mucho mejor que la nuestra.
—¿Tú crees?
—Seguro.
—Gabriel nunca nos dijo nada. Ni los otros.
—Por no ponernos los dientes largos.
—Habrá sido por eso. Sin embargo...
—...a ti te habría gustado conocerla.
—Mucho... No habrá policía, por ejemplo. Ojalá, ¿verdad?
—Sí...
—Ni ejército. Ya no hará falta. Todos serán hermanos y nadie deseará la muerte del otro.
—Seguramente.
—Y cada cual podrá recorrer el mundo entero como si fuera su propio país. Sin pasaportes ni nada.
—Tal vez. No sé.
—Eso dijeron. Bueno, poco más o menos...
—Sí, pero es demasiado bonito para ser cierto. —Y, si es así, habrá sido gracias a Juan...
—Y a ti, no lo olvides.
—A nosotros, Pedro... ¿Sabes qué?
—No sé.
—Me siento mejor ahora. Me siento mucho mejor cuando pienso que luego será así. Aunque nosotros no lleguemos nunca a conocerlo.
—¿Aunque sea a costa de la... de la vida de Juan?
Ella se estremeció junto a él. Tardó en contestar.
—Bueno, no sé... Creo que sí, ¿no?.. Lo malo es que no estoy segura del todo... Pero pienso... quiero pensar que cada uno ha de tener una misión que cumplir... y que la de Juan ha de ser ésa, la más hermosa, sin duda. Sería egoísta pensar en otra cosa... Y, además...
—¡Calla!...
—¿Qué es?
—¿No has oído?
—No.
—Están llamando.
El timbre volvió a escucharse, lejano, insistente. Pedro esperó un instante aún, pero no cabía ya duda. Apartó el embozo y se sentó en la cama, a oscuras. Ella dio la luz.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro casi.
—Deben de ser ellos.
Pedro se levantó, fue hacia la puerta. En el quicio le detuvo la voz de ella.
—¡Pedro!...
—¿Qué?
—Se nos llevarán. Querrán... interrogarnos.
—Supongo.
—¿Qué les diremos?
—No lo sé.
—Todo, no, ¿verdad?
—No, claro.
—Pero nos separarán.
—Sí...
—Y no sabremos cada uno lo que le pregunten al otro. Y, a lo mejor, nos contradecimos. El timbre volvió a sonar insistente.
XIX
Las cuatro y media de la madrugada.
—¿En qué fecha se casaron ustedes, señor Rivas?
—El quince de octubre.
—Y esperan ustedes el bebé...
—Para julio.
—¿Está usted seguro?
—Bueno, eso creo...
—Sin embargo, parece que se casaron ustedes... en circunstancias un poco... especiales.
—Eso se dijo. Fueron rumores. También me llegaron.
—¿Un análisis es un rumor, señor Rivas?
—Estaba... equivocado.
—¿Quién se lo dijo?
—El doctor Navarro. Hizo otro y lo comprobó.
—¿Y cómo conocieron ustedes al doctor Navarro?
—Por... por la sociedad de seguros La Cúspide.
—¿Sabe usted que esa sociedad no existe?
—Yo tengo los recibos en casa... Hemos pagado todos los meses.
—Esos recibos son falsos. ¿Cómo se pusieron ustedes en contacto con esa sociedad que no existe?
—Bueno, no lo sé... Creo que leímos un anuncio en un periódico, pero no estoy seguro.
Las cinco y diez de la madrugada.
—Generalmente, ejercicios.
—¿Ejercicios? ¿De qué clase, señora Rivas?
—Bueno, ejercicios para el parto sin dolor.
—Dice usted que generalmente, eso. ¿Y otras veces?
—Me reconocía.
—¿Cómo?
—Pues... como se suele reconocer en estos casos, supongo.
—¿Cómo, señora?
—Yo no sé de eso... Con aparatos.
—¿Qué clase de aparatos?
—No lo pregunté.
—¿No es usted curiosa?
—No mucho... Bueno, es que yo no entiendo.
—Pero habrá tenido amigas casadas... ¿O no?
—Bueno, sí...
—¿Y nunca ha hablado con ellas de eso?
—Es que, últimamente, veíamos a poca gente.
—¿Por qué?
—No sé. Estábamos un poco... aislados.
—¿No salían ustedes con amigos?
—Muy poco.
—Sin embargo, ustedes solían recibir visitas en su casa.
—Compañeros de la oficina, casi siempre.
—¿Con gafas azules?
—Creo que ahora es moda, ¿no?
—Si usted lo dice... ¿Por qué no nos cuenta cómo estaba instalada la clínica donde iban ustedes?
—Pues, no sé... Ya le digo que no me fijaba mucho...
Las seis menos ocho minutos.
—¿La acompañaba siempre?
—Sí, siempre.
—¿Y entraba usted con ella?
—Claro.
—Entonces vería las instalaciones.
—Sí...
—¿Qué tipo de instalaciones eran?
—Supongo que las corrientes en las clínicas de ese tipo.
—Máquinas electrónicas también, claro.
—Sí... Bueno, supongo.
—Usted es especialista en máquinas electrónicas, ¿no es cierto, señor Rivas?
—Bien, especialista... Manejo una calculadora.
—Pero sabe usted distinguir máquinas electrónicas de las que no lo son.
—...Sí.
—¿Y no sabe si eran máquinas electrónicas las que había instaladas allí?
—Algunas... sí lo eran.
—¿Y no le extraña que haya máquinas electrónicas en una clínica toxicológica?
Las siete y veintitrés minutos.
—¿Recuerda usted el Hombre Silencioso de la Televisión?
—Lo vi un par de veces.
—¿Y el doctor Navarro... no se parecía un poco a él?
—No sé... A lo mejor se parecían.
—¿No es usted fisonomista?
—No... No lo sé, estoy cansada...
—Y nosotros, señora Rivas. Pero hemos de seguir un poco más.
—Como quieran.
—¿Cómo entraron ustedes en contacto con el doctor Navarro?
—Por unos compañeros de oficina.
—¿Está usted segura?
—Bueno, no del todo...
Las nueve menos cuarto.
—¿Qué idioma hablaba el doctor Navarro?
—Español, que yo sepa.
—¿Con un acento?
—No... Lo hablaba muy bien.
—Pero se notaba que no era de aquí, ¿no?
—Yo no le noté nada.
—Sin embargo no diría usted de mí mismo que hablo bien el español, señor Rivas...
Las diez.
—Por Dios, estoy muy cansada, ¿no podríamos dejarlo?
—Pronto, señora, no se preocupe. Vamos a empezar otra vez.
—¡Pero si ya les he dicho!...
—Por si olvidamos algo. ¿Vio usted las cámaras fotográficas?
—No...
—¿Ni la imprenta?
—No.
—¿Ni algo que le recordase a una estación emisora de radio?
—¡No, no, no!... No he visto una emisora en mi vida...
Las once y cuatro minutos.
—¿Quién les puso en contacto?
—Un anuncio... En el periódico.
—Su mujer ha dicho que unos amigos...
—Pues, eso sería, ¿yo qué sé?
—No pretenderá que sea yo quien lo sepa.
—Hasta ahora, me parece que así.
Las doce menos veinte.
—¿Tiene su marido acceso a toda la información que pasa por la calculadora?
—Claro. Es él quien la prepara...
—¿Y usted?
—Yo sólo transcribía, ¡ya se lo he dicho!...
—¿Hasta cuándo trabajó?
—Hasta que el doctor Navarro me lo permitió.
—¿Y qué información le dio?
La una menos cinco.
—¿Tiene usted acceso a toda la información de la calculadora electrónica?
—Claro... ¡Soy yo quien se la transmite!
—¿Incluso a la información de los trabajos encargados por organismos del Estado?
—¡Sí!...
Las dos y media.
—Su marido lo ha confesado todo, señora... Mejor será que colabore con nosotros y así ahorraremos tiempo, ¿no le parece?... Vamos, señora... ¡Señora Rivas!... ¡Oiga!...
Marisa estaba casi tendida sobre la butaca donde había estado sentada desde que la trajeron. La boca entreabierta y la respiración entrecortada. Se había desmayado.
XX
—¡Marisa!... ¡Marisa!... ¿Te encuentras bien?
Ella abrió lentamente los ojos hinchados. Estaban en casa de nuevo y Pedro la había tendido en el sofá y esperaba a que volviera en sí de su desmayo. Marisa le sonrió.
—No han podido, ¿verdad?
El negaba con la cabeza.
—Al menos, no esta vez. Pero tenemos que estar preparados. ¿Cómo te encuentras?
—Bien...
—¿Dispuesta a que salgamos de casa?...
Ella le acarició el rostro con barba del día anterior. Afirmó con un nudo en la garganta.
—¿A dónde vamos?
—A casa de tus padres... No sé, ellos tienen televisión. Se me ha ocurrido que tal vez, a través del aparato, podremos comunicarnos con ellos, siquiera sea una vez...
—¿Te dijo algo Gabriel?
—No... Se me ha ocurrido mientras regresábamos... Bueno, mientras me dejaban descansar un momento, durante el interrogatorio. Vamos, prueba a levantarte.
Los primeros pasos de ella fueron débiles y vacilantes, pero se recuperó rápidamente. Bajaron las escaleras y se metieron en el cochecillo. Mientras esperaban a que se calentase el motor, Pedro miró en torno y pudo distinguir a lo lejos el viejo coche negro, que parecía esperar a cien metros del «seiscientos».
El coche negro les siguió todo el camino, hasta que detuvieron el cochecillo frente a la casa de los padres de Marisa. Lo vieron detenerse a una distancia prudente. Ella dudó un momento antes de apearse.
—¿Qué hacemos, les despistamos, entramos en otro portal?
—No... Sabrían que veníamos a casa de tus padres, de todos modos.
Doña Luisa les recibió extrañada.
—¿Pero cómo no habéis avisado?... Os habríamos preparado la cena.
—Ya hemos cenado, mamá... Sólo queríamos venir a ver la tele un ratito con vosotros.
Los dos viejos estaban cenando y la televisión retransmitía en aquellos momentos las noticias más importantes de la política internacional. Lo de siempre: amenazas veladas de unos países a otros, focos de revoluciones, guerras locales. Los viejos tenían la televisión encendida por inercia pero se desentendieron de ella. Únicamente Pedro, en medio de la conversación insulsa, lanzaba miradas al aparato, como si esperase ver aparecer de un momento a otro lo que estaba esperando.
—Bueno, niña, ¿y para cuándo lo esperamos?...
—Ya muy pronto. La semana que viene, o a finales de ésta...
—¡Oye, pero tú estás pasadísima, ahora que pienso!... Lo menos de un mes y medio.
—Casi de dos meses.
—¡Qué barbaridad!... ¿Y el médico ese tan raro que te visita, qué dice?
—Nada... Es normal, por lo visto...
—¿Normal un embarazo de once meses?... ¡Lo que no tenga una que oír!...
Retiraron la mesa y la conversación languideció. Don Juan daba cabezadas sobre su pecho y doña Luisa hacía esfuerzos tremendos por permanecer con los ojos abiertos. Por fin se decidió:
—Bueno, hijos, vosotros quedaros, estáis en casa, ¿eh?... Pero mirad a vuestro padre: está que se cae. Nos vamos a dormir...
Se quedaron solos, Pedro y Marisa. Se miraron. La televisión retransmitía la sintonía de cierre.
—Ya ha terminado...
—Vamos a esperar un momento...
—¿Por qué?
—Porque si hubieran aparecido hasta este momento, les habría visto todo el mundo... Como antes, ¿te acuerdas?... En cambio, ahora todos cierran el aparato. Si quieren comunicarse con nosotros, éste es el momento...
Por unos minutos, las obsesionantes rayas horizontales pasaron y repasaron por la pantalla muda, como cuadros abstractos en movimiento. Parecía que las esperanzas de Pedro se iban a ver totalmente defraudadas.
—¿Y si cambiáramos al segundo canal?
Probaron. Con el mismo resultado negativo. Pedro estaba a punto de darse por vencido, cuando de pronto, las rayas desaparecieron fundiéndose en una oscuridad de la que comenzó a salir un zumbido. Luego, un minúsculo cuadrado en el centro fue agrandándose hasta ocupar la totalidad de la pantalla. Y allí estaba, sonriente, el rostro de Grabiel, mirándoles. Pedro y Marisa comenzaron, de pronto, a no sentirse solos.
—Me alegro de que hayan encontrado el modo de vernos...
—¿Sabe usted que nos ha interrogado la policía? Gabriel afirmaba.
—Han sido ustedes muy valientes. Gracias, amigos... Ahora ya no les queda otro remedio que huir.
—¿Pero a dónde? —preguntó Marisa, mirándose el vientre.
—Deben cruzar la frontera... Al otro lado tienen ustedes ya una cuenta corriente en un banco... y trabajo seguro, hasta que puedan volver. No quise decirles nada, porque aún confiaba... —sonrió—. Era absurdo confiar, ¿no es cierto?... Y no quería de ningún modo que tuvieran ustedes miedo sin motivo. Pero lo dejamos todo arreglado. En el cajón de la mesita de noche tienen ustedes sus pasaportes en regla. No, no son falsos... Al menos, no del todo. Tienen ustedes un tren que sale hacia la frontera mañana por la mañana. Será mejor que no vayan en su automóvil: sería demasiado fácil de reconocer... Y, no lo olviden, por favor, no lo olviden: no pierdan la confianza. Todo saldrá bien... Buena suerte...
Pedro iba a hablar. Y Marisa quedó con la palabra en la boca también, pero no les dio tiempo. La figura de la pantalla fue empequeñeciéndose, inmóvil, sin perder su sonrisa, hasta desaparecer en un punto.
Se miraron, pálidos, aterrados por la perspectiva de huida que se les planteaba sin remisión. Pedro tragó saliva; fue el primero en reaccionar.
—Vamonos a casa, Marisa; tenemos muchas cosas que preparar todavía, hasta mañana.
Cómo salieron, cómo burlaron a la policía metiéndose por calles contrarias y vericuetos increíbles; cómo llegaron a su casa como dos fugitivos; cómo prepararon una maleta a toda prisa y tomaron otra con toda la ropa que tenían preparada para el recién nacido, cómo saltaron de su coche a un taxi y de ese taxi a otro, a la mañana siguiente, para burlar a los que les estaban persiguiendo; cómo miraron a todos lados y creyeron ver en cada rostro la mirada inescrutable de un perseguidor... Todo quedó confuso y como lejano cuando sonó la campana de salida y el expreso comenzó a salir a la primera luz del alba hacia la lejana frontera.
XXI
La barba de dos días sombreaba el rostro de Pedro. Marisa, a su lado en el departamento de tercera clase, dormitaba rendida, sudorosa, con el pelo pegado a la frente. Los ojos de Pedro estaban a punto de cerrarse, vencido por el sueño. Pero trató a toda costa de mantenerse despierto, para poder ver a cada persona que se acercase por el pasillo del vagón. El departamento iba atestado, casi todo con viajeros que no habrían de llegar a la frontera. Campesinos que iban a la próxima ciudad, estudiantes en vacaciones, turistas pobres con shorts y enormes mochilas, de regreso a su país por el medio más económico.
Marisa se despertó sobresaltada al oír abrirse la puerta corrediza del departamento. Pero Pedro la contuvo. Era únicamente el revisor. Silenciosamente, como si escudriñase los rostros de cada viajero, fue picando los billetes y haciendo comprobaciones en su cuadernillo. Cuando les llegó el turno a ellos, Pedro preguntó:
—¿A qué hora llegamos a Hendaya?
—Hacia las nueve y media...
—Gracias...
El revisor salió. Marisa se apretó contra él, medio dormida. Intentó una sonrisa y murmuró:
—Con esa barba vas a resultar sospechoso...
Pedro habría contestado a su sonrisa si no hubiera estado tan cansado, tan repleto de sueño. Un instante después, la contempló ya dormida de nuevo. Intentó mirar nuevamente por la portezuela, para vigilar el pasillo. El traqueteo del tren se le volvía obsesionante, le empujaba sin cesar hacia aquel sueño que no había tenido desde... desde... Ya casi no lograba recordar. Encendió un cigarrillo para mantenerse despierto. Pero era mucho tiempo. Y mucho silencio en torno suyo. Y una tensión que iba cediendo poco a poco, para hundirle en la noche, hacia el sueño...
Les despertó a la vez el silencio. Abrieron los ojos los dos al mismo tiempo y miraron a su alrededor. El departamento estaba casi vacío. Únicamente un turista joven de piernas desnudas y cabello pajizo miraba a través de la ventanilla el paisaje del anochecer.
Ellos miraron también y, de pronto, se dieron cuenta. El tren se había detenido. Pedro miró la hora: eran las seis y diez. Se levantó y miró a través de la ventanilla. No había ni rastro del pueblo, ni de ciudad, ni de estación. Se alejó de la ventanilla y atravesó el departamento, para asomarse a las ventanillas del pasillo.
Tampoco. Nada, únicamente los montes oscuros y las sombras cada vez más largas. Inquieto, soportando la mirada interrogante y angustiada de Marisa, preguntó al turista:
—¿Sabe por qué nos hemos detenido?
El muchacho le miró, encogiéndose de hombros:
—Ah, non, je ne sais pas...
—¿Qué ocurre, Pedro?
—No sé... No se ve nada, ni pueblo ni nada... Voy a preguntar...
Pero no fue necesario. Cuando iba a salir nuevamente al pasillo les vio. Salían en aquel momento de uno de los departamentos y entraban en el siguiente. El que iba delante enseñaba su insignia, levantando la solapa de su chaqueta cruzada. Pedro les contempló, helado de espanto. Oyó su voz al entrar en el siguiente departamento:
—Documentos, por favor...
Se volvió, pálido. Las piernas le flojeaban. No era capaz de pensar siquiera. Marisa le vio y se levantó pesadamente.
—¿Qué ocurre?
—Nos... nos están buscando. Vamonos.
No dio tiempo a preguntar más. Ya se había izado sobre el asiento para alcanzar las dos maletas que habían cogido. Marisa le siguió por el pasillo. Una puerta se abrió ante ellos, impidiéndoles momentáneamente el paso. Creyeron que estaban ya cazados. Pero salió una mujer y cerró tras de sí. Pedro y Marisa siguieron hasta la plataforma. Desde la portezuela, Pedro lanzó nuevamente una mirada atrás. Volvió a ver a los dos hombres que salían de un departamento y entraban en el siguiente. Esta vez, Marisa también los vio. Y fue ella quien empujó ahora a Pedro hacia la portezuela.
Pedro la ayudó a bajar. Marisa lo hizo pesadamente, casi perdiendo el equilibrio. Ante ellos, el tren era una línea oscura que parecía no tener fin. Miraron en derredor suyo, pero no se veía a nadie. A unos veinte metros de ellos, el poste indicador de un camino vecinal que se adentraba entre las montañas.
PASO SIN GUARDA. ATENCIÓN AL TREN. Los dos carteles cruzados en X sobre el poste. Pedro cargaba con las maletas y Marisa le seguía a pocos pasos. Comenzaron a alejarse del tren. De pronto, un agudo pitido les entró hasta la médula. Se detuvieron. Creyeron que ya les habían encontrado. Pero, al volver la mirada, vieron el tren que se ponía nuevamente en marcha, a tirones, arrastrando consigo los vagones y su esperanza.
—Pedro... —murmuró Marisa, angustiada.
—Ya sé... No alcanzaremos la frontera... Bueno, me parece que tampoco la habríamos alcanzado si nos hubiéramos quedado...
—¿Cómo te encuentras?
—No lo sé... Bien...
—Vamos a ver si alcanzamos un pueblo. Este camino debe de conducir a alguno...
Mientras caminaban, las sombras se iban haciendo más y más espesas. Tenían ya la noche sobre ellos. Pedro caminaba delante, cargado con las dos maletas. Marisa se iba retrasando más y más, cargada con su vientre. Cuando ya no podía más le llamó con voz débil:
—¡Pedro!... Espérame...
Pedro dejó las dos maletas en el suelo. Estaba rendido, no podía dar un paso más. Y tenían que seguir. Marisa le alcanzó.
—Pedro... No puedo más... Y, además, me parece...
Pedro se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Qué te parece?
—No será... Será sólo el cansancio... Tengo unos dolores...
—¡No, Marisa, por favor!... ¡Ahora no!... ¡Dilc... dilc que se espere!...
—Anda, sigamos... Ya no estará lejos el pueblo...
A lo lejos, entre las sombras, distinguieron dos siluetas que se aproximaban, una a cada lado del camino.
—Mira, gente que viene del pueblo... Les preguntaremos por dónde...
Pero cuando las siluetas estuvieron más cerca, distinguieron los tricornios y los fusiles en bandolera. Marisa se apretó más contra Pedro. Murmuró ahogada:
—¡No les preguntes!...
—No, claro...
—Vámonos por otro lado...
—No podemos. Nos han visto. Mejor que sigamos sin más...
Los guardias civiles pasaron junto a ellos, cruzaron un mustio saludo:
—Buenas noches...
—Buenas noches...
Y oyeron a sus espaldas las botas claveteadas que se alejaban camino abajo. Siguieron sin volverse, apretando el paso.
Oyeron a sus espaldas los pasos de los guardias que se detenían y apretaron su marcha.
Pero los dos guardias civiles sólo se admiraban de la marcha de la pareja.
—Se necesita valor, ¿eh?...
—Y como está ella...
—Los hay bestias...
Los dos guardias siguieron lentamente su ronda.
—¿Nos siguen? —preguntó Marisa, sin querer volverse.
Pedro lanzó una mirada fugaz.
—No, ya se han perdido...
Oyó, antes de seguir andando, el suspiro de alivio que se le escapaba a Marisa.
—¿Qué tal te sientes?
—Cansada...
—Claro... ¿Seguimos?
—A ver qué remedio...
Siguieron un trecho. Sobre el lento arrastrar de los pasos, el aliento cansado y la pendiente que no parecía llegar nunca a la cumbre.
—Desde ahí se verá el pueblo...
—Ve tú delante... Y me avisas si lo ves...
Pedro apresuró un poco el paso. Seguía subiendo y pronto la dejó atrás. Llegó a la cumbre y miró al otro lado, tratando de vislumbrar en la noche que se echaba encima. Nada. Sólo montañas y el camino que se perdía en una curva lejana, sin que pareciera tener fin.
Marisa le vio sentarse rendido sobre una roca. Adivinó. Su paso se hizo más lento y, cuando llegó junto a él, se dejó caer a su lado. Guardaron silencio. No podían hacer otra cosa. No tenían nada que decirse. Ni siquiera tenían fuerzas para mirarse.
De pronto, Pedro y Marisa se volvieron a sus espaldas. Era cierto, entonces. Habían oído una esquila. Y una esquila quería decir un rebaño. Y un rebaño, gente. Alguien, quienquiera que fuese.
Cerca de ellos, a sus espaldas, pacían lentamente las ovejas. Se oyó luego un ladrido cercano y la voz de un pastor congregando el rebaño. Pedro se levantó:
—¡Oiga!... ¡Oiga, eh!...
El pastor se acercó lentamente, extrañado de ver gente por allí cerca. Iba vestido con una zamarra y un viejo capote de soldado.
—¿Qué hacen ustedes aquí a estas horas?...
—Vamos al pueblo... ¿Hay mucho aún?
—¿A pie?...
—Ya ve...
—¡Jo!... Una tirada... —se acercaba y vislumbró el vientre de Marisa—. Bueno, y con la señora así, más aún... ¿Cómo se les ha ocurrido?...
—Pues mire... ¿Cuánto habrá?
—Para ustedes, tres horas largas —Marisa se dejó caer nuevamente sobre la roca en la que estuvo sentada. Y preguntó, con voz muy débil, entre la que se escapaba el dolor:
—¿No hay por aquí... un sitio donde pasar la noche?
—Vaya... No es muy cómodo que digamos, pero... Vengan, si quieren, yo voy a encerrar allí las ovejas esta noche...
XXII
Afuera no cesaba el balido débil de las ovejas. Marisa se había echado sobre la frazada de paja que había en el rincón más oscuro del establo y Pedro comía un pedazo de queso, mientras el pastor removía lentamente las sopas que había puesto al fuego. Se volvió:
—¿Les gustarán?
—¡Naturalmente!...
—No lo diga tan fuerte... Ustedes no son de aquí, eso se ve a la legua... Estarán acostumbrados a otra cosa...
—Si tuviera usted el hambre que tenemos nosotros...
El pastor rió por lo bajo.
—Ya, ya... A buen hambre...
—Pedro... —llamó entonces Marisa, desde el rincón.
Pedro se acercó. Ella le miraba fijamente a los ojos, con una fijeza y una dulzura como nunca había tenido.
—Pedro... Me parece que... que ya está viniendo...
—¡Por Dios, Marisa!... No...
—Sí... pero no te...
Pedro ya no la oía. Había dado un salto hacia el pastor.
—¡Oiga!... ¿Un médico, dónde hay un médico?...
—¿Un médico?... Pues en el pueblo, pero... —de pronto, el pastor se dio cuenta de la cara del hombre que tenía enfrente, y de la cara de la mujer—. ¡No me diga que ya viene eso!
Pedro asintió en silencio, tragando angustiosamente saliva.
—Pedro, no te preocupes —decía Marisa...— No hará falta, ya verás. Nosotros...
—¡Qué nosotros ni qué nosotros!... ¿Cómo podría ir al pueblo?
—¿Usted?... ¡Quiá!... Deje que vaya yo... Llegaré en una hora o un poco más... Yo les traeré el médico...
—Pero una hora... Usted dijo más de tres...
—Bueno, hay otros pastores en el camino, ¿sabe?... Los amigos son para las ocasiones... Yo iré al primero. El primero correrá hasta el segundo... y así haremos antes, ya verá...
Y se encaminó parsimonioso hacia la puerta.
—Por Dios, dése prisa... —suplicó Pedro...
—No se preocupe, hombre... Desde que los críos dicen que vienen, hasta que se presentan... ¡Uf, si lo sabré yo!...
Cerró la puerta tras de sí. Oyeron sus pasos que corrían hasta perderse. Las ovejas balaron un instante más fuerte, como si le hubieran reconocido. El perro ladró.
Pedro volvió junto a Marisa. Marisa estaba respirando muy lentamente, según le había enseñado Gabriel. Sonrió entre el sudor a Pedro y, al terminar la respiración, le dijo lentamente, en voz muy baja:
—¡Qué rabia, Pedro!... Te va a ver con barba de tres días...
—Marisa... Dime qué hago, Marisa... Que no sé qué hacer...
—Ve sacando ropita de la maleta... Déjala en orden, para vestirle cuando venga... Y... y calienta agua...
—¿Agua?... ¿Para qué?
—Para que no molestes... No te preocupes...
Contuvo un guiño de dolor y comenzó de nuevo una inspiración lentísima. Pedro, inclinado sobre ella, la miraba más angustiado que si él mismo hubiera estado de parto.
—Marisa... ¿Duele?
Ella, con la respiración contenida, negó lentamente, en silencio. Comenzó a expulsar el aire de nuevo, con la misma lentitud con que lo había inspirado.
El pastor llegó junto al siguiente y le avisó. Y el segundo pastor corrió por los montes, hasta encontrar al tercero, y éste a un cuarto, que fue el que llegó al pueblo y avisó al viejo médico rural. Y el médico rural tomó su coche, comprado de tercera mano veinte años antes y tardó tres cuartos de hora en calentar el motor lo suficiente como para poderlo poner en macha y adentrarse por los caminos infernales de los alrededores. Cargó con su instrumental de urgencia y el pastor montó a su lado, sosteniendo la puerta para que no se abriera durante el camino.
Así llegaron donde se encontraba el tercer pastor, que se unió a la expedición, igual que el segundo, cuando le alcanzaron.
Marisa contuvo un gemido y escuchó. También Pedro labia levantado vivamente la cabeza, desde su puesto junto al fuego.
—¿Has oído?
—Es un motor... Un automóvil...
—Nos han descubierto, Pedro... Y ahora ya no podemos...
—¡Calla!...
El motor se había detenido. Oyeron pasos que se acercaban. Pedro asió un palo robusto que había junto a la puerta.
—¡Pedro, no!...
—No, tienes razón... Ya no es tiempo...
Se abrió la puerta y entró el médico, seguido por los pastores, que apenas se atrevieron a asomar la cabeza. Pedro lanzó un suspiro de alivio. El médico, sin mirarle, e aproximó a Marisa y la examinó someramente. Luego, desde el suelo, se volvió a los pastores y a Pedro que miraban como embobados.
—Ustedes esperen fuera. Esto ya está a punto...
Los pastores se retiraron, como si fueran a ver al diario en persona, rojos como tomates. Pedro les siguió a la oscuridad de la noche.
Bajo las estrellas, en silencio, repartieron tabaco. Una:erilla fue iluminando los rostros curtidos. Pedro encendió el último. Miró al pastor que les había acompañado hasta el refugio. Le sonrió.
—Gracias, amigo... Nos ha salvado usted de una buena...
—No, no... No fui yo... Yo avisé a éste... y éste a este otro, y éste al otro, que fue el que mandó aviso al médico...
Los pastores sonreían, sin saber qué actitud tomar con aquel hombre de la ciudad que les había ofrecido tabaco y que les daba las gracias por algo que ellos consideraban como natural: ayudarse los unos a los otros.
De pronto, confundiéndose con el balido de las ovejas, se escuchó el llanto del niño. Pedro arrojó el cigarrillo entre las piedras y se abalanzó sobre la puerta del establo.
La puerta se abrió para dar paso al sonriente médico rural. Su rostro descubría la felicidad de haber traído otro ser al mundo.
Pedro casi le derribó. Se detuvo anhelante.
—¿Cómo está, doctor?... ¿Es normal?
—Claro que sí... Pase, pase...
Pedro entró. Su rostro quedó un instante iluminado por las pavesas de la hoguera. Tragó saliva. Avanzó unos pasos hacia la yacija de Marisa, que mantenía un bulto entre los brazos. Despacio, como si temiera ver lo que tenía que mirar, se acercó lentamente. Tras él avanzaban tímidos los pastores. Pedro se arrodilló junto a Marisa. Marisa levantó la mirada hacia él, su rostro mojado por el sudor y las lágrimas que hacían más brillantes y más profundos sus ojos.
—Pedro... —murmuró, casi sin voz.
—¿Qué, Marisa?... ¿Cómo estás?...
—Bien... Yo, bien... Pero... Mira...
Apartó un poco la ropita que cubría al recién nacido. Pedro bajó los ojos y su mirada reflejó todo el asombro ante lo que alcanzó a ver:
—¡Marisa!... ¡Marisa... no puede ser!
—Sí, Pedro...
—¡Es... Es una niña!...
FIN
Proteger (no permite el acceso)
)
- 1
.
Crear Sesión
![](javascript:ek="2009/11/publicidad.html"; ln="https://1.bp.blogspot.com/_NobkK3-DKpc/SxG3MXfkMpI/AAAAAAAAHc8/Waz7JkFsL6Y/s1600/PRINCIPIOS+DE+LA+DECORACI�N+OFICINA_05.jpg"; edicions = "SELECCIONES AGOSTO 1979"; mgp())
