¿VALE LA PENA EL PELIGRO DE ESCALAR?
Publicado en
abril 19, 2017
Bajo la alegría que sentía al escalar montañas, se hallaba el peligro que conocía. Luego, demasiado repentina, vino la muerte. Y volvió, una y otra vez.
Por David Roberts.
UN DÍA, a comienzos de julio. Desde las campiñas superiores de Boulder, una brisa penetrante y cálida acarreaba el aroma de los pinos hasta las grandes losas del Flatiron, uno de los sitios clásicos para escalar en Colorado (Estados Unidos).
Estábamos en 1961, yo contaba sólo 18 años y había estado escalando desde hacía un año, la experiencia de Gabe como alpinista era aún menor. Nos hallábamos a unos 180 metros de altura, habíamos recorrido tres cuartas partes del camino hacia la cumbre del First Flatiron. Todo había ido bien a pesar de que encontramos pocos lugares donde colocar los pitones.
Disfrutaba trepando, el montañismo era para mí una de las mejores cosas —tal vez la mejor— de la vida. Entrañaba un riesgo, pero sabía que valía la pena correrlo.
Le tocaba a Gabe ír adelante. Se dirigió hacia arriba, a la izquierda, sin poder clavar los pitones y se perdió de mi vista al doblar una esquina. Esperé. La cuerda no se movía. Por fin, le grité:
—¿Qué está ocurriendo?
Gabe respondió irritado:
—Sujétate. Estoy buscando un enganche. *
Habíamos sido amigos desde la escuela primaria. En nuestros primeros seis meses como alpinistas yo había escalado mejor que él, pero en los últimos —a no dudar— Gabe era más hábil para ascender. Era quien tomaba la delantera cuando yo me negaba a guiar.
A la larga llegó la señal de "enganche" y comencé a subir. En 35 metros, Gabe no había podido encajar ningún pitón, por lo que, mientras yo trepaba, la cuerda se inclinó formando un largo arco a mi izquierda. Comenzó a tirarme oblicuamente, cuando le di un fuerte tirón a la cuerda se trabó a unos 15 metros de distancia en una protuberancia delgada que apuntaba para abajo. Tiré más fuerte y luego le grité a mi amigo que hiciera lo mismo de su extremo. Nuestros esfuerzos sólo contribuyeron a trabar más la soga. El primer indicio de temor se hizo sentir.
—¿Qué tipo de enganche tienes? —pregunté al invisible Gabe.
—Uno no muy bueno —dijo.
Había 15 metros de piedra lisa que me separaba de la molesta protuberancia. Pensé que debía trepar hasta ella aunque esto significara amontonar rollos y rollos de cuerda con poca tensión. Pero, y si me deslizaba sin que Gabe tuviera un asidero firme... Le grité a mi compañero lo que me proponía hacer. El asintió. Me desaté la cuerda y junté tantos rollos como pude; lancé el extremo hacia abajo frente a la piedra lisa, esperando quitar la parte atorada. Luego subí con cuidado hasta un reborde y me senté.
Gabe estaba ahora abajo, cerca, pero fuera de mi vista.
—Sigue enredada —explicó, y una oleada de miedo contrajo mi garganta. El agregó—: Creo que puedo regresar y desatarla.
—¿Estás seguro? —repliqué.
La ayuda prometida alivió mi temor. Gabe haría el trabajo sucio.
—No se ve tan mal —agregó.
Esperé. Demoraba mucho tiempo. Lo peor de todo era no poder verlo. Me distraje con el barullo de unos pájaros jugando con una ráfaga de aire cerca del Second Flatiron. Luego escuché la triunfante voz de Gabe: "Lo tengo ya".
El miedo disminuyó. Si él había sido capaz de bajar hasta la saliente, podría subir de regreso. Recordando su impaciencia, le ordené:
—Comienza a enrollar la cuerda.
—No, me enrollaré con ella. Puedo subir derecho hasta donde tú estás.
La decisión me desconcertó. Pero así era Gabe, impulsivo, actuaba de acuerdo con sus corazonadas. De nuevo avanzaban los segundos. Yo no tenía nada que hacer, excepto mirar los pájaros y aspirar el aroma de los pinos.
—¿Cómo va? —pregunté.
Una pausa. Luego la voz de Gabe, pronunciando las sílabas atropelladamente, como siempre, pero más tensas de lo normal:
—Acabo de pasar por un lugar difícil, pero ahora la labor se hace más fácil.
Su voz sonaba tan cerca, a sólo 4,5 metros por debajo de mí, sin embargo, no lo había visto desde que tomó la delantera y desapareció tras la esquina.
A continuación, hubo un crujido suave pero inconfundible, que mi cerebro reconoció a pesar de no haberlo escuchado nunca. Se trataba del sonido que produce la ropa al restregarse contra la roca. Luego mi amigo dijo mi nombre: ¡Dave! Una sola exclamación de entendimiento.
Me levanté de un salto. ¡Gabe!, grité; y, por primera vez en media hora, lo vi. Estaba mucho más lejos de mí, deslizándose y rodando, la cuerda toda enmarañada lo envolvía como si fuera un nido mal hecho.
—Agárrate de algo —chillé. Podía escuchar a Gabe gritando, a pesar de que se iba alejando de mí—: ¡No! ¡Oh, por favor, no!
Gabe comenzó a rebotar, igual que las rocas que había visto saltar y pegar mientras ruedan por las laderas de las montañas, cada vez un rebote más alto. El último fue decisivo. Lo vi volar desde la superficie lisa de la roca, para después hacer una pirueta casi perezosa en el aire y pegar una vez en la dureza de la losa, con la cabeza primero, antes de que la arenisca lo lanzara sobre la copa de los árboles.
Me paré y pedí ayuda a gritos. La brisa me devolvió las voces que venían de Mesa Trail.
—Ya vamos —respondió alguien.
—En los árboles —contesté.
Me senté y me dije: Siéntate aquí, y espera a que alguien te rescate. Pueden venir por la parte de atrás y bajar una cuerda desde la cima. Tan pronto como me di este buen consejo, me levanté y empecé a ascender gateando hacia la cumbre. Despacio, me amonesté, pero sentía como si estuviera corriendo. Desde la cima descendí los 25 metros por la parte posterior. Y poco después estaba en tierra firme.
—¿Dónde está él? —preguntó un azorado excursionista.
—¡En los árboles! —respondí.
Buscamos como aves de presa, y al fin se escuchó una voz: "Aquí está".
Gabe se hallaba tendido, con la cara hacia abajo, sus piernas hacia arriba y la cuerda cubierta de sangre que aún lo envolvía como si fuera un capullo de gusano de seda. La parte trasera de su pantalón se había rasgado y una de sus nalgas estaba raspada, en carne viva. Quería subir y tocar su cuerpo, pero no pude hacerlo. Me senté y lloré.
ESE OTOÑO fui a Harvard. Encontré que el Club de Montañismo incluía veteranos que habían escalado el monte Logan en el Yukon (Alaska), no tardé mucho en elegir a mis héroes universitarios. Por razones todavía inexplicables para mí, lo de Gabe se volvió un secreto. Agregado al recuerdo de nuestra estancia en el First Flatiron, estaba no sólo el miedo sino un sentimiento de culpa y embarazo o vergüenza, como si lo sucedido ese día fuera de algún modo inmoral y hasta criminal.
Sin embargo, logré estar muy relacionado con el club. A los 20 años había escalado, siguiendo una nueva ruta, el monte McKinley, uno de los más altos de Norteamérica, y en el verano enseñé este deporte en la Colorado Outward Bound School.
En realidad, lo del McKinley me pareció un juego comparado con mi segunda gran expedición —un fracaso de 40 días— con sólo un compañero, Don Jensen, al monte Deborah de Alaska. Durante el invierno de mi último año en la universidad Don y yo planeamos cómo desquitarnos de nuestro fracaso. Para enero teníamos en mente una ruta: la cara occidental aún no escalada del monte Huntington, también en Alaska. En marzo acordamos que Matt Hale, menor que nosotros y mi compañero regular de alpinismo, sería el tercero del grupo. Para elegir al cuarto cambiamos opiniones sobre Ed Bernd, estudiante de segundo año, quien escalaba hacía poco más de un año.
Nunca me sentí tan comprometido como en este proyecto. El verdadero propósito de mi vida estaba en las montañas de Alaska. En cierta forma, esa primavera me liberé un poco de mi obsesión, lo suficiente como para oír una voz que me decía: Ya lo sabes ,Dave, en un ascenso de esta clase te podrías matar. Reflexioné y evalué mi vida y con plena conciencia repliqué; Vale la pena. Vale la pena correr el riesgo.
Un fin de semana del mes de marzo, Matt y yo condujimos a unos montañistas para ascender el helado monte Washington en Nueva Hampshire. Los dos alpinistas más experimentados en este viaje eran Craig Merrihue, un estudiante graduado, cuyas primeras ascensiones habían sido a los Andes y al Karakoram, y Dan Doody, un cineasta callado, pensativo, que recientemente había estado en la gran expedición norteamericana al Everest. La esposa de Craig, Sandy, también formaba parte del grupo.
Matt y yo llevábamos cuerdas separadas de novatos hacia arriba del Odells Gully. Alrededor del mediodía, escuchamos una voz que llamaba desde el fondo de la hondonada. "Alguien está pidiendo ayuda", le grité a Matt.
De prisa descendí con una soga doble y corrí hasta la cuenca. El hombre que encontré había visto caer algo que parecía "un montón de ropas". Sabía que eran cuerpos humanos, y podía trazar su línea de caída desde Pinnacle Gully. Doody y Merrihue habían estado escalando allí.
Fui el primero en llegar a los cuerpos. Dan era el más herido, se había destrozado gran parte de la cabeza. Su sangre aún estaba caliente, pero yo lo veía como muerto. Sin embargo, pensé que podía encontrar algún débil latido en la muñeca de Craig, traté de parar la hemorragia y comencé a darle respiración de boca a boca. Matt llegó y empezó a trabajar con Dan, y luego los otros procuraron ayudar. Cinco minutos después supe que los accidentados habían sufrido daños irreparables. Hubo demasiada sangre.
En un momento levanté la vista y miré a Sandy Merrihue, la esposa de Craig, cuando era interceptada por el montañista que más la conocía. Todavía puedo ver su cara en el instante de enterarse, y recuerdo vívidamente mi propia revelación: ahí se advertía una pérdida personal profunda que nunca hubiera pensado que existiera en realidad.
En las semanas siguientes se realizó un servicio religioso en su memoria, y se produjeron largas discusiones sobre las oscuras circunstancias del accidente: se había encontrado un tornillo perdido en la nieve, de la cuerda que había entre Dan y Craig. Empero yo estaba decidido a no permitir que lo sucedido interfiriera con mi compromiso de ascender al Huntington, para lo cual faltaban sólo tres meses. Las muertes habían afectado profundamente a Matt, pero seguimos adelante e invitamos a Ed a que se uniera a la expedición. Comenzamos a hablar de logística, y pronto nuestros pensamientos se enfocaron sobre ese monte en Alaska.
NOS DEMORAMOS un mes, pero subimos por nuestra ruta al Huntington. Nos apresuramos a hacerlo durante el transcurso de la noche del 29 al 30 de julio, atravesamos la filosa cumbre y nos paramos en la cima durante las tranquilas horas del amanecer. Sólo doce horas antes Matt y yo habíamos estado tan a punto de perder la vida como de escaparnos de la muerte en las montañas.
Matt, que luchaba por apretar una amarra, había perdido pie en el lugar en que se afirmaba. Cayó sobre mí y, bajo esta presión, nuestro único pitón de enganche se salió. Unidos por la cuerda, caímos indefensos unos 20 metros de la inclinada ladera de hielo por sobre una pendiente 1.370 metros. Entonces sucedió un milagro. La cuerda quedó trabada en una saliente de roca y se mantuvo. Aunque estábamos golpeados y Matt había perdido uno de sus zapatos con tacos para andar por el hielo, nos impulsamos hacia arriba e hicimos maniobras para juntarnos con Ed y Don y alcanzar la cumbre.
A la medianoche, 19 horas después de nuestro triunfo, Ed y yo nos paramos en una saliente a unos 450 metros debajo de la cima. Nuestras tiendas eran demasiado pequeñas para cuatro personas, así que los dos nos ofrecimos a descender e instalar un campamento en la parte inferior, dejando que Matt y Don bajaran al día siguiente. En una luz tenue preparamos la doble cuerda de descenso. Había un montón de pitones, cuerdas fijas y los nudos que las ataban, en medio de todo lo cual Ed agregó una carabina. Ciñó nuestra cuerda y se apoyó en la doble soga de bajada.
Se produjo un chasquido y algunas chispas —sus garfios que raspaban la roca— y de repente volaba de espaldas en el aire. Chocó con fuerza con el hielo 20 metros más abajo. Como yo lo había hecho en el Flatiron, grité: "Agárrate de algo, Ed". Pero era evidente que su caída no iba a terminar pronto. Se deslizó rápidamente por el hielo y luego se perdió de vista en un barranco. Lo oí rebotar y luego nada. No articuló una sola palabra.
Le grité primero a Ed, luego a Don y Matt, que estaban arriba. No obtuve respuesta, sólo silencio. No podía hacer nada. Era evidente que Ed había caído 1.200 metros, hasta el brazo inferior del glaciar Tokositna, inaccesible para nosotros aún desde nuestro campamento de base. Seguramente estaba muerto.
Me las arreglé para bajar hasta nuestra tienda vacía. Los dos días siguientes los pasé solo, desesperado, aguardando el retorno de Matt y Don, a quienes imaginaba también muertos, drogándome con píldoras para dormir e intentando descubrir qué cosa había andado mal. Por fin Don y Matt llegaron y tuve que contarles lo ocurrido. Nuestro descenso final, en medio de una fuerte ventisca, fue el más desagradable y terrible de cuantos he realizado en todo el tiempo que llevo practicando el montañismo.
Una semana después viajé en avión a Filadelfia para pasar tres días con los padres de Ed. Estaba en presencia de una pena muy honda, cuyos atributos eran incomprensibles para mí, de un dolor que destruye la esperanza de los padres, el cual, según me daba cuenta, disminuiría muy poco a través de los años. Tomé conciencia y me asusté, y descubrí un sentido de mi propia culpabilidad. Recordé nuestro primer descanso después de llegar a la cima, cómo habíamos vivido alegremente cada detalle de nuestro triunfo. Ed había dicho que, en efecto, había sido grandioso, pero que no estaba seguro de que valiera la pena.
Las palabras de Ed me acosaban. Habíamos sido sus héroes. Fuimos quienes le pedimos que se nos uniera. Me preguntaba si nuestra invitación estuvo libre de implicacione morales, como lo pareció en el momento.
Volví a Denver, donde tenía que comenzar mis últimos estudios para graduarme. Por segunda vez en mi vida pensé seriamente en abandonar el montañismo. A los 22 años había sido testigo de primera mano de tres accidentes fatales que cegaron cuatro vidas. Las solícitas cartas del padre de Ed, cargadas con esa pesada desesperación que vi en su cara, continuaban recordándome que el interrogante ¿Vale la pena correr el riesgo? no era algo que cualquier persona pudiera contestar, consultándose a sí misma.
VERANO tras verano volví a Alaska, escalando mucho pero nunca con el mismo entusiasmo de los primeros años. Por una razón. Me había casado y de pronto la vieja pregunta: ¿Vale la pena exponerse?, parecía más complicada. Al tratar de contestarla, me debatía pensando el de por sí ridículo interrogante y buscando la respuesta elaborada de antemano. Me volvía a encontrar con una respuesta de tipo visceral, desentrañada, en todo caso sentimental y... egoísta.
Algunos de los peores momentos de mi vida los he pasado en las montañas. No únicamente los días que estuve solo después de la desaparición de Ed, en la tienda en el Huntington, sino también durante los momentos de mayor sosiego que son inevitables en una expedición demasiado tranquila.
Cuando tenía que emprender un ascenso pesado, procuraba dormir las últimas horas antes del alba, mi mente se paralizaba con el miedo, mientras me aferraba a mi frágil estructura ciñéndola con mis propios brazos, hasta que el muchacho aterrado dentro de mi bolsa de dormir empezaba a rezar para que hubiera mal tiempo y se retrasara un día más la expedición.
Sin embargo, en ningún otro lugar de la Tierra, ni siquiera en los piélagos del amor recíproco, he sentido que me invada una felicidad tan pura que me haga estremecer como un animalito, obligándome tanto a mí como a mis compañeros de aventura a pararnos en una saliente de roca o nieve, con la lucha incierta abajo, y a lanzar a voz en cuello nuestros alardes paganos dirigidos al mismo cielo.
Valió la pena, entonces.
*Oportunidad de sujetarse por lo general con los pitones, y así poder sostener el peso del compañero de ascenso.
CONDENSADO DE "OUITSIDE" (DICIEMBRE Y ENERO DE 1981) © 1981 POR MARIAH PUBLICATIONS CORP . DE CHICACO (ILLINOIS)