EL SER HUMANO Y LOS SUPERMERCADOS
Publicado en
septiembre 01, 2013
Correspondiente a la edición de Febrero de 1994
Por Jorge Enrique Adoum.
El supermercado –símbolo mayor de la sociedad de consumo (¿alguien ha logrado salir de allí con sólo aquello que fue a comprar?)– es también una suerte de "micropaís". A partir del momento en que uno pasa el torniquete y toma un carrito de compras, aparece a cada paso y en cada estante el "modo de ser nacional". Comienza con la cantidad de etiquetas con diversos precios en cada caja o frasco. En otros países, el menor es el válido, puesto que se trata de una "promoción"; en el nuestro, los empleados no tienen tiempo de arrancar, de la noche a la mañana, la etiqueta anterior, ni de colocar exactamente sobre ella el nuevo precio, más alto, que es el que rige en cuanto se anuncia que la inflación ha bajado, que la reserva monetaria ha aumentado, que el cambio del dólar se ha mantenido o que se incrementarán los salarios. Algunas señoras, ignorantes de la realidad macroeconómica, o que no pueden calcular el volumen de su compra o no saben sumar, abandonan en el coche el artículo, a la larga superfluo –aunque se trate de carne molida o de leche–, o regresan de la caja a reponerlo en su estante, pero lo dejan en el más cercano posible: yo he encontrado un pollo entre objetos de cristalería.
El recorrido por el país está lleno de incidentes cotidianos, todos caracterizados por la falta absoluta de respeto al individuo. Las "carreras" de vehículos de los niños podrían considerarse apenas como una travesura de no ser por la satisfacción y el estímulo de los padres, aun cuando la competición termine en el atropello a los transeúntes o, a veces, en el derribamiento de una montaña de enlatados que algún empleado iba a colocar en su sitio. Similares interrupciones del tránsito, aunque con resultados menos graves, se producen cuando dos amigas, dejando cada una su carrito estacionado con la precisión necesaria para que impida el paso de los demás, se dedican a una larga charla, supongo que importante: sobre el costo de la vida, por ejemplo, sobre la vida de los demás, por ejemplo.
Más que indignante resulta pintoresco el grupo que forman los expertos en degustación gratuita, se trate de salchichas, helados o vinos, y que, o bien se instalan frente a la demostradora, para poder formarse una opinión responsable sobre la calidad del producto, o vuelven repetidas veces para cerciorarse de no haberse equivocado.
En la sección de delicatessen la cola es, en la práctica, inexistente: el sistema de tiquets numerados la reemplaza, incluso cuando una persona, ahorradora de tiempo, ha arrancado uno, se ausenta a continuar sus compras mientras le "llega el número" y, al volver, pretende hacerlo valer por ser anterior al de quienes han esperado para ser atendidos. Del otro lado del mostrador, las epidemias de gripe han vuelto inolvidable al sector de "exquisiteces": empleadas aquejadas de resfrío tosen y estornudan sobre las rodajas de jamón que cortan. A las vitrinas de esa sección han ido a parar los pequeños tarros de aceite de oliva que las señoras dejaban Caer, inadvertidamente, en sus carteras: indicador microeconómico, en los restaurantes del mercado de Santiago de Chile hay, en cada mesa, un tarrito de un cuarto de litro junto a la sal y la pimienta, que a nadie se le ocurriría robar.
Ese "modo de ser" nacional o "viveza criolla" –que nada tiene que ver con la pobreza– deja su tarjeta de visita en todas las dependencias del supermercado: servicios de cubiertos a los que les falta un cuchillo, juegos de cuatro vasos que sólo tienen tres, cajas de chocolates vaciadas a medias y hasta esos pequeños juguetes de plástico que vienen, como anzuelo de promoción y competencia, con los productos para niños. De qué asombrarse si las tapas de las jarritas de vidrio para esencia de café deben "reclamarse en la caja", tras haber pagado, y cómo explicárselo a los extranjeros...
Pero la culminación del masoquismo prolongado que supone semejante recorrido está, precisamente, en la llegada a las cajas. Yo, que alguna vez escribí: "con una lentitud profesional de camarero griego", para ser justo y patriota deberé cambiar la frase por la de "lentitud profesional de cajero de supermercado ecuatoriano". No se trata de ineficacia ni de mala voluntad: es un modo de ser, un hábito; es "la cuestión del otro": El "otro" no cuenta, el derecho del otro no existe, el tiempo del "otro" no le interesa a nadie. Los cajeros leen las revistas que acaban de llegar, conversan entre ellos sobre asuntos personales o amigos comunes, abandonan su sitio para ir, sin mayor prisa, a cambiar un billete, tienen que pedir y pasarse de uno a uno la máquina para imprimir los vouchers de las tarjetas de crédito, llaman a alguien para que vaya a ver el precio de un artículo que no lo lleva impreso encima. Y los compradores, que esperen: al fin y al cabo, los que mayor desprecio tienen por los demás son ellos mismos. He aquí una lista de personajes, evidentemente incompleta:
La que deja su carrito atravesado y solo, mientras va a seguir haciendo sus compras y pretende que se respete su turno, como si se tratara de una cola de "vehículos" y no de personas (ya que estamos en eso, ¿por qué no dejar un maletín o una caja en la cola frente a una ventanilla de banco mientras el propietario vuelve de realizar otras gestiones?). Y los demás, esperando. El que al momento de hacer la cuenta descubre que ha olvidado hacer pesar sus legumbres y debe volver a hacerlo. Y los demás, esperando. El que se coloca, vivísimo, equidistante entre dos hileras o, afortunado de familia numerosa, pone a cada niño "a guardar puesto", aduciendo luego que es su hijo o que es la misma cuenta, como si interesaran sus relaciones familiares o su economía doméstica. Y los demás, esperando. Las que buscan lentamente en su cartera la chequera (a veces no la encuentran, mandan al chofer-criado a ver "si no se habrá quedado en el auto" y luego descubren que "aquí mismo había estado") y llenan el cheque escribiendo desde el nombre del establecimiento beneficiario hasta el número de la cédula de identidad y del teléfono al reverso, pasando por la suma en números y en letras, la ciudad, la fecha y la firma y, después, deben ir a pedir el visto bueno. Y los demás, esperando. La que no se había dado cuenta de que no le alcanzaba el saldo de la tarjeta y tiene que ir a comprar otra. Y los demás, esperando... Porque, a todo esto, el cajero espera: no está autorizado a seguir con otro cliente mientras no termine con el anterior. O, mejor dicho, mientras el anterior no se retire: hay caballeros con Parkinson que, una vez cancelada su cuenta, se ponen a clasificar temblorosamente la tarjeta de crédito ordenándola junto a otras tarjetas y otros papeles en un compartimiento de una billetera que, inevitablemente, se le caerá de las manos, mientras los demás esperan.
Claro que, en compensación, en ese recorrido uno se encuentra con amigos, particularmente los sábados, lo que no impide que cada uno de nosotros diga: "Yo no vengo nunca los sábados..." Y se compensa con su afecto la humillación, por lo menos semanal, causada por esa demostración colectiva de desprecio al ser humano.