Publicado en
septiembre 26, 2010
- MONKTON EL LOCO
- CAZADOR CAZADO
- UNA CAMA SUMAMENTE RARA
- LA DAMA DEL SUEÑO
- ¡VOLAR CON EL BERGANTIN!
- FAUNTLEROY
- LA MANO MUERTA
MONKTON EL LOCO
CAPITULO PRIMERO
Los Monkton de la Abadía de Wincot mostraban un carácter lúgubre debido a la escasa vida social de nuestra región. No mantenían relaciones amistosas con sus vecinos; y, a excepción de mi padre, y de una dama y su hija que vivían cerca de ellos, nunca recibían a nadie bajo su techo.
Aunque ciertamente todos eran orgullosos, no era el orgullo sino el temor lo que los mantenía apartados de sus vecinos. Desde hacía generaciones la familia sufría la horrenda enfermedad de la demencia hereditaria, y sus miembros evitaban exponer su calamidad ante los demás, lo cual habría sucedido si se hubiesen mezclado con el pequeño y agitado mundo que los rodeaba. Existe una espantosa historia sobre un crimen cometido en el pasado por dos de los Monkton, parientes cercanos, del que se supone que data la primera aparición de la demencia, pero es innecesario que escandalice a nadie repitiéndola. Baste decir que a intervalos casi toda forma de locura apareció en la familia, siendo la monomanía la manifestación más frecuente de la enfermedad entre ellos. Obtuve estos detalles, y uno o dos más que aún me quedan por relatar, de mi padre.
En la época de mi juventud sólo quedaban tres de los Monkton en la Abadía: el señor y la señora Monkton, y su único hijo, Alfred, heredero de la propiedad. El otro miembro aún vivo de esta rama, la más antigua de la familia, era el hermano menor del señor Monkton, Stephen. Se trataba de un hombre soltero, dueño de una espléndida propiedad en Escocia; pero vivía casi todo el tiempo en el Continente, y tenía fama de ser un libertino desvergonzado. En Wincot la familia tenía casi tan poco contacto con él como con sus vecinos.
Mi padre había sido un antiguo condiscípulo del señor Monkton, y la casualidad los había acercado tanto, más tarde, que su continuo trato íntimo en Wincot era muy comprensible. Me resulta más difícil dar cuenta de los términos amistosos en los que la señora Elmslie (la dama a quien me he referido) vivía con los Monkton. Su difunto esposo estaba lejanamente emparentado con la señora Monkton, y mi padre era el tutor de su hija. Pero incluso estos lazos de amistad y consideración nunca me parecieron lo bastante intensos como para explicar la intimidad que había entre la señora Elmslie y los habitantes de la Abadía. Sin embargo eran amigos íntimos, y el resultado del continuo intercambio de visitas entre las dos familias se presentó a su debido tiempo: el hijo del señor Monkton y la hija de la señora Elmslie se sintieron atraídos.
No tuve oportunidad de ver mucho a la damita; sólo la recuerdo en esa época como una muchacha delicada, amable y encantadora, exactamente lo opuesto en aspecto, y al parecer también en carácter, a Alfred Monkton. Pero tal vez fuese ésa la razón por la que se enamoraron. El vínculo pronto fue descubierto, y estuvo lejos de ser desaprobado por los padres de ambas familias. En todos los puntos esenciales, salvo el de la riqueza, los Elmslie eran casi los iguales de los Monkton, y la falta de dinero en una prometida no era importante para el heredero de Wincot. Todos sabían que Alfred contaría con treinta mil libras al año cuando muriese su padre.
De modo que, aunque los padres de ambas partes pensaban que los jóvenes no tenían la edad suficiente como para casarse de inmediato, no veían motivos para que Ada y Alfred no se comprometieran, dándose por sentado que se unirían en matrimonio cuando el joven Monkton fuera mayor de edad, dos años más tarde. La persona que había que consultar sobre la cuestión, después de los padres, era el mío, en su calidad de tutor de Ada. El sabía que la desdicha familiar se había manifestado hacía muchos años en la señora Monkton, que era la prima de su esposo. La dolencia, como la llamaban significativamente, se había visto paliada por un cuidadoso tratamiento y se había producido su remisión. Pero mi padre no se hacía ilusiones. Sabía dónde acechaba aún el rasgo hereditario; contemplaba con horror la mera posibilidad de su reaparición en los hijos de la única hija de su amigo; y negó decididamente su consentimiento al compromiso matrimonial.
El resultado fue que le cerraron las puertas de la Abadía y de la casa de la señora Elmslie. Esta suspensión de las amistosas relaciones había durado un breve período cuando murió la señora Monkton. Su esposo, que la quería mucho, pescó un violento resfriado mientras asistía al funeral. El resfriado fue descuidado, y le atacó los pulmones. En pocos meses siguió a su esposa a la tumba, y Alfred quedó dueño de la magnífica y antigua Abadía, y las buenas tierras que la rodeaban.
En esta época la señora Elmslie tuvo la indelicadeza de tratar de obtener por segunda vez el consentimiento de mi padre para el compromiso matrimonial. Este se negó una vez más, con mayor decisión que antes. Pasó más de un año. Se acercaba con rapidez el momento en que Alfred sería mayor de edad. Yo regresé del colegio, a pasar las largas vacaciones en casa, y me esforcé por mejorar mi relación con el joven Monkton. Los intentos fueron eludidos: con perfecta cortesía por cierto, pero aun así de un modo que me impedía ofrecerle otra vez mi amistad. Cualquier mortificación que pudiera haber tenido por este mezquino rechazo, bajo condiciones normales, quedó desechada de mi mente debido a una auténtica desgracia en nuestra casa. La salud de mi padre venía empeorando desde hacía meses, y justo en la época de la que estoy hablando sus hijos tuvieron que llorar la calamidad irreparable de su muerte.
Este acontecimiento (debido a una informalidad o error en el testamento del difunto señor Elmslie) dejó el futuro de Ada entregado por completo en manos de su madre. La consecuencia fue la ratificación inmediata del compromiso matrimonial al que mi padre había negado con tanta firmeza su consentimiento. En cuanto el hecho se anunció públicamente, algunos amigos íntimos de la señora Elmslie, que conocían los informes médicos acerca de la familia Monkton, se atrevieron a mezclar a sus felicitaciones una o dos significativas referencias a la difunta señora Monkton, y algunas penetrantes preguntas en cuanto al estado de su hijo.
La señora Elmslie siempre salió al paso de estas corteses insinuaciones con una respuesta decidida. En primer lugar admitía la existencia de esos informes sobre los Monkton que sus amigos no querían especificar con claridad; y después declaraba que eran infames calumnias. La mancha hereditaria de la familia había desaparecido hacía generaciones. Alfred era el mejor, el más bondadoso, el más cuerdo de los seres humanos. Amaba el estudio y la vida retirada; Ada simpatizaba con sus gustos, y había hecho su elección sin influencias externas; si se dejaba caer alguna otra insinuación acerca de que se la sacrificaba al casarla, tales aseveraciones serían consideradas como otros tantos insultos a su madre, ya que era monstruoso poner en duda el afecto que sentía por su hija. Este modo de hablar silenciaba a la gente, pero no la convencía. Empezaron a sospechar, lo cual era cierto, que la señora Elmslie era una mujer egoísta, mundana, codiciosa, que quería casar bien a su hija, y a quien no le importaban nada las consecuencias mientras viera a Ada dueña de la mayor posesión de toda la región.
Sin embargo parecía como si la fatalidad trabajase para impedir que la señora Elmslie alcanzara el gran objetivo de su vida. Apenas acababa de levantarse un obstáculo para el malhadado matrimonio al morir mi padre que ya aparecía otro, bajo la forma de las ansiedades y dificultades provocadas por el delicado estado de la salud de Ada. Fueron consultados todo tipo de médicos, y el resultado de sus consejos fue la conclusíón de que debían postergar el casamiento, y que la señorita Elmslie debía abandonar Inglaterra durante cierto tiempo, para residir en un clima más cálido en el sur de Francia, si no recuerdo mal. Fue así como, antes de que Alfred alcanzara la mayoría de edad, Ada y su madre partieron para el Continente, y la unión de los dos jóvenes quedó postergada indefinidamente.
Entre los vecinos hubo curiosidad acerca de lo que Alfred haría dadas las circunstancias. ¿Seguiria a su amada? ¿Se dedicaría a la navegación a vela? ¿Abriría al fin de par en par las puertas de la antigua Abadía, y trataría de olvidar la ausencia de Ada, y la postergación de su matrimonio, en un carrusel de diversiones? No hizo nada de eso. Se limitó a permanecer en Wincot, viviendo la misma vida sospechosamente extraña y solitaria que había vivido su padre antes que él. Literalmente, no había compañía para él en la Abadía, excepto el anciano sacerdote (tendría que haber mencionado antes que los Monkton eran católicos romanos) que había ocupado el puesto de tutor de Alfred desde su infancia. Al fin alcanzó la mayoría de edad, y ni siquiera hubo una recepción en Wincot para festejar el acontecimiento. Las familias vecinas decidieron olvidar la ofensa que la reserva del padre les había infligido, y lo invitaron a sus casas. Las invitaciones fueron rechazadas con cortesía. Los visitantes que llamaron resueltamente a las puertas de la Abadía, fueron resueltamente despedidos con una reverencia en cuanto dejaron sus tarjetas. Bajo esta combinación de circunstancias siniestras y agraviantes, la gente se acostumbró a sacudir la cabeza con aire misterioso cada vez que se mencionaba el nombre de Alfred Monkton, sugiriendo la desgracia de la familia, y preguntándose con malhumor o tristeza, según la inclinación de su temperamento, en qué podía estar ocupado mes tras mes el joven en la antigua mansión solitaria.
No era fácil encontrar respuesta a esta pregunta. Era inútil, por ejemplo, recurrir al sacerdote para ello. Era un anciano muy tranquilo y cortés; sus respuestas resultaban siempre prontas y civilizadas en extremo, y en ese momento parecían transmitir una cantidad razonable de información; pero cuando eran puestas a prueba por la reflexión posterior, todos observaban que no podía extraerse nada tangible de ellas. La criada, una anciana extravagante, de comportamiento abrupto y repelente, era demasiado feroz y taciturna como para acercarse a ella sin peligro. Los pocos sirvientes habían pasado el tiempo suficiente en la familia como para haber aprendido a no soltar la lengua en público. Sólo de los trabajadores de la granja que alimentaba la mesa de la Abadía podía obtenerse alguna informacion; y cuando lograban comunicarla era bastante imprecisa.
Algunos de ellos habían visto como «el amito» se paseaba por la biblioteca con montones de papeles polvorientos en las manos. Otros habían oído ruidos extraños en las zonas deshabitadas de la Abadía, habían alzado los ojos, y lo habían visto forzando las viejas ventanas, como para dejar entrar la luz y el aire en cuartos que se suponía que habían estado cerrados durante años y años; o lo habían descubierto de pie sobre la peligrosa cúspide de una de las torrecillas a medio desmoronar, a las que nadie había subido antes, y que en la región se consideraban habitadas por los fantasmas de los monjes que habían sido propietarios deI edificio en otros tiempos. El resultado de estas observaciones y descubrimientos, cuando eran comunicados a los demás, impresionaban a todos con la firme creencia de que el «pobre muchacho Monkton sigue el camino que el resto de la familia ha recorrido antes que él»: opinión popular por la convicción que no se basaba en la menor evidencia de que el sacerdote estaba en el fondo de aquel mal asunto.
Hasta aquí he hablado sobre todo de cosas que conozco de oídas. Lo que voy a relatar a continuación es el resultado de mi experiencia personal.
CAPITULO SEGUNDO
Unos cinco meses después de que Alfred Monkton llegara a la mayoría de edad, dejé el colegio y resolví divertirme e instruirme un poco viajando por el extranjero.
En el momento en que abandoné Inglaterra, el joven Monkton aún vivía como un recluso en la Abadía y, en la opinión de todos, se hundía con rapidez, si es que no había ya sucumbido, bajo la maldición hereditaria de su familia. En cuanto a los Elmslie, se decía que a Ada le había sentado bien su permanencia en el extranjero, y que madre e hija ya habían emprendido el regreso a Inglaterra para reanudar sus antiguas relaciones con el heredero de Wincot. Salí de viaje antes de que regresaran, y vagabundeé por media Europa, casi sin planificar mi rumbo. El azar, que me llevaba a todas partes, me condujo al fin a Nápoles. Allí me encontré con un antiguo condiscípulo, que era uno de los agregados de la embajada inglesa; y allí comenzaron los extraordinarios acontecimientos relacionados con Alfred Monkton que constituyen lo más interesante de la historia que ahora cuento.
Pasaba el tiempo ociosamente una mañana con mi amigo el agregado, en el jardín de la Villa Reale, cuando nos cruzamos con un joven, que caminaba solo y que intercambió una inclinación con mi amigo.
Creí reconocer los oscuros ojos ansiosos, las mejillas incoloras, la expresión extrañamente vigilante, angustiada, que recordaba en tiempos pasados como características del rostro de Alfred Monkton, e iba a interrogar a mi amigo sobre el tema cuando él me dio sin que le preguntara la información que yo buscaba.
Ese es Alfred Monkton dijo ; viene de la misma región de Inglaterra que tú. Tendrías que conocerlo.
Lo conozco un poco contesté . Estaba comprometido con la señorita Elmslie la última vez que estuve cerca de Wincot. ¿Se ha casado ya con ella?
No; y no tendría que hacerlo nunca. Ha seguido el mismo camino que el resto de la familia; o para decirlo más sencillamente, se ha vuelto loco.
¡Loco! Aunque eso no tendría que sorprenderme, después de los rumores que oí sobre él en Inglaterra.
Yo no hablo de rumores; hablo por lo que ha dicho y hecho ante mí, y ante cientos de otras personas. Te habrás enterado, ¿no?
En absoluto. Hace meses que no sé nada sobre Nápoles o Inglaterra.
Entonces tengo una historia de lo más extraordinaria para contarte. Como es lógico, sabes que Alfred tenía un tío, Stephen Monkton. Bien, hace cierto tiempo, este tío se batió en duelo en Roma con un francés que lo mató de un tiro. Los padrinos y el francés (que salió ileso) huyeron en distintas direcciones, como es de suponer. Aquí no supimos nada sobre los detalles del duelo hasta un mes después, cuando uno de los periódicos franceses publicó un informe sobre él, tomado de los papeles que dejó el padrino de Monkton, que murió de consunción en París. En los papeles figuraba el modo en que se llevó a cabo el duelo y cómo terminó, pero nada más. Desde entonces no pudo hallarse el menor rastro del padrino sobreviviente ni del francés. Todo lo que se sabe del duelo, en consecuencia, es que Stephen Monkton fue muerto de un tiro; acontecimiento que nadie puede lamentar, porque nunca existió un granuja mayor. Siguen siendo misterios impenetrables el lugar exacto donde murió, y qué se hizo del cadáver.
¿Pero qué tiene que ver todo esto con Alfred?
Aguarda un momento, y te enterarás. Poco después de que las noticias de la muerte de su tío llegaran a Inglaterra, ¿qué crees que hizo Alfred? Aplazó el matrimonio con la señorita Elmslie, que en ese momento estaba apunto de celebrarse, para venir aquí en busca del lugar donde enterraron al miserable bribón de su tío. Y no hay poder sobre la tierra que lo convenza de regresar a Inglaterra y a la señorita Elmslie, hasta que haya descubierto el cadáver y lo haya llevado consigo para enterrarlo con los otros difuntos Monkton, en la bóveda que está bajo la capilla de la Abadía de Wincot. Ha derrochado su dinero, ha importunado a la policía, se ha expuesto al ridículo ante los hombres y a la indignación de las mujeres durante los últimos tres meses, tratando de lograr su demencial propósito, y ahora está tan lejos de él como siempre. No da a nadie la menor explicación de su conducta. No se le puede apartar del asunto ni con la risa ni con el razonamiento. Cuando nos cruzamos con él, se dirigía a la oficina del jefe de policía para que envíe nuevos agentes a buscar a través de los Estados romanos el sitio donde fue muerto su tío. Y oye esto: durante todo este tiempo ha declarado que está apasionadamente enamorado de la señorita Elmslie, y que se siente desdichado por la separación. ¡Imagínate! Y después date cuenta de que él mismo se ha impuesto la ausencia, para perseguir los restos de un miserable que era una losa para la familia, y a quien no vio más que una o dos veces en su vida. De todos los «Locos Monkton», como solían llamarlos en Inglaterra, Alfred es el que lo está más. En realidad es nuestra principal distracción en esta aburrida temporada de ópera, aunque, por mi parte, cuando pienso en la pobre muchacha en Inglaterra, me siento mucho más inclinado a despreciarlo que a reírme de él.
¿Entonces conoces a los Elmslie?
Intimamente. El otro día mi madre me escribió desde Inglaterra, después de haber visto a Ada. Esta escapada de Monkton ha agraviado a todos los amigos de la muchacha. Se han esforzado para que rompa el vínculo con él, cosa que al parecer puede hacer si quiere. Incluso su madre, por más sórdida y egoísta que sea, se vio obligada al fin, por pura decencia, a unirse a la opinión del resto de la familia; pero la bondadosa y fiel muchacha no abandonará a Monkton. Se adapta a su demencia, declara que él le dio en secreto un buen motivo para irse; dice que siempre pudo hacerlo feliz cuando estuvieron juntos en la antigua Abadía, y que puede hacerlo aún más feliz cuando se casen; en pocas palabras, lo ama de corazón, y en consecuencia creerá en él hasta el fin. Nada la saca de su postura; ha decidido derrochar su vida en él, y lo hará.
Espero que no. Por loca que nos parezca su conducta, puede tener algún motivo sensato que no podemos imaginar. ¿Su mente parece caótica cuando habla sobre temas comunes?
En absoluto. Cuando logras que diga algo, lo que no ocurre con frecuencia, habla como un hombre cuerdo, bien educado. Si mantienes el silencio sobre la extraña diligencia que lo ha traído aquí, crees estar en presencia del más sereno y cortés de los seres humanos. Pero en cuanto tocas el tema del vagabundo de su tío, la locura de los Monkton brota directamente. La otra noche una dama le preguntó, en broma por supuesto, si había visto el fantasma de su tío. El le dirigió una mirada furiosa, parecía un perfecto demonio, dijo que él y su tío le contestarían algún día juntos la pregunta, si volvían del Infierno para hacerlo. Nos reímos de sus palabras, pero la dama se desmayó ante su expresión, y tuvimos que soportar una escena de histeria y sales. A cualquier otro hombre lo habrían sacado a puntapiés del salón por casi matar a una mujer de un susto; pero «Monkton el Loco», como lo han bautizado, es un lunático privilegiado en la sociedad napolitana, porque es inglés, apuesto, y dispone de treinta mil libras anuales. Va por todas partes bajo la impresión de que puede encontrar a alguien que conozca el secreto del sitio donde se llevó a cabo el misterioso duelo. Si te lo presentan, con seguridad te preguntará si sabes algo sobre el asunto; pero cuídate de seguir con el tema después de contestarle, a menos que quieras asegurarte de hacerle perder los estribos. En ese caso no tienes más que hablarle de su tío, y sin más trámite el resultado te dejará más que satisfecho.
Uno o dos días después de esta conversación con mi amigo el agregado, encontré a Monkton en una reunión nocturna.
En cuanto oyó mencionar mi nombre su rostro enrojeció; me llevó a un rincón, y haciendo referencia a su fría acogida, años atrás, de mis intentos por hacer amistad con él, me pidió que lo disculpara por lo que denominó una ingratitud imperdonable, con una seriedad y una agitación que me asombraron por completo. Acto seguido me interrogó, como había predicho mi amigo, acerca del sitio del duelo.
Un cambio extraordinario sobrevino en él mientras me interrogaba sobre la cuestión. En vez de mirarme a la cara como lo habían hecho hasta entonces, sus ojos se apartaron y se fijaron con intensidad, casi con ferocidad, o en la pared perfectamente vacía que estaba junto a nosotros, o en el espacio vacío entre la pared y nosotros: era imposible determinarlo. Yo había llegado a Nápoles desde España en barco, y se lo dije en breves palabras, como el mejor modo de hacerle saber que no podía ayudarlo en su búsqueda. No siguió con el asunto; y recordando la advertencia de mi amigo, cuidé de llevar la conversación a temas generales. Me miró otra vez de frente, y mientras estuvimos en nuestro rincón, sus ojos no volvieron a dirigirse en ningún momento hacia la pared vacía o al espacio que había junto a nosotros.
Aunque más dispuesto a escuchar que a hablar, su conversación, cuando hablaba, no tenía rastros de la menor demencia. Era evidente que había leído, no sólo en general, sino también en profundidad, y podía aplicar sus lecturas con singular felicidad para ilustrar casi cualquier tema en discusión, sin imponer su conocimiento de modo absurdo, ni ocultarlo con afectación. Su comportamiento era de por sí una protesta firme contra un apodo como «Monkton el Loco». Era tan tímido, tan sereno, tan compuesto y gentil en todos sus actos, que a veces me sentía casi inclinado a llamarlo afeminado. En la primera noche de nuestro encuentro tuvimos una larga charla; después nos vimos con frecuencia, y no perdimos una sola oportunidad de mejorar nuestras relaciones. Yo sentía que él se había aficionado a mí; y a pesar de lo que había oído acerca de su conducta con la señorita Elmslie, a pesar de las sospechas que la historia de su familia y su propia conducta habían emplazado contra él, «Monkton el Loco» empezó a gustarme tanto como yo le gustaba a él. Cabalgamos juntos por la campiña en más de una oportunidad, y con frecuencia navegábamos a vela a lo largo de las costas de la bahía. Excepto dos excentricidades de su comportamiento, que yo no podía comprender, pronto me habría sentido tan cómodo en su compañía como en la de mi propio hermano.
La primera excentricidad consistía en la reaparición en varias ocasiones de la extraña expresión de sus ojos, que yo había visto por primera vez cuando me preguntó sí sabía algo sobre el duelo. Sin importar de qué hablábamos, o dónde estuviéramos, había momentos en que de pronto apartaba los ojos de mi cara, ya fuera a un lado o al otro, pero siempre hacia donde no había nada que ver, y siempre con la misma intensidad y ferocidad en la mirada. Esto se parecía tanto a la locura o al menos a la hipocondría que me daba miedo hacerle preguntas al respecto, y fingía en todo momento no observarlo.
La segunda particularidad de su conducta era que mientras estaba en mi compañía nunca hacía referencia a los rumores sobre su misión en Nápoles, y ni una sola vez habló de la señorita Elmslie, o de su vida en la Abadía de Wincot. Esto no sólo me asombraba a mí, sino que sorprendía a quienes habían notado nuestra confianza mutua, y que estaban seguros de que yo debía ser el depositario de todos sus secretos. Pero se acercaba el momento en que el misterio, y algunos otros misterios cuya existencia yo no sospechaba en ese período, iban a revelarse.
Una noche lo encontré en un gran baile, dado por un noble ruso, cuyo nombre no podía pronunciar entonces, y no puedo recordar ahora. Yo me había apartado del salón de recepción, del de baile y del de juego hasta llegar a unas pequeñas dependencias en un extremo del palacio, que eran mitad conservatorio, mitad tocador, que habían iluminado hermosamente para la ocasión con linternas chinas. Cuando entré no había nadie. El panorama del Mediterráneo, bañado por la refulgente suavidad de la luna italiana, era tan hermoso que me quedé largo tiempo junto a la ventana mirando y escuchando la música que llegaba tenue desde el salón de baile. Tenía los pensamientos concentrados en los conocidos que había dejado en Inglaterra, cuando me sobresaltó oír mi nombre pronunciado en voz baja.
Giré sobre los talones, y vi a Monkton de pie en el cuarto. Una palidez intensa invadía su rostro, y sus ojos estaban apartados de mí con la misma expresión extraordinaria a la que ya he aludido.
¿Te importaría irte temprano del baile esta noche? preguntó, aún sin mirarme.
En absoluto dije . ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Estás enfermo?
No, al menos de algo que pueda comentarse. ¿Vendrás donde vivo?
En seguida, si quieres.
No, en seguida no. Yo debo ir a casa sin demora; pero espera media hora antes de seguirme. No has estado antes en casa, lo sé; pero la encontrarás con facilidad, está cerca. Aquí tienes una tarjeta con mi dirección. Necesito hablarte esta noche: de ello depende mi vida. ¡Te ruego que vengas! ¡Por Dios, ven cuando se cumpla la media hora! Prometí ser puntual, y se fue inmediatamente.
Casi todos imaginarán sin duda el estado de impaciencia nerviosa y vaga expectativa en que pasé la espera acordada, despues de oír palabras como las que Monkton me había dicho. Antes de que la media hora se hubiese cumplido, empecé a abrirme paso a través del salón de baile.
En los primeros escalones de la escalinata de entrada, me crucé con mi amigo el agregado.
¡Cómo! ¿Ya te vas? dijo.
Sí; y a una excursión muy curiosa. Voy a casa de Monkton, él mismo me invitó.
¡No lo dirás en serio! Juro por mi honor que eres un tipo valiente si confías en estar a solas con «Monkton el Loco» en una noche de luna llena.
Está enfermo, pobre muchacho. Además, no lo considero tan loco como tú pretendes.
No discutiremos sobre eso; pero recuerda lo que te digo: no te ha pedido que vayas a donde nunca se admitió una visita antes, sin un propósito especial. Hago la predicción de que esta noche verás u oirás algo que recordarás durante el resto de tus días.
Nos separamos. Cuando llamé al portón de entrada de la casa donde vivía Monkton recordé las últimas palabras de mi amigo en la escalinata del palacio; y aunque me había reído de él cuando las pronunció, empecé a sospechar en ese momento que su predicción se cumpliría.
CAPITULO TERCERO
El portero que me permitió entrar en la casa donde vivía Monkton, me indicó el piso donde estaban entreabiertas sus habitaciones. Al llegar arriba, encontré la puerta que daba sobre el rellano. Supongo que él oyó mis pasos, porque me pidió que entrara antes de que pudiera llamar.
Entré, y lo hallé sentado junto a la mesa, con algunas cartas en las manos, que en ese momento estaba reuniendo para atar en un fajo. Cuando me pidió que me sentara noté que su expresión era más controlada, aunque la palidez aún no había abandonado su rostro. Me agradeció haber ido; repitió que tenía que decirme algo muy importante; y después se detuvo en seco, al parecer demasiado turbado para continuar. Traté de tranquilizarlo asegurándole que si mi consejo o ayuda podían serle útiles, estaba dispuesto a poner tanto mi persona como mi tiempo a su disposición.
Mientras decía esto vi que sus ojos empezaban a apartarse de mi rostro... a apartarse lentamente, centímetro a centímetro, hasta detenerse en cierto punto, con la misma mirada fija en el vacío que me había alarmado con frecuencia en ocasiones anteriores. Toda la expresión de su rostro cambió como nunca había visto antes; estaba sentado ante mí, con el aspecto de un hombre hundido en un trance cercano a la muerte.
Eres muy bueno dijo, lenta y débilmente, hablando, no conmigo, sino en la dirección en la que sus ojos aún estaban fijos . Sé que puedes ayudarme; pero...
Se detuvo; le empalideció horriblemente la cara, y el sudor la cubrió por completo. Trató de seguir; dijo una palabra o dos, después se detuvo otra vez. Seriamente preocupado por él me levanté de la silla, con la intención de darle un poco de agua de una jarra que vi sobre una mesita.
Se puso de pie de un salto en el mismo instante. Todas las sospechas que había oído susurrar contra su cordura relampaguearon instantáneamente en mi mente, y retrocedí uno o dos pasos involuntariamente.
Detente dijo, sentándose otra vez . No me prestes atención; y no dejes tu silla. Necesito... Me gustaría, si no te molesta, hacer un pequeño cambio, antes de que sigamos hablando. ¿Te importaría sentarte bajo una luz intensa?
En absoluto.
Hasta entonces me había estado sentado a la sombra de la pantalla de su lámpara de pie, la única del cuarto.
Cuando le contesté se puso otra vez de pie; entró en la habitación contigua y regresó con una lámpara grande en la mano; después tomó dos velas de la mesita, y otras dos de la repisa de la chimenea; las colocó todas juntas, para mi asombro, como para que se interpusieran entre nosotros; y luego trató de encenderlas. La mano le temblaba tanto que se vio obligado a abandonar el intento y permitirme que le ayudara. Siguiendo sus indicaciones quité la pantalla de la lámpara de pie, después de encender la otra y las cuatro velas. Cuando volvió a sentarse, con esa concentración de luz entre nosotros, parecieron regresar sus modales más corteses; y cuando se dirigió a mí habló sin la menor vacilación.
Es innecesario preguntarte si has oído los rumores sobre mí dijo . Sé que los conoces. Esta noche mi propósito es darte una explicación verosímil de la conducta que ha motivado esos rumores. Hasta ahora mi secreto ha sido confiado sólo a una persona; ahora voy a confiártelo a ti con un propósito que sabrás dentro de poco. Sin embargo, en primer lugar debo contarte con exactitud cuál es el grave motivo que me obliga a estar aún ausente de Inglaterra. Quiero tu consejo y tu ayuda; y, para no ocultarte nada, también quiero poner a prueba tu paciencia y tu simpatía, antes de poder arriesgarme a confiarte mi desdichado secreto. ¿Perdonarás esta aparente desconfianza hacia tu carácter franco y abierto... esta aparente ingratitud por tu bondad hacia mí desde que nos encontramos por vez primera? Le rogué que no hablara de eso, y que continuara.
Sabes que estoy aquí siguió , para recobrar el cadáver de mi tío Stephen, y para llevarlo conmigo a la cripta de nuestra familia en Inglaterra; y también debes saber que aún no he logrado descubrir sus restos. Trata de omitir por el momento lo que pueda parecer extraordinario e incomprensible en una empresa como la mía, y lee este artículo periodístico, lo que está subrayado con tinta. Hasta ahora es la única evidencia que obtuve sobre el tema del fatídico duelo en el que cayó mi tío; y quiero saber qué acción te parece mejor que yo emprenda, una vez lo hayas leído.
Me tendió un viejo periódico francés. Lo esencial de lo que leí está aún grabado con tal firmeza en mi memoria que estoy seguro de poder repetir correctamente, después de tanto tiempo, todos los hechos que necesito comunicar al lector.
Recuerdo que el artículo empezaba con observaciones editoriales sobre la gran curiosidad que se sentía entonces en relación al duelo entre el conde de St. Lo y el señor Stephen Monkton, un caballero inglés. El redactor se explayaba en detalles sobre el extraordinario secreto en que había estado envuelto el asunto de principio a fin; y expresaba la esperanza de que la publicación de cierto manuscrito, al que se referían sus observaciones introductorias, pudiese llevar a localizar nuevas evidencias por parte de fuentes distintas y mejor informadas. Se había encontrado el manuscrito entre los papeles de monsieur Foulon, el padrino del señor Monkton, que había muerto en París de una brusca consunción, poco después de regresar a su hogar en esa ciudad desde el escenario del duelo. El documento estaba sin terminar, había sido dejado incompleto justamente en el punto en que el lector más deseaba que continuara. No se habían descubierto los motivos de ello y después de una prolija búsqueda entre los papeles dejados por el difunto, no se había hallado un segundo manuscrito sobre el importantísimo tema.
Después seguía el documento propiamente dicho.
Resultaba ser un acuerdo redactado en privado entre el padrino del señor Monkton, monsieur Foulon, y el padrino del conde de St. Lo, monsieur Dalville; y contenía una relación de todas las disposiciones para llevar a cabo el duelo. El papel estaba fechado «Nápoles, 22 de febrero»; y dividido en siete u ocho cláusulas.
La primera cláusula describía el origen y la naturaleza de la disputa: una cuestión muy vergonzosa para ambas partes, que no vale la pena recordar ni repetir. La segunda cláusula disponía que, ya que el desafiado había elegido la pistola como arma, y el desafiante (excelente esgrimista) había insistido por su parte en que el duelo se llevara a cabo de modo tal que el primer disparo fuera decisivo en sus resultados, los padrinos, viendo que el encuentro tendría inevitablemente consecuencias fatales, decidieron, en primer término, que se mantuviera el más profundo secreto respecto al duelo, y que el sitio donde se llevara a cabo no se conociera por adelantado, ni siquiera por parte de los protagonistas. Se agregaba que este exceso de cautela era absolutamente necesario debido a una reciente petición del Papa a los poderes vigentes en Italia en la que comentaba la escandalosa frecuencia de la práctica del duelo, y pedía en tono apremiante que en el futuro se hicieran cumplir las leyes contra los duelistas con gran rigor.
La tercera cláusula detallaba el modo en que se había dispuesto que se efectuara el duelo.
Una vez cargadas las pistolas por los padrinos, en el campo de honor los combatientes debían mantenerse a una distancia de treinta pasos, y debían arrojar una moneda para decir quién disparaba primero. El hombre que ganase debía avanzar diez pasos marcados previamente y entonces descargaría su pistola. Si erraba, o no lograba incapacitar a su adversario, éste último tenía derecho a avanzar, si lo deseaba, los veinte pasos restantes antes de disparar a su vez. Este acuerdo aseguraba la culminación decisiva del duelo en la primera descarga de las pistolas, y tanto los protagonistas como los padrinos se comprometieron a cumplirlo por ambas partes.
La cuarta cláusula declaraba que los padrinos habían resuelto que el duelo se llevara a cabo fuera de los estados napolitanos, pero dejarían que las circunstancias los guiaran hasta el sitio exacto donde tendría lugar. Las cláusulas restantes, por lo que puedo recordar, estaban dedicadas a detallar las distintas precauciones a adoptar para impedir que los descubrieran. Los duelistas y sus padrinos dejarían Nápoles por separado; cambiarían de carruaje varias veces; se encontrarían en cierta ciudad, o si eso no ocurría, en cierta casa de postas en la carretera de Nápoles a Roma; llevarían cuadernos de dibujo, cajas de colores y sillas plegables, como si fueran artistas que viajaban para hacer bocetos; y se dirigirían al lugar del duelo a pie, sin emplear guías, por miedo a la traición. Tales disposiciones generales, y otras que facilitaban la huída de los supervivientes después de que terminara el asunto, formaban la parte final de aquel documento extraordinario, que estaba firmado sólo con las iniciales de ambos padrinos.
Debajo de las iniciales aparecía el comienzo de una narración fechada «París» y que evidentemente pretendía describir el duelo propiamente dicho con extrema minuciosidad. La letra manuscrita pertenecía al padrino fallecido.
Monsieur Foulon, el caballero en cuestión, declaraba su creencia de que podrían presentarse circunstancias capaces de transformar un informe de testigo presencial sobre el encuentro entre St. Lo y el señor Monkton en un documento importante. En consecuencia se proponía, como uno de los padrinos, dar testimonio de que el duelo se había llevado a cabo de perfecto acuerdo con los términos de lo tratado, comportándose ambos adversarios como hombres de la mayor valentía y honor (!). Y anunciaba luego que, para no comprometer a nadie, dejaría el documento que contenía su testimonio en manos seguras, con indicaciones estrictas de que no fuera abierto por ningún motivo, salvo en caso de extrema urgencia.
Después de este preámbulo, monsieur Foulon contaba que el duelo se había efectuado dos días después de redactado el acuerdo, en un lugar al que el azar había llevado al grupo. (No se mencionaba el nombre del lugar, ni cerca de dónde estaba situado.) Una vez que los hombres se situaron de acuerdo a lo previamente dispuesto, el conde de St. Lo había obtenido el derecho al primer disparo, había avanzado diez pasos, y había disparado al cuerpo de su adversario. El señor Monkton no cayó de inmediato, sino que se tambaleó hacia adelante unos seis o siete pasos, descargó su pistola, sin efecto, hacia el conde, y cayó al suelo muerto. Monsieur Foulon declaraba luego que había arrancado una hoja de su libreta de notas, había escrito una breve descripción del modo en el que había muerto el señor Monkton, y había prendido el papel en sus ropas; este proceder era necesario por el carácter particular del plan organizado allí mismo para hacerse cargo con seguridad del cadáver. No aparecía cuál era el plan, o qué se había hecho del cadáver, porque en este importante punto el relato se interrumpía.
Una nota al pie del periódico exponía simplemente la manera en que se había obtenido el documento para publicarlo, y repetía el anuncio contenido en las observaciones introductorias del redactor, el de que las personas a quienes se había confiado el cuidado de los papeles de monsieur Foulon no habían encontrado su continuación. Con esto he manifestado lo fundamental de lo que leí, y he mencionado todo lo que se sabía entonces sobre la muerte del señor Stephen Monkton.
Cuando le devolví el periódico a Alfred se encontraba demasiado agitado para hablar; pero me recordó con un gesto que esperaba con ansiedad oír lo que yo tenía que decir. Mi posición era muy difícil y penosa. No podía saber qué consecuencias seguirían a cualquier actitud de cautela por mi parte, y no pude encontrar un plan más seguro que interrogar a Alfred cuidadosamente antes de comprometerme en uno u otro sentido.
¿Me disculpas si te hago una o dos preguntas antes de darte mi consejo? dije.
Asintió con impaciencia.
Sí, sí; todas las preguntas que quieras.
¿En alguna época solías ver a tu tío con frecuencia?
No lo he visto más de dos veces en mi vida; en cada oportunidad, cuando era apenas un niño.
Entonces no puedes sentir un gran afecto personal por él, ¿verdad?
¡Afecto por él! Me daría vergüenza sentir afecto por él. Nos deshonraba por dondequiera que fuera.
¿Puedo preguntar si hay algún asunto de familia de por medio en tu ansiedad por recobrar sus restos?
Los asuntos familiares pueden contar, entre otros... ¿pero por qué lo preguntas?
Porque cuando me enteré de que empleabas a la policía para ayudarte en tu búsqueda estaba ansioso por saber si habías estimulado a sus superiores a ordenar que hicieran todo lo posible para serte útiles, dándoles algún fuerte motivo personal para una empresa tan inusual como la que te trajo aquí.
No doy motivos. Pago por el trabajo que quiero que hagan, y en retribución a mi generosidad me tratan en todas partes con la más infame indiferencia. Forastero en el país, y con mal dominio del idioma, no puedo hacer nada por mejorar mi situación. Las autoridades, tanto en Roma como aquí, fingen ayudarme, fingen buscar e investigar y no hacen nada más. Me insultan, se ríen de mí casi en mis narices.
¿No crees posible (ten en cuenta que no quiero disculpar la mala conducta de las autoridades, y que por mi parte no comparto tal opinión), pero no crees probable que la policía pueda dudar de que actúas en serio?
¡Que no actúo en serio! exclamó, echándose hacia atrás y mirándome con ferocidad, los ojos enloquecidos y la respiración agitada . ¡Que no actúo en serio! Tú tampoco crees que actúo en serio. Sé que lo piensas, aunque no me lo digas. ¡Alto! Antes de que digamos una sola palabra más, tus propios ojos te convencerán. ¡Ven aquí, sólo un minuto, sólo un minuto!
Lo seguí hasta su dormitorio, que daba sobre el salón. A un costado de la cama se erguía una gran caja de embalaje de madera común, de unos dos metros de altura.
Abre la tapa y asómate dijo , mientras sostengo la vela para que puedas ver.
Obedecí sus indicaciones, y descubrí, para mi asombro, que la caja de embalaje contenía un ataúd de plomo, magníficamente adornado con las armas de la familia Monkton, debajo de las cuales se veía escrito con anticuadas letras el nombre «Stephen Monkton», su edad y el modo en que había muerto.
Tengo este ataúd listo para él susurró Alfred junto a mi oído . ¿No te parece que actúo en serio? Parecía actuar más bien como un demente. Tanto, que evité contestarle.
¡Sí! ¡Sí! Veo que estás convencido continuó con rapidez . Ahora podemos regresar al otro cuarto y hablar sin tapujos por ambas partes.
Al regresar a nuestros asientos aparté con un gesto mecánico mi silla de la mesa. En ese instante mi mente estaba en un estado tal de confusión e incertidumbre acerca de lo que sería mejor hacer o decir a continuación, que momentáneamente olvidé la posición que me había asignado cuando encendimos las velas. Me lo recordó de inmediato.
No te apartes dijo, con gran ansiedad . Sigue sentado en la luz. ¡Te lo ruego! Pronto te diré por qué soy tan quisquilloso en eso. Pero antes dame tu consejo; ayúdame en mi gran angustia y desasosiego. Recuerda que me prometiste hacerlo.
Hice un esfuerzo por ordenar mis pensamientos y lo logré. En su presencia era inútil tratar el asunto sin gravedad; habría sido cruel no aconsejarle lo mejor que pudiera.
Tú sabes dije , que dos días despues de redactar el acuerdo en Nápoles, el duelo se efectuó fuera de los estados napolitanos. Como es lógico este hecho te ha llevado a la conclusión de que todas las pesquisas acerca de la ubicación debían confinarse al territorio romano, ¿verdad?
Ciertamente. Hasta ahora la búsqueda se realizó allí, y sólo allí. Si puedo creer a la policía, ellos y sus agentes han investigado sobre el lugar del duelo (ofreciendo una fuerte recompensa en mi nombre a la persona que pueda descubrirlo), a todo lo largo de la carretera de Nápoles a Roma. También han hecho circular (al menos eso afirman) descripciones de los duelistas y sus padrinos; han dejado un agente para dirigir las investigaciones en la casa de postas, y otro en la ciudad mencionada como punto de encuentro en el acuerdo; y mediante correspondencia con autoridades extranjeras han tratado de rastrear al conde de St. Lo y a monsieur Dalville hasta el sitio o los sitios donde se hayan refugiado. Todos estos esfuerzos, suponiendo que se hayan llevado a cabo realmente, hasta ahora han resultado completamente infructuosos.
Tengo la impresión dije, después de un momento de reflexión , de que todas las pesquisas efectuadas a lo largo de la carretera, o en cualquier sitio cercano a Roma, es probable que sean inútiles. En cuanto al descubrimiento de los restos de tu tío, creo que coincidirá con exactitud con el sitio donde fue muerto, porque los comprometidos en el duelo no se arriesgarían a ser arrestados llevando un cadáver con ellos en la fuga. Entonces el lugar es todo lo que necesitamos encontrar. Ahora bien, reflexionemos un instante. El grupo cambió de carruaje; viajaron por separado, de dos en dos; sin duda eligieron caminos secundarios; se detuvieron en la casa de postas y en la ciudad para desorientar; tal vez caminaron una distancia considerable sin guías. Si se tiene eso en cuenta, tales precauciones (que sabemos deben de haber empleado) les dejaron muy poco tiempo los dos días (aunque pueden haber partido al alba, y no detenerse hasta la caída de la noche) para el viaje.
Luego creo que el duelo fue realizado en algún punto cercano a la frontera napolitana; y si yo hubiese sido el agente policial encargado de la búsqueda, sólo habría seguido un rumbo paralelo a la frontera, empezando desde el oeste y yendo hacia el este hasta subir a los parajes solitarios de las montañas. Esa es mi idea: ¿te parece que vale algo? Su rostro enrojeció en un instante.
¡Creo que es una inspiración! exclamó . No hay que perder un solo día en llevar a cabo nuestros planes. No podemos confiar en la policía. Debo partir yo mismo, mañana por la mañana; y tú...
Se detuvo; su rostro palideció de pronto; respiraba con dificultad; sus ojos vagaron una vez más hasta quedar clavados en el vacío; y la expresión rígida, mortal, se fijó una vez más en sus rasgos.
Debo contarte mi secreto antes de hablar de mañana siguió, con voz débil . Si vacilara un momento más en confesártelo todo, sería indigno de tu bondad, indigno de la ayuda que tengo la esperanza que me otorgues de buena gana cuando lo hayas oído todo.
Le rogué que esperase hasta recobrar la serenidad, hasta poder hablar con mayor calma; pero no pareció oír lo que le decía. Lentamente, y al parecer luchando consigo mismo, se apartó un poco de mí, e inclinando la cabeza sobre la mesa, la apoyó sobre su mano. El fajo de cartas con el que lo había visto ocupado al entrar descansaba bajo sus ojos. Los clavó en él cuando volvió a hablarme.
CAPITULO CUARTO
Creo que naciste en nuestra región dijo . Entonces tal vez habrás oído hablar alguna vez de una antigua y curiosa profecía sobre nuestra familia, que aún se conserva entre las tradiciones de la Abadía de Wincot, ¿verdad?
Oí hablar de la profecía contesté . Pero nunca supe en qué términos estaba expresada. Predecía la extinción de tu familia, o algo así, ¿verdad?
Ninguna investigación siguió ha logrado llegar al momento en que la profecía se hizo por vez primera; ninguno de nuestros archivos familiares nos cuenta algo sobre su origen. Los sirvientes y arrendatarios ya ancianos de nuestra propiedad recuerdan haberla oído de labios de sus padres y abuelos. Los monjes, a quienes sucedimos en la Abadía en tiempos de Enrique VIII, llegaron a conocerla de algún modo; por mi parte descubrí los versos, en los que sabíamos que la profecía se había conservado desde época muy remota, escritos sobre una hoja en blanco de uno de los manuscritos de la Abadía. Estos son los versos, si es que puede llamárseles así:
Cuando en la cripta de Wincot un sitio
Espere a alguien de la estirpe de los
Monkton;
Cuando ese desamparado descanse
Sin tumba bajo el cielo abierto,
Sin un metro de tierra,
Aunque dueño de acres desde la cuna...
Esa será la señal segura
Del fin del linaje de los Monkton.
Menguando cada vez más rápido,
Menguando hasta el último amo;
De la percepción mortal, de la luz del
día
Se borrará la estirpe de los Monkton.
La predicción parece lo bastante imprecisa como para haber sido emitida por un oráculo antiguo dije, al observar que él guardaba silencio después de repetir los versos, como esperando que yo comentara algo.
Incierta o no, se está cumpliendo replicó . Ahora soy «el último amo»: el último de esa línea mayor de nuestra familia a la que se refiere la profecía; y el cadáver de Stephen Monkton no está en la cripta de la Abadía de Wincot. ¡Espera antes de llevarme la contraria! Tengo algo más que decir sobre esto. Mucho antes de que la Abadía nos perteneciera, cuando vivíamos en la antigua mansión cercana a ella (de la que han desaparecido hace tiempo hasta las mismas ruinas), el cementerio de la famila estaba en la cripta bajo la capilla de la Abadía. En cuanto a si en esos tiempos remotos la predicción contra nosotros se conocía y se la temía o no, lo cierto es esto: todos los Monkton (ya vivieran en la Abadía o en la propiedad más pequeña de Escocia) eran enterrados en la cripta de Wincot, sin importar los riesgos o el sacrificio. En los días feroces de las luchas de los viejos tiempos, los cuerpos de mis antepasados que caían en lugares extranjeros eran recobrados y traídos otra vez a Wincot, aunque obtenerlos con frecuencia costaba no sólo altos rescates sino también el derramamiento de sangre desesperada. Esta superstición, si así quieres llamarla, nunca ha desaparecido de la familia desde esa época hasta hoy; durante siglos la sucesión de los muertos en la cripta de la Abadía ha sido continua, absolutamente, hasta ahora. El lugar mencionado en la predicción, que espera ser ocupado, es el de Stephen Monkton; la voz que clama vanamente a la tierra pidiendo refugio es la voz del muerto. ¡Con tanta seguridad como si lo viera, sé que lo han dejado sin enterrar sobre el suelo donde cayó!
Me detuvo antes de que pudiera emitir una sola palabra de protesta, levantándose lentamente y señalando en la misma direccion hacia la que habían vagado sus ojos un momento antes.
Puedo adivinar lo que quieres preguntarme exclamó, con voz firme y clara . Quieres preguntarme cómo puedo estar tan loco como para creer en una profecía barata, dicha en una época de superstición para asustar a los oyentes más ignorantes. Te contesto ante estas palabras su voz se apagó bruscamente hasta convertirse en un susurro . Te contesto que porque el propio Stephen Monkton está de pie allí en este momento, confirmando lo que creo.
Si fue por el sobrecogimiento y el terror que se asomaban horriblemente a su rostro cuando me miró, o si fue por el hecho de que hasta entonces yo nunca había creído del todo los rumores acerca de su locura, y que la convicción de que decían la verdad se me imponía ahora de pronto, no lo sé, pero sentí que se me helaba la sangre mientras él hablaba, y supe en el fondo de mi corazón, allí sentado sin decir una palabra, que no me atrevía a girarme y mirar el lugar que él señalaba, cerca de mí.
Veo allí prosiguió con la misma voz susurrante , la figura de un hombre de tez oscura, con la cabeza descubierta. Una de sus manos, que aún sostiene una pistola, ha caído junto a su costado; la otra aprieta un pañuelo ensangrentado sobre su boca. El espasmo de la agonía contorsiona sus rasgos, pero reconozco en ellos los de un hombre moreno que me asustó dos veces alzándome entre sus brazos cuando niño, en la Abadía de Wincot. Esa vez pregunté a las niñeras quién era ese hombre, y me dijeron que mi tío, Stephen Monkton. Claramente, como si estuviera vivo, lo veo ahora junto a ti, con el resplandor de la muerte en sus grandes ojos negros; y así lo he visto desde el momento en que le dispararon. ¡En casa y en el extranjero, despierto o dormido, día y noche, siempre estamos juntos dondequiera que yo vaya!
Su voz descendió hasta ser un murmullo casi inaudible cuando pronunció ias últimas palabras. A juzgar por la dirección y la expresión de sus ojos sospeché que hablaba con el aparecido. Si yo hubiese podido contemplarlo en ese momento, creo que habría sido un espectáculo menos horrible de presenciar que verlo a él como lo veía entonces, murmurando palabras incoherentes al vacío. Mis propios nervios estaban más sacudidos de lo que habría creído posible. Me invadió un vago temor de estar cerca de él dado su estado de ánimo, y retrocedí uno o dos pasos.
Advirtió mi acción de inmediato.
¡No te vayas! ¡Por favor, por favor, no te vayas! ¿Te he alarmadao? ¿No me crees? ¿Las luces hacen que te duelan los ojos? Sólo te pedí que te sentaras a la luz de las velas porque no podía soportar ver la luz que siempre irradia el fantasma en el crepúsculo, cayendo sobre ti mientras estabas sentado en la penumbra. ¡No te vayas... no me abandones aún!
Había un desamparo absoluto, una desdicha indecible en su rostro cuando dijo esas palabras, lo cual me devolvió el control de mí mismo mediante el sencillo proceso de producirme, antes que nada, piedad. Volví a ocupar mi silla, y dije que me quedaría con él todo el tiempo que deseara.
¡Te lo agradezco mil veces! Eres la bondad y la paciencia personificadas dijo, regresando a su asiento, y recobrando su conducta normal . Ahora que he superado mi primera confesión de la desdicha que me persigue en secreto dondequiera que vaya, creo que puedo contarte con calma todo lo que queda por contar. Como dije, mi tío Stephen apartó la cabeza con rapidez, y bajó los ojos hacia la mesa cuando el nombre pasó por sus labios mi tío Stephen vino en dos ocasiones a Wincot cuando yo era niño, y en las dos uportunidades me asustó terriblemente. Sólo me alzó en sus brazos, y me habló (muy bondadosamente, según oí comentar más tarde, para tratarse de él), pero aun así me aterró. Tal vez me asustó su gran estatura, su tez oscura, su espeso cabello y sus bigotes negros, como podría haber pasado con otros niños; tal vez bastó verlo para que ejerciera sobre mí una extraña influencia que no pude comprender entonces, y que no puedo explicar ahora. Fuera lo que fuese, acostumbraba a soñar con él mucho después de que se fuera; e imaginaba que se me acercaba subrepticiamente para alzarme entre sus brazos cada vez que me dejaban en la oscuridad. Las criadas que me cuidaban lo averiguaron, y solían amenazarme con mi tío Stephen cada vez que me portaba mal o costaba manejarme. Cuando crecí, seguí conservando mi vago temor y aversión por mi familia ausente. Siempre escuchaba con atención, aunque sin saber por qué, cuando su nombre era mencionado por mi padre o mi madre: escuchaba con el presentimiento inexplicable de que le había ocurrido algo horrible, o que me iba a ocurrir a mí. Esta sensación sólo cambió cuando quedé solo en la Abadía; y entonces pareció fundirse con la ansiosa curiosidad que había empezado a crecer en mí con bastante anterioridad, acerca del origen de la antigua profecía que predecía la extinción de nuestra estirpe. ¿Me sigues?
Sigo cada palabra con la mayor antención.
Entonces debes saber que había encontrado por primera vez fragmentos del antiguo poema de la profecía citados como curiosidad en el libro de un anticuario, en la biblioteca. En la página opuesta a la cita se hallaba pegado un tosco grabado en madera que representaba a un hombre de cabello oscuro, cuyo rostro se parecía tan extrañamente al que yo recordaba de mi tío Stephen que el retrato me dejó atónito. Cuando le pregunté a mi padre por el asunto (poco antes de su muerte) no supo, o fingió no saber, nada al respecto; y cuando le mencioné más tarde la predicción cambió de tema, irritado. Lo mismo pasó con nuestro capellán cuando hablé con él. Dijo que el retrato había sido hecho siglos antes del nacimiento de mi tío; y que la profecía era barata y sin sentido. Yo acostumbraba a discutir con él el último punto, preguntándole por qué nosotros los católicos, que creíamos que el don de hacer milagros nunca se había apartado de ciertas personas favorecidas, no podíamos asimismo creer que el don de la profecía tampoco había desaparecido. No quería discutir conmigo; se limitaba a decir que no debía perder el tiempo pensando en semejantes tonterías, que tenía más imaginación de lo que me convenía, y debía eliminarla en vez de excitarla. Los consejos de ese tipo sólo lograban excitar mi curiosidad. Decidí en secreto investigar en la parte deshabitada y más antigua de la Abadía, y ver si no podía averiguar en los olvidados archivos familiares de quién era el retrato y cuándo se había dicho o escrito la profecía por vez primera. ¿Alguna vez pasaste el día a solas en los aposentos largo tiempo abandonados de una casa antigua?
¡Nunca, semejante soledad no se adapta a mis gustos!
¡Ah, qué vida más apasionante cuando empecé mi búsqueda! ¡Me gustaría vivirla otra vez! ¡Una vida de excitante intriga, con descubrimientos extraños, con locas fantasías, con terrores subyugantes! ¡Sólo tienes que pensar en el momento de abrir la puerta de una habitación en la que no ha entrado antes que tú ningún alma viviente durante casi cien años! ¡Piensa en el primer paso dado hacia una región de horrible quietud, sin aire, donde la luz cae débil y enfermiza a través de ventanas cerradas y cortinas podridas! ¡Piensa en el crujido fantasmal del viejo suelo que se queja porque lo pisas, por más leves que sean tus pasos! ¡Piensa en armas, cascos, extraños tapices de días pasados, que parecen moverse hacia tí desde los muros cuanto te acercas a ellos por primera vez bajo la escasa luz! ¡Piensa en asomarte al interior de grandes gabinetes y cómodas con cerraduras de hierro, sin saber qué horrores pueden aparecer cuando los fuerces! ¡O en examinar lo que contienen hasta que el crepúsculo te alcanza y la oscuridad se hace terrible en el sitio desolado! ¡En tratar de irte, y no poder hacerlo, como si algo te retuviera; en el viento gimiendo afuera; en las sombras que se adensan a tu alrededor, y te van envolviendo en la oscuridad! ¡Sólo tienes que pensar en estas cosas, y podrás imaginar la vida que yo llevaba en aquellos días!
(Evité imaginar esa vida: ya era bastante desagradable ver sus resultados tal como los veía ante mí en ese momento.)
Bien, mi búsqueda duró meses y meses; después la suspendí durante un breve lapso, después la reanudé. En cualquier dirección que la siguiese, siempre descubría algo que me incitaba a continuar. Confesiones terribles de crímenes pasados, pruebas escandalosas de malignidad secreta que habían estado ocultas, a salvo de todas las miradas menos la mía, salieron a luz. A veces estos descubrimientos se relacionaban con zonas particulares de la Abadía, que desde entonces han adquirido un horrible interés para mí. A veces tenían que ver con ciertos antiguos retratos de la galería de cuadros, que realmente me asustaba contemplar después de lo que había averiguado. Había períodos en que los resultados de esta búsqueda me aterraban tanto que decidía abandonarla por completo; pero nunca pude perseverar en mi decisión, ya que la tentación de seguir adelante parecía a veces hacerse demasiado intensa para mí, y entonces cedía una y otra vez. Al fin descubrí el libro que había pertenecido a los monjes con la totalidad de la profecía escrita en la hoja en blanco. Este primer éxito me alentó a retroceder aún más en los archivos de la familia. Hasta entonces no había descubierto nada sobre la identidad del misterioso retrato, pero la misma convicción intuitiva que me había llevado a ver su semejanza extraordinaria con mi tío Stephen, parecía asegurarme también que él debía estar estrechamente relacionado con la profecía, y saber más sobre ella que cualquier otro. No tenía medios de comunicarme con él, ni de saber si esa extraña idea mía era correcta o equivocada, hasta el día en que mis dudas se vieron disipadas para siempre, gracias a la misma prueba terrible que ahora está presente en este cuarto.
Se detuvo un momento y me dirigió una mirada intensa y suspicaz; después me preguntó si creía todo lo que había dicho hasta entonces. Mi inmediata respuesta afirmativa pareció satisfacerlo, y continuó:
En un espléndido día de febrero, estaba a solas en una de las habitaciones vacías de la torrecilla occidental de la Abadía mirando el atardecer. Un momento antes de que se pusiera el sol, sentí que me invadía una sensación que me resultaba imposible explicar. No veía nada, no oía nada, no sabía nada. Este olvido absoluto de mí mismo sobrevino bruscamente; no era un desmayo, porque no caí al suelo, no me moví un centímetro de mi sitio. Si puede ocurrir algo así, diría que fue la separación transitoria del alma y el cuerpo, sin muerte: pero toda descripción de mi estado en ese momento es imposible. Llámalo como quieras, trance o epilepsia, lo que sé es que permanecí de pie junto a la ventana, inconsciente por completo (muerto mental y físicamente) hasta que se puso el sol. Entonces recobré los sentidos; y entonces, cuando abrí los ojos, allí estaba el espectro de Stephen Monkton inmóvil ante mí, débilmente luminoso, así como está de pie ante mí en este mismo instante, a tu lado.
¿Eso ocurrió antes de que las noticias del duelo llegaran a Inglateria? pregunté.
Dos semanas antes de que las noticias nos llegaran a Wincot. E incluso cuando nos enteramos del duelo, no supimos el día en que se había llevado a cabo. Sólo lo conocimos cuando el documento que leíste se publicó en el periódico francés. La fecha de ese documento, como recordarás, es el 22 de febrero, y se afirma que el duelo se efectuó dos días más tarde. La noche en que vi al fantasma anoté en mi libreta de notas el día del mes en que se me apareció por vez primera. Ese día era el 24 de febrero.
Hizo otra pausa, como esperando que yo dijera algo. Después de las palabras que acababa de pronunciar, ¿qué podía decir yo? ¿Qué podía pensar?
Incluso invadido por el horror de ver por primera vez la aparición siguió , me vino a la mente la profecía contra nuestro linaje, y con ella la convicción de que tenía ante mí, en esa presencia fantasmal, la advertencia de mi propia perdición. En cuanto me recobré un poco decidí, sin embargo, poner a prueba la realidad de lo que veía: averiguar si era víctima de mi propia fantasía enfermiza, o no. Abandoné la torre; el fantasma la abandonó conmigo. Inventé una excusa para hacer que iluminaran intensamente la sala de la Abadía: la figura seguía ante mí. Salí al parque: allí estaba, bajo la clara luz de las estrellas. Me fui de casa y viajé muchas millas hasta la orilla del mar; el alto hombre moreno seguía, en su agonía, conmigo. Después de esto ya no luché contra la fatalidad. Regresé a la Abadía, y traté de resignarme a mi desdicha. Pero no sería posible. Tenía una esperanza que era lo que más quería en mi vida; tenía un tesoro cuya posibilidad de pérdida me hacía estremecer, y cuando la presencia del fantasma constituyó un obstáculo a modo de advertencia entre mí y ese único tesoro, mi más querida esperanza... entonces ya no pude soportar el peso de mi desdicha. Sabes a qué aludo; tienes que haber oído con frecuencia que estaba comprometido para casarme, ¿verdad?
Sí, con frecuencia. Yo mismo conocía hasta cierto punto a la señorita Elmslie.
Nunca podrás imaginar todo lo que ella sacrificó por mí, lo que he sentido durante años y años su voz tembló, y le brotaron lágrimas de los ojos , pero no me siento en condiciones de hablar de eso: la idea de los viejos días felices en la Abadía basta ahora para partirme el corazón. Permíteme volver al otro tema. Debo decirte que mantuve la espantosa aparición que me perseguía, en todo momento y en todo lugar, en secreto para todos; como conocía los malignos rumores acerca de que yo había heredado la locura de mi familia, temía que aprovecharan deslealmente cualquier canfesión que hiciese. Aunque el fantasma está siempre ante mí, y por lo tanto siempre aparece ya sea delante o al costado de la persona con la que hablo, pronto me entrené para ocultar a los demás lo que estaba mirando, salvo en raras ocasiones... momentos en los que tal vez me haya traicionado ante ti. Pero mi autocontrol fue inútil con Ada. Se acercaba el día de nuestro casamiento.
Se detuvo y se estremeció. Esperé en silencio hasta que se controló.
¡Piensa siguió , piensa en lo que debo haber sufrido al ver permanentemente esa visión horrenda, cada vez que miraba a mi prometida! ¡Piensa en que le tomaba la mano y me parecía tomarla a través de la figura de la aparición! ¡Piensa en el sereno rostro de ángel y el torturado rostro espectral siempre juntos, cada vez que mis ojos encontraban los de ella! Piensa en esto, y no te asombrará que haya traicionado mi secreto con ella. Ansiosa, quiso saber lo peor, más aún: insistió en saberlo. Ante sus ruegos se lo conté todo, y después la dejé en libertad de romper nuestro compromiso. La idea de la muerte estaba en mi corazón mientras pronunciaba las palabras de despedida: alcanzar la muerte mediante mis propias manos, si la vida aún resistía después de nuestra separación. Ella adivinó esa idea, y no me abandonó nunca hasta que la destruyó para siempre. De no ser por ella no estaría vivo ahora... de no ser por ella, nunca habría encarado la empresa que me trajo aquí.
¿Quieres decir que fue por sugerencia de la señorita Elmslie que viniste a Nápoles? pregunté asombrado.
Quiero decir que lo que ella dijo sugirió el plan que me ha traído a Nápoles contestó . Mientras yo creyese que el fantasma había aparecido ante mí como el fatídico mensajero de la muerte, no habría consuelo, y me causaba una gran desdicha oírla decir que ningún poder terrenal la obligaría a abandonarme, y que viviría para mí, y sólo para mí, soportando cualquier prueba. Pero las cosas cambiaron cuando después reflexionamos juntos sobre el propósito que habría venido a cumplir la aparición: ella me demostró que la misión del espectro podía ser para bien, en vez de para mal, y que la advertencia que le habían enviado a dar podía ser en mi beneficio en vez de para perderme. Ante estas palabras, se me ocurrió al instante la idea que me dio una nueva esperanza vital. Creí entonces, igual que ahora, que tengo un mandato sobrenatural para lo que debo hacer aquí. Vivo con esa fe; sin ella moriría. Ella nunca la ridiculizó, nunca la despreció considerándola locura. ¡Presta atención a lo que digo! El espíritu que se me apareció en la Abadía, que nunca se ha apartado de mí desde entonces, que ahora se yergue a tu lado, me advierte que escape de la fatalidad que se cierne sobre nuestra estirpe, y me ordena, si quiero evitarla, que entierre a los muertos insepultos. Los amores y los intereses terrenales deben someterse a esa horrible orden. ¡La presencia espectral nunca me abandonará hasta que haya dado refugio al cadáver que clama para que la tierra lo cubra! No me atrevo a regresar... no me atrevo a casarme hasta que haya llenado el sitio que está vacío en la cripta de Wincot.
Sus ojos relampaguearon y se dilataron; se le hizo más profunda la voz; un éxtasis fanático brilló en su expresión al pronunciar estas palabras. Impresionado y afligido como me encontraba, no hice ningún intento de contradecirle o de razonar con él. Habría sido inútil referirse a cualquiera de los lugares comunes triviales sobre ilusiones ópticas; imaginaciones enfermizas, habría sido peor que inútil tratar de explicar mediante causas naturales las coincidencias o hechos extraordinarios que él había declarado. Aunque se había referido brevemente a la señorita Elmslie, había dicho lo suficiente como para mostrar que la única esperanza de la pobre muchacha, que tanto lo amaba y que lo conocía más que nadie, residía en adaptarse a sus ilusiones hasta el fin. ¡Con qué fidelidad seguía adhiriéndose a la creencia de que podía devolverle la serenidad! Aunque conocía poco a la señorita Elmslie, su situación, cuando reflexioné sobre ella, me hizo sentir apesadumbrado.
¡Me llaman «Monkton el Loco»! exclamó rompiendo así el silencio de los últimos minutos . En Inglaterra todos creen que he perdido la cabeza, menos Ada y tú. Ella ha sido mi salvación; y tú también lo serás. Algo me lo dijo, cuando te encontré la primera vez en Villa Reale. Luché contra el intenso deseo de confiarte mi secreto; pero ya no pude resistirlo cuando te vi esta noche en el baile: el fantasma pareció arrastrarme hacia ti, cuando estabas solo en el salón. Cuéntame más sobre esa idea tuya de encontrar el sitio donde se realizó el duelo. Si yo partiera mañana por la mañana a buscarlo, ¿dónde debería dirigirme primero? ¿Dónde? se detuvo; era evidente que se le agotaban las fuerzas, y su mente empezaba a confundirse . ¿Qué voy a hacer? No puedo recordar. Tú lo sabes todo: ¿no me ayudarás? ¡Mi desdicha me ha vuelto incapaz de serme útil a mí mismo!
Se detuvo, murmuró algo acerca de fracasar si iba solo a la frontera, y habló confusamente de retrasos que podían ser fatales; después trató de pronunciar el nombre «Ada»; pero al emitir la primera letra su voz vaciló, y apartándose bruscamente de mí rompió a llorar.
En ese momento mi piedad se impuso a mi prudencia y sin pensar en las responsabilidades, prometí hacer lo que me pidiera. Su salvaje expresión de triunfo, cuando se incorporó con un movimiento brusco y me estrechó la mano, me mostró que habría hecho mejor en ser más cauteloso; pero ya era demasiado tarde para retractarme de lo dicho. Lo mejor que podía hacer era tratar de inducirlo a que recobrara un poco la calma, y después partir y pensar fríamente en el asunto a solas.
Sí, sí replicó en respuesta a las pocas palabras que le dirigí tratando de calmarlo , no temas por mí. Después de lo que has dicho, respondo de mi serenidad y compostura bajo cualquier circunstancia. Hace tanto tiempo que me he acostumbrado a la aparición que apenas siento su presencia salvo en raras ocasiones. Además tengo aquí, en este fajo de cartas, el medicamento que necesita mi corazón enfermo. Son las cartas de Ada; las leo para tranquilizarme cada vez que mi desgracia parece imponerse a mi resistencia. Esta noche necesitaba esa media hora para leerlas antes de que llegaras, y estar preparado para verte. Así que te repito que no temas por mí. Sé que con tu ayuda lo lograré; y Ada te lo agradecerá como mereces cuando regresemos a Inglatera. Si oyes que los idiotas de Nápoles hablan de que estoy loco, no te molestes en contradecirlos: el escándalo es tan despreciable que terminará por contradecirse solo.
Lo abandoné, prometiéndole regresar temprano al día siguiente.
Una vez en mi hotel, sentí que la idea de dormir, después de todo lo que había visto y oído, quedaba descartada. Así que encendí mi pipa, y sentándome junto a la ventana ¡cómo me tranquilizaba la mente contemplar la serena luz de la luna! traté de pensar en lo que era mejor hacer. En primer lugar, cualquier apelación a los médicos o a los amigos de Alfred en Inglaterra quedaba descartada. No podía convencerme a mí mismo de que su intelecto estaba tan trastornado como para justificar, dadas las circunstancias, revelar el secreto que me había sido confiado. En segundo lugar, todo intento por mi parte de convencerlo de que abandonara la idea de buscar los restos de su tío sería completamente inútil después de lo que le había dicho sin pensar. Una vez establecidas estas dos conclusiones, la única dificultad realmente importante que restaba para preocuparme era la de si estaba justificado ayudarle a realizar su extraordinaria empresa.
Suponiendo que con mi ayuda él encontrara el cuerpo del señor Monkton, y lo llevara consigo a Inglaterra, ¿era correcto que yo me prestara a fomentar el casamiento que casi con seguridad seguiría a estos hechos: un casamiento que era el deber de cualquiera impedir a toda costa? Esto me llevó a pensar en la seriedad de su locura o, para hablar más suave y correctamente, de su ilusión. Desde luego, él estaba cuerdo en cuanto a los temas ordinarios; más aún, en todas las partes narrativas de lo que me había dicho esa misma noche había hablado con precisión y coherencia. En cuanto a la historia de la aparición, otros hombres, con inteligencias tan claras como las de sus vecinos, se habían imaginado perseguidos por un fantasma, y hasta habían escrito sobre eso en un arranque de especulación filosófica. Era evidente que la auténtica alucinación, en el caso que yo enfrentaba en ese momento, residía en la convicción de Monkton sobre la verdad de la antigua profecía, y en su idea de que la aparición imaginada era una advertencia sobrenatural para que evitara las amenazas de esa profecía. Y también era evidente que las dos ilusiones habían sido provocadas, en primer lugar, por la vida solitaria que había llevado, que influía naturalmente, sobre un temperamento excitable, aun más propenso a la enfermedad moral por el rasgo hereditario de demencia.
¿Era curable aquello? La señorita Elmslie, que lo conocía mucho mejor que yo, parecía pensarlo, a juzgar por su conducta. ¿Tenía yo algún motivo o derecho a decidir de repente que ella estaba equivocada? Suponiendo que me negara a acompañarlo a la frontera, entonces él seguramente iría solo, a cometer todo tipo de errores, y tal vez a encontrarse con toda clase de accidentes; mientras que yo, un hombre ocioso, con mi tiempo enteramente a mi disposición, me quedaba en Nápoles, y lo dejaba confiado a su destino después de haberle sugerido el plan de su expedición, y lo había alentado a confiar en mí. Y así seguí dándole vueltas al asunto en mi mente una y otra vez... completamente libre, permítanme agregar, de considerarlo desde cualquier ángulo que no fuera el punto de vista práctico. Creía con firmeza, como ridiculizador de todas las historias de fantasmas, que Alfred se engañaba a sí mismo al imaginar que había visto la aparición de su tío antes de que las noticias de la muerte del señor Monkton llegaran a Inglaterra; y en ese sentido no estaba influido por el menor contagio de las ilusiones de mi desdichado amigo, cuando decidí por fin definitivamente acompañarlo en su extraordinaria expedición. Es posible que el atolondrado gusto por las cosas excitantes que me dominaba en esa época me empujara un poco a decidirme; pero debo añadir, para no ser injusto conmigo mismo, que también actuaba impelido por motivos de auténtica simpatía por Monkton, y por un sincero deseo de apaciguar la ansiedad de la pobre muchacha que aún seguía esperando y teniendo esperanzas en él, allá lejos, en Inglaterra.
Ciertas disposiciones previas a nuestra partida, que me sentí obligado a tomar después de una segunda entrevista con Alfred, revelaron el propósito de nuestro viaje a nuestros amigos napolitanos. Como es lógico, el asombro de todos no tuvo límites, y la sospecha universal de que yo debía estar tan loco como el propio Monkton se manifestó con gran claridad en mi presencia. En realidad algunas personas trataron de combatir mi decisión contándome que Stephen Monkton era un libertino de lo más descarado: ¡como si yo tuviera un fuerte interés personal en buscar sus restos! El ridículo me afectó tan poco como los argumentos de ese tipo; mi mente estaba decidida, y en ese momento era tan obstinado como hoy.
En dos días lo tuve todo listo, y había ordenado al carruaje en el que viajaríamos que pasara por nuestra puerta unas horas antes del momento que habíamos fijado en un principio. Todos nuestros conocidos ingleses habían amenazado jovialmente con «una gran despedida», y me pareció deseable evitarla pensando en mi amigo; porque los preparativos del viaje lo habían excitado más de lo que yo creía conveniente. En consecuencia, poco después del alba, sin un alma en las calles que nos viera, abandonamos Nápoles en secreto.
¡Creo que nadie se asombrará del hecho que yo experimentara cierta dificultad en analizar mi posición, y evitara instintivamente interrogarme un solo día sobre el futuro, cuando me encontraba emprendiendo en ese instante, en compañía de «Monkton el Loco», la búsqueda del cuerpo de un duelista muerto a todo lo largo de la línea fronteriza de los estados romanos!
CAPITULO QUINTO
Yo había decidido que lo mejor era que tomáramos la ciudad de Fondi, cercana a la frontera, como nuestro cuartel general, para empezar; y había dispuesto, con ayuda de la embajada, que el ataúd de plomo nos siguiera hasta allí, bien asegurado en una caja de embalaje. Además de nuestros pasaportes, estábamos provistos de cartas de presentación a las autoridades locales de la mayor parte de las ciudades fronterizas importantes, y por último, teníamos a nuestra disposición dinero suficiente (gracias a la enorme fortuna de Monkton) para asegurarnos los servicios de cualquiera cuya ayuda necesitáramos, a lo largo de nuestro trayecto. Estos recursos nos aseguraban facilidad de acción; siempre teniendo en cuenta que lográramos descubrir el cuerpo del duelista muerto. Pero si se presentaba el hecho muy probable de que no lo lográramos, nuestras perspectivas sobre todo en cuanto a la responsabilidad que yo había tomado eran cualquier cosa menos agradables. Confieso que me sentía inquieto, casi sin esperanzas, mientras viajábamos por el camino hacia Fondi.
Lo recorrimos en dos días de viaje sin prisas; porque yo había insistido, pensando en Monkton, en que viajáramos lentamente.
El primer día la agitación excesiva de mi compañero me alarmó un poco; mostraba, en diversos aspectos, más síntomas de un cerebro trastornado que los que yo había observado hasta entonces. El segundo día, sin embargo, pareció acostumbrarse a contemplar con calma la nueva idea de la búsqueda a la que nos habíamos entregado, y, salvo en un punto, estaba bastante animado y tranquilo. Cada vez que su tío muerto pasaba a ser tema de conversación, seguía insistiendo apoyado en la antigua profecía, y bajo la influencia de la aparición que veía, o creía ver siempre en afirmar que el cadáver de Stephen Monkton, estuviera donde estuviese, yacía aún sin enterrar. En cualquier otro asunto acataba mis puntos de vista con la mayor prontitud y docilidad; en ése, en cambio, mantenía su extraña opinión con una terquedad que desafiaba todo razonamiento o persuasión.
El tercer día descansamos en Fondi. La caja con el ataúd llegó, y fue depositada en lugar seguro, bajo llave y candado. Alquilamos unas mulas, y contratamos un hombre que conocía a fondo la región, para que nos guiara. Se me ocurrió que era mejor comunicar el objeto verdadero de nuestro viaje sólo a las personas más fiables que pudiésemos encontrar entre las clases mejor educadas. Por ese motivo seguimos el ejemplo de los duelistas, partiendo en la mañana del cuarto día con cuadernos de dibujo y cajas de colores, como si sólo fuésemos artistas en busca de paisajes pintorescos.
Después de viajar unas horas en dirección norte, dentro de la frontera romana, nos detuvimos para descansar, nosotros y nuestras mulas, en una aldea aislada, apartada de los caminos turísticos.
La única persona de cierta importancia en el lugar era el sacerdote, y a él dirigí mis primeras averiguaciones, dejando que Monkton esperara mi regreso junto al guía. Yo hablaba el italiano con la fluidez y la corrección necesarios para mi propósito, y traté de presentar el asunto con cortesía y cautela; pero a pesar de todos mis esfuerzos, sólo conseguí asustar y confundir al pobre sacerdote con cada nueva palabra que le decía. La idea de un grupo de duelistas y de un cadáver parecían aterrorizarlo. Inclinó la cabeza, inquieto, alzó los ojos al cielo, y encogiéndose de hombros con un movimiento lastimero, me dijo que no tenía la menor idea acerca de lo que yo le decía. Fue mi primer fracaso. Confieso que tuve la debilidad de sentirme un poco descorazonado cuando me reuní con Monkton y el guía.
Cuando disminuyó el calor, reanudamos el viaje.
A unas tres millas de la aldea, el camino, o más bien la huella de los carros, se bifurcaba. Nuestro guía nos informó que el sendero de la derecha subía entre las montañas hasta un convento que quedaba a unas seis millas. Si seguíamos avanzando más allá del convento, pronto llegaríamos a la frontera napolitana. El sendero de la izquierda se adentraba en territorio romano, y nos llevaría a un pueblecito donde podíamos pasar la noche. Ahora bien: el territorio romano constituía el campo más importante y adecuado para nuestra búsqueda, y siempre podíamos llegar al convento, suponiendo que regresáramos a Fondi sin éxito. Además, el sendero de la izquierda cubría la mayor parte de la región que empezábamos a explorar, y yo siempre estaba a favor de vencer la dificultad mayor primero: así que decidimos valerosamente girar a la izquierda. La exploración a la que nos Ilevó lo decidido duró una semana entera, sin producir resultados. No descubrimos absolutamente nada, y regresamos a nuestros cuarteles de Fondi tan frustrados que no sabíamos hacia dónde volver nuestros pasos a continuación.
Más que el fracaso en sí, lo que me inquietaba era el efecto del mismo sobre Monkton. Su determinación pareció quebrarse por completo apenas empezamos a volver sobre nuestros pasos. Primero se volvió irritable y caprichoso, después silencioso y abatido. Por último se hundió en un letargo físico y mental que me alarmó seriamente. En la primera mañana que pasamos en Fondi, mostró una extraña tendencia a dormir sin cesar, que me hizo sospechar la existencia de alguna enfermedad física en su cerebro. En todo el día apenas intercambió una palabra conmigo, y parecía no estar nunca despierto del todo. A primera hora de la mañana siguiente entré en su cuarto, y lo encontré tan silencioso y aletargado como siempre. Su criado, que iba con nosotros, me informó de que Alfred había mostrado en una o dos ocasiones anteriores síntomas de agotamiento mental, como el que observábamos en ese momento, en la Abadía de Wincot, en vida de su padre. Esta información hizo que me sintiera más tranquilo, y permití que mi mente volviese a considerar lo que nos había llevado a Fondi.
Decidí emplear el tiempo, hasta que mejorara nuestro amigo, continuando la búsqueda solo. Aún no habíamos explorado el sendero de la derecha que llevaba al convento. Si lo seguía, no necesitaba estar lejos de Monkton más de una noche; y al regresar al menos podría darle la satisfacción de que una incertidumbre más respecto al sitio del duelo había quedado despejada. Estas consideraciones me decidieron. Dejé un mensaje para mi amigo, en caso de que preguntara adónde me había dirigido, y partí de inmediato hacia la aldea en la que nos habíamos detenido cuando comenzamos nuestra primera exploración.
Como pensaba caminar hasta el convento, me separé del guía y las mulas en la bifurcación del camino, para que regresaran a la aldea y esperasen mi vuelta.
En las primeras cuatro millas el sendero subía en suave declive a través de terreno abierto, después se hacía de pronto mucho más empinado, y me internó cada vez más profundamente en medio de matas de arbustos y bosques sin fin. A la hora en que según mi reloj debía estar aproximadamente a la distancia indicada, el campo visual quedaba limitado en toda dirección, y el cielo cubierto, arriba, por una cortina impenetrable de hojas y ramas. Aun así seguí mi única guía, el sendero empinado; y en diez minutos, al salir de pronto a un terreno tolerablemente despejado y parejo, vi el convento ante mí.
Era un sitio sombrío, bajo, de aspecto siniestro. En ninguna parte se veían señales de vida o movimiento. Manchas verdes cubrían la fachada, en otros tiempos blanca, de la capilla. El musgo se veía crecer densamente en cada grieta del grueso muro que rodeaba el convento. Largas hierbas fláccidas surgían de las rajaduras del techo y el parapeto, y caían un buen trecho hacia abajo, cansadamente enroscadas en los barrotes de las ventanas de los dormitorios. Hasta la misma cruz, opuesta al portón de entrada, con una impresionante figura de tamaño natural tallada en madera clavada a ella, estaba tan asediada en la base por criaturas reptantes, y parecía tan viscosamente verde, y carcomida hasta la cúspide, que me repelió por completo.
La cuerda de un llamador con la empuñadura rota colgaba junto al portón. Me acerqué a ella vacilé, sin saber muy bien por qué alcé otra vez los ojos hacia el convento, y después lo rodeé hasta llegar a la zona trasera, en parte para ganar tiempo y pensar en lo que sería mejor hacer a continuación, en parte debido a una curiosidad inexplicable que me impulsaba, extrañamente, a ver todo lo que pudiera en la parte externa del lugar antes de tratar de que me recibieran en el portón de entrada.
En la parte de atrás del convento encontré una dependencia, construida contra el muro: un edificio tosco, ruinoso, con la mayor parte del techo desmoronada, y con un agujero dentado en uno de sus flancos, donde era probable que alguna vez hubiese existido una ventana. Detrás de la dependencia los árboles se apiñaban más densos que nunca. Cuando miré hacia ellos, no pude determinar si el suelo que estaba más allá subía o bajaba, si estaba cubierto de hierba, o era de tierra, o rocoso. No podía ver más que las hojas, las zarzas, los helechos y las altas hierbas cubriéndolo todo.
Ni un solo sonido interrumpía la opresora quietud. Ni un solo trino de ave se alzaba de la pared de follaje que me rodeaba; no se oían voces en el jardín del convento, tras el hosco muro; no había reloj que diera la hora en la torre de la capilla; ni perro que ladrara en la ruinosa dependencia. El silencio muerto profundizaba hasta lo inexpresable la soledad del lugar. Empecé a sentir que pesaba sobre mi ánimo, más aún si se tiene en cuenta que nunca me ha gustado caminar por los bosques. El tipo de felicidad pastoril representado a menudo por los poetas cuando cantan la vida en los bosques, nunca ha tenido para mí el encanto de la vida en la montaña o en la planicie. Cuando me encuentro en un bosque, echo de menos la belleza ilimitada del cielo, y la deliciosa suavidad que la distancia le confiere al panorama terrenal. Experimento opresivamente el cambio que sufre el aire libre cuando queda aprisionado entre las hojas; y siempre siento más terror que agrado ante esa misteriosa luz inmóvil que brilla con un extraño lustre opaco en los sitios hundidos entre árboles. Tal vez sea culpable de falta de gusto y carencia de la debida sensibilidad ante la maravillosa belleza de la vegetación, pero debo confesar con franqueza que nunca me interno mucho en un bosque sin descubrir que salir de él es la parte más agradable de mi caminata: salir a la pendiente pelada, al silvestre flanco de una colina, al más lúgubre pico montañoso, salir a cualquier sitio donde pueda ver el cielo encima de mí y el paisaje extendiéndose hasta donde llega la mirada.
Después de la confesión que he hecho, a nadie le sorprenderá que experimentara una muy fuerte inclinacion, allí junto a la dependencia del convento, a volver sobre mis pasos, y hacer lo necesario para salir del bosque. De hecho me había dado la vuelta para partir, cuando el recuerdo de la diligencia que me había llevado al convento detuvo de pronto mis pies. Parecía dudoso que me permitieran entrar al edificio si hacía sonar el llamador; y más que dudoso, si me dejaban entrar, que sus habitantes pudieran darme alguna pista en cuanto a la información que buscaba. Sin embargo, mi deber para con Monkton era no dejar de lado ningún medio de ayudarlo en su desesperado propósito; así que decidí regresar otra vez a la puerta delantera del convento, y hacer sonar el llamador del portón.
Por pura casualidad alcé los ojos al pasar junto al costado de la dependencia donde estaba el agujero dentado, y noté que estaba bastante alto en el muro.
Cuando me detuve a observar esto, la atmósfera pesada del bosque pareció afectarme de un modo más desagradable que nunca.
Aguardé un minuto y me aflojé la corbata. ¿Atmósfera pesada? Era algo más que eso. El aire era aún más desagradable para mi nariz que para mis pulmones. Estaba cargado de un hedor tenue, indescriptible un hedor que yo nunca había conocido antes un hedor que me pareció (ahora que me había concentrado en él) más y más definido en cuanto a su origen cuanto más me acercaba a la dependencia.
Una vez que me aseguré de este hecho haciendo la prueba dos o tres veces, sentí excitada mi curiosidad. Había muchos fragmentos de piedra y ladrillo a mi alrededor. Junté algunos y los amontoné debajo del agujero, después trepé a la pila y, con cierta vergüenza por lo que estaba haciendo, me asomé al interior de la dependencia.
La visión horrible, que encontraron mis ojos en cuanto me asomé al agujero, está en mi memoria tan presente hoy que parece como si la hubiera presenciado ayer. A pesar del tiempo transcurrido me cuesta escribir sin que un estremecimiento de horror vuelva a recorrerme hasta el fondo del corazón.
La primera impresión que tuve al asomarme fue la de un largo objeto tendido cubierto por un tinte levemente azulado, acostado sobre angarillas, y exhibiendo cierta semejanza espantosa, informe, con el rostro y la silueta humanas. Miré otra vez, y me sentí seguro. Allí estaban las partes sobresalientes de la frente, la nariz y el mentón, entrevistos como bajo un velo; allí, el contorno redondeado del pecho, y la cavidad debajo de él; allí, las puntas de las rodillas, y los pies rígidos, horrendos, vueltos hacia arriba. Miré otra vez, con mayor atención aún. Mis ojos se acostumbraron a la luz difusa que entraba por el techo roto; y me convencí, a juzgar por el tamaño que tenía el cuerpo, de la cabeza a los pies, de que miraba el cadáver de un hombre un cadáver que al parecer había sido cubierto con una sábana en otros tiempos y al que habían dejado pudriéndose en las angarillas bajo el cielo abierto el tiempo suficiente como para que la sábana adquiriese el tinte lívido, azulado, del moho que ahora lo cubría.
No sé cuánto tiempo permanecí con los ojos fijos en aquella visión espantosa de la muerte, en aquel terrible despojo humano sin enterrar, que envenenaba el aire inmóvil, y hasta parecía manchar la tenue luz que bajaba del techo y lo dejaba al descubierto. Recuerdo un sonido sordo, lejano, entre los árboles, como si se alzara la brisa el lento arrastarse del sonido acercándose al sitio donde yo estaba la caída silenciosa, giratoria de una hoja seca sobre el cadáver que estaba ante mí, a través de la abertura en el techo de la dependencia, que tuvo el efecto de despertar mis energías, de aliviar la pesada tensión que soportaba mi mente, todo ello provocado por el levísimo cambio que hubo en la escena contemplada cuando cayó la hoja. Bajé del montón de escombros y, sentándome sobre él, me enjugué el abundante sudor que me cubría el rostro, y del que tomaba conciencia por vez primera. Lo que me había descompuesto tanto los nervios era algo más que el espectáculo horrendo que había quedado expuesto inesperadamente ante mis ojos. La predicción de Monkton de que, si lográbamos descubrir el cadáver del tío lo encontraríamos desenterrado, se me hizo presente en cuanto vi las angarillas y su horrorosa carga. En cuanto descubrí al hombre muerto recordé la antigua profecía estuve seguro de que era él: una extraño desasosiego, una vaga premonición de desdicha, un terror inexplicable, cuando pensé en el pobre amigo que esperaba mi regreso en el pueblo, me recorrió con un escalofrío de temor supersticioso, me privó de mi buen juicio y decisión, y me dejó, cuando al fin recobré el control, débil y marcado como si acabara de sufrir una punzada de dolor físico abrumador.
Me apresuré a rodear el convento y llamé con impaciencia; esperé un largo rato y llamé otra vez; después oí pasos.
En medio del portón, justo frente a mi cara, había un pequeño panel deslizante, de pocos centímetros de largo; en ese momento lo apartaron desde dentro. Vi, a través de una rejilla de hierro, dos ojos opacos de color gris claro que me miraban vacuos, y oí que una voz débil, apagada decía:
¿En qué puedo servirle?
Soy un viajero... empecé.
Vivimos en un sitio miserable. Aquí no tenemos nada que mostrar a los viajeros.
No vine a ver nada. Tengo que hacer una pregunta importante, que según creo puede ser contestada por alguien de este convento. Si no quiere permitirme la entrada, al menos salga y hablemos aquí afuera.
¿Está usted solo?
Por completo.
¿No lo acompañan mujeres?
No.
Lentamente quitó las trabas del portón; y un anciano capuchino, muy achacoso, muy suspicaz y muy sucio, se irguió ante mí. Yo estaba demasiado excitado e impaciente como para perder tiempo en frases preliminares; así que le dije al monje que me había asomado por el agujero de la dependencia de atrás, y lo que había visto adentro. Le pregunté luego en términos claros de quién era el cadáver que había visto, y por qué habían dejado el cuerpo desenterrado.
El anciano capuchino me escuchó con ojos acuosos que parpadeaban cargados de sospecha. Tenía una gastada cajita de rapé en la mano; y con el índice y el pulgar persiguió lentamente unos pocos granos de rapé en su interior mientras yo hablaba. Cuando terminé, sacudió la cabeza y dijo «que ciertamente lo de la dependencia era un espectáculo horrendo; ¡uno de los espectáculos más horrendos que he visto en mi vida!».
No quiero hablar del espectáculo seguí con impaciencia . Quiero saber quién era el hombre, cómo murió, y por qué no gozó de un entierro decente. ¿Puede decírmelo?
El índice y el pulgar del monje habían capturado al fin tres o cuatro granos de rapé, que se llevó lentamente a las fosas nasales, sosteniendo la cajita abierta bajo la nariz, entretanto, para prevenir la posibilidad de desperdiciar siquiera un grano, aspiró una o dos veces, lujuriosamente, cerro la caja y volvió a mirarme, con los ojos acuosos y parpadeantes más suspicaces que antes.
¡Sí! dijo el monje . ¡Lo de nuestra dependencia es un espectáculo horrible, de lo más horrible, por cierto!
Nunca me costó más que en ese momento mantener el control de mi temperamento. Sin embargo lo logré, reprimiendo una expresión irrespetuosa acerca de los monjes en general, que tenía en la punta de la lengua, e hice otro intento por superar la exasperante reserva del anciano. Por fortuna mejoraba mis posibilidades el hecho de que yo mismo fuera un adicto al rapé; y tenía una caja llena de uno excelente en el bolsillo, que extraje en ese momento como cebo. Era mi último recurso.
Creo que su caja acaba de vaciarse dije . ¿Quiere probar un poco del mío?
La oferta fue aceptada con un gesto veloz, casi juvenil. El capuchino tomó la cantidad más abundante que he visto capturar entre el pulgar y el índice de un hombre, la aspiró lentamente, sin desperdiciar un solo grano, entrecerró los ojos y, haciendo oscilar con suavidad la cabeza, me dio una palmadita paternal en la espalda.
¡Oh, hijo mío! dijo el monje . ¡Que espléndido rapé! ¡Oh, hijo mío y amable viajero, bríndale a tu padre espiritual, que tanto te ama, otra pequeña, insignificante porción!
Permita que llene su caja. Me quedará suficiente para mí.
Me entregó la golpeteada cajita antes de que terminara de decirlo, la mano paternal me palmeó la espalda más aprobadora que nunca, la voz tenue, apagada, se volvió alegre y elocuente para alabarme. Era evidente que había descubierto el punto flaco del viejo capuchino; y, al devolverle la caja, me aproveché enseguida del descubrimiento.
Disculpe que vuelva a importunarlo con el tema dije , pero tengo motivos personales para querer enterarme de todo lo que usted pueda contarme acerca del horrendo espectáculo de la dependencia de atrás.
Adelante contestó el monje.
Me arrastró más allá del portón, lo cerró, y después encabezó la marcha a través de un patio cubierto de hierba crecida, que parecía un huerto casero; me hizo pasar a un cuarto de techo bajo, con una cómoda sucia, unos pocos bancos toscamente tallados, y uno o dos cuadros mohosos como adorno. Era la sacristía.
Aquí no hay nadie, y es un lugar agradable y fresco dijo el anciano capuchino. Había tanta humedad que me estremecí, literalmente . ¿Le gustaría ver la iglesia? dijo el monje . Es una joya, ojalá pudiésemos tenerla bien conservada; pero no es posible. ¡Ah, qué desdicha y maldición, somos demasiado pobres para mantener bien conservada nuestra iglesia! En ese momento sacudió la cabeza, y empezó a toquetear un gran manojo de llaves.
¡La iglesia no importa ahora! dije . ¿Puede decirme o no lo que necesito saber?
Todo, del principio al fin... ¡absolutamente todo! Caramba, yo contesté al llamador, siempre contesto al llamador aquí dijo el capuchino.
Por todos los cielos, ¿qué tiene que ver el llamador con el cadáver?
Preste atención, hijo mío, y lo sabrá. Hace un tiempo, unos meses..., ah, caramba, estoy viejo; pierdo la memoria; no sé cuantos meses... ¡Ah, desdichado de mí, qué monje viejo, viejo soy! aquí se consoló con otro poco de mi rapé.
No importa cuándo fue exactamente dije . Eso no me importa.
Bien dijo el capuchino . Entonces puedo seguir. Bueno, digamos que fue hace algunos meses: todos los del convento estábamos desayunando... ¡un desayuno miserable, hijo mío, miserable el de este convento! estábamos desayunando y oímos ¡bang, bang!, dos veces. «Pistolas», digo yo. «¿Por qué disparan?» dice el hermano Jeremías. «Si oímos un ruido más, haré que salgan a ver de qué se trata», dice el padre superior. No oímos nada más, y seguimos con nuestro miserable desayuno.
¿De dónde venía el ruido de armas de fuego? pregunté.
De abajo, más allá de los grandes árboles del fondo del convento, donde hay un trozo de terreno despejado: espléndido terreno, si no fuera por los charcos y los pozos. ¡Pero, ah, que húmeda es esta zona! ¡Es de lo más húmeda que pueda imaginarse!
Bueno, ¿qué pasó después del ruido de armas de fuego?
Ya lo sabrá. Aún estábamos desayunando, todos en silencio, porque ¿de qué podemos hablar aquí? ¿Qué tenemos aparte de nuestras oraciones, nuestra huerta y nuestros miserables desayunos y almuerzos? Como decía, estábamos todos en silencio, cuando de pronto suena el llamador como nunca antes, una llamada de lo más feroz, una llamada que nos hace atragantar con el miserable desayuno que estamos tomando, y casi nos impide tragarlo. «¡Ve, hermano mío!», me dice el hermano superior. «Ve, es tu deber, ve a la puerta». Soy valiente, un capuchino bravo como un león. Salgo de puntillas... espero... escucho.. corro hacia atrás el pequeño panel del portón... espero, escucho otra vez... espío por el agujero: nada, absolutamente nada que pueda ver. Soy valiente... a mí no me asustan. ¿Qué hago a continuación? Abro el portón. ¡Ah, Santa Madre de Dios! ¿Qué es lo que veo tendido en el umbral? ¡Un hombre... muerto! Un hombre grande, más grande que usted, más grande que yo, más grande que cualquiera de este convento: bien vestido con un abrigo de calidad, de ojos negros, clavados en el cielo; y la sangre empapándole la parte delantera de la camisa. ¿Qué hago? ¡Grito una vez... grito dos veces... y vuelvo corriendo hacia el padre superior!
Todos los detalles del duelo que yo había recogido gracias a la lectura del periódico francés en el cuarto de Monkton en Nápoles, se me aparecieron una vez más, vívidos en mi memoria. La sospecha que había experimentado cuando me asomé al interior de la dependencia del convento se convirtió en certeza cuando oí las últimas palabras del anciano monje.
Hasta ahora comprendo dije . El cadáver que acabo de ver en la dependencia es el del hombre a quien usted encontró muerto junto al portón de entrada. ¿Puede decirme ahora por qué no le dieron a sus restos un entierro decente?
Un momento... un momento... un momento... contestó el capuchino . El padre superior me oye gritar, y sale; todos corremos juntos hasta el portón; alzamos al hombre corpulento, y lo miramos de cerca. ¡Muerto! Muerto como esto (y el capuchino golpeó la cómoda con la mano). Miramos otra vez y vemos un trozo de papel prendido al cuello de su abrigo. ¡Ajá, hijo mío! Usted se sobresalta. Pensé que al fin lo haría sobresaltarse.
Y yo me había sobresaltado. El papel era sin lugar a dudas la hoja mencionada en el segundo relato inconcluso, que según se decía había sido arrancada de la libreta de notas y en la que se había precisado el modo en que el muerto había perdido la vida. Si necesitaba una prueba decisiva para identificar el cadáver, allí la tenía.
¿Qué cree que estaba escrito en el trozo de papel? siguió el capuchino . Leemos, y nos estremecemos. El hombre fue muerto en un duelo: él, el desesperado, el desdichado, ha fallecido en pecado mortal; y quienes habían presenciado su muerte nos pedían a nosotros, capuchinos, hombres consagrados, servidores del Cielo, hijos de nuestro señor el Papa... ¡nos piden a nosotros que lo enterremos! ¡Oh!, pero leer eso nos indigna; gruñimos, nos estrujamos las manos, nos apartamos, tiramos de nuestras barbas, hace...
Aguarde un momento dije, al ver que el anciano se iba entusiasmando con el relato y que, a menos que lo detuviera, hablaría cada vez con mayor fluidez y menor sentido . Aguarde un momento. ¿Han conservado el papel que estaba prendido al abrigo del muerto? ¿puedo verlo?
El capuchino parecía a punto de contestarme cuando de pronto se controló. Vi que sus ojos se apartaban de mi rostro, y en el mismo instante oí que una puerta se abría y se cerraba con suavidad detrás de mí.
Al girarme observé que otro monje entraba en la sacristía: un hombre alto, delgado, de barba negra, en cuya presencia mi viejo amigo de la caja de rapé se volvió de pronto decoroso y devoto. Sospeché que estaba en presencia del padre superior; y supe que había acertado en cuanto se dirigió a mí.
Soy el padre superior de este convento dijo con voz serena, nítida, y mirándome de frente mientras hablaba, con ojos fríos y atentos . He oído el final de vuestra conversación, y quisiera saber por qué está usted tan ansioso por ver el trozo de papel que iba prendido al abrigo del muerto.
La frescura con que confesaba haber oído, y la actitud tranquilamente imperiosa con que planteó la pregunta final, me dejaron asombrado y perplejo. No sabía bien qué tono emplear para contestarle. Observó mi vacilación, y atribuyéndola a un motivo equivocado, le hizo una seña al viejo capuchino para que se retirara. Acariciándose con gesto humilde su larga barba gris, y consolándose a escondidas con una porción del «espléndido rapé», mi venerable amigo salió del cuarto arrastrando los pies, con una profunda reverencia desde la puerta, antes de desaparecer.
Y ahora, caballero dijo el padre superior, frío como siempre , aguardo su respuesta.
Se la daré con la mayor brevedad posible dije, contestando en su mismo tono . He descubierto, para mi disgusto y horror, que hay un cadáver sin enterrar en una dependencia de este convento. Creo que ese cadáver es el cuerpo de un caballero inglés de rango y fortuna, que fue muerto en un duelo. He venido a esta región, con el sobrino y único pariente del muerto, con el propósito expreso de recobrar sus restos; y deseo ver el papel que se encontró en su cuerpo, porque creo que ese papel lo identificará ante el pariente a quien me acabo de referir. ¿Encuentra lo bastante directa mi respuesta? ¿Y piensa darme permiso para ver el papel?
Su respuesta me satisface, y no veo motivo alguno para negarle que vea el papel dijo el padre superior . Pero antes tengo algo que decir. Al hablar de la impresión que le produjo la visión del cadáver, usted empleó las palabras «disgusto» y «horror». Tal libertad de expresión respecto a lo que ha visto en el recinto de un convento, me prueba que está usted fuera del seno de la Santa Iglesia Católica. En consecuencia no tiene derecho a esperar ninguna explicación; pero aun así se la daré, como un favor. El hombre asesinado murió, sin absolución, en pecado mortal. Deducimos eso del papel que encontramos en su cadáver; y por la evidencia que nos dieron nuestros propios ojos y oídos, sabemos que fue muerto en los terrenos de la Iglesia, y durante el acto de cometer una violación directa de las leyes especiales contra el crimen del duelo, cuyo cumplimiento estricto ha sido pedido por el propio Padre Santo a todos los fieles de su reino, mediante cartas firmadas por su mano. El terreno de dentro del convento está consagrado; y nosotros los católicos no acostumbramos a enterrar a los proscriptos de nuestra religión, los enemigos de nuestro Padre Santo, los violadores de nuestras leyes más sagradas, en terreno consagrado. Fuera del convento no tenemos derechos ni poderes; y si los tuviéramos, recordaríamos que somos monjes, no sepultureros, y que el único entierro del que podemos preocuparnos nosotros, es del de los creyentes de la Iglesia. Esa es toda la explicación que creo necesario dar. Aguárdeme aquí, y verá el papel.
Con tales palabras el padre superior abandonó el cuarto con la misma serenidad con que había entrado en él.
Apenas tuve tiempo de meditar aquella explicación amarga y poco elegante, y de sentirme un poco irritado por el modo de hablar y la conducta de la persona que me la había dado, cuando ya estaba una vez más ante mí el padre superior con el papel en su mano. Lo dejó ante mí sobre la cómoda; y leí con rapidez las siguientes líneas trazadas en lápiz: «Dejamos prendido este papel sobre el cuerpo del difunto señor Stephen Monkton, distinguido caballero inglés. Ha sido muerto en un duelo, llevado a cabo con perfecta gallardía y honor por ambas partes. Su cadáver queda a la puerta de este convento, para ser enterrado por sus moradores, ya que los supervivientes del encuentro se ven obligados a separarse y ponerse a salvo mediante una fuga inmediata. Yo, padrino del hombre muerto, y autor de esta explicación, certifico, bajo mi palabra de honor como caballero, que el disparo que mató a mi apadrinado en el acto fue hecho limpiamente, en todo de acuerdo con las reglas dispuestas previamente para el duelo.»
(Firmado) «F.»
«F.» reconocí sin dificultades que se trataba de la letra inicial del apellido del señor Foulon, el padrino del señor Monkton, que había muerto de consunción en París.
Ahora el descubrimiento y la identificación estaban completos. Sólo restaba darle la noticia a Alfred, y obtener el permiso para retirar el cadáver de la dependencia del convento. Casi empezaba a dudar de la evidencia de mis sentidos, cuando pensaba que el objetivo al parecer imposible por el que habíamos abandonado Nápoles ya estaba prácticamente logrado, por pura suerte.
La evidencia del papel es decisiva dije, devolviéndoselo . No quedan dudas de que los restos de la dependencia son los que estábamos buscando. ¿Puedo preguntarle si encontraríamos obstáculos en caso de que el sobrino del señor Monkton deseara trasladar el cuerpo de su tío al cementerio familiar de Inglaterra?
¿Dónde está el sobrino? preguntó el padre superior.
Ahora aguarda mi regreso en Fondi.
¿Puede él demostrar su parentesco?
Ciertamente; lleva con él papeles que lo declaran de modo irrefutable.
Que deje satisfechas a las autoridades civiles en cuanto a su reclamación, y no necesitará esperar aquí ningún obstáculo para el cumplimiento de sus deseos.
No me sentía de humor como para permanecer ni un momento más con mi agrio compañero, si podía evitarlo. El día pasaba con rapidez, y me alcanzara o no la noche, estaba decidido a no detenerme hasta encontrarme una vez más en Fondi, de modo que después de decirle al padre superior que muy pronto iba a tener noticias de mí, hice una reverencia y me apresuré a salir de la sacristía.
En la parte de entrada estaba mi viejo amigo de la cajita de rapé, esperando para dejarme salir.
Bendito seas, hijo mío dijo el venerable recluso, dándome una palmadita de despedida en el hombro . Vuelve pronto junto a tu padre espiritual que te ama; y hazle el favor de obsequiarle otra pizquita del sabroso rapé.
CAPITULO SEXTO
Regresé a toda prisa a la aldea donde había dejado las mulas, hice ensillar de inmediato los animales, y pude encontrarme otra vez en Fondi poco antes del crepúsculo.
Mientras subía las escaleras de nuestro hotel sufría con la dolorosa incertidumbre de cómo sería mejor comunicarle la noticia de mi descubrimiento a Alfred. Si no lograba prepararlo adecuadamente para mis nuevas, el resultado para una constitución como la suya podía ser fatal. Cuando abrí la puerta de su habitación, no me sentía en absoluto seguro de mí mismo; y cuando me enfrenté a él, el modo en que me recibió me tomó tan de sorpresa que durante unos instantes perdí por completo mi control.
Había desparecido todo rastro del letargo en el que lo había dejado hundido cuando lo viera por última vez. Tenía la mirada brillante, las mejillas enrojecidas. Cuando entré se puso en pie de un salto, y rechazó la mano que le tendía.
No me has tratado como un amigo dijo con pasión . No tienes derecho a continuar la búsqueda a menos que yo lo haga contigo: no tienes derecho a dejarme aquí solo. Me equivoqué al confiar en ti: eres como todos.
Para entonces ya me había recobrado un poco del asombro inicial, y pude contestar antes de que él siguiera hablando. En el estado en que se encontraba era inútil razonar, o defenderme. Decidí arriesgar el todo por el todo, y le di mi noticia de inmediato.
Me tratarás con más justicia, Monkton, cuando sepas que te he servido bien durante mi ausencia dije . Si no me equivoco, el objeto por el que abandonamos Nápoles puede estar más cerca de nosotros que...
Casi enseguida la sangre abandonó sus mejillas. La expresión de mi rostro, o el tono de mi voz, del que yo no tenía conciencia, habían revelado a su percepción, agudizada por los nervios, más de lo que yo había pensado decirle al principio. Sus ojos se clavaron intensamente en los míos; su mano me apretó el brazo, y me dijo en un susurro ansioso:
Dime la verdad ahora mismo. ¿Lo encontraste?
Era demasiado tarde para vacilar. Le di una respuesta afirmativa.
¡Enterrado o no?
Su voz subió bruscamente de volumen al hacer la pregunta, y su mano libre me apretó el otro brazo.
Insepulto.
No acabé de pronunciar la palabra cuando la sangre regresó a sus mejillas; sus ojos relampaguearon una vez más al cruzarse con mi mirada, y estalló en un ataque de risa triunfal, que me impresionó y alarmó hasta lo indecible.
¿Qué te dije? ¿Qué te parece ahora la antigua profecía? gritó, soltándome los brazos, y empezando a pasearse de un lado a otro por el cuarto . Reconoce que te equivocabas. ¡Reconócelo, como tendrá que reconocerlo todo Nápoles, cuando lo tenga a salvo en su ataúd!
Su risa se hizo cada vez más violenta. Traté de calmarlo, en vano. Su criado y el posadero entraron, pero sólo lograron echar leña al fuego, y los hice salir. Cuando cerré la puerta tras ellos observé que sobre una mesa cercana estaba el fajo de cartas de la señorita Elmslie, que mi desdichado amigo conservaba con tanto cuidado, y leía y releía con incansable devoción. Como me miraba mientras yo pasaba junto a la mesa, las cartas atrajeron su atención. Las nuevas esperanzas para el futuro que acababan de despertar mis noticias en su corazón, parecieron abrumarlo en un instante ante la visión de los preciados papeles que le recordaban a su prometida. Su risa cesó, le cambió el rostro, corrió hasta la mesa, tomó las cartas en su mano, apartó los ojos de ellas para mirarme durante un instante con una expresión alterada que me llegó al corazón, después cayó de rodillas junto a la mesa, dejó caer la cara sobre las cartas, y rompió a llorar. Dejé que su emoción siguiera libremente su curso, y abandoné el cuarto, sin decir una palabra. Cuando regresé un momento más tarde lo encontré sentado en su sillón leyendo serenamente una de las cartas del fajo que descansaba sobre sus rodillas.
Su rostro era la bondad personificada; su conducta, casi femenina en su gentileza cuando se puso de pie para salir a mi encuentro tendiéndome con ansiedad la mano.
Ahora se encontraba lo bastante tranquilo como para oír detenidamente lo que yo tenía que contarle. No suprimí más que los detalles sobre el estado en que había descubierto el cadáver. No pretendí ningún derecho en cuanto a las disposiciones por tomar en nuestros actos futuros, salvo cuando insistí en que tenía que dejar todo lo relativo al traslado del cuerpo en mis manos, y en que debía conformarse con ver el papel de monsieur Foulon, después de que yo le asegurara que los restos contenidos en el ataúd eran real y auténticamente los que habíamos buscado.
Tus nervios son más débiles que los míos dije, como disculpa por mi aparente orden arbitraria , y por ese motivo debo rogarte que me permitas asumir la dirección en todo lo que tenemos que hacer ahora, hasta que vea el ataúd de plomo soldado y a salvo en tus manos. Después de eso, todo quedará a tu cargo.
Me faltan palabras para agradecer tu bondad contestó . Ningún hermano podría haberme tolerado con más afecto o haberme ayudado con más paciencia que tú.
Dejó de hablar, pensativo. Después se ocupó de atar lenta y cuidadosamente el fajo de cartas de la señorita Elmslie, y entonces miró de pronto hacia la pared vacía que estaba detrás de mí, con esa expresión extraña cuyo significado yo tan bien conocía. Desde que habíamos partido de Nápoles yo había evitado adrede excitarlo hablando del tema inútil e impresionante de la aparición que, según él creía, lo seguía sin cesar. En ese momento, sin embargo, Stephen parecía tan sereno y controlado tan poco inclinado a agitarse con violencia si se hacía referencia al peligroso tópico que me atreví a hablar con franqueza.
¿Aún se te aparece el fantasma pregunté como en Nápoles?
Me miró, y sonrió.
¿No te dije que me seguía a todas partes? Sus ojos vagaron una vez más hacia el espacio vacío, y siguió hablando en esa dirección, como si continuara la charla con una tercera persona presente en el cuarto . Nos separaremos dijo lenta y suavemente , cuando quede ocupado el espacio vacío de la cripta de Wincot. Entonces iré al altar de la capilla de la Abadía, y cuando mis ojos se encuentren con los de ella ya no verán el rostro torturado.
Una vez dicho esto apoyó la cabeza en su mano suspiró, y empezó a repetir lentamente, para sí, los versos de la antigua profecía:
Cuando en la cripta de Wincot un sitio
Espere a alguien de la estirpe de los Monkton;
Cuando ese desamparado descanse
Sin tumba bajo el cielo abierto,
Sin un metro de tierra,
Aunque dueño de acres desde la cuna...
Esa será la señal segura
Del fin del linaje de los Monkton.
Menguando cada vez más rápido.
Menguando hasta el último amo;
De la percepción mortal, de la luz del día
Se borrará la estirpe de los Monkton.
Se me ocurrió que pronunciaba las últimas líneas con cierta incoherencia, y traté de hacer que cambiara de tema. No tomó en cuenta lo que le decía, y siguió hablando para sí.
¡Se borrará la estirpe de los Monktonl repitió . Pero no conmigo. La fatalidad ya no se cierne sobre mi cabeza. Enterraré al muerto desenterrado; dejaré ocupado el sitio vacío de la cripta de Wincot. Y entonces... ¡entonces una nueva vida, una vida con Ada! El nombre pareció hacerlo volver en sí. Atrajo el escritorio hacia él, colocó el fajo de cartas en el mismo, y después extrajo una hoja de papel . Voy a escribirle a Ada dijo, volviéndose hacia mí , para darle la buena noticia. Cuando se entere, su felicidad será aún mayor que la mía.
Agotado por los hechos del día, lo dejé escribiendo, y me fui a la cama. Sin embargo estaba o demasiado ansioso o demasiado fatigado como para dormir. En ese estado de vigilia, mi mente se ocupó como es natural del descubrimiento que había hecho en el convento y de los acontecimientos a los que era probable que condujera tal descubrimento. En cuanto al futuro se refiere, pesaba sobre mi espíritu un desánimo que no podía explicar. No había el menor motivo para los vagos presentimientos desazonantes que me oprimían. Habíamos dado con los restos a cuyo hallazgo mi amigo asignaba tanta importancia; en unos días estarían a su disposición; podría llevarlos a Inglaterra en la primera nave mercante que zarpara de Nápoles, y una vez satisfecho su extraño capricho, había al menos motivos para esperar que su mente recobrara su equilibrio, y que la nueva vida que llevaría en Wincot lo convertiría en un hombre feliz. Tales consideraciones no estaban calculadas para ejercer una influencia desasosegante sobre mí; y sin embargo durante toda la noche la misma depresión inconcebible, inexplicable, pesó sobre mi espíritu, pesó en las horas de oscuridad, pesó incluso cuando salí a caminar para respirar la frescura del aire del amanecer.
Con el día llegaron las absorbentes actividades destinadas a iniciar las negociaciones con las autoridades.
Sólo quienes han tenido que tratar con funcionarios italianos pueden imaginar hasta qué punto fue puesta a prueba nuestra paciencia por todos quienes entraron en contacto con nosotros. Nos hicieron pasar de una autoridad a otra, nos miraron con desconfianza, nos interrogaron, nos engañaron: no porque el caso presentara alguna dificultad especial o alguna complicación, sino porque había una necesidad absoluta de que cada funcionario civil a quien recurrimos dejara bien sentada su importancia llevándonos a nuestro objetivo por el camino más largo posible. Después de nuestro primer día de experiencia en la vida burocrática de Italia, dejé de lado las formalidades absurdas, que no podíamos evitar, a cargo de Alfred, y me entregué a considerar el asunto realmente importante de cómo podían trasladarse de modo seguro los restos que estaban en la dependencia del convento.
El mejor plan que se me ocurrió fue escribir a un amigo de Roma, donde yo sabía que se acostumbraban a embalsamar los cuerpos de los altos dignatarios de la iglesia, y donde, según deduje, podía obtenerse el auxilio químico que necesitábamos en nuestra emergencia. En mi carta declaré simplemente que el traslado del cuerpo era imperioso, después describí la condición en que lo había encontrado, y di mi palabra de que no escatimaríamos gastos por nuestra parte si podían encontrarse la persona o personas indicadas para ayudarnos. Aquí se interpusieron dificultades una vez más, y hubo que cumplir con más formalidades inútiles; pero al fin la paciencia, la perseverancia y el dinero triunfaron, y dos hombres llegaron expresamente desde Roma para cumplir con el trabajo que se les exigía.
No es necesario impresionar al lector con detalles en esta parte de mi narración. Bastará con que diga que el progreso de la corrupción fue suspendido por medios químicos para permitir que los restos fueran colocados dentro del ataúd, y asegurar que fueran transportados a Inglaterra a salvo y convenientemente. Después de perder diez días en demoras y dificultades sin sentido, tuve la satisfacción de ver la dependencia del convento al fin vacía, pasé por una ceremonia final de tomar rapé, o más bien de dárselo, con el anciano capuchino, y ordené que tuvieran el carruaje preparado en la puerta de la posada. Apenas había pasado un mes desde nuestra partida, cuando entramos en Nápoles con nuestro propósito cumplido, un propósito que había sido ridiculizado como impracticable por todos nuestros amigos.
El primer objetivo que debíamos lograr al regresar era obtener un medio de llevar el ataúd a Inglaterra: por mar, desde luego. Todas las averiguaciones acerca de alguna nave mercante que estuviera a punto de zarpar hacia cualquier puerto británico, no condujeron a nada. Sólo había un modo de asegurar el transporte inmediato de los restos a Inglaterra, y era contratar una embarcación. Impaciente por regresar, y decidido a no perder de vista el ataúd hasta verlo colocado en la cripta de Wincot, Monkton decidió de inmediato contratar la primera nave que pudiera obtenerse. La embarcación, que según nos informaron podía estar lista para navegar en el menor tiempo posible, era un bergantín siciliano; y en consecuencia mi amigo contrató este barco. Los mejores trabajadores del muelle pusieron manos a la obra, y se eligieron el capitán y la tripulación más hábiles que podían elegirse en una emergencia en Nápoles.
Monkton, después de expresar por segunda vez en los más cálidos términos su gratitud por los servicios que yo le había prestado, rechazó toda intención de pedirme que lo acompañara en el viaje a Inglaterra. Sin embargo, para su gran sorpresa y agrado, me ofrecí a ir como pasajero del bergantín. Las extrañas coincidencias que había presenciado, el descubrimiento extraordinario que había realizado, desde nuestro primer encuentro en Nápoles, habían hecho que el único interés importante en su vida fuera para entonces también el mío. Yo no compartía ninguna de sus alucinaciones, pobre muchacho; pero no es exagerado afirmar que mi ansiedad por proseguir nuestra singular aventura hasta el fin era tan grande como su angustia por ver el ataúd instalado en la cripta de Wincot. Me temo que la curiosidad influía sobre mí, casi con tanto vigor como la amistad, cuando me ofrecí como compañero de su viaje de retorno al hogar.
Zarpamos hacia Inglaterra en una serena y hermosa tarde. Por vez primera desde que lo conociera, Monkton parecía animado. Hablaba y bromeaba sobre todo tipo de temas, y se reía de mí por permitir que mi buen humor se viera afectado por el temor al mareo. En realidad no experimentaba ese miedo; era la excusa que le daba a mi amigo por el retorno de esa depresión inexplicable que ya había sufrido en Fondi. Todo nos favorecía; a bordo del bergantín todos estaban de buen humor. El capitán estaba encantado con el navío; la tripulación de italianos y malteses estaba eufórica ante la perspectiva de realizar un viaje breve con salarios altos en una nave bien aprovisionada. Sólo yo sentía un peso en el corazón.
No había razones válidas para la desazón que me oprimía, y sin embargo luchaba en vano contra ella.
En nuestra primera noche mar adentro, tarde, descubrí algo que no estaba calculado en absoluto para devolverle a mi espíritu el equilibrio de costumbre. Monkton permanecía en el camarote, sobre el piso del cual habían colocado la caja que contenía el ataúd; y yo estaba en cubierta. El viento se había detenido casi por completo, y observaba con pereza cómo las velas del bergantín golpeaban de vez en cuando contra los mástiles, cuando el capitán se acercó, y llevándome fuera del alcance de los oídos del timonel, me susurró al oído:
Algo marcha mal con los hombres, en la proa. ¿Notó cómo se callaron de pronto al caer el sol?
Yo lo había notado, y así se lo dije.
Hay un muchacho maltés a bordo siguió el capitán , que es un chico bastante despierto, pero difícil de tratar. He descubierto que les ha dicho a los hombres que hay un cadáver dentro de la caja de su amigo, en el camarote.
Mi corazón se encogió mientras él hablaba. Como conocía la irracionalidad supersticiosa de los marinos sobre todo de los marinos extranjeros me había ocupado de difundir a bordo del bergantín el rumor, antes de que embarcaran el ataúd, de que la caja contenía una valiosa estatua de mármol que el señor Monkton valoraba mucho, y que no deseaba perderla de vista. ¿Cómo podía haber descubierto aquel muchacho maltés que la supuesta estatua era un cadáver humano? Cuando pensé en el asunto, mis sospechas se concentraron en el criado de Monkton, que hablaba italiano con fluidez, y de quien sabía que era un chismoso incorregible. El hombre lo negó cuando lo acusé de traicionarnos, pero hasta hoy no he creído en su negativa.
El pequeño bribón no dirá de dónde sacó la idea del cadáver continuó el capitan . No es asunto mío meterme con un secreto, pero le aconsejo que llame a la tripulación a popa y contradiga al muchacho, diga o no la verdad. Los tripulantes son un puñado de tontos, que creen en fantasmas, y todo lo demás. Algunos dicen que nunca habrían firmado si hubiesen sabido que iban a navegar con un cadáver; otros se limitan a gruñir; pero me temo que tendremos problemas con todos, en caso de mal tiempo, a menos que el muchacho sea desmentido por usted o el otro caballero. Los hombres dicen que si usted o su amigo les afirman bajo su palabra de honor que el maltés es un mentiroso, lo entregarán para que sea castigado; pero si ustedes no lo hacen, tomarán en cuenta lo que dice el muchacho.
Aquí el capitán hizo una pausa, y esperó mi respuesta. No podía darle ninguna. Me sentía impotente ante nuestra desesperada situación. No podía pensar ni por un instante en hacer que castigaran al muchacho dando mi palabra de honor para apoyar una falsedad lisa y llana. ¿Qué otro modo de salir del desdichado dilema había? No se me ocurrió ninguno. Agradecí al capitán su atención para con nuestros intereses, le dije que me llevaría cierto tiempo meditar qué actitud tomar, y le rogué que no dijera nada a mi amigo sobre lo que había descubierto. Prometió guardar silencio, con bastante mal humor, y se apartó de mí.
Habíamos esperado que la brisa se levantara por la mañana, pero no llegó. A medida que se acercaba el mediodía la atmósfera se hizo bochornosa hasta lo insufrible, y el mar parecía liso como un vidrio. Vi que la mirada del capitán se dirigía con frecuencia y ansiosamente a barlovento. A lo lejos y solitaria en el cielo azul, observé una pequeña nube negra, y pregunté si ella traería algún viento.
Más de lo que necesitamos contestó secamente el capitán; y después, para mi asombro, ordenó que la tripulación subiera a la arboladura a recoger las velas. El modo en que se llevó a cabo tal maniobra mostraba con demasiada claridad el temperamento de los hombres; hacían el trabajo malhumorados y lentamente, gruñendo y murmurando entre sí. La conducta del capitán, que los apremiaba con juramentos y amenazas, me convenció de que estábamos en peligro. Miré una vez más hacia barlovento. La nubecita negra había aumentado de tamaño hasta ser un gran banco de vapor sombrío, y el mar había cambiado de color en el horizonte.
La borrasca nos dará alcance antes de que sepamos dónde estamos dijo el capitán . Vaya abajo; aquí sólo logrará estorbar.
Bajé al camarote, y preparé a Monkton para lo que se avecinaba. Aún me interrogaba sobre lo que yo había observado sobre cubierta, cuando la tormenta cayó sobre nosotros. Sentimos que el pequeño bergantín se tensaba durante un instante como si fuera a partirse en dos, después pareció girar alrededor de nosotros, luego quedarse un momento inmóvil, temblando en cada una de sus maderas. Por último llegó un golpe que nos arrancó de los asientos, un choque ensordecedor, y una oleada de agua que inundó el camarote. Trepamos a cubierta, medio ahogados. El bergantín había quedado escorado, dando el flanco a las olas y el viento.
Antes de que pudiera distinguir algo con claridad en la horrible confusión, excepto la tremenda certeza de que estábamos enteramente a merced del mar, oí una voz que provenía de la proa de la nave y que aquietó el clamor y los gritos del resto de la tripulación en un instante. Las palabras fueron pronunciadas en italiano, pero comprendí con demasiada facilidad su fatal significado.
Teníamos una entrada de agua, y el mar se derramaba en la cala del barco como la corriente de un canal de molino. Ante esta nueva emergencia el capitán no perdió la cabeza. Pidió un hacha para derribar el palo mayor y ordenó a algunos tripulantes que lo ayudaran dando indicaciones a otros para que prepararan las bombas.
Las palabras no habían acabado de pasar por sus labios, cuando los hombres se declararon en abierto amotinamiento. Dirigiéndome una mirada salvaje, el cabecilla declaró que los pasajeros podían hacer lo que gustasen, pero que él y sus compañeros estaban decididos a tomar el bote y dejar que el barco maldito y el cadáver que había en él se fueran al fondo juntos. Mientras hablaba hubo gritos entre los marineros, y observé que algunos de ellos señalaban burlones detrás mío. Giré sobre mis talones, y vi a Monkton, que hasta entonces se había mantenido cerca de mí, que se dirigía de regreso al camarote. Lo seguí, pero el agua y la confusión sobre cubierta, y la imposibilidad, debido a la posición del bergantín, de mover los pies sin la lenta ayuda de las manos, dificultaron de tal modo mi avance que me fue imposible alcanzarlo. Cuando llegué abajo estaba encaramado sobre el ataúd, con el agua girando y salpicando alrededor de él, mientras la nave subía y bajaba. Vi un brillo de aviso en sus ojos, un rubor en sus mejillas cuando me acerqué y le dije:
Alfred, no hay más remedio que ceder ante nuestro infortunio, y hacer todo lo que podamos por salvar nuestras vidas.
Salva la tuya exclamó, agitando las manos hacia mí , porque tú tienes un futuro. El mío termina cuando el ataúd descienda al fondo del mar. Si este barco se hunde, sabré que la fatalidad ha cumplido su obra, y me hundiré con él.
Comprendí que él no estaba en situacion de discutir o ser convencido, y volví a cubierta. Los tripulantes estaban arrancando todos los obstáculos para echar al agua la chalupa, situada en medio del navío, encima de la amurada del bergantín, mientras éste descansaba de costado; y el capitán, después de hacer un último y vano esfuerzo por recobrar su autoridad, los miraba en silencio. La violencia de la borrasca ya parecía agotarse, y pregunté si realmente no había posibilidad de que nosotros nos quedásemos en la nave. El capitán contestó que podría haberse presentado una excelente posibilidad en caso de que los hombres hubiesen obedecido sus órdenes, pero que ahora había desaparecido. Como no podía depositar la menor confianza en el criado de Monkton, le confié al capitán, en las palabras más breves y simples, el estado de mi desdichado amigo, y le pregunté si podía contar con su ayuda. Asintió con un movimiento de cabeza, y bajamos juntos al camarote. Aún hoy me resulta doloroso escribir acerca de la feroz actitud a la que nos llevó el vigor y la terquedad de la alucinación de Monkton, como último recurso. Nos vimos obligados a atarle las manos, y a arrastrarlo a cubierta por la fuerza. Los tripulantes estaban a punto de lanzar la chalupa al agua, y al principio se negaron a recibirnos en ella.
¡Cobardes! exclamó el capitán . ¿Acaso tenemos con nosotros al muerto esta vez? ¿Acaso no se va a ir al fondo junto con el bergantín? ¿De qué podéis tener miedo cuando subamos en la chalupa? Esta especie de exhortación surtió efecto; los tripulantes se avergonzaron, y retiraron su negativa.
En el momento en que nos apartábamos del navío que se hundía, Alfred hizo un esfuerzo por librarse de mí, pero lo sostuve con firmeza, y no repitió el intento. Quedó sentado junto a mí, con la cabeza gacha, quieto y silencioso, mientras los marineros se alejaban de la nave remando: quieto y silencioso cuando de común acuerdo hicieron una pausa a poca distancia, y todos esperamos para ver cómo se hundía el bergantín; quieto y silencioso incluso cuando el hundimiento se produjo, cuando el esforzado casco se sumergió lentamente en una depresión del mar... pareció vacilar un instante, se elevó otra vez un poco, después se hundió para no volver a levantarse.
Se hundió con una carga muerta: se hundió, y arrebató para siempre de nuestras manos el cadáver que habíamos descubierto casi por milagro, ¡aquellos restos celosamente conservados y de cuya seguridad dependían de modo tan extraño las esperanzas y el destino amoroso de dos seres humanos! Cuando los últimos rastros de la nave desaparecieron en las profundidades de las aguas, sentí que Monkton se estremecía de pies a cabeza sentado junto a mí, y lo oí repetir para sí, con tristeza, y muchas veces, el nombre de «Ada».
Traté de que se concentrara en otra cosa pero fue inútil. Señaló en el mar el sitio donde había estado el bergantín, y donde sólo podían verse las olas en movimiento.
Ahora el sitio seguirá vacío para siempre en la cripta de Wincot.
Mientras decía estas palabras, fijó un momento sus ojos con tristeza y ansiedad en mi rostro, después los apartó, apoyó la mejilla sobre su mano, y no dijo una palabra más.
Antes de que cayera la noche fuimos avistados por un buque mercante, nos tomaron a bordo y desembarcamos en Cartagena, España. Alfred no volvió a alzar la cabeza, y no me dirigió la palabra ni una sola vez en todo el tiempo que permanecimos en el buque. Sin embargo observé con alarma que hablaba a menudo y de modo incoherente consigo mismo, murmurando sin cesar los versos de la antigua profecía, haciendo referencias incesantes al sitio que seguía vacío en la cripta de Wincot, repitiendo sin cesar con tonos quebrados, que me dolía terriblemente oír, el nombre de la pobre muchacha que esperaba su regreso a Inglaterra. No fueron estos los únicos motivos de la preocupación que sentía ahora por él. Hacia el fin de nuestro viaje empezó a sufrir ataques de fiebre palúdica. Pronto salí de mi engaño. Apenas habíamos pasado un día en tierra cuando su estado empeoró tanto que me procuré la mejor asistencia médica posible en Cartagena. Los médicos discreparon durante uno o dos días, como de costumbre, sobre la naturaleza de su afección, pero no pasó mucho tiempo sin que los alarmantes síntomas se pusieran de manifiesto. Los médicos declararon que su vida peligraba, y me dijeron que su enfermedad era fiebre cerebral.
Maltrecho y apenado como me encontraba, al principio no supe muy bien cómo actuar ante la nueva responsabilidad que había caído sobre mí. Al fin decidí escribir al anciano sacerdote que había sido tutor de Alfred, y que, por lo que sabía, aún residía a la Abadía de Wincot. Le conté al caballero lo que había ocurrido, le rogué que le diera mis tristes noticias con la mayor suavidad posible a la señorita Elmslie, y lo tranquilicé aclarándole que había decidido permanecer con Monkton hasta el fin.
Después de despachar mi carta, y de enviar a buscar en Gibraltar el mejor consejo médico que pudiera obtenerse, sentí que había hecho todo lo posible, y que no quedaba más que aguardar y tener esperanzas.
Pasé muchas horas tristes y angustiosas junto al lecho de mi pobre amigo. En más de una ocasión dudé de haber hecho bien el alentarlo en su alucinación. Sin embargo las razones para hacerlo que se me habían presentado después de mi primera entrevista con él parecían, si se pensaba bien, razones válidas aún. El único modo de apresurar su regreso a Inglaterra y a la señorita Elmslie, que anhelaba ese regreso, era el que yo había elegido. No era por mi culpa que un desastre que nadie podía prever había desmoronado sus proyectos y los míos. Pero ahora que la calamidad había ocurrido, y era irremediable, ¿cómo debía combatirse su enfermedad moral, si se recobraba físicamente?
Cuando reflexioné sobre el rasgo hereditario de su disposición mental, sobre ese temor infantil a Stephen Monkton, del que nunca se había recobrado, sobre la vida peligrosamente aislada que había llevado en la Abadía, y sobre su firme convicción acerca de la realidad de la aparición que, según él creía, lo perseguía constantemente, confieso que desesperaba de destruir su fe supersticiosa en cada palabra y línea de la antigua profecía familiar. Si la serie de impresionantes coincidencias que parecían confirmar su verdad habían dejado una huella intensa y perdurable en mí (y ése era el caso), ¿como podía asombrarme que hubiesen provocado el efecto de la convicción absoluta en su mente, tal como estaba conformada? Si discutía con él, y me contestaba, ¿cómo podía replicarle? Si decía: «La profecía apunta al último de la familia: yo soy el último de la familia. La profecía menciona un sitio vacío en la cripta de Wincot: en este momento existe un sitio vacío allí. Basado en la profecía te dije que el cuerpo de Stephen Monkton estaba insepulto, y descubriste que así era»: si decía esto, ¿qué sentido tenía que yo contestara: «Después de todo ésas son sólo extrañas coincidencias»?
Cuanto más pensaba en la tarea que me aguardaba, si él se recobraba, más inclinado me sentía a desanimarme. Cuanto con mayor frecuencia el médico inglés que lo atendía me decía: «Tal vez mejore de la fiebre, pero tiene una idea fija, que no lo abandona ni de noche ni de día, que ha perturbado su razón, y que terminará por matarlo, a menos que usted o algún otro amigo pueda eliminarla»... cuanto con más frecuencia oía esto más agudamente sentía mi propia impotencia, más retrocedía ante cualquier idea relacionada con el desesperanzado futuro.
Había esperado que me contestaran desde Wincot sólo con una carta. Por lo tanto fue una gran sorpresa, así como un gran alivio, enterarme un día que dos caballeros deseaban hablar conmigo, y encontrarme con que de los dos caballeros el primero era el anciano sacerdote, y el segundo, un pariente masculino de la señorita Elmslie.
Poco antes de que llegaran, los síntomas de la fiebre habían desaparecido, y Alfred había sido declarado fuera de peligro. Tanto el sacerdote como su compañero estaban ansiosos por saber cuándo el paciente estaría lo bastante fuerte como para viajar. Habían venido a Cartagena con el propósito expreso de llevarlo con ellos al hogar, y sentían esperanzas mucho mayores que las mías en cuanto a los efectos curativos del aire natal. Una vez que todas las preguntas relacionadas con el primer punto importante del viaje a Inglaterra fueron hechas y contestadas, me atreví a preguntar por la señorita Elmslie. Su pariente me informó que sufría tanto física como psíquicamente de un exceso de ansiedad por la suerte de Alfred. Se habían visto obligados a engañarla respecto al carácter peligroso de la enfermedad, para impedir que acompañara al sacerdote y su pariente en su misión en España.
De modo lento e imperfecto, a medida que pasaban las semanas, Alfred recobró parte de su antiguo vigor físico, pero no apareció en su enfermedad ningún cambio en lo que se refería a la mente.
Desde el primer día de su avance hacia la recuperación, se había descubierto que la fiebre cerebral había ejercido la más extraña influencia sobre sus facultades de memoria. Todo recuerdo de los acontecimientos recientes lo había abandonado. Todo lo relacionado con Nápoles, conmigo, con su viaje a Italia, había caído por completo fuera de su recuerdo de un modo misterioso. Todas las circunstancias recientes se habían borrado de su memoria de un modo tan completo que, aunque reconoció al anciano sacerdote y su propio criado con bastante facilidad en los primeros días de su convalecencia, en ningún momento me reconoció a mí, sino que me contempló con una expresión tan pensativa y vacilante, que yo sentía un dolor indecible cuando me acercaba a su lecho. Sus preguntas se referían todas a la señorita Elmslie y a la Abadía de Wincot; y todas sus palabras tenían que ver con la época en que su padre aún vivía.
Los médicos auguraron que la pérdida de memoria respecto a los hechos recientes sería positiva, afirmando que resultaría transitoria, y que respondía a la primera gran necesidad terapéutica de mantener su mente en calma. Traté de creerles... traté de sentirme tan animado cuando liegó el día de su partida, como se sentían los viejos amigos que lo llevaban a casa. Pero el esfuerzo fue demasiado para mí. El presentimiento de que nunca volvería a verlo me oprimía el corazón, y las lágrimas subieron a mis ojos cuando vi la figura demacrada de mi pobre amigo medio ayudada, medio alzada hasta el coche, que luego se alejó suavemente por el camino, rumbo al hogar.
No me había reconocido en ningún momento, y los médicos me habían rogado que durante un tiempo no le diera las menores posibilidades de hacerlo. De no mediar este ruego lo habría acompañado a Inglaterra. Tal como estaban las cosas no me quedaba por hacer nada mejor que cambiar de aires, y restablecer lo mejor que pudiese mis energías físicas y mentales, abatidas en los últimos tiempos por tanta vigilia y angustia. Las famosas ciudades de España no me eran desconocidas, pero las visité otra vez, y reviví viejas impresiones de la Alhambra y Madrid. En una o dos ocasiones pensé en realizar una peregrinación a Oriente, pero los últimos acontecimientos me habían moderado y alterado. Ese insatisfecho sentimiento de anhelo que llamamos «nostalgia» empezó a clavarse en mi corazón, y decidí regresar a Inglaterra.
Regresé pasando por París, ya que había quedado de acuerdo con el sacerdote en que me escribiría a mi banquero en esa ciudad, en cuanto pudiese después de que Alfred regresara a Wincot. Si hubiera partido a Oriente la carta me habría sido enviada. Escribí para impedirlo; y, al llegar a París, me detuve en casa del banquero antes de dirigirme a mi hotel.
En cuanto tuve en mis manos la carta, la orla negra del sobre me indicó lo peor. El había muerto.
Sólo había un consuelo: había muerto en calma, casi feliz, sin referirse ni una sola vez a las fatales casualidades que habían producido el puntual cumplimiento de la antigua profecía. «Mi amado pupilo» escribía el anciano sacerdote, «pareció reanimarse un poco en los primeros días posteriores a su regreso, pero no recobró auténtico vigor, y pronto sufrió una ligera recaída de fiebre. Después de esto desmejoró poco a poco, y nos abandonó para realizar el temido viaje final. La señorita Elmslie (que sabe que estoy escribiendo esto) desea que le exprese a usted su profunda y perenne gratitud por su bondad para con Alfred. Cuando volví con él, ella me dijo que lo había esperado como su prometida, y que ahora lo cuidaría como lo haría una esposa; y no lo abandonó en ningún momento. El rostro de él miraba hacia el de ella, su mano estrechada por la de ella, cuando murió. Le consolará saber que en ningún momento mencionó los hechos de Nápoles, ni el naufragio que los sucedió, desde el día de su regreso hasta el día de su muerte».
Tres días después de leer la carta me encontraba en Wincot, y me enteraba de todos los detalles sobre los últimos momentos de Alfred por boca del sacerdote. Sentí una conmoción que no me sería fácil explicar o analizar, cuando supe que había sido enterrado, de acuerdo con sus propios deseos, en la trágica cripta de la Abadía.
El sacerdote me llevó abajo para ver el lugar: una edificacion subterránea, hosca, fría, de techo bajo, sostenido por pesados arcos sajones. Nichos estrechos, que sólo permitían ver los extremos de los ataúdes que encerraban, se veían a ambos lados de la cripta. Los clavos y los adornos de plata centelleaban aquí y allá cuando mi acompañante pasaba junto a ellos con una lámpara en la mano. En el extremo del lugar se detuvo, señaló un nicho y dijo:
El yace aquí, entre su padre y su madre miró un poco más allá, y vi lo que al principio me pareció un largo túnel oscuro . Eso es sólo un nicho vacío dijo el sacerdote, siguiéndome . Si el cuerpo del señor Stephen Monkton hubiese sido traído a Wincot, habrían colocado allí su ataúd.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y un sentimiento de temor que ahora me avergüenza haber sentido, pero que no pude contener entonces. La bendita luz del día se derramaba alegremente en el otro extremo de la cripta, por la puerta abierta. Le di la espalda al nicho vacío, y me apresuré hacia la luz del sol y el aire libre.
Mientras cruzaba el claro de césped que bajaba a la cripta, oí el roce de un vestido de mujer detrás de mí, y, girando en redondo, vi a una joven dama que se adelantaba vestida de luto. Su rostro dulce y triste, el modo en que tendía la mano, me indicaron instantáneamente quién era.
Supe que usted se encontraba aquí dijo y quería... su voz se quebró un poco. Me dolía en el corazón ver cómo le temblaban los labios, pero antes de que pudiera decir algo, ella se recobró y siguió . Quería estrechar su mano, y agradecerle la bondad fraternal que tuvo con Alfred; y quería decirle que estoy segura de que en todo lo que usted hizo actuó con ternura y consideración, del mejor modo posible. Tal vez usted se vaya pronto, y no volvamos a vernos. Nunca, nunca olvidaré que usted fue amable con él cuando más necesitaba un amigo, y que tiene derechos mayores que los de cualquier otro sobre la tierra a que yo lo recuerde con gratitud mientras viva.
La ternura indecible de su voz, que tembló un poco todo el tiempo en que habló, la belleza pálida de su rostro, el candor inocente de sus ojos serenos y tristes me afectaron tanto que al principio no pude contestarle, salvo con un gesto. Antes de que recobrara la voz, ella me había estrechado una vez más la mano y se había ido.
No volví a verla. Las casualidades y los cambios de la vida nos mantuvieron apartados. La última vez que supe algo de ella, hace ya algunos años, seguía fiel a la memoria del muerto, y aún era Ada Elmslie, en recuerdo de Alfred Monkton.
***
CAZADOR CAZADO
(The Biter Bit)
Del inspector jefe Theakstone, del Departamento de Investigaciones, al sargento Bulmer, de la misma oficina.
Londres, 4 de julio de 18...
Sargento Bulmer: Esta es para informarle que se le necesita para ayudar a resolver un caso importante que requiere la cooperación de un hombre de su experiencia. Me hará usted el favor de pasar al joven portador de esta carta el asunto en el cual está usted ocupado actualmente. Le dará usted todos los pormenores del caso, tales como están; le hará saber los progresos que ha hecho (si es que los hay) para descubrir la persona o personas que robaron el dinero. Deje que él haga lo que mejor pueda con el caso que, hasta este momento, usted ha tenido entre manos. A él le pertenecerá la responsabilidad, o el éxito si lo lleva a buen término.
Hasta aquí, las órdenes que tenía que darle.
Ahora, algo en confidencia para usted, acerca del hombre que lo reemplazará en este asunto. Su nombre es Matthew Sharpin, y se le presenta la oportunidad de entrar en las Fuerzas, sin previa preparación; depende de su inteligencia permanecer en ellas. Usted me preguntará cómo consiguió este privilegio; lo único que puedo decirle es que alguien sumamente influyente lo respalda. Una persona a quien, tanto usted como yo, preferimos no nombrar. El joven de quien le hablo ha sido pasante de un abogado; tiene una elevada opinión de sí mismo, y es tan engreído como mezquina y socarrona es su apariencia. Según dice, deja su antigua ocupación y se pasa a la nuestra, por su propia voluntad y preferencia. Usted no creerá esto más que yo. Mi opinión es que se ha enterado de algún secreto perteneciente a un cliente de su patrón, que lo convierte en persona poco grata para tenerla en la oficina; al mismo tiempo, esto le da cierto poder sobre su empleador, el cual no podría despedirlo sin peligro. Yo creo que darle esta oportunidad es lo mismo que darle dinero para silenciarlo. Como quiera que sea, el señor Matthew Sharpin se ocupará ahora del asunto; si su actuación se viera coronada por el éxito, ya lo veo metiendo su inquisidora nariz en nuestras oficinas y asuntos, tan ciertamente como que hay Dios. Todo esto se lo digo para que no le dé ningún motivo de queja con el que pudiera ir a la Jefatura y dejarlo a usted en mal lugar. Atentamente suyo,
Francis Theakstone.
Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone.
Londres, 5 de julio de 18...
Estimado señor: Después de haberme visto favorecido con las instrucciones necesarias por parte del sargento Bulmer, me permito llamarle la atención sobre ciertas directivas que he recibido relativas a los informes que, sobre mi futura actuación, he de preparar para su estudio por la Jefatura.
El objeto de que me dirija a usted, y de que usted examine lo escrito por mí antes de llevarlo a la Superioridad, es, según se me ha dicho, concederme el beneficio de su consejo, si llego a necesitarlo (y me atrevo a esperar que no será éste el caso), en cualquier momento de mis actuaciones, dada mi poca experiencia.
Las extraordinarias circunstancias del asunto en que estoy ocupado me impiden ausentarme del lugar en que fue cometido el robo, mientras no haga algún progreso en el descubrimiento del ladrón, de suerte que no puedo consultar personalmente con usted: De ahí la necesidad en que me veo de escribirle sobre varios detalles que sería preferible, tal vez, tratar personalmente. Esta es, si no me equivoco, la situación en que nos hallamos colocados. Consigno mi impresión al respecto a fin de que podamos entendernos perfectamente desde el principio, y quedo su atento y seguro servidor,
Matthew Sharpin
Del inspector jefe Theakstone al señor Matthew Sharpin.
Londres, 5 de julio de 18...
Señor: Usted ha empezado perdiendo tiempo, tinta y papel. Los dos sabíamos perfectamente bien nuestras respectivas posiciones cuando lo mandé con mi carta al sargento Bulmer. No había la menor necesidad de repetirlo por escrito. Haga el favor, en lo futuro, de emplear su pluma para el asunto que se le ha encomendado.
Son tres los informes que usted debe escribirme. Primero, debe hacer un resumen de las instrucciones que le dio el sargento Bulmer, para demostrarme que no se le olvida nada y que está completamente familiarizado con el caso que se le confía. Segundo, debe informarme qué se propone hacer. Tercero, debe referirme por escrito cada progreso que haga (si es que hace alguno) día por día, y, si es necesario, hora por hora. Ese es su deber. En cuanto al mío, cuando yo quiera que usted me lo recuerde, se lo avisaré. Mientras tanto, lo saluda,
Francis Theakstone.
Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone.
Londres, 6 de julio de 18...
Señor: Usted es un hombre de edad, naturalmente inclinado a estar un poco celoso de los jóvenes que están en la plenitud de la vida y de sus facultades mentales. En esas circunstancias, es mi deber no tomar demasiado a pecho sus pequeños defectos. Tampoco me ofendo por el tono de su carta; le doy el beneficio de mi generosidad natural, y borro de mi memoria su impertinente comunicación. En una palabra, inspector jefe Theakstone, lo perdono, y paso a otra cosa.
Mi primer deber es darle un informe completo de las instrucciones que he recibido del sargento Bulmer. Helas aquí según mi versión.
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En el número 13 de la calle Rutherford, en Soho, existe un comercio de papelería atendido por un señor Yatman, casado y sin hijos. Además del señor Yatman y su señora, los otros ocupantes de la casa son: un hombre soltero de apellido Jay, que vive en la habitación del frente del segundo piso; un comerciante que ocupa una de las piezas del altillo y una persona para todo servicio, que tiene su cama en la pieza de atrás de la cocina. Una mañana por semana viene una suplente para ayudar en la limpieza. Estas son las personas que tienen habtualmente libre acceso al interior de la casa.
El señor Yatman ha estado en los negocios durante varios años, llevando sus asuntos en forma próspera, hasta adquirir una envidiable posición. Desgraciadamente, empezó a especular para acrecentar el monto de su fortuna. Hizo inversiones audaces, y la suerte se volvió contra él en forma tal que, hace apenas dos años, se encontró convertido otra vez en hombre pobre. Todo lo que salvó del naufragio de su fortuna fueron doscientas libras.
A pesar de que el señor Yatman hizo lo que pudo frente a las circunstancias, dejando de lado varios lujos y comodidades a los que él y su esposa estaban acostumbrados, vio que no podrían ahorrar nada de lo que le daba la papelería. El negocio iba declinando de año en año, a causa de competidores que trabajaban más barato. Así estaban las cosas hasta la última semana; el único remanente de la fortuna del señor Yatman lo constituían las doscientas libras que consiguió salvar del derrumbe. Esta suma estaba depositada en un banco en forma de capital común.
Hace ocho días, el señor Yatman y el señor Jay conversaron acerca de las dificultades que en estos tiempos entorpecen el comercio en todas sus ramificaciones. El señor Jay, que vive de lo que le producen los artículos que manda a diversos diarios (accidentes, querellas; en una palabra, artículos a centavo la línea), dijo a su casero que esa mañana había oído comentarios desfavorables acerca de los bancos que aceptan depósitos en forma de capital común. Esos rumores ya habían llegado a oídos del señor Yatman por otros conductos. Estas noticias, confirmadas por su inquilino, alarmaron al señor Yatman, ya que decidió sacar cuanto antes el dinero depositado en el banco.
Como era un poco tarde, llegó justo a tiempo para que se lo entregaran, antes de cerrar el banco.
Recibió el dinero en la siguiente forma: un billete de cincuenta libras, tres de veinte libras, seis de diez libras y seis de cinco libras. Pidió el depósito en esta forma porque pensaba invertirlo en préstamos de poca importancia entre los pequeños comerciantes de su distrito, algunos de los cuales están en situación apremiante en estos momentos. Las inversiones de esta índole parecieron al señor Yatman ser ahora las más seguras y provechosas.
Guardó el sobre con el dinero en un bolsillo, y al llegar a su casa pidió una caja de lata que años atrás usara para guardar valores, la cual, según creía recordar, era del tamaño exacto para contener los billetes. Durante largo rato buscaron la caja en vano; el señor Yatman preguntó a su esposa si sabía dónde estaba. La pregunta fue oída por la sirvienta, que en ese momento llevaba la bandeja con el té para el piso alto, y por el señor Jay, que en ese instante bajaba para ir al teatro. Al fin, la caja fue encontrada por el empleado del negocio. El señor Yatman colocó los billetes de banco en ella, la cerró con un candado y se la guardó en un bolsillo del abrigo, no quedando muy oculta, ya que era un poco grande para ser guardada en tal lugar. El señor Yatman permaneció toda la tarde en el piso alto de su casa; no recibió visitas, y a las once de la noche se fue a acostar, poniendo la caja con los valores, junto con su ropa, en una silla al lado de la cama.
Cuando él y su esposa despertaron a la mañana siguiente, la caja había desaparecido. El posible canje de esos billetes fue detenido, avisando al Banco de Inglaterra, aunque hasta ese momento nada se había oído de ellos.
Hasta aquí, las circunstancias del caso son perfectamente claras. Ellas demuestran que el robo debió de ser cometido por alguna persona que vive en la casa. Por esto las sospechas recaen sobre la sirvienta, el dependiente, o sobre el señor Jay. Los dos primeros estaban en antecedentes de la búsqueda de la caja, y aunque no supieran para qué se la necesitaba, era muy probable que supusieran que era para guardar dinero. Los dos tuvieron oportunidad de ver la caja que sobresalía del bolsillo de su patrón; la sirvienta, cuando retiró la bandeja con el servicio de té, y el empleado, cuando fue a entregarle las llaves del negocio, antes de retirarse por ese día. Al verle la caja en el bolsillo, pueden haber inferido que el señor Yatman pensaba llevarla a su dormitorio esa noche.
Por otra parte, el señor Jay sabía, después de la conversación de esa tarde acerca de los bancos, que el señor Yatman tenía un depósito de doscientas libras en uno de ellos; también sabía que, al separarse, su casero tenía la intención de retirar en seguida el dinero. Cuando después oyó las preguntas relativas a la caja, era lo más natural que supusiera que el dinero estaba ya en la casa, y que la caja era requerida para guardarlo. Claro que el hecho de que él saliera de la casa antes de que la caja se encontrara, lo descarta como sabedor del lugar en que el señor Yatman pensaba guardarla durante la noche.
Lógicamente, si el señor Jay cometió el robo, tiene que haber entrado en el dormitorio después que el señor Yatman se hubo acostado, y sin saber a ciencia cierta si lo iba a encontrar o no.
Al hablar del dormitorio, me acuerdo de la necesidad de hacer notar su situación en la casa, y de lo fácil que es entrar en él a cualquier hora de la noche.
Esta habitación se encuentra en la parte de atrás del primer piso. A causa del miedo que la señora Yatman tiene a los incendios (que le hace temer el quedar apresada por las llamas en su habitación en caso de incendio al no poder abrir una puerta cerrada con llave), su marido está acostumbrado a no cerrar jamás la puerta del dormitorio; por lo demás, los dos confiesan tener un sueño profundo. De aquí se desprende que una persona con intenciones aviesas que quisiera penetrar en ese dormitorio, correría muy poco riesgo; con dar vuelta a la manija de la puerta, ésta se abriría, y agregando un poco de precaución, los ocupantes de la pieza no despertarían. Este detalle es de suma importancia, ya que fortalece nuestra convicción de que el dinero fue robado por alguna de las personas que habitan en la casa, sin que sea necesario que posea la experiencia de un ladrón profesional.
Estas fueron las circunstancias, tales como le fueron referidas al sargento Bulmer, cuando fue llamado para descubrir al ladrón y, si le era posible, recuperar el dinero. Sus averiguaciones fallaron al no producir ni la menor evidencia contra las personas de las cuales era lógico sospechar. Cuando se les informó del robo cometido, procedieron como lo harían personas ajenas al hecho. El sargento Bulmer optó, desde el principio, por hacer las indagaciones en la forma más discreta posible; comenzó por aconsejar al señor Yatman y a su señora que demostraran no tener la menor duda ni desconfianza respecto de las personas que habitaban bajo su mismo techo. El sargento Bulmer decidió ocuparse él mismo en observar las idas y venidas de estas personas, y además averiguar las costumbres, secretos y amistades de la sirvienta para todo trabajo. Durante tres días y tres noches estuvo el sargento Bulmer vigilándola, ayudado por un empleado de investigaciones tan competente como él; el resultado fue nulo; no encontraron nada que pudiera arrojar ni la más ligera sombra de sospecha sobre la muchacha.
El mismo sistema de averiguación usó para con el dependiente; en este caso tuvo más dificultades debido a lo poco que sabía del hombre, pero después de aclarar algunos detalles, y aunque no tuvo la completa seguridad (como en el caso de la joven), llegó a la conclusión de que era ajeno al robo de la caja con el dinero.
Lógicamente, después de estos procedimientos, las sospechas recaen sobre el pensionista, señor Jay.
Cuando me apersoné al sargento Bulmer con la carta de presentación, éste ya había hecho ciertas averiguaciones respecto al joven pensionista. El resultado de éstas no lo favorece mucho que digamos. Sus costumbres son irregulares; frecuenta sitios poco recomendables y sus amistades son personas de carácter disoluto. Está en deuda con todos los comerciantes con los cuales trata, y además le debe un mes de alquiler al señor Yatman. La semana pasada se le vio hablando con un boxeador, y ayer por la tarde, cuando llegó, daba muestras de haber tomado bastante alcohol. En una palabra, a pesar de que el señor se hace llamar periodista en virtud de los artículos de poca monta que manda a los periódicos, demuestra ser un joven de maneras vulgares y malos hábitos; nada se le ha podido descubrir hasta ahora que redunde en beneficio suyo.
Este es el resumen de lo que me comunicó el sargento Bulmer, hasta en sus detalles más pequeños. No creo que usted pueda encontrar ninguna omisión; además, me parece que, a pesar de los prejuicios que tiene contra mí, no dejará de reconocer que nadie le ha presentado un informe más claro y completo. Mi segunda obligación es consignar lo que yo me propongo hacer.
En primer lugar, empezaré por tomar las cosas en el punto en que las dejó el sargento Bulmer. De acuerdo con lo dicho anteriormente, no tengo que preocuparme de la sirvienta, ni del dependiente, ya que no existe ninguna duda acerca de la inocencia de estas personas en el caso actual. Me queda por probar la culpabilidad del señor Jay, porque antes de dar el dinero por perdido debo asegurarme que es ajeno al robo.
El plan de campaña que voy a seguir cuenta con la plena aprobación de los dueños de la casa.
Me propongo llegar hoy allí aparentando ser un joven que busca una pieza para alquilar. Se me mostrará la habitación trasera del segundo piso; pienso instalarme ahí esta misma tarde, adoptando la personalidad de un hombre que viene del campo y piensa radicarse en Londres, siempre que encuentre un buen empleo en alguna casa de comercio u oficina respetable.
Quiere decir que viviré en la habitación contigua a la ocupada por el señor Jay. Como la pared divisoria es un delgado tabique recubierto de yeso, me será muy fácil hacer un pequeño agujero por el que podré verlo y oirlo cuando reciba visitas; mientras permanezca en la casa, yo estaré en mi puesto de observación; cuando salga, iré en su seguimiento. Empleando estos medios de vigilancia, creo que llegaré a tener la completa seguridad de si el señor Jay sabe algo de los billetes de banco.
No sé lo que usted pensará de mi plan de observación; a mí me parece audaz y simple a la vez. Con esta convicción termino este comunicado, con plena seguridad y confianza en el futuro.
Matthew Sharpin.
Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone.
7 de julio.
Señor: No habiendo sido honrado con ninguna respuesta a mi última carta, creo, a pesar de todo, haberle producido una buena impresión con ella. Sintiéndome recompensado por este silencio que interpreto como señal elocuente de aprobación, procedo a relatarle los progresos realizados en las últimas veinticuatro horas.
Estoy confortablemente instalado en la habitación contigua a la ocupada por el señor Jay, y me agrada decir que he practicado dos agujeros, en lugar de uno, en la pared divisoria. Mi natural sentido del humor me ha llevado a la extravagancia de ponerles nombre: el observador y el auricular. El nombre del primero se explica solo; el del segundo se debe a un pequeño caño de metal que he insertado en él, que me da la ventaja de oír mientras miro; esto se debe a la forma curva que le he dado al tubo, de modo que uno de sus extremos me lo aplico a la oreja. Así es que, mientras veo al señor Jay, también puedo oír lo que dice.
El ingenio, virtud que he poseído desde mi niñez, es lo que me ha impelido a hacer este segundo agujero, además del que fue objeto de mi primera conversación con la señora Yatman.
Esta señora, inteligente, sencilla y de modales distinguidos, ha estudiado y comprendido todos mis planes con un entusiasmo e inteligencia dignos de ponderar. La señora Yatman, que siente mucho afecto por su marido, lamenta más el estado actual de pesadumbre de éste que la pérdida del dinero; por lo tanto, dedica todas sus energías a levantar el espíritu del señor Yatman, que presenta un miserable estado de postración.
El dinero, señor Sharpin me decía ayer la señora Yatman, con lágrimas en los ojos , el dinero puede ser recuperado, haciendo economía o dedicándose al negocio. Es el estado lamentable de mi marido lo que me hace desear con ansiedad el descubrimiento del ladrón. Tal vez me equivoque, pero desde que usted entró en la casa renacieron mis esperanzas; además, creo que usted es el hombre más indicado para descubrir a ese malvado.
Yo acepté este cumplido, con la firme convicción de que tarde o temprano lo iba a merecer con toda justicia.
Volvamos al asunto, es decir, a mi puesto de observación y audición.
He pasado varias horas divertidas mirando al señor Jay, que aunque rara vez está en casa, según me ha dicho la señora Yatman, hoy no ha salido en todo el día. Para mi modo de ver, esto es sospechoso; además, esta mañana se ha levantado tarde (mala señal en un hombre joven), y perdió después un tiempo considerable en bostezar y en quejarse de dolor de cabeza. Como todos los hombres desordenados, no comió casi nada en el desayuno; después fumó una pipa, una sucia pipa de arcilla, que cualquier caballero se sentiría avergonzado de poner entre sus labios. Cuando terminó de fumar, tomó pluma, tinta y papel, y se dispuso a escribir, lanzando un gemido al sentarse, no sé si de remordimiento por haber robado el dinero o por otra cosa. Después de escribir unas pocas líneas (estoy demasiado lejos para leer lo que escribe), empezó a silbar algunos aires populares; me queda por averiguar que éstos no sean claves para comunicarse con sus cómplices. Al cabo de un rato de distraerse con sus silbidos, comenzó a pasear por la habitación, deteniéndose a veces para agregar una palabra o dos a lo que había escrito. Momentos más tarde, se acercó a un armario y sacó algo con mucho cuidado; yo agucé mi vista para no perder ni un solo detalle, pero, al darse vuelta y quedar frente a mí, ¡resultó que lo que había sacado del armario era una botella de brandy! Acto seguido se sirvió un poco del contenido de la botella, después de lo cual esta despreciable persona se tiró en la cama y se durmió a los cinco minutos.
Durante dos horas estuve oyendo sus ronquidos, hasta que un golpe dado en la puerta de la habitación vecina me llamó a mi puesto de observación. El señor Jay se levantó y abrió la puerta con sospechosa rapidez.
El visitante resultó ser un muchachito de cara no muy limpia, que al entrar dijo:
Por favor, señor; lo están esperando.
Inmediatamente se sentó en una silla muy alta para él, y se quedó dormido. El señor Jay lanzó un juramento, se ató una toalla mojada a la cabeza y, volviendo a su papel, empezó a escribir lo más rápidamente que le permitían sus dedos; de vez en cuando volvía a mojar la toalla y se la ataba de nuevo a la cabeza. Así estuvo durante tres horas, al cabo de las cuales dobló sus papeles y se los entregó al muchacho después de despertarlo, diciéndole:
Vamos, dormilón, vete rápido. Si ves al patrón, dile que tenga el dinero listo para cuando yo vaya a buscarlo.
El muchacho hizo una mueca y desapareció. Estuve tentado de seguir al "dormilón", pero me pareció más prudente quedarme observando las acciones del señor Jay. Media hora después se puso el sombrero y salió; naturalmente, yo hice lo mismo. Al bajar la escalera, me encontré con la señora Yatman, que se disponía a subir; teníamos un arreglo previo por el cual ella se encargaría de registrar la pieza del señor Jay cuando estuviera ausente, y siempre que yo me encontrara ocupado en su seguimiento. En esta ocasión vi que se dirigía a la taberna más próxima y pedía dos costillas de cordero. Yo me senté a una mesa cercana a la suya y pedí lo mismo que él. Antes que pasaran dos minutos, un joven de aspecto sospechoso, que estaba sentado a otra mesa, se levantó y, tomando su vaso, se dirigió hacia donde estaba el señor Jay y se sentó con él; yo aparenté estar enfrascado en la lectura de mi diario, poniendo mis cinco sentidos en escuchar la conversación de los dos hombres.
Jack ha estado aquí preguntando por usted dijo el joven desconocido.
¿Dejó algún mensaje? preguntó el señor Jay.
Sí contestó su interlocutor . Me dijo que si lo veía le dijera que tenía especial interés en verlo esta noche y que pasaría a las siete por la calle Rutherford.
Muy bien dijo el señor Jay . Llegaré a tiempo para verlo.
Después de esto, el joven de aspecto sospechoso terminó su oporto y, diciendo que tenía prisa, se despidió de su amigo (tal vez su cómplice) y salió a la calle.
A las seis y veinticinco minutos y medio (en estos casos hay que ser muy exacto hasta en los minutos), el señor Jay terminó sus costillas y pagó su cuenta. A las seis y veintiséis minutos y tres cuartos yo terminé mi comida y pagué mi cuenta. Diez minutos después yo entraba en la casa de la calle Rutherford, siendo recibido por la señora Yatman. Su rostro encantador tenía una expresión melancólica y desilusionada que me apenó ver.
Me temo que no ha encontrado nada sospechoso en la habitación del pensionista dije yo.
Mrs Yatman sacudió la cabeza en forma desalentadora y suspiró lánguidamente; fue un suspiro que me entristeció y me hizo sentir envidia del señor Yatman.
No se desanime dije con una suavidad que pareció emocionarla . He oído una conversación misteriosa y sé algo de una cita de aspecto culpable; espero ver grandes acontecimientos desde mi puesto de observación esta noche. Por favor, no se alarme; pero creo que estamos al borde de un descubrimiento.
Mi entusiasta devoción por mi deber se sobrepuso a mis tiernos sentimientos, así que la miré..., le hice un guiño..., me despedí y me alejé.
Cuando me instalé en mi puesto de observación, el señor Jay estaba haciendo la digestión, sentado en una poltrona y fumando su pipa. En la mesa había dos vasos, una jarra con agua, y la botella de brandy. Eran cerca de las siete; a la hora exacta llegó el hombre llamado "Jack".
Parecía nervioso; en realidad, demostraba gran agitación. La satisfacción de prever una jornada fructífera me inundó de pies a cabeza. Con gran interés miré por mi lugar de observación, y vi que el visitante se había sentado dando de frente a mi campo visual. Estos dos villanos de aspecto abandonado se parecían tanto entre sí que, viéndolos juntos, separados apenas por la mesa, llegué a la conclusión de que eran hermanos. Jack era el más limpio y cuidado en el vestir de los dos, debo reconocerlo. Es tal vez uno de mis defectos el llevar la justicia y la imparcialidad hasta su límite; donde el vicio queda redimido, lo reconozco siempre.
¿Qué pasa ahora, Jack? preguntó el señor Jay.
¿No te das cuenta por mi cara? dijo Jack . Mi querido amigo, la espera es peligrosa; terminemos con el riesgo y el temor pasado mañana.
¿Tan pronto? Bien; si estás listo, yo también. Pero, ¿estará lista Esa Otra Persona? ¿Estás seguro?
El señor Jay mostró una desagradable sonrisa al hablar y acentuó las palabras "esa otra persona" con marcado énfasis. No me cabe la menor duda acerca de la existencia de un tercer rufián en este asunto.
Puedes encontrarte con nosotros mañana dijo Jack . Así podrás juzgar por ti mismo. Puedes estar a las once de la mañana en Regent's Park, y buscarnos en la vuelta que desemboca en la avenida.
Allí estaré dijo el señor Jay . ¿Quieres un poco de brandy con agua? ¿Para qué te levantas? ¿Ya te vas?
Sí, me voy contestó Jack . El hecho es que estoy tan inquieto que no puedo quedarme tranquilo ni un minuto. Aunque te parezca ridículo, estoy presa de una constante excitación nerviosa; el pensamiento de que en el momento menos pensado nos pueden sorprender, no me abandona. Se me ocurre que cada hombre que me mira dos veces es un espía...
Al oír estas palabras, me pareció que las rodillas se me doblaban; nada más que una gran fuerza de voluntad me mantuvo en mi puesto de observación. Le doy mi palabra de honor acerca de esto.
¡Tonterías! exclamó el señor Jay, con la audacia de un criminal inveterado . Hasta este momento hemos guardado el secreto, y lo seguiremos guardando hasta el fin. Toma un trago de brandy con agua, y te sentirás tan seguro como yo.
Jack rehusó el brandy con firmeza, y con más firmeza aún persistió en retirarse.
Trataré de distraerme caminando. Y acuérdate, mañana a las once en Regent's Park, al lado de la avenida.
Con estas palabras de despedida, salió; su descuidado pariente se rió con grosería, y volvió a tomar la pipa.
Yo me senté al borde de la cama, temblando de excitación.
Me resultaba evidente pensar que no se había hecho ningún intento por cambiar los billetes de banco; y quiero agregar que el sargento Bulmer era de esta misma opinión cuando dejó el caso en mis manos. ¿Que conclusión debo sacar de la conversación oída por mí, y consignada más arriba? Que es evidente que la cita concertada para mañana será para repartirse el dinero y estudiar la forma más segura de cambiar los billetes al día siguiente; a mi modo de ver, el señor Jay es el jefe en este asunto, y será probablemente el encargado de cambiar el billete de cincuenta libras. Por consiguiente, mañana lo seguiré a Regent's Park, y trataré de colocarme lo más cerca posible para oír lo que digan y, sobre todo, enterarme si es que conciertan alguna otra cita. Para esto necesito la ayuda de dos asistentes, por si los cómplices se alejan en distintas direcciones; en ese caso, estos subordinados me servirán para hacer seguir a los dos ladrones de menor importancia. Es natural agregar que si los bribones se alejan juntos, estos ayudantes constituirán nada más que una reserva; siendo yo ambicioso por naturaleza, deseo que el éxito de aclarar el robo me pertenezca a mí solo.
8 de julio.
Agradezco la pronta llegada de mis dos subordinados; me temo que no sean hombres muy hábiles, pero no importa, ya que estaré cerca de ellos para dirigirlos.
Lo primero que hice esta mañana fue hablar con el señor Yatman y su señora para explicarles la presencia de los extraños en la casa. El señor Yatman (aquí, entre nosotros, es un pobre hombre), se limitó a sacudir la cabeza y dar un gemido. Mrs Yatman (¡qué mujer superior!) me favoreció con una encantadora mirada plena de inteligencia.
¡Oh señor Sharpin! exclamó la señora Yatman con desaliento . La presencia de esos dos hombres me da la impresión de que usted empieza a tener dudas sobre su éxito.
Yo me permití hacerle un guiño (ella es muy comprensiva y no se ofende por tal cosa), y le expliqué, en forma despreocupada, que estaba equivocada.
Porque estoy seguro del éxito mandé llamar a esos hombres. Tengo la absoluta certeza de recobrar el dinero, y esto no solamente por lo que a mí me concierne, sino también por el señor Yatman y por usted.
Acentué con énfasis estas últimas palabras.
¡Oh señor Sharpin! dijo la señora Yatman otra vez, al mismo tiempo que sus mejillas enrojecían. Con pudor volvió a inclinar la cabeza sobre su costura. Yo me sentí en ese momento capaz de ir al fin del mundo por esta mujer, siempre que al señor Yatman se le ocurriera morirse.
Envié a mis dos subordinados a que me esperaran en el portón de Regent's Park que da sobre la avenida; media hora después, salía yo detrás del señor Jay.
Los dos cómplices fueron puntuales. Me sonrojo al anotar lo que viene más adelante. El tercer bribón, la misteriosa "otra persona" que los dos hermanos nombraron en su conversación, es ¡una mujer! Y lo que es peor, una mujer joven; para colmo de males, joven y bonita. De hoy en adelante, dejaré de resistirme a la creencia general, esto es, a la convicción de que en un hecho delictuoso siempre hay de por medio una persona del sexo débil. Renunciaré a las mujeres..., exceptuando a la señora Yatman.
El hombre llamado Jack ofreció su brazo a la mujer, mientras el señor Jay se colocaba al otro lado de ésta, y así reunidos empezaron a caminar despacio a la sombra de los árboles. Yo los seguía a conveniente distancia, y mis dos subordinados más atrás.
Lamento decir que me era imposible acercarme lo suficiente como para oír lo que decían, sin despertar sospechas; lo único que pude inferir por sus ademanes, es que trataban un asunto de sumo interés para ellos. Después de transcurrido un cuarto de hora, dieron vuelta en forma imprevista, desandando el camino recorrido; mi presencia de ánimo no me abandonó en esta emergencia. Hice señas a mis ayudantes para que siguieran de largo, y yo me oculté detrás de un árbol; al pasar cerca de mí, oí al nombrado Jack que se dirigía al señor Jay con estas palabras:
Digamos mañana por la mañana a las diez y media; y por favor, ven en taxi. Mejor será que no nos arriesguemos tomando uno en este barrio.
El señor Jay contestó algo que no alcancé a oír, y al llegar al lugar elegido para la cita de esa mañana, se despidieron con una efusividad que me enfermó. Yo seguí al señor Jay, mientras mis subordinados lo hacían tras los otros.
En lugar de ir a la calle Rutherford, el señor Jay se dirigió al Strand. Penetró en una casa de poco respetable apariencia, y que, a pesar del letrero colocado en su puerta en el que se leía el nombre de un periódico, a mí me pareció más bien un receptáculo de bienes robados.
Después de permanecer adentro unos pocos minutos, salió con su inseparable silbido; un hombre menos discreto que yo lo hubiera arrestado allí mismo. Pero tenía que atrapar también a sus cómplices, y además había que esperar la cita concertada para la mañana siguiente. Es raro encontrar un aplomo semejante, en circunstancias tan difíciles en un joven principiante como yo, que estoy comenzando y tengo que hacerme una reputación como detective de la policía.
De allí, el señor Jay se dirigió a un café y se entretuvo leyendo revistas mientras fumaba un cigarro. Yo opté por hacer lo mismo. Del café se dirigió a su taberna, donde ordenó las infaltables costillas. Yo entré y pedí lo mismo. Cuando terminó, se dirigió a su alojamiento; y cuando yo terminé me dirigí al mío. Por lo que observé, tenía sueño y se acostó a dormir la siesta; después de oírlo roncar por un rato, yo también tuve sueño y me acosté a dormir la siesta.
Mis dos subordinados vinieron al día siguiente temprano a darme su informe.
El hombre llamado Jack dejó a la mujer al llegar a la puerta de una villa de respetable apariencia, no lejos de Regent's Park. De ahí dobló a la derecha y se internó en una calle suburbana donde hay varios comercios y penetró en una casa abriendo la puerta con su propia llave; al hacer esto miró en derredor, deteniendo su mirada en mis dos ayudantes que iban por la vereda de enfrente. Hice que se quedaran en mi habitación por si los necesitaba y yo me instalé en mi puesto de observación.
El señor Jay estaba vistiéndose, tratando en todo lo posible de mejorar su aspecto; esto es lo que yo esperaba, ya que un hombre con tipo de vagabundo difícilmente pueda presentarse, sin despertar recelos, a cambiar un billete de cincuenta libras. A las diez y cinco minutos, terminaba de cepillar su gastado sombrero y de borrar las manchas de sus guantes con miga de pan. A las diez y diez salía a la calle encaminándose a la parada de taxis más próxima; yo y mis subordinados íbamos detrás, casi pisándole los talones.
El tomó un taxi y nosotros lo seguimos en otro; el día anterior no pude oír el lugar a dónde irían, pero pronto vi que se dirigían hacia el portón que se abre sobre la avenida.
El taxi del señor Jay dobló lentamente hacia el parque; hice que el nuestro se detuviera antes de entrar, y yo me decidí a seguirlo a pie. A los pocos metros se detuvo el otro taxi, y vi aparecer entre los árboles a los dos cómplices; éstos subieron al auto, que dobló rápidamente hacia la salida. Yo corrí a mi taxi y ordené al conductor que siguiera al otro vehículo en cuanto nos pasara.
El hombre siguió mis instrucciones con tan poca inteligencia, que temía que nuestros perseguidos sospecharan algo. Habrían pasado unos tres minutos (durante los cuales volvimos a recorrer el camino anterior), cuando se me ocurrió mirar por la ventanilla, para ver a qué distancia iba el otro taxi del nuestro; al hacerlo vi dos sombreros que se asomaban y dos caras que me miraban. Me recosté en mi asiento, sintiéndome invadido por un sudor frío; la expresión es grosera, pero es la única que indica claramente mis condiciones en ese momento.
¡Nos han descubierto! dije débilmente a mis dos subordinados.
Ellos me miraron atónitos. Mis sentimientos variaron de la desesperación al colmo de la indignación en un instante.
La culpa es del conductor. Bájese alguno de ustedes y déle un buen golpe.
En lugar de obedecerme (tendré que consignar esta falta de disciplina en el Departamento Central), los dos se asomaron para mirar por la ventanilla; antes de que yo los pudiera atajar, ellos se habían vuelto a sentar. Estaba por dar rienda suelta a mi indignación, cuando vi que me miraban en forma rara y me decían:
Por favor, señor, mire hacia la calle.
Hice lo que me decían. El taxi de los ladrones se había detenido.
¿Dónde?
¡¡¡A la puerta de una iglesia!!!
El efecto que este descubrimiento puede tener sobre una persona común, no lo sé; pero, siendo yo profundamente religioso, me llenó de horror. He leído a menudo que los criminales son astutos y no tienen principios, pero el atreverse a penetrar en una iglesia para despistar a sus perseguidores fue para mí un sacrilegio sin precedentes en los anales del crimen.
Para la mente superficial de mis subordinados, aquello no tenía tal vez ninguna importancia; pero para mí, que veía más allá de la apariencia inocente de esos dos hombres y esa mujer bien vestidos que entraban en una iglesia, la escena tenía otro significado más siniestro que el que pudieran haber encontrado mis ayudantes. Por esto se ve que el aspecto exterior de las cosas no tiene ningún poder sobre mí. Bajando del auto penetré en la iglesia seguido de uno de mis hombres; a mi otro ayudante lo envié a la puerta de la sacristía. ¡Jamás encontrará usted desprevenido a su humilde servidor Matthew Sharpin!
Subiendo a la galería nos dirigimos hacia el sitial del órgano, para mirar a través de las cortinas. Estaban abajo, y aunque parezca increíble, estaban sentados tranquilamente en un banco.
Antes de que yo alcanzara a tomar una determinación sobre el camino a seguir, apareció por la puerta de la sacristía un clérigo con sus vestiduras de ceremonia; le seguía un acólito. Sentí que mi cerebro empezaba a girar, y se me nubló la vista.
Robos cometidos en sacristías, desfilaron por mi memoria; temblé por el clérigo, y hasta llegué a temblar por el empleado.
El sacerdote se situó frente al altar, los tres cómplices se le acercaron, mientras el ministro de Dios abría su libro y empezaba a leer.
¿Qué?, preguntará usted.
Le contesto sin el menor titubeo: las primeras líneas del oficio matrimonial.
Mi subordinado tuvo la audacia de mirarme y después se tapó la boca con un pañuelo; yo no le hice el menor caso. Al descubrir que el llamado Jack era el novio y que Jay era el padrino de la boda, salí de la iglesia seguido por mi ayudante y me reuní con el otro a la puerta de la sacristía. Muchos, en mi situación, hubieran pensado que habían cometido una terrible equivocación; yo no sentía ninguno de estos síntomas, ni tampoco disminuida mi propia estimación. Y ahora, después de tres horas del descubrimiento, mi mente permanece, me alegra decirlo, tan tranquila como antes.
En seguida de reunirme con mis hombres fuera de la iglesia, di a conocer mi intención de seguir al otro taxi, a pesar de lo ocurrido. Tenía mis motivos para ello. Mis dos ayudantes se quedaron sorprendidos ante mi decisión, y uno de ellos tuvo la impertinencia de decirme:
Por favor, señor, ¿a quién seguimos? ¿A un hombre que ha robado dinero, o a uno que ha robado una esposa?
El otro hombre, vulgar, festejó la ocurrencia del compañero, riéndose. Los dos merecen una seria reprimenda; ya me aseguraré de que la reciban.
Una vez terminada la ceremonia, sus tres protagonistas volvieron a subir en el taxi, y el nuestro (que estaba convenientemente oculto en la esquina) comenzó a seguirlo con nosotros dentro.
Los vimos que se dirigían a la estación terminal del South Western Railway; la nueva pareja compró boletos para Richmond, pagando con medio soberano, cosa que me privó el placer de detenerlos; ya que no lo hicieron con billetes de libra. Al separarse del señor Jay lo hicieron con estas palabras:
No olvides la dirección: Babylon Terrace, número catorce. Te esperamos a cenar de hoy en una semana.
El señor Jay aceptó riendo, y agregó que volvía a su casa para ponerse cómodo y sucio otra vez por el resto de la jornada. Debo agregar que lo seguí, y puedo asegurar que se puso cómodo y sucio otra vez (para usar su desagradable lenguaje), y así está hasta este momento.
Ya sé lo que las personas que juzgan a la ligera los actos del prójimo dirán de mi actuación; asegurarán que a través de toda mi investigación me equivoqué en la forma más absurda, agregando que las conversaciones sospechosas oídas por mí, se referían únicamente a las dificultades y peligros que significa para una pareja de novios el casarse a escondidas. Para aseverar lo que digan no tienen más que recurrir a la escena de la iglesia.
Esto lo dejaré pasar sin discutir. Ahora bien; de lo más profundo de mi sagacidad haré una pregunta que mis enemigos no podrán contestar, pero que yo, como hombre de mundo, encuentro de fácil respuesta.
Dejando de lado la ceremonia nupcial, ¿qué pruebas tengo yo de la inocencia de estas tres personas? Ninguna. Al contrario, tengo más motivos que antes para sospechar del señor Jay y de sus dos cómplices. Un caballero que va a pasar su luna de miel en Richmond necesita dinero; y un caballero que tiene deudas con todos sus proveedores necesita dinero. ¿Es ésta una imputación injustificable de malos designios? En nombre de la moral y buenas costumbres, le niego justificativo alguno al hecho; esos dos hombres se combinaron para robar una mujer: muy bien pueden haber robado el dinero. Me mantengo en mis creencias estrictas en cuanto a la virtud, y desafío a cualquiera a que me mueva un centímetro de mi posición.
Hablando de virtud, debo agregar que hablé con el señor Yatman y su señora acerca de las conclusiones a que yo había llegado. En un principio, esta encantadora mujer no comprendió mi línea de razonamiento, y sacudiendo la cabeza se unió a su marido en prematuras lamentaciones por la pérdida del dinero. Una pequeña y cuidadosa explicación de mi parte, y un poco de atención de parte de la señora Yatman, la hicieron cambiar de opinión. Ahora está de acuerdo conmigo en que la ceremonia clandestina no disminuye en nada las sospechas que recaen sobre el señor Jay, el llamado Jack, o sobre la fugitiva dama. "Pícara audaz", fue el término usado por mi preclara amiga al hablar de esta mujer. Consigno esta frase con el solo fin de hacer ver que la señora Yatman no ha perdido su confianza en mí, y su marido tampoco; al contrario, me han prometido tener plena fe en el futuro.
Dado el giro que han tomado las cosas, me parece preferible, por el momento, esperar los consejos de usted. Espero nuevas órdenes, con la satisfacción del cazador que ha matado dos pájaros de un tiro, ya que al seguir a los cómplices desde la puerta de la iglesia hasta la estación, lo hice por dos motivos. Primero, los seguí por obligación, ya que los creo culpables del robo. Segundo, por interés particular; sería una información muy valiosa para la familia o amigos de la joven, la que yo obtendría si descubriese el refugio en que la pareja pensaba ocultarse. Pase lo que pase, me congratulo al no haber perdido el tiempo; si usted aprueba mi conducta, mi plan está listo para ser continuado, si usted la desaprueba, me iré tranquilamente con mi valiosa información a la villa situada en las inmediaciones de Regent's Park. De todos modos, el asunto coloca dinero en mi bolsillo, y me acredita como hombre de singular viveza.
Algo más debo agregar, y es esto: si alguien se aventura a asegurar que el señor Jay y sus cómplices son del todo inocentes en el robo de la caja con el dinero, y este alguien puede ser hasta el mismo inspector jefe Theakstone, yo lo desafío a que me diga quién cometió, entonces, el robo en la casa de la calle Rutherford, Soho.
Tengo el honor de ser su seguro servidor,
Matthew Sharpin.
Del inspector jefe Theakstone al sargento Bulmer.
Birmingham, 9 de julio.
Sargento Bulmer: El cabeza hueca del señor Matthew Sharpin ha hecho, como yo lo esperaba, un enredo en el caso de la calle Rutherford. Estando ocupado por el momento en esta ciudad, le escribo para que arregle usted las cosas; adjuntos le mando los garabatos que este infeliz de Sharpin califica de informes. Cuando usted termine de leer ese palabrerío inútil, llegará a la misma conclusión que yo; ese necio engreído ha buscado al ladrón en todas las direcciones posibles menos en la verdadera. Usted puede señalar al ladrón en cinco minutos. Liquide el caso en seguida, mandándome el informe a esta ciudad, y avise al señor Sharpin que queda suspendido hasta nuevo aviso.
Lo saluda,
Francis Theakstone.
Del sargento Bulmer al inspector jefe Theakstone.
Londres, 10 de julio.
Inspector Theakstone: He leído su carta y el informe. Dicen que los hombres inteligentes siempre aprenden algo aunque sea de un imbécil. Cuando terminé con el quejumbroso reportaje de Sharpin sobre su propia estupidez, vi claramente el final del caso de la calle Rutherford, tal como usted pensó que yo lo vería. Media hora después me personé en la casa, siendo el señor Sharpin el primero que encontré.
¿Ha venido para ayudarme? me preguntó Sharpin.
No exactamente le contesté . He venido para decirle que queda usted suspendido hasta nuevo aviso.
Muy bien contestó Sharpin, sin demostrar que se le hubieran bajado los humos . Sé que han tenido envidia de mí, y no los culpo; es muy natural. Entre y póngase cómodo, yo tengo que ir a un asunto particular en las inmediaciones de Regent's Park. Hasta más ver, sargento.
Con estas palabras se salió del paso, que era precisamente lo que yo deseaba.
En cuanto la sirvienta cerró la puerta, le dije que avisara a su patrón que yo quería hablarle en privado. Me hizo pasar a la sala detrás del negocio, y allí estaba el señor Yatman leyendo el diario.
Vengo para hablarle del asunto del robo, señor le dije.
Sí, sí me interrumpió en la forma impertinente que era de esperar en un hombre como él . Sí, sí, ya sé; usted ha venido para decirme que el superhombre que hizo agujeros en el tabique del segundo piso se ha equivocado, y ha perdido el rastro del ladrón sinvergüenza que me robó el dinero.
Sí, señor; ésa es una de las cosas que tenía que decirle, pero hay algo más que debo agregar.
¿Puede decirme quién es el ladrón? me preguntó más ásperamente aún.
Sí, creo que sí le contesté.
Dejó el diario, y lo noté ansioso y al parecer asustado.
¿No será mi dependiente? Espero que no sea.
No, señor.
¿Esa sirvienta inútil? me volvió a preguntar.
Es inútil y desaseada. (Esto lo averigüé yo al principio.) Pero no es el ladrón.
¿Quién es, entonces, en nombre del cielo?
Se tiene que preparar para una sorpresa desagradable; le advierto que en el caso de que pierda usted los estribos, yo soy el más fuerte de los dos le dije a modo de aviso. No se le ocurra ponerme una mano encima ya que puedo lastimarlo al defenderme.
La cara del señor Yatman tomó un color ceniciento. Este individuo pusilánime había ido apartándose de mí a medida que yo hablaba.
Usted me ha pedido que le nombre al ladrón proseguí yo .
Si usted persiste en que le diga...
Quiero saberlo dijo débilmente . ¿Quién fue?
Su esposa dije firme y positivamente.
Saltó de la silla como si lo hubieran pinchado, y dio un golpe en la mesa tan fuerte que hizo crujir la madera.
Calma, señor. Si se enoja, no sabrá la verdad le dije a modo de consejo.
¡Es mentira! ¡Una infame y vil mentira! exclamó, dando otro golpe sobre la mesa.
De pronto, se desplomó en la silla y empezó a llorar.
Cuando recobre la calma, estoy seguro que pedirá disculpas por el lenguaje usado; mientras tanto, escuche lo tengo que decirle. El señor Sharpin envió a nuestro Inspector un informe del tipo más ridículo imaginable; anotó en él, no sólo sus estupideces, sino también los haceres y decires de su señora. En cualquier otro caso, esta nota habría ido a parar al canasto de papeles viejos; pero resulta que, en éste, la cantidad de tonterías escritas por el señor Sharpin llega a una conclusión que el cerebro simplón del escritor no supo ver. Tan seguro estoy de la explicación a que he llegado, que me juego el puesto si no resulta que su señora estuvo aprovechándose del engreimiento y estupidez de este joven, para alejar las sospechas de su persona y entusiasmarlo para que desconfiara de los no complicados en el caso. Le digo esto en confidencia, y voy más allá todavía; puedo decirle lo que su señora hizo con el dinero. Nadie puede mirar a su esposa, señor, sin quedar admirado por el gusto y elegancia de sus vestidos.
Al pronunciar yo estas últimas palabras, el pobre hombre pareció recuperar el habla; me interrumpió en forma brusca, como si en lugar de ser un pobre comerciante fuera un duque.
Busque otros medios para justificar la calumnia que ha levantado contra mi esposa dijo. Y agregó después : La cuenta de su modista está en mi archivo de cuentas pagadas.
Perdóneme, señor, pero eso no prueba nada. Las modistas tienen una poco recomendable costumbre con la que nosotros tropezamos a cada rato en nuestro oficio. Una mujer casada puede tener dos cuentas separadas en su modista; una que el marido ve y paga; la otra es una cuenta privada, resultado de extravagancias y caprichos que la esposa paga cuando y como puede. De acuerdo a nuestra experiencia, esta cuenta se paga con recortes de los gastos del hogar. En su caso, su señora no pagó ninguna cuota y, víctima tal vez de alguna amenaza, se encontró acorralada, resolviéndose a pagar con el dinero de la caja.
No lo creo. Cada palabra suya es un insulto para mí y para mi esposa.
Tratando de salvar tiempo y palabras le contesté:
¿Se atreve a tomar el recibo de la modista que usted dice tener y acompañarme a la sombrerería donde compra su esposa?
No muy convencido, buscó el recibo y poniéndose el sombrero se dispuso a acompañarme. Yo tenía listos los números de los billetes perdidos.
Llegamos al negocio (que resultó ser un elegante local del West End), y yo pedí una entrevista con la encargada del comercio. No era la primera vez que nos íbamos a encontrar en circunstancias como éstas. En cuanto la señora me vio, mandó llamar a su marido. Dije quién era el señor Yatman y el asunto que nos llevaba.
¿Esto es estrictamente confidencial? preguntó el marido de la señora.
Yo asentí.
¿Es un asunto privado? preguntó la dueña del comercio.
Yo volví a afirmar.
¿Tienes algún inconveniente, querida, en que favorezca al sargento mostrándole los libros? preguntó el marido.
Ninguno, mi amor, si tú estás de acuerdo dijo la esposa.
Durante todo este tiempo, el señor Yatman parecía la personificación del asombro y la desesperación, a más de estar completamente fuera de lugar. Trajeron los libros, y con un simple vistazo a las páginas en las que figuraba el nombre de la señora Yatman, confirmé mis palabras anteriores.
En uno de los libros estaba la cuenta arreglada por el señor Yatman; en el otro estaba la cuenta particular, también abonada, en la fecha del día siguiente al robo. La suma alcanzaba a ciento setenta y cinco libras y algunos chelines, y abarcaba un período de tres años. No había anotación de cuota alguna, y debajo de la última línea, esta anotación: "Ultimo aviso. 23 de junio". Señalé esto a la modista, y me contestó que se refería al mes de junio próximo pasado, y que esa carta había sido acompañada por una amenaza de procedimiento judicial. La señora lamentaba esto, pero no le había quedado otro recurso.
Creí que ustedes daban créditos más amplios dije.
No cuando el marido está en dificultades... me dijo la señora mirando al señor Yatman y tratando de que éste no oyera.
Al hablar, me señaló las cuentas. Las compras efectuadas después que el señor Yatman se encontró en mala situación eran tan extravagantes como en el tiempo anterior a esto. Si la dama economizaba en algo, no era precisamente en vestirse.
No quedaba más que revisar el libro de caja, por pura fórmula. El dinero fue pagado en billetes con numeración exacta a la que yo tenía en mi lista.
Después de esto saqué inmediatamente al señor Yatman de la tienda. Estaba en una condición tan lastimosa que llamé un taxi y lo acompañé a su casa. Al principio rezongó y lloró como una criatura, pero después que lo hube calmado, debo confesar que se disculpó elegantemente por su primera explosión de mal genio. Yo, en cambio, me permití darle algún consejo sobre cómo debía arreglar las cosas con su esposa; no me hizo el menor caso, y subió las escaleras mascullando algo acerca de una posible separación. No sé qué clase de táctica usará la señora Yatman para salir de esta situación; seguramente usará el histerismo para que el pobre hombre se asuste y la perdone. De todas maneras eso no es asunto nuestro, y, en lo que nos concierne, el caso está terminado.
Esperando sus gratas órdenes, quedo de usted seguro servidor,
Thomas Bulmer
P. S. Debo agregar que al irme de la calle Rutherford, me encontré con el señor Sharpin, que venía a retirar sus cosas.
Figúrese usted me dijo restregándose las manos muy complacido . Vengo de la villa residencial, donde en el momento en que mencioné el asunto que me llevaba, me echaron poco menos que a puntapiés. Había dos testigos que presenciaron el atropello; si no saco cien libras de esto, sacaré mucho más.
Le deseo mucha suerte le dije.
Gracias. ¿Cuándo le podré hacer el mismo cumplido por encontrar al ladrón?
Cuando quiera, porque ya lo encontramos.
Lo que me esperaba. Yo hice el trabajo y ustedes se llevan el premio. Es el señor Jay, naturalmente.
No le dije yo.
¿Quién es, entonces?
Pregúntele a la señora Yatman; lo está esperando.
Muy bien. Prefiero oírlo de labios de esa mujer encantadora y diciendo esto, entró en la casa a toda prisa.
¿Qué piensa de esto, Inspector Theakstone? ¿Le gustaría estar en los zapatos del señor Sharpin? A mí no. Se lo aseguro.
Del inspector jefe Theakstone al señor Matthew Sharpin
12 de julio.
Señor: El sargento Bulmer le ha dicho ya que queda usted suspendido hasta nuevo aviso. Tengo autoridad para agregar que en el Departamento de Investigaciones declinamos el ofrecimiento de sus servicios; tome esto como notificación oficial de despido.
Le informo, para su interés, que esto no arroja una sombra sobre su persona; quiere significar solamente que usted no es lo bastante despierto para nuestra conveniencia. Si tuviéramos que tomar un empleado nuevo, preferiríamos a la señora Yatman.
Su seguro servidor,
Francis Theakstone
ACOTACIONES AGREGADAS A LA CORRESPONDENCIA QUE ANTECEDE POR EL SEÑOR THEAKSTONE
El inspector no está en condiciones de agregar ninguna explicación de importancia a la última carta. Posteriormente se descubrió que el señor Sharpin salió de la casa de la calle Rutherford cinco minutos después de su encuentro con el sargento Bulmer. Su cara reflejaba asombro y terror, además de lucir una marca roja, producida seguramente por una mano femenina. Hay que añadir que el dependiente lo oyó referirse a la señora Yatman en forma poco respetuosa; al doblar la esquina se le vio blandir un puño en forma vindicativa. Esto es lo último que se sabe de él; probablemente, habrá ido a ofrecer sus servicios a la policía de la provincia.
De la situación entre el señor Yatman y su esposa, se sabe menos aún; salvo que el médico de la familia fue llamado con toda premura, a poco de volver el señor Yatman de la modista. El farmacéutico de la vecindad recibió la orden de preparar una poción sedativa para la señora Yatman. Al día siguiente, el señor Yatman compró en el mismo comercio un frasco de sales; viéndosele también en la librería circulante, pidiendo un libro agradable para distraer a una señora enferma. De esto se infiere que el señor Yatman no ha creído conveniente llevar adelante su intento de separarse de su esposa, al menos en la presente (y presunta) condición del sistema nervioso de la sensitiva dama.
***
UNA CAMA SUMAMENTE RARA
Poco después de haber terminado mi educación en el instituto donde cursé mis estudios, pasé una larga temporada en París, en compañía de otro inglés amigo mío. Ambos éramos jóvenes, y llevábamos, creo yo, una vida bastante desordenada en la deliciosa ciudad de nuestras andanzas. Una noche nos hallábamos completamente ociosos en las cercanías del Palais Royal, sin decidirnos sobre cuál iba a ser nuestra próxima aventura. Mi amigo propuso que fuéramos al Frascati; pero la idea no fue de mi agrado. Me sabía yo de memoria el Frascati: par coeur, como dicen los franceses. Allí había perdido y ganado, por mero pasatiempo, buen número de monedas de veinticinco francos, hasta que la cosa empezó a aburrirme y acabé sintiéndome completamente hastiado del tétrico ceremonial que suele reinar en esas «anomalías de la sociedad» que se llaman «una respetable casa de juego».
¡Por el amor de Dios! le dije a mi amigo . Vámonos a algún auténtico garito de troneras y pelagatos, sin ningún falso decorado de distincion supuesta: algo que sea muy distinto del elegante Frascati, donde se admita a la gente de chaqueta raída, y hasta sin chaqueta.
Muy bien replicó mi amigo ; y no es necesario alejarnos del Palais Royal para dar con la gente que buscas. Ahí la tenemos delante de nosotros. Ese es un establecimiento tan desastrado, según todas las referencias, como el que más.
Y, al cabo de un minuto, habíamos llegado a la puerta de la casa y penetrábamos en ella. Cuando hubimos subido la escalera y dejado nuestros sombreros y bastones en manos del portero, se nos hizo pasar al salón principal. No había mucha gente; pero las pocas personas que levantaron los ojos hacia nosotros cuando entramos, todas ellas eran prototipos lamentablemente auténticos de su clase social.
Habíamos venido a contemplar un mundo picaresco; pero lo que teníamos delante era algo peor. La granujería ofrece también aspectos cómicos más o menos acusados, y allí sólo había tragedia, una tragedia irremediable. En la habitación reinaba un horrible silencio. Aquel joven delgado, huraño, desmelenado, cuyos ojos hundidos espían con dureza los naipes, no decía una palabra; aquel otro jugador gordo, carrilludo, granujiento, que apuntaba en su cartón, con incansable perseverancia, todas las jugadas, tampoco decía nada, y aquel anciano sucio y arrugado, de ojos de buitre y roto paletó, que, habiendo perdido hasta el último céntimo, seguía mirando el juego con desesperación y sin la posibilidad de volver a jugar, no despegaba, asimismo, los labios. La misma voz ronca del croupier sonaba a hueco en la atmósfera de aquella estancia. Yo había ido allí a reírme; pero el espectáculo que tenía ante mis ojos era para echarse a llorar. Pronto experimenté la necesidad de hacer algo por librarme de la profunda depresión que empezaba a invadirme. Desgraciadamente, hice lo que tenía más a mano: me dirigí a la mesa y me puse a jugar. Para colmo de males según se verá , gané en seguida de un modo prodigioso, increíble; a tal paso, que los jugadores se agolparon a mi lado y, contemplando mis puestas con ojos hambrientos y supersticiosos, susurraban que «el inglés iba a hacer saltar la banca».
Se jugaba al rouge et noir. Le había jugado en todas las ciudades de Europa, sin tomarme la cosa muy a pecho ni sentir el menor deseo de estudiar la «teoría de las probabilidades», piedra filosofal de todo jugador. Y es que, en el estricto significado de la palabra, yo jugador nunca lo fuí. No me sentía corroído por la pasión del juego por el juego. Jugaba para divertirme. Nunca me vi reducido a hacerlo por necesidad, porque no sabía qué era carecer de dinero; y tampoco había hecho del juego una práctica tan continua, que llegara a perder más de lo que podía o a ganar más de lo que fríamente metía luego en mi bolsillo, sin que mi suerte me hiciera perder la cabeza. En una palabra: hasta entonces había frecuentado los garitos del mismo modo que frecuentaba los salones de baile y las óperas: porque ello me divertía y no sabía dar mejor empleo a mis ocios.
Pero en aquella ocasión la cosa varió. Entonces, por primera vez, experimenté en toda su realidad la pasión del juego. Al principio mi éxito me dejó desconcertado, y luego me intoxicó en el más estricto sentido de la palabra. Aunque parezca increíble, es, sin embargo, la pura verdad que sólo perdía cuando intentaba estimar las probabilidades y ponía cuidado en el juego. Cuando lo dejaba todo en manos de la suerte e iba aumentando el valor de las puestas sin ningún miramiento o consideración, era seguro que iba a ganar..., pese a toda razonable probabilidad de parte de la banca. Algunos de los presentes comenzaron a aventurar confiadamente su dinero en mi color; pero bien pronto fui aumentando mis puestas, hasta que alcanzaron sumas que nadie se atrevía a arriesgar. Uno tras otro, los puntos fueron abandonando la mesa y contemplando mi juego sin respirar siquiera.
A medida que el tiempo iba transcurriendo, subieron gradualmente en importancia las cantidades que yo apostaba, y seguí también ganando. El nerviosismo que reinaba en la sala llegó al colmo. El silencio era sólo interrumpido por un coro de juramentos y exclamaciones, murmurados en voz profunda y en diversas lenguas, y cada vez que el oro era empujado hacia mí. El hasta entonces imperturbable croupier arrojó al suelo la raqueta, con gesto, muy francés, de vehemente asombro. Sólo uno de los presentes conservaba su serenidad ante el éxito que yo obtenía: esta persona era mi amigo. Vino a mi lado, y, en voz baja, en inglés, me rogó que saliera de aquel lugar, dándome por satisfecho con lo que ya había ganado. Debo hacerle la justicia de consignar que repitió sus advertencias y súplicas varias veces y que solamente se resignó a dejarme y a abandonar el local cuando yo, completamente ebrio con la pasión del juego, hube rehusado su consejo en tales términos, que se le hizo imposible volver a repetirlo.
Poco después que se hubo marchado, una voz enronquecida exclamó a mi espalda:
Permítame, caballero..., permítame que coloque en su debido lugar dos napoleones que se le han caído a usted... ¡Qué buena suerte, caballero! Le doy mi palabra de honor (en calidad de antiguo militar) de que, en el curso de mi larga experiencia de estas cosas, jamás vi suerte como la suya. ¡Jamás! ¡Prosiga, caballero (sacré mille bombes!); prosiga sin miedo y haga saltar la banca!
Volví la cabeza, y hallé ante mí, inclinándose y sonriéndome con ceremoniosa urbanidad, a un hombre alto, con un gabán raído, lleno de galones.
De estar yo cabal, su persona no hubiera dejado de parecerme un ejemplar de veterano bastante sospechoso. Tenía ojos saltones e inyectados de sangre, mostachos sucios, nariz quebrada. Su voz vibraba con dejo cuartelario, y eran sus manos las más sucias que he visto en mi vida..., incluso en Francia. Tales características personales no despertaron, sin embargo, la menor repulsión en mí. En mi loco y atolondrado triunfo, dispuesto estaba a fraternizar con cualquiera que me animase a continuar jugando. Acepté el polvo de rapé que el antiguo soldado me ofrecía, le di una palmadita en el hombro, y le aseguré que era el tipo más honrado del mundo, la más gloriosa reliquia de la Grande Armée con que yo hubiese jamás tropezado.
¡Adelante! exclamaba el militar, dando papirotes con los dedos, en un rapto de entusiasmo . ¡Adelante, a ganar! ¡A hacer saltar la banca (mille tonnerres!), mi querido camarada inglés! ¡A hacer saltar la banca!
Seguí jugando con tal empuje, que al cabo de otro cuarto de hora el croupier exclamó:
Caballeros, la banca interrumpe su juego por esta noche.
Todos los billetes y el oro que habían formado parte de la susodicha banca los tenía yo, ahora, hacinados bajo mis manos: todo el capital flotante del garito, aguardando el momento en que yo lo metiera en mis bolsillos.
Caballero, envuelva el dinero en su pañuelo de bolsillo me dijo el viejo soldado, mientras yo, aturdido, hundía las manos en aquel montón de oro . Envuélvalo, como nosotros hacíamos con el resto de la comida en la Grande Armée. Sus ganancias pesan demasiado para caber en ningún bolsillo del pantalón, por bien cosido que esté... ¡Eso! ¡Eso es! Envuélvalo todo: los billetes con el resto. ¡Credie, qué suerte la suya!... ¡Aguarde! Otro napoleón por los suelos (ah, sacré petit polisson de Napoléon!) Por fin te pesqué... Ahora, caballero, dos nudos dobles y bien fuertes, a cada lado (con su permiso de usted), y el dinero está a buen recaudo. ¡Tóquelo, tóquelo usted, hombre afortunado! ¡Duro y redondo como una bala de cañón! ¡Ah, bah! Si nos hubiesen disparado tales balas en Austerlitz, nom d'une pipe! ¡Si nos las hubiesen disparado...! Y ahora, ¿qué otra cosa le queda por hacer al antiguo granadero, al ex bravo del Ejército francés? Simplemente, aconsejar a mi estimado amigo inglés que bebamos una botella de champaña y brindemos por la diosa Fortuna, en espumosos vasos, antes de separarnos.
¡Excelente veterano!... ¡Viejo y obsequioso granadero!... ¿Champaña?... ¡Pues no faltaba más! Un brindis inglés por el viejo soldado: hurra, hurra! Otro brindis por la diosa Fortuna: hurra, hurra, hurra!
¡Bravo por el inglés! ¡El amable y generoso inglés, en cuyas venas circula la sangre de Francia...! ¿Otro vaso? Ah, bah!... ¡La botella está vacía! ¡Lo mismo da! Vive le vin! Yo, el viejo soldado, encargo otra, ¡y con media libra de bombones!
¡No, no, mi heroico amigo! ¡Veterano granadero, eso jamás! Su botella es la última. Esta corre de mi cuenta. Mire. Va de brindis: ¡Por el Ejército francés! ¡Por Napoleón el Grande! ¡Por los presentes, por el croupier... y por su honrada esposa e hijas, si las tiene! ¡Por las señoras en general! ¡Por todo el mundo!
Habíamos vaciado ya nuestra segunda botella, y estaba yo como si hubiese tragado fuego líquido; mi cerebro parecía en llamas. Jamás ningún exceso en la bebida había producido en mí tal efecto. ¿Sería, tal vez, que el estimulante venía a actuar sobre mi sistema nervioso, ya sobreexcitado? ¿Estaría especialmente revuelto mi estómago? ¿O es que el champaña era extraordinariamente fuerte?
¡Mi querido héroe! grité, loco de alegría . ¡Me quemo! ¿Que tal sigue usted? ¡Me ha prendido fuego! ¿Oye, mi héroe de Austerlitz? ¡Bebamos una tercera botella de champaña para apagar las llamas! El veterano meneó la cabeza y revolvió de tal modo sus saltones ojos que me pareció que iban a salírsele de las órbitas. Apoyó el índice en su rota nariz, y exclamó con voz solemne:
¡Café!
E inmediatamente se metió en el interior de la casa.
La palabra que acababa de pronunciar el excéntrico veterano pareció ejercer un mágico efecto en el resto de los concurrentes. De común acuerdo se levantaron para irse. Probablemente habían esperado aprovecharse de mi embriaguez; pero oliendo que mi nuevo amigo estaba benévolamente decidido a evitar que acabase de embriagarme, habrían perdido toda esperanza de cobrar, al socaire de mis ganancias; sea cual fuese el motivo, el caso fue que se marcharon en masa; y cuando el viejo soldado volvió y se hubo sentado de nuevo a la mesa, delante de mí, no había en la habitación más personas que nosotros dos. En una especie de recibidor contiguo, el croupier estaba cenando en la más completa soledad. Ahora el silencio era todavía más impresionante.
Un súbito cambio se había operado también en el aspecto del valiente. Había adoptado un empaque sobremanera solemne; y cuando volvió a dirigirme la palabra, no adornaba ya sus palabras con juramentos, ni las subrayaba con gestos, ni las enriquecía con apóstrofes o exclamaciones.
Oiga, querido amigo dijo en tono misterioso y confidencial , oiga el consejo de un viejo soldado. He hablado con la patrona (una buena mujer... y que guisa como los ángeles), y le he hecho ver la conveniencia de que nos haga un café particularmente fuerte y aromático. Bébase el café para que se le quite esa poca exaltación que todavía siente, antes de pensar en irse a su casa. ¡Debe usted hacerlo, mi buen amigo!... Teniendo que llevarse esta noche tanto dinero, es para usted un sagrado deber estar en posesión de sus sentidos. El hecho de que haya ganado una cantidad enorme no ha pasado por alto a varios caballeros de los que aquí estaban; son personas honradas y excelentes (según como se mire la cosa), pero son gente terrible, que tiene sus debilidades. No debo decir más, ¿verdad? Usted me comprende. Veamos, pues, qué debe usted hacer; mande por un cabriolet cuando ya se sienta mejor, y al subir echa usted las cortinillas y le dice al cochero que le lleve a su casa por calles anchas y bien iluminadas. Hágalo así, y usted y su dinero estarán a salvo. Hágalo, y mañana agradecerá a un viejo soldado el haberle dado este honrado consejo.
Apenas el ex valiente había terminado su discurso en un tono francamente lacrimoso, nos llegó el café, servido en dos tazas. Mi atento amigo me entregó una de ellas, haciendo una profunda inclinación. Como si tuviera la boca seca, me bebí de un trago el contenido de la taza. Casi al instante me sobrecogió un ataque de vértigo y me sentí mucho peor que antes; a mi alrededor, la habitación daba vueltas y más vueltas, y el veterano parecía ir brincando ante mis ojos, a lapsos regulares, arriba y abajo, como el pistón de una máquina de vapor. Los oídos me silbaban con tal violencia, que estaba completamente aturdido; tenía una sensación de abatimiento profundo, de impotencia e idiotez. Me levanté de la silla, y tuve que apoyarme en la mesa para no perder el equilibrio; por fin, logré balbucir que me encontraba muy mal... tanto, que no sabía cómo podría llegar a mi casa.
Mi querido amigo contestó el veterano (y su voz parecía fluctuar también a saltos, a medida que iba hablando) , mi querido amigo, sería locura marcharse en el estado en que usted se halla; perdería su dinero, con toda seguridad. Podrían robarle y matarle, sin ningún reparo. Yo voy a dormir aquí; quédese usted también. Hay unas camas excelentes en esta casa. Tome usted una, y duerma los humores del vino; y mañana..., mañana, en pleno día, se va usted tranquilamente a su casa con lo ganado.
Sólo tenía yo dos ideas en la cabeza; no dejar por nada del mundo el pañuelo que contenía mi dinero y echarme en cualquier parte y sin pérdida de tiempo. Acepté, pues, la proposición que me hacían, y tomando el brazo que me ofreció el viejo soldado, recogí mi dinero con la mano que me quedaba libre. Precedidos por el croupier, atravesamos algunos corredores, y después de subir un tramo de escaleras, penetramos en la habitación que me había sido destinada. El veterano me estrechó efusivamente la mano, me propuso que desayunáramos juntos a la mañana siguiente y, seguido del croupier, me dejó para que pasara solo la noche.
Corrí al lavabo, y bebí del jarro un buen trago de agua; vertí el resto en la jofaina y zambullí en ella la cara; me senté, después, en una silla y traté de reponerme. Pronto me sentí mejor. El cambio que para mis pulmones representaba pasar, de la fétida atmósfera de la sala de juego, a respirar el aire fresco de aquella habitación, y el tránsito no menos reparador para mis ojos de las brillantes candilejas de gas del salón a la débil y fluctuante luz de la vela de mi dormitorio, cooperaron maravillosamente con los reconfortantes efectos del agua fría. Ya no sentía vertigos y empezaba a recobrar mi lucidez. Lo primero que se me ocurrió fue cuán arriesgado era quedarse a pasar toda una noche en semejante garito; lo segundo, que sería aun más arriesgado intentar salir de aquella casa cerrada y marcharme a la buena de Dios solo, de noche, por las calles de París, llevando conmigo una considerable suma. En peores lugares había dormido yo en el curso de mis viajes; decidí, pues, cerrar la puerta con llave y pestillo, construir tras ella una barricada y estar al albur de lo que pudiera ocurrirme hasta la mañana siguiente.
En consecuencia, tomé las medidas necesarias para evitar toda intrusión; miré debajo de la cama, examiné el interior del armario, me aseguré de que la ventana estuviera bien cerrada; satisfecho de haber tomado estas precauciones, me quité el traje, deposité la vela, que daba una luz muy débil, en la chimenea donde había un frágil montón de ceniza, y me acosté, no sin depositar debajo de la almohada el pañuelo que contenía el dinero.
Pronto noté, no sólo, que no podía dormir, sino que me era imposible cerrar los ojos. Me sentía desvelado, calenturiento. Tenía los nervios en vilo; y mis sentidos parecían aguzados de un modo que no era natural. Me eché, me agité, probé todas las posiciones imaginables, anduve buscando los lugares más frescos de las sábanas, pero todo era inútil. Saqué los brazos fuera del embozo y volví a meterlos dentro un instante después; estiré las piernas hasta tocar el montante de la cama; luego las encogí convulso, hasta acercarlas tanto como pude al mentón; sacudí la almohada para repartir equitativamente su contenido, la volví del lado que parecía más fresco, la mullí a palmadas y permanecí quieto un rato, tendido de espaldas; y de pronto, en un arrebato, doblé la almohada, la puse en sentido vertical, la arrimé a la cabecera y probé a permanecer sentado en la cama. Todos estos esfuerzos fueron vanos. Dando resoplidos de contrariedad, acabé por decidir que no pegaría las ojos aquella noche.
¿Qué podía hacer, pues? No tenía ningún libro para distraerme leyendo. Y por otra parte, a menos que hallase algo con qué ocupar mi fantasía, parecía indudable que, en semejante estado, era capaz de imaginarme toda clase de horrores, de atormentar mi cerebro con el presentimiento de cualquier peligro, posible e imposible; en una palabra: de pasar la noche sufriendo toda la inagotable variedad de pavores nerviosos.
Me erguí sobre los codos y eché un vistazo a la habitación, iluminada entonces por un hermoso claro de luna que entraba por la ventana; quería averiguar si contenía algún cuadro u otro ornamento visible. Mientras recorría con los ojos las paredes, se me ocurrió pensar en la deliciosa obrita de De Maistre: Voyage autour de ma chambre, y decidí, a imitación del autor francés, distraer el tedio de mi vigilia pasando revista a las piezas del mobiliario e ir remontando, hasta sus fuentes, la multitud de asociaciones de ideas que una silla, inclusive, o una mesa, o un lavabo, fueran capaces de sugerirme.
En el nervioso desquiciamiento que sentía, me resultó más fácil proceder a esa especie de inventario, que ponerme a reflexionar; mas pronto hube renunciado también a encaminar mis pensamientos por la fantástica ruta trazada por De Maistre; renuncié, asimismo, a todo intento de coordinar mis ideas. Acabé por no hacer otra cosa que ir observando pasivamente los objetos que había en la habitación.
En primer lugar, había la cama donde yo estaba echado: una cama con cuatro columnas..., ¡en pleno París!, sí; uno de aquellos armatostes ingleses de cuatro postes, con el dosel capitonné de rigor, un volante de cretona recubriendo todo el borde del dosel y unas rígidas y poco higiénicas cortinas que ahora me daba cuenta había yo descorrido inconscientemente al entrar en la habitación, sin fijarme en la forma de la cama. Luego había el lavabo, descubierto, de mármol, del que se escurría, sobre el suelo de ladrillo, gota a gota y cada vez con mayor lentitud, el agua que en mis prisas había derramado fuera de la jofaina. Luego, dos sillas pequeñas, sobre las cuales había dejado mi chaqueta, el chaleco y los pantalones. Luego, un ancho sillón con su tapiz blancuzco, y en el respaldo, mi corbata y mi cuello postizo. Había luego una cómoda a la que faltaban dos de sus abrazaderas de metal, con un tintero de porcelana encima roto y feo, a guisa de ornamento. Luego el tocador, con un espejo pequeñísimo y un enorme acerico. Luego la ventana, extraordinariamente ancha. Distinguí, además, una pintura antigua, oscura, que a la luz de vela se percibía con gran dificultad. Representaba a un individuo tocado de un chambergo con un penacho de plumas muy erguidas. Un rufián moreno, de mala catadura, que miraba hacia arriba, con gran atención..., sin duda hacia lo alto de la horca donde iban a colgarle. Al menos por su aspecto, el personaje no parecía merecerse otra cosa. El tema de esta pintura me sugirió, sin duda, la idea de levantar los ojos también; y los dirigí al techo de mi cama. Era algo tan aburrido y carente de interés, que aparté de él la mirada para volverla otra vez en dirección al cuadro. Me entretuve contando las plumas que adornaban el sombrero del personaje, y que destacaban sobre el fondo oscuro de la pintura; tres eran blancas; dos, verdes. Me fijé en la copa del sombrero, de forma cónica, según la moda que se supone lanzada por Guy Fawkes. Me pregunté qué estaría mirando aquel tipo. Las estrellas, no. Era imposible que un hombre de aquella calaña fuese astrólogo. Debía, pues, sin duda alguna, mirar hacia lo alto de la horca donde iba a ser ahorcado. ¿Se quedaría el verdugo con su sombrero cónico y el penacho de plumas? Las volví a contar: tres blancas, dos verdes.
Animado por aquel reconfortante pasatiempo, me puse a divagar. Al claro de luna que brillaba en la habitación recordé otra noche semejante en Inglaterra: la subsiguiente a una merienda en un valle de Gales. Recordé súbitamente todos los pormenores del viaje de regreso, a través de un paisaje encantador, bañado de un claro de luna que le prestaba todavía mayores hechizos. En tantos años, ni una sola vez se me había ocurrido pensar en aquella merienda; y si me hubiese propuesto evocarlo, poco o nada habría podido recordar de aquel remoto episodio. De todas las maravillosas facultades que contribuyen a cerciorarnos de nuestra inmortalidad, ¿cuál expresa esa verdad sublime con más elocuencia que la memoria? Ahí estaba yo, en una casa desconocida, del más sospechoso carácter, en situación de inseguridad y aun de peligro, circunstancias que parecían descartar el ejercicio de mi facultad rememorativa; y a pesar de ello presentábanse a mi recuerdo, de un modo completamente ajeno a mi voluntad, lugares, gentes, conversaciones, toda clase de menudos detalles que hubiese creído desvanecidos para siempre y que, de habérmelo propuesto, no hubiera podido hacer revivir ni bajo los más favorables auspicios, y ¿qué había producido, en cosa de un momento, ese extrano, complicado y misterioso fenómeno? ¡Unos rayos de luna filtrándose por la ventana de mi dormitorio!...
Mi pensamiento seguía ocupado en aquella merienda, recordaba nuestra exaltación durante el regreso; la dama sentimental que se sentía obligada a citar Childe Harold, el poema de Byron, porque hacía claro de luna... Pero cuando más absorto estaba en la evocación de esos paisajes y escenas del pasado, en un instante el hilo de mis reminiscencias se rompió; mi atención quedó retenida con más fijeza aún que antes por lo que tenía ante mí; y de pronto, no sabría decir cómo ni por qué, mis ojos volvieron a dirigirse hacia la pintura.
Pero ¿qué era aquello?...
¡Santo Dios!... ¿Se habría hundido aquel hombre el sombrero hasta las cejas? ¡No!... ¡El sombrero había desaparecido también! ¿Dónde estaba su copa de forma cónica?... ¿Y las plumas, tres blancas, dos verdes? ¿Dónde estaban? En lugar del sombrero y de las plumas, ¿qué era aquella cosa oscura que ocultaba la frente del personaje y sus ojos? ¿Era su mano, puesta a guisa de visera? ¿Se estaría moviendo la cama?
Levanté los ojos, y... ¿Había yo enloquecido? ¿O estaría borracho? ¿O soñando? ¿O mareado otra vez?... ¿No iba moviéndose el techo de la cama..., descendiendo con pausa, de un modo regular, silencioso, horrible, en toda su longitud y anchura..., lentamente, hacia mí, que yacía debajo?
La sangre se me heló en las venas. Un frío mortal, paralizador, se apoderó de todo mi ser. Dejé caer la cabeza sobre la almohada y decidí comprobar el movimiento del dosel, mediante la observación de la figura del cuadro.
Una nueva mirada en aquella dirección bastó para desvanecer toda duda.
El tétrico, oscuro y asqueroso perfil de volante que tenía el dosel de mi cama venía a caer a una pulgada por encima de la cintura del personaje. Seguí observando casi sin respirar. Poco a poco, con suma lentitud, vi como iban desapareciendo la totalidad de la figura y la moldura inferior del marco, a medida que el volante del dosel las ocultaba en su descenso.
No soy precisamente miedoso. En más de una ocasión mi vida ha estado en peligro, sin que ello me hiciera perder, ni por un instante, la serenidad. Pero cuando me convencí de que aquel techo de cama se movía realmente e iba descendiendo de un modo regular e incesante, hacia mí, me puse a temblar y me quedé con la vista levantada, en un estado de impotente pánico, debajo de aquella máquina mortal que cada vez se me iba acercando más y más, para asfixiarme en mi lecho.
Seguí mirando, sin moverme, sin hablar, conteniendo el aliento. La vela se apagó; pero la habitación seguía iluminada por el claro de luna... Y el dosel seguía bajando, sin detenerse, sin producir el más mínimo ruido, mientras a mí el terror me tenía atenazado encima del colchón... El dosel siguió descendiendo, descendiendo, hasta que pude percibir el olor polvoriento de su tapicería...
En aquel instante trascendental, mi instinto de conservación logró sacarme de la involuntaria inmovilidad en que me encontraba; finalmente, reaccioné. Sólo quedaba suficiente espacio para que yo pudiera arrojarme por un lado de la cama. Al dejarme caer sigilosamente al suelo, el borde del mortífero dosel rozaba ya mi hombro.
Sin detenerme a tomar aliento ni a secar el frío sudor que bañaba mi rostro, me arrodillé para examinar aquel techo de cama que parecía ejercer sobre mí una fascinación mágica. Si entonces hubiese oído pasos, no creo que hubiera podido volver la cabeza; si, por milagro, se me hubiese ofrecido un medio de escapar, no hubiese podido moverme para aprovecharlo. Toda mi vitalidad estaba concentrada en mis ojos.
El armazón del dosel, con su friso, continuó descendiendo; tan cerca estaba ya del colchón, que no quedaba espacio suficiente para introducir un dedo entre ambos. Palpé los costados de aquel techo móvil, y comprobé que, si visto desde abajo me había parecido un dosel ordinario, no muy grueso, coronando una cama de cuatro columnas, en realidad era un espeso colchón, cuyo espesor quedaba disimulado por el volante y el friso. Miré hacia el techo, y vi las cuatro columnas, erguidas en su horrorosa desnudez. Del centro del dosel subía una larga rosca de madera, mediante la cual evidentemente había descendido el aparato en peso, por un agujero practicado en el techo de la habitación, del mismo modo que la planta superior de una prensa corriente desciende sobre el objeto que se trata de comprimir. El horrible aparato actuaba sin hacer el menor ruido. Ni una sola vez había crujido, durante su descenso, y ahora tampoco se oía nada en la habitación del piso superior. Sumido en un pavoroso silencio de muerte, podía contemplar en pleno siglo XIX, y en la culta capital de Francia, un instrumento destinado a producir una muerte secreta, por asfixia, como los que existieron, tal vez, en los peores días del feudalismo en algún mesón perdido en los montes de Harz o en el interior de las cámaras de tortura de Westfalia. Mientras, sin moverme, casi sin respirar, procedía a esa silenciosa inspección, empece a recuperar mi capacidad de raciocinio, y en un momento se me reveló, en todo su horror, la criminal confabulación tramada contra mí.
La taza de café que me había sido ofrecida contenía una droga, y en dosis excesivamente fuerte. Me libré de morir ahogado gracias a haber ingerido una dosis desproporcionada de narcótico. ¡Qué irritación y que desasosiego había experimentado ante el súbito ataque de fiebre que me salvó la vida gracias a mantenerme despierto! ¡Y cuál no había sido mi descuido! Yo me había puesto en manos de los miserables que me condujeron a aquella habitación con el propósito de matarme durante mi sueño y aprovecharse de mis ganancias por un medio seguro y atroz que garantizaba la secreta desaparición de mi persona. ¡Cuántos favorecidos por la suerte, como yo, habrían dormido en aquella cama o se habrían propuesto hacerlo, y habrían desaparecido para siempre y no se habría oído hablar más de ellos. Me estremecí al pensarlo.
El curso de mis reflexiones quedó interrumpido de nuevo al volverse a poner en marcha el mortífero dosel. Cuando hubo permanecido sobre la cama unos diez minutos, según las cuentas que después eché, el armatoste empezó a ascender. Con toda seguridad, las criminales, que desde el piso superior manipulaban aquella máquina, creían haber alcanzado su objetivo. Lenta y sigilosamente, tal como había descendido, el horrible dosel fue ascendiendo, hasta volver a su antigua posición. Habiendo alcanzado la extremidad superior de las columnas, quedó encajado en el techo.
El agujero y la rosca quedaron disimulados, y la cama revistió de nuevo su aspecto de cama ordinaria... Su dosel no ofrecía nada de particular, incluso a los ojos más desconfiados.
Por fin pude recuperar mi libertad de movimientos. Me levanté, me vestí y empecé a considerar cómo podría escapar. Si el menor ruido viniese a delatar que aquella tentativa había quedado frustrada, no iba a salir de allí con vida. ¿No habría ya hecho algún ruido al moverme? Escuché con la mayor atención, sin apartar los ojos de la puerta. ¡No! No se oían pasos en el corredor; tampoco llegaba ni el más leve rumor de la habitación de arriba; el silencio era, por doquier, absoluto. Además de encerrarme bajo llave y de correr el pestillo, había arrimado contra la puerta un viejo arcón de madera, que encontré debajo de la cama. Remover ese arcón (sólo la idea de cuál hubiera podido ser su contenido me hizo estremecer de horror) me pareció tarea imposible, so pena de hacer mucho ruido; por lo demás, hubiese sido locura, intentar huir de aquella casa, cerrada durante la noche. Sólo quedaba una oportunidad: la ventana. A ella me dirigí, andando de puntillas.
El dormitorio estaba situado en el primer piso, encima de un entresuelo, y daba a una calle posterior. Levanté la mano para abrir la ventana, consciente de que la única posibilidad de salvarme pendía, como de un cabello, de la facilidad con que se pudiera realizar aquella operación; en una casa criminal, la vigilancia es extremada. Al más leve crujido del marco de la ventana o del gozne debía darme por perdido. Aquello me ocupó quizá cinco minutos, que en mi ansiedad se me antojaron cinco horas. Logré, sin embargo, realizarla sigilosamente, con toda la destreza de un ladrón; e inmediatamente dirigí mis ojos a la calle. Salvar de un salto aquella altura hubiera significado casi una muerte cierta. Miré a ambos lados de la ventana, al exterior de la casa. Por la izquierda descendía un tubo de conducción de aguas, muy cerca del hueco de la ventana. En seguida comprendí que podía salvarme. Por primera vez desde que me hube apercibido del movimiento del dosel pude respirar con libertad.
A algunos, la escapatoria que acababa de descubrir les hubiera parecido difícil y aun peligrosa, mas yo, en la perspectiva de tener que deslizarme a la calle por aquella cañería, no vi ninguna dificultad o peligro. Gracias a la práctica de los ejercicios gimnásticos, había conservado mi agilidad de escalador atrevido y experto, adquirida cuando iba a la escuela. Sabía que mi cabeza, mis manos y pies no flaquearían ante ningún imprevisto, tanto en la ascensión como en el descenso. Y había ya sacado una pierna fuera del antepecho, cuando de pronto me acordé del envoltorio de mi dinero, puesto debajo de la almohada. Podía haberlo dejado tranquilamente donde estaba, pero sentía un vengativo impulso de sustraer a aquellos malvados el botín, además de la víctima. Regresé, pues, junto a la cama, y con mi corbata me até a la espalda el pesado lío hecho en mi pañuelo.
Ya me lo había asegurado, de modo que no me causara molestia, cuando me pareció oír que alguien respiraba al otro lado de la puerta. De nuevo sentí una fría sensación de horror y me puse a escuchar con toda el alma.
¡No! En el corredor reinaba un silencio mortal. Lo que yo había oído no era sino el soplo fino del aire que entraba en la habitación. Al cabo de un segundo, estaba otra vez en el antepecho de la ventana; y otro segundo después, me agarraba firmemente, con ayuda de manos y rodillas, a la tubería.
Me deslicé hasta la calle, sin dificultad y en silencio, tal como me había imaginado; e inmediatamente me dirigí, a toda prisa, a la Comisaría más próxima que sabía no muy lejos de allí. Hallé al comisario, quien en compañía de algunos subordinados, estaba, al parecer, planeando una estratagema para descubrir al autor de un misterioso crimen que por entonces era la comidilla de París. Al ponerme yo a relatar mi caso, atropelladamente, y en francés muy deficiente, me pareció que el subcomisario me tomaba por un inglés borracho, víctima de un atraco; pero, a medida que fui prosiguiendo mi narración, debió cambiar de pensamiento, pues antes de que mi premioso discurso llevara traza de concluir guardó precipitadamente en el cajón todos los papeles que tenía encima de la mesa, se caló el sombrero, me ofreció otro a mí, que iba con la cabeza descubierta, encargó que estuvieran preparados varios agentes, ordenó a sus expertos que aprestasen los utensilios precisos para franquear puertas y desembaldosar pisos, y cogiéndome del brazo, con las mayores muestras de intimidad, salió conmigo a la calle. Me atrevería a decir que, cuando el comisario era un chiquillo y le invitaron por primera vez a jugar, no estuvo, ni con mucho, tan contento como lo estaba ahora ante la perspectiva de la tarea que le aguardaba en aquel garito.
Recorrimos algunas calles. El comisario iba interrogándome y felicitándome, sin detenerse en su marcha, a la cabeza de nuestro formidable séquito bélico. Se colocaron centinelas en las partes trasera y delantera de la casa, cuando hubimos llegado a ella. Una tremebunda salva de golpes se descargó contra la puerta; apareció una luz en una ventana; se me indicó que me escondiese detrás de los policías; y luego cayeron más golpes al grito de: «¡Abrid en nombre de la ley!» Ante esa terrible admonición, una mano invisible descorrió pestillos y abrió cerraduras; y en cuestión de un segundo, el subcomisario penetraba en el vestíbulo y se encontraba con un camarero a medio vestir, mortalmente pálido. Seguidamente, se produjo el siguiente diálogo:
Deseamos ver al inglés que se quedó a dormir en esta casa.
Se marchó hace horas, señor.
No hizo tal cosa. Fue su amigo quien se marchó; él permaneció aquí. Condúzcanos a su dormitorio.
Le juro, monsieur le sous commisaire, que no se halla aquí...
Y yo le juro a usted, monsieur le Garçon, que aquí está... Se quedó a dormir, y su cama no le pareció suficientemente buena. De ello vino a quejarse ante nosotros. Aquí lo tienen ustedes... entre mis hombres... Y aquí estoy yo también, dispuesto a dar buena cuenta de las pulgas que había en su cabecera... Renaudin añadió, llamando a uno de sus subordinados y señalando al camarero , cójame a este hombre por el pescuezo y átele las manos por detrás de la espalda... Ahora, caballeros, subamos.
Se procedió a la detención de cuantos moraban en la casa, empezando por el «viejo soldado», y yo identifiqué la cama donde me había acostado. Hecho esto, nos dirigimos al cuarto situado en el piso superior.
No observamos en aquella habitación nada anormal. El subcomisario examinó el lugar, ordenó que todo el mundo guardase silencio, golpeó por dos veces el suelo con los pies, pidió una vela, observó atentamente una determinada parte del piso y mandó levantar allí el parquet cuidadosamente. En cuestión de un momento la cosa quedó hecha. Se trajeron más luces, y pudimos ver una cavidad practicada entre el piso de aquella habitación y el techo de la de abajo. Empotrado en esta cavidad había un cajón metálico, de paredes engrasadas, en cuyo interior apareció la rosca que comunicaba con el techo de la cama. Se descubrieron después y fueron convenientemente desenterradas prolongaciones supletorias de esa rosca recién engrasadas, palancas recubiertas de una funda de fieltro, todo un arsenal de piezas para poner en movimiento una prensa de gran potencia, construídas con ingenio infernal, para que pudieran adaptarse a las piezas fijas y ocupasen, al ser desarticuladas de nuevo, el menor espacio posible. Después de vencer algunas dificultades, el comisario consiguió montar toda la maquinaria, y, dejando a sus hombres para que se encargasen de ponerla en marcha, bajó conmigo al dormitorio del piso inferior. Se procedió entonces a hacer funcionar el dosel asfixiante; pero ello no logró hacerse con tanto silencio como antes lo manejaran los inquilinos de la casa. Así se lo hice notar al subcomisario; su contestación, en medio de su sencillez, fue terrible:
Mi gente dijo es la primera vez que pone en marcha este aparato. Las personas a quienes usted ganó el dinero estaban más habituadas a su manejo.
Abandonamos la casa a la custodia de dos agentes de Policía, ya que todos los anteriores ocupantes habían ingresado en la cárcel. El subcomisario me tomó declaración en su despacho y regresó conmigo al hotel para examinar mi pasaporte.
¿Cree usted le pregunté al entregárselo que alguien haya sido asfixiado, realmente, en aquella cama, tal como se trató de hacer conmigo?
He visto docenas de ahogados, depositados en la Morgue contestó el subcomisario , cuyas carteras contenían cartas informando a las autoridades de su decisión de echarse al Sena por haber perdido en el juego cuanto tenían. ¿Quién sabe cuántos de ellos habrán penetrado, como usted, en aquel garito, ganado lo que usted ganó, alquilado aquella misma cama para pasar la noche, y habrán sido asfixiados en ella y arrojados luego al río provistos de una carta, escrita por los asesinos mismos, explicando los motivos de su muerte? Nadie podrá jamás decir si fueron muchos o pocos, los que tuvieron el triste fin que usted logró felizmente burlar. Los del garito mantenían disimulada a todo el mundo, incluso a la Policía, la existencia de su armatoste mecánico. Las probables víctimas habrán también guardado para sí su propio secreto. ¡Buenas noches, o, mejor, buenos días, monsieur Faulkner! Pase mañana por mi despacho a las nueve... Au revoir!
Pocas palabras se precisan para acabar esta historia. Se me interrogó una y otra vez, se procedió a registrar minuciosamente el garito. Los detenidos fueron interrogados por separado, y dos de los menos culpables confesaron. Supe que el «viejo soldado» era el dueño de la casa de juego, y la Justicia se enteró, por su parte, de que muchos años antes había sido degradado y expulsado del Ejército por su mala conducta y de que, a partir de aquel momento, había cometido toda clase de delitos; se le encontraron bienes mal adquiridos, que sus legítimos dueños reconocieron. El, con el croupier, su cómplice y la mujer que había preparado mi café, eran los únicos conocedores del secreto del dosel mecánico. Subsistió alguna razón para dudar de que los menos inculpados entre el personal de la casa supiesen algo de ello, y beneficiáronse de la duda; se les consideró simples ladrones y gente de mal vivir. Pero el «viejo soldado» y sus dos principales esbirros fueron condenados a cadena perpetua; la mujer que había vertido la droga en mi café salió no recuerdo con cuantos años de cárcel, y los parroquianos del garito fueron, en calidad de «sospechosos», sometidos a especial vigilancia. Por mi parte, por espacio de una semana (que es mucho) fui el personaje de moda de la sociedad parisiense. Tres dramaturgos ilustres llevaron a las tablas mi aventura; pero sus obras no llegaron a representarse, porque la censura prohibió que se montara en la escena una copia exacta de «la máquina criminal».
Un resultado práctico saqué de todo ello, y ése hubiese merecido la aprobación de cualquier censor: curarme por siempre jamás de entretener mis ocios en el juego del rouge et noir. La visión de un paño verde con los naipes y los montones de dinero siempre irá asociada a mis ojos a la visión de un dosel de cama que va descendiendo poco a poco hacia mí, para estrujarme, en el silencio y la oscuridad de la noche.
***
LA DAMA DEL SUEÑO
I
Hacía poco más de seis semanas que desempeñaba mi profesión en el campo, cuando me enviaron a un pueblo cercano, como médico, para consultar a un colega que allí residía sobre un caso muy grave de enfermedad.
La noche anterior mi caballo había resbalado arrastrándome en su caída, tras una larga cabalgata, y se había lesionado, por suerte, mucho más de lo que se había lastimado su amo. Por ello, al verme privado de los servicios del animal, partí hacia mi destino en coche (en aquella época no había ferrocarriles), y esperaba volver en el mismo vehículo hacia el atardecer.
Una vez terminada la consulta, me dirigí a la posada más importante del pueblo para esperar el coche. Cuando éste llegó, iba repleto por dentro y por fuera. No me quedaba otro remedio que volver a casa de la manera más barata, alquilando un calesín. El precio que me pidieron por tal favor me pareció tan exorbitante que decidí buscar una posada de menos pretensiones e intentar hacer un trato mejor con un establecimiento menos próspero.
Pronto encontré una casa prometedora, deslucida pero tranquila, con un letrero anticuado, que evidentemente no había sido pintado desde hacía años. En este caso el posadero se conformó con una pegueña ganancia, y en cuanto nos pusimos de acuerdo hizo sonar la campana del patio para pedir el calesín.
¿No ha regresado aún Robert del recado que ha ido a hacer? preguntó el posadero, dirigiéndose al criado que acudió al oír la campana.
No, señor, aún no.
Bueno, entonces debes despertar a Isaac.
¡Despertar a Isaac! me extrañé . Eso suena fuera de lo común. ¿Ustedes los palafreneros duermen de día?
Este lo hace dijo el posadero, sonriendo para sí de un modo bastante extraño.
Y además, sueña en voz alta agregó el criado . Nunca olvidaré el susto que me dio la primera vez que lo oí.
Bueno, eso no tiene importancia replicó el propietario . Anda y despierta a Isaac. El caballero espera el calesín.
La conducta del posadero y del criado expresaba mucho más de lo que decían sus palabras. Empecé a sospechar que podía encontrarme sobre la pista de algo profesionalmente interesante para mí como médico, y pensé que me gustaría echarle una ojeada al mozo antes de que el criado lo despertara.
Esperen un momento intervine . Desearía ver a ese hombre antes de que lo despierten. Soy médico; y si ese raro modo de dormir y de soñar que tiene el hombre procede de algo que no funciona en su cerebro, tal vez pueda indicarles qué hacer con él.
Me temo que más bien descubrirá que su mal no tiene remedio, señor dijo el posadero . Pero si quiere verlo, estoy seguro de que no habrá inconveniente.
Me acompañó a través del patio y por un pasillo hasta los establos, abrió una de las puertas y, quedándose fuera, me indicó que entrara.
Me encontré ante un establo de dos pesebres. En uno de ellos un caballo masticaba su heno; en el otro un anciano dormía sobre la paja.
Me agaché y lo miré con atención. Era un rostro marchito, cansado. Las cejas aparecían dolorosamente contraídas; tenía la boca bien apretada y las comisuras de los labios hacia abajo. Las mejillas, huecas y arrugadas y el escaso cabello blanco, hablaban de una pena o un sufrimiento pasado. Cuando lo miré por primera vez respiraba de modo convulso e inmediatamente empezó a hablar en sueños.
¡Levantaos! le oí decir en un susurro rápido, a través de los dientes apretados-. ¡Eh, levantaos! ¡Asesino!
Movió lentamente el brazo hasta apoyarlo sobre su garganta, se estremeció un poco y se dio vuelta sobre la paja. Después el brazo se apartó de la garganta, la manó se tendió hacia fuera y se cerró hacia el lado sobre el que se había vuelto, como si estuviera agarrando el borde de algo. Vi que sus labios se movían y me incliné un poco más sobre él. Seguía hablando en sueños.
Ojos grises claros murmuraba , y el párpado izquierdo caído; cabellos rubios, con un toque dorado... está bien, mamá: hermosos brazos blancos, con un leve vello... pequeñas manos de dama, con una sombra rojiza bajo las uñas. El cuchillo... siempre el maldito cuchillo... primero de un lado, después del otro. ¡Ajá! ¿Dónde está el cuchillo, demonia?
Con las últimas palabras su voz se alzó, y él se inquietó de pronto. Vi que se estremecía sobre la paja; su rostro marchito se convulsionó y levantó las manos con un brusco espasmo histérico. Golpearon contra la parte inferior del pesebre bajo el cual estaba acostado, y el golpe lo despertó. Apenas tuve tiempo de deslizarme a través de la puerta y cerrarla antes de que abriera los ojos del todo y recobrara el sentido.
¿Sabe usted algo del pasado de este hombre? le pregunté al posadero.
Sí, señor, sé bastante al respecto fue la respuesta . Y es una historia extraña, nada común. La mayor parte de la gente no la cree. Sin embargo, es cierta, pese a todo.
Caramba, no tiene más que mirarlo siguió el posadero, abriendo de nuevo la puerta del establo . ¡Pobre diablo! Está tan agotado por sus noches de insomnio que ya ha vuelto a dormirse.
No lo despierte dije . No tengo apuro por el coche. Espere que regrese del recado el otro hombre; y, entretanto, le ruego que me sirva algo de comer y una botella de vino, y que la comparta conmigo.
Tal como lo había previsto, el corazón de mi anfitrión se ablandó una vez que bebió su propio vino. Pronto se mostró comunicativo sobre el hombre que dormía en el establo, y poco a poco pude extraerle toda la información. Por extravagantes e increíbles que los hechos puedan parecer a todos, los relato aquí tal como los oí y tal como ocurrieron.
II
Hace algunos años vivía en los suburbios de un gran puerto marítimo de la costa oeste de Inglaterra, un hombre de humilde condición, llamado Isaac Scatchard. Sus escasos medios de vida provenían de los empleos que podía conseguir como palafrenero, y de cuando en cuando, si las cosas le iban bien, de contratos transitorios para prestar servicios como mozo de cuadra en fincas privadas. Aunque era un hombre cumplidor, formal y honesto, no tenía suerte en su oficio. Su mala estrella era proverbial entre sus vecinos. Constantemente estaba perdiendo buenas oportunidades sin que se le pudiera culpar a él, y siempre servía los períodos más largos con gente amiga que no era puntual en el pago de los salarios. «Pobre Isaac» era el apodo que tenía en el barrio y nadie podía decir que no se lo merecía de sobra.
Con una porción de adversidad macho mayor de lo que por común puede soportar un hombre, a Isaac sólo le quedaba un consuelo, y era del tipo más triste y negativo. No tenía esposa ni hijos que aumentaran sus angustias o se unieran a la amargura de sus diversos fracasos en la vida, lo que podía deberse a simple insensibilidad, o podía tratarse de un generoso rechazo a implicar a otros en su desafortunado destino. Había llegado a la madurez sin casarse y, lo que es mucho más destacable, sin exponerse ni una vez, de los dieciocho a los treinta y ocho años, a la cordial acusación de haber tenido una amante.
Cuando no trabajaba, vivía con su madre viuda. La señora Scatchard era una mujer superior al promedio de su baja condición, en cuanto a inteligencia y modales. Había conocido días mejores, como suele decirse, pero nunca se refería a ellos en presencia de extraños; y aunque era cortés con todos cuantos se acercaban a ella, nunca cultivó amistades íntimas entre sus vecinos. Se las ingeniaba, con bastante esfuerzo, para cubrir sus necesidades haciendo trabajos pesados para sastres, y siempre lograba mantener una casa decente a la que su hijo podía acudir cada vez que su mala suerte lo dejaba indefenso en el mundo.
Un frío otoño, cuando Isaac se acercaba ya a la cuarentena, y en el que estaba, como de costumbre, desocupado sin que fuera culpa suya, emprendió una larga caminata tierra adentro desde la cabaña de la madre hasta la finca de un caballero, donde, según había oído, necesitaban un mozo de cuadra.
Sólo faltaban dos días para su aniversario y la señora Scatchard, con su cariño de siempre, le hizo prometer, antes de partir, que regresaría a tiempo de pasar el cumpleaños con ella, en el modo más festivo que sus pobres medios pudieran permitirles.
A él no le costaba satisfacer a su madre, aun suponiendo que durmiera en el camino una noche a la ida y otra a la vuelta.
Emprendería la marcha el lunes por la mañana y, lograra o no el puesto, regresaría para el almuerzo de cumpleaños el miércoles a primera hora de la tarde.
Como sea que llegó a su destino el lunes por la noche, demasiado tarde para ir a solicitar el puesto de mozo de cuadra, durmió en la posada de la aldea, y el martes bien temprano se presentó en la casa del caballero, solicitando poder cubrir la vacante.
Su mala suerte lo seguía persiguiendo, inexorable como siempre. Las excelentes recomendaciones que pudo mostrar no le sirvieron de nada; su larga marcha había sido en vano: el día anterior le habían dado el puesto de mozo de cuadra a otro hombre.
Isaac aceptó este nuevo revés resignado y como algo previsto. Lento de reflejos por naturaleza, tenía la sensibilidad opaca y el paciente carácter flemático que con frecuencia distingue a los hombres con poderes mentales de pesado funcionamiento. Agradeció al mayordomo del caballero con su serena urbanidad de siempre por haberle concedido la entrevista, y partió sin que se advirtiera una desacostumbrada depresión en su rostro y en su conducta.
Antes de emprender el camino de regreso, hizo algunas indagaciones en la posada y se aseguró que podía ahorrarse unos kilómetros siguiendo un camino nuevo. Provisto de instrucciones complementarias, que se hizo repetir varias veces, en cuanto a las diversas vueltas que debía dar, emprendió el camino de vuelta y anduvo durante todo el día deteniéndose sólo una vez para comer pan y queso. Al empezar a oscurecer comenzó a llover y el viento arreció; para colmo estaba en una región que no conocía bien, aunque sabía que estaba a unos quince kilómetros de su hogar. La primera casa que encontró para informarse fue una solitaria posada junto al camino, al borde de un denso bosque. Aunque el lugar parecía desolado, era una visión gratificante para un hombre perdido que además estaba hambriento, sediento, con los pies doloridos y empapado.
El posadero era amable y de aspecto respetable, y el precio que le pidió por una cama era sumamente razonable. Por consiguiente, Isaac decidió quedarse a dormir cómodamente en la posada.
Era hombre de carácter parco. Su comida consistió en dos lonchas de tocino, una rebanada de pan casero y una pinta de cerveza. No fue a acostarse inmediatamente después de tan moderada comida, sino que se quedó sentado junto al posadero, hablando acerca de sus malas perspectitivas y su larga racha de mala suerte, y pasando de estos tópicos al tema de los caballos y las carreras. Ni él ni el posadero, ni los pocos peones que pasaban el tiempo en la taberna dijeron nada que pudiese haber excitado en lo más mínimo la muy escasa y opaca imaginación de Isaac.
Poco después de las once cerraron la casa. Isaac acompañó al posadero y sostuvo la vela mientras eran atrancadas las puertas y las ventanas de la planta baja. Notó con sorpresa la solidez de los cerrojos y las trancas, y los postigos recubiertos de hierro.
Aquí estamos bastante aislados explicó el posadero . Nunca han intentado entrar por la fuerza, pero siempre es mejor asegurarse. Si no tenemos a nadie durmiendo, soy el único hombre de la casa. Mi esposa y mi hija son tímidas, y la joven criada se parece a sus amas. ¿Otro vaso de cerveza antes de acostarse? ¡No! Créame, no puedo entender cómo un hombre tan sobrio como usted pueda estar sin empleo. Aquí es donde va a dormir. Esta noche es usted nuestro único huésped, y creo que se dará cuenta de que mi patrona ha hecho todo lo posible para que esté cómodo. ¿De verdad no quiere otro vaso de cerveza? Muy bien, pues. Buenas noches.
El reloj del pasillo marcaba las once y media cuando subieron al dormitorio, cuya ventana daba sobre el bosque del fondo de la casa.
Isaac cerró la puerta con llave, dejó la vela sobre la cómoda y se dispuso a acostarse. El helado viento otoñal seguía soplando y su gemido solemne, monótono, creciente, recorriendo el bosque, era triste y lúgubre de oír en el silencio de la noche: Isaac se sentía extrañamente desvelado. Cuando se tendió en la cama decidió dejar la vela encendida hasta que empezase a adormilarse, porque había algo deprimente hasta hacerse insoportable en la idea de permanecer despierto a oscuras, oyendo el gemido fúnebre, incesante, del viento en el bosque.
El sueño lo invadió sin que se diera cuenta. Se le cerraron los ojos y cayó dormido sin tiempo a apagar la vela.
La primera sensación de la que tuvo conciencia tras hundirse en el sueño fue un extraño escalofrío que lo recorrió bruscamente de pies a cabeza, y un terrible dolor en el corazón, como nunca lo había sentido. El escalofrío sólo perturbó su sueño; el dolor lo despertó súbitamente. En un instante pasó del estado de sueño al estado de vigilia: los ojos bien abiertos, las percepciones mentales despejadas de pronto, como por milagro.
La vela había ardido casi hasta el último fragmento de sebo y la luz era por el momento plena y clara en la reducida habitación.
Entre el pie de la cama y la puerta cerrada se erguía, mirándolo, una mujer con un cuchillo en la mano.
El impacto del horror le dejó boquiabierto, sin palabras, pero no perdió la nitidez sobrenatural de sus facultades y no apartó en ningún momento los ojos de la mujer. Ella no dijo una palabra mientras se miraban a la cara, pero empezó a moverse lentamente hacia el lado izquierdo de la cama.
La siguió con la mirada. Era una mujer rubia, bella, con cabellos color lino y ojos gris claro, con el párpado izquierdo un poco caído. El notó esos detalles y los fijó en su mente antes de que la mujer llegara al extremo de la cama. Sin decir palabra, sin expresión alguna en el rostro, sin un ruido que siguiera a cada paso, ella se fue acercando paso a paso... se detuvo... y alzó lentamente el cuchillo. El se llevó el brazo derecho a la garganta para protegerla; pero cuando vio que el cuchillo bajaba, movió la mano a través de la cama hacia el lado derecho, y sacudió el cuerpo de tal modo que el cuchillo se hundió en el colchón, a una pulgada de su hombro.
Isaac fijó la mirada en el brazo y la mano de la mujer cuando retiró lentamente el cuchillo de la cama: un brazo blanco, bien formado, con un hermoso vello cubriendo levemente la piel clara: una delicada mano de dama, coronada por la belleza de un rubor rosado debajo y alrededor de las uñas.
La mujer retiró el cuchillo y se dirigió otra vez lentamente al pie de la cama; se detuvo un momento allí, mirando al hombre; después siguió sin hablar, sin expresión en el bello rostro impávido, sin un sonido que siguiera a sus pasos furtivos hacia el lado derecho de la cama, donde él estaba tendido ahora.
Cuando se acercó, levantó el cuchillo de nuevo y él se apartó hacia la izquierda. Ella golpeó el colchón, como antes, con un movimiento deliberadamente perpendicular y hacia abajo. Esta vez los ojos de Isaac fueron de la mujer al cuchillo. Era como una de esas grandes navajas que había visto usar a los peones para cortar el pan y el tocino. Los dedos pequeños y delicados no ocultaban más que dos tercios de la empuñadura: Isaac advirtió que estaba hecha de cuerno de gamo, limpia y brillante como la hoja, de aspecto llameante.
Ella retiró el cuchillo por segunda vez, lo ocultó en la ancha manga de su vestido y después se detuvo junto a la cama, observándolo. Por un instante, él la vio de pie en esa posición, y después el pabilo de la vela cayó en el candelero; la llama empequeñeció hasta ser un tenue puntito azul, y el cuarto quedó a oscuras.
Un instante, o menos, si es posible, pasó así y después el pabilo llameó humeante por última vez. Isaac aún miraba con ansiedad hacia el lado derecho de la cama cuando brilló el último resplandor de la vela, pero no vio nada. La rubia mujer del cuchillo había desaparecido.
El convencimiento de que se encontraba de nuevo a solas debilitó el dominio del miedo que lo había dejado mudo hasta aquel momento. La agudeza sobrenatural que la intensidad del pánico había comunicado a sus facultades desapareció de repente. Se le confundierun las ideas, el corazón empezó a latirle como un caballo desbocado, sus oídos se abrieron por primera vez desde la aparición de la mujer a la sensación del funesto gemido del viento entre los árboles y con la terrible convicción de la realidad de lo que había visto aún intensa en su interior, saltó de la cama, gritando:
¡Asesinato! ¡Eh, despertad! ¡Despertad! y se abalanzó hacia la puerta de cabeza en la oscuridad.
Estaba bien cerrada con llave, exactamente como la había dejado al acostarse.
Sus gritos alarmaron a toda la casa. Oyó las exclamaciones aterrorizadas, confusas de las mujeres; vio que el dueño de la casa se acercaba por el pasillo con una vela ardiendo en una mano y un arma en la otra.
¿Qué ocurre? preguntó el posadero, sin aliento.
Isaac sólo pudo contestar con un susurro.
Una mujer, con un cuchillo en la mano dijo con voz entrecortada . En la habitación; una mujer rubia, de pelo amarillo; intentó clavarme un cuchillo por dos veces.
Las pálidas mejillas del posadero palidecicron aún más. Miró a Isaac con angustia al resplandor vacilante de la vela, y su rostro comenzó a enrojecer de nuevo; su voz se alteró tanto como su piel.
Parece haberle errado dos veces dijo.
Esquivé el cuchillo cuando bajaba siguió Isaac, con el mismo susurro asustado . Las dos veces se clavó en el colchón.
El posadero llevó la vela de inmediato al interior del dormitorio. En menos de un minuto volvió a salir al pasillo, con un violento ataque de furor.
¡Que el diablo se los lleve, a usted y a la mujer del cuchillo! La ropa de la cama no tiene una sola señal de haber sido agujereada. ¿Qué pretende, metiéndose en una casa decente, y sacando a la familia de sus casillas, por un sueño?
Me iré de su casa dijo Isaac con voz débil . Prefiero estar en el camino, bajo la lluvia y en la oscuridad, en camino hacia mi casa, que otra vez en ese cuarto, después de lo visto en él. Déjeme una luz para vestirme y dígame cuánto tengo que pagar.
¡Pagar! exclamó el posadero, entrando en el dormitorio, de muy mal humor, con la luz . ¡Nunca le habría recibido a usted ni por todo el dinero del mundo de haber sabido por anticipado que soñaba y chillaba de ese modo! Fíjese en la cama. ¿Dónde hay un tajo de cuchillo? Fíjese en la ventana: ¿está forzada la cerradura? Fíjese en la puerta, que yo mismo le oí cerrar con llave: ¿está rota? ¡Una mujer asesina con un cuchillo en mi casa! ¡Vergüenza tendría que darle!
Isaac no replicó ni una palabra. Se vistió rápidamente, y después bajaron juntos.
¡Son casi las dos y veinte! dijo el posadero, cuando pasaron junto al reloj . ¡Bonita hora de la madrugada para aterrorizar a la gente honesta!
Isaac pagó la cuenta y el posadero lo acompañó hasta la puerta delantera. Se separaron sin musitar una palabra. Había dejado de llover, pero la noche era oscura y el viento más frío que antes. A Isaac le importaba poco la oscuridad, el frío, o la incertidumbre sobre el camino de regreso. Si lo hubiesen echado a un páramo en una borrasca, le habría resultado un alivio después de lo que había ocurrido en el dormitorio de la posada.
¿Quién sería la mujer rubia del cuchillo? ¿La criatura de un sueño, o uno de esos seres del mundo desconocido que los hombres llaman fantasmas? No podía sacar nada en limpio del misterio: seguía sin sacar nada en limpio incluso en el mediodía del miércoles, cuando se halló, después de perderse varias veces, en el umbral de su casa.
III
Su madre salió a recibirlo con ansiedad, que se acrecentó, pues su cara le comunicó en un instante que algo andaba mal.
He perdido el puesto; pero así es mi suerte. Anoche tuve una pesadilla, madre.., o tal vez vi un fantasma. Sea como fuere, me asustó mucho y aún no me siento bien.
Isaac, tu cara me da miedo. Entra y acércate al fuego. Ven y cuéntale todo a tu madre.
El estaba tan ansioso por contar como ella por oír; porque en todo el camino hacia la casa había tenido la esperanza de que su madre, con su inteligencia más rápida y sus conocimientos superiores, pudiera ser capaz de aclarar el misterio que él mismo era incapaz de resolver. Su recuerdo del sueño era aún mecánicamente vívido, aunque sus ideas eran confusas por entero.
El rostro de la madre iba palideciendo a medida que él hablaba. No lo interrumpió ni una sola vez; pero cuando acabó, acercó su silla a la de él, le rodeó el cuello con un brazo y le dijo:
Isaac, tuviste tu pesadilla el miércoles de madrugada. ¿Qué hora era cuando viste a la mujer rubia con el cuchillo en la mano?
Isaac recordó lo que le había dicho el posadero cuando pasaron junto al reloj al irse él de la posada; calculó lo mejor que pudo el tiempo transcurrido entre el momento en que abrió la puerta de la habitación y aquel en que se fue.
Cerca de las dos de la mañana contestó.
La madre le soltó de pronto el cuello, y se estrujó las manos con un gesto de desesperación.
El próximo miércoles es tu cumpleaños, Isaac, y tú naciste a las dos de la mañana.
La inteligencia de Isaac no era lo bastante aguda como para que se le contagiara el temor supersticioso de su madre. Se asombró, y también se alarmó un poco cuando ella se levantó de repente de la silla, abrió su antiguo pupitre, tomó pluma, papel y tinta y después le dijo:
Tu memoria es pobre, Isaac, y ahora que ya soy vieja la mía no es mucho mejor. Quiero que los dos lo sepamos todo acerca de este sueño, dentro de unos años, tan bien como lo sabemos ahora. Cuéntame otra vez lo que me has contado hace un minuto, cuando hablabas del aspecto de esa mujer.
Isaac obedeció, y quedó maravillado cuando observó que su madre anotaba cuidadosamente en el papel cada palabra que él pronunciaba.
Ojos gris claro, escribió ella, cuando llegaron a la parte descriptiva, con el párpado izquierdo un poco caído; cabello color lino, con un toque dorado; brazos blancos, con un leve vello; pequeñas manos aristocráticas, con una sombra rojiza alrededor de las uñas; gran navaja con empuñadura de cuerno de gamo, que parecía llameante. A estos detalles la señora Scatchard agregó el año, el mes, el día de la semana y la hora de la madrugada en que la dama del sueño se le había aparecido al hijo. Después encerró cuidadosamente con llave el papel en el pupitre.
Ni aquel día ni en ninguno posterior pudo el hijo inducirla a volver a hablar del sueño. Ella se guardaba celosamente para sí lo que pensaba, y hasta se negó a mencionar otra vez el papel que guardaba en el pupitre. No pasó mucho tiempo antes de que Isaac se cansara de tratar de romper el resuelto silencio de su madre; y el tiempo, que tarde o temprano desgasta todas las cosas, desgastó poco a poco la impresión que el sueño le había producido. Empezó a pensar en él con indiferencia, y acabó por no pensar en él en absoluto.
El resultado se produjo con mayor facilidad debido a la sucesión de algunos cambios importantes que mejoraron sus perspectivas y que empezaron no mucho después de la noche de su terrible experiencia en la posada. Por fin cosechó la recompensa de su largo y paciente sufrimiento en la adversidad al conseguir una excelente colocación que le ocupó durante siete años, dejándole, a la muerte de su amo, no sólo unas referencias excelentes, sino también una buena pensión anual que se le otorgó como recompensa por haber salvado la vida de su ama en un accidente. Fue así como Isaac Scatchard volvió a casa de su anciana madre, siete años después del accidente del sueño en la posada, con una suma anual a su disposición bastante para mantenerlos a ambos en la comodidad y la independencia por el resto de sus vidas.
La madre, cuya salud había empeorado mucho en aquellos siete años, sacó provecho del cuidado que tenían para con ella y del hecho de verse libre de problemas económicos, de modo que cuando llegó el cumpleaños de Isaac pudo sentarse a la mesa sin inconvenientes y cenar con él.
Aquel día, al caer la noche, la señora Scatchard descubrió que una botella de tónico que acostumbraba tomar, y en la que creía que quedaban aún una o dos dosis, estaba vacía. Isaac se ofreció para ir a la farmacia a comprarle más. Era una noche de otoño tan fría y lluviosa como aquélla de la memorable ocasión en que se había perdido y dormido en aquella fatídica posada junto al camino.
Cuando iba a entrar en la farmacia se cruzó con una mujer vestida pobremente que salía y que pasó con rapidez junto a él. Lo poco que pudo ver de su cara le impresionó, y la siguió con los ojos mientras ella bajaba los escalones de la entrada.
¿Se ha fijado en esa mujer? comentó el auxiliar del farmacéutico, detrás del mostrador . En mi opinión, algo no marcha bien en ella. Me ha pedido láudano para ponerse en un diente picado. El patrón hace rato que ha salido y yo le he dicho que no podía venderle veneno a extraños en su ausencia. Ella se ha reído de un modo raro y me ha dicho que volverá dentro de media hora. Si espera que el patrón se lo dé, creo que quedará chasqueada. Es un caso de suicidio, señor, si alguna vez hubo uno.
Estas palabras aumentaron hasta lo indecible el brusco interés que Isaac había sentido por la mujer al verle la cara. Una vez que le hubieron servido el medicamento, la buscó con ojos ansiosos por doquier en la calle. Pudo verla andando lentamente, de un lado a otro, por el lado opuesto del camino. Con el corazón latiéndole con fuerza, para su asombro, Isaac cruzó la calle y le habló.
Le preguntó si tenía algún problema. Ella le mostró su desgarrado chal, el vestido barato, el sombrero sucio y chafado; después se movió hasta quedar bajo un farol, para que la luz le diera sobre el rostro torvo, pálido, pero todavía hermoso.
Parezco una mujer acomodada y feliz, ¿verdad? dijo, con una risa amarga.
Hablaba con una pureza de entonación que Isaac nunca antes había oído sino en boca de una dama. Las más triviales acciones de la mujer parecían poseer la elegancia fluida y negligente de una mujer bien educada. Su piel, a pesar de toda la palidez de la pobreza, era delicada, como si hubiera disfrutado de cada una de las comodidades sociales que el dinero puede comprar. Incluso, sus manos, finamente moldeadas, sin guantes, no habían perdido su blancura.
Poco a poco, respondiendo a las preguntas de Isaac, se desgranó la triste historia de la mujer. No es necesario relatarla aquí; puede hacerse una y otra vez en los informes policiales y en las noticias breves acerca de intentos de suicidio.
Me llamo Rebecca Murdoch dijo la mujer, cuando acabó . Me quedan nueve peniques, y pensé en gastarlos en una farmacia para asegurarme el pasaje al otro mundo. Por difícil que sea, para mí no puede ser peor que esto, así que, ¿por qué detenerme?
Además de la compasión y la tristeza naturales que se agitaron en su corazón ante lo que oía, Isaac sintió que en él obraba una misteriosa influencia durante todo el rato que la mujer estuvo hablando, un influjo que confundía sus pensamientos por completo y casi le privaba del poder del habla. Todo lo que pudo decir ante las últimas temerarias palabras de la dama fue que le impediría atentar contra su vida, aunque tuviese que seguirla toda la noche para lograrlo. Su seriedad áspera y temblorosa pareció impresionar a la mujer.
No le ocasionaré ese problema respondió cuando él repitió sus protestas . Al hablarme con bondad usted ha hecho que le vuelva a tener afecto a la vida. No son necesarias amenazas ni promesas. Puede usted creerme, venga mañana a las doce al Prado de Fuller y me encontrará viva para dar cuenta de mí misma. ¡No! Nada de dinero. Con los nueve peniques lograré algún sitio donde poder pasar la noche.
Se despidió con un movimiento de cabeza. El no intentó seguirla: no pensó que lo engañara.
«Es extraño, pero no puedo dejar de creerle», se dijo para sus adentros, y regresó, aturdido, hacia su casa.
Al entrar, su mente seguía absorta de un modo tan completo por su nuevo centro de interés que no advirtió lo que su madre hacía cuando él entró con el medicamento. Había abierto el viejo pupitre y leía con atención el papel que guardara años antes. En todos los cumpleaños de Isaac, desde que había anotado los detalles del sueño contados de sus propios labios, acostumbraba a leer el relato y a meditar sobre él en secreto.
Al día siguiente, Isaac acudió al Prado de Fuller.
Había hecho bien creyéndole sin reservas. Allí estaba, de lo más puntual, para dar cuenta de sí misma. Las últimas débiles defensas que quedaban en el corazón de Isaac contra la fascinación que una palabra o una mirada de la mujer empezaban a ejercer de modo inescrutable sobre él se hundieron y desaparecieron ante ella para siempre en aquella memorable mañana.
Cuando un hombre, insensible en su juventud a la influencia de las mujeres, entabla una relación en su edad madura, son raros los casos, cualesquiera que sean las circunstancias de advertencia, en que se encuentra capaz de librarse de la tiranía de la nueva pasión que le domina. El encanto de que le hablara familiar, amable y agradecidamente una mujer cuyo lenguaje y modales seguían conservando el suficiente refinamiento como para insinuar la alta clase social a la que antaño había pertenecido, hubiera sido un lujo peligroso para un hombre de la posición de Isaac a los veinte años. Pero era mucho más que eso era la ruina segura para él ahora que su corazón se abría sin límites a una influencia nueva en aquella época intermedia de la vida en que los sentimientos fuertes de cualquier tipo, una vez implantados, echan raíces con mayor fuerza en la naturaleza moral de un hombre. Unas pocas entrevistas furtivas posteriores a esa primera en el Prado de Fuller completaron su envanecimiento. En menos de un mes a partir del momento en que la conoció, Isaac Scatchard había consentido en darle a Rebecca Murdoch un nuevo interés por la vida y una oportunidad de recobrar el carácter que había perdido al prometerle que la haría su esposa.
Ella había tomado posesión no sólo de sus pasiones, sino también de sus facultades; Isaac concentraba toda su atención en cuidarla. Ella lo dirigía en todos los aspectos: incluso lo instruyó acerca de cómo darle a su madre la nueva sobre el cercano casamiento del modo más seguro posible.
Si le cuentas primero cómo me conociste y quien soy le dijo la astuta mujer , ella removerá cielo y tierra para impedir nuestra boda. Dile que soy hermana de un compañero de trabajo... pídele que me vea antes de entrar más en detalle, y deja a mi cargo el resto. Pienso hacer que me ame casi tanto como a su Isaac, antes de que se entere de quién soy en realidad.
El motivo del engaño bastaba para santificarlo a los ojos de Isaac. La estratagema propuesta lo aliviaba de una gran angustia, y tranquilizaba su conciencia, incómoda en relación a la madre. Sin embargo, había algo que faltaba para que su felicidad fuese completa, algo que no podía precisar, algo misteriosamente imposible de rastrear y, no obstante, algo que se hacía sentir de modo permanente; no cuando Rebecca estaba ausente, sino, por extraño que parezca, ¡cuando se encontraba en su presencia!
Ella era la amabilidad personificada para con él. Nunca le hacía sentir su inferior inteligencia y sus modales más toscos. Mostraba la más tierna ansiedad por complacerle en las más pequeñas trivialidades, pero, a pesar de todos estos atractivos, él nunca lograba sentirse del todo en paz a su lado. Ya en el primer encuentro, mezclada a su admiración, hubo, cuando la miró a la cara, una leve sensación, involuntaria, de duda sobre si aquella cara le era del todo desconocida. Ninguna intimidad posterior había tenido el menor efecto sobre esa incertidumbre inexplicable, fastidiosa.
Ocultando la verdad como le había sido indicado, anunció a su madre su compromiso matrimonial con precipitación y cierta perturbación, el mismo día en que lo contrajo. La pobre señora Scatchard mostró la absoluta confianza que tenía en su hijo al echarle los brazos al cuello y felicitarle por haber hallado al fin, en la hermana de un compañero de trabajo, una mujer que lo pudiera consolar y cuidar cuando ella faltara. No veía la hora de conocer a la mujer que había elegido su hijo, y fijaron el día siguiente para la presentación.
Era una brillante mañana soleada, y la salita de la pequeña casita estaba inundada de luz cuando la señora Scatchard, feliz y expectante, vestida con galas domingueras para la ocasión, se sentó a esperar al hijo y a su futura nuera.
Fiel a la hora fijada, Isaac hizo entrar con cierto apuro y nerviosismo a su prometida en el cuarto. Su madre se levantó para recibirla, avanzó unos pasos, sonriendo, miró a Rebecca directamente a los ojos y se detuvo de pronto. Su rostro, que un momento antes estaba radiante, se tornó pálido en un instante; sus ojos perdieron la expresión de ternura y amabilidad y fueron invadidos por un sordo terror; sus brazos cayeron a sus costados y retrocedió unos pasos con una exclamación en voz baja dirigida a su hijo.
Isaac susurró, asiéndolo con fuerza de un brazo cuando él le preguntó alarmado si se sentía indispuesta . La cara de esa mujer, ¿no te recuerda nada?
Antes de que pudiera contestar, antes de que pudiese darse la vuelta hacia donde estaba Rebecca, atónita y enfurecida por aquel recibimiento, en el otro extremo de la habitación, la madre de Isaac le señaló con impaciencia el pupitre y le dio la llave.
Abrelo le pidió, con un susurro rápido, entrecortado.
¿Qué significa esto? ¿Por qué se me trata como si nada tuviera que hacer aquí? ¿Es que tu madre quiere insultarme? preguntó Rebecca, iracunda.
Abrelo, y dame el papel que está en el cajón de la izquierda. ¡Apresúrate! ¡Apresúrate, por Dios! apremió la señora Scatchard, encogiéndose aún más de terror.
Isaac le dio el papel. Ella lo miró con ansiedad durante un instante, y después siguió a Rebecca, que ahora empezaba a alejarse de modo altivo para abandonar la habitación, y la asió por un hombro... le alzó de modo brusco la manga larga y suelta del vestido y le miró la mano y el brazo. Algo parecido al miedo empezó a invadir la furiosa expresión del rostro de Rebecca cuando pudo librarse de la anciana.
¡Loca! dijo como para sí . Y pensar que Isaac nunca me lo previno.
Con estas palabras, abandonó la casita.
Isaac se apresuraba a seguirla cuando su madre se giró y lo detuvo. A él se le estrujó el corazón al ver la desdicha y el terror reflejados en el rostro de la anciana mientras le miraba.
Ojos gris claro dijo la madre, en tono grave, casi lúgubre, asustado, señalando hacia la puerta abierta , el párpado izquierdo un poco caído; cabello color lino, con un leve toque dorado; brazos blancos, con un poco de vello; manos de damisela, con un matiz rojizo bajo las uñas... ¡La dama del sueño, Isaac, la dama del sueño!
La leve duda que se había infiltrado en su alma y de la que nunca había podido librarse en presencia de Rebecca Murdoch, quedó resuelta para siempre. Así, pues, él había visto aquel rostro antes... exactamente siete años atrás, el día de su cumpleaños, en el dormitorio de la solitaria posada.
¡Ten cuidado! ¡Hijo mío, ten cuidado! ¡Isaac, deja que se vaya, y quédate conmigo!
Algo oscureció la ventana de la salita cuando esas palabras fueron dichas. Un brusco escalofrío recorrió el cuerpo de Isaac, y miró de soslayo aquella sombra. Rebecca Murdoch había regresado. Estaba atisbando con curiosidad por encima del antepecho de la ventana.
He prometido casarme, madre dijo él . Y debo cumplirlo.
Brotaron lágrimas de sus ojos mientras hablaba, que le nublaron la visión, pero pudo alcanzar a distinguir el rostro fatal afuera, alejándose de nuevo de la ventana.
La madre abatió aún más la cabeza.
¿Te sientes mal? susurró él.
Me siento deshecha, Isaac.
Este se inclinó sobre ella y la besó. La sombra, en el momento en que lo hacía, regresó a la ventana y el rostro fatal atisbó con curiosidad una vez más.
IV
Tres semanas más tarde de aquel día Isaac y Rebecca fueron marido y mujer. Todo lo que había de tenacidad y obstinación sin esperanzas en la naturaleza moral del hombre parecía haberse constreñido alrededor de su fatal pasión, y haberla fijado de modo inalterable en su corazón.
Después de la primera entrevista en la salita de la casita, ninguna consideración lograría convencer a la señora Scatchard de volver a ver a la esposa de su hijo, o incluso de hablar con ella cuando Isaac se esforzara por defender la causa de su mujer después de la boda.
Esta conducta no estaba provocada de ningún modo por el descubrimiento de la degradación en que había vivido hasta entonces Rebecca. No era ésa la cuestión entre madre e hijo. La única cuestión estribaba en el terriblemente exacto parecido entre la mujer viva, de carne y hueso, y la mujer espectral del sueño de Isaac.
Rebecca, por su parte, no sentía ni expresaba la menor pena ante el distanciamiento que existía entre ella y su suegra. Isaac, para preservar la paz, nunca había negado su primera idea acerca de que la vejez y la larga enfermedad habían afectado la mente de su madre. Incluso permitió a su esposa regañarlo por no habérselo confesado en la época del compromiso, en vez de arriesgarse a contarle la verdad. El sacrificio de su integridad ante su única e imperiosa ilusión le parecía algo sin importancia, y después de los sacrificios que ya había hecho le costó poco a su conciencia.
El momento de despertar de su ilusión el instante cruel y lamentable no estaba lejos. Tras unos meses de tranquila vida matrimonial, cuando finalizaba el verano y el año avanzaba hacia el mes de su cumpleaños, Isaac descubrió que su esposa cambiaba en el modo de tratarlo. Se tornó malhumorada y desdeñosa; entabló amistad con individuos del tipo más peligroso y a pesar de sus objeciones, amenazas, órdenes y ruegos, no pasó mucho tiempo sin que, después de cada nuevo altercado, ella aprendiera a buscar el olvido en la bebida. Poco a poco, después del primer deplorable descubrimiento de que su esposa mantenía tratos con borrachos, se impuso a Isaac la cruel certidumbre de que ella misma había llegado a ser una borracha.
Isaac ya se encontraba en un triste estado de depresión desde un tiempo antes de que se presentaran estas calamidades conyugales. La salud de su madre, como podía advertir con meridiana claridad cada vez que iba a visitarla, empeoraba con rapidez, y él se recriminaba secretamente ser la causa del sufrimiento físico y mental que ella soportaba. Cuando a sus remordimientos en relación a su madre se añadió la vergüenza y la desdicha ocasionadas por el descubrimiento de la degradación de su mujer, se derrumbó bajo aquellas duras pruebas: su rostro empezó a cambiar con rapidez y pronto pareció un hombre con el alma rota.
Su madre, que luchaba con entereza contra la enfermedad que la iba acercando a la tumba, fue la primera en notar el triste cambio en su hijo, y la primera en conocer el último y peor problema con su nuera. El día en que Isaac le hizo la humillante confesión sólo pudo llorar con amargura, pero en la siguiente oportunidad en que la visitó, la anciana ya había tomado una resolución con respecto a las aflicciones que lo acosaban, una decisión que lo asombró e incluso lo alarmó. La encontró vestida para salir y cuando le preguntó el motivo, su madre le respondió de esta guisa:
No me queda mucho tiempo de vida, Isaac, y no estaré tranquila en mi última hora a menos que haga todo lo posible para que mi hijo sea finalmente feliz. Voy a rechazar mis miedos y sentimientos, y acompañarte a ver a tu esposa y hacer lo que esté a mi alcance para que ella reaccione. Cógete de mi brazo, Isaac, y déjame hacer por ti lo último que me es dable antes de que sea demasiado tarde.
El no pudo negarse y caminaron juntos lentamente hacia su desdichado hogar.
Era apenas la una de la tarde cuando llegaron a la casa donde él vivía. Era la hora del almuerzo y Rebecca estaba en la cocina, de modo que Isaac pudo llevar a su madre a la salita, y preparar luego a su esposa para la entrevista. Por fortuna, a esa hora del mediodía ella aún no había bebido mucho y estaba menos malhumorada y caprichosa que de costumbre.
Así, Isaac pudo regresar junto a su madre con la mente razonablemente tranquila. Pronto entró su esposa en la salita y el encuentro entre ella y la señora Scatchard se desarrolló mejor de lo que él se había atrevido a pensar, aunque se dio cuenta, con secreta preocupación, que su madre, por más decidida que estuviera en controlarse en otros aspectos, no podía mirar a su nuera a la cara cuando le hablaba. Por lo tanto, fue un alivio para él cuando Rebecca empezó a tender el mantel sobre la mesa.
Después trajo la tabla del pan y cortó una rebanada para su esposo, regresando a continuación a la cocina. En ese momento, Isaac, que aún vigilaba con ansiedad a su madre, se sobresaltó al ver en el rostro de la anciana el mismo cambio terrorífico que lo había alterado tanto en la mañana en que conoció a Rebecca. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, ella le susurró, aterrada:
Llévame... llévame a casa, Isaac. Ven conmigo, y no regreses jamás.
Le daba miedo pedir una explicación; sólo pudo hacerle un gesto para que se callara, y ayudarla a alcanzar la puerta con rapidez. Cuando pasaron junto a la tabla del pan ella se detuvo y se la mostró.
¿Viste con lo que cortó el pan tu esposa? susurró en voz baja.
No, mamá... No prestaba atención. ¿Con qué?
¡Mira!
Lo hizo. Era una gran navaja nueva, con empuñadura de cuerno de gamo, que descansaba con la hogaza de pan sobre la tabla. El adelantó una mano temblorosa para cogerlo, pero en aquel instante se oyó ruido en la cocina y la madre le aferró el brazo.
-¡El cuchillo del sueño! Isaac, creo que voy a desmayarme. Vámonos antes de que ella vuelva.
Le costaba sostenerla. La realidad visible, tangible, del cuchillo lo llenaba de pánico y destruía por completo cualquier leve duda que hubiese podido tener hasta aquel momento en relación a la misteriosa advertencia onírica de casi ocho años atrás. Mediante un último esfuerzo sobrehumano, pudo controlarse lo suficiente para ayudar a salir a su madre de la casa con tanto sigilo que la «Dama del sueño» (ahora pensaba en su esposa dándole ese nombre) no los oyó irse desde la cocina.
¡No vuelvas, Isaac... no lo hagas! imploró la señora Scatchard, cuando él se dio vuelta para regresar, después de dejarla de nuevo sana y salva en su casita.
Debo apoderarme del cuchillo contestó el, en voz baja.
Su madre intentó detenerlo, pero él se apresuró a salir sin pronunciar otra palabra.
Al llegar a su casa encontró que su esposa había notado la secreta partida de ambos. Había estado bebiendo y tenía un furioso ataque de ira. Había arrojado la comida bajo la rejilla del hogar; el mantel no estaba sobre la mesa de la salita. Pero, ¿dónde estaba el cuchillo?
El lo pidió, tontamente. Ella se alegró ante la oportunidad que su petición le ofrecía para irritarlo.
¿Así que él quiere el cuchillo? ¿Puede darle a ella un motivo? ¿No? Así, pues, no lo tendrá... ni aunque lo pida de rodillas.
Las recriminaciones posteriores pusieron a luz el hecho de que ella lo había comprado en una liquidación, y que lo consideraba de propiedad personal. Isaac comprendió la inutilidad de tratar de obtener la navaja por las buenas, y decidió que más tarde la buscaría, en secreto. Pero la búsqueda fue infructuosa. Llegó la noche y salió de la casa para caminar por las calles. A la sazón le daba miedo dormir en el mismo cuarto con ella.
Transcurrieron tres semanas. Todavía furiosa con él, la mujer no quería darle el cuchillo; y él seguía dominado por el temor de dormir con ella en el mismo cuarto. Se paseaba de noche por las calles, o dormitaba en la salita o permanecía sentado junto al lecho de su madre.
Antes de que finalizara la primera semana del nuevo mes su madre falleció. Faltaban apenas diez días para el cumpleaños de Isaac. Ella había anhelado vivir para el aniversario. Isaac estuvo presente en el instante de la muerte, y las últimas palabras de la anciana antes de expirar fueron para él:
¡No vuelvas, hijo mío, no vuelvas!
Se vio obligado a volver, aunque sólo fuese para vigilar a su esposa. Exasperada ésta en extremo por la desconfianza que él le demostraba, había buscado vengativamente agregar un aguijón a su pena, en los últimos días de la enfermedad de su suegra, declarando que haría valer su derecho de asistir al entierro. A pesar de cuanto él pudo decir o hacer, ella se atuvo con malvada persistencia a lo prometido, y en el día señalado para el entierro impuso su presencia avivada y descarada debido a la bebida al esposo, y declaró que participaría del cortejo fúnebre hasta la tumba de la madre.
Aquel ultraje final, seguido por todo lo que había de más insultante en su aspecto y conducta, lo enloqueció momentáneamente y la golpeó.
En cuanto hubo propinado el golpe se arrepintió. Ella se acurrucó, en silencio, en un rincón del cuarto, y lo miró fijamente; era una mirada que enfrió la sangre caliente de Isaac y le hizo temblar. Pero en aquel momento no tenía tiempo de pensar en un medio de hacer las paces. Sólo le quedaba arriesgarse a lo peor hasta que terminase la ceremonia religiosa. Sólo había un modo de sentirse seguro. La encerró con llave en su dormitorio.
Cuando horas después regresó, la halló sentada, muy cambiada en su aspecto y actitud, junto a la cama, con un bulto sobre el regazo. Se puso de pie y lo encaró con serenidad, hablándole con una extraña calma en la voz, una extraña tranquilidad en los ojos, una extraña compostura en los modales.
Ningún hombre me ha pegado dos veces declaró . Y mi esposo no tendrá una segunda oportunidad. Abre la puerta y déjame salir. A partir de ahora no volveremos a vernos.
Antes de que él pudiese contestar ella pasó por su lado y abandonó el cuarto. Isaac la contempló alejarse por la calle.
¿Volvería?
Vigiló y aguardó durante toda la noche, pero no hubo sonido de pasos cerca de la casa. A la noche siguiente, agobiado por la fatiga, se acostó en la cama vestido, con la puerta cerrada con llave, ésta sobre la mesa, y con una vela prendida. Su sueño no se vio perturbado. Así transcurrieron la tercera, cuarta, quinta y sexta noche sin que nada ocurriera. En la séptima estaba acostado, igualmente vestido, todavía con la puerta cerrada con llave, la llave sobre la mesa y la vela encendida, aunque más tranquilo.
Más tranquilo, pues, y en perfectas condiciones físicas, pronto se quedó dormido. Pero su descanso se vio turbado. Se despertó en dos ocasiones sin sensación de inquietud. Pero en la tercera tuvo la sensación del inolvidable escalofrío que había sentido en la noche de la posada solitaria, aquel terrible dolor punzante en el corazón, que una vez más lo despertó de repente.
Abrió los ojos hacia el lado izquierdo de la cama, y allí estaba...
¿Otra vez la Dama del sueño? ¡No! Su esposa; la realidad viviente, con el rostro espectral del sueño, con la actitud fantasmal del sueño; con el blanco brazo alzado, el cuchillo empuñado en la delicada mano blanca.
Saltó casi en el mismo instante en que la vio, y sin embargo no fue lo suficientemente rápido para impedir que ella ocultara el cuchillo. Sin una palabra por parte de él, sin una exclamación por parte de ella, la inmovilizó en una silla. Le tanteó la manga con una mano y allí donde la Dama del sueño había ocultado el cuchillo, allí lo había escondido su esposa: el cuchillo con el mango de cuerno de gamo, de aspecto resplandeciente.
En medio de la desesperación de aquel espantoso momento, su cerebro se mantenía sereno, y calmado su corazón. La miró fijamente con el cuchillo en la mano y dijo estas palabras finales:
Dijiste que no volveríamos a vernos y has regresado. Ahora me toca a mí irme y lo haré para siempre. Digo que no volveremos a vernos, y no quebrantaré mi palabra.
La dejó y empezó a caminar en la noche. Afuera el viento era frío y el olor de la lluvia reciente saturaba el aire. La distante campana de una iglesia dio el cuarto de hora mientras él andaba con rapidez más allá de las últimas casas del suburbio. Preguntó al primer policía que encontró a qué hora correspondía el cuarto que acababa de sonar.
El hombre consultó su propio reloj.
A las dos.
Las dos de la mañana. ¿Qué día era el que acababa de empezar? Lo calculó a partir de la fecha del funeral de su madre. La correspondencia fatal era completa: ¡era su cumpleaños!
¿Había escapado del peligro mortal que el sueño le vaticinara, o sólo había recibido un segundo aviso?
En cuanto esa ominosa duda se fijó en su mente, se detuvo, reflexionó y se dirigió de nuevo a la ciudad. Aunque estaba decidido a cumplir la palabra empeñada de que ella no le viera nunca más, se le había ocurrido la idea de hacerla vigilar y seguir. Tenía el cuchillo; el mundo se abría ante él, pero una nueva desconfianza hacia ella... un impreciso temor, indecible, supersticioso, lo había invadido.
«Debo saber a dónde va, ahora que cree que la he dejado», se dijo, mientras se acercaba con paso cansino a su casa.
Todavía estaba a oscuras. El había dejado la vela encendida en el dormitorio, pero cuando atisbó por la ventana no vio luz. Se acercó sigilosamente a la puerta. Recordaba que al irse la había cerrado; al tantearla ahora, la encontró abierta.
Esperó afuera, sin perder de vista la casa, hasta que amaneció. Entonces se atrevió a entrar; prestó atención y no oyó nada; inspeccionó la cocina, el lavadero y la salita, pero no encontró nada; finalmente, subió al dormitorio: estaba vacío. En el suelo había una ganzúa, que revelaba cómo había entrado la mujer por la noche, y ésa era la única huella que había dejado.
¿Adónde se había dirigido? No hubo nadie que pudiera decírselo. La oscuridad había ocultado su huida; y cuando amaneció nadie podía saber dónde estaba ella en aquel momento.
Antes de abandonar la casa y la ciudad para siempre, Isaac impartió instrucciones a un amigo y vecino para que vendiera los muebles por lo que pudiera conseguir y empleara la suma de la venta en contratar a un policía para que siguiera el rastro de su mujer. Las órdenes fueron cumplidas con toda honestidad y se gastó todo el dinero, pero las pesquisas no dieron resultado. La ganzúa del piso del dormitorio seguía siendo la única y última pista inútil de la Dama del sueño.
A esta altura del relato el posadero hizo una pausa, y volviéndose hacia la ventana del cuarto en el que estábamos sentados, miró en dirección a los establos.
Eso es cuanto me contaron dijo . Lo poco que falta lo sé por propia experiencia. Dos o tres meses después de los hechos que acabo de contarle, Isaac Scatchard me vino a ver, ajado y envejecido como usted lo ha visto hoy. Vino con sus referencias personales y me pidió un empleo. Sabiendo que tenía un lejano parentesco con mi esposa, lo tomé a prueba en consideración a esto, y me cayó bien a pesar de sus raras costumbres. Es tan sobrio, honesto y voluntarioso como pueda serlo cualquier hombre en Inglaterra. En cuanto a que se mantenga despierto durante la noche y duerma en los momentos de ocio del día, ¿quién puede asombrarse después de oír su historia? Además, nunca se opone a que se le despierte cuando se le necesita, así que no hay mucho de qué quejarse, al fin y al cabo.
Supongo que teme que vuelva ese sueño espantoso, y despertar en la oscuridad, ¿no? dije.
No rebatió el posadero . El sueño se le ha repetido con tanta frecuencia que ahora lo soporta con resignación. Lo que lo mantiene despierto toda la noche es su esposa.
¿Cómo? ¿Nunca se ha sabido de ella?
Nunca. Isaac tiene un solo pensamiento constante con respecto a ella: que está viva y que lo busca. Creo que no se quedaría dormido a las dos de la mañana ni por todo el oro del mundo. Dice que esa es la hora en que ella lo encontrará cualquier día. Durante todo el año las dos de la mañana es la hora en que le gusta estar más seguro de que tiene la gran navaja en su poder. No le importa permanecer a solas siempre que esté despierto, salvo en la noche previa a su aniversario, cuando cree firmemente que su vida está en peligro. Desde que está aquí sólo ha pasado un cumpleaños y ese día se quedó sentado al fresco toda la noche. «Ella me está buscando», es todo cuanto dice cuando alguien le comenta de la única angustia de su vida: «Ella me está buscando». Tal vez tenga razón. Ella puede estar buscándolo. ¿Quién puede saberlo?
-¿Quién puede saberlo? repetí.
***
¡VOLAR CON EL BERGANTIN!
Tengo que hacerles una confesión alarmante. Estoy obsesionado por un fantasma.
Aunque lo intentaran durante cien años, nunca adivinarían quién es mi fantasma. Primero les hará reír y después les producirá escalofríos. Mi fantasma es un candelero de dormitorio. Sí, un candelero con vela de dormitorio, o un simple candelero con vela, como prefieran, y esto es lo que me obsesiona. Me gustaría que fuese algo más agradable y extraordinario: una mujer hermosa, o una mina de oro y plata, o una bodega de vino o un carruaje con caballos, o algo así. Pero, siendo lo que es, tengo que tomarlo con filosofía y sacar el mayor provecho de ello, y les agradeceré que me ayuden haciendo lo mismo.
No soy un erudito, pero me atrevo a decir que la obsesión de cualquier hombre por cualquier cosa bajo el sol, empieza asustándole. De cualquier modo, mi obsesión por un candelero empezó con mi temor por un candelero, asustándome durante la mitad de mi vida y, hasta el momento, haciéndome perder el juicio. No es muy agradable confesarlo así antes de explicar los detalles, pero quizás estarán dispuestos a creer que no soy un gran cobarde ya que soy lo bastante sincero como para dar la cara, hasta ahora, en mi perjuicio.
Estos son los detalles, como mejor puedo contarles:
Yo era un aprendiz de marinero cuando no era más alto que mi bastón y aproveché el tiempo, ya que a los veinticinco años ya era segundo de a bordo.
Era por el año mil ochocientos dieciocho o diecinueve, no estoy seguro, cuando cumplí la edad de veinticinco años. Perdonarán mi memoria bastante mala para las fechas, nombres, números, lugares y cosas así. No teman, sin embargo, acerca de los detalles que voy a contarles, pues los recuerdo perfectamente, puedo verlos tan claros como la luz del día. Tengo alguna duda sobre lo que ocurrió primero o después, pero no creo que a estas alturas tenga importancia, ¿verdad?
Bien, en mil ochocientos dieciocho o diecinueve, cuando en nuestra parte del mundo había paz, se luchaba en un campo de batalla conocido por los marinos como la zona española.
Hacía unos años que las posesiones que pertenecían a los españoles en Sudamérica se habían amotinado y declarado independientes. Se derramaba mucha sangre entre el antiguo y el nuevo gobierno, pero el nuevo llevaba las de ganar al mando del General Bolívar, hombre famoso por aquel entonces, aunque ahora parece que nadie le recuerda. Ingleses e irlandeses, amantes de la lucha y sin nada mejor que hacer en casa, se unieron al General como voluntarios y algunos comerciantes de aquí creyeron que valía la pena mandar suministros a la parte popular. Naturalmente, había riesgo al hacerlo, de cada tres operaciones fallaban dos, pero ésta es la realidad del comercio en cualquier parte del mundo.
Entre los ingleses que tomaron parte en este asunto hispanoamericano yo, su humilde servidor, era uno de ellos.
Era por entonces segundo de a bordo de un bergantín perteneciente a una firma de la City que comerciaba con los lugares más estrafalarios y lejanos, y en el año a que me refiero fletó el bergantín con una carga de pólvora para el General Bolívar y sus voluntarios. Nadie, excepto el capitán, conocía nuestras instrucciones cuando zarpamos y a él no parecían gustarle mucho. No sé con certeza cuántos barriles de pólvora llevábamos a bordo o cuánto había en ellos, sólo sé que no había ninguna otra carga. El nombre del bergantín era La Buena Intención, extraño nombre, me dirán, para un barco cargado de pólvora, enviado para ayudar en una revolución.
La Buena Intención era la más absurda y vieja bañera en la que jamás me hiciera a la mar y la peor en todos los aspectos. Desplazaba doscientas treinta o doscientas ochenta toneladas, no recuerdo cuántas, y una tripulación de ocho hombres, no los suficientes para el trabajo del bergantín. Sin embargo, estábamos bien pagados, ante el riesgo de ir a pique, y en este caso volar por añadidura.
Considerando la naturaleza de nuestra carga, estábamos hostigados por nuevas reglas concercientes a fumar nuestras pipas o alumbrar las linternas, que no nos gustaban nada y como suele ocurrir en estos casos, el capitán predicaba lo que no practicaba. No se permitía a ningún hombre encender una vela cuando estaba abajo, excepto al piloto, y éste la usaba normalmente para mirar los mapas sobre la mesa.
Esta luz era una vulgar vela de cocina, puesta en una vieja y aplastada palmatoria con toda la porcelana desportillada que dejaba ver la hojalata. Hubiese sido mucho más marinero y apropiado si hubiese tenido uná lámpara o una linterna, pero se aferraba a su vieja palmatoria, y desde entonces el viejo candelero se ha aferrado a mí. Este es otro chiste si quieren, mejor que el primero en mi opinión.
Bien (ya he dicho «bien» antes, pero es una palabra que ayuda a un hombre a seguir), navegamos en el bergantín y nos dirigimos a las Islas Vírgenes en las Antillas y después hacia las Islas Leeward directamente hacia el Sur hasta que el vigía en el palo mayor vio tierra. Esta tierra era la costa de Sudamérica. Hasta aquí tuvimos un viaje maravilloso. No habíamos perdido ninguna vela y ninguno de nosotros fue atormentado hasta la muerte en las bombas. Puedo deciros que no sucedía a menudo que La Buena Intención hiciese semejante viaje.
Me mandaron arriba para asegurarse sobre la tierra y así lo hice. Cuando informé al piloto, fue abajo, miró su carta de instrucciones y el mapa. Al volver al puente cambió el rumbo ligeramente hacia el Este he olvidado el punto, pero no importa . Lo que recuerdo es que había oscurecido antes de que nos acercásemos a tierra.
Mantuvimos la plomada y avanzamos el bergantín hasta cuatro o cinco brazas de agua, o quizá seis, no estoy seguro. Manteníamos el ojo avizor ya que desconocíamos las corrientes de la costa. Nos preguntábamos por qué el capitán no echaba el ancla, pero dijo: No. Antes debía encender una luz en el palo mayor y esperar otra en la costa como respuesta. Esperamos, pero nada ocurrió. Estaba estrellado y en calma. El poco viento qué hacía llegaba en soplos desde la costa. Creo que esperamos, derivando un poco hacia el Oeste, casi una hora antes de que ocurriese algo y entonces, en vez de ver la luz en tierra, vimos un bote dirigiéndose hacia nosotros con sólo dos hombres remando.
Les saludamos y contestaron «Amigos» llamándonos por nuestro nombre. Subieron a bordo. Uno de ellos era irlandés y el otro un piloto nativo de color café, que chapurreaba algo de inglés.
El irlandés tendió una nota a nuestro capitán que me la mostró. Nos informaba de que esta zona de la costa era peligrosa para descargar la mercancía, ya que espías del enemigo (esto es, el antiguo gobierno) habían sido apresados y fusilados el día anterior en los alrededores. Debíamos confiar el bergantín al piloto nativo, él tenía instrucciones para llevarnos a otra parte de la costa.
La nota estaba firmada convenientemente; dejamos regresar al irlandés solo en el bote y permitimos que el piloto ejerciera su autoridad sobre el barco. Nos mantuvo alejados de tierra hasta el mediodía siguiente; según parecía, sus instrucciones le hacían mantenernos lejos de la costa. Solamente alteramos el rumbo por la tarde para llegar de nuevo a tierra hacia la medianoche.
Este piloto mestizo tenía un aspecto de vagabundo, flaco, cobarde y pendenciero, que insultaba a los hombres con el inglés más vil, hasta que cada uno de ellos estuvo dispuesto a tirarlo por la borda. El capitán los tranquilizó y yo los tranquilicé, ya que nos habían dado instrucciones sobre el piloto y teníamos que hacer lo mejor con él. Hacia el anochecer, sin embargo, a pesar de mis mejores deseos para evitarlo, fui lo bastante infeliz como para pelearme con él.
Quiso ir abajo con la pipa y, naturalmente, le detuve, ya que era contrariro a las órdenes. Intentó adelantarme y lo aparté con la mano. No tenía intención de empujarlo hacia abajo pero de algún modo lo hice. Se levantó rápidamente y sacó su cuchillo. Se lo arranqué de la mano, abofeteé su cara asesina y tiré su arma por la borda. Me lanzó una terrible mirada y salió. No hice mucho caso de su mirada entonces, pero después la he recordado demasiado.
Estábamos de nuevo cerca de tierra justo cuando falló el viento, entre las once y doce de la noche; echamos el ancla bajo las instrucciones del piloto.
El cielo estaba negro como el alquitrán y había una calma de muerte. El capitán estaba en el puente con dos de nuestros mejores hombres, para observar. El resto estaba abajo, excepto el piloto, que se enroscó arriba, más como una serpiente que como un hombre, en el castillo de proa.
No me tocaba guardia hasta las cuatro de la mañana. Pero no me gustó el aspecto de la noche, o del piloto, o el estado de las cosas en general, así que me quedé a dormir sobre el puente, listo en cualquier momento. Lo último que recuerdo fue al capitán susurrándome que tampoco a él le gustaba el cariz de las cosas y que bajaría para consultar de nuevo sus instrucciones. Esto es lo último que recuerdo antes de que el lento, pesado y regular balanceo del viejo bergantín sobre el oleaje me durmiese completamente.
Me despertó un estruendo a proa y una mordaza en mi boca. Tenía un hombre sobre mi pecho y otro sobre mis piernas; y en medio minuto tenía las manos y pies atados.
El bergantín estaba en manos de los españoles. Pululaban por todas partes. Oí seis fuertes chapoteos en el agua, uno detrás de otro. Vi al capitán apuñalado en el corazón, mientras rodaba hacia los otros, y oí el séptimo chapoteo en el agua. Excepto yo, todos los hombres de la tripulación habían sido asesinados y arrojados al mar. Por qué me dejaron a mí no podía imaginarlo hasta que vi parado delante de mí al piloto con una linterna, mirando, para asegurarse de que era yo.
Había una mueca endemoniada en su cara, e inclinó la cabeza hacia mí, como diciendo: «Tú eres el hombre que me empujó y abofeteó; ahora pienso jugar al gato y al ratón contigo en pago de ello».
No pude moverme o hablar pero pude ver a los españoles abriendo la escotilla principal, preparándose para sacar la carga.
Un cuarto de hora más tarde oí el ruido de una barca pequeña en el agua. La extraña embarcación se puso al costado y los españoles empezaron a descargar la carga en ella. Todos trabajaban duro, excepto el piloto, y éste venía de vez en cuando, con la linterna, para echarme una ojeada, siempre sonriéndose y asintiendo del mismo modo endemoniado.
Ahora soy lo bastante mayor para no avergonzarme de confesar la verdad; y no me importa reconocer que el piloto me asustaba.
El terror, las ataduras, la mordaza y el no poder mover pies y manos, me habían casi agotado para cuando los españoles acabaron su trabajo. Justo al amanecer. Habían trasladado una buena parte de nuestra carga a bordo de su barco, pero no toda y espabilaron lo suficiente para irse con lo que tenían antes de que fuese de día.
No tengo que decirles que para entonces yo ya me esperaba lo peor. Quedaba bastante claro que el piloto era uno de los espías del enemigo, que se había infiltrado sin sospechas. El, o más bien alguno de sus empleados, supo lo bastante de nosotros como para sospechar la naturaleza de nuestra carga; nos habían anclado durante la noche en el lugar más propicio para sorprendernos; y habíamos pagado el castigo de tener una tripulación escasa y, consecuentemente, escasa vigilancia. Todo esto estaba bastante claro pero, ¿qué pensaba hacer el piloto conmigo?
Palabra de honor que me da escalofríos ahora, solamente de contaros lo que me hizo.
Cuando se fueron todos del bergantín, excepto el piloto y dos marineros españoles, éstos me cogieron, atado y amordazado como estaba, me bajaron a la bodega del barco y me echaron al suelo, atándome con cuerdas de modo que podía girarme de un lado a otro pero no podía darme la vuelta para cambiar de sitio. Entonces me dejaron. Ambos estaban borrachos; pero el demonio del piloto estaba sobrio, ¡fíjense!, tan sobrio como yo lo estoy ahora.
Yací un rato en la oscuridad con el corazón latiéndome como si fuese a saltar. Permanecí allí unos cinco minutos o así, hasta que bajó el piloto solo.
Tenía el candelero del capitán y un punzón de carpintero en una mano, y un largo, fino y retorcido cordel de algodón, bien untado en aceite, en la otra mano. Puso el candelero con una nueva vela encendida en el suelo, como a medio metro de mi cara y próximo al costado del barco.
La luz era bastante débil pero suficiente para mostrarme una docena de barriles de pólvora o más, colocados a mi alrededor en la bodega del bergantín. Empecé a sospechar lo que tramaba en cuanto vi los barriles. El horror me invadió de los pies a la cabeza; el sudor corría por mi cara como el agua.
A continuación le vi ir hacia uno de los barriles de pólvora apoyado en el costado del barco, en línea recta con el candelero y a un metro de distancia más o menos de donde yo estaba. Abrió un agujero en un lado del barril con el punzón; la horrible pólvora salió tan negra como el infierno, y cayó sobre la palma de su mano, que tendió para cogerla. Cuando tuvo la mano llena tapó el agujero, obstruyéndolo con un extremo del aceitado cordel, rápidamente; entonces untó de pólvora todo el largo del cordel hasta que éste ennegreció por todas partes.
La siguiente cosa que hizo tan cierto como que estoy aquí, tan cierto como que el cielo está sobre nosotros la siguiente cosa que hizo fue llevar el extremo libre de la larga, negra y terrible mecha hacia la vela encendida al lado de mi cara. La ató (el maldito villano) dando varias vueltas alrededor del sebo, como a un tercio de la distancia hacia abajo, midiendo desde la llama al borde dei candelero. Hizo esto, comprobó que mis ligaduras estuviesen bien seguras y entonces, acercando su cara a la mía me susurró al oído:
Vuela con el bergantín.
Rápidamente subió al puente y él y los otros dos cerraron la escotilla encima mío. En el extremo que quedaba más apartado de donde yo estaba, no la habían ajustado totalmente y vislumbraba un destello de luz cuando miraba en aquella dirección. Oí el ruido de los remos del barco cayendo en el agua, «plaf, plaf», mientras alejaban el barco de la calma, para poder coger el viento, «plaf, plaf», cada vez más imperceptibles durante un cuarto de hora o más. Mientras escuchaba estos ruidos, mis ojos estaban fijos en la vela. Había sido encendida recientemente, así que en total duraría seis o siete horas. Allí estaba tendido, amordazado, atado al suelo; viendo mi propia vida quemándose con la vela a mi lado; allí permanecía solo en el mar, condenado a volar en átómos y ver esta condena corriendo cada vez más próxima con cada segundo que pasaba, impotente para ayudarme y sin poder hablar para pedir ayuda a otros, durante las próximas dos horas. Lo que me sorprende es que no trucase la llama, la mecha y la pólvora muriendo ante el horror de mi situación antes de que pasase media hora en la bodega del barco.
No puedo decir exactamente por cuánto tiempo mantuve mis sentidos después de dejar de oír el ruido de los remos del barco en el agua. Puedo recordar hasta cierto punto todo lo que hice y pensé; pero después, todo se confunde y me pierdo tanto en la memoria ahora como me perdí entonces en mis sentimientos.
Desde el momento en que cerraron la escotilla sobre mí, empecé, como cualquier otro hombre hubiese hecho en mi lugar, a soltar mis manos con un esfuerzo frenético. En el loco pánico en que me hallaba, me corté con las ligaduras como si fueran hojas de cuchillo; pero no pude mover las manos; todavía era más difícil soltar mis piernas o desatarme de las ligaduras que me ataban al suelo. Abandoné, cuando ya estaba falto de aliento. La mordaza, recuerden, por favor, era un terrible enemigo para mí; sólo podía respirar libremente por la nariz, y es un pobre desahogo cuando un hombre está esforzándose al máximo.
Renuncié y permanecí quieto, recuperando el aliento, observando y vigilando la vela en todo el tiempo.
Mientras la miraba se me ocurrió que podía probar de soplar la llama lanzando un largo resoplido por la nariz. Estaba demasiado alto y lejos de mí para llegar de este modo. Probé. Probé y probé y renuncié de nuevo permaneciendo quieto otra vez; siempre con mis ojos fijos en la vela y la vela mirándome a mí. El ruido de los remos era ya muy débil, pude oírlo en la quietud de la mañana, «plaf, plaf», cada vez más tenue, «plaf, plaf».
Sin saber exactamente lo que pasaba por mi cabeza, empecé a enloquecer. La llama de la vela crecía cada vez más alta y el largo del sebo, que era el largo de mi vida, era cada vez más corto, más corto. Calculé que me quedaba menos de una hora y media de vida.
¡Una hora y media! ¿Tenía alguna oportunidad, en este lapso de tiempo, de que llegase algún bote desde la costa?
Tanto si la tierra cercana a donde estaba anclado el barco era posesión de nuestro bando, o del bando contrario, llegué a la conclusión de que antes o después, mandarían a alguien para observar el bergantín, simplemente porque era extraño en esta zona. La pregunta para mí era: ¿llegarían pronto? El sol aún no se había levantado; como os he dicho, podía verlo por la rendija de la escotilla. No había ningún pueblo cercano en la costa, ya que no habíamos visto luces. No había viento, como podía advertir por el oído, que trajese algún barco cerca. Si hubiese tenido seis horas para vivir, había una oportunidad para mí, desde la salida del sol hasta el mediodía. Pero con una hora y media, que ya había disminuido a una hora y cuarto, o en otras palabras, con la hora temprana de la mañana, la deshabitada costa y la calma chicha, todo en contra mía, no había la más remota posibilidad. Mientras sentía esto, intenté otra lucha la última con mis ataduras; para mi mayor dolor, sólo conseguí cortarme más.
Renuncié de nuevo y permanecí quieto escuchando el ruido de los remos. ¡Nada! No podía oír ningún sonido sino el vuelo de algún pez, aquí y ailá, sobre el mar, y el crujir de las viejas pértigas del bergantín, mientras se balanceaba de un lado a otro con el poco oleaje de las tranquilas aguas. Una hora y cuarto; la llama creció terribiemente mientras pasaba el cuarto de hora y la punta carbonizada de la mecha empezó a espesarse con forma de seta. Pronto caería. ¿Caería al rojo vivo, se inclinaría el balanceo del barco en el lado de la vela, dejándolo caer sobre la otra mecha? Si fuera así, tenía diez minutos de vida en vez de una hora.
Este descubrimiento cambió el rumbo de mis pensamientos por un minuto. Empecé a reflexionar sobre qué clase de muerte sería volar por los aires. ¿Dolorosa? Bien, seguramente demasiado rápido para esto. Quizá sólo un estadillo en mi interior, o fuera, o ambos y nada más. Quizá ni siquiera un estallido. ¿La muerte y la dispersión de este mi cuerpo en millones de ardientes chispas sucedería en el mismo instante? No me lo pude imaginar; no pude decidir cómo ocurriría. El minuto de calma que tuve en mi mente ante estos pensamientos pasó y estuve allí de nuevo.
Cuando volví a mis ideas, o cuando éstas volvieron a mí (no puedo decir cómo), la llama estaba terriblemente alta quemando con mucho humo, la parte carbonizada estaba roja y derramándose, a punto de caer. Al ver esto, mi desesperación y horror cambió de sentido de un modo mejor y más acertado para mi pobre alma. Intenté rezar, en mi propio corazón, comprenderán, ya que la mordaza me impedía hacerlo de otro modo. Lo intenté, pero la vela parecía arder dentro de mí. Luché con fuerza para apartar la vista de la llama y mirar hacia la rendija de la escotilla, a la bendita luz del día. Lo intenté una vez, dos y renuncié. A continuación probé de cerrar los ojos y mantenerlos cerrados una vez, dos, y la segunda vez lo conseguí . «Dios bendiga a mi madre y a mi hermana Lizzie; Dios guarde a ambas y me perdone».
Esto es todo lo que tuve tiempo de decir en mi corazón; antes de que mis ojos se abrieran de nuevo, a pesar mío, y la llama de la vela volase sobre ellos, volase sobre mí y quemase el resto de mis ideas en un instante.
Ahora ya no podía oír el vuelo de los peces, no podía oír el balanceo del barco, no podía pensar; no podía sentir el sudor de mi propia agonía en la cara. Sólo podía mirar el tope carbonizado de la llama. Se hinchó, vaciló, se inclinó hacia un lado, cayó al rojo vivo en el momento de su caída , negro e inofensivo, incluso antes de que el balanceo del barco lo inclinara sobre la base del candelero.
Me encontré riendo.
¡Sí! Riendo ante la segura caída del trozo de mecha. Si no fuese por la mordaza hubiese chillado con la risa. Como estaba, me sacudí por dentro hasta que la sangre se amontonó en mi cabeza ; estaba sofocado y sin aliento. Me quedaba el suficiente sentido para saber que mi propia horrible risa, en aquel terrible momento, era un signo de que mi cerebro por fin funcionaba. Tuve bastante sensatez como para probar un forcejeo de nuevo antes de que mi mente estallase como un caballo asustado y corriera fuera de mí.
Probé de nuevo una reconfortante mirada al destello de luz a través de la escotilla. La batalla para forzar mi vista desde la vela y echar una ojeada a la luz del día, fue la más dura que había tenido; y la perdí. La llama mantenía mis ojos fijos tan fuerte como las ligaduras ataban mis manos. No podía apartar mis ojos de ella. Ni siquiera podía cerrarlos, cuando lo probé por segunda vez. Allí estaba la llama, creciendo de nuevo. Allí estaba el trozo de vela sin quemar entre la luz y la mecha, acortado en unos centímetros.
¿Cuánta vida me dejaban estos centímetros? ¿Tres cuartos de hora? ¿Media hora? ¿Cinco minutos? ¿Veinte minutos? ¡Tranquilo! Un centímetro de sebo de vela puede durar más de veinte minutos. ¡Un centímetro de sebo! ¡El cuerpo y el alma de un hombre guardados por un centímetro de sebo! ¡Fantástico! Ni siquiera el mayor rey sentado en un trono puede juntar el cuerpo y el alma de un hombre; y aquí está un centímetro de sebo pudiendo hacer lo que no puede un rey. Esto es algo para contar a mi madre, cuando vuelva a casa, que le sorprenderá más que el resto de mis viajes juntos. Me reí para mis adentros, de nuevo, ante esta idea; sofocándome y perdiendo el aliento hasta que la luz de la vela saltó ante mis ojos y apagó mi risa, me quemó todo, dejándome vacío, frío y quieto otra vez.
Madre y Lizzie. No recuerdo cuándo regresaron; pero ellas regresaron no en mi mente esta vez, me pareció sino allí mismo, presentes ante mí, en la bodega del bergantín.
Sí, seguro, allí estaba Lizzie, tan ligera como siempre, sonriéndome. ¡Riendo! Bueno, ¿por qué no? ¿Quién puede censurar a Lizzie por pensar que estoy borracho, tirado en el suelo de la bodega con los barriles de cerveza a mi alrededor? ¡Tranquilo! Ahora está gritando, girando en redondo en un ardiente vapor, agitando sus manos, implorando ayuda cada vez más débil como el «plaf, plaf» de los remos de la embarcación. ¡Se ha ido! quemada en el ardiente vapor. ¿Vapor? ¿Fuego? No: ni lo uno ni lo otro. Es madre la que hace la luz, madre, tejiendo con diez llamas en las puntas de los dedos y mechas colgando sobre su cara en vez de su propio cabello gris. Madre, en un viejo balancín y las largas y flacas manos del piloto en el respaldo de la silla, chorreando pólvora. ¡No! Pólvora no, silla no, madre no. Sólo la cara del piloto brillando roja, ardiente, como un sol, en un ardiente vapor; subiendo y bajando; corriendo arriba y abajo sobre la meeha en el ardiente vapor; tornándose cada vez más pequeño, más pequeño, hasta un punto diminuto que penetra en mi cabeza y entonces todo es fuego y vapor sin oír, sin ver, sin pensar, sin sentir . ¡El bergantín, el mar, yo mismo, el mundo entero, todo se ha ido a la vez!
Después de lo que les he contado no sé nada, no recuerdo nada, hasta que me desperté (tal como me pareció) en una confortable cama con dos recios hombres como yo sentados a cada lado de mi almohada, y un caballero observándome, a los pies de la cama. Eran cerca de las siete de la mañana. Mi sueño (o lo que a mí me pareció sueño) había durado más de ocho meses. Estaba entre mis propios compatriotas en la isla de La Trinidad, los hombres al lado de mi almohada eran mis guardianes y el caballero de pie a los pies de mi cama era el doctor. Lo que dije e hice en estos ocho meses, no lo he sabido nunca, ni lo sabré. Desperté como si hubiese sido un largo sueño, es todo lo que sé.
Pasaron dos meses o más antes de que el doctor considerase seguro contestar a mis preguntas.
El bergantín fue anclado, como yo suponía, en una parte de la costa lo bastante solitaria para que los españoles estuvieran seguros de no ser interrumpidos, ya que apañaron su trabajo asesino durante la noche.
Mi vida no había sido salvada desde la costa, sino desde el mar. Un barco americano, calmado mar afuera, descubrió el bergantín a la salida del sol; el capitán, en vista de que tenía tiempo de sobra debido a la calma, viendo anclado un barco donde no tenía ninguna razón de estar, botó uno de sus botes y mandó a su segundo de a bordo a echar una ojeada más de cerca y regresar con un informe de lo que viera.
Lo que vio, cuando él y sus hombres encontraron el bergantín desierto y lo abordaron, fue el destello de una vela por la rendija de la escotilla. Cuando descendió a la bodega, la llama estaba a la distancia de un pelo de la mecha; si no hubiese tenido la sensatez y la frialdad de cortar la mecha en dos con su cuchillo, antes de que aquella tocase la vela, él y sus hombres hubiesen podido volar con el bergantín, así como yo.
La mecha chisporroteó y se retorció al rojo vivo al apagar la vela, y si la comunicación con el barril no hubiese estado cortada, sólo Dios sabe lo que hubiese ocurrido. Hasta ahora, no he sabido nada de lo que le sucedió a la embarcación española y a su piloto.
En cuando al bergantín, los yankees lo llevaron, así como a mí, a La Trinidad, y reclamaron su salvamento. Espero que lo obtuvieran por sus propios méritos. Me bajaron a tierra tal como me habían encontrado en el bergantín, esto es, totalmente inconsciente. Pero, por favor, recuerden que de esto hace mucho tiempo; tomen mi palabra, fui puesto en libertad como les dije; gracias a Dios, ahora estoy muy bien, como pueden ver. Estoy un poco impresionado al contarles esta historia, naturalmente, un poco impresionado, queridos amigos, y esto es todo.
***
FAUNTLEROY
I
Era realmente una cena aburrida. De los cuatro invitados, dos eran hombres entre los cincuenta y sesenta años, y dos eran jóvenes entre dieciocho y veinte. No teníamos ningún tema en común. Todos éramos íntimos de nuestro anfitrión, pero nos conocíamos muy poco entre nosotros. Quizá las cosas hubiesen ido mejor con señoras en la reunión; pero el dueño de la casa era soltero y excepto el ama de llaves que nos atendió en la cena, ninguna hija de Eva se hallaba presente para alegrarnos la sombría escena.
Probamos todos los temas, pero decaían uno tras otro. Los caballeros maduros parecían temerosos de comprometerse hablando con demasiada libertad delante de nosotros, los jóvenes, y nosotros, por otro lado, contuvimos nuestro juvenil torrente de ideas y nuestra juvenil libertad de expresión en deferencia hacia nuestro anfitrión. Este pareció, una o dos veces, un poco nervioso por nuestra corrección ante sus respetables huéspedes. Para poner las cosas peor, habíamos cenado muy temprano.
El reloj de la repisa de la chimenea dio las ocho cuando tomábamos la primera ronda de vino con el postre.
Conté las campandas y estoy seguro, por la expresión de su cara, que el otro invitado joven que se sentaba a mi lado en la mesa redonda, también las contaba. Cuando llegamos al final de las ocho intercambiamos una mirada desesperada. «¡Dos horas más! ¿Qué será de nosotros?» Esto fue exactamente lo que nos dijimos con la mirada.
El vino era excelente y creo que todos llegamos por separado a la misma conclusión de que nuestra oportunidad de acabar la velada estaba íntimamente ligada con nuestra resolución de acabar las botellas.
Hablamos de vino como tema principal. No hay velada de hombres ingleses que no lo haga. En este país, cada hombre lo suficientemente rico para pagar impuestos, ha hecho una u otra vez una increíble compra de vino.
A veces ha conseguido tal ganga como jamás espera repetir. A veces es el único hombre en Inglaterra, no siendo par del reino, que tiene una botella de un cierto viñedo famoso que ha desaparecido de la faz de la Tierra. A veces ha comprado, con un amigo, algunas últimas docenas de la bodega de algún fallecido potentado, a un precio tan exorbitante que sólo puede menear la cabeza y negarse a mencionarlo. Algunas veces ha estado en una posada apartada; encontrado el jerez de allí imbebible ha preguntado si había algún otro vino en la casa e informado de que hay «un brebaje extranjero que nadie bebe», ha pedido una botella; resultando ser un Burgundy tal como en Francia ya no se produce; astutamente ha cerrado el trato con la posadera viuda y ha comprado todo el stock por casi nada. A veces conoce al propietario de una famosa taberna en Londres, y recomienda a uno o dos de sus mejores amigos que la próxima vez que pasen por allí entren a cenar y saluden al posadero pidiéndole una botella de jerez con la etiqueta azul claro, diferente de la azul oscuro. Miles de personas cenan allí cada año pensando que han tomado el famoso jerez, cuando han tomado la etiqueta azul oscuro; pero el auténtico vino, el famoso vino, es el de la etiqueta azul claro y nadie en Inglaterra lo sabe, a no ser el posadero y sus amigos. En todas estas conversaciones a propósito del vino, a pesar de la variedad de las diferentes experiencias relatadas, invariablemente, uno de los dos grandes principios es mencionado por el narrador. O sabe más que nadie acerca de ello, o ha tenido un vino mejor que el excelente vino que ahora bebe. Los hombres pueden juntarse a veces sin hablar de mujeres, sin hablar de caballos, sin hablar de política, pero no pueden reunirse en una comida sin hablar de vinos y no pueden hablar de vinos sin atribuirse cada uno de ellos una absoluta infalibilidad sobre este tema que en relación disminuye cualquier otro tópico en la Tierra.
Por cuánto tiempo duró la inevitable conversación sobre el vino en aquella precisa reunión social de la que ahora escribo es algo más de lo que puedo decir. He oído tantas conversaciones del mismo género en tantas otras mesas que mi atención se desvió penosamente y empecé a olvidarlo todo acerca de la aburrida cena y de los mal elegidos comensales, de los cuales formaba parte. Por cuánto tiempo permanecí en esta descortés condición mental de olvido es algo que no puedo asegurar; pero cuando recuperé la atención, al cabo de un rato, del pequeño mundo a mi alrededor, comprendí que el buen vino había empezado a surtir efecto.
La corriente de la conversación a cada lado del anfitrión estaba empezando a ser calurosa y continuada; la charla sobre el vino se había acabado; uno de los invitados más viejos Mr. Wendell le contaba al otro huésped Mr. Trowbridge un pequeño fraude que últimamente había cometido un empleado en su oficina. Me había perdido la primera parte de la historia; la última parte, que fue la única que oí, seguía la carrera del empleado en el banquillo de los acusados.
Así, como les iba diciendo continuó Mr. Wendell me propuse procesarlo y lo conseguí. Gente irreflexiva me censura por haber mandado al joven a la cárcel y creo que yo también podría haberle perdonado, ya que la insignificante suma de dinero que había perdido por su abuso de confianza no llegaba a las diez libras. Naturalmente, hablando por mí, no hubiese ido a los tribunales; pero consideré que mi deber con la sociedad en general, y con mis congéneres comerciantes en particular, me obligaba absolutamente a procesarlo como ejemplo. Actué según este principio y no me arrepiento de ello. Las circunstancias por las cuales el hombre me robó eran particularmente desgraciadas. Era un endurecido malvado, señor, si todavía queda alguno, y creo, en conciencia, que no quería otra cosa que la oportunidad de ser un villano tan grande como el mismo Fauntleroy.
En el momento en que Mr. Wendell personificó su idea de la máxima villanía mencionando el ejemplo de Fauntleroy, vi que el otro caballero de mediana edad Mr. Trowbridge se ponía colorado de pronto y empezaba a agitarse en su silla.
La próxima vez que quiera presentar un caso de villanía, señor dijo Mr. Trowbridge , espero que pueda ingeniárselas para mencionar otro ejemplo que no sea el de Fauntleroy.
Naturalmente, Mr. Wendell quedó realmente sorprendido al oír estas palabras, que le fueron dirigidas firmemente y al mismo tiempo con educación.
¿Puedo preguntarle por qué se opone a mi ejemplo? preguntó.
Me opongo, señor dijo Mr. Trowbridge , porque me resulta muy incómodo oír llamar villano a Fauntleroy.
¡Por todos los cielos! exclamó Mr. Wendell, absolutamente desconcertado . ¡Incómodo! Usted, un comerciante como yo, usted, que tiene una reputación tan elevada en todas partes, ¡usted incómodo cuando oye llamar villano a un hombre que fue colgado por falsificación! ¿Por qué, me pregunto?
Porque contestó Mr. Trowbridge, con perfecta compostura Fauntleroy era amigo mío.
-Perdóneme, mi querido señor replicó Mr. Wendell, en el sarcástico tono más educado que pudo conseguir ; pero de todos los amigos que puede haber tenido en el curso de su útil y honorable carrera, creería que el amigo que acaba de mencionar sería la última persona a la que se referiría por su nombre en una sociedad respetable.
Fauntleroy cometió un crimen imperdonable y tuvo una muerte desgraciada dijo Mr. Trowbridge . Pero a pesar de todo, Fauntleroy era amigo mío y esto lo reconoceré valientemente hasta el día de mi muerte. Siento ternura por su memoria a pesar de que violó una sagrada norma y murió por ello en el patíbulo. No se asombre, Mr. Wendell. Les contaré a usted y a sus amigos aquí presentes, si me lo permiten, por qué siento esta ternura que a sus ojos resulta tan absurda y desacreditada. Es una anécdota bastante curiosa, señor, y tiene interés, creo, para todos los observadores de la naturaleza humana, aparte de su relación con el infeliz hombre del que hablamos. Ustedes, jóvenes continuó Mr. Trowbridge, dirigiéndose a nosotros , ¿han oído hablar de Fauntleroy, a pesar de que pecó y sufrió, conmoviendo a toda Inglaterra bastante antes de su época?
Contestamos que naturalmente habíamos oído hablar de él como de uno de los mayores criminales de su época. Sabíamos que había sido socio de un gran Banco de Londres; que no llevó una vida muy virtuosa, que había poseído, por falsificación, un dinero que estaba doblemente obligado a respetar; y que fue colgado por su ofensa, el año mil ochocientos veinticuatro, cuando todavía se condenaba a la horca otros crímenes además del asesinato, y cuando Jack Ketch estaba de moda como uno de los grandes reformadores de la época.
Muy bien dijo Mr. Trowbridge . Ambos saben lo bastante de Fauntleroy para estar interesados en lo que que voy a contarles. Cuando hayan pasado las botellas, empezaré mi historia.
Pasaron las botellas clarete para los degenerados jóvenes; oporto para los sensatos y maduros caballeros . Mr. Trowbridge bebió un sorbo de su vino, meditó por un momento, bebió de nuevo otro sorbo, y empezó la prometida anécdota del modo que sigue.
II
Lo que les voy a contar, caballeros, ocurrió cuando era joven y empezaba a establecerme en los negocios por mi cuenta.
Mi padre había tenido tratos durante muchos años con Mr. Fauntleroy, de la famosa firma bancaria de Londres, Marsh, Stacey, Fauntleroy & Graham.
Pensando que podía serme de una futura utilidad el que un hombre importante en el mundo comercial supiese mi posición, mi padre mencionó a su bien considerado amigo que yo iba a empezar en los negocios por mi cuenta, de un modo sencillo y con poco dinero.
Mr. Fauntleroy recibió la confidencia con amable interés y dijo que me observaría de cerca.
Supuse por ello que esperaría a ver si me mantenía en pie al principio y que si consideraba que había tenido éxito, entonces me ayudaría a salir adelante si le era posible. Tal como sucedieron las cosas probó ser mucho mejor amigo que todo esto y pronto me demostró que yo había menospreciado el generoso interés que de corazón había puesto en mi bienestar desde un principio.
Cuando todavía estaba luchando con las dificultades de establecer mi oficina, recomendándome a mis relaciones y demás, recibí un mensaje de Mr. Fauntleroy diciéndome que pasara a verlo, en el Banco, en la primera oportunidad que me fuera posible. Como pueden fácilmente imaginar, en seguida encontré la ocasión de pasar por allí y presentándome en el Banco fui introducido en las habitaciones privadas de Mr. Fauntleroy.
Era el hombre más agradable que hubiese conocido jamás brillante y alegre, asequible a su manera , con una clase de brusquedad fácil y jovial que atraía a todo el mundo. Gustaba a todos los empleados, ¡y esto es algo para decir de un socio de un Banco, os lo aseguro!
Bien, joven Trowbridge dijo, apartando los papeles que tenía en la mesa , ¿así que va a establecerse por su cuenta, verdad? Tengo un gran respeto por su padre y grandes deseos de verle a usted triunfar. ¿Ha empezado ya? ¿No? ¿Justo empezando, eh? Muy bien. Tendrá dificultades, amigo mío, y pretendo facilitar una de ellas desde el principio. Una palabra de consejo para usted solo: use nuestro Banco.
Es usted muy amable, señor; no desearía otra cosa que aprovechar su sugerencia si pudiera. Pero tengo muchos gastos para empezar y me temo que cuando los haya pagado me quedará muy poco para guardar durante el primer año. Dudo que pueda reunir mucho más de trescientas libras sobrantes tras liquidar lo que he de pagar para instalar mi oficina, y me avergonzaría la molestia para su casa, señor, de abrir una cuenta por tal insignificancia.
¡Tonterías! dijo Mr. Fauntleroy . ¿Es usted banquero? ¿Cómo puede tener una opinión sobre esta materia? Haga lo que le digo, déjelo de mi cuenta; utilice nuestro Banco, y retire lo que quiera. ¡Aguarde! Aún no he acabado. Cuando abra la cuenta, hable con el cajero jefe. Tal vez averigüe que tiene algo que decirle. Ahora, ¡váyase, no me interrumpa, adiós! ¡Dios le bendiga!
Este era su estilo, ¡ah!, pobre hombre, éste era su estilo.
A la mañana siguiente, cuando abrí mi pequeña cuenta, fui a ver al jefe de los cajeros. Había recibido órdenes de pagar mis giros sin referencia a mi saldo. Mis cheques, cuando me hubiese sobrepasado, debían ser mostrados privadamente a Fauntleroy. ¿Hay muchos hombres jóvenes que empezando un negocio encuentren a sus prósperos superiores dispuestos a ayudarles de este modo?
Bien, salí adelante con bastante firmeza, teniendo cuidado de no pasarme de mis fondos y sin olvidar que pequeños principios pueden llevar con el tiempo a grandes finales.
La perspectiva de uno de estos grandes finales grande, quiero decir, para un comerciante tan pequeño como yo era entonces se me mostró cuando empezaba. En términos sencillos, tenía la oportunidad de asociarme en una transacción de primer orden, que me daría grandes ganancias, posición y todo lo que deseaba, siempre que pudiese cualificarme para entrar, obteniendo con seguridad de antemano una cantidad importante.
Ante esta emergencia, pensé en mi amable amigo, Mr. Fauntleroy, y fui al Banco para verle de nuevo en su despacho privado.
Allí estaba ante su mesa, con el mismo montón de papeles a su alrededor y el mismo modo de hablar abierto y afable, atento en seguida, con un mínimo de palabras. Le expliqué el negocio que tenía entre manos con dudas y nerviosismo, ya que temía que pensara que me aprovechaba de su amabilidad para conmigo. Cuando acabé, asintió con la cabeza, cogió una hoja de papel en blanco, escribió unas líneas en su estilo rápido, me la dio y empujándome por los hombros me sacó fuera de la habitación antes de que pudiera decir una sola palabra. Miré el papel en la oficina exterior. Era el respaldo del Banco por la cantidad total y por más, si hacía falta. No pude expresar mi agradecimiento entonces y no creo que pueda describirlo ahora. Sólo puedo decir que ha borrado el crimen, la desgracia y la horrible muerte en el patíbulo. Me aflige mucho hablar de esta muerte; pero no tengo otra alternativa. El curso de mi historia me lleva directamente a los últimos tiempos y al terrible descubrimiento que expuso a mi benefactor y amigo ante toda Inglaterra como el falsificador Fauntleroy.
Debo pedirles que imaginen un lapso de tiempo después de los acontecimientos que les acabo de narrar. Durante este intervalo, gracias a la amable ayuda que recibí desde el principio, mi posición como hombre de negocios había ascendido mucho. Imagínenme ahora, si quieren, en el ancho camino de la prosperidad, con grandes oficinas y un respetable equipo de empleados, e imagínenme sentado, solo, en mi despacho privado cierto sábado por la tarde, entre las cuatro y las cinco.
Había contestado todas las cartas y recibido a todas las visitas que tenía concertadas. Hojeaba descuidadamente el periódico, pensando en irme a casa, cuando entró uno de mis empleados diciendo que un desconocido deseaba verme inmediatamente para un asunto importante.
¿Ha dado su nombre? pregunté.
No, señor.
¿No se lo ha preguntado?
Sí, señor. Ha dicho que aunque se lo dijese no le serviría de nada.
¿Tiene el aspecto de un escritor novel?
Parece un poco desaseado, señor, pero no habla como un escritor. Habló rápido y decidido, señor, y dijo que venía por el interés de usted y que después lo lamentaría profundamente si rehusaba verle.
-¿Ha dicho esto? Entonces, hágalo pasar en seguida.
Entró inmediatamente. Un hombre de estatura media, con una cara afilada de aspecto insano, de maneras petulantes e indiferentes, vestido de un modo poco elegante y desaseado, mirándome con una aire provocativo y sin preocuparle lo más mínimo la mala educación de no descubrirse al entrar. Nunca en mi vida le había visto y por su apariencia no podía formular la menor conjetura sobre su posición en este mundo. Evidentemente, no era un caballero; pero en cuanto a situarlo en el infinito mundo de los barrios bajos londinenses, era un misterio totalmente imposible de resolver para mí.
¿Su nombre es Trowbridge? empezó
Sí contesté, bastante secamente.
¿Trabaja con el Banco Marsh, Stracey, Fauntleroy & Graham?
¿Por qué me lo pregunta?
¡Contésteme y lo sabrá!
Muy bien, sí, trabajo con el Banco Marsh, Stracey, Fauntleroy & Graham. ¿Qué pasa, entonces?
Retire cada penique que tenga en su saldo antes de que el Banco cierre a las cinco de hoy.
Lo miré fijamente, mudo de asombro. Por un instante, me quedé petrificado ante sus palabras.
Míreme tanto como quiera siguió fríamente . Quiero decir exactamente esto. Mire su reloj. En veinte minutos serán las cinco y el Banco cerrará. Retire todo su dinero, le digo de nuevo, y hágalo rápido.
¡Retirar mi dinero! exclamé, recuperándome parcialmente . ¿Está usted en su sano juicio? ¿Sabe usted que la firma con la que trabajo representa una de las primeras casas en el mundo? ¿Qué pretende usted, un completo desconocido para mí, tomando este extraordinario interés en mis asuntos? Si quiere que siga su consejo, ¿por qué no se explica mejor?
Ya me he explicado. Actúe o no según mi consejo, como quiera. No me importa. He hecho lo que prometí, y se acabó.
Se giró hacia la puerta. La minutera del reloj pasaba de los veinte minutos al cuarto.
¿Ha hecho lo que prometió? repetí, levantándome, con intención de detenerlo.
Sí -dijo, con una mano en el picaporte . He dado mi mensaje. Pase lo que pase, recuérdelo. Buenas tardes.
Antes de que pudiese hablar se había ido.
Intenté llamarle pero me falló la voz. Era absurdo, era inexplicable, pero había algo en las últimas palabras del hombre que casi me asustó.
Miré el reloj. La minutera estaba en el cuarto.
Mi oficina quedaba lo bastante lejos del Banco como para tener que decidirme al instante. Si hubiese tenido tiempo para pensar, estoy seguro de que no me hubiese aprovechado de la advertencia que acababan de hacerme. La sospechosa apariencia y modales del desconocido; la ultrajante improbabilidad del fallo del Banco, como sus palabras indicaban; la probabilidad de que alguien intentase bajo mano, algún enemigo mío, asustarme para embrollarme con uno de mis mejores amigos, demostrándole una desconfianza en la firma a la que estaba asociado, todas estas consideraciones se me hubieran ocurrido incuestionablemente si hubiese tenido tiempo para reflexionar; y como consecuencia, ni un penique de mi saldo habría salido del Banco en aquel memorable día.
Tal como estaban las cosas, tenía el justo tiempo para actuar y ni un minuto para pensar. Habiendo hecho unos pagos elevados a principios de semana, mi cuenta había menguado bastante, de modo que la suma de mi saldo actual no llegaba a las mil quinientas libras. Saqué mi talonario de cheques, escribí la cifra por la cantidad total y ordené a uno de mis empleados que corriera al Banco y sacara el dinero antes de que cerrasen las puertas. No puedo explicarme qué impulso me urgió, excepto uno ciego, apresurado y aturdido.
Actué mecánicamente, bajo la influencia del vago e inexplicable miedo por las palabras que el hombre me dirigió al salir, sin pararme a analizar mis propias sensaciones, casi sin saber lo que hacía. En tres minutos desde el momento en que el desconocido cerró la puerta, el empleado salía hacia el Banco y yo quedaba solo de nuevo en mi despacho, con las manos frías como el hielo y mi cabeza dando vueltas.
No recobré el control de mi persona hasta que el empleado regresó con los billetes en la mano. Había llegado al Banco en el momento justo. Mientras le entregaban el dinero sobre el mostrador, el reloj dio las cinco y oyó cómo daban la orden de cerrar las puertas.
Cuando hube contado el dinero y lo hube encerrado en la caja fuerte, mi sentido común pareció volver de repente.
Nunca me había reprochado nada hasta entonces como lo hice en aquel momento. ¿Qué clase de pago había dado a Mr. Fauntleroy por su paternal amabilidad para conmigo? Le había insultado del modo más ruin con la mayor desconfianza en el honor y crédito de su casa, todo por la palabra de un absoluto desconocido, un vagabundo, si aún quedaba alguno. Era locura, absoluta locura de cualquier hombre haber actuado como lo había hecho. No podía aceptar mi propio inconcebible e insentato proceder. Ni yo mismo podía creerlo. Abrí la caja y contemplé de nuevo los billetes. La volví a cerrar y arrojé la llave sobre la mesa con furia y enojo hacia mi persona. Allí estaba el dinero reprendiéndome mi propia inconcebible locura, diciéndome en los términos más simples que me había arriesgado a privarme de mi mejor y más amable amigo de allí en adelante y para siempre.
Era necesario hacer algo inmediatamente, cualquier reparación que estuviese en mí poder hacer. Sentí esto tan pronto como empecé a tranquilizarme un poco. Sólo quedaba un camino llano y directo para sacarme del aprieto en el que había sido lo bastante loco para meterme.
Tomé el sombrero y sin pararme a pensarlo, corrí hacia el Banco para ponerlo todo en claro con Mr. Fauntleroy.
Cuando llamé a la puerta privada y pregunté por él, me dijeron que hacía dos días que no iba por el Banco. Uno de sus socios éstaba allí, sin embargo, trabajando en aquel momento en su despacho.
Di mi nombre y solicité verle. Eramos prácticamente unos desconocidos, por lo que la entrevista sería embarazosa y humillante para mí, pero incluso así, no podía retroceder. No podría soportar la inactividad del día siguiente, domingo, sin haber hecho todo lo posible por reparar el error al que me había llevado mi propia locura. Incómodo como me sentía ante la perspectiva de la cercana entrevista, aún hubiese estado mucho más molesto si el socio se negaba a recibirme.
Para mi alivio, el portero del Banco volvió rogándome que entrara. El modo absurdo que tomaron mis explicaciones y disculpas cuando traté de ofrecerlas, es más de lo que puedo contarles. Estaba tan confuso y disgustado que difícilmente comprendía yo mismo lo que estaba diciendo.
La circunstancia que recuerdo claramente es que estaba avergonzado de mi entrevista con el desconocido, y que traté de explicar mi repentina retirada de los fondos de mi cuenta refiriéndome a un inexplicable pánico causado por malintencionados informes de los cuales no sabía la fuente, y que por lo que sabía, después de todo podían haber empezado con una broma. Para mi gran sorpresa no pareció darse cuenta de la lamentable imperfección de mis excusas y no me confundió aún más haciéndome preguntas. Mientras le hablaba, siguió con la misma cansada y ausente mirada que había observado en su rostro cuando entré. Incluso parecía hacer un esfuerzo por aparentar que me escuchaba y, cuando al fin, casi me paré en medio de una frase y perdí la esperanza de seguir adelante, la respuesta que recibí de mi interlocutor fueron estas pocas y corrientes palabras:
No se preocupe, Mr. Trowbridge. Le ruego que no se disculpe. Todos podemos cometer errores. No me cuente más acerca de ello y traiga de nuevo el dinero el lunes si todavía nos honra con su confianza.
Miró de nuevo sus papeles como si estuviera ansioso por quedarse solo otra vez y no tuve más remedio que marcharme inmediatamente.
Me fui a casa, sintiéndome un poco mejor ahora que había allanado el camino para la reparación, la más práctica posible en mi poder, llevando de nuevo el dinero al Banco el lunes a primera hora.
Pasé un domingo abrumado, reflejando tristemente que aún no había hecho las paces con Mr. Fauntleroy. Mi ansiedad por ponerme a bien con mi generoso amigo era tan fuerte que me arriesgué a penetrar en su intimidad llamando a su residencia de la ciudad en domingo. No estaba allí y su criado no supo decirme dónde estaba. No podía hacer nada más sino esperar hasta que los deberes diarios le llevasen al Banco.
El lunes por la mañana fui a mi oficina media hora antes que de costumbre, tanta era mi impaciencia por regresar el dinero tan pronto como abriese el Banco.
Entrando en la oficina, me detuve sorprendido ante la situación. Algo serio sucedía. Los empleados, en vez de estar en sus mesas como de costumbre, estaban todos apiñados en un grupo, hablando entre ellos con aires de confusión. Cuando me vieron, se retiraron detrás de mi gerente, que se adelantó con una circular en la mano.
¿Ha oído las noticias, señor? dijo.
No, ¿qué pasa?
Me entregó la circular. Mi corazón dio un vuelco violento en el instante en que la miré. Sentí que palidecía; mis rodillas temblaban. Marsh, Stracey, Fauntleroy & Graham habían suspendido pagos.
Han enviado la circular hace menos de media hora continuó mi gerente . Acabo de venir del Banco, señor. Las puertas están cerradas; no hay duda, Marsh y compañía han cerrado esta mañana.
Casi no le oía; casi no sabía quién me hablaba. Mi extraño visitante del sábado se había impuesto en mis pensamientos, y sus palabras de aviso parecían sonar otra vez en mis oídos.
¡Aquel hombre sabía la auténtica situación del Banco cuando nadie más no vinculado a él estaba informado!
La última entrega que había pagado la arruinada casa cuando las puertas cerraron el sábado había sido la entrega que amargamente me reprochaba; el saldo salvado de la misma era el mío. ¿De dónde había sacado el desconocido la información que me salvó? Y, ¿por qué me lo hizo saber?
Aún estaba a tientas, como un hombre en la oscuridad, para entender estas dos preguntas todavía estaba aturdido por el insondable misterio de dudas en las que me había sumergido cuando al descubrimiento del cierre del Banco siguió, casi inmediatamente, un segundo golpe, mucho más terrible que el primero, más pesado de llevar, pues me concernía.
Mientras aún comentaba con mis empleados la ruina del Banco, dos comerciantes amigos míos irrumpieron en la oficina y nos apabullaron con la noticia de que uno de los socios había sido arrestado por falsificación. Nunca olvidaré aquella terrible mañana de lunes cuando me llegaron estas nuevas, y el momento en que supe que el socio era Mr. Fauntleroy.
Yo le era fiel y puedo decir honestamente que creía lealmente en mi generoso amigo cuando me enteré de las terribles noticias. Mis amigos comerciantes tenían todos los detalles del arresto. Me contaron que dos administradores de Mr. Fauntleroy habían llegado a Londres para arreglar la venta de algunas acciones. Preguntaron en el Banco por Mr. Fauntleroy y les informaron que estaba ausente; después de dejarle un mensaje, fueron a la city para concertar una entrevista con un agente de Bolsa para el día más próximo que su administrador pudiese concedérsela. El agente se ofreció para hacer ciertas averiguaciones en el acto, en vistas a ahorrarles el máximo de tiempo y los dejó esperando en su despacho. Voivió con aspecto de asombro informándoles que las acciones habían sido vendidas hasta la última libra. El asunto fue investigado inmediatamente; fue presentado el documento autorizando la venta y los dos administradores vieron, al lado de la firma de Mr. Fauntleroy, la falsificación de sus propias firmas. Esto sucedió un viernes. Sin perder un momento, los administradores mandaron a los alguaciles en busca de Mr. Fauntleroy. Fue arrestado, llevado ante el juez y encerrado el sábado. El lunes supe por mis amigos los detalles que acabo de contarles.
Pero los acontecimientos de aquella mañana aún no habían terminado. Había sabido la quiebra del Banco y el arresto de Mr. Fauntleroy. Próximamente tenía que esclarecer, de la forma más extraña y triste, la difícil pregunta de su inocencia o culpabilidad.
Antes de que mis amigos dejasen la oficina, antes que acabase los argumentos que la gratitud más que la razón me sugerían en favor del infeliz preso, me entregaron una nota marcada «Urgente», que me hizo callar en cuanto la vi. Estaba escrita desde la cárcel por Mr. Fauntleroy; contenía sólo dos líneas, rogándome que solicitara el permiso necesario y fuera a verle inmediatamente.
No soy capaz de describir la agitación expectante, la extraña mezcla de miedo y esperanza que me sacudió cuando reconocí su escritura y leí lo que deseaba que hiciera. Obtuve el permiso y fui a la prisión. Sabiendo la terrible situación en que se encontraba, las autoridades temían que se quitase la vida y tenían dos hombres custodiándole. Uno de ellos salió cuando abrieron la celda. El otro, que estaba obligado a quedarse, muy delicada y consideradamente, simuló mirar por la ventana cuando entré.
Cuando lo vi, estaba sentado al lado de su camastro, con la cabeza inclinada y las manos apoyadas distraídamente sobre las rodillas. Al oír que me acercaba se levantó y sin pronunciar una palabra me abrazó.
Mi corazón se hinchó.
¡Dígame que no es verdad, señor! ¡Por Dios, dígame que no es verdad! fue todo cuanto pude decirle.
Nunca me contestó, «¡Oh, no!»; nunca me contestó, giró la cara.
Hubo un terrible momento de silencio. Aún tenía sus brazos alrededor de mi cuello y de pronto acercó sus labios a mi oído.
¿Sacó usted su dinero? me susurró . ¿Tuvo tiempo el sábado por la tarde?
Me separé de él, asombrado ante sus palabras.
¡Qué...! grité en voz alta, olvidando al guardián de la ventana . Aquel hombre que me trajo el mensaje...
¡Chist! hizo, poniendo una mano en mis labios . No pude encontrar a nadie mejor después que me apresaron. No sé más de él que usted. Le pagué bien como a un probable mensajero, arriesgándome a que me engañara.
Entonces, lo mandó usted...
Lo mandé yo.
Mi historia ha terminado, caballeros. No hace falta que les diga que Mr. Fauntleroy era culpable y murió a manos del verdugo. Tuve la oportunidad de aliviar sus últimos momentos en el mundo solucionando algunos de sus asuntos privados, que mientras no se arreglasen pesaban mucho en sus pensamientos. No tenían conexión con los crímenes cometidos, así que pude hacerle este último servicio, que podía aceptar de mis manos con clara conciencia.
No digo nada en defensa de su carácter, nada para paliar la ofensa por la que sufrió. Pero no puedo olvidar que en el momento de máximo peligro, cuando el fuerte brazo de la ley le había ya alcanzado, pensó en el joven cuya humilde fortuna él había contribuido a construir; cuya gratitud había ganado justamente; cuya fe no quería traicionar. Dejo a mejores inteligencias que la mía deducir la anomalía de su ruin falsedad hacia otros y su fiel verdad hacia mí. Es cierto, como que estamos aquí sentados, que uno de los últimos esfuerzos de Fauntleroy en este mundo fue evitar que yo perdiese la confianza que había depositado en él. Este es el secreto de mi extraña ternura por un criminal; es por esto que la palabra villano hiere mi corazón cuando está asociada a su nombre el desgraciado nombre, se lo concedo del falsificador Fauntleroy. Pasen las botellas, jóvenes caballeros, y perdonen a un hombre de la vieja escuela por haber interrumpido su conversación con una historia de los viejos tiempos.
***
LA MANO MUERTA
Wilkie Collins & Charles Dickens
Cuando el presente siglo diecinueve era muchos años más joven de lo que es ahora, cierto amigo mío llamado Arthur Holliday llegó a la ciudad de Doncaster justo en plena semana de las carreras, o en otras palabras, a mediados de septiembre.
Era uno de estos jóvenes caballeros atolondrados, perdonavidas, afectuosos y parlanchines que poseen el don de la familiaridad en sumo grado, trepando por la vida descuidadamente, haciendo amigos por doquiera que vayan. Su padre era un rico fabricante y había comprado una propiedad en el Condado lo suficientemente grande como para causar la envidia de todos los caballeros bien nacidos del contorno. Arthur era su único hijo, futuro propietario de la finca y la gran empresa a la muerte de su padre; en vida de éste, no le faltaba dinero ni nadie le pedía cuentas.
Será rumor o difamación, como prefiráis, pero se decía que el anciano caballero fue bastante alocado en su juventud y que, a diferencia de muchos padres, no le parecía mal que su hijo siguiese el mismo camino. Puede ser cierto o no. Personalmente sólo conocí a Mr. Holliday entrado en años y por entonces era el más tranquilo y respetable caballero que jamás conociera.
Bien, como iba diciendo, un mes de setiembre el joven Arthur llega a Doncaster, habiendo decidido de repente, dado su carácter casquivano, ir a las carreras. Solo llegó a la ciudad hasta el atardecer y enseguida fue a procurarse cena y cama en el mejor hotel. Estaban dispuestos a darle cena, pero todos rieron en cuanto mencionó la cama. En Doncaster, en la semana de las carreras, los visitantes que no han reservado alojamiento suelen pasar la noche en sus carruajes a la puerta de la posada. Yo mismo he visto forasteros poco afortunados, durmiendo bajo los portales. Incluso siendo rico, las probabilidades de Arthur de encontrar alojamiento eran también dudosas (visto que no había escrito con antelación para reservarlo). Probó el segundo hotel, y el tercero, y después dos de las posadas, obteniendo siempre la misma respuesta. No quedaba un solo alojamiento para la noche. Todo el dinero de sus bolsillos no le procuraría una cama en Doncaster durante la semana de las carreras.
Para un joven del temperamento de Arthur, la novedad de ser echado a la calle como un vulgar vagabundo de cada casa donde pidió habitación, se presentaba como una experiencia nueva y divertida. Siguió cargado con su maleta, pidiendo una cama en todos los lugares posibles que pudo encontrar en Doncaster, hasta que se halló en las afueras de la ciudad.
Para entonces, el último resplandor del crepúsculo se había desvanecido, la luna asomaba empañada en niebla, el viento era frío, las nubes se amontonaban pesadamente y, ¡la perspectiva era que pronto iba a llover!
Ante el mal cariz de la noche se derrumbaron las buenas intenciones del joven Holliday. Empezó a contemplar su situación desde un punto de vista más serio que divertido, y buscó a su alrededor alguna otra posada, ansioso por su difícil alojamiento nocturno.
Los suburbios de la ciudad hacia donde se había desviado no estaban iluminados y no podía ver gran cosa de las casas por las que pasaba, excepto que cada vez eran más pequeñas y sucias cuanto más se alejaba. Al final de la ventilada calle por la que ahora transitaba, brillaba el torpe destello de una lámpara de aceite, la débil y solitaria luz luchando inútilmente con la neblinosa oscuridad de su entorno. Decidió llegar hasta la luz y entonces, si no había allí nada parecido a una posada, volver al centro de la ciudad e intentar asegurarse al menos una silla para pasar la noche en uno de los principales hoteles.
Cuando llegó cerca de la luz, oyó voces y acercándose vio que ésta iluminaba la entrada de un patio estrecho en cuya pared estaba pintada en un desteñido color carne una larga mano señalando con un flaco dedo índice esta inscripción:
LOS DOS PETIRROJOS
Sin dudarlo, Arthur entró en el patio para ver lo que Los dos petirrojos podían hacer por él. Cuatro o cinco hombres estaban de pie al lado de la puerta, al final del patio, de cara a la entrada de la calle. Los hombres escuchaban a otro individuo, mejor vestido que los demás, contando a su audiencia algo en voz baja que parecía interesarles mucho.
Al entrar en el patio, Arthur fue adelantado por un forastero con una mochila en la mano, que evidentemente dejaba la casa:
No dijo el hombre de la mochila, dándose la vuelta y dirigiéndose animadamente hacia un hombre gordo, calvo, de aspecto astuto, con un sucio delantal blanco, que le había seguido por el pasillo , no, señor posadero, no me asusto fácilmente por fruslerías; pero no me importa confesar que no puedo soportar esto. Al oír estas palabras, el joven Holliday pensó que al forastero le habían pedido un precio exorbitante por una cama en Los dos petirrojos y que no quería o podía pagarlo. En cuanto se dio la vuelta, Arthur, muy seguro de sus bolsillos llenos, se dirigió apresuradamente, por miedo de que otro viajero sorprendido por la noche se le anticipase, al astuto posadero del sucio delantal y la cabeza pelada.
Si tiene una cama para alquilar le dijo , y este caballero que se ha ido no le paga su precio, yo lo haré.
¿Lo hará, señor? preguntó el posadero de un modo meditabundo y dudoso.
Dígame su precio insistió el joven Holliday, pensando que la duda del posadero provenía de algún rústico recelo hacia él . Dígame su precio y le daré el dinero en seguida, si quiere.
¿Está dispuesto a darme cinco chelines? preguntó el posadero, restregándose la papada y mirando pensativamente al cielo sobre su cabeza.
Arthur casi se le rio en la cara; pero pensando que era prudente controlarse, ofreció los cinco chelines con la mayor seriedad que le fue posible. El posadero tendió la mano, pero repentinamente la retiró.
Usted actúa justamente dijo , y antes de tomar su dinero, haré lo mismo con usted. Mire, las cosas están así. Por cinco chelines puede tener una cama para usted solo, pero sólo puede tener la mitad de la habitación en donde se halla. ¿Entiende lo que quiero decir, joven?
Naturalmente contestó Arthur algo irritado . ¿Quiere decir que es una habitación doble y que una de las camas ya está ocupada?
El posadero asintió con la cabeza y restregó de nuevo su papada más fuerte que antes. Arthur dudó y mecánicamente descendió uno o dos escalones hacia la puerta. La idea de dormir en una misma habitación con un perfecto desconocido, no le resultaba una perspectiva muy agradable.
Estuvo tentado de guardar los cinco chelines en el bolsillo y salir a la calle otra vez.
¿Sí o no? inquirió el posadero . Decídase cuanto antes, porque hay mucha gente además de usted que quiere una cama esta noche en Doncaster.
Arthur miró hacia el patio, oyendo la fuerte lluvia repiquetear en la calle. Pensó que haría una o dos preguntas antes de decidir, imprudentemente, dejar Los dos petirrojos.
¿Qué clase de hombre ocupa la otra cama? preguntó . ¿Es un caballero? Quiero decir... ¿es una persona tranquila y educada?
El hombre más tranquilo que jamás me he cruzado dijo el posadero, frotando furtivamente sus gordezuelas manos una sobre otra . Tan sobrio como un juez y tan regular en sus costumbres como un reloj. No hace ni diez minutos que han sonado las nueve y ya está en cama. No sé si ésta es la idea que usted tiene de un hombre tranquilo, pero puedo decirle que lo es mucho más de la que yo tengo.
¿Usted cree que duerme? preguntó Arthur.
Sé que duerme contestó el posadero , y lo que es más, se ha ido tan deprisa que le garantizo que no le despertará. Por aquí, señor dijo el posadero hablando por encima del joven Holliday, como si se dirigiese a un nuevo huésped que se acercase a la casa.
Aquí tiene dijo Arthur, decidido a adelantarse al forastero, quien quiera que fuese . Tomo la cama.
Le dio los cinco chelines al posadero, quien asintió con la cabeza, guardó cuidadosamente el dinero en el bolsillo de su chaleco y encendió una vela.
Suba y vea la habitación le dijo al nuevo huésped de Los dos petirrojos, señalándole el eamino hacia la escalera, bastante ágil, considerando lo gordo que estaba.
Subieron al segundo piso de la casa. El posadero entreabrió una puerta frente al rellano, entonces se detuvo y se giró hacia Arthur.
Tenga en cuenta que es un trato tan justo por mi parte como por la suya dijo . Usted me da cinco chelines y yo a cambio le doy una cama limpia y cómoda; le garantizo, de antemano, que no será interrumpido o molestado por el hombre que duerme en su misma habitación.
Habiendo dicho estas palabras, miró fijamente por un momento a la cara del joven Holliday y entonces le hizo pasar a la habitación.
Era más grande y limpia de lo que Arthur esperaba. Las dos camas estaban paralelas, con una separación de unos dos metros entre las mismas. Eran de la misma medida y ambas tenían las mismas cortinas blancas, que se podían correr, si era necesario, a su alrededor.
La cama ocupada era la que estaba más cerca de la ventana. Las cortinas estaban corridas a su alrededor, excepto una parte en un extremo, en el lado de la cama más alejado de la ventana. Arthur vio los pies del hombre que dormía, levantando un pequeño y puntiagudo montón en las escasas ropas, como si estuviera echado sobre su espalda. Tomó la vela y avanzó suavemente para correr la cortina, se detuvo a medio camino y escuchó por un momento; luego se volvió hacia el posadero.
Es un durmiente muy silencioso dijo Arthur.
Sí dijo el posadero , muy silencioso.
El joven Holliday avanzó con la vela en la mano y miró al hombre cautamente.
¡Qué pálido está! comentó.
Sí -afirmó el posadero , bastante pálido, ¿no?
Arthur miró al hombre más de cerca. Las sábanas estaban subidas hasta su barbilla y yacían perfectamente inmóviles sobre su pecho. Sorprendido y vagamente asustado al ver aquello, Arthur se inclinó más sobre el extraño, miró sus cenicientos labios partidos, escuchó reteniendo la respiración por un instante, miró otra vez la extraña cara inanimada, los inmóviles labios y el pecho. Se volvió hacia el posadero con sus propias mejillas tan pálidas por el momento como las hundidas mejillas del hombre de la cama.
Venga aquí susurró, sin aliento . ¡Venga aquí, por Dios! Este hombre no duerme, está muerto.
Lo ha averiguado antes de lo que esperaba dijo el posadero, sosegadamente . Sí, está muerto, seguro. Ha muerto hoy, a las cinco en punto.
¿Cómo ha muerto? ¿Quién es? preguntó Arthur, titubeando ante la audaz frialdad de la respuesta.
En cuanto a quién es continuó el posadero , no sé de él más que usted. Aquí están sus libros, cartas y cosas, selladas en este sobre marrón para la encuesta del juez que se celebrará mañana o pasado. La semana que ha vivido aquí ha estado casi siempre dentro como si estuviera enfermo. Mi chica le subió el té hoy a las cinco y cuando lo estaba tomando cayó en un desmayo o ataque, o una mezcla de ambas cosas, por lo que sé. No pudimos reanimarle y el doctor dijo que estaba muerto. Y aquí está. La encuesta del juez se hará lo antes posible y esto es todo lo que sé.
Arthur mantuvo la vela cerca de los labios del hombre. La inmóvil llama ardía hacia arriba regularmente. Hubo un momento de silencio; la lluvia golpeaba monótonamente contra los vidrios de las ventanas.
Si no tiene nada más que decirme continuó el posadero , supongo que me puedo ir. ¿No querrá sus cinco chelines de vuelta, verdad? Aquí está la cama que le prometí, limpia y cómoda. Aquí está el hombre que le garanticé que no le molestaría, silencioso para siempre en este mundo. Si tiene miedo de quedarse solo con él no es asunto mío. He mantenido mi parte del trato y pienso guardar el dinero. Yo no soy de Yorkshire, joven caballero, pero he vivido lo bastante en estos lugares para agudizar mi ingenio y me pregunto si la próxima vez que venga aquí encontrará el modo de avivar el suyo. Con estas palabras el posadero se volvió hacia la puerta, riendo para sí suavemente, muy satisfecho de su propia malicia.
Para entonces, Arthur, asustado y sobresaltado como estaba, se iba recobrando para sentirse indignado por el engaño de que había sido objeto y también por la insolente manera con que el posadero exteriorizaba su regocijo por ello.
No se ría le dijo, cortante , hasta que sepa que puede reírse de mí. No tendrá los cinco chelines por nada. Me quedo la cama.
¿Lo hará? dijo el posadero . Entonces le deseo un buen descanso. Con esta breve despedida salió y cerró la puerta tras sí.
¡Un buen descanso! Apenas dichas estas palabras, en cuanto se cerró la puerta, Arthur se arrepintió de las palabras que se le acababan de escapar. Aunque no fuese muy sensible ni le faltase el coraje moral y psíquico, la presencia del muerto produjo instantáneamente un escalofriante efecto en su mente en cuanto se quedó solo en la habitación. Estaba obligado, por sus precipitadas palabras, a permanecer allí hasta la mañana siguiente.
A un hombre más viejo no le hubiesen importado nada las palabras, y hubiese actuado sin referirse a ellas, con sentido común. Pero Arthur era demasiado joven para rechazar el ridículo ante sus inferiores, demasiado joven para pasar por ver humillada su propia jactancia, así que no podía negarse a la prueba: tenía que pasar la noche en el mismo cuarto que el muerto.
«Sólo son unas pocas horas pensó para sí , me puedo ir en seguida por la mañana.»
Mientras este pensamiento cruzaba su mente estaba mirando la cama ocupada, y el bulto de los pies llamó su atención. Se adelantó y corrió las cortinas, absteniéndose al hacerlo de mirar la cara del muerto, intentando no grabar una impresión funesta en su mente. Corrió las cortinas con suavidad y suspiró involuntariamente al hacerlo.
«Pobre hombre pensó, casi tan tristemente como si lo hubiese conocido . ¡Ah! pobre hombre.»
Fue hacia la ventana. La noche era oscura y no se veía nada. La lluvia continuaba golpeteando fuertemente los cristales. Dedujo al oírlo que la ventana daba a la parte trasera de la casa ya que delante quedaba resguardada por el patio y los edificios superiores.
Siguió de pie ante la ventana, escuchando con alivio el ruido monótono de la lluvia, que era algo vivo que le acompañaba. Mientras seguía allí oyó sonar las campanas de una iglesia lejana: eran las diez.
¡Sólo las diez! ¿Cómo iba a pasar las horas hasta que la casa despertase por la mañana?
En otras circunstancias habría bajado al bar, pedido una bebida, charlando y riendo con la gente allí reunida, tan familiarmente como si se conocieran de toda la vida. Pero detestaba la sola idea de pasar el rato de este modo. La situación en que se había colocado le estaba alterando profundamente. Hasta ahora su vida había sido la de un joven frívolo y despreocupado, sin problemas ni pruebas que afrontar. No había perdido a nadie que amase o amigo que apreciase. Hasta esta noche, ni siquiera en pensamiento, se había topado con la muerte.
Dio varias vueltas por la habitación y se detuvo. En sus oídos resonó el ruido que hacían sus botas en el suelo pobremente alfombrado. Dudó un poco y acabó por quitárselas y caminar hacia un lado y otro silenciosamente.
Había abandonado ya todo deseo de dormir o descansar. La idea de echarse en la cama desocupada le hizo imaginarse una espantosa mímica de la postura del muerto. ¿Quién era? ¿Cuál era su pasado? Debía de haber sido pobre o no hubiese pasado por un lugar como Los dos petirrojos; probablemente estuviese debilitado por una larga enfermedad o no hubiese muerto como describió el posadero. Pobre, enfermo, solitario, muerto en un lugar extraño, muerto, tan sólo con un forastero para apiadarse de él. Una triste historia; verdaderamente, mirándolo bien, una historia muy triste.
Mientras estas ideas pasaban por su cabeza, se había detenido al lado de la ventana que estaba cerca de la cama con las cortinas corridas.
Primero miró como ausente; después se dio cuenta de que sus ojos estaban fijos en la cama; entonces le poseyó un perverso deseo de hacer lo que hasta ahora había evitado: mirar al muerto.
Tendió sus manos hacia las cortinas, pero dándose cuenta giró rápidamente y anduvo hacia la chimenea, para ver lo que había sobre la repisa e intentar de este modo dejar de obsesionarse por el muerto.
Encima de la chimenea había un tintero con un poco de tinta en ei recipiente, dos toscas porcelanas de lo más vulgares, una sucia tarjeta, repujada con una serie de acertijos impresos en todas direcciones y en varios colores. Tomó la tarjeta y fue a leerla en la mesa donde estaba la vela, sentándose resueltamente de espaldas a la cama tapada.
Empezó a leer el primer acertijo, el segundo, el tercero, siguiendo la primera esquina; le dio la vuelta con impaciencia para mirar la otra cara. Antes de empezar a leerla el sonido de la campana de la iglesia le interrumpió.
Las once.
Había pasado una hora en la habitación del muerto.
Miró de nuevo la tarjeta. Era difícil ver las letras a causa de la poca luz que le había dejado el posadero una vela de sebo con un par de anticuadas pantallas de acero. Hasta ahora su mente había estado demasiado ocupada para pensar en ello.
Había dejado la mecha de la vela hasta que había pasado la llama y ardía con una extraña forma de tejadillo, en el tope del cual iban cayendo pedacitos de algodón carbonizados en pequeños copos. Arregló la mecha, la luz brilló directamente y la habitación resultó menos oscura.
De nuevo volvió a los acertijos, leyéndolos terca y resueltamente, ahora en una esquina, ahora en otra. A pesar de todos sus esfuerzos no podía fijar su atención. Siguió mecánicamente en su ocupación sin entender lo que leía. Era como si una sombra de la cama se interpusiese entre su mente y las alegres letras, una sombra que nada podía disipar. Al fin abandonó el esfuerzo, tiró la tarjeta con impaciencia y volvió a su paseo suave por la habitación.
¡El muerto, el muerto, el muerto oculto en la cama!
De nuevo la persistente idea obsesionándole.
¡Oculto! ¿Era sólo el cuerpo que yacía allí o era que aquel cuerpo estaba oculto, lo que le preocupaba? Se detuvo ante la ventana, oyendo de nuevo el golpeteo de la lluvia, atisbando hacia la negra oscuridad.
¡Todavía el muerto!
La oscuridad le obligó a volver en sí e hizo trabajar su memoria, reviviendo con una vívida y penosa claridad la impresión que tuvo cuando vio el cuerpo por primera vez. De pronto, le pareció que aquella cara se levantaba en medio de la oscuridad, encarándosele a través de la ventana, con su pálida blancura, la terrible y sombría línea de luz entre los imperfectamente cerrados párpados, más abiertos que antes, los labios separándose más y más, las facciones creciendo y moviéndose, hasta que parecieron llenar la ventana y acallar la lluvia y apagar la noche.
El sonido de una voz gritando desde el inicio de la escalera le sustrajo repentinamente del sueño de su perturbada fantasía.
Reconoció la voz del posadero.
Cierra a las doce, Ben le oyó decir ; me voy a dormir.
Enjugó el sudor de su frente, razonó consigo mismo por un rato y resolvió librar su mente de la horrible fealdad que aún persistía, obligándose a afrontar, aunque sólo fuese por un momento, la solemne realidad. Sin permitirse un momento de duda, separó las cortinas a los pies de la cama y miró.
Allí estaba, apoyada en la almohada, la cara blanca, triste, tranquila, con su terrible misterio de quietud. ¡Ningún movimiento, ningún cambio! Lo miró un instante antes de correr las cortinas de nuevo, pero este momento le calmó, le devolvió en mente y cuerpo a sí mismo. Volvió a su anterior ocupación de andar arriba y abajo de la habitación, perseverando esta vez, hasta que el reloj sonó de nuevo.
Las doce.
Mientras se apagaba el eco de las campanadas, le siguió abajo el confuso ruido de los bebedores que se marchaban. El próximo ruido después de un corto silencio, fue el de los cerrojos al cerrar la puerta y el de los postigos detrás de la posada. Luego siguió el silencio y ya no fue turbado por nada.
Ahora estaba solo, absoluta, desesperadamente solo con el hombre muerto, hasta la próxima mañana.
Tenía que arreglar la mecha de nuevo. Iba a hacerlo, pero de repente miró con atención a la vela, luego detrás, sobre su hombro, a la cama tapada, y de nuevo la vela. La habían cambiado por primera vez para mostrarle el camino por la escalera y casi la tercera parte se había consumido. Pasada otra hora se quedaría a oscuras, a menos que llamase en seguida al hombre que había cerrado la posada, para pedirle una vela nueva.
Su mente se había visto muy afectada desde que entró en la habitación y su absurdo miedo de quedar en ridículo y que se pusiese en duda su coraje seguía influyéndole.
Se demoró, indeciso, alrededor de la mesa, esperando hasta convencerse para abrir la puerta y llamar desde el rellano al hombre que había cerrado la posada. En su actual estado de ánimo, tan dubitativo, era una especie de descanso ganar unos pocos instantes ocupándose en la fútil ocupación de reanimar la llama. Su mano temblaba un poco cuando aprctó la mecha, que cerró un poco demasiado abajo. En un instante la vela se apagó y la habitación quedó sumida en una total oscuridad.
La impresión que la ausencia de luz produjo instantáneamente en su mente fue de angustia por la cama tapada, angustia que no tenía una forma precisa, pero que era lo bastante fuerte, en su vaguedad, para dejarlo pegado a la silla, hacer latir más rápido su corazón y dejarlo escuchando intensamente.
Ningún sonido en la habitación, sino el ruido de la lluvia contra la ventana, más alto y violento ahora. Todavía la vaga angustia, el inexplicable miedo lo poseía y mantenía en la silla. Puso la maleta encima de la mesa, sacó la llave de un bolsillo, la abrió y buscó su caja escritorio donde sabía que había una caja de cerillas. Cuando tuvo una cerilla entre sus dedos esperó antes de frotarla en la tosca mesa de madera, escuchando intensamente de nuevo, sin saber por qué. Seguía sin haber otro ruido en la habitación que el persistente e incesante repiqueteo de la lluvia.
Encendió la vela de nuevo sin más demora y en el instante de encenderla, el primer objeto que vio en la habitación fue la cama tapada.
Justo antes de que se acabara la luz había mirado en aquella dirección y no había observado ningún cambio, ningún desarreglo en los pliegues de las cortinas ajustadamente corridas.
Cuando ahora miró hacia la cama, vio colgando por un lado de ésta una mano larga y blanca.
Yacía perfectamente inmóvil a mitad de aquel lado de la cama, donde se unían la cortina de la cabecera y la de los pies. No se veía nada más. Las colgantes cortinas ocultaban todo menos la larga mano blanca.
Se la quedó mirando, incapaz de moverse, incapaz de llamar, no sintiendo nada, no sabiendo nada, todas sus facultades sumándose y perdiéndose, excepto la vista.
Nunca pudo explicar por cuanto tiempo mantuvo este primer pánico. Pudo haber sido un instante. Pudieron ser muchos minutos. Cómo llegó a la cama, si fue corriendo o lentamente, cómo consiguió descorrer las cortinas y mirar dentro, nunca lo ha recordado ni lo recordará mientras viva.
Bástenos saber que sí llegó hasta la cama y miró detrás de las cortinas.
El hombre se había movido.
Uno de sus brazos estaba fuera de las sábanas; su cara había girado un poco en la almohada; sus párpados estaban muy abiertos. Sin embargo, a pesar del cambio de posición y expresión, la cara seguía perfectamente inmutable. La palidez y quietud de la muerte aparecían en su inmovilidad.
Una mirada mostró esto a Arthur, una mirada antes de que volase sin resuello hacia la puerta y alarmase a toda la casa.
El hombre a quien el posadero llamara Ben fue el primero en aparecer por la escalera. En tres palabras, Arthur le contó lo que ocurría y le mandó a buscar al médico más próximo.
Yo, que os cuento esta historia, estaba por entonces en casa de un amigo médico, ejerciendo en Doncaster y cuidando de sus pacientes durante su visita a Londres; y yo, por aquel tiempo, era el médico más próximo a la posada. Me mandaron a llamar cuando el forastero se puso enfermo por la tarde, pero no estaba en casa y buscaron en otro sitio. Cuando el hombre de Los dos petirrojos llamó al timbre, de noche, estaba pensando en acostarme.
Naturalmente, no creí una palabra de la historia acerca «del hombre muerto que ha vuelto a la vida de nuevo». Sin embargo, me calé el sombrero, cogí uno o dos frascos de medicina estimulante y corrí hacia la posada, no esperando encontrar nada más extraordinario que un paciente con un ataque.
Mi sorpresa al averiguar que el hombre me había contado la verdad, fue tal, si no igual, que mi sorpresa al encontrarme cara a cara con Arthur Holliday tan pronto como entré en el dormitorio. No había tiempo entonces para dar o pedir explicaciones. Nos estrechamos la mano asombrados, y ordené que todos, menos Arthur, salieran de la habitación y me precipité hacia la cama.
El fuego de la cocina aún no se había apagado. Había mucha agua caliente y franela. Con esto, mis medicinas y toda la ayuda que Arthur pudo darme bajo mi dirección, arranqué al hombre literalmente de las puertas de la muerte. En menos de una hora desde mi llegada, estaba vivo y hablando en la cama donde había yacido esperando la encuesta del juez.
Naturalmente, me preguntaron qué le había pasado, y podría deleitarles, en respuesta, con largas teorías, llenas de lo que los niños llaman palabras difíciles. Prefiero contar, sin embargo, que en este caso causa y efecto no podían juntarse satisfactoriamente en una teoría.
Hay misterios de la vida humana y sus condiciones de los que la ciencia no ha comprendido aún nada; les confieso cándidamente que al devolver a aquel hombre a la existencia estaba, moralmente hablando, dando palos de ciego en la oscuridad. Sé (por el testimonio del médico que le atendió por la tarde) que la maquinaria vital, hasta donde pueden apreciar nuestros sentidos, se había, en este caso, parado indudablemente; también estoy seguro (ya que lo recobró) que el principio vital no se había extinguido. Cuando añado que había sufrido una larga y complicada enfermedad y que todo su sistema nervioso estaba completamente trastornado, os he contado todo lo que realmente sé de la condición física de mi paciente muerto vivo en Los dos petirrojos.
Cuando «volvió en sí», como se dice, era algo sorprendente de mirar, con su cara descolorida, sus hundidas mejillas, sus extraviados ojos negros y su largo cabello negro. La primera pregunta que me hizo sobre su persona, cuando pudo hablar, me hizo sospechar que me hallaba ante un hombre de mi profesión. Le mencioné esta conjetura y me confirmó que estaba en lo cierto.
Dijo que venía de París, donde trabajó en un hospital; que recientemente había regresado a Inglaterra, para dirigirse a Edimburgo para continuar sus estudios; que se había puesto enfermo durante el viaje y que se había detenido en Doncaster para descansar y recuperarse. No añadió una palabra ni siquiera sobre su nombre, y naturalmente, no le pregunté nada al respecto. Sólo le pregunté, cuando dejó de hablar, qué especialidad pensaba cursar.
Cualquiera dijo amargamente que dé de comer a un pobre.
Ante esto, Arthur, que hasta ahora lo observaba en silenciosa curiosidad, prorrumpió impetuosamente en su usual modo humorístico: Mi querido muchacho (todo el mundo era «mi querido muchacho» para Arthur), ahora que ha vuelto a la vida, no empiece siendo pesimista en sus proyectos. Le diré que puedo ayudarle y si yo no puedo, sé que mi padre puede.
El estudiante de medicina lo miró fijamente.
Gracias dijo con frialdad . ¿Puedo preguntarle quién es su padre? añadió.
Es bien conocido en esta parte del país contestó Arthur . Es un importante fabricante y su nombre es Holliday.
Mi mano estaba sobre la muñeca del hombre durante esta breve conversación. En el momento en que fue pronunciado el nombre de Holliday, sentí acelerarse el pulso bajo mis dedos, detenerse, seguir de golpe y latir luego por un instante o dos, con febrilidad.
¿Cómo ha venido usted aquí? preguntó el forastero, rápido, excitado, casi apasionadamente.
Arthur le explicó brevemente lo sucedido desde que alquilara la cama en la posada.
Estoy en deuda entonces con el hijo de Mr. Holliday, por la ayuda que me ha salvado la vida dijo el estudiante de medicina, hablando consigo mismo, con un raro sarcasmo en su voz . Venga aquí.
Mientras hablaba, tendió su larga, blanca y huesuda mano derecha.
Con todo mi corazón dijo Arthur, estrechando la mano cordialmente . Puedo confesarlo ahora continuó, riendo , sobre mi honor, casi pierdo el juicio del miedo.
El forastero no parecía escuchar. Sus fieros ojos negros miraban fijamente la cara de Arthur y sus largos dedos huesudos aferraban su mano. El joven Holliday, por su parte, devolvió la mirada, asombrado y perplejo por el raro lenguaje y modos del estudiante de medicina. Las dos caras estaban juntas; miré a ambos y para mi sorpresa quedé impresionado por el parecido entre ellos, no en las facciones o complexión, sino en la expresión. Debió de ser un fuerte parecido o yo no lo hubiese notado, ya que soy muy lento para darme cuenta de los parecidos.
Me ha salvado la vida dijo el forastero, sin dejar de mirar fijamente a la cara de Arthur, apretando aún su mano . Si hubiese sido mi propio hermano, no habría hecho más.
Puso un gran énfasis en estas tres palabras: «mi propio hermano» y su cara cambió de aspecto cuando lo dijo; un cambio que no podría describir.
Espero que aún podré ayudarle dijo Arthur . Hablaré con mi padre en cuanto llegue a casa.
Parece estar orgulloso de su padre y quererlo mucho dijo el estudiante de medicina . ¿Supongo que él también está orgulloso de usted?
Naturalmente que lo está contestó Arthur riendo . ¿Hay algo maravilloso en ello? ¿No está su padre orgulloso...?
Repentinamente, el forastero soltó la mano de Holliday y volvió la cara.
Perdone dijo Arthur . Espero no haberle herido involuntariamente: ¿No habrá perdido a su padre?
No puedo perder lo que nunca he tenido respondió el estudiante con una risa sarcástica.
¡Lo que nunca ha tenido!
El forastero repentinamente tomó la mano de Arthur y le miró de nuevo a la cara fijamente.
Sí dijo, repitiendo la risa amarga . Ha traído de nuevo al mundo a un pobre diablo que nada tiene que hacer en él. ¿Le sorprende? Tengo el gusto de contarle lo que generalmente otros en mi situación guardan en secreto. No tengo nombre ni padre. ¡La caritativa ley de la sociedad me dice que soy el hijo de nadie! Pregúntele a su padre si también será el mío, y ayúdeme a encontrar un camino en esta vida mía sin apellido.
Arthur me miró más perplejo que nunca.
Le indiqué con una seña que no comentase nada al respecto y de nuevo puse mis dedos en su muñeca. No. A pesar de la extraordinaria confesión que acababa de hacer no estaba, como yo suponía, empeorando. Su pulso era ahora regular y su piel húmeda y fresca. No había ningún síntoma de fiebre.
En vista de que ninguno de nosotros le contestaba, se volvió hacia mí y empezó a comentar la extraña naturaleza de su caso, pidiéndome consejo sobre el tratamiento médico que debía seguir. Le dije que debía considerar cuidadosamente su enfermedad y que más tarde le mandaría una receta. Me pidió que lo hiciese en seguida, ya que seguramente dejaría Doncaster pronto por la mañana antes de que yo despertase. Era inútil explicarle lo absurdo y loco de tal modo de actuar. Me escuchó educada y pacientemente pero se mantuvo firme, sin dar ninguna razón o explicación, y me repitió que si quería darle la oportunidad de ver mi receta, debería hacerla en seguida.
Oyendo esto, Arthur ofreció prestarnos su escribanía portátil que llevaba consigo y trayéndola a la cama sacó el papel de la caja en su modo descuidado. Con el papel cayeron sobre la cama un paquete de sellos y una pequeña acuarela de un paisaje.
El estudiante de medicina tomó el dibujo y lo miró. Sus ojos se fijaron en las iniciales claramente cifradas en una esquina. Se sobresaltó y tembló; su pálida cara se puso aún más blanca; volvió sus fieros ojos hacia Arthur y lo atravesaron.
Un bonito dibujo dijo en un raro y tranquilo tono de voz.
¡Ah, y hecho por una chica muy guapa! dijo Arthur . ¡Oh, una chica muy guapa! Me gustaría que no fuese un paisaje, sino un retrato suyo.
¿La admira mucho?
Arthur, medio en broma, medio en serio, se besó la mano como respuesta.
Amor a primera vista dijo el joven Holliday, guardando el dibujo . Pero el asunto no marcha bien. Es la historia de siempre. Está monopolizada, como de costumbre; ligada por un precipitado compromiso con un hombre pobre que nunca parece conseguir el dinero suficiente para casarse con ella. Tuve suerte de saberlo a tiempo, o seguramente hubiese arriesgado una declaración cuando me dio este dibujo. Tenga, doctor, pluma, tinta y papel, listos para usted.
¿Cuándo le dio este dibujo? ¿Se lo dio? ¿Se lo dio?
Repitió estas palabras despacio para sí y de pronto cerró los ojos. Una súbita mueca pasó por su cara y vi una de sus manos agarrar las sábanas y estrujarlas con fuerza. Pensé que volvería a enfermar y pedí que no hubiese más charla. Abrió los ojos cuando hablé, los fijó interrogadoramente de nuevo sobre Arthur y dijo clara y distintamente:
Usted la quiere y ella le quiere; el pobre hombre puede apartarse de su camino. ¿Puede decir que, pensándolo bien, no le dará su persona como le ha dado el dibujo?
Antes de que el joven Holliday pudiese contestar, se volvió hacia mí y dijo en un susurro:
Respecto a la receta... A partir de entonces, aunque habló con Arthur, no volvió a mirarle.
Cuando hube escrito la receta, la miró y aprobó, sorprendiéndonos a ambos con un «Buenas noches» brusco. Me ofrecí para quedarme, pero negó con la cabeza. Arthur ofreció también quedarse y con su cara vuelta, dijo:
No.
Comprendiendo que yo no cedería, aceptó que se quedase el camarero de la posada.
Gracias a los dos dijo, cuando nos pusimos de pie para irnos . Tengo que pedirles un último favor, no a usted, doctor, porque confío en su discreción profesional, sino a Mr. Holliday.
Cuando habló, sus ojos aún estaban fijos en mí y nunca más se volvió hacia Arthur.
Suplico a Mr. Holliday que no mencione a nadie, y menos aún a su padre, los sucesos ocurridos y las palabras dichas en esta habitación. Le ruego que me entierre en su memoria como si para él estuviese enterrado en la tumba. No puedo darle mis razones para pedirle algo tan extraño. Sólo puedo implorarle que lo cumpla.
Su voz falló por primera vez y escondió la cara en la almohada. Arthur, completamente confundido, le dio su palabra. Inmediatamente después me llevé al joven Holliday a casa de mi amigo, pensando regresar a la posada y ver de nuevo al estudiante antes de que partiese.
Volví a la posada a las ocho en punto, absteniéndome a propósito de despertar a Arthur, que descansaba de la excitación de la pasada noche en uno de los sofás del salón de la casa de mi amigo. En cuanto estuve solo en mi dormitorio, tuve una sospecha, lo que me hizo decidir a que Arthur y el joven estudiante a quien había salvado la vida no se viesen nunca más, si yo podía evitarlo.
Ya he contado ciertas habladurías escandalosas que sabía respecto a la juventud del padre de Arthur. Cuando, en mi cama, pensaba en lo ocurrido en la posada: el cambio en el pulso del estudiante cuando se mencionó el nombre de Holliday; el parecido que había notado entre la expresión de su cara y la de Arthur; el énfasis que puso en las tres palabras «mi propio hermano»; su incomprensible aceptación de su propia ilegitimidad; mientras pensaba en estas cosas, las informaciones antes mencionadas irrumpieron de pronto en mi mente y se enlazaron como una cadena en mis anteriores reflexiones. Algo me susurró: «Mejor será que estos dos jóvenes no vuelvan a verse». Lo sentía antes de dormirme; lo sentí cuando desperté; y como os he dicho, fui solo a la posada a la mañana siguiente.
Perdí mi última oportunidad de ver de nuevo a mi paciente sin nombre. Hacía una hora que se había marchado cuando pregunté por él.
Ya os he dicho todo lo que sé sobre el hombre a quien devolví la vida en la habitación doble de la posada de Doncaster. Lo que voy a añadir son meras deducciones y conjeturas; hablando claro, no son hechos concretos.
Primero os diré que el estudiante de medicina estuvo increíblemente en lo cierto adivinando que era muy probable que Arthur se casara con la joven que le diera la acuarela del paisaje. La boda tuvo lugar un año después de los acontecimientos que acabo de relatar.
La joven pareja vino a vivir en el vecindario donde yo estaba establecido. Estuve presente en la boda y quedé muy sorprendido de que Arthur, ni antes ni después de la boda, quisiera hablarme del anterior compromiso de su novia.
Sólo se refirió a ello una vez en que estábamos a solas, contándome en aquella ocasión que su esposa había hecho todo a lo que el honor y el deber la obligaba, y que el compromiso se rompió con la entera aprobación de sus padres. Nunca supe nada más sobre esto. El nuevo matrimonio Holliday vivió feliz durante tres años. Al cabo de este tiempo se declararon síntomas de una seria enfermedad en Mrs. Holliday.
Resultó ser una larga y lenta enfermedad sin esperanza. Yo la atendí siempre. Habíamos sido grandes amigos cuando no estaba enferma y lo fuimos más estrechamente en su dolencia. Mantuvimos largas e interesantes conversaciones durante los períodos en que parecía recuperarse. Puedo contaros brevemente el contenido de una de estas conversaciones, dejándoos deducir lo que os plazca.
La entrevista a que me refiero ocurrió poco antes de su muerte.
Llamé como de costumbre, la encontré sola y comprendí al ver sus ojos que había estado llorando. Al principio sólo me contó que estaba moralmente deprimida, pero poco a poco se volvió más comunicativa y me contó que había estado releyendo unas cartas antiguas, dirigidas a ella antes de que conociera a Arthur, por el hombre con quien había estado comprometida en matrimonio. Le pregunté cómo se había roto el compromiso. Me contestó que no se había roto, sino muerto de un modo misterioso. La persona con quien estaba comprometida su primer amor , era muy pobre y no había posibilidades inmediatas de casarse. Tenía mi misma profesión y había marchado al extranjero para ampliar sus estudios.
Habían mantenido una correspondencia regular hasta que, como creía, había regresado a Inglaterra.
Desde aquel momento no supo nada más de él. Tenía un temperamento sensible y susceptible y ella temía haber hecho o dicho algo inadvertidamente que le hubiese podido ofender.
De cualquier modo, no le escribió más y después de esperar un año, se casó con Arthur.
Le pregunté cuándo había sucedido aquello y averigüé que las cartas habían cesado exactamente por las mismas fechas en que fui llamado para atender al misterioso paciente de la posada Los dos petirrojos.
Quince días después de esta conversación, ella murió. Al correr del tiempo Arthur se casó de nuevo. En los últimos años ha residido casi siempre en Londres y le he visto raramente.
Tengo que pasar sobre algunos años antes de llegar a una conclusión acerca de esta interrumpida narración. Y aún al llegar al final, lo que tengo que deciros llamará vuestra atención unos breves minutos.
Una lluviosa tarde de otoño, cuando todavía practicaba la medicina en el medio rural, estaba sentado, solo, pensando en un caso a mi cuidado que me tenía perplejo, cuando llamaron a la puerta de mi habitación.
Entre grité, mirando con curiosidad para ver quién me buscaba. Después de un breve instante se movió el picaporte y apareció una mano larga, blanca y huesuda, empujando lentamente la puerta sobre una arruga de la alfombra que no permitía abrirla libremente.
Detrás de la mano apareció un hombre cuya cara me causó inmediatamente una extraña sensación. Había algo familiar en su aspecto y también algo que sugería un cambio.
Se presentó tranquilamente como Mr. Lorn; traía unas excelentes referencias profesionales y me propuso ocupar el por entonces vacante puesto de asistente mío. Mientras hablaba me di cuenta de que no lo hacíamos como desconocidos y que aunque yo parecía asombrado de verle, él no lo estaba en absoluto.
Tuve en la punta de la lengua decirle que me parecía que ya nos habíamos conocido antes. Pero algo en su cara y algo en mi propia impresión no puedo decir qué me impidió decírselo, y sintiéndome atraído hacia él, lo acepté sin dudarlo para el puesto.
Aceptó la propuesta y se quedó aquel mismo día. Desde el principio nos llevamos como viejos amigos, pero, durante todo el tiempo que estuvo en mi casa nunca me hizo una confidencia sobre su pasado y no me acerqué nunca al tópico prohibido más que por insinuaciones que resueltamente no quiso entender.
Creo desde hace tiempo que mi paciente de la posada pudiera ser un hijo ilegítimo del viejo Mr. Holliday y que también pudiera ser el hombre comprometido con la primera esposa de Arthur. Y ahora se me ocurre otra idea: que Mr. Lorn es la única persona en este mundo que podría aclararme ambas dudas.
Se quedó conmigo hasta que me trasladé a Londres a probar fortuna allí por segunda vez, y entonces él siguió su camino y yo el mío, y no nos hemos vuelto a ver.
Ya nada puedo añadir. Puedo estar en lo cierto en mis conjeturas o tal vez estar equivocado. Todo lo que sé es que cuando llegaba tarde por las noches, en aquellos días en el campo, y encontraba a mi ayudante dormido y lo despertaba, me solía mirar como el forastero de Doncaster lo hizo cuando se levantó de la cama aquella noche memorable.
***
FIN