NO LLEVE EL VURRO AL ZOOLÓGICO
Publicado en
agosto 26, 2012

En varios países se abre paso un movimiento que pretende quitar todo poder ofensivo o incómodo al lenguaje: se le llama "políticamente correcto" y su amenazadora presión plantea polémicas y preguntas.
Por Daniel Samper PizanoEn Nueva York ya no existe el zoológico. Ese lugar donde comen, duermen, orinan y se aburren cientos de animales enjaulados ahora se llama Parque de Nueva York para la Conservación de la Vida Silvestre. La decisión de cambiarle el nombre fue tomada hace cinco meses so pretexto de que el término zoológico se ha convertido en una mala palabra. Los animales siguen viviendo como vivían antes. Del zoológico sólo ha cambiado el nombre. Pero quienes se sentían incómodos al ver a estas criaturas metidas entre barrotes, ya descansan tranquilos pues ahora son inquilinos de un Parque para la Conservación de la Vida Silvestre.
Por la misma época en que la junta directiva de la Sociedad Zoológica de Nueva York intentaba derogar uno de los más específicos vocablos internacionales -zoo es más que una palabra: es casi un símbolo universal que se emplea en más de diez idiomas-, en la antigua Yugoslavia las tropas serbias bombardeaban y acribillaban a ciudadanos croatas y bosnios en diversos lugares del territorio. Muchos periódicos, sin embargo, se negaban a hablar de matanzas y caían en la trampa de referirse a tales carnicerías como actos de limpieza étnica. Las cámaras de fotografía, que no se andan con remilgos, sí mostraban los cadáveres, los heridos y los huérfanos de esta siniestra operación.En España, entre tanto, la nueva ministra de Asuntos Sociales, Cristina Alberdi, proponía erradicar del lenguaje la palabra "señorita" porque establece diferencias discriminatorias con las señoras.Los parques para la Conservación de la Vida Silvestre y la limpieza étnica no son más que nuevas expresiones asépticas que designan viejas realidades. Ellas forman parte de una ola de anestesia que en inglés se denomina "Políticamente Conecto", o PC. Esta escuela va mucho más allá de lo político, sin embargo, y se interna en todos los terrenos sociales y humanos. Procura erradicar toda palabra que ofenda, irrite o moleste a alguien. Su meta es conseguir la felicidad de la convivencia, pero sólo en el lenguaje, ya que en la vida real no puede hacerlo. Que ninguna palabra frunza, que ninguna palabra estalle, que ninguna palabra estremezca, que ninguna provoque estridencias.El comentarista Ben Maclntyre proponía que, para rematar la obra de enmiendas que empezó con el término zoológico, se proceda a definir a la jungla como "área tropical de alta forestación con importantes implicaciones ozónicas, para el disfrute del Homo Sapiens y otras especies".Según Umberto Eco, autor de El nombre de la rosa, el PC no es más que "un ejercicio de hipocresía e intolerancia que obliga a la gente a desodorizar su lenguaje sin resolver nada". Se dirá que Eco dice esto porque se trata de un intelectual europeo de izquierda. Pero también piensan lo mismo algunos gringos de derecha que no han perdido el sentido de las proporciones.William Safire, muy leído comentarista político y lingüístico, arremete contra expresiones como limpieza étnica porque -dice- "son palabras limpias que enmascaran hazañas sucias". Lo mismo pasaba, durante el nazismo, con la aséptica solución final, que consistía, ni más ni menos, en liquidar a todos los judíos del planeta.En algunos países el desodorante verbal salta de lo cruel a lo ridículo. Hace poco denunciaba el PEN Club, famosa asociación de escritores, la ola represiva que ha impuesto lo PC en Gran Bretaña. Los autores de cuentos infantiles se quejan de que los editores pretenden desterrar de ellos el menor detalle que pueda incomodar a cualquier grupo religioso, étnico o económico. Los cerdos, por ejemplo, que son animales mal vistos por los fundamentalistas árabes y judíos, han desaparecido de las historias. Cierto editor británico exhibe en su oficina un letrero que dice: "Ningún cerdo pasará nuestras puertas". Aunque parezca increíble, hay quienes se niegan a publicar otra vez la vieja fábula de los tres cochinitos y el lobo. Pero no por el lobo, sino por los cochinitos.Según el diario londinense The Times, los textos de dos terceras partes de los autores de libros para niños han sido sometidos a censura. A uno de los escritores el editor le pidió suprimir una mención del jardín de una casa porque "hay muchos niños que no tienen jardín en la suya". Tampoco tienen castillos, carrozas ni zapatos de cristal, por supuesto, lo que no impide que Cenicienta siga siendo uno de los cuentos más populares del mundo.Los fanáticos cristianos también han aportado su grano de intolerancia en el mundo editorial. Algunos de ellos se han dirigido a ciertas empresas para protestar por el hecho de que aparezcan en los cuentos brujas, magos y duendes. Alegan que estas criaturas aumentan las supersticiones y disminuyen la verdadera fe en Dios. Sobra decir que semejantes extremistas muestran muy poca confianza en él (perdón: en El) si creen que el Padre Eterno puede ser derrotado por la bruja de "Blancanieves".El columnista Art Buchwald planteaba en enero de este año las dificultades crecientes que enfrentan los escritores de humor para sobrevivir en un mundo erizado de susceptibilidades oficialmente acogidas.En un artículo sarcástico titulado "Humor y corrección", Buchwald sostenía que "no se pueden hacer bromas sobre mujeres, porque son mujeres, ni sobre homosexuales, a menos que uno mismo sea homosexual". Y agregaba que, de hecho, no se pueden hacer bromas sobre conocidos bromistas, porque éstos también se molestan. Uno de los pocos personajes sobre los cuales resulta "políticamente aceptable" reírse -afirma- es el vicepresidente norteamericano Al Gore. Pero resulta imposible encontrar algo divertido en él.El movimiento PC se enquista en una paradoja curiosa. Nace para protestar contra términos supuestamente mentirosos, ofensivos y discriminatorios establecidos por el poder dominante, y acaba por convertirse en una especie de reinado paralelo de la mentira edulcorada. El término limpieza étnica no surgió de una minoría oprimida, sino de la mayoría opresora. Es el clásico encubrimiento verbal del cual acaba por hacerse cómplice una prensa que prefiere rehuir vocablos explosivos como masacre o carnicería, y se refugia en palabras incapaces de morder y desgarrar.Si bien es cierto que resulta bueno y prudente combatir el uso oficial de algunas expresiones peyorativas, esta mínima ortodoncia del lenguaje ha terminado por convertirse en una caja de dientes artificial y herbívora que se pretende instalar a todo el que escriba. Dice la escritora Yasmin Alibhai-Brow, defensora de la nueva represión verbal: "Hay que tomar en serio al PC porque, como dice el profesor Bickett de la Universidad de Yale, donde todo se puede decir, todo se puede hacer".La experiencia demuestra que casi siempre sucede exactamente lo contrario: todo se puede hacer, siempre y cuando lo bauticemos de una manera que no incomode a nadie: limpieza étnica, al estilo serbio; soluciones finales, al estilo nazi; operaciones de seguridad nacional como las que sirvieron para matar a miles de argentinos, uruguayos, brasileños y chilenos.Por refugiarse en el eufemismo, muchas minorías que aspiran a mejorar sus condiciones de poder han terminado aliadas a los escamoteadores de la realidad. Feministas, ecólogos, antirracistas, homosexuales, enfermos e inconformes a veces terminan por resbalar en las cáscaras que pretenden recoger. Veamos, por ejemplo, el caso de las feministas. En lengua inglesa han conseguido que se las reconozca como un sujeto independiente del hombre. En vez de policeman, hoy se dice policewoman. Hasta aquí, todo perfecto. Pero ocurre que, al trasladar su lucha al español -que es más generoso con las diferencias sexuales que el inglés- muchas mujeres de habla hispana pretenden exactamente lo contrario: que no existan discriminaciones. Así las poetisas quieren que se las llame poetas, las consulesas, cónsules (es verdad que la consulesa es, estrictamente, la mujer del cónsul, razón de más para reivindicar la autonomía de un término que no debería depender de una arcaica razón conyugal); la ministra, ministro; la sacerdotisa, sacerdote.Los ecologistas, por su parte, han rozado más de una vez el ridículo. El caso del zoológico de Nueva York es apenas una de muchas reivindicaciones tontas. En octubre del año pasado, en España, el presidente de la Asociación Ecologista para la Defensa del Borrico, Pascual Rovira, atacó ferozmente a quienes utilizan el término burro para designar a los tardos de entendimiento. Su protesta no despertó sonrisas sino solidaridad, hasta el punto de que muchos otros ecologistas pidieron a la Academia de la Lengua que la acepción de "burro" que significa "bruto" se escriba con ve labiodental: vurro. Con lo cual los productores lácteos no tardarán en exigir que cuando se hable de que alguien está tan gordo como una vaca, lo escriba con be labial: baca. Que, naturalmente, quiere decir en el diccionario algo completamente distinto. Desde luego, esta clase de protestas no les hace bien a los burros ni a los ecologistas, sino que quebranta la seriedad profunda de un movimiento que busca restablecer el respeto por la naturaleza. Estoy seguro de que al burro no le interesa la ortografía de su nombre, sino que el amo no lo coja a palos.Pocos países han logrado sustraerse al maquillaje de lo políticamente correcto. Hasta los franceses, que suelen ser menos proclives que otros pueblos a estas manipulaciones del lenguaje, han visto prosperar a las "agentes comerciales" en sustitución de las vendedoras de almacenes y supermercados; a las "casas de etención" en vez de las cárceles; a los "blacks" (así, en inglés), en vez de los negros; a los "gays" (así, en inglés) en vez de los homosexuales. Hasta los legendarios clochards (vagabundos) hoy han sido rebautizados SDF, "sin domicilio fijo". Y todos contentos, salvo los vagabundos, que siguen durmiendo bajo los puentes; los homosexuales, que siguen siendo discriminados por quienes se meten bajo las sábanas de los demás; los negros, muy golpeados por agentes de policía y militantes neonazis; los presos, que continúan encerrados; y las vendedoras, cuyos salarios no mejoran por el hecho de que las llamen de manera más elegante.Lo peor es que siempre habrá alguna expresión que sea más correcta políticamente que otra, hasta llegar a la absoluta decantación de la nada verbal: el término que no ofenda a nadie, que no implique nada, que no signifique nada. Es decir, lo contrario del lenguaje. La evolución de la palabra para nombrar a los negros en Estados Unidos es una buena muestra. Siempre existió para designarlos sin ofenderlos una palabra dulcificada que, como muchas de su especie, había sido tomada de otros idiomas: negro (pronunciado nigro, con plural escrito como negroes). Al mismo tiempo, existía un término paralelo de tipo peyorativo: nigger. Al cabo de un tiempo se abrió paso una palabra menos "fuerte" que negro: colored, gente o persona de color. El solo eufemismo de omitir el color y no mencionar el negro (podría ser también gente de color blanco o amarillo) implicaba ya una inexplicable vergüenza. En otras palabras, era más racista el término colored que el término negro. Como reacción, se pasó de allí a black, por iniciativa de los propios negros, que descubrieron el orgullo de su cultura y su herencia racial. Y de black hemos aterrizado en un nuevo término compuesto: afro-americano. Es posible que dentro de un tiempo se considere políticamente incorrecto aludir a los orígenes geográficos del ciudadano, y los fabricantes de palabras asépticas opten por llamar PEM, "Persona con exceso de melanina", a los antiguos negroes, colored people y blacks.Mientras tanto, los estadounidenses de origen mexicano optaban por una solución mucho más astuta: apoderarse del mote insultante que se les adscribía y empuñarlo como orgulloso rótulo. Así nacieron los chicanos. Algo parecido sucede en España con los oriundos de Sudamérica. En vez de acoquinarse cuando los españoles los apodaron sudacas, los latinos cogieron el nombre al vuelo y se lo aplicaron a sí mismos. Ahora los primeros que se llaman sudacas son los sudacas. Los que pretendían insultarlos se quedaron sin insulto.América Latina, casi sin saberlo, también ha entrado en la onda de lo políticamente correcto. La expresión clases menos favorecidas ha sustituído la incomodidad de la "pobreza"; los disminuídos auditivos a los sordos; los minusválidos a los cojos, a los mancos, a los paralíticos; la tercera edad a la vejez; los invidentes a los ciegos (mucho más inteligentes, los ciegos suelen insistir en que los llamen ciegos: la palabra es más contundente); las autodefensas a los grupos paramilitares...Como casi todo los que tiene que ver con el lenguaje y la realidad que éste refleja, se trata de un tema complicado y discutible. Para eso también es el lenguaje: para discutir. No se trata de aceptar ni adaptar todos los términos insultantes para despojarlos de su detonante descalificador. Hay algunos que tienen una sobrecarga derogatoria que los hace irredimibles: es lo que ha ocurrido con muchas palabras que se refieren a los judíos. Pero no hay duda que, frente a los intentos oficiales y corporativos por manipular el lenguaje hasta convertirlo en bagazo insípido, incoloro e insaboro, quienes lo hablamos tenemos aún mucho que decir. Si seguimos aceptando que los funcionarios nos marquen la pauta en el mundo de las palabras, un día será imposible, entre otras muchas cosas, la poesía: ¿quién es el valiente que, en vez de llamar viejo al anciano o anciano al viejo, escoge la expresión "ciudadano de vida prolongada"?