UN TRIUNFO DEL ESPÍRITU HUMANO
Publicado en
febrero 24, 2013
Había salvado los dedos de aquel accidente... pero a un precio terrible.
Drama de la vida real
Por Robert Jones.
ENTRE los bastidores del Avery Fisher Hall de la Ciudad de Nueva York, contemplaba, invadida por el pánico, el gran piano negro del escenario. Como cualquier otro concertista, tenía delante un público al cual complacer y unos críticos dispuestos a censurarla. Pero la mayor prueba que enfrentaría Ana María Trenchi de Bottazzi en este domingo de febrero de 1976, sería superar el trauma que había venido sufriendo durante los 14 años anteriores.
Salió a escena, agradeció con una inclinación los aplausos de bienvenida, tomó asiento ante el teclado e inició el Jesucristo, gozo anhelado de los hombres, de Juan Sebastián Bach, siguiendo la imagen que en su mente guardaba de la música.
De pronto se desvaneció toda una "página", como en una pantalla cinematográfica que queda en blanco. Se encontraba sola ante 2000 personas, y no tenía ni idea de lo que hacía allí. Un velo horrible había caído de nuevo sobre ella.
CATORCE años antes, cuando conducía velozmente su Fiat por una carretera de Bélgica, un día de invierno, la vida le sonreía. A los 23 años, esta pianista argentina tenía familia, talento, fortuna y una carrera prometedora. Así hablaban de ella algunos diarios del mundo: "Sin duda, una de las mejores pianistas de su generación" (La Prensa, de Buenos Aires); "Sus facultades técnicas son extraordinarias" (Post-Dispatch, de Saint Louis, Misuri); "Magnífica, briosa, elegante, segura de sí misma" (Japan Times, de Tokio). Al año siguiente debería presentarse en la Ciudad de Nueva York.
Como le gustaba la velocidad y sabía que en Bélgica no existían restricciones, conducía por un camino de dos vías a casi 160 k.p.h. Al llegar a un cruce disminuyó la velocidad, dobló a la izquierda y aceleró de nuevo. Unos metros más adelante, un camión se había detenido en la carretera.
Aplicó bruscamente los frenos; el Fiat se sacudió y empezó a patinar sin control. Ana María se apoyó contra el tablero para aguantar la colisión, pero pensó: ¡Salva las manos! Más vale arriesgar la cabeza que las manos. Desesperada, apretó los puños y los resguardó en su regazo.
El choque fue tremendo. Se sintió lanzada hacia adelante; su cabeza dio contra el volante y lo rompió. El auto se partió en dos. Apenas consciente, se incorporó y se llevó una mano a la boca, de la que salía un chorro de sangre; los dientes se le habían aflojado. Luego, todo giró a su alrededor.
Cuando volvió en sí, una luz la deslumbraba y varias personas se inclinaban sobre ella. "No se mueva", le dijo alguien; "está ústed en el hospital".
Trató de mover los dedos, y lo hizo sin dificultad. Dobló las mu-ñecas, alzó los brazos. Todo parecía estar en orden. ¡Volvería a tocar!
Pasado un rato, la llevaron a una habitación y llegó un médico. Ha-bía sufrido muchas magulladuras y una hemorragia interna leve; ten-drían que sujetarle con alambres los dientes; pero se repondría. "Tuvo usted mucha suerte", le comentó el facultativo.
"SUS PARIENTES MAS CERCANOS"
Dieciséis días después salió del hospital y se marchó a París. Tenía el cuerpo dolorido y la cara hinchada y pálida. Aún padecía jaqueca y las encías le sangraban a causa de los alambres; pero ansiaba Sentarse nuevamente ante el teclado. Tras instalarse en casa de Suzanne Roche, maestra de piano y antigua amiga suya, volvió a practicar.
Transcurridas dos semanas sus dolores de cabeza empeoraron. A me-nudo se levantaba a medianoche y, vacilante, se dirigía al baño y llenaba de hielo el lavabo para meter la cabeza. A veces se sentía mejor, si bien la hacía moquear (la fosa nasal derecha le fluía continuamente) e incluso le afectaba el ojo derecho. Después empezó a sentir cierto hormigueo en el pie del mismo lado y a cojear. Su mano diestra, antes vigorosa y segura, temblaba y equivocaba las notas. Tuvo fiebre. Una noche, Suzanne la encontró en el baño, gimiendo de dolor.
Al otro día su amiga llamó por teléfono a un eminente neurociru-jano, quien accedió a verla esa misma tarde. Le golpeó las rodillas con un martillito, la picó con alfileres y la examinó con varios instrumentos raros. Por fin preguntó:
—¿Dónde viven sus familiares?
—En Argentina.
—Hágalos venir.
—No.
—Escúcheme bien. Su situación es grave. Tiene fracturas múltiples en la parte delantera del cráneo. La membrana que le cubre el cerebro está desgarrada e infectada. En una palabra: meningitis. Lo que le escurre por la nariz es el líquido que mantiene el cerebro en su sitio. Debe hospitalizarse de inmediato; si no, morirá en 48 horas.
Por un descuido increíble, los médicos del hospital belga, provincial y corto de personal, la habían dado de alta sin tomarle radiorafías. El cráneo se le había estado destruyendo en forma acelerada.
—Anote en este formulario los nombres de sus parientes más cer-canos —le indicó el facultativo—. Es cuestión de rutina.
Llenó el papel y se marchó. Cosa extraña: sintió alivio. Se acercaba el fin. Anduvo durante varias horas; luego tomó un autobús a casa de Suzanne, quien la recibió entre exclamaciones: ¿Dónde había estado? Los del hospital habían telefoneado a ella y al embajador argentino y se habían comunicado con su padre. Tódo estaba arreglado. Aquella misma noche la llevarían al hospital.
FRENTE DE PLASTICO
Comenzaron con los análisis y las radiografías. Antes de operarle el cerebro, deberían curar la meningitis. Tardarían dos semanas, tal vez más. Ya encamada, perdió la vista del ojo derecho y el movimiento del mismo costado. Quince días después deliraba. Ni siquiera reconoció a su madre cuando llegó de Argentina.
Cierta mañana la raparon y le abrieron el cuero cabelludo de oreja a oreja. Le desprendieron la piel hasta el puente de la nariz y le cortaron el hueso frontal. Extrajeron cuidadosamente las astillas óseas, hicieron a un lado el cerebro y sacaron coágulos de sangre. Cerraron la duramadre, que estaba desgarrada, y así detuvieron la pérdida del líquido cefalorraquídeo. Le colocaron una placa de plástico acrílico en el lugar de la frente. La intervención duró casi cuatro horas.
Cuando el neurocirujano la dio de alta, le comentó: "Salió usted con vida, y eso es ya un milagro. Pero me temo que no volverá a tocar el piano. La parte del cerebro que gobierna el aprendizaje y la memoria ha quedado muy dañada. Nada le impedirá andar, conducir y hasta teclear un poco; estas aptitudes son mecánicas y nada tienen que ver con el conocimiento. Pero quizá se le dificulte recordar hasta su número telefónico. Es probable que jamás resista la tensión nerviosa de un concierto. Yo le recomiendo volver a casa y pensar en alguna otra actividad".
Para Ana María no existía más que una actividad. Otras mujeres tenían novio, marido o profesión. Ella sólo contaba con su música.
—No digas a nadie que me juzgan incapaz de volver a tocar —advirtió a su madre cuando salían del hospital.
—¡Claro que no, hija! —le contestó, con la voluntad férrea que siempre la había caracterizado como maestra de piano— Si de verdad lo quieres, ten la certeza de que lo lograrás.
PRACTICA, PRACTICA
Ya en Buenos Aires, acometieron la empresa. Ana María apoyaba los diez dedos sobre las teclas, pero al querer oprimir una, sentía que algún nervio se rebelaba dentro de su cabeza, y que un punzón candente le penetraba el cerebro. Perseveraba durante cinco minutos; luego aturdida de dolor, se dejaba caer en su cama.
Al cabo de dos semanas toleraba ya aquel nervio ardiente y con dos dedos arrancaba a las cuerdas del piano un débil tintín. Su madre la acompañaba siempre. "El dedo cordial", le decía. "El pulgar, abajo".
Seis meses después logró tocar queda y lentamente una escala que cualquier niño de seis años podría ejecutar sin mayor esfuerzo. Había desaparecido el dolor, pero no se acostumbraba a la rigidez de su cuero cabelludo. Peor aún resultaban los repentinos episodios de amnesia. A veces, charlando con una persona, se le olvidaba lo que había estado diciendo, y hasta quién era su interlocutor. Y así sería siem-pre, tal como el neurocirujano lo había temido.
En 1964, dos años después de la operación, había recobrado ya gran parte de su antigua habilidad mecánica. Una tarde, cuando una ra-diodifusora argentina le telefoneó para invitarla a suplir a un pianista que había enfermado en el último momento, ella aceptó gustosa.
Aunque en total desacuerdo, su madre la acompañó al estudio. "Todavía no estás en condiciones. No podrás tocar". La muchacha se sentó al piano, ante el texto musical de la Kreisleriana, de Schumann, en espera de la señal para comenzar. Cuando el locutor inició su comentario de presentación, Ana María cerró la partitura. Luego ejecutó la pieza, que dura unos 30 minutos, de memoria y a la perfección. Al dar la última nota vio a su madre en la cabina de control. Resplandecía por aquel triunfo.
En casa quiso volver a tocar la obra, pero no fue capaz de pasar de la primera página.
"PUEDES HACERLO"
En agosto de 1964 conoció a Bruno Bottazzi, pianista y director de orquesta. Se casaron un año después y se mudaron a los Estados Unidos. Durante el día enseñaban piano, y por las noches ella forcejeaba con su propia música. Bruno le exigía más que su madre. Cada vez que la mente se le quedaba en blanco, le ordenaba: "Empieza otra vez".
Después de nueve años y con el estímulo de su esposo, empezó a ofrecer recitales sencillos, algunos con resultados desastrosos. En 1974 salió al escenario del Town Hall, de Nueva York, e hizo la presentación que había pospuesto durante 12 largos años. Se sentó, rezó en silencio,y empezó a tocar. Al final, el auditorio estalló en manifestaciones de entusiasmo y aprobación.
"No estuvo mal", comentó a Bruno después de escuchar la grabación; y al ver que asentía, se corrigió: "¡Estuvo muy bien!"
Su esposo pensaba ya en el esfuerzo definitivo: un recital en el Avery Fisher Hall del Lincoln Center (la célebre sala de conciertos de la Ciudad de Nueva York). ¿Qué convenía tocar? ¿Beethoven? Schubert? ¿Chopin? ¿O su especialidad, Ginastera, el compositor más eminente de Argentina?
Bruno caviló largo rato. Luego exclamó: "¡Interpreta a todos! Presenta al público una lista de 100 grandes obras. ¡Que elijan ellos! Los acomodadores se encargarán de recoger la votación y de darte los resultados cuando salgas a escena. ¡Puedes hacerlo! ¡Estás curada!"
Ana María se le quedó mirando estupefacta, pero en seguida su asombro se convirtió en risa. ¡Por supuesto que lo haría! ¡Sería la prueba suprema!
El domingo 29 de febrero de 1976, la madre de la pianista y Bruno iban y venían detrás del telón. Ana María temblaba tanto, que tuvo un acceso de vómito. Cinco minutos antes de principiar el concierto, le entregaron el programa.
Durante el primer número la música se le borró de la memoria, pero oró y prosiguió; lo que olvidaba, lo improvisaba. No incurrió en ninguna otra falta hasta pasado el intermedio, cuando se desvaneció de su mente la segunda mitad del Claro de luna, de Debussy. Desesperada, retrocedió hasta uno de los pasajes iniciales y empezó de nuevo. Esta vez le salió bien. Después que interpretó dos piezas adicionales, los oyentes se pusieron en pie y la ovacionaron.
Siguió una fiesta jubilosa. Alguien compró el Times de Nueva York y leyó en voz alta el comentario del crítico de música: "La concertista sufrió un lapso de memoria en la primera pieza, pero se recobró de inmediato y ejecutó las demás con buen éxito. Optó por los compases rápidos y se mostró a sus anchas cuando pudo hacer vibrar el piano. La señora Bottazzi es, en esencia, una pianista fogosa".
Ana María sonrió. Sentía la mente despejada como nunca, y por ella pasaba un viejo proverbio que su madre le enseñó en la niñez:
Lo que somos es el obsequio que Dios nos hace; lo que llegamos a ser es nuestro obsequio a Dios.