• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display: H33-V66

  • ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

  • ▪ Audiowide: H23-V50

  • ▪ Chewy: H35-V67

  • ▪ Croissant One: H35-V67

  • ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

  • ▪ Germania One: H43-V67

  • ▪ Kavoon: H33-V67

  • ▪ Limelight: H31-V67

  • ▪ Marhey: H31-V67

  • ▪ Orbitron: H25-V55

  • ▪ Revalia: H23-V54

  • ▪ Ribeye: H33-V67

  • ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

  • ▪ Source Code Pro: H31-V67

  • ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch: H31-V67

  • ▪ Fredericka the Great: H37-V67

  • ▪ Rubik Dirt: H29-V66

  • ▪ Rubik Distressed: H29-V66

  • ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

  • ▪ Rubik Maps: H29-V66

  • ▪ Rubik Maze: H29-V66

  • ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar: H37-V68

  • ▪ Handjet: H51-V67

  • ▪ Raleway Dots: H35-V67

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio: H41-V67

  • ▪ Caesar Dressing: H39-V66

  • ▪ Diplomata SC: H19-V44

  • ▪ Emilys Candy: H35-V67

  • ▪ Faster One: H27-V58

  • ▪ Henny Penny: H29-V64

  • ▪ Jolly Lodger: H55-V67

  • ▪ Kablammo: H33-V66

  • ▪ Monofett: H33-V66

  • ▪ Monoton: H25-V55

  • ▪ Mystery Quest: H37-V67

  • ▪ Nabla: H39-V64

  • ▪ Reggae One: H29-V64

  • ▪ Rye: H29-V65

  • ▪ Silkscreen: H27-V62

  • ▪ Sixtyfour: H19-V46

  • ▪ Smokum: H53-V67

  • ▪ UnifrakturCook: H41-V67

  • ▪ Vast Shadow: H25-V56

  • ▪ Wallpoet: H25-V54

  • ▪ Workbench: H37-V65

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One: H32-V66

  • ▪ Bungee Inline: H27-V64

  • ▪ Chango: H23-V52

  • ▪ Coiny: H31-V67

  • ▪ Luckiest Guy : H33-V67

  • ▪ Modak: H35-V67

  • ▪ Oi: H21-V46

  • ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

  • ▪ Ultra: H27-V60

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman: H37-V67

  • ▪ Creepster: H47-V67

  • ▪ Eater: H35-V67

  • ▪ Freckle Face: H39-V67

  • ▪ Frijole: H27-V63

  • ▪ Irish Grover: H37-V67

  • ▪ Nosifer: H23-V50

  • ▪ Piedra: H39-V67

  • ▪ Rubik Beastly: H29-V62

  • ▪ Rubik Glitch: H29-V65

  • ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

  • ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display: H42-V67

  • ▪ Cute Font: H49-V75

  • ▪ Cutive Mono: H31-V67

  • ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

  • ▪ Life Savers: H37-V64

  • ▪ Megrim: H37-V67

  • ▪ Snowburst One: H33-V63

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage: H27-V55

  • ▪ Butterfly Kids: H59-V71

  • ▪ Explora: H47-V72

  • ▪ Love Light: H35-V61

  • ▪ Mea Culpa: H42-V67

  • ▪ Neonderthaw: H37-V66

  • ▪ Sonsie one: H21-V50

  • ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

  • ▪ Waterfall: H43-V67

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim: H51-V68

  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

  • ▪ Londrina Outline: H41-V67

  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

  • ▪ Rubik Iso: H29-V64

  • ▪ Rubik Puddles: H29-V62

  • ▪ Tourney: H37-V66

  • ▪ Train One: H29-V64

  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

  • ▪ Rubik Scribble: H29-V65

  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

  • ▪ Tilt Prism: H33-V67

  • OPCIONES

  • Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    Bordes - Curvatura
    Bordes - Sombra
    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    Fondo - Opacidad
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    Ocultar Reloj
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    Reloj - Vertical
    Segundos - Dos Puntos
    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    SEGUNDOS ACTUALES

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 10

    T X


    Programar ESTILOS

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #
    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS
    1
    2
    3


    4
    5
    6
    Borrar Programación
    HORAS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    ESTACIÓN DE ABERCROMBIE (Jack Vance)

    Publicado en enero 02, 2011
    Título original: THE BEST OF JACK VANCE

    PRESENTACIÓN


    Vance, el alienígena

    Jack Vance es el maestro de la ciencia ficción «exótica». Nadie como él ha sabido transmitir esa sensación de ajenidad que, lógicamente, debería caracterizar las obras que describen otros mundos y épocas futuras, y que sin embargo tan pocos autores logran infundir a sus relatos.



    Esta habilidad suya para evocar lo irreductiblemente extraño le ha convertido en uno de los autores más populares del género, pese a (o precisamente por) la aparente irrelevancia del argumento de muchos de sus relatos. Como en la narrativa de un Kafka, lo importante no es lo que pasa sino cómo pasa, e incluso ese cómo adquiere todo su significado a nivel de matiz. No se puede reducir un relato de Vance a su esquema argumental (como se puede hacer con muchas otras narraciones de ciencia ficción, que incluso mejoran en versión sinóptica), pues equivaldría a pelar un plátano para tirar lo de dentro y comerse la piel. En Vance, la forma es el contenido.

    Dicho de otro modo, la peculiar fascinación de Vance reside en que más que escribir sobre alienígenas, lo hace como un alienígena.

    Hace poco se pidió al autor que seleccionara lo que él mismo consideraba sus mejores narraciones. En Lo mejor de Jack Vance (Libro Amigo, 516) publicamos tres de ellas (Velero 25, El último castillo y La mariposa lunar), y ahora les ofrecemos las tres restantes. En esta ocasión el lector hallará a un Vance más irónico, menos frío, más terrenal, como si el evasivo extraterrestre que probablemente es se hubiera ido impregnando con el tiempo de los problemas y aflicciones de la humanidad. Algo de la desazonada y fascinante «lejanía» de El último castillo o las novelas del ciclo de Durdane (El hombre sin rostro, Ciencia Ficción 21, Los valerosos hombres libres, Ciencia Ficción 29) ha cedido terreno a una ironía y una tensión narrativa más viscerales.

    Tal vez el lector avezado se sorprenda al comprobar que el primer relato, del que Vance asegura que es uno de sus favoritos, es el menos característico de Vance que haya leído jamás. No lo duden: es una de tantas tretas del taimado escritor alienígena para desorientarnos.


    CARLO FRABETTI


    I


    Este relato es uno de mis favoritos. Habiendo dicho tanto, supongo que me veo obligado a contestar la pregunta: ¿por qué?



    Alabar la propia obra de uno es una simple imprudencia; por otra parte, la candidez desenfadada es refrescante, y quizá sea una virtud; por ello, me arriesgaré a ofrecer uno o dos comentarios sobre El retiro de Ullward.

    Considero que el relato está bien construido desde el punto de vista técnico, y creo que, a pesar de su franca frivolidad, en él se hacen una serie de profundas afirmaciones sobre la condición humana. En esta obra no hay villanos, ni héroes; en ella, sólo nos encontramos con la capciosidad y la vanidad humanas.



    EL RETIRO DE ULLWARD


    Bruham Ullward había invitado a tres amigos a comer en su rancho: Ted y Ravelin Seehoe, y su hija adolescente Iugenae. Después de un festín como para hacer saltar los ojos, Ullward ofreció un plato de las pastillas digestivas que le habían conservado la salud.



    ―Una comida maravillosa ―observó Ted Seehoe con reverencia―. En realidad, demasiado. Necesitaré una de éstas. Las algas estaban absolutamente deliciosas.
    ―Son alimentos genuinos ―dijo Ullward, sonriendo y haciendo un gesto natural con la mano.

    Ravelin Seehoe, una joven de rostro fresco y actitud positiva, de ochenta o noventa años, extendió la mano para coger una pastilla.

    ―Es una vergüenza que ya no queden. Las sintéticas que conseguimos apenas si se pueden reconocer como algas.
    ―Es un problema ―admitió Ullward―. Me uní con unos amigos y compramos una pequeña parcela en el Mar de Rosas. Las cultivamos nosotros mismos.
    ―¡Fíjate en eso! ―exclamó Ravelin―. ¿No es algo terriblemente caro?
    ―En la vida, las cosas buenas cuestan caras ―dijo Ullward frunciendo los labios caprichosamente―. Afortunadamente, me puedo permitir unos pocos gastos extras.
    ―Lo que yo siempre le digo a Ted... ―empezó a decir Ravelin, pero se detuvo cuando Ted le lanzó una penetrante mirada de advertencia.
    ―El dinero no lo es todo ―dijo Ullward, con la intención de superar la desavenencia―. Yo tengo una parcela de algas y mi rancho. Ustedes tienen a su hija y estoy seguro de que no la cambiarían.
    ―No estoy tan segura ―comentó Ravelin, dirigiendo una mirada crítica a Iugenae.
    ―¿Cuándo tendrá usted su propio hijo, lamster (1) Ullward? ―preguntó Ted, dando una palmada en la mano de Iugenae.
    ―Aún me falta tiempo. Ocupo el lugar treinta y siete mil millones en la lista.
    ―Una lástima ―comentó Ravelin Seehoe―. Cuando usted podría proporcionar tantas ventajas a un niño.
    ―Algún día, algún día, antes de que sea demasiado viejo.
    ―Es una vergüenza ―dijo Ravelin―, pero tiene que ser así. Otros cincuenta mil millones de personas y no podremos disfrutar de ningún tipo de intimidad.

    Se quedó mirando admirativamente la habitación, que únicamente se utilizaba para preparar la comida y comer.

    Ullward colocó las manos en los brazos de su silla, inclinándose un poco hacia adelante.

    ―¿Le gustaría quizá echar un vistazo al rancho?

    Hizo la pregunta con un tono de voz casual, mirando a uno y a otro. Iugenae


    (1) Lamster, contracción de landmaster, es una forma cortés de dirigirse a un propietario de tierras.

    dio palmadas de alegría. Ravelin sonrió con una expresión de agradecimiento.

    ―Si no es mucha molestia para usted.
    ―¡Oh, nos gustaría mucho, lamster Ullward! ―gritó Iugenae.
    ―Siempre he deseado ver su rancho ―dijo Ted―. He oído hablar mucho de él.
    ―Es una oportunidad para Iugenae que no quisiera que perdiera ―dijo Ravelin, y señalando con un dedo hacia Iugenae, le advirtió―: Recuerda, míralo todo muy cuidadosamente... y no toques nada.
    ―¿Puedo sacar fotografías, mamá?
    ―Eso se lo tendrás que preguntar a lamster Ullward.
    ―Desde luego, desde luego ―dijo Ullward―. ¿Por qué no lo va a poder hacer?

    Se levantó. Era un hombre que superaba ligeramente la estatura media, algo gordinflón, con un pelo rojizo, unos ojos azules redondos y una nariz prominente. Tenía casi trescientos años de edad y conservaba su salud con gran celo, pues apenas parecía tener más de doscientos.

    Se dirigió hacia la puerta, comprobó la hora y marcó un disco situado en la pared.

    ―¿Están dispuestos?
    ―Sí, lo estamos ―contestó Ravelin.

    Ullward separó la pared hacia atrás, descubriendo una vista sobre un terreno agreste. Un hermoso roble extendía su sombra sobre un estanque en el que crecían los juncos. Un sendero cruzaba un campo, dirigiéndose hacia un valle frondoso situado a un kilómetro y medio de distancia.

    ―¡Magnífico! ―exclamó Ted―. ¡Sencillamente magnífico!

    Salieron al exterior, a la luz del sol. Iugenae extendió los brazos, saltó y bailó en círculo.

    ―¡Mira! ¡Estoy sola! ¡Estoy yo sola aquí fuera!
    ―¡Iugenae! ―llamó Ravelin ásperamente―. ¡Ten cuidado! ¡No te salgas del sendero! Eso es hierba verdadera y no debes estropearla.

    Iugenae echó a correr hacia el estanque.

    ―¡Mamá! ―llamó volviéndose hacia ellos―. ¡Mira estas cosas tan pequeñas y asustadizas! ¡Y mira las flores!
    ―Esos animales son ranas ―dijo Ullward―. La historia de su evolución vital es muy interesante. ¿Ven esas cosas pequeñas en el agua que parecen peces?
    ―¡Qué divertido! ¡Mamá, ven aquí!
    ―Se les llama renacuajos y con el tiempo se transformarán en ranas, imposibles de distinguir de las que estamos viendo.

    Ravelin y Ted se asomaron al estanque con mayor dignidad, pero se sentían tan interesados por las ranas como Iugenae.

    ―Huele este aire fresco ―le dijo Ted a Ravelin―. Parece como si hubiéramos vuelto a los tiempos antiguos.
    ―Es algo absolutamente exquisito ―dijo Ravelin, mirando a su alrededor―. Tiene una la impresión de poder echar a andar y andar y andar.
    ―Vengan por aquí ―les dijo Ullward desde detrás del estanque―. Esto es el jardín de piedra.

    Con un temor reverencial, los invitados observaron fijamente el saliente de roca, coloreado con líquenes de color rojo y amarillo, y recubierto de musgo verde, Los helechos crecían en una hendidura; también había algunos grupos frágiles de flores blancas.

    ―Huele las flores, si quieres ―le dijo Ullward a Iugenae―. Pero, por favor, no las toques; se rompen con mucha facilidad.
    ―¡Mmmmmm! ―exclamó Iugenae al olerlas. ―¿Son reales? ―preguntó Ted.
    ―El musgo, sí. Los helechos y estos pequeños cactus también son reales. Las flores me las diseñó un horticultor y son reproducciones exactas de especies antiguas. Hemos conseguido mejorar el olor.
    ―Maravilloso, maravilloso ―dijo Ted.
    ―Vengan ahora por este camino... No, por favor, no miren hacia atrás; quiero que capten todo el efecto... ―en aquel momento, una expresión irritante cruzó por su rostro.
    ―¿Qué sucede? ―preguntó Ted.
    ―Es esa condenada molestia ―contestó Ullward―. ¿Oye ese ruido?

    Ted se dio cuenta entonces de un débil retumbar, profundo y casi inaudible.

    ―Sí, parece como si fuera alguna factoría.
    ―Lo es. Debajo del suelo. Una fábrica de alfombras. Uno de los telares es el que produce todo ese terrible escándalo. Me he quejado, pero no se preocupan... Más aún, lo ignoran. Vengan ahora aquí... ¡y miren a su alrededor!

    Sus amigos contuvieron la respiración, admirados. Desde aquel ángulo se veía un bungalow rústico en un valle alpino, y la puerta era la abertura que daba entrada al comedor de Ullward.

    ―¡Qué ilusión de distancia! ―exclamó Ravelin―. Una persona casi se podría creer que estaba sola.
    ―Es una obra maestra ―admitió Ted―. Juraría que estoy mirando a quince kilómetros de distancia... o por lo menos a ocho kilómetros.
    ―Dispongo de mucho espacio aquí ―dijo Ullward con orgullo―. Casi una tercera parte de una hectárea. ¿Les gustaría verlo a la luz de la luna?
    ―|Oh! ¿Podríamos?

    Ullward se dirigió hacia un panel de conmutadores ocultos; el sol pareció apresurar su marcha por el cielo. El valle se vio iluminado por una brillante puesta de sol; el cielo adquirió un tono rosado y azulado, después dorado, más tarde verde y finalmente comenzaron a aparecer las sombras… y la luna llena empezó a elevarse por detrás de la colina.

    ―Esto es algo absolutamente maravilloso ―dijo Ravelin con suavidad―. ¿Cómo puede usted marcharse alguna vez de aquí?
    ―Es duro ―admitió Ullward―. Pero también tengo que cuidar de los negocios. Más dinero significa más espacio.

    Hizo girar un botón; la luna flotó a través del cielo, terminando por desaparecer. Surgieron entonces las estrellas, formando los dibujos conocidos desde muy antiguo. Ullward señaló las constelaciones y las estrellas de primera magnitud, citándolas por su nombre y utilizando una linterna-lápiz como puntero. Después, el cielo adquirió un tono lavanda y amarillo limón y el sol volvió a surgir. Unos conductos invisibles enviaron una corriente de aire frío a través del claro.

    ―En estos momentos estoy negociando la compra de una zona situada detrás de esta pared ―dijo, dando un ligero golpe en la ladera de la montaña representada, una ilusión que adquiría realidad y tridimensionalidad mediante laminaciones situadas dentro del cristal―. Es una zona bastante grande... más de diez metros cuadrados. El propietario quiere una fortuna, naturalmente.
    ―Me sorprende mucho que quiera vender ―observó Ted―. Diez metros cuadrados significan una verdadera intimidad.
    ―Se ha producido una muerte en la familia ―explicó Ullward―. El abuelo en cuarto grado del propietario ha desaparecido y el espacio sobra temporalmente.
    ―Espero que pueda conseguirlo ―dijo Ted, asintiendo.
    ―Yo también lo espero. Tengo ambiciones bastante extravagantes... Con el tiempo, espero llegar a ser propietario de todo el bloque, pero eso requiere tiempo. A la gente no le gusta vender su espacio y todo el mundo está ansioso por comprar.
    ―Nosotros no ―dijo Ravelin alegremente―. Tenemos nuestra pequeña casa. Vivimos en un ambiente cómodo y acogedor y estamos ahorrando dinero para invertirlo.
    ―Eso está bien ―admitió Ullward―. Hay mucha gente que sufre escasez de espacio. Después, cuando se presenta una buena oportunidad para hacer dinero, se encuentran con que no disponen de capital. Hasta que pude ganar algo con las pastillas digestivas, viví en un cubículo individual alquilado. Vivía encogido... pero hoy en día no lo siento.

    Regresaron, a través del claro, hacia la casa de Ullward, deteniéndose un momento ante el roble.

    ―Me siento especialmente orgulloso de este árbol ―comentó Ullward―. ¡Un verdadero roble!
    ―¿Verdadero? ―preguntó Ted, asombrado―. Supuse que era artificial.
    ―Lo mismo piensa mucha gente ―dijo Ullward―. Pero, no, es verdadero.
    ―Iugenae, por favor, toma una fotografía del árbol. Pero no lo toques. Puedes dañar su corteza.
    ―Puede tocar la corteza con toda tranquilidad. ―aseguró Ullward; miró hacia las ramas y después examinó el suelo, se agachó y cogió una hoja caída―. Esta hoja ha crecido en el árbol. Y ahora, Iugenae, quiero que vengas conmigo ―se dirigió hacia el jardín de roca y apartó a un lado una roca simulada, dando paso a un pequeño gabinete con una palangana―. Observa cuidadosamente ―dijo, mostrándole la hoja―. ¿La ves? Está seca, brillante y marrón.
    ―Sí, lamster Ullward ―asintió Iugenae con un movimiento de cabeza.
    ―Primero la sumerjo en esta solución ―cogió una probeta llena de un líquido oscuro, retirándola de un estante―. Así. Eso restaura el color verde. Lavamos el exceso de líquido y ahora la secamos. Ahora, frotamos la superficie con este otro líquido, con mucho cuidado. Mira, ahora es flexible y fuerte. Una solución más ―esto es un revestimiento plástico― y aquí la tenemos, una verdadera hoja de roble, perfectamente genuina. Toma, es tuya.
    ―¡Oh, lamster Ullward! ¡Muchas gracias! ―y echó a correr hacia el exterior, mostrándosela a sus padres, que estaban junto al estanque, disfrutando de la sensación de espacio y observando a las ranas―. ¡Mirad lo que me ha dado lamster Ullward!
    ―Ten mucho cuidado con ella ―dijo Ravelin―. Cuando volvamos a casa le encontraremos un pequeño y bonito marco y la podrás tener colgada en tu cubículo.

    E1 sol simulado se encontraba en el cielo occidental. Ullward dirigió al grupo hacia el reloj de sol.

    ―Es algo antiguo. Tiene muchísimos años. Mármol puro esculpido a mano. También funciona... y es muy práctico. Miren, las cuatro menos diez por la sombra en el dial... ―echó un vistazo a su reloj de cinturón y observó el sol―. Perdónenme un instante.

    Se dirigió hacia el panel de control y llevó a cabo un ajuste. El sol dio un salto hacia atrás de unos diez grados. Ullward regresó y comprobó el reloj de sol.

    ―Eso está mejor ―dijo―.Miren ahora. Las cuatro menos diez en el reloj de sol. Y las cuatro menos diez en mi reloj. ¿No es algo estupendo?
    ―Es maravilloso ―asintió Ravelin seriamente.
    ―Es la cosa más maravillosa que jamás haya visto ―dijo Iugenae alegremente.

    Ravelin miró a su alrededor y suspiró con melancolía.

    ―No nos gusta marcharnos, pero creo que ya tendríamos que estar regresando a casa.
    ―Ha sido un día maravilloso, lamster Ullward ―dijo Ted―. Una comida exquisita y hemos disfrutado mucho viendo su rancho.
    ―Tienen que volver otra vez ―invitó Ullward―. Siempre me gusta estar acompañado.

    Les llevó hacia el comedor y después atravesaron el salón-dormitorio hasta la puerta. La familia Seehoe dio un último vistazo por el espacioso interior, se pusieron sus capas, subieron a su calzado móvil y se despidieron. Ullward cerró la puerta. Los Seehoe miraron, y esperaron hasta que apareció un hueco en el tráfico. Dijeron adiós con la mano, se colocaron las capuchas sobre las cabezas y subieron al corredor móvil.

    El calzado móvil les aceleró hacia su hogar, seleccionando el camino apropiado, deslizándose automáticamente en las pistas correctas de salida de la calzada. Los campos de deflección les permitían sortear a las multitudes. Al igual que los Seehoe, todo el mundo llevaba la capa y la capucha de material de película reflectiva para salvaguardar la intimidad. El cristal de ilusión que se extendía por el techo del corredor presentaba una vista de torres que iban disminuyendo en un cielo alegremente azul, como si los peatones se estuvieran moviendo solos a lo largo de los pasajes superiores, expuestos al viento.

    Los Seehoe se aproximaron a su casa. A unos doscientos metros de distancia se desviaron hacia la pared. Pero como la fluidez del tráfico les hizo pasar de largo tuvieron que dar la vuelta a todo el bloque y llevar a cabo otro intento de entrar en casa. Su puerta se abrió cuando estuvieron a su lado; se agacharon para penetrar por la abertura, balanceándose sobre una barra de metal a modo de pasamanos.

    Se quitaron las capas y el calzado móvil, deslizándose hábilmente unos entre otros. Iugenae se las arregló para llegar al cuarto de baño y quedó sitio libre para que Ted y Ravelin se sentaran. La casa resultaba bastante pequeña para los tres, podrían haber pagado otros diez metros cuadrados de espacio, pero, en lugar de pagar un alquiler exorbitante, preferían ahorrar el dinero con un ojo puesto en el futuro de Iugenae.

    Ted suspiró lleno de satisfacción, estirando lujuriosamente las piernas por debajo del asiento de Ravelin.

    ―A pesar del rancho de Ullward es bonito estar en casa.

    Iugenae salió del cuarto de baño. Ravelin la miró.

    ―Es hora de que tomes la pastilla, querida.

    El rostro de Iugenae se contrajo.

    ―¡Oh, mamá! ¿Por qué tengo que tomar las pastillas? Me encuentro perfectamente bien.
    ―Te hacen bien, querida.

    Con un gesto de mal humor, Iugenae tomó una pastilla del botiquín.

    ―Runy dice que me haces tomar pastillas para retrasar mi crecimiento.

    Ted y Ravelin se miraron.

    ―Limítate a tomar la pastilla ―dijo Ravelin―, y no te preocupes por lo que dice Runy.
    ―¿Pero cómo es que yo tengo treinta y ocho años y Ermara Burk tiene treinta y dos, y ya tiene una bonita figura, mientras que yo estoy lisa como una tabla?
    ―No empieces a discutir y tómate la pastilla. ―Vamos, pequeña, siéntate aquí ―dijo Ted, levantándose.

    Iugenae protestó, pero Ted levantó su mano y dijo:

    ―Me sentaré en el nicho. Tengo que hacer unas cuantas llamadas.

    Se deslizó junto a Ravelin y tomó asiento en el nicho, frente a la pantalla de comunicación. El cristal de ilusión situado detrás de él estaba construido del modo usual, aunque, en realidad, lo había diseñado la propia Ravelin. Simulaba una alegre y pequeña madriguera, con las paredes forradas de seda roja y amarilla, con un cuenco lleno de fruta sobre una mesa rústica, una guitarra en el banco y una tetera de cobre hirviendo sobre la estufa. La plancha había resultado bastante cara, pero cuando alguien se comunicaba con los Seehoe era lo primero que veía, y en eso Ravelin, que se sentía muy orgullosa de su casa, se había negado a escatimar gastos.

    Antes de que Ted pudiera hacer su llamada, se encendió la luz señalizadora. Contestó. La pantalla se abrió mostrando a su amigo Loren Aigle, sentado aparentemente en una rotonda arqueada al aire libre, contra un fondo de nubes algodonosas; una ilusión que Ravelin reconoció instantáneamente como un efecto de los más normales y poco caro.

    Loren y Elroe, su esposa, estaban ansiosos por saber algo sobre la visita de los Seehoe al rancho de Ullward. Ted les describió con todo detalle cómo habían pasado la tarde.

    ―¡Espacio, espacio y más espacio! ¡Aislación pura y simple! ¡Intimidad absoluta! ¡Apenas si os lo podéis imaginar! ¡Una verdadera fortuna en cristales de ilusión!
    ―Bonito ―dijo Loren Aigle―. Te voy a decir algo que te resultará difícil de creer. Hoy he registrado todo un planeta a nombre de un solo hombre.

    Loren trabajaba en la Oficina de Certificación de la Agencia de Propiedades Extraterrestres. Ted quedó extrañado y no comprendió.

    ―¿Todo un planeta? ¿Cómo es eso? ―Es un astronauta que trabaja por cuenta propia ―explicó Loren―. Aún quedan unos pocos sin registrar.
    ―¿Pero qué planea hacer con todo un planeta?
    ―Dice que se va a vivir allí.
    ―¿Solo?
    ―Sí ―asintió Loren―. He mantenido una buena charla con él. Dice que la Tierra está muy bien, pero que prefiere la intimidad de su propio planeta. ¿Te lo imaginas?
    ―¡Francamente, no! ¡Tampoco me puedo imaginar la cuarta dimensión. Y, sin embargo, ¡qué maravilla! Terminó la conversación y la imagen se desvaneció de la pantalla. Ted se volvió hacia su esposa.
    ―¿Oíste eso?

    Ravelin asintió; había escuchado, aunque sin prestar gran atención. Estaba leyendo el menú suministrado por la empresa de abastecimientos a la que estaban suscritos.

    ―No vamos a tomar nada pesado después de esa comida. Vuelven a tener algas sintéticas simuladas.
    ―Nunca son tan buenas como las verdaderas sintéticas ―observó Ted, gruñendo.
    ―Pero es barato y todos nosotros hemos comido muy bien.
    ―¡No te preocupes por mí, mamá! ―dijo Iugenae―. Voy a salir con Runy.
    ―¡Oh! ¿Te vas? ¿De verdad? ¿Me permites preguntarte adonde vas a ir?
    ―A dar una vuelta por el mundo. Cogeremos el lanzador de las siete, así es que tengo que darme prisa.
    ―Después ven inmediatamente a casa ―dijo Ravelin con severidad―. No te vayas a ninguna otra parte.
    ―Por el amor del cielo, mamá, ¿crees que iba a fugarme o algo así?
    ―Haz lo que te he dicho. Yo también fui joven una vez. ¿Te has tomado la medicina?
    ―Sí, ya me he tomado la medicina.

    Iugenae se marchó. Ted regresó al nicho.

    ―¿A quién vas a llamar ahora? ―preguntó Ravelin.
    ―A lamster Ullward. Quiero agradecerle todas las molestias que se ha tomado por nosotros.

    Ravelin estuvo de acuerdo en que ya no valía la pena hacer una llamada para pedir algas y margarina.

    Ted hizo la llamada, expresó su agradecimiento y después, casi en el último momento, se le ocurrió hablar del hombre que poseía un planeta para él solo.

    ―¿Todo un planeta? ―preguntó Ullward―. Tiene que estar habitado.
    ―No, creo que no, lamster Ullward. ¡Piénselo! ¡Piense en la intimidad!
    ―¡Intimidad! ―exclamó Ullward bruscamente―. Mi querido amigo, ¿a qué se refiere con eso?
    ―¡Oh! Naturalmente, lamster Ullward..., usted posee un lugar realmente atractivo.
    ―El planeta tiene que ser muy primitivo ―reflexionó Ullward―. Una idea muy atrayente, desde luego..., si a uno le gustan esa clase de cosas. ¿Quién es el hombre?
    ―No lo sé, lamster Ullward. Podría enterarme, si usted lo desea.
    ―No, no, no se preocupe. No estoy especialmente interesado. Sólo ha sido un pensamiento tonto ―Ullward se echó a reír con franqueza―. Pobre hombre. Probablemente vive en una bóveda.
    ―Eso es posible, desde luego, lamster Ullward. Bueno, muchas gracias de nuevo y buenas noches.


    2


    El nombre del astronauta era Kennes Mail. Era un hombre delgado y de corta estatura, duro como un arenque sintético, moreno como la levadura tostada. Tenía una mata corta de pelo gris y una mirada azul, penetrante e ingeniosa. Mostró un amable interés por el rancho de Ullward, pero éste pensó que la insistente utilización de la palabra «inteligente» no tenía ningún tacto.



    Cuando regresaban a casa, Ullward se detuvo para admirar su roble.

    ―Es absolutamente genuino, lamster Mail. Un árbol vivo, superviviente de pasadas épocas. ¿Tiene usted árboles tan buenos como éste en su planeta?
    ―Lamster Ullward ―dijo Kennes Mail, sonriendo―, esto es sólo un arbusto. Sentémonos en alguna parte y le enseñaré algunas fotografías.

    Ullward ya había mencionado su interés por adquirir una propiedad extraterrestre. Mail, admitiendo que necesitaba dinero, le había dado a entender que podrían llegar a alguna clase de acuerdo. Se sentaron ante una mesa. Mail abrió su maletín. Ullward enchufó la pantalla de la pared.

    ―Primero le mostraré un mapa ―dijo Mail.

    Seleccionó una barra y la introdujo en la ranura de la mesa. Sobre la pared apareció la proyección de un mundo: océanos, una enorme masa terrestre ecuatorial llamada Gaea, y los pequeños subcontinentes llamados Atalanta, Perséfone y Alción. Al mismo tiempo, una caja de información descriptiva leyó:

    PLANETA DE MAIL
    Registrado y adjudicado en la Agencia de Propiedades Extraterrestres

    Superficie: 0'87 de la Tierra
    Gravedad: 0'93 de la Tierra
    Rotación diurna: 22'15 horas terrestres
    Rotación anual: 2'97 años terrestres
    Atmósfera: Vigorizante
    Clima: Salubre
    Condiciones e influencias nocivas: Ninguna
    Población: 1

    Mail indicó un punto situado en la ribera oriental de Gaea y dijo:

    ―Yo vivo allí. Por el momento sólo es un campamento tosco. Necesito dinero para mejorarlo un poco para mí. Estoy dispuesto a desprenderme de uno de los continentes pequeños, o si así lo prefiere, de una de las secciones de Gaea, digamos, por ejemplo, desde las montañas Murky hacia el oeste, hasta el océano.
    ―Yo no quiero secciones, lamster Mail ―dijo Ullward con una agradable sonrisa, sacudiendo la cabeza―. Quiero comprar ese mundo ahora mismo. Usted pone el precio: si es razonable le extenderé el cheque inmediatamente.
    ―Ni siquiera ha visto las fotografías ―observó Mail, mirándole de soslayo.
    ―Es cierto ―admitió Ullward con un tono de hombre de negocios―. Sobre todo, las fotografías.

    Mail oprimió el botón de proyección. Sobre la pantalla aparecieron paisajes de una belleza salvaje poco común. Había peñascos montañosos y ríos estruendosos, bosques espolvoreados de nieve, amaneceres junto al océano, puestas de sol en la pradera, colinas verdes, prados salpicados de flores, playas de arenas tan blancas como la leche.

    ―Muy agradable ―dijo Ullward―. Bastante bonito ―se sacó la libreta de cheques y preguntó―: ¿Cuál es su precio?
    ―No vendo ―contestó Mail, moviendo negativamente la cabeza―. Estoy dispuesto a desprenderme de una sección... bajo el supuesto de que se esté de acuerdo con mi precio y con mis reglas.

    Ullward estaba sentado, con los labios apretados. Dio a su cabeza una ligera inclinación. Mail comenzó a levantarse.

    ―No, no ―se apresuró a decirle Ullward―. Sólo estaba pensando... Veamos otra vez ese mapa.

    Mail volvió a proyectar el mapa sobre la pantalla. Ullward inspeccionó cuidadosamente los diversos continentes, e hizo preguntas sobre fisiografía, clima, flora y fauna. Finalmente tomó su decisión.

    ―Alquilaré Gaea.
    ―¡No, lamster Ullward! ―declaró Mail―. Me reservo toda esa zona... desde las montañas Murky y la ribera oriental del río Calíope. Esta sección occidental está abierta. Quizá sea algo más pequeña que Atalanta o Perséfone, pero el clima es más cálido.
    ―En esa sección occidental no hay montañas ―protestó Ullward―. Sólo esos insignificantes riscos del Castillo Rocoso.
    ―No son tan insignificantes ―objetó Mail―. También tiene allí las colinas del Pájaro Púrpura, y aquí, en el sur, está la montaña Cairasco..., un volcán activo. ¿Qué más necesita?
    ―Tengo la costumbre de pensar en grande ―dijo Ullward, echando un vistazo a su rancho.
    ―Gaea occidental es una propiedad grande.
    ―Está bien ―dijo Ullward―. ¿Cuáles son sus condiciones?
    ―En cuanto se refiere al dinero, no soy ávido ―dijo Mail―. Por un alquiler de veinte años, doscientos mil anuales, adelantando los cinco primeros años.

    Ullward hizo un gesto de alarma con la mano.

    ―¡Eso es mucho, lamster Mail! ¡Representa casi la mitad de mis ingresos!
    ―No estoy tratando de hacerme rico ―observó Mail, encogiéndose de hombros―. Quiero construirme una buena casa. Eso cuesta dinero. Si usted no se lo puede permitir, tendré que hablar con alguien que lo pueda afrontar.
    ―Me lo puedo permitir, desde luego ―dijo Ullward con voz amable―, pero todo el rancho que poseo aquí cuesta menos de un millón.
    ―Bueno, o lo quiere, o no lo quiere. Le diré cuáles son mis reglas y después podrá tomar usted una decisión.
    ―¿Qué reglas? ―preguntó Ullward, poniéndose rojo.
    ―Son muy simples y su único propósito consiste en mantener la intimidad de cada uno de los dos. En primer lugar, debe permanecer usted en su propiedad; nada de excursiones por un lado u otro de mi propiedad. En segundo lugar, nada de subarriendos. Tercero: ningún residente, excepto usted mismo, claro, así como su familia y servidores. No quiero que vaya allí ninguna colonia de artistas, ni que exista ninguna atmósfera ruidosa y salvaje. Naturalmente, tiene usted derecho a llevar a sus huéspedes, pero deben mantenerse dentro de su propiedad, como usted mismo.

    Miró de soslayo el rostro encendido de Ullward y añadió:

    ―No estoy tratando de ser rudo, lamster Ullward. Las buenas cercas hacen buenos vecinos y es mucho mejor entenderse ahora para evitar que surjan más tarde palabras duras y desahucios.
    ―Déjeme ver de nuevo las fotografías ―pidió Ullward―. Muéstreme Gaea occidental.

    Miró las fotografías y, dando un profundo suspiro, dijo:

    ―Muy bien, estoy de acuerdo.


    3


    El personal de construcción se había marchado. Ullward se encontraba solo en Gaea occidental. Echó a andar, rodeando la nueva casa, aspirando profundamente el aire limpio y tranquilo, estremeciéndose ante la absoluta soledad e intimidad. La casa le había costado una fortuna, ¿pero cuántas otras personas poseían ―o más bien tenían alquilada― una casa como ésta en la Tierra?



    Salió a la terraza frontal y lanzó orgullosamente la mirada a través de kilómetros de espacio y de paisaje, kilómetros verdaderos y no simulados. Para situar la casa, había elegido una repisa situada al pie de las colinas de la cadena Ullward (como había bautizado de nuevo las colinas del Pájaro Púrpura). Frente a él se extendía una gran sabana dorada, salpicada de árboles verde-azulados; por detrás, se elevaba un alto risco gris.

    Una corriente de agua saltaba por el risco sobre la roca, salpicando, enfriando el aire, para fluir finalmente a un hermoso y claro estanque, junto al que Ullward había hecho construir una cabaña de plástico rojo, verde y marrón. En la base del risco y en las grietas de la roca crecían grupos de cactus azules, matorrales de un verde brillante, cubiertos por flores rojas, y una gran planta blanca, poblada de muchas hojas, con un tallo en el que se apelotonaban las flores blancas.

    ¡Soledad! ¡Aquello sí que valía la pena! Ningún retumbar de factorías; ningún ruido de tráfico a dos metros de la cama. Con un brazo extendido y el otro apretado contra su pecho, Ullward realizó unos majestuosos pasos de danza triunfal por la terraza. De haber podido, habría dado un salto mortal de alegría. ¡Cuando una persona ha alcanzado la más completa intimidad, nada le está prohibido!

    Ullward dio un último paseo arriba y abajo de la terraza, observando apreciativamente el horizonte. El sol se estaba poniendo por detrás de bancos de nubes encendidas. El color tenía una profundidad maravillosa, una tonalidad brillante que sólo se podía comparar con los mejores cristales de ilusión.

    Entró en la casa e hizo una selección de alimentos del armario de abastecimientos. Después de una comida tomada con toda calma, se dirigió al salón. Se quedó allí pensativo durante un momento, y después volvió a salir a la terraza, paseando arriba y abajo. ¡Maravilloso! La noche estaba llena de estrellas, que colgaban del cielo como borrosas lamparitas blancas, casi como siempre las había imaginado.

    Al cabo de diez minutos de admirar las estrellas, regresó al salón. ¿Y ahora qué? La pantalla de la pared, con su amplio surtido de programas grabados. Sintiéndose muy tranquilo y cómodo, Ullward contempló una reciente comedia musical.

    Esto sí que era un verdadero lujo, se dijo a sí mismo. Era una lástima no poder invitar a sus amigos a pasar con él la noche. Era algo afortunadamente imposible, teniendo en cuenta la duración del viaje entre la Tierra y el planeta de Mail. Sin embargo..., sólo faltaban tres días para la llegada de su primer huésped. Se trataba de Elf Intry, una mujer joven que se había comportado más que amistosamente con Ullward en la Tierra. Cuando Elf llegara, Ullward abordaría un tema que había estado dándole vueltas en la cabeza desde hacía varios meses; de hecho, desde que se enteró por primera vez de la existencia del planeta de Mail.

    Elf Intry llegó a primeras horas de la tardé, bajando al planeta de Mail en una cápsula lanzada desde el expreso de circunvalación exterior, que pasaba cada semana. A pesar de que era una mujer de disposición normalmente buena, saludó a Ullward con una furiosa explosión de indignación.

    ―¿Quién es ese bruto que está al otro lado del planeta? ¡Creí que disfrutabas aquí de una intimidad absoluta!
    ―Ese es el viejo Mail ―dijo Ullward evasivamente―. ¿Qué ha pasado?
    ―El tonto del piloto me dio unas coordenadas erróneas y la cápsula descendió en una playa. Vi una casa y un hombre desnudo, vistiéndose apresuradamente detrás de unos arbustos. Naturalmente, pensé que eras tú. Me acerqué y le saludé. ¡Tendrías que haber escuchado las palabras que dijo! ―sacudió la cabeza y añadió―: No sé cómo permites que un patán así viva en tu planeta.

    En aquel momento sonó el zumbador de la pantalla de comunicación. .

    ―Ese es Mail ―dijo Ullward―. Espera aquí. ¡Ya le diré yo cómo tiene que hablar a mis invitados!

    Al cabo de un rato regresó a la terraza. Elf se le acercó y le besó la nariz.

    ―Ully, estás pálido de rabia. Espero que no hayas perdido tu buen talante.
    ―No ―contestó Ullward―. Sólo tuvimos... Bueno, nos entendimos. Vamos, mira la propiedad.

    Llevó a Elf hacia la parte posterior de la casa, señalando el estanque, la cascada de agua, la masa de rocas que se extendía sobre ella.

    ―¡No verás este mismo efecto en ningún cristal de ilusión! ¡Esto es roca verdadera!
    ―Es maravilloso, Ully. Muy bonito. Sin embargo, puede que el color sea un poco oscuro. Las rocas no tienen este aspecto.
    ―¿No? ―Ullward inspeccionó el risco con una mirada más crítica―. Bueno, no puedo hacer nada para arreglarlo. ¿Qué te parece la intimidad de que se disfruta aquí?
    ―¡Maravillosa! Se está tan tranquilo. Es casi misterioso.
    ―¿Misterioso? ―Ullward miró el paisaje que les rodeaba―. Nunca se me había ocurrido.
    ―Tú no eres sensible para esas cosas, Ully. Sin embargo, es muy bonito, siempre y cuando puedas tolerar el tener tan cerca a esa desagradable criatura de Mail.
    ―¿Tan cerca? ―protestó Ullward―. ¡Si está al otro lado del continente!
    ―Es cierto ―admitió Elf―, pero supongo que todo es relativo. ¿Cuánto tiempo piensas estar por aquí?
    ―Eso depende. Ven dentro. Quiero hablar contigo.

    La sentó en un cómodo sillón y le sirvió una esfera de néctar Gluco-Fructoid. Él se preparó una mezcla de alcohol etílico, agua y unas pocas gotas de antiguo éster de Haig.

    ―Elf, ¿qué lugar ocupas en la lista de reproducción?

    Ella levantó sus finas cejas y sacudió la cabeza.

    ―Estoy tan abajo, que he perdido la cuenta. Cincuenta o sesenta mil millones.
    ―Yo estoy en el treinta y siete mil millones. Es una de las razones por las que he comprado este lugar. ¡Esperar la lista! ¡Qué tontería! ¡Nadie puede impedirle a Bruham Ullward procrear en su propio planeta!

    Elf apretó los labios y sacudió la cabeza tristemente.

    ―No daría resultado, Ully.
    ―¿Por qué no?
    ―Porque no puedes llevarte los niños a la Tierra. La lista los eliminaría.
    ―Cierto, pero piensa en lo que significaría vivir aquí, rodeado de niños. ¡Todos los niños que quieras! ¡Y con la máxima intimidad para todos! ¿Qué más puedes pedir?
    ―Estás fabricando un hermoso cristal de ilusión, Ully ―dijo Elf suspirando―. Pero creo que no. Me gusta la intimidad y la soledad..., pero pensé que habría más gente con la que estar en privado.


    4


    El expreso de circunvalación exterior pasó cuatro días después. Elf besó a Ullward, despidiéndose.



    ―Se está muy bien aquí, Ully. ¡Es tan magnífica la soledad! Me pone la carne de gallina. He pasado unos días maravillosos ―subió a la cápsula y dijo―: Te veré en la Tierra.
    ―Espera un momento ―dijo Ullward de pronto―. Quiero que me envíes una o dos cartas.
    ―Date prisa. Sólo dispongo de veinte minutos.

    Ullward regresó al cabo de diez minutos.

    ―Toma, son invitaciones ―le dijo, conteniendo la respiración―. Amigos.
    ―Está bien ―le besó en la nariz―. Adiós, Ully.

    Cerró la portezuela y la cápsula levantó el vuelo, dirigiéndose al encuentro del expreso.

    Los nuevos invitados llegaron tres semanas más tarde. Eran Frobisher Worbeck, Liornetta Stobart, Harris y Hyla Cabe, Ted y Ravelin, con su hija Iugenae Seehoe, Juvenal Aquister y su hijo Runy.

    Ullward, muy moreno por haber tomado el sol tantos días, les saludó a todos con gran entusiasmo.

    ―¡Bien venidos a mi pequeño retiro! ¡Es maravilloso veros a todos! Frobisher, ¡menudo pillo estás hecho! ¡Iugenae! ¡Más bonita que nunca! Ten cuidado, Ravelin..., le he puesto el ojo a su hija. ¡Pero aquí está Runy! Supongo que ya estoy vencido. Liornetta, me alegro mucho de que hayas podido venir. ¡Y Ted! ¡Qué agradable volver a verte! Todo esto es vuestro, ¡ya lo sabéis, Harris, Hyla, Juvenal...!, ¡vamos! ¡Tomaremos una copa!

    Corriendo de uno a otro, dando palmadas a los hombros, dirigiendo a Frobisher Worbeck que se movía lentamente, condujo a sus invitados hasta la terraza. Una vez allí, todos se volvieron para observar el panorama. Ullward escuchó sus observaciones con la boca apretada en un gesto de satisfacción.

    ―¡Magnífico!
    ―¡Esto es grande!
    ―¡Absolutamente verdadero!
    ―El cielo está tan lejos que me da miedo.
    ―¡Es tan pura la luz del sol!
    ―Las cosas naturales son siempre las mejores, ¿verdad?
    ―Creía que vivía usted junto a una playa, lamster Ullward ―dijo Runy con una ligera melancolía.
    ―¿Una playa? Estamos en una zona montañosa, Runy. ¡La tierra de los espacios abiertos! ¡Mira esa planicie!
    ―No todos los planetas tienen playas, Runy ―dijo Liornetta Stobart tocando a Runy en un hombro―. El secreto de la felicidad consiste en estar contento con lo que uno tiene.
    ―¡Oh! ―exclamó Ullward, echándose a reír alegremente―. Dispongo de playas, ¡no os preocupéis por eso! Hay una playa estupenda a... a unos ochocientos kilómetros hacia el oeste. ¡Todo es dominio de Ullward!
    ―¿Podemos ir allí? ―preguntó Iugenae con gran excitación―. ¿Podemos ir, lamster Ullward?
    ―¡Claro que podemos! Esa nave que hay allí abajo es el cuartel general de las líneas aéreas Ullward. Volaremos hasta la playa, ¡y nadaremos en el océano Ullward! Pero ahora vamos a refrescarnos. Después de haber viajado en ese expreso atiborrado de gente, debéis tener las gargantas como el papel.
    ―No estaba tan lleno de gente ―comentó Ravelin Seehoe―. Sólo éramos nueve ―se quedó mirando el risco, con una actitud crítica―. Si eso fuera un cristal de ilusión, lo consideraría grotesco.
    ―¡Mi querida Ravelin! ―exclamó Ullward―. ¡Es impresionante! ¡Magnífico!
    ―Sí, es todo eso ―admitió Frobisher Worbeck, un hombre alto y robusto, de pelo blanco, mejillas enrojecidas y una mirada azul y benevolente―. Y ahora, Bruham, ¿qué hay de esas bebidas?
    ―Claro. Ted, te conozco desde hace tiempo. ¿Quieres hacerte cargo del bar? Aquí está el alcohol, aquí el agua y aquí los esteres. Y ahora, para vosotros dos ―Ullward llamó a Runy y a Iugenae―. ¿Qué os parece una bebida fría de soda?
    ―¿De qué clase hay? ―preguntó Runy.
    ―De todas las clases y gustos. ¡Este es el retiro de Ullward! Tenemos metilamil glutamina, fosfato de cicloprodacterol, glicocitrona de metatiobromina cuatro...

    Runy y Iugenae señalaban sus preferencias; Ullward trajo los globos y después se apresuró a preparar las mesas y sillas para los adultos. Al fin, todo el mundo estuvo cómodamente sentado y relajado.

    Iugenae susurró algo al oído de Ravelin, quien sonrió y asintió condescendiente.

    ―Lamster Ullward, ¿recuerda usted la maravillosa hoja de roble que le regaló a Iugenae?
    ―Claro que lo recuerdo.
    ―Sigue tan fresca y tan verde como siempre. Me pregunto si Iugenae podría llevarse una hoja o dos de alguno de estos otros árboles.
    ―¡Mi querida Ravelin! ―bramó Ullward, sonriendo―. ¡Se puede llevar un árbol entero, si quiere!
    ―¡Oh, mamá! ¿Puedo...?
    ―Iugenae, ¡no seas ridícula! ―espetó Ted―. ¿Como podríamos llevarlo a casa? ¿Y dónde lo plantaríamos? ¿En el cuarto de baño?
    ―Tú y Runy podéis buscar algunas hojas bonitas ―dijo Ravelin―, pero no os alejéis mucho.
    ―No, mamá ―y volviéndose a Runy, añadió―: Vamos, imbécil, trae una canasta.

    Los demás se quedaron mirando hacia la pradera.

    ―Un panorama muy hermoso, Ullward ―dijo Frobisher Worbeck―. ¿Hasta dónde se extiende tu propiedad?
    ―Ochocientos kilómetros hacia el oeste, hasta el océano, y mil quinientos kilómetros hacia el este, hasta las montañas, mil setecientos kilómetros hacia el norte y trescientos kilómetros hacia el sur.
    ―Bonito ―dijo Worbeck, sacudiendo la cabeza con solemnidad―. Es una lástima que no pudieras conseguir todo el planeta. ¡Entonces sí que disfrutarías de una verdadera intimidad!
    ―Traté de conseguirlo, desde luego ―dijo Ullward―, pero el propietario se negó a considerar siquiera la idea.
    ―Una verdadera lástima.
    ―Sin embargo ―dijo Ullward, sacando un mapa―, como ves tengo un verdadero volcán, un buen número de excelentes ríos, una cadena montañosa, y aquí debajo, en el delta del río Cinnamon, hay pantanos absolutamente miásmicos.
    ―¿Cómo es que se le llama Océano Solitario? ―preguntó Ravelin, señalando el océano en el mapa―. Creí que el nombre era océano Ullward.
    ―Sólo es una cuestión de números, por decirlo así ―comentó Ullward, echándose a reír con cierta incomodidad―. Mis derechos sólo se extienden por dieciséis kilómetros. Es más que suficiente para poder nadar.
    ―Aquí no hay libertad para la utilización de los mares, ¿eh, lamster Ullward? ―comentó Harris Cabe, echándose a reír.
    ―No exactamente ―confesó Ullward.
    ―Es una lástima ―dijo Frobisher Worbeck.
    ―¡Mirad esta maravillosa cadena de montañas! ―dijo Hyla Cabe, señalando el mapa―. ¡Las Montañas Mágicas! Y aquí... ¡Los Campos Elíseos! Me gustaría verlos, lamster Ullward.
    ―Me temo que eso será imposible ―contestó Ullward, moviendo la cabeza con desconcierto―. No están en mi propiedad. Ni siquiera yo los he visto.

    Sus invitados se le quedaron mirando, asombrados.

    ―Pero seguramente... ―empezó a decir alguien.
    ―Se trata de un contrato establecido con lamster Mail ―explicó Ullward―. Él permanece en su propiedad y yo en la mía. De ese modo aseguramos nuestra propia intimidad.
    ―Mira ―dijo Hyla Cabe dirigiéndose a Ravelin―. ¡Las Cavernas Inimaginables! ¿No te enoja mucho el no poder verlas?
    ―Es un placer estar sentado aquí y poder respirar este maravilloso aire fresco ―se apresuró a decir Aquister―. Ningún ruido, ninguna multitud, nada de bullicio ni de prisas.

    Los allí reunidos bebieron, charlaron y se tostaron al sol hasta bien entrada la tarde. Con la ayuda de Ravelin Seehoe y de Hyla Cabe, Ullward preparó una comida simple compuesta por bolitas de levadura, proteína procesada, y gruesas piezas de algas crujientes.

    ―¿No hay carne animal, ni vegetales hervidos? ―preguntó Worbeck con curiosidad.
    ―Lo intenté el primer día ―dijo Ullward―. Pero resultó repugnante. Estuve enfermo durante una semana.

    Después de la cena los invitados vieron un melodrama cómico en la pantalla de la pared. Más tarde, Ullward les mostró sus diversos cubículos y al cabo de unos minutos de bromas y llamadas de un lado a otro, toda la casa quedó tranquila.


    5


    Al día siguiente, Ullward dijo a sus invitados que se pusieran sus trajes de baño.



    ―Nos vamos a la playa; retozaremos en la arena y nos divertiremos en el oleaje del Océano Solitario Ullward.

    Los invitados subieron felices al coche aéreo. Ullward los contó.

    ―¡Todos a bordo! ¡Nos vamos!

    Se elevaron y volaron hacia el oeste, primero a baja altura sobre la pradera y después más altos para conseguir una vista panorámica de los riscos del Castillo Rocoso.

    ―El pico más alto, allí, hacia el norte, tiene casi tres mil quinientos metros de altura. Fijaos cómo se eleva. ¡Os podéis imaginar la masa! ¡Todo es roca sólida! Qué tal si todo eso te cayera encima, ¿eh, Runy? No sería agradable, ¿verdad? Dentro de un momento veremos un precipicio de más de trescientos metros que cae a pico. Allí... ¡ahora! ¿No es extraordinario?
    ―Desde luego, es impresionante ―admitió Ted.
    ―¡Cómo deben ser esas Montañas Magníficas! ―exclamó Harris Cabe con una risa llena de ironía.
    ―¿Qué altura tienen, lamster Ullward? ―preguntó Liornetta.
    ―¿Qué?
    ―Las Montañas Magníficas.
    ―No lo sé con seguridad. Creo que diez mil o doce mil metros; supongo.
    ―¡Deben ofrecer una vista maravillosa...! ―dijo Frobisher Worbeck―. Probablemente, harán que estas montañas parezcan colinas.
    ―Estas también son muy bonitas ―comentó Hyla Cabe apresuradamente.
    ―¡Oh, claro! ―admitió Frobisher Worbeck―. ¡Una vista estupenda! ¡Eres un hombre afortunado, Bruham!

    Ullward sonrió por un instante, después hizo girar el coche aéreo hacia el oeste. Volaron sobre una llanura cubierta por bosques y después el Océano Solitario brilló en la distancia. Ullward planeó, aterrizó sobre la playa y el grupo bajó del vehículo.

    El día era cálido y el sol calentaba. Un aire fresco soplaba desde el océano. Las olas rompían sobre la arena produciendo un rugido masivo.

    El grupo se quedó observando admirativamente la escena. Ullward extendió los brazos y preguntó:

    ―Bueno, ¿quién se atreve? ¡No esperéis a que os invite! ¡Tenemos todo el océano a nuestra disposición!
    ―¡Está muy encrespado! ―dijo Ravelhj―. ¡Mira cómo rompen esas olas!
    ―El oleaje de los cristales de ilusión es siempre tan suave ―observó Liornetta Stobart, volviéndose y sacudiendo la cabeza en un gesto negativo―. Estas olas te pueden levantar y dejarte caer de golpe. ¡Se daría una un buen porrazo!
    ―No esperaba algo tan fuerte ―admitió Harris Cabe.
    ―Mantente alejada del agua ―advirtió Ravelin a Iugenae―. No quiero que te arrastre. ¡Encontrarías realmente un Océano Solitario!

    Runy se aproximó al agua y caminó cautelosamente por una extensión de playa cubierta por la espuma que se retiraba. Una ola se le echó encima y se apresuró a retirarse hacia la parte seca.

    ―El agua está fría ―informó.
    ―Bueno, ¡allá voy! ―exclamó Ullward, tomando confianza en sí mismo―. ¡Os demostraré cómo se hace!

    Echó a correr hacia adelante, se detuvo y se lanzó de cabeza sobre una espumeante ola blanca.

    Todos los que quedaron en la playa le observaron.

    ―¿Dónde está? ―preguntó Hyla Cabe.
    ―Le he visto una parte por allí ―contestó Iugenae, señalando con el dedo―. No sé si era una pierna o un brazo.
    ―¡Allí está! ―gritó Ted―. ¡Vaya! Le ha cogido otra ola. Supongo que algunas personas pueden considerarlo un deporte...

    Ullward se elevó sobre sus pies y luchó contra el agua que se retiraba, avanzando hacia la playa seca.

    ―¡Ah! ¡Maravilloso! ¡Esto sí que es vigorizador! ¡Ted! ¡Harris! ¡Juvenal! ¡Vamos, adentro!
    ―Creo que no lo voy a intentar hoy, Bruham ―dijo Harris negando con la cabeza.
    ―Yo también prefiero esperar a una próxima ocasión ―afirmó Juvenal Aquister―. Quizá entonces el agua no esté tan encrespada.
    ―¡Pero no te detengas por nosotros! ―le urgió Ted―. Nada todo lo que quieras. Te esperaremos aquí.
    ―¡Oh! Ya tengo bastante por ahora ―dijo Ullward―. Perdonadme un momento, mientras me cambio.

    Cuando regresó encontró a sus invitados sentados en el coche aéreo.

    ―¡Hola! ¿Está todo el mundo preparado para marchar?
    ―Hace calor al sol ―explicó Liornetta―, y pensamos que disfrutaríamos mejor de la vista desde aquí dentro.
    ―Cuando se mira a través del cristal de la ventanilla es como si se tratara de un cristal de ilusión ―comentó Iugenae.
    ―¡Oh! Ya comprendo. Bueno, ¿estáis preparados quizá para visitar otras partes de los dominios de Ullward?

    La proposición fue aprobada por todos. Ullward elevó el coche aéreo.

    ―Podemos volar hacia el norte sobre los bosques de pinos, o hacia el sur sobre el Monte Cairasco, que desgraciadamente no está en erupción en estos momentos.
    ―A cualquier parte adonde quieras llevarnos, lamster Ullward ―dijo Frobisher Worberck―. Sin duda alguna, cualquier parte será maravillosa.

    Ullward consideró por un instante las variadas atracciones que podía ofrecer el terreno arrendado.

    ―Bueno, iremos primero al pantano de Cinnamon.

    Estuvieron volando durante dos horas sobre el pantano, y más tarde sobre el humeante cráter del Monte Cairasco para seguir hacia el este, por el borde de las Montañas Murky, siguiendo el curso del río Calíope hasta su nacimiento, en el lago Hoja Dorada. Ullward iba señalando las panorámicas extraordinarias, los aspectos interesantes del paisaje. Detrás de él se fueron apagando los murmullos de admiración, hasta que finalmente murieron.

    ―¿Tenéis bastante? ―preguntó Ullward con alegría, volviéndose hacia atrás―. No se puede ver medio continente en un solo día. ¿Queréis que guardemos algo para mañana?

    Hubo un momento de silencio. Entonces, Liornetta Stobart dijo:

    ―Lamster Ullward, nos estamos muriendo de ganas de echar un vistazo a las Montañas Magníficas. Me pregunto si... ¿crees que podríamos acercarnos hasta allí para echar un vistazo rápido? Estoy segura de que no le importaría a lamster Mail.

    Ullward sacudió la cabeza con una sonrisa algo rígida.

    ―Me obligó a estar de acuerdo con una serie de reglas definitivas. Ya he tenido una discusión con él sobre, eso.
    ―¿Cómo podría llegar a saberlo? ―preguntó Juvenal Aquister.
    ―Probablemente, no se enteraría, pero...
    ―Es una verdadera vergüenza por su parte el encerrarte en esta pequeña península ―dijo Frobisher Worbeck con indignación.
    ―Por favor, lamster Ullward ―rogó Iugenae.
    ―Está bien ―admitió Ullward imprudentemente.

    Hizo girar el coche aéreo hacia el este, volando sobre las Montañas Murky. El grupo miraba por las ventanillas, lanzando exclamaciones de asombro ante las maravillas del paisaje prohibido.

    ―¿A qué distancia están las Montañas Magníficas? ―preguntó Ted.
    ―No muy lejos. Otros mil setecientos kilómetros aproximadamente
    ―¿Por qué vuelas tan bajo? ―preguntó Frobisher Worbeck―. ¡Vamos, hombre, elévate! ¡Déjanos admirar este paisaje!

    Ullward dudó un momento. Probablemente, Mail estaba durmiendo. Y en último término, no tenía derecho a prohibir un pequeño e inocente...

    ―Lamster Ullward ―advirtió Runy―, hay un coche aéreo justo detrás de nosotros.

    El otro coche aéreo se puso a su altura. A través de la corta distancia los ojos azules de Kennes Mail se encontraron con los de Ullward. Le hizo indicaciones de que descendiera.

    Ullward apretó la boca e hizo descender el aparato. Desde atrás le llegaron murmullos de simpatía y ánimo.

    Debajo de ellos se extendía un oscuro bosque de pinos; Ullward se posó sobre un pequeño y agradable claro. Mail aterrizó cerca, saltó al suelo e hizo señas a Ullward para que se acercara. Los dos hombres se apartaron a un lado, mientras los invitados murmuraban entre sí y movían las cabezas.

    Al cabo de un rato, Ullward regresó al coche aéreo.

    ―Por favor, que todo el mundo suba a bordo ―dijo, con un tono de voz crispado.

    Se elevaron en el aire y volaron hacia el oeste.

    ―¿Qué te ha dicho ese tipo? ―preguntó Worbeck.
    ―No mucho ―contestó Ullward, pasándose la lengua por los labios―. Quería saber si me había equivocado de ruta. Le he dicho un par de cosas. Hemos llegado a un acuerdo... ―su voz bajó de tono por un instante, y después se volvió a elevar con alegría―: Organizaremos una fiesta cuando volvamos a la casa. ¡Qué nos importan Mail y sus malditas montañas!
    ―¡Eso sí que es tener buen espíritu, Bruham! ―exclamó Frobisher Worbeck.


    6


    Tanto Ted como Ullward atendieron el servicio del bar durante la noche. Alguno de los invitados fue mezclando cada vez más alcohol con menos éster, sobrepasando la medida considerada como usual. Como consecuencia, el grupo empezó a mostrarse mucho más alegre y ruidoso. Ullward condenó la costumbre de Mail de interferir en sus asuntos; Worbeck repasó seis mil años de Derecho civil, en un esfuerzo por demostrar que Mail no era más que un tirano dominante; las mujeres se reían sofocadamente; Iugenae y Runy lo observaban todo cínicamente y terminaron por marcharse para enfrascarse en sus propios asuntos.



    A la mañana siguiente, el grupo durmió hasta bastante tarde. Finalmente, Ullward salió a la terraza, donde poco a poco se le fueron uniendo los demás. Runy e Iugenae no aparecían por ningún lado.

    ―Esos jóvenes bribones ―gruñó Worbeck―. Si se han perdido, tendrán que encontrar ellos solos el camino de vuelta. Al menos yo no participaré en ningún grupo de búsqueda.

    Al mediodía, Runy e Iugenae regresaron en el coche aéreo de Ullward.

    ―¡Menos mal! ―gritó Ravelin―. ¡Iugenae, ven aquí inmediatamente! ¿Dónde habéis estado?

    Juvenal Aquister se enfrentó rígidamente con Runy.

    ―¿Es que te has vuelto loco, tomando el coche aéreo de lamster Ullward sin su permiso?
    ―Le pedí permiso anoche ―contestó Runy con indignación―. Me dijo que sí, que me lo podía llevar todo excepto el volcán, porque allí era donde dormía cuando tenía frío en los pies, y excepto el pantano porque allí era donde arroja los desperdicios.
    ―A pesar de todo ―dijo Juvenal con disgusto―, tendrías que haber demostrado mayor sentido común. ¿Dónde habéis estado?

    Runy se agitó con nerviosismo. Iugenae contestó por él.

    ―Al principio fuimos hacia el sur durante un rato; después giramos hacia el este..., creo que fue hacia el este. Pensamos que si volábamos a baja altura lamster Mail no nos vería. Así es que volamos bajo sobre las montañas y no tardamos en llegar al océano. Seguimos volando a lo largo de la playa y llegamos hasta donde había una casa. Aterrizamos para ver quién vivía allí, pero no había nadie en la casa.

    Ullward lanzó un gruñido.

    ―¿Qué querrá hacer alguien con una jaula de pájaros? ―preguntó Runy.
    ―¿Pájaros? ¿Qué pájaros? ¿Dónde?
    ―En la casa. Había una jaula con muchos pájaros grandes, pero todos echaron a volar mientras les estábamos mirando.
    ―De todos modos ―siguió diciendo Iugenae rápidamente―, decidimos que se trataba de la casa de lamster Mail, así es que le escribimos una nota, diciéndole lo que todo el mundo piensa de él, y sujetándola a su puerta.
    ―¿Eso es todo? ―preguntó Ullward pasándose la mano por la frente.
    ―Bueno, prácticamente todo ―contestó Iugenae, que pareció mostrar una cierta falta de confianza en sí misma. Miró a Runy y se echaron a reír los dos con nerviosismo.
    ―¿Hay más? ―gritó Ullward―. ¿Qué ha pasado, por el amor del cielo?
    ―No mucho más ―contestó Iugenae, dando un puntapié sobre la terraza con su zapato―. Colocamos una trampa para bobos sobre la puerta... un simple cubo de agua. Después, regresamos a casa.

    Desde el interior del salón les llegó el zumbido avisador de la pantalla. Todo el mundo se quedó mirando a Ullward, que lanzó un profundo suspiro, se levantó y se introdujo en la vivienda.

    Aquella misma tarde el expreso de circunvalación exterior pasó por el punto de espera. Frobisher Worbeck sintió repentinos y agudos remordimientos de conciencia por el abandono en que tenía sus negocios mientras estaba pasando tontamente las horas, divirtiéndose.

    ―¡Pero mi querido amigo! ―exclamó Ullward―. ¡La relajación te hace bien!

    Sí, era cierto, admitió Frobisher Worbeck, si es que podía uno permanecer totalmente ajeno a la posibilidad de un fiasco causado por la negligencia de los subordinados. Aunque deploraba mucho la necesidad y a pesar de su intención de permanecer allí durante semanas, sentía la necesidad de marcharse... y no después de aquella misma tarde.

    Del mismo modo, otros miembros del grupo recordaron repentinamente que tenían importantes negocios que atender, y los pocos que quedaban dijeron que sería una vergüenza y una imposición enviar la cápsula medio vacía, y también decidieron regresar.

    Los argumentos de Ullward se estrellaron contra impenetrables muros de obstinación. Con un estado de ánimo bastante taciturno, bajó hasta la cápsula para despedir a sus invitados. Cuando subieron al vehículo, todos ellos le expresaron sus más efusivas gracias.

    ―Bruham, ¡ha sido todo absolutamente maravilloso!
    ―Nunca sabrás lo mucho que nos hemos divertido, lamster Ullward.
    ―El aire, el espacio, la intimidad... ¡nunca lo olvidaré!
    ―Expresando lo mínimo, debo decirte que ha sido lo máximo.

    La portezuela quedó finalmente cerrada. Ullward se apartó, moviendo la mano en señal de despedida, con cierta inseguridad.

    Ted Seehoe se acercó para apretar el botón de activo. De pronto, Ullward saltó hacia adelante y golpeó la portezuela.

    ―¿Esperad! ―gritó―. ¡Acabo de recordar que yo también tengo algunas cosas que atender! ¡Esperad! ¡Voy con vosotros!


    7


    ―Entrad, entrad... ―dijo Ullward cariñosamente, abriendo la puerta a tres de sus amigos.



    Se trataba de Coble, su esposa Heulia Samson y la bonita prima de Coble, Landine.

    ―¡Me alegro de veros!
    ―¡Y nosotros nos alegramos de haber venido! Hemos oído hablar mucho de su maravilloso rancho. Hemos estado impacientes durante todo el día.
    ―¡Oh, vamos! Después de todo, no es tan maravilloso.
    ―Quizá no lo sea para usted... ¡Vive aquí!
    ―Bueno ―dijo Ullward sonriendo―, debo admitir que vivo aquí y que, sin embargo, me sigue gustando. ¿Quieren comer ya, o quizá preferirían dar una vuelta durante unos minutos? Acabo de terminar de introducir unos pocos cambios, pero me alegra poderles decir que todo está en orden.
    ―¿Podemos echar un vistazo?
    ―Desde luego. Vengan por aquí. Quédense así. Y ahora... ¿están preparados?
    ―Preparados.

    Ullward retiró la pared hacia atrás.

    ―¡Oooooh! ―exclamó Landine―. ¿No es maravilloso?
    ―¡El espacio, la sensación de espacio!
    ―¡Mirad, un árbol! ¡Qué maravillosamente simulado está!
    ―No es ninguna simulación ―dijo Ullward―. ¡Es un verdadero árbol!
    ―Lamster Ullward, ¿nos está diciendo la verdad?
    ―Claro que sí. Nunca cuento mentiras a jóvenes tan maravillosas como usted. Vamos, sigan por este sendero.
    ―Lamster Ullward, ese risco es tan convincente, que me da miedo.
    ―Es un buen trabajo ―dijo Ullward, haciendo una mueca; indicó entonces que se detuvieran y dijo―: Y ahora... pueden girarse.

    El grupo se volvió. Miraron a través de una gran sabana dorada, moteada de bosquecillos de árboles verde-azulados. Una casa rústica dominaba la vista, y la puerta era la abertura que daba al salón de Ullward. El grupo permaneció en silencio, admirándolo todo. Entonces, Heulia suspiró y dijo:

    ―Espacio. Esto es espacio puro.
    ―Juraría que se puede ver a varios kilómetros de distancia ―dijo Coble.

    Ullward sonrió con un deje de ironía.

    ―Me alegro de que les guste mi pequeño retiro. ¿Qué me dicen ahora de la comida? ¡Algas verdaderas!



    II


    La idea que hay detrás de este relato es muy ingeniosa y nueva; en realidad, casi podría decir que es «inspirada». Sólo que hubiera deseado formularla yo mismo. De hecho, el concepto fue producido en la parte más recóndita e hiperdimensional del intelecto de Damon Knight.



    Así fue como llegué a escribir la narración. Durante la época en que Damon editaba la revista World's Beyond, le vendí dos relatos: El nuevo primo y El secreto. Un día, durante el transcurso de una conversación casual, bosquejó la idea sobre la que está construida Estación de Abercrombie y, de hecho, me encargó que la redactara.

    Produje entonces toda la palabrería necesaria, pero precisamente cuando estaba redactando la última parte, la World's Beyond quebró y yo vendí el relato en otra parte. Un año o dos más tarde, volví a ver a Damon, quien, por entonces, ya había olvidado toda la transacción acordada entre nosotros. Me hizo un cumplido generoso, aunque bastante triste, sobre el tema del relato.

    ―Es extraño ―me dijo Damon―, pero yo tuve una vez una idea muy parecida, aunque nunca llegué a escribir el relato.
    ―Damon ―le pregunté finalmente―, ¿no recuerdas que fuiste tú quien me dio la idea y me pediste que la escribiera para World's Beyond?

    Damon fue y es demasiado amable para contradecirme, y aprovecho esta ocasión para reconocer su contribución al relato que sigue.

    Una nota interesante en cuanto a mi relación con World's Beyond se refiere a El secreto, la segunda narración que le vendí a Damon. Cuando World's Beyond quebró se llevó consigo al limbo aquel relato no publicado, que desapareció misteriosamente y al que ya no se volvió a ver más. Unos cinco años más tarde, volví a escribirlo, utilizando el mismo título. El secreto volvió a desaparecer en alguna parte, tras abandonar el despacho de Scott Meredith, pero antes de encontrar un mercado. He buscado por todas partes copias de estos relatos, sin éxito alguno; las dos versiones desaparecieron sin dejar el menor rastro. Sólo me cabe suponer que descubrí alguna verdad elemental, más bien algún verdadero secreto, y que una u otra de las Fuerzas Superiores creyó adecuado eliminar aquel peligroso conocimiento antes de que todo el mundo se enterara. Pero no intentaré escribir una tercera versión; valoro mi vida y mi salud y sé muy bien hacer caso de una indirecta.


    1


    El portero era un hombre alto, de mirada dura, con un rostro indeseable de caballo y una piel parecida al zinc oxidado. Dos chicas hablaban con él, haciéndole preguntas astutas.



    Jean le vio gruñir de un modo evasivo.

    ―Quédense por aquí; yo no les puedo dar ninguna información.

    Él se dirigió hacia la chica que estaba sentada junto a Jean, una muchacha rubia, arreglada muy inteligentemente. Ella se levantó. El portero abrió la puerta. La muchacha rubia echó a andar suavemente hacia la habitación interior y la puerta se cerró tras ella.

    Avanzó sin mucha confianza y se detuvo de pronto.

    Un hombre estaba tranquilamente sentado en un sofá de cuero de modelo antiguo, observándolo todo a través de sus ojos semicerrados.

    La primera impresión de la chica fue que allí no había nada amenazador. Él era joven..., unos veinticuatro o veinticinco años. Mediocre, pensó, ni alto ni bajo, ni robusto ni encogido. Su pelo era anodino, sus rasgos no ofrecían ninguna distinción, y sus ropas parecían discretas y neutrales.

    El hombre cambió de posición y abrió un poco más los ojos. La muchacha rubia sintió una súbita punzada. Quizá se había equivocado.

    ―¿Cuántos años tienes?
    ―Yo... veinte.
    ―Quítate la ropa.

    Ella se le quedó mirando fijamente, con las manos fuertemente entrelazadas y los nudillos blancos alrededor de su bolso. Sintió de repente una intuición; tragó saliva con rapidez. Obedécele inmediatamente, transige inmediatamente, él será tu jefe durante el resto de tu vida.

    ―No..., no, yo no... No lo haré...

    Se volvió rápidamente, extendiendo la mano hacia el pomo de la puerta. El, sin ninguna emoción, dijo:

    ―De todos modos, eres demasiado vieja.

    Se abrió la puerta y ella salió, andando muy de prisa, y atravesó la habitación exterior sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

    Una mano tocó su brazo. Se detuvo y miró un rostro rosa pálido, de marfil. Un rostro joven con una expresión de vitalidad e inteligencia: ojos negros, pelo corto y negro, una piel hermosamente clara y una boca sin maquillaje.

    ―¿Qué sucede? ―preguntó Jean―. ¿De qué clase de trabajo se trata?
    ―No lo sé ―contestó la muchacha rubia con voz tensa―. No me he quedado para averiguarlo. No es nada agradable.

    Se volvió y atravesó la puerta que daba al exterior.

    Jean se volvió a sentar en la silla, apretando los labios especulativamente. Transcurrió un minuto. Otra muchacha, con las ventanas de las narices abriéndose mucho y con rapidez, salió de la habitación interior y cruzó la estancia, dirigiéndose hacia la puerta, sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

    Jean sonrió ligeramente. Poseía una boca amplia, expansiva y flexible. Sus dientes eran pequeños, blancos, muy agudos.

    El portero se dirigió hacia ella. Jean se levantó y penetró en la habitación interior.

    El hombre tranquilo estaba fumando. Un hilillo plateado se elevaba, pasando ante su rostro y mezclándose con el aire, por encima de su cabeza. Jean pensó: Hay algo extraño en su completa inmovilidad. Está demasiado tenso, demasiado comprimido.

    Se colocó las manos detrás de la espalda y esperó, observando cuidadosamente al hombre.

    ―¿Cuántos años tienes?

    Se trataba de una pregunta que ella siempre trataba de no contestar. Ladeó ligeramente la cabeza, sonriendo; era una actitud que le daba una apariencia temeraria y agreste.

    ―¿Cuántos años cree usted que tengo?
    ―Dieciséis o diecisiete.
    ―Eso se acerca bastante.
    ―Sí, bastante ―dijo él, asintiendo―. ¿Cómo te llamas?
    ―Jean Parlier.
    ―¿Con quién vives?
    ―Con nadie. Vivo sola.
    ―¿Padre? ¿Madre?
    ―Muertos.
    ―¿Abuelos? ¿Algún tutor?
    ―Estoy sola.

    El hombre asintió y preguntó:

    ―¿Algún problema con la ley por eso?
    ―No ―contestó ella, mirándole cautelosamente.

    El hombre movió la cabeza lo suficiente para evitar una bocanada de humo, que ascendió hacia el techo.

    ―Quítate la ropa.
    ―¿Por qué?
    ―Es una manera rápida de comprobar tus cualidades.
    ―Bien..., sí. En cierto sentido supongo que es... ¿física o moralmente?

    El hombre no contestó. Permaneció sentado, mirándola con semblante impasible, mientras el hilillo gris del humo pasaba ante su rostro.

    Ella se encogió de hombros, se llevó las manos a los costados, a la nuca, a los senos, a la espalda, a las piernas y se quedó finalmente desnuda.

    El hombre dejó el cigarrillo en su boca, resopló, se incorporó en el asiento, apagó el cigarrillo, se levantó y se acercó lentamente hacia ella.

    Está tratando de asustarme, pensó Jane y se sonrió tranquilamente para sus adentros. Que lo intentara.

    El hombre se detuvo a poco más de medio metro de distancia, mientras seguía mirándola a los ojos.

    ―¿Quieres realmente un millón de dólares?
    ―Por eso estoy aquí.
    ―¿Te tomaste el anuncio en el sentido literal de las palabras?
    ―¿Había alguna otra forma de entenderlo?
    ―Podrías haber creído que el lenguaje era... metáfora, hipérbole.

    Ella sonrió con una mueca, mostrando sus agudos dientes blancos.

    ―No sé lo que significan esas palabras. En cualquier caso, aquí estoy. Si con el anuncio sólo pretendía verme aquí, desnuda, me marcharé ahora mismo.

    La expresión del hombre no cambió. Era muy peculiar, pensó Jean, cómo movía su cuerpo, cómo volvía, la cabeza, pero sus ojos siempre parecían fijos. Como si no la hubiera escuchado, él dijo:

    ―No han venido muchas chicas.
    ―Eso a mí no me importa. Yo quiero un millón de dólares. ¿Qué hay que hacer? ¿Chantaje? ¿Suplantación de personalidad?

    Él tampoco hizo caso de sus preguntas.

    ―¿Qué harías con un millón si lo tuvieras?
    ―No lo sé... Me preocuparé por eso cuando lo tenga. ¿Ha comprobado ya mis cualidades? Tengo frío.

    Él se volvió con rapidez, se dirigió hacia el sofá y se sentó. Ella se puso la ropa y se acercó después al sofá, tomando asiento en un extremo, frente a él.

    ―¡Cumples con esas cualidades casi demasiado bien! ―dijo él con sequedad.
    ―¿Cómo es eso?
    ―No tiene la menor importancia.

    Jean ladeó la cabeza y se echó a reír. Parecía una chica de escuela superior, muy bonita, completamente saludable, lo más adecuado para hacer brillar más el sol.

    ―Dígame lo que tengo que hacer para ganar un millón de dólares.
    ―Tienes que casarte con un joven rico, que sufre de... digamos una enfermedad incurable. Cuando él muera, su propiedad pasará a tu poder. Y tú me venderás esa propiedad a mí por un millón de dólares. ―Evidentemente vale mucho más que un millón de dólares.

    Él se dio cuenta de las preguntas que ella no había hecho.

    ―En todo este asunto hay implicados algo así como mil millones.
    ―¿Qué clase de enfermedad tiene? Quizá la pueda coger yo.
    ―Yo me encargaré de que la enfermedad termine. No la cogerás si mantienes las narices limpias.
    ―¡Oh, oh! Ya comprendo... Dígame más sobre él. ¿Es elegante? ¿Grande? ¿Fuerte? Puedo sentir pena si muere.
    ―Tiene dieciocho años. Su principal interés es coleccionar ―y, sardónicamente, añadió―: También le gusta la zoología. Es un eminente zoólogo. Se llama Earl Abercrombie. Es el propietario de... ―hizo un gesto vago― la estación de Abercrombie.

    Jean se le quedó mirando con fijeza y después se echó a reír débilmente.

    ―Es una forma difícil de ganarse un millón de dólares. Earl Abercrombie...
    ―¿Aprensiva?
    ―No cuando estoy despierta. Pero a veces tengo pesadillas.
    ―Piénsalo.

    Ella miró modestamente hacia su regazo, donde había dejado las manos, entrelazadas.

    ―Un millón de dólares no es una parte muy grande de mil millones.
    ―No, no lo es ―admitió él, observándola con un gesto algo parecido al de aprobación.

    Jean se levantó, tan ligera como una bailarina.

    ―Todo lo que usted tiene que hacer es firmar un cheque. Pero yo me tengo que casar y acostarme con él.
    ―En la estación Abercrombie no hay camas.
    ―Si él vive en Abercrombie puede que no esté interesado por mí.
    ―Earl es diferente ―dijo él hombre―. A Earl le gustan las chicas con gravedad.
    ―Tiene usted que darse cuenta de que, una vez haya muerto él, tendrá que aceptar lo que yo quiera darle. O quizá la propiedad sea puesta a cargo de un administrador.
    ―No necesariamente. Las disposiciones civiles de Abercrombie permiten que la propiedad sea controlada por cualquiera que tenga dieciséis o más años. Earl tiene dieciocho y ejerce un control completo sobre la estación, excepto por unas pocas restricciones sin importancia. Yo me encargaré de que ése sea el final ―se levantó dirigiéndose hacia la puerta, la abrió y llamó―: Hammond.

    El hombre con la cara larga se acercó sin decir una palabra.

    ―Ya la tengo. Despide a las demás.

    Cerró la puerta y se volvió hacia Jean.

    ―Quiero que cenes conmigo.
    ―No estoy arreglada para una cena.
    ―Enviaré a buscar al modista. Trata de estar preparada dentro de una hora.

    Abandonó la habitación. Se cerró la puerta. Al quedarse sola, Jean echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca lanzando una risa exultante pero silenciosa. Elevó los brazos sobre la cabeza, dio un paso hacia adelante, dio una pequeña carrerilla por la alfombra y pegando un bote sobre sus pies se lanzó de un salto junto a la ventana.

    Se arrodilló, descansando la cabeza sobre las manos, mirando hacia Metrópolis. Había oscurecido. El gran rascacielos gris-dorado llenaba las tres cuartas partes de su visión. Trescientos metros más abajo, el amasijo de edificios pálidos, lavanda y negros, las oscuras calzadas llenas de una corriente de pequeñas motas doradas. A la derecha, los vehículos aéreos se deslizaban silenciosamente a lo largo de las guías, dirigiéndose hacia los suburbios de la montaña..., gente normal y cansada que regresaba a sus casas agradables y normales. ¿Qué pensarían si supieran que ella, Jean Parlier, les estaba observando? Por ejemplo el hombre que conducía aquel brillante «Sky-farer», con aquellas líneas de un verde pálido... Se hizo una imagen de él: gordo, con la frente llena de arrugas de preocupación. Se dirigía a toda prisa hacia su casa para reunirse con su mujer, que le escucharía con tolerancia, mientras él bostezaba o gruñía. Mujeres-ganado, mujeres-vaca, pensó Jean sin rencor. ¿Qué hombre podría dominarla a ella? ¿Dónde estaba el hombre lo bastante duro, salvaje e inteligente...? Al recordar su nuevo trabajo, sonrió con una mueca. La señora de Earl Abercrombie. Miró hacia el cielo. Aún no habían salido las estrellas y no se podían ver las luces de la estación Abercrombie.

    ¡Un millón de dólares! ¡Era inimaginable! «¿Qué harías con un millón de dólares?», le había preguntado su nuevo patrón, y ahora que volvía a pensar en ello la idea le resultaba incómoda, como si un terrón de azúcar se le hubiera atravesado en la garganta.

    ¿Qué sentiría? ¿Cómo podría ella...? Su mente se apartó del tema, retrocediendo con una ligera sensación de ira, como si se tratara de un tema intocable.

    ―Ratas ―dijo Jean―. Ya me ocuparé de eso después de conseguirlo... Un millón de dólares. No es una parte muy grande de mil millones. Dos millones estaría mejor.

    Sus ojos siguieron un delgado vehículo aéreo rojo que realizó una curva cerrada en la zona de aparcamiento; era un «Marshall Mon-Chaser» completamente nuevo. Allí había algo que ella quería. Sería una de sus primeras compras.

    La puerta se abrió y Hammond, el portero, se asomó un instante. Después entró el modista, empujando ante él su caja de herramientas con ruedas. Era un hombre pequeño y delgado, rubio, con ojos de color topacio. La puerta volvió a cerrarse.

    Jean se apartó de la ventana. El modista ―André, según decía el nombre inscrito en el esmalte de la caja― dijo algo sobre la necesidad de más luz, y se puso a dar vueltas a su alrededor, lanzando miradas arriba y abajo de su cuerpo.

    ―Sí ―murmuró, apretando y aflojando los labios―. ¡Ah, sí...! Y ahora, ¿qué tiene usted en mente?
    ―Un vestido de noche para la cena, supongo.
    ―El señor Fotheringay mencionó una clase de ropa para una noche normal ―dijo el hombre, asintiendo.

    Así que era aquél su nombre... Fotheringay. I

    André sacó una pantalla con un ruido seco.

    ―Observe, si quiere, algunos de mis efectos; quizá esto le agrade.

    Sobre la pantalla aparecieron modelos que avanzaban sonriendo y se volvían, alejándose.

    ―Algo así ―dijo Jean.

    André hizo un gesto de aprobación, retorciéndose los dedos.

    ―La señorita tiene buen gusto. Y ahora veremos... si me permite ayudarla...

    Le quitó diestramente la ropa, dejándola sobre el sofá.

    ―Primero... nos refrescaremos.

    Seleccionó una herramienta de su caja y sosteniendo a Jean por la muñeca, roció sus brazos con un aerosol que primero fue frío, y después caliente, y que estaba perfumado. Jean sintió cómo su piel se estremecía, fresca, vigorizada.

    ―Y ahora, los fundamentos ―dijo André, tocándose la barbilla.

    Ella permaneció de pie, con los ojos medio cerrados, mientras él iba y venía de un lado a otro, a su alrededor, a grandes zancadas, murmurando comentarios, haciendo rápidos gestos que sólo tenían significado para él.

    La roció con un tejido gris-verdoso, que tocó y arregló a medida que los filamentos se ajustaban. Añadió unos botones nudosos en los extremos de un tubo flexible, lo apretó alrededor de su pecho, lo apartó y del tubo comenzó a salir un trazo de brillante seda negro-verdosa. Hizo girar y desenrollar el tubo con habilidad. Después volvió a colocar la estructura en la caja, estirándola, retorciéndola y pellizcándola, mientras la seda se iba asentando.

    Después, la roció con un blanco pálido y, adelantándose rápidamente, lo dobló, le dio forma, lo pellizcó, lo estiró, lo juntó, y el tejido terminó por caer a pliegues por los hombros de Jean, formando una falda completamente ligera.

    ―Ahora... guantes.

    Le cubrió los brazos y manos con una cálida pulpa negro-verdosa, que se convirtió en terciopelo adornado con lentejuelas, hábilmente cortado con tijeras para dejar libre el dorso de la mano.

    ―El calzado.

    Satén negro, tejido con fosforescencia verde esmeralda.

    ―Y ahora... los adornos.

    Le colgó una chuchería roja de la oreja derecha, y deslizó un rubí en su mano derecha.

    ―Un poco de esencia. «Levailleur», desde luego ―la perfumó con el sugestivo olor de una flor del Asia Central― y la señorita está vestida. Y, si me permite decirlo, está exquisitamente hermosa ―añadió, con una triunfal inclinación.

    André manipuló en su caja de herramientas y una de sus partes se abrió, elevándose un espejo.

    Jean se observó a sí misma. Una náyade viviente. Cuando consiguiera aquel millón de dólares ―dos millones sería mejor― contrataría permanentemente los servicios de André, quien todavía seguía murmurando cumplidos.

    ―Realmente suprema. Es mágica. Muy atractiva. Todos los ojos se volverán...

    La puerta se abrió en aquel momento. Fotheringay entró en la habitación. André se inclinó, juntando las manos. Fotheringay se la quedó mirando.

    ―¿Estás preparada? Bien. Vamos.

    «Esto lo podemos arreglar ahora mismo», pensó Jean.

    ―¿Adonde?

    Él frunció ligeramente el ceño y se hizo a un lado, mientras André se marchaba, empujando su caja de herramientas con ruedas.

    ―He venido aquí por mi propia voluntad ―dijo Jean―. He entrado en esta habitación por decisión propia. En ambas ocasiones, sabía adonde iba. Ahora, me dice «vamos», y lo primero que quiero saber es adonde. Entonces decidiré si quiero ir o no.
    ―Me parece que no deseas mucho ese millón de dólares.
    ―Dos millones. Los quiero lo suficiente como para pasarme toda una tarde investigando. Pero, si no los consigo hoy, los conseguiré mañana. O a la semana que viene. Los obtendré de algún modo; hace ya mucho tiempo que me hice ese propósito. ¿Qué me dice? ―preguntó haciendo una ligera reverencia.

    Las pupilas del hombre se contrajeron y finalmente, con un tono de voz indiferente, dijo:

    ―Muy bien, dos millones. Ahora te llevo a cenar en la terraza, donde te daré tus instrucciones.


    2


    Se colocaron bajo la bóveda, en una ampolla de plástico verdoso. Debajo de ellos se extendía la fantasía comercial de un paisaje perteneciente a un mundo extraño: césped gris, árboles nudosos de color rojo y verde que arrojaban dramáticas sombras negras; un estanque de un líquido verde y fluorescente; paneles de flores exóticas; macizos de hongos.



    La ampolla se deslizó con suavidad, de una forma aparentemente casual, bastante elevada ahora bajo la casi invisible bóveda, para encontrarse después situada bajo el follaje. Sucesivamente fueron apareciendo platos desde el centro de la mesa, junto con vino frío y ponche helado.

    Todo era maravilloso y abundante, pensó Jean. ¿Pero por qué Fotheringay se gastaba todo ese dinero con ella? Quizá tenía alguna idea romántica... Estuvo dándole vueltas a este pensamiento, mientras le observaba disimuladamente. A aquella idea le faltaba convicción. No parecía estar empleando ninguna de las jugadas usuales. Ni trataba de fascinarla con sus encantos, ni la rodeaba de una sintética masculinidad. Por mucho que a Jean le irritara el comprobarlo, él parecía... indiferente.

    Jean apretó los labios. La idea le resultaba desconcertante. Ensayó una ligera sonrisa, lanzándole una mirada de soslayo.

    ―Ahórrate todo eso ―dijo Fotheringay―. Lo necesitarás todo cuando te encuentres con Abercrombie.

    Jean volvió su atención a la cena. Al cabo de un minuto dijo con tranquilidad:

    ―Sentía curiosidad.
    ―Ahora ya lo sabes.

    Jean pensó en la posibilidad de enfadarse, de sacarle de sus casillas.

    ―Saber, ¿el qué?
    ―Aquello por lo que sentiste curiosidad.
    ―¡Bah! Casi todos los hombres son iguales. Todos ellos tienen el mismo botón. Sólo hay que apretarlo, y todos saltarán en la misma dirección.

    Fotheringay frunció el ceño, y la miró por debajo de sus párpados estrechados.

    ―Puede que, después de todo, no seas tan preciosa.

    Jean se puso tensa. De una forma curiosamente indefinible el tema era muy importante, como si la supervivencia dependiera de la confianza en su propia sofisticación y flexibilidad.

    ―¿Qué quiere decir?
    ―Has hecho la suposición que suelen nacer todas las chicas bonitas ―dijo con un cierto sarcasmo―. Creí que eras más inteligente.

    Jean frunció el ceño. En su pasado había tenido pocas oportunidades de pensar de forma abstracta.

    ―Bueno, nunca lo había pensado de una manera diferente, aunque estoy dispuesta a admitir que hay excepciones. Es como una especie de juego. Nunca he perdido. Si me estoy engañando a mí misma, puede que, después de todo, no suponga mucha diferencia.
    ―Has tenido suerte ―dijo Fotheringay, relajándose.
    ―Llámelo suerte si quiere ―dijo Jean extendiendo sus brazos, arqueando su cuerpo y sonriendo como si poseyera algún secreto.
    ―Pero la suerte no te servirá de nada con Earl Abercrombie.
    ―Es usted el único que ha utilizado la palabra suerte. Yo creo que es, bueno..., habilidad.
    ―También tendrás que utilizar tu cerebro ―dudó un momento y añadió―: En realidad, a Earl le gustan las cosas... extrañas.

    Jean se quedó sentada, mirándole con el ceño fruncido y él dijo con frialdad:

    ―Estás planteándote cuál será la mejor forma de hacer la pregunta: «¿Qué tengo yo de extraño?»
    ―No necesito que me diga lo que tengo de extraño ―espetó Jean―. Me conozco muy bien a mí misma.

    Fotheringay no hizo ningún comentario.

    ―Vivo por completo mi propia vida ―dijo Jean―. No existe en todo el universo una sola persona que me importe un rábano. Hago exactamente lo que me gusta hacer.

    Le observó cuidadosamente. Él hizo un gesto indiferente de asentimiento. Jean reprimió su exasperación, se reclinó en la silla y le estudió como si estuviera detrás de una vidriera. Un hombre joven muy extraño. ¿Sonreiría alguna vez? Pensó en los Capellán Fibrates, que, según la superstición popular eran capaces de instalarse en la columna vertebral de un hombre y llegar a controlar su inteligencia. Fotheringay desplegaba una frialdad lo bastante extraña como para sugerir una posesión de aquel tipo. Sin embargo, un Capellán no podía manejar las dos manos al mismo tiempo. Fotheringay tenía un cuchillo en una mano, y un tenedor en la otra, y movía las dos al mismo tiempo. Así es que aquello no era posible.

    ―Yo también observé tus manos ―le dijo él, tranquilamente

    Jean se echó la cabeza hacia atrás y rió. Una risa saludable de adolescente. Fotheringay la observó sin ninguna expresión discernible en su rostro.

    ―En realidad ―dijo, empezando a tutearle―, te gustaría saber cosas de mí, pero eres demasiado terco para preguntar.
    ―Naciste en Angel City, en Codiron ―dijo Fotheringay―. Tu madre te abandonó en una taberna, y un jugador llamado Joe Parlier se hizo cargo de ti hasta que tuviste diez años, momento en que le mataste, junto con otros tres hombres. Viajaste después de polizón en la línea gris del paquebote Bucyrus. Fuiste llevada a la casa de niños abandonados de Paie. Te escapaste y poco después se encontró al superintendente asesinado. ¿Quieres que siga? Aún me quedan otros cinco años.

    Jean sorbió el vino, sin sentirse avergonzada.

    ―Has trabajado con rapidez. Pero te has equivocado. Has dicho: «¿Quieres que siga? Aún me quedan otros cinco años», como si fueras capaz de seguir. No sabes nada más sobre esos cinco años.

    La expresión del rostro de Fotheringay no cambió en lo más mínimo. Como si ella no hubiera hablado, dijo:

    ―Escúchame ahora con atención. Te vas a tener que preocupar por esto a partir de ahora.
    ―Adelante, soy toda oídos.

    Jean se reclinó en la silla. Era una técnica inteligente aquella de ignorar una situación desagradable como si nunca existiera. Desde luego, para llevarla adelante con éxito se necesitaba un cierto temperamento Un pez frío como Fotheringay se las podía arreglar muy bien.

    ―Esta noche, un hombre llamado Webbard se encontrará con nosotros aquí. Es el mayordomo jefe de la estación Abercrombie. Estoy en situación de poder influir sobre alguna de sus acciones. Te llevará consigo a la estación Abercrombie y te dará empleo como camarera en las cámaras privadas de Abercrombie.
    ―¿Camarera? ―preguntó Jean con un mohín de su nariz―. ¿Por qué no puedo ir a Abercrombie como cliente de pago?
    ―Porque no sería natural. Una muchacha como tú se iría a Capricornio o a Verge. Earl Abercrombie es extremadamente suspicaz. Seguramente te evitaría. Su madre, la vieja señora Clara, le vigila muy de cerca y le inculca continuamente en la cabeza que todas las chicas que acuden a Abercrombie no van más que detrás de su dinero. Como camarera, tendrás oportunidad de encontrarte con él en circunstancias íntimas. Raramente abandona su estudio; está absorto en su afición al coleccionismo.
    ―Vaya ―murmuró Jean―. ¿Y qué colecciona?
    ―Casi cualquier cosa con la que puedas pensar ―dijo Fotheringay, moviendo sus labios hacia arriba en una mueca rápida que fue casi una sonrisa―. Sin embargo, tengo entendido por Webbard que es bastante romántico y que ha tenido una serie de flirts con chicas que han estado en la estación.

    Jean retorció la boca en un gesto de fastidioso sarcasmo. Fotheringay la observó impasiblemente.

    ―¿Cuándo tengo que... empezar?
    ―Webbard se marcha en la nave de suministros de mañana. Te irás con él.

    El intercomunicador sonó débilmente. Fotheringay apretó el botón.

    ―¿Sí?
    ―El señor Webbard desea verle.

    Fotheringay dirigió la ampolla hacia abajo, posándola en la zona de estacionamiento. Webbard le estaba esperando. Era el hombre más obeso que jamás había visto Jean.

    La placa sobre la puerta decía Richard Mycroft, abogado. En algún momento de su pasado, alguien le había dicho a Jean que Richard Mycroft era un buen abogado.

    La recepcionista era una mujer negra de unos treinta y cinco años, con una mirada directa y penetrante.

    ―¿Tiene usted cita previa?
    ―No ―contestó Jean―. Pero es que tengo cierta urgencia.

    La recepcionista dudó un momento; después se inclinó sobre el intercomunicador.

    ―Una joven quiere verle. La señorita Jean Parlier. Clienta nueva.
    ―Muy bien.

    La recepcionista le indicó una puerta con un gesto de cabeza.

    ―Puede entrar ―dijo con sequedad. «No le gusto ―pensó Jean―, porque soy lo que ella fue y lo que desea volver a ser.»

    Mycroft era un hombre cuadrado, con un rostro agradable. Jean se construyó una cautelosa defensa contra él. Si a una le gustaba alguien y ese alguien lo sabía, se sentiría obligado a dar consejos y a entrometerse. Ella no deseaba ningún consejo, ninguna interferencia. Sólo deseaba dos millones de dólares.

    ―Bien, joven ―dijo Mycroft―. ¿En qué puedo servirla?

    «Me está tratando como a una niña ―pensó Jean―. Quizá a él le parezca una niña.»

    ―Se trata de una cuestión de asesoramiento profesional ―dijo ella―. No estoy muy enterada de las tarifas. Puedo pagarle hasta un máximo de cien dólares. Cuando me haya asesorado por valor de cien dólares, hágamelo saber y me marcharé.
    ―Con cien dólares se pueden comprar muchos consejos ―dijo Mycroft―. El asesoramiento es algo fácil.
    ―No para un abogado.
    ―¿Cuáles son sus problemas? ―preguntó Mycroft con sentido práctico.
    ―Se sobreentiende que todo es confidencial, ¿verdad?
    ―Desde luego ―la sonrisa de Mycroft se heló, convirtiéndose en una mueca amable.
    ―No se trata de nada ilegal, al menos en lo que a mí respecta. Pero no quiero que pase ninguna información a personas... que podrían estar interesadas.

    Mycroft se puso muy tieso detrás de su mesa de despacho.

    ―De un abogado se espera siempre que respete las confidencias de su cliente.
    ―De acuerdo... Bien, se trata de lo siguiente...

    Jean le contó lo de Fotheringay, y habló de la estación Abercrombie y de Earl Abercrombie. Dijo que Earl Abercrombie estaba enfermo de un mal incurable. No mencionó las ideas de Fotheringay al respecto. Era ésta una cuestión que ella misma trataba de mantener apartada de su mente. Fotheringay la había contratado. Le había dicho lo que tenía que hacer y que Earl Abercrombie estaba enfermo. Eso era suficiente para ella. De haber hecho más preguntas, quizá hubiera encontrado las cosas demasiado nauseabundas para su estómago. En tal caso, Fotheringay habría encontrado a otra joven menos inquisitiva. Evitó tratar sobre la naturaleza exacta de la enfermedad de Earl. Ni siquiera ella misma la conocía. Y tampoco quería conocerla.

    Mycroft escuchó muy atentamente, sin decir nada.

    ―Lo que quiero saber es lo siguiente ―continuó Jean―: ¿Está la mujer segura de heredar a Abercrombie? No quiero pasar por toda una serie de problemas para nada. Y, después de todo, Earl tiene menos de veintiún años. Pensé que, ante la eventualidad de su muerte, era mejor..., bueno, asegurarse primero.

    Durante un momento, Mycroft no hizo ningún movimiento, sino que permaneció sentado, mirándola. Después se llenó la pipa de tabaco.

    ―Jean ―dijo al fin―, te daré algunos consejos. Son libres. Sin ninguna condición.
    ―No se preocupe ―dijo Jean―. No quiero la clase de consejos que se dan sin pagar. Quiero la clase de asesoramiento por la que tengo que pagar.
    ―Eres una chica muy inteligente,―dijo Mycroft, con una mueca.
    ―Tengo que serlo... y llámeme chica, si así lo prefiere.
    ―¿Qué harías con un millón de dólares? O con dos millones, según entiendo.

    Jean se le quedó mirando fijamente. La contestación era evidente, ¿o no lo era? Cuando trató de encontrar una respuesta, no se le ocurrió nada.

    ―Bueno ―dijo vagamente―, me gustaría comprarme un vehículo aéreo, algunas ropas bonitas y quizá... ―mentalmente, se vio rodeada de amigos. Personas amables, como el señor Mycroft.
    ―Si yo fuera un psicólogo y no un abogado ―dijo Mycroft―, diría que querías más a tu padre y a tu madre que un millón de dólares.
    ―¡No, no! ―exclamó Jean, poniéndose roja―. No los quiero en absoluto. Están muertos.

    Por lo que a ella concernía, estaban muertos. Habían muerto para ella cuando la abandonaron sobre la mesa de juego de Joe Parlier, en la Taberna Azteca.

    ―Señor Mycroft ―dijo Jean con indignación―, sé que trata usted de actuar bondadosamente, pero sólo necesito que me diga lo que quiero saber.
    ―Te lo diré ―confirmó Mycroft―, porque si no lo hiciera yo, algún otro lo haría. La propiedad Abercrombie, si no estoy equivocado, está regulada por su propio código civil. Veamos ―se giró en la silla y apretó unos botones que había en su mesa.

    Sobre la pantalla apareció el índice de la Biblioteca Central de Derecho. Mycroft fue haciendo más selecciones, acercándose al tema poco a poco. Pocos segundos después disponía de la información.

    ―El control de la propiedad ―dijo― comienza a los dieciséis años. La viuda hereda por lo menos el cincuenta por ciento y toda la propiedad a menos que se indique de otro modo en el testamento.
    ―Bien ―dijo Jean, levantándose―. Eso era lo único de lo que quería estar segura.
    ―¿Cuándo marchas? ―preguntó Mycroft. ―Esta misma tarde.
    ―Supongo que no necesito decirte que la idea que hay detrás de todo ese esquema no es... moral.
    ―Señor Mycroft, es usted un encanto. Pero yo no tengo ninguna clase de moral.
    ―¿Estás segura? ―preguntó él, moviendo la cabeza. Después se encogió de hombros y encendió la pipa.
    ―Sí... claro ―contestó Jean tras considerarlo un instante―. Supongo que así es. ¿Quiere que le dé detalles?
    ―No. Creo que deseaba preguntar más bien si estás segura de lo que quieres conseguir en la vida.
    ―Desde luego. Cuanto más dinero, mejor.
    ―Esa no es, en realidad, una buena contestación ―observó Mycroft, sonriendo burlonamente―. ¿Qué comprarás con tu dinero?
    ―¡Oh! ―exclamó Jean, sintiendo que una ira irracional le subía por la garganta―. Muchas cosas. ¿Cuánto le debo, señor Mycroft?
    ―¡Oh! Sólo diez dólares. Dáselos a Ruth.
    ―Gracias, señor Mycroft ―se despidió, saliendo del despacho.

    Mientras bajaba por el pasillo, se dio cuenta con sorpresa de que estaba enojada consigo misma, así como irritada con el señor Mycroft. Él no tenía ningún derecho a hacer que la gente se asombrara a sí misma. Pero eso no sería tan malo si ella no estuviera ya un poco asombrada.

    De todos modos, aquello no eran más que insensateces. Dos millones de dólares eran dos millones de dólares. Cuando fuera rica, llamaría al señor Mycroft y le preguntaría si, honradamente, no creía que aquello había valido la pena, incluso teniendo en cuenta unos pocos lapsus.

    Y aquel mismo día... subiría a la estación Abercrombie. De repente, se sintió excitada.


    3


    El piloto de la nave de suministros de la estación Abercrombie era decidido.



    ―No, señor, creo que está cometiendo una equivocación al llevar una chica tan bonita y pequeña.

    Era un hombre corpulento, de cerca de treinta años, de actitudes duras y positivas. Su cuero cabelludo estaba tachonado de pelo rubio y unas profundas arrugas daban a su boca una expresión cínica. Webbard, el mayordomo jefe de Abercrombie, fue instalado a popa, en la cámara especial. Las correas normales de seguridad eran inadecuadas para proteger su corpulencia; por eso flotaba con la mandíbula hundida en un tanque de emulsión que tenía la misma gravedad específica que su cuerpo.

    No había cabina para pasajeros, así es que Jean se deslizó en el asiento situado junto al del piloto. Llevaba puesto un modesto vestido blanco, una toca también blanca y una chaqueta a rayas grises y negras. El piloto empleó pocas palabras buenas al referirse a la estación Abercrombie.

    ―Es una verdadera vergüenza llevar a una muchacha como tú a servir a gentes como las que hay allí. ¿Por qué no consiguen una de su propia clase? Seguramente, ambas cosas serían lo más adecuado.
    ―Yo sólo voy allá arriba por una pequeña temporada ―dijo Jean, inocentemente.
    ―Eso es lo que te crees. Aquello es arrollador. Dentro de un año serás como todos ellos. Sólo el aire es suficiente para poner enferma a una persona, rico y dulce como el aceite de oliva. Yo nunca salgo de la nave a menos que no pueda evitarlo.
    ―¿Crees que estaré... segura? ―preguntó ella, elevando las pestañas y dirigiéndole una imprudente mirada de soslayo.

    El piloto se humedeció los labios, moviéndose en su asiento.

    ―¡Oh! Claro que estarás segura ―murmuró―. Al menos con respecto a los que ya están allí un tiempo. Puede que tengas que esquivar a algunos de los que acaban de llegar de la Tierra. Pero después de haber vivido en la estación durante algún tiempo, las ideas cambian y no sabrían qué hacer ni con las mejores partes de una muchacha de la Tierra.
    ―¡Vaya! ―exclamó Jean, apretando después los labios, al pensar que Earl Abercrombie había nacido en la estación.
    ―Pero no estaba pensando en todo eso ―dijo el piloto, pensando en lo difícil que le resultaba hablar con franqueza con una muchacha tan joven e inexperta―. Más bien quería decir que en aquella atmósfera te puedes dejar llevar un poco. No tardarás en ser como todos ellos... y no querrás marcharte. Algunos no son capaces de marcharse... y tampoco podrían resistirlo en la Tierra aunque quisieran.
    ―¡Oh! No creo que eso me suceda a mí. No en mi caso.
    ―Es algo contagioso ―dijo el piloto con vehemencia―. Mira, yo he conducido naves a todas las estaciones; he visto a la gente ir y venir. Cada estación tiene su propia clase de misterio, y no puedes mantenerte al margen ―parecía muy seguro de lo que estaba diciendo―. Quizá sea eso por lo que yo mismo estoy tan loco. Fíjate por ejemplo en la estación Madeira. Alegre. Frufrú ―e hizo un movimiento remilgado con los dedos―. Eso es Madeira. Es casi imposible de saber. Pero fíjate en Balchester Aerie, o en Merlin Dell, o en Starhome...
    ―Seguramente, algunas son simples lugares de placer, ¿verdad?

    El piloto estuvo de acuerdo a regañadientes en que de los veintidós satélites de esparcimiento, más de la mitad eran tan vulgares como Miami Beach.

    ―Pero los otros... ¡Oh, Dios! ―e hizo girar los ojos―. Y Abercrombie es la peor de todas las estaciones.

    Se produjo un silencio en la cabina; la Tierra era un monstruoso globo verde, azul, blanco y negro situado sobre el hombro de Jean. Debajo, el sol formaba un furioso agujero en el cielo. Delante de ellos estaban las estrellas... y una serie de parpadeantes luces rojas y azules.

    ―¿Es eso Abercrombie?
    ―No, eso es el Templo Masónico. Aún falta un poco para llegar a Abercrombie ―la miró tímidamente de soslayo―. Mira una cosa. No quiero que pienses que soy un fresco. O quizá lo sea. Pero si eres lo bastante dura para realizar ese trabajo, ¿por qué no te vuelves a la Tierra conmigo? Tengo una bonita choza en Long Beach, nada del otro mundo, pero está junto a la playa y será mucho mejor que trabajar para un puñado de subnormales de feria.
    ―No, gracias ―contestó Jean con aire ausente.

    El piloto encogió la barbilla, apretó los codos contra su cuerpo y enrojeció.

    Transcurrió una hora. Se escuchó un traqueteo procedente de atrás y un pequeño panel se desplomó. El rostro abotargado de Webbard apareció por el hueco. La nave estaba funcionando en caída libre, lo que hacía desaparecer la gravedad.

    ―¿Cuánto falta para llegar a la estación?
    ―Está justo delante de nosotros. Una media hora más o menos y seremos pescados correctamente.

    Webbard gruñó y se retiró. Delante de ellos, parpadeaban unas luces amarillas y verdes.

    ―Eso es Abercrombie ―dijo el piloto, cogiéndose a un asidero―. Agárrate.

    Unos chorros de desaceleración, de color azul pálido, surgieron delante de ellos. Desde atrás les llegó el sonido de un golpazo y una rabiosa imprecación. El piloto sonrió burlonamente.

    ―Le ha cogido bien ―dijo; los chorros rugieron durante un minuto y después desaparecieron―. En cada viaje sucede lo mismo. Dentro de un momento sacará la cabeza por el panel y me echará un buen rapapolvo.

    El panel se deslizó hacia atrás. Webbard mostró su rabioso rostro.

    ―¿Por qué diablos no me avisa antes de desacelerar? ¡Me acabo de pegar un porrazo que me podría haber hecho daño! ¡No es usted un buen piloto, si va produciendo daños de esa clase!
    ―Lo siento, señor ―dijo el piloto con un gracioso tono de voz―. De veras que lo siento. No volverá a suceder.
    ―¡Será mejor que no! Si vuelve a ocurrir, me ocuparé personalmente de que le despidan. El panel se cerró con un fuerte golpe.
    ―A veces consigo darle mejor que otras ―dijo el piloto―. Este ha sido un buen golpe; lo puedo suponer por el porrazo que hemos escuchado.

    Se levantó del asiento, pasó el brazo sobre los hombros de Jean y la atrajo hacia sí.

    ―Déjame que te dé un pequeño beso, antes de que seamos pescados en casa.

    Jean se inclinó hacia adelante, extendiendo su brazo. Él vio cómo su cara se adelantaba hacia la suya, una cara inteligente, maravillosa, de ónice, de un rosa pálido, de marfil, sonriente, cálida y llena de vida. Ella extendió la mano junto al cuerpo de él y apretó la válvula de desaceleración. Cuatro motores a reacción se encendieron delante de ellos. La nave retembló. El piloto cayó sobre el panel de instrumentos, con una cómica expresión de sorpresa en su rostro.

    Desde atrás les llegó el sonido de un pesado y resonante porrazo.

    El piloto se volvió a colocar en su asiento y tiró hacia atrás de la válvula de desaceleración. Le salía sangre de la barbilla, formando un pequeño hilillo rojo. Detrás de ellos, el panel se abrió de golpe. El rostro de Webbard, negro de rabia, surgió por la abertura.

    Cuando hubo terminado y cerrado el panel tras de sí, el piloto miró a Jean, que estaba tranquilamente sentada en su asiento, con las comisuras de los labios ligeramente separadas, como si estuviera en un ensueño. Desde lo más profundo de su garganta, el piloto dijo:

    ―Si estuviéramos solos te daría tal paliza que te dejaría medio muerta.

    Jean se llevó las rodillas hacia la barbilla, entrelazó los brazos alrededor de ellas y se quedó mirando en silencio hacia adelante.

    La estación Abercrombie había sido construida según el diseño de cilindro Fitch: un núcleo energético y de servicio, una serie de muelles circulares y una funda transparente. A la construcción original se habían añadido una serie de modificaciones y anexos. Un muelle exterior circundaba el cilindro, con hojas de acero para sostener los agarraderos magnéticos de las naves pequeñas, con trabadores especiales para las de transporte, y zapatos magnéticos para todo lo que tuviera que ser fijado en un lugar durante un espacio de tiempo más o menos prolongado. En cada uno de los extremos del cilindro había tubos conectados con construcciones dependientes. La primera de ellas, una esfera, era la residencia privada de los Abercrombie. La segunda, otro cilindro, giraba a velocidad suficiente para comprimir el agua que contenía incluso fuera de su superficie interior, hasta una profundidad de poco más de tres metros; era la piscina de la estación, una instalación que sólo se encontraba en tres de los satélites de reunión.

    La nave de suministros se acercó mucho al muelle, topando contra él y sacudiéndose. Cuatro hombres agarraron los cabos de sujeción, los colocaron en anillos situados en el casco y tiraron de la nave para llevarla hacia la entrada de suministros. La nave se instaló en su atracadero y las agarraderas la sujetaron con firmeza; poco después se abrieron las portillas.

    El mayordomo jefe Webbard seguía muy enojado, pero ahora hubiera estado por debajo de su dignidad al demostrar su ira. Despreciando los zapatos magnéticos, se empujó a sí mismo hacia la entrada, y dirigiéndose a Jean, dijo:

    ―Traiga su equipaje.

    Jean se dirigió hacia donde estaba su limpio y pequeño baúl, lo elevó en el aire y se encontró tropezando impotentemente en el centro de la nave. Con impaciencia, Webbard regresó con clips magnéticos para los zapatos de la joven, y la ayudó a hacer flotar el baúl hacia el interior de la estación.

    Ella se encontró respirando un aire diferente, más rico. En la nave olía a ozono, grasa y cáñamo, pero en la estación... Trató inconscientemente de identificar el olor, y Jean pensó en buñuelos de mantequilla y en jarabe mezclado con polvos de talco.

    Webbard, flotando frente a ella, era un espectáculo imponente. Su grasa ya no le colgaba en pliegues; se hinchaba, extendiéndose hacia afuera en un perímetro aún mayor. Su rostro era tan liso como la corteza de una sandía, y parecía como si sus rasgos hubieran sido esculpidos, en vez de moldeados. Él dirigió la mirada hacia un punto situado sobre la oscura cabeza de ella.

    ―Será mejor que lleguemos a un entendimiento, jovencita.
    ―Desde luego, señor Webbard.
    ―La he traído a trabajar aquí como un favor especial a mi amigo el señor Fotheringay. Aparte de este acto singular y original, no soy responsable de nada. No soy su tutor. El señor Fotheringay la recomendó muy bien, así es que procure satisfacer esa recomendación. Su superiora inmediata será la señora Blaiskell, y debe usted obedecerla en todo. Aquí, en Abercrombie, tenemos reglas muy estrictas, un tratamiento excelente y una buena paga, pero se la tiene usted que ganar. Su trabajo debe hablar por sí mismo y no puede esperar ningún favor especial de nadie ―carraspeó y añadió―: En realidad, si me permite expresarlo así, puede considerarse afortunada de haber encontrado trabajo aquí, normalmente, contratamos a personas de nuestra propia clase; eso favorece el mantenimiento de unas condiciones armoniosas.

    Jean esperó con la cabeza solemnemente inclinada. Webbard siguió hablando, haciéndole advertencias específicas, dándole consejos y órdenes.

    Jean asentía sumisamente. No le serviría de nada ponerse a malas con el pomposo y viejo Webbard. Y Webbard tuvo la impresión de encontrarse ante una joven respetuosa, delgada y muy joven, y con un brillo peculiarmente frenético en sus ojos, pero suficientemente impresionada por su importancia. También tenía buen color, y unas facciones agradables. Si pudiera introducir unos cien kilos más de carne entre sus huesos, podría haber atraído incluso a su enorme naturaleza.

    ―Muy bien, venga por aquí ―dijo Webbard. Él flotó delante y, gracias a algún poder innato y magnífico, siguió dando la impresión de una dignidad inexorable, incluso cuando se lanzó por el pasillo con la cabeza muy baja.

    Jean avanzó más sosegadamente sobre sus clips magnéticos, empujando por delante el baúl con tanta facilidad como si se tratara de una simple bolsa de papel.

    Llegaron al núcleo central y Webbard, tras mirar hacia atrás por encima de sus abultados hombros, se lanzó hacia arriba cogiéndose al cilindro central.

    Unas hojas de vidrio situadas en las paredes del núcleo permitían ver los diversos salones, salas, comedores y vestíbulos. Jean se detuvo ante una habitación decorada con cortinas de felpa roja y estatuas de mármol. Se quedó mirando con fijeza, sintiendo primero admiración y después diversión, Webbard la llamó impacientemente

    ―Vamos, señorita, vamos.

    Jean se apartó de la hoja de cristal.

    ―Estaba observando a los clientes. Parecen como... ―y rompió a reír sofocadamente.

    Webbard frunció el ceño y apretó los labios. Jean pensó que le iba a preguntar cuál era la causa de su risa, pero evidentemente no lo consideraba digno.

    ―Vamos ―dijo―, no le puedo dedicar más que un momento.

    Ella echó un último vistazo hacia el salón y entonces se echó a reír con fuerza.

    Había mujeres gruesas, como peces hinchados en un gran acuario. Mujeres gruesas, rollizas y delicadas como melocotones amarillos. Mujeres gruesas, milagrosamente ágiles y de movimientos fáciles ante la ausencia de gravedad. Parecía que estaban asistiendo a una velada musical. El salón estaba abarrotado de enormes bolas de carne, rosada, envueltas en blusas y pantalones blancos, azul pálido y amarillos.

    La actual moda Abercrombie parecía diseñada para acentuar los cuerpos redondos. Bandas planas a modo de cinturones moldeaban los pechos, extendiéndose hacia abajo y hacia afuera, bajo los brazos. El pelo estaba partido por una raya en el centro, y llevado suavemente hacia atrás para formar un pequeño ovillo en la nuca. Carne, ampollas de carne tierna, suaves y brillantes balones hinchados. Rasgos ligeramente crispados, dedos de manos y pies continuamente en movimiento, ojos y labios pintados con malicia. En la Tierra, cualquiera de1 aquellas mujeres habría permanecido sentada inmóvil, convertida en un montón de flojo y sudoroso tejido. En la estación Abercrombie ―el llamado «paseo adiposo»―, se movían con la facilidad de un soplo, y sus rostros y cuerpos eran tan tersos y suaves como rollos de mantequilla.

    ―¡Vamos, vamos, vamos! ―ladró Webbard―. ¡En Abercrombie no se pierde el tiempo!

    Jean resistió el impulso de lanzar el baúl hacia arriba, contra las rotundas nalgas de Webbard, un blanco muy atractivo. Él la esperó en el extremo del pasillo.

    ―Señor Webbard ―le preguntó solícitamente―, ¿cuánto pesa Earl Abercrombie?

    Webbard echó la cabeza hacia atrás, mirando reprobadoramente hacia abajo de su nariz.

    ―Esa clase de intimidades, señorita, no son consideradas aquí como una conversación educada.
    ―Sólo me estaba preguntando si era como... bueno, tan imponente como usted.
    ―No le puedo contestar ―dijo Webbard aspirando con fuerza el aire por la nariz―. El señor Abercrombie es una persona muy competente. Su... presencia, es una cuestión que tiene usted que aprender a no discutir. No es apropiado ni elegante.
    ―Gracias, señor Webbard ―dijo Jean dócilmente.
    ―Se hará usted muy popular ―dijo Webbard―. Será una buena chica. Ahora, pasemos por el tubo y la llevaré a presencia de la señora Blaiskell.

    La señora Blaiskell era pequeña y rechoncha. Su cabeza era de un gris acerado y llevaba el pelo peinado hacia atrás, a la moda, formando un ovillo detrás de la nuca. Llevaba una especie de mono negro ajustado, el uniforme de los sirvientes de Abercrombie, como más tarde se enteraría Jean.

    Jean sospechó que había causado una pobre impresión a la señora Blaiskell. Sintió cómo aquellos vigorosos ojos grises la estudiaban desde la cabeza a los pies, y ella mantuvo los suyos modestamente bajos.

    Webbard explicó que Jean tenía que ser entrenada como camarera y sugirió que la señora Blaiskell utilizara sus servicios en el Pleasaunce y en los dormitorios. La señora Blaiskell asintió.

    ―Buena idea. El joven jefe es muy peculiar, como sabe todo el mundo, pero últimamente ha estado importunando a las chicas, interrumpiéndolas en su trabajo; es acertado tener allí una como ella..., no se ofenda, señorita. Sólo quiero decir que es la gravedad la que lo hace..., ¡la única que no será apta para captar su atención!

    Webbard suspiró y los dos flotaron, apartándose un poco para conversar en voz baja.

    La boca de Jean se contrajo en sus comisuras. ¡Viejos tontos!

    Transcurrieron cinco minutos. Jean empezó a sentirse inquieta. ¿Por qué no hacían algo? ¿Por qué no la llevaban a alguna parte? Se sorprendió al sentir aquel desasosiego. ¡La vida! ¡Qué maravillosa! ¡Qué entusiasta! Se preguntó a sí misma: «¿Sentiré esta misma alegría cuando tenga veinte años? ¿Cuando tenga treinta o cuarenta?» Volvió a contraer las comisuras de su boca. «¡Claro que sí! Nunca me permitiré cambiar. Pero la vida debe ser utilizada para extraer de ella lo mejor. Cada estremecimiento de pasión y excitación debe ser probado y exprimido libremente.» Sonrió con una expresión de burla. Allí estaba, flotando, respirando el aire demasiado pasado de la estación Abercrombie. En cierto sentido era una aventura. Podía salir bien parada. Dos millones de dólares, y sólo por seducir a un joven de dieciocho años. Seducirle, casarse con él, ¿qué importaba? Claro que él era Earl Abercrombie y si resultaba ser tan imponente como el señor Webbard... Consideró el enorme cuerpo de Webbard con una irónica especulación. ¡Oh, bueno! Dos millones eran dos millones. Si las cosas se ponían demasiado mal, aumentaría el precio. Quizá diez millones. Tampoco era demasiado de un total de mil millones.

    Webbard se marchó sin dirigirle una sola palabra, lanzándose con toda facilidad hacia el núcleo, situado abajo.

    ―Vamos ―le dijo la señora Blaiskell―. Le enseñaré su habitación. Hoy puede descansar y mañana la llevaré a dar una vuelta.


    4


    La señora Blaiskell estaba a su lado, con una expresión francamente crítica, mientras Jean se colocaba el mono negro.



    ―¡Que Dios tenga piedad de usted! Pero no debe apretarse así el pecho. Está usted raquítica y delgada, y casi parece que se está muriendo de hambre. ¡Pobre chica! ¡No debe elevárselo así! Quizá podamos encontrar unos cuantos flotadores de aire para llenarla un poco. No es que eso sea algo esencial, Dios lo sabe, pues sólo es usted una camarera para limpiar el polvo. Sin embargo, siempre se mejora el aspecto de la casa cuando se tiene un equipo de mujeres bonitas, y al joven Earl, y eso lo diría por él y por todas sus rarezas, le gustan las mujeres elegantes. Y ahora su seno; tenemos que hacer algo con él. ¡Pero cómo, si está casi lisa! ¿No lo ve? Si apenas queda sitio para introducir un pliegue por debajo de los brazos, ¿no lo ve? ―y señaló sus propios y voluminosos rollos de grasa―. Suponga que enrollamos un poco de cojín y...
    ―No ―dijo Jean temblando; ¿cómo era posible que la encontrara tan fea?―. No llevaré ninguna almohadilla.
    ―Pero si es por su propio bien, querida ―dijo la señora Blaiskell, respirando con fuerza―. Estoy segura de que no soy yo la que está delgada.
    ―No, tiene usted muy buen aspecto ―dijo Jean, mirándose las zapatillas negras.
    ―Me mantengo todo lo bien que puedo ―asintió la señora Blaiskell con orgullo―, y tanto mejor así, aunque no era lo mismo cuando tenía su edad. Se lo aseguro, yo estaba entonces en la Tierra y...
    ―¡Oh! ¿No ha nacido usted aquí?
    ―No, señorita. Yo fui uno de los pocos seres presionados y librados de la gravedad, y consumí mi cuerpo durante el esfuerzo del transporte hasta aquí. No, yo nací en Sydney, Australia, de una familia decente y amable, pero eran demasiado pobres para comprarme un lugar en Abercrombie. Tuve la suerte suficiente para conseguir un puesto igual al que usted ocupa ahora, y eso fue en la época en que aún estaban con nosotros el señor Justus y la anciana señora Eva, su madre, o sea la abuela de Earl. Desde entonces, nunca he regresado a la Tierra. Creo que nunca volveré a poner los pies en su superficie.
    ―¿No echa de menos los festivales y los grandes edificios y todo el maravilloso paisaje del campo?
    ―¡Bah! ―exclamó la señora Blaiskell con un gesto de indiferencia―. ¿Y sentirse una aprisionada por odiosas arrugas y pliegues? ¿Y subir en un vehículo y que todo el mundo se me quede mirando y burlándose? Todos ellos están delgados como palos a causa de su constante preocupación y de la lucha contra la atracción del suelo. No, señorita, nosotros tenemos nuestros propios paisajes y fiestas; mañana noche se celebrará una pavana, y durante el mes que viene tenemos prevista una gran pantomima de máscaras y un desfile de mujeres hermosas. Y lo mejor de todo es que estoy entre mi gente, los gordos, y nunca tengo una sola arruga en la cara. Me encuentro perfectamente, hecha y derecha, y no intentaría nunca vivir entre los de allá abajo.
    ―Si es usted feliz ―dijo Jean, encogiéndose de hombros―, eso es lo que importa.

    Se miró con satisfacción en el espejo. Aunque la gorda señora Blaiskell pensara de otro modo, el mono negro le sentaba bien, ahora que lo tenía bien ceñido a sus caderas y a su cintura. Sus piernas ―esbeltas, redondas y con un brillo de marfil― eran bonitas, y eso lo sabía ella. Aun cuando el extraño señor Webbard y la singular señora Blaiskell pensaran de otra manera. Que esperaran hasta que intentara algo con el joven Earl. Él prefería a las chicas con gravedad; Fotheringay se lo había dicho así. Y, sin embargo, Webbard y la señora Blaiskell habían dado a entender otra cosa. Quizá le gustaban de las dos clases. Jean sonrió tímidamente. Si a Earl le gustaban de las dos clases, entonces le gustaría todo lo que fuera cálido, se moviera y respirara. Y en ese caso, desde luego, se encontraba ella.

    Si le preguntara, directamente a la señora Blaiskell, se quedaría asombrada y conmocionada. La buena señora Blaiskell. Un alma maternal, no como las matronas a las que había sufrido en los diversos asilos y casas para niños abandonados en los que había estado. Aquéllas sí que eran mujeres fornidas, prácticas y rápidas con las manos. Pero la señora Blaiskell era amable; nunca habría abandonado a su hijo sobre una mesa de juego. La señora Blaiskell habría luchado, hasta morir de hambre si era preciso, para conservar a su hijo y educarle bien. Jean especuló tontamente durante un instante sobre cómo le habría ido a ella teniendo a una señora Blaiskell como madre. Y a un señor Mycroft como padre. El pensamiento le produjo una extraña y punzante sensación, y desde alguna parte profunda de su interior surgió un oscuro y sordo resentimiento, mezclado con ira.

    Jean se movió con inseguridad e inquietud. «¡No debo pensar en estas insensateces! Estás jugando un papel solitario. ¿Qué ibas a hacer con unos parientes? ¡Qué molestia tan atroz!» De haberlos tenido, nunca le habrían permitido vivir esta aventura en la estación Abercrombie. Por otra parte, teniendo parientes habría muchos menos problemas sobre cómo gastar dos millones de dólares.

    Jean suspiró. Su madre no fue amable y cariñosa como la señora Blaiskell. No pudo haberlo sido y toda la cuestión planteada se convertía en algo sin sentido. «Olvídalo, apártalo de tu mente.»

    La señora Blaiskell le trajo unos zapatos de servicio, que casi todo el mundo llevaba puestos en la estación: eran zapatillas deslizantes con pequeñas ruedas magnéticas en las suelas. Unos hilos conducían hacia el cuadro energético, situado en el cinturón. Ajustando un reóstato, se podía conseguir cualquier grado de magnetismo.

    ―Cuando una persona está trabajando ―le explicó la señora Blaiskell―, necesita apoyarse bien sobre los pies. Desde luego, no hay mucho que hacer, una vez que una se ha acostumbrado a todo esto. La limpieza es fácil de hacer con nuestros filtros; sin embargo, a veces hay una pequeña capa de polvo y siempre una pequeña película de aceite que se desprende del aire.
    ―Muy bien, señora Blaiskell ―dijo Jean, levantándose―. Estoy lista. ¿Por dónde empezamos?

    La señora Blaiskell elevó las cejas, asombrada ante aquella familiaridad, pero no quedó disgustada gravemente. Lo principal era que la chica parecía respetuosa, voluntariosa e inteligente, y... lo que era más importante, no era de la clase de chicas que creaban alguna molestia con el señor Earl.

    Haciendo oscilar el dedo de un pie contra la pared se impulsó pasillo abajo, se detuvo ante una puerta blanca y echó una de sus hojas hacia atrás.

    Penetraron en aquella habitación como si procedieran del techo. Jean sintió un instante de vértigo, dirigiendo al principio la cabeza hacia lo que parecía ser el suelo.

    La señora Blaiskell se cogió hábilmente al respaldo de una silla, hizo girar su cuerpo y finalmente puso los pies sobre el verdadero suelo. Jean se unió a ella. Se encontraban en una gran sala circular, que formaba, al parecer, una sección a través del edificio. Había ventanas que daban al espacio, y las estrellas brillaban desde todas partes; se podía ver todo el Zodíaco con un simple movimiento de los ojos.

    La luz del sol les llegaba desde abajo, brillando en el techo, y de uno de los lados colgaba la luna, dura y nítida como si se tratara de una moneda recién acuñada. La sala era demasiado opulenta para el gusto de Jean. Observó la arrolladora abundancia de alfombras de color mostaza azafranado, paneles blancos con arabescos dorados, una mesa redonda fijada al suelo y rodeada por sillas que estaban sujetas con clips, magnéticos. Una araña de cristal caía rígidamente hacia abajo; desde el ángulo entre la pared y el techo, se extendían, a intervalos, querubines redondos.

    ―Eso es el Pleasaunce ―dijo la señora Blaiskell―. Esto será lo primero que limpie cada mañana ―y después describió a Jean sus obligaciones con todo detalle.
    ―Ahora iremos a... ―y dio un ligero codazo a Jean―. Aquí está la anciana señora Clara, la madre de Earl. Incline la cabeza como hago yo.

    Una mujer vestida de rosa y púrpura flotaba en la sala. Su rostro reflejaba una expresión de distraída arrogancia, como si en todo el universo no existiera la menor duda, incertidumbre o equivocación. Era un ser casi perfectamente globular, tan ancha como alta. Su pelo era de un color plateado, su rostro una ampolla de carne tersa, ligeramente pintada. Llevaba piedras preciosas extendidas sobre su abultado pecho y espaldas. La señora Blaiskell inclinó afectadamente la cabeza.

    ―Señora Clara, querida, permítame presentarle a la nueva sirvienta. Acaba de llegar de la Tierra y es muy hábil.

    La señora Abercrombie lanzó una rápida mirada hacia Jean.

    ―Una criatura bastante demacrada.
    ―¡Oh! Mejorará ―dijo la señora Blaiskell con suavidad―. La buena y abundante comida y el trabajo duro harán mucho por ella; después de todo, sólo es una niña.
    ―¡Mmmm! Lo veo difícil. Eso se lleva en la sangre, Blaiskell, y usted lo sabe muy bien.
    ―Sí, claro, señora Clara.
    ―O se tiene buena sangre, o se tiene vinagre ―siguió diciendo la señora Clara con voz metálica, lanzando rápidas miradas por la sala―. Esta muchacha nunca se sentirá realmente cómoda aquí. Lo puedo ver. No lo lleva en la sangre.
    ―No, señora, tiene usted razón en lo que dice.
    ―Tampoco está en la línea de Earl. Él es el único que me preocupa. Hugo era el verdadero rico, pero su hermano Lionel después de él pobre y querido Lionel, y...
    ―¿Qué pasa con Lionel? ―preguntó una voz ronca, que hizo a Jean girarse; era Earl―. ¿Quién sabe algo de Lionel?
    ―Nadie, querido. Se ha marchado y no volverá nunca. Sólo estaba comentando que ninguno de los dos llegasteis a crecer nunca, que os quedasteis en los huesos.

    Earl frunció el ceño, miró a su madre, después a la señora Blaiskell y finalmente a Jean.

    ―¿Qué es esto? ¿Otra sirvienta? No la necesitamos. Que se marche. Siempre hay nuevas ideas para gastar más.
    ―Está destinada a cuidar tus habitaciones, querido Earl ―dijo su madre.
    ―¿Dónde está Jessy? ¿Qué hay de malo con Jessy?

    La señora Clara y la señora Blaiskell intercambiaron miradas indulgentes. Jean dirigió hacia Earl una lenta mirada lateral. Él parpadeó y después frunció el ceño. Jean bajó los ojos y después realizó un lento movimiento con los dedos de los pies sobre la alfombra, sabiendo que eso ponía en movimiento su pierna de un modo interesante. El ganarse aquellos dos millones de dólares no sería tan molesto como había temido. Porque Earl no estaba gordo en modo alguno. Era robusto, sólido, con grandes hombros y nuca de toro. Tenía una buena mata de pelo rubio, rizado, una tez rojiza, una gran nariz de color de cera, una barbilla saliente. Su boca estaba bien configurada, con un gesto de mal humor en aquellos momentos.

    Era algo menos que atractivo, pensó Jean. En la Tierra, le habría ignorado o, si él hubiera insistido, le habría puesto fuera de sí con toda una serie de insultos. Pero se había esperado algo mucho peor; una criatura rechoncha como Webbard, un globo humano. Desde luego, no existía ninguna razón real para que Earl estuviera gordo; los hijos de personas gruesas tenían las mismas posibilidades que los demás de poseer un tamaño normal.

    La señora Clara estaba dándole instrucciones a la señora Blaiskell sobre las tareas del día, y ésta asentía con la cabeza a cada media docena de palabras que pronunciaba aquélla, pellizcándose pequeños puntos en sus gruesos y pequeños dedos.

    La señora Clara terminó y la señora Blaiskell indicó a Jean:

    ―Vamos, señorita, hay mucho trabajo que hacer.
    ―Téngalo en cuenta ―dijo Earl tras ellas―. ¡Que nadie entre en mi estudio!
    ―¿Por qué no quiere que nadie entre en su estudio? ―preguntó Jean con curiosidad.
    ―Allí es donde guarda sus colecciones. No quiere que nadie toque nada. El señor es muy extraño a veces. Tendrá usted que ser indulgente y comportarse bien. En cierto modo, es más difícil servirle a él que a la señora Clara.
    ―¿Earl nació aquí?
    ―Nunca ha estado en la Tierra ―dijo la señora Blaiskell, asintiendo―. Dice que es un lugar para gente loca, y Dios sabe que tiene bastante razón.
    ―¿Quiénes son Hugo y Lionel?
    ―Son los dos hermanos mayores. Hugo está muerto, que descanse en paz, y Lionel está fuera, en sus viajes. Después de Earl están Harper, Dauphin, Millicent y Clarice. Esos son todos los hijos de la señora Clara. "Todos ellos son orgullosos y gruesos. Earl es el más delgado de todos, y también tiene mucha suerte, porque cuando murió Hugo, Lionel estaba siempre de viaje, así es que fue él quien heredó. Bien, aquí está su habitación, ¡y qué desorden!

    A medida que trabajaban, la señora Blaiskell estuvo comentando algunos aspectos de la habitación.

    ―¡Ahora esa cama! Earl no se sintió satisfecho con dormir bajo una banda anatómica, como el resto de nosotros, ¡no! Lleva pijamas de ropa magnetizada, y eso le aprieta contra el colchón casi como si viviera sobre la Tierra. Y todas esas lecturas y estudios, le doy mi palabra de que no hay nada en lo que no piense. ¡Y su telescopio! Se pasa las horas sentado en la cúpula, enfocando el telescopio hacia la Tierra.
    ―Quizá le gustaría mucho visitar la Tierra, ¿no?
    ―No me sorprendería mucho que fuera así ―dijo la señora Blaiskell, asintiendo―.. Ese lugar ejerce una terrible fascinación sobre él. Pero ya sabe que no puede abandonar Abercrombie.
    ―Eso es extraño. ¿Por qué no?

    La señora Blaiskell le dirigió una mirada de inteligencia.

    ―Porque entonces perdería su herencia. En la carta original está escrito que el propietario tiene que observar las reglas ―indicó hacia una puerta y añadió―: Ese es su estudio. Y ahora, le voy a permitir dar un vistazo, para que no se sienta atormentada por la curiosidad y se meta en problemas cuando yo no esté por aquí para vigilarla. No se excite con lo que vea; no hay nada que le pueda hacer el menor daño.

    Con el aire de una sacerdotisa a punto de revelar un profundo misterio, la señora Blaiskell manoseó un momento el pomo de la puerta, de un modo que Jean no pudo observar.

    La puerta se abrió y la señora Blaiskell sonrió satisfecha cuando Jean saltó hacia atrás, llena de alarma.

    ―¡Vamos, vamos! No se alarme. Ya le he dicho que no hay nada que le pueda hacer el menor daño. Ese es uno de los ejemplares zoológicos del patrón Earl. Es un ejemplar muy raro y muy caro.

    Jean suspiró profundamente y observó con mayor atención aquella criatura negra, con un cuerno, que estaba erecta, sobre dos patas, justo debajo de la puerta, equilibrada e inclinada hacia adelante, como si estuviera preparada para abrazar a la intrusa entre sus brazos negros, que parecían de cuero.

    ―Esto es sólo la parte que más asusta ―dijo la señora Blaiskell con una tranquila satisfacción―. Tiene sus insectos y sus bichos allí ―dijo, señalando hacia una parte del estudio―, sus gemas allá, sus viejos discos de música en ese otro lado, los sellos aquí, los libros a lo largo de la pared del estudio. Son todo cosas bastante sucias. Me avergüenzo de él. Que no la vea nunca hojear esos libros puercos que siempre está mirando el señor Earl.
    ―No, señora Blaiskell ―dijo Jean dócilmente―, no estoy interesada en esa clase de cosas. Si se trata de lo que creo que es...
    ―Es lo que usted se piensa y mucho peor ―dijo la señora Blaiskell con énfasis.

    No hizo ninguna otra observación sobre lo que sabía acerca del contenido de la biblioteca, con la que parecía estar muy familiarizada, y Jean creyó que no era adecuado hacer más preguntas.

    ―¿Y bien? ―sonó la voz de Earl detrás de ellas, con un tono bastante sarcástico―. ¿Echando un vistazo?

    Entró rápidamente en la habitación y cerró la puerta.

    ―Señor Earl ―dijo la señora Blaiskell con un tono de voz conciliador―, sólo le estaba enseñando a la nueva chica lo que tenía que evitar, lo que no tiene que mirar. No quería que se le parara el corazón si a una muchacha tan inocente como ella se le ocurría echar un vistazo al interior.
    ―Si ella echa un vistazo mientras yo estoy aquí ―gruñó Earl―, le sucederá algo más que parársele el corazón.
    ―Yo también sé lo que se guisa ―dijo Jean, volviéndose―. Vamos, señora Blaiskell, abandonemos esta habitación hasta que el señor Earl haya recuperado su buen humor. No quiero que hiera sus sentimientos.
    ―¡Cómo! ―tartamudeó la señora Blaiskell―. Seguramente no se hace ningún daño... ―se detuvo.

    Earl había penetrado en su estudio, cerrando la puerta de un golpe.

    Los ojos de la señora Blaiskell estaban llenos de lágrimas.

    ―¡Ah, querida! ¡Me disgustan tanto las palabras duras!

    Trabajaron en silencio y terminaron de limpiar y arreglar el dormitorio. Después, junto a la puerta, la señora Blaiskell se acercó a Jean y le dijo confidencialmente junto al oído:

    ―¿Por qué cree que Earl es tan brusco y gruñón?
    ―No tengo la menor idea ―contestó Jean―. Ninguna.
    ―Bien ―dijo la señora Blaiskell cautelosamente―. Todo se reduce a esto: su aspecto. Es muy consciente de su delgadez, sabe que está todo recomido por dentro. No puede soportar que nadie le vea; cree que todo el mundo se burla de él. Se lo he oído decir así a la señora Clara. Desde luego, nadie se burla; todo, el mundo lo siente. Él come como un caballo, toma píldoras glandulares, pero sigue igual de delgado; todo en él son músculos duros y en tensión ―inspeccionó atentamente el rostro de Jean y añadió―: Creo que le pondremos a usted la misma clase de régimen, a ver si así podemos convertirla en una mujer más bonita ―después movió la cabeza en un gesto de duda e hizo chasquear la lengua―. Puede que no lo lleve en la sangre, como dice la señora Clara. Difícilmente puedo creer que lo lleve en la sangre.


    5


    Había unas diminutas cintas rojas en las zapatillas de Jean, otra cinta roja en su pelo y un coquetón lunar negro en su mejilla. Había cambiado su atuendo, de modo que se ajustara discretamente a sus caderas y a su pecho.



    Antes de abandonar la habitación, se miró en el espejo. «¡Quizá soy yo la que está fuera de lugar! ¿Qué tal aspecto tendría con unos cien kilos más? No. Supongo que no. Tengo un tipo de golfillo. Quizá tenga un tipo algo más grueso a los sesenta años, pero durante los próximos cuarenta... hay que vigilar.»

    Avanzó a lo largo del pasillo y pasó junto al Pleasaunce, las salas de música, la sala de estar y el comedor, y se dirigió hacia las habitaciones. Se detuvo ante la puerta de Earl, la abrió y entró, empujando delante de ella la aspiradora electrónica.

    La habitación estaba a oscuras; las paredes transparentes eran opacas a causa de la acción del campo obturador.

    Jean encontró el interruptor y lo hizo girar, encendiendo la luz.

    Earl estaba despierto. Se hallaba echado sobre un costado, con su pijama magnético de color amarillo apretándole contra el colchón. Una colcha de color azul pálido le cubría hasta los hombros y tenía el brazo cruzado sobre la cara. Bajo la sombra de su brazo, sus ojos escudriñaron a Jean.

    Se quedó quieto, sintiéndose demasiado violento para decir nada. Jean se llevó las manos a los labios y dijo, con su clara voz juvenil:

    ―¡Arriba, haragán! Se va a engordar tanto como los demás si se pasa tantas horas en la cama...

    El silencio era impresionante y siniestro. Jean se inclinó para mirar por debajo del brazo a Earl.

    ―¿Está vivo?

    Sin moverse, y con una voz dura y baja, Earl dijo:

    ―¿Qué cree estar haciendo exactamente?
    ―Trato de cumplir con mis obligaciones normales. He terminado el Pleasaunce. Y ahora tengo que hacer su habitación.
    ―¿A las siete de la mañana? ―preguntó, dirigiendo su mirada hacia el reloj.
    ―¿Y por qué no? Cuanto antes termine, antes podré dedicarme a mis propios asuntos.
    ―Que se vayan al diablo sus propios asuntos. Salga de aquí antes de que sufra daño alguno.
    ―No, señor. Soy una persona muy decidida. Una vez hecho mi trabajo, no hay nada más importante que mi propia expresión.
    ―¡Salga!
    ―Soy una artista, una pintora. O quizá este año me haga poetisa; o bailarina. Yo podría ser una maravillosa bailarina. Mire.

    Ensayó una pirueta, pero el impulso la elevó hasta el techo, aunque no dejó de hacerlo sin gracia; se preocupó de ello. Después, tomando un nuevo impulso, descendió.

    ―Si tuviera zapatillas magnéticas, podría estar girando durante hora y media. Eso es muy fácil de hacer.

    Earl se apoyó sobre un codo, elevándose, parpadeando y mirando con unos ojos brillantes, como si estuviera a punto de lanzarse sobre ella.

    ―O está usted loca... o es tan enormemente impertinente que lo parece.
    ―No del todo ―dijo Jean―. Soy muy amable. Puede haber una diferencia de opiniones, pero eso no significa que usted tenga automáticamente razón.

    Earl se levantó un poco más, sentándose en la cama.

    ―Váyase a discutir con el viejo Webbard ―dijo pesadamente―. Y ahora, por última vez, márchese de aquí.
    ―Me iré ―dijo Jean―, pero lo sentirá usted.
    ―¿Lo sentiré? ―su voz se había elevado casi un octavo―. ¿Y por qué voy a sentirlo?
    ―Suponga que me tomo su rudeza como una ofensa y le digo al señor Webbard que me quiero marchar.
    ―Soy yo quien va a hablar con el señor Webbard ―dijo Earl, hablando entre dientes―. Lo haré hoy mismo y quizá le pida que se marche. ¡Esto es milagroso! ―se dijo a sí mismo amargamente―. Una sirviente espantapájaros irrumpiendo al amanecer.
    ―¡Espantapájaros! ―exclamó Jean, interrumpiéndole―. ¿Yo? En la Tierra soy considerada como una joven muy guapa. Puedo arreglármelas en situaciones como ésta, entre gente tan molesta, porque soy guapa.
    ―Esto es la estación Abercrombie ―dijo Earl con voz seca―. ¡Gracias a Dios!
    ―Usted mismo es bastante elegante ―dijo Jean, tanteando.

    El rostro de Earl enrojeció lleno de ira.

    ―¡Salga de aquí inmediatamente! ―gritó―. ¡Está despedida!
    ―¡Bah! ―exclamó Jean―. No se atreverá usted a despedirme.
    ―¿Que no me atreveré? ―preguntó Earl con un tono de voz peligroso―. ¿Y por qué no me voy a atrever?
    ―Porque yo soy mucho más astuta que usted.

    Earl emitió un sonido ronco que le salió de la garganta.

    ―¿Qué le hace pensar así?
    ―Sería usted muy bueno, Earl ―dijo Jean, echándose a reír―, si no fuera tan susceptible.
    ―Está bien, veremos eso primero. ¿Por qué soy tan susceptible?
    ―Le dije que tenía buen aspecto ―dijo Jean, encogiéndose de hombros―, y se me pone hecho una fiera ―y al mismo tiempo que decía esto hizo un gesto indefinible con la mano―. A eso le llamo yo susceptibilidad.

    Earl mostró una ceñuda sonrisa que a Jean le hizo pensar en Fotheringay. Earl podía ser muy difícil si se le presionaba demasiado. Pero, de todos modos, no sería tan difícil como..., bueno, como por ejemplo Ansel Clellan, o Fiorenzo, o Party MacClure, o Fotheringay e incluso como ella misma.

    Él la estaba mirando fijamente, como si la estuviera viendo por primera vez. Y eso era lo que ella pretendía.

    ―Bueno, ¿por qué cree ser más astuta que yo?
    ―¡Oh! No sé... ¿Es usted astuto?

    La mirada de él se dirigió hacia la puerta que daba a su estudio; su rostro se vio cruzado por una momentánea expresión de satisfacción.

    ―Sí, soy astuto.
    ―¿Sabe jugar al ajedrez?
    ―Claro que sé ―contestó él con un tono beligerante―. Soy uno de los mejores jugadores vivos de ajedrez.
    ―Le podría vencer con una sola mano ―dijo Jean, a pesar de que sólo había jugado en cuatro ocasiones en toda su vida.
    ―Quisiera que tuviera usted algo que yo deseara para apostar ―dijo él con lentitud―. Se lo quitaría con gran facilidad.
    ―Juguemos a las prendas ―dijo lean, lanzándole una mirada de soslayo.
    ―¡No!
    ―¡Vaya! ―exclamó Jean, echándose a reír, mientras le bailoteaban los ojos.
    ―Está bien ―accedió él al final.

    Jean recogió entonces su aspirador. Había conseguido mucho más de lo que esperaba. Miró por encima de su hombro, hacia la puerta y dijo:

    ―Pero no ahora. Tengo que trabajar. Si la señora Blaiskell me encuentra aquí ahora, me acusará de estar perdiendo el tiempo.

    Él refunfuñó algo por entre los labios apretados. Parecía un jabalí rubio enojado, pensó Jean. Pero dos millones de dólares eran dos millones de dólares. Y la cosa no se presentaba tan mal como si él hubiera sido gordo. La idea se le había ocurrido.

    ―Usted siga pensando en la prenda ―dijo Jean―. Yo tengo que trabajar.

    Abandonó la habitación, lanzándole una última mirada por encima del hombro, a la que intentó dar un aire de misterio.

    Los alojamientos de los sirvientes se encontraban en el cilindro principal que formaba la verdadera estación Abercrombie. Jean estaba tranquilamente sentada en una esquina del comedor, observando y escuchando, mientras los otros sirvientes tomaban su comida: pesadas bolas de chocolate con crema batida, pastas y helado. La conversación era animada e inquieta. Jean pensó en el mito de que las personas gruesas son lánguidas e indolentes.

    Desde un ángulo del ojo vio al señor Webbard entrar flotando en la habitación, con el rostro tenso y gris, lleno de ira.

    Bajó la cabeza hacia el plato de bolas de chocolate, observándole desde allí.

    Webbard la miró directamente a ella; tenía los labios apretados, y sus gruesas mejillas se estremecían. Por un momento, pareció como si se fuera a abalanzar sobre Jean, impulsado únicamente por la fuerza de su ira. Pero, de algún modo, consiguió contenerse. Miró por la habitación, hasta que descubrió a la señora Blaiskell. Con el simple impulso de uno de sus dedos, se dirigió hacia donde ella estaba sentada, sostenida por clips magnéticos adosados a su vestido.

    Se inclinó sobre ella y le murmuró algo al oído. Jean no pudo escuchar sus palabras, pero vio cómo cambiaba la expresión del rostro de la señora Blaiskell y cómo sus ojos iban de un lado a otro, buscando algo por la habitación.

    El señor Webbard, una vez finalizada su actuación dramática, pareció sentirse mejor. Se pegó con las palmas de las manos a lo largo de la amplia zona de sus pantalones de pana azul oscuro, se giró con un rápido movimiento de hombros y se dirigió hacia la puerta impulsándose ligeramente con un dedo del pie.

    Era maravillosa, pensó Jean, la majestuosidad, la masividad orbital del cuerpo de Webbard cruzando el aire. El rostro de luna llena, con sus pesados párpados, plácido; las mejillas sonrosadas, con los pómulos y la barbilla redondeados y tumescentes, brillantes y aceitosas, sin ninguna mancha, desfiguración o arruga; el hemisferio de su pecho, y después la bifurcación inferior, con los ricos pantalones de pana azul oscuro y toda aquella maravilla flotando rápidamente con la inexorable majestuosidad de un transporte de mineral...

    Jean se dio cuenta de que la señora Blaiskell se estaba dirigiendo hacia ella, haciendo misteriosas señales con sus gruesos dedos, desde la puerta.

    La señora Blaiskell la esperaba en el pequeño vestíbulo que ella llamaba su despacho. Su rostro aparecía encendido por las emociones.

    ―El señor Webbard me ha dado una información muy grave ―dijo, con un tono de voz que intentaba ser rígido.
    ―¿Sobre mí? ―preguntó Jean, con expresión alarmada.

    La señora Blaiskell hizo un gesto decidido de afirmación.

    ―El señor Earl se ha quejado de un comportamiento bastante extraño por su parte, durante esta mañana. A las siete de la mañana, o más pronto...
    ―Es posible que Earl haya tenido la audacia de... ―murmuró Jean, lo bastante alto como para que se oyeran sus palabras.
    ―El señor Earl ―corrigió remilgadamente la señora Blaiskell.
    ―¿Pero por qué, señora Blaiskell? ¡Si casi me costó la vida apartarme de él!
    ―No es precisamente eso lo que me ha dicho el señor Webbard ―dijo la señora Blaiskell, parpadeando―. Dijo que usted...
    ―¿Pero cree usted que eso parece razonable? ¿Le parece a usted algo posible, señora Blaiskell?
    ―Bueno..., no ―admitió la señora Blaiskell, llevándose una mano a la mejilla y golpeando sus dientes con una uña―. Desde luego, me parece algo extraño si se lo considera con mayor atención. ¿Pero cómo puede ser que...?
    ―Él me llamó a su habitación, y entonces... ―Jean nunca había sido capaz de gritar, pero en esta ocasión se las arregló llevándose las manos al rostro.
    ―Vamos ―dijo la señora Blaiskell―. De todos modos, no creí lo que me dijo el señor Webbard. ¿Hizo él..., hizo él...? ―se sintió incapaz de expresar la pregunta que quería hacer.
    ―No fue por no haberlo intentado ―dijo Jean, sacudiendo la cabeza.
    ―Eso es un escándalo ―murmuró la señora Blaiskell―, y creía que él ya había madurado lo bastante para no cometer esas insensateces.
    ―¿Insensateces?

    La pregunta fue hecha en un tono algo elevado que la convertía en algo fuera de lugar. La señora Blaiskell se sentía violenta y bajó los ojos.

    ―Earl ha pasado por varias fases, y no estoy segura de saber cuál ha sido la más problemática. Hace un año o dos..., dos años porque sucedió cuando Hugo estaba vivo aún y la familia estaba unida, bueno, vio tantas películas terrestres que empezó a admirar a las mujeres de la Tierra, y eso nos preocupó mucho a todos. Gracias al cielo, abandonó por completo esas tonterías, y a partir de entonces se hizo más tímido y consciente ―suspiró y siguió diciendo―: Si alguna de las bonitas muchachas de la estación pudiera llegar a quererle por él mismo, por su mente brillante... Pero no, todas son muy románticas y se sienten más atraídas por un abundante cuerpo redondo y por la carne exquisita, y el pobre y delgado Earl está seguro de que cuando alguna de ellas le sonríe, lo hace por su dinero, y yo también creo que es así ―observó a Jean especulativamente―. Se me acaba de ocurrir que Earl puede haber vuelto a su antigua..., bueno, extraña forma de comportarse. No quiero decir con eso que no sea usted una criatura amable y bienintencionada, porque lo es.

    «Bien, bien», pensó Jean, sintiéndose algo desalentada. Evidentemente, aquella mañana no había conseguido tanto como había creído. Pero en toda campaña siempre hay pequeños fracasos.

    ―En cualquier caso, el señor Webbard me ha pedido que le encargue otras tareas, con objeto de mantenerla alejada de la vista de Earl, porque evidentemente está empezando a sentir una gran antipatía hacia usted. Y después de lo ocurrido esta mañana, estoy segura de que usted no se opondrá.
    ―Desde luego que no ―contestó Jean con un aire ausente.

    Earl, ¡ese chico intolerable, pervertido y pícaro!

    ―Por hoy, se limitará a observar el Pleasaunce, servir las publicaciones periódicas y regar las plantas del atrio. Mañana..., bueno, mañana ya veremos.

    Jean asintió y se volvió dispuesta a marcharse.

    ―Una cosa más ―dijo la señora Blaiskell, con un tono de indecisión.

    Jean se volvió hacia ella. La señora Blaiskell parecía no poder encontrar las palabras adecuadas. Finalmente le salieron de un tirón, agolpadamente.

    ―Tenga un poco de cuidado consigo misma, sobre todo cuando se encuentre sola cerca del señor Earl. Ya sabe que está en la estación Abercrombie y que él es Earl Abercrombie, y la Alta Justicia, y además, algunas cosas muy extrañas que ocurren...
    ―¿Se refiere a la violencia física, señora Blaiskell? ―preguntó Jean en un murmullo inquieto.

    La señora Blaiskell se estremeció y se sonrojó.

    ―Sí, supongo que se le podría llamar así. Han salido a la luz algunos hechos muy desgraciados. Cosas desagradables, aunque no le tendría que estar diciendo nada de eso a usted, que sólo lleva un día con nosotros. Pero tenga cuidado. No quisiera tener su alma sobre mi conciencia.
    ―Tendré mucho cuidado ―dijo Jean con un tono de voz adecuadamente bajo.

    La señora Blaiskell asintió con la cabeza, indicando así que la entrevista había terminado.

    Jean regresó al comedor. Realmente, era muy amable por parte de la señora Blaiskell que se preocupara por ella. Era casi como si se sintiera orgullosa de ella. Jean expresó casi automáticamente una sonrisa de desprecio. Sabía que nunca agradaba a las mujeres porque sus maridos nunca estaban seguros cuando Jean se encontraba cerca. No es que Jean flirteara conscientemente con ellos ―al menos no siempre―, pero había algo en ella que interesaba a los hombres, incluso a los más viejos. A todos ellos les gustaba pensar en la idea de que Jean era apenas una niña, pero sus ojos recorrían su cuerpo del mismo modo en que lo podía hacer un joven.

    Sin embargo, aquí, en la estación Abercrombie, era diferente. De mala gana, Jean admitió que nadie sentía celos por su causa; nadie en toda la estación. En todo caso, sucedía al revés: era considerada como un objeto digno de conmiseración. Pero seguía siendo agradable que la señora Blaiskell la amparara bajo sus alas; eso proporcionaba a Jean una agradable sensación de calor. Quizá cuando consiguiera aquellos dos millones de dólares... y sus pensamientos se dirigieron hacia Earl. Aquella sensación cálida desapareció entonces de su mente.

    Earl, el presumido Earl, se sentía agitado porque ella había perturbado su descanso. ¡El erizado Earl creía que ella era complicada y achaparrada! Jean tomó impulso hacia la silla. Se sentó de un golpe, elevó su cuenco de bolas de chocolate y bebió el líquido por el canalón.

    ¡Earl! Se lo imaginó: el rostro malhumorado, el rizado pelo rubio, la boca demasiado madura, aquel cuerpo robusto que él trataba de engordar tan desesperadamente. Sobre la Tierra, o en cualquier otro planeta del universo humano, habría sido un juego de niños.

    ¡Pero aquello era la estación Abercrombie!

    Bebió el chocolate, considerando el problema. Parecían muy escasas las perspectivas de que Earl se enamorara de ella y pasara por una proposición legítima de matrimonio. ¿Podría atraerle a una posición en la que, para salvar la cara o su reputación, se viera obligado a casarse con ella? Probablemente no. En la estación Abercrombie, se dijo a sí misma, al casarse con ella representaría casi la última pérdida de dignidad. Sin embargo, aún quedaban caminos que tenían que ser explorados. Supuso, por ejemplo, que pudiera derrotar a Earl en el ajedrez, ¿podría entonces plantearle el matrimonio como condición? Difícilmente. Earl adoptaría una actitud demasiado astuta para no caer en la trampa. Era necesario hacerle sentir el deseo de casarse con ella, y eso representaba que tenía que aparecer deseable ante sus ojos, lo que, a su vez, exigía llevar a cabo toda una revisión de puntos de vista generales de Earl. Para empezar, tenía que llegar a sentir que su propia persona no era completamente repugnante (aunque lo fuera). La moral de Earl tenía que ser estructurada de nuevo, hasta el punto de que se sintiera superior a todas las demás personas que poblaban la estación Abercrombie, y de que se sintiera orgulloso de casarse con una mujer de su misma clase física.

    En el otro extremo quedaba aún una posibilidad: si el respeto de sí mismo de Earl se veía muy maltrecho y reducido; si él llegara a sentirse tan despreciable e impotente como para sentir vergüenza por el simple hecho de mostrar la cara fuera de su habitación, podría llegar a casarse con ella, al verla como el mejor partido a la vista. Y aún había otra posibilidad: la venganza. Si Earl se daba cuenta de que las chicas gruesas que le adulaban le estaban ridiculizando en realidad a espaldas suyas, podría casarse con ella por despecho y venganza hacia ellas.

    Una última posibilidad. Compulsión. Matrimonio o muerte. Jean consideró por un momento los diversos métodos: venenos y antídotos, enfermedades y curas, un arma dirigida directamente contra sus costillas.

    Jean arrojó enojadamente el cuenco vacío de chocolate al cubo de basura. Truco, atracción sexual, adulación, intimidación, venganza, temor..., ¿cuál era el método más adecuado? Todos ellos le parecían ridículos.

    Decidió que necesitaba más tiempo, más información. Quizá Earl poseyera un punto débil sobré el que ella pudiera trabajar. Si tuvieran intereses comunes, ella podría avanzar muchísimo más. El examinar más atentamente su estudio podría proporcionarle unas cuantas pistas.

    Sonó un timbre, apareció un número en un tablero de llamadas y una voz dijo:

    ―Pleasaunce.
    ―Es para usted, señorita ―dijo la señora Blaiskell apareciendo en aquel instante―. Vamos y pórtese con amabilidad. Pregúntele a la señora Clara qué es lo que quiere. Después puede dejar de trabajar hasta las tres.


    6


    Sin embargo, allí no estaba la señora Clara Abercrombie. El Pleasaunce estaba ocupado por veinte o treinta jóvenes, que hablaban y discutían con entusiasmo bastante mareante. Las chicas llevaban trajes de satén, terciopelo o gasa, muy apretados alrededor de sus redondos cuerpos sonrosados, con pequeños y espumosos plisados y brazaletes alrededor de los tobillos, mientras que los jóvenes llevaban unas afectadas ropas de color gris y azul oscuro, y beige suaves, con rayas a modo de adorno militar, de colores blanco y escarlata.



    Alineados a lo largo de la pared había como una docena de composiciones en miniatura. Encima, una cinta de papel mostraba las siguientes palabras: Pandora en el Elíseo. Libreto por A. Percy Stevanic, música por Callen O'Casey.

    Jean miró por la sala para ver quién la había llamado. Earl elevó un dedo en un ademán perentorio. Jean caminó sobre sus clips magnéticos hacia donde él se encontraba, flotando junto a una de las miniaturas. Él se volvió hacia una mancha de chocolate y crema batida, que colgaba como un tumor de uno de los lados de la pieza..., evidentemente, era un cuenco roto.

    ―Limpie esto ―dijo Earl con voz cortante.

    Jean pensó: «Por un lado desearía frotarlo y por el otro quiero actuar como si no me reconociera.» De todos modos, asintió dócilmente.

    ―Traeré un recipiente y una esponja.

    Cuando regresó, Earl se encontraba al otro lado de la sala, hablando muy seriamente con una joven cuyo cuerpo globular estaba embutido en un vestido de brillante terciopelo rosado. Llevaba capullos de rosa sobre cada oreja y jugaba con un pequeño y ridículo perro, mientras escuchaba a Earl con una actitud de semiafectado interés.

    Jean trabajó con toda la tranquilidad que pudo, observándole con miradas de soslayo. Hasta ella llegaron algunos retazos de la conversación.

    ―Los Lapwill han realizado un trabajo maravilloso con la edición, pero no creo que esté dando las mismas oportunidades a Myra.
    ―Si el espectáculo produce diez mil dólares, la señora Clara dice que pondrá otros diez mil para la formación de un fondo. ¡Piénsalo! ¡Un pequeño teatro todo nuestro! ―unos murmullos excitados, como si se tratara de una conspiración, recorrieron toda la sala―. Y en cuanto a la escena del agua, ¿por qué no hacer que el coro flote por el cielo, como si se tratara de lunas?

    Jean observó a Earl. Estaba pendiente ahora de las palabras de la joven gruesa, y habló con un patético intento de establecer una camaradería y una alegría íntimas. La muchacha asintió amablemente, y contrajo sus rasgos en una sonrisa. Jean se dio cuenta cómo sus ojos seguían a un joven cuyo físico se desbordaba fuera de sus pantalones color plomo. Earl también se dio cuenta de la falta de atención de la joven. Jean le vio titubear momentáneamente, esforzándose después mucho más con sus bromas. La muchacha gruesa apretó los labios, dejó caer al ridículo perro sobre sus patas y miró riendo hacia donde se encontraba el joven del pantalón plomizo.

    Una idea repentina hizo que Jean acelerara su trabajo. Sin duda alguna, Earl estaría ocupado allí hasta la hora de comer..., faltaban un par de horas. Y la señora Blaiskell le había relevado del trabajo hasta las tres.

    Abandonó la sala, guardó los instrumentos de limpieza, y avanzó por el pasillo, dirigiéndose hacia las habitaciones privadas de Earl. Se detuvo un instante ante la suite de la señora Clara y se puso a escuchar junto a la puerta. ¡Ronquidos!

    Otros veinte metros hasta las habitaciones de Earl. Miró rápidamente arriba y abajo del pasillo, abrió la puerta y se deslizó cautelosamente en el interior.

    La habitación estaba en silencio y Jean echó un rápido vistazo. El lavabo, la sala de estar a un lado, el cuarto de baño, bañado por la luz del sol, al otro lado. Atravesando la habitación, se llegaba a la elevada puerta gris que daba paso al estudio. Sobre la puerta había un cartel, colocado al parecer hacía poco tiempo:

    PRIVADO PELIGRO NO ENTRAR

    Jean se detuvo un instante a considerar lo que debía hacer. ¿De qué clase de peligro se trataría? Earl podría haber colocado instrumentos guardianes sobre su cámara privada.

    Examinó el botón con el que se abría la puerta. Estaba cubierto por una protección que podía o no controlar un circuito de alarma. Apretó la hebilla de su cinturón contra el obturador, de modo que apartó la protección a un lado y apretó el botón con la uña, con cautela. Conocía la existencia de botones que disparaban agujas hipodérmicas cuando se les apretaba.

    Pero no se produjo ningún ruido de maquinaria. La puerta continuó en su sitio.

    Jean resopló con impaciencia entre los dientes. No había agujero para ninguna llave, ni botones con los que se pudiera hacer alguna clase de combinación. La señora Blaiskell no había tenido ningún problema. Jean trató de reconstruir sus movimientos. Se movió hacia un lado y colocó la cabeza desde donde pudiera ver el reflejo de la luz procedente de la pared. Percibió entonces una mancha en el brillo. Miró más de cerca y un indicador señaló la presencia de una célula fotoeléctrica.

    Ella puso el dedo sobre la célula y apretó el botón lateral. La puerta se abrió. A pesar de que ya había sido advertida, Jean retrocedió ante la horrible figura negra que se adelantó hacia ella como si tratara de agarrarla.

    Esperó. Al cabo de un instante, la puerta volvió a situarse en su lugar.

    Jean regresó al pasillo exterior y se colocó en un lugar desde donde podía observar las habitaciones de la señora Clara y ver si alguna sombra sospechosa se acercaba por el pasillo. Earl podría no haberse contentado con la protección de una cerradura eléctrica secreta.

    Transcurrieron cinco minutos. La sirvienta personal de la señora Clara pasó por allí; era una china pequeña y redonda, con dos ojos como dos brasas diminutas y negras. Pero no vino nadie más.

    Jean tomó impulso, dirigiéndose de nuevo hacia las habitaciones de Earl y cruzó el dormitorio hacia el estudio. Volvió a leer el cartel:

    PRIVADO PELIGRO NO ENTRAR

    Dudó un momento.

    ―Tengo dieciséis años ―se dijo―. y ya voy para diecisiete. Soy demasiado joven para morir. Y esa extraña criatura ha amueblado su estudio con malos trucos ―se encogió de hombros ante la idea―. ¿Qué persona no lo haría por dinero?

    Abrió la puerta y se deslizó hacia el interior.

    La puerta se cerró detrás de ella. Se apartó rápidamente, saliendo de debajo de la figura en forma de demonio, y se volvió para examinar el estudio reservado a Earl. Miró a derecha, a izquierda, arriba y abajo.

    ―Aquí hay muchas cosas que ver ―murmuró―. Espero que Earl no aparte sus ojos aborregados de esa chica gruesa, o decida de pronto que quiere recoger determinado recorte de periódico...

    Dio potencia a sus clips magnéticos y se preguntó por dónde podía empezar. La habitación se parecía más a un almacén o a un museo que a un estudio, y daba la impresión de estar arreglada con mucha confusión, con todo clasificado y colocado en su lugar por una mente extraordinariamente delicada.

    En cierto sentido, era una habitación bonita, llena de una atmósfera de erudición, con sus tonalidades de madera oscura. La pared más alejada brillaba con un color rico, un rosetón de la antigua catedral de Chartres, refulgente bajo el resplandor de la luz del sol que llegaba en el espacio libre.

    ―Es demasiado malo que Earl esté rodeado de paredes exteriores ―se dijo Jean―. Una colección de ventanas de cristal policromado ocuparía una buena parte del espacio destinado a las paredes, pero una sola difícilmente puede ser considerada como una colección. Quizá haya otra habitación... ―pues el estudio, aunque era grande, sólo ocupaba, al parecer, la mitad del espacio que permitían las dimensiones de la suite de Earl―. Pero, por el momento, tengo aquí bastantes cosas que mirar.

    Las paredes estaban recubiertas de estanterías, vitrinas, archivos y armarios de nogal, cuero y cristal. En el suelo había representaciones de cristal. A su izquierda se encontraba una batería de peceras. En la primera de ellas había anguilas, cientos de anguilas: anguilas terrestres y anguilas de otros mundos. Abrió un cajón. Monedas chinas colgadas de ganchos, cada una de ellas documentada con una escritura apretada e infantil.

    Dio una vuelta por la habitación, maravillándose ante la profusión de tantas cosas.

    Había cristales de roca procedente de cuarenta y dos planetas diferentes, aunque a los ojos inexpertos de Jean todos le parecieron iguales.

    Había rollos de papiro, códices mayas, pergaminos medievales iluminados con dorados y púrpura tiriana, runas de Ogham sobre piel de oveja, cilindros de arcilla con inscripciones cuneiformes.

    Intrincadas tallas de madera, con bonitas cadenas entrelazadas, rectángulos dentro de rectángulos, divertidas esferas que se entrecruzaban y siete templos brahmánicos tallados.

    Centímetros cúbicos conteniendo ejemplares de todos los elementos conocidos. Miles de sellos de correos, montados sobre hojas, colgados de un gabinete circular.

    Había volúmenes autobiográficos de criminales famosos, junto con sus fotografías y las medidas Bertillon y Pevetsky. Desde una esquina le llegaron los ricos aromas de perfumes. Miles de pequeños frascos, minuciosamente descritos y codificados, junto con el índice y la correspondiente explicación del código, y todos ellos también procedían de una multitud de mundos diferentes. Había ejemplares de hongos originarios de todo el universo, y estanterías que contenían discos en miniatura, de poco más de dos centímetros de diámetro, microformados a partir de los ejemplares originales.

    Encontró fotografías de Earl pertenecientes a su vida de todos los días, junto con datos sobre su peso, altura y circunferencia, todo ello escrito con una apretada escritura, y cada fotografía tenía una estrella de color, un cuadrado también de color y un disco rojo o azul. Para entonces, Jean ya conocía los gustos de la personalidad de Earl. Tendría que haber, además, algún índice y explicación al respecto. Lo encontró, cerca de la máquina con la que tomaba las fotografías. Los discos se referían a las funciones físicas, las estrellas, gracias a un complicado sistema que no pudo comprender del todo, reflejaban los estados morales de Earl, su estructura mental. Los cuadrados de color reflejaban datos sobre su vida amorosa. La boca de Jean se contrajo en una mueca irónica. Fue de un lado a otro, sin objetivo alguno, haciendo girar los globos fisiográficos de cien planetas y examinando cartas y mapas.

    Los aspectos más vulgares de la personalidad de Earl estaban representados en una colección de fotografías pornográficas, y cerca había un caballete y un lienzo donde Earl estaba componiendo una imagen impúdica de sí mismo. Jean hizo un gesto remilgado con la boca. La perspectiva de casarse con Earl se estaba haciendo cada vez mucho menos encantadora.

    Encontró una alcoba llena de pequeños tableros de ajedrez, cada uno de ellos con un juego en posición. Cada tablero tenía una tarjeta numerada y una indicación de los movimientos. Jean cogió el inevitable libro de índices y echó un vistazo. Earl jugaba partidas por correo con contrincantes situados en casi todas las partes del universo. Encontró también su archivo de partidas perdidas y ganadas. Era un jugador que ganaba, pero no de una forma especialmente marcada. Un hombre, un tal William Angelo, de Toronto, le ganaba continuamente. Jean se aprendió la dirección de memoria, pensando que si Earl decidió aceptar su desafío de jugar al ajedrez, ahora sabría cómo ganarle. Enredaría a Angelo en un juego y le enviaría los movimientos de Earl, como si se tratara de su propio juego, realizando después los movimientos de Angelo. Sería algo lento y tedioso, pero casi a prueba de errores.

    Continuó rondando por el estudio. Conchas marinas, mariposas, libélulas, trilobites fósiles, ópalos, instrumentos de tortura, cabezas humanas encogidas. Si la colección representaba realmente conocimientos, pensó Jean, se habría necesitado el tiempo y la habilidad de cuatro genios terrestres. Pero toda aquella acumulación de cosas era esencialmente estúpida y mecánica, sin mayor significado que la colección de banderines de colegios, insignias o cajas de cerillas de un muchacho, sólo que a gran escala.

    Una de las paredes se abría hacia una especie de nicho desde el que se podía mantener comunicación con el espacio exterior por medio de una escotilla intermedia. La habitación estaba repleta de cajas, bultos, paquetes sin abrir; se trataba, al parecer, de material que aún tenía que ser clasificado por Earl. En la esquina se encontraba otra criatura grotesca y monumental, colgada, como si estuviera dispuesta a abalanzarse sobre ella, y Jean sintió una extraña duda sobre si proseguir o no su búsqueda. Aquella figura tenía casi dos metros y medio de altura. Llevaba la piel velluda de un oso y se parecía vagamente a un gorila, aunque el rostro era alargado y puntiagudo, saliéndole desde debajo del pelo, como un perro de lanas francés.

    Jean pensó en la observación de Fotheringay, quien había dicho, que Earl era un «zoólogo eminente». Echó un vistazo por la habitación. Los animales allí almacenados, los tanques de anguilas, los peces terrestres tropicales y los culebreantes maniacanos, eran los únicos ejemplares zoológicos que había a la vista. No era suficiente como para considerar a Earl como un zoólogo. Desde luego había un anexo a la habitación... Escuchó entonces un sonido. Un click que se produjo en la puerta exterior.

    Jean se metió precipitadamente detrás del animal disecado, sintiendo cómo el corazón se le subía a la garganta. Llena de exasperación, se dijo a sí misma: «Es sólo un chico de dieciocho años. Si no me puedo enfrentar con él, contradecirle, superarle en el pensamiento y en la lucha y, en general, situarme por encima de él, entonces será el momento de ponerme a hacer labor de ganchillo durante el resto de mi vida.» A pesar de todo, permaneció escondida.

    Earl apareció tranquilamente en la puerta. Poco después, la puerta se cerró detrás de él. Tenía el rostro encendido y húmedo, como si acabara de recuperarse de un ataque de ira, o de una situación violenta. Sus ojos, de un azul porcelana, se dirigieron hacia el techo, sin ver, y poco a poco fueron enfocando la imagen.

    Frunció el ceño, miró sospechosamente a derecha e izquierda, resopló. Jean se encogió aún más detrás de la peluda piel. ¿Acaso podría olerla?

    Él levantó las piernas, pegó con ellas contra la pared, tomando impulso, y se dirigió directamente hacia ella. Escondida tras aquella criatura le vio acercarse, grande, más grande, cada vez más grande con los brazos en los costados y la cabeza levantada como un atleta. Chocó contra el pecho peludo, puso los pies en el suelo y se quedó allí, apenas a un par de metros de distancia.

    Estaba murmurando algo por lo bajo. Le escuchó decir:

    ―¡Condenable insulto! ¡Si ella supiera! ¡Ja! ―y lanzó una carcajada llena de sarcasmo―. ¡Ja!

    Jean se relajó con un suspiro casi audible. Earl no la había visto y no sospechaba su presencia allí.

    Él se puso a silbar sin propósito alguno, con indecisión. Finalmente, se dirigió hacia la pared y metió la mano por detrás de un calado ornamental. Un panel se hizo a un lado y, a través de la abertura, una brillante riada de luz solar penetró en el estudio.

    Earl estaba silbando una cadencia sin tonada. Entró después en la habitación, pero no cerró la puerta. Jean se asomó cautelosamente desde su escondite, miró y recorrió la habitación con los ojos. Lanzó un débil grito sofocado.

    Earl se encontraba a dos metros de distancia, leyendo algo en una lista. Levantó la mirada de repente, y Jean sintió el encuentro de sus ojos.

    Él no se movió. ¿La había visto?

    Por un momento, Earl no hizo ningún ruido, ningún movimiento. Después se dirigió a la puerta, se quedó mirando el estudio y permaneció así durante diez o quince minutos. Desde detrás de aquella cosa que parecía un gorila, Jean le vio mover los labios, como si estuviera calculando algo en silencio.

    Ella apretó los labios pensando en la habitación interior.

    Él se dirigió hacia la alcoba donde se encontraban las cajas y paquetes sin abrir. Cogió varios y los hizo flotar hacia la puerta abierta, apareciendo bajo la luz del sol. Apartó a un lado algunos otros paquetes, encontró lo que andaba buscando y envió otro paquete en pos del resto.

    Después se impulsó de nuevo hacia la puerta, donde se quedó, repentinamente tenso, con la nariz dilatada, los ojos penetrantes, agudos. Olió el aire. Sus ojos se dirigieron hacia el monstruo disecado. Se aproximó a él con lentitud, con los brazos colgándole fláccidamente de los hombros.

    Miró detrás, expelió el aire de sus pulmones con un largo ruido sibilante y gruñó. Desde la pieza contigua, Jean pensó: «Me puede oler o es telepatía.»

    Mientras Earl estaba buscando entre las cajas y paquetes, ella se había escondido en la habitación, debajo de un amplio diván. Pegada al suelo, sobre su estómago, observó cómo Earl inspeccionaba al animal disecado y se le puso la carne de gallina. «Me huele, me nota, me siente.»

    Earl se quedó en la puerta, mirando el estudio arriba y abajo. Después, muy cuidadosa y lentamente, cerró la puerta y echó un cerrojo, volviéndose a continuación hacia la habitación interior.

    Durante cinco minutos, estuvo ocupado con sus paquetes, abriéndolos, ordenando su contenido, que parecía estar compuesto por botellas y polvos blancos que fue dejando en estanterías.

    Jean se elevó un poco del suelo, pegándose contra la parte inferior del diván, y se movió hasta colocarse en una posición desde la que podía ver sin ser vista. Ahora comprendió por qué Fotheringay había dicho que Earl era un «zoólogo eminente».

    Pero había otra palabra que se adaptaría mucho mejor a él, una palabra poco familiar, que Jean no pudo extraer inmediatamente de su memoria. Su vocabulario no era más amplio que el de cualquier muchacha de su edad, pero aquella palabra le había causado impresión alguna vez.

    Teratología. Esa era la palabra. Earl era un teratólogo.

    Al igual que los objetos de sus otras colecciones, los monstruos sólo eran criaturas casi inevitablemente destinadas a formar parte de una colección fortuita. Eran colocadas en vitrinas de cristal. Los paneles del fondo reflejaban la luz del sol y, en un cero absoluto, las cosas podrían ser conservadas indefinidamente con taxidermia o embalsamamiento.

    Formaban un grupo abigarrado, aunque monstruoso. Había verdaderos monstruos humanos, macro y microcefálicos, hermafroditas, criaturas con múltiples extremidades y otras sin ninguna; criaturas a las que les brotaban tejidos como capullos en una celdilla de levadura, hombres-argolla retorcidos, cosas sin rostro, cosas verdes, azules y grises.

    Y, además, había otros ejemplares igualmente horribles, pero posiblemente normales en su propio ambiente: la miscelánea de planetas en los que existían cientos de formas de vida.

    Para los ojos de Jean, lo más grotesco era un hombre grueso, situado en un lugar preeminente. Posiblemente, se había ganado aquella conspicua posición por méritos propios. Era corpulento, hasta un grado que Jean nunca había considerado posible. A su lado, Webbard podía ser considerado como alguien activo y atlético. Si aquella criatura fuera llevada a la Tierra, se hundiría como una medusa. Pero aquí, en Abercrombie, flotaba libremente, latiendo todo él como el cuello de una rana que estuviera cantando. Jean miró su rostro... ¡y volvió a mirar! Tenía apretados rizos rubios en la cabeza.

    Earl bostezó y se desperezó. Empezó entonces a quitarse la ropa. No tardó en estar completamente desnudo en el centro de la habitación. Miró lentamente, soñoliento, a lo largo de las hileras de su colección.

    Tomó una decisión y se movió lánguidamente hacia uno de los cubículos. Apretó un botón.

    Jean escuchó un débil zumbido musical, un silbido, y sintió un pesado olor a ozono. Transcurrió un momento. Escuchó un susurro de aire. Se abrió la puerta interior de un cubículo de cristal. La criatura que estaba en su interior se movió febrilmente y penetró en la habitación...

    Jean apretó los labios todo lo que pudo; al cabo de un instante, apartó la mirada.

    ¿Casarse con Earl? Hizo una mueca. «No, señor Fotheringay. Cásate tú con él si quieres; eres tan capaz de hacerlo como yo. ¿Dos millones de dólares?» Su cuerpo tembló. Cinco millones sería mejor.

    Por cinco millones quizá se casara con él. Pero sólo llegaría hasta ahí. Ella misma se pondría el anillo y no habría ningún beso a la novia. Ella era Jean Parlier y ningún santo de yeso. Pero lo que estaba bien, estaba bien, y aquello ya era demasiado.


    7


    Earl terminó por abandonar la habitación. Jean se quedó quieta, escuchando. No percibió ningún ruido procedente del exterior. Tenía que tener mucho cuidado. Seguramente, Earl la mataría si la encontraba allí. Esperó cinco minutos. Siguió sin escuchar ningún ruido, sin percibir ningún movimiento. Muy cautelosamente, fue saliendo desde debajo del diván.



    La luz del sol dio en su piel, produciéndole un calor agradable que ella apenas sintió. Su piel parecía petrificada; el aire parecía infectado y ensuciaba su garganta, sus pulmones. Deseaba tomar un baño cuanto antes. Con cinco millones de dólares podría tomar muchos baños. ¿Dónde estaba el índice? En alguna parte tendría que haber un índice. Tenía que haber un índice. Sí. Lo encontró y consultó con rapidez la entrada adecuada. Lo que leyó le dio mucha más materia en que pensar.

    Así pues, había un índice en el que se describía el mecanismo revitalizador. Le echó un rápido vistazo, comprendiendo poco. Sabía que aquellas cosas existían. Tremendos campos magnéticos corrían por el protoplasma, uniendo y atando con fuerza cada átomo individual, y cuando el objeto se mantenía en el cero absoluto, el gasto de energía era prácticamente nulo. Se ponía en marcha el campo magnético, las partículas volvían a ponerse rápidamente en movimiento con una vibración penetrante, y la criatura recuperaba la vida.

    Volvió a colocar el índice en su lugar y tomando impulso se dirigió hacia la puerta.

    No escuchó ningún ruido procedente del exterior. Earl podría estar escribiendo o codificando los acontecimientos del día en su fonograma. Y si era así, ¿qué? Ella no estaba totalmente desamparada. Abrió la puerta y la cruzó atrevidamente.

    ¡El estudio estaba vacío!

    Se dirigió hacia la puerta exterior y escuchó. A sus oídos llegó un débil sonido de agua corriendo. Earl estaba en la ducha. Este sería un buen momento para marcharse de allí.

    Apretó el deslizador de la puerta y ésta se abrió. Ella entró en el dormitorio de Earl y lo atravesó, dirigiéndose hacia la puerta que daba al exterior.

    En aquel instante, Earl salió del cuarto de baño, con el robusto torso limpio y húmedo de agua.

    Se quedó quieto como una estatua y después, con rapidez, se pasó una toalla por la parte central de su cuerpo. Su rostro adquirió de pronto una tonalidad roja.

    ―¿Qué está haciendo aquí?
    ―He venido a comprobar su ropa blanca ―dijo Jean con suavidad―, para ver si necesitaba toallas.

    Él no dijo nada, pero se quedó allí, observándola.

    ―¿Dónde ha estado durante esta última hora? ―preguntó entonces con dureza.
    ―Por ahí. ¿Me estaba buscando? ―preguntó Jean.
    ―Estoy mentalmente preparado para... ―dijo él, dando un paso hacia adelante.
    ―¿Para qué? ―preguntó Jean mientras, a su espalda, manoseaba el deslizador de la puerta.
    ―Para...

    La puerta se abrió.

    ―Espere ―dijo Earl, dirigiéndose hacia ella.

    Jean se deslizó hacia el pasillo, escapando por poco de las manos de Earl, que trataron de alcanzarla.

    ―Vuelva ―dijo Earl, siguiéndola.

    En aquel instante, desde detrás de ellos, la señora Blaiskell dijo con un horrorizado tono de voz:

    ―¡Nunca lo habría imaginado! ¡Señor Earl!

    Había aparecido saliendo de la habitación de la señora Clara. Earl regresó a su habitación, lanzando imprecaciones por lo bajo. Jean se volvió a mirarle.

    ―La próxima vez que me vea ―le dijo― deseará haber jugado al ajedrez conmigo.
    ―¡Jean! ―casi ladró la señora Blaiskell.
    ―¿Qué quiere decir? ―preguntó Earl con voz dura.

    Jean no tenía ni la menor idea de lo que había querido decir. Su mente actuó con rapidez. Era mejor mantener sus ideas para ella misma.

    ―Se lo diré mañana por la mañana ―y riendo maliciosamente, añadió―: A las seis o seis y media.
    ―¡Señorita Jean! ―gritó la señora Blaiskell con un enojado tono de voz―. ¡Apártese de esa puerta inmediatamente!

    Jean se tranquilizó un poco en el comedor de los sirvientes, mientras tomaba una taza de té caliente.

    Webbard apareció, grueso, pomposo y nervioso como un erizo. Miró a Jean y su voz sonó como un agudo tono de oboe.

    ―¡Señorita! ¡Señorita!

    Jean conocía un truco que sabía era muy efectivo; adelantando su firme y joven barbilla y mirándole de soslayo dijo, con un tono de voz metálico:

    ―¿Me está buscando a mí?
    ―Sí, claro que sí ―contestó Webbard―. ¿Dónde diablos...?
    ―Bueno, le he estado buscando. ¿Quiere escuchar lo que le tengo que decir en privado o no?
    ―Su tono de voz es insolente, señorita ―dijo Webbard, parpadeando―. Por favor...
    ―Está bien ―dijo Jean―. Será aquí, entonces. Lo primero de todo es que me despido. Regreso a la Tierra. Voy a ver...

    Webbard levantó la mano lleno de alarma y mirando todo el comedor. En las mesas, las conversaciones se habían detenido. Una docena de ojos curiosos les estaban observando.

    ―Me entrevistaré con usted en mi despacho ―dijo Webbard.

    La puerta se cerró detrás de ella. Webbard situó su rotundidad sobre una silla; unas tiras magnéticas acopladas a sus pantalones le mantuvieron en su sitio.

    ―Y ahora, ¿qué es todo eso? Quisiera hacerle saber que se me han presentado graves quejas contra usted.
    ―Olvídese de todo eso, Webbard, y hable con buen sentido ―dijo Jean con disgusto.

    Webbard quedó anonadado por un instante.

    ―¡Es usted una descarada insolente!
    ―Mire, ¿quiere que le diga a Earl cómo conseguí este trabajo?

    El rostro de Webbard se estremeció. Su boca se abrió, y sus ojos parpadearon cuatro o cinco veces, con rapidez.

    ―No se atrevería usted a...
    ―Olvídese de la rutina del jefe y el esclavo ―dijo Jean, ya más pacientemente―. Considere esto como una conversación de hombre a hombre.
    ―¿Qué es lo que quiere?
    ―Quiero hacerle unas cuantas preguntas.
    ―¿Y bien?
    ―Cuénteme algo del viejo señor Abercrombie, el esposo de la señora Clara.
    ―No hay nada que contar. El señor Justus fue un caballero muy distinguido.
    ―¿Cuántos hijos tuvieron él y la señora Clara?
    ―Siete.
    ―¿Y es el mayor el que hereda la estación?
    ―El mayor, siempre el mayor. El señor Justus creía en las ventajas de mantener una organización firme. Desde luego, a los otros hijos se les garantizaba una pensión aquí, en la estación, siempre que desearan quedarse.
    ―Y Hugo era el mayor. ¿Cuánto tiempo pasó entre su muerte y la del señor Justus?
    ―Todo esto no es más que una insensatez sin sentido ―dijo Webbard con voz profunda, encontrando muy desagradable aquella conversación.
    ―¿Cuánto tiempo?
    ―Dos años.
    ―¿Y qué le ocurrió?
    ―Tuvo un ataque ―contestó Webbard con brusquedad―. Un ataque de corazón. Y ahora, ¿qué es lo que me ha dicho antes sobre su despedida del trabajo?
    ―¿Cuánto tiempo hace de eso?
    ―¡Ah! Dos años.
    ―¿Y después lo heredó todo Earl?
    ―Desgraciadamente ―contestó Webbard, frunciendo los labios―. El señor Lionel se encontraba fuera de la estación, y el señor Earl se convirtió en el patrón legal.
    ―Un momento bastante adecuado, desde el punto de vista de Earl.

    Webbard lanzó un bufido, abombando sus mejillas.

    ―Y ahora, joven, ya está bien con esto. Si...
    ―Señor Webbard, vamos a ver si llegamos a un entendimiento de una vez y para siempre. O contesta todas mis preguntas y termina de una vez con tanta fanfarronada, o iré a preguntarle a alguna otra persona. Y cuando haya terminado, seguramente alguien le vendrá a hacer muchas preguntas a usted.
    ―¡Insolente y pequeña tonta! ―gruñó Webbard.

    Jean se volvió hacia la puerta. Webbard gruñó de nuevo y se abalanzó hacia adelante. Jean hizo girar su brazo; procedente de alguna parte, apareció en la mano de Jean una hoja de tembloroso cristal.

    Webbard se estremeció lleno de alarma, tratando de detener su impulso en el aire. Jean levantó un pie y dándole en pleno vientre lo arrojó de vuelta hacia la silla.

    ―Quiero ver una fotografía de toda la familia... ―dijo después.
    ―No tengo ninguna fotografía así.
    ―Puedo ir a cualquier biblioteca pública y marcar el servicio de quién es quién ―dijo Jean, encogiéndose de hombros.

    Le miró con frialdad, guardándose la hoja. Webbard estaba hundido en la silla. Quizá se pensaba que era una maníaca homicida. Bueno, ella ni era maníaca, ni homicida, a menos que se viera obligada a ello. Con gran sencillez, preguntó:

    ―¿Es cierto que Earl tiene mil millones de dólares?
    ―¿Mil millones de dólares? ―bufó Webbard―. ¡Eso es ridículo! Las únicas propiedades de la familia son éstas, la estación, y sólo viven de los ingresos que obtienen con ella. Con cien millones de dólares se podría construir otra estación el doble de grande y con mucho más lujo.
    ―Entonces ―preguntó, asombrada―, ¿de dónde sacó esa cifra Fotheringay?
    ―No lo sé ―respondió Webbard.
    ―¿Dónde está Lionel ahora? ―Webbard apretó los labios desesperadamente.
    ―Está... descansando en alguna parte de la Riviera.
    ―Vaya, ¿y dice que no tiene ninguna fotografía?
    ―Creo que hay una pequeña foto de Lionel ―dijo Webbard, pasándose una mano por la barbilla―. Veamos... Sí, un momento ―revolvió algunas cosas en los cajones de su mesa de despacho, y finalmente encontró lo que buscaba―. Este es el señor Lionel.

    Jean examinó la fotografía con interés.

    ―Bien, bien ―el rostro de la fotografía y el del hombre grueso que se encontraba entre la colección zoológica de Earl eran el mismo―. Bien, bien ―levantó la mirada penetrante y preguntó―: ¿Y cuál es su dirección?
    ―Estoy seguro de no conocerla ―contestó Webbard, recuperando algo su ultrajada dignidad.
    ―Deje de arrastrar los pies, Webbard y dígame la verdad.
    ―¡Oh! Bueno... en la villa Passe-temps, en Juan-les-Pins.
    ―Me lo creeré cuando vea su archivo de direcciones. ¿Dónde está?

    Webbard empezó entonces a respirar con rapidez.

    ―Mire, joven, en todo esto hay involucradas muchas cosas.
    ―¿Como cuáles?
    ―Bueno ―el tono de voz de Webbard descendió, mirando sospechosamente hacia las paredes de la estación―. Todo el mundo, aquí en la estación, sabe que el señor Earl y el señor Lionel no..., bueno, no se llevan muy bien. Y corre el rumor, aunque sólo se trata de un rumor, claro, de que el señor Earl ha contratado a un famoso criminal para asesinar al señor Lionel.

    «Ese podría ser Fotheringay», conjeturó Jean.

    ―Así es que, como ve―siguió diciendo Webbard―, es necesario que yo actúe con la máxima discreción...
    ―Veamos ese fichero ―dijo Jean, riéndose.

    Finalmente, Webbard indicó un fichero de tarjetas.

    ― Usted sabe dónde está. Sáquela ―dijo Jean.

    Con un gesto sombrío, Webbard estuvo buscando entre las tarjetas hasta que sacó una.

    ― Aquí está.

    La dirección era: Hotel Atlantide, apartamento 3001, Colonia Francesa, Metrópolis, Tierra.

    Jean memorizó la dirección y después quedó un momento indecisa, tratando de pensar en más preguntas. Webbard sonrió lentamente. Jean le ignoró y se quedó tamborileando con sus dedos sobre la mesa. En momentos como aquél sentía la inconveniencia de su juventud. Cuando llegaba el momento de entrar en acción, de luchar, reír, espiar, jugar, hacer el amor, se sentía completamente segura. Pero la elección de posibilidades y el decidir cuáles eran probables y cuáles irracionales era algo que le hacía sentirse menos segura de sí misma. Como en aquellos momentos. El viejo Webbard, aquella gruesa bola, se había calmado y estaba recreándose contemplándola. Bueno, que disfrutara por el momento. Tenía que ir a la Tierra. Tenía que ver a Lionel Abercrombie. Probablemente, Fotheringay había sido contratado para matarle, aunque también podía ser que no fuera así. Es posible que Fotheringay supiera dónde encontrarle, aunque quizá no lo sabía, tampoco. Webbard conocía a Fotheringay; probablemente había servido como intermediario de Earl. También podía ser que Webbard estuviera realizando algunos intrincados movimientos propios. Estaba claro que, ahora, los intereses de Jean se hallaban unidos a los de Lionel, antes que a los de Fotheringay, puesto que casarse con Earl era algo claramente imposible. Lionel debía permanecer con vida. Si eso significaba engañar a Fotheringay, lo sentía por él. Le podría haber dado mucha más información sobre la «colección zoológica» de Earl, antes de enviarla a casarse con él. Desde luego, se dijo a sí misma, Fotheringay no tenía medio alguno de conocer el uso peculiar que Earl hacía de sus ejemplares zoológicos.

    ― ¿Y bien? ― preguntó Webbard con una mueca desagradable.
    ― ¿Cuándo parte la próxima nave con dirección a la Tierra?
    ―La de suministros parte esta misma noche.
    ―Estupendo. Si puedo convencer al piloto, me marcharé. Me puede pagar ahora mismo.
    ―¿Pagarle? Pero si sólo ha trabajado un día. Debe usted dinero a la estación por el transporte, el uniforme, las comidas...
    ―¡Oh! No se preocupe por eso.

    Jean se volvió, tomó impulso hacia el pasillo, se dirigió a su habitación y empaquetó sus pertenencias. En aquel momento, la señora Blaiskell asomó la cabeza por la puerta.

    ―¡Oh! Está aquí... ―resopló―. El señor Earl ha estado preguntando por usted. Quiere verla inmediatamente ―era evidente que ella desaprobaba aquello.
    ―Claro ―dijo Jean―. Voy en seguida.

    La señora Blaiskell se marchó. Después, Jean se dirigió por el pasillo hacia el muelle de carga. El piloto de la nave estaba supervisando la carga de algunos recipientes vacíos de metal. Cuando vio a Jean la expresión de su rostro cambió.

    ―¿Usted otra vez?
    ―Me voy a la Tierra con usted. Tenía razón. No me gusta estar aquí.
    ―En esta ocasión irás con la carga ―dijo el piloto asintiendo―. De ese modo, ninguno de los dos sufrirá ningún daño. No podría prometer nada si estuvieras delante, conmigo.
    ―De acuerdo ―dijo Jean―. Voy a subir a bordo.

    Cuando Jean llegó al Hotel Atlantide de Metrópolis, llevaba puesto un vestido negro y unas zapatillas igualmente negras. Pensaba que, vestida así, parecía más vieja y sofisticada. Cruzando el vestíbulo, dirigió una cautelosa mirada hacia el detective del hotel. A veces, se mostraban desagradablemente sospechosos cuando veían a muchachas jóvenes no acompañadas. Era mucho mejor evitar a la policía, mantenerla a distancia. Si descubrían que ella no tenía ni padre ni madre, ni tutor alguno, sus mentes solían dirigirse hacia alguna institución gubernamental, dedicada al cuidado de menores. En algunas ocasiones se había visto obligada a tomar medidas bastante drásticas para asegurar su independencia.

    Pero el detective del Hotel Atlantide no prestó la menor atención a aquella joven vestida de negro que atravesó tranquilamente el vestíbulo, si es que la vio. El ascensorista observó que ella parecía sentirse algo inquieta, como si sintiera un gran entusiasmo o estuviera nerviosa. El portero del trigésimo piso notó que estaba buscando el número de un apartamento y la calificó mentalmente como una persona que no estaba familiarizada con el hotel. Una camarera la observó apretar el timbre del apartamento 3001, vio cómo se abría la puerta, cómo la joven retrocedía un poco, en una actitud que parecía de sorpresa, y cómo finalmente entraba lentamente en el apartamento. A la camarera le pareció extraña aquella actitud y especuló tranquilamente durante un instante. Se dirigió a cambiar y revisar las reservas de espuma de los lavabos y se olvidó del incidente.

    El apartamento era espacioso, elegante y caro. Las ventanas daban a los Jardines Centrales y a la Sala Morison de Equidad, situada detrás. Los muebles eran obra de un decorador profesional, armoniosos y estériles; sin embargo, algunos objetos incidentales situados en la habitación, indicaban la presencia de una mujer. No obstante, Jean no vio a ninguna mujer. Sólo estaban ella y Fotheringay.

    Fotheringay llevaba puestos unos ajustados pantalones de franela gris y una corbata negra. Vestido así, sería capaz de pasar desapercibido entre un grupo de veinte personas.

    Al cabo de un instante de sorpresa, tras abrir la puerta, se hizo a un lado y dijo:

    ―Entra.

    Jean dirigió su mirada hacia todos los ángulos de la habitación, esperando hallar un cuerpo grueso y encogido. Pero posiblemente, Lionel no estaba en casa, y Fotheringay le estaba esperando.

    ―Bien ―preguntó él―, ¿qué te trae por aquí? ―la estaba observando disimuladamente―. Siéntate.

    Jean se dejó caer en una silla, mordiéndose un labio. Fotheringay la observó como si fuera un gato. Se dirigió cautelosamente hacia ella. Jean aguzó su mente. ¿Qué excusa legítima tenía para explicar su visita a Lionel? Quizá Fotheringay esperaba un engaño por su parte. ¿Dónde estaba Hammond? Sintió un temblor en la nuca. Sintió unos ojos puestos en su nuca. Giró la cabeza con rapidez.

    Alguien, en el vestíbulo de la suite, trató de ponerse fuera de su vista. Aunque no actuó con la suficiente rapidez. En el cerebro de Jean se rompió una capa de ignorancia, para dar paso a una suave y cálida riada de conocimiento.

    Sonrió, mostrando sus blancos y puntiagudos dientes por entre sus labios. Había visto a una mujer gruesa en el vestíbulo de la suite, una mujer muy gruesa, sonrosada, sofocada y temblorosa.

    ―¿De qué te ríes? ―preguntó Fotheringay.
    ―¿Te estás preguntando quién me dio tu dirección? ―preguntó ella, prefiriendo utilizar su propia técnica.
    ―Webbard, evidentemente.
    ―¿Es tu esposa esa señora? ―preguntó Jean, asintiendo.

    La barbilla de Fotheringay se elevó ligeramente.

    ―Vayamos al grano.
    ―Muy bien ―admitió, inclinándose hacia adelante.

    Aún quedaba una posibilidad de estar cometiendo una terrible equivocación, pero tenía que correr ese riesgo. Si hacía preguntas, pondría al descubierto su incertidumbre, reduciendo así su ventajosa posición.

    ―¿Cuánto dinero puedes conseguir ahora mismo, en efectivo? ―preguntó.
    ―Diez o veinte mil.

    El rostro de Jean debió mostrar desilusión, porque él preguntó:

    ―¿No es suficiente?
    ―No. Me has enviado a encontrarme con un novillo holgazán.

    Fotheringay tomó asiento, en silencio.

    ―Earl ―siguió diciendo Jean― no dará un paso hacia mí. Antes sería capaz de morderse la lengua. Su gusto por las mujeres es... como el tuyo.
    ―Pero hace dos años... ―comenzó a decir Fotheringay, sin mostrarse irritado.
    ―Hay razones que lo explican ―elevó sus cejas en un gesto de tristeza y añadió―: Y no son razones bonitas.
    ―Bueno, adelante, explícalas.
    ―Le gustaban las chicas de la Tierra porque para él eran anormales, en su opinión, claro está. A Earl le gustan las anormalidades.

    Fotheringay se frotó la barbilla, observándola con los ojos muy abiertos.

    ―Nunca pensé en eso.
    ―Tu esquema podría haber funcionado si Earl hubiera sido medianamente normal. Pero yo no poseo lo que a él le gusta.
    ―¿No habrás venido aquí para decirme eso? ―preguntó Fotheringay, sonriendo fríamente.
    ―No. Sé cómo Lionel Abercrombie puede conseguir la estación para sí mismo. Pero, claro, tú te llamas Fotheringay.
    ―Si mi nombre es Fotheringay, ¿por qué has venido aquí a buscarme?

    Jean se echó a reír, con una risa alegre.

    ―¿Por qué crees que te estaba buscando? Estoy buscando a Lionel Abercrombie. Fotheringay no tiene ningún valor para mí,.a menos que me pueda casar con Earl. Y no puedo. No poseo suficientes anormalidades para él. Por eso, ahora estoy buscando a Lionel Abercrombie.


    8


    Fotheringay hizo tamborilear unos dedos muy bien cuidados sobre su rodilla, y dijo tranquilamente:



    ―Yo soy Lionel Abercrombie.
    ―¿Cómo puedo estar segura de eso?

    Él le alcanzó el pasaporte. Ella lo miró un instante y se lo devolvió.
    ―Está bien. Ahora sólo tienes veinte mil. Pero eso no es suficiente. Quiero dos millones. Si no los tienes, no tendrás nada. No me muestro irrazonable. Pero quiero estar segura de conseguirlos cuando tú tengas lo que buscas... Así es que... me escribirás un acta, una factura de venta, algo legal que me convertirá en poseedora de tus intereses en la estación Abercrombie. Yo estaré de acuerdo en venderte tales intereses por dos millones de dólares.
    ―Esa clase de acuerdo me obliga a mí, pero no a ti ―dijo Fotheringay, sacudiendo la cabeza―. Eres una menor.
    ―Cuanto antes aclare el asunto Abercrombie, tanto mejor ―dijo Jean―. No soy codiciosa. Puedes tener tus mil millones de dólares. Simplemente quiero dos millones. Y a propósito, ¿cómo habías calculado mil millones de dólares? Webbard dice que todas las instalaciones sólo valen unos cien millones de dólares.

    La boca de Lionel se contrajo en una sonrisa glacial.

    ―Webbard no incluía en eso las propiedades de los clientes de Abercrombie. Algunas personas muy ricas son demasiado gruesas. Cuanto más gruesas se ponen, tanto menos les gusta vivir en la Tierra.
    ―Siempre pueden dirigirse a otra estación de descanso.
    ―No sería la misma atmósfera ―dijo Lionel, moviendo la cabeza negativamente―. Abercrombie es el mundo de los obesos. El único lugar de todo el universo en el que una persona obesa puede sentirse orgullosa de serlo ―había un tono de tristeza en su voz.
    ―Y tú mismo estás ansioso por recuperar Abercrombie, ¿no es cierto? ―preguntó Jean con suavidad.
    ―¿Acaso es algo tan extraño? ―preguntó Lionel, sonriendo cínicamente.
    ―Bueno ―dijo Jean, moviéndose en su silla―, iremos ahora a un abogado. Conozco a uno muy bueno. Richard Mycroft. Quiero que me extiendas ese documento sin que exista el menor hueco. Quizá voy a tener que encontrar un guardián, un fideicomisario.
    ―No necesitas ningún guardián.
    ―Para la mayor parte de las cosas, no, desde luego ―contestó Jean, sonriendo complacientemente.
    ―Aún no me has dicho en qué consiste ese proyecto tuyo.
    ―Te lo diré cuando tenga el documentó en mi poder. No pierdes nada, concediendo una propiedad que no posees aún. Y cuando me entregues el documento, mi mayor interés consistirá en ayudarte a conseguir esa propiedad.
    ―Espero que esa idea sea buena ―dijo Lionel, levantándose.
    ―Lo será.

    En aquel instante, la mujer obesa entró en la habitación. Evidentemente era una mujer de la Tierra, desconcertada y encantada por las atenciones de Lionel. Al mirar a Jean su rostro expresó unos celos ocultos. Ya en el pasillo, Jean dijo:

    ―Si te la llevas a Abercrombie, seguro que te cambiará por alguno de aquellos obesos bribones.
    ―¡Cállate! ―espetó Lionel, con una voz tan cortante como el filo de una guadaña.

    El piloto de la nave de suministros dijo de mal humor:

    ―Yo no sé nada de todo esto.
    ―¿Le gusta su trabajo? ―preguntó Lionel con tranquilidad.

    El piloto refunfuñó algo, pero no hizo ninguna otra protesta. Lionel se instaló en el asiento situado junto a él. Jean, el hombre con cara de caballo llamado Hammond y otros dos hombres más maduros, con un aspecto profesional y actitudes hoscas, se instalaron en el compartimento de carga.

    La nave se elevó sobre el muelle y atravesando la atmósfera se dirigió hacia la órbita de Abercrombie.

    La estación flotaba delante de ellos, brillando a la luz del sol. La nave se posó sobre el muelle de carga y los ayudantes de la estación la fijaron en su lugar. Inmediatamente después se abrió la portilla.

    ―Vamos ―dijo Lionel―. Hazlo rápido. Terminemos cuanto antes ―y tocando el hombro de Jean añadió―: Tú primero.

    Ella indicó el camino hacia el núcleo central. Los clientes obesos flotaban por debajo de ellos, ligeros y gruesos como pompas de jabón, con sus rostros reflejando la sorpresa al ver a tantas personas delgadas.

    Subieron por el núcleo, avanzando por el pasillo que conducía hacia la esfera privada de Abercrombie. Pasaron junto al Pleasaunce, y Jean pudo ver a la señora Clara, gruesa como una morcilla, acompañada por el obsequioso Webbard. Pasaron también junto a la señora Blaiskell.

    ―¡Cómo! ¡Señor Lionel! ―murmuró―. ¡Nunca...! ¡Yo nunca...!

    Lionel pasó junto a ella sin hacerle el menor caso. Jean le miró por encima del hombro y sintió náuseas. Había algo negro y provocativo que ardía lentamente en los ojos de Lionel. Triunfo, maldad, venganza, crueldad. Algo que no era del todo humano. Aunque no fuera por otra cosa, Jean era extremadamente humana, y tendría que sentirse incómoda en presencia de vida procedente de otros mundos. Ya se sentía incómoda ahora.

    ―Dense prisa ―dijo Lionel―. Dense prisa.

    Pasaron junto a las habitaciones de la señora Clara y llegaron ante la puerta del dormitorio de Earl. Jean apretó el botón y la puerta se abrió.

    Earl se encontraba ante un espejo, atándose una corbata de seda roja y azul alrededor de su enorme cuello. Llevaba puesto un traje gris perla cortado de modo que le hiciera aparecer más grueso y redondo de lo que en realidad era. Vio a Jean en el espejo, y tras ella el rostro endurecido de su hermano Lionel. Se giró bruscamente y perdió el equilibrio, viéndose lanzado al aire. Lionel se echó a reír.

    ―Cogedle, Hammond. Y tráelo aquí.

    Earl se resistió, lanzando insultos. Él era allí el dueño. Todo el mundo debía marcharse inmediatamente. Haría que los metieran a todos en prisión; les mataría a todos. Y después él mismo se suicidaría.

    Hammond le registró, buscando armas, y los dos hombres con aspecto profesional se quedaron incómodamente al fondo, hablando el uno con el otro, en voz baja.

    ―Mire, señor Abercrombie ―dijo uno de ellos finalmente―. No podemos ser un grupo que actúe con violencia.
    ―Cállese ―espetó Lionel―. Están ustedes aquí como testigos, como médicos profesionales. Se les paga para que observen. Eso es todo. Si no les gusta lo que ven, ése es problema suyo ―después, dirigiéndose hacia Jean indicó―: Adelante.

    Jean tomó impulso hacia la puerta del estudio. Earl lanzó un agudo grito:

    ―¡Apartaos de ahí! ¡Fuera de ahí! ¡Eso es privado! ¡Es mi estudio privado!

    Jean apretó los labios. Le resultaba imposible sentir lástima por el pobre Earl. Pero... pensó en su «colección zoológica». Con firmeza, cubrió la célula fotoeléctrica y apretó el botón. La puerta se abrió, poniendo al descubierto, al fondo, la gloria de la vidriera policromada brillando ante el fuego procedente del cielo.

    Jean se dirigió hacia la criatura de pelo con dos patas. Se detuvo allí y esperó.

    Earl opuso algunas dificultades antes de ser obligado a traspasar la puerta que daba acceso al estudio. Hammond manipuló sus codos y Earl lanzó un grito de dolor y voló hacia adelante como un pollo sin alas.

    ―No hagas tonterías con Hammond ―le dijo Lionel―. Le gusta hacer daño a la gente.

    Los dos testigos hablaron airadamente entre sí. Pero Lionel les obligó a callarse con una sola mirada.

    Hammond cogió a Earl por la parte posterior de los pantalones, lo elevó sobre su cabeza y anduvo con los clips magnéticos pegados, atravesando así el desordenado estudio, con Earl revolviéndose y manoteando inútilmente en el aire.

    Jean estuvo trasteando un instante en el calado que había sobre el panel que daba a la habitación anexa. Earl gritó:

    ―¡Aparta las manos de ahí! ¡Oh! (Cómo pagaréis esto! ¡Cómo lo vais a pagar!

    Su voz lanzó un aullido y terminó por romper en sollozos. Hammond le zarandeó, como un fox-terrier podría haberlo hecho con una rata. Los sollozos de Earl se hicieron más fuertes. Su sonido resultó grato a los oídos de Jean. Frunció el ceño, encontró el botón y lo apretó. El panel se abrió.

    Todos penetraron en el amplio anexo. Earl estaba completamente destrozado, sollozando y rogando.

    ―Allí está ―dijo Jean.

    Lionel lanzó su mirada a lo largo de la colección de monstruosidades. Aquellas cosas de otros mundos, los dragones, basiliscos, grifos, los insectos blindados, las serpientes de grandes ojos, los nudos de músculo, las criaturas de colmillos enrollados, cerebro y cartílagos; y después, las criaturas humanas, no menos grotescas. Los ojos de Lionel se detuvieron al ver al hombre obeso.

    Miró después a Earl, que se había quedado completamente en silencio.

    ―Pobre viejo Hugo ―dijo Lionel―. Tendrías que estar avergonzado de ti mismo, Earl.

    Earl emitió un sonido suspirante.

    ―Pero Hugo está muerto... ―dijo Lionel―. Está tan muerto como cualquiera de esas otras cosas. ¿Verdad, Earl...? ―y, mirando a Jean, preguntó―: ¿Verdad?
    ―Supongo que es así ―contestó Jean, sintiéndose incómoda.

    No sentía ningún placer en atormentar a Earl.

    ―Claro que está muerto ―jadeó Earl.

    Jean se dirigió entonces hacia la pequeña llave controladora del campo magnético.

    ―¡Bruja! ¡Eres una bruja! ―gritó Earl.

    Jean hizo girar la llave. Se produjo un zumbido musical, un susurro, y se sintió un olor a ozono. Transcurrió un momento. Se escuchó un silbido de aire. El cubículo se abrió, produciendo un ruido de aspiración. Hugo penetró en la habitación.

    Extendió los brazos, como desperezándose, abrió la boca y vomitó, produciendo un débil grito que surgió por su garganta.

    ―¿Está vivo este hombre? ―preguntó Lionel, dirigiéndose a los dos testigos.
    ―¡Sí! ¡Sí! ―contestaron excitadamente.
    ―Diles tu nombre ―pidió Lionel, dirigiéndose a Hugo.

    Hugo susurró algo febrilmente, se apretó los codos contra su cuerpo, encogió sus atrofiadas y pequeñas piernas y trató de adoptar la posición fetal.

    ―¿Está sano este hombre? ―preguntó Lionel, dirigiéndose de nuevo a los dos hombres.
    ―Eso, desde luego ―dijeron, tras dudar un momento―, es algo que no podemos determinar inmediatamente.

    Dijeron algo más sobre pruebas, encefalogramas, reflejos. Lionel esperó un momento. Hugo estaba gorjeando, llorando como un niño.

    ―Bien, ¿está sano?
    ―Está sufriendo una grave conmoción ―contestaron los médicos―. La hibernación tiene por lo general el efecto de perturbar las sinapsis...
    ―¿Está su mente en perfectas condiciones? ―preguntó Lionel sarcásticamente.
    ―Bueno..., no.
    ―En tal caso ―dijo Lionel, asintiendo―, se encuentran ustedes ante el nuevo dueño de la estación Abercrombie.
    ―No puedes llevar esto adelante, Lionel ―protestó Earl―. Ha estado loco durante mucho tiempo y tú has estado fuera de la estación.
    ―¿Quieres que llevemos la cuestión ante la corte suprema de Metrópolis? ―preguntó Lionel con una mueca de lobo.

    Earl se quedó en silencio. Lionel miró a los médicos, que estaban hablando animadamente entre sí.

    ―Hablen con él ―dijo Lionel―. Queden satisfechos sobre si está en su sano juicio o no.

    Los médicos se dirigieron a Hugo, quien emitió unos sonidos similares a maullidos. Llegaron poco después a una incómoda pero definitiva decisión.

    ―Está claro que este hombre es incapaz de cuidarse de sus propios asuntos.

    Penosamente, Earl dio un tirón, tratando de zafarse de las manos de Hammond.

    ―Es mejor que tengas cuidado ―le dijo Lionel―. No creo que le gustes mucho a Hammond.
    ―A mí sí que no me gusta Hammond ―dijo Earl con rencor―. No me gusta nadie ―después, su voz descendió un poco y añadió―: Ni siquiera me gusto a mí mismo.

    Se quedó mirando fijamente el cubículo que Hugo había dejado vacío. Jean sintió cómo en él se veía crecer una sensación de temeridad. Abrió la boca para decir algo.

    Pero Earl ya había comenzado a moverse.

    El tiempo pareció detenerse. Earl parecía moverse con una asombrosa lentitud, pero los demás estaban como si se hubieran quedado congelados en gelatina. Jean aún tenía tiempo.

    ―¡Me marcho de aquí! ―murmuró apenas, sabiendo lo que el medio loco de Earl estaba a punto de hacer.

    Earl recorrió la hilera de sus monstruos, haciendo sonar sus clips magnéticos sobre el suelo. A medida que corría, iba elevando los interruptores. Cuando terminó, se encontraba en el extremo opuesto de la habitación. Detrás de él, aquellas cosas empezaron a recuperar la vida.

    Hammond se recuperó de su asombro, situándose detrás de Jean. Un brazo negro, que al parecer surgió como por casualidad, le cogió por una pierna. Se escuchó entonces el seco sonido de un crujido. Hammond lanzó un grito, lleno de terror.

    Jean empezó a dirigirse hacia la puerta. Pero retrocedió, gritando. Frente a ella se encontraba el gorila de dos metros y medio de altura, con cara de perro de lanas francés. Desde alguna parte, Earl había elevado el conmutador que le liberó de la catalepsia magnética. Los ojos negros refulgían, la saliva le goteaba por la boca, las manos se abrían y cerraban. Jean retrocedió, asustada.

    Escuchó terribles ruidos procedentes de atrás. Escuchó a Earl gritando, con un repentino temor. Pero no pudo volver sus ojos y apartarlos de aquel animal parecido a un gorila. Estaba entrando en la habitación. Los ojos negros de perro miraron penetrantemente los ojos de Jean. Y, de repente, ella se dio cuenta de que no se podía mover. Un gran brazo negro, moviéndose estúpidamente, pasó sobre el hombro de Jean, tocando al gorila.

    La confusión de gritos era total. Jean se apretó contra la pared. Una criatura verde, que se movía a sacudidas, enroscándose y desenroscándose, penetró, tambaleante, en el estudio, destrozando estanterías, vitrinas, estatuas, lanzando al aire y rompiendo libros, minerales, documentos, mecanismos, cajas y cajones. El animal parecido a un gorila llegó detrás, con uno de sus brazos retorcido y suelto. Le seguían una ráfaga rodante de pies membranosos y un cuerpo humano... Hammond y un grifo procedente de un mundo adecuadamente llamado Agujero Pestilente.

    Jean se escabulló por la puerta, pensando ocultarse en la alcoba. Fuera, en el muelle, estaba la nave espacial de Earl. Se introdujo por la portilla, penetrando en ella.

    Detrás, revolviéndose frenéticamente, llegó uno de los médicos que Lionel había traído como testigos.

    ―¡Aquí! ¡Aquí! ―le gritó Jean.

    El médico se lanzó de cabeza hacia el interior de la nave espacial.

    Jean se acurrucó junto a la puerta, dispuesta a cerrarla inmediatamente ante la menor señal de peligro. Suspiró. Todas sus esperanzas y planes para el futuro parecían haber explotado de repente. Su lugar había sido ocupado por la muerte, la debacle, la catástrofe. Se volvió hacia el médico, preguntándole:

    ―¿ Dónde está su compañero?
    ―¡Muerto! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué podemos hacer?

    Jean volvió la cabeza para mirarle, con los labios contraídos en una mueca de disgusto. Entonces, le observó desde una nueva y favorecedora perspectiva. No era más que un testigo desinteresado. Podía proporcionarle dinero. Podría testificar que, al menos durante treinta segundos, Lionel había sido el dueño de la estación Abercrombie. Y treinta segundos eran más que suficientes para transferirle el título a ella. Si Hugo estaba cuerdo o no era algo que no importaba, porque había muerto treinta segundos antes de que la rana metálica le hubiera clavado en el cuello su extremidad tijereteada y puntiaguda como un cuchillo. Pero era mejor estar segura.

    ―Escuche ―dijo Jean―. Esto puede ser importante. Suponga que tiene que declarar ante un tribunal. ¿Quién murió primero, Hugo o Lionel?

    El médico guardó silencio durante un instante.

    ―¿Por qué? ¡Hugo! ―contestó al fin―. Le vi con el cuello roto cuando Lionel aún permanecía con vida.
    ―¿Está usted seguro?
    ―¡Oh, sí! ―contestó, tratando de recuperarse―. Tenemos que hacer algo.
    ―Está bien ―admitió Jean―. ¿Qué debemos hacer?
    ―No lo sé.

    Desde él estudio les llegó un sonido gorjeante y un instante después escucharon el grito de una mujer.

    ―¡Dios mío! ―exclamó Jean―. Esas cosas han salido a las habitaciones exteriores. ¿Qué no podrán hacer en la estación Abercrombie?

    Por un momento perdió el control sobre sí misma y se acurrucó contra la pared de la nave. Entonces, un rostro moreno, como el de un perro de lanas, lleno de sangre, dobló la esquina, dirigiéndose hacia ellos, y acercándose pesadamente.

    Hipnotizada, Jean vio entonces que su brazo se había desgajado por completo. Se balanceaba hacia adelante. Jean se echó hacia atrás y cerró de un golpe la portilla. Un pesado cuerpo chocó poco después contra el metal.

    Se encontraban encerrados en la nave espacial de Earl. El hombre se había desvanecido.

    ―No te me mueras ahora, compañero. Vales mucho dinero...

    A través del metal llegaron hasta ella débiles sonidos de crujidos y porrazos. Después se escucharon los apagados ruidos de las armas portátiles de protones. Los disparos se escucharon con una regularidad monótona. Spattt..., spatttt..., spattt..., spattt...

    Después se produjo un profundo silencio.

    Jean abrió poco a poco la puerta. La alcoba estaba vacía. Consiguió ver el cuerpo destrozado del animal parecido a un gorila.

    Jean salió de la nave, y se atrevió a dirigirse hacia el estudio. A diez metros de distancia estaba Webbard, plantado como un capitán pirata sobre el puente de su barco. Tenía el rostro blanco, del color de la cera; unas líneas rojizas le corrían por la cara, saliéndole de la nariz y rodeando su casi invisible boca. Llevaba dos grandes armas de protones, cuyos orificios estaban blancos por el calor.

    Vio a Jean y sus ojos refulgieron.

    ―¡Usted! ¡Usted es la causante de todo esto, embrolladora y espía!

    Elevó entonces sus armas de protones, dirigiéndolas hacia ella.

    ―]No! ―gritó Jean―. ¡Yo no tengo la culpa!

    Se escuchó entonces la débil voz de Lionel:

    ―Baja esas armas, Webbard ―agarrándose el cuello, se dirigió hacia el estudio, tomando un pequeño impulso―. Esta es la nueva propietaria ―dijo con sarcasmo―. No querrás matar a tu nueva jefa, ¿verdad?

    Webbard parpadeó, lleno de asombro.

    ―¡Señor Lionel!
    ―Sí ―confirmó Lionel―. De nuevo en casa... ―Y hay muchas cosas que limpiar aquí, Webbard...

    Jean miró la libreta de cheques bancarios. Las cifras parecían quemar en el plástico, saltándose casi por encima de la cubierta.

    ―Dos millones de dólares.

    Mycroft llenó la pipa y miró por la ventana.

    ―Hay una cuestión que deberías considerar ―dijo―. Y es la inversión de tu dinero. No podrás hacerlo por ti misma; otras partes insistirán en tratar con una entidad responsable... y eso es como decir un tutor o un guardián.
    ―No sé mucho sobre esas cosas ―dijo Jean―. Yo... había supuesto que tú te encargarías de eso.

    Mycroft se inclinó hacia adelante, apretando el tabaco de su pipa.

    ―¿No quieres hacerlo? ―preguntó Jean.
    ―Sí, quiero hacerlo ―contestó Mycroft con una apretada y distante sonrisa―. Me agradará mucho administrar dos millones de dólares. De hecho, me convertiré en tu guardián legal hasta que hayas cumplido la mayoría de edad. Tendremos que conseguir una orden de nombramiento por parte de los tribunales. El efecto de esa orden será el de quitarte el control de ese dinero; sin embargo, podemos incluir en los artículos una cláusula por la que se te garanticen unos ingresos, así como la percepción total del dinero, que supongo es lo que deseas. Después de pagar los impuestos eso debe suponerte..., digamos que unos cincuenta mil al año.
    ―Eso me parece bien ―dijo Jean con indiferencia―. En estos momentos, no me siento muy interesada por nada en especial. Me parece que estoy sintiendo una especie de decepción.
    ―Comprendo que te suceda eso ―dijo Mycroft, asintiendo.
    ―Tengo el dinero ―dijo Jean―. Siempre lo he querido, y ahora lo tengo. Pero... ―extendió las manos y elevó las cejas―, sólo es un número en una libreta de cheques. Mañana por la mañana me levantaré y me diré a mí misma: «¿Qué debo hacer hoy? ¿Debo comprar una casa? ¿Debo pedir un ropero por valor de varios miles de dólares? ¿Debo emprender un viaje de un par de años de duración en la Argo Navis?» Y la contestación se me ocurrirá inmediatamente: «No, al diablo con todo eso.»
    ―Lo que necesitas ―dijo Mycroft― son algunos amigos, muchachas jóvenes de tu misma edad.
    ―Me temo que no tendríamos mucho en común ―dijo Jean, moviendo la boca con una sonrisa forzada―. Probablemente es una buena idea, pero... no resultaría.

    Permaneció pasivamente sentada en la silla, con la boca inclinada y abierta.

    Mycroft se dio cuenta de que, cuando estaba quieta, aquella boca era generosamente dulce.

    ―No puedo apartar de mi cabeza ―dijo ella al cabo de un instante―, la idea de que, en alguna parte del universo, tengo que tener un padre y una madre.
    ―Las personas que abandonan a una niña en una sala de juego no son dignas de que se piense en ellas, Jean ―observó Mycroft, pasándose una mano por la barbilla.
    ―Lo sé ―admitió ella con una voz débil―. ¡Oh, Mycroft! ¡Me siento tan terriblemente sola!

    Jean estaba llorando, con la cabeza hundida entre sus brazos. Con cierta indecisión, Mycroft le puso una mano en el hombro, dándole una cariñosa palmada. Al cabo de un momento, ella dijo:

    ―Pensarás de mí que soy una terrible tonta.
    ―No ―dijo Mycroft con un gesto de mal humor―, no pienso nada de eso. Quisiera que yo... ―pero no pudo expresar con palabras lo que pretendía decir.

    Jean se recuperó con esfuerzo y se levantó.

    ―Ya está bien de todo esto ―elevó la cabeza hacia él y le besó en la mejilla―. Realmente, eres muy amable, Mycroft. Pero no quiero que se me tenga lástima. Lo odio. Estoy acostumbrada a arreglármelas yo sola.

    Mycroft regresó a su asiento y estuvo trasteando con la pipa para mantener ocupados sus dedos. Jean recogió su pequeño bolso.

    ―Ahora mismo ―dijo― tengo una cita con el modista llamado André. Va a vestirme durante el resto de mi vida. Y después voy a... ―se detuvo―. Será mejor que no te lo diga. Quedarías alarmado y conmocionado.
    ―Supongo que sí ―dijo él, aclarándose la garganta.
    ―Hasta luego ―se despidió ella con una sonrisa, y abandonó el despacho.

    Mycroft se aclaró de nuevo la garganta, se ajustó los pantalones, se puso la chaqueta y regresó a su trabajo. De algún modo, todo parecía sombrío, monótono y gris. Le dolía la cabeza.

    ―Me parece que me voy a marchar y voy a coger una buena borrachera ―se dijo a sí mismo.

    Transcurrieron diez minutos y la puerta se abrió de pronto. Jean asomó la cabeza.

    ―¡Hola, Mycroft!
    ―Hola, Jean.
    ―He cambiado de idea. He pensado que sería mucho mejor invitarte a cenar, y quizá después podríamos ir juntos a algún espectáculo. ¿Te gustaría eso?
    ―Claro que sí, mucho ―contestó Mycroft.



    III


    Rumfuddle fue encargado originalmente por Robert Silverberg para una colección de tres relatos, sobre el mismo tema pero escritos por autores diferentes. Hay diversidad de opiniones en cuanto a las posibilidades de este planteamiento. Algunos piensan que la idea es provocativa y atrayente, y permite explorar el tema desde diversos ángulos. Otros opinan que los relatos tienden a quitarse valor entre sí.



    ¿Qué es, entonces, Robert Silverberg? ¿Un teórico con ideas impracticables? ¿Un soñador encerrado en una torre de marfil? Al contrario, es un notable pragmático; ha realizado un acto de altruismo al posibilitar un divertido experimento que, de otro modo, podría haberse disuelto en unas cuantas divagaciones retóricas. Los escritores son complacientes; por lo que sé, todos fueron pagados y ninguno fue atormentado por el recelo.

    RUMFUDDLE

    1

    De Memorias y reflexiones, de Alan Robertson:

    A menudo me escucho a mí mismo declarándome benefactor preeminente de la humanidad, aunque la frase hace surgir ocasionalmente una reclamación en favor de la Serpiente original. Con toda prudencia, no puedo discutir este juicio. Mi lugar en la historia está asegurado; mi nombre perdurará como si estuviera indeleblemente escrito en el cielo. Todo lo cual es algo que encuentro absurdo, pero comprensible. Pues he proporcionado riqueza más allá de todo cálculo. He borrado las privaciones, el hambre, la superpoblación, el problema territorial; todas las primitivas causas de represión se han desvanecido. Mi talento se expande libremente, trayendo consigo mi alegría personal, pero, como hombre razonable (y ante la ausencia de cualquier otra instancia restrictiva), creo que no puedo renunciar a todo el control, pues, ¿cuándo se ha ensalzado al animal humano por su abnegación y su autodisciplina?



    «Entramos ahora en una era de abundancia y en una época de nuevas preocupaciones. Los viejos demonios se han marchado; debemos prohibir resueltamente la instalación de unos extravagantes y quizá antinaturales vicios.»


    Las tres muchachas engulleron el desayuno, recogieron sus deberes escolares y partieron ruidosamente camino de la escuela.

    Elizabeth sirvió café para ella y para Gilbert. Él pensó que ella parecía encontrarse pensativa y de mal humor.

    ―Se está tan maravillosamente bien aquí... ―dijo ella―. Somos muy afortunados, Gilbert.
    ―Nunca lo olvido.

    Elizabeth bebió su café y rumió algo durante un instante, siguiendo algún curso vago de sus pensamientos.

    ―Nunca me gustó crecer ―dijo―. Siempre me sentía extraña, diferente de las otras chicas. Realmente, no sé por qué.
    ―No hay ningún misterio en eso. De hecho, todo el mundo es diferente.
    ―Quizá. Pero el tío Peter y la tía Emma siempre actuaron como si yo fuera más diferente de lo normal. Recuerdo cien y un pequeños detalles. Y, sin embargo, era una niña tan vulgar. ¿Te acuerdas tú de cuando eras pequeño?
    ―No muy bien.

    Duray miró por la ventana, a la que él mismo había colocado los vidrios, observando los prados verdes que descendían hacia las plácidas aguas que sus hijas habían bautizado con el nombre de río Plata. El mar Sonador se encontraba a cuarenta y cinco kilómetros hacia el sur; directamente detrás de la casa se hallaban los primeros árboles de los bosques Robber.

    Duray consideró su pasado.

    ―Bob fue propietario de un rancho en Atizona durante los años de 1870; una de sus manías. Los apaches mataron a mi padre y a mi madre. Bob me llevó al rancho, y después, cuando tuve tres años, me llevó a la casa de Alan, en San Francisco, y allí fue donde me crié.
    ―Alan debió haber sido maravilloso ―dijo Elizabeth, suspirando―. Tío Peter era tan severo. Tía Emma nunca me dijo nada. ¡Literalmente nada! De un modo u otro nunca sintieron la menor preocupación por mí. Me pregunto por qué Bob sacaría el tema de los indios y tus padres perdiendo el cuero cabelludo. Es un hombre tan extraño.
    ―¿Estuvo Bob aquí?
    ―Pasó ayer durante unos minutos para recordarnos su Rumfuddle. Le dije que no deseaba dejar a las chicas. Pero él me contestó que las lleváramos.
    ―¡Ah!
    ―Le dije que no deseaba ir a su maldito Rumfuddle, con las chicas o sin las chicas. En primer lugar, no quiero ver a tío Peter, que seguramente estará allí...


    2

    De Memorias y reflexiones:

    Insistí entonces e insisto ahora en que nuestra vieja y querida madre Tierra, tan sólida y trabajada, nunca debe ser olvidada ni descuidada. Desde que cargué con los gastos (es una manera de hablar) tengo derecho a escoger y, para secreta diversión propia, se me presta la mayor y más rápida atención por todo el mundo, en la forma de botones que saltan ante la orden de un viejo e irascible caballero, de quien se sabe que da buenas propinas. Nadie se atreve a desafiarme. Mis caprichos se convierten en hechos ciertos; mis planes progresan.



    «París, Viena, San Francisco, San Petersburgo, Venecia, Londres, Dublín, seguramente persistirán en convertirse en esencias idealizadas de su propia y antigua imagen, del mismo modo que el vino, con el tiempo, se convierte en el alma de la viña. ¿Y qué hay de la antigua vitalidad? Los gritos y maldiciones, las peleas de vecindario, la música estridente, la vulgaridad. ¡Desaparecido! ¡Todo desaparecido! (Pero fácil de referirse a cualquiera de los afines.) La vieja Tierra ha de convertirse en un mundo gentil, amable, rico en tesoros y artefactos, un mundo de viejos lugares: viejas posadas, viejos caminos, viejos bosques, viejos palacios, adonde la gente acuda a pasear y a soñar, a experimentar lo mejor del pasado, sin tener que sufrir lo peor.

    »La abundancia de material puede ser considerada ahora como algo garantizado: nuestros recursos son infinitos. Metal, madera, suelo, roca, agua, aire: todo libre para que cualquiera lo coja. Una sola mercancía sigue siendo finita: la herramienta humana.»


    Gilbert Duray, el nieto informalmente adoptado de Alan Robertson, trabajaba en el Programa de Mudanza Urbana. Seis horas al día, durante cuatro días a la semana, conducía una máquina-basurero a través de la desierta Cupertino, destruyendo zonas construidas, gasolineras y supermercados. Los botones y los instrumentos del aparejo controlaban un martillo de tijera situado al extremo de un botalón de casi treinta y cinco metros de altura; con un simple giro del dedo, Duray derribaba postes de energía, hacía explotar pantallas de imágenes, destrozaba equipos y estuco, pulverizaba el hormigón, primero hacia la izquierda, después hacia la derecha. Un aparejo convenientemente dispuesto traqueteaba detrás, a veinte metros de distancia, Los escombros eran agarrados por pinzas, llevados a una cinta transportadora y enviados hacia un orificio de siete metros, desde donde eran lanzados con gran estruendo hacia el Océano Apático. Adornos de aluminio, guijarros de asfalto, fibra de vidrio arrugada, televisiones y aparatos, modernos muebles de estilo sueco, selecciones de libros del mes, recubrimientos de patios hechos de hormigón, y finalmente las propias aceras y calzadas: todo al fondo del Océano Apático. Únicamente permanecían los árboles: un extraño bosque ecléctico extendiéndose hasta el horizonte, con liquidam-bares y pinos escoceses; pistachos chinos, cedros del Atlas y ginkgos; abedules blancos y arces noruegos.

    A la una, Howard Wirtz salió del furgón, como llamaban a la pequeña estancia cerrada con llave situada en la parte posterior de la máquina. Wirtz había preferido instalarse en un mundo miocénico; Duray, con esposa y tres niñas prefirió el ambiente algo más suave de un semiafín contemporáneo: el popular tipo de mundo A, en el que el hombre nunca había evolucionado.

    Duray entregó a Wirtz el esquema de trabajo.

    ―Más o menos como ayer; directo desde las afueras de Persimmon hasta Walden, después un bloque a la derecha y hacia atrás.

    Wirtz, un hombre austero y lacónico, asintió ante la información con una oscilación de su cabeza. Vivía solo en un mundo miocénico, en un bote flotante situado sobre un lago de montaña. Recogía arroz silvestre, setas y bayas; cazaba gansos, aves, ciervos, jóvenes bisontes y en una ocasión le había dicho a Duray que, después de sus cinco años de trabajo obligatorio, se retiraría a su lago, y nunca volvería a aparecer por la Tierra, excepto quizá para comprar ropas y municiones.

    ―Aquí no hay nada que yo desee, nada en absoluto.
    ―¿Y qué harás con todo tu tiempo? ―preguntó Duray con un bufido burlón.
    ―Cazar, pescar, comer y dormir, y quizá sentarme de vez en cuando en la proa de mi bote y mirar a través del lago.
    ―¿Y nada más?
    ―Quizá aprenda a tocar el violín. El vecino más cercano está a quince millones de años de distancia.
    ―Supongo que nunca podrás tener suficiente cuidado.

    Duray descendió al suelo y observó el resultado del trabajo del día: una hilera de unos cuatrocientos metros de desolación. Duray, que permitía pocas extravagancias a su subconsciente, no por ello dejaba de sentir una punzada de dolor por los antiguos tiempos que, a pesar de todas sus desventajas, habían sido por lo menos muy animados. Voces, timbres de bicicletas, el ladrido de los perros, los portazos de las puertas aún parecían seguir sonando en la avenida Persimmon. Probablemente, sus antiguos habitantes preferían sus nuevas casas. El que era autosuficiente había tomado un mundo privado, y los más gregarios vivían en comunidades, en mundos de cualquier descripción posible: tan antiguos como el carbonífero; tan corrientes como el tipo A. Algunos incluso habían regresado a las ahora despobladas ciudades. Era una época excitante para vivir; una época de cambio. Duray, de treinta y cuatro años de edad, no recordaba ninguna otra forma de vida; la antigua existencia, tal y como estaba ejemplificada por la avenida Persimmon, parecía anticuada, restringida, constreñida..

    Intercambió unas palabras con el operador de la máquina-basurero; regresó al furgón y se detuvo para mirar a través del orificio del Océano Apático. Una negra tempestad pendía sobre el horizonte sur, y hacia ella era impulsada una estela de trastos viejos y rotos para ser depositados definitivamente en alguna desconocida orilla precámbrica. Allí nunca habría ningún inspector dispuesto a protestar, aquel mundo no conocía otro tipo de vida que los moluscos y las algas, y todas las basuras de la Tierra nunca llegarían a llenar sus barrancos submarinos. Duray arrojó una roca por el orificio y observó cómo la extraña agua salpicaba y se iba calmando después. Finalmente, se volvió y entró en el furgón.

    A lo largo de la pared posterior había cuatro puertas. La segunda por la izquierda estaba marcada con su nombre G. Duray. Abrió la puerta con llave y de pronto se detuvo, contemplando con asombro la desnuda pared del fondo. Elevó la solapa transparente de plástico, que funcionaba como un obturador de aire, y sacó el hundido anillo de metal que había formado el reborde que rodeara su camino de paso. La superficie interior era de metal desnudo; mirando a través de él sólo vio el interior del furgón.

    Transcurrió un largo minuto. Duray estaba en pie, mirando fijamente la inútil cinta, como si estuviera hipnotizado, tratando de comprender las consecuencias de la situación. Por lo que sabía, nunca había fallado ningún camino de paso, a menos que hubiera sido cerrado a propósito. ¿Pero quién le gastaría a él una broma tan malévola e idiota? Desde luego, no sería su esposa Elizabeth. Ella detestaba las bromas prácticas y, en cualquier caso, y al igual que el propio Duray, era quizá un poco demasiado intensa y de mentalidad literal. Volvió a bajar del furgón y atravesó el bosque Cupertino. Era un hombre corpulento, de hombros pesados y una estatura media. Los rasgos de su rostro eran rudos y no parecían comprometer a nada; su pelo moreno era muy corto; sus ojos brillaban con una mirada dorada y marrón que ejercía una fuerza impresionante. Las cejas, pobladas y rectas, pasaban por encima de su larga y delgada nariz como formando una barra en T; su boca, apretada ahora a causa de alguna urgencia interior, formaba una barra horizontal por la parte inferior. Con todo, no era un hombre con el que poder jugar, o al menos así lo parecía.

    Anduvo por el bosque Cupertino, preocupado por el extraño e inconveniente acontecimiento que le había sucedido. ¿Qué le había ocurrido al camino de paso?

    A menos que Elizabeth hubiera invitado a casa a algunos amigos, ella debía estar sola, con las tres niñas en la escuela. Duray llegó a la carretera de Stevens Creek. El tractor de un granjero se detuvo ante su señal y le llevó hasta San José, que ahora no era más que una ciudad rural.

    Una vez en el centro de tránsito introdujo una moneda en el torniquete y penetró en el vestíbulo. En las paredes se abrían cuatro portales, cada uno de los cuales tenía un letrero: Local, California, América del Norte, Mundo. Los portales estaban abiertos en las paredes, y conducían a un centro de Utilis (1). Duray se introdujo en el centro California, encontró el portal de Oakland, regresó al centro de tránsito de Oakland, en la Tierra, volvió a pasar por el portal


    (1)Utilis: un mundo afín al paleoceno terrestre, donde, por decreto de Alan Robertson, estaban situadas ahora todas las industrias, instituciones, almacenes, tanques, depósitos y oficinas comerciales de la antigua Tierra. Se había dicho que el nombre de Utilis concordaba con la esencia de la personalidad pedante, rebuscada e idealista de Alan Robertson.

    local del centro Oakland de Utilis, regresó a la Tierra a través del portal Montclair Oeste, hasta llegar a una estación situada sólo a medio kilómetro de la Escuela Thornhill (2), hacia la que Duray se dirigió andando.


    El empleado envió a un mensajero que, al cabo de un momento, regresó solo.

    ―Dolly Duray no está en la escuela.

    Duray quedó sorprendido; Dolly se encontraba bien de salud y había sido enviada a la escuela como de costumbre.

    ―Entonces que se presenten Joan o Ellen.

    El mensajero se volvió a marchar y no tardó en volver.

    ―Ninguna de las dos está en sus clases, señor Duray. Sus tres hijas están ausentes.
    ―No lo entiendo ―dijo Duray, quien empezaba a sentirse inquieto―. Las tres han sido enviadas a la escuela esta mañana.
    ―Permítame preguntarle a la señorita Haig. Yo acabo de llegar al trabajo ―el empleado habló por un teléfono y después se volvió hacia Duray―. Las niñas se marcharon a su casa a las diez. La señora Duray las vino a buscar y se las llevó por el camino de paso.
    ―¿Dio alguna razón para llevárselas?
    ―La señorita Haig dice que no. La señora Duray le dijo simplemente que necesitaba a las niñas en casa.

    Duray lanzó un suspiro de irritación contenida.

    ―¿Me puede llevar a sus armarios? Utilizaré su camino de paso para regresar a casa.
    ―Eso es contrario a los reglamentos de la escuela, señor Duray. Usted lo comprenderá, estoy seguro.
    ―Me puedo identificar con toda claridad ―dijo Duray―. El señor Carr me conoce muy bien. En realidad, mi camino de paso ha fallado y he venido aquí para poder regresar a casa.
    ―¿Por qué no habla usted con el señor Carr?
    ―Desde luego, me gustaría hacerlo.

    Duray fue conducido al despacho del director, donde explicó lo que le sucedía. El señor Carr expresó simpatía por su situación, y no opuso ninguna dificultad a llevar a Duray al camino de paso de las niñas.

    Se dirigieron hacia una sala situada en la parte posterior de la escuela y encontraron el armario 382.

    ―Ya hemos llegado ―dijo Carr―. Me temo que lo encontrará un poco estrecho.

    Abrió la puerta de metal con su llave maestra y la abrió de par en par. Duray miró al interior y sólo vio el metal negro al fondo del armario. El camino de paso, al igual que el suyo propio, había sido cerrado.

    Duray se apartó y durante un momento no pudo encontrar palabras con que expresarse. Carr habló entonces con una voz de amable sorpresa.

    ―¡Qué extraño!¡No creo haber visto una cosa igual antes! Las niñas no habrán

    (2)Alan Robertson había propuesto otro mundo especializado, que debería ser conocido con el nombre de Tutelar, donde los hijos de todos los mundos colonizados recibirían su educación en una vasta instalación de servicios pedagógicos. Sorprendentemente, se encontró con una tormenta de violenta oposición por parte de los padres, lo que no dejó de herirle. Su esquema fue considerado entonces mecánico, vasto, deshumanizador y repulsivo. ¿Qué mejor lugar para la enseñanza que la propia y vieja Tierra? Allí se encontraba la fuente de todas las tradiciones. ¡Que la Tierra se convirtiera en Tutelar! En esto insistieron los padres, y Alan Robertson no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo.

    gastado una broma tan tonta, ¿verdad?

    ―Saben perfectamente bien que no deben tocar los caminos de paso ―gruñó Duray―. ¿Está seguro de que éste es el armario correcto?

    Carr indicó la tarjeta situada en la parte exterior del armario, donde se habían mecanografiado tres nombres: Dorothy Duray, Joan Duray y Ellen Duray.

    ―No cabe la menor duda ―dijo Carr―, y me temo que no puedo serle de más ayuda. ¿Vive usted en una residencia común?
    ―No, se trata de nuestro propio hogar.

    Carr asintió, apretando los labios, sugiriendo que aquella insistencia en la intimidad parecía excéntrica. Emitió una ligera sonrisa burlona y desaprobatoria.

    ―Supongo que si se aíslan hasta ese punto, deben esperar más o menos una serie de emergencias.
    ―Al contrario ―dijo Duray crispadamente―, nuestra vida transcurre tranquilamente, porque no hay nadie más que nos pueda molestar. Amamos a los animales salvajes, y el aire fresco y tranquilo. No lo habríamos aceptado de otro modo.

    Carr sonrió con sequedad.

    ―Desde luego, el señor Robertson ha alterado la vida de todos nosotros. Creo que es su abuelo, ¿no es cierto?
    ―Fui criado en su casa. Soy el sobrino de su hijo adoptivo. La relación sanguínea no es tan estrecha.


    3

    De Memorias y reflexiones:

    Me sentí muy pronto interesado por las corrientes magnéticas y por su control. Después de pasar mis estudios, trabajé exclusivamente en este campo, estudiando todas las variedades de los desarrollos magnéticos y creando controles sobre su formación. Durante muchos años, mis horizontes quedaron así limitados y yo viví una plácida existencia.



    »Dos acontecimientos contemporáneos me obligaron a bajar de mi torre de marfil. Primero: la terrible superpoblación del planeta y la perspectiva de que la situación empeorara. El cáncer ya era una enfermedad del pasado; las enfermedades del corazón estaban perfectamente controladas; temía que al cabo de otros diez años la inmortalidad pudiera convertirse en una realidad práctica para muchos de nosotros, con el consiguiente aumento de la expansión demográfica.

    «Segundo: el trabajo teórico realizado con los 'agujeros negros' y con los 'agujeros blancos' sugería que la materia presionada en un 'agujero negro' rompía una barrera, para dirigirse a un 'agujero blanco' y penetrar en otro universo. Calculé las presiones y consideré las cubiertas magnéticas de autoenfoque, los conos y espirales con los que estaba experimentando. Gracias a sus propiedades innatas, estas entidades se estrechaban a sí mismas hasta alcanzar ápices de una sección transversal prácticamente indistinguible de un punto geométrico. ¿Qué sucedería, me pregunté a mí mismo, si se pudiera situar dos o más conos en contraposición para producir así un equilibrio? En tales condiciones, las partículas cargadas deberían ser aceleradas hasta alcanzar casi la velocidad de la luz, viéndose empujadas y constreñidas hacia el foco mutuo. Las presiones creadas de este modo, aunque estarían en pequeña escala, excederían con mucho las características de los 'agujeros negros", produciendo efectos desconocidos.

    «Ahora puedo informar que las matemáticas del foco múltiple forman una complejidad casi improbable, y el útil servicio que impuse sobre lo que puedo considerar como una serie de absurdas contradicciones es uno de mis secretos. Sé que miles de científicos, tanto de aquí como de fuera, están intentando duplicar mi trabajo; bien venidos sean al esfuerzo. Pero ninguno de ellos tendrá éxito. ¿Por qué hablo con tanta seguridad? Ese es mi otro secreto.»


    Duray regresó andando a la estación de Montclair Oeste, en un estado de enojada extrañeza. Existían cuatro caminos de paso a casa, de los que dos estaban cerrados. El tercero se encontraba en su armario de San Francisco: la «puerta de enfrente» por así decirlo. El último y original orificio fue enmarcado, anotado y registrado en el sótano de Alan Robertson.

    Duray trató de enfrentarse con el problema en términos racionales. Las niñas nunca estropearían los caminos de paso. En cuanto a Elizabeth, tampoco ella pensaría en realizar un acto así. Al menos, Duray no podía imaginar ninguna razón que la urgiera o la impulsara a hacerlo. Elizabeth, que como él era hija adoptiva, era una hermosa y apasionada mujer, alta, de pelo negro, con unos brillantes ojos negros y una boca ancha que solía curvarse en una mueca atractiva. También era responsable, leal, cuidadosa, trabajadora; amaba a su familia, así como Riverview Manor, donde tenían su hogar. La teoría de una intriga erótica le parecía a Duray tan increíble como el hecho de que los caminos de paso estuvieran cerrados. Sin embargo, y en realidad, Elizabeth mostraba tendencia a verse sumergida en estados de ánimo caprichosos e incomprensibles. Supongamos que Elizabeth había recibido una visita que, por alguna razón, cuerda o loca, la había obligado a cerrar el camino de paso. Duray sacudió la cabeza lleno de frustración, como un toro perseguido. Sin duda alguna, toda aquella cuestión tenía alguna causa muy simple. O, por otra parte, reflexionó Duray, la causa podría ser muy complicada e intrincada. Por medio de alguna clase de conexión muy oscura, el pensamiento le trajo a la mente la imagen de su padre adoptivo nominal, el sobrino de Alan Robertson, Bob Robertson. Duray imprimió a su cabeza un asentimiento de sombría aseveración como para confirmar un hecho que tenía que haber sospechado desde hacía tiempo. Se dirigió a la cabina telefónica y llamó al apartamento de Bob Robertson en San Francisco. La pantalla brilló con un color blanco y un instante después apareció en ella el rostro alerta, limpio y elegante de Bob Robertson.

    ―Buenas tardes, Gil. Me alegro que hayas llamado. Estaba ansioso por ponerme en contacto contigo.
    ―¿Cómo es eso? ―preguntó Duray, más cauteloso que nunca.
    ―Nada serio, o al menos eso espero. Me pasé por tu armario para dejar algunos libros que le había prometido a Elizabeth, y a través del cristal, me di cuenta de que tu camino de paso estaba cerrado. Colapsado. Inútil.
    ―Es extraño ―dijo Duray―. Muy extraño. No puedo comprenderlo. ¿Y tú?
    ―No..., realmente, tampoco.

    Duray creyó detectar una sutilidad en la entonación de la voz. Sus ojos se estrecharon, concentrándose aún más.

    ―El camino de paso en mi trabajo también estaba cerrado. El camino de paso de la escuela de las niñas lo mismo. Y ahora me dices que el camino de paso de la ciudad también está cerrado.

    Bob Robertson hizo una mueca.

    ―Se trata de un impedimento bastante amplio, diría yo. ¿Es que tú y Elizabeth habéis tenido alguna discusión?
    ―No.

    Bob Robertson se frotó su larga y aristocrática mejilla.

    ―Es un misterio. Probablemente existe alguna explicación bastante sencilla.
    ―O alguna explicación muy extraordinaria.
    ―Cierto. De todos modos, una persona no puede dirigir nada. A propósito, mañana por la noche se celebra el Rumfuddle y espero que tanto tú como Elizabeth vengáis.
    ―Según recuerdo ―dijo Duray―, ya he declinado esa invitación.

    Los Rumfuddlers eran un grupo de compinches de Bob, y Duray sospechaba que sus actividades no eran del todo saludables.

    ―Perdóname, pero tengo que encontrar un camino de paso abierto, o Elizabeth y las niñas quedarán abandonadas en un lugar desierto.
    ―Habla con Alan ―dijo Bob―. Él tendrá el original en su sótano.

    Duray asintió brevemente con la cabeza.

    ―No me gusta molestarle, pero es mi última esperanza.
    ―Hazme saber lo que ocurra ―dijo Bob Robertson―. Y si te encuentras perdido, no te olvides de todos modos del Rumfuddle de mañana por la noche. Le mencioné la cuestión a Elizabeth y me dijo que seguramente iría.
    ―¿De veras? ¿Y cuándo se lo preguntaste?
    ―Hace un día o dos. No adoptes esa expresión tan condenablemente gótica, muchacho.
    ―Me pregunto si existe alguna relación entre tu invitación y los caminos de paso cerrados. Resulta que sé que a Elizabeth no le interesan tus reuniones.

    Bob Robertson se echó a reír con facilidad y gracia.

    ―Reflexiona un momento. Suceden dos cosas. Os invito a ti y a tu esposa Elizabeth al Rumfuddle. Ese es el primer acontecimiento. Tus caminos de paso se cierran de pronto, lo que es el segundo acontecimiento. Mediante una proeza de verdadera absurdidad estructurada, relacionas los dos acontecimientos y me echas la culpa a mí. ¿Crees tú que eso está bien?
    ―Tú le llamas «absurdidad estructurada» ―dijo Duray―. Yo le llamo instinto.
    ―Tendrás que hacer algo mejor que eso ―replicó Bob Robertson, echándose a reír―. Consulta con Alan y, si por alguna razón, él no te puede ayudar, ven al Rumfuddle. Nos estrujaremos los cerebros y resolveremos tu problema, o encontraremos nuevas y mejores soluciones.

    Hizo un gesto de cariñosa despedida y antes de que Duray pudiera lanzar una enojada respuesta, la figura de la pantalla se desvaneció.

    Duray permaneció con aspecto ceñudo ante la pantalla, convencido de que Bob Robertson sabía mucho más de lo que admitía sobre los caminos de paso cerrados. Duray se fue a sentar en un banco. Si Elizabeth le había encerrado, dejándole fuera de casa, tendría que haber tenido razones de fuerza mayor. Pero, a menos que intentara aislarse permanentemente de la Tierra, habría dejado al menos abierto un camino de paso, y ése debía ser el orificio maestro que se encontraba en el sótano de Alan Robertson.

    Duray se levantó, algo pesadamente, y permaneció de pie durante un momento, con la cabeza inclinada y los hombros encogidos. Lanzó un gruñido sordo y regresó a la cabina telefónica, desde donde llamó a un número conocido únicamente por no más de una docena de personas.

    La pantalla volvió a ponerse blanca, mientras la persona situada al otro lado de la línea escudriñaba su rostro. La pantalla se aclaró, revelando un rostro redondo y pálido, con unos ojos azules claros que le miraron fijamente, con una intensidad desapasionada.

    ―Hola, Ernest ―dijo Duray―. ¿Está ocupado Alan en estos momentos?
    ―No creo que esté haciendo nada de particular..., excepto descansar.

    Ernest dio un énfasis significativo a las dos últimas palabras.

    ―Tengo algunos problemas ―dijo Duray―. ¿Cuál es la mejor forma de ponerse en contacto con él?
    ―Será mejor que vengas aquí. El código ha cambiado. Ahora es MHF.
    ―Estaré ahí dentro de unos pocos minutos.

    De regreso en el centro California de Utilis, Duray se dirigió a una cámara lateral que daba a unos armarios privados, numerados y marcados con diversos símbolos. Duray se dirigió al armario 122, e ignorando la cerradura colocó la llave de código en las letras MHF. La puerta se abrió. Duray penetró en el armario y, a través del camino de paso, llegó a la Sierra Alta, cuartel general de Alan Robertson.


    4

    De Memorias y reflexiones:

    Si existe algún axioma básico que controle el cosmos, debe ser éste:



    »En una situación de infinitud, toda condición posible, sucede, no una vez, sino un número infinito de veces.

    »No existe ningún límite matemático ni lógico al número de dimensiones. Nuestras percepciones sólo nos aseguran la existencia de tres, pero numerosas indicaciones nos sugieren otra cosa: sucesos parapsicológicos de cien y una variedades, los 'agujeros blancos', el estado aparentemente finito de nuestro propio universo, que, como consecuencia natural, asegura la existencia de otros.

    »Por lo tanto, cuando penetré detrás de la plancha de plomo y toqué el botón por primera vez, me sentí seguro del éxito; ¡el fracaso me habría sorprendido!

    »Pero (y aquí radican mis dudas) ¿qué clase de éxito conseguiría?

    «¿Supongamos que abría un agujero en el vacío interplanetario?

    «Las posibilidades de que esto sucediera eran muy grandes. Rodeé la máquina con una fuerte membrana, para evitar que el aire de la Tierra penetrara en el vacío.

    «¿Supongamos que descubría una condición situada por completo más allá de la imaginación?

    »Mi imaginación no conocía fronteras.

    »Por lo tanto, apreté el botón.»


    Duray salió a una gruta situada bajo húmedas paredes de granito. La luz del sol, procedente de un cielo azul oscuro, penetraba por una abertura. Este era el vínculo de unión de Alan Robertson con el mundo exterior; al igual que a otras muchas personas, le disgustaba que hubiera un camino de paso directamente abierto hasta su casa. Un camino se extendía durante unos cincuenta metros a través del granito desnudo, hasta llegar a los alojamientos. Hacia el oeste se extendía un gran panorama de diminutos riscos, valles y un perezoso aire azulado; hacia el este se elevaban un par de escarpaduras de granito con nieve atrapada entre los riscos. El albergue de Alan Robertson estaba construido justo debajo del límite donde comenzaba el bosque, junto a un pequeño lago bordeado por altos abetos negros. Estaba construido con redondeadas piedras de granito y tenía un porche de madera que se extendía delante de la casa; en cada uno de los extremos se elevaba una enorme chimenea.

    Duray había visitado el albergue en numerosas ocasiones; siendo un muchacho había escalado las escarpaduras situadas detrás de la casa, para observar con asombro la quietud, que en la vieja Tierra tenía una intensa calidad al respirar, diferentes de las inhabitables soledades de mundos como aquél donde él vivía.

    Ernest acudió a la puerta. Era un hombre de mediana edad, con un rostro ingenioso, manos pequeñas, blancas y suaves, y un pelo oscuro de ratón. A Ernest no le gustaban el albergue, ni el paisaje salvaje y la soledad en general; sin embargo, habría estado dispuesto a sufrir verdaderas torturas antes que abandonar su puesto como subalterno de Alan Robertson. Ernest y Duray eran casi antípodas en su aspecto. Ernest pensaba que Duray era una persona brusca, pero delicada, un poco basta y probablemente algo inclinada a utilizar la violencia como accesorio argumental. Duray consideraba a Ernest, cuando pensaba en él, como la clase de hombre que se muerde los labios dos veces antes de expresar una sonrisa alegre. Ernest nunca se había casado; no mostraba ningún interés por las mujeres, y Duray, siendo niño, se había irritado a menudo por las superprecavidas restricciones de Ernest.

    Una de las cosas que más molestaban a Ernest era la libertad y facilidad con que Duray tenía acceso a Alan Robertson. Entre las obligaciones de Ernest, una de las que más apreciaba consistía en el poder rechazar o admitir a aquellas innumerables personas que solicitaban la atención de Alan Robertson, responsabilidad que Duray le negaba ignorando simplemente a Ernest y a todos sus reglamentos. Ernest nunca se había quejado a Alan Robertson, ante el temor de descubrir que la influencia de Duray era superior a la suya. Existía entre los dos una especie de tregua, mediante la cual cada uno concedía al otro sus privilegios.

    Ernest le saludó agradablemente y admitió a Duray en el albergue. Duray echó un vistazo al interior, que no había cambiado en nada desde que él lo recordaba: suelos de tablas cubiertas con alfombras de los navajos de color rojo, negro y blanco; enormes muebles de pino con remaches de cuero; unos pocos estantes con libros y media docena de jarras de peltre sobre la repisa de la gran chimenea: una habitación casi ostentosamente limpia de recuerdos y souvenirs. Duray se volvió hacia Ernest.

    ―¿Dónde está Alan?
    ―En su bote.
    ―¿Con invitados?
    ―No ―contestó Ernest con un ligero resoplido de desaprobación―. Está solo, completamente solo.
    ―¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
    ―Aproximadamente una hora. No creo que haya abandonado aún el embarcadero. ¿Cuál es tu problema, si me permites preguntarlo?
    ―Los caminos de acceso a mi mundo están cerrados. Los tres. Sólo queda uno, aquí, en el sótano.
    ―¿Quién los cerró? ―preguntó Ernest arqueando sus flexibles cejas.
    ―No lo sé. Todo lo que sé es que Elizabeth y las niñas están solas.
    ―Es extraordinario ―dijo Ernest, con una voz metálica―. Bien, pasa entonces.

    Indicó el camino por un salón hasta llegar a una habitación trasera. Cuando ya tenía la mano puesta en el pomo de la puerta, Ernest se detuvo y, mirando por encima de su hombro, preguntó:

    ―¿Le mencionaste el asunto a alguien? ¿A Robert por ejemplo?
    ―Sí ―contestó Duray―. Lo hice. ¿Por qué lo preguntas?

    Ernest dudó una fracción de segundo antes de contestar.

    ―Por ninguna razón en particular. A veces, Robert tiene un sentido del humor algo desplazado, tanto él como sus Rumfuddlers ―pronunció la palabra con un acento de disgusto.

    Duray no dijo nada respecto a sus propias sospechas. Ernest abrió la puerta; penetraron en una gran sala, iluminada por una luz celestial. Lo único que allí había era una alfombra sobre el suelo barnizado. En cada una de las paredes se abrían cuatro puertas. Ernest se dirigió hacia una de ellas, la abrió e hizo un gesto resignado.

    ―Probablemente encontrarás a Alan en el embarcadero.

    Duray miró al interior de una tosca cabaña, con paredes de hojas de palmera, que descansaba sobre una plataforma de estacas. A través de la puerta vio un camino que conducía, bajo el follaje verde iluminado por el sol, hacia un lugar en el que había una playa blanca. Las olas rompían suavemente bajo una capa de océano azul oscuro y se veía también un trozo de cielo. Duray dudó un momento, sintiéndose cansado por los acontecimientos de la mañana. Todo el mundo y cada uno era sospechoso, incluso Ernest, quien ahora dio un tranquilo resoplido de risa contenida. A través del follaje, Duray pudo ver un trozo de vela extendida; penetró entonces en el camino de paso.


    5

    De Memorias y reflexiones:

    El hombre es una criatura cuyo medio ambiente evolutivo ha sido el aire libre. Sus nervios, sus músculos y sentidos se han desarrollado a través de tres millones de años de íntimo contacto con la tierra natural, la piedra bruta, el bosque vivo, el viento y la lluvia. Ahora, esta criatura se ve repentinamente empujada ―en una escala geológica, de forma instantánea― hacia un medio ambiente antinatural de metal y vidrio, plástico y madera contrachapada, para lo cual le falta toda clase de compatibilidad en sus sustratos psíquicos. La maravilla no es que padezcamos tanta inestabilidad mental, sino tan poca. Si a eso se añaden los ruidos estruendosos, los placeres eléctricos, los colores llamativos, los alimentos sintéticos y los entretenimientos abstractos, deberíamos felicitarnos a nosotros mismos por nuestra resistencia.



    «Planteo esta cuestión porque, con mi pequeño invento, tan simple, tan sencillo, tan flexible, he aumentado enormemente la carga que pesa sobre nuestros pobres y primitivos cerebros y, de hecho, muchas personas encuentran trastornadora e incluso realmente desagradable, la transición instantánea desde un ambiente a otro.»


    Duray se encontraba en el porche de la cabaña, bajo un vívido toldo de follaje verde iluminado por el sol. El aire era suave y cálido y olía a vegetación húmeda. Permaneció quieto, escuchando. Llegaron a sus oídos el murmullo de las olas, y, desde algún lugar lejano, el canto de un solo pájaro.

    Duray bajó hasta el suelo y siguió el camino bajo las altas palmeras hasta llegar a una curva del río. Unos metros más allá, corriente abajo, junto a un tosco malecón de estacas y planchas, flotaba un queche blanco y azul, con las velas izadas y abiertas a una ligera brisa. Sobre el embarcadero se encontraba Alan Robertson, a punto de soltar amarras. Duray le llamó; Alan Robertson se volvió, sorprendido y molesto, aunque estas expresiones desaparecieron de su rostro en cuanto reconoció a Duray.

    ―Hola, Gil; ¡me alegro de que estés aquí! Pensé por un momento que era alguien que venía a molestarme. Sube a bordo. Has llegado en el momento justo para dar una vuelta.

    Sombríamente, Duray se reunió con Alan Robertson en el bote.

    ―Me temo que he venido para molestarte.
    ―¿Eh?

    Alan Robertson elevó sus cejas en un gesto de instantánea preocupación. No era demasiado alto, más bien delgado y nerviosamente activo. Unas hebras de pelo blanco le caían sobre la frente; unos ojos de un azul suave inspeccionaron a Duray con preocupación, olvidándose del paseo a vela.

    ―¿Qué ha sucedido?
    ―Quisiera saberlo. Si fuera algo que pudiera arreglar yo mismo, no te habría molestado.
    ―No te preocupes por mí; dispongo de todo el tiempo del mundo para pasear a vela. Y ahora, dime lo que ha sucedido.
    ―No puedo llegar hasta casa. Todos los caminos de paso están cerrados. ¿El porqué y el cómo? No tengo ni la menor idea. Elizabeth y las niñas están allí, solas. Al menos eso creo.

    Alan Robertson se pasó la mano por la mejilla.

    ―¡Qué asunto tan terrible! Comprendo muy bien tu agitación. ¿Crees que ha sido Elizabeth la que ha cerrado los caminos de paso?
    ―Es absurdo, pero no se me ocurre otra explicación.

    Alan Robertson dirigió a Duray una mirada sagaz y amable.

    ―¿No hay ninguna pequeña disputa familiar? ¿Nada que la haga sentirse desesperada y angustiada?
    ―Absolutamente nada. He tratado de pensar en todo, pero no consigo nada. Pienso que quizá alguien, un hombre, haya ido a visitarla, decidiendo hacerse cargo de todo, pero si se tratara de eso, ¿por qué acudió a la escuela para buscar a las niñas? Esa posibilidad queda descartada. ¿Un asunto secreto de amor? Es posible, pero muy poco probable. Como ella desea mantenerme alejado del planeta, su único motivo sólo puede ser protegerme, o protegerse a ella misma y a las niñas de alguna clase de peligro. Esto significaría a su vez que hay alguna persona involucrada en toda esta cuestión. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? Hablé con Bob. Él afirma que no sabe nada sobre la situación, pero quiere que acuda a su condenado Rumfuddle y afirma con decisión que Elizabeth también acudirá. No puedo demostrar nada contra Bob, pero sospecho de él. Siempre ha tenido muy mal gusto para las bromas pesadas.

    Alan Robertson hizo un lúgubre asentimiento con la cabeza.

    ―No negaré eso ―estaba sentado en la carlinga y miraba fijamente hacia el agua―. Bob posee un complicado sentido del humor, pero creo que difícilmente te mantendría apartado de tu mundo. Tampoco creo que tu familia corra un peligro real, pero, desde luego, no podemos correr riesgos. Existe la posibilidad de que Bob no sea el responsable, de que esté sucediendo algo terrible ―se levantó y siguió diciendo―: Evidentemente, lo primero que tenemos que hacer es utilizar el orificio maestro que está en el sótano ―observó con pesar una sombra, hacia el océano―. Mi pequeño paseo en vela puede esperar. Este es un mundo maravilloso; no es totalmente afín con la Tierra..., una especie de primo, por así decirlo. La fauna y la flora son toscamente contemporáneos, excepto por el hombre. Los homínidos nunca se han desarrollado aquí.

    Los dos hombres regresaron por el camino, mientras Alan Robertson hablaba alegremente:

    ―...He visitado miles y miles de mundos, y he observado muchos más, pero, ¿puedes creer que nunca he llegado a poder establecer un buen sistema de clasificación? Hay mundos afines exactos, aunque, desde luego, nunca estamos totalmente seguros de lo exactos que puedan ser. Esos casos son relativamente simples, pero entonces comienza el problema. ¡Bah! Ya no pienso más en esas cosas. Sé que cuando mantengo todas las propuestas a cero, aparecen las afinidades. La ruina de todo esto, como en cualquier otro aspecto es superintelectualizarlo todo. Muéstrame a un hombre que sólo trate con abstracciones y te mostraré el fin inútil de la evolución ―Alan Robertson lanzó una risita contenida―. Si pudiera controlar la máquina con la exactitud suficiente para producir verdaderas afinidades, nuestros problemas habrían terminado. Al menos, una gran parte de la confusión. Podría penetrar hacia el mundo afín inmediatamente como un verdadero Alan Robertson afín penetraría en nuestro mundo, con el simple efecto del cero. Un asunto muy divertido; nunca me canso de pensar en él.

    Regresaron a la sala de espera del albergue de montaña. Ernest apareció casi instantáneamente. Duray sospechó que les había estado observando a través del camino de paso.

    ―Estaremos ocupados durante una hora o dos, Ernest ―le dijo Alan Robertson enérgicamente―. Gilbert tiene dificultades y tenemos que solucionarlas de inmediato.

    Ernest asintió un poco de mala gana, o así se lo pareció a Duray.

    ―Ha llegado el informe sobre los progresos realizados en el plan de Ohio. No hay nada particularmente urgente.
    ―Gracias, Ernest. Ya lo veré más tarde. Vamos, Gilbert, veamos lo que hay en el fondo de todo este asunto.

    Se dirigieron a la puerta número 1 y pasaron hacia el centro de Utilis. Alan Robertson indicó el camino hacia una pequeña puerta verde, con una cerradura de tres símbolos, que él abrió con un simple ademán.

    ―Muy bien, entremos ―cerró cuidadosamente la puerta tras ellos y echaron a andar hacia un pequeño vestíbulo―. Es una vergüenza que tenga que observar tantas precauciones ―dijo Alan Robertson―. Quedarías sorprendido de las terribles peticiones que me haría la gente si no lo hiciera así. A veces me exaspero. Bueno, supongo que es algo comprensible.

    Al final del vestíbulo, Alan Robertson manipuló los diales de la cerradura de una puerta roja.

    ―Por aquí, Gilbert. Ya has pasado antes.

    A través de un camino de paso penetraron en una sala que se abría a una cámara circular de hormigón de unos diecisiete metros de diámetro, situada, según sabía Duray, en las profundidades de las Montañas Mad Dog, en el desierto de Mojave. Por entre la roca se extendían ocho grandes salas; cada una de ellas se comunicaba con doce naves laterales. El centro de la cámara estaba ocupado por una gran mesa circular de siete metros de diámetro. Allí, seis empleados, vestidos con batas blancas, trabajaban en computadoras y máquinas procesadoras de datos. De acuerdo con sus instrucciones, ni hicieron señales de reconocerles, ni saludaron a Alan Robertson.

    Alan Robertson se dirigió hacia la mesa y, ante su señal, el empleado jefe, un hombre joven y solemne, calvo como un huevo, se le acercó.

    ―Buenas tardes, señor.
    ―Buenas tardes, Harry. Encuéntrame el índice de Gilbert Duray en mi lista personal.

    El empleado se inclinó rápidamente. Se dirigió después hacia una máquina e hizo correr sus dedos por todo un panel de mandos; en seguida salió una tarjeta que Harry entregó a Alan Robertson.

    ―Aquí tiene, señor.

    Alan Robertson mostró la tarjeta a Duray, que vio en ella el código: 4:8:10/6:13:29.

    ―Este es tu mundo ―dijo Alan Robertson―. Pronto sabremos cómo están las cosas por allí. Ven por aquí, hacia Radiant Cuatro.

    Indicó el camino que bajaba hacia la sala y al llegar a ella dobló por la nave lateral marcada con el número 8, dirigiéndose después hacia el pabellón 10.

    ―Estante seis ―dijo Alan Robertson, y tras comprobar la tarjeta, añadió―: Cajón trece. Aquí estamos.

    Abrió el cajón e hizo correr los dedos por las etiquetas.

    ―Número veintinueve. Esto debe ser tu casa.

    Sacó una estructura de metal de unos diez centímetros cuadrados y la mantuvo elevada ante sus ojos. Frunció el ceño, como si no diera crédito a lo que veía.

    ―Tampoco tenemos nada aquí ―y dirigió a Duray una mirada de consternación―. ¡Es una situación muy seria!
    ―Es más o menos lo que me había esperado... ―contestó Duray con una voz sin entonación.
    ―Todo esto exige pensárselo muy cuidadosamente ―dijo Alan Robertson, chasqueando la lengua con irritación.

    Examinó después la placa de identificación situada sobre la parte superior de la estructura metálica.

    ―Cuatro; ocho; diez; seis; trece; veintinueve ―leyó en voz alta―. No parece haber ningún error por este lado.

    Miró fijamente los números, dudó un instante y después volvió a colocar la placa en su lugar. Pero pensó algo y la volvió a sacar.

    ―Vamos, Gilbert ―dijo Alan Robertson―. Tomaremos una taza de café y pensaremos en todo esto.

    Los dos regresaron a la cámara central, donde Alan Robertson entregó la placa vacía para que la guardara Harry, el empleado.

    ―Compruebe los datos, por favor ―dijo Alan Robertson―. Quiero saber cuántos caminos de paso han sido borrados de la placa maestra.

    Harry manipuló los botones de su computadora.

    ―Sólo tres, señor Robertson.
    ―Tres caminos de paso y el maestro, ¿cuatro en total?
    ―Así es, señor.
    ―Gracias, Harry.


    6

    De Memorias y reflexiones:

    Reconozco la posibilidad de que se produzcan numerosos y crueles abusos, pero lo bueno supera tanto lo malo, que aparto todo pensamiento de secreto y exclusividad. No me considero a mí mismo como Alan Robertson, sino como Prometeo, un arquetipo de hombre, y mi descubrimiento debe servir a todos los hombres.



    »¡Pero precaución, precaución, precaución!

    «Clasifiqué mis ideas. Yo mismo codiciaba la amplitud de un mundo privado y personal. Decidí que un deseo tal no era nada innoble. ¿Por qué no podía tenerlo todo el mundo, si así lo deseaba, puesto que las existencias eran ilimitadas? ¡Piénsalo! La riqueza y la belleza de todo un mundo: montañas y prados, bosques y flores, acantilados y rompientes, vientos y nubes..., todo con un valor incalculable y, sin embargo, no tenía más valor que unos pocos segundos de esfuerzo y unos pocos vatios de energía.

    »Me sentí preocupado por una nueva idea. ¿Abandonaría todo el mundo la Tierra, convirtiéndola en un montón de desperdicios? Sentí que este pensamiento me resultaba intolerable. Decidí intercambiar el acceso a un mundo por tres a seis años de trabajo terapéutico, dependiendo de la ocupación.»


    Desde un salón se veía toda la cámara central. Alan Robertson indicó a Duray que tomara asiento en una silla y sacó dos tazas de café de un armario. Se sentó también y dirigió los ojos hacia el techo.

    ―Tenemos que agrupar nuestros pensamientos. Las circunstancias son muy poco usuales. Sin embargo, he vivido en circunstancias poco usuales durante casi cincuenta años.
    ―Bueno, ésta es la situación. Hemos verificado que sólo hay cuatro caminos de paso a casa. Estos cuatro caminos de paso están cerrados, aunque debemos aceptar la palabra de Bob en el sentido de que tu armario de la ciudad también está cerrado. Si es así, en realidad, si Elizabeth y las niñas todavía están en casa, no las volveremos a ver nunca más.
    ―Bob está mezclado en todo este asunto. No puedo jurar nada, pero...

    Alan Robertson levantó la mano y dijo:

    ―Hablaré con Bob. Ese es, evidentemente, el primer paso a dar.

    Se levantó dirigiéndose hacia el teléfono que estaba en una esquina de la sala.

    Duray se le unió. Alan Robertson habló hacia la pantalla.

    ―Póngame con el apartamento de Robert Robertson, en San Francisco.

    La pantalla brilló con un color blanco. Por el altavoz se escuchó la voz de Robert.

    ―Lo siento. No estoy en casa. Me he marchado a mi mundo Fancy y no se me puede encontrar. Llamen dentro de una semana, a menos que su asunto sea urgente, en cuyo caso llamen dentro de un mes.
    ―¡Vaya! ―exclamó Alan Robertson, regresando a su asiento―. Bob es a veces demasiado ligero. Un hombre con un intelecto subextendido... ―hizo tamborilear los dedos sobre el brazo de su silla―. ¿Es mañana por la noche cuando se celebra su reunión? ¿Cómo le llama? ¿Rumfuddle?
    ―Sí, algo así. ¿Por qué quiere que vaya? Soy una persona gris. Me gustaría mucho más quedarme en casa, construyendo una cerca.
    ―Quizá sea mejor que acudas a esa reunión.
    ―Eso significa someterme a su chantaje.
    ―¿Quieres volver a ver a tu esposa y a tu familia?
    ―Naturalmente. Pero sea lo que sea lo que tiene pensado, no será ni en beneficio mío, ni en el de Elizabeth.
    ―Probablemente, tienes razón. He oído una o dos historias desagradables sobre los Rumfuddlers... Pero lo cierto es que los caminos de paso están cerrados. Los cuatro.
    ―¿No puedes abrir un nuevo orificio para nosotros? ―preguntó Duray con voz dura.

    Alan Robertson dio una fuerte sacudida con la cabeza.

    ―Puedo manejar la máquina con bastante exactitud. Puedo codificarla con precisión para encontrar los mundos de la clase del tuyo y aproximarme a un mundo particular tanto como sea necesario. Pero en cada intento, independientemente de lo exactamente que se actúa, nos encontramos con un número infinito de mundos. En la práctica, las inexactitudes en la máquina, las reacciones, el mayor tamaño de los electrones, hacen difícil conectar con absoluta precisión. De modo que aun cuando conectáramos exactamente con tu clase de mundo, la probabilidad de abrirnos a tu mundo particular es de una entre un número infinito; en resumen, despreciable.

    Duray se quedó mirando fijamente hacia el otro lado de la cámara.

    ―¿Es posible que en un espacio en el que ya se ha entrado se pueda abrir más fácilmente una segunda vez?
    ―En cuanto a eso ―dijo Alan Robertson, sonriendo―, no te lo puedo asegurar. Sospecho que no, pero en realidad sé muy poco al respecto. No veo ninguna razón por la que tenga que ser así.
    ―Si podemos abrir un paso hacia un mundo exactamente afín, podría saber al menos por qué se han cerrado los caminos.

    Alan Robertson se incorporó un poco de la silla.

    ―Ese sí que es un punto válido. Quizá podamos conseguir algo en ese sentido ―miró humorísticamente a Duray, de soslayo―. Por otra parte, considera la situación. Creamos acceso a un mundo casi exactamente afín al tuyo propio, tan idéntico que la diferencia no se pone de manifiesto. Encuentras allí a una Elizabeth, una Dolly, una Joan y una Ellen indistinguibles de tu propia familia, y un Gilbert amarrado a la Tierra. Hasta puedes llegar a convencerte a ti mismo de que ése es tu propio mundo y de que allí está tu verdadera casa.
    ―Me daría cuenta de la diferencia ―dijo Duray rápidamente, aunque Alan Robertson pareció no escucharle.
    ―¡Piénsalo! Un número infinito de mundos-casa, aislados de la Tierra, un número infinito de Elizabeths, Dollys, Joans y Ellens abandonadas; un número infinito de Gilbert Duray tratando de conseguir acceso... El efecto total podría ser una reconstrucción total de familias con todo el mundo más o menos bien adaptado a la situación. Me pregunto si no será ésta la idea de Bob, para compartir la broma con sus Rumfuddlers.

    Duray miró atentamente a Alan Robertson, preguntándose si el hombre estaba hablando en serio.

    ―Eso no suena agradablemente, y yo, desde luego, no me adaptaría muy bien.
    ―Desde luego que no ―se apresuró a decir Alan Robertson―. Es un pensamiento tonto, y me temo que demuestra muy poco gusto.
    ―En cualquier caso, Bob dijo que Elizabeth estaría en su maldita Rumfuddle. Si es así, ella tiene que haber cerrado los caminos de paso desde este lado.
    ―Es una posibilidad ―admitió Alan Robertson―, pero me parece absurdo. ¿Por qué querría mantenerte alejado de tu casa?
    ―No lo sé, pero me gustaría descubrirlo.

    Alan Robertson dejó caer las manos sobre sus delgadas piernas y se levantó, para detenerse un instante más.

    ―¿Estás seguro de que quieres mirar en el interior de esos mundos afines? Puede que veas cosas que no te gusten.
    ―Mientras pueda saber la verdad, no me preocupa si me gustará o no.
    ―Como quieras.

    La máquina ocupaba una sala situada tras el mirador. Alan Robertson observó su invento con orgullo y afecto.

    ―Este es el cuarto modelo, y probablemente su funcionamiento es óptimo; al menos, no veo por ahora lugar para introducir nuevas mejoras significativas. Utilizo ciento sesenta y siete barras que convergen hacia el centro de la esfera del reactor. Cada barra produce una cantidad de energía y es susceptible de ser sometida a varios tipos de ajuste para cubrir así el gran número de posibles estados. El número de partículas para captar el universo entero es del orden de ; las posibles permutaciones de estas partículas serían de un total de . El universo, desde luego, está construido de partículas muy diferentes, lo que hace que el número final de estados posibles, o al menos pensables, sea del orden de , en el que «x» es el número de partículas en consideración. Es un número enorme, inimaginable, que no necesitamos considerar, porque las condiciones con las que nos enfrentamos ―las posibles variaciones del planeta Tierra―, son muchísimo menores.
    ―Lo que sigue dando un gran número ―observó Duray.
    ―Sí, claro. Pero, a su vez, esa cantidad bastante manejable es cortada por una propiedad autonormalizadora de la máquina. En el estado que yo llamo «neutral flotante», la máquina alcanza los ciclos más cercanos, que es como decir que hay infinitas clases de afines perfectos. En la práctica, y como consecuencia de las exactitudes infinitesimales, el «neutral flotante» alcanza afines más o menos imperfectos, quizá con una diferencia tan minúscula como la forma de un solo grano de arena. Sin embargo, «neutral flotante» proporciona una base natural, y ajustando los controles alcanzamos ciclos que se encuentran a una mayor distancia de la base. En la práctica, busco un buen ciclo y abro un buen número de caminos de paso, tantos como cien mil. Y ahora a nuestro trabajo ―se dirigió hacia una consola que había a un lado y preguntó―: ¿Cuál era ahora tu número de código?

    Duray sacó la tarjeta y leyó los números:
    ―Cuatro; ocho; diez; seis; trece; veintinueve
    ―Muy bien. Paso el código a la computadora, que busca en los datos y ajusta automáticamente la máquina. Y ahora, ven aquí. El proceso emite una peligrosa reacción.

    Los dos se colocaron detrás de las planchas de plomo. Alan Robertson apretó un botón; observando a través de un periscopio, Duray vio un chispazo de luz purpúrea y escuchó un pequeño gemido, un sonido áspero que parecía proceder del mismo aire.

    Alan Robertson se adelantó, dirigiéndose hacia la máquina. En la bandeja receptáculo había un aro extensible. Lo recogió y miró a través del agujero.

    ―Este parece ser correcto ―dijo, tendiendo el aro a Duray―. ¿Ves algo que puedas reconocer?

    Duray se llevó el aro a los ojos y dijo:

    ―Esto es mi casa.
    ―Muy bien. ¿Quieres que vaya contigo?
    ―¿Lo vamos a hacer ahora? ―preguntó Duray tras pensarlo un momento.
    ―Sí. Disponemos de tiempo neutral.
    ―Creo que iré yo solo.
    ―Como quieras ―asintió Alan Robertson―. Vuelve en cuanto puedas, así sabré que estás a salvo.

    Duray frunció el ceño, mirándole de soslayo.

    ―¿Y por qué no iba a estar seguro? Ahí no hay nadie, excepto mi familia.
    ―No es tu familia, sino la familia de un Gilbert Duray afín. La familia puede no ser absolutamente auténtica. El Duray afín puede no ser idéntico. No puedes estar completamente seguro de lo que encontrarás, de modo que ten cuidado.


    7

    De Memorias y reflexiones:

    Cuando pienso en mi máquina y en mis pequeñas incursiones hacia y desde el infinito, pienso continuamente en una idea tan terrible que la aparto de mi mente, y que ni siquiera quiero mencionar aquí.»




    Duray penetró en el suelo de su mundo y se quedó de pie, apreciando el paisaje familiar. Un amplio prado, bañado por la luz del sol, se extendía junto al río Plata. Sobre la orilla de enfrente se elevaba una línea de riscos bajos, con árboles creciendo en los huecos. A la izquierda, el paisaje parecía extenderse indefinidamente, sin que se le pudiera distinguir de la línea azul del horizonte. A la derecha, los bosques Robber terminaban a unos cuatrocientos metros de donde se encontraba Duray. En un claro situado junto al bosque, al lado de una pequeña corriente, se encontraba la casa de piedra y madera: un panorama que a Duray le pareció el más hermoso jamás visto. Las limpias ventanas de cristal brillaban bajo la luz del sol. Unos macizos de geranios crecían con colores verdes y rojos. De la chimenea surgía un hilillo de humo.

    El aire tenía un olor frío y dulce, pero, según le pareció a Duray, encerraba un matiz extraño, diferente, o así se lo imaginó, al olor húmedo de su propia casa. Duray empezó a caminar hacia adelante, y entonces se detuvo. Aquel mundo era el suyo, y sin embargo, no era el suyo. De no haber sido consciente del hecho, ¿se habría dado cuenta de los matices extraños? Cerca de allí se elevaba una roca gris y hueca; un lugar húmedo y redondeado en el que había estado sentado hacía sólo dos días, contemplando la construcción de un embarcadero. Se dirigió hacia allí y contempló la piedra. Estuvo sentado allí y allí estaban aún las impresiones de sus tacones sobre la tierra; allí estaba también el brote de musgo, del que había arrancado un trozo con aire ausente. Duray se inclinó, acercándose más. El musgo estaba entero. El hombre que había estado sentado allí, el Duray afín, no lo había arrancado. Así pues, aquel mundo era perceptiblemente diferente al suyo propio.

    Duray se sintió aliviado y, sin embargo, ligeramente molesto. Si el mundo hubiera sido un simulacro exacto al suyo, podría haberse visto sujeto a emociones difíciles de manejar, lo que aún le podría suceder. Echó a andar hacia la casa siguiendo el camino que llevaba al río. Subió al porche. Sobre una mecedora había un libro: Aquí abajo, un estudio sobre el satanismo, por J. K. Huysmans. Los gustos de Elizabeth eran eclécticos. Duray no había visto antes aquel libro; ¿era quizá uno de los que Bob Robertson había incluido en el paquete de libros que le dejó?

    Duray penetró en la casa. Elizabeth estaba al otro lado de la habitación.

    Evidentemente, le había visto venir por el camino. No dijo nada y su rostro no mostró ninguna expresión.

    Duray se detuvo, sintiéndose algo perdido al no saber cómo dirigirse a aquella mujer.

    ―Buenas tardes ―dijo al fin.

    Elizabeth se permitió mostrar un simulacro de sonrisa.

    Al menos, pensó Duray, en los mundos afines se hablaba el mismo tipo de lenguaje. Estudió a Elizabeth. De faltarle otros conocimientos, ¿se habría dado cuenta de que era algo diferente a su propia Elizabeth? Las dos eran hermosas: altas y delgadas, con un pelo negro y rizado que les caía sobre los hombros, llevado sin ninguna clase de artificios. Sus pieles eran pálidas, con un ligero matiz moreno; las bocas grandes, apasionadas, con una expresión de tenacidad. Duray sabía que su Elizabeth era una mujer con estados de ánimo inexplicables, y esta Elizabeth no era diferente, sin lugar a dudas. Y, sin embargo, alguna diferencia existía. Una diferencia que Duray no podía definir, procedente quizá de la rareza de sus átomos, de la materia de un universo diferente. Se preguntó si ella notaría la misma diferencia en él.

    ―¿Has cerrado los caminos de paso? ―preguntó.

    Elizabeth asintió, sin cambiar la expresión.

    ―¿Por qué?
    ―Creí que era lo mejor que podía hacer ―contestó Elizabeth con una voz suave.
    ―Eso no es una contestación.
    ―Supongo que no. ¿Cómo conseguiste llegar aquí?
    ―Alan me abrió un paso.

    Elizabeth elevó las cejas.

    ―Creí que eso era imposible.
    ―Cierto. Este es un mundo diferente al mío. Otro Gilbert Duray construyó esta casa. Yo no soy tu esposo.

    La boca de Elizabeth se abrió, llena de asombro. Dio un paso hacia atrás y se llevó la mano al cuello. Una actitud que Duray no podía recordar que nunca realizara su Elizabeth. La sensación de extrañeza se extendió con mucha mayor fuerza sobre él. Se sentía un intruso. Elizabeth le estaba observando con unos ojos muy abiertos y fascinados. En un murmullo apresurado, dijo:

    ―Quisiera que te marcharas. Regresa a tu propio mundo. ¡Hazlo!
    ―Si has cerrado todos los caminos de paso, estarás aislada ―gruñó Duray―. Abandonada, probablemente para siempre.
    ―Lo que yo haga ―dijo Elizabeth―, no es asunto tuyo.
    ―Claro que lo es, aunque sólo sea por el bien de las niñas. No permitiré que vivan y mueran solas aquí.
    ―Las niñas no están aquí ―dijo Elizabeth con una voz indiferente―. Están donde ni tú ni cualquier Gilbert Duray las encontrará. Así que ahora regresa a tu propio mundo y déjame en la paz que mi alma me permita tener.

    Duray permaneció de pie, mirando con los ojos muy abiertos a aquella hermosa y fiera mujer. Nunca había escuchado a su propia Elizabeth hablando de un modo tan decidido. Se preguntó si, en su propio mundo, habría otro Gilbert Duray enfrentado de un modo similar a su propia Elizabeth, y a medida que analizaba sus sentimientos con respecto a aquella mujer, percibía una sensación de enojo. Era una situación muy curiosa. Con una voz tranquila, dijo:

    ―Muy bien. Tú y mi propia Elizabeth habéis decidido aislaros. No puedo imaginar vuestras razones.
    ―Puede que sean reales ahora, pero dentro de diez años, o de cuarenta, pueden parecer irreales. No te puedo dar acceso a tu propia Tierra, pero si quieres puedes utilizar el camino de paso hacia la Tierra de la que acabo de venir, y no tendrás ninguna necesidad de volverme a ver.

    Elizabeth se volvió y se dedicó a mirar hacia el valle. Duray le habló mientras estaba de espaldas:

    ―Nunca hemos tenido secretos entre los dos. Tú y yo, quiero decir Elizabeth y yo. ¿Por qué ahora? ¿Estás enamorada de algún otro hombre?

    Elizabeth emitió una risita de divertido sarcasmo.

    ―Desde luego que no. Estoy disgustada con toda la raza humana.
    ―Lo que, al parecer, también me incluye a mí.
    ―Desde luego, y a mí misma también.
    ―¿Y no me querrás decir el porqué?

    Elizabeth, que aún seguía mirando por la ventana, sacudió la cabeza negativamente, sin decir una sola palabra.

    ―Muy bien ―dijo Duray, con un tono de voz frío―. ¿Me dirás entonces adonde has enviado a las niñas? Recuerda que son tan mías cómo tuyas.
    ―Estas niñas en particular no son tuyas en modo alguno.
    ―Puede que sea así, pero el efecto es el mismo.
    ―Si quieres encontrar a tus propias hijas ―dijo Elizabeth sin expresividad en la voz―, será mejor que encuentres a tu propia Elizabeth y se lo preguntes. Yo sólo puedo hablar por mí misma. Para, decirte la verdad, no me gusta ser parte de una persona compuesta, y no intento actuar como una de ellas. Yo, sólo soy yo. Tú eres tú; un extraño a quien no había visto antes en toda mi vida. Así que deseo que te marches.

    Duray salió de la casa, hacia la luz del sol. Miró el paisaje de un lado a otro, después dio un brusco giro a su cabeza y comenzó a caminar a lo largo del camino.


    8

    De Memorias y reflexiones:

    El pasado está expuesto a nuestro escrutinio; podemos ir por las épocas como señores por nuestro jardín, sereno en nuestro ambiente. Discutimos con los nobles sabios, rechazando sus laboriosos conceptos, aunque parezcamos poco amables. Recuerda (por lo menos) dos cosas: primera, cuanto más distancia del Ahora, tanto menos precisas son nuestras coyunturas, tanto menor será nuestra capacidad para acertar un instante dado. Podemos penetrar hasta el ayer en un segundo estipulado; el límite de nuestra exactitud alcanza hasta el océano, más o menos en diez años; en cuanto al cretáceo o cualquier época anterior, se considera satisfactorio un acercamiento de hasta trescientos años, dentro de una fecha determinada. Segunda: el pasado que abordamos nunca es nuestro propio pasado, pero, en el mejor de los casos, es el pasado de un mundo afín, de modo que cualquier descubrimiento sobre la comprensión de los problemas históricos es algo cuestionable y quizá engañoso. No podemos sondear el futuro; el proceso implica una corriente negativa de energía, lo que es impracticable en sí mismo. Se ha recomendado insistentemente la utilización de un instrumento hecho de antimateria, pero eso no sería de ningún beneficio para nosotros. El futuro, menos mal, permanece oculto para siempre.»




    ―¡Vaya! ¡Estás de vuelta! ―exclamó Alan Robertson―. ¿De qué te has enterado?

    Duray describió su encuentro con Elizabeth.

    ―No da ninguna explicación sobre lo que está haciendo; muestra una hostilidad que no parece real; sobre todo porque no puedo imaginarme ninguna razón que la explique.

    Alan Robertson no hizo ningún comentario.

    ―La mujer no es mi esposa, pero sus motivaciones tienen que ser las mismas.

    No puedo pensar en ninguna explicación razonable que justifique una conducta tan extraña y mucho menos entre dos personas solas.

    ―¿Parecía normal Elizabeth esta mañana? ―preguntó Alan Robertson.
    ―No percibí nada anormal en ella.

    Alan Robertson se dirigió hacia el panel de control de su máquina y miró por encima del hombro hacia Duray.

    ―¿A qué hora te marchaste a trabajar?
    ―Alrededor de las nueve.

    Alan Robertson marcó un disco, después hizo girar otros dos hasta que un círculo de luz verde quedó equilibrado, oscilando precisamente a mitad de camino a lo largo de un tubo de vidrio. Hizo señales a Duray para que se colocara detrás de la plancha de plomo y apretó el botón. Desde el centro de la máquina llegó el impacto de ciento sesenta y siete nódulos de fuerza que chocaban entre sí, y el gemido de un desgarro dimensional.

    Alan Robertson abrió el nuevo camino de paso.

    ―El tiempo es esta mañana. Tendrás que decidir por ti mismo cómo manejar la situación. Puedes intentarlo observando sin ser visto; puedes decir que tienes trabajo que hacer en casa, que Elizabeth no se ocupe de ti y realice su rutina normal, mientras tú ves lo que está ocurriendo sin ser molestado.
    ―Es probable ―dijo Duray, frunciendo el ceño― que en cada uno de ésos mundos haya un Gilbert Duray que se encuentra en mi misma situación. Supón que cada uno de ellos intenta deslizarse sin que nadie se dé cuenta en el mundo de algún otro para saber lo que está sucediendo. Suponte que cada Elizabeth lo descubre en ese acto y acusa furiosamente al hombre que cree ser su esposo de estar espiándola. Eso, en el fondo, puede ser la fuente del enojo de Elizabeth.
    ―Bueno, sé tan discreto como puedas. Probablemente estarás ahí varias horas, así que regresaré al bote y a través de mi armario cinco me situaré en mi centro privado. Dejaré la puerta abierta.

    Una vez más, Duray se encontró en la ladera de la colina situada junto al río, con la casa de piedra construida por otro Gilbert Duray, a unos doscientos metros de la pendiente. Por la altura del sol, Duray calculó que la hora local sería alrededor de las nueve, algo más pronto de lo necesario. De la chimenea de la casa surgía un hilillo de humo; Elizabeth había encendido el fuego en la chimenea de la cocina. Duray permaneció de pie, reflexionando. Esta mañana, en su propia casa, Elizabeth no había encendido el fuego. Había llegado a encender una cerilla, pero después decidió que la mañana era cálida. Duray esperó diez minutos para estar seguro de que el Gilbert Duray local se había marchado; después, se dirigió hacia la casa. Se detuvo ante la gran piedra para inspeccionar el estado del musgo. El hueco parecía más estrecho de lo que él recordaba, y el musgo estaba seco y descolorido. Duray suspiró profundamente. El aire, enriquecido por el olor a hierba, parecía tener de nuevo un matiz extraño, poco familiar. Duray se encaminó lentamente hacia la casa, sin saber si, después de todo, no estaría involucrado en algún curso sensible de acción.

    Se aproximó a la casa. La puerta de enfrente estaba abierta. Elizabeth salió, para mirarle con sorpresa.

    ―¡Este sí que ha sido un día rápido de trabajo!
    ―Se ha sacado el anillo para hacer reparaciones ―dijo Duray sombríamente―. Pensé aprovecharlo para terminar algún papeleo que tengo que hacer en casa. Tú sigue lo que estabas haciendo.
    ―No estaba haciendo nada en particular ―dijo Elizabeth, mirándole con sorpresa.

    Siguió a Elizabeth, penetrando en el interior de la casa. Ella llevaba unos suaves pantalones negros y una vieja chaqueta gris. Duray trató de recordar lo que aquella mañana había llevado su propia Elizabeth, pero las ropas le fueron tan familiares que no pudo recordarlo por completo.

    Elizabeth sirvió café en un par de tazas de cerámica y Duray se sentó junto a la mesa de cocina, tratando de decidir cuáles eran los matices en que esta Elizabeth difería de la suya..., si es que era diferente. Esta Elizabeth parecía más sumisa y meditativa; su boca podría haber sido un poco más suave.

    ―¿Por qué me estás mirando con tanta atención? ―preguntó ella de pronto.
    ―Sólo estaba pensando en lo bonita que eres ―dijo Duray echándose a reír.

    Elizabeth se sentó sobre sus rodillas y le besó, y la sangre de Duray empezó a calentarse. Se contuvo a sí mismo; ésta no era su esposa; no deseaba complicaciones. Y si él se dejaba llevar por las tentaciones del momento, ¿acaso no podía ocurrir que otro Gilbert Duray que hubiera visitado a su propia Elizabeth hubiera hecho lo mismo? Sintió un escalofrío.

    Elizabeth, al no encontrar respuesta a. su ardor, se sentó en la silla situada enfrente. Bebió su café durante un instante, en silencio, y después dijo:

    ―En cuanto te marchaste, vino Bob.
    ―¡Oh! ―exclamó Duray, prestando mucha atención―. ¿Qué quería?
    ―Esa tonta reunión suya. Los Rubblemenders o algo así. Quiere que vayamos.
    ―Ya le he dicho que no en tres ocasiones.
    ―Yo le volví a decir que no. Sus reuniones son siempre tan peculiares. Dijo que quería que fuésemos por una razón muy especial, pero no estuvo dispuesto a decírmela. Se lo agradecí, pero le dije que no.

    Duray echó un vistazo por la habitación.

    ―¿Ha dejado algún libro?
    ―No. ¿Por qué iba a dejar algún libro?
    ―Sólo quería saberlo.
    ―Gilbert ―dijo Elizabeth―, estás actuando de un modo bastante extraño.
    ―Sí, supongo que sí.

    La mente de Duray estaba dando vueltas. Supongamos que ahora se dirigía al camino de paso hacia la escuela y traía a las niñas a casa y que después cerraba todos los caminos de paso, de modo que, más o menos, volvería a tener a su Elizabeth y a sus tres hijas; entonces, quedarían realizadas las condiciones con las que él se había encontrado. Y otro Gilbert Duray, que ahora se encontraría felizmente destruyendo las casas de otro Cupertino, se encontraría con que le habían robado. Duray recordó la conducta hostil de la Elizabeth anterior. Los caminos de paso de aquel mundo en particular no habían sido cerrados, evidentemente, por ningún Duray intruso. Se le ocurrió entonces una sorprendente posibilidad Supongamos que un Duray había llegado a casa y, sucumbiendo a la tentación, había cerrado los caminos de paso, excepto el que comunicara con su propio mundo; supongamos entonces que Elizabeth, al descubrir al impostor, le había matado. La teoría tenía una siniestra verosimilitud y extinguía por completo cualquier deseo que Duray pudiera sentir por convertir este mundo en su propio hogar.

    ―Gilbert ―preguntó Elizabeth―, ¿por qué me estás mirando con esa expresión tan extraña?

    Duray se las arregló para esbozar una mueca.

    ―Supongo que estoy de mal humor esta mañana. No te preocupes por mí. Iré a redactar mi informe.

    Se dirigió a la amplia y fría sala de estar, familiar y extraña a la vez, y sacó los informes de trabajo del otro Gilbert Duray. Estudió la letra: era como la suya, firme y decidida, pero diferente de un modo indefinible..., quizá algún rasgo algo más duro y angular. Las tres Elizabeths no eran idénticas y tampoco lo eran los Gilbert Duray.

    Transcurrió una hora. Elizabeth estuvo ocupada en la cocina. Duray hizo como si estuviera escribiendo el informe.

    Entonces sonó un timbre.

    ―Hay alguien en el camino de paso ―dijo Elizabeth.
    ―Ya me haré cargo yo ―dijo Duray.

    Se dirigió hacia la habitación del pasaje, atravesó el camino de paso y miró a través de la mirilla, para contemplar al otro lado el rostro grande, suave, curtido por el sol, de Bob Robertson.

    Duray abrió la puerta. Por un instante, él y Bob Robertson se miraron frente a frente. Los ojos de Bob Robertson se estrecharon.

    ―¡Cómo! ¡Hola, Gilbert! ¿Qué estás haciendo en casa?

    Duray, sin contestar, señaló el paquete que llevaba Bob Robertson y preguntó:

    ―¿Qué traes ahí?
    ―¡Oh! ¿Esto? ―dijo Bob Robertson mirando el paquete, como si se hubiera olvidado de él―. Sólo son unos libros para Elizabeth.

    A Duray le resultó difícil controlar su voz.

    ―Estáis metidos en alguna travesura tú y tus Rumfuddlers. Escucha, Bob; apártate de mí y de Elizabeth. No vengas por aquí y no traigas ninguna clase de libros. ¿Te parece lo bastante definitivo?

    Bob elevó las cejas, rubias por el sol.

    ―Muy definitivo y muy explícito. ¿Pero por qué ese repentino arrebato de furia? Sólo soy el viejo y amistoso tío Bob.
    ―No me importa cómo te llames. Apártate de nosotros.
    ―Como quieras, claro está. Pero ¿te importaría explicarme este repentino decreto de destierro?
    ―La razón es bastante simple. Queremos que se nos deje solos.

    Bob hizo un gesto de fingida desesperación.

    ―Y todo esto por una simple invitación a una sencilla reunión, a la que de todos modos me gustaría que vinierais.
    ―No nos esperes. No estaremos allí.

    De repente, el rostro, de Bob enrojeció.

    ―Me estás echando demasiadas cosas encima, amigo, y eso no es una buena política. Puedes ser levantado de aquí con una sacudida. Las cosas no son tal y como tú piensas.
    ―No me importa que sean de una forma u otra ―dijo Duray―. Adiós.

    Cerró la puerta del armario y regresó por el camino de paso, volviendo a la sala de estar. Elizabeth le llamó desde la cocina.

    ―¿Quién era, querido?
    ―Bob Robertson, con algunos libros.
    ―¿Libros? ¿Y para qué traía libros?
    ―No me he preocupado de averiguarlo. Le dije que se marchara. Después de esto, si viene por el camino de paso, no le abras.

    Elizabeth le miró intensamente.

    ―Gil... ¡estás tan extraño hoy! Hay algo en ti que casi me asusta...
    ―Tu imaginación está trabajando demasiado.
    ―¿Por qué iba Bob a preocuparse por traerme libros? ¿Qué clase de libros son? ¿Los has visto?
    ―Demonología. Magia negra. Esa clase de cosas.
    ―Vaya... Interesante, pero no tan interesante... Me pregunto si un mundo como el nuestro, donde no ha vivido nadie nunca, tendrá también duendes y espíritus.
    ―Sospecho que no ―dijo Duray.

    Miró hacia la puerta. Allí ya no tenía nada más que hacer, y era hora de regresar a su propia Tierra. Se preguntó cómo despedirse sin que ella sospechara nada. ¿Y qué sucedería cuando el Gilbert Duray que ahora estaba trabajando regresara a su casa?

    ―Elizabeth ―dijo Duray―, siéntate en esta silla.

    Elizabeth se deslizó lentamente en la silla, junto a la mesa de la cocina, y observó a Duray con una mirada intrigada.

    ―Esto te puede producir una conmoción ―dijo él―. Yo soy Gilbert Duray, pero no tu Gilbert Duray personal. Yo soy su afín.

    Los ojos de Elizabeth se abrieron enormemente, muy brillantes.

    ―En mi propio mundo ―dijo Duray―, Bob Robertson me causó problemas a mí y a mi Elizabeth. Vine aquí para descubrir lo que había hecho y por qué, y para impedirle que lo hiciera de nuevo.
    ―¿Qué es lo que ha hecho? ―preguntó Elizabeth.
    ―Aún no lo sé. Probablemente, no te volverá a molestar. Le puedes decir a tu Gilbert Duray personal lo que creas mejor, e incluso quejarte a Alan.
    ―¡Estoy desconcertada por todo esto!
    ―No lo estarás más que yo ―dijo él, dirigiéndose hacia la puerta―. Ahora tengo que marcharme. Adiós.

    Elizabeth se levantó y avanzó impulsivamente hacia él.

    ―No me digas adiós. Tiene un sonido tan remoto viniendo de ti... Es como si mi propio Gilbert Duray me dijera adiós.
    ―No puedo hacer otra cosa. Desde luego, podría seguir mis inclinaciones y venir a vivir contigo. ¿Pero qué bien harían dos Gilbert Duray? ¿Quién de los dos se sentaría a la cabecera de la mesa?
    ―Podríamos poner una mesa redonda ―dijo Elizabeth―. Hay espacio para seis o siete. A mí me gustan mis Gilberts.
    ―Y a tus Gilberts les gustan sus Elizabeths ―dijo Duray suspirando―. Será mejor que marche ahora mismo.

    Elizabeth le extendió la mano y se despidió: ―Adiós, afín Gilbert.


    9

    De Memorias y reflexiones:

    El concepto oriental del mundo difiere del nuestro, especialmente del mío, en muchos aspectos, y no tardé en verme enfrentado a una serie de dilemas. Reflexioné sobre la apatía asiática y su anverso, el despotismo; los jefes militares y los lavados de cerebro; la indiferencia ante la enfermedad, la suciedad y el sufrimiento; los monos sagrados y la fecundidad irresponsable.



    «También tomé buena nota de mi decisión de utilizar la máquina para ponerla al servicio de los hombres.

    »A1 final decidí cometer la 'equivocación' que otros muchos habían cometido antes que yo. Procedí a imponer mis propios puntos de vista éticos sobre el estilo de vida oriental.

    «Como esto era precisamente lo que se esperaba de mí, pues si lo hubiera hecho de otro modo habría sido considerado como un tonto y un lunático; como los premios por la cooperación excedían con mucho las gratificaciones de la obstinación y del sarcasmo, mis programas son un éxito maravilloso, al menos hasta el momento en que escribo esto.»


    Duray echó a andar junto a la orilla del río, dirigiéndose hacia el bote de Alan Robertson. Una ligera brisa hacía ondular el agua, hinchando las velas que Alan Robertson había elevado al aire; el bote daba estirones en el amarradero.

    Alan Robertson, que llevaba pantalones cortos y blancos, y un sombrero blanco con un reborde suelto, levantó la mirada del nudo que había estado intentando hacer al extremo de la driza.

    ―¡Hola, Gil! ¿Ya has vuelto? Sube a bordo y tómate una botella de cerveza.

    Duray se sentó a la sombra de la vela y se bebió media botella de un largo trago.

    ―Aún no sé lo que está sucediendo, excepto por el hecho de que de uno u otro modo Bob es responsable de todo. Vino a casa mientras yo estaba allí. Le dije que se marchara, y eso no le gustó.
    ―Me doy cuenta de que Bob tiene capacidad para hacer daño ―dijo Alan Robertson, lanzando un suspiro de melancolía.
    ―Aún no puedo comprender cómo consiguió convencer a Elizabeth para que cerrara los caminos de paso. Traía algunos libros, ¿pero qué efectos podían tener?
    ―¿Qué clase de libros eran? ―preguntó Alan Robertson, sintiéndose inmediatamente interesado.
    ―Algo sobre satanismo, magia negra. No te podría decir mucho más.
    ―¿De veras? ¿De veras? ―murmuró Alan Robertson―. ¿Está Elizabeth interesada en ese tema?
    ―No lo creo. Más bien creo que teme esas cosas.
    ―Correcto. Bien, bien, eso es perturbador ―Alan Robertson se aclaró la garganta e hizo un gesto delicado, como suplicando a Duray alguna genialidad o tolerancia―. Sin embargo, no debes mostrarte muy irritado con Bob. Él va demasiado lejos con sus pequeñas travesuras, pero...
    ―¡Pequeñas travesuras! ―bramó Duray―. ¿Como cerrarme los pasos a mi casa y dejar abandonadas a mi esposa y a mis hijas? ¡Eso es mucho más que una travesura!
    ―Ven ―dijo Alan Robertson, sonriendo―, toma otra cerveza bien fría. En todo eso hay mucho de reflejo. Primero hay que tener en cuenta las probabilidades. Dudo que Bob haya abandonado realmente a Elizabeth y a las niñas, o haya hecho que Elizabeth las abandonara.
    ―Entonces, ¿por qué están cerrados todos los caminos de paso?
    ―Eso puede tener su explicación. Él tiene acceso a los sótanos; puede haber cambiado tu orificio maestro, sustituyéndolo por una pieza en blanco. Eso es, al menos, una posibilidad.

    Duray apenas si pudo hablar, de tanta rabia como sentía. Finalmente gritó:

    ―¡No tiene ningún derecho a hacer eso!
    ―Tienes razón, en un sentido amplio. Sospecho que sólo quiere inducirte a que acudas a su Rumfuddle.
    ―Y yo no quiero ir, sobre todo porque está intentando presionarme.
    ―Eres un hombre obstinado, Gil. El camino más fácil, desde luego, sería relajarse y echar un vistazo a la reunión. Hasta es posible que te diviertas.
    ―¿Me estás sugiriendo que acuda a la fiesta...? ―preguntó Duray mirando a Alan Robertson con los ojos muy brillantes.
    ―Bueno..., no. Únicamente estaba proponiendo una posible forma de actuar.

    Duray bebió más cerveza y observó los vivos colores al otro lado del río.

    ―Dentro de un día o dos ―dijo Alan Robertson―, cuando todo este asunto se haya aclarado, creo que debemos, todos nosotros, emprender un crucero de descanso por entre las islas, sin nada que nos preocupe, nos moleste y nos enoje. A las niñas les gustará hacer un crucero así.
    ―Me gustaría verlas antes de planear cualquier crucero ―dijo Duray―. ¿Qué sucede en esas fiestas de los Rumfuddlers?
    ―Nunca he asistido a ninguna. Los invitados ríen y gastan bromas, beben y comen, y charlan sobre los mundos que han visitado y se muestran películas, ya sabes, toda esa clase de cosas. ¿Por qué no le echamos un vistazo a la reunión del año pasado? Yo mismo estoy ahora un poco interesado.
    ―¿Qué tienes en mente? ―preguntó Duray, dudando.
    ―Colocaremos los discos en un mundo Fancy, afín al de Bob, pero de hace un año, y veremos con exactitud qué es lo que sucede. ¿Qué me dices?
    ―Supongo que eso no puede hacernos ningún daño ―dijo Duray de mala gana.
    ―Ayúdame entonces a recoger estas velas ―dijo Alan Robertson, levantándose.


    10

    De Memorias y reflexiones:

    Los problemas que han atormentado a los historiadores desde hace tiempo han sido resueltos ahora. ¿Quiénes fueron los hombres de Cro-Magnon? ¿Dónde evolucionaron? ¿Quiénes fueron los etruscos? ¿Dónde se encontraban las ciudades legendarias de los protosumerios antes de que emigraran a Mesopotamia? ¿Por qué esa identidad entre los ideografos de la isla de Pascua y los de Mohenjo-Daro? Todas estas fascinantes cuestiones han sido solucionadas, poniendo de manifiesto todo el alcance de nuestra historia antigua. Hemos preservado la biblioteca de la antigua Alejandría de los mahometanos, y los códices incas de los cristianos. Los guanches de las Canarias, los ainu de Hokkaido, los mandans de Missouri, los kaffirs rubios de Bhutan: todos nos son conocidos ahora. Podemos explorar el desarrollo de cada idioma, sílaba por sílaba, desde su primera formulación hasta el presente. Hemos identificado a los héroes helénicos y yo mismo he recorrido los antiguos bosques del Norte y me he encontrado cara a cara en sus propios lugares con aquellos poderosos hombres que generaron los mitos nórdicos.»




    Situado delante de su máquina, Alan Robertson habló con una voz de humorística autodesaprobación.

    ―No soy tan honrado y franco como tendría que ser. De hecho, a veces siento vergüenza por mis pequeñas tretas; y ahora estoy hablando de Bob. Todos nosotros tenemos nuestros pequeños pecados, y a Bob, desde luego, no le faltan. Su imaginación es quizá su mayor calamidad: se aburre fácilmente, y a veces tiende a ir más allá de donde puede. De modo que, aun cuando no le niego nada, también me aseguro de estar siempre en una posición que me permita aconsejarle e incluso reconvenirle si es necesario. Cada vez que abro un camino de paso hacia alguna de sus fórmulas, me hago un duplicado, sin que él se dé cuenta, y lo guardo en mi fichero privado. No encontraremos ninguna dificultad para visitar un Fancy afín.

    Duray y Alan Robertson se encontraban en un lugar oscuro, al final de una pálida playa blanca. Detrás de ellos se elevaba un pequeño acantilado de basalto. A su derecha, el océano reflejaba el resplandor crepuscular y el brillo de la luna menguante; a la izquierda, las palmeras se elevaban, recortándose negras contra el cielo. En una extensión de cien metros a lo largo de la playa se habían colocado docenas de alegres lámparas para iluminar una larga mesa llena de frutas, pasteles y ponche en cuencos de cristal. Alrededor de la mesa había varias docenas de hombres y mujeres que mantenían una animada conversación; hasta Duray y Alan Robertson llegaban, procedentes de la playa, los sonidos de la música y de las risas.

    ―Hemos llegado en un buen momento ―dijo Alan Robertson y, tras reflexionar un instante, añadió―: No cabe la menor duda de que seríamos bien recibidos; sin embargo, creo que es mucho mejor permanecer ocultos. Caminaremos junto a la playa, ocultos entre los árboles. Ten cuidado de no tropezar o caerte y, sin importarte lo que oigas y veas, no hagas nada. La discreción es esencial. No queremos producir ahora desagradables enfrentamientos.

    Manteniéndose entre las sombras de la espesura, los dos se aproximaron al feliz grupo. A unos cincuenta metros de distancia, Alan Robertson levantó la mano, indicando a Duray que se detuviera.

    ―Sólo necesitamos acercarnos hasta aquí; conoces a la mayor parte de la gente, o más bien a sus afines. Por ejemplo, está Royal Hart, y también James Parham y la tía de Elizabeth, Emma Bathurst, y su tío Peter, y Maude Granger y otros muchos.
    ―Parecen estar todos muy alegres.
    ―Sí, ésta es una ocasión importante para ellos. Tú y yo somos como malhumorados extraños que no podemos comprender el porqué de tanta alegría.
    ―¿Es esto todo lo que hacen? ¿Comer, beber y hablar?
    ―Creo que no ―contestó Alan Robertson―. Mira allí. Bob parece estar preparando una pantalla para proyectar algo. Lástima que no nos podamos acercar un poco más ―Alan Robertson aguzó la vista a través de las sombras―. Pero será mejor no correr riesgos. Si nos descubrieran, todo el mundo se sentiría muy molesto.

    Observaron en silencio. Bob Robertson se acercó entonces al equipo de proyección y apretó un botón. La pantalla adquirió vida con vibrantes anillos rojos y azules. Las conversaciones se apagaron. El grupo se volvió hacia la pantalla. Bob Robertson dijo algo, pero sus palabras fueron inaudibles para los dos que les observaban desde la oscuridad. Bob Robertson hizo un gesto hacia la pantalla, donde ahora apareció la vista de una pequeña ciudad rural, con un paisaje de amplios horizontes; Duray supuso que aquel lugar se encontraría en alguna parte del Medio Oeste. La imagen cambió para mostrar la escuela superior local, con estudiantes sentados en las escaleras. La escena volvió a cambiar trasladándose al campo de fútbol, el día de un encuentro: un encuentro muy importante, a juzgar por la conducta de los espectadores. El equipo local fue presentado; uno a uno, los chicos corrieron, saliendo al campo para permanecer allí cegados por la luz del sol otoñal; después, echaron a correr todos juntos, preparándose para el peloteo anterior al comienzo del partido.

    Comenzó el partido, Bob Robertson se encontraba junto a la pantalla, como un comentarista experto, señalando a uno y otro de los jugadores, analizando el desarrollo del partido. El juego continuó, ante el manifiesto placer de los Rumfuddlers. Durante el descanso del medio tiempo, las bandas de música marcharon por el campo, y después se reanudó el juego. Duray empezó a aburrirse e hizo impacientes comentarios a Alan Robertson, quien sólo decía:

    ―Sí, sí, probablemente es así.
    ―¡Vaya! Fíjate en la agilidad del medio trasero ―dijo en otra ocasión.
    ―¿Te has dado cuenta de la precisión de la línea de juego? ―preguntó―. ¡Es muy buena!

    Finalmente, terminó el partido. El equipo victorioso se situó bajo un cartel que decía:

    LOS TORNADOS DE SHOWALTER
    CAMPEONES DE TEXAS
    1951

    Los jugadores se adelantaron para recoger los trofeos. Se pudo ver aún una última imagen del equipo completo, mostrándose orgulloso y victorioso. Después, la pantalla produjo una serie de estrellitas rojas y doradas y quedó negra. Los Rumfuddlers sé levantaron y felicitaron a Bob Robertson, quien se echó a reír modestamente y se dirigió a la mesa para tomar un vaso de ponche.

    ―¿Es ésta una de las famosas reuniones de Bob? ―preguntó Duray, sintiéndose disgustado―. ¿Por qué convierte algo tan trivial en una ocasión tan tremenda? Esperaba ver alguna clase de vicio corrompido.
    ―Sí ―admitió Alan Robertson―, desde nuestro propio punto de vista, los procedimientos parecen tener muy poco interés. Bueno, si tu curiosidad ha quedado satisfecha, ¿podemos regresar?
    ―Cuando quieras.

    Una vez en el alojamiento situado bajo las montañas Mad Dog, Alan Robertson dijo:

    ―Bueno, ahora hemos podido asistir por fin a uno de los famosos Rumfuddlers de Bob. ¿Sigues decidido a no asistir a la reunión de mañana por la noche?
    ―Si tengo que ir para reclamar a mi familia, lo haré ―contestó Duray, frunciendo el ceño―. Pero puede que pierda mis estribos antes de que haya pasado la noche.
    ―Bob ha ido demasiado lejos ―declaró Alan Robertson―. Estoy de acuerdo contigo en eso. En cuanto a lo que hemos visto esta noche, admito que estoy un poco extrañado.
    ―¿Sólo un poco? ¿Lo has comprendido acaso?

    Alan Robertson sacudió la cabeza esbozando una sonrisa ligeramente extraña.

    ―No vale la pena hacer especulaciones. Supongo que pasarás la noche conmigo, ¿verdad?
    ―Creo que es lo mejor ―murmuró Duray―. No tengo ningún otro lugar al que ir.
    ―¡Buen muchacho! ―exclamó Alan Robertson dándole una cariñosa palmada en la espalda―. Asaremos algunos filetes de carne y dejaremos nuestros problemas por esta noche.


    11

    De Memorias y reflexiones:

    Cuando puse por primera vez en marcha la máquina Mark I, sufrí grandes temores. ¿Qué sabía sobre las fuerzas que iba a poner en libertad? Manteniendo todos los ajustes en un punto muerto, abrí un camino de paso hacia una Tierra afín. Esto fue sencillo; de hecho, resultó ser casi anticlimático. Poco a. poco, aprendí a controlar mi maravilloso juguete; nuestro propio mundo, así como todas sus fases pasadas, se convirtieron en algo familiar para mí. ¿Qué sucedería con otros mundos? Estoy seguro de que, dentro de poco tiempo, nos moveremos instantáneamente de un mundo a otro, de una galaxia a otra, utilizando un centro de viajes espaciales en Utilis. De momento, temo ingenuamente abrir caminos de paso a ciegas. ¿Qué sucedería si abriera uno hacia el interior de un sol? ¿O en el centro de un agujero negro? ¿O en un universo de antimateria? Seguramente me destruiría a mí mismo y a la máquina, y probablemente a la propia Tierra.



    «Sin embargo, las potencialidades son demasiado atrayentes para ser ignoradas. Actuando con la más cuidadosa de las precauciones y disponiendo de una docena de instrumentos protectores, intentaré encontrar mi camino hacia nuevos mundos, y por primera vez será posible el viaje interestelar»


    Alan Robertson y Duray estaban sentados a la brillante luz matutina del sol, junto al brillante lago azul. Se habían traído el desayuno a la mesa y ahora estaban cómodamente sentados bebiendo café. Alan Robertson mantuvo una conversación agradable para los dos.

    ―Estos últimos años han sido muy fáciles para mí. He relegado una buena parte de mis responsabilidades. Ernest y Henry conocen mi política tan bien como yo mismo, si no mejor; y nunca son frívolos ni inconsistentes ―Alan Robertson lanzó una risilla burlona―. He conseguido dos verdaderos milagros. Primero mi máquina, y segundo mantener la situación con toda la simplicidad que tiene. Me niego a trabajar a horas regulares; no estoy de acuerdo en establecer citas; no mantengo archivos; no pago impuestos; ejerzo una gran influencia social y política, pero sólo de un modo informal; simplemente me niego a ser molestado con detalles administrativos y, en consecuencia, me encuentro en situación de disfrutar de la vida.
    ―Es un verdadero milagro que algún fanático religioso no te haya asesinado ―comentó Duray.
    ―No es nada extraño. Les he proporcionado sus mundos privados, con mis mejores recuerdos, y ya no les queda energía para ejercer la violencia. Y, como sabes, ando con un aspecto muy extraño. Mis amigos apenas si me reconocen en la calle ―Alan Robertson hizo un movimiento con la mano―. No cabe la menor duda de que estás más preocupado por tu problema más inmediato. ¿Has tomado alguna decisión en lo que respecta al Rumfuddle?
    ―No tengo otra alternativa ―murmuró Duray―. Preferiría retorcerle el cuello a Bob. Si pudiera conocer con exactitud la conducta de Elizabeth, me sentiría mucho mejor. Ella no está interesada por la magia negra, ni siquiera remotamente. ¿Por qué le llevó Bob aquellos libros sobre satanismo?
    ―Bueno, el tema es verdaderamente fascinante ―sugirió Alan Robertson sin estar muy convencido―. El nombre «Satán» procede de la palabra hebrea utilizada para designar a un «adversario», nunca se aplicó a un individuo real. Zeus, desde luego, fue un jefe ario que vivió hacia el año 3500 a. C., mientras que Woden vivió algo más tarde. En realidad, se llamaba «Othinn» y fue un chamán de enorme fuerza personal, que hizo con su mente cosas que ni siquiera yo puedo hacer con mi máquina... Pero estoy divagando de nuevo.

    Duray hizo un silencioso gesto de asentimiento.

    ―Bien, entonces irás al Rumfuddle ―dijo Alan Robertson―. Es, con mucho, lo mejor que puedes hacer, sean cuales sean las consecuencias.
    ―Me parece que sabes mucho más de lo que me estás diciendo.

    Alan Robertson sonrió y sacudió la cabeza.

    ―He vivido con muchas incertidumbres entre mis mundos afines y casi-afines. Nada es seguro; las sorpresas surgen en todas partes. Creo que el mejor plan consiste en acceder a las exigencias de Bob. Después, si Elizabeth se encuentra realmente allí, puedes discutir la cuestión con ella.
    ―¿Qué harás tú? ¿Vendrás conmigo?
    ―Tengo dos opiniones. ¿Preferirías tú que fuera?
    ―Sí ―contestó Duray―. Tienes mucho más control que yo sobre Bob.
    ―¡No exageres mi influencia! Él es un hombre fuerte, a pesar de todas sus tonterías. Confidencialmente, debo decirte que me encanta que se ocupe de juegos inocentes antes que de... ―Alan Robertson dudó un momento.
    ―¿Antes que... de qué?
    ―Antes de que su imaginación le impulse hacia juegos mucho menos inocentes. Quizá haya sido demasiado ingenuo en todo esto. Él sólo tiene que esperar y limitarse a ver lo que ocurre.


    12

    De Memorias y reflexiones:

    Si el Pasado es una casa de muchas habitaciones, entonces el Presente es la más reciente capa de pintura.»




    A las cuatro de la tarde, Duray y Alan Robertson abandonaron el albergue y, a través de Utilis, pasaron a la estación de San Francisco. Duray se había puesto un sombrío traje oscuro. Alan Robertson llevaba un traje algo más informal: chaqueta azul y pantalones gris pálido. Se dirigieron hacia el armario de Bob Robertson, para encontrarse con un cartel que decía: «¡No estoy en casa! Para el Rumfuddle dirigirse al armario de Roger Waille, RC3-96 y pasar a través de él hacia Ekshayan.»

    Los dos se dirigieron al armario RC3-96, donde un nuevo cartel decía: «Rumfuddlers, ¡pasad! Todos los demás: ¡fuera!»

    Duray se encogió de hombros con desprecio y apartando la cortina miró a través del camino de paso para ver un salón rústico, de madera natural, pintada de negro, rojo, amarillo y con dibujos florales azules y blancos. Una puerta abierta ponía al descubierto una gran extensión de terreno abierto y de agua que brillaba a la luz del sol del atardecer. Duray y Alan Robertson pasaron, cruzaron el vestíbulo y miraron hacia el exterior, donde vieron un río que corría lentamente de norte a sur. Una llanura se extendía hacia el este, llegando hasta el horizonte. La orilla occidental del río se mostraba confusa ante el atardecer. Un camino corría hacia el norte, conduciendo hacia una casa alta de arquitectura excéntrica. Una docena de bóvedas y cúpulas se recortaban contra el cielo; los aguilones y las crestas creaban una gran cantidad de ángulos inesperados. Las paredes mostraban una textura similar a la de escamas de pescado, con guijos cortados a mano; unas columnas en espiral soportaban las estructuras del segundo y tercer pisos, donde lobos y osos, tallados con curvas y trazos vigorosos, aparecían gruñendo, luchando, aullando y bailando. En la parte desde la que se dominaba el río, una pérgola cubierta de parras lanzaba unas sombras moteadas; allí estaban sentados los Rumfuddlers.

    Alan Robertson echó un vistazo a la casa, a un lado y a otro del río y a través del prado.

    ―Por la arquitectura, la vegetación, la altura del sol y la neblina característica, supongo que el río es el Don o el Volga, y que más allá se extiende la estepa. Por la ausencia de edificios, naves y artefactos supongo que el tiempo en que nos encontramos es bastante primitivo, quizá el año 2000 ó 3000 a. C., una época muy llena de color. Los habitantes de las estepas son nómadas; los escitas al este; los celtas al oeste, y al norte se encuentra el hogar de las tribus germánicas y escandinavas; y allí la mansión de Roger Waille, construida de un modo muy interesante, según la moda extravagante del barroco ruso. ¡Y, vaya! Creo que veo un buey en el asador. Después de todo, hasta puede que disfrutemos con nuestra visita.
    ―Haz lo que quieras ―murmuró Duray―. Yo preferiría comer en casa lo antes posible.
    ―Comprendo tu punto de vista, desde luego ―dijo Alan Robertson, apretando los labios―, pero quizá debamos relajarnos un poco. La escena es majestuosa; la casa es deliciosamente pintoresca; sin duda alguna, ese buey será delicioso; quizá debamos adaptarnos a la situación de acuerdo con sus propios términos.

    Duray no pudo encontrar una respuesta adecuada, y se guardó sus opiniones para sí mismo.

    ―Bien ―dijo Alan Robertson―, se trata de mantener la tranquilidad. Veamos ahora lo que Bob y Roger mantienen con tanto secreto.

    Echó a andar por el camino, dirigiéndose hacia la casa, con Duray siguiéndole lentamente a uno o dos pasos de distancia.

    Debajo de la pérgola, un hombre se levantó e hizo oscilar la mano, saludándoles; Duray reconoció la alta figura de Bob Robertson.

    ―Acabáis de llegar en el momento justo ―dijo Bob, dirigiéndose alegremente a ellos―. Ni demasiado tarde, ni demasiado pronto. ¡Nos alegramos mucho de que hayáis venido!
    ―Sí, después de todo nos dimos cuenta de que podíamos aceptar tu invitación ―dijo Alan Robertson―. Veamos, ¿conozco a alguien? ¡Hola, Roger...! Y William. ¡Ah! La deliciosa Dora Gorski; Cipriano...

    Miró alrededor del círculo de rostros, saludando a los conocidos. Bob le dio a Duray una cariñosa palmada en el hombro.

    ―¡Me alegro mucho de que hayas venido! ¿Qué quieres beber? Los habitantes locales destilan un licor a partir de la leche fermentada de yegua, pero no te lo recomiendo.
    ―No he venido aquí para beber ―dijo Duray―. ¿Dónde está Elizabeth?
    ―Vamos, viejo amigo ―dijo Bob, mientras las comisuras de su amplia boca se contraían―. No pongamos caras serias. ¡Esto es el Rumfuddle! ¡Un momento para alegrarse y renovarse a sí mismo!. ¡Vete a bailar un poco! ¡Diviértete! ¡Échate una botella de champaña sobre la cabeza! ¡Juega con las chicas!

    Duray miró los ojos azules durante un largo segundo. Se esforzó después por contener el tono de su voz.

    ―¿Dónde está Elizabeth?
    ―Por ahí, en alguna parte. Una mujer encantadora, tu Elizabeth. ¡Estamos encantados de que los dos estéis con nosotros!

    Duray se apartó y se dirigió hacia el moreno y elegante Roger Waille.

    ―¿Quieres ser tan amable de llevarme adonde está mi esposa?

    Waille elevó las cejas, como si se sintiera sorprendido por el tono de voz de Duray.

    ―Estará charlando por ahí. Si es necesario, supongo que la puedo traer en un momento.

    Duray empezó a sentirse ridículo, como si no hubiera sido apartado de su mundo, como si no estuviera sujeto a tormentos y dudas, y sospechó que en todo aquello había alguna broma muy oscura.

    ―Es necesario ―dijo―. Nos marchamos.
    ―¡Pero si acabas de llegar!
    ―Ya lo sé.

    Waille se encogió de hombros, con una expresión de divertida perplejidad, y se volvió para dirigirse hacia la casa. Duray le siguió. Pasaron por una puerta alta y estrecha y penetraron en un salón adornado con maravillosos paneles de madera dorada y marrón, que Duray identificó automáticamente como madera de castaño. Cuatro altas lámparas de cristal leonado encaradas hacia el oeste llenaban la sala con una humeante luz semimelancólica. Los sofás de roble, forrados de cuero, estaban situados unos frente a otros, sobre una alfombra negra, marrón y gris. Había adornos a ambos lados de los sofás, y cada uno de ellos soportaba un ornamentado candelabro dorado en forma de cabeza de ciervo. Waille indicó estos últimos.

    ―Son impresionantes, ¿verdad? Los escitas los hicieron para mí. Yo les pagué con cuchillos de acero. Creen que soy un gran mago, y, de hecho, lo soy ―elevó la mano en el aire y sacó una naranja que colocó después sobre uno de los sofás―. Aquí están Elizabeth y las otras mujeres.

    En aquel instante Elizabeth penetró en el salón acompañada por otras tres mujeres a las que Duray recordaba vagamente por habérselas encontrado en otra ocasión. Al ver a Duray, Elizabeth se detuvo. Ensayó una sonrisa, y con un tono de voz ligero y extraño, dijo:

    ―Hola, Gil. Después de todo, has venido ―se echó a reír nerviosamente y Duray se sintió muy poco natural―. Sí, claro, estás aquí. No creía que vinieras.

    Duray observó a las otras mujeres, que estaban junto a Waille mirándoles llenas de expectación.

    ―Me gustaría hablar contigo a solas ―dijo Duray.
    ―Perdónanos ―dijo Waille―. Estaremos afuera.

    Se marcharon y Elizabeth les observó anhelante, mientras jugueteaba con los botones de su chaqueta.

    ―¿Dónde están las niñas? ―preguntó Duray con sequedad.
    ―Arriba, se están vistiendo.

    Ella se miró su propio vestido, que representaba el vestido de fiesta de una campesina de Transilvania: una falda verde bordada con flores rojas y azules; una blusa blanca, una especie de chaleco de terciopelo negro y unas brillantes botas negras.

    Duray sintió disminuir su enojo, aunque su voz sonaba tensa e impaciente.

    ―No comprendo nada de todo esto. ¿Por qué cerraste los caminos de paso?
    ―Estaba aburrida de la rutina ―contestó Elizabeth, ensayando una ligera sonrisa.
    ―¡Oh! ¿Y por qué no me lo dijiste ayer por la mañana? No tenías ninguna necesidad de cerrar los caminos de paso.
    ―Gilbert, por favor, no discutamos eso.

    Duray se echó hacia atrás, lleno de asombro.

    ―Muy bien ―dijo finalmente―. No lo discutiremos. Ve arriba y trae a las niñas. Nos marchamos a casa.

    Elizabeth sacudió la cabeza y con un tono de voz neutral dijo:

    ―Es imposible. Sólo hay abierto un camino de paso, y yo no lo tengo.
    ―¿Quién lo tiene? ¿Bob?
    ―Supongo que sí. En realidad, no estoy segura.
    ―¿Como lo consiguió? Sólo había cuatro caminos de paso, y los cuatro estaban cerrados.
    ―Es bastante simple. Quitó el camino de paso de la ciudad de nuestro armario y lo pasó a otro, dejando uno en blanco en su lugar.
    ―¿Y quién cerró los otros tres?
    ―Yo lo hice.
    ―¿Por qué?.
    ―Porque Bob me dijo que lo hiciera. No quiero hablar ahora de eso. Estoy enferma de todo este asunto ―y después, casi musitó―: No sé ni lo que voy a hacer conmigo misma.
    ―Yo sí sé muy bien lo que voy a hacer ―dijo Duray, y se volvió hacia la puerta.

    Elizabeth elevó las manos y se apretó los puños contra el pecho.

    ―No causes problemas, por favor. ¡Él nos cerrará nuestro último camino de paso!
    ―¿Es por eso por lo que le tienes miedo? Si es así, no lo tengas. Alan no lo permitiría.

    El rostro de Elizabeth empezó a contraerse. Echó a andar, pasando junto a Duray y dirigiéndose rápidamente hacia la terraza. Duray la siguió, confundido y furioso. Miró a un lado y a otro de la terraza. Bob no estaba por allí. Elizabeth se había dirigido hacia donde estaba Alan Robertson; habló con un tono de voz urgente y precipitado. Duray acudió a reunirse con ellos. Entonces, Elizabeth se mantuvo en silencio y se volvió, evitando la mirada de Duray.

    ―¿No es éste un lugar maravilloso? ―preguntó Alan Robertson con una voz que intentaba ser alegre―. ¡Mirad cómo brilla el sol poniente sobre el río!

    Roger Waille llegó en aquel momento, empujando un carro de mano con hielo, vasos y una docena de botellas.

    ―De todos los lugares que hay en todas las Tierras, éste es mi favorito ―dijo―. Le llamo Ekshayan, que es el nombre escita con que se designa este distrito.
    ―¿No es muy frío y crudo en el invierno? ―preguntó una mujer.
    ―¡Es terrible! ―admitió Waille―. Las ventiscas bajan desde el norte; pero después se detienen y todo el paisaje permanece en silencio. Los días son muy cortos y el sol se pone tan rojo como una amapola. Los lobos salen de los bosques y al anochecer rondan la casa. Cuando brilla la luna llena aúllan como esas brujas irlandesas que anuncian la muerte, o quizá sean las propias brujas las que están aullando. Yo permanezco sentado junto al fuego de la chimenea, encantado.
    ―Se me ha ocurrido pensar muchas veces ―dijo Manfred Funk―, que cada persona, al seleccionar un determinado lugar para instalar su casa, revela mucho sobre su propia personalidad. Incluso en la vieja Tierra, el hogar de un hombre era normalmente un simulacro simbólico del propio hombre. Ahora, con todas las opciones de que disponemos, el hogar de una persona refleja a la propia persona.
    ―Eso es muy cierto ―observó Alan Robertson― y, desde luego, Roger no necesita temer el haber revelado cualquier aspecto desacreditable de sí mismo por habernos enseñado su hogar bastante grotesco en las estepas solitarias de la Rusia prehistórica.
    ―Esta casa grotesca no soy yo ―dijo Roger Waille echándose a reír―. Simplemente pensé que era muy adecuado instalarla. Vamos, Duray, no bebes nada. Esto es vodka frío; lo puedes mezclar o bebértelo directamente para probarlo.
    ―No, gracias, eso no es para mí.
    ―Como quieras. Perdonadme un momento. Me llaman en alguna otra parte.

    Waille se marchó, empujando ante él el carrito. Elizabeth se inclinó, como si deseara seguirle, pero finalmente permaneció junto a Alan Robertson, mirando pensativamente hacia el río.

    Duray habló con Alan Robertson como si ella no estuviera allí.

    ―Elizabeth se niega a marcharse. Bob la ha hipnotizado.
    ―Eso no es cierto ―dijo Elizabeth con suavidad.
    ―De algún modo, de una forma u otra, la está obligando a quedarse. Y ella no me dirá por qué.
    ―Quiero volver a recuperar los caminos de paso ―dijo Elizabeth, pero su voz sonó débil e incierta.

    Alan Robertson se aclaró la garganta.

    ―Apenas sé qué decir. Se trata de una situación muy penosa. Ninguno de nosotros quiere crear ninguna molestia...
    ―En eso andas equivocado ―dijo Duray.
    ―Mantendré una conversación con Bob después de la reunión ―dijo Alan Robertson, ignorando la observación de Duray―. Mientras tanto, no veo por qué no vamos a poder disfrutar de la compañía de nuestros amigos, ¡y de ese maravilloso buey asado! ¿Quién lo está cuidando? Le conozco de haberlo visto en alguna parte.
    ―¿Después de todo lo que nos ha hecho? ―preguntó Duray, que apenas si podía expresarse del coraje que sentía.
    ―Ha ido muy lejos, demasiado lejos ―admitió Alan Robertson―. Sin embargo, es un extravagante irreflexivo y creo que no ha llegado a comprender todos los inconvenientes que te ha causado.
    ―Lo sabe muy bien. Lo que sucede es que no le preocupa en absoluto.
    ―Quizá sea así ―admitió Alan Robertson de mal humor―. Siempre había confiado, pero eso no viene al caso. Aún sigo pensando que debemos actuar con moderación. Es mucho más fácil no hacer nada, que hacer algo mal.

    De repente, Elizabeth cruzó la terraza y se dirigió hacia la puerta que daba a la casa alta, donde acababan de aparecer sus tres hijas: Dolly, de doce años; Joan, de diez, y Ellen, de ocho. Todas ellas iban vestidas con trajes típicos de campesina, en verde, blanco y negro, y llevaban puestas lustrosas botas negras. Duray pensó que tenían un aspecto magnífico. Siguió a Elizabeth, cruzando la terraza.

    ―¡Es papá! ―exclamó Ellen, que se arrojó en sus brazos.

    Las otras dos niñas, por no ser menos hicieron lo mismo.

    ―Creíamos que no vendrías a la fiesta ―gritó Dolly―. Me gusta que hayas venido.
    ―Y a mí también.
    ―Y a mí igual.
    ―Yo también me alegro de haber venido, aunque sólo sea para veros con esos bonitos vestidos. Vayamos a ver al abuelo Alan.

    Las llevó a través de la terraza y, tras un momento de duda, Elizabeth les siguió. Duray se dio cuenta de que todo el mundo había dejado de hablar para mirarles a él y a su familia, con una curiosidad que parecía extraordinaria, e incluso ávida, como si se esperara algún tipo de conducta extravagante por su parte. Duray empezó a arder por dentro, lleno de encontradas emociones. Una vez, hacía ya mucho tiempo, mientras cruzaba una calle de San Francisco, había sido atropellado por un vehículo, rompiéndose una pierna y fracturándose una clavícula, Casi en el mismo instante en que fue atropellado, los peatones acudieron empujándose para verle, y Duray, levantando la mirada, y sintiendo el dolor y la conmoción, sólo vio un círculo de caras blancas y ojos intensos, arremolinados como moscas alrededor de un charco de sangre. Lleno de una furia histérica, se puso en pie sobre una pierna, golpeando todas las caras que se encontraban a su alcance, sin distinguir entre hombres y mujeres. Les odiaba mucho más que al hombre que le había atropellado. Eran como demonios que habían acudido para disfrutar de su dolor. De haber poseído un poder milagroso, les habría aplastado, convirtiéndoles a todos en un montón de carne detestable, para lanzarlos después a treinta kilómetros de distancia, hacia el océano Pacífico. Ahora, una débil sombra de aquella misma emoción le afectaba, pero hoy no les podía ofrecer ningún placer antinatural. Lanzó una sola mirada de frío desprecio hacia el grupo, y después, cogiendo a sus tres hijas con rostro impaciente, las llevó hacia un banco situado en la parte posterior de la terraza. Elizabeth le siguió, moviéndose como un autómata. Se sentó en un extremo del banco y miró hacia el río. Duray se quedó mirando fijamente a los Rumfuddlers, obligándoles a apartar sus miradas hacia donde se estaba asando el buey. Un hombre joven, con una chaqueta blanca, le daba vueltas al asador; otro pringaba la carne con una escobilla de mango largo. Un par de orientales sacaron una mesa de trinchar, y otro trajo el trinchante; un cuarto empujó un carrillo lleno de ensaladas, hogazas de pan redondo y crujiente, trozos de queso y arenques. Un quinto hombre, vestido como un gitano de Transilvania, salió de la casa con un violín. Se dirigió hacia una esquina de la terraza y comenzó a tocar una música melancólica de las estepas.

    Bob Robertson y Roger Waille inspeccionaron el buey, que ofrecía un aspecto realmente maravilloso. Duray intentó mantener una pétrea imparcialidad, pero su nariz no podía ser reprimida fácilmente. El olor de la carne asada, del ajo y las hierbas, le tentó sin piedad. Bob Robertson regresó a la terraza y elevó las manos pidiendo la atención de todos; el violinista dejó de tocar su instrumento.

    ―Controlad vuestro apetito; aún faltan unos pocos minutos, durante los que podemos discutir sobre nuestro próximo Rumfuddle. Nuestro inteligente colega Bernard Ullman nos recomienda un mesón en los Adirondacks: el mesón del lago Zafiro. El hotel fue construido en 1902, de acuerdo con los más altos niveles de la comodidad edwardiana. La clientela procede de los círculos comerciales de Nueva York. La cocina está autorizada por la ley judía; la dirección mantiene una atmósfera de contagiante amabilidad; la fecha sería la de 1930. Bernard ha obtenido fotografías. Roger, por favor...

    Waille separó una cortina, dejando al descubierto una pantalla. Manipuló el proyector y el hotel apareció en la pantalla: se trataba de una complicada estructura, en buena parte de madera, desde la que se dominaban varias áreas de parque y un suave valle.

    ―Gracias, Roger. Creo que también tenemos algunas fotografías del personal...

    En la pantalla apareció un grupo que posaba con bastante rigidez, compuesto por unos treinta hombres y mujeres, todos ellos sonriendo, con diversos grados de afabilidad. Los Rumfuddlers se sintieron muy divertidos, y algunos de ellos Se rieron disimuladamente.

    ―Bernard informa muy favorablemente sobre la cocina, las diversiones y el encanto de la zona en general. ¿Estoy en lo cierto, Bernard?
    ―En todo ―declaró Bernard Ullman―. La dirección es atenta y eficiente. La clientela está bien establecida.
    ―Muy bien ―dijo Bob Robertson―, a menos que alguien tenga alguna idea más atractiva, celebraremos nuestro próximo Rumfuddle en el mesón del lago Zafiro. Y ahora creo que ya debe estar listo el buey asado; ya se le ha dado la última vuelta.
    ―Cierto ―dijo Roger Waille―, y Tom, como siempre, ha realizado un trabajo excelente con el asador.

    El buey fue llevado hasta la mesa. El trinchador comenzó a trabajar con gran voluntad. Duray se dirigió a hablar con Alan Robertson, quien parpadeó con inquietud al verle aproximarse.

    ―¿Entiendes la razón de estas reuniones? ―le preguntó― ¿Estás ya en el juego?
    ―Desde luego, no «estoy» en el juego ―contestó Alan Robertson, hablando de un modo preciso, y después, dudando, añadió―: Los Rumfuddlers no volverán a inmiscuirse ni contigo, ni con tu familia. Estoy seguro de eso. Bob se ha extralimitado; ha demostrado tener poco juicio, y tengo la intención de mantener una tranquila conversación con él. De hecho, ya hemos intercambiado unas cuantas opiniones. Por ahora, lo mejor que puedes hacer es actuar con imparcialidad y sin preocupaciones.
    ―¿Crees entonces que yo y mi familia debemos soportar el ataque de las bromas de Bob? ―preguntó Duray con una siniestra amabilidad.
    ―Eso es ver la situación de una forma muy dura, pero, en cualquier caso, mi contestación no puede ser más que afirmativa.
    ―Yo no estoy tan seguro. Mis relaciones con Elizabeth ya no son las mismas. Y de eso tiene la culpa Bob.
    ―Para citar un viejo proverbio, te diría: «Cuanto menos se diga, menos se tendrá que rectificar.»
    ―Cuando Waille mostró la fotografía del personal del hotel ―comentó Duray, cambiando de tema―, tuve la impresión de que algunos de los rostros me eran familiares. Pero antes de poder estar seguro la imagen desapareció de la pantalla.
    ―Será mejor que no sigamos hablando del tema, Gilbert ―dijo Alan Robertson, asintiendo de mala gana―. En lugar de eso...
    ―Yo ya he llegado demasiado lejos con esta situación ―observó Duray―, y ahora quiero saber la verdad.
    ―Muy bien ―dijo Alan Robertson con ironía―. Tus instintos son muy agudos. La dirección del mesón del lago Zafiro, en circunstancias afines, ha alcanzado una reputación bastante mala. Tal y como has supuesto, comprende a la más alta dirección del Partido Nacional Socialista Alemán durante el año 1938, o aproximadamente por esa época. El director, desde luego, es Hitler; el recepcionista es Goebbels; el maitre es Goering; los botones son Himmler y Hess, y así continúa la lista de nombres. Naturalmente, no conocen las actividades de sus afines en otros mundos. La mayor parte de la clientela está formada por judíos, lo que proporciona un humor macabro a la situación.
    ―¡Increíble! ―exclamó Duray―. ¿Qué me dices de la reunión de Rumfuddlers a la que asistimos de incógnito?
    ―¿Te refieres al equipo de fútbol de la escuela superior? Los campeones de Texas de 1951, según recuerdo ―Alan Robertson sonrió burlonamente―. Bien que se lo merecían. Bob identificó a los jugadores en nuestra conversación. ¿Estás interesado en conocer la alineación?
    ―Mucho.

    Alan Robertson se sacó una hoja de papel del bolsillo.

    ―Creo que... sí, es ésta ―y tendió la hoja de papel a Duray, quien vio en ella una alineación esquemática:

    PUERTA
    Aquiles

    DEF. DER. DEF. CEN. DEF. IZQ.
    Ricardo Billy «El Niño» Carlomagno
    Corazón de León

    MEDIO DER. MEDIO IZQ.
    Sansón Hércules

    EXT. DER. DEL. CENTRO EXTR. IZQ.
    Jerónimo Goliat Sir Galahad

    INT. DER. INT. IZQ.
    Cuchulain Maquiavelo

    ―¿Y tú estás de acuerdo con todo esto? ―preguntó Duray, devolviéndole el papel.
    ―En realidad, fui yo mismo quien lo impulsé ―dijo Alan Robertson, sintiéndose un poco molesto―. Un día, charlando con Bob, observé que a la raza humana se le podía ahorrar mucho trabajo si los más notorios causantes del mal hubieran sido dirigidos durante los primeros años de su vida hacia ambientes que les permitieran alcanzar objetivos constructivos para sus energías. Especulé con la idea de que quizá nuestra tarea consistía en tener la competencia necesaria para hacerlo así y realizar tales cambios. Bob se interesó mucho por la idea y formó entonces su grupo, los Rumfuddlers, para realizar la tarea que yo había sugerido. Con toda ingenuidad, creí que Bob y sus amigos se sentían mucho más atraídos por la posibilidad de entretenerse que por el altruismo, pero que, en definitiva, el efecto era el mismo.
    ―Los jugadores de fútbol no fueron todos personajes malignos ―dijo Duray― Sir Galahad, Carlomagno, Sansón, Ricardo Corazón de León...
    ―Eso es muy cierto ―admitió Alan Robertson―, y así se lo indiqué a Bob. Él me aseguró que todos fueron pendencieros y obstinados, con la posible excepción de Sir Galahad; que Carlomagno, por ejemplo, había conquistado muchos territorios sin ningún propósito en particular; que Aquiles, un héroe nacional para los griegos, fue un enemigo cruel de los troyanos, y lo mismo todos los demás. Sus justificaciones son quizá un poco tendenciosas. Sin embargo, todos estos hombres jóvenes están mucho mejor ocupados en hacer correcciones, que en cortar cabezas.
    ―¿Cómo se han arreglado todas esas cuestiones? ―preguntó Duray al cabo de un instante.
    ―No estoy completamente seguro. Creo que por un medio u otro, los niños deseados son intercambiados por otros con apariencia similar. El niño así obtenido es criado en circunstancias apropiadas.
    ―Esa broma parece muy elaborada y bastante aburrida.
    ―¡Precisamente! ―declaró Alan Robertson―. ¿Puedes imaginar un método mejor para mantener a una persona como Bob alejada de todo tipo de travesuras?
    ―Desde luego ―contestó Duray―. Hay que temer las consecuencias que de todo esto se puedan derivar.

    Frunció el ceño al mirar por la terraza. Bob se había detenido para hablar con Elizabeth. Tanto ella como las tres niñas se levantaron al llegar él. Duray se dirigió hacia ellos.

    ―¿Qué es lo que sucede?
    ―Nada de importancia ―contestó Bob―. Elizabeth y las niñas van a ayudar a servir a los invitados ―miró hacia la mesa de servicio, y después, volviéndose hacia Duray, preguntó―: ¿Quieres tú ayudar a trinchar?

    El brazo de Duray se movió de un modo incontenible. Su puño pegó contra la mandíbula de Bob, enviándole, retrocediendo y dando traspiés, contra uno de los orientales vestidos de blanco, que llevaba una bandeja con comida. Los dos cayeron al suelo, en un amasijo. Los Rumfuddlers se sintieron conmocionados y divertidos al mismo tiempo, y observaron la escena con mayor atención.

    Bob se levantó elegantemente y ayudó a levantarse al oriental. Después, mirando hacia Duray, sacudió la cabeza con tristeza. Al encontrarse con su mirada, Duray percibió un brillo azul pálido; pero inmediatamente, Bob adoptó una actitud tranquila y suave. Elizabeth habló con un tono de voz desesperado, pero en voz baja:

    ―¿Por qué no podías haber hecho lo que te ha pedido? Habría sido todo tan sencillo.
    ―Elizabeth puede tener razón ―dijo Alan Robertson.
    ―¿Y por qué ha de tener razón? ―preguntó Duray―. ¡Somos sus víctimas! Tú le has permitido que llevara adelante esta broma, y ahora no le puedes controlar.
    ―¡No es cierto! ―declaró Alan―. He intentado imponer frenos muy rigurosos a los Rumfuddlers, y seré obedecido.
    ―El daño ya está hecho, al menos en lo que a mí respecta ―dijo Duray amargamente―. Vamos, Elizabeth, nos marchamos a casa.
    ―No podemos volver a casa. Bob tiene el camino de paso.

    Alan Robertson lanzó un profundo suspiro y tomó una decisión. Se dirigió hacia donde se encontraba Bob, con una copa de vino en la mano, frotándose la mandíbula con la otra. Alan Robertson habló a Bob con amabilidad, pero con autoridad. Bob contestó con lentitud. Alan Robertson volvió a hablar, con mayor decisión en sus palabras. Bob se limitó a encogerse de hombros. Alan Robertson esperó un momento; después regresó hacia donde se encontraban Duray, Elizabeth y las tres niñas.

    ―El camino de paso se encuentra en su apartamento de San Francisco ―dijo Alan Robertson con voz tranquila―. Os lo devolverá una vez haya acabado la reunión. No quiere marcharse ahora para hacerlo.

    Una vez más, Bob solicitó la atención de los Rumfuddlers.

    ―Por petición popular, vamos a volver a pasar el informe de nuestra última reunión, que será llevado a cabo por uno de nuestros más distinguidos, diligentes e ingeniosos Rumfuddlers, Manfred Funk. El local es el Establo Rojo, un local de carretera situado a unos dieciocho kilómetros de Urabana, Illinois; la época es a finales del verano de 1926; la ocasión es un concurso de charlestón. La música está tocada por los legendarios Wolverines, y podréis escuchar la fabulosa corneta de León Bismarck Beiderbecke ―Bob sonrió con cierto mal humor, como si la música no fuera de su gusto―. Fue ésta una de nuestras mejores ocasiones, y aquí la volvemos a reproducir.

    La pantalla mostró el interior de una sala de baile, abarrotada de jóvenes excitados de ambos sexos. Al fondo, sobre una tarima, se encontraban las Wolverines, llevando smoking; frente a ellas se encontraban los concursantes: ocho apuestos jóvenes y ocho bonitas mujeres con faldas cortas. Un locutor se adelantó hacia el estrado, dirigiéndose al público a través de un megáfono:

    ―¡Los concursantes están numerados del uno al ocho! Por favor, se ruega a la concurrencia que les anime. El premio es el magnífico trofeo y cincuenta dólares en efectivo; la presentación correrá a cargo del ganador del año pasado, Boozy Horman. Recuerden: en el primer baile eliminaremos a cuatro concursantes; en el segundo a dos, y después del tercer baile elegiremos a nuestros ganadores. Así pues: ¡Bix y las Wolverines y «Función Sensacional»!

    La banda empezó a tocar y los concursantes empezaron a moverse.

    ―¿Quiénes son esa gente? ―preguntó Duray.

    Alan Robertson le contestó con un tono indiferente de voz:

    ―Los jóvenes proceden de la localidad y no tienen ninguna importancia. Pero fíjate en las mujeres; no cabe la menor duda de que las encontrarás atractivas. Y no serás el único. Son Helena de Troya, Deirdre, María Antonieta, Cleopatra, Salomé, lady Godiva, Nefertiti y Mata Hari.

    Duray emitió un seco gruñido. La música se detuvo; hubo aplausos por parte del público, y el locutor eliminó a María Antonieta, Cleopatra, Deirdre y Mata Hari, así como a sus respectivos compañeros. Las Wolverines tocaron entonces la pieza Pies nerviosos, y los cuatro concursantes que quedaban bailaron con gran energía y dedicación, pero Helena de Troya y Nefertiti fueron eliminadas. Las Wolverines tocaron después Función Tigre. Salomé, lady Godiva y sus respectivos compañeros bailaron con un divertido entusiasmo. Después de calcular cuidadosamente el volumen de los aplausos, el locutor concedió el premio a lady Godiva y a su compañero. En la pantalla apareció un primer plano de los dos rostros felices; en un exceso de alegría por el triunfo, los dos se abrazaron y se besaron. La pantalla quedó después a oscuras. Después de la vivacidad del Establo Rojo, la terraza situada sobre el Don pareció monótona e insípida.

    Los Rumfuddlers se acomodaron en sus asientos. Algunos lanzaron exclamaciones para demostrar su alegría; otros se quedaron mirando fijamente hacia la vasta y vacía superficie del río.

    Duray miró, tratando de encontrar a Elizabeth; se había marchado. Después, la vio entre invitados, acompañada por otras tres mujeres jóvenes, sirviendo vino con unas jarras escitas.

    ―Forman una bonita imagen, ¿verdad? ―dijo una voz tranquila.

    Duray se volvió para ver a Bob, que estaba justo detrás de él; su boca se contrajo en una sonrisa, pero sus ojos brillaban con un color azul pálido.

    Duray se volvió, dándole la espalda y Alan Robertson, que estaba cerca, dijo:

    ―Esta no es una situación del todo agradable, Bob, y de hecho le falta toda clase de encanto.
    ―Quizá en otros Rumfuddlers futuros, cuando mi rostro se sienta mejor, surgirá el encanto. Perdóname. Creo que tengo que animar la reunión ―avanzó y añadió entonces―: Tenemos una función final: rarezas e improvisaciones, viñetas e imágenes, cada una en su estilo, entretenidas e instructivas. Roger, pon en marcha el mecanismo, por favor.

    Roger Waille dudó un momento y miró de soslayo a Alan Robertson.

    ―El número es el sesenta y dos, Roger ―dijo Bob.

    Roger Waille aún dudó un instante, pero finalmente se encogió de hombros y se dirigió hacia el proyector.

    ―El material es nuevo ―dijo Bob―, por lo que agradecería un comentario. Primero, veremos un episodio de la vida de Richard Wagner, ese compositor dogmático y a veces irascible. Es el año 1843, y todo se desarrolla en Dresden. Wagner se dispone a asistir, en una noche de verano, a una nueva ópera, El guerrero cantor, obra de un compositor desconocido. Baja de su carruaje delante del edificio de la ópera; entra en el interior y se sienta en su palco. Fíjate en la dignidad de su postura, en la autoridad de sus gestos. Empieza la música. ¡Escucha! ―desde el proyector se escuchó el sonido de la música―. Es la obertura ―informó Bob―. Pero fíjate en Wagner, ¿por qué parece estar tan asombrado? ¿Por qué se ha quedado tan estupefacto? Escucha la música como si no la hubiera escuchado nunca. Y, de hecho, no la ha escuchado; sólo ayer escribió unas pocas notas preliminares sobre este opus en particular, al que él planeaba denominar TannHauser; hoy, como por arte de magia, la puede escuchar ya acabada. Esta noche, Wagner regresará a casa lentamente, y quizá en su distracción pegará al perro «Schmutzi». Y ahora, pasemos a una escena diferente: estamos en San Petersburgo, en el año 1880 y en los establos situados al fondo del Palacio de Invierno. El carruaje de dorado marfil empieza a marchar para recoger al zar y a la zarina, y llevarles a una recepción que se celebra en la embajada británica. Fíjate en los conductores: rígidos, bien vestidos, muy atentos a su trabajo. La barba de Marx está muy bien arreglada; la barba de chivo de Lenin no es tan pronunciada. Un mozo se acerca para ver cómo se marcha el carruaje. Tiene un ligero parpadeo en los ojos, como Stalin.

    La pantalla se oscureció una vez más, y después se iluminó para mostrar la calle de una ciudad llena de escaparates de automóviles y lotes de coches usados.

    ―Esta es una de las proyecciones de Shawn Henderson. Los cuatro coches de segunda mano son conducidos por hombres que, en otras circunstancias, fueron notables religiosos: profetas y cosas así. Ese hombre de rasgos y mirada alerta al frente de su «Quality Motors», por ejemplo, es Mahoma. Shawn está llevando a cabo una cuidadosa investigación y en nuestro próximo Rumfuddle nos informará sobre sus contactos con estas cuatro famosas figuras.

    Alan Robertson se adelantó con actitud algo tímida. Se aclaró la garganta y dijo:

    ―No me gusta jugar el papel de aguafiestas, pero me temo que no me queda otra elección. No habrá más Rumfuddlers. Nuestros objetivos originales han sido descuidados y percibo en todo esto demasiados episodios de frivolidad sin propósito alguno, e incluso de crueldad. Pueden extrañarse ustedes de lo que parece una decisión repentina, pero he estado considerando la cuestión desde hace varios días. Los Rumfuddlers se han encaminado en una dirección indeseable y puede ser que lleguen a convertirse en un nuevo y grotesco vicio que, desde luego, está muy lejos de nuestra idea original. Estoy convencido de que toda persona sensible, después de unos instantes de reflexión, estará de acuerdo conmigo en que ahora es el momento de detener todo esto. La semana que viene me pueden devolver todos los caminos de paso hacia aquellos mundos en los que mantienen residencia.

    Los Rumfuddlers se quedaron sentados, murmurando entre sí. Algunos volvieron unas miradas llenas de resentimiento hacia Alan Robertson; otros, se limitaron a servirse más pan y carne. Bob se acercó a Alan y a Duray. Habló con una actitud tranquila:

    ―Debo decir que tus amonestaciones llegan con toda la delicadeza de un rayo iluminador. Podría representar a Jehová arrojando a los ángeles caídos, en un estilo muy similar.
    ―Ahora, Bob, estás diciendo insensateces ―dijo Alan Robertson, sonriendo―. Las situaciones no son en modo alguno similares. Jehová estaba lleno de furia. Yo impongo mis restricciones lleno de la mejor buena voluntad, de modo que podamos dirigir nuestras energías hacia propósitos constructivos.

    Bob echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír.

    ―Pero los Rumfuddlers han perdido la costumbre del trabajo. Lo único que deseamos es divertirnos, y, después de todo, ¿qué hay de nocivo en nuestras actividades?
    ―La tendencia es amenazadora, Bob ―observó Alan Robertson con un razonable tono de voz―. En vuestras diversiones surgen elementos desagradables, de un modo tan sigiloso que ni siquiera tú te das cuenta de ellos. Por ejemplo, ¿por qué atormentar al pobre Wagner? Desde luego, en esa acción ha habido una crueldad gratuita, sólo para conseguir un rato de diversión para todos vosotros. Y, como la cuestión está en el aire, deploro sinceramente la forma en que has tratado a Gilbert y a Elizabeth. Les has causado inconvenientes extraordinarios y, en el caso de Elizabeth, un verdadero sufrimiento. Gilbert ha conseguido recuperarse un poco, y el equilibrio parece muy inestable.
    ―Gilbert es demasiado impulsivo ―comentó Bob―. Demasiado voluntarioso y egocéntrico, como ha sido siempre.
    ―No hay necesidad de ir más lejos ―dijo Alan Robertson levantando la mano―. Sugiero que no digas nada más al respecto.
    ―Como quieras, aunque la cuestión, considerada desde el punto de vista de la rehabilitación, no tiene la menor importancia. Podemos justificar ampliamente el trabajo desarrollado por los Rumfuddlers.
    ―¿Qué quieres decir, Bob? ―preguntó Duray con tranquilidad.

    Alan Robertson emitió un sonido perentorio, pero Duray añadió:

    ―Déjale decir lo que quiera y acaba con todo esto. De todos modos, él planea decirlo.

    Se produjo un momento de silencio. Bob miró a través de la terraza, hacia donde los tres orientales estaban pasando los restos de la comida hacia un carro de servicio.

    ―¿Y bien? ―preguntó Alan Robertson con suavidad―. ¿Has tomado tu decisión?

    Bob extendió su mano, con una perplejidad ostensible.

    ―¡No te entiendo! Únicamente pretendo rehabilitarme a mí mismo, y a los Rumfuddlers. Creo que hemos desarrollado una tarea espléndida. Hoy hemos permitido que Torquemada asara un buey muerto, en lugar de un hereje vivo; el marqués de Sade ha realizado sus oscuras necesidades ocupándose de untar la carne con una brocha y, ¿te has fijado en el celo con que Iván el Terrible ha transportado el buey? Nerón, que tenía un verdadero talento, ha tocado su violín. Atila, Genghis Khan y Mao Tsé Tung han servido eficientemente a los invitados. El vino ha sido servido por Mesalina, Lucrecia Borgia, Dalila y Elizabeth, la encantadora esposa de Gilbert. Sólo Gilbert ha fallado al no demostrar su rehabilitación, pero al menos nos ha proporcionado una imagen encantadora y memorable: Gilles de Rais, Elizabeth y sus tres hijas vírgenes. Ha sido suficiente. En cualquier caso, hemos demostrado que la rehabilitación no es una palabra sin sentido.
    ―No en todos los casos ―dijo Alan Robertson―, y específicamente en el tuyo.
    ―No te comprendo ―admitió Bob, mirándole con recelo.
    ―Al igual que Gilbert, no ignoras tu pasado. Voy a revelar ahora las circunstancias, para que comprendas algo de ti mismo y trates de darle un giro a las tendencias que han convertido a tu afín en un ejemplar de crueldad, cautela y traición.

    Bob se echó a reír, con un sonido frágil como el del hielo al romperse.

    ―Admito sentir un terrible interés.
    ―Te recogí en un bosque situado a unos mil quinientos kilómetros de este mismo lugar, mientras seguía la pista del origen de los dioses nórdicos. Tu nombre era Loki. Por razones que ahora no vienen al caso, te llevé a San Francisco y allí creciste hasta alcanzar la madurez.
    ―Así es que yo soy Loki.
    ―No. Eres Bob Robertson, del mismo modo que éste es Gilbert Duray, y aquí está su esposa Elizabeth. Loki, Gilles de Rais, Elizabeth Báthory, son nombres aplicados a materiales humanos que no han funcionado bien del todo. Gilles de Rais, de acuerdo con las pruebas que se poseen, sufrió un tumor cerebral; cayó en sus vicios tan peculiares después de una larga y honorable carrera. El caso de la princesa Elizabeth Báthory es mucho menos claro, pero puede uno sospechar la acción de la sífilis y las consiguientes lesiones cerebrales.
    ―¿Y qué hay del pobre Loki? ―preguntó Bob con un dramatismo exagerado.
    ―Loki no parecía sufrir de nada, excepto de una vileza al estilo de la antigua usanza.
    ―¿Así que esas cualidades son las que se me aplican a mí? ―preguntó Bob, que parecía preocupado.
    ―Tú no eres necesariamente idéntico a tu afín. Sin embargo, te advierto que debes tener mucho cuidado con lo que haces, y en lo que a mí respecta, puedes considerarte como en período de prueba.
    ―Como digas ―dijo Bob, mirando por encima del hombro a Alan Robertson―. Permíteme un momento; has destrozado la reunión y todo el mundo se está marchando. Quiero hablar con Roger.

    Duray se movió para interponerse en su camino, pero Bob le apartó, empujándole suavemente en el hombro, y atravesó la terraza, mientras a Duray le brillaba la mirada.

    ―Confío en que hayamos llegado al final de todo esto ―comentó Elizabeth en un tono de voz triste.
    ―Nunca tendrías que haberle escuchado ―gruñó Duray.
    ―No le escuché. Lo leí todo en uno de los libros de Bob. Vi tu fotografía. No podía...
    ―No atormentes a la pobre Elizabeth ―intervino Alan Robertson―. La considero una mujer sensible y valiente. Hizo lo mejor que pudo.
    ―Ya nos hemos ocupado de todo ―dijo Bob, regresando y hablando cariñosamente―. Todo excepto uno o dos detalles.
    ―El primero de esos detalles es la devolución del camino de paso a Gilbert. Tanto él como Elizabeth, por no hablar de Dolly, Joan y Ellen, están ansiosos por regresar a casa.
    ―Podéis quedaros aquí, con nosotros ―dijo Bob―. Esa es probablemente la mejor solución.
    ―No tengo la menor intención de quedarme aquí ―dijo Alan Robertson, sintiéndose ligeramente sorprendido. Nos marchamos inmediatamente.
    ―Tienes que cambiar de planes ―dijo Bob―. Ya me he cansado de tus reproches. A Roger no le importa abandonar la casa, pero está de acuerdo en que éste es el momento más adecuado para tomar unas decisiones finales sobre la cuestión.

    Alan Robertson frunció el ceño desagradablemente.

    ―Esa broma es de muy mal gusto, Bob.

    Roger Waille se les acercó, procedente de la casa; su rostro aparecía algo sombrío.

    ―Todos están encerrados. Sólo queda abierta la puerta principal.
    ―Creo que dejaremos a Bob y a Roger con sus fantasías sobre el Rumfuddle ―dijo Alan Robertson, dirigiéndose a Gilbert―. Cuando vuelva a su sano juicio, te conseguiremos tu camino de paso. Vámonos, pues. ¡Elizabeth! ¡Niñas!
    ―Alan ―dijo Bob con suavidad―. Tú te quedas aquí. Para siempre. Yo me haré cargo de la máquina.
    ―¿Cómo te propones obligarme? ―preguntó. Alan Robertson con tranquilidad―. ¿Por la fuerza?
    ―Puedes quedarte aquí vivo o muerto. Elige tú mismo.
    ―¿Quiere esto decir que dispones de armas?
    ―Desde luego ―dijo Bob, sacando una pistola―. También están los criados. Ninguno de ellos padece ningún tumor, ni sífilis. Todos ellos son simplemente malos.
    ―Vamos, acabemos de una vez con este asunto ―dijo Roger con un terrible tono de voz.

    La voz de Alan Robertson adquirió entonces un tono muy duro.

    ―¿Pretendes seriamente abandonarnos aquí, sin comida?
    ―Considérate ya abandonado.
    ―Me temo que voy a tener que castigarte, Bob. Y también a Roger.

    Bob se echó a reír alegremente.

    ―Tú mismo estás sufriendo una enfermedad mental: megalomanía. No tienes poder para castigar a nadie.
    ―Aún sigo controlando la máquina, Bob.
    ―La máquina no está aquí. Así que ahora...

    Alan Robertson se volvió y miró al paisaje, con un ceño fruncido lleno de excitación.

    ―Veamos. Yo vine probablemente por la puerta principal. Gilbert y otro grupo por detrás de la casa. Sí..., aquí estamos.

    Por el camino que conducía hacia la puerta principal, andando con desenvoltura, llegaban dos Alan Robertson, junto con seis hombres armados con rifles y granadas de gas. Al mismo tiempo, desde detrás de la casa aparecieron dos Gilbert Duray y otros seis hombres, igualmente armados.

    Bob se los quedó mirando fijamente, lleno de admiración.

    ―¿Quiénes son estos hombres?
    ―Afines ―contestó Alan, sonriendo―. Te dije que controlaba la máquina, y lo mismo sucede con todos nuestros afines. En cuanto Gilbert y yo regresemos a la Tierra, debemos actuar de un modo similar y realizar por nuestra parte lo mismo en otros mundos similares a éste... Roger, por favor, sé lo bastante amable para reunir a tus criados. Nos los llevaremos todos a la Tierra. Tú y Bob tendréis que quedaros aquí.
    ―¿Para siempre? ―preguntó Waille, boqueando con angustia.
    ―No os merecéis nada mejor ―contestó Alan Robertson―. Bob quizá se merece algo peor ―se volvió hacia los Alan Robertson afines y preguntó―: ¿Qué hay del camino de paso de Gilbert?
    ―Está en el apartamento de Bob en San Francisco ―replicaron los dos al unísono―, en una caja situada sobre la repisa de la chimenea.
    ―Muy bien ―dijo Alan Robertson―. Ahora nos marchamos. Adiós, Bob. Adiós, Roger. Siento mucho que nuestra asociación haya terminado en esta situación tan desagradable.
    ―¡Espera! ―gritó Roger―. ¡Llévame de vuelta contigo!
    ―Adiós ―dijo Alan Robertson―. Vamos, Elizabeth. ¡Niñas! Id delante.

    13


    Elizabeth y las niñas habían regresado a casa. Alan Robertson y Duray se encontraban en el albergue, sobre la máquina.



    ―Nuestro primer paso ―dijo Alan Robertson―, es cumplir con nuestra obligación. Hay, desde luego, un número infinito de Rumfuddlers, en un número infinito de Ekshayans, así como un número infinito de Alans y de Gilberts. Si visitamos un solo Rumfuddle y, de acuerdo con las leyes de la probabilidad, nos perderemos un cierto número de las situaciones de emergencia. El número total de permutaciones, suponiendo que un número infinito de Alans y de Gilberts hacen una elección similar entre un número infinito de Ekshayans, se ve elevado infinitamente a una potencia infinita. No he calculado qué porcentaje de ese número permanece en blanco para cualquier Ekshayan concreto. Si visitamos Ekshayans hasta que, con nuestros propios esfuerzos hayamos rescatado al menos a un Gilbert y a un Alan, nos veremos obligados a registrar cincuenta o cien mundos, o quizá más. O quizá consigamos llevar a cabo el rescate ya en la primera visita. Creo que lo mejor que podemos hacer es visitar entre los dos unos veinte Ekshayans. Si cada uno de los grupos formados por Alan y Gilbert hacen lo mismo, entonces las posibilidades de que cada Alan y Gilbert sean abandonados son de una entre veinte veces, diecinueve veces, dieciocho veces, diecisiete veces, etc. Aun en tal caso, creo que será mejor que un operador compruebe el estado de otros cinco o diez mil mundos para eliminar hasta esa última posibilidad...

    FIN

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)