Publicado en
julio 25, 2010
.jpg)
A Ron Bounds,
Bobbie Armbruster,
Gary & Uschi Klüpfel,
con quienes comparto felices
memorias de Oktoberfest
Dos
—¡Detente! —exclamó Leila.
Randy giró a la derecha de inmediato y frenó el coche. El cielo avanzaba palpitante hacia un reamanecer perlado.
—Retrocede a lo largo del borde del camino.
Él asintió y dio marcha atrás.
—¿Por esa gente? Sencillamente podríamos volver andando...
—Quiero mirarlos más de cerca antes de abandonar el coche.
—Muy bien —respondió él, y siguió retrocediendo.
Ella se volvió y contemplo el deteriorado vehículo gris. En él había dos figuras sentadas. Ambas parecían tener el pelo cano, pero la luz era todavía engañosa. Ambas parecían estar mirándola.
—En un instante se abrirá la portezuela del lado del conductor —dijo ella quedamente.
La portezuela del lado del conductor se abrió.
—Ahora la otra.
La otra se abrió también.
—El viejo iba conduciendo con la vieja de pasajera...
Un viejo y una vieja abandonaron el vehículo y avanzaron dejando las portezuelas abiertas detrás de sí. Llevaban gastadas vestiduras envolventes que mantenían cerradas con fajas.
—Detente —dijo ella—. Bajemos y vayamos a ayudarlos. La tapa del distribuidor se les ha desprendido.
—¿Parte de tu capacidad de visión?
—No —respondió ella.
Abrió la portezuela, bajó y se les aproximó. Él hizo lo mismo. La primera impresión que tuvo fue la de que el hombre era demasiado viejo como para estar conduciendo. Con los hombros caídos, se apoyaba contra su coche. La mano libre le temblaba ligeramente; la tenía seca y cubierta de pecas seniles; se asemejaba a una garra. Profundas arrugas le surcaban la cara y las cejas eran tan blancas como el pelo. Entonces los ojos se centraron en Randy y permanecieron fijos en él... verdes y casi relumbrantes. Había una lucidez en ellos que no habría adivinado tres metros más atrás. Randy le sonrió, pero el hombre no manifestó la menor reacción.
Leila, entretanto, se había aproximado a la vieja y hablaba con ella en una lengua que Randy no reconoció.
—Si pudiera echar un vistazo bajo la cubierta —sugirió— quizá podría serles de alguna ayuda.
Cuando el hombre no dio respuesta, repitió lo dicho en prelingua. Tampoco esto produjo reacción. El hombre parecía estar examinando su cara, su vestido sus movimientos. Esa peculiar atención hacía que Randy se sintiera incómodo. Le dirigió a Leila una mirada de consulta.
—Está todo bien —dijo ella—. Adelante, levanta la cubierta y arréglalo. Ellos no entienden su funcionamiento. Ahora les estoy explicando lo del combustible.
Al inclinarse para desajustar el pasador, Randy vio que Leila le daba a la mujer un grueso fajo de billetes de banco. Cuando la cubierta se hubo levantado varios centímetros, el hombre se apartó. Una vez levantada del todo, oyó una breve exclamación proveniente de esa dirección.
Sí. La tapa del distribuidor estaba desprendida. La colocó en su lugar y la aseguró allí. Un rápido examen del resto del motor, le permitió comprobar que nada más estaba desacomodado.
—¿Podría ponerlo ahora en marcha, señor? —preguntó.
Cuando levantó la cabeza, vio que el hombre le sonreía.
—No estoy seguro de que me entienda —dijo Randy—, pero me gustaría que ahora pusiera en marcha el motor. —Luego, cuando el otro no hizo el menor movimiento ni respondió, dijo—: Lo haré yo.
Randy pasó junto al hombre y miró dentro del coche. La llave estaba todavía en el encendido. Se deslizó dentro y la probó. Un momento después, el motor respondió. Lo apagó nuevamente y abandonó el coche. Le devolvió la sonrisa al hombre, hizo con la cabeza un movimiento de animación y le dijo.
—Ya está listo.
El hombre de pronto se lanzó hacia adelante y lo envolvió en un abrazo de oso. Era sorprendentemente fuerte y su aliento quemaba.
—¿Nombre? ¿Su nombre, buen hombre? —dijo.
—Randy. Soy Randy... Dorakeen —replicó liberándose del abrazo.
—Dorakeen. Un buen nombre —dijo el otro. Leila había esquivado el vehículo y ahora estaba detrás de ellos. La vieja la había seguido.
—Ya no tendrán inconvenientes —dijo—. Vamos. Debemos irnos ahora... hasta la última salida a Babilonia.
Le dijo algo en voz inaudible al hombre, que asintió con la cabeza. Abrazó a la vieja durante un largo rato y luego se apartó y volvió al coche. Randy la siguió apresurado. Cuando miró hacia atrás, la pareja se había reacomodado ya en el vehículo. Oyó que el motor se ponía en marcha. Luego el coche entró en el Camino y desapareció de la vista. En ese momento salía el sol y él advirtió que Leila estaba llorando. Apartó la mirada y experimentó un sentimiento extraño.
Uno
Red Dorakeen se encontraba en una sección tranquila del Camino, recta e inmóvil como la muerte y ligeramente resplandeciente. Varias horas antes un par de vehículos futuristas lo habían pasado trasladándose a velocidades fantásticas y luego había alcanzado a un carruaje tirado por cuatro caballos y más tarde a un jinete solitario. Mantenía su camioneta Dodge de color azul en el carril de la derecha a una velocidad constante de 65 millas por hora. Mordisqueaba su cigarro y canturreaba.
El cielo era de un pálido azul y una pronunciada línea brillante lo atravesaba de Este a Oeste. No había polvo perceptible ni insectos que chocaran contra el parabrisas. Llevaba una gastada gorra de béisbol con la visera bajada sobre la frente; tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás para impedir que lo incomodara y sus ojos verdes miraban entrecerrados desde su sombra. Quizá su barba rojiza fuera algo más oscura que el cabello.
Por delante, muy a la distancia, apareció una minúscula mancha. Creció rápidamente para convertirse en un baqueteado Volkswagen negro. Cuando se cruzaron, la bocina del otro vehículo comenzó a sonar. Se apartó del borde del Camino y se detuvo.
Red miró el espejo lateral, frenó y se desvió a la derecha. Al disminuir la marcha, el cielo comenzó a latir —azul, gris, azul, gris— y su franja brillante se desvanecía con cada una de las palpitaciones de decoloración.
Cuando se hubo detenido por completo, una clara tarde lo rodeaba. Desde cierto vago lugar a la distancia, se oía el canto de los grillos y sopló una brisa fresca. Abrió la portezuela y descendió del coche arrancando de un tirón las llaves del encendido y manteniéndoselas en el bolsillo. Llevaba Levi's y botas de combate, una chaqueta parda de ski sobre la camisa de trabajo de color caqui y un ancho cinturón de complicada hebilla. Antes de retroceder por el borde del Camino, se echó hacia atrás la gorra y se detuvo para encender el cigarro.
No había modo de cruzar el Camino sin correr el riesgo de destrucción casi inevitable. Por este motivo, se trasladó hasta un lugar que se encontraba justo enfrente del Volkswagen. Cuando lo hubo hecho, la portezuela del coche se abrió y salió de él un hombre de escasa estatura y pequeños bigotes.
—¡Red! —exclamó— ¿Red...?
—¿Qué pasa, Adolph? —gritó con voz estentórea—. ¿Todavía buscas el lugar en el que ganaste?
—Escucha, Red —dijo el otro—. No sabía si decirte esto o no, porque no era capaz de decidir si el odio que te tengo es más que el que creo que te debo. Claro que no podía decidir tampoco si la información te resultaría dañina o beneficiosa. De modo que creo que todo se equilibra. Te lo voy a decir. Más temprano estuve a gran distancia en el Camino de retroceso y vi lo que sucedía a la salida que tiene como señal el zigurat azul...
—¿El zigurat azul?
—El zigurat azul. Vi el vuelco. Vi tu camión en llamas.
Red Dorakeen permaneció en silencio algunos instantes. Luego se echó a reír.
—La muerte —dijo— se sentirá por cierto desconcertada si no tarda en cruzarse conmigo. Dirá: "¿Qué hace este hombre en la Atenas de Temístocles cuando tiene otra cita conmigo en la última salida a Babilonia?"
Su sólido cuerpo se sacudió cuando volvió a reír. Luego exhaló humo y levantó el brazo derecho en un ademán de burlona despedida.
—Gracias de cualquier modo —dijo—. Puede serme útil saberlo.
Se volvió y se dirigió a su camión.
—Una cosa más —gritó el otro a sus espaldas.
Se detuvo y volvió la cabeza.
—¿De qué se trata?
—Pudiste haber sido un gran hombre. Adiós.
—Auf wiedersehen.
Red subió al coche y puso el motor en marcha. El cielo no demoró en ser de nuevo azul.
Dos
Mientras el amanecer se abría camino por sobre la silenciosa y quebrantada línea del horizonte, Strangulena se agitó en la barcaza que navegaba por el Río de Este. Lenta, suavemente, apartó la piel que los cubría y se quitó de la frente un mechón de su pelo llameante. Con las yemas de los dedos se tocó los lugares más sensibles del cuello, los hombros y los senos donde ya estaban haciéndose visibles los signos del ardor de su amante. Sonriendo entonces, flexionó los dedos y se volvió lentamente sobre su lado izquierdo.
Toba, tan pesado y oscuro como la noche que partía, con la mejilla apoyada en la palma de su mano derecha, le sonrió.
—¡Dios de los cielos! ¿No duermes nunca? —preguntó ella.
—No con una dama que ha estrangulado a más de un centenar de amantes una vez que se han dejado caer al lado de ella.
Los ojos de la mujer se estrecharon al mirarlo.
—¡Entonces tú sabías! ¡Desde un principio lo sabías! ¡Me engañaste!
—Gracias a Dios y a las anfetaminas, sí.
Ella se sonrió y estiró su cuerpo.
—Eres bastante afortunado. En realidad, normalmente no espero siquiera que se dejen caer a mi lado. Por lo general escojo cierto momentos y se corren y parten al mismo tiempo, por así decir. Recién iba a ocuparme de ti ahora porque la arquitectura me distrajo. No obstante...
Estirándose puso en contacto la unidad de control y la barcaza inició la marcha. Se volvió hacia el otro lado.
—¡Mira como la luz baña las ruinas de Manhattan! ¡Me encantan las ruinas! —Se sentó de pronto y levantó un rectángulo oblongo de madera tallada y pulida. Lo sostuvo a la distancia de su brazo extendido y miró a través de él—. Ese conjunto de allí... ¿No es una composición magnífica?
Toba se levantó a su vez e inclinándose hacia adelante, rozó con su barbilla el hombro de ella.
—Es... este... interesante.
Ella sostuvo una pequeña cámara con la mano izquierda, miró a través de ella y a través del rectángulo se echó hacia adelante y luego hacia atrás y presionó un botón.
—Lo tengo.
Dejó la cámara y el rectángulo a su derecha.
—Me pasaría la vida contemplando ruinas pintorescas. De hecho, es lo que hago. La mayor parte del tiempo. Siempre resultan mejor desde el agua. ¿Lo habías notado?
—Ahora que lo mencionas...
—Eras demasiado bueno para ser cierto ¿lo sabías? Vestido de harapos, revisando la basura a orillas del agua, sucio e iletrado, un producto de la civilización en decadencia... Te vi al pasar. Me engañaste. ¿Cuál es tu profesión? ¿Eres arqueólogo?
—Bueno...
—Y tenías noticias sobre mí. Mantén el brazo derecho así levantado, pero sube la cabeza.
Giró sobre sí, quedó tendida sobre el estómago y, levantando su propio brazo derecho, asió su mano.
—Muy bien, señor Toba. Empieza a hacer fuerza como si en ello te fuera la vida. Quizá sea así.
—Vaya, señora mía...
Su brazo comenzó a inclinarse hacia atrás. Afirmó la muñeca y se puso en tensión. Por un instante el movimiento se detuvo. Cerró fuertemente las mandíbulas y se echó hacia la izquierda.
De pronto cayó hacia atrás con el brazo inmovilizado sobre la cubierta.
Ella le sonrió desde lo alto.
—¿Quieres probar con la izquierda?
—No, gracias. Mira, creo todo lo que oí decir de ti. Tienes... este... gustos exóticos y eres lo bastante fuerte como para satisfacerlos. No tengo otro remedio que admirar a los que obtienen lo que quieren. Esta era la única manera que tenía de conocerte, sin embargo. Tengo una oferta para ti de las que se dan sólo una vez en la vida. No puedes permitirte el lujo de rechazarla.
—¿Incluye una buena ruina?
—¡Pues no te quepa la menor duda! —dijo él apresuradamente.
—¿... y un hombre apetitoso?
—¡Uno de los mejores!
Ella lo tomó de la mano y de un tirón lo puso de pie.
—¡Rápido! ¡Mira la luz del sol sobre esa torre quebrada!
—¡Sí que es bonito!
—¿Cómo se llama?
—Dorakeen. Red Dorakeen.
—Me suena familiar...
—Ha andado mucho por el mundo.
—¿Es llamativo?
—¿Tienes que preguntar siempre?
—No me vendría mal una nueva barcaza con algunas incrustaciones de marfil...
—Ya no digas más. ¡Vaya! ¡La luz del sol a través de lo que queda de ese puente!
—¡Rápido! ¡La cámara! Eres un hombre muy afortunado, Toba.
—¡Si no lo sé yo!
Uno
Cuando vio el punto diminuto en el espejo retrovisor que florecía y se iluminaba, Red Dorakeen maldijo en voz baja.
—¿Qué sucede? —preguntó una voz ronca que provenía el tablero de instrumentos.
—¿Eh? No sabía que te había dejado en marcha.
Su mano derecha se dirigió al botón de control pero abandonó luego su intento.
—No lo hiciste. Yo misma activé el circuito.
—¿Cómo te las compusiste?
—¿Recuerdas el servicio de revisión que te gané en un juego de cartas el mes pasado? Quedaba crédito bastante como para hacer que me incorporaran algunos circuitos extra. Pensé que era tiempo de que ampliara mi horizonte.
—¿Quiere decir que vienes espiándome desde hace todo un mes?
—Sí. Hablas mucho contigo mismo. Resulta divertido.
—Tendremos que hacer algo para ponerle solución a eso.
—Podrías dejar de jugar a las cartas conmigo. Repito ¿qué sucede?
—El automóvil de la policía. Se acerca veloz. Puede que siga de largo. Pero también puede que no.
—Apuesto a que lo derroto. ¿Quieres pelear?
—Diablos, no. Tranquila, Flores. Algunas cosas exigen tiempo, eso es todo.
—No comprendo.
—No tengo prisa. Si fracaso, vuelvo a intentarlo. O pruebo con alguna otra cosa.
Su mirada volvió al espejo retrovisor. El brillante vehículo con forma de lágrima era grande ahora en el carril de avance y venía todavía ganando en tamaño, aunque parecía que hubiera disminuido la velocidad.
—Sigo sin comprender.
Él raspó una cerilla de madera con la uña del pulgar y reencendió el cigarro.
—Lo sé. No te preocupes por ello... y mantente al margen de cualquier discusión que pueda suscitarse.
—Te quedo reconocida.
Él miró al costado. El vehículo se le había puesto a la par y le controlaba el paso. Suspiró.
—¡Detenedme o seguid adelante, malditos! —musitó—. ¡Estamos todos demasiado crecidos para jugar!
Como si le respondiera, una sirena ululó. Un globo ascendió al techo brillante y comenzó a guiñar como un ojo acalorado.
Red giró el volante y se desvió al borde del Camino. Una vez más el cielo comenzó a palpitar, oscuro y claro, más y más oscuro, más y más claro. Cuando el vehículo se hubo detenido por completo, un sol matinal se levantaba por sobre el horizonte a su derecha, los pastos estaban pálidos de escarcha y los pájaros cantaban. El brillante vehículo se le adelantó. Sus dos portezuelas se abrieron y dos oficiales de uniforme gris descendieron y se le aproximaron. Apagó el encendido y permaneció sentado perfectamente inmóvil. Exhaló una densa nube de humo.
El conductor del otro vehículo se aproximó a la portezuela. Su compañero se dirigió a la parte trasera del camión. El primer hombre miró dentro del coche. Se sonreía ligeramente.
—¡Que me condenen! —exclamó.
—Hola, Tony.
—No sabía que eras tú, Red. Espero que no estés metido en un lío muy grande.
Red se encogió de hombros.
—Oh, un poco de esto, otro poco de aquello.
—Tony —dijo una voz que provenía de la parte trasera del camión—. Es mejor que eches un vistazo por aquí.
—Eh... Tendré que pedirte que bajes, Red.
—Pues claro.
Abrió la portezuela y abandonó el coche.
—¿De qué se trata? —preguntó Tony dirigiéndose a la parte trasera.
—Mira.
Había desatado un ángulo de la lona y lo había levantado. Procedía ahora a seguir desatándola.
—¡Lo reconozco! Son rifles del S Veinte, los llamados M-ls.
—Sí, ya lo sé. ¿Ves lo que hay aquí atrás? Rifles automáticos Browning. Y esta es una caja de granadas. También muchísimas municiones.
Tony suspiró y se volvió.
—No me lo digas. Déjame que lo adivine —dijo—. Sé perfectamente a dónde vas. Todavía crees que los griegos deben vencer en la Batalla de Maratón y quieres darles una mano.
Red hizo una mueca.
—¿Qué es lo que te lo hace pensar?
—Ya dos veces fuiste sorprendido en eso.
—Y vosotros justo me detuvisteis... ¿como parte de una muestra de azar?
—Exactamente.
—¿Tratas de decirme que nadie os puso sobre aviso?
El oficial vaciló y apartó la mirada.
—Exactamente.
Red sonrió en torno al cigarro.
—Muy bien. Me sorprendiste con las mercancías. ¿Qué vais a hacer?
—Lo primero que vamos a hacer es confiscar el material. Puedes darnos una mano para cargarlo en nuestro coche.
—¿Me daréis un recibo?
—¡Maldición, Red! ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que estás naciendo?
—Sí.
—Nada nos pasará a nosotros si puedes lograr tu propósito, admitido. Aunque crearás otro ramal en el Camino. U otra salida.
—¿Qué tiene eso de malo en realidad?
—Quién sabe quién podría empezar a viajar desde ese punto.
—Ya hay muchos bichos raros que transitan por el Camino, Tony. Fíjate en nosotros.
—Pero tú eres un demonio conocido. Todo el mundo te conoce. ¿Para qué quieres ese otro maldito ramal de cualquier modo?
—Porque así fue en otros tiempos, pero ese camino lateral ahora está bloqueado. Estoy tratando de recordar un conjunto de circunstancias.
—No lo recuerdo.
—Tú eres joven, Tony.
—No te entiendo, Red. Ven, dame una mano con esas armas.
—Muy bien.
Comenzaron a transportar los artefactos.
—Sabes que tienes que acabar con esto.
—Sé que procurarlo forma parte de vuestro trabajo, sí.
—Pero no te importa un rábano. Supón que abras una ruta a algún lugar verdaderamente podrido, lleno de criaturas peligrosas y malignas capaces de trasladarse por el Camino. Todos estaríamos en dificultades entonces. ¿Por qué no terminar con esto?
—Estoy buscando algo que no pude encontrar de ninguna otra manera.
—¿Tienes inconveniente en decirme de qué se trata?
—Sí, lo tengo. Es algo personal.
—¿Corromperías toda la pauta de tránsito sólo por un caprichito egoísta?
—Sí.
—No sé por qué te lo pregunté. Te conozco desde hace unos cuarenta años. ¿Cuánto es eso para ti?
—Cinco o seis años. Quizá treinta. No lo sé. ¿Has estado haciendo mucho trabajo de oficina entretanto?
—Demasiado.
—Así fue probablemente como adquiriste esas ideas acerca de los nuevos ramales.
—A decir verdad, estudié un montón de teoría al respecto y la cosa es mucho más complicada de lo que quizá tú te imagines.
—¡Pamplinas! Fue así una vez y pude volver a serlo.
—Haz las cosas a tu manera, pero no te permitiremos que te estés metiendo en todo.
—La gente no deja de hacerlo un instante. ¿Por qué, si no, transitarían por el Camino? A dondequiera que vayan alteran los ramales de un modo u otro.
Los dientes de Tony se entrechocaron.
—Lo sé, y eso ya de por sí es bastante aterrador. Todo esto tendría que estar mejor controlado, habría que situar puntos de comprobación...
—Pero el Camino siempre estuvo aquí y todos los que podemos transitar por él también hemos estado siempre. El mundo continúa, el Camino avanza... de la creación a la destrucción, amén; no hay nada más que vosotros sepáis. ¿Cuál es tu propósito?
—Te conozco desde hace cuarenta años... o treinta, o cinco o seis. No has cambiado. No puedo hablar contigo... Muy bien. No nos es posible tener control de la mayor parte del tránsito, no nos es posible impedir los cambios menores. Pero podemos vigilar las cosas importantes y lo hacemos. Tú estás siempre involucrado en las cosas importantes. Quiero ser amable y dejarte partir con sólo otra advertencia.
—Eso es lo único que puedes hacer y lo sabes. No puedes probar a dónde me dirigía yo con este equipo. Puedes confiscarlo, puedes dictar conferencias, puedes hacerme las cosas difíciles por un tiempo. Pero no durará... y sabes tan bien como yo que me estás tendiendo otra línea. Esto no es política orgánica de la policía, ni mantenimiento de la paz ni nada por el estilo. Me acosas, personalmente, por una razón particular. Alguien está en pos de mí y quisiera saber quién es y por qué lo hace.
Tony se ruborizó. Su compañero pasó junto a ellos transportando una caja de granadas.
—Te estás poniendo paranoico, Red —dijo finalmente.
—Aja. ¿podrías darme una sugerencia? —Sus ojos estaban fijos en los otros mientras encendía una cerilla sobre una caja de municiones para dar lumbre nuevamente a su cigarro—. ¿Quién podrá ser?
Tony miró a su compañero y luego dijo:
—Vamos. Carguemos el resto del material.
El transporte de las armas exigió aún otros diez minutos. Cuando se hubo acabado se le permitió a Red volver a su camión.
—Muy bien. Considérate advertido —dijo Tony.
Red asintió con la cabeza.
—...y ten cuidado.
Red volvió a asentir con la cabeza, esta vez, más lentamente.
—Gracias.
Los vio subir a su resplandeciente vehículo y alejarse a toda velocidad.
—¿Qué era todo ese asunto?
—Me hizo un favor, Flores. Vino a investigar y me enteré que estamos en dificultades.
—¿De qué clase?
—Tendré que pensarlo. ¿Dónde se encuentra la próxima parada de descanso?
—No muy lejos.
—Conduce tú.
—Muy bien.
El camión se puso bruscamente en marcha.
Dos
El Marqués de Sade siguió a Sundoc al enorme edificio.
—Se lo agradezco mucho —dijo— y apreciaría que no se lo mencionara a Chadwick, pues cree que estoy leyendo un montón de abominables manuscritos. Desde las especulaciones del barón Cuvier, he tenido la curiosidad, he tenido el deseo. Pero nunca creí que llegara a ver realmente a un ejemplar.
Sundoc rió entre dientes y lo condujo a un inmenso laboratorio.
—Pues yo lo agradezco. No se preocupe. Me gusta exhibir mi obra.
Se aproximaron al gran foso en el centro del salón y llegaron a la barandilla que lo rodeaba.
Sundoc hizo un ademán con la mano derecha y la zona que se encontraba abajo quedó inundada de luz.
Se erguía como una estatua enorme, como una imagen de promoción para un film de clase B inusitadamente bien hecha, como una neurosis repentinamente materializada...
Y entonces se movió. Arrastró las patas y bajó la cabeza para evitar la luz. En la parte posterior de la cabeza se pudo observar una banda de metal resplandeciente y otra más abajo a lo largo de su espina dorsal.
—Feo como el que más.
El marqués sacudió la cabeza.
—¡La dentadura de un dios! ¡Es hermoso! —dijo suavemente—. Vuélvame a decir su nombre.
—Tyrannosaurus rex.
—Le sienta. Sí, le sienta a maravillas. ¡Es adorable!
Se mantuvo inmóvil durante más de un minuto. Luego preguntó:
—¿Cómo consiguió esta maravillosa bestia? Se me había dado a entender que sólo existieron en el más distante pasado.
—Es cierto. Se necesitó una nave con energía de fusión nuclear que volara a gran velocidad por sobre el Camino durante muy largo tiempo para retroceder tanto.
—No obstante el Camino llega a días tan lejanos... ¡Asombroso! ¿Y cómo transportaron algo de semejante tamaño, de semejante poder?
—No lo hicimos. Los miembros del equipo narcotizaron a un ejemplar y trajeron un tejido de muestra a un período de hace quince años. Este espécimen fue donado a partir de esa muestra... es decir, se trata de un gemelo artificialmente cultivado del original.
—¡Hermoso, oh, hermoso! No comprendo, pero eso no interesa en absoluto... por el contrario, se suma al encanto, al misterio. Ahora hábleme de cómo lo controla.
—¿Ve esas placas metálicas en su cabeza y en su dorso?
—Sí.
—Son rejillas implantadas. Un número de electrodos minúsculos se extienden desde ellas al sistema nervioso del animal. Un momento...
Se dirigió a una estantería de la que tomó una pequeña caja rectangular y un casco de plata. Volvió con ambas cosas y las exhibió.
—Esto —dijo señalando la caja— es una computadora...
—¿Una máquina de pensar?
—Oh, alguien le estuvo dando informaciones. Bueno, poco más o menos. Esto es también una unidad de emisión.
Giró un conmutador. Una lucecita apareció tras un dial. No hubo sonido alguno.
—Es posible ordenarle hacer lo que se quiera... ¿con eso?
—Mejor aún.
Se colocó el casco en la cabeza y ajustó su banda.
—Mucho mejor —dijo— porque se tiene realimentación.
El reptil levantó la cabeza y se volvió para mirarlos.
—...veo dos hombres que me miran desde arriba. Uno de ellos lleva una cosa brillante en la cabeza. Voy a hacerles una señal de saludo... la pata anterior derecha.
De manera grotesca, ridícula, el apéndice relativamente pequeño comenzó un movimiento ondulatorio.
—Y ahora, mi grito de saludo.
Un bramido que hizo vibrar piezas de equipo en mesas distantes, que pareció sacudir los cimientos mismos del edificio, retumbó en torno a ambos hombres.
— ¡Yo! ¡Yo! —exclamó el marqués—. ¡Déjeme que pruebe! ¡Por favor, déjeme a mí!
Sundoc sonrió y se quitó el casco.
—Claro. Es fácil. Le enseñaré cómo ponérselo...
Durante varios minutos el marqués hizo marchar al monstruo por el foso, menear la cola, dar con las patas contra el suelo.
—¡Puedo ver realmente por sus ojos!
—Esa es la realimentación de la que le hablaba.
—¡Vaya! ¡Debe de tener una fuerza fenomenal!
—Oh, la tiene.
Varios minutos más transcurrieron. Luego:
—Me disgusta de veras profundamente tener que renunciar a esta sensación —observó—, pero supongo que no hay otro remedio. ¿Cómo se lo apaga?
—Así, le mostraré.
Le quitó el casco y desconectó la unidad de control.
—Nunca tuve semejante sensación de poder —dijo el marqués—. ¡Vaya! Sería el arma invencible, el perfecto asesino. ¿Por qué no lo utiliza para matar a ese tío, Dorakeen, y reclama la recompensa que ofrece su amo?
Sundoc se echó a reír.
—¿Se lo imagina avanzado estruendoso por el Camino hacia un destino adivinado para matar a pisotones a su enemigo? No, el transporte constituiría un problema insuperable, aun cuando supiéramos exactamente dónde dejar a la bestia. Nunca fue mi intención utilizarla de ese modo. Demasiado difícil de manejar.
—Es cierto, es cierto cuando lo explica usted así. Fue la imagen lo que me atrapó: el reptil vengador arrojándose sobre su presa... Las sensaciones que experimentarían entretanto...
—Hm. Supongo que sí.
—Mientras que al mismo tiempo constituye una noble empresa por contribuir al avance de la ciencia.
—Eso es dudoso. Todas las técnicas empleadas en este caso son bastante venerables. El control de ese monstruo no constituye ganancia alguna para la ciencia. Sobre la bestia en sí se puede obtener información con igual facilidad estudiándola en condiciones naturales. No, lo que ve usted allí abajo es la satisfacción de un capricho... esa es la razón por la cual no tuve reticencias en exhibirlo. Siempre tuve deseos de hacer esto por mera diversión. Es un fin en sí mismo. La bestia no tiene utilidad especial alguna. Oh, mis ayudantes estudiarán su fisiología y publicarán sus comprobaciones. También en ese sentido puede resultar ventajosa su presencia. Después de una carrera larga y fructífera, puedo permitirme el lujo de darme esta satisfacción. De modo que... ¿por qué no?
—En ciertos aspectos tenemos más afinidad de la que hubiera imaginado.
—¿Porque confieso la satisfacción de un lujo caro?
El marqués sacudió la cabeza.
—Porque goza la sensación de un poder tan peculiar.
Con un movimiento de la mano Sundoc oscureció el foso. Se apartó de la barandilla y se volvió.
—Muy bien —dijo—. Este sí es un argumento. —Volvió a colocar los instrumentos en la estantería y luego se alejaron—. Es mejor que vuelva a esos manuscritos suyos ahora.
—Ay —dijo el marqués—. Del Olimpo al Tártaro en sólo unas pocas manzanas.
Sundoc sonrió.
—También come mucho —dijo—. Pero bien lo vale.
Uno
Penetró en la playa cubierta de grava y se dirigió hacia un grupo de edificios hechos de troncos labrados ante los que había hileras de bombas para diversos combustibles.
—¿Cómo estamos de gasolina? —inquirió Red.
—El depósito hasta la mitad y uno de reserva lleno.
—Aparca junto a esos árboles.
Se detuvo bajo un gran roble. El sol ya había descendido profundamente hacia el Oeste.
—Estamos aproximadamente en el S Dieciséis ¿no es así?
—Sí. ¿Planeabas apearte aquí?
—No. Sólo estaba pensando: Una vez conocí a un tío de este período. Tenía que tomar por el atajo inglés por sobre...
—¿Quieres aparcar e ir a visitarlo?
—No. Él... se encuentra en otra parte. Y tengo hambre. Ven, hazme compañía.
De debajo del tablero de instrumentos cogió un ejemplar de Las flores del mal.
—¿Dónde se fue? —La voz provenía del libro.
—¿Quién?
—Tu amigo.
—Oh. Lejos. Sí, se fue lejos. —Red emitió una risa ahogada.
Abrió la portezuela y salió del coche. El aire estaba frío. Fue rápidamente hacia los edificios.
El comedor estaba en sombras; el candelabro no se había encendido todavía. Las mesas eran de madera y no tenían cobertura alguna, al igual que el piso. En el extremo más lejano del cuarto, un fuego de leños crepitaba en un hogar abierto. Todas las ventanas estaban en la pared del frente.
Miró a los comensales. Dos parejas estaban sentadas ante el gran ventanal. Eran jóvenes. Por su modo de vestir y de hablar, los situó a fines del S Veintiuno. La ropa del hombre de tan delicado aspecto sentado a la mesa de su derecha, indicaba como lugar de origen la Inglaterra victoriana. Sentado de espaldas a la pared más cercana había un hombre de pelo negro vestido de pantalones oscuros, botas y camisa blanca. Estaba comiendo pollo y bebiendo cerveza. En el respaldo de la silla había colgada una chaqueta de cuero oscuro. Todo básico en extremo. Red no logró situarlo en una época determinada.
Se dirigió a la mesa más alejada, la rodeó y se sentó de espaldas al rincón. Colocó Las flores del mal sobre la tabla ante sí y abrió el volumen al azar.
—"Pour l'enfant, amoureux de caries et d'estampes, l'univers est égal á son vaste appétit" —emitió la vocecita.
Levantó el libro rápidamente para esconder la cara.
—Es cierto —replicó en un susurró.
—Sin embargo, tú quieres más ¿no es cierto?
—Sólo mi propio rinconcito.
—¿Y dónde estará?
—Maldito si lo sé.
—Nunca llegaré a entender del todo por qué haces las cosas...
Un alto camarero de pelo blanco se acercó a la mesa.
—¿Qué se va a servir...? ¡Red!
Él levantó la vista y se quedó mirándolo un instante.
—¿Johnson...?
—Sí. ¡Cielos! ¡Han transcurrido años!
—¿En verdad? Solías trabajar algo más abajo en el Camino ¿no es así?
—Sí. Pero prefiero estar aquí arriba.
—Me alegro de que hayas encontrado un buen puesto. Vaya, el pollo que está comiendo ese tío tiene buen aspecto. —Red señaló con la cabeza al hombre de pelo oscuro—. Y también la cerveza. Tomaré lo mismo. Entre paréntesis ¿quién es ese hombre?
—Es la primera vez que lo veo.
—Muy bien. Puedes traerme la cerveza ahora.
—Perfectamente.
Sacó un nuevo cigarro de un bolsillo secreto y lo examinó.
—¿Vas a hacer el truco?
—¿Qué truco?
—Una vez te vi encender el cigarro con una brasa que retiraste del fuego sin quemarte.
—¡Vamos!
—¿No lo recuerdas? Fue hace algunos años... A no ser que vayas a aprenderlo más adelante. Parecías más viejo entonces. De cualquier manera fue medio S Camino abajo poco más o menos.
Red sacudió la cabeza.
—Algún truco infantil. No hago nada de eso ahora. Tomemos la cerveza y el ave.
Johnson asintió con la cabeza y se retiró.
Cuando Red terminó de comer, el comedor estaba lleno. Se habían encendido las luces y el ruido de fondo había aumentado. Saludó a Johnson, pagó la cuenta y se levantó.
Afuera la noche estaba algo más fresca. Caminó por el terreno, dobló a la izquierda y se dirigió a su camión.
—Silencio —fue la breve palabra emitida por el libro que llevaba—. Sí. Yo...
El impacto lo hizo tambalear al mismo tiempo que vio el destello de la boca del arma y oyó el ruido.
Sin detenerse a apreciar el daño causado, se arrojó de lado con el brazo derecho colgante sobre su cuerpo. Llegó un segundo disparo, pero no sintió nada. Con un movimiento brusco, arrojó Las flores del mal al tirador oculto en las sombras y se lanzó luego corriendo en dirección de su vehículo.
Rodeó la parte delantera del camión, se dirigió al asiento del acompañante, abrió la portezuela de un tirón y se arrojó boca abajo dentro de él. Cuando buscó a tientas bajo el asiento la 45 que guardaba allí, oyó al otro lado pasos sobre la grava. Desde una gran distancia, de ese mismo lado, una voz gritaba:
—¡Deténgace ceñor! ¡Eztá rodeado!
Siguió un disparo y una maldición en voz baja en el momento en que sus dedos rodeaban la culata del pesado revólver. Disparó una vez hacia arriba a través de la ventanilla del lado del conductor... Un momento de seguridad. Luego salió retrocediendo y se agazapó.
Ahora llegaban sonidos del edificio, como si la puerta principal se hubiera abierto y se hablara ruidosamente. Se formularon varias preguntas a los gritos. Sin embargo, nadie parecía aproximarse.
Se mantuvo agachado y se dirigió a la parte trasera del camión. Miró tras de sí, se echó a andar sobre las cuatro extremidades, atisbo más allá de la compuerta de cola, y espió el parachoques. Nada. No había nadie a la vista...
Escuchó a la espera de algún paso delator. No oyó ninguno. Rodeó la parte trasera y se arrastró hacia el lado izquierdo.
—Eztá en la parte delantera yendo hacia la derecha —se le dijo repentinamente en un susurro.
Oyó entonces un sonido desde la derecha, unos pasos apresurados sobre la grava.
Arrojó una piedra tras de sí, hacia la derecha del camión. No hubo respuesta alguna. Esperó.
Luego:
—Parecemos haber llegado a un punto muerto —exclamó en prelingua—. ¿Quiere llegar a un acuerdo?
No hubo respuesta.
—¿Alguna razón especial para querer matarme? —trató de averiguar.
Una vez más, silencio.
Rodeó el ángulo trasero izquierdo del vehículo y se echó a andar agachado dando cada paso cuidadosamente y acomodando el peso sobre cada uno de ellos.
—¡Detente! Ce ha ocultado entre loz árboles. Debe de eztar cubriendo el frente.
Cogió el arma con la mano izquierda y deslizó el brazo derecho por la ventanilla abierta. Encendió las luces delanteras y se arrojó boca abajo para atisbar desde la rueda delantera de la izquierda. Un disparo desde los árboles pasó a través del parabrisas sobre el lado del conductor.
Desde el lugar donde había caído, Red vio la silueta parcial del pistolero que retrocedía para protegerse. Le disparó. La figura se estremeció y cayó pesadamente sobre el tronco del árbol. Cuando comenzó a caer lentamente y una pistola se le deslizaba de entre los dedos, Red volvió a hacer fuego. La figura giró, dio contra el suelo y permaneció allí inmóvil.
Red se irguió y avanzó cubriendo al hombre caído.
...Pantalones negros y una chaqueta igualmente negra que goteaba a través de un agujero abierto en el costado derecho. Era el hombre que había visto más temprano en el comedor de espaldas a la pared. Red le puso el brazo en torno a los hombros, le dio apoyo a su cabeza y lo mantuvo en posición erguida.
En torno a los labios del hombre habían aparecido burbujas rosadas. Cuando Red lo levantó el hombre boqueó sin emitir sonido alguno. Abrió los ojos.
—¿Por qué? —le preguntó Red—. ¿Por qué trató de matarme?
El hombre sonrió débilmente.
—Mejor le dejo... algo en qué pensar —dijo.
—De nada le servirá —le dijo Red.
—Nada va a servirme —replicó el otro—. De modo que ¡váyase al diablo!
Red le aplicó un cachetazo en la boca embadurnándole la cara con saliva sanguinolenta. Al hacerlo, escuchó detrás de sí un murmullo de protesta. Se estaba amontonando la gente.
—¡Habla, hijo de puta! ¡O te haré la cosa más difícil de lo necesario!
Le hundió los dedos rígidos en la parte superior del abdomen cerca de la herida.
—¡Eh! ¡No haga eso! —dijo una voz detrás de él—. ¡Habla!
Pero el hombre emitió un sonido ahogado seguido de un suspiro y dejó de respirar. Red comenzó a martillarle con los puños por debajo del esternón.
—¡Vuelve, hijo de puta!
Sintió una mano en el hombro y se la quitó de un sacudón. El pistolero no reaccionaba. Lo dejó caer y comenzó a registrarle los bolsillos.
—No creo que debería hacer eso —dijo otra voz por detrás de él.
Al no encontrar nada de interés, Red se puso de pie.
—¿En qué automóvil venía este hombre? —preguntó.
Un silencio, luego murmullos. Finalmente el caballero Victoriano dijo:
—Viajaba a dedo.
Red se volvió. El hombre, que contemplaba el cadáver, se sonreía ligeramente.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Red.
El hombre sacó un pañuelo de seda, lo desplegó y se tocó con él varias veces la frente.
—Lo vi hoy temprano descender de un coche —respondió.
—¿En qué vehículo venía?
—En uno negro, del S Veinte. Un Cadillac.
—¿Vio a algún otro que viniera en el coche?
El hombre volvió a mirar el cadáver, se pasó la lengua por los labios y sonrió nuevamente.
—No.
Johnson llegó con un trozo de lona y cubrió el cuerpo. Recogió la pistola caída y se la ajustó por detrás en su propio cinturón.
Poniéndose de pie, puso una mano en el hombro de Red.
—Enviaré un mensaje —dijo—, pero no se sabe cuándo lograremos que venga la policía. Tendrías que quedarte para dar el informe.
—Sí, esperaré.
—Volvamos entonces. Te prepararé un cuarto y un trago.
—Muy bien. Tardo sólo un minuto.
Red volvió a la playa de aparcamiento y recuperó su libro.
—Eza bala me eztropeó el parlante —dijo con voz sibilante.
—Lo sé. Te voy a conseguir otro, de los mejores que se fabrican. Gracias por atajarla. Y gracias también por distraerlo.
—Ezpero que haya valido la pena. ¿Por qué te disparó?
—No lo sé, Flores. Tengo la impresión de que era lo que en algunos lugares se conoce como hombre de choque. Posiblemente de un sindicato. Si es así, no me doy cuenta qué conexión puede haber entre sus empleadores y yo. Sencillamente la ignoro.
Se metió el volumen en el bolsillo y luego siguió a Johnson dentro del edificio.
Dos
Randy observó la camioneta azul que partía y se dirigió hacia la playa de aparcamiento.
—¿Este es el lugar? —preguntó mirando el edificio de Spiro's.
Sin abandonar la lectura de Hojas de hierba, Leila asintió con la cabeza.
—Lo era hace ya mucho cuando me encontraba en África —dijo—. Ahora que nos encontramos en el tiempo real no sé en qué medida tiene sincronización.
—Traduce.
—Puede que no haya llegado todavía o puede que ya haya partido.
Randy hizo funcionar el freno de emergencia.
—Espera aquí que yo iré a averiguar —dijo ella abriendo la portezuela, arrojando el libro sobre el asiento trasero y bajando del coche.
—Muy bien.
—¿Randy?
—¿Sí, Hojas?
—Es una mujer muy vital ¿no es así?
—Yo diría que sí.
—¿Es atractiva?
—Sí.
—Aunque dominante.
—Sabe a qué atenerse respecto de lo que intentamos. Yo no lo sé.
—Es cierto, es cierto... ¿Quién es ése?
Un viejo con una cruz de cruzado en la sucia túnica que vestía se acercó arrastrando los pies y canturreando para sí. Extrajo un trapo muy deteriorado de debajo de su ceñidor y empezó a limpiar las luces delanteras y los parabrisas. Escupió sobre una mariposa aplastada, la raspó con la uña del pulgar y pasó luego el trapo. Por último se aproximó al lugar donde estaba sentado Randy y lo saludó con la cabeza.
—Lindo día —dijo.
—Así es.
Randy buscó en su bolsillo, encontró una moneda de un cuarto de dólar y se la dio. El hombre la recibió en la palma y volvió a saludar con la cabeza.
—Gracias, señor.
—Usted parece un... un cruzado.
—Soy. O fui —dijo en prelingua—. Di una vuelta en alguna parte y nunca más volví a encontrar el camino de regreso. No se puede culpar a un hombre si se pierde ¿no es cierto? Además, alguien me dijo que la Cruzada ha terminado y que vencimos. Luego otro viajero me dijo que había terminado y que fuimos derrotados. De un modo u otro me dijo que había terminado y que fuimos derrotados. De un modo u otro sería tonto proseguir... y a mí me gusta este lugar. Uno de estos días pasará un obispo en su Cadillac y le pediré que me libre de mi voto. Mientras tanto, me permiten dormir ahí atrás y el cocinero me da de comer. —Guiñó un ojo—. Además, hago lo bastante aquí como para emborracharme todas las noches en la taberna. Nunca llevé una vida mejor. No tiene sentido ir en busca de peleas cuando la guerra ha terminado ¿no es así?
Randy sacudió la cabeza.
—¿Usted no lo sabe con seguridad, no?
—¿Si sé qué?
—Quién ganó.
—¿Las Cruzadas?
El otro asintió con la cabeza.
Randy se frotó la nariz.
—Bueno... De acuerdo con mis libros de historia, hubo cuatro grandes y otras varias que no lo fueron tanto. En cuanto a quién ganó, la respuesta no es fácil...
—¡Tantas!
—Sí. A veces ustedes tuvieron la delantera y otras las tuvieron sus contrincantes. Hubo toda clase de reveses e intrigas. Traiciones... Se produjo no poca transmisión cultural. Se abrió el camino para que el Occidente recuperara la filosofía griega. También...
—¡Al diablo todo eso, muchacho! En los tiempos de usted ¿quiénes tienen posesión de la Tierra Santa, ellos o nosotros?
—Ellos en su mayor parte...
—¿Y nuestras tierras? ¿Las tenemos nosotros o ellos?
—Nosotros, pero...
El viejo soldado emitió una risa ahogada.
—Entonces nadie ganó.
—La cuestión no es así de sencilla. Tampoco nadie perdió. Tiene que tener en cuenta un panorama más amplio. Ve usted...
—¡Pamplinas! Está muy bien que usted lea sobre panoramas más amplios, hijo. Pero yo no tengo intención de volver y de que una cimitarra se me inserte en el culo por causa de ese panorama suyo más amplio. Luis puede quedarse con su Cruzada. Prefiero limpiar los vidrios de su coche embrujado y quedarme aquí a emborracharme ahora que sé que nadie ganó.
—Me doy cuenta, por supuesto, cuál es su punto de vista aun cuando carezca de sentido histórico. Pero no es correcto decir...
—¡Tiene completa razón! Y si tiene suerte, algún día vendrá alguien desde una parte más avanzada del Camino y hará lo mismo por usted. Háblele de historia si lo hace.—Arrojó la moneda al aire y volvió a recogerla—. Mantenga la fe, muchacho.
Se volvió y se alejó rengueando.
Randy movió la cabeza en señal de aprobación y buscó uno de los cigarros de Leila.
—Interesante... —musitó.
En el asiento de atrás, Hojas comenzó a canturrear en voz baja. Luego:
—¿Te sientes desdichado por algo? —preguntó.
—Quizá. No lo sé. ¿Por qué me lo preguntas?
—Vengo observando tu ritmo cardíaco, tu metabolismo, tu presión arterial, tu respiración. Todo parece acelerado. Eso es todo.
—No puedo ocultarte nada, entonces ¿no es así? Estaba pensando cómo las pasiones de un cruzado o de una relación amorosa frustrada no son sino momentos del tiempo geológico.
—Es cierto. Pero como no eres una roca o un glaciar ¿qué puede importarte? —Luego—: ¿Acabas de experimentar una relación semejante?
—Creo que ese sería un modo de expresarlo, sí.
—Muy triste quizás. O no, según sea el caso. Tú...
—No —respondió él—. En realidad, no. Era algo que no podía durar. Sin embargo, se experimenta un sentimiento de pérdida... ¿Por qué te estoy contando esto?
—Todo el mundo encuentra a alguien a quien contarle las propias cosas. En un momento como éste es necesario ser cuidadoso. Al cabo de una pérdida, uno con frecuencia intenta llenar el hueco con una presencia nueva. Se escoge con rapidez en lugar de nacerlo con tino. Uno...
—Aquí viene Leila —dijo Randy.
—Oh.
Se hizo silencio.
Randy aspiró el cigarro. Contempló las nubes que se reflejaban en el capó. Miró el asombroso conjunto de vehículos acumulados alrededor de sí, semejante a la exhibición de un museo del transporte.
Al cabo de un tiempo Flores dijo:
—No detecto su llegada.
—Lo siento, me había equivocado.
Hubo una explosión de descargas de interferencia. Luego:
—Lo siento, Randy. No fue mi intención entorpecer nada.
—No hay cuidado.
—Yo sólo quería...
—Allí viene.
—Muy bien. Yo sólo... No importa.
Leila abrió la portezuela bruscamente, subió al coche y la cerró de un golpe. Se acercó y le sacó el cigarrillo de entre los dedos. Lo aspiró largamente y se hundió en el asiento.
—Supongo que no... —empezó él.
—¡Sí! Prácticamente estamos pisándole los talones ahora, sólo que no hay dirección de destino. Tendré que volver a fijarme.
Él la miró mientras los ojos de ella seguían el humo. Su cara quedó vacía de expresión por un tiempo; luego las emociones se sucedieron en ella tan de prisa que no tuvo tiempo de clasificarlas.
—¡Pon el motor en marcha! ¡Adelante! —ordenó ella.
—¿A dónde?
—Camino abajo. Reconoceré el atajo cuando aparezca.
—¡Vamos!
Abandonaron dando marcha atrás la playa de aparcamiento y se dirigieron a la salida.
—Estoy empezando a entender...
—¿Qué cosa? —preguntó él.
—Lo que somos —dijo ella, y le pasó el cigarro.
Él apretó el acelerador y se alejaron a toda velocidad.
Uno
Red se arrojó de la cama y buscó de prisa su chaqueta.
—¡Eh! ¡Vaya detector de humo que eres!
—También ce me eztropeó eza parte de la boca.
Cuando se puso la chaqueta sacó de su bolsillo una pequeña linterna de forma achatada. Revisó con ella el cuarto y no encontró rastros de humo. Se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo y olfateó.
—Quizás es mejor que no...
Abriendo la puerta, salió al vestíbulo, volvió a olfatear y se dirigió hacia la izquierda.
—¡Allí! ¡En el cuarto de al lado!
Se aproximó corriendo hacia la puerta, la golpeó y probó el picaporte. Estaba cerrada con llave.
—¡Despierta!
Retrocediendo, le asestó una fuerte patada cerca de la cerradura. La puerta se abrió de golpe. Una nube de humo lo envolvió. Él se precipitó dentro del cuarto para contemplar una cama en llamas y una mujer sonriente que aparentemente seguía dormida en ella.
Inclinándose la levantó de entre las llamas y la llevó por el cuarto. La depositó en el suelo con las ropas todavía humeantes y volvió a la cama para cubrirla con una alfombra.
—¡Eh! —llamó la mujer.
—Cállate —dijo él—. Estoy ocupado.
La mujer se puso de pie con las ropas aún en llamas. Durante casi todo un minuto entero la mujer no tuvo esto en cuenta mientras lo miraba luchar contra el fuego. Entonces, cuando la parte delantera de su vestido llameó, lo contempló. Como un movimiento inintencionado, deshizo un lazo por detrás del cuello y el camisón cayó a sus pies. Abandonando su círculo de fuego, avanzó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—Tratando de apagar el maldito incendio que provocaste. ¿Qué estabas naciendo? ¿Estabas fumando en la cama?
—Sí —replicó ella—. Y también bebiendo.
Se puso de rodillas y buscó bajo la cama. Sacó una botella.
—Deja que se queme —dijo—. Bebamos un trago y miremos las llamas.
—¡Leila, apártate de mi camino!
—Claro, Reyd, lo que tú digas.
Se apartó, se sentó en un gran sofá, miró alrededor de sí, se puso otra vez de pie, se dirigió al tocador, aplicó una vela que allí ardía a la mecha de una lámpara de aceite y cogió una copa. Volvió al sofá.
En el vestíbulo resonaron pasos apresurados. Disminuyeron la velocidad, se detuvieron.
—¿Es muy grave? —preguntó la voz de Johnson seguida de una tos.
—Sólo la cama —contestó Red—. Ya lo tengo controlado ahora.
—Cuando puedas con él, arroja el colchón por la ventana. Abajo no hay más que grava.
—Muy bien, así lo haré.
—El cuarto diecisiete está vacío, señorita Leila. Puede ocuparlo usted.
—Gracias, pero prefiero quedarme aquí.
Red se dirigió a la ventana, y abrió las persianas de un golpe. Volviendo a la cama, arrolló el colchón, lo levantó con sus brazos, lo llevó hacia el cuadrado cuajado de estrellas y lo empujó a través de él.
—Haré subir una nueva cama y un nuevo colchón —dijo Johnson.
—Y otra botella.
Johnson, que había entrado, retrocedió de nuevo al vestíbulo todavía tosiendo.
—Perfectamente. No sé cómo ustedes dos pueden respirar aquí.
Red miró por la ventana. Leila abrió la botella. Los pasos de Johnson se alejaron por el vestíbulo.
—¿Te gustaría un trago, Reyd?
—Muy bien.
Se volvió y caminó hacia ella. Ella le alcanzó la copa.
—A tu salud —dijo él, y tomó un sorbo.
Ella exhaló bruscamente el aire por la nariz y bebió de la botella.
—¡Eh! Eso no es digno de una dama —dijo él—. Te voy a cambiar por otra.
Ella emitió una risa ahogada.
—No importa. Yo seré la mejor parte del trato... A tu salud. ¿Qué tal está de todas maneras?
—¿La bebida o mi salud?
—Cualquiera de las dos.
—He gozado de mejores y de peores. En el caso de ambas. ¿Qué haces aquí, Leila?
Ella se encogió de hombros.
—Bebo. Pongo en práctica algunos trucos. ¿Qué haces tú? ¿Corres todavía Camino arriba y Camino abajo en busca de un desvío sin señales o tratando de abrir uno nuevo?
—Poco más o menos. Por mucho tiempo pensé que quizá tú habías encontrado la senda y la habías seguido. Encontrarte aquí es... ¿cómo decirlo? Decepcionante.
—Sé cómo producir ese efecto —dijo ella— ¿no es así?
Él sacó un nuevo cigarro de la chaqueta, se dirigió a la vela y lo encendió.
—¿Tienes otro encima?
—Sí.
Le pasó el cigarro y encendió otro para él.
—¿Por qué lo haces? —preguntó él.
El humo se elevó en espirales por sobre la cabeza de ella.
—¿Por qué hago qué?
—¿Por qué no haces nada? —dijo él—. Pierdes el tiempo aquí cuando podrías estar buscando.
—Ya que preguntas —dijo ella tomando otro trago— te lo diré. Fui y volví por ese maldito Camino desde el Neolítico al S Treinta. No dejé sin recorrer todo camino lateral, sendero o pasaje que encontré al paso. En mil tierras me conocen por diferentes nombres. Pero en ninguna parte encontré lo que buscaba, lo que nosotros buscamos.
—¿Nunca estuviste cerca? ¿No tuviste nunca la sensación de la presencia?
Ella se encogió de hombros.
—He tenido sensación de presencias... algunas de ellas muy similares, otras del todo inolvidables... ninguna de ellas correcta. No. No puedo sino llegar a la conclusión de que el lugar que una vez busqué ya no existe.
—Todo existe en alguna parte.
—Pues entonces, no se puede llegar desde aquí.
—No puedo creerlo.
—Contéstame esto: ¿vale la pena? ¿Vale la pena perder la vida buscando cuando se tiene la opción de escoger cualquier tiempo o lugar, de hacer lo que se quiera?
—¿Cómo poner en práctica algunos trucos y beber hasta perder la conciencia? ¿Cómo pegarle fuego a la cama?
Ella exhaló un aro de humo.
—No he estado haciendo nada, como tú dices, durante casi un año. Día a día se vuelve más fácil. Y los resultados son los mismos. Gasté todas mis energías. Soy por naturaleza completamente indolente. Es agradable detenerse, renunciar a una empresa estéril. ¿Por qué no haces tú lo mismo? Todos tus esfuerzos no te permiten mostrar nada concreto. Por lo menos podríamos consolarnos mutuamente.
—No es propio de mi naturaleza hacerlo —dijo él en el momento en que los sirvientes llegaban con una nueva cama, cobijas y una botella.
Ellos fumaron en silencio y miraron trabajar a los hombres. Cuando se hubieron ido, ella dijo:
—Tener mucho dinero y dormir la mayor parte del tiempo son las mejores cosas de la vida.
—A mí me interesan también las cosas que se sitúan entremedio —dijo él.
—¿Y de qué te sirvió? —le preguntó ella poniéndose de pie—. Estar señalado para morir, eso es todo.
Se dirigió a la ventana y miró afuera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él finalmente.
—Nada.
—A mí me pareció que era algo. Vamos ¿qué viste?
—No dije que haya visto nada. —Se volvió hacia él—. Tenemos una nueva cama. Pongámosla a prueba.
—No trates de distraerme. Sé que tienes más participación de la Visión que yo. Di de qué se trata.
Ella se apoyó contra el vano de la ventana y bebió un largo trago.
—Y apártate de esa ventana. Puedes caerte.
—Siempre el hermano mayor —dijo ella, pero se apartó de la ventana y fue a sentarse en la cama.
Colocó la botella en el suelo y comenzó a aspirar su cigarro y a producir vastas nubes de humo por las que su mirada erraba.
—Ver... —dijo ella, y luego se sumió en el silencio.
—Ver —repitió Red.
—Te mueves en la niebla. Se espesa a medida que avanzas hacia la muerte. ¡Tan deseada! Vi diez pájaros negros que te perseguían —dijo con un registro de voz más bajo— y ahora son nueve...
—¡La década negra! —susurró él. Y luego—: ¿Quién la decretó?
—Corpulento —dijo ella—. Un hombre corpulento, pesado... Y poeta... Sí, un poeta. ¡Vaya, pues claro!
—Chadwick.
—El Gordo Chadwick —confirmó ella.
Dispersó el humo y tomó la botella.
—¿Por qué, cuándo y cómo? —preguntó Red.
—¿Qué pretendes de una mísera visión? Eso es todo.
—Chadwick —repitió él y luego vació su copa—. En cierto sentido tiene coherencia. Muchos tuvieron el motivo, pero pocos los medios —Luego—: Tony debió de haber sabido algo —decidió—. De modo que también los tiene a ellos... Eso significa que no puedo contar para nada con la poli. Pero... ¿quién puede hacerlo? Es oficial entonces.
Se puso de pie, recuperó la botella y se sirvió algo más de vino en la copa.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió ella.
Él tomó un sorbo.
—Seguir adelante —respondió.
Ella hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien. Yo iré contigo. Te hará falta mi ayuda.
—No. No ahora. Gracias.
Ella tomó la botella y la arrojó por la ventana. Sus ojos verdes relumbraron.
—No vengas con actitudes nobles. Todavía soy una de las cosas más duras de roer con que te hayas topado en la vida. Sabes que soy capaz de ayudarte.
—En cualquier momento, sabes qué feliz me haría. No cuando se ha decretado una década negra, sin embargo. Diablos, uno de nosotros tiene que vivir, aunque sólo sea para vengar al otro.
Ella se dejó caer de pronto sobre la cama con brazos y piernas abiertos.
—Te encantaría ¿no? Y te encantaría que fuera yo... Todo parece tener que correr por mi cuenta —dijo—. Tengo que dormir. No puedo obligarte, pero tampoco acepto tu respuesta. Haz lo que quieras, Reyd, porque yo por cierto haré lo mismo. Hasta mañana.
—Quiero que seas razonable.
Ella comenzó a roncar.
Él terminó su trago, apagó las luces y depositó la copa sobre la mesa de tocador. Cerró la puerta tras de sí y volvió a su propio cuarto donde comenzó a vestirse.
—¿Eztamoz ardiendo?
—No, Flores, nos vamos.
—¿Paza algo malo?
—Tengo que irme rápido de aquí.
—Hicizte una denuncia ante la policía por lo zucedido anoche?
—Diablos, habrá una denuncia sobre mí muy pronto si no nos movemos rápido ahora. El tío que me disparó anoche no era un loco. Se decretó la década negra contra mí.
—¿Qué ez ezo?
Él se puso las botas y comenzó a anudárselas.
—Yo lo llamo vendetta. Mi enemigo me lanza diez ataques sin que nadie intervenga. Si falla en todos ellos, según se supone, debe poner fin a la cosa. Es una especie de juego. El de anoche fue el primero.
—¿Tú puedez devolver el golpe?
—Claro, si supiera dónde. Entretanto, es mejor que corra. El Camino es largo. El juego puede llevar toda la vida. Siempre sucede eso, de hecho, de un modo u otro.
—¿La poli no interviene para nada?
—No. No cuando se trata de algo oficial. En ese caso la Junta de Juegos tiene jurisdicción. Y aun cuando quisiera intervenir, no hay policías bastantes... y la mayoría de ellos proviene del S Veintitrés al Veinticinco, de cualquier manera. Demasiado civilizados y no muy útiles tan atrás en el tiempo.
—Ve, puez, Camino arriba donde cuentez con máz fuerza y trata de encontrar algún quebrantamiento ilegal del juego.
—No, allí es donde vive mi enemigo y probablemente los tiene metidos en el bolsillo. Creo que eso es lo que Tony estaba intentando decirme. Además, su función radica fundamentalmente en el control del tránsito. No, iremos Camino abajo.
—¿Sabez quién está detraz de todo ezto?
—Sí, un viejo compañero mío. Fuimos socios. Vamos.
—Pero, no vaz a...
—Sí. Abandonaremos el lugar solapadamente.
—¿Sin pagar?
—Como en los viejos tiempos.
—Yo no eztaba contigo entoncez.
—No te preocupes. No he cambiado mucho.
Cerró silenciosamente la puerta detrás de sí y se dirigió a las escaleras de la parte trasera del edificio.
—¿Red?
—¡Sí!
—¡Al diablo con ezo! ¿Cómo zabían que te detendríaz aquí? Fue una decición que adoptazte zobre la marcha.
—Yo mismo me lo he estado preguntando —susurró él.
—A no cer que alguien zupiera dónde acumulazte combuztible por última vez y calculara un gran número de paradaz posiblez para reponerlo.
—¿Y los vigilara a todos? ¡Vamos!
—Zólo loz probablez. ¿Ece Chadwick podría permitirce el lujo de hacerlo?
—Bueno, sí...
—Habría tenido que gaztar igual cantidad y aún máz perciguiéndote ci tú lo hubieras olido y te hubieraz ezcapado del primer atacante ¿no?
—Sí, tienes razón. Pero ahora que lo pienso, me conoce perfectamente. Si fue él quien dispuso la confiscación de mi cargamento en el lugar donde ocurrió, pudo haber calculado que me detendría en la próxima parada para reflexionar sobre lo sucedido.
—Quizáz. ¿Eztaz dizpuezto a correr el riezgo?
—¿Qué riesgo? Que haya alguien en la próxima parada, y en la siguiente y aun en la siguiente y en la siguiente?
—Podría cer ¿no ez ací?
—Sí, tienes razón. Estaba demasiado ocupado pensando en algo más inmediato. Como el hecho de que el tío que debía liquidarme no se encontrara en el lugar donde debían recogerlo después de cumplido el trabajo. Debió de haber sido mas temprano esta misma tarde. ¿Qué imaginas que hicieron cuando se enteraron que yo lo había matado y me encontraba todavía aquí?
—No ez fácil zaberlo.
—¿Es posible que estén allí esperándome?
—No parece improbable. Quizáz eztén vigilando la puerta tracera.
—Tal vez. Por eso trataremos de comprobarlo primero y luego nos precipitaremos para llegar a los árboles. Aunque me parece más probable que estén vigilando la camioneta desde entre los árboles o desde otro vehículo. Por tanto, haremos un rodeo por los bosques.
Llegó a la puerta y lanzó una maldición cuando descubrió que era pesada y no tenía ventana. La abrió suavemente sólo un tanto y atisbo.
—Nada —dijo—. Nada de conversaciones ahora hasta que esto haya terminado... a no ser que se trate de una advertencia. Ojalá hubiera recordado el auricular.
—¿Me vaz a hacer arreglar el parlante pronto?
—Hay un lugar Camino arriba donde probablemente lo hagan mientras yo adquiero un nuevo parabrisas. No te preocupes.
Abrió la puerta bruscamente y se lanzó a la busca de la protección de los árboles a unos quince metros de distancia. Cuando llegó a ellos rodeó el más cercano y se agazapó entre las sombras que había a su pie. Se mantuvo inmóvil varios minutos respirando a través de la boca abierta.
Nada. Ni disparos, ni gritos, ni sonidos, ni movimientos. Volvió arrastrándose atrás donde comenzaban los árboles tanteando el camino con los dedos. Finalmente dobló hacia la derecha y se dirigió a la parte trasera de la posada todavía arrastrándose. El cuarto de Leila permanecía a oscuras. Le era posible oler el colchón quemado.
Avanzó hasta que tuvo una perspectiva total de la playa de aparcamiento. A la luz del cuarto de luna creciente y de las estrellas esparcidas, no vio que hubieran llegado nuevos vehículos. Sin embargo, permaneció dentro del bosque dirigiéndose hacia el punto en que su atacante había caído.
Cuando llegó al lugar, descubrió que el cadáver cubierto yacía todavía allí; había asegurado su mortaja con piedras. Se agachó junto a él pistola en mano y miró su camión. Transcurrieron cinco minutos. Diez...
Avanzó. Rodeó el camión, lo inspeccionó y luego entró por la portezuela del conductor. Colocó el libro en una hendedura por debajo del tablero de instrumentos y luego introdujo la llave de encendido.
—¡Detente! ¡No girez la llave!
—¿Por qué no?
—Detecto una carga mínima en el ciztema. Hay una reciztencia que no corresponde.
—¿Una bomba?
—Quizá.
Lanzando una maldición, Red se detuvo y abrió el capó. Sacó su linterna y comenzó una inspección. Al cabo de un tiempo, cerró bruscamente el capó y volvió a subir al coche todavía lanzando maldiciones.
—¿Era una bomba?
—Sí.
Puso en marcha el motor.
—¿Qué hicizte con ella?
—La arrojé al bosque.
Puso el camión en primera velocidad, retrocedió, giró y abandonó la playa deteniéndose sólo para llenar el tanque.
Dos
Había dejado su vehículo en una parada de la carretera a varios días de distancia y una separación de mundos. Era excesivamente alto y delgado, con un gran mechón de pelo negro por sobre la derecha de la frente; su vestido era en exceso llamativo, para ser usado en las montañas de Abisinia. Llevaba pantalones de caqui, camisa color púrpura; aun sus botas y su cinturón eran de cuero teñido de púrpura lo mismo que su mochila. Varios anillos de amatista adornaban sus dedos inusitadamente largos. Mientras pedía ser transportado a lo largo de la senda rocosa aparentemente ajeno al viento helado, parecía casi ser un joven romántico de Wanderjahr, sólo que el siglo XIX se encontraba a ochocientos años del futuro. Los ojos hundidos le ardían en la cara enflaquecida; buscaba oscuras señales en el camino y las encontraba. No había descansado en todo el día e incluso comía mientras andaba. Ahora sin embargo hizo un alto en el camino, pues dos picos distantes que finalmente coincidieron en una línea le indicaban el término de su jornada.
A varios centenares de metros por delante el sendero se ensanchaba formando un terraplén que se abría como un receso en la ladera de la montaña. Volvió a ponerse en movimiento yendo en esa dirección. Cuando llegó a la zona nivelada, entró en el receso. Mientras avanzaba por el desfiladero, muros de roca se elevaban a uno y otro lado.
Por último, pasando por un portón de madera, entró en un pequeño valle. En su extremo más alejado había un estanque. Algo más cerca había un corral junto a una de varias cavernas. Allí estaba sentado un negro calvo de baja estatura. Era enormemente gordo y sus dedos gruesos acariciaban la arcilla que giraba en una rueda de alfarería operada con pedal.
Levantó la vista observando al forastero que lo saludó en árabe.
—...y la paz sea contigo —replicó en esa lengua—. Ven y refréscate.
El forastero vestido de púrpura se acercó.
—Gracias.
Dejó caer su mochila y se acuclilló frente al alfarero.
—Me llamo John —dijo.
—...Y yo soy Mondamay, el alfarero. Perdóname. No es mi intención ser grosero, pero no puedo dejar la olla en este momento. Faltan todavía algunos minutos para que se forme de manera adecuada. Te conseguiré comida y bebida no bien termine.
—Tómate el tiempo que te sea preciso —dijo el otro sonriendo—. Es un placer ver trabajar al gran Mondamay.
—¿Oíste hablar de mí?
—¿Quién no ha oído de tus ollas de forma perfecta y horneadas hasta lograr una asombrosa superficie vidriada?
La cara de Mondamay permaneció inexpresiva.
—Eres amable —observó.
Al cabo de un tiempo Mondamay detuvo la rueda y se puso de pie.
—Perdóname —dijo.
Arrastraba curiosamente los pies al andar. John, con sus largos dedos metidos en un bolsillo púrpura observó sus espaldas mientras se alejaba.
Mondamay entró en la cueva. Varios minutos después volvió con una bandeja cubierta.
—Te traigo pan, queso y leche —dijo—. Perdóname que no los comparta contigo, pero acabo de comer.
Se inclinó, no sin gracia considerando su corpulencia, para colocar la bandeja ante el forastero.
—Degollaré una cabra para tu cena... —empezó.
La mano izquierda de John volvióse indistinta. Sus dedos increíblemente largos se hundieron por debajo del omóplato derecho del otro. Penetraron allí arrancando un enorme colgajo. Su mano derecha, que sostenía una pequeña llave cristalina, se hundía ya en la superficie metálica expuesta. La llave entró en el ojo que allí había. La giró.
Mondamay quedó inmóvil. Una serie de ásperos ruidos de relojería se sucedieron en alguna parte del interior de la forma inclinada. John apartó la mano y retrocedió.
—Ya no eres Mondamay, el alfarero —dijo—. Te he activado en parte. Asume ahora una posición erguida.
De la figura que se encontraba ante él surgió un suave chirrido acompañado de ocasionales ruidos crepitantes. Lentamente se enderezó; luego volvió a quedar inmóvil.
—Ahora quítate tu disfraz humano.
La figura ante él se llevó lentamente las manos a la nuca. Allí permanecieron un momento y luego se apartaron y se adelantaron arrancando la oscura seudocarne de lo que se reveló una pirámide metálica escalonada cubierta de abundantes lentes. Luego las manos se trasladaron a lo que parecía ser el cuello, ejerciendo presión allí y tironeando hacia abajo. Metal. Se reveló aun más metal. Y cables y ventanas de cuarzo tras las que relumbraban luces minúsculas, y placas, pitones y rejillas...
Al cabo de dos minutos toda la falsa carne había sido arrancada y el que había sido conocido como Mondamay se erguía luminoso, resplandeciente y crujiente ante el hombre alto.
—Dame acceso a la Unidad Uno —ordenó éste.
Como el de una caja registradora, un cajón de metal surgió del pecho del autómata. John se inclinó hacia adelante con sus resplandecientes anillos de amatista e hizo ajustes en los controles que contenía.
—¿Por qué me haces esto? —preguntó Mondamay.
—Ahora estás del todo activado y debes obedecerme. ¿No es eso lo correcto?
—Sí, lo es. ¿Por qué me has hecho esto?
—Cierra Unidad Uno, enderézate y ve al lugar donde estabas cuando te encontré.
Mondamay obedeció. El hombre se sentó y empezó a comer.
—¿Por qué te activé? —dijo John al cabo de un tiempo—. Porque —se contestó a si mismo— en este momento soy el único hombre del mundo que sabe lo que eres.
—Se cometieron muchos errores en relación conmigo...
—Oh, de eso no me cabe duda. No sé si existen futuros paralelos, pero sí sé que existen muchos pasados que conducen al tiempo del que vengo. No todos ellos son accesibles. Los caminos laterales suelen convertirse en terreno silvestre cuando no hay quien lo transite. ¿No sabes que el Tiempo es un supercamino real con múltiples salidas y entradas, múltiples rutas y sendas secundarias, que los mapas no cesan de cambiar, que sólo unos pocos saben encontrar las rampas de acceso?
—Tengo conocimiento de ello, aunque no soy uno de los que se orientan fácilmente.
—¿Cómo es que lo sabes?
—No eres el primer viajero que conozco.
—Sé que aquí, en tu ramal, una hipótesis que los hombres inteligentes del mío encuentran risible es absolutamente veraz: a saber, que la Tierra fue visitada mucho tiempo atrás por criaturas de otra civilización, criaturas que dejaron diversos artefactos tras de sí. Yo sé que tú eres uno de ellos. ¿No es así?
—Es correcto.
—Sé todavía más, sé que eres una máquina mortal de fantástico refinamiento. Fuiste diseñado para destruir cualquier cosa, desde un único virus a todo un planeta. ¿No es ello correcto?
—Efectivamente es así.
—Fuiste abandonado. Y como nadie entendía tu funcionamiento, decidiste disfrazarte y llevar esta vida sencilla. ¿No es así?
—Así es. ¿Cómo fue que te enteraste de mi existencia y adquiriste la llave de comando necesaria?
—El que me emplea sabe muchas cosas. Me enseñó los vericuetos del camino. Me habló de ti. Me procuró la llave.
—Y ahora que me encontraste y la usaste ¿qué quieres de mi?
—Dijiste que no soy el primer viajero con que te topaste. Lo sé porque conozco la identidad del otro hombre. Su nombre es Red Dorakeen y no demorará en venir a buscarte en este ramal. Me hace falta una gran suma de dinero que se me pagará por liquidarlo. En asuntos de violencia siempre prefiero trabajar con intermediarios, sean humanos o mecánicos. Tú vas a ser mi agente en este caso.
—Red Dorakeen es mi amigo.
—Así me lo dijeron. Lo cual será motivo de que no sospeche nada en este caso. Ahora... —Buscó en su mochila y sacó una delgada caja de metal. La abrió y ajustó un par de botones. La unidad emitió un sonido semejante al de un silbato—. Acaba de hacer reemplazar un parabrisas —dijo John colocando la caja sobre una roca—. Una pequeña unidad emisora se ocultó entonces en su vehículo. Ahora no tengo más que esperar que entre en este ramal; puedo seguirle el rastro con esto y asestar el golpe cuando se me antoje.
—No quiero servirte de agente en esto.
John dejó de comer, atravesó el espacio que los separaba y de un manotón destruyó la olla que Mondamay había estado fabricando.
—Tus deseos carecen de importancia —dijo—. No tienes otra alternativa que obedecerme.
—Eso es verdad.
—Para que no intentes prevenirlo de modo alguno. ¿Entendido?
—Entendido.
—Entonces, no me discutas nada. Harás lo que se te diga lo mejor que esté en tus posibilidades.
—Así será.
John volvió a la bandeja y siguió comiendo.
—Me gustaría disuadirte —dijo Mondamay al cabo de un momento.
—No me cabe duda.
—¿Sabes por qué tu empleador desea matarlo?
—No. Ese es asunto suyo. A mí no me concierne.
—Debes tener algo muy especial para que se te haya elegido para desempeñar tarea tan exótica.
John se sonrió.
—Me considero adecuado.
—¿Qué sabes de Red Dorakeen?
—Conozco su aspecto. Sé que probablemente vendrá por aquí.
—Evidentemente eres un profesional de cierta clase que tu empleador no consiguió sin gran esfuerzo.
—Evidentemente.
—¿Te has preguntado por qué? ¿Qué hay en tu futura víctima que merezca semejante consideración?
—Oh, quería que yo me hiciera cargo del asunto porque es posible que la víctima ya sepa que se la persigue.
—¿Cómo pudo enterarse?
—Hubo recientemente en su línea temporal personal un intento contra su vida.
—¿Cómo fue que fracasó?
—No hubo un desempeño eficaz según tengo entendido.
—¿Qué fue del pretendido asesino?
El nombre de púrpura levantó la vista y miró fijamente a Mondamay.
—Red lo mató. Pero te aseguro que entre esa persona y yo no hay comparación posible.
Mandamay permaneció en silencio.
—Si estás tratando de asustarme, de hacerme sentir que lo mismo podría sucederme a mí, estás perdiendo el tiempo. No existen muchas cosas que yo tema.
—Esa es una ventaja —dijo Mondamay.
John se quedó con Mondamay casi una semana entera y destruyó cincuenta y seis cuencos delicadamente trabajados para comprobar que esto no perturbaba a su sirviente mecánico. Aun cuando ordenó al robot que los destruyera él mismo personalmente, no obtuvo el equivalente de una respuesta emocional, de modo que abandonó ese medio para producir dolor en su cautivo. Luego, una tarde, la máquina sibilante emitió un áspero zumbido. John se apresuró a ajustaría, realizó una lectura y la ajustó aún más.
—Se encuentra a unos trescientos kilómetros de aquí —dijo—. No bien me bañe y me cambie de vestido, te permitiré que me lleves a su encuentro para que se pueda terminar con este asunto.
Mondamay no contestó nada.
Uno
—Red, ese médico que conocimos en la tienda de reparaciones... Me preocupa un poco lo que... ¡Eh! ¡Vamos! ¡No vas a detenerte por alguien que viaje a dedo cuando hay quien quiere matarte de un tiro!
—El nuevo parlante es un tanto estridente.
Se dirigió al borde del Camino. De pronto se echó a llover. El hombrecito de pelo revuelto y maleta negra le sonrió y abrió la portezuela.
—¿Va muy lejos? —preguntó con voz sumamente alta.
—A unos cinco Ss.
—Bueno, algo es algo. Es un alivio estar al abrigo de la lluvia.
Subió y cerró de un portazo poniendo la maleta en equilibrio sobre las rodillas.
—¿Hasta dónde va usted? —preguntó Red volviendo a la carretera.
—Hasta la Atenas de Pericles. Me llamo Jimmy Frazier.
—Red Dorakeen. Tiene mucho camino por delante todavía. ¿Qué tal habla el griego?
—Lo vengo estudiando desde hace dos años. Siempre quise hacer este viaje. Oí hablar de usted.
—¿Bien o mal?
—De ambos modos. Solía hacer tráfico de armas hasta que lo reprimieron drásticamente ¿no es así?
Red se volvió y se topó con los ojos oscuros que lo examinaban.
—Así es —dijo.
—No tuve intención de curiosear.
Red se encogió de hombros.
—No me parece que sea un secreto.
—¿Supongo que ha visitado un montón de lugares interesantes?
—Algunos.
—¿Y algunos extraños?
—Unos pocos extraños también.
Frazier se peinó el pelo con los dedos, se lo alisó, se inclinó para mirarse en el espejuelo retrovisor y suspiró.
—Yo no recorrí tanto el Camino. Sobre todo entre Cleveland en la década de 1950 y Cleveland en la de 1980.
—¿A qué se dedica?
—Atiendo un bar. También compro material de la década del cincuenta y lo vendo en la del ochenta.
—No parece desatinado.
—Y rinde además. ¿Ha tenido dificultades con la gente que viaja a dedo?
—Ninguna digna de mención.
—Debe de cargar algunos armamentos verdaderamente refinados en este vehículo.
—Nada muy especial.
—Me inclinaría a pensar que los necesita.
—Lo cual demuestra cuánto puede usted equivocarse.
—¿Qué haría si de pronto le sorprenden?
Red volvió a encender el cigarro que se le había apagado.
—Quizá moriría —respondió.
Frazier emitió una risita ahogada.
—No. En serio —dijo.
Red extendió el brazo derecho por sobre el respaldo del asiento.
—Mire, si es usted un atracador me ha sorprendido justo entre un cargamento y otro.
—¿Yo? Yo no soy atracador.
—Entonces deje de hacerme todas esas preguntas tan teóricas. ¿Cómo diablos voy a saber qué haría en una situación hipotética? Respondería de acuerdo con las circunstancias, eso es todo.
—Lo siento. Me dejé llevar por el entusiasmo. Lleva una vida romántica. ¿De dónde proviene originalmente?
—No lo sé.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que no me es posible encontrar mi camino de vuelta. Una vez estuvo sobre la autopista principal, según creo; luego se convirtió probablemente en un camino lateral para desaparecer en lugares neblinosos que no son ya historia. Supongo que tardé demasiado en comenzar la búsqueda. Estaba ocupado. Ni siquiera es ya leyenda.
—¿Cuál es su nombre?
—¿No huele a quemado?
—Sólo su cigarro.
—¡Mi cigarro! ¿Dónde diablos está?
—Yo no... Aquí. Parece que se cayó detrás de mi asiento.
—¿Se quemó?
—¿Si me quemé? Oh, no lo creo. Quizá mi chaqueta, un poco.
Red aceptó la devolución de su cigarro y miró la espalda del otro.
—Tiene suerte entonces. Lo siento.
—¿Decía usted...?
—¡Red! —interrumpió Flores—. Un coche patrullero viene hacia aquí.
Frazier se sobresaltó.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—En un minuto podrás localizarlo.
Red miró el espejuelo.
—¿Por qué no van al encuentro de un accidente? —musitó. Miró a Frazier—. A no ser que esto sea una especie de arreglo.
—¿Qué clase de magia...?
—...Poco más o menos ahora podrás divisarlo.
—¡Red! ¿De dónde viene esa voz?
—¡No me moleste! ¡Maldición!
—No puede confiarse en los demonios —dijo Frazier, comenzó a trazar signos en el aire. De las yemas de sus dedos fluyeron formas fosforescentes que quedaron suspendidas en el aire.
—¡Red! ¿Qué haces? —preguntó Flores—. Mis sensores ópticos indican...
Red dobló bruscamente a la derecha hacia el borde del Camino y frenó.
—Deje de llenarme el coche de hechizos —ordenó Red—. Usted no viene de ninguno de los principales ramales del S Veinte. ¿Qué trata de hacer?
El coche patrullero los pasó y se detuvo delante de ellos. Era una tarde gris y la nieve cubría los árboles del bosque a la derecha del Camino.
—Le repito... —dijo Red, pero Frazier había ya abierto la portezuela y se bajaba.
—No sé cómo se las compuso para esto... —empezó Frazier.
Red reconoció al oficial que salía del vehículo policial, pero no sabía su nombre.
—...pero acaba de cometer un error. —Frazier miró al policía que avanzaba—. Aunque también yo he cometido un error ahora que lo pienso... —añadió.
La portezuela del coche se cerró de un golpe. El camión dio marcha atrás y las cubiertas molieron la grava. Las ruedas giraron a la izquierda y el motor funcionó de prisa durante una prolongada pausa mientras formas fantasmales iban quedando atrás. Luego se lanzó por la autopista a través de un pálido día por sobre el que se tendía un arco dorado.
—Flores —dijo Red—, ¿por qué te hiciste cargo de la situación?
—El análisis del costo del beneficio de esta situación demuestra que estabas en peligro, Red. Las probabilidades de que te salvé la vida superan el sesenta por ciento.
—Pero esos eran polis auténticos.
—Pues entonces es una pena por ellos.
—¿Tan peligroso era?
—Piénsalo.
—Lo estoy pensando y no sé bien quién era. Me preguntó dónde lo consiguió Chadwick.
—No es uno de ellos. No forma parte del juego, Red.
—¿Por qué llegas a esa conclusión?
—Habría recibido instrucciones si así fuera. Ni siquiera sabía qué era yo. ¿Acaso Chadwick es tan estúpido como para mandar a alguien sin preparación?
—No. Tienes razón. Tenemos que volver.
—Yo no lo aconsejaría.
—Esta vez yo soy quien está a cargo de la situación. Coge le próximo desvío. Vuelve al otro extremo. Luego gira otra vez. Tengo que saber.
—¿Por qué?
—Haz lo que te digo.
—Tú eres el jefe.
A medida que el camión fue disminuyendo de velocidad, la luz comenzó a latir; se dirigió luego a la derecha y cogió por una rampa. Frunciendo el entrecejo, Red trazó signos en el aire y luego en un anotador.
—Sí —dijo finalmente mientras regresaban.
—¿Sí, qué?
—La vida se está volviendo interesante. Ve más rápido.
—¿Estás seguro de que quieres volver a encontrarlo?
—No estará allí.
—Estás adivinando.
Bajaron por una rampa, atravesaron un túnel y volvieron a subir.
—Sólo unos minutos más. ¡Allí! Adelante. El coche de la policía se encuentra todavía allí. ¿Estás seguro de que deberíamos detenernos?
—¡Hazlo!
Abandonaron el Camino y se detuvieron tras el vehículo en forma de lágrima. Red bajó del camión y avanzó. Mientras lo hacía, olió a tapicería y carne quemadas. La portezuela de la derecha del coche estaba abierta y ligeramente retorcida. El interior había ardido completamente. Sobre el asiento de adelante yacía el cuerpo chamuscado de un hombre con el revólver ennegrecido en la mano. Los restos del otro oficial estaban en tierra cerca de la parte delantera del coche. Las cubiertas se habían fundido y la parte posterior del vehículo estaba destrozada. Red recorrió el camino a lo largo del coche varias veces.
La maleta de Frazier estaba destrozada sobre un montículo de blancas hojas a la derecha; su contenido estaba esparcido por el suelo. La frente de Red quedó surcada de arrugas y su cabeza se sacudió cuando vio los dildos, los anticonceptivos y los adminículos disciplinarios que contenía. Mientras los miraba, comenzaron a humear, fluyeron y se derritieron. Miró alrededor de sí en busca de huellas, pero no había nada claro.
Volviendo a su camioneta, anunció:
—Muy bien. S Once. Aunque me haré cargo en el Doce.
—Podría vigilar desde aquí. Diría que se trata de cierta especie de bomba. ¿Hay algún indicio de dónde pueda haber ido?
—No.
—Tienes suerte.
—No del todo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, dejamos que se escapara.
—Eso es lo que yo llamo suerte.
Red bajó la visera de su gorra sobre los ojos y se cruzó de brazos. La respiración se le hizo más profunda.
Dos
Timyin Tin trabajaba en el jardín del monasterio y pedía el perdón de la cizaña a medida que la arrancaba. Era un hombre pequeño cuya cabeza afeitada hacía aún más difícil definir su edad; utilizaba la azada con gran entusiasmo y sus movimientos eran veloces y precisos. La túnica le colgaba suelta sobre el cuerpo y ocasionalmente era agitada por el viento frío que venía de los picos nevados. Rara vez dirigía su mirada a las montañas. Las conocía demasiado bien. La aproximación de un monje colega lo colocó inmediatamente en estado de alerta aunque sólo dio señales de advertirlo cuando el otro se detuvo al extremo del surco en el que trabajaba.
—Se solicita tu presencia adentro —le dijo el otro.
—Adiós, amigas mías —les dijo él a las plantas, y procedió a limpiar las herramientas y a guardarlas en el galpón.
—El huerto va muy bien —dijo el otro.
—Sí.
—Creo que se te llama porque han venido visitantes.
—¿Sí? Oí el gong hace un momento que anunciaba la llegada de viajeros, pero no vi quién había venido.
—Sus nombres son Sundoc y Toba. ¿Los conoces?
—No.
Los dos hombres se dirigieron hacia el edificio principal demorándose brevemente ante una estatua del Buda. Entraron y avanzaron por un pasillo hasta llegar a una celda situada casi en su extremo. El segundo hombre entró en ella observando las ceremonias adecuadas y se dirigió al hombrecito arrugado que estaba al frente del monasterio.
—Aquí está, venerado.
—Pues invítalo a entrar.
Volvió a la puerta sin mirar apenas a los dos forasteros que, sentados en esteras frente al maestro, bebían té.
—Puedes entrar —dijo, apartándose para dar paso a Timyin Tin.
—Me mandaste a llamar, honorable —dijo.
El maestro lo miró unos instantes antes de hablar.
—Estos caballeros desean que los acompañes en un viaje —dijo finalmente.
—¿Yo, estimable? Hay muchos otros que conocen la región mejor que yo.
—De eso tengo certeza, pero, según parece, quieren algo más que un guía. Dejaré que sean ellos los que te pongan al corriente.
Dicho esto, el maestro se puso de pie, llevándose consigo un saco en el que algo metálico resonaba, y abandonó la celda.
Los dos forasteros se pusieron de pie ante la mirada inquisitiva de Timyin Tin.
—Mi nombre es Toba —dijo el de piel oscura y barba. Era corpulento y le llevaba quizás una cabeza de altura a Timyin Tin—. Mi compañero se llama Sundoc. —Señaló a un hombre muy alto, de pelo color cobre, piel pálida y ojos azules—. No habla el chino del siglo XIV de este distrito tan bien como yo, de modo que yo seré el portavoz de ambos. ¿Quién eres tú, Timyin Tin?
—No comprendo —replicó el monje—. Soy el que veis delante de vosotros.
Toba se echó a reír. Un momento después, también Sundoc rió.
—Perdónanos —dijo Toba entonces—. ¿Quién eras, antes de llegar a este lugar. ¿Dónde vivías? ¿A qué te dedicabas?
El monje abrió los brazos en un ademán.
—No lo recuerdo.
—Aquí trabajabas en los jardines. ¿Te gusta hacerlo?
—Sí. Mucho.
Toba sacudió la cabeza.
—Cuan bajo descienden los poderosos —dijo—. ¿Crees que...?
El hombre de mayor altura se había acercado un paso al monje. Su puño se lanzó repentinamente.
Timyin Tin pareció apartarse sólo ligeramente, pero el puño de Sundoc pasó de largo sin hacer contacto con su cuerpo. Los dedos del monje sólo parecieron rozar el codo errante para guiarlo. Su cuerpo giró un tanto. Su otra mano desapareció detrás del hombre de mayor altura.
Sundoc voló por el cuarto y chocó contra la pared con la cabeza hacia abajo. Cayó al suelo y allí se quedó inmóvil.
—Perd... —comenzó Toba. Luego también él fue derribado por tierra sin sentido.
Cuando la luz le volvió a los ojos, Toba contempló la celda alrededor de sí. El monje estaba junto a la puerta y lo miraba.
—¿Por qué me atacó —preguntó Timyin Tin.
—Sólo era una prueba —dijo Toba con voz entrecortada—. Ya terminó y la pasaste favorablemente. ¿Practican aquí mucho tipo de lucha sin armas?
—Un poco —respondió el monje—. Pero yo tenía experiencia en ella desde... antes.
—Hábleme de ese antes. ¿Cuándo fue? ¿Dónde?
Timyin Tin sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—¿En otra vida quizá?
—Quizá.
—¿Vosotros creéis en cosas tales aquí como... haber vivido otras vidas, no es así?
—Sí.
Toba se puso de pie. Al otro extremo del cuarto Sundoc suspiró y se movió.
—No te deseamos mal alguno —dijo Toba—. Muy por el contrario. Debes acompañamos en un viaje. Es de suma importancia. El que está al frente de vuestra orden lo ha concedido.
—¿Dónde debemos ir?
—El nombre del lugar no tendría el menor sentido para ti en este momento.
—¿Qué queréis que haga en el lugar al que debemos dirigirnos?
—Tampoco entenderías eso en tu actual condición. Otrora... en una anterior encarnación lo habrías comprendido. ¿Has sentido curiosidad alguna vez por conocer al hombre que pudiste haber sido?
—La he sentido.
—Te devolveremos el recuerdo.
—¿Cómo me fue quitado?
—Mediante técnicas químicas y neurológicas muy refinadas que no entenderías. Ya ves, aun para referirme a ella tengo que utilizar palabras que no figuran en tu vocabulario actual.
—¿Sabes lo que fui... antes?
—Sí.
—Dime cómo era.
—Es mejor que lo descubras por ti mismo. Nosotros te ayudaremos.
—¿Cómo lo haréis?
—Te aplicaremos una serie de inyecciones de... Tú no sabes lo que es ácido ribonucleico, pero te trataremos con tu propio ácido ribonucleico tomado de muestras de antes de que fueras alterado.
—¿Esa sustancia me devolverá el conocimiento de mi vida anterior?
—Suponemos que sí. Sundoc es un médico sumamente hábil. Él será quien te la administre.
—Yo no sé...
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro de que quiera relacionarme con el hombre que fui otrora. ¿Y si no me gusta?
Sundoc, que se había puesto de pie y se frotaba la cabeza, sonrió.
Toba dijo:
—Algo te puedo adelantar: no te sometiste al primer cambio voluntariamente.
—¿Por qué alguien habría de obligarme a convertirme en otro hombre?
—Sólo existe un modo por el que puedas enterarte de ello. ¿Qué dices?
Timyin Tin cruzó la celda dirigiéndose a la urna para servirse una taza de té. Se sentó en una estera y miró fijamente la taza. Tomó un sorbo. Al cabo de un rato también Sundoc y Toba se sentaron en el suelo.
—Sí, la experiencia es inquietante —dijo Toba por último buscando con cuidado las palabras y emitiéndolas con lentitud—. Es la... incertidumbre. Pareces haberte adaptado muy bien a la vida que llevas aquí. Y ahora venimos nosotros y ofrecemos cambiarlo todo, sin explicarte siquiera cuál será la alternativa. No es perversidad de nuestra parte. En el estado en que tu mente se encuentra ahora, sencillamente no entenderías lo que te dijéramos. Te pedimos que aceptes un extraño regalo, tu propio pasado, porque deseamos hablar con el hombre que fuiste. Puede que cuando hayas recuperado la memoria, decidas no tener trato con nosotros. En ese caso, por supuesto, estarías en libertad de seguir tu propio camino, de volver aquí si lo deseas. Pero el regalo que te habremos hecho no es algo que podamos recuperar.
—El autoconocimiento es un caro objeto de mis deseos —dijo Timyin Tin— y el recuerdo de mis vidas pasadas constituye un paso de suma importancia para lograrlo. Por esta razón, debería aceptar inmediatamente. Pero, por cierto, he meditado sobre esto en el pasado. Supóngase que obtuviera el recuerdo de una existencia pasada... no sólo unos pocos recuerdos dispersos, sino una memoria cabal. Supóngase que no me gustara ese individuo y descubriera que es más fuerte que yo y en lugar de asimilarlo a mi existencia, él me asimilara a la suya. ¿Y entonces? ¿No significaría eso un giro hacia atrás de la Gran Rueda? Al aceptar el conocimiento de una fuente que no comprendo ¿no me expondría a que un yo mismo anterior tomara posesión de mí?
Ninguno de los hombres le respondió y él bebió otro sorbo de té.
—Pero ¿por qué os lo pregunto? —dijo entonces—. No hay hombre que pueda responder eso por otro.
—Sin embargo —dijo Toba— es una buena pregunta. Por supuesto, no puedo responderla por ti. Sólo puedo sugerir que, en términos de tus creencias, alguno de tus futuros sujetos pueda algún día pensar lo mismo acerca de ti. ¿Qué piensas de eso?
Repentinamente Timyin Tin se echó a reír.
—Muy bien —dijo—. El yo quiere estar siempre en el centro de todas las cosas ¿no es así?
—No sé que responder a eso.
Timyin Tin terminó su té y cuando levantó la cabeza había una nueva expresión en su cara. Era difícil comprender cómo ese ligero estrabismo junto con la tensión de las mejillas por sobre la semisonrisa podía transmitir semejante caudal de audacia y desafío.
—Estoy dispuesto al esclarecimiento —anunció—. Empecemos.
—Probablemente insumirá varios días —dijo Toba con cautela—. El tratamiento requiere varias etapas.
—Una debe ser la primera —dijo Timyin Tin—. ¿Qué tengo que hacer?
Sundoc miró a Toba. Toba hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien, comenzaremos el tratamiento ahora —anunció Sundoc. Se puso de pie y se dirigió al rincón de la celda donde se encontraban sus instrumentos—. ¿Cuánto te insumirá estar listo para iniciar el viaje?
—Mis posesiones no son muchas —respondió el monje—. No bien terminemos con esto, buscaré mis cosas y nos pondremos en marcha.
—Bien —dijo el hombre alto abriendo una pequeña caja que contenía una jeringa y varias ampollas—. Bien.
Esa noche acamparon en las montañas que se elevaban por sobre el monasterio. Habían buscado un declive rocoso en el que rompían los vientos ululantes. En torno a la pequeña fogata, menudos copos de nieve giraban en un remolino. Como almas que se precipitaran para ser derretidas, evaporadas, vueltas a los cielos, pensó Timyin Tin, y se quedó contemplándolos largo tiempo después que los otros se hubieran retirado.
Por la mañana, le dijo a Toba:
—Tuve un sueño extraño.
—¿Qué soñaste?
—Había unos hombres en un vehículo con el que no estoy familiarizado. Yo estaba en un edificio desde donde los veía llegar. Cuando los hombres abandonaron el vehículo los apunté con un arma: un tubo con una empuñaduras y una pequeña palanca. Lo dirigí sobre ellos y tiré la palanca hacia atrás. Fueron destruidos. ¿Puede que este sueño forme parte de mi otra vida?
—No lo sé de cierto —dijo Toba recogiendo y guardando sus instrumentos—. Quizá. Por el momento es mejor no considerar estas cosas de manera excesivamente crítica.
Antes de levantar campamento, Timyin Tin recibió otra inyección y otra más por la noche, al cabo de muchas leguas de viaje por paisajes de montaña.
—Siento que algo está sucediendo —dijo—. Hubo... intromisiones muy extrañas hoy en mis pensamientos.
—¿Qué clase de intromisiones?
—Imágenes, palabras...
Sundoc se le acercó.
—¿Qué imágenes —preguntó.
Timyin Tin sacudió la cabeza.
—Demasiado breves, demasiado fugaces. Ya no me es posible recordarlas.
—¿Y las palabras...?
—Eran en una lengua extranjera aunque no dejaban de serme familiares. Tampoco puedo ya recordarlas.
—Considéralas un buen signo —dijo Sundoc—. El tratamiento está empezando a tener resultados. Es posible que esta noche vuelva a tener sueños extraños. No permita que lo perturben. Lo mejor es sencillamente observarlos y aprender.
Esa noche Timyin Tin no se quedó sentado en vela meditando.
La segunda mañana, hubo algo distinto en sus modales. Cuando Toba lo interrogó acerca de sus sueños, replicó simplemente:
—Sólo fragmentos.
—¿Fragmentos? ¿Fragmentos de qué?
—No lo recuerdo. Nada de importancia. Apliquemos la inyección de la mañana ¿eh?
—¿Te diste cuenta que lo último no lo dijiste en chino?
Timyin Tin abrió grandes ojos. Apartó la mirada. Se miró los pies. Volvió a mirar a Toba.
—No —dijo—. Me salió así simplemente.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Qué me está pasando ¿Quién será el vencedor?
—Tú serás en definitiva quien venza por haber recuperado lo qué habías perdido.
—Pero quizá... —Luego su expresión cambió. Sus ojos se estrecharon, las de las mejillas se le suavizaron, una ligera sonrisa curvó sus labios—. Claro —dijo— y tendré que estarte agradecido por ello.
—¿Debemos viajar hasta muy lejos todavía? —preguntó luego.
—Es difícil de explicar —contestó Toba—, pero debemos abandonar estas montañas en el término de tres días. Luego quizás al cabo de una semana llegaremos a un camino que debemos seguir. Todo será más fácil después, pero el destino exacto dependerá del mensaje que recibamos en una parada de descanso. Sigamos con tu tratamiento ahora.
—Perfectamente.
Esa noche y al día siguiente Timyin Tin no se refirió a cualesquiera recuerdos que hubiera recuperado. Cuando fue interrogado al respecto, su respuesta fue vaga. Sundoc y Toba no insistieron. El tratamiento continuó. Pero esa tarde, mientras descendían por un pasaje hacia el pie de las montañas, Timyin Tin les tiró de la manga para llamarles la atención.
—Nos están siguiendo —dijo en un susurro—. Continúen como si nada. Yo los alcanzaré más tarde.
—¡Aguarda! —exclamó Toba—. No quiero que corras ningún riesgo. Tenemos armas que tú no conoces. Nosotros...
Se detuvo, porque el hombrecito se sonreía.
—¿De veras? —dijo Timyin Tin—, ¿Estás del todo seguro de eso? No, me temo que vuestras armas de fuego de nada os servirían contra una lluvia de flechas venidas desde lo alto. Como ya lo dije, os alcanzaré en seguida.
Se volvió y desapareció entre las rocas de la derecha.
—¿Qué haremos? —preguntó Toba.
—Lo que él nos dijo: seguir adelante —contestó Sundoc—. Ese hombre no es ningún tonto.
—Pero no se encuentra en un estado normal.
—Es evidente que recuerda mucho más de lo que dejó entrever. Ahora debemos confiar en él. A decir verdad, no tenemos muchas alternativas.
Siguieron adelante.
Transcurrió casi una hora. El viento soplaba alrededor de ellos y el eco de los cascos de sus monturas resonaba contra los muros rocosos. Dos veces Sundoc había disuadido a Toba de volver en busca del hombre que tenían a su cargo. Ahora también su cara estaba tensa y sus ojos se dirigían a menudo a las alturas. Ambos hombres estaban algo más encogidos sobre sus monturas que lo normal.
—Lo hemos perdido —dijo Toba— y eso nos plantea un grave problema.
La voz del más alto de los hombres no tenía convicción cuando respondió:
—No lo hemos perdido.
Siguieron cabalgando todavía algún trecho y un objeto oscuro cayó en el sendero a cierta distancia de ellos. Rebotó y rodó luego dando por un momento la impresión de ser una roca. Luego advirtieron los cabellos. Poco después el torso dio contra el suelo. Un instante más tarde dos cuerpos enteros lo siguieron.
En el momento en que retuvieron las riendas, un grito los envolvió. Al tratar de encontrar su fuente, vieron a Timyin Tin encaramado sobre un risco en lo alto a la derecha. Agitó un sable, lo abandonó en el suelo y comenzó luego a descender por el muro rocoso.
—Te dije que no lo habíamos perdido —dijo Sundoc.
Cuando el hombrecito hubo terminado su descenso y se les acercó, Toba frunció el entrecejo.
—Te arriesgaste innecesariamente —dijo—. No conoces las armas que transportamos. Podríamos haberte ayudado. Tres contra uno no ofrece muchas garantías.
Timyin Tin esbozó una sonrisa.
—Eran siete —replicó—. Sólo tres estaban situados como para caer por el precipicio. Pero no me arriesgué innecesariamente y vuestras armas sólo habrían significado un estorbo.
Sundoc silbó suavemente. Toba sacudió la cabeza.
—Estábamos preocupados. Aunque la tuya haya sido una hazaña, todavía no te encuentras en estado normal.
—En lo que a esto respecta, estoy perfectamente normal —replicó el otro—. ¿Seguimos nuestro camino?
Cabalgaron largo tiempo sin pronunciar palabra y por último Sundoc preguntó:
—¿Cómo te sientes ahora?
Timyin Tin hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien.
—Has estado frunciendo el entrecejo como si algo te preocupara. ¿Tiene alguna relación con... el conflicto de esta tarde?
—Sí, estoy algo preocupado por lo que ocurrió.
—Es comprensible. Lo que tienes de monje...
El hombrecito negó con la cabeza violentamente.
—¡No! ¡No se trata de eso! Nos está permitido matar en defensa propia y no cabe duda de que tal ha sido el caso. No es el acto y sus justificaciones, sean estas kármicas o de otra especie, lo que más me preocupa.
—¿De qué se trata entonces?
—No sabía que había en mí la capacidad de obtener placer de ello. Veo ahora que los sueños debieron haberme servido de advertencia.
—¿Fue un placer intenso?
—Sí.
—¿No pudo haber sido orgullo por el buen éxito de tu expedición?
—No fue poco, en verdad, pero sus raíces son más profundas todavía, llegan a un lugar donde no existen razones, sino sólo sentimientos. He tratado de analizarlo, pues aprendí a cuestionar mis motivaciones, y no puedo ir más allá del simple hecho de su existencia. Me he quedado pensando, sin embargo...
—¿Qué cosa?
—Que cuando se me hizo lo que se me hizo para que olvidara quién era y lo que había cometido, no debió de haber faltado una buena razón. ¿No sería quizás una amenaza, no representaría un peligro tal como era?
—Prefiero ser franco contigo para que no sigas pensando y preocupándote —dijo Sundoc—. Sí, así fue. Pero debes además tener en cuenta que no fuiste destruido cuando pudiste haber podido serlo. También había algo en ti que merecía ser conservado.
—Pero ¿qué era? —preguntó Timyin Tin—. ¿Era un cierto grado oculto de valor moral que algún príncipe benéfico deseó que se desarrollara para equilibrar otras cosas que también era? ¿O más bien no tenía deseos de destruir una herramienta que había tenido utilidad en su momento?
—Quizás ambas cosas —contestó Sundoc—, además de ser tu deudor.
—La memoria de los príncipes no suele ser de largo alcance. Pero sea como fuere, sólo veo en mi repertorio un detalle por el que algún poderoso pueda desear mi recuperación. Sea quien fuere el que os haya enviado a mí, pretende que mate a alguien ¿no es así?
—Creo que es preferible discutir estas cosas algo más adelante, cuando tu tratamiento esté concluido.
Sundoc estaba por dar señal a su montura de que se pusiera en marcha, pero de algún modo la mano de Timyin Tin se había apoderado de las riendas antes de que la orden hubiera podido ser impartida.
—Ahora —dijo el hombrecito—. Quiero saberlo ahora. Tengo autoconocimiento bastante como para poder comprender un simple sí o no a mi pregunta.
Sundoc lo miró en los ojos y después apartó la vista.
—¿Y si la respuesta es sí?
—Prueba y ya lo veremos.
—Mira, yo no soy la persona adecuada como para hacerte propuesta alguna. ¿Por qué no esperas a llegar a donde vamos? Tendrás mayor control de ti mismo y habrá alguien allí que...
—¿Sí o no? —preguntó mientras Toba se les acercaba.
Sundoc miró al otro hombre quien hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien. Sí, hay alguien que quiere que un hombre muera y cree que tú eres la persona más adecuada para el desempeño de la tarea. Esa es la razón por la que nos dirigimos a ti.
El hombrecito soltó las riendas.
—Eso basta por ahora —dijo—. Todavía no tengo interés por conocer los detalles.
—¿Y bien? ¿Cuál es tu reacción ante la información que te dimos? —preguntó Toba.
—Es agradable que a uno lo necesiten —respondió Timyin Tin—. Sigamos nuestro camino.
—Escuchaste las palabras con ecuanimidad. ¿Te interesa la empresa?
—Mucho —replicó—, pues debe de ser sumamente difícil si por ella se me concede la resurrección. Pero hay otra cosa que me preocupa aún más.
—¿De qué se trata?
—Me encuentro fuerte y me fortalezco más todavía a medida que el tratamiento avanza. Pero el monje todavía me acompaña. Me pregunto si esto continuará de esta manera.
—Sí, porque él no es sino otro de tus aspectos.
—Me alegro. No me gustaría perder todo contacto con esta parte de mi vida. Estaba... en paz. Sólo que... puede que ahora esté equipado con una rara clase de conciencia.
—Esperemos que no se interponga en el camino.
—Depende enteramente de lo que me pidáis que haga.
—Dijiste que no te interesaban los detalles.
—El que hablaba era otro.
—Muy bien. Existe un Camino que avanza infinitamente, y el que tenga una cierta afinidad con él, el que conozca sus entradas y salidas adecuadas, sus desvíos y sus atajos, puede seguirlo casi hasta cualquier época o lugar. De los muchos que recorren esa ruta, hay uno contra el que se ha declarado la década negra...
—¿Década negra?
—A su enemigo se le permite atentar diez veces contra su vida sin previa advertencia. Los atentados pueden asumir cualquier forma. Se puede contratar agentes.
—¿Y vuestro amo desea que yo sea ese agente?
—Sí.
—En primer lugar ¿por qué se declaró la década negra? ¿Qué delito cometió ese hombre?
—A decir verdad, no lo sé. Aunque lo más probable es que nunca llegues a verlo. Uno de los otros, probablemente lo aniquilará antes, si eso tranquiliza en algo tu conciencia.
—¿Queréis decir que os habéis tomado todas estas molestias para obtener mis servicios sólo como respaldo?
—Así es. Se considera a este hombre digno de semejante esfuerzo.
—Si la habilidad de los demás se aproxima a la mía, no tiene posibilidades de salir con bien del primer intento. Pero ¿qué sucede si logra sobrevivir a todos los atentados?
—No tengo noticias de que nadie lo haya logrado jamás.
—Pero ¿este caso es especial?
—Así me lo dio a entender. Muy especial.
—Ya veo. Acampemos pronto, pues quiero meditar.
—Por supuesto. No se decide algo semejante así como así.
—Yo me he decidido. Ahora quiero saber si he sido insultado u honrado.
Cabalgaron dejando atrás los cadáveres. El sol se abrió camino desde detrás de una nube. El viento les acarició la cara.
Uno
Red condujo lentamente por el camino de tierra. La próxima parada de descanso, con sus edificios de piedra y de madera, sería la última de la ruta que había tomado en el África del S Once. Al dirigirse al aparcamiento, se acercó a un estilizado vehículo gris perla con efecto de suelo.
—Ese coche es algo superior —observó—. Me pregunto quién será su dueño.
Sacó a Flores de su compartimiento, tomó un rifle de la rejilla que se encontraba a sus espaldas y abrió la portezuela. Al salir, buscó a tientas bajo el asiento un cuchillo guardado en su vaina. Se lo aseguró a la cintura y cerró con llave el coche. Tomó una mochila de la parte trasera del camión, la abrió y examinó su contenido.
—Todo lo que necesito excepto agua —anunció— y quizás un libro. Quiero entrar de cualquier manera para decirles que aparcaré por un rato.
—Ya es bastante tarde y has conducido mucho. Sería mejor que descansaras y que te pusieras en viaje por la mañana.
Él miró el cielo.
—Todavía podría destinar unas horas a investigar.
—...y luego tomarte la molestia de armar un campamento y pasar otra noche a la intemperie. ¿Ganarás mucho con ello?
—No lo sé.
—Tampoco te vendría mal una comida.
—En eso tienes razón —dijo poniéndose el rifle al hombro y levantando la mochila en la que había puesto a Flores—. Veremos qué hay en el menú y averiguaremos qué comodidades tienen. Aunque si ninguna de las dos cosas vale la pena, lo mismo me da pasar la noche a la intemperie.
Se puso en camino hacia el edificio principal.
El propietario, un hombre ya mayor con acento francés, y su mujer —joven, corpulenta, nativa— estaban sentados en sillas de mimbre en la zona de recepción bajo un gran ventilador. El hombre sonrió, dejó a un lado el libro que estaba leyendo y el trago que estaba bebiendo y se puso de pie para recibir a Red.
—Hola. ¿En qué puedo servirlo?
—Hola. Me llamo Red Dorakeen. Me gustaría saber qué hay de cena.
—Peter Laval. Y esta es Betty. Un guisado... carnes nativas cuidadosamente sazonadas. Para acompañar, cerveza destilada aquí o vino traído de fuera. Si quiere, puede inspeccionar la cocina y husmear la olla.
—No es necesario. El aroma llega hasta aquí. Huele bien. ¿Qué tal las habitaciones?
—Venga a echar un vistazo. A la vuelta del rincón.
Red lo siguió por un corto pasillo hasta un cuarto pequeño y limpio.
—No está mal. Lo tomaré —dijo depositando la mochila en el suelo después de haber sacado de ella a Flores y habérsela puesto en el bolsillo y colocando el rifle sobre la cama. Arrojó la chaqueta junto a él.
—...y no estaría mal un poco de cerveza en este mismo instante.
—Por aquí. También le daré una llave si la quiere.
Red lo siguió nuevamente por el corredor cerrando la puerta detrás de sí.
—No veo por qué no. ¿Muchos otros huéspedes?
—No, hoy usted solamente. Las cosas no marchan muy de prisa... como de costumbre.
—¿Ese automóvil de lujo es suyo?
—No, el mío está en la parte trasera y es mucho menos pretencioso.
—¿A quién pertenece entonces? —preguntó Red mientras se acercaban a un despacho en el que firmó el libro de huéspedes y recibió una llave.
—¡Ah! Está usted leyendo a Baudelaire! Uno de mis. poetas favoritos. Ese sí que fue un hombre que veía a través de las pretensiones... ¡todo! "Comblat-t-il sur ta chair inerte et complaisante l'immensité de son désir?"
—"...Réponds, cadavre impur!" —dijo Red siguiendo al otro a un pequeño bar donde se le sirvió un pichel de cerveza—. ¿A quién pertenece el automóvil?
Laval rió entre dientes conduciéndolo a la galería y señalando las montañas en un amplio ademán.
—A un individuo muy extraño —dijo—. Partió viajando a dedo en esa dirección la semana pasada. Alto, delgado, con ojos como los de Rasputín... Manos como las que podría haber pintado Modigliani alguna vez. Y hasta la última costura de su vestido era verde, incluso los lazos de sus zapatos. Llevaba también un gran anillo de esmeraldas No dijo a dónde iba ni por qué. Dijo que su nombre era John, eso es todo.
Flores emitió un pequeño chillido. Red presionó el punto de reconocimiento piezoeléctrico.
—...Y a decir verdad, me alegré de verlo partir. No hizo nada que resultara amenazante, ni siquiera desagradable. Pero su sola presencia me incomodaba.
Red bebió un sorbo de cerveza.
—Dejé mi bebida adentro. ¿Querría acompañarme al vestíbulo? Está algo más fresco allí.
Red sacudió la cabeza.
—Me gusta el panorama que se divisa desde aquí. Gracias de cualquier modo.
Laval se encogió de hombros y se retiró. Red cogió a Flores.
—Sí, lo capté —susurró—. Supongo que podría tratarse del mismo individuo. Lo cual indicaría...
—No es eso —dijo la vocecita—, aunque quizá lo sea. Pero es lo que me puso en estado de vigilancia. Decidí hacer exámenes de reconocimiento periódicos por medio de los sensores del camión con ayuda de microondas. Recogí algo.
—¿Qué cosa?
—Actividad eléctrica asociada con algo que se aproxima desde el Suroeste. Es fácil de localizar en este ambiente tranquilo. Se aproxima bastante de prisa.
—¿Es un objeto muy grande?
—No puedo precisarlo aún.
Red bebió otro trago.
—¿Conclusiones? ¿Recomendaciones?
—Ve a buscar el rifle y tenlo contigo. Quizás una granada. No sé con qué cuentas. Ya emití un mensaje a ese doctor con que nos encontramos.
—Entonces ¿crees realmente que se trata de su enviado?
—Tienes que admitir que es probable. No corramos riesgos.
—No estoy discutiendo contigo.
Red abandonó el pichel de cerveza sobre un reborde y se volvió hacia su camión.
—¡Ah, oh, Flores! —anunció—. Algo aéreo viene desde esa dirección y por cierto no es un pájaro.
—Estoy siguiendo la pista. Eso es. Todavía tienes tiempo de ir en busca del rifle si te das prisa.
—Oh, al diablo —dijo Red quitando el papel de un nuevo cigarro y encendiéndolo—. Sólo serviría de estorbo. Sería cuestión de encontrar un nuevo método de defensa, sin embargo.
Recuperó la cerveza y se sentó en el reborde de la terraza.
—Acabo de recibir el reconocimiento del médico. Se encuentra cerca y está en camino.
—Magnífico.
Abrió a Flores y leyó unos pocos versos.
—Tengo que admitir que lo tomas con mucha filosofía.
—¿No es este el modo adecuado de proceder? ¿Con un trago, un cigarro y un buen libro?
—Los preparativos no parecen del todo convenientes.
—Quizás este sea mi lugar... Y ya tuve un vislumbre del enemigo.
—¿Y...?
—Ya vienen.
El robot se elevaba por sobre la playa de aparcamiento y disminuía ya la marcha. El hombre, enteramente vestido de amarillo ahora, cabalgaba sobre sus espaldas. Seguía disminuyendo la velocidad y adoptando de a poco una posición vertical para luego descender suavemente y aterrizar quizás a quince metros de la terraza.
Red bebió un sorbo de cerveza y luego la dejó a un lado. Se puso de pie sonriente y avanzó un paso.
—Hola, Mondy —dijo—. ¿Quién es tu amigo?
—Red... —comenzó Mondamay.
—¡Silencio! —exclamó John descendiendo del robot y estirando sus miembros. Su anillo de topacio relumbró a la luz del sol—. Mantente en posición. ¡Activa los sistemas de batalla!
Avanzó un paso e inclinó el tronco en una reverencia.
—Bastará que le diga que mi nombre es John, ¿Usted, entiendo, es Red Dorakeen?
—Así es en efecto. ¿Puedo hacer algo por usted?
—A decir verdad, sí. Puede morir. Mondamay...
—Un momento. ¿Puedo inquirir qué le va a usted en mi muerte?
John se detuvo en medio de un ademán y asintió vivamente con la cabeza.
—Muy bien. Le aseguro que no se trata de nada personal. Simplemente cumplo con una comisión que me fue encomendada para obtener una considerable suma de dinero que necesito para satisfacer diversas ambiciones personales. Un hombre llamado Chadwick me contrató para que lo hiciera. ¡Ah! Asiente usted. De modo que ya lo había adivinado ¿no es así? Los ex amigos pueden convertirse en los peores enemigos. Es una lástima. Pero aquí estamos. No voy a extraer conclusión moral alguna. Es algo tarde para que puedan servirle de algo.
—De modo que aceptó la comisión, decidió mi destino y se hizo de un complicado equipo para que llevara a cabo la tarea por usted...
—Ese es un resumen bastante adecuado de los hechos. Chadwick guió mis pasos por una buena pista.
—Me pregunto si no se da usted cuenta de que recurrir a un agente es una señal de miedo.
—¿Miedo? No más que el que Chadwick tuvo cuando recurrió a mis servicios. Es un hombre muy ocupado. Quiso contar con un medio eficaz, al igual que yo. ¿Cree que le temo a usted o a algún otro hombre?
Red sonrió.
—No —dijo John observando la sonrisa—. No va usted a convencerme con artimañas de que le de una oportunidad no ganada de sobrevivir. La opinión que tenga a mi respecto no me afecta cuando yo sé a qué atenerme.
Red inhaló el humo de su cigarro.
—Interesante —dijo—. Supongo entonces que el hecho de que el hombre que me habló de su existencia se esté aproximando ahora mismo no ofrece sino un interés académico para usted.
—¿El hombre? ¿Qué hombre?
—Un hombrón de ojos dorados muy tostado por el sol —dijo—. Lo encontré en una parada de descanso del Camino. Conduce un pequeño coche de dos asientos de la década de 1920. Llevaba una camisa desgarrada. Dijo que le iba a practicar una lobotomía con un punzón para hielo.
—¡No le creo!
Red se encogió de hombros.
—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Creo que allí se acerca su viejo coche.
John se volvió y vio un vehículo que se acercaba de prisa levantando una nube de polvo por detrás. Red avanzó varios pasos.
—¡Alto! ¡Deténgase allí mismo! —John giró en redondo y levantó un brazo con los ojos relumbrantes—. Si esto es un truco no va a servirle de nada. Y si no lo es, me alegro de tener la oportunidad de matar a dos pájaros de un tiro. ¡Mondamay! ¡Reduce a Red Dorakeen a cenizas!
Mondamay levantó el brazo derecho del que salió un tubo con el que apuntó a Red. En la cercanía de su hombro resplandecieron luces. Se oyó un chisporroteo. Del tubo surgió una delgada columna de humo que se elevó rizada en el aire.
—Otra vez en corto circuito —declaró.
—¿Cómo que "otra vez"? —quiso saber John.
—Hace miles de años que sucede lo mismo.
—¡Entonces desintégralo! ¡Hazlo explotar! ¡Bombardéalo! ¡No me importa cómo lo hagas!
En el interior de Mondamay hubo un chirrido. Sus luces resplandecieron de prisa. De varias de sus unidades se emitieron ruidos de relojería descompuesta. De algún sitio indeterminado salió un sonido plañidero.
—Eh... John —dijo Red—. ¿Nunca te detuviste a pensar por qué esa raza extraterráquea dejó abandonado un equipo tan complejo como Mondamay?
—Supuse que sería más bien con el propósito de devolvernos a la barbarie si nuestra civilización seguía un curso que ellos desaprobaban.
—No, nada tan complicado —dijo Red—. Fallas masivas de los sistemas. Era imposible repararlo, de modo que lo dejaron abandonado. Sintieron alguna pena por él, pues era sensible, de modo que le dejaron sus hobbies y sus disfraces. Después de todo, era inofensivo...
—¡Mondamay! ¿Es eso cierto?
De todas las articulaciones de Mondamay salía humo y el sonido plañidero se había convertido en un gemido. Las luces todavía resplandecían y el sonido de relojería descompuesta era constante ahora.
—Me temo que sí, John —respondió—. Supongo que me excedí en la destrucción de mundos durante mi juventud...
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Nunca me lo preguntaste.
Red volvió a avanzar.
—De modo —dijo— que tendrás que ganarte tus honorarios pasando por la puerta estrecha.
John se volvió hacia él con una sonrisa en los labios.
—Sea. Usted satisface su deseo y yo me ensucio las manos —dijo saliéndole al encuentro—. Incluso le ahorraré la molestia de prever mis movimientos anticipándole cómo procederé. Lo levantaré del suelo por el cuello, lo mantendré a la distancia del brazo y lo estrangularé con una sola mano mientras usted queda colgado. No creo que me crea cap...
Los ojos se le abrieron desorbitados y se detuvo. Se llevo ambas manos a la cara.
—¿Qué...?
—Olvidó preguntarme si yo tenía interés alguno en ensuciar mis manos —dijo Red haciendo girar a Flores lentamente en pos del desmoronamiento de John—. Pues no lo tengo.
John cayó y permaneció inmóvil. De la oreja izquierda le manaba un hilo de sangre.
—¿Ves? Siempre quise ese parlante de alcance ultrasónico —observó Flores—, y si me hubieras dado un modelo mejor, ni siquiera habrías tenido que acercarte tanto.
Red se dirigió a Mondamay, giró y extrajo la llave de cristal y se la devolvió cuando el viejo automóvil llegaba a la playa de aparcamiento.
—Es mejor que guardes esto en un lugar seguro o que lo destruyas —dijo.
—Ni sabía siquiera que ésta existiera —replicó Mondamay—. Quizá se fabricó especialmente o proviene de algún otro ramal del Camino. Apenas te reconocí. Pareces más joven. ¿Qué...?
John emitió un quejido y comenzó a levantarse. Red se inclinó y le asestó un golpe en la mandíbula. Volvió a caer.
—Bien, todo está en orden ahora —dijo Red—. Sólo venía a visitarte.
El viejo coche se detuvo. Su portezuela se cerró bruscamente.
—¡Qué agradable...!
—Ten a Flores un momento ¿quieres? Deseo conversar con este caballero.
Red se volvió hacia la gigantesca figura cargada de un saco negro que avanzaba hacia él a grandes zancadas.
—Vuelvo a saludarlo. Lamento molestarlo si estábamos equivocados —dijo mirando hacia abajo—, pero ¿es este el tío que estaba buscando?
El hombrón hizo una señal de asentimiento y abrió el saco.
—Lo es. ¿Se encuentra usted bien?
—No me puedo quejar. Pero él recibió una descarga ultrasónica y un izquierdazo en la mandíbula.
El hombre de ojos dorados examinó los oídos y los ojos de John y auscultó sus latidos. Llenó una jeringa con el contenido de una ampolla y le aplicó una inyección inmensa en el bíceps derecho. Sacó unas esposas del bolsillo del pantalón y sujetó con ellas las manos de John por detrás de la espalda. Procedió luego a fisgar la forma vestida de amarillo, sustrayendo varios pequeños adminículos de puños, cuellos, mangas y botas.
—Esto es aproximadamente todo —dijo cerrando el saco e irguiéndose—. Como se lo había dicho ya, se trata de un hombre muy peligroso. ¿Qué hizo usted para merecer su atención?
—Fue contratado para liquidarme.
—Pues entonces hay alguien que no lo quiere nada si estuvo dispuesto a pagar los honorarios que éste cobra.
—Lo sé. Un día de estos voy a tener que hacer algo al respecto.
El otro lo miró por un instante.
—Si quiere mi ayuda para solucionar el asunto, me complacerá darle una mano.
Red se mordió el labio inferior y sacudió lentamente la cabeza.
—Gracias, Doc. Muy amable de su parte. Pero no, gracias. Esto es algo muy especial.
El hombrón esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.
—Usted conoce la situación mejor que yo.
Se inclinó y levantó la figura yacente sin el menor esfuerzo con una sola mano. La camisa se le desgarró en la espalda como consecuencia. Se echó a John sobre el hombro, se volvió y extendió la mano.
—Gracias por devolverme mi paciente entonces, y que tenga la mejor de las suertes con... su problema.
—Gracias. Adiós, Doc.
—Adiós.
Observó al otro que volvía a su automóvil, depositaba su carga, ponía el vehículo en marcha y se alejaba.
—Me alegro de que John tenga su merecido —dijo Mondamay extendiendo una mano de metal con el tubo ahora retraído, y poniéndola sobre el hombro de Red—. Entre paréntesis, pudo seguirte el rastro por medio de un adminículo emisor colocado secretamente en tu vehículo. Lo pusieron en un taller de reparaciones que visitaste recientemente. Él me lo mencionó. Quizá lo mejor antes que nada es localizarlo y quitarlo de allí.
—Buena idea. Echemos un vistazo. —Se dirigieron a la parte delantera del camión—. ¿Cómo fue que no lo detectaste, Flores?
—Debe de tener una longitud de onda inusitada. No lo sé. Iniciaré un rastreo.
—No me presentaste —dijo Mondamay.
—¿Eh? Oh, estaba tan ocupado con John que no quise interrumpirlo.
—No me refería al doctor. Me refería a Flores del Mal, aquí presente. No me di cuenta de que sostenía una refinada inteligencia cuando me entregaste el libro.
—Lo siento. Circunstancias atenuantes. Mondamay, quiero que conozcas a Flores del Mal. Flores, este es Mondamay, la máquina exterminadora.
—Encantado —dijo Mondamay.
—Lo mismo digo. Lamento mucho su deterioro... Cargar con todos esos circuitos muertos... Quedar privado de función...
—Oh, no es para tanto. Prefiero con mucho lo que hago ahora.
—¿De qué se trata?
—Entre otras cosas, soy alfarero. Me atrae todo tipo de trabajo de precisión en las artesanías.
—¡Fascinante! Creo que yo misma estoy ya casi preparada para algún tipo de capacidad manual. Cuando menos, me gustaría intentarlo. Me encantaría ver su obra en alguna ocasión...
—Flores —preguntó Red— ¿localizaste ya la unidad emisora?
—Sí. Está fijada a la parte inferior del neumático trasero izquierdo algo hacia adelante.
—Gracias.
Red se dirigió hacia la parte trasera del camión y se agachó.
—Tienes razón —dijo al cabo de un momento—. Aquí está.
Retirando el adminículo, se dirigió a la parte delantera del automóvil con efecto de suelo y lo fijó en un lugar del paragolpes. Volvió luego donde se encontraba Mondamay que estaba hojeando a Flores.
—Nada más que para hacerles saber que lo advertimos —dijo.
—...Y este Paysage es por cierto hermoso —estaba diciendo Mondamay.
—Gracias.
—Es casi hora de la cena —dijo Red—. Venid a hacerme compañía y decidme cómo van las cosas que quiero preguntaros.
—Encantado —contestó Mondamay—. Entre paréntesis, lamento mucho todo este asunto.
—No fue por tu culpa. Pero me gustaría que me dieras algún consejo al respecto.
—Pues claro. Y ardo en deseos de oír tu historia.
—Vayamos entonces.
—¡No dispares una descarga allí! Ese es un circuito de cosquillas... ¡Basta por favor!
Red se detuvo.
—¿Cómo?
—Lo siento. No advertí que estaba vocalizando. Flores tenía curiosidad por conocer mis subunidades.
—Oh. Atravesaron la terraza y entraron en el edificio.
Dos
Todo había terminado. Randy había llevado a Julie a la estación de autobuses esa mañana, la había ayudado con el equipaje y se habían despedido. Por entonces ya no estaría lejos de la casa de sus padres en Virginia. Nada quedaba de ella a la vista en la pequeña sala o en la cocina del apartamento por donde él erraba preparándose vasos de té helado que bebía uno tras otro. El día anterior había rendido el último de sus exámenes finales y luego había ido con Julie a un buen restaurante a cenar ya tarde. Había pedido incluso una botella de vino fino como acompañamiento. Ninguno de los dos se refirió a que todo hubiera terminado, pero la sensación flotaba en el aire. Ahora ella estaba en viaje de regreso a Virginia y él tenía que conseguir algo para el verano. Ella había querido que la acompañara a Virginia; había dicho que su padre podría obtenerle un trabajo durante el verano. Pero Randy había olido una trampa en esto. No quería ataduras todavía. Desde un principio habían acordado la naturaleza temporaria de su relación. Pero ella había querido alterar las reglas con su ofrecimiento y él no estaba dispuesto a aceptar nada por el estilo. En lo más recóndito de su mente todavía asomaban pensamientos de búsqueda, aunque las demoras habían debilitado esa resolución de la niñez. Y, además, estaba la escuela. Y todas las cosas que quería hacer antes de sentar cabeza. No. Ella había hecho su ofrecimiento. Él lo había rechazado. Algo había cambiado. Un nuevo sentimiento se había hecho presente. Todo había terminado.
Se dirigió a la ventana y miró a tres manzanas de distancia a través de la tarde en dirección del edificio de la universidad. Llevaba una camiseta sin mangas, bermudas y sandalias de cuerda. La gente que transitaba abajo estaba vestida de manera semejante. Había sido un día de cielo luminoso y húmedo y se pronosticaban por delante muchos días semejantes. Sus brazos y piernas eran de color dorado bajo el vello cobrizo. Se pasó el dorso de la mano por la frente amplia; estaba cubierto de sudor. Se apoyó el vaso contra la mejilla y contempló el frente de las tiendas, los automóviles aparcados, los coches y las bicicletas en tránsito. Los insectos todavía zumbaban entre los árboles. Un gato anaranjado lamía un helado que se derretía en la acera bajo la ventana.
Terminado... Podía volver a trabajar en la construcción si decidía volver a Cleveland. Pero tampoco eso lo convencía. Habría tenido que vivir en casa... El señor Schelling había incluso llegado a decir cuánto deseaba que lo hiciera... Y eso por cierto no era para nada conveniente. Aún cuando se las compusiera para obtener un lugar propio donde vivir; de cualquier manera le estarían siempre detrás. Sólo había visto al hombre dos veces y no lograba llamarlo de otro modo que "señor Schelling" aun cuando hiciera ya seis meses que se había casado con la madre de Randy. No era que le disgustara. Simplemente no lo conocía ni le interesaba conocerlo. No, no volvería. También eso había terminado.
Bebió un sorbo de té y volvió al dormitorio. Hacía demasiado calor para pensar. Se había acostado tarde la noche antes y a la mañana se habían levantado temprano. Tendido en la cama, con la esperanza de que soplara algo de brisa, quizá se le ocurriría algún trabajo para un especialista en clásicos. ¿Estudiaría lingüística en el otoño? ¿O lenguas romances? Sería agradable viajar al extranjero como secretario o intérprete...
Al pasar junto al librero, su mano se movió sin premeditación y extrajo el ejemplar de Hojas de hierba.
Pues entonces, la búsqueda, la promesa había estado presente en lo más recóndito de sí...
Llevó el libro consigo. Necesitaba allí algo en que ocupar la mente. Quizás esto fuera todo.
Se hizo un respaldo de almohada, volvió las páginas y leyó. Era extraña sin embargo la fascinación que el libro. ejercía en él. Los últimos meses había tenido que evitarlo concientemente, pues sentía su atracción cada vez que pasaba junto al librero. Era la única de sus posesiones que había pertenecido a su padre.
Cuando terminó de leer, había oscurecido y la lámpara de junto a la cama ardía al lado de él. Los anillos de humedad que formara su vaso no se habían evaporado, sino que lucían como diagramas de Venn en la mesilla de noche. Pensó en su padre a quien no había visto nunca. Paul Cartago había vivido un breve tiempo con su madre y había partido luego antes de que Nora supiera siquiera que estaba encinta. ¿Dónde se encontraría ahora? Quizás estuviera... en cualquier sitio. En la parte posterior del libro Randy guardaba la única fotografía que tenía de él. Era un monocromo en el que se veía un hombre de anchas espaldas y manos grandes con abundante pelo rizado; tenía una frente amplia sobre facciones rudas aunque regulares, y se sonreía a pesar del hecho de que parecía incómodo vestido de traje ligero y corbata. Transportes... Le había dicho a Nora que trabajaba en transportes. Eso podía significar cualquier cosa desde proveedor de automóviles de alquiler a piloto de una nave aérea. Randy se buscó en ese rostro y, habiéndose encontrado, apartó la mirada. Tenía que hallarlo. Quería verlo, hablar con él y saber quién era, de dónde venía, qué hacía; si había engendrado a otros hijos y quiénes eran éstos de haber sido así. Paul Cartago... Se preguntaba incluso si ése sería su verdadero nombre. Pero no había indicio alguno que Randy hubiera nunca logrado descubrir. Cuando había partido esa noche en su camioneta Dodge azul, lo único que había dejado atrás eran su transitado ejemplar de Hojas de hierba y un Randy en estado embrionario.
Volvió a guardar la fotografía y cerró el libro. Era más pesado de lo que parecía. En un lugar donde el forro verde se había gastado, parecía que la cubierta fuera de un metal ligero. Lo abrió nuevamente y volvió a hojearlo. A primera vista, los subrayados no parecían seguir plan alguno. Pero comenzó con el primero que encontró y siguió leyéndolos a todos en voz alta, cosa que no había hecho nunca antes. Era raro que no se le hubiera ocurrido rastrear en estas secciones algún aspecto de la sensibilidad de su padre. ¿Por qué había subrayado esos pasajes en especial? Por supuesto, cabía la posibilidad de que se tratara de un libro usado, adquirido en esas condiciones. Sin embargo... Algo había en esos pasajes que atraía a Randy más allá de la mera familiaridad. Había un salvajismo, una libertad, una inquietud que parecía dirigirse a él personalmente, aludir a un lugar semejante en su propio espíritu... "¿Es sólo porque tengo veinte años?", se preguntó. "¿Sentiría lo mismo si me topara con el libro al cabo de diez años?" Se encogió de hombros y siguió leyendo.
Una ligera brisa movió la cortina. Hizo una pausa e inhaló profundamente. Una pequeña ola de frescura lo bañó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Leía para olvidar a Julie o para reabrir el caso de su padre? Ambas cosas, en realidad, decidió... Ambas cosas. Pero ahora que había empezado a pensar en la búsqueda, quería seguir en ello.
La brisa era el primer fresco que se había respirado en dos días. Se quedó allí marcando el lugar con el dedo para no perderlo y tratando de inhalarlo todo antes de que llegara a término. Era un alivio y...
Levantó la mano izquierda y se miró la yema de los dedos. Se los frotó contra la palma. Volvió a tocar la cubierta del libro. Caliente.
Tocó las ropas de cama a su lado. Quizás era sólo el calor de su cuerpo lo que había producido el efecto...
Estiró el brazo y presionó los dedos contra el vidrio de la mesilla de noche. La sensación de frescura era mayor allí. Sí...
Al cabo de medio minuto poco más o menos, tocó la cubierta del libro.
No parecía estar más caliente de lo debido. Se lo acercó a la cara. Del volumen parecían emitirse las más ligeras vibraciones que imaginarse pueda. Apoyó la oreja contra la cubierta posterior. También allí parecían estar presentes. Era algo tan sutil y subauditivo, sin embargo, que podrían haber sido sus propios nervios fatigados empeñados en un juego con las sensaciones del fondo perceptual.
Volvió a abrir el libro en el punto en el que lo había dejado y buscó el siguiente pasaje subrayado. Pertenecía a "Canto del camino ilimitado":
Entro en ti, camino, y miro en torno;
Creo que no eres todo lo que existe;
que hay mucho más, invisible.
Al leer esto, el libro le vibró en la mano y emitió un zumbido definidamente audible. Era como si la cubierta fuera alguna especie de resonador.
—¡Qué diablos está sucediendo!
Lo dejó caer. El libro yacía junto a él y una voz dijo:
—Averigua. Averigua.
Parecía provenir del mismo libro.
Se retiró hacia el otro extremo de la cama y se puso de pie de un salto. Luego miró atrás. El volumen no se había movido. Finalmente preguntó:
—¿Hablaste?
—Sí —articuló la voz... dulce, femenina.
—¿Qué cosa eres?
—Soy un dispositivo de computación micropuntual. Especificaciones...
—¿Eres el libro? ¿El libro que hace un instante estaba leyendo?
—Soy un dispositivo en forma de libro. Eso es correcto.
—¿Pertenecías a mi padre?
—Información insuficiente. ¿Quién eres tú?
—Randy Blake. Creo que mi padre era Paul Cartago.
—Háblame de ti y de cómo llegué a tu poder.
—Cumplí veinte años el pasado mes de marzo. Mi padre te dejó en Cleveland, Ohio, antes de que yo naciera.
—¿Dónde estamos ahora?
—En Kent, Ohio.
—Randy Blake... o Cartago, como fuere... no me es posible decirte si pertenecía a tu padre o no.
—¿A quién pertenecías?
—Usaba varios nombres diferentes.
—¿Era Paul Cartago uno de ellos?
—No que yo sepa. Pero esto, por supuesto, no prueba nada.
—Es cierto. Bueno ¿qué fue lo que te hizo funcionar, de cualquier manera?
—Una clave mnemónica. Estoy programada para responder cuando ciertas palabras se me proponen en una secuencia particular.
—Resulta endemoniadamente complicado. Tuve que leer muchísimos pasajes antes de que te me dirigieras.
—La clave puede cambiarse con una simple orden.
—¿Puedo tocarte?
—Pues claro.
Recogió el libro y examinó el índice.
—Si hemos de tener un código —dijo— que sea "Eidólons" entonces. No es probable que se pronuncie en una conversación corriente.
—Bien: "Eidólons" es la palabra. O puedes dejarlo librado a mi dirección. Red se mostró muy precavido conmigo casi hasta el fin.
Randy se sentó con el libro en la mano.
—Lo dejo entonces librado a tu discreción. ¿Red?
—Sí, ese era su apodo.
—Yo soy pelirrojo —dijo—. Tengo la sensación de que tienes la información que me hace falta, sólo que no sé cómo pedírtela...
—¿En relación con tu padre?
—Sí.
—Si me ordenas que haga sugerencias, te las daré.
—Adelante.
—¿Tienes un vehículo?
—Sí. Acabo de sacar mi coche del taller. Funciona nuevamente.
—Pues entonces vayamos en su busca. Ponme en el asiento al lado de ti y empecemos a andar. Tengo canales sensitivos adecuados. Al cabo de un tiempo te diré qué debes hacer.
—¿Dónde quieres ir?
—No lo sé.
—Entonces ¿por qué partir?
—Para buscar información que me permita responder a tu pregunta acerca de tu padre.
—Muy bien. Voy al baño e inmediatamente iremos en busca del coche. Pero, una cosa más... Nunca había oído hablar de un dispositivo de computación micropuntual. ¿Dónde te fabricaron?
—En Tosa-7, del satélite Mitsui Zaibatsu.
—¿Cómo? Jamás oí de operativo semejante. ¿Cuándo se realizó?
—Se puso a prueba por primera vez el 7 de marzo de 2086.
—No lo entiendo. Estás hablando del tiempo futuro. ¿Cómo llegaste aquí, al siglo XX?
—En automóvil. Llevaría demasiado tiempo explicarlo. Puedo hacerlo durante el camino.
—Muy bien. Perdóname un minuto. No te vayas.
Se pusieron en marcha. La noche estaba cuajada de estrellas. La luna todavía no había salido. Llenó el tanque de gasolina en Ravenna y se dirigió hacia el Norte por la Ruta 44. El tránsito no era excesivo. Habían dejado atrás la autopista de Ohio y avanzaron hacia el Condado de Geauga, donde Hojas de hierba le dijo que se desviara hacia la derecha en la próxima esquina.
—Lo que tenemos por delante no es exactamente una esquina —dijo Randy—. Es más bien una tangente de la próxima curva. Y no es más que un sendero de tractores que va hacia los bosques. No es a eso a lo que te refieres ¿no?
—Dobla allí.
—Muy bien, Hojas.
Al entrar en el descuidado sendero, disminuyó la velocidad. Las ramas rozaban los costados del coche y las luces delanteras bailaban entre troncos de árboles. Cubierto de malezas en ciertos trechos, el camino se inclinaba hacia la derecha y luego descendía abruptamente. Alrededor de él se oía el canto de las ranas.
Cruzó un puente de tablas que crujió ominosamente y le llegó de fuera una sensación de humedad acompañada del sonido de una corriente de agua. Estaba todo invadido de un olor a moho y cerró la ventanilla para evitar la perturbadora presencia de alguna criatura que pasaba volando y zumbando.
El sendero comenzó a ascender entonces y debió serpentear entre los árboles durante varios minutos. De pronto el sendero acabó en otro.
—Tuerce a la derecha.
Así lo hizo. El camino era ahora más amplio y estaba menos maltrecho. A la derecha aparecieron campos cultivados. A la distancia brillaban las luces de una pequeña cabaña. Al advertir que el camino estaba nivelado, aumentó la velocidad. Poco después, salió la luna por sobre una hilera de árboles que tenía por delante.
Volvió a abrir la ventanilla y encendió la radio sintonizando una emisión de música folklórica de Akron. Las millas iban quedando atrás. Al cabo de cinco o seis minutos, apareció una señal de detención. Al frenar, las cubiertas molieron la grava que cubría el camino.
—Dobla por la derecha.
—De acuerdo.
Era un camino alquitranado. Al girar, un conejo lo atravesó retozando. No había ningún otro vehículo a la vista. Al cabo quizá de una milla pasó junto a una cabaña y, luego, junto a otras dos. En un desvío por delante y hacia la izquierda, había una gasolinera abandonada de la Shell. Frente a una calle que apareció después, comenzó una hilera de casas que daban sobre una acera.
—En la esquina, hacia la izquierda.
Entró en una ruta más amplia, asfaltada y con borde de acera. La flanqueaban seis altos faroles y había grandes casas viejas con senderos de grava de unos veinte metros poco más o menos; en los patios crecían árboles inmensos y en algunas de las galerías se veían algunas personas.
Dejó atrás el último farol y, poco después, llegó la última casa. La luna estaba ahora más alta en el cielo y en el campo a su derecha se levantaba un reverbero de calor. La estación de Akron comenzó a vacilar y emitir zumbidos.
—¡Maldición! —exclamó Randy, que hizo girar el dial para sintonizar otra. Pero nada parecía poder escucharse bien. Apagó la radio.
—¿Qué sucede?
—Me gustaba esa canción.
—Si quieres, puedo reconstruírtela.
—¿Sabes cantar?
—¿Es el Papa católico?
—¿De veras? —Randy emitió una risita—. ¿Qué clase de canciones te gustan?
—Las que tienen por tema la bebida, la lucha y la fornicación han sido siempre mis favoritas.
Él se echó a reír.
—¡Vaya, qué gustos más raros para una máquina!
No hubo respuesta. Siguió un silencio de unos seis u ocho segundos. Luego él empezó:
—¿Acaso...?
—Eres un bastardo —volvió a emitir suavemente la voz—. Eres un hijo de puta. ¡Maldito...!
—¡Eh! ¿Qué te ha dado? ¿Qué hice de malo? Lo siento. Yo...
—No soy un simple equipo como este idiota coche tuyo. Soy capaz de pensar. ¡Tengo sentimientos también! De hecho, soy quizás incluso demasiado para traductor de fase. No me trates como si fuera un par de tenazas... ¡pedazo de chauvinista protoplasmático! ¡No tengo por qué llevarte al nexo si no me viene en gana! No sabes lo bastante sobre mis programas como para obligarme a hacerlo...
—¡Tranquila! ¡Por favor! ¡Ya basta! —dijo él—. Si eres tan sensible, debes ser capaz de aceptar mis disculpas.
Se produjo una pausa.
—¿Debo aceptarlas?
—¡Pues claro! Lo siento. Te ofrezco mis disculpas. No tenía conciencia de la situación.
—Entonces acepto tus disculpas. Entiendo que hayas podido equivocarte ya que vives en estos tiempos tan primitivos. Por un momento, fui presa de mis emociones.
—Ya veo.
—¿De veras? Tengo mis dudas. Yo evoluciono, maduro... lo mismo que tú. No tengo por qué pasarme el resto de mis días en esta unidad. Puede que en mi próximo avatar se me agreguen varios aditamentos. Puedo tener a mi cargo operaciones complejas que exijan gran responsabilidad. Puede que algún día llegue a ser el sistema nervioso de un preparado protoplasmático. Uno tiene que empezar por algo, lo sabes.
—Comienzo a darme cuenta cuál es tu situación. Me siento muy impresionado. Pero ¿qué es ese... nexo al que te referiste?
—Ya lo verás. Te he perdonado. Nos estamos aproximando.
Por delante se divisaron luces.
—Coge la rampa de entrada. Mantente en el carril de la derecha.
—No me di cuenta de que estuviéramos cerca de la autopista.
—Esa no es la autopista. No habrá que pagar peaje. Sencillamente, haz lo que te dije.
Al aproximarse, vio que la rampa se encontraba a la izquierda. Ascendió por ella. Hojas de hierba comenzó a emitir un sonido como de silbato.
—Detente en lo alto. Aguarda hasta que te indique avanzar.
—Nadie viene.
—Haz lo que te digo.
Puso el frenó y esperó junto a la carretera desierta. Transcurrió más de un minuto.
Repentinamente, el sonido de silbato cesó.
—Muy bien. Adelante.
—De acuerdo.
Puso el coche en marcha. El cielo comenzó a iluminarse de inmediato. A medida que la velocidad del vehículo aumentaba, la oscuridad se desvanecía y el resplandor del día colmaba los cielos.
—¡Eh!
Retiro el pie del acelerador y tocó el freno.
—¡No hagas eso! ¡Sigue adelante!
Él obedeció. La luz, que había comenzado a vacilar, volvió.
—¿Qué ha sucedido?
—En este lugar debes seguir mis instrucciones con exactitud. Si te es preciso detenerte, apártate a un lado. De lo contrario corres un grave riesgo.
La velocidad aumentó. Avanzaba ahora en un día límpido sin una sola nube; una pesada línea brillante cruzaba el cielo inmaculado de Este a Oeste.
—Todavía no contestaste mi pregunta —dijo él—. ¿Qué ha sucedido? Y ya que estoy en esto ¿dónde nos encontramos y a dónde vamos?
—Nos encontramos en el Camino —fue la respuesta—. Atraviesa el Tiempo: el Tiempo pasado, el Tiempo por venir, el Tiempo que pudo haber sido, el Tiempo que podría todavía ser. Que yo sepa, no tiene término y nadie conoce todos sus desvíos. Si el hombre que buscas es el hombre atraído por la muerte que otrora acompañé, quizá lo encontremos en alguno de sus puntos, porque tiene la sangre del viajero que le permite seguir por estas rutas. Pero puede que lleguemos demasiado tarde. Porque estaba en pos de su propio aniquilamiento aunque no se diera cuenta de ello. Yo sí. Traté de explicárselo. Creo que esa es la razón por la que me abandonó.
Con la mirada fija por delante, Randy se pasó la lengua por los labios y tragó. Sus manos apretaron con fuerza el volante.
—¿Cómo es posible tener esperanzas de encontrar a un hombre en algo semejante?
—Nos detendremos y haremos averiguaciones a lo largo del camino.
Randy asintió con la cabeza. El movimiento y el Camino y la perspectiva que tenía por delante le produjeron una aguda alegría. Repentinamente, se acordó de Whitman. Junto a él, en el asiento, Hojas de hierba se puso a cantar.
Uno
La luz de los candelabros vacilaba, la de la lámpara de aceite se mantenía firme. Un relámpago ocasional borraba sus reflejos en la ventana del comedor. Los restos de la cena hacía ya tiempo que habían sido retirados; Red permanecía a la mesa con un pichel de cerveza por delante y Flores junto a su mano izquierda. Mondamay estaba sentado sobre la solera del hogar acallado. La lluvia resonaba fuerte sobre el techo.
—...Y eso, en lo fundamental, es lo que ha sucedido hasta ahora —estaba diciendo él con el cigarro entre los dedos, inspeccionándolo, volviéndolo a encender— y lo que tengo por delante. Ocho más. Me gustaría salirles al encuentro al aire libre en algún lugar, uno por uno, cada cual con lo que tiene entre manos, pero eso no es posible. De modo que he decidido...
Afuera, en el vestíbulo, la puerta de entrada se abrió bruscamente y una ráfaga penetró hasta el comedor haciendo que las llamas de las candelas iniciaran una frenética danza. Las sombras se movieron sobre las paredes. Un momento después la puerta volvió a cerrarse. Laval se dirigió al vestíbulo y se oyeron voces.
—¡Una noche terrible! ¿Deseaba usted un cuarto?
—No, sólo la cena. Aunque tomaría un brandy primero.
—El comedor está al otro lado de esa puerta. Pero permítame que recoja su abrigo.
—Gracias.
—Pase usted y siéntese donde prefiera. Hoy el plato principal es guisado.
—Estupendo.
Un hombre bien vestido, de pelo blanco, con cutis rojizo como un ladrillo, entró en el cuarto y miró alrededor de sí.
—Oh, no lo había visto. Creí que me encontraba sólo —dijo atravesando el cuarto con la mano extendida—. Me llamo Dodd, Michael Dodd.
Red se puso de pie y le estrechó la mano.
—Yo soy Red Dorakeen. Ya casi terminé mi comida, pero, de cualquier manera, le ofrezco mi compañía.
—Perfectamente. La acepto. —Tomó una silla y se sentó—. ¿No es usted un famoso mago?
—¿Mago? No... ¿De dónde viene?
—De Cleveland. S Veinte. Soy traficante de arte. ¡Ah!
Se volvió para mirar a Laval, que entraba portando una bandeja con un vaso de brandy. Aprobó con la cabeza cuando le fue puesta por delante, la levantó y se sonrió.
—A su salud, señor Dorakeen.
—Y a la suya, gracias.
Red tomó un sorbo de cerveza.
—Y me dice que no es usted mago. ¿Viajando de incógnito, eh? No me cabe duda de que tiene hechizos capaces de detener a un ejército.
Red esbozó una sonrisa y se rascó la oreja.
—Tiene creencias bastante extrañas para un traficante de arte de Cleveland del S Veinte.
—Algunos somos mas refinados que otros.
Dodd extendió el brazo y cogió a Flores.
—Suélteme o padecerá la cólera del libro —advirtió Flores con voz sombría.
El vaso de brandy se hizo añicos en la mano izquierda de Dodd. Mondamay se puso de pie.
—He sido convocado —declaró.
La silla de Dodd se estrelló contra el piso al apartarse éste de la mesa de un salto. Se fue retirando trazando fogosos ademanes en el aire.
Red se puso de pie y rodeó la mesa.
—¡Esta patraña ha durado ya bastante! —exclamó—. Te conozco. Frazier o quienquiera...
En ese momento, Dodd abrió ampliamente los brazos. Las candelas y las lámparas de aceite oscilaron y se apagaron luego. Se produjo una ola de calor y un resplandor seguidos de un enorme estruendo. Al ocurrir esto, Red se sintió lanzado hacia atrás.
Se tambaleó. Los sonidos de la tormenta se acrecentaron de pronto. De más allá del vestíbulo llegaban los gritos de Laval. La lluvia penetraba a través del techo.
Por la parte media de Mondamay apareció una linterna que inspeccionó a Red.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. ¿Qué ha sucedido?
—No lo sé. El resplandor anuló mis sensores por un instante. Me puse por delante de ti antes de que ocurriera como medida de seguridad. Algo salió por el techo, sin embargo.
—¿Dodd...? —llamó Red.
No hubo respuesta.
—¿Flores?
—¿Sí?
—¿Por qué le rompiste el vaso y le jugaste pasada tan siniestra?
—Para asustarlo, claro. Por el mismo motivo le envié a Mondamay un mensaje en microonda para que hiciera algo similar. Yo lo reconocí antes que tú... era la misma estructura básica de voz.
—¿Era sin la menor duda el mismo tío que recogimos en la ruta?
—Sí.
—Ojalá supiera lo que quiere.
—Creo que él... o eso... intenta hacerte daño. Pero pienso que la primera vez lo asustamos. Cree que tienes una especie de sistema de defensa mágico. No sabe lo que es un circuito integrado en microminiatura. Evidentemente no los conocen en el lugar desde donde él viene, pero es obvio que cuentan con alguna especie de magia. Cree que también tú la tienes y la teme porque no la comprende. La había notado ya antes y pienso que vino aquí esta noche para ponerla a prueba.
Laval entró en el cuarto con una luz.
—¿Qué diablos ha pasado aquí? —gritó.
—No tengo la menor idea —respondió Red recogiendo a Flores—. Estaba conversando con el hombre que acababa de entrar cuando las luces se apagaron. Hubo un estrépito y ahora hay un boquete en el techo y el señor Dodd ha desaparecido. Quizá cayó sobre él un meteoro. No lo sé.
Laval depositó la lámpara que había traído consigo. Las manos le temblaban.
—Sólo capté parte de lo sucedido antes en la playa de aparcamiento —dijo—, de modo que ignoro qué pueda haber ocurrido allí. Pero lo que vi fue decididamente sospechoso. Luego, de pronto, tiene usted un robot. Quizá él fue quien arrojó a ese hombre a través de mi techo. No lo sé. ¿Tiene intención de hacerme daño?
—Diablos, no. Le dije que tampoco yo sabía lo que estaba pasando.
—Sé que hace un tiempo terrible esta noche, y tampoco sé dónde decirle que se vaya, pero ¿tendría inconveniente en que le pidiera que abandonara mi casa? No quiero ya más dificultades. Quizá no sepa lo que está pasando, pero, por algún motivo, trae usted mala suerte. ¿Tendría a bien...?
Flores emitió dos breves silbidos.
—Sí —respondió Red—. Lo entiendo. Tenga pronta mi cuenta. Voy a retirar mis cosas del cuarto.
—Olvídese de la cuenta.
—Muy bien, así lo haré. Aguarde... ¿No le dejó Dodd su abrigo?
—Sí, así fue.
—Echémosle un vistazo. Quizás encontremos algún indicio de su proveniencia.
—Bien, venga. Se lo mostraré. Luego se va.
Miró una vez más el cielorraso y luego condujo a Red fuera del cuarto. Mondamay los siguió. Laval cerró la puerta con llave tras ellos.
—Por aquí.
Avanzaron por el vestíbulo hasta un reducido guardarropa. Laval levantó la lámpara. Los restos de un abrigo negro humeaban en una percha a la derecha. No tenía mangas y la parte inferior estaba raída. Cuando Red trató de tomarlo para observar el rótulo, el abrigo se deslizó de la percha y cayó. Lo atrapó, pero se le deshizo en la mano. Dio vuelta el cuello, que todavía sostenía, pero no había rótulo alguno. La tela se iba desintegrando mientras la sostenía. Red se frotó los dedos y los olió. Sacudió la cabeza. Los restos del abrigo desaparecieron del lugar donde había caído a sus pies.
—No lo entiendo —dijo Laval.
Red se encogió de hombros y luego se sonrió.
—Un abrigo barato —dijo—. Muy bien. Recogeré mis cosas y me iré. La cena estaba muy buena. Lamento lo de su techo.
En el cuarto recuperó el rifle, la americana y la mochila.
—¿Emprendes un viajecito con nosotros, Mondy? —preguntó mirando la lluvia a través de la puerta—. Venía a verte. Me gustaría que conversáramos.
—Lo que tú digas.
Red se subió el cuello.
—Muy bien, vayámonos de aquí.
Abrió la puerta de golpe y se precipitó fuera. Unos instantes después, se encontraban en el camión. Flores en su compartimiento, Mondamay en el asiento de pasajeros.
—¿Alguna otra bomba? —preguntó Red.
—Todo está despejado.
Puso en marcha el motor y en funcionamiento el limpiaparabrisas y las luces.
—¿Por qué molestarse con todas esas manualidades? Yo conduciré.
Abandonó la playa y tomó por el camino.
—Quiero hacer algo. ¿Cómo crees que ese tío volvió a encontrarnos?
—No tengo la menor idea.
—Bien... Conozco un pequeño motel tranquilo de alrededor del S Doce alejado de la ruta principal sobre el atajo bizantino. ¿Se te ocurre alguna idea en contra?
—No.
Red apretó el acelerador. El cielo adquirió un color perlado. La lluvia cesó. Apagó las luces y detuvo los limpiaparabrisas.
Dos
El carro aéreo de Sundoc lo depositó en el techo del laboratorio. Entró en el escotillón y descendió hasta el sexto piso. Cargado, médico ingeniero en jefe, le salió al encuentro y lo condujo a su oficina donde puso en funcionamiento la pantalla mural. Sundoc se sentó en una cómoda silla reclinable y apoyó sus pies calzados de sandalias sobre una mesita. Llevaba shorts y un suéter oscuro de cuello subido. Se tomó las manos por detrás de la cabeza y contempló la imagen del hombre en la pantalla.
—Muy bien, háblame de él —dijo.
—Aquí mismo tengo todo el archivo.
—No quiero ese maldito archivo. Quiero que tú me hables de él.
—Pues claro —contestó Cargado sentándose a la mesa de despacho—. Su nombre es Archie Shellman; el soldado que acopió más condecoraciones durante la Tercera Guerra Mundial y un maestro en las artes marciales. Lo encontramos hace un S y medio atrás. Había sido soldado de infantería en un comando especial. Perdió una pierna. Conclusión. Graves daños psiquiátricos...
—¿Por ejemplo?
—En un principio depresión, seguida de un profundo resentimiento producido por la prótesis. Luego paranoia. Finalmente, ataques maníacos. Cultivaba la cultura física a la perfección. Desarrollo extremado de la parte superior del cuerpo, presumiblemente para compensar...
—Eso está claro. ¿Y entonces?
—Terminó por matar a algunos civiles. En realidad, liquidó a medio pueblo. Se alegó insania. Fue internado. Se controló el ciclo maníaco-depresivo mediante farmacoterapia. Siguió paranoide no obstante. Todavía levantaba pesas...
—No está mal. Mejor que otros que me habías mostrado antes. ¿De modo que lo liberasteis y volvisteis a armarlo?
Cargado asintió.
—Una protética más allá de todo lo que hubiera podido desear. Terminó por consentir que le reemplazáramos todos los miembros cuando le aseguramos que le podríamos devolver los originales en caso de no estar conforme. Pero lo estuvo.
Tocó el panel de control y la figura de la pantalla se movió. Ojos oscuros, mandíbula fuerte, cejas espesas, algo pálido... El hombre estaba vestido sólo con shorts. Sus movimientos eran extremadamente graciosos al acercarse a un depósito de pesas y comenzar una vigorosa ejercitación. Fue acrecentando el ritmo hasta que comenzó a moverse a una velocidad tremenda.
—Resulta convincente —dijo Sundoc—. ¿Algún rasgo especial?
Cargado operó un control. La imagen del gimnasio se desvaneció para dar lugar a otra.
Shellman permanecía inmóvil. Al cabo de unos instantes, Sundoc advirtió que la piel del hombre estaba oscureciéndose. Lo estuvo observando quizá dos minutos hasta que la tuvo casi por completo negra.
—Efecto de camaleón —dijo Cargado—. Muy conveniente en caso de ataque nocturno.
—Al igual que la pomada para lustrar zapatos. ¿Qué otra cualidad tiene?
La imagen volvió a cambiar. Esta vez se vio un primer plano de las manos de Shellman.
De pronto, los puños se cerraron. Siguió un movimiento de bombeo por unos instantes hasta que se abrieron plenamente. Unas uñas metálicas de varios centímetros se curvaban ahora hacia afuera.
—Garras extensibles. Sumamente poderosas. Podrían despanzurrar a un hombre de un solo manotazo.
—Eso me gusta. ¿Puede hacer lo mismo con los pies?
—Sí. Sólo un momento...
—No te molestes. ¿Ha conservado toda su destreza para el combate?
—Por supuesto.
Más imágenes. Archie Shellman, con aspecto casi de aburrimiento, arroja por tierra a karatekas, boxeadores y luchadores con facilidad y eficacia. Archie Shellman permite que se le asesten fuertes golpes sin cambiar siquiera de expresión...
—¿Es tan corpulento como parece? Esa es la primera secuencia en que se ven otras personas.
—Sí. Un centenar de kilos y lo bastante alto como para resultar esbelto. Puede volcar un automóvil, derribar una puerta pesada de un puntapié y correr durante todo el día. Tiene una visión nocturna casi perfecta. Tiene también apegos...
—¿Y su mente?
—Toda tuya. Desarrollo de gratitud por el nuevo cuerpo recibido y el deseo fortalecido de usarlo en combate. Le hemos bloqueado la depresión, pero la respuesta maníaca está disponible si consideras que ha de serte útil. Se considera el más rudo e implacable de los bípedos...
—Quizá lo sea.
—Muy probable, y apreciaría la oportunidad de probarlo y demostrar su gratitud a la vez.
—Me pregunto si... De todos los ciborgs que me mostraste, éste por cierto, es el de más categoría. Tengo algunas fotografías del que debe ser su víctima. ¿Recomendarías sólo incitarlo al ataque o piensas que no estaría fuera de lugar algo de odio condicionado?
—Oh, un cierto grado de condicionamiento para que la acción se le convierta en deber. De ese modo no descansará hasta cometerla él personalmente. Ya conoces nuestro lema: "La sola eficacia no nos basta."
—Perfecto. No bien sepa dónde debo enviarlo, lo someteré a una prueba. Puede que aquí tengamos a un ganador.
—Este... no es que me incumba, claro, pero ¿qué hay de tan especial en el hombre que pretendes que persiga?
Sundoc sacudió la cabeza al alcanzarle a Cargado las fotografías de Red Dorakeen.
—Que me condenen si lo sé —dijo—. Hay alguien en algún lugar que sencillamente no lo quiere nada.
Uno
Después de haber pasado junto a una multitud de carruajes muy cargados, llegaron a una parte tranquila del camino.
—Bien, ninguno de vosotros capta ya señales ¿no es así?
—Ninguna desde aquí.
—No.
—Perfectamente. Puedo ahora dedicarme en paz a mantenerme con vida sobre una base más amplia. Esa es una de las razones por las que fui a verte, Mondy.
—Mis viejos brazos ya no son los que fueron, pero con mucho gusto estoy dispuesto a ayudarte.
—Lo que quiero en verdad es tu consejo. Todavía sigues siendo la más grande computadora de la destrucción de que tenga noticia. Pues bien, tú me conoces y yo conozco algo de la situación... Y puedo conseguir más datos si los necesitas. Lo primero que quiero es tu consejo acerca de la medida por adoptar.
—Serías más que bienvenido si aceptaras acompañarme a mi casa. Tendrías allí protección durante todo el tiempo que quisieras y te enseñaría a fabricar ollas.
—Gracias, pero no creo que eso me satisfaría de modo permanente. Me hace falta algo más de variedad.
—Ese hostal del atajo bizantino... ¿Cómo es que lo conoces?
Red rió entre dientes.
—Trafiqué mucho a lo largo de esa ruta. Y no fue poco lo que gané en ella además. Pero... Bueno, me gusta. Allí Manuel I es el emperador. De ordinario se encuentra fuera empeñado en alguna batalla, pero se las compuso para tener el tiempo de construir un lugar muy hermoso, un palacio llamado Blachernae, en la costa derecha del extremo del Cabo de Oro. Una asombrosa pieza arquitectónica y piedras preciosas que brillan incluso a la noche. Da magníficas recepciones en él y yo fui invitado unas pocas veces en calidad de mercader de gran categoría. Y la misma Constantinopla se encuentra en su apogeo. La literatura y la erudición florecen con esplendor. Es como si por un instante el Renacimiento estuviera tratando de surgir allí. El clima es benigno, las mujeres encantadoras, los...
—En otras palabras, el lugar te gusta.
—Supongo que eso es lo que estaba tratando de decir.
—Bien, si no quieres fabricar ollas conmigo ¿por qué no adquieres una mansión allí? Gozarías de variedad en un lugar que realmente te gusta...
Red guardó silencio por un momento. Buscó una cerilla y volvió a encender su cigarro. Luego:
—Es un bello sueño —dijo— y podría llevarlo a cabo durante algunos años. Luego me ganaría la inquietud y volvería al Camino. Lo sé.
—¿Por causa de lo que estás buscando, sea ello lo que fuere? —preguntó Flores.
—Sí... Supongo que sí. Pero lo pensé mucho... Aun si no estuviera buscando nada especial, aun entonces me ganaría la inquietud.
Inhaló el humo del cigarro.
—Entonces volvería al Camino y mi problema estaría todavía allí, esperándome —terminó.
—Ya viene el desvío.
—Sí, gracias, lo veo.
Hizo un giro y entró en el tributario del Camino. Dejó atrás varios vehículos y él mismo fue dejado atrás mientras avanzaba veloz.
—Eso excluye una opción.
—¿Cómo?
—Sencillamente no puedes abandonarlo todo y esconderte porque no te es posible permanecer escondido. El intervalo de tiempo que te mantuvieras apartado del Camino... aun cuando fuera prolongado, no significaría nada cuando volvieras a él.
—Es cierto.
—De modo que tu retiro del Camino no tendría otro objeto que trazar planes y armarte.
—También eso es cierto.
—O podrías volver al Camino, ocuparte de lo tuyo, permanecer alerta y tener esperanzas de salir ileso de todos los futuros atentados...
—Podría limitarme a adoptar esa medida.
—...teniendo en cuenta que cada uno de ellos estará a cargo de un acabado profesional en la materia y que tu enemigo puede permitirse contratar los servicios de individuos sin igual, virtualmente de cualquier parte.
—Esa idea me pasó por la mente. No obstante...
—O podrías escoger tú mismo el terreno de la batalla. Elegir algún lugar confortable y bien fortificado, hacer cundir la noticia de que te encuentras en él y esperar que te salgan al encuentro.
—Allí está el motel —anunció Red al divisar una gran estructura de piedra de varios pisos de altura, coronado decúpulas que resplandecían al sol. En el gran letrero del frente se leía SPIRO'S.
Pasó junto al establecimiento. Algo más adelante había un cruce de trébol que siguió para emerger por el otro lado de la ruta. Al disminuir la marcha y dirigirse hacia el edificio, el cielo se oscureció, se iluminó y volvió a oscurecerse más y más. Cuando entró en la playa y aparcó, reinaba una noche fresca y oscura. En alguna parte cantaba un grillo.
—¿Red? —dijo Mondamay mientras se dirigían a las puertas frontales.
—¿Sí?
—Toma dos cuartos ¿quieres?
—De acuerdo. ¿Motivo?
—Uno de ellos para Flores y para mí. Queremos estar solos... juntos.
—Oh. Claro. Así lo haré.
Entraron en la recepción con pisos de lajas donde dejó a Flores con Mondamay y se dirigió a la oficina de registro. Permaneció en ella varios minutos.
—Lamento que no estemos en el mismo piso —dijo mientras iban hacia las escaleras—. Pero vosotros estáis bajo el tercer balcón. Yo estoy arriba. Venid a mi cuarto por un rato. Quiero seguir con la conversación.
—Esa era también nuestra intención.
Dieron vueltas y más vueltas y las escaleras crujían bajo el paso de Mondamay.
Dos
Cuando no soñaban en sus cavernas, los grandes dragones de Bel'kwinith flotaban y giraban en las brisas de la mañana soñando el trazado de los caminos y el oro. Colaboradores atemporales del destino, paseaban su voluntad por paisajes de sueño y deseo...
—Patris —dijo la más joven—, dijiste que si cierto acontecimiento ocurría, podría entrar en su caverna y llevarme el tesoro que allí lo espera para sumarlo al mío.
El mayor abrió un ojo. Los minutos transcurrieron. Entonces:
—Lo dije —reconoció Patris.
Transcurrieron más minutos aún. Finalmente:
—No dices nada más, Chantris —declaró el mayor—. ¿Ha ocurrido?
—No, todavía no...
—Entonces ¿por qué molestarme?
—Porque siento que quizá ocurra muy pronto.
—¿Lo sientes?
—Parece probable.
—Probabilidades y cosas semejantes rara vez nos incumben. Conozco tu deseo y te digo que no puedes apoderarte todavía de su tesoro.
—Sí —dijo Chantris dejando a la vista muchos de sus dientes.
—Sí —repitió Patris en su lengua sibilante, y abrió el otro ojo—. Y acabas de hablar de más. Conoces mi voluntad y tratas de jugar con ella —Levantó la cabeza. La otra retrocedió—. ¿Pretendes desafiarme?
—No —dijo Chantris.
—...Con lo cual quieres decir "no todavía".
—No cometería la tontería de escoger este lugar y este momento.
—Con lo que demuestras juicio. Aunque dudo que te sirva de nada a la larga. Da cara al viento del Norte y vete.
—De cualquier manera, estaba por hacerlo, señor Patris. Y te pido que recuerdes que no nos hace falta Camino alguno. ¡Adiós!
—¡Detente, Chantris! ¡Si dañas las cadenas que has visto, si dañas a éste en su otra forma adoptada, habrás escogido tu momento y lugar!
Pero la otra ya había partido para buscar y detener al que volvería al viento, pero que todavía no lo sabía de cierto.
Patris revolvió los ojos. Tras ellos se movían los tiempos y los lugares. Encontró el canal de su deseo y ajustó la sintonía fina.
Uno
Red estaba sentado en la cama, Mondamay en el suelo y Flores se encontraba en la mesa entre ellos. El humo del cigarro se rizaba en el aire del cuarto. Red tomó un vaso ornamentado de la mesa y sorbió un vino oscuro.
—Muy bien. ¿Dónde estábamos? —preguntó desanudando los lazos de sus botas y dejándolas caer junto a la cama.
—Dijiste que no querías venir a casa conmigo y fabricar ollas —declaró Mondamay.
—Eso es cierto.
—...Y admitiste que te sería difícil abandonar el camino y mantenerte escondido indefinidamente.
—Sí.
—También concediste que permanecer en el Camino y dedicarte a lo tuyo podría resultar peligroso.
—Correcto.
—Entonces, la única medida que me parece viable es que tú adoptes la ofensiva. Que liquides a Chadwick antes de que él te liquide a ti.
—Hmm. —Red cerró los ojos—. Esa sería una variación interesante —dijo—. Pero se encuentra muy lejos de aquí y, por cierto, no sería fácil...
—¿Dónde está ahora?
—Según la última noticia que tuve de él, se había arraigado con bastante firmeza en el S Veintisiete. Es un hombre muy rico y poderoso.
—Pero ¿podrías encontrarlo?
—Sí.
—¿Conoces bien su época y su lugar? —preguntó Mondamay.
—Viví allí más de un año.
—Entonces, la medida por adoptar parece evidente: ve tras él.
—Supongo que tienes razón.
Red de pronto dejó el vaso, se puso de pie y comenzó a pasearse rápidamente.
—¡Supones! ¿Qué otra cosa queda por hacer?
—Sí, sí! —replicó Red desabrochándose la camisa y arrojándola sobre la cama—. Escucha, tendremos que terminar de hablar sobre esto mañana.
Se desabrochó el cinturón, se quitó los pantalones y los arrojó junto a la camisa. Luego reanudó su paseo.
—¡Red! —exclamó Flores con aspereza—. ¿Estás por sufrir otro de tus ataques?
—No lo sé. Me siento algo raro, eso es todo. Posiblemente. Es mejor que ahora os vayáis. Hablaremos mañana por la mañana.
—Creo que es mejor que nos quedemos —respondió Flores—. Me gustaría saber qué sucede y quizá...
—¡No! ¡Hablo en serio. Seguiremos la conversación más adelante! ¡Dejadme!
—Muy bien. Como tú digas. Vamos, Mondy.
Mondamay se levantó y recogió a Flores de la mesa.
—¿Hay algo que yo pueda hacer, que pueda traerte? —preguntó.
—No.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana.
Mondamay abandonó el cuarto. Al bajar las escaleras, le preguntó a Flores:
—¿De qué se trata? Lo conozco ya desde hace algún tiempo y nunca supe que sufriera alguna enfermedad... o forma de ataque. ¿Qué tiene?
—No tengo la menor idea. No los sufre muy a menudo, pero cuando los tiene, siempre se las compone para estar solo. Creo que padece ataques recurrentes de insania... alguna especie de comportamiento maníaco.
—¿De qué características?
—Ya sabrás a qué me refiero si echas un vistazo a su cuarto por la mañana. Va a tener que pagar una cuenta muy crecida aquí. Destrozará el lugar.
—¿No consultó nunca a un médico al respecto?
—No que yo sepa.
—Los debe haber muy buenos en los Ss superiores.
—Es verdad. Pero no los consultará. Por la mañana estará restablecido... algo cansado, quizá, y puede incluso que se presente algún cambio de personalidad. Pero estará bien.
—¿Qué clase de cambio de personalidad?
—Es difícil de explicar. Ya lo verás.
—Aquí está nuestro cuarto. ¿Estás segura de que quieres hacer la prueba?
—Te lo responderé adentro.
Dos
En el cuarto con paredes forradas de cuero marroquí como libros lujosamente encuadernados, Chadwick y el conde Donatien Alphonse Frangois, marqués de Sade, sentados en sillas de respaldo alto, jugaban al ajedrez sobre una mesa de cambista del S Quince. De pie, Chadwick medía un metro noventa. De pie o sentado, pesaba ciento veinte kilos. Su cabello era un casco de pálidos rizos sobre una frente baja; tenía los ojos grises y oscuras ojeras azulinas; venillas rotas le cruzaban la nariz y le subrayaban las mejillas como telas brillantes. El cuello era grueso, los hombros anchos; sus dedos como chorizos eran firmes y diestros cuando quitaron el peón del contrincante del tablero y pusieron en su reemplazo su propio alfil.
Se volvió hacia la derecha donde una mesita celeste que contenía un posavasos circular lleno de diversos aperitivos, giraba. Fue probando en sucesión uno anaranjado, uno verde y uno oro pálido casi a compás de una música de cuernos y violines. Al devolver los vasos a su lugar, volvían a llenarse instantáneamente.
Se desperezó y contempló a su compañero que, a su vez, se concentraba en su propio tiovivo de bebidas.
—Su habilidad en el juego mejora —dijo— o la mía se deteriora. No sé qué será lo cierto.
Su huésped sorbió sucesivamente un licor rojo brillante y claro, otro ámbar y, de nuevo, el rojo.
—A la luz de lo que usted viene haciendo por mí —contestó—, nunca podría reconocer la segunda alternativa.
Chadwick sonrió y por un momento hizo aletear su mano izquierda con la palma hacia arriba.
—Trato de que en mis talleres literarios enseñe gente interesante —dijo—. Cuando uno de ellos además, resulta una compañía tan agradable, el intento se compensa con creces.
El marqués le devolvió la sonrisa.
—Por cierto, considero las presentes circunstancias incontestablemente superiores a aquellas de las cuales me rescató usted el mes pasado, y debo confesar que me gustaría prolongar la ausencia de mi propio milieu durante tanto tiempo como sea posible, preferentemente, por tiempo indefinido.
Chadwick asintió.
—Considero sus puntos de vista tan interesantes, que me sería difícil separarme de usted.
—...Y estoy subyugado por el desarrollo alcanzado por las letras desde mi propio tiempo. Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Verlaine... ¡Y Artaud, ese hombre maravilloso! Por supuesto, previ que todo esto se produciría.
—No me cabe duda.
—Particularmente a Artaud, en realidad.
—Podría haberlo adivinado.
—Su exigencia de un teatro de la crueldad... ¡Qué cosa tan magnífica y noble!
—Sí. Es algo sumamente meritorio.
—¡Los gritos, el súbito terror! Yo...
El marqués sacó un pañuelo de seda de la manga y se enjugó con él la frente. Esbozó una débil sonrisa.
—Padezco mis súbitos entusiasmos —declaró.
Chadwick emitió una risita.
—...Como el juego en el que está usted empeñado... esa, esa década negra. Me recuerda las maravillosas planchas de Jan Luyken que me mostró hace unas noches. Sus descripciones hacen que casi participe en él...
—Es ya tiempo de informarme sobre el proceso —observó Chadwick—. Veamos cómo van las cosas.
Se puso de pie y avanzó por el piso cubierto de pieles aproximándose a una esfinge de mármol negro a la izquierda del hogar que ardía sin fuego. Deteniéndose frente a ella, musitó unas pocas palabras, y la esfinge sacó una larga lengua de papel. La arrancó y volvió con ella a su asiento, donde la sostuvo ante él como si fuera un rollo de pergamino, con el ceño fruncido, y fue desenrollándola muy lentamente.
Cogió un vaso que contenía un dedo de bourbon de Kentucky puro, lo vació y volvió a ponerlo en el posavasos.
—El viejo Red superó la primera prueba —dijo—. Mató al hombre que le enviamos. Eso no era inesperado. Fue un esfuerzo bastante crudo. Sólo para ponerlo al corriente, por así decir.
—Una pregunta...
—¿Sí?
—¿Definitivamente quería usted que la presa tuviera conciencia que el juego había comenzado?
—Pues claro. Eso lo hará sudar mucho más.
—Entiendo. ¿Luego qué sucedió?
—Se comenzó la acción en serio. Se colocó un aparato de rastreo en su vehículo y se le tendieron trampas en múltiples lugares por los cuales quizá pasara. Pero el registro se vuelve confuso a esta altura. Por cierto pasó por una de las zonas de emboscada donde uno de los mejores asesinos, un hombre en quien tenía grandes esperanzas, tenía un plan al parecer excelente para concluir la cosa. No resulta claro lo que ocurrió allí. Pero el asesino desapareció. Nuestros investigadores se enteraron de que hubo cierto altercado, pero el posadero en cuyo terreno se produjo ni siquiera sabe cuál fue su naturaleza exacta; y Red se fue después de quitar el aparato de rastreo y dejarlo atrás.
El marqués sonrió.
—Y de ese modo también fracasó el segundo golpe. Eso vuelve el juego más interesante ¿no es así?
—Quizás. Aunque no habría tenido inconveniente en que terminara allí. El tercero me preocupa, sin embargo. Como intento debe apuntárselo en mi contra, pues hice registrar a la asesina en la Junta de Juegos... aunque parece que nunca se llevó a cabo.
—¿Qué intento fué ese?
—El de la mujer de manos mortales con esa costumbre que a usted le pareció tan deliciosa. Sencillamente se desvaneció. Se fue con un nuevo compañero y nunca más volvió. Mi enviado la esperó varios días. Nada. Le haré saber que abandone esa fase de las operaciones y a ella la excluiré de la lista.
—Es una lástima. No habría que perder a una criatura de semejante temperamento. Pero, dígame, cuando dice "varios días" ¿de qué modo los mide si no tiene certeza de dónde (o debería decir cuándo) se ha ido?
Chadwick sacudió la cabeza.
—Son días "a la deriva" —explicó—. Mi enviado se encuentra en un punto fijo del Camino. Un día allí corresponde al pasaje de un día en la mayor parte de las salidas. Si hubiera de permanecer diez días allí y luego deseara volver al punto de salida de diez días antes, tendría que descender por el camino y coger una salida distinta.
—Entonces ¿las salidas mismas están sujetas a la deriva?
—Sí, ese sería un modo de considerar la cuestión. Pero parece haber un número infinito de ellas que avanza. Periódicamente cambiamos las señales, pero la mayor parte de los viajeros que se embarcan en largas jornadas más que en breves trayectos locales, llevan consigo pequeñas computadoras... esas máquinas de pensar acerca de las cuales le hablé, para seguir el rastro en asuntos tales.
—¿De modo que podría devolverme a mi propia edad un tiempo antes o después o exactamente en el mismo en que me rescató?
—Sí, cualquiera de esas posibilidades podría disponerse sin dificultad. ¿Tiene alguna preferencia?
—En realidad me gustaría aprender a operar uno de esos vehículos... y una de esas computadoras. De ese modo ¿podría viajar solo? ¿Podría volver aquí desde alguna otra época?
—Una vez que se ha viajado por el Camino, parece producirse una especie de alteración física que permite orientarse una y otra vez —admitió Chadwick—. Pero tendré que pensarlo. No estoy dispuesto a sacrificar tan buena compañía a sus caprichos excursionistas o su deseo de asesinar a su abuelo.
El marqués rió sin emitir sonido.
—Tampoco soy yo un huésped desagradecido, se lo aseguro. Pero una vez que haya aprendido a manejar la deriva, podría hacer todas las excursiones que se me antojaran y volver a este momento poco más o menos ¿no es así?
—Preferiría discutir esa cuestión más tarde. ¿La dejamos estar así?
El marqués sonrió y bebió un trago de ajenjo.
—Por ahora —dijo. Y luego—: ¿De modo que su presa se ha vuelto invisible por el momento?
—Se había vuelto invisible, en efecto, hasta que tontamente delató su posición en el S Doce aproximadamente al apostar por sí mismo. Quizá no tiene conocimiento de que el registro de las apuestas en esta especie de asunto se ha centralizado recientemente. Claro que, por otra parte, podría tratarse de una trampa.
—¿Y usted qué va a hacer?
—Responderé, naturalmente. Si ello significa el sacrificio de otro asesino, sea. Puedo permitírmelo a esta altura, y me es preciso descubrir si se ha descuidado o si tiene en mente algo especial.
—¿Qué agente empleará en esta ocasión?
—Siento que tiene que ser uno muy fuerte. Quizá Max, ese cerebro del S Veinticuatro en un vehículo blindado. O aun Timyin Tin... aunque prefería mantenerlo en reserva si todos los demás fracasaran. Lo mejor sería esta vez asestar un golpe muy fuerte. Quizás Archie. Sí...
—Me gustaría...
—¿Qué?
—Me gustaría que nos fuera posible volver atrás y presenciar el acontecimiento. ¿No tiene deseo de ver humillado a su enemigo?
—Recibiré, por supuesto, un informe completo con fotografías.
—Con todo...
—Sí, comprendo su punto de vista. Naturalmente se me había ocurrido. Pero no tengo modo de saber cuál ha de ser el golpe que rinda sus frutos. Mi intención es sencillamente esperar hasta que el acontecimiento haya tenido lugar y entonces volver a presenciarlo. Localizaré algún camino colateral. Terminaré por llegar a verlo. Sólo que primero quiero asegurarme de que haya ocurrido. De hecho, tengo intención de presenciarlo muchas, muchas veces.
—Suena bastante complicado. Me sentiría dichoso de volver atrás y ser su testigo personal la primera vez que se produzca.
—Quizás algo pueda arreglarse... más tarde.
—Pero más tarde puede ser demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde. En este momento tenemos que completar una partida de ajedrez y luego hay unos manuscritos que quiero que revise.
El marqués suspiró.
—Sabe realmente cómo herir a un hombre.
Chadwick esbozó una sonrisa y encendió un tubo anaranjado. Una tortuga con la caparazón incrustada de oro y piedras preciosas andaba errante por los alrededores. Él se inclinó y le acarició la cabeza.
—Un momento para cada cosa y cada cosa en su momento —dijo.
Uno
Red había encargado bandejas de comida —grandes trozos de carne vacuna y puercos enteros— y estaba sentado atragantándose y balanceándose; de vez en cuando se ponía de pie y se paseaba, se detenía y jadeaba junto a la ventana enrejada. La noche estaba fresca. La luna, que todavía no se había remontado, empalidecía al oriente. Se enjugó la boca con el dorso de la mano y emitió extraños sonidos con la garganta.
Durante medio minuto se presionó los ojos con la palma de las manos. Luego se las miró fijamente un tiempo prolongado. La luz parecía volverse más brillante, pero él sabía que no era así. Se arrancó el resto de ropas que le quedaban y volvió a concentrarse en la comida deteniéndose sólo para enjugarse el sudor que le impedía la visión.
Las luces comenzaron a bailar. La realidad parecía presentarse y ausentarse en sucesivos fulgores coloreados. El calor era abrumador...
Sintió que el cambio comenzaba.
Volvió a echarse en la cama y permaneció inmóvil aguardando.
Llegó un sonido como el del viento en un trigal y todo parecía estar dando vueltas.
Dos
Se acercó a la base de la torre, oscuro, más oscuro que la noche misma iluminada por la luna, silencioso.
Durante largos segundos se quedó mirando hacia arriba con fijeza. Luego tendió la mano y tocó el muro. Retiró las manos, cerró los puños, hizo con ellos un movimiento de bombeo. Surgieron las garras.
Sin otro ruido que el de las uñas en la pared, comenzó a trepar, sombra sobre sombra, deslizándose hacia arriba por la superficie del edificio. Su respiración no era tensa. Por debajo de la oscuridad, no había expresión en su cara. Este era el lugar. El automóvil que lo había traído estaba aparcado en la playa abajo. No había la menor prisa. La noche era joven. El conductor esperaría.
Evitó las ventanas, aunque la mayor parte de ellas estaba ya a oscuras. Hizo una pausa bajo el balcón del primer tramo elevado mientras escuchaba.
Nada.
Levantó la cabeza y examinó la zona.
Vacío.
Siguió trepando hacia la izquierda; un viento ligero lo acariciaba a su avance. Un pájaro asustado emitió un único graznido y abandonó su nido desvaneciéndose en la noche a sus espaldas.
Al llegar al segundo tramo disminuyó la velocidad de su marcha y repitió la operación. Había estudiado un mapa de la torre; conocía la localización de los cuartos; también sabía que las ventanas estaban enrejadas. Sería más sencillo y más rápido abrir la puerta de un solo puntapié y entrar tan sorpresivamente como fuera posible...
Se detuvo para escuchar por debajo del tercer tramo, se movió para observarlo y luego se irguió y pasó por sobre la barandilla. Al hacerlo una figura surgió del pozo de la escalera a su derecha, inhaló el humo de un cigarrillo recién encendido, lo dejó caer y lo pisó. Agazapado como un búho sobre la barandilla vio que la pequeña figura ahora inmóvil también lo observaba. Un solo brinco, un solo movimiento de sus manos y todo habría acabado...
—Buenas noches, Archie —dijo una voz con suavidad.
Se abstuvo. Colocó la mano derecha sobre la barandilla a su lado.
—No creo haber tenido el placer —respondió su ronca voz.
—Es cierto, nunca nos conocimos. Sin embargo he visto tu fotografía junto con varias otras de nuestros colegas. Pensé que quizá tú habrías visto la mía en circunstancias algo parecidas.
Una cerilla relumbró. Archie miró la cara.
—Me es familiar, sí —declaró—. El nombre, sin embargo, se me escapa.
—Me llamo Timyin Tin.
—Vaya, entiendo que nos encontramos aquí con el mismo propósito. Ya puedes irte. No necesito ayuda.
—No nos encontramos aquí con el mismo propósito.
—No comprendo.
—Considero que esta tarea me pertenece. Tu presencia, aunque no sea tu culpa, me ofende. Por tanto, te pido que te vayas y dejes este asunto en mis manos.
Archie rió en silencio.
—No tiene sentido discutir quién ha de matarlo.
—Me alegro de que pienses así. Te deseo las buenas noches entonces y con eso se termina la cuestión.
—No es eso lo que quise decir.
—¿Qué quieres decir entonces?
—Tengo mis órdenes. He sido condicionado para odiar a ese hombre. No, la tarea me pertenece. Vete tú. Será llevada a cabo.
—No puedo irme ¡ay! Es para mí una cuestión de honor.
—¿Crees que eres el único en abrigar esos sentimientos?
—Ya no.
Archie se movió ligeramente sobre la barandilla. Timyin Tin se volvió hacia la derecha.
—¿No deseas poner fin a esto?
—No. Tampoco tú ¿no es así?
—Es cierto.
Archie flexionó los dedos aprontando sus garras.
—Entonces es demasiado tarde para ti —dijo y brincó hacia adelante.
Timyin Tin retrocedió y se volvió flexionando las rodillas, manos abiertas, dedos extendidos, palmas enfrentadas hacia adelante en el nivel de los hombros. Archie giró, mano derecha cruzada sobre el pecho, dedos curvados hacia fuera, pulgar levantado, mano izquierda extendida, el peso sobre la pierna izquierda, pierna derecha flexionada. Timyin Tin se volvió hacia un costado, mano derecha en la vecindad del hombro izquierdo, la izquierda cruzada por sobre el cuerpo y trasladada hacia adelante, dedos en una nueva posición.
Archie amagó un golpe con el pie, cortó dos veces el aire con la mano derecha y asumió inmediatamente una posición defensiva con los brazos cruzados. Timyin Tin había retrocedido, brazos paralelos y extendidos hacia adelante, con las manos en un movimiento de rotación. Archie se había quedado corto en la evaluación de su contrincante y había errado sus golpes. Ahora asumió una nueva posición: cabeza hacia atrás, brazos levantados, pierna derecha extendida. Timyin Tin formó un cesto con los brazos por delante y se inclinó ligeramente hacia adelante girando.
—Esta vez casi me atrapas —dijo Archie.
El hombrecito sonrió al tiempo que los dedos de la mano izquierda asumían una nueva configuración y el hombro descendía dos centímetros y medio. Archie cambió de prisa la posición del brazo izquierdo y movió los pies para lograr un nuevo estado de equilibrio.
Timyin Tin se abanicó la cara lentamente con la mano derecha mientras bajaba la izquierda con los dedos curvados hacia arriba. Archie dio un salto mortal hacia atrás y avanzó asestando un golpe con el pie. Timyin Tin paró el puntapié con un movimiento hacia arriba del brazo izquierdo que hizo hacer al hombrón una voltereta en el aire que él prolongó voluntariamente hasta quedar fuera de tiro y asumir una posición agazapada de defensa que abandonó luego moviendo las manos de prisa. Trazó luego un círculo hacia la izquierda pasando por docenas de posiciones con una velocidad enceguecedora. El cuerpo de Timyin Tin lo siguió fluidamente; sus manos parecían moverse con mas lentitud, pero siempre asumían la actitud adecuada.
Finalmente Archie hizo una pausa y quedó inmóvil enfrentándolo. También Timyin Tin se detuvo frente a Archie, que hizo un único movimiento con la mano derecha. Timyin Tin se lo devolvió como un espejo. Durante medio minuto permanecieron perfectamente inmóviles. Entonces Archie volvió a mover la mano derecha. Timyin Tin movió la mano izquierda. Se observaron mutuamente durante medio minuto más; luego Archie volvió la cabeza. Timyin Tin se tocó la nariz. Una expresión de desconcierto apareció en la cara de Archie. Luego se inclinó lentamente y apoyó la palma de la mano izquierda sobre el suelo. Timyin Tin hizo girar la mano izquierda, palma hacia arriba, y la llevó tres centímetros hacia adelante. Archie hizo aletear sus orejas y preguntó:
—¿Cuál es el sonido de una mano que aplaude?
—Una mariposa.
Archie se irguió y dio un paso adelante. Los ojos de Timyin Tin se estrecharon. Permanecieron en esta posición un minuto entero.
Timyin Tin dio rápidamente dos pasos a la izquierda y lanzó un puntapié al aire. Retorciendo el cuerpo y echándose hacia atrás, Archie evitó por una fracción de segundo la adopción de una posición que habría convertido su mandíbula en blanco del puntapié. Con ambos brazos extendidos, garras en plena flexión, giró dos veces recobrando al mismo tiempo el equilibrio. Por entonces Timyin Tin había dado dos pasos adicionales hacia la izquierda.
El sudor bañaba la frente de Archie cuando se inclinó hacia adelante e inició un amplio movimiento en círculo alrededor del hombrecito; con las garras curvadas, arañaba ligeramente el aire.
Timyin Tin se volvía lentamente para seguirlo; su mano derecha parecía colgar exánime en el nivel del hombro. Cuando Archie estuvo a punto de saltar, hizo una reverencia muy baja. Archie se abstuvo e hizo una pausa.
—Por cierto, ha sido un placer —observó.
—También para mí —respondió Timyin Tin.
—Parece que flores blancas cayeran sobre mi mortaja. Tus manos están tan pálidas.
—Para abandonar el mundo en primavera con flores como cortejo de honor debe reinar la paz.
Timyin Tin se irguió lentamente. Archie comenzó a trazar con la mano izquierda la lenta figura de un ocho, haciéndola avanzar de manera gradual. Puso en tensión la derecha.
Timyin Tin dio súbitamente dos pasos hacia la izquierda. Archie se movió como si fuera a trazar un círculo en la dirección de las agujas del reloj y, cuando el otro comenzó a girar, lo siguió de prisa. Una brisa fresca los bañó a ambos cuando Archie comenzó a lanzar un puntapié con la pierna izquierda, pero lo pensó mejor, trasladó su peso y atacó con la pierna derecha. Timyin Tin extendió ambas manos con las palmas hacia abajo y luego, lentamente, empezó a bajar la derecha. Archie movió la cabeza en un lento círculo. Luego sus hombros iniciaron un contramovimiento. Sus manos trazaron dibujos una en torno de la otra avanzando, retrocediendo, atacando...
Timyin Tin se inclinó hacia la derecha y luego hacia la izquierda mientras se mano derecha todavía seguía descendiendo con extrema lentitud. Volvió a inclinarse hacia la izquierda...
—¿Cuál es el color del trueno? —le preguntó Archie... Luego hacia la derecha, la mano todavía en descenso.
Archie lanzó otro puntapié y luego embistió, garras extendidas; sus manos describían amplios semicírculos una en torno de la otra.
Timyin Tin echó atrás la cabeza sobre el hombro mientras su pierna izquierda se dirigía igualmente hacia atrás. Su cuerpo se volvió de lado mientras su mano izquierda se convertía en una V que cogió a Archie por debajo de la axila izquierda. Su mano derecha ascendió hacia la entrepierna del otro. Sólo por un instante sintió su peso mientras se volvía a la izquierda. Luego Archie desapareció en la noche por sobre la barandilla.
—Contemplad —contestó Timyin Tin.
Varias veces le latió el corazón se quedó contemplando la noche. Luego volvió a hacer una reverencia.
De una costura exterior de la pierna derecha del pantalón, extrajo un tubo del diámetro de un lápiz. Por un momento lo sopesó en la mano y luego apuntó con él al cielo. Apretó un botón en uno de sus lados y de su extremo surgió un delgado rayo rojo.
Con un movimiento de la muñeca, dirigió el rayo hacia la barandilla. Rebanó una delgada línea a través de diez centímetros de piedra. Lo apagó y se dirigió al lugar donde había trazado la incisión. Pasando el pulgar a lo largo de la ranura, miró hacia abajo por sobre la barandilla por primera vez. Hizo una señal de asentimiento y se apartó volviendo a guardar el tubo en su bolsillo.
Se dirigió en silencio hacia las escaleras. Miró hacia arriba y por un momento su visión vaciló, pues el oscuro interior del pozo de la escalera le recordó un frío corredor de piedra de un edificio con el que otrora estuvo familiarizado.
Subió las escaleras lentamente manteniéndose junto al muro de la izquierda. Pasó por delante de una puerta y se trasladó hacia la siguiente.
Cuando hubo llegado a la puerta indicada, se detuvo. Por debajo de ella todavía brillaba una luz pálida. Tenía el tubo en la mano, pero aún se mantuvo inmóvil escuchando. Dentro había un ligero movimiento suave, el crujido de un mueble, silencio.
Levantó el arma y apuntó con ella cerca de la jamba, donde debía estar la barra. Luego se detuvo otra vez y la bajó. Se movió hacia adelante. Suave, muy suavemente, con extremada lentitud probó la puerta. No estaba cerrada con llave.
Dio un paso a un lado. Volvió a levantar el arma y la abrió de un empujón.
Se dejó caer de rodillas. El tubo se le cayó de las manos.
—No lo sabía —dijo.
Se inclinó hasta tocar el piso con la frente.
Uno
Mientras pagaba la cuenta y daba satisfacción por los daños en su cuarto, Red fue abordado por el receptor de apuestas, un hombrecito de turbante que despedía un aroma exótico.
—Felicitaciones, señor Dorakeen —dijo—. ¡Vaya, qué buen aspecto tiene esta mañana!
—Ocasionalmente lo tengo —contestó Red volviéndose—. Rara vez recibe atención especial, sin embargo.
—Quiero decir, felicitaciones por su ganancia.
—¿Cómo? ¿Aposté algo?
—Sí. Apostó por usted mismo en el próximo movimiento pasado de la década negra, Chadwick contra Dorakeen. ¿No lo recuerda?
—¡Ay! —Se masajeó el puente de la nariz—. Sí, empiezo a recordar. Perdóneme, me encuentro todavía algo confuso por lo de ayer. ¡Qué idiotez haber...! Espere un minuto. Si gané, significa que anoche hubo un atentado fracasado contra mi vida.
—Así parece. Se recibió la noticia de que usted había salido ganador. ¿Quiere dinero en efectivo o lo acredito en su cuenta?
—Acredítemelo en mi cuenta. ¿De modo que no hubo detalles particulares?
—Ninguno. —El hombre exhibió un documento—. Si firma aquí, le daré un recibo y su ganancia será depositada.
Red garrapateo su firma.
—¿No hubo perturbaciones en la vecindad que pudieran tener relación con esto?
—Sólo los daños que, según tengo entendido, ocurrieron en su cuarto.
Sacudió la cabeza.
—Lo dudo. No hubo... restos.
—¿Querría hacer una apuesta sobre el quinto movimiento?
—¿Quinto? Sólo hubo tres contando el que acaba de pagarme.
—El registro señala que ha sobrevivido a cuatro atentados.
—Temo que no entiendo, y no voy a confundir todavía más las cosas con una nueva apuesta.
El receptor se encogió de hombros.
—Como guste.
Red cargó la mochila y se alejó. Apareció Mondamay llevando a Flores consigo.
—Sí, realmente fue estúpido —declaró Flores mientras se acercaban a la puerta—. ¡Hacer una apuesta!
—Acabo de admitirlo; claro que la persona que era yo ayer tenía un problema.
—Pues heredaste una parte nada desdeñable de él. Chadwick tuvo literalmente todo el tiempo del mundo para centrar su puntería sobre ti. ¿Crees que podremos cruzar la playa de aparcamiento?
Mondamay hizo coincidir sus circuitos con los de Flores.
Por cierto hoy tiene un aspecto algo diferente, dijo, pero ¿a qué se refiere cuando dice no ser el mismo que ayer?
No he estado con él lo bastante como para hacer observaciones que me permitan comprender el fenómeno, fue la contestación. Pero desde que lo conozco tuvo tres ataques semejantes y, en cada ocasión, al recobrarse, luce varios años más joven y actúa como si fuera alguien diferente.
Advertí que parecía más joven cuando lo vi en el S Once, pero no sabía de cierto a qué punto de su vida había llegado. Siempre había sido mayor cuando me visitaba en el pasado. ¿De qué edad?
Pasados los cincuenta, diría yo. Quizás esté tomando algún medicamento para rejuvenecer que le suministren más arriba en el Camino.
Carezco de programas suficientes sobre farmacología como para saber si un tal tratamiento podría producir como efecto colateral los ataques que padece en términos de una fase maníaca seguida de un cambio de personalidad.
—No creo que permanecer aquí sea menos peligroso que partir —contestó Red.
Háblame de los cambios de personalidad, dijo Mondamay. ¿Consisten en una irracionalidad temporaria o algo así? Me pareció algo cambiado desde nuestro último encuentro, pero no lo observé lo bastante esta vez como para llegar a alguna conclusión.
Parecen estables cada vez: un aspecto más juvenil, un mayor entusiasmo... Se muestra menos conservador, más dispuesto a correr riesgos, algo más veloz en las respuestas (mentales y físicas) y, quizás, un poco más cruel, arrogante, audaz... "Arrojado" es quizá la palabra adecuada.
Entonces ¿cabe la posibilidad de que esté por hacer algo... arrojado?
Creo que sí.
—Yo iré en busca del coche delante de ti, Red —declaró Mondamay adelantándose hacia la puerta de la recepción.
—No es necesario.
—De cualquier manera...
—De acuerdo.
—¿Dónde vamos? —preguntó Flores al salir al encuentro de una mañana soleada.
—Camino arriba.
—¿Para atacar a Chadwick?
—Probablemente.
—¿Al S Veintisiete? Es todo un recorrido.
—Sí.
No había nadie alrededor cuando fueron hacia el vehículo y entraron en él.
—Revisaré todos los sistemas antes del encendido —anunció Flores después de haber sido depositada en su nicho.
—Adelante.
—Red, tienes buen aspecto esta mañana —declaró Mondamay—, pero ¿cómo te sientes realmente? Oí sin querer que no recuerdas con claridad lo que hiciste ayer. ¿No crees que tendríamos que buscar algún lugar apartado del Camino donde pudieras descansar?
—¿Descansar? ¡Diablos, no! Me siento perfectamente.
—Quiero decir mentalmente, emocionalmente. Si la memoria te falla...
—No tiene importancia, no tiene importancia. No te preocupes. Siempre me siento algo confuso después de un ataque.
—¿En qué consisten esos ataques?
—No lo sé. No me es posible recordarlo.
—¿Qué los ocasiona?
Red se encogió de hombros.
—Vaya uno a saber.
—¿Se presentan en algún momento especial? ¿Siguen alguna secuencia?
—Nunca me fue posible discernir nada al respecto.
—¿Consultaste alguna vez a un médico?
—No.
—¿Por qué no?
—No quiero que me curen. Mi estado mejora cada vez que padezco un ataque. Despierto recordando cosas de las que me había olvidado; gozo siempre de una nueva perspectiva...
—Un momento. Me pareció que dijiste que tu memoria sufría una mengua en cada ocasión.
—En lo que a lo inmediato se refiere, así es. Pero en cuento al resto, gano terreno.
—Todos los sistemas en orden —anunció Flores.
—Perfectamente.
Red puso en marcha el motor y se dirigió a la salida.
—Me has confundido todavía más —declaró Mondamay en el momento en que evitaban a un individuo andrajoso vestido con la túnica de los cruzados, ganaban la autopista y pasaban junto a un viejo vehículo conducido por un joven que entraba en la playa de aparcamiento—. ¿Qué quieres decir con "en cuanto al resto"? ¿Qué recuerdas? ¿Tienes alguna idea sobre la naturaleza del proceso por el que atraviesas?
Red suspiró. Tomó un cigarro y lo mordió, pero sin encenderlo.
—Pues bien, recuerdo haber sido un viejo —comenzó—. Muy viejo... Caminaba por una tierra baldía y rocosa. Era casi de mañana y había niebla. Los pies me sangraban. Llevaba un cayado y andaba apoyado en él.
Trasladó el cigarro de una de las comisuras de los labios a la otra y miró por la ventanilla.
—Eso es todo —dijo.
—¿Todo? Eso no puede ser todo —irrumpió Flores—. ¿Estás tratando de insinuar que creciste hacia atrás para llegar a ser lo que eres, que por cierto yo desconozco? ¿Que comenzaste en la ancianidad?
—Eso es lo que acabo de decir. Sí —contestó Red fastidiado.
—Cuidado con la curva. ¿Quieres decir que no recuerdas nada en absoluto antes de ser el viejo que andaba por una tierra baldía? ¿O...? ¿Qué fue lo que recuperaste esta vez?
—Nada racional. Sólo unos sueños delirantes con formas que se movían alrededor de mí en la niebla y miedo y otras cosas por el estilo. Yo seguí adelante.
—¿Sabes dónde ibas?
—No.
—¿Te encontrabas solo?
—En un principio.
—¿En un principio?
—A cierta altura del camino tuve compañía. No recuerdo bien las circunstancias, pero había una anciana. Nos ayudábamos mutuamente en los lugares espinosos: Leila.
—Había una Leila contigo en una ocasión en que me visitaste años atrás. Pero no era una anciana...
—Esa misma. Nuestros caminos se han separado y vuelto a unir muchas veces, pero ella, al igual que yo, está sometida a un tiempo reversible.
—¿No tuvo ella intervención en tus relaciones con Chadwick?
—No, pero lo conocía.
—¿Tiene idea alguno de vosotros dos a dónde os dirigís con esa orientación del tiempo tan extraña?
—Ella parece creer que esta es sólo una fase de un ciclo vital más amplio.
—¿Y tú no lo crees así?
—Quizá lo sea. No sé.
—¿Sabe Chadwick todo esto de ti?
—Sí.
—¿Es posible que sepa más al respecto que tú mismo?
Red sacudió la cabeza.
—No hay cómo averiguarlo. Supongo que cualquier cosa es posible.
—¿Por qué razón te detesta tanto?
—Se quejaba de que mi partida arruinaba un buen trato comercial.
—¿Era cierto?
—Supongo que sí. Pero había cambiado la naturaleza de la empresa y ya no me resultaba tan interesante. De modo que eché a perder las operaciones y me fui.
—¿Pero él sigue siendo un nombre rico?
—Sumamente rico.
—Pues entonces sospecho que los motivos no son exclusivamente económicos. Quizá celos de tu creciente bienestar.
—Posiblemente, pero nada se resuelve con eso. Son sus objetivos lo que me preocupa, no sus motivos.
—Simplemente estoy tratando de comprender al enemigo, Red.
—Lo sé. Pero no hay mucho más que pueda decirte.
Se zambulló en el pasaje subterráneo y giró hacia la izquierda para ascender por la rampa de acceso. Una sombra que cubría el vehículo no desapareció cuando salieron ala luz.
—Tu cuarto estaba hecho un estropicio esta mañana —observó Mondamay.
—Sí, así es. Es lo que siempre ocurre.
—¿Y ese dibujo que parecía un carácter chino trazado a fuego en la pared? ¿Suele ése ser el aditamento acostumbrado?
—No. Eso sólo era... un carácter chino. Significaba "buena suerte".
—¿Cómo explicas su presencia?
—De ninguna manera. No me es posible. Fue algo extraño.
Mondamay emitió un sonido quebrado de tono sumamente alto.
—¿Qué es lo que te hace gracia?
—Recuerdo algunos libros que una vez dejaste... con ilustraciones que tuviste que explicarme.
—Me temo que...
—Figuras con leyendas.
Red volvió a encender el cigarro.
—No le veo la gracia —dijo.
La extraña sombra se adhería a la caja del camión, Mondamay silbó otra vez, Flores comenzó a cantar.
Dos
Randy observaba el sístole y el diástole del pulso del día; cada latido iba haciéndose más prolongado hasta que una mañana fría y lluviosa los rodeó al entrar en una gasolinera. Arces dorados y rojos dejaban caer sus hojas junto a los edificios cubiertos de escarcha. Se acercaron a una bomba de combustible.
—Esto es una locura —dijo—. Es verano, no otoño.
—Aquí es otoño, Randy, y si estuvieras dispuesto a coger la próxima salida y te dirigieras hacia el Sur, quizá te heriría una bala del Ejército de la Confederación... o del Ejército de la Unión, de acuerdo, por supuesto, de qué lado te colocaras.
—¿No estás bromeando?
—No.
—Me lo temía. Desdichadamente, estoy empezando a creerte. Pero ¿qué le impide a Lee avanzar a lo largo del borde de la carretera y tomar Washington? Es decir, el Washington de Coolidge. ¿O el de Eisenhower? ¿O el de Jackson?
—Tú mismo ¿llegaste alguna vez al Camino? ¿U oíste de alguien que lo hiciera?
—No.
—Sólo ciertas personas o máquinas pueden encontrarlo y viajar por él. No sé por qué. El Camino es algo orgánico. Esto forma parte de su naturaleza y de la de los que lo recorren.
—¿Y si yo no hubiera sido uno de ellos?
—Yo podría haberte traído de cualquier manera. Mucho depende del guía.
—Entonces no tengo modo de saber todavía si podría haber viajado por él solo.
—No.
—Supón que uno de los oficiales de Lee estuviera enterado de él y fuera capaz de recorrerlo. ¿Qué sucedería entonces?
—Los que lo conocen tienden a guardarlo para sí, como ya lo advertirás. Pero, aun así, supón que pudiera hacerlo. Supón que cogieras la próxima salida, como antes te lo sugerí, y te dirigieras hacia el Sur. Supón que te tropezaras con Stonewall Jackson.
—Lo supongo todo.
—...Y que luego dieras la vuelta y regresaras. Advertirías una bifurcación en el Camino donde antes no la había habido, venida de algún lugar lejano, otro sendero que se une al tuyo para formar la ruta del regreso. Luego al volver hacia aquí, podrías coger el ramal que lleva al lugar donde se produjo el incidente, o el otro, el que lleva al lugar donde no se produjo. El primero podría resultar un camino muy malo y probablemente desaparecería por haber quedado mucho tiempo en desuso. Por otra parte, si se lo frecuentara lo bastante, el otro podría ser el que se desvaneciera. Esto es improbable, pero si ocurriera, te sería cada vez más difícil localizar las varias rutas posteriores (Ss atrás Camino arriba) y habría otras nuevas algo distintas de las conocidas por ti. Posiblemente te perderías por algún camino lateral y jamás llegarías al punto de partida.
—Pero quedarían huellas de las rutas caídas en desuso.
—En teoría sí, quebradas, cubiertas de maleza, atravesadas por ríos, tapadas por rocas desmoronadas. La dificultad reside en hallarlas.
—Parecería más sencillo reabrirlas deshaciendo lo hecho... o haciendo alguna otra cosa.
—Haz la prueba alguna vez. Vuelve al lugar que ya no es como lo recuerdas y trata de descontar todo lo que lo vuelve diferente. La alteración del acontecimiento pivote singular puede no ser ya suficiente. La nueva alteración puede también tener otros efectos, según procedas al respecto. Quizá sencillamente establezcas otra ruta; aunque, por supuesto, puede que esté lo bastante cerca de la original como para adecuarse a tus propósitos. Claro que quizá no lo esté.
—Basta. Ya no más. Déjame que lo digiera. Más adelante te haré más preguntas. De cualquier modo ¿por qué nos detenemos aquí? Todavía no nos hace falta gasolina.
—Nos detuvimos porque este es un lugar de autoservicio. Si me abres en la página 78 y me pones boca abajo en esa caja junto a la bomba actuaré como tarjeta de crédito para la cuenta de mi ex empleador. En un momento sabré si la cuenta sigue todavía abierta. Quizá también descubra dónde adquirió combustible por última vez y podamos dirigirnos allí.
—Muy bien —dijo Randy tomando a Hojas y abriendo la portezuela—. ¿Tienes inconveniente en decirme a qué nombre está esa cuenta?
—Dorakeen.
—¿Qué clase de nombre es ese?
—Realmente no lo sé.
Rodeó el vehículo e insertó el volumen en la unidad. Por dentro se encendió una luz.
—Ve y llena el tanque —dijo Hojas con voz ahogada—. La cuenta todavía está abierta.
—Esto no dista mucho de ser un robo.
—Diablos, si él es tu padre, lo menos que puede hacer por ti es comprarte un poco de gasolina.
Él destapó el tanque, tomó la manguera y levantó una palanca.
—Adquirió combustible por última vez en una parada de principios del S Dieciséis —dijo Hojas al tiempo que él comenzaba a cargar gasolina—. Nos dirigiremos para hacer algunas indagaciones.
—¿Quién administra las paradas de descanso y las gasolineras?
—Son una raza extraña. Exiliados, refugiados... gente que no puede volver a su tierra y que no puede o no quiere adaptarse a otras nuevas. Almas perdidas... gente a la que no les es posible volver a casa y teme abandonar el Camino. Viajeros fatigados... gente que ha estado en todas partes y que ahora prefiere un lugar sin época ni espacio como éste.
Él rió en silencio.
—¿Está Ambrose Bierce escribiendo un libro cerca de aquí?
—A decir verdad...
El pitón emitió un sonido metálico. Él dejó pasar las últimas gotas y tapó el tanque.
—Dijiste S Dieciséis. Supongo que eso significa el siglo XVI.
—Exacto. La mayor parte de la gente que recorre el Camino mucho más allá de su propia sección adoptan una especie de lengua para comunicarse que llaman prelingua. Es poco más o menos como el yoruba, el malinka o el hausa en el África: una lengua sintética utilizada en zonas muy amplias. Existen variaciones, pero yo siempre podré traducirlas para ti si la necesidad se presenta.
Él abrió la unidad y sacó de ella a Hojas.
—Me gustaría que me la enseñaras mientras viajamos —dijo—. Siempre me interesaron las lenguas y ésta parece particularmente útil.
—Lo haré con gusto.
Entraron al automóvil.
—Hojas —dijo él al sentarse—, tú debes de tener alguna especie de dispositivo para hacer un examen óptico...
—Sí.
—Bien, hay una fotografía entre tu última página y la cubierta posterior. ¿Puedes verla?
—No. No está en posición adecuada. Ponía casi en cualquier otra parte. La página 78 es particularmente...
Retiró la fotografía. Y la puso en el medio del volumen al que apretó con fuerza. Transcurrieron varios segundos.
—¿Y bien? —preguntó.
—Sí. He examinado la foto.
—¿Es él? ¿Es ése Dorakeen?
—Parece... Parece serlo. Si no lo es, la semejanza es muy grande.
—Pues entonces vayamos a buscarlo.
Puso en marcha el motor.
Al descender la rampa, preguntó:
—¿A qué se dedica?
Hubo una larga pausa; luego:
—No lo sé con certeza. Durante mucho tiempo transportó toda clase de cosas. Hizo grandes sumas de dinero. Durante mucho tiempo fue socio de un hombre llamado Chadwick quien más tarde trasladó sus operaciones a gran distancia Camino arriba. Chadwick se volvió extremadamente poderoso como resultado de sus actividades conjuntas hasta que terminaron por romper la sociedad. Esto ocurrió por el tiempo en que... él me dejó olvidado. Debió de haber partido repentinamente como tú dices. De modo que todo lo que sé acerca de su ocupación es que se relacionaba con el transporte.
Randy rió en silencio.
—Pero siempre me he preguntado... —continuó Hojas.
—¿Qué cosa? —preguntó Randy.
—Si no pudo haber estado incluido en una de esas categorías que mencioné antes: las de la gente que no encuentra el camino de vuelta a casa. Siempre parecía estar en busca de algo... explorando, experimentando. Y nunca supe exactamente de dónde venía. Pasaba mucho tiempo viajando por caminos laterales. Y al cabo de un tiempo, creo que trataba de... alterar las cosas aquí y allí. Sólo que el recuerdo del conjunto exacto de las circunstancias que quería recrear no parecía completarse del todo, como si pudiera haber sido algo perteneciente a un pasado muy remoto. Sí, viajaba mucho...
—Fue a Cleveland de cualquier modo —dijo Randy—, al menos, por algún tiempo. —Luego—: ¿Cómo era? Quiero decir, personalmente.
—Esa es una pregunta de respuesta muy difícil. Si tuviera que elegir una palabra diría "inquieto".
—Quiero decir... ¿honesto? ¿Deshonesto? ¿Buena persona? ¿Un pelmazo?
—Sí, era todas esas cosas en diversos momentos. Su personalidad solía cambiar repentinamente. Pero más adelante... Más adelante se volvió autodestructivo.
Él sacudió la cabeza.
—Creo que tendré que esperar, si está todavía en circulación. ¿Qué tal una lección de lenguaje?
—De acuerdo.
Uno
Red giró de pronto hacia la derecha para tomar un estrecho desvío sin disminuir la marcha.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Flores.
—Doce horas de conducir son bastantes —contestó—. Ahora quiero dormir.
—Echa atrás el asiento y yo me hago cargo de la conducción.
Él sacudió la cabeza.
—Quiero salir de este maldito coche y tener un verdadero momento de descanso.
—Entonces, por favor, usa un nombre falso cuando te inscribas.
—No hay donde inscribirse. Acamparemos. Esta es una zona abandonada. No habrá problemas.
—¿Mutantes? ¿Radiación? ¿Trampas explosivas?
—No, no y no. Estuve ya antes aquí. Todo despejado.
Al cabo de un tiempo disminuyó la velocidad y cogió por otro desvío estrecho y de superficie irregular. El cielo se cubrió de un crepúsculo rosa y púrpura. A la distancia una ciudad derruida se divisó a la luz del sol poniente. Volvió a girar.
—"...Et que leurs granas piliers, droits et majestueux, rendaient pareils, le soir, aux grottes basaltiques" —observó Flores—. Vas a acampar en un museo de la muerte.
—No en realidad —replicó él.
Se encontraba ahora en un camino de tierra. Por un tiempo se prolongó a lo largo de una ladera de una montaña, pasó por un destartalado puente que cruzaba un desfiladero, rodeó un risco y llegó a un llano desde el que se divisaba nuevamente la ciudad. Se dirigió a un campo en el que habían esparcidos aquí y allí fragmentos herrumbrados de diversas maquinarias, en su mayoría, vehículos terrestres y aéreos abandonados. Se detuvo en una zona despejada.
La sombra de curiosa forma que ahora yacía sobre el techo del vehículo adquirió el contorno de un reptil oscureciéndose y espesándose...
—Altera el aspecto del camión de modo que se asemeje a uno de estos viejos desechos —dijo Red.
—De vez en cuando tienes una idea atinada —observó Flores—. Tardará unos cinco o seis minutos en llevar a cabo un trabajo de decadencia más o menos decente. Deja el motor en marcha.
Cuando la alteración empezó, la forma se contrajo súbitamente para convertirse en un círculo, se dejó caer del vehículo y se fue rodando velozmente por sobre el terreno en dirección de una nave aérea aplastada. Red y Mondamay abandonaron el coche y comenzaron a armar una barrera. El aire se estremecía alrededor de ellos con una ligera anunciación de frío. En el Este se estaba formando un muro de nubes. En alguna parte empezó a zumbar un insecto.
Entretanto, en el cuerpo del camión iban apareciendo zonas de deterioro que se acentuaban y se retorcían. Aquí y allí se veían resquebrajaduras. Sobre la superficie del vehículo resplandecían fragmentos de color herrumbroso cada vez más integrados. La máquina se torció hacia un costado. Red volvió a ella y sacó un paquete de raciones y un saco de dormir. El motor se detuvo.
—Ya está —dijo Flores—. ¿Qué aspecto tiene?
—Ya no hay esperanzas para él —contestó Red teniendo el saco y abriendo una lata de alimentos—. Gracias.
Mondamay se aproximó, se detuvo y dijo suavemente:
—No detecto nada de naturaleza manifiestamente hostil en un área de 100 kilómetros.
—¿Qué quieres decir con "manifiestamente"?
—Entre los desechos hay algunas bombas sin detonar y armas que no fueron disparadas.
—¿Alguna de ellas por debajo de nosotros?
—No.
—¿Radioactividad? ¿Gases venenosos? ¿Bacterias?
—Nada.
—Entonces, creo que la situación me es tolerable.
Red empezó a comer.
—¿Dices que intentas desde hace mucho de alterar las cosas de modo que se reproduzca una situación pasada que recuerdas? —preguntó Mondamay.
—Es cierto.
—A juzgar por algunas de las cosas que dijiste de tu memoria ¿estás seguro de que la reconocerías si te toparas con ella?
—Más seguro que nunca. Ahora recuerdo todavía más.
—Y si encuentras el camino que buscas ¿lo seguirás e irás a destino?
—Sí.
—¿Cómo es el punto de llegada?
—No sabría decírtelo.
—Entonces ¿qué esperas encontrar?
—A mí mismo.
—¿A ti mismo? Me temo que no entiendo.
—Tampoco yo enteramente. Pero se me va haciendo más claro.
El cielo se oscureció y, cuajado de estrellas, pareció más bajo. La luna erraba sin timón junto al horizonte oriental. Red no encendió otra luz que la de su cigarro. Bebió vino griego de un vaso de cerámica. Se levantó un viento fresco. Flores canturreaba algo apenas audible que podría haber sido Debussy. Oscuridad sobre oscuridad, una cinta de sombra se deslizó junto a la pierna extendida de Red.
—Bel'kwinith —musitó, y el viento pareció hacer una pausa, la sombra quedó paralizada y una impureza del cigarro hizo que éste siseara y refulgiera por un instante. —¡Al diablo! —exclamó entonces.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Mondamay— ¿Al diablo qué?
—Lo de acabar con Chadwick.
—Creí que ya habíamos discutido todo eso. Ninguna de las alternativas te pareció lo bastante atractiva.
—No vale la pena —dijo—. Ese gordo tonto no se lo merece. Ni siquiera pelea por sí mismo.
—¿Tonto? Una vez dijiste que era un hombre muy inteligente.
Red resopló por la nariz.
—¡Ah, los seres humanos! Supongo que es lo suficientemente inteligente si puede hablarse de inteligencia en este caso. Con todo, se reduce a una nadería.
—¿Qué vas a hacer entonces?
—Salirle al encuentro. Y obligarlo a que me diga unas cuantas cosas. Creo que sabe más sobre de mí de lo que deja entrever. Cosas que quizá ni yo sepa.
—¿Lo dices por las cosas que estás recordando?
—Sí. Y quizás estés en lo cierto. Yo...
—He detectado algo.
Red se puso de pie.
—¿Cerca?
La sombra retrocedió hacia la parte trasera del vehículo.
—No, pero se acerca hacia aquí.
—¿Animal, vegetal o mineral?
—Comprende una máquina. Se acerca cautelosamente. ¡Métete en el camión!
No bien Red saltó del vehículo, el motor se puso en marcha. Las portezuelas se cerraron de un golpe. Una ventanilla comenzó a cerrarse. Se inició otro cambio de forma.
Flores de pronto fue dictándole las palabras de Mondamay.
—¡Qué hermosa máquina aniquiladora! —exclamó—. Echada a perder en parte por los aditamentos orgánicos. No obstante, el diseño es acabadamente artístico.
—¡Mondamay! —gritó él cuando el camión comenzó a sacudirse—. ¿Puedes oírme?
—Claro, Red. No iba a abandonarte en un momento así. ¡Vaya, qué rápido se acerca!
El camión crujió y se retorció. El motor chisporroteó dos veces. Una portezuela se abrió y luego se cerró de un golpe.
—¿Qué demonios es?
—Un gran aparato parecido a un tanque equipado con un asombroso despliegue de armas y guiado por un cerebro sin cuerpo que está, según creo, algo loco. No sé si se encontraría por aquí o si fue enviado para esperar tu llegada. ¿Lo conoces?
—Creo que en algún lugar de la ruta oí hablar de carromatos de guerra de ese tipo. Aunque no sé bien dónde.
El cielo se encendió como si hubiera llegado una súbita aurora y una ola de llamas avanzó sobre ellos. Mondamay levantó un brazo y la ola se detuvo como si se hubiera topado con un muro invisible; ardió ruidosa durante medio minuto y luego se extinguió.
—Cuenta con energía atómica, por cierto. Hermosa factura —comentó.
—¿Por qué estamos todavía vivos?
—Lo bloqueé.
El brazo de Mondamay resplandeció por un momento y la cima de una colina distante se encendió.
—Justo enfrente de él —observó—. Ese cráter lo demorará. Es mejor que ahora te vayas, Red. Flores, llévatelo.
—De acuerdo.
El camión giró y retrocedió el camino recorrido por el campo todavía cambiando de forma mientras avanzaba a los tumbos.
—¿Qué diablos estás haciendo? —gritó Red.
El cielo volvió a refulgir, pero la pequeña bola de fuego fue interceptada, filtrada, oscurecida, obligada a volver atrás.
—Tengo que cubrir de modo adecuado tu retirada —dijo la voz de Mondamay— antes de estar en libertad de vérmelas con él. Flores te llevará al Camino.
—¿Vértelas con él? ¿Cómo te propones hacerlo? Ni siquiera puedes...
Se produjo una enorme explosión seguida de una onda expansiva. El camión se sacudió pero siguió avanzando hacia el camino de tierra. Iban rodeados de una nube de polvo.
—...en pleno funcionamiento otra vez —dijo la voz de Mondamay—. Flores logró analizar mis circuitos y me dirigió para que pudiera repararme a mí mismo.
Hubo una nueva explosión. Red estaba mirando hacia atrás, pero la zona donde habían levantado el campamento estaba llena de humo y polvo. Por un momento quedó ensordecido y, cuando recuperó el oído, se dio cuenta de que la voz que ahora se dirigía a él era la de Flores.
—...vamos? ¿A dónde vamos?
—¿Eh? Lejos de aquí, espero.
—¡Próximo destino! ¡Coordinadas! ¡Rápido!
—Oh. S Veintisiete, décimo octava salida, cuarta a la derecha, segunda a la izquierda, tercera a la izquierda. Es un gran edificio blanco. De un estilo semejante al gótico.
—¿Lo captaste? —preguntó ella.
—Sí —dijo la voz de Mondamay a través del estruendo. Si puedo encontrar el Camino, trataré de seguirlos cuando termine aquí.
Se produjo otra explosión seguida de ininterrumpidas ondas expansivas. Llegaron al camino de tierra y siguieron adelante.
Dos
Randy se encontró de frente con el esbelto caballero Victoriano que había visto en la recepción. La maleta del hombre se encontraba en el banco situado cerca de la puerta. Se pasó la mano por un pelo delgado que ya le raleaba.
—...Eso es correcto —dijo—. Hace tres días. Hubo tiroteos aquí mismo, en la playa de aparcamiento. ¡Y yo que había venido aquí a tomarme unas vacaciones! ¡Violencia! —Se estremeció. Le volvió el tic en el ángulo izquierdo de la boca—. El señor Dorakeen partió esa noche. Realmente no me es posible decirle a dónde fue.
—¿Hay alguien aquí que pueda saberlo?
—Quizás el anfitrión, Johnson. Parecían conocerse.
Randy hizo una señal de asentimiento.
—¿Podría decirme dónde encontrar a Johnson?
El hombre se mordió el labio y sacudió la cabeza mirando por sobre Randy en dirección al bar donde una hermosísima pelirroja discutía con un negro corpulento.
—Lo siento. Creo que hoy es su día libre. No tengo idea de dónde pueda estar. Sólo puedo sugerirle que intente averiguarlo en el despacho que se encuentra en el bar. Con su perdón.
Rodeó a Randy y dio unos pasos nerviosos en dirección del altercado. Pero en ese momento llegaba a su fin. La mujer dijo algo amable e irónico, se volvió y se alejó hacia la recepción.
Él suspiró, volvió a pasar junto a Randy y recogió la maleta. Cuando la mujer se acercó, él le ofreció el brazo. La mujer lo tomó y se marcharon juntos. Al llegar a la puerta, el hombre saludó a Randy con la cabeza.
El que había estado discutiendo con la mujer miró fijamente a Randy cuando éste entró al bar.
—Perdóneme, pero ¿no lo conozco de alguna parte? —le preguntó—. Su cara me es muy familiar...
Randy examinó los rasgos oscuros.
—Toba. Mi nombre es Toba —añadió el otro.
—No lo creo —dijo Randy lentamente—. Mi nombre es Randy Cartago. S Veinte.
—Entonces, supongo que no. —Toba se encogió de hombros—. De cualquier modo, permítame que lo convide con una cerveza.
Randy miró el cuarto alrededor de sí: madera sin pulir y obra de hierro; no había bronces ni espejos. En el bar, que también servía como despacho de recepción, había cuatro personas, y otras tres estaban sentadas a otra mesa.
—El cantinero acaba de salir hace unos minutos. Sírvase usted mismo una cerveza; aquí no se detienen en formalidades; cuando regrese, yo me haré cargo del gasto.
—Muy bien, gracias.
Randy cruzó el piso cubierto por una estera de varillas de junco, llenó un jarro del barrilito, volvió a la mesa y se sentó frente a Toba. A su derecha había un vaso a medias lleno y la silla correspondiente al lugar estaba apartada de la mesa y formaba un ángulo con ella.
—...de puta —murmuraba Toba quedamente—. ¿En viaje de negocios?
Randy dejó a Hojas sobre la mesa, sacudió la cabeza y sorbió la cerveza.
—Estaba buscando a alguien, pero parece que ya se fue.
—Yo tengo justo el problema contrario —dijo Toba—. Sé donde se encuentra la persona que busco. Sólo me detuve aquí para almorzar. La maldita muchacha con la que trabajo se lía con alguien y me deja plantado para visitar un semi cadáver. Ahora tendré que tomar un cuarto aquí y esperar hasta que haya terminado con él. Probablemente un día o dos, maldita sea.
—¿Quién era él?
—¿Eh? ¿Quién?
—Su amigo. El inglés con el que estaba hablando.
—Oh. No lo conozco. Sólo le estaba preguntando algo. Pero dijo que su nombre era Jack, si eso le sirve de algo.
—Bien, ese es, su problema, pobre hijo de puta.
Toba bebió otro sorbo. Randy hizo lo mismo.
—¿Cómo? —dijo en alta voz uno de los hombres que bebían en el bar con acento francés—. ¿Nunca fue más allá del S Diecisiete? ¡Mi Dios, hombre! Se debe a usted mismo llegar hasta principios de S Veinte cuando menos una vez en la vida. ¡Para volar, pues! Un hombre no está completo en tanto no haya experimentado la libertad de los cielos. No en las grandes naves aéreas que vinieron después, en nada diferentes de una sala de recibo provinciana, no. Tiene que dejar atrás las mezquinas preocupaciones burguesas y subir en un aparato ligero con la cabina abierta en la que se puede sentir el viento y la lluvia, mirar el mundo por debajo, las nubes, las estrellas por sobre la cabeza. Se sentirá cambiado, créame.
Randy se volvió para mirarlo.
—¿Es ese hombre quien yo creo? —preguntó, y oyó que Toba emitía una risita. Pero en ese momento los distrajo a ambos la llegada de la mujer.
Apareció por el vestíbulo de entrada, a la izquierda, frente al del restaurante. Llevaba jeans negros de dril de algodón abullonados sobre altas botas de aspecto eficiente del mismo color y una gastada camisa de caqui; tenía el pelo oscuro sujeto por un pañuelo negro sobre una frente amplia, cejas espesas, grandes ojos verdes y ancha boca sin pintura. La empuñadura de un arma sobresalía de la pistolera sobre la cadera derecha y su grueso cinturón que llevaba bajo en la cintura estrecha, también incluía un cuchillo de caza en una vaina. Medía más de un metro ochenta, tenía pechos llenos, era algo ancha de espaldas y llevaba la cabeza erguida. Sostenía un gran bolso de cuero como si fuera un balón de fútbol.
Sus ojos recorrieron el cuarto sólo por un instante y luego unas pocas zancadas rápidas la llevaron a la mesa a la que estaban sentados Randy y Toba y sobre la que dejó caer su bolso.
El vaso que la pelirroja había abandonado a medio beber se volcó y su contenido avanzó hacia Toba y se derramó sobre su regazo.
—¡Mierda! —exclamó él poniéndose de pie de un salto y pasándose la mano por la parte delantera de sus pantalones—. ¡Por cierto hoy no es mi día!
—Lo siento —dijo ella sonriente y luego se dirigió a Randy—. Te estaba buscando a ti.
—¿Ah?
—Iré por quien tenga esto a su cargo, tomaré un cuarto y me iré a dormir —anunció Toba arrojando algo de dinero sobre la mesa mojada—. Encantado de haberte conocido, muchacho. Buena suerte y todo lo demás. ¡Mierda!
—Gracias por la cerveza —le dijo a su vez Randy.
La mujer se sentó en el lugar que había sido el de la pelirroja y quitó a Hojas del camino del líquido que avanzaba.
—Eres tú sin duda —dijo—. Suerte que te aparté de ese tío.
—¿Por qué?
—Malas vibraciones. Eso es todo por el momento y es ya bastante. Hola, Hojas.
—Hola, Leila.
Un imperioso deja vu se resolvió en ese instante.
—Su voz... —comenzó a decir Randy.
—Sí, Hojas tiene mi voz —declaró Leila—. Yo estaba a mano para facilitar la matriz cuando Reyd adquirió esta unidad.
—Tengo derecho a un pronombre en la actualidad —dijo Hojas lentamente y con un dejo de amenaza— y es un pronombre femenino.
—Lo siento, viejita —dijo Leila palmeándole la cubierta—. Corrección tenida en cuenta. No tuve intenciones de ofenderte. —Se volvió a Randy y se sonrió—. ¿Cómo te llamas después de todo?
—Randy Cartago. No comprendo...
—Claro que no, y no importa para nada. Siempre me gustó Cartago. Quizás algún día te lleve allí.
—Tómale la palabra —dijo Hojas— y tendrán que entablillarte por un buen tiempo.
Leila le dio una palmada en la cubierta con más fuerza.
—¿Has almorzado ya?
—Mi sentido del tiempo está algo alterado —respondió Randy—, pero si esa es la próxima comida, estoy dispuesto, sí.
—Entonces vayamos al otro cuarto y te conseguiré algo de comer. Es mejor que partamos con el estómago lleno.
—¿Que partamos?
—Exactamente —dijo ella poniéndose de pie y recogiendo el bolso de un manotón.
La siguió al comedor donde ella eligió una mesa en el extremo más alejado y se sentó de espaldas al rincón. Él se sentó frente a ella y puso a Hojas sobre la mesa entre ellos.
—No comprendo... —dijo él otra vez.
—Hagamos el pedido —dijo ella llamando al camarero con una señal y examinando a los otros varios comensales que se encontraban allí—. Luego nos dirigiremos al S Once sin demora.
El camarero se aproximó. Ella encargó una comida abundante. Lo mismo hizo él.
—¿Qué hay en el S Once? —preguntó.
—Tú buscas a Red Dorakeen. Yo estoy haciendo lo mismo. Allí es donde se dirigió cuando se me escapó hace unas pocas semanas. Allí es donde vi al segundo pájaro negro volando en círculos sobre él.
—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabía quien era yo? ¿Qué pájaro negro?
—No tenía idea de quién serías. Sólo sabía que un hombre con un ejemplar de Hojas de hierba estaría en el bar esta tarde, que también él estaría buscando a Reyd y que abrigaría buenas intenciones a su respecto. Vine para encontrarte y unir nuestras fuerzas, pues vi que no tardaría en necesitar ayuda.
—Muy bien, entiendo —contestó él—. Pero todavía no me son claras sus fuentes de información. ¿Cómo sabía que me encontraría aquí? ¿Cómo sabe dónde...?
—Déjame que te explique —interrumpió Hojas—, de lo contrario ella demorará todo el día. Sus pautas de conversación tienden a asemejarse a una avalancha. Gracias al Gran Circuito no las recibí junto con la matriz de su voz. Sabes Randy, posee capacidades paranormales. Ella les da un nombre diferente que sabe a los rituales y la magia de la Edad de Piedra, pero los resultados son los mismos. Calculo que su capacidad precognitiva es eficaz en un setenta y cinco por ciento, quizá más. Por cierto ve cosas que a menudo llegan a suceder. Fui testigo de sus aciertos con demasiado frecuencia como para que sean una mera consecuencia de la casualidad. Desdichadamente actúa como si todos lo comprendieran o compartieran sus visiones o, al menos, debieran aceptarlas automáticamente. Sabía que vendrías porque sabía que vendrías, eso es todo. Espero que eso explique en parte lo que te preocupa.
—Bueno... en parte —dijo él—. Pero aún quedan detalles sin aclarar. Dime, Leila, ¿ha formulado Hojas la situación de manera adecuada?
—Poco más o menos —contestó ella—. No tengo ganas de sutilezas, de modo que dejémoslo así. Vi que vendrías, eso es cierto.
—Sin embargo, no me explica quién eres y de dónde vienes y por qué te interesas tanto por la seguridad de Red.
—Hemos sido muchas cosas el uno para el otro, pero en lo fundamental es un viejo amigo mío muy especial —dijo ella— y en muchos aspectos somos iguales. Hay tantas deudas entre nosotros que ya no sé quién resulta el acreedor. Además, el muy hijo de puta me dejó plantada cuando le pedí que aguardara.
—¿Algo que no previste?
Ella sacudió la cabeza.
—Nadie es perfecto; Hojas acaba de decírtelo. Entre paréntesis ¿qué significa Reyd para ti?
—Creo que es mi padre.
Ella lo miró fijamente con la cara inmóvil por primera vez desde que se encontraron. Luego se mordió el labio.
—Soy una ciega —dijo finalmente—. Pues claro... ¿Dónde naciste?
—En S Veinte, Cleveland, Ohio.
—De modo que allí es donde fue... —Apartó la mirada—. Interesante. Preveo nuestro almuerzo. Ahora.
El camarero entró en el cuarto llevando una bandeja.
—¿Qué tenía de malo ese tío con el que yo estaba... Toba? —preguntó Randy cuando comenzaron a comer.
—De algún modo se conecta con los pájaros negros —dijo Leila entre bocados.
—¿Qué pájaros negros? Es la segunda vez que los mencionas.
—Reyd está sometido a una década negra. Así es como yo veo a sus probables asesinos.
—¿Una década negra? —preguntó Hojas—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—Aparentemente, se hizo de un enemigo que debería haber evitado. Él cree que es Chadwick.
—¡Oh, Dios! Chadwick puede convertirse en persona harto desagradable.
—También Reyd, lo sabes. ¿O no?
—A menudo sospeché esto, aunque...
—¿Alguien lo persigue? —interrumpió Randy.
—Sí —contestó Leila—. Alguien que puede permitirse el lujo de recurrir a lo mejor. No escasearán los corredores de apuestas a todo lo largo del Camino. Me pregunto qué ventaja estarán ofreciendo. Valdría la pena invertir algún dinero en uno u otro.
—¿Apostaría en contra de él?
—Depende de las ventajas, de las circunstancias, unos pocos detalles. Oh, por supuesto voy a tratar de ayudarlo, pero detesto perder una buena oportunidad.
—¿Tu talento no te procura una ventaja inusitada cuando de apuestas se trata?
—Tú lo has dicho, y me encanta el dinero. Es una lástima que no tengamos tiempo de aprovechar el segundo intento. Ahora que está advertido, estaría de parte de Reyd.
—Probablemente es de mi padre de quien estás hablando.
—Lo conozco desde hace mucho. Si se tratara de mí, él sería el que estaría apostando. Y haría una bonita suma.
Randy meneó la cabeza y dirigió su atención a la comida.
—Vosotros sois gente extraña —dijo al cabo de un tiempo.
—Quizás algo más abiertos que la mayoría. Ten en cuenta que no habría perdido tres días enteros tratando de recuperar un buen estado físico por cualquiera. Estoy de su parte sin la menor vacilación. ¡Camarero! Tráigame una caja de cigarros... de los buenos.
—En cuánto a esa década negra... —dijo Randy—. ¿Cómo lo libramos de ella?
—Supongo que acompañándolo en cada uno de los encuentros. Después el juego termina.
—¿Cómo impedir que ese tío Chadwick continúe con el juego entonces, o que lo empiece otra vez después de terminado?
—Hay reglas. Todo el mundo sigue las reglas del juego. Si no lo hiciera, la Junta de Juegos no lo autorizaría para volver a jugar. Perdería gran parte de su prestigio.
—¿Y crees que eso bastaría para disuadirlo?
—¡Diablos, no! —interrumpió Hojas—. La Junta es algo del S Veinticinco cuyos dientes no tienen filo. Nada más que un puñado de sádicos decrépitos que lo legalizaron en su período para poder presenciar el proceso de las vendettas que se desarrollaban a lo largo del Camino. Si Chadwick no puede liquidar a Red de un modo, lo hará de otro. ¡Hablar de todo esto como si se tratara de un juego es una tontería!
—¿Es eso cierto, Leila?
—Pues... sí, aunque no mencionó el hecho de que sin la Junta las apuestas estarían muy desorganizadas. También eso tiene importancia para la estructura de la situación. Me pareció que te hacía falta información en general.
—Pero ¿crees que Chadwick hará trampa?
—Probablemente.
—Entonces ¿qué haremos para ayudar a Red?
—Oh, lo ayudaremos a que también él haga trampa, claro. Cómo, todavía no lo sé. Termina de comer y partiremos.
Cuando Leila fue en busca de su bolso de efectos personales Randy le preguntó a Hojas:
—¿La conoces bien? ¿En qué medida podemos confiar en ella?
—Sé que Red confiaba en ella. Existe un vínculo muy fuerte entre ellos. Creo que también nosotros debemos confiar.
—Me alegro —dijo Randy—, porque quiero hacerlo. Aunque me pregunto en qué irá a parar todo esto.
Cuando Leila volvió unos minutos después con el bolso al hombro y el cigarro entre los dientes, se sonrió y señaló la puerta con un movimiento de cabeza.
—Ya está todo arreglado y la cuenta pagada —dijo—. Sírvete un cigarro y pongámonos en marcha.
Randy asintió, recogió a Hojas y la siguió mientras quitaba el papel del tabaco que ella le había dado.
Uno
—¿Flores?
—Buen viaje. Gracias.
—¿Eso es todo?
—No. ¿Cómo lo sabes?
—Nunca gastas amabilidades o agradeces. Siempre que lo haces se trata de una ocurrencia posterior o de una preliminar.
—¿De veras? Nunca lo había advertido. Creo que tienes razón. Muy bien. ¿Estás cansada de ser quien eres? ¿Querrías trasladarte a un nuevo avatar, convertirte en parte de un equipo de computación más complejo? ¿O quizás emprender la ruta orgánica y convertirte en matriz de conciencia de un cuerpo?
—Lo he pensado alguna vez, sí.
—Quisiera recompensar tu fiel servicio y todo eso. Así pues, decide lo que quieras y detengámonos en el próximo centro de servicio de computación. Te dejaré allí para que te recojan y te lleven a la institución adecuada con una autorización para que todo se ponga a mi cuenta.
—Aguarda un minuto. Siempre fuiste tacaño. Esta no es una actitud habitual en ti. ¿Qué sucede? Creí que sabía todo lo que tú. ¿Qué fue lo que pasé por alto?
—Eres más desconfiada que una docena de esposas. Te hice un ofrecimiento de buena fe...
—¡Confiesa! ¿Por qué quieres librarte de mí?
—Yo...
—Es probable que te conozca mejor que media docena de esposas. De modo que olvida toda esa bosta. Al grano. ¿Qué sucede?
—Es que sencillamente no creo que siga teniendo necesidad de tus servicios ya por mucho más. Has sido un empleado eficaz y fiel. Lo menos que puedo hacer por ti es recompensarte de este modo.
—Suena como si te estuvieras aprontando para el retiro o la muerte. ¿De cuál de las dos se trata?
—De ninguna. De ambas. No lo sé de cierto... Aunque tengo planes de cambiar mis circunstancias y no quiero que sufras el daño que eso pueda ocasionar.
—¿Por qué me tomas? ¿Crees que soy una calculadora de bolsillo? Al cabo de todo este tiempo me insultas al suponer que no experimento curiosidad. Has dicho lo bastante como para que te sea imposible deshacerte de mí en tanto no haya oído la historia completa.
—Hmm.
—...Y si crees que puedes lanzarme a una nueva carrera sin mi consentimiento, recuerda que puedo convertir este vehículo en una jaula.
—Eres en verdad persuasiva. Quería librarme de hacerlo, pero creo que te debo alguna explicación. Perfectamente. Supongo que no te será fácil entender qué es un sueño, y ni hablar siquiera de los sueños extraños que siempre me han perseguido...
—La teoría es mi fuerte. Adelante.
—En el sueño que tengo más a menudo estoy siempre deslizándome en cálidas corrientes de aire mientras me mantengo inmóvil por sobre un paisaje rico y variado y, a veces, por sobre el mar. Según parece, puedo hacerlo indefinidamente y al mismo tiempo veo la médula secreta de todo lo que yace por debajo. Eso produce en mí una agradable combinación de paz y cinismo, y también otros sentimientos a los que no me es posible poner nombre. Los días y las noches parecen sucederse sin énfasis especial alguno. Hay una profunda alegría en el solo hecho de existir y una especie de comprensión que no puedo expresar aquí y ahora. Hay también en mí un poder terrible que no ejerzo casi por exceso de ociosidad. Me deslizo...
—Pues eso parece unas excelentes vacaciones mentales. Eres afortunado.
—Es algo más, y diferentes cosas suceden en diferentes sueños.
—¿Por ejemplo?
—Dije que me trasladaba por distintos lugares: tierras en las que se libran guerras o grandes ciudades o ambas cosas, lugares baldíos, volcanes en erupción, barcos en los mares, pueblecitos, paisajes urbanos que dan vértigo, en los que nada natural queda ya a la vista. A muchos los reconozco: Babilonia, Atenas, Roma, Cartago, Nueva York... a lo largo de las edades. Y hay otros muchos aún más extraños que no reconozco. Empiezo a agitar mis alas. Me elevo por sobre el Camino. Es un juguete. Es un plano, como señales en un mapa. Nosotros lo pusimos allí. Resulta gracioso ver cuan pocos lo han advertido mientras se arrastran de probabilidad a probabilidad. No sé, pero...
—¿"Nosotros"? ¿Quiénes son "nosotros", Red?
—Los dragones de Bel’kwinith; así es como puedo expresarlo mejor con las palabras que utilizamos. Recordé antes esa parte y...
—¿Eres un dragón en tus sueños?
—No sé cómo describir mejor los sentimientos y la apariencia, aunque no se trata de eso exactamente.
—Resulta interesante aunque no comprensible, Red. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con los problemas que te aquejan ahora y con tu decisión de deshacerte de mí?
—No son sólo sueños. Son algo real. Sólo ahora me doy cuenta de que vuelven con mayor frecuencia cuando mi vida está amenazada. Parece que en cierto modo me transformo.
—¿Algo real? Quizá no seas un hombre que sueña ser dragón, sino al revés.
—Quizás. O ambas cosas. O ninguna. No lo sé. Pero cuanto más lo recuerdo tanto más real me resulta. Tan real como esto.
—¿Crees que esos... dragones de la Bel'kwinith... o tú, o quienquiera, construyeron el Camino?
—No lo construyeron exactamente. Más bien lo compusieron, o lo compilaron, como si se tratara del índice de un libro.
—¿Y nosotros nos trasladamos por una abstracción? ¿O por un sueño?
—No sé como quieras llamarlo.
—Tengo que quedarme contigo, Red. Hasta que recuperes el juicio.
—Esa es la razón por la que no habría querido decirte tanto como te dije. Previ esta reacción. No me es posible convencer a nadie de la existencia de una versión de la realidad que es por el momento sólo mi visión subjetiva. Pero sé que no estoy desequilibrado.
—Dices "tanto como te dije" como si hubiera todavía más, y todavía no sé por qué quieres deshacerte de mí. Oigámoslo.
—Esto es justamente lo que estaba tratando de evitar...
El camión crujió con mucho ruido. A su derecha el asiento se curvó y se dobló hacia él. El volante comenzó a alargarse y a torcerse en su dirección como una extraña flor oscura. El techo bajó y le presionó la cabeza. De la guantera surgió una garra que amenazó con asirlo. Afuera una sombra sobre la caja del camión se retorció como una alga en la corriente.
—Te dejaré en la próxima estación de servicio humano para un examen físico y psiquiátrico completo a no ser que me demuestres que no debo hacerlo.
—También me gustaría evitar eso —dijo Red—. Te has expresado con toda claridad. Perfectamente. Un poco de calma y daré satisfacción a tus circuitos.
La garra volvió a entrar en la guantera y resurgió un momento después con un cigarro encendido que le alcanzó mientras el volante recuperaba su forma habitual, el techo se elevaba y el asiento se replegaba.
—Gracias —dijo él aceptando el cigarro e inhalando humo.
De pronto Flores recitó:
"Toute l’âme résumée
Quand lente nous l'expirons
Dans plusieurs ronds de fumée
Abolis en autres ronds
Atteste quelque cigare
Brulant savament pour peu
Que la cendre se sépare
De son clair baiser de feu
Ainsi le choeur des romances
A la lèvre vole-t-il
Exclus-en si tu commences
Le réel parce que vil
Le sens trop précis rature
Ta vague littérature."
Él emitió una risita.
—Apropiado, supongo —dijo—. Pero creí que estabas programada para Baudelaire, no para Mallarmé.
—Estoy programada para la Decadencia. Empiezo a ver por qué. No importa lo que hagas, te concentras a medias como si tu mente estuviera en otra parte.
—Nunca creí que fuera así... concientemente. Quizá no estés desacertada.
—El poema no está desacertado. Inhala el humo del cigarro y olvida la realidad.
—...Y tus profundidades me asombran.
—Déjate de halagos. ¿Por qué debo yo partir?
—Para decirlo sencillamente, eres un ser sensible por el que siento simpatía. Estoy tratando de protegerte.
—Si se trata de recibir golpes, mi constitución es más adecuada que la tuya.
—No es sólo cuestión de peligro. Es cuestión de total destrucción casi indubitable...
—Repito que...
—Nunca vas a obtener la información que pediste si sigues interrumpiéndome.
—Tampoco la obtenía con abstenciones.
—No sé. Si esto es el sueño o si lo otro lo es... no sé. No tiene importancia. Pero sí sé que yo soy el otro con que sueño. Una mujer con la que otrora fui viejo tenía una idea que sólo hoy descubro acertada. Antes de que los de mi sangre alcancen la madurez, deben entregarse al Camino para volverse jóvenes... porque nacemos frustrados, retorcidos y viejos, y debemos descubrir nuestra propia juventud, que es nuestra madurez, en esta forma. De hecho, puede que esta sea la razón del Camino, y empiezo a sospechar que todo el que es capaz de viajar por él lleva algo de nuestra sangre. Pero no lo sé de cierto.
—Deja las especulaciones para después ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Leila fue volviéndose cada vez más autodestructiva y era peligroso estar en su compañía, aunque nuestros caminos extrañamente siguen cruzándose. En ella fue evidente más pronto que en mí; en mí lo descubrí sólo más tarde e intenté mantenerlo controlado. Ella fue siempre más sensitiva que yo...
—Detente. Leila es la mujer del S Dieciséis... la que provocó el fuego... la mujer con la que, según dijiste, fuiste otrora viejo...
—Sí. Podrás corroborarlo si vuelves a encontrarla. Primero buscamos (juntos en un principio, luego por separado) el camino de regreso al lugar de donde veníamos. No tuvimos suerte. Entonces decidí un día que la causa era que las cosas habían cambiado y ya nada tenían que ver con mis recuerdos de los recovecos del Camino mismo. De modo que me aboqué a la tarea de alterar el cuadro para hacerlo coincidir con mis recuerdos, en la esperanza de encontrar la ruta perdida una vez que todo hubiera vuelto a su lugar. Pero el mundo es muy complicado y no es fácil trabajar con él. Me doy cuenta ahora que no me es posible retocarlo aquí y allí y lograr que se conduzca como solía hacerlo en el tiempo en que yo era un anciano. Creo que en realidad ya había comenzado a darme cuenta de ello desde hacía algún tiempo. Pero no concebí ningún otro medio de proceder al respecto, de modo que persistí. Luego Chadwick me declaró la década negra y las cosas lentamente comenzaron a recobrar su lugar.
—¿Debo empezar a comprender cómo?
—No.
Red exhaló el humo de su cigarro y miró fijamente por la ventanilla. Pasó un pequeño vehículo negro. Mientras lo veía disminuir de tamaño a la distancia, continuó:
—Cuando mi vida se vio amenazada, mis ataques se volvieron más frecuentes y la intensidad de mis sueños aumentó. Comencé a ver cada vez con mayor claridad cuáles sueños eran verdaderos y de pronto me di cuenta de que la amenaza era lo que los provocaba. Consideré mi pasado. A lo largo de toda mi vida experimenté reacciones parecidas frente al peligro. Cuando estaba en el campamento antes del ataque, mientras dormitaba, se me ocurrió que Chadwick me estaba accidentalmente haciendo un favor con su vendetta. Luego, mientras huía, pensé: ¿y si no fuera un accidente? ¿Si (inconscientemente tal vez) estuviera tratando de ayudarme? Es posible que pertenezcamos a la misma raza y que él de algún modo sepa lo que requiere...
Dejó que la voz le quedara suspendida en el aire.
—Realmente creo que el último ataque te alteró un tanto el cerebro, Red. Lo que dices no tiene sentido. A no ser que haya algo que callas.
—Bueno, tengo algunos amigos y se sabe lo que está ocurriendo. Es posible que alguien trate de eliminar a Chadwick para hacerme un favor. Quiero impedirlo y ese es el motivo de este viaje.
—Hmm. Falsos indicios. Si acepto tu lógica disparatada, me es posible comprender tu repentino deseo de salvar la vida del hombre que viene tratando de matarme. Pero no es eso lo que quise decir. Sólo me has contado todo esto para distraerme. Hay algo que no confiesas y me estoy aproximando a lo que sea. ¡Escúpelo!
—Flores, has estado conmigo durante demasiado tiempo. Hubo otra unidad como tú que tuve que abandonar porque estaba empezando a pensar como yo.
—Creo que tengo que tener eso en cuenta y procurar que sea yo la primera en abandonarte. Entre tanto...
—En realidad creí que empezaba a perder el control. Ahora me pregunto si no habría sido más perceptiva que...
—¡No puedes distraer a alguien con una memoria medular como la mía! ¿Qué estás ocultando?
—Nada, de veras. Estoy buscando el camino de regreso a la existencia que empecé a recordar con mayor claridad. Lo sabes. Esta búsqueda ha sido constante en mí. Tengo la sensación (si eso es lo que persigues) que lo encontraré antes de no mucho.
—Aja. Por fin. Ya me lo imaginaba. Ahora dime el resto de la noticia. ¿Cómo ha de ocurrir?
—Bien, creo que esta existencia tiene que... terminar antes de que la otra se reanude.
—Sabes, todo el tiempo creo que sospeché que estabas en pos de algo semejante. Es el deseo de muerte más extravagantemente justificado que haya oído... Y mi programación de Decadencia es muy completa. ¿Hay algo que quieras agregar? ¿Has decidido como proceder al respecto?
—No, no. No tiene nada que ver con lo que sugieres. Nunca fui suicida, ni siquiera proclive a los accidentes. Esto se aproxima más a una premonición... Creo que es la mejor manera de expresarlo. Sencillamente siento ahora que es lo que debe suceder. También siento que no puede tratarse de un lugar o momento o medio cualquiera. Hay una manera adecuada en la que debe producirse el traslado y tiene que suceder en el lugar exacto.
—¿Conoces el momento, el lugar y el medio?
—No.
—Bueno, al menos eso es algo. Quizás antes de no mucho tengas una premonición revisada.
—No lo creo.
—Sea como fuere, me alegro de que me lo hayas dicho. Ahora bien, para contestar finalmente a tu pregunta: no, no voy a dejarte.
—Pero puedes que quedes dañada cuando ocurra, destruida incluso.
—La vida es incertidumbre. Correré el riesgo. Además, Mondamay no me perdonaría nunca si te dejara.
—¿Os entendéis o algo por el estilo?
—Sí.
—Interesante.
—Tú eres la rareza que se está debatiendo por el momento. A mis decisiones las gobiernan sobre todo los hechos y la lógica, lo sabes.
—Lo sé. Pero...
—"Pero" ¡al diablo! Cállate un instante mientras razono. No hay hechos en los que pueda hincar el diente. Todo lo que me dijiste es subjetivo y sabe a paranormalidad. Pues bien, estoy dispuesto a aceptar lo paranormal en ciertas circunstancias. Pero no tengo modo de ponerlo a prueba. Sólo cuento con el conocimiento que recogí de ti durante la extraña relación que mantuvimos como viajeros y ocasionales perturbadores del tiempo. Me descubro deseosa de creer que sabes lo que haces y al mismo tiempo temo que cometas un error.
—¿Entonces?
—Sólo puedo llegar a la conclusión de que si me interpongo en tu camino y luego resultara que tú estabas en lo cierto y yo equivocada y que te hubiera impedido algo muy importante para ti, no podría perdonármelo. De modo que me siento obligada a seguirte y ayudarte en lo que sea, aun cuando pueda aceptarlo sólo provisionalmente.
—Eso es más de lo que yo te pido, lo sabes.
—Lo sé. Vaya decencia de mi parte. También me apresuro a señalarte que me siento igualmente obligada a apretar los frenos si considero que estás haciendo algo realmente estúpido.
—Bastante justo, supongo.
—Así será.
Red inhaló humo.
—Supongo que sí.
Los kilómetros latían dentro de él como años.
Dos
Repentinamente el marqués de Sade arrojó su pluma y abandonó la mesa de despacho con un extraño fulgor en la mirada. Hizo con todos los manuscritos del taller literario un bulto considerable y recorrió tambaleante el cuarto cargando con ellos y salió al balcón. Allí, a tres pisos de altura sobre los parques y los resplandecientes edificios de la ciudad, quitó uno por uno los broches y los clips que los unían y los arrojó, una tormenta de enormes copos de nieve sucia en la luz oblicua de la tarde.
Ejecutando un breve paso de danza, se besó la yema de los dedos y se despidió con la mano del último en levantar vuelo, los mal formulados sueños de una caterva de pretendidos escritores de media docena de siglos.
—Bon jour, au revoir, adieu —dijo, y luego se volvió y sonrió para sí.
Regresó a la mesa de despacho, recogió la pluma y escribió: He hecho a mi sucesor un favor y he destruido todos vuestros manuscritos. Ninguno de vosotros tiene el menor talento en absoluto. Plegó el mensaje para llevárselo consigo y dejarlo fijado sobre la puerta del cuarto de conferencias al salir.
Luego tomó un segundo folio.
Puede que parezca, escribió, que le pago su hospitalidad y generosidad de manera particularmente odiosa al decidir ayudar a su peor enemigo destruyéndole a usted; destruyéndole a usted, podría añadir, de modo especialmente macabro. Algunos quizá tengan la impresión que mi sentido de la justicia se ha visto ultrajado y que hago esto en servicio de un fin más elevado. Se equivocarían.
Después de firmar, añadió como posdata: Cuando lea esto, estaré muerto.
Rió en silencio, colocó el pisapapeles en forma de calavera sobre el documento, se puso de pie y abandonó el lugar dejando la puerta ligeramente abierta.
Tomó el tubo de descenso, despachó por correo la nota de repudio y avanzó por el pequeño corredor hacia la puerta lateral sin toparse con nadie. Afuera se estremeció ante la balsámica brisa, frunció el entrecejo ante el sol e hizo una mueca ante el canto de los pájaros —grabado o en vivo, no lo supo de cierto— que venía del parque más cercano. No obstante rió sin ruido cuando cogió la acera mecánica y se dirigió hacia el Norte al punto de enlace. De todos modos resultaría un día glorioso.
Cuando cogió la acera mecánica con rumbo al Oeste, estaba tarareando una pequeña melodía. Había otras personas fuera, pero ninguna de ellas se encontraba cerca. Su destino era ya plenamente visible, pero se trasladó a la acera más veloz y de hecho caminó por ella un corto tramo antes de volver a la más lenta y descender finalmente en el pasaje subterráneo adecuado. Podría haber llegado allí sin dificultad por las aceras subterráneas, pensó, si hubiera sabido con certeza las distancias y las direcciones. Pero dadas las circunstancias, le había sido necesaria esta señal.
Entró en el enorme edificio avanzando por la dirección que, según lo recordaba, era la correcta. Pasó sólo junto a dos técnicos vestidos de bata blanca y saludó a ambos con la cabeza. Ellos le respondieron a su vez.
Llegó al gran salón. Sundoc se inclinaba sobre la pieza de un aparato en una mesa de trabajo situada en el centro. Se encontraba solo. El marqués ya había atravesado más de la mitad de la distancia que los separaba cuando Sundoc levantó la vista.
—Oh. Hola marqués —dijo limpiándose la mano en la chaqueta e irguiéndose.
—Puedes llamarme Alphonse.
—De acuerdo. Vuelves para echar otra ojeada ¿no es así?
—Sí. Me escapé por un momento del terrible horario que me impuso Chadwick. ¡Oh, Dios!
—¿Qué sucede?
—¡Esa pieza del aparato detrás de ti pierde fluido magnético!
—¿Cómo? No hay ningún...
Sundoc se volvió hacia la izquierda y se inclinó para inspeccionar la pieza indicada. Luego se desplomó sobre ella.
El marqués sostenía en la mano derecha un calcetín con una barra de jabón anudada a su extremo. Volvió a guardársela en el bolsillo de la chaqueta, cogió a Sundoc mientras éste se deslizaba al suelo y lo ayudó a adoptar una posición supina. Lo cubrió con una tela encerada que protegía una máquina situada cerca de la pared.
Silbando quedó, dirigió a la pequeña consola que controlaba la cubierta del foso. Al cabo de un momento oyó el bajo ruido suspirante de la maquinaria. Fue hasta el borde y miró abajo con el casco en la mano.
—¡Qué semejante a la maravillosa Bestia de las Revelaciones! —musitó en el momento en que la criatura, sorprendida, bramó dejando caer los restos de una vaca y comenzó a brincar de un lado a otro del recinto con gran estrépito—. Anhelo unirme a ti, mi adorada. Sólo un momento más y...
—¡Eh! ¿Qué sucede aquí?
Los dos técnicos con los que se había cruzado en el camino acababan de entrar en el salón.
—¡Dé marcha atrás! ¡Dé marcha atrás! —gritó uno de ellos, y se lanzó a la carrera hacia el equipo que se encontraba cerca de la mesa de trabajo.
El marqués levantó el casco y se lo puso en la cabeza. Siguió un momento de deliciosa desorientación. Cerró los ojos.
...El muro se derrumbaba alrededor de él. Vio su propia figura diminuta tocada con el casco. Vio la primera figura de bata blanca que llegaba a la consola y la segunda que la seguía de cerca.
—¡No hagáis eso! —trató de decir.
Pero se pulsó un botón. De pronto, cesó el movimiento de las paredes. Saltó. ¡Dios, qué poder! Las barandillas de protección fueron destruidas. Vaciló en el borde del foso y luego avanzó. La consola y los técnicos desaparecieron por debajo de él. Bramó...
Baja la cabeza, él/ellos decidió/decidieron, para que pueda montar.
Con torpeza montó a horcajadas el cuello de la gran bestia.
Ahora iremos a dar un paseo. Por hoy eres mi artista invitado.
Por un instante la puerta resultó demasiado pequeña.
Al avanzar por el paseo paralelo a las aceras mecánicas, aquí y allí empezaron a oírse gritos. Un vehículo que se trasladaba lentamente se detuvo y sus pasajeros, vestidos con abigarradas ropas, se lanzaron todos a la huida. La brisa, la luz del sol, el canto de los pájaros ya no constituían una molestia. De hecho, apenas eran discernibles. Dio vuelta el vehículo del revés y bramó una canción. Por delante se levantaba el principal edificio de Chadwick. A esta hora del día debía encontrarse en el cuarto á rebours.
Con cada paso bamboleante que daba, sus sentimientos se iban intensificando.
Diseminando el terror, abandonó el paseo y penetró en el parque. Pasó a través de su elegante periferia de árboles, arbustos y macizos de flores como el viento a través de una criba. Los hologramas se cerraron sobre sí mismos tras él para susurrar en sus brisas imaginarias. Ocultos bajo el nivel de un grupo de tulipanes ficticios, un par de amantes fue aplastado en el momento del orgasmo. Un banco genuino se hizo astillas, un bote de basura quedó aplastado a su paso. La canción bramada ahogaba todo otro sonido.
Al surgir al otro lado del parque, cerca de su destino, trató de aplastar un pequeño coche negro que disminuía la marcha y parecía intentar aparcarse junto al camión azul que no había advertido antes. Lo evitó, sin embargo, y desapareció rápidamente por el camino.
Siguió adelante hacia la derecha de la entrada y dobló una esquina sin advertir el despliegue de una sombra que lo seguía, tan parecida a la que había yacido sobre el camión.
Cuando empezó a contar las ventanas en busca de la sección de la pared que era su objetivo, dejó de bramar. Dando zancadas jadeante y emitiendo risas ahogadas, no oyó el sonido de otros vehículos que se aproximaban a la parte delantera del edificio. Si lo hubiera oído, realmente no le habría importado.
—¡La muerte de Chadwick! —gritó—. ¡Ejecutada por Tyrannosaurus rex! ¡Bajo la dirección del marqués de Sade!
—Realmente —replicó Chadwick haciendo caer la ceniza de su cigarro—, hay modos más sencillos de presentar una renuncia.
La bestia se detuvo. La sombra partió volando de debajo de su cola, centímetros por delante de una copiosa emisión de orina. Las pastas delanteras se crisparon.
—El marqués ya se ha presentado por sí mismo —declaró Chadwick cubriendo con su brazo los hombros del hombre que lo acompañaba, haciéndolo avanzar y poniéndosele por detrás—. Marqués, quisiera presentarle a mi ex socio Red Dorakeen.
La sonrisa del marqués se desvaneció. La bestia se agitó incómoda.
—Quítese el sombrero —ordenó el marqués.
Red se quitó la gorra de béisbol y sonrió en torno al cigarro.
—Por cierto se parece a la foto que se guarda en el archivo —reconoció el marqués mientras Chadwick se inclinaba y arrancaba la información impresa de entre los dientes de la ESFINGE—. Pero ¿qué hace usted aquí? Ese hombre tiene planeado quitarle la vida.
—Pues, sí...
En el extremo del cuarto, en el lugar al que había volado la sombra, hubo una implosión. Escritorios, sillas, alfombras orientales, carrusel de bebidas fueron absorbidos por un oscuro tornado junto con fragmentos de las paredes y el cielorraso, los restos de una comida abundante, un leopardo embalsamado, un búho y lo que quedaba de un gato que había expirado algún tiempo antes en una alcoba cerrada por cortinas. Las cortinas también se agitaron y desaparecieron en el vórtice. Los tres hombres observaron con interés y algo menos inteligentemente el tiranosaurio, cuando la puerta de una nevera fue arrancada y su contenido absorbido con puerta y todo.
La columna oscura creció tragándose masivamente casi todo objeto suelto del cuarto. A cierta altura del proceso, comenzó a emitir un zumbido cuyo tono iba elevándose a medida que su volumen aumentaba.
—¿Entiendo que no se trata de un efecto meteorológico local? —inquirió Red.
—Es muy improbable —dijo Chadwick.
Dentro de la mesa cobró forma un enorme esbozo. El zumbido cesó. Ante ellos comenzó a conglutinarse una figura inmensa que abría un par de alas gigantescas. Permaneció inmóvil hasta que se hubo solidificado lo bastante como para que no cupiera duda acerca de su naturaleza.
Tenía casi el tamaño del tiranosaurio y, aunque su apariencia era aproximadamente la de un reptil, su forma era altamente estilizada. Sus escamas con forma de moneda iban del dorado en la parte anterior al negro azabache en el dorso, pasando por el cobre a través del rojo a lo largo de la cola y el ancho de sus grandes espaldas. Sus ojos eran grandes, dorados y tan hermosos que resultaba perturbador contemplarlos. De cada una de ambas ventanas de la nariz le emanaba una curva columna de humo. De un súbito movimiento avanzó dos metros y su cuello se adelantó como el de una víbora. Su voz era delicada y extrañamente nasal, y se acompañaba de suaves nubes grises de humo. No se dirigía a Red ni a Chadwick.
—¿Qué le has hecho a la pobre bestia?
El marqués se sintió incómodo.
—Señor o señora —declaró—, estoy en sintonía con su sistema nervioso y puedo asegurarle que no padece el menor daño. Por lo demás, tiene una implantación en su centro de placer que, si usted insiste, estimularé para procurarle tanta alegría como la pobre bestia sea capaz de experimentar...
—¡Basta!
—¿Frazier? ¿Dodd? —preguntó Red.
—Sí —replicó—. Pero no es a ti a quien me dirijo ahora. Buscaba a Chadwick y tú me trajiste a él. Pero en primer lugar... —De su boca surgieron llamas rugientes que luego amainaron—. ¡Es una abominación haber conectado así a una criatura tan bella!
—Estoy enteramente de acuerdo con usted —dijo el marqués— y me alegro de no haber sido yo quien lo hizo.
—Tú has incrementado el crimen cometido contra su espléndida persona. ¡Lo has manipulado!
—Le aseguro que sólo fue un préstamo temporario. Mis intenciones...
Chadwick tomó a Red por la manga y tiró de ella retrocediendo lentamente en dirección de la puerta.
—¡Al infierno con sus intenciones señor! Déjelo en libertad y pídale disculpas.
—¡Eso pondría en peligro mi vida!
—Su vida... y aún más está ya en peligro. ¡Póngalo en libertad!
Chadwick impidió con el pie que la puerta se cerrara en el momento en que el tiranosaurio, bramando, se lanzó sobre el dragón que lo esquivó sinuoso. Se deslizó fuera arrastrando a Red consigo y cerró luego la puerta con llave.
—Has aparcado por allí ¿no es eso? —preguntó Chadwick señalando con un ademán.
—Sí.
—¡Ven! En cualquier momento podrían irrumpir del cuarto.
Mientras avanzaban apresurados por el pasillo, hubo ruidos de destrozo y el piso se estremeció.
—Es mejor que emprendamos viaje inmediatamente —observó Chadwick—. No había previsto la rebelión de un empleado en este momento... o en esta escala. Podemos detenernos por lo necesario en algún otro sitio.
Por detrás les llegó el sonido de una explosión, un momento de silencio y luego la reanudación de la actividad en extremo ruidosa. Al mirar atrás, vieron el derrumbe de una pared en la vecindad del cuarto que acababan de abandonar. Los purificadores del aire absorbieron el humo que surgió.
Chadwick se echó a correr seguido muy de cerca por Red. En seguida chocó con un hombre de escasa estatura con una camisa llamativa, una ligera falda escocesa y gafas de lentes azul oscuro, que venía avanzando hacia la puerta. Al caer hacia atrás, el hombre recobró el equilibrio con sorprendente agilidad y echó mano al estuche de la cámara que llevaba colgada del hombro izquierdo.
—¡Por amor de Dios! ¡No! —gritó Chadwick.
Cuando el hombre empuñó la cámara, Red se encontraba junto a él. Su mano izquierda cogió la correa y tiró de ella haciéndolo perder de nuevo el equilibrio.
—¡No lo mate! —gritó Chadwick—. ¡La década negra ha terminado! ¡Hice cundir la orden de su cancelación!
—¿A él? —preguntó el hombrecito retrocediendo mientras Red le quitaba la cámara—. ¿A él? No tengo intención de hacerle daño. Jamás. En lo que a mí concierne el juego acabó. El único motivo por el que vine fue presentar mi renuncia mediante su muerte. Pero ahora...
Se volvió hacia Red.
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—Vine a poner las cosas en claro. Ya todo lo está mucho más ahora. No creo que hayamos tenido el placer...
—Sí, lo hemos tenido, pero veo que usted no lo recuerda. Mi nombre es Timyin Tin y los dragones me conciernen por motivos religiosos...
Una serie de fuertes pisadas acompañadas de ruidos de destrozos provenientes del interior del edificio comenzaron a aproximarse sin pausa.
—En ese caso, quédese donde está —dijo Chadwick—. No demorará en tener una profunda experiencia religiosa. —Tomó a Red por un brazo—. ¡Vayámonos pronto de aquí!
Se lanzó escaleras abajo dejando al hombrecito perplejo ante la puerta. Red iba dando tumbos al lado de él y señaló con la cabeza el camión azul. Al lado estaba aparcado el pequeño coche negro con el motor en marcha en el vacío. Las puertas del camión se abrieron al aproximarse ellos y Red se sentó en el asiento delantero frente al volante. Cuando Chadwick se hubo sentado junto a él, el motor se puso en marcha. Las portezuelas se cerraron y el vehículo comenzó a retroceder.
—El Camino —dijo Red.
—Nunca había tenido antes problemas laborales —comentó Chadwick.
—¿Quién es el raptado? —preguntó Flores.
La pared del edificio había comenzado a derrumbarse. Timyin Tin había bajado de espaldas las escaleras. El camión giró y avanzó rápidamente calle arriba.
—Extraño y previsible a la vez —observó Chadwick—. Por lo demás, oportuno.
Uno
Avanzando a toda velocidad Camino abajo, con el enorme arco dorado por sobre sus cabezas, Red encendió un cigarro y miró a su pasajero desde la sombra de la visera de su gorra. Chadwick, ataviado de diversos colores, con los gruesos dedos cubiertos de anillos, todavía sudaba como consecuencia de la corrida hacia el vehículo. Cada vez que se movía, el contorno programado del asiento se reajustaba radicalmente. Como lo hacía a menudo, el asiento alrededor de él se metamorfoseaba de modo constante. Golpeteaba con los dedos. Miraba por la ventana. Echó una mirada furtiva a Red.
Red le sonrió.
—Estás fuera de forma, Chad —comentó.
—Lo sé —contestó el otro bajando la vista—. Repugnante ¿no es así? Considerando que una vez fui... —Luego se sonrió—. Aunque no puedo negar que fue divertido.
—¿Un cigarro? —sugirió Red.
—No tengo inconveniente.
Lo aceptó, lo encendió y luego repentinamente se volvió y miró fijamente a Red.
—Tú, por otra parte —dijo haciendo ademanes con la mano que sostenía el cigarro— ya no eres tan viejo como antes. ¿Te preguntas por qué te odio?
—Sí —dijo Red—. Fuera de estar fuera de forma y excedido de peso y estar cubierto de pintura, diría que eres muy similar a la persona que conocí hace ya mucho. Creo que tu estado y el mío se parecen bastante, sólo que el tuyo está enmascarado.
Chadwick sacudió la cabeza.
—¡Vamos, Red! Eso no puede ser. ¿No crees que lo sabría, o lo sabrían mis doctores, si estuviera rejuveneciendo y volviéndome más fuerte y saludable?
—No. Sea cual fuere el proceso, tengo la impresión de que en tu caso debe luchar contra algo más rotundo. En tu caso tiene que correr para mantenerse en el mismo lugar. Para la vida que has llevado, creo que te encuentras en buenas condiciones. Aun con la protección médica más dedicada, cualquier otro probablemente estaría muerto en tu lugar.
—Me gustaría poder creerte, pero sólo en una cosa estoy de acuerdo: soy de una constitución muy fuerte.
—...Tienes afinidad con el fuego y el don de acumular dinero...
—¡Estás loco! A todo el mundo le gusta el dinero y las posesiones. Eso no prueba nada. En cuanto al fuego... —Chupó con fuerza el cigarro y exhaló una nube de humo—. Todo el mundo tiene sus peculiaridades. Sólo porque mi memoria es defectuosa...
—¿Quién era tu padre?
Chadwick se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Recuerdo haber vivido en una posada.
—Cerca de una entrada del Camino.
—¿Y eso qué prueba? Mi padre probablemente fue un hombre del Camino. De algún modo tuve que hacerme del talento. Eso no significa que haya sido algo semejante a ti... —Guardó silencio por un momento—. Luego—: ¡Oh, no! —exclamó—. No estás tratando de decirme que eres mi padre.
—Nunca lo dije... ni lo pensé. Pero...
—Todo esto tiene que ser una fantasía tuya. Es demasiado circunstancial. Hay demasiadas conjeturas, demasiadas premisas...
—Eso es lo que yo digo —interrumpió Flores—. Me gustaría que lo hicieras encerrar en alguna parte y que un terapeuta se hiciera cargo de él.
—Tienes razón —dijo Chadwick—. Gran parte de lo que hoy piensas se basa en una memoria muy flaca y en puras suposiciones.
Red masticó el extremo de su cigarro y miró a lo lejos.
—Muy bien —dijo finalmente—. Quizá sea así. Dime, entonces: ¿Por qué declaraste una década negra y aceptaste venir en mi compañía?
Los dedos de Chadwick tamborillearon sobre el tablero de instrumentos.
—En parte porque dijiste que crees que vas a morir de manera muy peculiar a la brevedad y despertaste mi curiosidad —dijo—. Y en parte porque quiero ver en qué irá a parar todo esto después de oír todos los disparates y suposiciones paranoides que te permití proponer a la ESFINGE y ayudarte en ella incluso. Y por último, porque tenía prisa de batirme en retirada.
—Viste aparecer a la criatura de la nada.
—Y en una larga y colorida carrera he visto cosas todavía más raras.
—Exactamente. De modo pues ¿por qué no dar crédito a mi historia?
—No tienes nada con qué respaldarla. Aun cuando estés en lo cierto, tengo razón en no creerte sin pruebas. Red, si hubiera sabido el estado en que te encuentras, no habría iniciado la batalla. No habría valido la pena.
—¡Calla!
Red se apartó.
—De modo que tú mismo abrigas algunas dudas. Supongo que ese es un síntoma saludable.
—¿No crees nada de lo que te dije?
—Creo que eres un loco... de origen desconocido... y que probablemente te precipitas a tu propia condena.
—¿Puede por favor alguien poner esa cinta en mi unidad exploradora? —preguntó Flores—. Quizá me lleve algún tiempo saber si queréis que os encuentre un lugar junto al mar en Bohemia.
—Hela aquí —dijo Chadwick alcanzándole la grabación.
Red la insertó en una hendidura. Todo estaba recopilado en ella.
—Algo hay que puedo deciros sin demora —dijo Flores—: éste va a ser todo un viaje.
—Ridículo —le contestó Chadwick poniendo el cigarro en el cenicero y cruzándose de brazos.
—Te guste o no, me estás ayudando. —También Red dejó su cigarro—. ¿Un viaje muy largo, Flores?
—Sí.
—Entonces haznos dormir. No quiero tener que hablar con él todo el tiempo.
—El sentimiento es mutuo —dijo Chadwick.
Empezó a oírse un suave sonido sibilante.
—Tendría que dormiros a los dos permanentemente y convertirme en un Holandés Errante, como el de ese coche del que oí hace algún tiempo, en viaje por los siglos con un par de esqueletos dentro.
—Muy gracioso —dijo Red inspirando profundamente.
Chadwick bostezó.
—Todo esto... —empezó a decir.
Dos
Randy había cambiado seis llantas averiadas. También había examinado el radiador y el generador y hecho reemplazar una correa del ventilador. Hizo poner además a punto el motor mientras se realineaban los frenos. Hojas lo puso todo despreocupadamente a cuenta de Red, cuenta con la que, tarde o temprano, tendría una cita. Y vaya uno a saber cuánto combustible. Ya nadie seguía el rastro de la cantidad.
Y continuaron adelante...
—¿A dónde? —repetía Randy—. ¿Cuándo?
—Lo sabré cuando lo vea —replicaba Leila.
—A este ritmo nos llevarás a la Edad del Hielo.
—No creo que tan lejos.
—¿Aparecerá allí? ¿Estás segura?
—Me temo que sí. De prisa.
—¿Y quieres salvarlo de una muerte que, según dices, él desea...?
—Ya hemos pasado por todo esto.
—¿... por qué crees que tendrá por resultado una transformación?
—Esa es la razón por la que me dejó abandonada —dijo Hojas—. Capté su deseo de muerte antes de que él estuviera dispuesto a admitirlo.
—Pues entonces es evidente que ninguna de vosotras le cree.
—Yo creo en mis propias visiones —dijo Leila—. Si muere allí, sencillamente muere. Punto final.
Randy se frotó la barba apenas crecida del mentón y sacudió la cabeza.
—No sé si yo intentaría disuadirlo de hacer lo que quiera, parezca ello fútil o no. Todo lo que yo pretendía era conocerlo. Ni siquiera sé qué le diría.
—Ya lo has conocido.
—Mejor, explícate.
—Esa vieja pareja que tuvo inconvenientes con su coche. Éramos nosotros... Reyd y yo... hace mucho tiempo atrás, antes de que nos volviéramos jóvenes. Eras tú. No lo recordé hasta entonces...
—¿Qué diablos fue eso?
—¿Qué?
—Algo enorme... como un aeroplano... pasó volando.
—Yo no vi nada.
—Estaba atrás. Lo vi en el espejo retrovisor.
Leila sacudió la cabeza.
—No hay modo de saberlo. Viajando por el tiempo como lo estamos haciendo nosotros, cualquier cosa sería visible por una fracción de segundo tan minúscula que ni siquiera subliminalmente tendríamos conciencia de ello. Hojas ¿tú detectaste algo?
—No.
—Pues ahí tienes...
Él señaló.
—¡Allí arriba! ¡Ha vuelto!
Leila se inclinó hacia adelante rompiendo su cigarro contra el parabrisas.
—¡Maldición! —exclamó—. Parece un... Desapareció otra vez.
—Un dragón —dijo Randy—. Como los de los cuentos de hadas.
Leila volvió a acomodarse en su asiento.
—De prisa —dijo.
—Vamos al máximo de velocidad posible.
La peculiar sombra no volvió a reaparecer. Al cabo de quince minutos pasaron junto a un desvío y Leila levantó la mano.
—¿Qué sucede? —preguntó él presionando los frenos—. ¿Es este el lugar?
—No. Por un momento me lo pareció, pero no. Sigue adelante. Tengo la impresión de que nos estamos acercando.
Durante la hora siguiente pasaron junto a varias salidas; en todas ellas había señales con figuras. Luego hubo un largo trecho ininterrumpido. Finalmente, a la distancia, apareció otra. Leila se inclinó hacia adelante mirando con atención.
—Es aquí —dijo—. Detente. El zigurat azul... La última salida a Babilonia. Este es el lugar.
Él se dirigió al borde del Camino. De pronto era de mañana y el sol golpeaba con la intensidad del verano. Randy bajó el vidrio de su ventanilla. Miró atrás. Miró alrededor de sí. Le pareció que pasaba una sombra, pero la perdió de vista antes de poder tener certeza de ello.
—No veo nada inusitado —dijo—. No parece haber nadie más que nosotros. ¿Y ahora qué?
—Lo logramos —contestó Leila—. En términos del tiempo del Camino, le tomamos la delantera. Quédate en el borde y coge la salida. Ve por ella unos cien metros. Luego retrocede hasta la ruta de acceso y aparca de lado para bloquearla; así tendrá la oportunidad de frenar. Luego bajaremos y le haremos señales de que descienda. Tenemos que impedir que coja esta salida.
—Aguardad un momento —dijo Hojas mientras Randy se ocupaba de las velocidades—. ¿No corremos el riesgo de provocar lo que intentamos impedir?
—Eso sí es atinado —dijo Leila—. ¿Tienes señales luminosas, Randy?
—Pues sí.
—Al retroceder iremos colocando unas cuantas. Deja las luces del auto encendidas además... y cuelga de la ventanilla tu camiseta, o una manga de la camisa o algo por el estilo.
—Muy bien.
Avanzó y dio la vuelta.
Uno
Red se frotó los ojos y miró a la derecha. También Chadwick empezaba a moverse.
—Piano —susurró—. ¿Estamos cerca?
—Muy cerca. Por eso te desperté. ¿Tienes idea de lo que harás cuando encuentres el lugar mágico?
Red volvió a mirar a Chadwick.
—Quiero abandonarlo antes de que lleguemos. Es por su propio...
—¡No! —gritó Chadwick irguiéndose—. ¡No te vas a deshacer de mí ahora! Quiero ser testigo de esta locura hasta el final.
—Empezaba a decir que era por tu propio bien. Querrás apartarte de lo que suceda ¿no?
—Sé lo que hago. ¡Mejor que tú, necio! Todavía no te ha llegado la hora.
—¿Qué quieres decir con eso? Estoy tratando de hacerte un favor y por toda respuesta me buscas pelea. ¡Flores! ¡Frena!
La mano de Chadwick se lanzó hacia adelante y de un golpe puso en marcha la conducción de automática a manual. Inmediatamente el vehículo se precipitó hacia la izquierda. Red asió el volante y lo hizo girar.
—¡Loco! ¡Hijo de puta! ¿Estás tratando de matarnos a los dos?
Eso provocó en Chadwick una risa desenfrenada. Luego aplicó un golpe de hacha con la mano sobre el antebrazo de Red e intentó alcanzar la llave de conexión.
Red empezó a frenar. Miró a Chadwick.
—¡Oye! Si estoy en un error, después te recogeré. Pero si estoy en lo cierto, no querrás estar conmigo. Voy al encuentro de mi destino. Yo...
Había empezado a girar el volante hacia la derecha. Chadwick se echó sobre él e intentó volverlo hacia la izquierda.
—¡Cuidado! ¡Gente!
Red miró y vio a Leila que hacía señales con ambos brazos levantados por sobre la cabeza y un pañuelo en la mano. Algo más lejos un joven también hacía señales.
Mientras pasaban como una exhalación, Chadwick le aplicó un golpe en la mandíbula. La cabeza de Red dio contra la ventanilla. Chadwick volvió a apoderarse del volante.
—¡Basta! ¡Los dos! —gritó Flores—. ¡Que alguien gire la llave!
Pasaron junto a una señal luminosa. Al darle en la cabeza con el codo a Chadwick, que cayó de espaldas en su propio asiento, Red vio la señal del zigurat azul. Su mano se lanzó hacia adelante entonces poniendo de nuevo el vehículo en conducción automática y comenzó a girar hacia la salida.
Los frenos entraron en funcionamiento inmediatamente cuando Flores anunció:
—¡Camino bloqueado!
Las ruedas chillaron. El terreno a la izquierda del camino desapareció bruscamente. El declive de la derecha, si bien era pedregoso, era más gradual por sobre la tierra amarilla...
Red giró el volante a la izquierda. Éste se volvió hacia la derecha.
—Lo siento, jefe —dijo Flores—. Uno de los dos está equivocado y espero que seas tú.
Algo suave y pesado lo envolvió cuando abandonaron el camino y dieron contra el declive. Oyó que la portezuela se abría. Fue despedido.
Cayó, dio contra el suelo, rodó... Perdió el conocimiento. Cuánto tiempo, no habría podido decirlo, aunque no pareció demasiado.
Oyó crepitar de llamas. También parecían oírse gritos a la distancia. Respiró varias veces profundamente. Se estiró y luego quedó distendido. No parecía tener nada roto...
Empezó a luchar con su capullo. Era de una sustancia resistente, blanca y espumosa.
Los gritos se oyeron de más cerca. Más de una voz, pero todavía no le era posible discernir las palabras.
Se pasó las manos por el estómago hacia el pecho. Tuvo un súbito dolor agudo en la parte izquierda de la caja toráxica.
Aferró la tela que tenía por delante, le clavó las uñas, la cogió con los dedos, tiró de ella. Fue cediendo lentamente. La asió con mayor firmeza y tiró con más fuerza.
Quedó desgarrada. Extendió los brazos y tiró hacia abajo. Fue desprendiéndosele de los hombros. Empezó a arrastrarse. Oyó la voz de Leila que lo llamaba por su nombre. La vio correr hacia él.
Se apartó y miró abajo por el declive donde su camión, volcado de lado, estaba ardiendo. Trató de ponerse de pie, pero su pie quedó atrapado en la sustancia esponjosa y resbaló quedando sentado en la hierba; se envolvió con sus propios brazos. El costado todavía le latía.
—No —dijo mientras miraba arder el camión—. No...
Una mano se le apoyó en el hombro. Él no levantó la vista.
—¿Reyd...?
—No —repitió él.
Por debajo de ellos, de pronto el camión floreció en una bola de fuego. Momentos más tarde una ola de calor los bañó. Red levantó las manos justo en el momento en que Randy se acercaba y se detenía a varios pasos de distancia.
—Pudiste haber estado allí... —empezó Leila.
La mano de Red se lanzó adelante con un dedo extendido.
Las llamas cesaron. Se elevó una torre de humo. Algo parecía estar moviéndose dentro de ella elevándose en una lenta espiral.
—Allí —dijo él. Luego—: Ahora comprendo.
Pero sobre el vehículo humeante se elevó la forma de un enorme dragón gris verdoso.
—Era a Chadwick a quien le había llegado la hora —dijo ella—. Todas tus acciones no tuvieron otro objeto que servirle.
Red asintió sin apartar la vista de la forma sinuosa que se levantaba en el aire. Todos sus movimientos eran graciosos y rayaban en lo erótico. Era una danza aérea de libertad, distensión y abandono.
De pronto se detuvo y miró hacia donde ellos se encontraban. Extendió las alas y se lanzó sobre ellos. Cuando estuvo muy cerca, de algún modo se las compuso para elevarse.
—Gracias, hijos —dijo con voz rica y melodiosa—. Hicisteis por mí lo que yo no supe hacer por mí mismo.
Voló lentamente en círculo por sobre sus cabezas.
—¿Cuál es el secreto? —preguntó Red—. Yo recordaba más que tú. Creí que lo estaba preparando todo para mí.
Miró hacia arriba donde ahora se agitaba otra forma oscura.
—Los sucesos, hijo. Los sucesos y su manipulación inconsciente —replicó—. No puedo aconsejarte porque todos somos distintos. Mantente alerta si lo crees necesario. Puede que para ti ese sea el medio. Pero tu hora no ha llegado todavía. Cuando llegue, la ayuda puede venirte de cualquier parte... de un amigo, de un enemigo, de un extraño, de un pariente... En cuanto a mí, he llegado a mi patria. Esperemos volver a encontramos algún día.
Se retorció bruscamente y empezó a remontar a la luz de la mañana; sus escamas resplandecían como espejos de oro. Comenzó a agitar las alas, lentamente en un principio, luego más rápido, ascendiendo y empequeñeciéndose mientras ellos observaban. Otra forma alada pasó junto a él. No tardaron en perderse de vista.
Por un momento, Red se cubrió la cara con las manos. El viento había cambiado y ahora le llegaba el olor de su camión quemado.
—Por favor ¿puede alguien venir a recogerme —dijo una vocecita desde el pie de la colina— antes de que esta maldita vegetación empiece a arder?
—¿Flores? —dijo él dejando caer las manos y empezando a ponerse de pie.
Pero el joven estaba allí, de pie ante él. Recobró el libro, encerrado en una cápsula que había sido despedida, y volvió con él ascendiendo el declive. Red lo observó con atención.
—Reyd, tengo el placer de presentarte a tu hijo Randy —dijo Leila.
Red frunció el entrecejo.
—¿De dónde eres, muchacho?
—Cleveland, S Veinte.
—Que me condenen... ¿Blake o Cartago?
—Sí. Pero ahora me hago llamar Dorakeen.
Red avanzó y pasándole el brazo por sobre los hombros, lo miró en los ojos.
—Pues sí, pues sí es así realmente, de lo cual me alegro. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Te buscaba. Hojas me enseñó el camino. Luego encontré a Leila...
—Lamento interrumpir este diálogo —dijo Leila—, pero es mejor quitar ese vehículo de allí antes de que alguien llegue.
—Sí.
Volvieron al camino secundario.
—Eh... ¿Cómo debo llamarte? ¿Padre?
—Red. Sólo Red. —Miró a Leila—. De pronto, siento la mente despejada. Algo semejante a la niebla ha desaparecido.
—Este fue el último pájaro negro —contestó ella.
—Sabes, habría echado de menos a Randy si se hubiera tratado de mí.
—Sí.
—Vayamos a Ur a beber una cerveza. La cerveza de Ur siempre fue excelente.
—Por mi parte, encantado —dijo Randy—. Hay muchas cosas que quiero preguntarte.
—Pues claro. Y yo, a mi vez, tengo mucho que preguntarte a ti. Tenemos que trazar planes.
—¿Planes?
—Sí. De acuerdo con mi punto de vista, los griegos tienen que triunfar todavía en Maratón.
—Lo hicieron.
—¿Cómo?
—Así lo cuentan los libros de historia.
—Tú llegaste al S Veinte. ¿Dónde?
—Cerca de Akron.
—¿Te es posible rastrear el camino que seguiste?
—Creo que sí.
—¡Pues lo haremos! ¡Espera! Nos detendremos en Maratón primero para ver cómo va el puntaje. Puede que haya intervenido algún otro factor.
—¿Red?
—¿Sí?
—No sé de qué estás hablando.
—Perfectamente. Te lo explicaré...
—Mondamay me estará buscando —interrumpió Flores—. Creo que es mejor dejar un mensaje.
Red hizo castañear los dedos.
—Correcto. Vosotros, quitad el coche. Yo regresaré en un minuto.
Se volvió y bajó lentamente por el declive con la mano sobre el costado. Recogió un trozo de metal retorcido y aún caliente y grabó con él ESTAMOS COMIENDO EN UR. RED sobre la portezuela combada del camión que todavía ardía.
—¿Siempre la realidad parece desatinada alrededor de él? —preguntó Randy.
—Yo nunca noté nada raro —dijo Leila palpándose el bolsillo, encogiéndose de hombros y exhalando una llamita para encender su cigarro— hasta después del otro incendio. Pero ahora parece haber recuperado la normalidad.
—“De ce terrible paysage, tel que jamáis mortel n’en vit, ce matin encore l'image, vague et lointaine, me ravit..." —empezó Flores—. Quizá también yo soy un dragón... y sólo sueño ser un libro.
—No me sorprendería para nada —dijo Leila subiendo al coche—. Hojas te presento a Flores.
Hubo una doble explosión de descargas.
Dos
En el curso de un ayuno en la montaña en la Abisinia del S Once, Timyin Tin contemplaba a los amantes.
Acercándose, hasta rozar al tiranosaurio, Chantris le acarició la cabeza vendada y el dorso con un ala oscura.
—Mi pobre querido. Te sientes mejor ahora ¿no?
El tiranosaurio emitió un suave quejido y se apretó contra ella.
—Gracias por facilitarnos esta deliciosa morada campestre —le dijo ésta a Mondamay, que había contribuido a rescatarlos de entre las ruinas del palacio de Chadwick— y también gracias a ti, hombrecito, por ayudar a nuestro transporte.
Timyin Tin hizo una profunda reverencia.
—Rendir servicio a un dragón de Bel'kwinith es un honor casi excesivo como para que pueda soportarlo —contestó—. Deseo que en este lugar de tu agrado goces de toda alegría posible.
El tiranosaurio gruñó repetidamente. La dragona se echó a reír y lo acarició.
—No es muy inteligente —dijo— pero ¡qué cuerpo!
—Tu complacencia me complace —dijo Mondamay—. Te dejaremos ahora entregada a la felicidad, porque debo recorrer el Camino en busca de mi propio amor. Este destructor humano se ha ofrecido a ayudarme. Después nos dedicaremos a la alfarería y al cultivo de flores. Timyin Tin, si estás pronto, ven, móntate en mis espaldas.
Chantris, exhalando una tenue espiral de humo pálido dijo:
—Podrías dirigirte a la última salida a Babilonia, cerca de la señal del zigurat azul. Nosotros los dragones contamos con fuentes de información inusitadas.
—Te lo agradezco —dijo Mondamay mientras Timyin Tin subía a sus espaldas y se aferraba a sus hombros.
Se remontaron en el aire mientras bramidos y agudas risas llenaban el valle a sus pies.
En un edificio de adobe con suelo de tierra en Ur, Red, Leila y Randy, vestidos con ropas nativas, bebían la cerveza local en cuencos de arcilla. Se les aproximó un hombre moreno y rechoncho vestido de manera similar.
—¿Randy?
Levantaron la vista.
—¡Toba! —exclamó Randy—. Te debo un trago. Siéntate. Seguro que recuerdas a Leila. ¿Conoces a mi padre, Red Dorakeen?
—Poco más o menos —dijo Toba estrechándole la mano—. ¿Tu padre? ¡Vaya, vaya!
—¿Qué haces en Ur?
—Esta es mi patria original y estoy temporariamente sin trabajo. De modo que vine a visitar a mis parientes y a preparar un nuevo empleo.
Señaló con la cabeza un rincón donde varios sacos de arpillera estaban apoyados contra las paredes.
—¿Qué clase de empleo? —preguntó Red dejando a un lado el cuenco y enjugándose la boca.
—Oh, a unos sesenta Ss Camino arriba soy arqueólogo. De vez en cuando regreso para enterrar unas pocas cosas. Luego avanzo y vuelvo a excavarlas. A decir verdad, ya he escrito el ensayo sobre esta tanda. Es un ejemplo bastante interesante de difusión cultural. En esta oportunidad tengo algunos artefactos de Mohenjo-Daro verdaderamente singulares.
—¿No es eso una especie de... estafa? —preguntó Randy.
—¿Qué quieres decir?
—Al enterrar cosas de ese modo... Estás alterando el registro arqueológico.
—¡Vaya, no! Como ya lo dije, yo soy de aquí. Y tendrán verdaderamente seis mil años de antigüedad cuando las descubra.
—Pero ¿no darás una idea tergiversada acerca de Ur y Mohenjo-Daro?
—No lo creo. Ese tío con el que estaba bebiendo en el rincón es de Mohenjo-Daro. Lo conocí en la Feria Mundial de 1939. Hice muchos negocios con él desde entonces.
—Es una ocupación muy... peculiar —observó Randy.
Toba se encogió de hombros.
—Es un medio de manutención —dijo—. Me alegro de que todavía vivas, Red.
Red se sonrió.
—Es una ocupación —dijo—. A decir verdad, lo estábamos discutiendo...
En algún lugar, el Barón Rojo y Saint-Exupéry se trenzaban sobre la campiña francesa. Juana vio sus formas en el cielo como crucifijos en contienda.
Un hombrecito frenó su Volkswagen negro cuando vio volcar el camión azul y comenzar a arder. Lo observó durante un instante y luego continuó la marcha.
Solitarios, poderosos y plenos de sabiduría, los grandes dragones vuelan sobre Bel’kwinith soñando el trazado de los caminos.
El mensajero cayó sobre los peldaños de la Acrópolis. Antes de morir, comunicó la nueva de Maratón.
FIN