Publicado en
agosto 29, 2010
ETIQUETA NEGRA
J U C A R
Colección dirigida por PACO IGNACIO TAIBO II
Título original: Night ofthe Jabberwock Traducción: S. I. González Cubierta: Juan Cueto y Silverio Cañada Ilustración de cubierta: Montaje realizado a partir de las ilustraciones de John Tenniel para la edición original de Alicia en el País de las Maravillas Primera edición: octubre de 1987
® 1950 by Fredric Brown ® de esta edición, Ediciones Júcar, 1987
Fernández de los Ríos, 20. 28015 Madrid. Alto Atocha, 1. Gijón I.S.B.N.: 84-334-3657-0
Depósito Legal: B. 37.502 - 1987
Compuesto en AZ Fotocomposición S. Coop. Ltda.
Impreso en Romanyá/Valls. C/. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Printed in Spain
NOTA
Brown, nacido en 1906, es uno de los más prolíficos autores de literatura popular norteamericana. Su obra se mantiene en niveles de medianía, que se rompen de vez en cuando con una novela excepcional, tanto en la ciencia-ficción (Marciano, vete a casa), como en el policiaco (The screaming Mimi The far cry y sobre todo La noche a través del espejo, en un claro homenaje a la obra de Lewis Carroll.
Con un comienzo espectacular en el género policiaco, donde gana el Edgar por The fabulous Clipjoint Brown, alternando con novelas de primera calidad, produce en el género policiaco una serie protagonizada por un par de detectives, Ambrose Huntery su sobrino Ed, que goza de un inmerecido éxito entre los lectores.
Algunas de sus obras han sido editadas en España aisladas entre sí, y en México la fenecida colección «Caimán» le publicó dos docenas de libros haciéndolo muy popular entre los lectores de Latinoamérica.
La noche a través del espejo, que es una aportación a nuestra colección del crítico catalán Javier Coma, ha sido considerada por buena parte de la crítica norteamericana y francesa como la obra mayor de este autor.
Jean Fierre Deloux ha dicho de ella: «La noche a través del espejo, que une la novela criminal a lo fantástico, ocupa un puesto totalmente aparte en la literatura policiaca. Incluso a pesar de los muy numerosos escritos fantásticos y narraciones de F.B., a esta novela puede considerársela su obra maestra. Aparece en el conjunto de la obra de Brown como un enigma singular y extraño aunque el autor haya ofrecido algunas claves refiriéndose a Charles Ford y Carroll».
Brown, alcohólico impenitente, se retiró en 1963 y murió nueve años después en Arizona.
PIT II
CAPÍTULO UNO
Estaba rabríante, y los desliagilosos tovas girorroscaban y cernían por la vaguaba:
mimosérrimos estaban los borogovos,
y los razas de momio barrimullaban.
En mi sueño estaba en medio de la calle Oak y era una noche muy oscura. Las farolas estaban apagadas; solamente un pálido rayo de luna destellaba en la hoja de la enorme espada con la que hacía molinetes por encima de la cabeza mientras el Jabberwock se acercaba reptando. Se arrastraba por el empedrado, plegando las alas y poniendo los músculos en tensión, preparándose para abalanzarse rápida y definitivamente; las uñas de sus garras repiqueteaban en las piedras como lo hacen los tipos sobre el rayado de la linotipia. Entonces, asombrosamente, me habló.
—Doc, —decía— despierta, Doc.
Una mano —no era la mano de un Jabberwock— me sacudía el hombro.
Y estaba empezando a atardecer en lugar de ser noche oscura, y estaba sentado en la silla giratoria ante mi escritorio destartalado, mirando a Pete por encima del hombro. Pete me sonreía.
—Ya acabamos, Doc, —me dijo— solo tienes que cortar dos líneas de este último y acabamos. Temprano, por una vez.
Me puso delante una galerada a la que solamente le sobraba una línea de tipos. Cogí el lápiz azul y taché dos líneas, y resultaron ser una frase completa, así que Pete no tendría que recomponer nada.
Se fue hacia la linotipia, la cerró, y al punto todo se quedó tranquilo, tan tranquilo que podía oír como goteaba el grifo del rincón más lejano.
Me levanté y me estiré, sintiéndome mejor, aunque estaba como un poco ido por haber estado dormitando mientras Pete se dedicaba a componer aquella última prueba. Por una vez, por un sólo jueves, el Carmel City Clarion estaba listo para imprenta temprano. Claro que no contaba ninguna novedad, pero de todos modos nunca había ninguna.
Y no eran más de las seis y media y aún no estaba oscuro en la calle. Habíamos acabado varias horas antes de lo habitual. Decidí que aquello merecía un trago, aquí y ahora.
La botella que tenía en el escritorio contenía bastante whisky para un buen trago o para dos cortos. Le pregunté a Pete si quería un sorbo y me dijo que no, que todavía no, que esperaría hasta llegar a Smiley's, así que me suministré una buena dosis, como había esperado poder hacer. Y había estado bastante seguro al invitar a Pete, porque rara vez tomaba nada antes de haber terminado la jornada. Y aunque mi parte del trabajo ya estaba acabada, Pete todavía tenía por delante al menos una hora con las máquinas.
La bebida hizo el efecto de calentarme el estómago justo por debajo del cinturón mientras me acercaba, caminando despacio, hacia la ventana que estaba junto a la linotipia, a la vez que contemplaba el quedo crepúsculo. Las luces de Oak Street se encendieron como en un destello mientras estaba allí de pie, mirando. Había estado soñando ¿qué había estado soñando?
En la acera de enfrente Miles Harrison dudaba delante de la taberna de Smiley como si le tentase el pensamiento de una buena jarra de cerveza fresca. Casi podía decir cómo le trabajaba el pensamiento: «No, soy el alguacil del condado de Carmel y todavía tengo trabajo que hacer esta noche, y además no bebo cuando estoy de servicio. La cerveza tendrá que esperar».
Sí, debe haber ganado su conciencia porque ha seguido caminando.
Me pregunto ahora, porque, naturalmente, no me lo pregunté entonces, si, si hubiese sabido que iba a estar muerto antes de medianoche, no se habría parado a tomar aquella cerveza. Creo que lo habría hecho. Se que yo lo habría hecho, pero no es prueba de nada porque yo lo habría hecho de todos modos; yo nunca he tenido conciencia como Miles Harrison.
Detrás de mi, Pete estaba preparando la última línea de tipos de la caja de la primera página. Me dijo:
—De acuerdo, Doc, entra bien. Hemos terminado.
—Pon en marcha las prensas —le dije.
Era una forma de hablar, claro. No había más que una prensa y ni siquiera era giratoria, porque era una Miehle vertical con pistón y funcionaba de arriba a bajo. Y ni siquiera iba a funcionar hasta la mañana siguiente. El Clarion es un semanario que sale los viernes; lo dejamos acostadito los jueves por la tarde y Pete lo saca de las prensas el viernes por la mañana. Y no es precisamente de gran tirada.
Pete me preguntó:
—¿Vas a ir hasta Smiley's?
Era una pregunta tonta; siempre me llego hasta Smiley's los jueves por la tarde, y normalmente, cuando ha terminado de cerrar la edición, Pete viene también, un rato al menos.
—Claro —le dije.
—Entonces te llevaré las pruebas ajustadas —dijo Pete.
Pete siempre hace eso también, aunque yo rara vez hago otra cosa que echarles una ojeada. Pete es demasiado buen tipógrafo corno para que yo sea capaz de apreciar erratas gordas, y las de poca importancia pasan desapercibidas en Carmel City.
Yo ya estaba libre y Smiley's me esperaba, pero por alguna causa no tenía ninguna prisa por marcharme. Era agradable, después del duro trabajo del jueves, y que no os engañe aquella siestecilla; había estado trabajando, estar allí de pie contemplando la calle tranquila y el crepúsculo apagándose, y tener en perspectiva un intenso plan de campaña de no hacer absolutamente nada durante el resto de la tarde, ayudado además por unos cuantos tragos.
Miles Harrison, como a una docena de pasos más allá de Smiley's se detuvo, se dio la vuelta, y tomó el rumbo adecuado. Bien, pensé, así tendrá alguien con quien beber. Me aparté de la ventana, y me puse la chaqueta del traje y el sombrero.
Dije «Hasta luego, Pete», y bajé las escaleras saliendo a la cálida tarde de verano.
Había juzgado mal a Miles Harrison; salía ahora de Smiley's pero demasiado pronto incluso para poder haberse tomado un trago a toda prisa, y estaba abriendo una cajetilla de tabaco. Me vio y me saludó con la mano, esperando a la puerta de Smiley's para encender un cigarrillo mientras yo cruzaba la calle.
—Tómate un trago conmigo, Miles —le sugerí.
Sacudió la cabeza lamentándose:
—Me gustaría poder hacerlo, Doc. Pero luego tengo trabajo.
Ya sabes, tengo que ir con Ralph Bonney hasta Neilsville a buscar la nómina.
Claro, lo sabía. En un pueblo todo el mundo lo sabe todo.
Ralph Bonney era el dueño de la Compañía Pirotécnica Bonney, que estaba justo a las afueras de Carmel City. Hacían fuegos artificiales, mayormente cohetes enormes para las ferias y los desfiles municipales, que se vendían en todo el país. Y durante algunos meses del año, justo hasta el primero de julio, trabajaban en turnos de noche y de día para poder atender los pedidos del cuatro de julio.
Y Ralph Bonney tenía alguna cosa contra Clyde Andrews, el pre-sidente del Banco de Carmel City, así que tenía las cuentas en Neislville. Se iba en coche todos los jueves por la noche hasta Neilsville donde le abrían el banco para darle el efectivo correspondiente a la nómina del turno de noche. Miles Harrison, ya que era el alguacil, siempre le acompañaba en calidad de escolta.
A mí siempre me pareció un procedimiento estúpido, porque la nómina del turno de noche no ascendía a más de un par de miles de dólares, y Bonney podía muy bien recogerla junto con la cantidad correspondiente a la nómina del turno de día y guardarla en la oficina, pero así era como hacía las cosas.
Le dije:
—Claro, Miles, pero aún faltan unas horas para eso. Y un trago no va a hacerte daño.
Me sonrió con una mueca:
—Ya se que no, pero probablemente me tomase otro porque el primero no me habría sentado mal. Así que prefiero seguir la norma de no tomarme ni siquiera un trago antes de acabar el servicio, y si no la sigo fielmente me hundiré como un plomo. Pero gracias de todos modos, Doc, quizás tome algo más tarde.
Tenía razón, pero me habría gustado que no hubiese sido así. Me gustaría que me hubiera dejado invitarle a una copa, o a unas cuantas, porque aquello no valía ni el papel en el que estaba impreso para un hombre que iba a ser asesinado antes de la medianoche.
Pero no lo sabía, así que no insistí. Le dije: «de acuerdo, Miles», y le pregunté por los niños.
—Están muy bien los dos. Pasa a vernos cuando quieras.
—Naturalmente —le dije, y entré en Smiley's.
Grande y calvo, Smiley Wheeler estaba solo. Me sonrió cuando entré y me dijo:
—Hola, Doc. ¿Qué tal sigue el negocio de la edición? —y se puso a reír como si hubiera dicho algo graciosísimo. Smiley no tiene el más mínimo sentido del humor, y tiene la curiosa y equivocada idea de que es capaz de ocultarlo riéndose prácticamente de cualquier cosa que dice o que oye decir.
—Smiley, me haces daño —le dije. Siempre resulta más seguro decirle la verdad directamente, porque da igual el grado de seriedad que uses, Smiley cree que estás de broma. Si se hubiese reído le habría dicho donde me hacía daño, pero por una vez no se rió. Me alegro de que hayas venido temprano, Doc. Esta tarde está todo muy aburrido por aquí.
—Carmel City es siempre aburrido por las tardes —le dije— y en general me gusta que sea así. Pero por Dios, ojalá ocurriese algo un jueves por la tarde. Me encantaría que por una vez en mi larga carrera tuviese una historia caliente con la que poder hacer estremecerse a los lectores.
—Diablos, Doc, nadie pretende que haya noticias frescas en un semanario pueblerino.
—Ya lo sé —dije—, por eso me gustaría poder engañarles por una vez. Llevo sacando el Clarion desde hace veintitrés años. Una noticia bien fresca. ¿Es pedir demasiado?
Smiley frunció el ceño.
—Ya ha habido un par de robos. Y un asesinato hace años.
—Claro —dije yo—, ¿y qué? Uno de los obreros de la fábrica de Bonney tuvo una pelea de borrachos con otro y le pegó demasiado fuerte en la zurra que se dieron. No es un asesinato; es un homicidio, y de todos modos ocurrió en sábado, y ya era agua pasada, todo el pueblo ya se había enterado, el viernes siguiente cuando salió el Clarion.
—De todos modos compran tu periódico, Doc. Miran a ver si sus nombres aparecen en las notas de sociedad y en los servicios religiosos, y también quien vende una lavadora usada y... ¿quieres un trago?
—Ya era hora de que uno de los dos pensara en ello —dije.
Me sirvió una copa, y para que no tuviera que bebérmela solo, él se sirvió una corta. Bebimos, y le pregunté:
—¿Crees que Carl vendrá esta noche?
Me refería a Carl Trenholm, el abogado, que es mi mejor amigo en Carmel City, y uno de los tres o cuatro del pueblo que juegan al ajedrez y con quien se puede llegar a hablar de algún tema interesante que no sean o las cosechas o la política. Carl venía a menudo por Smiley's los jueves por la tarde, porque sabía que yo aparecería siempre por allí para tomarme al menos un par de copas después de dejar lista la edición del periódico.
—No creo —dijo Smiley—, Carl estuvo aquí casi toda la tarde y se puso un tanto alegre, estaba celebrándolo. Esta mañana acabó pronto en el juzgado y había ganado el caso. Supongo que se habrá ido a casa a dormirla.
—Maldita sea —dije yo—, ¿no habría podido esperar hasta esta tarde? Le habría ayudado... Dime, Smiley, ¿me has dicho que Carl lo estaba celebrando porque había ganado el caso? Salvo que estemos hablando de dos cosas distintas, lo habrá perdido. ¿Se trataba del divorcio de Bonney?
—Claro.
—Entonces Carl representaba a Ralph Bonney, y la mujer de Bonney obtuvo el divorcio.
—¿Es eso lo que pones en el periódico, Doc?
—Claro —le dije—. Es lo más cercano a una buena noticia que viene en el número de esta semana.
Smiley sacudió la cabeza:
— Carl me dijo que esperaba que no lo incluyeras, o que si lo hacías que quedase reducido a una nota pequeña, que mencionaras sólo que ella obtuvo el divorcio.
—No lo entiendo, Smiley. ¿Por qué? ¿Acaso Carl no perdió el caso?
Smiley se inclinó confidencialmente sobre el mostrador de la barra, aunque éramos nosotros dos los únicos que estábamos en su local. Me dijo:
—Pues es así, Doc. Bonney quería el divorcio. Esa mujer suya es una perra, ¿entiendes? Solo que no tenía argumentos para presentar la demanda, salvo su propio testimonio, no tenía a nadie a quien le hubiera gustado llevar a juicio, ¿entiendes? Así que, bueno, pues como si se hubiese tenido que comprar la libertad. Pactó con ella para que presentara la demanda, y tuvo que acceder a todo lo que ella quiso. ¿De dónde sacaste tu versión?
—Del juez —dije.
—Bueno, pues solamente ha visto la apariencia, Carl dice que Bonney es un buen tipo y que todas las acusaciones de crueldad y malos tratos no eran más que invenciones. Que nunca le había puesto la mano encima. Pero esa mujer era tal infierno en marcha que Bonney habría admitido lo que fuera con tal de verse libre de ella. Y encima tuvo que darle cien de los grandes para poder arreglarlo. Carl estaba preocupado por el caso, porque las acusaciones de malos tratos eran una bobada en vista de lo otro.
—Diablos —dije—, pues así no es como va a aparecer en el Clarion.
— Carl me dijo que sabía que no podrías contar la verdad del caso, pero que esperaba que se hiciera poca mención. Algo así como reseñar que la señora B: había obtenido el divorcio y que se había pactado un acuerdo, y que no mencionarías nada respecto a las acusaciones.
Me puse a pensar en la única noticia de la semana, y en el cuidado que había puesto en enumerar todos los cargos que la mujer de Bonney había presentado en su contra, y gemí solo de pensar que tendría que volver a escribirlo todo o bien quitar la noticia. Y tendría que quitarla, ahora que ya conocía lo ocurrido. Le dije:
—Maldito sea Carl, ¿por qué no vino a contarme a mí lo que pasaba antes de que redactara la noticia y dejara el periódico listo para la prensa?
—Pensó hacerlo, Doc. Y seguidamente decidió que no quería abusar de la amistad ni influenciar la forma de redactar .la noticia.
—Maldito idiota. Lo único que tenía que haber hecho era cruzar la calle.
—Pero Carl dijo que Bonney es un tipo decente y que le causaría problemas si enumerabas los cargos porque en realidad eran , todos falsos y...
—No sigas ahondando en la herida —le interrumpí—, cambiaré la noticia. Si Carl dice que fue de ese otro modo, lo creo. No puedo decir que los cargos eran falsos, pero puedo hacer que no aparezcan.
—Eso estaría muy bien por tu parte, Doc.
—Claro que sí. De acuerdo, dame otro trago, Smiley, y volveré a arreglarlo antes de que Pete se vaya.
Me tomé otra copa, maldiciéndome por ser tan blando como para fastidiar la única noticia digna de mención que tenía, pero sabiendo que tenía que hacerlo. No conocía personalmente a Bonney, solo de decirle «buenos días» por la calle, pero sí que conocía lo bastante a Carl Trenholm para estar asquerosamente seguro de que si decía que Bonney tenía razón, la historia no podía estar bien tal y como yo la había escrito. Y conocía lo bastante a Smiley como para estar seguro de que no me estaba tomando el pelo respecto a lo que Carl habría dicho en realidad.
Así que me volví murmurando mientras cruzaba la calle y subí las escaleras hasta la oficina del Clarion. Pete estaba ajustando la versión definitiva de la caja de la primera página.
Soltó las cuñas en cuanto le dije lo que habría que hacer, y fue hasta la caja de ramas para leer allí otra vez la noticia, a la inversa, naturalmente, que es como hay que leer los tipos.
El primer párrafo podía mantenerse según estaba, y podía ser la noticia entera. Le dije a Pete que devolviese el resto de las líneas a la caja de tipos mientras yo iba hasta composición y preparaba unos titulares en caja de diez; «Concedido el divorcio de Bonney», para reemplazar los tipos de a veinticuatro de la cabecera que aparecían en la versión larga. Le pasé a Pete la línea y vi como cambiaba los tipos.
—Queda un hueco de nueve pulgadas en la página —me dijo—, ¿qué podemos poner?
Suspiré.
—Tendremos que usar algo de relleno —le dije—, no en la portada, algo encontraremos en la página cuatro que podamos poner en la primera, y así podremos meter el relleno en las nueve pulgadas de donde saquemos lo otro.
Di vueltas por donde estaban las cajas de tipos hasta dar con la de la página cuatro, y cogí una regla de pica para tomar medidas. Pete fue hacia la mesa y cogió una galerada de relleno. Lo único que había en aquella extensión era la historia de Clyde Andrews, el banquero de Carmel City, y eximio líder de la congregación Baptista local me había dado sobre la subasta de Carldad que la iglesia tenía prevista para la tarde del martes siguiente.
No era precisamente una noticia de importancia sobrecogedora, pero tendría la longitud adecuada si la recomponíamos con un metido para que apareciese en un recuadro. Y estaba llena de nombres, lo cual quería decir que le gustaría a mucha gente, y especialmente a Clyde Andrews, si aparecía en primera página.
Así que la trasladamos. O más bien, Pete la recompuso para convertirla en caja de portada mientras yo tapaba el hueco de la página cuatro con rellenos variados y volvía a cerrar la página. Pete había acabado de recomponer la noticia de la subasta de Carldad cuando yo terminé con la página cuatro así que esta vez tuve que esperar a que acabase la primera página para podernos ir juntos a Smiley's.
Me puse a pensar en la portada mientras me lavaba las manos. La Panada. Esbozos sobre Hecht y MacArthur. Y el pobre asqueroso de Horace Greeley.
Ahora de verdad que necesitaba una copa.
Pete estaba empezando a preparar una prueba ajustada y le dije que no se molestara. Quizá los clientes leyeran la primera página,
pero yo no iba a hacerlo. Y si había una línea cabeza abajo, o un párrafo traspuesto, lo más probable es que fuera una mejora.
Pete se lavó y cerramos la puerta. Todavía era bastante temprano para un jueves por la tarde, no pasaba mucho de las siete. Debería haber estado contento por esa razón, y probablemente lo habría estado si el número de periódico hubiera sido bueno. Pero con lo que habíamos dejado listo para la prensa, me preguntaba si aún serviría para algo por la mañana.
Smiley tenía otro par de clientes a los que estaba sirviendo, y yo no estaba de humor para esperar a Smiley, así que pasé detrás de la barra y cogí la botella de Oíd Henderson dos vasos y me los llevé a una mesa para Pete y para mí. Smiley y yo nos conocemos bastante, así que no le importa que de vez en cuando practique el autoservicio si conviene y luego haga cuentas con él.
Serví las bebidas para Pete y para mí. Bebimos y Pete dijo:
—Bueno, pues ése hace otra semana, Doc.
Me pregunté cuántas veces me lo habría dicho en los diez años que llevaba trabajando conmigo, y entonces me puse a pensar en cuantas veces habría pensado en ello, que serían...
—¿Cuánto es cincuenta y dos por veintitrés, Pete? —le pregunté.
—¿Eh? Un montón. ¿Por qué?
Hice el cálculo.
—Cincuenta por veintitrés son... mil ciento cincuenta; veintitrés por dos, sumado hace mil ciento noventa y seis. Pete, mil ciento noventa y seis veces he dejado para prensa el periódico los jueves por la noche y nunca ha habido una noticia bomba de verdad.
—Esto no es Chicago, Doc. ¿Qué te esperas, un asesinato?
—Me encantaría un asesinato —le dije.
Hubiera resultado divertido que Pete hubiera dicho «Doc, y ¿por qué no tres en una noche?»
Pero naturalmente no lo hizo. En cierto modo, no obstante, dijo algo aún más divertido.
—Supongamos que fuera algún amigo tuyo. Por ejemplo tu mejor amigo, Carl Trenholm. ¿Te gustaría que lo mataran únicamente para proporcionarle al Clarion una buena noticia?
—Claro que no —dije—, preferentemente a alguien a quien no conozca en absoluto, si es que hay alguien en Carmel City a quien no conozca. Digamos que sea a Yehudi.
—¿Quiénes Yehudi? —preguntó Pete.
Miré a Pete para comprobar si me estaba tomando el pelo, y como parecía que no, le expliqué:
—Aquel hombrecillo que no estaba allí. ¿No te acuerdas del poema?
Vi a un hombre en la escalera, Aquel hombrecillo que no estaba allí. Tampoco estuvo hoy aquí; Vaya, me gustaría que se fuera.
Pete se rió.
—Doc, estás más loco cada día. ¿Eso también es de Alicia en el país de las maravillas, que es lo que citas siempre que te pones a beber?
—Esta vez no. ¿Pero quién dice que sólo cito a Lewis Carroll cuando bebo? Puedo citarlo ahora mismo, y esta noche apenas he comenzado a beber vaya, como la reina de las rojas le dijo a Alicia: «Hay que beber todo esto para seguir en el mismo sitio.» Pero escucha que te citaré algo que realmente vale la pena:
Estaba rabríante, y los desliagilosos tovos girorroscaban y cernían por la vaguaba...
Pete se levantó, y dijo:
—Jabberwock, de Alicia a través del espejo. Me lo has recitado ya, Doc, más de cien veces. Ya casi me lo sé yo. Pero tengo que irme, Doc. Gracias por las copas.
—De acuerdo, Pete, pero no olvido algo.
-¿Qué?
Dije:
«¡Cuidado con el Jabberwock, hijo mío!
¡Las mandíbulas que devoran, las garras que hacen presa!
Cuidado con le pájaro Jubjub y evita Al frumoso...»
Smiley me llamaba: «¡Eh, Doc!», desde el otro lado junto al te-léfono, y recordé que lo había oído sonar hacía medio minuto. Smiley gritó: «Te llaman al teléfono, Doc», y se rió como si fuera lo más divertido que hubiese ocurrido desde hacía mucho tiempo.
Me levanté y me dirigí hacia el teléfono, diciéndole a Pete buenas noches en route.
Cogí el aparato y dije «Aló», y me contestó «Aló». Y luego me dijo «¿Doc?», y yo le dije «¿Si?».
Y entonces me dijo:
—Soy Clyde Andrews, Doc —su voz sonaba muy tranquila—. Ha habido un asesinato.
Pete debía estar ya junto a la puerta; ese fue mi primer pensamiento. Dije:
—Un momento, Clyde.
Y tapé entonces el micrófono con la mano mientras gritaba:
—¡Eh, Pete!
Estaba en la puerta, pero se volvió.
—No te vayas —le grité desde la otra esquina del bar—. Me están contando un asesinato. ¡Tendremos que recomponer!
Pude sentir el silencio que se hizo en el bar de Smiley. La con-versación de los otros dos clientes se cortó en mitad de frase y se volvieron a mirarme. Pete desde la puerta de la calle, me miraba. Smiley, con la botella en la mano, se volvió para mirarme, y esta vez ni siquera sonrió. En realidad, mientras me daba vuelta hacia el teléfono, la botella se le escurrió de las manos, y chocó contra el suelo con un ruido que me hizo dar un brinco y cerrar la boca con rapidez para evitar que se me saliera por ella el corazón. Aquella botella estrellándose contra el suelo había sonado, por un instante, como un disparo de revólver.
Esperé hasta poder volver a hablar sin tartamudear, y entonces quité la mano del micrófono y dije con calma, o casi aparentando calma:
—De acuerdo, Clyde, adelante.
CAPÍTULO DOS
«¿Quién eres, anciano?», le dije.
«¿Cómo es que sigues vivo?»
Su respuesta borboteó por mi cabeza Como agua por un colador.
—Ya habías cerrado la edición, ¿verdad, Doc? —dijo la voz de Clyede—. Seguro que debe de ser así porque te llamé a la oficina en primer término, y alguien me contesto diciendo que ya no estabas allí, que estarías en Smiley's, así que eso debe querer decir que ya habíais cerrado...
—De acuerdo —dije—, sigue contándome lo que pasa.
—Se que es un asesinato, Doc, el pedirte que cambies el texto cuando ya has cerrado la edición y ha quedado listo para imprimir, y ya te has ido de la oficina, pero, bueno, es respecto a la subasta que iba a celebrarse el martes, ha sido cancelada. ¿Podrías suprimir el anuncio aún? Si no es así habrá un montón de gente que la lea y acuda el martes por la noche a la iglesia llevándose un chasco.
—Claro, Clyde —dije—, me ocuparé de ello.
Colgué. Volví a la mesa y me senté. Me serví un buen trago de whisky y cuando Pete llegó le serví otro a él.
Me preguntó qué había sido la llamada y se lo expliqué.
Smiley y los otros clientes seguían contemplándome atónitos.
—¿Qué ha pasado, Doc? ¿No dijiste algo sobre un asesinato?
—Estaba bromeando, Smiley—. Se rió.
Me bebí mi trago y Pete bebió el suyo. Me dijo:
—Ya sabía yo que había truco en eso de acabar pronto esta noche. Así que ahora volvemos a tener un hueco de nueve pulgadas en primera página. ¿Con qué lo rellenamos?
—Que me condene si lo sé. Pero esta noche que se vaya al diablo, me levantaré temprano y vendré contigo por la mañana y ya pensaré en algo.
—Eso es lo que dices ahora, Doc —dijo Pete—, pero si no apareces a las ocho, ¿qué hago con la página?
—Tu falta de fe me horroriza, Pete. Si afirmo que apareceré por la mañana, es seguro que apareceré. Probablemente.
—¿Y si no lo haces?
Suspiré.
—Haz lo que te de la gana.
Sabía muy bien que Pete inventaría algo si no me levantaba. Cambiaría algo de la última página, y metería algún relleno o un anuncio de suscripción. Yo me pondría de mal humor porque ya había un anuncio de suscripción y demasiado relleno; ya sabes, ese tipo de notas que explican cuántos anillos tiene el tronco de una sequoya, o el precio del kilo de huevas de mújol en el valle del Eufrates. Que están muy bien en pequeñas dosis, pero que cuando se meten en columnas enteras, bueno...
Pete dijo que era mejor que se fuera, y esta vez lo hizo. Vi como se marchaba, envidiándole un poco. Pete Corey es un buen tipógrafo y le pago prácticamente lo mismo que gano yo. Trabajamos virtualmente el mismo número de horas, pero yo soy quien se tiene que preocupar cuando hay que preocuparse de algo, lo cual es casi siempre.
Los otros clientes de Smiley se fueron en cuanto se fue Pete, y como no quería estar sentado solo, cogí la botella y me fui hasta la barra.
—Smiley, ¿quieres comprarme el periódico?
—¿Eh? —entonces se rió—. Me estás tomando el pelo, Doc. No sale de prensas hasta mañana al mediodía, ¿no?
—No —le dije—. Pero esta semana merecerá la pena esperar. Cómpralo Smiley. Pero no es eso lo que quería decir.
—¿Eh? Ah, quieres decir si quiero comprar el periódico. Me parece que no, Doc. No creo que lo hiciera muy bien. Para empezar mi ortografía no es buena. Pero vaya, me contabas la otra noche que Clyde Andrews quería comprártelo. ¿Por qué no se lo vendes, si es que quieres venderlo?
—¿Quién diablos ha dicho que quiera venderlo? Yo solo te he preguntado si tú querías comprármelo.
Smiley parecía desconcertado.
—Doc, nunca se si estás hablando en serio o no. En serio, ¿quieres venderlo de verdad?
Me había estado haciendo aquella pregunta. Dije despacio:
—No lo sé, Smiley. En este momento me gustaría poder sacar por lo menos un buen número. Un buen número en veintitrés años.
—¿Y si lo vendieras, qué harías?
—Supongo, Smiley, que pasaría lo que me quede de vida sin tener que ser el editor de un periódico.
Smiley decidió que yo estaba de broma otra vez y se rió.
Se abrió la puerta y entro Al Grainger. Le saludé con la botella, y se acercó hasta el lugar de la barra donde yo estaba de pie, y Smiley sacó otro vaso y otra jarrilla de agua; Al siempre necesita una jarrilla de agua.
Al Grainger no es más que un joven pelanas, tendrá veintidós o veintitrés, pero es uno de los pocos que saben jugar al ajedrez en el pueblo, y es además uno de los, aún menos, que entienden mi entusiasmo por Lewis Carrol. Además es lo más parecido al señor misterioso de Carmel City. Y no es que uno tenga que ser muy misterioso para alcanzar tal distinción.
Me dijo:
—Hola, Doc. ¿Cuándo vamos a volver a jugar al ajedrez?
—Ningún momento mejor que ahora, Al. ¿Aquí y ahora mismo?
Smiley tenía un ajedrez a mano para contentar a los clientes relamidos como Al Grainger, Carl Trenholm o como yo. Nos lo traía cogiéndolo siempre como si esperase que le iba a explotar en las manos, siempre que se lo pedíamos.
Al sacudió la cabeza.
—Me gustaría tener tiempo. Pero tengo que irme a casa y acabar un trabajo.
Le serví un whisky en su vaso y tiré un poco al tratar de llenárselo hasta el borde. Sacudió la cabeza despacio. Dijo:
—El Caballero Blanco se desliza por el atizador. Mantiene mal el equilibrio.
—Todavía estoy en el segundo cuadro —dije—, pero el próximo movimiento será mejor. Acuérdate de que llegaré en tren al cuarto.
—No lo hagas esperar, Doc. Solo el humo sale a mil libras por resoplido.
Smiley nos miraba volviendo la vista del uno al otro: —¿De qué diablos estáis hablando?
No merecía la pena tratar de explicárselo. Le apunté con el índice, y le dije:
—Arrastrándose a tus pies puedes ver que hay una mariposa de pan y mantequilla. Las alas son rebanadas finas de pan con mantequilla, el cuerpo es de corteza y la cabeza un terrón de azúcar. Se alimenta de té flojo con crema de leche.
Al dijo:
—Smiley, se supone que tienes que preguntar qué ocurre si no puede encontrarlo.
—Entonces diría yo que naturalmente se morirá y tu dirías que eso debe ocurrir muy a menudo y yo diría que siempre.
Smiley volvió a mirarnos y sacudió lentamente la cabeza. Dijo:
—Chicos, estáis realmente chalados.
Cruzó la barra para lavar y secar algunos vasos.
Al Grainger me sonrió:
—¿Qué planes tienes para esta noche, Doc? Quizás pueda sacar tiempo luego para una o dos partidas. ¿Vas a estar en casa y levantado?
Dije que sí con la cabeza.
—Estaba intentando convencerme de que debo ir andando a casa, y cuando llegue me pondré a leer. Y me tomaré una o dos copas. Así que si apareces antes de medianoche todavía estaré lo bastante sobrio como para jugar. Lo bastante sobrio como para ganar a un jovenzuelo como tú en cualquier caso.
Estuvo muy bien decir eso último porque era obviamente falso. Al solía ganarme dos juegos de cada tres, al menos desde hacía más o menos un año.
Se rió son sorna, y me soltó esta cita:
«Eres un viejo, padre William», dijo el joven, «Y tus cabellos han encanecido por completo; Y no obstante no paras de hacer el pino ¿Te parece que a tu edad hay que hacer eso?».
Bueno, pues ya que Carroll tenía respuesta para ello, yo también:
«En mi juventud», respondió el padre William a su hijo, «tenía miedo a que se trastornase el seso; Pero ahora que estoy seguro de que no tengo, Vaya, no paro de hacerlo.»
Al me dijo:
—Quizás tengas algo ahí dentro, Doc. Pero dejémonos de versos amebeos antes de que llegues al «lárgate, ¡o te echaré a patadas por las escaleras!» Porque de todos modos yo tengo que irme.
—¿Otra copa más?
—Creo... creo que no, no hasta que acabe el trabajo. Tu puedes beber y pensar a la vez. Espero poder hacer lo mismo cuando tenga tu edad. Intentaré hacer lo posible para acercarme hasta tu casa para jugar al ajedrez, pero no me esperes si no estoy ahí a las diez... a las diez y media a lo sumo. Y gracias por la copa.
Salió, y por el escaparate de Smiley pude ver como se metía en su descapotable reluciente. Tocó la bocina, saludó con la mano y salió pitando del aparcamiento.
Me miré en el espejo de detrás del mostrador del bar de Smiley y me pregunté cuántos años pensaba Al Grainger que tenía. «Espero poder hacer lo mismo cuando tenga tu edad», vaya. Me sonó como si pensase que tenía por lo menos ochenta. Cumpliré cincuenta y tres la próxima vez.
Pero tenía que admitir que parecía un viejo de esa edad y que el pelo se me estaba volviendo blanco. Me miré en el espejo y la blancura me asustó un peo. No, todavía no era un viejo, pero empezaba a serlo. Y por mucho que me queje continuamente, me gusta vivir. No quiero envejecer y no quiero morir. Especialmente porque no puedo esperar, como lo hacen muchos buenos convecinos, alcanzar una eternidad de tocar el arpa y despiojarme las alas. Ni tampoco, claro está, una eternidad de apalear carbones aunque este sería el caso más probable en mis circunstancias.
Smiley volvió. Dirigió el dedo hacia la puerta:
—No me gusta ese tipo, Doc.
—¿Al? No pasa nada. Quizá es un poco lechuguino. Tienes prejuicios porque no sabes de dónde saca el dinero. Quizás tenga una prensa y un juego de planchas particulares y se lo haga él sólito. Ahora que pienso en ello, jo si que tengo una prensa. Quizás debiera dedicarme a ello.
—Demonios, no es eso, Doc. No es asunto mío cómo se gana la vida la gente, o de dónde lo saca si no lo gana. Es la manera que tiene de hablar. También tú hablas como un chiflado, pero lo haces de forma agradable. En cambio cuando él me dice algo que no entiendo me lo dice de tal modo que me siento como un miserable cretino. Quizás lo sea, pero-Repentinamente me sentí avergonzado de todas las cosas que le había dicho a Smiley sabiendo que no las iba a entender.
—No es cuestión de inteligencia, Smiley. Es cuestión de cono-cimientos literarios. Tómate un trago conmigo, y después será mejor que me vaya.
Le serví una copa y, por esta vez, yo me puse una cortita. Co-menzaba a sentir los efectos, y no quería emborracharme demasiado para poder jugar bien al ajedrez con Al Grainger si decidía aparecer por casa.
Sin ninguna razón especial dije:
—Eres un gran tipo, Smiley.
Y él se rió y me dijo:
—Tú también, Doc. Conocimientos literarios o no, estás un poco chalado, pero eres un gran tipo.
Y entonces, como nos azoramos bastante al oírnos decir aquellas cosas, me encontré mirando más allá de Smiley, mirando el calendario que había detrás del mostrador del bar. Tenía la ilustración habitual del tipo de calendarios que se ven en los bares: una mujer desnuda de una voluptuosidad excesiva, y anunciaba los Almacenes de los Hermanos Beal.
Era un poco molesto fijar la vista en él aunque aún no había bebido lo bastante como para nublarme el cerebro. En aquel preciso instante, por ejemplo, pensaba en dos cosas a la vez. Parte de mi cerebro, para disgusto mío, insistía en considerar si podría hacer que los Hermanos Beal pusieran un anuncio de cuarto de página en lugar del habitual octavo; traté de eliminar aquel pensamiento diciéndome que no me importaba, esta noche, si alguien se anunciaba o no en el Clarion, y esa parte del cerebro seguía preguntándome por qué, maldita sea, si era eso lo que sentía de verdad, no acababa de decidirme mientras tenía la oportunidad de venderle el Clarion a Clyde Andrews. Mas la otra parte de mi cerebro se irritaba cada vez más con la ilustración del calendario, y dije:
—Smiley, deberías quitar ese calendario. Es de mentira. No hay mujeres así.
Se dio la vuelta y se puso a mirarlo.
—Supongo que tienes razón, Doc; no hay mujeres así. Pero uno puede soñar, ¿no?
—Smiley, ése no es el primer pensamiento profundo que hayas tenido, es el más profundo. Además tienes razón. Tienes mi permiso y aprobación para dejar ahí el calendario.
Se rió, y se movió tras el mostrador para acabar de limpiar los vasos mientras yo seguía allí de pie y me preguntaba porqué no me marchaba a casa. Todavía era temprano, faltaban unos minutos para las ocho. Sin embargo no quería otro trago. Pero, para cuando hubiera llegado a casa, querría uno.
Así que saqué la cartera y llamé a Smiley. Calculamos cuantas copas había servido de la botella y las pagué, y seguidamente compré otra botella, de a litro, y me la envolvió.
Salí con ella bajo el brazo y le dije:
—Hasta luego, Smiley.
—Hasta luego, Doc —me dijo tan normalmente como si, antes de que el follón de aquella noche que aún no había empezado hubiese terminado, él y yo no hubiéramos... pero-contemos las cosas según ocurrieron.
El paseo hasta casa.
Tenía que pasar de todos modos junto a correos, así que entré. La ventanilla de cartas estaba cerrada, naturalmente, pero el vestíbulo exterior queda siempre abierto por las tardes para que quienes tengan casillas postales puedan recoger su correo.
Recogí el mío, no había nada importante, y entonces me detuve, según tengo costumbre, delante del tablón de anuncios para echar una ojeada a los bandos y a las circulares de «Se busca» que estaban allí expuestos.
Había algunos nuevos, y los leí y miré detenidamente los retratos. Tengo buena memoria fotográfica para las caras, incluso de aquellas que acabo de ver durante un momento, y siempre he tenido la esperanza de que algún día sería capaz de identificar a algún criminal en Carmel City y conseguir así una buena noticia, o incluso una recompensa.
Unas puertas más allá pasé por el banco y me acordé de su presidente, Clyde Andrews y de su intención de comprarme el periódico. No quería llevarlo él en persona, naturalmente; tenía un hermano viviendo en algún lugar de Ohio que tenía experiencia en el tema de periódicos, y que sería quien lo llevase si me decidía a vendérselo a Andrews.
Lo que menos me gustaba de la idea, decidí, era que Andrews estaba metido en política y que si controlaba el Clarion, el Clarion respaldaría sus posturas. Tal y como yo lo llevaba, servía para arrojar lodo sobre ambos bandos siempre y cuando se lo merecieran, lo cual ocurría muy a menudo, y para echarles una buena flor cuando lo merecían, lo cual ocurría rara vez. Quizás es que estoy loco, hay otros además de Smiley y de Al que lo afirman, pero a mi me parece que ésa es la forma de llevar un periódico y, especialmente, cuando es el único periódico del pueblo.
No es, también debo añadir, la mejor forma de hacer dinero.
Me había hecho ganar muchos amigos y suscriptores, pero un periódico no gana dinero a base de suscripciones. Gana dinero gracias a los anuncios, y la mayoría de los notables del pueblo lo bastante importantes como para poner anuncios tenían los dedos bien metidos en política, así que daba igual a qué partido machacase, porque lo más fácil es que perdiese otro anunciante.
Y me temo que esa política tampoco servía de ayuda a la forma de obtener noticias. Mi mejor fuente era la oficina del alguacil, y por el momento, Ranee Kates, el alguacil, era prácticamente mi peor enemigo. Kates es honrado, pero también es un estúpido, grosero, y lleno de prejuicios raciales; y el racismo, aunque no sea un tema candente en Carmel City, es una de mis manías personales. No había publicado ataque alguno en mis editoriales contra Kates, ni antes ni después de su elección. Consiguió el cargo únicamente porque su rival, que tampoco era precisamente un peso pesado de inteligencia, armó una buena bronca en una taberna en Neilsville una semana antes de las elecciones, lo detuvieron allí y lo procesaron por alterar el orden público. El Clarion dio la noticia además, así que probablemente el Clarion es responsable de que Ranee Kates fuese elegido alguacil. Pero Ranee sólo quería acordarse de las cosas quejo decía de él, así que apenas me dirigía la palabra en la calle. Todo lo cual, debo señalar, me importaba un bledo personalmente, pero me forzaba a obtener información de la policía por el camino más duro, cómo es habitual.
Pasé el supermercado, y los Hermanos Beal, y la tienda de música de Deak, allí había comprado cierta vez un violín, pero me olvidé de comprar el curso correspondiente, doblé la esquina y crucé la calle.
El paseo hasta casa.
Quizás me haya enrollado un poco, porque en este punto nunca estoy tan sobrio como suelo estarlo después. Pero mi cabeza ah, se encontraba en ese estado delicioso en el que está cristalinamente clara en el centro y borrosa por los bordes, en el estado que todo bebedor moderado conoce pero que es incapaz de explicar o de definir, un estado que hace que Carmel City parezca deliciosa, y que cosas tan raquíticas y escuálidas como sus actividades políticas puedan parecer divertidas.
Al doblar la esquina, la tienda de Pop Hinkle, allí solía tomar granizados cuando era pequeño, antes de ir a la facultad y cometer el gran error de estudiar periodismo. Pasé por la tienda de Gorham Feed, en la que trabajaba por el verano mientras hacía el bachiller. Pasé el teatro Bijou. Pasé la funeraria de Hank Greeber, por la que habían pasado mis padres, hacía quince y veinte años.
Volviendo la esquina, la comisaría, donde todavía había luz en la oficina del alguacil Kates, y me sentí tan contento que, por unos mil dólares o cantidad similar, me habría parado a hablar con él. Pero no había nadie allí que me ofreciese mil dólares.
Saliendo ahora de la manzana de tiendas, pasando por la casa en la que había vivido Elsie Minton, y en la que había muerto cuando estábamos comprometidos, hacía ya veinticinco años.
Más allá, la casa en la que vivía Elmer Conklin cuando le compré el Clarion, pasando la iglesia a la que me enviaban a la escuela dominical cuando era niño, en la que una vez gané un premio por aprenderme de memoria versículos de la Biblia.
Acabé de pasar el pasado, y caminando, tambaleándome un poco, llegué a la casa en la que había sido concebido y en la que había nacido.
No, no he vivido en ella durante cincuenta y tres años. Mis padres la vendieron mudándonos a una casa más grande cuando yo tenía nueve años y cuando nació mi hermana, que ahora esta casada y viviendo en Florida. La volví a comprar hará unos doce años porque estaba vacía y se vendía a buen precio. No es más que una casita de tres habitaciones, no es demasiado grande para un hombre que viva solo, si es que le gusta vivir solo, y a mi me gusta.
Ah, también me gusta la gente. Me gusta que vengan a verme para charlar un rato, o para jugar al ajedrez o a tomar una copa, o para todo junto. Me gusta estar un par de horas en Smiley's o, en otra taberna, alguna que otra vez al cabo de la semana. También me gusta jugar al poker de vez en cuando.
Pero normalmente, una tarde cualquiera, me dedico a mis libros. Dos paredes de la sala de estar están cubiertas de libros, y ya la invaden otras dos estanterías de la alcoba, e incluso hay un estante en el baño. ¿Qué quiero decir con incluso? Creo que un baño sin estantería está tan incompleto como lo estaría uno que no tuviese retrete.
Y además son buenos libros. No, no me sentiría solitario esta noche, incluso si Al Grainger no viniera para jugar al ajedrez. ¿Cómo podría sentirme solo con una botella en el bolsillo y con tan buena compañía esperándome? Vaya, si leer un buen libro es algo casi tan entretenido como escuchar a quien lo escribió. Es mejor en cierto sentido, porque uno no tiene porqué ser educado con él. Se puede cerrar y hacerle callar en cualquier momento si se precisa y coger otro distinto. Y uno se puede quitar los zapatos, y poner los pies en la mesa. Se puede beber y leer hasta olvidarse de todo menos de lo que uno está leyendo; se puede olvidar quien es uno mismo y el hecho de que hay un periódico que te cuelga del cuello como una piedra de molino, todo el día y todos los días, hasta que se llega a casa, al refugio y al olvido.
El paseo hacia casa.
Así que hasta la esquina de la calle Campbell donde tengo que girar.
Una tarde de junio, pero fresca, y el aire nocturno casi me había devuelto la sobriedad en las nueve manzanas que había caminado desde el bar de Smiley.
El último giro, y vi que estaba la luz encendida en el cuarto de-lantero de la casa. Me puse a andar un poco más deprisa, algo intrigado. Sabía que la había apagado cuando salí por la mañana para la oficina. Y si la hubiera dejado encendida, la señora Carr, la asistenta que suele venir un par de horas por la tarde a limpiar y arreglar un poco, la habría apagado.
Quizás, pensé, Al Grainger ha terminado lo que tuviera que hacer y se ha venido más temprano y ha... pero no, Al no habría venido sin el coche y no había ninguno aparcado delante.
Podría haber sido un misterio, pero no lo fue.
Era la señora Carr quien estaba allí, poniéndose el sombrero delante del espejo de la entrada mientras entré.
—Me marcho señor Stoeger —me dijo—. No pude venir más temprano, así que vine por la tarde. Acabo de terminar.
—Muy bien. Por cierto hay una tormenta horrorosa ahí fuera.
—Una ¿qué? —Tormenta, tempestad de nieve —levanté la botella envuelta—. Así que quizás fuese mejor que tomara un sorbito conmigo antes de irse. ¿No le parece?
Se rió.
—Gracias, señor Stoeger. Lo haré. He tenido un día bastante malo, y me parece buena idea. Iré a buscar vasos para los dos.
Puse mi sombrero en el armario y la seguí hacia la cocina.
—¿Un mal día? Espero que no haya pasado nada.
—Bueno, nada serio. Mi marido, trabaja, ya sabe, en la fábrica pirotécnica de Bonney, se quemó un poco en un accidente que ocurrió esta tarde, y tuvieron que traerlo a casa. No es nada grave, una quemadura de segundo grado según el médico, pero le dolía bastante y me pareció mejor quedarme con él hasta después de la cena, entonces se durmió y vine corriendo hasta aquí, así que me temo que he tenido que limpiar un poco deprisa y que no debe haber quedado muy bien.
—A mi me parece inmaculada —había abierto la botella mientras ella traía los vasos—. Espero que esté bien, señora Carr. Pero si quiere dejar de venir unos días...
—Oh, no. Puedo seguir viniendo. Va a estar en casa sólo unos días, y es que hoy le llevaron a casa hacia las dos, que es cuando suelo salir hacia aquí y... ya basta, gracias.
Brindamos chocando los vasos y vacié el mío mientras ella bebía hasta la mitad del suyo. Me dijo:
—Ah, le llamaron por teléfono, hará como una hora. Poco después de llegar yo.
—¿Sabe quién fue?
—No quiso decírmelo, dijo sólo que no era importante.
Sacudí la cabeza con tristeza.
—Eso, señora Carr, es una de las mayores falacias del cerebro humano. La idea, esto es, de que las cosas pueden ser divididas arbitrariamente en importantes y sin importancia. Quien puede decir si este hecho es importante o no salvo aquella persona que lo sepa todo respecto al mismo, en realidad nadie sabe nada de nada.
Sonrió, pero con vaguedad, así que me decidí a hacerle una pregunta concreta:
—¿A usted qué le parece que es importante, señora Carr?
Ladeó la cabeza y pareció pensarlo en serio.
—Bueno, el trabajo es importante, ¿no?
—No —le dije yo—, me parece que no ha acertado. El trabajo no es más que un medio para alcanzar un fin. Trabajamos para poder hacer cosas más importantes, que es lo que queremos hacer de verdad. Hacer lo que uno quiere eso es lo que es importante, si es que hay algo que lo sea.
—Es una manera rara de decirlo, pero quizá tenga razón. Bueno, de todos modos, el hombre que llamó dijo que volvería a llamar o que vendría por aquí. Le dije que usted no llegaría a casa probablemente hasta las ocho o las nueve.
Se acabó su bebida y rechazó una segunda. La acompañé hasta la puerta principal, y le dije que me habría gustado poder llevarla en el coche hasta su casa, pero que tenía los neumáticos pinchados. Lo había descubierto por la mañana cuando había tenido la intención de ir en coche al trabajo. Por uno me habría puesto a cambiarlo, pero dos eran demasiados, así que decidí dejar el coche en el garaje hasta el sábado por la tarde, que es cuando tengo tiempo libre. Y además también está el que debería hacer ejercicio, e ir andando a trabajar todos los días lo que sería excelente, pero mientras funcione el coche no lo hago. No obstante en aquel momento, para ayudar a la señora Carr, tuve el deseo de haber arreglado las ruedas. Me dijo:
—Sólo vivo a unas manzanas, señor Stoeger. No le dejaría llevarme aunque funcionase el coche. Buenas noches.
—Oh, espere un momento, señora Carr. ¿En qué sección de la fábrica Bonney trabaja su marido?
—En la sección de tracas romanas.
Aquello hizo que me olvidase por un instante de la razón de mi pregunta. Exclamé:
—¡La sección de tracas romanas! Es un nombre maravilloso; me encanta. Si vendo el periódico, que me condene si no me voy a buscar trabajo en Bonney al día siguiente. Su marido es un hombre de suerte.
—Está de broma, señor Stoeger. ¿De verdad que piensa vender el periódico?
—Bueno..., estoy meditándolo —y eso me hizo coger el hilo—. Nadie me ha contado nada del accidente de la fábrica, no me ha llegado nada de nada. ¿Sabe usted los detalles de lo que pasó? ¿Hay algún herido más?
Había cruzado el porche de la entrada, pero se volvió y se acercó a la puerta. Dijo:
—Ay, por favor no ponga nada en el periódico. Si no ha sido nada; mi marido fue el único herido y además fue culpa suya según me ha dicho. Al señor Bonney no le gustaría que se publicase en el periódico; ya tiene bastantes problemas para contratar trabajadores suficientes para servir los pedidos del cuatro de julio porque hay mucha gente que tiene miedo a trabajar con pólvora y explosivos. Lo más probable es que echen a George si sale algo en el periódico, y él si que necesita el trabajo.
Suspiré; había sido una buena idea mientras duró. Le aseguré que no imprimiría ni una sola línea sobre el asunto. Y si George Carr había sido el único herido y no había detalles del caso, tampoco habría podido en más de una pulgada de texto.
No obstante me habría encantado poder meter aquella frase maravillosa «la sección de tracas romanas» en tipos impresos.
Volví a entrar y cerré la puerta. Me puse cómodo quitándome la chaqueta y soltando el nudo de la corbata, seguidamente cogí la botella de whisky, un vaso y lo puse todo encima de la mesilla que hay delante del sofá.
No me quité la corbata del todo, ni los zapatos; es más agradable hacer las cosas poco a poco y ponerse cómodo por etapas.
Cogí unos libros y los coloqué al alcance de la mano, me serví un buen trago, me senté, y abrí uno de los libros.
Sonó el timbre.
Creí que era Al Grainger que había venido temprano. Fui hasta la puerta y abrí. Había un hombre de pie levantando la mano para volver a llamar. Pero no era Al; era un tipo al que nunca había visto.
CAPÍTULO TRES
¡Con qué alegría parece sonreír,
con qué limpieza extiende las garras,
y da la bienvenida a los pececillos riendo contento con las fauces abiertas!
Era bajo, como de mi mismo peso, quizá, pero parecía más bajo porque su cintura era mucho más grande. Lo primero que llamaba la atención de su cara era la nariz: larga, afilada, ganchuda, contrastando absolutamente con el vasto cuerpo. La luz que salía de casa por la puerta se reflejaba en sus ojos que brillaban igual que los de un gato. Pero no había nada siniestro en su aspecto. Un hombrecillo bajo y gordo es difícil que pueda parecer siniestro, da igual como le brillen los ojos.
—¿Es usted el doctor Stoeger? -me preguntó.
—Doc Stoeger —corregí—, pero no soy doctor en medicina. Si busca un médico, hay uno que vive a cuatro puertas de aquí yendo hacia el Oeste.
Sonrió, una sonrisa agradable.
—Ya me doy cuenta de que no es usted médico, sino doctor en letras por el Burgoyne College. Creo que se doctoró en mil novecientos veintidós. Es usted el autor de Lewis Carroll a través del espejo y Reina roja y Reina blanca.
Me sorprendió totalmente. No tanto el hecho de que supiera cual había sido mi College y la fecha de mi magna cum laude, sino lo otro. Lewis Carrol a través del espejo era una monografía de pocas páginas; se había imprimido hacía dieciocho años con una tirada de cien ejemplares. Si aún quedaba alguno fuera de mi propia biblioteca sería una maravilla. Y Reina roja y Reina blanca era un artículo que había aparecido por lo menos doce años antes en una oscura revista que había visto interrumpida su publicación y de la que nadie podía acordarse ya.
—Sí —respondí—. Pero el cómo se ha enterado usted es un misterio para mí, señor...
—Smith —contestó gravemente—. Y entonces se rió—. Y mi nombre de pila es Yehudi.
—¡No!
—Sí. Verá, doctor Stoeger, me pusieron ese nombre hace unos cuarenta años cuando el nombre de Yehudi, aunque no era corriente, carecía que las connotaciones cómicas que tiene hoy. Mis padres no podían tener ni idea de que iba a convertirse en un chiste, y que sería una asociación especialmente ridícula al combinarse con Smith. Si hubieran adivinado la dificultad que para mí supone hoy convencer a la gente de que no les estoy tomando el pelo cuando les digo como me llamo —se rió estrepitosamente—. Siempre llevo encima tarjetas de visita.
Me dio una. Ponía:
Yehudi Smith No había dirección ni ningún tipo de información. De todos modos quise quedarme con la tarjeta, así que me la metí en el bolsillo en lugar de devolvérsela.
—Hay gente que se llama Yehudi, ya sabe. Por ejemplo Yehudi Menihin el violinista. Y también...
—Basta, por favor —le interrumpí—, hace que parezca plausible. Me gustaba más del otro modo.
Sonrió.
—Entonces no le he juzgado mal, doctor. ¿Ha oído hablar de las Hojas Vorpales?
—¿En plural? No. Naturalmente que en Jabberwock:
¡Uno, dos! ¡Uno, dos! Y una y otra vez la hoja vorpal fue blandida de un lado a otro.
—Pero, ¡por Dios! ¿Por qué nos ponemos a hablar de hojas vorpales en la puerta? Pase, adelante, tengo una botella, y espero y supongo que será ridículo preguntarle a alguien que sabe de hojas vorpales si bebe o no.
Retrocedí y él entró.
—Siéntese en cualquier parte. Iré a buscar otro vaso. ¿Qué prefiere, vaso alto o bajo?
Sacudió la cabeza, y me fui hasta la cocina a por el vaso. Volví, se lo llené y se lo di. Ya se había acomodado en una silla tapizada.
Yo volví a sentarme en el sofá y levanté el vaso para decirle:
—Brindemos este trago. Por Charles Lutwidge Dodgson, mejor conocido en el País de las Maravillas, como Lewis Carroll.
Me dijo lentamente:
—¿Está seguro, doctor?
—¿Seguro de qué?
—De la manera en que lo ha propuesto. Yo diría más bien: por Lewis Carroll, quien vivía disfrazado con la identidad supuesta de Charles Lutwidge Dodgosn, un amable profesor de Oxford.
Me sentí vagamente desilusionado. ¿Iba a tratarse de otra, y más ridícula aún, discusión del tipo que fue Bacon o fue Shakespeare? Históricamente no hay duda posible de que el reverendo Dodgson que escribía con el seudónimo de Lewis Carroll, había creado Alicia en el país de las maravillas y su continuación.
Pero lo esencial en aquel momento era beber el trago. Así que dije con cierta solemnidad:
—Para evitar problemas, factuales o semánticos, señor Smith, bebamos a la salud del autor de los libros de Alicia.
Inclinó la cabeza con una solemnidad semejante a la mía, luego la echó para atrás, y se lo bebió todo de un trago. Yo tarde un poco más con el mío debido a mi sorpresa, y luego admiración por su manera de beber. Nunca había visto nada semejante. El vaso se había quedado repentinamente a unas tres pulgadas de la boca. Y el whisky había seguido cayendo sin perderse una gota. Había visto antes beber un trago sin tocar el vaso con los labios, pero nunca con tanta naturalidad y precisión desde tanta distancia.
Así que me bebí el mío de forma harto más prosaica, pero decidí que tenía que probar aquella forma, a solas y con una toalla o pañuelo a mano.
Volví a llenar los vasos, y le dije:
—¿Y ahora qué? ¿Nos vamos a poner a discutir la identidad de Lewis Carroll?
—Vamos a dar eso por sabido. Dejémoslo de lado hasta que pueda darle pruebas definitivas de lo que nos parece, o más bien, de lo que sabemos de seguro.
—¿Sabemos?
—Las Hojas Vorpales. Una asociación. Una pequeña asociación, debería precisar.
—¿De admiradores de Lewis Carroll?
Se inclinó hacia adelante:
—Sí, naturalmente. Cualquiera que tenga afición por la literatura y sea parcial de la imaginación admira a Lewis Carrol. Pero es algo más. Poseemos un secreto. Un secreto bastante esotérico.
—¿Sobre la identidad de Lewis Carroll? Quiere decir que ustedes creen —así como hay gente que cree que las obras de Shaskespeare las escribió Francis Bacon— que fuera otra persona diferente de Charles Lutwidge Dodgon quien escribió los libros de Alicia?
Esperaba que me dijera que no.
—No, creemos que el propio Dodgson— ¿qué sabe de él, doctor?
—Nació en mil ochocientos treinta y dos, y murió poco antes del cambio de siglo, en mil ochocientos noventa y ocho o noventa y nueve. Fue profesor en Oxford, matemático. Escribió tratados de matemática. Le gustaban, e inventó varios, los acrósticos y otros rompecabezas y pasatiempos de problemas. No se casó y le gustaban los niños, de hecho sus mejores libros están escritos para ellos. Al menos el creía que escribía para niños; pero en realidad Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, aunque tengan gran atractivo para los niños, son libros para adultos, y son obras magníficas. ¿Sigo?
—Por favor.
—También era capaz, y lo hizo, de escribir fatal. Debería haber algún tipo de ley que prohibiese imprimir Las obras completas de Lewis Carroll. Debería ser solamente recordado por las cosas magníficas que escribió, y las malas deberían enterrarse junto a sus huesos. Admitiré, no obstante, que incluso las malas tienen chispas ocasionales de gran brillantez. Hay algunos momentos en Silvia y Bruno que merecen la pena a pesar de las miles de palabras tediosas que hay que leer para encontrarlos. Y hay líneas y versos e incluso estrofas buenas hasta en los peores poemas. Por ejemplo, vemos los tres primeros versos de El Palacio de Humbug:
Soñé que vivía en vestíbulos marmóreos,
y que cada viscosa criatura que se arrastra y repta se contoneaba añeramente por los muros.
Naturalmente, debería haberse parado ahí y no haber añadido otros quince o veinte tercetos malísimos. Pero «se contoneaba artesamente por los muros» es maravilloso.
Asintió con la cabeza:
—Brindemos por ello.
Brindamos por ello. Me dijo:
Siga.
—No. Me acabo de dar cuenta de que podría seguir hablando así durante horas enteras. Puedo citar todos y cada uno de los versos de los libros de Alicia, y casi todo La caza de Snark. Pero espero y supongo igualmente que no habrá venido para oírme dar una conferencia sobre Lewis Carroll. La información que yo tengo aunque es bastante exhaustiva, es, no obstante, muy .ortodoxa. Tengo la impresión de que la suya no lo es, y me gustaría escucharlo.
Volví a llenar los vasos.
Sacudió la cabeza lentamente:
—Tiene razón, doctor. La información que yo, debería decir nosotros, tengo es muy poco ortodoxa. Creo que usted tiene los conocimientos y el tipo de mente capaces de asimilarla, y que podrá convencerse cuando haya visto las pruebas. Para una mentalidad más corriente todo esto no serían más que puras lucubraciones.
Cada vez se ponía mejor. Así que dije:
—No se pare ahora.
—Muy bien. Pero antes de seguir debo advertirle, Doctor. Se trata de información peligrosa. Y no hablo a la ligera ni metafóricamente. Quiero indicar que existe un gran peligro, un peligro mortal.
—Eso —dije yo—, me parece maravilloso.
Estaba allí sentado jugando con el vaso, que todavía contenía el tercer trago, y no me miraba. Me puse a estudiar su rostro. Tenía una cara interesante. Aquella nariz larga, afilada, ganchuda, tan incongruente con el resto del cuerpo que podría haber sido postiza, era una nariz digna del mismo Cyrano de Bergerac. Y ahora que le daba la luz, podía apreciar que tenía unas profundas arrugas en la comisura de los labios que contorneaban una boca generosa. A primera vista habría dicho que tendría treinta años y no los cuarenta que declaraba; ahora que estaba estudiando minuciosamente su rostro, me daba cuenta de que no había exagerado su edad. Había que reírse mucho y mucho tiempo para tener unas arrugas como aquellas.
Pero ahora no se reía. Parecía muy serio, y no tenía aspecto de chalado. Pero me dijo algo que sonaba totalmente a locura.
—Doctor, ¿ha pensado alguna vez que las fantasías de Lewis Carroll no fueran fantasías en absoluto?
—¿Quiere decir en el sentido de que la fantasía a menudo está más cerca de la verdad auténtica que la ficción realista?
—No. Quiero decir que son literal y realmente la verdad. Que no son una ficción en absoluto, que son un reflejo de la realidad.
Le miré fijamente:
—Si crees eso, entonces, ¿quién, o qué, cree que era Lewis Carroll?
Sonrió levemente, pero no era una sonrisa de diversión.
—Si de verdad quiere saberlo, y no tiene miedo, podrá hacerlo esta noche. Hay una reunión cerca de aquí. ¿Quiere venir?
—¿Puedo serle franco?
—Por supuesto.
—Creo que es una chifladura —dije—, pero trate de evitar que lo haga.
—¿A pesar de que va a correr un gran peligro?
Naturalmente que iba a ir, hubiera o no peligro. Pero quizá pudiera servirme de su insistencia al avisarme para poder sonsacarle. Así que le dije:
—¿Puedo preguntarle qué clase de peligro?
Pareció dudar por un instante, y seguidamente sacó la cartera y de un compartimiento de la misma extrajo un recorte de periódico, muy corto, de unos tres párrafos. Me lo pasó.
Lo leí, reconocí el tipo de letra y de composición; era un recorte del Bridgeport Argus. Y recordé entonces que ya lo había leído, haría unas dos semanas, porque consideré que podría haberlo usado como material de repuesto, y luego decidí que no a pesar de que el encabezamiento me había hecho interesarme. Decía:
HOMBRE MUERTO POR ANIMAL DESCONOCIDO Los hechos eran sencillos y escasos. Un individuo llamado Colin Hawks que vivía en las afueras de Bridgeport, un tipo solitario, había sido hallado sin vida en la cuneta de un sendero del bosque. Su garganta estaba totalmente desgarrada, y la versión oficial de la policía era que un perro enorme y asilvestrado le había atacado. Pero el periodista que escribía el artículo apuntaba hacia la posibilidad de que un lobo, o incluso una pantera o un leopardo, que se hubiera escapado de un circo o de un zoológico fuera la causa de las heridas.
Doblé el recorte otra vez y se lo devolví a Smith. No tenía especial sentido, claro. Es fácil encontrarse con historias similares si uno se pone a buscarlas. Un individuo llamado Charles Fort se había dedicado a ello encontrando varios miles y publicando al menos cuatro libros, que precisamente estaban en mis estanterías.
Esta en especial era menos misteriosa que la mayoría. En verdad no contenía ningún misterio; sin duda alguna un perro salvaje había sido el causante de la muerte.
Pero no obstante algo hizo que sintiera un escalofrío en la espalda.
Era el encabezamiento en realidad, y no el artículo. Es gracioso que la palabra «desconocido» y lo que puede implicar pueden hacer. Si la historia se hubiera titulado «Hombre, muerto por un perro salvaje», o por un león, o un cocodrilo, o cualquier otro animal específico, por peligroso y fiero que fuese, no habría nada en ella que causara temor.
Pero «animal desconocido» si se tiene el tipo de imaginación que yo tengo, se entiende mejor lo que quiero decir. Y si no se tiene, pues no puedo explicarlo.
Mire a Yehudi Smith justo a tiempo de ver cómo se bebía el whisky otra vez como si hiciera un truco mágico. Le devolví el recorte y volví a llenar los vasos. Le dije:
—Es una historia interesante. ¿Pero cuál es la relación?
—Nuestra última reunión fue en Bridgeport. No puedo decirle más, sobre ese asunto, quiero decir. Me ha preguntado sobre la naturaleza del peligro; por eso le he enseñado el recorte. Y ahora ya es demasiado tarde para que diga que no. No lo será, de hecho, hasta que lleguemos allí.
—¿Llegar adonde?
—A unas pocas millas de aquí. Tengo instrucciones para poder llegar a una casa de la carretera de Dartown Pike. Tengo un automóvil.
Dije yo sin venir a cuento:
—Yo también, pero tiene las ruedas pinchadas. Dos.
Reflexioné sobre Dartown Pike. Y dije:
—¿Por casualidad no querrá dirigirse a una casa conocida como Wentworth place?
—Así se llama, sí. ¿La conoce?
En aquel preciso instante y lugar, si hubiera estado completamente sobrio, me habría dado cuenta de que todo aquel asunto era demasiado bueno para ser verdad. Debía tener el olfato embotado por el olor a chamusquina. O a sangre.
—Tendremos que llevar velas o linternas. Esa casa está abandonada desde que yo era niño. Solíamos decir que estaba encantada. ¿Es ésa la razón por la que la han elegido?
—Sí, naturalmente.
—¿Y se van a reunir ustedes allí esta noche?
Asintió con la cabeza:
—A la una de la madrugada para ser exactos. ¿Está seguro de que no tendrá miedo?
Por Dios, claro que sí que lo tenía. ¿Quién no lo estaría después del panorama que acababa de presentarme?
Así que le sonreí y le dije:
—Claro que sí, tengo miedo. Pero trate de que no vaya.
Entonces se me ocurrió una idea. Si es que iba a ir a una casa encantada a la una de la madrugada a cazar Jabberwocks, o a tratar de invocar al espíritu de Lewis Carroll, o alguna cosa por el estilo, no estaría de más ir con alguien al que conociera. Y si Al Grainger aparece... traté de imaginarme si a Al le interesaría o no. Era un fanático de Carroll, de acuerdo, pero... no sabía mucho más.
—Una pregunta, señor Smith. Quizás venga dentro de un momento un joven amigo mío a jugar una partida de ajedrez. ¿Me está proponiendo el trato en exclusiva? Es decir, ¿le importaría que él viniese también si le apetece?
—¿Cree que reúne los requisitos?
—Depende de cuales sean los requisitos. Para empezar yo diría que hay que ser un entusiasta de Lewis Carrol y estar un poco chalado. O, ahora que pienso en ello ¿no viene a ser la misma cosa?
Se rió.
—No son cosas muy distintas. Pero cuénteme algo de su amigo. Me ha dicho que es joven; ¿cuántos años tiene?
—Unos veintitrés. Hace poco que ha terminado los estudios. Tiene buenos gustos literarios y conocimientos de fondo, lo que quiere decir que conoce y le gusta Carroll. Puede hacer citas de casi tantas partes de su obra como yo. Juega al ajedrez, si es que eso es un requisito y me parece que nada más. Dodgson no solamente jugaba al ajedrez, sino que basó A través del espejo en una partida de ajedrez. Se llama, por si tiene importancia, Al Grainger.
—¿Le gustaría venir?
—Francamente —admití—, no tengo la menor idea.
Smith me dijo:
—Espero que venga; si es un admirador de Carroll, me gustaría conocerlo. Pero si viene, me hará el favor de no decirle nada sobre lo que le he dicho, al menos hasta que haya tenido oportunidad para juzgarle. Francamente, sería algo sin precedentes el que me tomase la libertad de invitar a alguien a una reunión tan importante como la de esta noche de motu propio. A usted se le invita porque sabemos unas cuantas cosas suyas. Se votó que fuera, y quizás convenga decirle que el voto fue unánime.
Recordé su familiaridad con aquellas cosas oscuras sobre Lewis Carrol que había escrito hacía tanto tiempo, y no puse en duda que él, o ellos si en verdad representaba a un grupo de personas, sabían unas cuantas cosas sobre mí.
—Pero, bueno, si tengo oportunidad de conocerle y creo que se ajusta a las normas, quizás me arriesgue y le invite. ¿Me puede contar algo más sobre él? ¿A qué se dedica quiero decir, de qué vive?
Eso era difícil de contestar. Le dije:
—Bueno, pues escribe obras de teatro. Pero no creo que viva de eso; en realidad no creo que haya conseguido colocar ninguna. Es el pequeño misterio de Carmel City. Ha vivido aquí toda la vida, con excepción del período universitario, y nadie sabe de dónde saca el dinero. Tiene un coche tremendo y casa propia, vivía allí con su madre hasta que ésta murió hace unos años, y parece tener mucho dinero para gastos, pero nadie sabe de donde sale—. Sonreí—. Y todo Carmel City anda muy revuelto por no saberlo. Y sabe como son los pueblos pequeños.
Asintió.
—¿No sería lógico pensar que ha heredado el dinero?
—Desde cierto punto de vista, sí. Pero no parece muy probable. Su madre era sombrerera y trabajó toda la vida y ni siquiera llegó a tener tienda propia. En el pueblo, recuerdo, la gente se preguntaba como podía tener casa propia y pagarle estudios a su hijo con lo que ganaba. Pero resulta imposible el hecho de que pudiera haber ganado lo suficiente para admitir eso y además haber dejado dinero suficiente para que él viviera ocioso. Bueno, puede que escribir teatro no sea vivir ocioso, pero no es una actividad muy remunerativa salvo que uno venda las obras durante tantos años.
Me encogí de hombros, y seguí explicando:
—Pero probablemente no haya misterio alguno. Quizá ella tenía buenas rentas de las inversiones de su marido, y Al habrá heredado la renta o el capital del que se extraía. Probablemente no habla de sus asuntos porque le gusta ser misterioso.
—¿Su padre era rico?
—Su padre murió antes de que él naciera y antes de que la señora Grainger viniera a vivir a Carmel City. Así que aquí nadie conocía a su padre. Y me parece que es todo lo que puedo contar sobre Al Grainger, salvo que además me gana casi siempre al ajedrez, y espero que tenga oportunidad de conocerlo.
Smith asintió:
—Si viene, ya veremos.
Echó una mirada al vaso vacío, y yo me di por aludido y se lo rellené y llené el mío. Volví a fijarme en la manera increíble que tenía de beber, totalmente fascinado. Puedo jurar que esta vez el vaso no estuvo a menos de seis pulgadas de la boca. Definitivamente era un truco que tenía que aprender. Al menos aunque no fuera por otra razón porque no me gusta el sabor del whisky, aunque disfrute con sus efectos. Con aquella forma de beberlo, no parecía posible que hubiera oportunidad de saborearlo. Estaba en el vaso, y a continuación desaparecía. Ni siquiera parecía que movía la nuez, y si hablaba a la vez que bebía, apenas parecía interrumpirse.
Sonó el teléfono, me excusé, y contesté.
—Doc —me dijo la voz—, soy Clyde Andrews.
—Bien. Supongo que te habrás dado cuenta de que me has sa-boteado el número de esta semana al cancelarme la noticia de primera página. ¿Qué pasa ahora?
—Lo siento, Doc, si te ha causado inconvenientes, pero como la subasta fue anulada, supuse que no te gustaría publicarlo y que luego viniera la gente y...
—Naturalmente —le interrumpí, impaciente por reanudar la conversación con Yehudi Smith—. No pasa nada, Clyde. ¿Qué quieres esta vez?
—Me gustaría saber si ya has decidido si quieres o no quieres vender el Clarion.
Durante un segundo me puse absurdamente furioso. Le dije:
—Maldita sea, Clyde, vienes a interrumpirme la única conversación interesante que he tenido desde hace años para preguntarme lo que llevamos meses discutiendo. ¿Qué si quiero o no? No lo sé. Quiero y no quiero venderlo.
—Perdona por molestarte. Doc, pero acaban de entregarme una carta urgente de mi hermano de Ohio. Le han hecho una oferta en el Oeste. Me dice que le gustaría venir a Carmel City de acuerdo con la propuesta que le hice, siempre que tu me vendieras el Clarion, naturalmente. Pero me dice que tiene que aceptar ya la otra oferta, que tiene dos días para contestar si es que la acepta. Así que ya ves que esta vez es por algo distinto, Doc. Tengo que saberlo. No necesariamente esta noche; tampoco hay tantísima prisa. Pero tengo que saberlo para mañana, así que pensé que si te llamaba podría conseguir que te decidieras de una vez.
Asentí con la cabeza y me di cuenta de que no podía verme, así que le dije:
—De acuerdo, Clyde, lo pensaré. Siento haberme puesto así. Bien, ya lo tendré claro mañana por la mañana. Te diré lo que decido en cualquier sentido que sea para que puedas actuar en consecuencia. ¿Vale?
—Muy bien. Hay tiempo de sobra. Ah, por cierto, hay una pequeña noticia si no es demasiado tarde para que la incluyas. ¿O ya lo sabes?
—Sí sé el qué.
—Lo del loco que se ha escapado. No se los detalles, pero un amigo mío que acaba de llegar en coche de Neilsville me ha dicho que hay controles de carretera en ambos lados de la del manicomio del estado. Supongo que te darán detalles si llamas al manicomio.
—Gracias Clyde.
Colgué el teléfono y miré a Yehudi Smith. Me preguntaba porqué, después de haber oído aquella colección de fantasías que me había contado, no me habría dado cuenta antes.
CAPÍTULO CUATRO
«Pero espera un poco», exclamo la Ostra,
«antes de que empecemos a charlar;
¡porque algunos estamos sin aliento,
y todos estamos muy gordos!»
Me sentí totalmente desinflado. No es que me hubiera creído de verdad lo de las Hojas Vorpales, o que íbamos a ir a una casa encantada a conjurar a un Jabberwock, o a sabe Dios qué.
Pero había sido muy interesante pensar en ello, al igual que uno puede sentirse absorto jugando al ajedrez aunque sepa que los reyes y reinas del tablero no son entidades reales, y que cuando un alfil se come un caballo en realidad no hay derramamiento de sangre. Sospecho que había sido aquel tipo de excitación, excitación bastarda, la que había sentido ante las cosas que me contaba Yehudi Smith. O quizás sería mejor la comparación diciendo que había sido como leer una historia de ficción que uno sabe que es falsa pero que es verosímil mientras la narración se extiende.
Ahora no había ni eso. Delante de mi, me di cuenta con terrible desilusión, no había más que un hombre que se había escapado de un manicómio. Yehudi, un hombrecillo que no estaba allí mentalmente.
Lo que era divertido era que todavía me gustaba. Era un tipejo agradable que me había proporcionado media hora fascinante, hasta el momento. No ,me gustaba pensar que tendría que entregarlo a los loqueros para que lo llevasen al sitio de donde había salido.
Bueno, pensé, por lo menos me ha proporcionado una noticia para llenar el hueco de nueve pulgadas de la primera página del Clarion.
Me dijo:
—Espero que la llamada no nos estropee los planes, doctor.
Ya había estropeado algo más, pero naturalmente no iba a de-círselo, como tampoco podía decirle a Clyde Andrews cuando llamó por teléfono, delante de Smith, que llamase al manicómio y que les dijera que se pasaran por mi casa si querían recoger al chiflado que se había fugado.
Así que sacudí la cabeza cuando me puse a pensar cómo salir de la casa para poder llamar por teléfono desde la de algún vecino.
Me levanté. Quizás estuviese un poco más bebido de lo que creía, porque tuve que mantener el equilibrio. Me acuerdo de lo cristalinamente que tenía el cerebro, aunque nada hay tan cristalinamente claro como un prisma que te hace mirar como volviendo esquinas.
—No, la llamada no interrumpirá nuestros planes, salvo por unos minutos. Tengo que dar un recado aquí al lado. Excúseme, y sírvase otro whisky.
Crucé la cocina y salí fuera a la negrura de la noche. Había luces en las casas de al lado y me pregunté a qué vecino debía molestar. Y entonces me pregunté porqué tenía tanta prisa por molestarlos.
En realidad, reflexioné, aquel hombre que decía llamarse Yehudi Smith no era peligroso. Y, loco o no, era el hombre más interesante con el que me encontraba desde hacía años. Parecía saber algo sobre Lewis Carrol. Y recordé otra vez que conocía mis oscurísimos artículos y monografías. ¿Cómo?
Así, al pensar en ello, decidí que quizá fuera mejor dejar la llamada para dentro de una hora o tiempo similar, relajarme y divertirme. Ahora ya se me había pasado la desilusión que había tenido al saber que estaba loco, y ¿por qué no iba a encontrar su charla tan interesante como si fuera real y cierta?
Interesante de otra forma, claro. A veces había pensado que me gustaría tener oportunidad de hablar con un paranoico de sus ilusiones, sin tener que estar de acuerdo o en desacuerdo, sino únicamente a ver si yo era capaz de darme cuenta de que es lo que lo hacía desbarrar.
Y la tarde acababa de empezar; no podía ser más allá de las ocho y media, así que los vecinos todavía estarían levantados por lo menos una o dos horas más.
¿Así que por qué tenía prisa por llamar? No tenía ninguna.
Por supuesto tuve que hacer tiempo allí fuera para hacer razo-nablemente creíble el hecho de que hubiera ido hasta casa del vecino a dar un recado, por tanto me quedé allí en las escaleras de atrás, contemplando un cielo de terciopelo negro, henchido de estrellas relucientes, pero sin luna, y pensando en qué habría más allá y en por qué los locos estaban locos. Y en cuan extraño sería que uno de ellos fuera el cuerdo y todos los demás fuésemos los locos.
Entonces volví dentro y fui lo bastante cobarde para hacer una cosa ridícula. De la cocina fui hasta mi habitación y allí abrí el armario. En una caja de zapatos que había en el estante de arriba del todo había un revólver de calibre treinta y ocho, uno de esos cortos y ligeros que se llaman Banker's Special. Nunca le había disparado a nada y esperaba no tener que hacerlo nunca, y tampoco tenía idea de si le podría pegar a algo más pequeño que un elefante o a algo que estuviera a más de dos metros. Ni siquiera me gustan las armas. Ésta no la había comprado, sino que un conocido al que le había prestado veinte dólares me la dejó en prenda. Y como luego vino a pedir otros cinco, me dijo que si se los daba me podía quedar con el revólver. Yo no lo quería para nada, pero él si que quería los cinco, así que se los di.
Estaba cargado con balas que ya tenía cuando cerramos el trato unos cuatro o cinco años antes, y ni siquiera sabía si aún dispararía o no, pero me lo metí en el bolsillo del pantalón. Tampoco lo usaría, claro está, salvo en caso de imperiosa necesidad, y además seguro que fallaría el blanco, pero se me ocurrió que si llevaba la pistola la conversación que me esperaba sería más peligrosa e interesante, mucho más que de otro modo.
Entré en la sala y seguía allí. No se había puesto un trago, así que serví uno para cada uno y me senté otra vez en el sofá.
Levanté mi vaso y por encima del borde volví a verle hacer aquel truco maravilloso, un tirón del vaso hacia los labios. Me bebí el mío menos espectacularmente, y le dije:
—Me gustaría tener una cámara para filmar la manera en que lo hace y luego estudiarla a cámara lenta.
Se rió.
—Me temo que es la forma que tengo de llamar la atención. Antes me dedicaba al malabarismo.
—¿Y ahora? Si no le molesta la pregunta.
—Soy un estudioso. Un estudioso de Lewis Carrol y de mate-máticas.
—¿Y se puede vivir con eso? —le pregunté.
Dudó durante un instante.
—¿Le importaría que le contestase hasta que haya visto, lo que sin duda verá, en la reunión de esta noche?
Naturalmente no habría reunión ninguna aquella noche; ahora ya lo sabía. Pero le dije:
—Claro que no. Pero espero que no querrá decir que no podemos hablar de Carroll, en general, hasta después de la reunión.
Esperé que me contestase adecuadamente; habría querido decir que podía hacerle seguir hablando de su manía. Me dijo:
—Claro que no. De hecho quiero hablar de él. Me gustaría poder comunicarle ciertos hechos que le permitirán comprender mejor las cosas. Algunos ya los conocerá, pero quiero refrescárselos un poco. Por ejemplo, las fechas. Me ha dicho casi correctamente su fecha de nacimiento y muerte. ¿Conoce no obstante las fechas de los libros de Alicia, o de cualquiera otra de las obras? Su secuencia temporal es importante.
—Con exactitud no. Creo que escribió el primer libro de Alicia cuando aún era relativamente joven, cuando andaba por los treinta.
—Por poco. Tenía treinta y dos. Alicia en el país de las maravillas se publicó en mil ochocientos sesenta y tres, pero ya antes había emprendido la pista tras algo. ¿Sabe lo que había publicado antes?
Sacudí la cabeza.
—Dos libros. Había escrito y publicado Programa de geometría de planos en mil ochocientos sesenta, y al año siguiente su Fórmu las de trigonometría de planos. ¿Ha leído alguno?
Tuve que volver a sacudir la cabeza. Le contesté —Las matemáticas no son mi fuerte. No he leído más que los libros que no son técnicos.
Sonrió, y me dijo:
—No hay ninguno. Lo único que pasa es que no ha sido capaz de advertir la matemática que se contiene en los libros de Alicia y en la poesía. Estoy seguro de que sabe que muchos de sus poemas son acrósticos.
—Sí, claro.
—Todo son acrósticos pero de forma más sutil. No obstante me doy cuenta de que no ha podido dar con la clave ya que no ha leído los tratados de matemática. Yo me supongo que no habrá leído el Tratado elemental sobre los determinantes. ¿Ha leído las Curiosidades matemáticas?
No me gustaba tener que desilusionarle otra vez, pero tenía que hacerlo. Me frunció el ceño:
—Por lo menos debería haber leído ése. No es técnico en absoluto, y la mayoría de las claves para entender los de fantasías están en él. Hay aún más, y concluyentes, referencias en la Lógica simbólica, publicado en mil ochocientos noventa y seis, apenas dos años antes de su muerte, pero son menos directas.
—Espere un momento. Si le entiendo bien, su tesis es que Le-wis Carroll, y dejemos aparte la pregunta de quién o qué fue, se dedicaba a la matemática y expresaba por medio de la fantasía el hecho de... ¿qué?
—De que hay otro plano de existencia además de éste en el que estamos viviendo ahora. Que podemos, y a veces lo hacemos, tener acceso a él.
—¿Pero qué clase de plano? ¿Un plano de fantasía a través del espejo, un plano onírico?
—Exacto, doctor. Un plano onírico. No es una expresión totalmente adecuada, pero es la más próxima que puedo dar para explicarlo por el momento —se inclinó hacia adelante—. Considere lo que son los sueños. ¿Acaso no son un paralelismo perfecto de las aventuras de Alicia? La escena del agua y la lana, por ejemplo, en la que cualquier cosa a la que Alicia mira se convierte en otra diferente. Acuérdese de la tienda en la que había una anciana oveja tejiendo, de cómo Alicia fijaba la vista en los estantes para ver lo que mostraban, pero el estante que miraba estaba siempre vacío aunque todos los demás estaban llenos de algo, y no tuvo modo de saber de qué.
Asentí lentamente con la cabeza, y le dije:
—Me parece que el comentario que hace es «Las cosas no paran de moverse aquí». Y entonces la oveja le preguntó a Alicia si sabía remar, y se dio dos agujas de tejer, y las agujas se conviertieron en remos al cogerlas en las manos y estaba en una barca junto a la oveja que seguía tejiendo.
—Exactamente, doctor. Una secuencia onírica perfecta. Y considere que Jabberwock, que es probablemente lo mejor del segundo libro de Alicia, está escrito en el auténtico lenguaje de los sueños. Está lleno de palabras como frumioso, manxomo, tulgeloso, palabras que proporcionan una imagen perfecta en un contexto, pero nos es imposible saber cuál es el contexto. En un sueño se pueden entender perfectamente sus significados, pero uno los olvida en cuanto despierta.
Entre manxomo y tulgeloso, se tomó aquella última copa. No le serví otra vez; comenzaba a preguntarme cuánto aguantaría la botella, o nosotros. Pero no dio evidencias de sufrir los efectos de las copas que habíamos estado trasegando. No puedo decir lo mismo respecto a mí mismo. Sabía que ya tenía la voz un poco pastosa. Le dije:
—¿Pero para qué hace falta postular la realidad de ese mundo? Puedo entender sus argumentos en el resto de los puntos. El Jab-berwock es el epítome de las criaturas oníricas de pesadilla, con ojos que echan fuego, y mandíbulas que devoran, y las garras que hacen presa, y que resopla y borbotea, vaya, ni Freud y James Joyce juntos podrían haberlo hecho mejor. Pero por qué hay que suponer que Lewis Carroll no trataba simplemente, y con gran éxito por cierto, de escribir como si fuera un sueño. ¿Por qué hay que admitir que ese mundo sea real? ¿Por qué hay que hablar de tratar de llegar a él, salvo, claro, en el sentido de que lo invadimos cada noche en nuestros sueños?
Sonrió:
—Porque ese mundo es real, doctor. Oirá pruebas suficientes esta noche, pruebas matemáticas. Y espero, tendrá además pruebas factuales y reales. Yo ya he visto esas pruebas, y espero que también usted las vea. Pero por lo menos verá los cálculos y le explicarán cómo se derivan de Curiosidades matemáticas y cómo aparecen probados y corroborados en el resto de los libros. Carroll vivía un siglo por delante del suyo, doctor. ¿Ha leído algo de los experimentos recientes sobre el subconsciente hechos por Leibnitz y Winton, sobre los sensores que dirigen en la dirección adecuada, que es la aproximación matemática?
Confesé que no había oído hablar ni de Leibnitz ni de Winton.
—Pues son poco conocidos en realidad —concedió Smith—. Verá, solo recientemente, con la excepción de Carroll, se ha considerado poder alcanzar, sigamos llamándolo el plano onírico hasta que le haya demostrado lo que es en realidad, de forma física el objetivo al igual que de forma mental.
—¿Cómo Lewis Carroll lo alcanzó?
—Como debe haberlo hecho, para saber las cosas que sabía. Cosas tan revolucionarias y peligrosas que no se atrevió a revelar abiertamente.
Durante un instante pasajero me parecía todo tan razonable que me pregunté si podría ser verdad. ¿Porqué no? ¿Por qué no podía haber otras dimensiones además de la nuestra? ¿Por qué un sagaz matemático con un cerebro excepcional no podría haber encontrado el camino hasta uno de ellos?
En mi cabeza maldije a Clyde Andrews por haberme contado lo del fugado del manicómio. Si no hubiera sabido aquello, sería una tarde maravillosa de verdad. Incluso sabiendo que Smith estaba loco, me encontré, quizás con ayuda del whisky, preguntándome si no tendría razón. Hubiera sido maravilloso no saber que era un demente para poder dejar de cuestionarlo y para poder ponerme a cavilar. Habría sido una velada en el país de las maravillas.
Y, cuerdo o chalado, me gustaba. Cuerdo o chalado, figurativamente era un miembro de la sección en la que trabajaba literalmente el marido de la señora Carr. Me reí, y entonces, naturalmente, tuve que explicar de qué me reía.
Se le encendieron los ojos:
—La sección de tracas romanas. Es maravilloso. La sección de tracas romanas.
Bebimos a la salud de la sección de tracas romanas, y seguidamente ninguno de los dos dijo palabra y el silencio era tal que pegué un brico cuando sonó el teléfono. Lo cogí y contesté:
—Sección de tracas romanas.
—¿Doc? —era la voz de Pete Corey, mi tipógrafo. Se adivinaba tensa—. Tengo malas noticias.
Pete no se excita con facilidad. Yo me serené un poco y le pregunté:
—¿Qué es, Pete?
—Escucha, Doc. ¿Recuerdas que hará unas dos horas deseabas que hubiera un asesinato o que pasara algo para poder tener una noticia con la que rellenar el periódico, y te acuerdas de que yo te pregunté si te gustaría incluso si le ocurría a un amigo tuyo?
Claro que me acordaba; había mencionado a mi mejor amigo, Carl Trenholm. Agarré el teléfono con firmeza y dije:
—No hace falta que te andes con rodeos, Pete. ¿Le ha pasado algo a Carl?
—Sí, Doc.
—Por amor de Dios, ¿qué ha sido? No me cuentes detalles. ¿Está muerto?
—Eso me han contado. Lo encontraron junto a la barrera; no se si lo atropello un coche o qué ha pasado.
—¿Dónde está ahora?
—Creo que lo deben estar llevando a su casa. Lo único que sé es que Hank me ha llamado —Hank es el cuñado de Pete, y es alguacil ayudante— y me ha dicho que habían recibido una llamada de alguien que lo había encontrado en la cuneta. Incluso Hank tenía información de tercera mano, porque Ranees Kates le llamó por teléfono y le dijo que se acercara a cuidar la comisaría mientras él iba hasta allá. Y Hank sabe que no le gustas a Kates y que no te diría nada, así que Hank me llamó. Pero que no se te ocurra meter a Hank en un lío contando por ahí quién te dio el soplo.
—¿Has llamado al hospital? Quizá Carl esté herido solamente.
—Todavía no pueden haber tenido tiempo de llegar allí, o a donde quiera que le lleven. Hank me llamó desde su casa antes de salir para la comisaría, y Kates acababa de llamarle desde allí porque se iba en aquel momento.
—De acuerdo. Pete. Gracias. Voy a volver al pueblo; llamaré al hospital desde la oficina del Clarion. Llámame allí si te enteras de algo más.
—Diablos, Doc, iré yo también.
Le dije que no hacía falta, pero me contestó que al diablo la falta que hacía porque quería ir. No discutí con él.
Colgué el aparato y me di cuenta de que me había puesto en pie. Dije:
—Lo siento, pero ha ocurrido algo importante, un accidente a un amigo mío —me dirigí hacia el ropero para coger el abrigo—. ¿Quieres esperarme aquí, o ...?
—Si no le importa; esto es, siempre que no vaya a tardar mucho.
—No lo sé, pero le llamaré por teléfono y se lo diré tan pronto como me sea posible. Si suena el teléfono, cójalo; seré yo. Y sírvase cuanto whisky y libros quiera.
—Estaré bien —asintió— espero que su amigo no esté malherido.
Eso es precisamente lo que yo me estaba preguntando. Me puse el sombrero y salí deprisa de nuevo, y esta vez de verdad, maldiciendo los dos neumáticos pinchados del coche y el hecho de no haber tenido tiempo de arreglarlos por la mañana. Nueve manzanas no es una gran distancia cuando no se tiene prisa, pero es una barbaridad cuando uno está ansioso de llegar.
Anduve deprisa, tan deprisa de hecho, que me quedé sin resuello al cabo de dos manzanas y tuve que bajar el ritmo.
Seguía pensando en lo mismo que obviamente había pensado Pete: qué maldita coincidencia había sido el haber mencionado la posibilidad de que a Carl...
Pero habíamos hablado de un asesinato. ¿Habían asesinado a Carl? Claro que no. Esas cosas no pasan en Carmel City. Habría sido un accidente, un atropello en el que conductor se daría a la fuga. Nadie podía haber tenido la más mínima razón para asesinar a Carl Trenholm especialmente. Nadie salvo un...
El acabar aquel pensamiento me hizo detenerme repentina-
mente. Nadie más que un loco podría haber tenido la más mínima razón para matar a Carl Trenholm. Pero esa noche había un loco suelto por ahí, y, salvo que se hubiera cansado de esperarme, estaba sentado en mi sala de estar. Había creído que era inofensivo, incluso aunque me había tomado la precaución de meterme el revólver en el bolsillo, pero ¿cómo podía estar seguro? No soy psiquiatra; ¿de dónde saqué la brillante idea de que era capaz de determinar si un tipo era chiflado inofensivo y no un maníaco homicida?
Comencé a dar la vuelta pero me di cuenta de que volver no serviría de nada y sería una tontería. Se habría largado tan pronto como yo me hubiera perdido de vista al doblar la esquina, o bien no sospecharía que yo sospechaba de él y me esperaría según le había dicho, hasta que yo le llamase. Así que lo único que tenía que hacer era llamar al manicómio tan pronto como pudiera para que mandasen a los guardias a mi casa y se lo llevaran si aún seguía allí.
Seguí andando. Sí, sería ridículo volver solo, incluso aunque tuviese el revólver en el bolsillo. Quizás se resistiese, y no me gustaría tener que usar el arma, especialmente porque yo carecía de pruebas que me indujesen a creer que había matado a Carl. Podría fácilmente haber sido un accidente de automóvil; ni siquiera podía formarme una idea justa del tema hasta que supiera como eran las heridas de Carl.
Me puse a andar tan deprisa como pude sin quedarme ahogara otra vez.
Repentinamente recordé el recorte de periódico: «HOMBRE MUERTO POR ANIMAL DESCONOCIDO». Un escalofrío me recorrió la espalda: ¿qué pasaría si el cuerpo de Carl mostraba...?
Y en aquel momento cristalizó el horrible pensamiento. Si el animal desconocido que había matado a aquel hombre cerca de Bridgeport y el loco fugado fuesen una sola cosa. Si se hubiera escapado antes de la muerte de Bridgeport, o igualmente, que no lo hubieran internado en el manicómio hasta después de la muerte, sospechasen o no de él.
Pensé en la licantropía y temblé. ¿Con qué había estado hablando de Jabberwocks y de animales desconocidos?
De pronto el arma que llevaba en el bolsillo se me antojó un gran consuelo. Miré por encima del hombro para estar seguro de que nada me seguía. Detrás, la calle estaba vacía, pero a pesar de todo me puse a andar un poco más deprisa.
De pronto sentí que las luces de la calle no iluminaban lo suficiente, y que la noche, que había sido una agradable tarde de junio, era algo terrorífico y amenazador. Tenía miedo de verdad. Quizás deba dar gracias por no haber comenzado aún a sospechar que todavía no habían empezado a pasar cosas.
Me alegré de pasar junto a la comisaría, había luz en la ventana de la oficina del alguacil. Incluso pensé en entrar. Probablemente fuera Hank quien estuviese y Ranee Kates seguiría fuera. Pero no, ya estaba lo bastante lejos y tenía que llegar hasta la oficina del Clarion para ponerme a llamar por teléfono desde allí. Además, si Kates se enteraba de que había estado en su oficina charlando con Hank, éste tendría problemas.
Así que seguí andando. En la esquina de Oak Street di la vuelta y me encontré ya a una manzana y media del Clarion. Pero me iba a llevar un buen rato aquella manzana y media.
Un Buick sedán grande y azul oscuro se acercó al bordillo y aminoró la marcha para ponerse a mi altura. Había dos hombres en los asientos delanteros, y el que iba conduciendo sacó la cabeza por la ventanilla y me; dijo:
—Eh, borrachín ¿cómo sollama este pueblo?
CAPÍTULO CINCO
Cuando las arenas están secas, contento está como una alondra,
y con desprecio hablará del Tiburón;
mas cuando sube la marea y los tiburones se acercan,
su voz tiene tembloroso y tímido sonido.
Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba «borrachín», y era algo que no me gustaba especialmente. No me gustaba la pinta de aquellos tipos, de ninguno, ni tampoco el tono de voz con el que me había hecho la pregunta. Un minuto antes, pensaba que me gustaría cualquier compañía que no fuera la del loco fugado; ahora pensaba de otro modo.
No suelo ser grosero, pero puedo serlo si alguien se pone en ese plan. Le dije:
—Lo siento, chaval, pero soy forastero —y seguí andando.
Oí como el hombre que estaba al volante del Buick le decía algo al otro, y entonces me adelantaron, de un volantazo subieron el coche a la acera, y pararon un poco más adelante. El conductor se bajó y vino hacia mí.
Me quedé de una pieza y traté de no delatarme cuando le reconocí. La atención que había prestado a los carteles de «Se Busca» en el tablón de la oficina de correos había servido para algo, aunque teniendo en cuenta la expresión de su cara no iba a servir para lo que yo hubiera querido.
El tipo que venía hacia mí y que estaba a dos pasos cuando me detuve era Bat Masters, cuya foto habían puesto la semana anterior y que seguía puesta en el tablón de anuncios. No podía equivocarme en cuanto al rostro, y me acordaba perfectamente del nombre porque se parecía mucho al de Bat Masterson, un famoso pistolero del viejo Oeste. Había creído que se trataba de una coincidencia hasta que me había dado cuenta de que en vista de la similaridad entre Masters y Masterson el apodo de «Bat» sería el lógico.
Era un hombre grande, con una cara larga de caballo, los ojos separados, y una boca que no era más que una fina línea que separaba una mandíbula corta de un generoso labio superior; sobre este último se apreciaba una sobra de pelo que parecía indicar que se estaba dejando el bigote. Habría hecho falta cirugía estética, y una buena barba, además, para disimular aquella cara a fin de que quien la hubiera visto, aunque fuera sin prestarle atención, su retrato no le reconociese. Bat Masters, atracador y asesino.
Tenía el revólver en el bolsillo, pero en aquel momento no me acordé de él. Lo cual estuvo probablemente mejor, porque si me hubiese acordado quizás hubiera tenido la idea de sacarlo. Y no creo que hubiera sido algo muy saludable. Venía hacia mí con los puños cerrados, pero no tenía ninguna pistola en ellos. No tenía intención de matarme, aunque podría hacerlo con gran facilidad con uno de sus puños sin esforzarse mucho: yo peso unos setenta kilos desnudo, y él pesaba aproximadamente el doble y además le sobresalían los hombros de la chaqueta.
No había tiempo ni para dar la vuelta y echar a correr. Su mano izquierda me agarró repentinamente por las solapas del abrigo y me atrajo hacia él, casi levantándome del suelo. Me dijo:
—Mira, muñeco, no quieto chorradas. Te he preguntado algo.
—Carmel City —le dije—, Carmel City, Dlinois.
La voz del otro hombre, quien seguía en el coche, llegó hasta nosotros:
—Eh, Bill, no le hagas daño a ese tipo. No queremos...
No terminó la frase, naturalmente; decir que no se quiere llamar la atención es la mejor forma de hacerlo.
Masters miró a lo lejos, por encima de mi cabeza, para ver si alguien o algo se acercaba por allí, y seguidamente sin soltar las solapas del abrigo, se dio la vuelta y miró al otro lado. No tenía el más mínimo temor a que yo le hiciera algo como para seguir prestándome atención, y la verdad es que comprendía perfectamente que se sintiera así.
Ahora venía un coche, estaba como a una manzana. Y salían dos hombres de una tienda del otro lado de la calle, que estaba solo unas casas más abajo. También pude oír el ruido de otro coche por detrás, que giraba hacia Oak Street.
Masters se volvió hacia mí y me soltó para que pareciéramos dos hombres que charlábamos si alguien se fijaba en nosotros.
—De acuerdo, muñeco. La próxima vez que alguien te pregunte algo, no seas tan grosero.
Seguía mirándome como si no hubiera renunciado totalmente a la idea de regalarme algo para que me acordase bien de él, quizá una ligera bofetada que no me haría mucho más que desencajarme la mandíbula y hacer que me tragara la dentadura postiza.
—Claro, perdón —acerté a decir haciendo queja voz me sonase llena de miedo, pero tratando de no demostrar tanto miedo como el que tenía de verdad, porque si llegaba a sospechar aunque fuera remotamente que podía haberle reconocido no me iba a librar tan fácilmente.
Se dio la vuelta contoneándose y se fue hasta el coche, entró y arrancó marchándose. Supongo que debería haber anotado la matrícula, pero seguramente sería un coche robado, y además no se me ocurrió. Ni siquiera miré el coche cuando se iba; si alguno de los dos miraba atrás, no quería que pensaran que les estaba echando una buena ojeada, como dicen los bandidos. No quería darles motivo alguno para que cambiaran de opinión respecto a largarse.
Reemprendí la caminata, yendo por el centro de la acera y aparentando ser un tipo al que sólo le preocupan sus propios asuntos. También trataba de que dejaran de temblarme tanto las rodillas para poder seguir andando. Me había librado por los pelos. Si la calle hubiera estado totalmente desierta...
Podía haber dado aviso en la comisaría unos momentos antes si me hubiese vuelto en aquella dirección, pero preferí no correr el riesgo. Si alguien me miraba por el parabrisas trasero del coche al cambiar de dirección no sería una buena idea. De todos modos la diferencia era de unas casas; estaba como a cien metros de la comisaría y como a cien metros de Smiley's y de la oficina del Clarion que estaba enfrente. Desde cualquiera de los dos sitios podía llamar por teléfono para contarles la gran noticia de que Bat Masters y un colega suyo acababan de pasar en coche por Carmel City con dirección norte, probablemente hacia Chicago. Y Hank Ganzer desde la comisaría daría el aviso a la policía del estado, así que habría muy buenas oportunidades de que le echasen el guante en un par de horas.
Y si era así, incluso podían darme una parte de la recompensa por darles el aviso, pero eso me importaba bastante menos que la noticia que ya tenía. Vaya, era una noticia, incluso si no los cogían, y si lo hacían sería una buena noticia de verdad. Y además una noticia local, ya que el aviso había partido de Carmel City, aunque los cogieran mucho más al norte. Quizá hubiera hasta un tiroteo, gracias a haber conocido tan de cerca a Masters me daba perfecta cuenta de que sería lo más probable.
Y perfectamente cronometrado todo además, pensé. Por una vez pasaba algo un jueves por la noche. Por una vez les ganaría a los periódicos de Chicago. También en ellos vendría, naturalmente, y hay mucha gente de Carmel City que compra los diarios de Chicago, pero no llegan hasta bien entrada la tarde, y el Clarion estaría a la venta horas antes.
Sí, por una vez iba a tener un periódico lleno de noticias. Incluso si no cogían a Masters y a su compañero, el hecho de que hubieran pasado por el pueblo constituía una noticia. Y además estaba lo del loco que se había fugado, y lo de Carl Trenholm.
El volver a pensar en Carl me hizo caminar más deprisa. Ahora-ya se podía; había andado ya media manzana desde que el Buick se había ido. No se lo veía por ningún lado, y la calle volvía a estar tranquila; gracias a Dios no lo había estado cuando Masters había estado a punto de decidirse a convertirme en pulpa.
Ya había pasado la tienda de música de Deak. Y el supermercado. Estaban oscuros. El banco...
También había pasado el banco cuando me detuve tan repen-tinamente como si hubiera chocado contra un muro. También el banco estaba oscuro. Y no debería estarlo; hay una iluminación de seguridad encendida siempre sobre la caja fuerte. Había pasado miles de veces por delante del banco después de oscurecer y la luz nunca había estado apagada.
Durante un instante me asaltó el horrible pensamiento de que Bat y su compinche acababan de robar el banco, aunque los atracos y no el robo eran más del estilo de Masters, y seguidamente me di cuenta de lo ridículo de aquel pensamiento. Habían pasado el banco, en casi media manzana, cuando se detuvieron para preguntarme en qué pueblo estaban. Es verdad que podían haber robado el banco, y estarían dando una vuelta a la manzana, pero si lo hubieran hecho lo más probable es que estuviesen intentando largarse. A veces los criminales hacen cosas bastante estúpidas, pero no tan tontas como parar el soche en el que se están fugando justo al lado de lugar de la escena del crimen para preguntar en qué pueblo están, encima bajándose del coche para machacar a un peatón que ha respondido desairadamente a sus preguntas.
No, Masters y compañía no podían haber robado el banco. Y tampoco iban a estar robándolo ahora. El coche había seguido adelante; no lo había visto, pero mi oído me decía que lo había hecho. E incluso si no era así, yo sí que lo había hecho. Nuestro encuentro había tenido lugar apenas hacía unos segundos; no había tiempo material para que hubieran podido entrar, incluso si se hubiesen detenido.
Volví atrás algunos pasos y miré por el escaparate del banco.
Primero no pude ver nada excepto la vaga silueta de una ventana en la parte de atrás, esto es, la parte de arriba de una ventana que se aprecia encima del mostrador. Entonces la silueta se hizo menos vaga y comprobé que la ventana estaba abierta; la parte de arriba del trozo inferior del marco se veía claramente, distante solamente unos centímetros de la hoja de la ventana.
Esa era la forma de entrar, de acuerdo, ¿pero seguía el ladrón dentro, o se había ido ya, dejando la ventana abierta?
Esforcé la vista a través de la oscuridad hacia la izquierda de la ventana, donde estaba la caja fuerte. Y de repente brilló una lucecilla durante un instante, como si alguien hubiera encendido una cerilla que se hubiera apagado antes de que el fósforo hubiera prendido en la madera. Sólo pude darme cuenta del resplandor, ya que estaba por debajo del mostrador; no pude ver quien podía haberla encendido.
El ladrón seguía allí.
Y repentinamente me encontré corriendo de puntillas por el descampado que había entre el banco y la oficina de correos.
Por Dios, no me preguntéis porqué. Naturalmente que tenía dinero en el banco, pero el banco tenía seguro contra robos, y no era estrictamente asunto mío el hecho de que estuviesen robando el banco. Ni siquera me paré a pensar que sería mucho mejor noticia para el Clarion si conseguía atrapar al ladrón o si él me atrapaba a mí. No pensaba en nada. Estaba corriendo hacia la parte de atrás del banco, hacia la ventana que había dejado abierta para escaparse.
Me parece que debe haber sido la reacción contra la cobardía que había demostrado hacía un instante. Debo de haber estado un poco borracho de Jabberwocks, de Hojas Vorpales, de maníacos homicidas licántropos, de bandidos, atracadores, de ladrones, o quizá pensé que de repente me habían ascendido a la sección de tracas romanas.
Quizá estuviese borracho, quizá un poco desequilibrado, llamadlo como os parezca, pero allí estaba yo corriendo ya por el callejón de puntillas. Corriendo, esto es, según me permitía la luz que llegaba desde la calle; luego seguí tanteando por la pared del edificio hasta llegar al callejón. Allí la luz era muy tenue, pero era suficiente para que pudiera ver la ventana.
Seguía abierta.
Me paré mirándola vagamente al darme cuenta de qué locura había cometido. ¿Por qué no había ido corriendo a la comisaría a buscar a Hank? El ladrón, o los ladrones, cómo saberlo, quizá acabaran de empezar a trabajar allí dentro. Quizá estuviese allí un buen rato, el bastante para que Hank pudiera llegar y echarle el guante. Si se le ocurría salir ahora, ¿qué haría yo? ¿Pegarle un tiro? Era ridículo; antes dejaría que se escapara a hacer eso.
Y ya fue demasiado tarde porque de pronto se oyó un ruido apagado en la ventana, y apareció una mano en el alféizar. Estaba saliendo, y no había oportunidad de que yo pudiera marcharme sin que se diera cuenta. Qué es lo que iba a ocurrir, no lo sabía, pero me hubiera gustado no saberlo.
Un momento antes, según llegaba al lugar, al lado de la ventana donde me encontraba ahora, había pisado un trozo de madera, un tarugo de medio metro de largo. Esa era un arma que me gustaba. Me agaché y lo empuñé justo a tiempo, porque apareció una cabeza en la ventana.
Gracias a Dios no le di muy fuerte. En el último instante, incluso con aquella luz tan tenue, creí.
La cabeza y la mano ya no estaban en la ventana, y se oyó el ruido quedo de un cuerpo cayendo hacia el interior. No hubo ruido ni movimiento alguno en unos segundos. Larguísimos segundos, y a continuación se oyó el ruido del palo al golpear contra el suelo blanco del callejón, y me di cuenta de que me había caído.
Si no hubiera sido por lo que creí haber visto en la última fracción de segundo antes de que fuera demasiado tarde para evitar descargar el golpe, podría haber estado corriendo ahora hacia la comisaría. Pero...
Quizás ahora iba a ser mi cabeza, pero tenía que arriesgarme. El alféizar no estaba mucho más allá de la altura de la cintura. Me eché sobre él y encendí una cerilla, y vi que había tenido razón.
Entré por la ventana y le busqué el corazón, que latía normalmente. Parecía respirar con normalidad. Pasé despacio y con cuidado las manos por su cabeza y luego las saqué por la ventana;
no había sangre. En consecuencia no podía ser nada peor que una conmoción.
Cerré la ventana para que nadie se diera cuenta de que estaba abierta, y fui a tientas hacia el escritorio más próximo, había estado miles de veces en el banco, así que me lo sabía de memoria, busqué un teléfono hasta que encontré uno.
La voz de la operadora me dijo «¿Qué número, por favor?», y empecé a darle uno y entonces recordé que sabría de donde procedía la llamada y que el banco estaba cerrado. Así que naturalmente escucharía. Quizás incluso llamase a la comisaría para decirles que alguien había llamado desde el banco.
¿Había conocido su voz? Me pareció que sí, así que le dije:
—¿Eres Milly?
—Sí. ¿Es... el señor Stoeger?
—Sí —dije alegrándome de que hubiera reconocido mi voz—. Escucha, Milly, llamo desde el banco, pero no pasa nada. No te preocupes. ¿Me harás un favor? No escuches la conversación.
—Por supuesto, señor Stoeger, naturalmente. ¿Qué número quiere?
Se lo di; el de Clyde Andrews, presidente del banco. Mientras oía el timbre al otro extremo, pensé cuanta suerte había tenido en conocer a Milly de siempre y que simpatizásemos. Sabía que estaría muerta de curiosidad pero que no escucharía.
Respondió la voz de Clyde Andrews. Tuve cuidado con lo que decía porque no sabía de antemano si habría más de una extensión en la línea. Le dije:
—Soy Doc Stoeger, Clyde. Estoy en el banco. Ven ahora mismo. Date prisa.
—¿Eh? Doc, ¿estás borracho o algo así? Qué haces en el banco, está cerrado.
—Había alguien dentro. Le pegué en la cabeza con una estaca cuando iba a salir por la ventana, así que ahora está inconsciente, pero no malherido. Pero para estar seguros tráete al doctor Minton de la que vienes para aquí. Y date risa.
—Voy. ¿Llamas tu a la policía, o lo hago yo?
—Ninguno. No llames a nadie. Vete a buscar a Minton y venid para aquí a toda prisa.
—Pero..., no entiendo. ¿Cómo no vamos a llamar a la policía? ¿Es una broma?
—No, Clyde. Escucha, es mejor que veas antes al ladrón. No está malherido, pero por Dios deja de discutir y ven ahora mismo con el doctor Minton, ¿entendido?
Su tono de voz era distinto cuando me dijo: —Iré. Cinco minutos.
Colgué el teléfono y volví a descolgar. El «número, por favor» se oyó de nuevo la voz de Milly y le pregunté si sabía algo de Carl Trenholm.
No sabía nada; ni siquiera sabía que hubiera pasado algo. Cuando le dije lo poco que yo sabía me dijo que sí, que había comunicado una llamada desde una granja del pico a la comisaría haría media hora, pero que había tenido más llamadas a la vez y que no había podido escucharla.
Decidí que sería mejor esperar hasta estar en otro sitio antes de llamar para avisar de que Bat Master había estado en el pueblo, o para avisar que el loco fugado estaba en mi casa. Sería demasiado arriesgado hacer la llamada desde allí, y unos minutos más no tendrían importancia.
Di la vuelta, tanteando en la oscuridad hacia la luz tenue de la ventana y me incliné de nuevo junto al muchacho, el hijo de Clyde Andrews. La respiración y pulso seguían bien, y se movió un poco y murmuró algo como si estuviera a punto de volver en sí. No se nada de nada sobre las conmociones cerebrales, pero me pareció una buena señal y me sentí mejor. Hubiera sido horrible si le hubiera pegado un poco más fuerte y le hubiera matado o herido gravemente.
Me senté en el suelo para tener la cabeza fuera de campo en caso de que alguien mirase por el escaparate, como yo había hecho poco antes y esperé.
Habían pasado tantas cosas que me sentí un poco atontado. Había tanto en qué pensar que supongo que no pensé en nada. Estaba allí sentado en la oscuridad.
Cuando sonó el teléfono pegué un brinco de medio metro.
Tanteé hasta alcanzarlo y contesté. La voz de Milly me dijo:
—Señor Stoeger, creí que sería mejor llamarle por si aún estaba ahí. Alguien del supermercado de enfrente acaba de llamar a la comisaría para decirles que la luz de emergencia del banco está apagada, y quien respondió en la comisaría, parecía ser uno de los ayudantes, y no el señor Kates, dijo que iría a ver qué pasaba.
—Gracias, Milly, muchas gracias.
Se estaba parando un coche junto al bordillo; podía verlo por el escaparate. Suspiré aliviado cuando reconocí que los hombres que salían de él eran Clyde Andrews y el médico.
Encendí las luces mientras Clyde abría la puerta principal. Le avisé rápidamente de lo de la llamada que habían hecho a la comisaría mientras volvíamos dentro, al sitio donde estaba tendido Harvey Andrews. Lo movimos un poco hasta un lugar en el que ni él ni el doctor Minton, que estaba inclinado sobre él, pudieran ser vistos desde la calle, y lo hicimos justo a tiempo. Hank estaba llamando a la puerta.
También yo me quité de en medio para evitar tener que explicar qué estaba haciendo allí. Oí cómo Clyde Andrews abría la puerta y le explicaba a Hank que todo iba bien, que alguien le había llamado igualmente, que la luz de seguridad estaba apagada, así que había venido a ver qué pasaba, y que no era más que se había fundido la bombilla.
Cuando Hank se fue, volvió Clyde, un poco pálido. El doctor Minton nos dijo:
—No le pasará nada, Clyde. Se recuperará dentro de un momento. En cuanto pueda andar apoyándose en nosotros, lo llevaremos al hospital para hacerle un chequeo a fondo para estar bien seguros.
—Clyde —dije yo—, tengo que irme corriendo. Están pasando un montón de cosas esta noche. Pero tan pronto como sepas que el chico está bien, házmelo saber. Probablemente estaré en el Clarion, pero puede también que esté en Smiley's o bien, si es dentro de mucho rato, seguramente estaré en casa.
—Claro, Doc —me puso la mano en el hombro—. Y muchas gracias por llamarme a mí en lugar de llamar a la comisaría.
—De nada. Y Clyde, no sabía quién era antes de pegarle. Estaba saliendo por la ventana de atrás y creí...
—Miré en su habitación después de que me llamases. Tenía hecho el equipaje. No... no puedo entenderlo, Doc. No tiene más que quince años. ¿Por qué haría una cosa así? —sacudió la cabeza—. Siempre ha sido un testarudo y alguna vez se ha metido en algún lío, pero esto no lo entiendo—. Me miró atentamente—. ¿Tú lo entiendes?
Pensé que quizá lo comprendiese un poco, pero de pronto recordé a Bat Masters y el hecho de que se alejaba cada vez más y que sería mucho mejor avisar rápidamente a la policía del estado. Así que le respondí:
—¿Podemos hablar de ello mañana, Clyde? Escucha la versión del chico en cuanto pueda hablar; procura no calentarte la cabeza hasta ese momento. Creo que quizá no sea nada tan terrible como lo que debes estar pensando.
Le dejé con la apariencia de un hombre que ha recibido un golpe mortal, y me fui.
Me encaminé calle abajo pensando en lo idiota que había sido al hacer lo que había hecho. Pero, bueno, ¿en qué no había metido la pata aquella noche? Y seguidamente, al volver a pensarlo, quizá esto último no hubiera estado mal. Si hubiera llamado a Hank, al chico podrían haberle pegado un tiro en lugar de recibir sólo un estacazo que le dejara inconsciente. Y de todos modos lo habrían detenido.
Eso habría estado mal. De este otro modo había la posibilidad de arreglar las cosas antes de que fuera demasiado tarde. Quizá un psiquiatra pudiera ayudarle. Lo único malo era que Clyde Andrews tendría que darse cuenta de que también debería consultar al psiquiatra. Era un buen hombre, pero un padre duro. No se pueden esperar de un chico de quince años las cosas que Clyde esperaba de Harvey sin que no pasara nunca nada. Pero el robar un banco, más aún, el banco de su padre, no podía decidirme si eso sería mejor o peor, era algo que yo no habría esperado. Me dejaba hecho un guiñapo, vaya. Que Harvey se escapara de casa no me habría sorprendido en absoluto; supongo que en ese caso ni siquiera le habría echado la culpa.
Un hombre puede ser muy bueno y, no obstante, demasiado concienzudo y estricto para que su propio hijo llegue a quererle. Si Clyde Andrews se emborrachase, absoluta y escandalosamente, por una vez en su vida, tendría una perspectiva totalmente distinta de las cosas, incluso aunque no volviera a probar ni una gota nunca más. Pero nunca había bebido ni un solo trago en toda su vida. Tampoco creo que hubiera fumado un cigarrillo ni dicho alguna obscenidad.
De todos modos, a mí me gustaba; soy bastante tolerante, creo. Pero me alegro de no haber tenido un padre como él. En mis libros, el mejor padre del pueblo era Carl Trenholm. ¡Trenholm!, ¡y todavía no había tratado de enterarme de si estaba muerto o solamente herido!
Estaba a media manzana de Smiley's y del Clarion. Emprendí un trotecillo. Incluso a mi edad no me iba a quedar sin aliento por recorrer aquella distancia al trote. Probablemente hacía menos de media hora que había salido de casa, pero con todas las cosas que me habían pasado en route parecía que habían pasado días. Bueno, de todos modos ya nada podría pasarme hasta llegar a Smiley's. Y no me pasó nada.
Vi por el escaparate que no había clientes en el bar y que Smiley estaba solo detrás de la barra. Limpiando vasos, como de costumbre; creo que limpia siempre los mismos vasos una docena de veces cuando no tiene otra cosa que hacer.
Entré de golpe, me dirigí al teléfono y le dije:
—Smiley, los diablos andan sueltos esta noche. Hay un loco suelto, le ha pasado algo a Carl Trenholm, y una pareja de atracadores a los que busca la policía pasaron en coche por aquí hace quince o veinte minutos, y tengo que...
Estaba de espaldas mirando al teléfono en el momento en el que le estaba diciendo todo aquello, disponiéndome a levantar el micrófono. Pero nunca llegué a cogerlo.
Una voz detrás de mí dijo:
—Tranquilo, borrachín.
CAPÍTULO SEIS
«¿Qué importa cuan lejos vamos?», contestó su escamoso amigo. «Cuanto más lejos de Inglaterra, más cerca de Francia.
Sabes, hay otras costas al otro lado. Así que no palidezcas, querido caracol, ven y únete al baile.»
Me di la vuelta despacio. Estaban sentados en la mesa del extremo del bar, la única que quedaba oculta a la vista desde la puerta o desde el escaparate. Seguramente la habrían elegido por esa causa. Había unos vasos de cerveza vacíos. Pero no me pareció querías pistolas que tenían en las manos lo estuviesen.
Una de las pistolas, la que estaba en manos del acompañante de Bat Masters, apuntaba hacia Smiley. Y Smiley, que no sonreía, tenía las manos muy quietas, sin mover un solo músculo.
La pistola que estaba en manos de Masters me apuntaba a mí.
—¿Así que nos conoces, eh, borrachín?
No tenía sentido negarlo; ya había hablado demasiado. Le dije:
—Usted es Bat Masters.
Miré hacia el otro hombre, al que no había visto bien antes cuando estaba en el coche. Era rechoncho y bajo, con cabeza de bala y ojos cerdunos. Parecía una Caricatura de un oficial del ejército alemán. Dije:
—Lo siento, no sé quién es ese amigo suyo.
Masters se rió.
—¡Qué te parece, George, yo soy famoso y tú no!
George seguía con los ojos clavados en Smiley, pero dijo:
—Me parece que es mejor que venga a este lado del mostrador. Puede que tenga algún revólver por ahí y se le ocurra agacharse a cogerlo.
—Vengan los dos a sentarse con nosotros —dijo Masters—. Vamos a festejarlo, ¿eh, George?
George dijo «cállate», lo cual hizo que cambiase un tanto la opinión que tenía de él. Personalmente yo no me hubiera atrevido a decirle a Bat Masters que se callase empleando aquel tono. Es verdad que había estado grosero con él veinte minutos antes, pero entonces no sabía quién era. Ni siquiera me había dado cuenta de lo grande que es.
Smiley se acercaba bordeando el mostrador del bar. Capté su mirada y le lancé lo que pareció que podía ser una sonrisa de cir-cunstancias. Le dije:
—Lo siento, Smiley. Me parece que nos hemos metido en líos al meter yo la pata.
Su rostro permanecía totalmente impasible. Me dijo:
—No es culpa tuya, Doc.
Yo no estaba demasiado seguro de que no fuera así. Recordé que me había dado cuenta, vagamente, de que había un coche aparcado delante del local de Smiley. Si hubiera tenido el cerebro en el lugar de mi anatomía donde normalmente debería haber estado, hubiera tenido el bastante sentido común para echarle una ojeada. Y si hubiera tenido el sentido suficiente, hubiera tenido bastante para cruzar inmediatamente la calle hasta las oficinas del Clarion en lugar de entrar en tromba y despreocupadamente en el bar de Smiley a echarme en brazos de Bat Masters y de George.
Y si la policía del estado hubiera venido antes de que se hubieran largado del bar de Smiley, el Clarion hubiera logrado al fin una buena noticia. Quizá de esta forma llegara a ser también una buena noticia, pero, ¿quién iba a poder escribirla?
Smiley y yo estábamos pegados, y Masters debió advertir que bastaba con apuntarnos con una sola pistola. Así que guardó la suya en una pistolera que tenía debajo del sobaco, y miró a George.
-¿Y bien?
Lo cual volvió a darme pruebas de que el jefe era George, o que por lo menos estaba al mismo nivel que Masters. Mientras miraba con atención a la cara de George, me di cuenta del porqué. Masters era enorme y probablemente tenía entrañas de sobra, pero George era el que tenía más cerebro de los dos.
—Me parece que tendremos que llevárnoslos, Bat.
Ya sabía lo que aquello quería decir. Así que les dije:
—Escuchen, hay un trastero ahí detrás. ¿No podrían atarnos? Si nos encuentran dentro de unas cuantas horas, ¿qué importancia podrá tener entonces? Estarán ya muy lejos.
—Y también puede que los encuentren dentro de unos minutos. Y probablemente saben el tipo de automóvil que llevamos, y hacia dónde nos dirigimos.
Sacudió la cabeza, así que no había nada qué hacer. Y dijo:
—Tampoco vamos a quedarnos aquí mucho rato esperando a que alguien venga. Bat, sal a ver.
Masters se levantó y comenzó a dirigirse hacia la entrada; entonces dudó, y regresó al bar. Cogió dos botellas pequeñas de whisky y se metió una en cada bolsillo. Marcó en la registradora «Abrir», y cogió los billetes que había dentro; no se molestó en coger el cambio. Dobló el dinero y se lo metió en el bolsillo del pantalón. Seguidamente salió detrás del mostrador y se dirigió hacia la puerta.
A veces me da la impresión de que la gente está loca. Smiley extendió la mano y dijo:
—Cinco dólares. Cada botella de ésas vale dos y medio.
Podían haberle pegado un tiro, en aquel preciso momento y lugar, pero por alguna razón misteriosa a Masters le hizo gracia. Sonrió, se sacó el fajo del bolsillo, cogió un billete de cinco y lo puso en la mano de Smiley.
George dijo:
—Bat, déjate de chorradas. Mira ahí fuera.
Me di cuenta de que estaba muy atento y de que mantenía la pistola apuntando al centro del pecho de Smiley, mientras Smiley se metía el billete de cinco en el bolsillo.
Masters abrió la puerta y salió afuera, mirando en torno como quien no quiere la cosa, nos hizo una seña. Mientras George se había levantado y había andado hasta ponerse detrás de nosotros, metiendo la pistola en el bolsillo del abrigo para esconderla, pero con el dedo en el gatillo. Nos dijo:
—De acuerdo, pollos, andando.
En cierto sentido, sonaba muy amablemente.
Cruzamos la puerta, saliendo a la tarde fresca y agradable que ya no duraría mucho, según se presentaban las cosas. Sí, el Buick estaba aparcado delante del bar de Smiley. Si lo hubiera visto antes de entrar, no se habría armado este follón.
El Buick era un sedán de cuatro puertas. George nos dijo:
—Siéntense ahí detrás.
Y nos sentamos en la parte trasera. George entró delante, pero se sentó de costado, mirándonos por encima del asiento.
Masters se puso al volante y encendió el motor. Me dijo por encima del hombro:
—Bueno, borrachín, ¿a dónde?
—A unas cinco millas hay un bosque. Si nos llevan hasta allí y nos atan, no hay posibilidad de que nos encuentren antes de mañana.
No quería morir, ni que Smiley muriese, y como aquella idea me pareció buena en aquel momento, tuve esperanzas. Entonces me dijo Masters:
—¿Qué pueblo es éste, borrachín?
Y supe que no tendríamos ni una oportunidad. Sólo porque media hora antes le había contestado groseramente a una pregunta grosera, ni tendríamos ninguna posibilidad.
El coche salió del aparcamiento y se dirigió al norte.
Tenía miedo y estaba sobrio y sereno. No había la más mínima razón para seguir estándolo, así que dije:
—¿Qué tal si tomamos un trago?
George metió la mano en el bolsillo de Masters y sacó una de las botellas y nos la pasó hacia atrás. Me temblaban un poco las manos cuando abrí el celofán con la uña del pulgar y desenrosqué el tapón. Se la pasé primero a Smiley, que echó un traguito y me la devolvió. Yo me tomé uno bien abundante y puse calor en el lugar donde había tenido un carámbano. No quiero decir con esto que me sintiese feliz, pero me hizo sentirme un poco mejor. Me pregunté en qué estaría pensando Smiley, y recordé que tenía mujer y tres hijos, y deseé no haberme acordado de aquello.
Volví a pasarle la botella, y volvió a tomar un sorbo. Le dije:
—Lo siento, Smiley.
—No pasa nada, Doc —y se rió—. Lo único malo es que aunque sea una buena historia para el Clarion, ¿será Pete capaz de escribirla?
Me puse a reflexionar sobre ello, y bastante en serio. Pete es uno de los mejores linotipistas de Illinois, ¿pero qué podría sacar él en limpio, de todo lo que estaba pasando esta noche, a la mañana siguiente? De acuerdo, sacaría el periódico, pero nunca había escrito ni redactado noticias, por lo menos desde que trabajaba para mí, y no sería moco de pavo lidiar todo lo que habría ocurrido para mañana. Un loco fugado, lo que le hubiera pasado a Carl, y lo que fuera, si es que de verdad me importaba, a Smiley y a mí. Me pregunté si encontrarían nuestros cadáveres antes de sacar el periódico, o si se iba a dar únicamente como un caso de desaparición doble. Pronto nos echarían en falta a los dos. A Smiley, porque su taberna estaba aún abierta y no había nadie detrás de la barra. A mí, porque tenía que encontrarme con Pete en el Clarion dentro de una hora, y tan pronto como se diese cuenta de que no había aparecido, se pondría a buscarme.
En aquel momento salíamos del pueblo, y comprobé que habíamos salido de la calle mayor que se convertía en carretera. La calle Burgoyne, en la que aún estábamos, empezaba a transformarse en carretera.
Masters detuvo el coche cuando llegamos a una bifurcación, y se dio la vuelta.
—¿A dónde van estas carreteras?
—Van las dos a Watertown —le dije—, la de la izquierda va si-guiendo el río, y la otra acorta un poco por las colinas; es más corta pero hay muchas curvas.
Parecía que a Masters no le importaban las curvas. Giró a la derecha y empezamos a subir hacia las colinas. De haber ido conduciendo yo, no habría ido por allí. Las colinas son bastante abruptas y la carretera estrecha, llena de curvas y con precipicios a uno y otro lado frecuentemente. No se trata de abismos tremendos como los que hay en los puertos de montaña de verdad, pero lo bastante profundos como para dejar el coche hecho un montón de chatarra si se cae por el borde, y, desde luego, lo bastante para despertarme vértigo.
El vértigo es una cosa ridícula, que se escapa a la razón. Sentí que me iba a dar desde el momento en el que pasamos el primer corte de cuneta según empezábamos a subir. En realidad, tenía más miedo a la altura que a la pistola de George. Sí, las fobias son una cosa curiosa. La mía, el vértigo, es una de las más comunes. Carl tiene fobia a los gatos. Al Grainger tiene pirofobia, le da miedo el fuego.
Smiley me dijo:
—¿Sabes qué, Doc?
—¿Qué?
—Estaba pensando en que Pete tenga que escribir el periódico. En si no podrías volver para ayudarle. ¿No hay escritores fantasmas?
Solté un gruñido. Después de tantos años Smiley había elegido aquel momento para contarme la única cosa chistosa que le he oído decir.
Habíamos subido casi hasta el punto más alto del camino, un poco más adelante había una revuelta y luego empezaba a bajar. Masters paró el coche. Nos dijo:
—De acuerdo, primos, salid y empezad a andar.
Empezad, dijo; no había hecho mención alguna a acabar nada. Las luces traseras del coche probablemente les proporcionasen bastante luz para dispararnos a gusto. Y seguramente habría elegido este lugar porque sería más fácil echar a rodar nuestros cadáveres cuneta abajo por la colina para que no los encontrasen con facilidad. Los dos estaban bajando del coche.
La mano enorme de Smiley me apretó el brazo con rapidez; no sabía si era un gesto de despedida o una señal. Me dijo «adelante, Doc» con tanta calma como si estuviera recogiendo los vasos en el bar.
Abrí la puerta de mi lado, pero tuve miedo de salir. No porque supiera que iban a dispararme, eso iba a pasar de todos modos, incluso si no salía. Tendrían que sacarme a la fuerza o matarme donde estaba o manchar de sangre el asiento trasero del coche. No, tenía miedo porque el coche estaba parado justo al borde de la carretera y el declive empezaba un metro más allá de la puerta. Mi maldito vértigo. Estaba muy oscuro y no podía ver más allá del borde del camino, y me figuraba que había un precipicio. Dudé, con la mitad del cuerpo dentro, y la otra ya fuera.
Smiley volvió a sonreír.
—Adelante, Doc —y le oí moverse detrás de mí.
Entonces, repentinamente, sonó un click y se hizo la más completa y absoluta oscuridad. Smiley había estirado un largo brazo hasta el cuadro de mandos y había apagado el interruptor de las luces. Se apagaron todas.
Sentí un temblor que me recorría la espalda y que me lanzó fuera del coche como si fuera un tapón de champaña. No creo que mis pies llegaran a tocar la franja de un metro que quedaba hasta el borde de la carretera. Mientras caía por el desnivel hacia la oscuridad y lo desconocido, oí una blasfemia y sonó un disparo detrás de mí. Tenía tanto miedo a caerme que no me hubiera importado volver a la carretera para tratar de correr más que una bala en dirección al pueblo. Por lo menos habría estado muerto antes de que me echaran a rodar monte abajo.
Tropecé, me caí y rodé. No era muy abrupto, después de todo; era un desnivel de unos cuarenta y cinco grados y estaba cubierto de hierba. Aplasté un par de arbustros antes de que uno me detuviese. Podía oír a Smiley que venía detrás de mí, resbalando, y me arrastré tan deprisa como pude. Me daba la impresión de que mis brazos y piernas funcionaban perfectamente, así que no podía estar herido.
Y ya podía ver un poco; mis ojos empezaba a acostumbrarse a la oscuridad. Podía ver unos árboles más adelante, y seguí dando trancos por la pendiente, a veces corriendo, a veces resbalando, y a veces, sencillamente, cayéndome, lo cual era de hecho si no la forma más cómoda, sí la más sencilla de bajar la colina.
Alcancé los árboles, y oí cómo llegaba Smiley justo cuando se encendieron las luces del coche en la carretera que quedaba por encima de nosotros. Sonaron algunos disparos en nuestra dirección, y le oí decir a George:
—No la malgastes. Vámonos.
Y la voz de Bat:
—¿Quieres decir que vamos a...?
George gruñó:
—¡Diablos, sí! Eso de ahí abajo es un bosque. Podríamos perder horas jugando al escondite. Vámonos deprisa.
Eran las palabras más agradables que había oído desde hacía mucho tiempo.
Oí cómo se cerraba las puertas del coche, y éste se puso en marcha.
La voz de Smiley a unos dos metros a la izquierda me dijo:
—¿Doc? ¿Estás bien?
—Creo que sí. Buen trabajo, Smiley, gracias.
Salió de detrás de un árbol llegándose hasta mí, ahora podía verle. Me dijo:
—No gastes palabras, Doc. Vámonos rápido. Tenemos una opor-tunidad, aunque quizá sea mínima, para poder detenerlos.
—¿De... detenerlos? —dije con una voz que se entrecortó y que me pareció aguda y extraña. Me pregunté si Smiley se habría vuelto loco. No podía pensar en nada que me apeteciese menos que ponerme a detener a Bat Masters y a George.
Pero me cogió del brazo y empezamos a bajar la colina, atravesando los árboles que se entreveían, alejándonos de la carretera, y él me arrastraba consigo.
—Escucha, Doc, conozco esta zona como la palma de la mano. Vengo mucho a cazar aquí.
—¿A cazar atracadores?
—Escucha, la carretera hace una revuelta y vuelve a pasar justo por debajo de donde estamos, a menos de cuarenta metros de aquí. Si podemos llegar hasta ella antes de que ellos lleguen, y si puedo encontrar un buen pedrusco para echárselo en medio cuando vaya a pasar el coche...
No es que yo estuviera grandemente emocionado ante la idea, pero me llevaba del brazo y ya habíamos salido de los árboles. Ya tenía los ojos acostumbrados a la oscuridad y vislumbraba la carretera, una docena de metros delante y una docena de metros más abajo. En la distancia, volviendo una curva, se oía el ruido del coche; todavía no podía verlo. Estaba bastante lejos, pero se movía deprisa.
—Busca un pedrusco, Doc. Si no encuentras uno lo bastante grande para poder echarlo a rodar, entonces busca alguna cosa que podamos tirarles. Si conseguimos romperles el parabrisas o alguna cosa...
Aparentemente Smiley tampoco estaba teniendo suerte. Lanzó un juramento:
—Si tuviera una pistola...
Recordé algo. Le dije:
—Yo tengo una.
Se enderezó y miró hacia mí, me alegré que estuviera oscuro y de que ni él pudiera verme la cara ni yo ver la suya.
Le di el revólver. Las luces de los faros del coche comenzaban a dejarse ver en la curva. Smiley me empujó hacia los árboles y él mismo se apostó detrás de uno, limitándose a sacar la cabeza y la mano en la que empuñaba el arma.
El coche apareció como un diablo saliendo del infierno, pero Smiley apuntó con calma. Disparó por primera vez cuando estaba a unos treinta metros de distancia, otra vez cuando ya sólo estaba a veinte. El primer disparo le dio al radiador, no quiero decir que entonces me diera cuenta de ello, sino que fue donde lo apreciamos luego. El segundo atravesó el parabrisas casi por el centro, pero, claro, haciendo ángulo. Labró un profundo surco en el cuello de Masters. El coche volcó y se salió de la carretera cayendo por el talud del lado contrario al que estábamos nosotros. Dio una vuelta de campana, y las luces de los faros apuñalaron la noche como haciendo un arco borracho, y seguidamente chocó contra un árbol metiendo un ruido infernal, y se detuvo.
Durante un segundo después del estrépito hubo un silencio casi ensordecedor. Y entonces estalló el depósito de gasolina.
El coche se incendió y hubo un gran resplandor. Vimos, según nos acercábamos, que uno de los dos hombres había sido lanzado fuera; cuando estuvimos lo bastante cerca nos dimos cuenta de que era Masters. George seguía dentro del auto, pero no se podía hacer nada. Y en aquel infierno no había la más mínima oportunidad de que siguiera vivo en el minuto que nos llevó el acercarnos a la escena de la catástrofe.
Arrastramos a Masters lejos del fuego antes de comprobar si estaba o no estaba vivo. Sorprendentemente lo estaba. Parecía como si le hubieran metido la cara en una picadora de carne, y tenía los dos brazos rotos. Si le pasaba alguna cosa más es algo que no éramos capaces de decir, pero seguía respirando y el corazón le latía.
Smiley estaba contemplando el incendio. Me dijo:
—Un Buick en perfecto estado que se ha ido al infierno. Y era además un modelo del cincuenta—. Sacudió la cabeza tristemente y dio un salto hacia atrás, al igual que yo, porque hubo una nueva explosión en el coche; debieron ser los cartuchos de la pistola de George que explotaron a la vez. Le dije a Smiley:
—Uno de los dos tiene que volver andando. El otro es mejor que se quede aquí, ya que Masters sigue vivo.
—Creo que tienes razón. No sé lo que cualquiera de los dos podría hacer para ayudarle, pero no podemos irnos los dos y dejarle solo. Vaya, mira, viene un coche.
Miré hacia donde señalaba, hacia la franja del camino allá arriba donde nos habíamos bajado del coche; antes de la revuelta, se veían perfectamente las luces de un coche que venía en nuestra dirección.
Salimos a la carretera para detenerlo, pero se habría parado de todos modos. Era de la policía del estado y transportaba a dos agentes. Por suerte conocía a uno de ellos, Willie Peeble, y Smiley conocía al otro, así que creyeron lo que les contamos. Especialmente porque Peeble estaba enterado de lo de Masters y pudo identificarle a pesar de los cortes que tenía en la cara.
Masters seguía vivo, y el pulso y la respiración seguían igual que cuando lo rescatamos. Peeble decidió que sería mejor no moverle. Volvió al coche y llamó por radio para pedir una ambulancia y para comunicar a la central lo que había ocurrido.
Peeble volvió y dijo:
—Los llevaremos hasta el pueblo en cuanto llegue la ambulancia. Tendrán que prestar declaración, y firmar impresos y todo eso, pero el jefe me ha dicho que podrán hacerlo mañana; les conoce a los dos y dice que no pasa nada.
—¡Qué bien! —dije—. Tengo que volver a la oficina en cuanto pueda. Y en cuanto a Smiley, tiene el bar abierto y no hay nadie para atenderlo—. Tuve un pensamiento repentino— Smiley, ¿no tendrás por casualidad la botella a la que dimos unos tragos en el coche?
Sacudió la cabeza.
—Con eso de tener que apagar las luces y sacarte del coche y salir yo luego...
Suspiré pensando en aquel desperdicio de buen licor. La otra botella, la que estaba en el bolsillo izquierdo del abrigo de Masters no había sobrevivido al choque. De todos modos, como Smiley había salvado la vida de los dos, tuve que perdonarle el que abandonase la botella que había tenido entre las manos.
El fuego comenzaba a apagarse, y yo empezaba a sentirme un poco mal a causa del olor a chamusquina de carne quemada, y tuve el deseo de que llegara pronto la ambulancia para poder irnos de allí.
Me acordé de repente de Carl, y le pregunté a Peeble si habían dado algún informe por la radio de la policía sobre Carl Trenholm. Sacudió la cabeza y me dijo:
—Sólo lo de un loco que se ha escapado. Se fugó del manicómio público. Pero deben haberlo cogido porque un poco más tarde volvieron a llamar cancelando el aviso.
Era una buena noticia en cierto sentido. Quería decir que Yehudi no se había quedado esperando en casa después de todo. Y en realidad no me apetecía nada tener que pensar en avisar a los loqueros mientras estuviera allí. Loco o no, no hubiera sido ser hospitalario con un invitado.
Y el hecho de que no hubieran dado nada por la radio de la policía al menos no quitaba esperanzas.
Se acercaba un coche que venía en dirección contraria y que se paró cuando el conductor vio el humo del incendio y el coche de la policía del estado. Fue un alivio para Smiley y para mí. El conductor era un tipo de Watertown al que conocía Willie Peeble, y que se dirigía a Carmel City. Cuando Peeble nos presentó y le contó lo que había pasado, se ofreció a llevarnos a Smiley y a mí hasta Carmel City con él.
No me podría creer cuando lo vi en el reloj del tablero del coche que eran apenas las diez pasadas cuando entrábamos en Carmel City; me parecía increíble que tantas cosas hubieran pasado en tan pocas horas, menos de cuatro desde que había salido de las oficinas del Clarion. Pero pasamos por delante de un reloj luminoso que había en el escaparate de una tienda y comprobé que el reloj del coche estaba bien, que la discrepancia era de un par de minutos. Eran las diez y cuarto.
Nos dejó delante del bar de Smiley. En la acera de enfrente se veían las luces del Clarion, así que Pete debía estar allí. Pensé, no obstante, en tomarme un copa rápida con Smiley antes de ir a la oficina, así que entré con él.
El local estaba igual que cuando nos habíamos ido. Si había venido algún cliente, se había cansado de esperar y se había ido.
Smiley se metió detrás del mostrador y sirvió dos copas mientras yo me acercaba al teléfono. Iba a llamar al hospital para ver si sabían algo de Carl Trenholm, pero decidí llamar a Pete en cambio. Seguro que él ya habría llamado al hospital. Así que le di a la operadora el número del Clarion.
Cuando Pete reconoció mi voz, me dijo:
—Doc, ¿dónde diablos te has metido?
—Te lo contaré dentro de un momento. Pete. Pero antes de nada, ¿sabes algo de Carl?
—Está bien. Todavía no sé qué es lo que ha pasado, pero él está bien. Llamé al hospital y me dijeron que le habían atendido y que le habían dado el alta. Intenté que me contaran algo de las heridas y de cómo se las había hecho, pero me dijeron que no me podían proporcionar ese tipo de información. Llamé a su casa, pero no había llegado aún, porque nadie cogió el aparato.
—Gracias, Pete. Está bien. Escucha, va a haber un montón de cosas que tendremos que escribir. El accidente de Carl, en cuanto nos pongamos en contacto con él, la fuga y captura del loco, y algo todavía mejor que esas dos cosas. Así que me parece que tendremos que hacerlo esta noche, si no tienes inconveniente.
—Por supuesto, Doc. Prefiero hacerlo ahora por la noche. ¿Dónde estás?
—Enfrente, en el bar de Smiley. Cruza y ven a tomar una copa rápida para celebrar que Carl esté bien. No puede haber sido nada muy serio, si le dieron el alta con tanta rapidez.
—De acuerdo, Doc. Iré a tomar algo. ¿Pero dónde estabas? ¿Y dónde estaba Smiley, por cierto? Entré a mirar de la que venía para la oficina, vi que no estaban encendidas las luces aquí así que supuse que no habías llegado, y no estabais ni Smiley ni tú. Esperé cinco o diez minutos y decidí que sería mejor venir por si alguien llamaba por teléfono y para ponerme a fundir metal para la linotipia.
—Smiley y yo nos fuimos a dar una vuelta en coche. Ya te contaré.
—De acuerdo, Doc. Te veré dentro de un momento.
Volví hacia la barra y cuando estiré el brazo para coger la copa que me había servido Smiley, me temblaba la mano. Smiley sonrió y me dijo:
—Yo también estoy temblando, Doc.
Y estiró el brazo y comprobé que no estaba más firme que el mío.
—Bueno, pues ya tienes tu noticia, Doc. Ya tienes lo que pedías. Por cierto, toma tu revólver—. Sacó el treinta y ocho corto y lo puso encima del mostrador—. Está como nuevo, sólo le faltan dos balas. ¿Cómo es que lo llevabas encima, Doc?
Por alguna causa no quise contarle ni a él ni a nadie que el lunático fugado me había puesto tan nervioso que lo había cogido, y que había estado un buen rato en mi casa. Así que le contesté:
—Tenía que venir andando hasta aquí, y Pete me acababa de llamar diciéndome que se había escapado un loco, así que me lo metí en el bolsillo. Nervios, supongo.
Me miró y sacudió lentamente la cabeza. Sabía que estaba pensando que llevaba en el bolsillo aquel revólver durante lo que habíamos creído que iba a ser nuestro último paseo, y no había hecho el más mínimo intento de usarlo. Había tenido tanto miedo que me había olvidado de que lo llevaba encima hasta que Smiley dijo que le gustaría haber tenido una pistola.
Sonreí forzadamente y dije:
—Smiley, tienes razón en lo que estás pensando. Pinto tanto con un revólver como una serpiente con patines. Quédatelo.
—¿Eh? ¿De verdad, Doc? Pues había pensado en hacerme con uno para tenerlo en el bar.
—Claro, de verdad. Les tengo miedo a estas cosas y estaré más seguro si no lo tengo.
Lo sopesó y manipuló muy contento.
—Es un revólver muy bonito. Debe valir un pico.
—También lo vale mi vida, Smiley. Al menos para mí. Y me la salvaste cuando me echaste a empujones de aquel coche hacia el terraplén esta noche.
—Olvídalo, Doc. Yo no podría haber salido por aquella puerta si tú no hubieras salido antes. Porque salir por la otra no habría sido tan buena idea. Bueno, si así lo quieres, gracias por el revólver.
Lo quitó de la vista metiéndolo bajo el mostrador del bar, y se-guidamente sirvió otros dos tragos.
—Pónmelo corto —le dije—, tengo todavía mucho que hacer.
Miró el reloj, que no marcaba más que las diez y media.
Y yo pensé, pero no lo dije, ¡vaya comienzo!
Me pregunto qué es lo que habría pensado si hubiera adivinado que el comienzo no había empezado aún.
Llegó Pete.
CAPÍTULO SIETE
«Es una vergüenza», dijo la Morsa «jugarles tal pasada.
¡Haberlos traído hasta tan lejos,
y haberlo hecho a paso tan ligero!».
Ni Smiley ni yo habíamos tocado la segunda copa que había servido, así que Pete Corey llegó a tiempo para unírsenos; Smiley le servio un vaso.
—De acuerdo, Doc. ¿Qué es ese chiste de que Smiley y tú habéis ido a dar un paseo en coche? Me dijiste que tenías el coche estropeado, y Smiley no tiene carné.
—Pete —le dije—, Smiley no tiene por qué saber conducir un coche. Es un hombre de ingenio. Mata y captura asesinos. Eso es lo que hemos estado haciendo. Es decir, eso es lo que Smiley ha estado haciendo. Yo me limité a ir con él para disfrutar del paseo.
—Doc, me estás tomando el pelo.
—Si no me crees, lee el número de mañana del Clarion. ¿Has oído hablar de Bat Masters?
Pete sacudió negativamente la cabeza y cogió su vaso.
—Mañana oirás hablar de él en el Clarion. ¿Has oído hablar de George?
—¿Georges qué?
Abrí la boca para decir que no sabía, pero Smiley me ganó por la mano al decir:
—George Kramer.
Miré a Smiley con atención.
—¿Cómo sabes su apellido?
—Lo vi en una revista de las que cuentan noticias de crímenes. Y también venía una foto suya, y de Bat Masters. Son miembros de la banda de Gene Kelley.
Miré a Smiley con mayor interés.
—¿Los habías reconocido? Quiero decir, ¿antes de que yo llegase?
—Claro —dijo Smiley—, pero no habría sido muy buena idea llamar a la poli mientras estaban aquí, así que iba a esperar hasta que se fueran, para llamar luego a la policía del estado para que trataran de detenerlos en el camino de aquí a Chicago. Porque iban hacia allá. Estuve escuchando su conversación, aunque no decían mucho, pero por lo menos me había enterado de eso: Chicago. Tenían allí una cita mañana por la tarde.
—¿No me estarás tomando el pelo, eh, Smiley? ¿De verdad que te diste cuenta de quiénes eran antes de que yo llegase?
—Te enseñaré la revista, Doc, con las fotos. Fotos de todos los de la banda de Gene Kelley.
—¿Cómo no me lo dijiste?
Smiley se encogió de hombros.
—No me lo preguntaste. ¿Por qué no me dijiste tú a mí que tenías una pistola en el bolsillo? Me la podrías haber pasado en el coche, y hubiéramos acabado con ellos antes. Hubiera sido muy fácil; en la parte de atrás estaba tan oscuro después de que salimos del pueblo que George Kramer no se habría dado cuenta de que me la pasabas.
Se rió como si hubiera dicho algo divertido. Quizá lo hubiera hecho.
Pete nos miraba de hito en hito. Y nos dijo:
—Escuchad, si se trata de un chiste, lo estáis exagerando un poco. ¿Qué diablos ha pasado?
Ninguno de los dos le hizo caso a Pete. Dije:
—Smiley, ¿dónde tienes esa revista de crímenes? ¿Puedes traerla?
—Claro, está arriba. ¿Qué pasa? ¿No me crees?
—Smiley, te creería si me dijeras que estabas mintiendo. No, lo que se me ha ocurrido es que esa revista me puede ahorrar muchos problemas. Tendrá mucha información de fondo sobre los tipos con los que estuvimos jugando a policías y ladrones esta noche. Se me había ocurrido llamar a la policía de Chicago para que me dieran información. Pero si hay un artículo entero dedicado a la banda de Gene Kelley en esa revista, supongo que será más que suficiente.
—Voy a buscarla, Doc.
Smiley salió por la puerta que llevaba al piso de arriba.
Pete me dio pena, así que le proporcioné un rápido examen de nuestras aventuras con los gangsters. Fue divertido ver cómo se le abría la boca de pasmo, y pensar en que un buen montón de bocas en Carmel City se abrirían de igual forma a la mañana siguiente cuando el Clarion se pusiera a la venta.
Smiley volvió con la revista, yo me la guardé en el bolsillo y me dirigí otra vez al teléfono. Todavía tenía que enterarme de los detalles del asunto de Carl para ponerlo en el periódico. También los quería yo para información propia, pero no tenían tanta importancia como el hecho de que no estuviera malherido.
Probé primero con el hospital, pero me contestaron más o menos lo mismo que a Pete; que lo sentían, pero que el señor Trenholm había sido dado de alta y que no podían dar más información. Les di las gracias. Probé con el número de casa de Carl, pero no contestaban, así que volví con Pete y Smiley.
Smiley estaba mirando por la ventana.
—Alguien acaba de entrar en tu oficina, Doc. Parecía Clyde Andrews.
Pete también se volvió a mirar, pero ya era demasiado tarde.
—Me parece que debe haber sido él. Me olvidé de decírtelo, Doc; llamó hace veinte minutos mientras te esperaba en la oficina. Le dije que esperaba que llegases en cualquier momento.
—¿Has cerrado la puerta, Pete?
Dijo que no con la cabeza.
Esperé un momento para darle tiempo al banquero a que subiese la escalera y entrara en el despacho, y entonces fui hasta el teléfono y pedí el número del Clarion. Sonó varias veces mientras Clyde, aparentemente, se decidía a contestar o no. Finalmente descolgó.
—Soy Doc, Clyde. ¿Qué tal el chico?
—Está bien, Doc. No le ha pasado nada. Quiero darte las gracias otra vez por lo que has hecho y quiero hablar contigo sobre cierto asunto. ¿Vas a venir por aquí?
—Estoy enfrente, en Smiley's. ¿Por qué no te acercas hasta aquí si quieres charlar un rato?
Dudó un momento.
—¿No podrías venir tú hasta aquí?
Me dirigí una sonrisa. Clyde Andrews no es solamente un defensor de la templanza; es la cabeza visible de la congregación local (aunque, a Dios gracias, es muy pequeña) de la Liga Antialcohólica. Lo más probable es que no hubiera entrado en una taberna en su vida.
—Me parece que no voy a poder, Clyde—. Hice que mi voz sonara grave—. Me temo que si quieres hablar conmigo, tendrá que ser aquí, en el bar de Smiley.
Se dio perfecta cuenta de todo. Me dijo secamente:
—Voy para allá.
Volví tranquilamente hacia la barra y dije:
—Va a venir Clyde Andrews, Smiley. Apúntame un tanto.
Smiley me miró atentamente y dijo:
—No te creo—. Y se rió.
—Espera, y mira.
Con gran solemnidad pasé detrás del mostrador, y cogí una botella y dos vasos y me los llevé a una mesa, a la de la esquina que estaba más lejos de la barra. Me gustó mucho la forma en que me miraban Pete y Smiley.
Llené los dos vasos y me senté. Pete y Smiley miraron con mayor atención. Se dieron la vuelta y miraron en dirección contraria cuando Clyde entró, andando de forma envarada. Le dijo «buenas tardes, señor Corey» a Pete, y «buenas tardes, señor Wheeler», a Smiley, y a continuación se acercó al sitio donde yo estaba sentado.
—Siéntate, Clyde —dije, y se sentó.
Le miré cara a cara, y le dije con seriedad:
—Clyde, no me gusta —de antemano— lo que me vas a pedir.
—Pero, Doc —me dijo con énfasis y casi como rogándolo—, ¿tienes que publicar lo que ha pasado? Harvey no quería...
—Eso es lo que quería decir. ¿Qué te hace pensar que yo haya pensado en publicar una sola palabra de ese asunto?
Me miró y la expresión de su rostro cambió.
—¡Doc! ¿No ibas a hacerlo?
—Claro que no—. Me incliné hacia delante—. Escucha, Clyde, te hago una apuesta, o mas bien te la haría si tú quisieras apostar. Te apuesto a que sé exactamente la cantidad de dinero que tenía el chico en los bolsillos cuando se iba marchar, y no, no se los miré. Supongo que tenía una cartilla de ahorros, llevaba trabajando varios veranos, ¿no?, y que se iba a escapar de casa. Y sabía perfectamente que no le ibas a dejar sacar todo su dinero y no podía sacarlo sin que tú te enterases. Da igual que tuviera veinte mil dólares. Te apuesto a que era exactamente la cantidad que había en su cuenta de ahorros.
Respiró hondo.
—Tienes razón. Toda la razón. Y gracias por pensarlo antes de que lo supieses. Tenía que contártelo.
—Para ser un chico de quince años, Harvey es un buen muchacho, Clyde. Ahora escucha, supongo que admitirás que tenía razón al haberte llamado a ti en lugar de llamar a comisaría. Y en no publicar nada en el periódico.
—Sí.
—Estás en un bar, Clyde. Un antro de perdición. Deberías haber dicho «diantres, sí», pero supongo que no habría sonado normal que lo dijeras, así que no insistiré en ello. Clyde, ¿has pensado en por qué se escapaba el muchacho? ¿Te lo ha dicho ya?
Sacudió la cabeza lentamente.
—Ahora ya está bien, durmiendo en la cama. El doctor Minton le ha dado un sedante, pero me dijo que sería mejor que Harvey no hablara mucho hasta mañana.
—Te voy a advertir ya que no va a ser una historia muy coherente. Quizás te diga que se escapaba para alistarse en el ejército, o para ser actor, cualquier cosa. Pero no será verdad, incluso aunque él crea que lo sea. Clyde, aunque él no lo sepa, se escapaba de algo, no hacia algo.
—¿Se escapaba de qué?
—De ti.
Durante un segundo creí que se iba a enfadar, y me alegró de que no lo hiciera, porque yo también me habría enfadado y se habría estropeado todo.
En cambio, se encogió de hombros un poquito y dijo:
—Sigue, Doc.
No me gustaba hacerlo, pero tenía que seguir dando golpes mientras el hierro estuviera caliente. Le dije:
—Escucha, Clyde, levántate y márchate cuando quieras; te lo voy a soltar todo directamente. Eres un desastre como padre.
En cualquier otro momento me habría dejado con la palabra en la boca al oír aquello. Podía darme cuenta por la expresión de su cara de que incluso ahora tampoco le gustaba. Pero en otra ocasión no habría estado sentado en una mesa retirada de la taberna de Smiley.
—Eres un buen hombre, Clyde, pero te lo tomas demasiado en serio. Eres rígido, inflexible, honrado. Nadie puede querer a una barra de acero. No hay nada malo en que seas religioso, si así lo deseas. Hay hombres que son religiosos. Pero tienes que darte cuenta de que aquéllos que no piensan como tú no tienen por qué estar necesariamente equivocados. Por ejemplo, veamos el caso del alcohol, si te parece; tienes un vaso de whisky delante.
Pero vamos a tomarlo en sentido figurado. Ha sido un descanso para la raza humana, es una de esas cosas que hacen la vida tolerable desde que, ¡maldita sea!, desde que la raza humana se hizo humana. Es verdad, hay gente que no lo aguanta bien; pero ésa no es razón para poner leyes que lo prohiban a la gente que puede tolerarlo muy bien y que disfrutan con su consumo moderado, o incluso con su consumo inmoderado en ciertas ocasiones, siempre que no les convierta en individuos molestos o peligrosos. Pero dejemos el alcohol. Lo que te quiero demostrar es que un hombre puede ser un buen hombre sin tener que meterse en los asuntos del prójimo. O en los de su hijo. Los chicos son seres humanos, Clyde. La gente, en general, son seres humanos; la gente es más humana que nadie.
No dijo nada, lo cual era señal de que había esperanza. Quizás una décima parte de todo aquello llegase a formar poso. Le dije:
—Mañana, cuando veas al chico y hables con él, Clyde, ¿qué le dirás?
—No..., no lo sé, Doc.
—Pues no le digas nada. Sobre todo no le hagas preguntas. Ni una sola. Y deja que se quede con el dinero, en efectivo, para que pueda marcharse cuando quiera, si es que lo prefiere. Quizá no sea así, si cambias tu actitud con él. Pero, maldita sea, Clyde, no puedes cambiar tu actitud con él y no doblegarte, sin doblegarte, en general, ante la raza humana. El chico es un ser humano también. Y tú también podrías serlo si quisieras. Quizás creas que perderías tu alma inmortal si lo hicieras, personalmente no lo creo así, y creo que hay un buen número de personas religiosas que tampoco lo creen, pero si persistes en no serlo, perderás a tu hijo.
Y decidí que ya bastaba. No sabía nada más que pudiera decirle que no resquebrajara mis argumentos. Decidí que sería mejor que me callara. Y me callé.
Pareció pasar un rato muy largo antes de que dijera algo. Miraba absorto la pared por encima de mi cabeza. Cuando respondió a lo que le había dicho, tampoco dijo nada. Hizo algo mejor, mucho mejor.
Cogió el whisky que tenía delante. Yo ya había cogido el mío a tiempo de poder beberlo a la vez que el suyo. Hizo una mueca.
—Sabe horrible. Doc, ¿de verdad que te gusta esta porquería?
—No, tiene un sabor asqueroso. Tienes razón, Clyde, es horrible.
Miró hacia el vaso que tenía en la mano y tembló un poco. Dije:
—No lo bebas. El sorbo que has tomado basta como prueba. Y no intentes beberlo de un trago; probablemente te ahogarías.
—Supongo que uno tiene que aprender a acostumbrarse. Doc, he probado vino alguna vez, no recientemente, pero no me disgustaba del todo. ¿El señor Wheeler tiene vino?
—Se llama Smiley —le dije—; y sí que tiene.
Me levanté y le di una palmada en la espalda, y fue la primera vez en mi vida que hacía aquello. Le dije:
—Vamos, Clyde, vamos a ver qué se esconde en el trastero.
Le llevé hasta el mostrador del bar, donde estaban Pete y Smiley. Le dije a Smiley:
—Queremos una ronda, y paga Clyde. Vino para él, yo tomaré una cervecilla esta vez; tengo que volver a escribir el periódico.
Le fruncí el ceño a Smiley porque tenía la cara pasmada de asombro, y me pescó el gesto y puso una expresión normal. Dijo:
—Claro, señor Andrews. ¿Qué clase de vino quiere?
—¿Tiene jerez, señor Smiley?
—Clyde, éste es Smiley. Smiley, Clyde —dije yo.
Smiley se rió, y Clyde sonrió. Era una sonrisa un poco forzada, y tendría que practicar más, pero me di cuenta, y maldita buena cuenta que me di, de que Harvey Andrews no volvería a escaparse de casa.
Desde aquel momento iba a tener un padre humano. Vaya, no quiero decir que esperara que Clyde se fuera a convertir de repente en el mejor cliente de Smiley. Quizás nunca volviera a entrar en el bar de Smiley. Pero el pedir un trago, aunque fuera vino, en un bar, era el cruce del Rubicón. Ya nunca volvería a ser perfecto.
Estaba empezando a ser consciente otra vez de lo que había bebido, y en realidad no quería la que me pagaba Clyde, pero era una ocasión, así que me la bebí. Pero tenía prisa por cruzar la calle para ir al Clarion y ponerme a trabajar en todas las noticias que tenía que redactar, así que la terminé deprisa y Pete y yo nos fuimos. Clyde se fue cuando nosotros, porque quería volver a estar con su hijo; no le iba a echar en cara eso.
En el Clarion Pete se puso a comprobar los depósitos de la linotipia, y la caldera, la encontró lo bastante caliente. Mientras tanto, yo me puse ante la mesa de mecanografiar que hay junto a mi escritorio y comencé a sacarle jugo a la vieja Underwood. Me pareció que con la ayuda de la revista de noticias de crímenes que me había dado Smiley, podría escribir tres o cuatro columnas, así que tenía un buen montón de trabajo por delante. El chiflado huido y Carl podrían esperar, sobre todo ahora que habían capturado al primero y que ya sabía que Carl estaba bien, hasta que hubiera acabado con la gran noticia.
Le dije a Pete, mientras esperaba por una primera versión, que compusiera como titular de cabecera «TABERNERO CAPTURA ASESINOS BUSCADOS» para ver si podría caber bien. Hombre, claro que yo también iba a salir en la historia, pero iba a convertir a Smiley en héroe, por una razón muy sencilla: lo había sido.
Pete había preparado los titulares, y cabían, para cuando yo había acabado de redactar una prueba a fin de que pudiera empezar a componer con la máquina.
Cuando iba por la mitad del segundo cuerpo, me di cuenta de que no sabía con seguridad si Bat Masters seguía vivo, aunque lo había dado por sentado en los titulares. Debería haber comprobado si era así y enterarme de cómo estaba.
Sabía lo que tenía que hacer si quería algún detalle aparte de saber si estaba vivo o muerto, que es lo que me habrían dicho en el hospital; así que cogí el teléfono y llamé a la comisaría de la policía del estado en Watertown. Contestó Willie Peeble.
—Claro, Doc, está vivo. Hasta está consciente y ha hecho casi una confesión. Se cree que se está muriendo, así que ha cantado.
—¿Se va a morir?
—Claro, pero no como él cree. Le costará al estado algunos ki-lowatios. Pero como le importa un bledo ha soltado lo bastante para poner al fresco a toda la banda en cuanto los cojan. Hubo seis muertes, dos de ellos mujeres, en aquel atraco que .hicieron en Colby.
—¿También estuvo George metido en aquello?
—Por supuesto. Fue el que asesinó a las mujeres. Una era la cajera, y la otra una dienta que tuvo demasiado miedo para tirarse al suelo cuando les dijeron que lo hiciesen.
Aquello me hizo sentirme mejor al recordar lo que le había pasado a George. Y tampoco es que me preocupara el asunto.
—¿Puedo poner la noticia de la confesión de Bat Masters?
—No te puedo decir, Doc. El capitán Evans está en el hospital hablando con él ahora, y nos han dicho que Masters está hablando, pero no nos han comunicado los detalles. Ni siquiera creo que el capi se moleste en preguntarle sobre ese asunto.
—¿Entonces de qué le va a interrogar?
—Sobre el resto de la banda, dónde están. Hay otros dos aparte de Gene Kelley, y sería un buen tanto a nuestro favor si el capitán pudiera sacarle algo a Masters que nos ayudara a encontrar a los otros. Especialmente a Kelley. Los dos que-hemos cazado esta noche son juegos comparados con Kelley.
—Muchas gracias, Willie. Escucha, si te enteras de algo más, ¿podrías llamarme? Estaré aquí en el Clarion un buen rato todavía.
—Claro. Hasta luego.
Colgué y volví a ponerme con la historia. Salía muy bien. Iba por la cuarta columna cuando sonó el teléfono y era el capitán Evans de la policía del estado, que me llamaba desde el hospital al que habían llevado a Masters. Acababa de llamar a Watertown y allí le habían dado aviso de mi llamada.
—¿El señor Stoeger? ¿Va a estar ahí dentro de quince o veinte minutos?
—Probablemente estaré varias horas —le dije.
—Muy bien, en ese caso me acercaré en el coche.
Era como miel sobre hojuelas; iba a conseguir la noticia del interrogatorio de Masters directamente de la fuente. Así que no me molesté en hacerle preguntas por teléfono.
Y me encontré, cuando acabé de redactar aquella tira, en el punto de la historia donde tenía que meter el interrogatorio de Masters, así que decidí que sería mejor esperar hasta haber hablado con el capitán Evans, ya que iba a llegar dentro de un rato.
Entre tanto podía ponerme con las otras dos noticias otra vez. Llamé a Carl Trenholm y tampoco hubo respuesta. Llamé al manicomio del condado.
La telefonista me dijo que el doctor Buchanan, el director, no estaba; me preguntó si quería hablar con su ayudante, y le dije que sí.
Me puso en comunicación antes de que pudiera explicarle quien era yo y qué quería. El me interrumpió.
—Ahora está de camino para verle, señor Stoeger. ¿Está usted en las oficinas del Clarion!
—Sí —dije yo— estoy aquí ahora. ¿Dice que el doctor Buchanan está de camino? Qué bien.
Las noticias venían a mí, pensé alegremente, mientras colgaba el aparato. El capitán Evans y el doctor Buchanan a la vez. Ya solo faltaba que Carl apareciera por allí y me contara todo lo que le había pasado.
Y lo hizo. No en aquel preciso instante, pero sí dos minutos después. Estaba dando vueltas por las cajas de tipos contemplando pensativamente aquella portada sin noticias y pensando en lo maravillosa que iba a quedar dentro de un par de horas, y escuchando complacido el click-click de las matrices y del carro de la linotipia, cuando de repente se abrió la puerta, y entró Carl.
Tenía la ropa algo sucia y ajada; llevaba un enorme trozo de esparadrapo en la frente, y tenía los ojos un poco excitados y desvaídos. Sonreía ovinamente.
—Hola, Doc ¿qué tal va todo? —me dijo.
—De maravilla. ¿Qué te ha pasado?
—Por eso he venido a verte, Doc. Creí que podían haberte dado una versión un tanto confusa y que estuvieses preocupado por mí.
—Ni siquiera he podido conseguir que me den una versión confusa. No me han proporcionado ninguna; los del hospital no querían decir nada. ¿Qué paso?
—Estaba borracho. Fui a dar un paseo hasta el pico para serenarme y me mareé tanto que tuve que echarme un poco, así que me encaminé hacia el prado que está al otro lado del foso que hay junto a la carretera y, bien, pues debí resbalar mientras cruzaba el foso, y el suelo, con una buena piedra en la mano, se levantó y me atizó en la cara.
—¿Quién te encontró, Carl? —le pregunté.
Se rió por lo bajo.
—Ni siquiera lo sé ahora. Me desperté, o aparecí, en el coche del alguacil de camino hacia el hospital. Traté de convencerles de que no me llevasen allí, pero insistieron. Me trataron el hematoma, y me dejaron marcharme.
—¿Cómo te encuentras ahora?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Bueno, quizás no. ¿Quieres un trago?
Se estremeció. No insistí. En cambio le pregunté dónde se había metido desde que salió del hospital.
—He estado bebiendo café puro en el Greasy Spoon. Creo que ahora ya puedo ir a casa. De hecho me encaminaba hacia allá. Pero sabía que te habrías enterado y me pareció mejor que te enterases de la verdad completa.
—No seas burro, Carl. No te mereces ni una línea, ni aunque la quisieras. Y por cierto, Smiley me contó la versión real de lo del divorcio de Bonney, así que te he dejado la noticia reducida a lo esencial y he quitado los cargos que se presentaron contra Bonney.
—Eres un tío grande, Doc.
—¿Por qué no me contaste tú la verdad? ¿Tenías miedo a en-trometerte con la libertad de prensa? ¿O a aprovecharte de la amistad?
—Bueno, algo así, supongo. De todos modos, gracias. Bueno, quizá te veré mañana, si llego a vivir tanto tiempo.
Se marchó y yo regresé hasta el escritorio. La linotipia había dado alcance a la máquina de escribir, y tenía la esperanza de que Evan apareciera pronto, o bien el doctor Buchanan, el del manicómio, para poder seguir por lo menos con una de las noticias para no tener a Pete trabajando has.ta más tarde de lo necesario. En cuanto a mi mismo, me importaba un bledo. Estaba demasiado excitado de todos modos para poder pegar ojo.
Bueno, se podía hacer una cosa para ahorrar tiempo más tarde. Fuimos hasta las cajas y nos pusimos a quitar los rellenos de las páginas interiores para poder meter allí los artículos de menor interés de la portada y para hacer sitio a los dos noticiones que teníamos en el horno. Nos hacían falta por lo menos dos columnas enteras de la primera página, y más aún si se podía conseguir, para lo de la captura de los atracadores y la fuga del maníaco.
Acabábamos de soltar las páginas cuando entró el doctor Bu-chanan. Una señora mayor que me resultaba un tanto familiar, pero que no acababa de localizar, venía con él.
Ella me sonrió y me dijo:
—¿Se acuerda de mí, señor Stoeger? —y su sonrisa lo consiguió; me acordé de quien era. Había sido vecina mía cuando yo era niño, haría unos cuarenta años, me daba galletas. Y también me acordé de que mientras estaba en la universidad, había oído que se había trastornado un poco, no era nada peligrosa, y que la habían internado en el manicomio. Eso debía haber ocurrido, santo Dios, había unos treinta años. Debía tener más de setenta ahora. Y se llamaba...
—Claro, señora Griswald —le respondí— todavía me acuerdo de las galletas y los dulces que me daba.
Le devolví la sonrisa. Parecía estar tan contenta que no se podía evitar el sonreírle. Me dijo:
—Me alegra mucho que se acuerde de mí, señor Stoeger. Me gustaría que me hiciera un gran favor, y estoy muy contenta de que se acuerde de aquella época, porque quizá así me lo haga. El doctor Buchanan, es maravilloso, se ofreció a traerme para que pudiera pedírselo. Yo..., en realidad no me estaba escapando esta tarde. Estaba confundida. La puerta estaba abierta y se me olvidó. Creía que estábamos hace cuarenta años y me pregunté que estaba haciendo en aquel sitio y por qué no estaba en casa con Otto, así que me puse a andar hacia casa, nada más. Y cuando recordé que Otto había muerto hacía mucho tiempo estaba...
La sonrisa se había vuelto trémula, y tenía lágrimas en los ojos.
—Bueno, pues para entonces me había perdido y no fui capaz de encontrar el camino de vuelta hasta que me encontraron. Incluso traté de buscar la forma de volver una vez que me acordé de todo y supe que no estaba donde se supone que debo estar.
Miré por encima de ella hacia la altura del doctor Buchanan, que me hizo una seña con la cabeza. Pero seguía sin saber qué pasaba. No entendía nada, así que dije:
—Ya entiendo, señora Griswald.
Su sonrisa era ahora amplia. Asintió enfáticamente.
—¿Así que no lo publicará en el periódico? Quiero decir, lo de haberme escapado. Porque en realidad no tenía intención de hacerlo. Y Clara, mi hija, vive ahora en Springfiel, pero está suscrita a su periódico para tener noticias de casa, y si llega a leer en el Clarion que yo, que me he fugado, pensaría que no estoy contenta allí y se preocuparía. Y soy feliz allí, señor Stoeger, el doctor Buchanan se porta maravillosamente conmigo, y no quiero preocupar a Clara ni hacer que se aflija, y, no lo publicará, verdad?
Le di unos golpecillos en el hombro y le dije:
—Claro que no, señor Griswald.
Y de pronto se echó sobre mí y se puso a llorar sobre mi pecho y yo me sentí terriblemente azorado. Hasta que el doctor Buchanan la separó con gran cuidado y se la llevo hacia la puerta. Se quedó atrás un momento para decirme muy bajo a fin de que ella no le oyera:
—Es la verdad, Stoeger. Esto es, su hija probablemente se preo-cupase mucho, y en realidad ella no se había fugado, se había ido a dar una vuelta. Y es cierto que su hija lee su periódico.
—No se preocupe, no habrá ni una pequeña mención.
Detrás suyo pude ver como se abría la puerta mientras entraba por ella el capitán Evans de la policía del estado. Había dejado la puerta abierta, y la señora Griswald empezaba a salir por ella.
El doctor Buchanan me estrechó la mano rápidamente.
—Muchas gracias. Pero tanto en mi propio nombre como en el de la señora Griswald. A una institución como la que yo dirijo no le hace ningún bien tener publicidad referente a las fugas, naturalmente. No es que lo fuera a haber pedido personalmente que censurara la noticia por esa razón. Pero ya que nuestra paciente tenía una causa auténticamente buena y legítima para pedirlo merecía la pena.
Se dio la vuelta y vio que su paciente ya estaba casi abajo de la escalera. Salió rápidamente en pos de ella antes de que pudiera volver a tener un nuevo ataque y desapareciese en el limbo.
Otra noticia menos, pensé, mientras le estrechaba la mano a Evans. Aquellas galletas habían costado bastante caro, si es que habían merecido la pena. De pronto pensé en todas las noticias que tendría que suprimir aquella noche. El robo del banco, por razones muy justificadas y obvias. El accidente de Carl, porque después de todo había sido sin importancia, y el incluirlo habría perjudicado la reputación de Carl como abogado. El accidente de la sección de tracas romanas, porque podría costarle el puesto que tanto necesitaba el marido de la señora Carr. Lo del divorcio de Ralph Bonney, bueno esto no lo iba a suprimir del todo, pero había que recortar una noticia larga e importante hasta que quedara convertida en una mera nota de sociedad. La fuga de la señora Griswald del manicómio, porque me había dado galletas hace mucho tiempo y para que su hija no se preocupase. Incluso la subasta de la iglesia baptista, por la razón más obvia de todas, porque la habían suspendido.
¿Pero qué diablos importaba mientras todavía tuviese la auténtica gran noticia, la noticia bomba? Y no parecía haber ninguna razón posible para no poder publicarla.
El capitán Evans tomó asiento en la butaca que le acerqué junto al escritorio, yo me acomodé en el sillón giratorio, cogí un lápiz para apuntar cuanto fuera a decirme.
—Muchas gracias por venir, capitán. Bueno, ¿qué hay de lo que ha conseguido sacarle a Bat Masters?
Se echó el sombrero hacia la coronilla y frunció el ceño. Me dijo:
—Lo siendo mucho, Doc. Tengo que pedirle, son órdenes de la superioridad, que no publique nada de este asunto.
CAPÍTULO OCHO
En la mano cogió su espada vorpal;
Largamente al manxomo enemigo buscó.
Así que descansó junto al árbol del Tumtum.
Y caviloso y pensativo estuvo un rato.
No sé qué pinta tendría mi cara. Estoy seguro de que se me cayó el lápiz y de que tuve que aclararme la garganta cuando lo que quería decir se me atragantó.
La segunda vez logró salir al aire, aunque con cierto esfuerzo.
—Capitán, me está tomando el pelo. No puede pretender eso de verdad. La única cosa de importancia que haya pasado jamás... ¿Es una broma?
Sacudió la cabeza.
—No, Doc. Es cosa de McCoy. Ordenes directas del jefe. No puedo impedirle legalmente que censure la noticia, naturalmente. Pero quiero contarle todo lo que hay y espero que decida hacerlo.
Respiré hondo cuando le oí decirme que no podía tomar medidas legales para evitarlo. No iba a hacerme ningún daño escucharlo educadamente. Le dije:
—Adelante. Será mejor que valga la pena oírlo.
Se inclinó hacia delante:
—Pues esto es lo que pasa, Doc. Los de la banda de Gene Ke-lley son tipos muy peligrosos. Asesinos de verdad. Supongo que ya lo habrá comprobado respecto a los dos de esta noche. Y, por cierto, hicieron ustedes un buen trabajo.
—Fue Smiley Wheeler quien lo hizo. Yo no hice más que acom-pañarle en el paseo.
Era un chiste malo, pero se rió. Quizá para tenerme contento. Y me dijo:
—Si pudiéramos mantener el secreto durante unas cuarenta horas, hasta el sábado por la tarde, podríamos capturar a toda la banda. Incluyendo al premio gordo en persona, el mismísimo Gene Kelley.
—¿Por qué hasta el sábado por la tarde?
—Masters y Kramer tenían una cita el sábado por la tarde con Kelley y el resto de la banda. En un hotel de Gary, Indiana. Se separaron desde el último trabajo, pero concertaron una cita para reunirse a preparar el próximo, ¿entiende? Cuando Kelley y los demás aparezcan en el lugar de la cita, bueno, los cogeremos.
—Esto es, siempre que no tengan la noticia de que Masters y Kramer ya no cuentan para nada. Porque en otro caso Kelley y los otros no aparecerán —sentenció—.
—¿Y no podríamos cambiar un poco lo que ha pasado —sugerí— y decir simplemente que Masters y Kramer han muerto?
Sacudió la cabeza.
—El resto de esos chicos no iban a correr riesgos. No, si llegan a saber que dos de los muchachos han sido detenidos o muertos, no aparecerán por Gary ni en sueños.
Suspiré. Sabía que no iba a servir para nada, pero le dije con alguna esperanza:
—Quizás ninguno de los miembros de la banda lea el Carmel City Clarion.
—Doc, sabe perfectamente lo que pasaría. Otros periódicos del estado reproducirían la noticia. Los periódicos del sábado por la mañana lo pondrían en primera página, si es que ya no lo habían hecho los del viernes por la tarde —de repente le asaltó un pensamiento, y pareció alarmado—. Dígame, Doc ¿quién es el corresponsal de las agencias en este pueblo? ¿Se ha enterado ya de lo ocurrido?
—Soy yo —dije con tristeza— pero todavía no he telegrafiado nada en absoluto. Iba a esperar a que mi propio periódico estuviera ya en la calle. Me habrían despedido, y habría representado unos cuantos dólares menos al año, pero por una vez iba a tener la exclusiva de un notición en mi periódico antes de echársela a los perros.
—Lo siento, Doc —me dijo— porque supongo lo que debe significar para usted. Pero así por lo menos no perderá lo de la corresponsalía de prensa. Siempre les puede decir que tuvo que retener la información por orden de la policía, hasta, digamos, el sábado a mediodía. Entonces ya podrá enviarlo y conseguir que la acrediten a su nombre.
—Y conseguir el dinero, querrá decir. Lo que quiero es que sea el Clarion quien obtenga la exclusiva, maldita sea.
—Pero retendrá la información, ¿verdad, Doc? Oiga, esos tipos son unos asesinos. Estará ayudando a salvar vidas si nos ayuda así a cogerlos. ¿Qué sabe sobre Gene Kelley? ¿Sabe algo?
Asentí; había estado leyendo alguna que otra cosa en la revista que Smiley me había prestado. No era un individuo muy agradable. Evans tenía mucha razón cuando me decía que podría costar alguna vida el que yo imprimiera la noticia, si ésta podía hacer que Kelley se oliera la trampa en la que se metería en otro caso.
Levanté la vista, y Pete estaba allí escuchando. Traté de suponer qué estará pensando según la expresión de su cara, pero era como un palo de escoba.
Le hice una mueca y le dije:
—Apaga esa puñetera linotipia. No puedo oírme pensar.
Fue hasta allá y la apagó.
Evans pareció un poco más aliviado.
—Gracias, Doc —dijo, y sin razón aparente sacó un pañuelo y se puso a secarse la frente. Era una tarde algo fresca.
—Fue una gran suerte que Master odiara tanto al resto de la banda para entregárnoslo cuando suponía que se iba para el otro barrio. Y también el hecho de que usted retenga la noticia hasta que los cojamos. Bueno, podrá usar la historia la semana que viene.
No tenía sentido alguno decirle que también podía imprimir un par de capítulos de la Guerra de las Galios, de César, la semana siguiente; también sería historia antigua.
Así que no dije nada, y unos segundos después se levantó y se fue.
Todo parecía estar tremendamente tranquilo con la linotipia parada. Pete se acercó, y me dijo:
—Bueno, Doc, seguimos teniendo que rellenar con algo el hueco de nueve pulgadas de la primera página que ibas a acabar por la mañana. Quizá ya que estamos aquí podríamos hacerlo.
Me pasé las manos por lo que me quedaba de pelo y le dije:
—Imprímelo tal como está, Pete, pero encuadra el hueco con un buen crespón negro.
—Oye, Doc, puedo poner ahí la noticia de las elecciones de la sociedad de las damas de la Caridad, y si lo compongo otra vez con letra más pequeña para que quepa en el recuadro, quizá sea lo justo.
No se me ocurría nada mejor.
—Claro, Pete—. Pero cuando comenzó a dirigirse hacia la linotipia para volver a ponerla en marcha, le dije—: Esta noche no, Pete. Por la mañana. Son las once y media. Márchate a casa con tu mujer y tus chicos.
—Lo haré tan pronto como...
—Demonios, sal de aquí antes de que me ponga a llorar a moco tendido. No quiero que nadie me vea.
Me sonrió para demostrarme que sabía que no había tenido mala intención, y me dijo:
—Bueno, Doc. Me levantaré un poco más temprano en ese caso. A las siete y media. ¿Vas a quedarte un rato todavía?
—Unos minutos. Buenas noche, Pete. Gracias por venir y por todo.
Seguí sentado en mi escritorio un minuto después de que se marchó, y no me puse a sollozar, pero tenía unas ganas horribles. No me parecía posible que hubieran podido pasar tantas cosas y que no pudiera ni poner una sola línea de tipos. Durante un instante quise haber sido un hijo de puta en lugar de un mamón y liarme la manta y sacarlo todo en el periódico. Incluso aunque con ello la banda de Kelley se oliera la tostada y liquidasen a más gente, aunque el marido de mi asistenta perdiera el empleo, aunque hiciera que Carl Trenholm pareciera bobo, aunque preocupase a la hija de la señora Griswald y arruinase la reputación de Harvey Andrews al contar que le habían cogido robando el banco de su padre cuando se escapaba de casa. Y mientras estaba pensando en todo aquello, también podría cubrir de lodo a Ralph Bonney por el sencillo método de dar una lista de todas las acusaciones y cargos presentados en contra suya en el juicio por divorcio, y también podría escribir unos párrafos llenos de humor sobre como el más notable líder del partido antibares había estado en Smiley pagando una ronda a todos los clientes. Y también podría publicar lo de la subasta de Carldad dando como excusa que me habían avisado demasiado tarde de que la habían suspendido, y de ese modo conseguiría que algunos conciudadanos hicieran un viaje en vano. Sería maravilloso ser un hijo de puta así para poder hacer todo eso en lugar de ser el gilipollas que soy. Los hijos de puta suelen pasarlo mejor que los demás. Y sin duda alguna tienen periódicos mucho más grandes y mucho mejores.
Anduve dando vueltas y me puse a mirar la portada que estaba allí tirada en la caja, y por hacer algo, me puse a meter los rellenos en la página cuatro. Los que habíamos quitado para poner toda la basura de la primera página allí y dejar sitio en ésta para las noticias que íbamos a dar en exclusiva. Volví a cerrar la página.
Todo estaba horriblemente silencioso.
Me pregunté porqué no me marchaba a tomar otra copa, o un buen montón de ellas, al bar de Smiley. Me preguntaba porqué no quería emborracharme escandalosamente hasta perder el sentido. Porque no quería hacerlo.
Fui hasta la ventana y me puse a mirar a la calle que estaba tranquila y vacía. Todavía no había pasado la ronda nocturna ni recogido las aceras, la hora de cierre de los bares en Carmle City es medianoche, pero no había nadie por allí.
Pasó un coche y reconocí el de Ralph Bonney, que se dirigía seguramente a recoger a Miles Harrison para ir hasta Neilsville a por la nómina del turno de noche de la fábrica de productos pirotécnicos, incluso la de la sección de tracas romanas. A la que yo recordaba por su especial nombre.
Me decidí a fumar un cigarrillo y a irme a casa. Metí la mano en el bolsillo y saqué la cajetilla, y entonces algo cayó revoloteando hacia el suelo, una tarjeta.
La recogí y la miré. Decía:
Yehudi Smith De pronto la tranquilidad de la noche se había vuelto a romper. Se me había olvidado totalmente el asunto Yehudi Smith cuando me enteré de que habían encontrado al loco fugado. Le había olvidado tan completamente que hasta se me había olvidado recordarle cuando el doctor Buchanan había traído a la señora Griswald a hablar conmigo.
Yehudi Smith no era el loco suelto.
Repentinamente quise dar saltos y cabriolas, quería correr, quería hablar.
Y entonces me acordé de que llevaba por ahí un buen rato y casi fui corriendo hasta el teléfono del escritorio. Pedí mi número y se me hundía el ánimo al oírlo sonar una, dos, tres veces, después de haber sonado la cuarta contestó la voz de Smith con un hola que sonaba a estar durmiendo.
—Soy Doc Stoeger, señor Smith. Voy para casa ahora mismo. Quisiera disculparme por haberlo hecho esperar tanto. Han ocurrido unas cuantas cosas.
—Muy bien. Esto es, que muy bien, que venga. ¿Qué hora es?
—Deben ser las once y media. Estaré ahí dentro de un cuarto de hora. Y gracias por esperar.
Me puse apresuradamente el abrigo y cogí el sombrero. Casi se me olvidó apagar las luces y cerrar la puerta.
Primero Smiley's, pero no a tomar un trago; recogí una botella para llevarla a casa. La que tenía allí ya estaba un poco baja cuando salí; sólo Dios podía saber lo que le habría pasado desde entonces.
Cuando salía del bar de Smiley con la botella, maldije una vez más el hecho de que mi coche tuviera dos ruedas pinchadas. Y no es que sea un paseo muy largo o que me importe mucho pasear cuando no tengo prisa, pero esta vez tenía prisa. La vez anterior la había tenido porque creía que Carl Trenholm estaba muerto o malherido, y para alejarme de Yehudi Smith. Esta vez tenía prisa por volver a verle.
Pasé la oficina de correos, que ahora estaba oscura. El banco, esta vez tenía la luz de emergencia encendida y no había trazas de crimen. Pasé el lugar donde se había parado el Buick y una voz le había preguntado a alguien llamado Borrachín qué pueblo era aquél. Ahora no se veía ningún coche, de amigo o de enemigo. Pasé todo cuanto había pasado mil veces, y dejé la calle mayor para meterme por las secundarias, más acogedoras y agradables y que ya no estaban plagadas de maníacos homicidas ni de otros horrores por el estilo. No miré atrás ni una sola vez al volver a casa.
Me sentía tan bien que me sentía estúpido. Lo mejor de todo era que estaba sereno por culpa de todo lo ocurrido, y estaba listo y con el ánimo dispuesto a tomarme unas cuantas copas más y a seguir con conversaciones abstrusas.
No me acababa de creer que estuviera allí, pero lo estaba.
Tenía un aspecto tan familiar allí sentado que me pregunté por qué lo había dudado. Le dije «hola» y lancé el sombrero hacia el estante del perchero, pero chocó en una de las perchas y se quedó allí colgado. Era la primera que me pasaba desde hacía algunos meses y aquello me hizo darme cuenta de que era mi noche de suerte. Como si me hubiera hecho falta aquello para darme cuenta.
Me senté enfrente de él, en el mismo sitio-donde me había sentado antes, y serví una copa para cada uno, de la primera botella; aparentemente no había bebido mucho mientras estuve fuera, y volvía a disculparme como había hecho por teléfono por haber tardado tanto.
Quitó importancia al asunto con un gesto casual y me dijo:
—Nq^ importa en absoluto, lo importante es que haya vuelto. —Sonrió—. He echado una siesta.
Chocamos los vasos y bebimos.
—Veamos; donde estábamos justamente cuando recibió aquella llamada. Ay, eso me recuerda algo; me dijo usted que era algo sobre un accidente que le había pasado a un amigo. ¿Me permite preguntarle?
—Está bien —le dije—, no es nada serio. Fue que... bueno, que pasaron otras cosas que me hicieron estar fuera tanto rato.
—Bien. Entonces... ah, sí ya recuerdo; Cuando sonó el teléfono estábamos hablando de la sección de tracas romanas. Acabábamos de brindar por ella.
Lo recordé y asentí.
—Ahí es donde he estado desde que dejé la casa.
—¿De verdad?
—Casi. Me echaron hará media hora, pero estuvo muy bien mientras duró. Espere; no, no lo estuvo. No quiero mentirle. Lo que estuvo pasando fue bastante horrible.
Enarcó un poco las cejas:
—Entonces habla usted en serio. Algo pasó. Sabe, doctor...
—Doc —dije.
—Sabe, Doc, está usted distinto. Algo cambiado.
Volvía a llenar los vasos, todavía de la primera botella, aunque se acabó con aquella ronda.
—Creo que es algo pasajero. Sí, señor Smith, tuve que...
—Smitty —me dijo.
—Sí, Smitty. He tenido un mal encuentro y una mala experiencia, desagradable, mientras duró, y todavía estoy empezando a reaccionar, pero esa relación no durará mucho. Todavía estoy temblando y mañana estaré más tembloroso aún cuando me dé cuenta de que me he escapado por el canto de un duro, pero que sigo todavía siendo el mismo; Doc Stoeger, cincuenta y tres años, y un fracaso estrepitoso como héroe y como editor.
Un silencio de unos segundos, y seguidamente me dijo:
—Doc, me gusta. Creo que es usted un tipo excelente. No sé lo que habrá pasado, y no creo que quiera contármelo, pero le apuesto algo...
—Gracias, Smitty. Y no es que no quiera contarle lo que me ha pasado .esta tarde; es que todavía no quiero contar nada de nada. En algún otro momento estaré encantado de hacerlo, pero ahora mismo quiero dejar de pensar en ello, y volver a pensar en Lewis Carroll. De todos modos, ¿qué quería apostarme?
—Que no es un fracaso como editor. Como héroe puede ser, y maldita sea que muy pocos somos héroes. Pero le apuesto a que me ha dicho que es un fracaso como editor porque ha tenido que censurar una noticia, por alguna buena razón. Y no por egoísmo. ¿Ganaría la apuesta?
—Sí—. No le dije que la abría ganado cinco veces seguidas—. Pero no me siento orgulloso de mí, porque me habría sentido avergonzado si no lo hubiera hecho así. De esta forma voy a sentir vergüenza del periódico. Todos los periodistas, Smitty, deberíamos ser unos hijos de puta.
—¿Por qué?
Y antes de que pudiera contestarle ya se había tragado lo que le había servido, había vuelto a lanzarlo a la garganta del mismo y fascinante modo que antes, sin que el vaso llegara a tocar los labios, y él mismo contestó con una respuesta que tampoco se podía responder:
—¿Para que los periódicos fueran más entretenidos? ¿A cambio de las vidas humanas que podrían deshacer o incluso destruir?
Aquel estado de ánimo había, desaparecido, o no había sido el adecuado. Me moví un poco y le dije:
—Volvamos con los Jabberwocks. Y, por Dios, que en cuanto me pongo a hablar en serio se me pasa la moña. Lo pasé tan bien al comenzar la tarde. Volvamos a tener una conversación igual; y volvamos a Lewis Carroll. Y sigamos con el parloteo ése que me estaba dando, aquello que sonaba como a lo que diría Einstein borracho.
Me sonrió.
—Es una palabra maravillosa, parloteo. Podía haber sido de Carroll, sólo que había menos de eso en su época. De acuerdo, Doc, volvamos a Carroll.
Y una vez más tenía el vaso vacío. Era un truco que tenía que aprender, daba igual el tiempo que tardara en aprenderlo o cuánto whisky iba a tirar por ahí. Pero la primera vez lo haría en secreto.
Me bebí el mío, que era el tercero desde que había vuelto quince minutos antes; estaba empezando a notarlos. Y no es que note tres copas cuando son las únicas, pero éstas no eran las únicas. Había tomado ya unas cuantas más anteriormente, antes de que el aire fresco de aquel paseíto con Bat y George me hubiera despejado la cabeza, y luego había tomado bastante más en el bar de Smiley.
Ahora me estaban haciendo efecto. No mucho, pero el suficiente.
La habitación estaba como envuelta en niebla. Estábamos ha blando otra vez sobre Carroll y acerca de cosas matemáticas, o Yehudi Smith hablaba en cualquier caso, mientras yo trataba de concentrarme en lo que me decía. Durante un instante me pare ció que se difuminaba un poco y que avanzaba y retrocedía cuan do yo le miraba. Y también su voz se me desdibujaba en senos y cosenos. Sacudí la cabeza para despertarme un poco y decidí que sería mejor no tocar la botella durante un rato.
Entonces me di cuenta de que lo que acababa de decir era una pregunta, y le pedí perdón.
—El reloj de la repisa —repitió—, ¿anda bien?
Conseguí centrar la visión.
—Las doce menos diez. Sí, muy bien. Todavía es temprano. Supongo que no estará pensando en marcharse ya. En este momento estoy un poco ido, pero...
—¿Cuánto puede llevarnos llegar hasta allá? Tengo indicaciones de cómo llegar, claro, pero quizá pueda calcular el tiempo que podemos tardar mejor de lo que puedo hacerlo yo.
Durante un segundo lo miré atónito, preguntándome de qué estaría hablando.
Y entonces me acordé.
íbamos a ir a una casa encantada a cazar un Jabberwock, o algo por el estilo.
CAPÍTULO NUEVE
«Primero, hay que coger los peces.» Eso es fácil: hasta un niño, me parece, podría haberlos cogido.
«Luego, hay que comprar los peces.» Eso es fácil: con un penique, me parece, se podrían haber comprado.
Quizá no se crean que pude haberme olvidado de aquello, pero lo había hecho. Habían pasado tantas cosas desde que había salido de casa hasta que había regresado, que me maravilla, creo, que ni siquiera me acordase de mi propio nombre, o del de Yehudi.
Eran las doce menos diez y teníamos que estar allí, según me había dicho, a la una.
—¿Tiene usted coche? —le pregunté.
Asintió.
—Está aparcado un poco más abajo. Me equivoqué antes al mirar los números de la calle, pero estaba lo bastante cerca como para no molestarme en mover el coche.
—Entonces nos llevará de veinte a treinta minutos llegar a ese sitio.
—Muy bien, doctor. Así que aún tenemos cuarenta minutos si lo hacemos en media hora.
Me empezaba a pasar el mareo, pero le llené el vaso sin volver a llenar el mío. Quería serenarme un poco más, no del todo, porque si estaba sobrio, quizá recuperara la sensatez y decidiera no ir, y no quería decidir no ir.
Smith se había vuelto a echar en la silla, sin mirarme, así que fui yo quien le miró, y me pregunté qué estaba haciendo al escucharle todas aquellas historietas absurdas sobre las Hojas Vorpales y sobre la vieja casa de Wentworth.
No era el loco que se había fugado, pero eso no quería decir que no le faltara algún tornillo, y que a mí no me faltaran algunos más. ¿Qué demonios íbamos a hacer allí? ¿Intentar pescar un Bandersnatch como sacándolo del limbo de la nada? ¿O atravesar un espejo y deslizamos por una conejera para ir a cazar uno en su habitat natural?
Bueno, pues mientras no me serenara lo bastante como para estropearlo todo, era maravilloso. Loco o no, estaba pasándolo en grande. Mejor que nunca desde aquella víspera de Todos los Santos de hacía cuarenta años cuando..., pero da igual; es señal de ancianidad y decadencia el ponerse a recordar cosas que se han hecho de joven, y todavía no soy un viejo. Por lo menos no del todo, vaya.
Sí, estaba enfocando de nuevo los ojos correctamente, pero la neblina seguía en la habitación, y me di cuenta de que no era una neblina, sino de que era humo. Miré hacia la ventana y me pregunté si quería abrirla con la suficiente gana como para tener que levantarme y abrirla.
La ventana. Un cuadrado negro que enmarcaba la noche.
Medianoche. ¿Dónde estabas a medianoche? Con Yehudi. ¿Quién es Yehudi? Un hombrecillo que no estaba aquí. Pero tengo su tarjeta. Déjame verla, Doc. ¿Qué numero de teléfono tienes?.¿Mi número de teléfono?
Y la torre negra se come al caballo blanco.
El humo se estaba volviendo demasiado espeso, y yo lerdo. Fui hasta la ventana y abrí la parte de abajo. Las luces que tenía a la espalda la convirtieron en un espejo. Allí apareció mi reflejo. Un hombrecillo insignificante con el pelo gris, con gafas, y con la corbata torcida.
Me sonreía, y se enderezó la corbata. Recordé la estrofa de Carroll que Al Grainger me había citado al comenzar la tarde:
«Eres un viejo, padre William», dijo el joven, «y tus cabellos han encanecido por completo; Y no obstante no paras de hacer el pino. ¿Te'parece que a tu edad hay que hacer eso?»
Lo cual me hizo recordar a Al Grainger. Me .pregunté si aún podría ser que apareciese por allí. Le había dicho que viniera cuando quisiera antes de medianoche, y ésa era la hora en aquel momento. No para jugar al ajedrez, como habíamos planeado, sino para que pudiera unirse a nuestra expedición. No es que tuviera miedo exactamente, pero, bueno, me hubiera gustado que Al Grainger hubiera aparecido.
Se me ocurrió que pudo haber venido o llamado por teléfono y que Yehudi no se hubiera acordado de mencionarlo. Se lo pregunté.
Sacudió la cabeza.
—No, Doc. No vino nadie, y la única llamada fue la que usted hizo antes de volver a casa.
Así que no había nada que hacer, salvo que Al apareciera en el transcurso de la media hora siguiente, o que le llamara. Y no quería hacerlo. Ya había sido bastante cobarde con anterioridad a aquella tarde.
De todos modos, sentía un ligero malestar...
¡Dios mío!, se trataba de un malestar. Había comido un bocadillo poco después de mediodía, pero de aquello hacía más de ocho horas, y no había tomado nada desde entonces. Claro que había notado las últimas copas, naturalmente.
Le sugería a Yehudi que podíamos ver lo que había en la nevera, y me dijo que le parecía una idea excelente. Y lo fue, porque resultó estar tan hambriento como yo. Entre los dos nos comimos un kilo de jamón asado, casi una barra de pan moreno, y un tarro mediano de pepinillos y cebolletas.
Eran casi las doce y media cuando acabamos. Quedaba el tiempo justo para tomar una copa digestiva y nos la tomamos. Con el estómago lleno tenía mucho mejor sabor, y entró mucho mejor que la última anterior. De hecho me sentó tan bien que decidí llevarme la botella, ya habíamos empezado la segunda. Después de todo podría haber una gran tormenta.
—¿Está listo? —me preguntó Smith.
Decidí que sería mejor cerrar la ventana. En el cristal, por encima del hombro, podía ver el reflejo de Yehudi Smith que estaba de pie junto a la puerta esperándome. El reflejo era claro y preciso; ponía de relieve la suave redondez de la cara, las arrugas de risa en las comisuras de la boca y de los ojos, la absurda rotundidad del cuerpo.
Y un impulso me hizo ir hacia él y extender la mano para estrechar la suya cuando cogió la mía con cierto asombro. No nos habíamos dado la mano cuando nos conocimos en él porche, y había algo que me hizo hacerlo en aquel momento. No quiero decir que yo sea clarividente. No lo soy, porque en ese caso nun-
ca habría ido. No, no sé, en realidad, por qué quería estrecharle la mano.
Fue un impulso, pero me alegro de haberlo seguido. Como también me alegro de haberle dado de comer y de beber en lugar de haberlo dejado ir hacia su extraña muerte sobrio y con el estómago vacío.
Y todavía me alegro más de haberle dicho «Smitty, me gustas.»
Pareció gustarle, pero incomodándole un poco. Me dijo «gracias, Doc», pero por primera vez nuestros ojos no se encontraron.
Es raro comprobar lo claramente que uno se acuerda de unas cosas y lo vagas que resultan otras. Tengo idea de que había una radio en el tablero y que tenía conectada la emisora de la WBBM, y también recuerdo que el botón para encenderla era de ónice brillante. Pero en cambio no me acuerdo de si el coche era un coupé o un sedán, y no tengo ni la más remota idea de qué color era. También creo recordar que el motor mete mucho ruido, lo cual era mi única forma de saber si era un coche nuevo o viejo, y también recuerdo que la palanca de cambio estaba en el suelo y no en el volante.
Me acuerdo de que conducía bien y con cuidado, y de que hablaba poco, probablemente por culpa del ruido del motor.
Yo le iba indicando el camino, pero no recuerdo ahora, ni tampoco es que importe mucho, cuál fue el que seguimos. Sin embargo sí que me acuerdo de que no reconocí la entrada hacia Wentworth Place, la casa estaba bastante retirada de la carretera y no se la veía ni siquiera de día por culpa de los árboles, pero un poco más allá sí que reconocí una granja en la que unos tíos míos habían vivido muchos años antes, y me di cuenta de que habíamos pasado de largo.
Dio la vuelta, y esta vez conseguí ver la entrada, giramos y se-guimos por el camino entre los árboles hacia la casa. Aparcamos junto a ella.
—Somos los primeros en llegar —dijo Smith bajando la voz mientras apagaba el motor.
Salí del coche y, no sé por qué; ¿o si lo sé? y cogí la botella. Estaba tan oscuro allí fuera que no podía ver la botella que tenía delante de los ojos mientras la empinaba.
Smith había apagado las luces del coche y estaba saliendo por su puerta. Tenía una linterna en la mano, y pude volver a ver cuando se acercó al costado del coche en el que yo estaba. Le extendí el brazo con la botella y le dije:
—¿Quiere un poco?
—Me ha leído el pensamiento, Doc.
Y bebió un trago. Mis ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad y ya podía apreciar los contornos de la casa, y me puse a pensar en ella.
Dios, tiene que ser bien antigua, pensé. La conocía desde aquellas semanas de verano, cuando era niño, en las que visitaba a mis tíos en la granja de más abajo para tomar aires de campo en lugar de los de la gran ciudad que era Carmel City, Illinois.
Eso había pasado haría unos cuarenta años, y ya entonces era un edificio antiguo y deshabitado. Desde entonces había estado habitada de vez en cuando, pero en intervalos muy breves. No sabía por qué los pocos que habían tratado de vivir allí se habían marchado. Nunca se habían quejado, en público por lo menos, de que estuviera encantada. Pero nadie había llegado a vivir en ella mucho tiempo. Quizás no fuera más que la propia casa; realmente estaba en un sitio un tanto deprimente. Haría un año o por ahí el Clarion había publicado un anuncio diciendo que se alquilaba, y a un precio muy razonable, pero nadie lo había hecho.
Pensé en Johnny Haskins, que había vivido entre la granja de mi tío y esta casa. Juntos habíamos explorado el lugar varias veces, de día. Johnny había muerto. Lo habían matado en Francia en 1918, casi al final de la primera guerra mundial. De día, supongo, porque a Johnny le daba miedo la oscuridad, lo mismo que a mi me da miedo la altura, o que Al Grainger le tiene miedo al fuego, o igual que todo el mundo le tiene miedo a algo.
Johnny tenía miedo, además, a la vieja casa de Wentworth, más miedo del que yo tenía, aunque era unos años mayor. Creía en fantasmas un poco; por lo menos les tenía miedo, aunque no tanto como el que le tenía a la oscuridad. Y a mí se me pegó un poco, tardando en quitárseme unos años después de haberme convertido en adulto.
Pero ya no lo tenía. Cuanto más viejo se vuelve uno, menos miedo se tiene a los fantasmas, se crea o no se crea en ellos. Cuando uno ha pasado de los cincuenta, ha conocido ya a tanta gente que ha muerto, que los fantasmas, si es que existen, no son nada raro. Algunos de nuestros mejores amigos ya son fantasmas; ¿por qué habría de tenerles miedo? Y tampoco faltan muchos años ya para que uno mismo este también a ese otro lado del muro.
No, no tenía miedo a los fantasmas, ni a la oscuridad, ni a la casa encantada, pero tenia miedo de algo. No tenía miedo de Yehudi Smith; me gustaba demasiado para tenerle miedo. Sin duda alguna, que era un bobo por haber ido hasta allí, sin saber prácticamente nada de él. Pero hubiera apostado cien a uno a que no era peligroso. Quizá un poco chiflado, pero no era una chaladura peligrosa.
Smith volvió a abrir la puerta del coche y me dijo:
—Acabo de acordarme de que he traído velas; me dijeron que no había corriente en la casa. Y tome, aquí tengo otra linterna, si es que la necesita, Doc.
Claro que me vendría bien. Me sentí un poco mejor, un poco menos asustado de lo que lo estuve, una vez que tuve la linterna y ya no estaba en peligro constante de quedarme solo en la oscuridad.
Enfoqué la linterna hacia la entrada, y la casa seguía igual a como yo me acordaba de ella. Había estado habitada el tiempo suficiente para que no estuviera destartalada, sino con bastante buen aspecto.
Yehudi Smith m'e dijo:
—Vamos, Doc. Será mejor esperar dentro.
Y sé dirigió hacia la puerta por las escaleras del porche. Crujieron un poco mientras las subíamos, pero eran sólidas.
La puerta no estaba cerrada con llave. Smith sabía que no lo estaría por la forma en que la abrió.
Entramos y cerró la puerta. Los haces de luz de las linternas bailaban delante perdiéndose en la extensión del vestíbulo. Me sorprendió que todo estuviese amueblado y cubierto de alfombras; había estado vacío y desnudo aquella vez que la había explorado siendo niño. El último inquilino o propietario, que por la razón que fuera se había ido, la había dejado amueblada, quizá esperando poder alquilarla o venderla de ese modo.
Entramos en un salón enorme, a la derecha del vestíbulo. También había muebles cubiertos con sábanas. Cubiertos haría poco tiempo, porque las sábanas no estaban muy sucias ni había mucho polvo acumulado por todas partes.
Algo hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. Quizá la apariencia fantasmal de aquellos muebles cubiertos de sábanas.
—¿Esperamos aquí, o subimos al desván? —me preguntó Smith.
—¿Al desván? ¿Por qué al desván?
—Porque allí se va a celebrar la reunión.
Todo aquello empezaba a gustarme cada vez menos. Uba a haber una reunión? ¿Sería verdad que los otros iban a venir aquella noche?
Ya era la una y cinco.
Miré alrededor y me pregunté si me gustaría más quedarme allí o subir al desván. Cualquier alternativa era una locura. ¿Por qué no me iba a casa? ¿Por qué no me había quedado en ella?
No me gustaban aquellos muebles espectrales cubiertos de tela blanca. Así que le dije:
—Subamos al desván. Supongo que será lo mismo.
Sí, había llegado hasta aquello. Así que también podía ver el resto de la casa. Si había un espejo arriba en el desván, y quería que lo cruzásemos, también lo haría. Con tal de xjue él cruzase antes.
Pero quería darle otra metidita a la botella que llevaba. Le ofrecí a Smith, pero sacudió la cabeza, así que yo seguí adelante y me tomé un trago que me calentó ligeramente el frío que estaba empezando a asentárseme en el estómago.
Subimos las escaleras hasta el segundo piso, y no encontramos ni fantasmas ni snarks. Abrimos la puerta que llevaba a la escalera que subía al desván.
Ascendimos por ella, Smith delante y yo detrás, con su trasero gordo delante de mí.
El cerebro me seguía recordando lo ridículo que era todo. Lo totalmente chalado que debía estar para haber venido hasta aquel sitio.
¿Dónde estaba a la una? En una casa encantada. ¿Qué estaba ha-ciendo? Esperando a que llegasen las Hojas Vorpales. ¿Qué es eso de las Hojas Vorpales? No sé. ¿Qué me iban a hacer? No sé. Se lo diré. Cualquier cosa. Engendrar un niño en una mandragora. Asentar corte para juzgar quién robó las tartas, o montar al caballero blanco en su caballo. O quizá únicamente leer el acta de la sesión anterior y el informe del tesorero, del de Banchley. ¿Quién es Banchley?¿QuiÉN ES YEHUDI?
¿Quiénes son tus quiénes?
Doc, no me gusta tener que decirlo, pero;..
Me temo que...
Muy lamentable, y, ah, tan cierto seguramente. Estabas borracho, ¿no es así, Doc? Bueno, no exactamente, pero...
El gordo trasero de Yehudi Smith subiendo por las escaleras del desván. Un trasero de caballo subiendo detrás suyo.
Llegamos arriba y Smith me pidió que enfocase mi linterna al final del pasamanos hasta que pudiera encender una vela. Sacó una vela corta y gruesa del bolsillo, una que se sostendría fácilmente sin palmatoria, y la encendió.
Había baúles y unos cuantos muebles viejos y desvencijados en las esquinas del desván; el centro estaba despejado. La única ventana daba a la parte posterior y estaba claustrada con tablas por dentro.
Miré en derredor, y aunque los muebles no estaban cubiertos con sábanas, el sitio no me gustó más que el gran salón de abajo. La luz de una única vela era demasiado escasa para desvelar la oscuridad de un local tan grande, desde luego. Y tampoco me gustaban las sombras que producía. Podrían haber sido de Jabberwocks o de cualquier otra cosa imaginable. Debería haber test de Rorschach hechos con sombras fugaces; seguramente lo que le sugerirían a la mente sería mucho más revelador que lo que se obtiene con las manchas de tinta.
Sí, me habría gustado tener algo más de luz, mucha más luz. Pero Smith se había metido la linterna en el bolsillo, y yo hice lo mismo con la mía; también era suya, y no había excusa ninguna para agotar las pilas teniéndola encendida. Y además tampoco habría servido para gran cosa en una habitación tan grande.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Esperar a los otros. ¿Qué hora es, Doc?
Conseguí ver el reloj a la luz de la vela y le dije que era la una y siete minutos.
—Esperaremos hasta la una y cuarto. Hay algo que debo hacer en este momento preciso, estén o no estén aquí. Escuche, ¿no es un coche?
Escuché y me pareció que sí era. Pero allí arriba en el desván no era muy fácil de decir, aunque me pareció haber oído como si un coche dejara la carretera y viniese hacia la casa. Estaba bastante seguro de ello.
Volví a descorchar la botella y a ofrecerle. Esta vez Smith también bebió. Yo le di un trago. Estaba empezando a serenarme, me parecía, y aquél no era sitio ni hora para estar sobrio. Ya era bastante estúpido estar allí borracho.
Ya no oía el coche, y entonces, de pronto, como si me hubiera detenido y puesto en marcha de nuevo, lo oí, mucho mejor que antes. Pero el sonido parecía disminuir, como si el coche hubiera estado en el camino, se hubiera parado, y se hubiera vuelto a dirigir hacia la carretera. El ruido cesó del todo.
Las sombras se agitaron. Ningún ruido venía de abajo.
Temblé un poco.
—Ayúdeme a buscar una cosa, Doc. Debería estar por aquí a mano. Una mesa pequeña.
—¿Una mesa?
Había vuelto a sacar la linterna y estaba enfocándola hacia una de las paredes del desván, así que yo fui hacia el otro lado, contento de poder usar mi linterna para acabar con aquellas malditas sombras. El Señor me prepara la mesa en presencia de mis enemigos, pensé. Pero allí no había ningún enemigo mío, tenía esa esperanza.
La encontré yo. Estaba en un rincón del desván.
Era pequeña, tenía tres patas, y la parte de arriba de cristal. Encima tenía dos objetos pequeños.
Empecé a reírme. Fantasmas y sombras o no fantasmas y sombras, me puse a reír a carcajadas. Uno de los objetos que estaban en la mesa era una llave pequeña, y el otro un frasco pequeño que tenía una etiqueta.
La mesa de tapa de cristal que Alicia había encontrado en el vestíbulo del fondo de la madriguera del conejo, la mesa en la que había estado la llave que abría la puerta pequeña que daba al jardín, y en la que había estado la botella con una etiqueta de papel que decía «BÉBEME» atada en el cuello.
Había visto aquella mesa a menudo, en la ilustración de John Tenniel hecha para Alicia en el país de las maravillas.
Los pasos de Smith detrás de mí hicieron que dejara de reírme. Después de toda aquella sandez ridícula podría formar parte de un ritual. A mí me resultaba divertido, pero me gustaba y no quería molestarle.
Ni siquiera estaba sonriendo. Me dijo:
—Sí, es ésa. ¿Ya es la una y cuarto?
—Casi en punto.
—Bien —cogió la llave en una mano y la botella en la otra—, los demás deben haberse retrasado, pero empezaremos nosotros. Guárdame esto —me metió la llave en el bolsillo—, y esto me lo bebo.
Quitó el corcho de la botella..
—Le pido disculpas por no ofrecerle, sobre todo después de que haya compartido conmigo tan generosamente su bebida, pero comprenda que hasta que no haya sido iniciado...
Parecía auténticamente molesto, así que yo asentí para darle a entender que lo comprendía y que lo perdonaba.
Ya no tenía miedo. Todo era demasiado ridículo como para tener miedo. ¿Qué es lo que hacía la botella de «bébeme»? Ah, sí, se reduciría de tamaño hasta una altura de unas pocas pulgadas, y entonces tendría que encontrar y usar una cajita con una etique-
ta que decía «CÓMEME», y comer una galleta que habría dentro, y de pronto crecería tanto que...
Levantó la botella y dijo:
—A la salud de Lewis Carroll.
Ya que aquello era un brindis, le dije «espere», y quité el corcho de la botella de whisky que yo llevaba, y también la levanté. No había razón alguna para que yo no pudiera y no debiera unirme al brindis siempre que mis labios, los del neófito, no manchasen el sagrado elixir que contenía la botella del «bébeme».
Estaba tapando la botella de whisky cuando Yehudi Smith murió.
Dejó caer la botella con la etiqueta de «BÉBEME» y se echó la mano a la garganta, pero murió, me parece, incluso antes de que la botella chocara contra el suelo. La cara se le contrajo espantosamente en una mueca de dolor, pero el dolor no pudo durar más que una fracción de segundo. Los ojos, que seguían abiertos, se le pusieron de repente en blanco, completamente en blanco. Y el golpe que produjo su caída sacudió el suelo bajo mis pies. Pareció hacer temblar toda la casa.
CAPÍTULO DIEZ
Y, mientras con ponderoso pensamiento estaba,
¡el Jabberwocks, con ojos de llamas,
surgió resuflando del bosque tulgeloso,
avanzando y echando burbupumas al venir!
Me parece que no hice otra cosa que estar allí estremeciéndome durante unos segundos. Al cabo pude moverme.
Le había visto la cara, y le había visto caer; no tenía la más mínima duda de que estaba muerto. Pero tenía que asegurarme. Me arrodillé, y metí la mano entre la chaqueta y la camisa buscando el latir del corazón. No se apreciaba ninguno.
Quise estar totalmente seguro. La linterna que me había dado tenía el cristal redondo y plano; lo puse sobre la boca y la nariz un momento pero no se empañó en absoluto.
La botella pequeña y vacía de la que había bebido era de un cristal bastante grueso. No se había roto cuando la soltó, y la tarjeta que tenía atada en el cuello había impedido que rodase lejos. No la toqué pero me puse a gatas y olí la boca. Olía a buen whisky, y no pude detectar ningún otro olor. No había olor a almendras amargas, pero si lo que aquel whisky había contenido no era ácido prúsico sería algún otro veneno corrosivo de similar potencia. ¿O sería ácido prúsico, y el olor a whisky disimularía el pestazo a almendras amargas? No sabía.
Me levanté de nuevo y comprobé que me temblaban las rodillas. Era el segundo hombre que veía morir aquella noche. Pero en el caso de George no me había importante tanto. Se lo merecía, por un lado, y por otro su cuerpo había estado dentro del coche escacharrado; en realidad no le había visto morir. Tampoco estaba solo; Smiley había estado conmigo. Hubiera dado todo lo que tenía en mi cuenta corriente, trescientos doce dólares, por tener a Smiley conmigo en aquel desván.
Quería marcharme de allí, pero estaba demasiado aturdido para moverme. Supuse que tendría menos miedo si conseguía una explicación de lo que pasaba, pero era todo una locura absoluta. No tenía ningún sentido el que un chiflado me hubiera llevado hasta allí con un pretexto como el que pudiera ser el público apropiado para presenciar su suicidio.
De hecho, si de algo estaba seguro, era de que Smith no se había suicidado. Pero, ¿quién le había matado, y por qué? ¿Las Hojas Vorpales? ¿Existía semejante sociedad?
¿Dónde estaban? ¿Por qué no habían venido?
Un pensamiento repentino hizo que me estremeciera de arriba a abajo. Quizá hubieran venido. Creía haber oído llegar y marcharse un coche mientras estábamos esperando. ¿Acaso no podría haber dejado algún pasajero? ¿Me estarían esperando abajo b que estarían deslizándose sigilosamente en ese mismo momento escaleras arriba, hacia el desván y hacia mí?
Miré a la puerta. La luz de la vela tembló, y bailaron las sombras. Esforcé el oído, pero no se escuchaba nada de nada. No había el más mínimo ruido.
Tenía miedo de moverme, y luego, gradualmente me encontré con que ya no tenía miedo a moverme, Tenía que salir de allí antes de que me volviera loco. Si había algo abajo, prefería descender y encontrarme con lo que fuese antes de esperar a que se decidiera a subir a por mí.
Me maldije por haberle dado a Smiley aquel revólver, pero aquello no me iba a devolver el revólver.
Bueno, la botella de whisky era una especie de arma. Cogí la interna en la mano izquierda y empuñé la botella con la derecha cogiéndola por el cuello. Todavía estaba a medias y podría servir para dar porrazos perfectamente por su peso.
Fui de puntillas hasta el comienzo de la escalera. No sé por qué fui de puntillas, salvo que fuera para no asustarme a mí mismo haciendo ruido; con anterioridad no habíamos guardado silencio, y la caída de Smith había sonado en todo el edificio. Si había alguien abajo, ya sabía que no estaba solo en la casa.
Miré el apoyo del pasamanos donde estaba colocado el velón que seguía encendido. No quería ni tocarlo; quería poder decir que no había tocado nada de nada, salvo que había buscado el pulso y que no lo había encontrado. Pero tampoco podía dejar encendida la vela; podía pegarle fuego a la casa si se caía, ya que Smith no la había pegado con cera caliente, sino que se había limitado a colocarla de pie.
Llegué a una solución intermedia, apagándola de un soplido, sin tener que tocarla.
La luz de la linterna me permitió ver que no había nada ni nadie en las escaleras que bajaban hasta el segundo piso, y que la puerta que daba a aquél seguía cerrada, tal y como la habíamos dejado. Antes de empezar a bajar volví a echarle una mirada al desván con la linterna. La sombras hacían guiños cuando el foco iluminaba la pared, y entonces, por algún motivo, enfoqué el círculo de luz al lugar en el que estaba tendido el cuerpo de Yehudi Smith, deslabazado, con los ojos desmesuradamente abiertos y mirando hacia las vigas del techo, con la cara helada en el gesto de aquel horrible, aunque breve, dolor con el que había muerto.
No me gustaba tener que dejarle allí solo entre las tinieblas. Aunque fuera un pensamiento estúpido y sentimental. No podía evitar sentirlo. Había sido un tipo encantador. ¿Quién demonios lo había matado, y por qué, y por qué de aquel modo siniestro, y qué quería decir todo aquello? ¿Y por qué me había dicho que era peligroso ir allí aquella noche, o por qué había tenido tan concluyente razón, por lo que a él se refería? ¿Y yo qué...?
Ante de aquel pensamiento, volvía a asustarme. Todavía no había conseguido salir de allí. ¿Había algo o alguien esperándome abajo?
Las escaleras del desván no tenían alfombra y crujían metiendo tanto ruido que renuncié a tratar de andar en silencio y deprisa. También la puerta del desván metía ruidos, pero nada me esperaba al otro lado. Ni abajo. Enfoqué la linterna al gran salón mientras alcanzaba la puerta, y recibí un susto momentáneo al pensar que algo blanco venía hacia mí, pero no era más que una mesa cubierta de sábanas, y sólo había parecido que se movía.
El porche, y escaleras del porche abajo.
El coche seguía allí, en el camino, junto a la casa. Era un cou-pé, según aprecié entonces, de la misma marca y modelo que el mío. La grava crujió bajo mis pies mientras me acercaba a él; seguía muerto de miedo pero no me atrevía a echar a correr. Me pregunté si Smith habría dejado la llave en el coche, y esperé desesperadamente que hubiera sido así. Tendría que haber pensado en ello mientras estaba en el desván y haber rebuscado en sus bolsillos. Ahora no podía volver allí arriba por nada del mundo, pensé. Antes que eso volvería andando al pueblo.
Por lo menos el coche no estaba cerrado. Me senté al volante y dirigí la linterna hacia el tablero. Sí, la llave estaba en el contacto. Cerré la puerta y me sentí un poco más seguro dentro del coche cerrado.
Giré la llave, abrí el aire y el motor encendió a la primera. Metí la velocidad, y entonces, antes de soltar el embrague, volví al punto muerto y me quedé allí sentado con el motor en marcha.
Aquél no era el coche en el que había llegado con Yehudi Smith. La cabeza de la palanca de cambio era de goma, con una franja, no era el pomo de ónice pulido que tenía el cambio del otro coche. Esta era más bien como la de mi coche, que estaba en casa, en el garaje, con dos ruedas pinchadas porque no las había arreglado.
Este era mi coche.
Era algo tan imposible que se me olvidó tener miedo, que tuve una prisa horrible por huir de aquella casa. Ah, había algo de lógica en mi falta de miedo, además; si alguien me había estado acechando, la casa habría sido el lugar adecuado. No me habría dejado llegar tan lejos, y no habría dejado la llave del contacto en el coche para que pudiera marcharme en él.
Salí del auto y miré, con ayuda de la linterna, las dos ruedas que por la mañana habían estado pinchadas. Ahora no lo estaban. O bien alguien las había arreglado, o es que alguien las había sacado el aire la noche anterior y seguidamente las había vuelto a hinchar con la bomba que yo tenía en la maleta. La segunda idea me pareció más probable; ahora que pensaba en ello, era raro que dos neumáticos, ambos en buen estado, y con el dibujo casi nuevo, se hubieran pinchado a la vez estando el coche dentro del garaje.
Di la vuelta al coche, mirándolo, y no parecía pasarle nada raro. Volví a ponerme al volante y estuve allí sentado con el motor en marcha, preguntándome si podría haber sido remotamente posible que Yehudi Smith me hubiera llevado hasta allí en mi propio coche.
No, decidí, ni por lo más remoto. No había prestado atención a su coche salvo en tres detalles, pero me eran bastantes para estar seguro. Además del remate de la palanca de cambios, me acordaba que uno de los botones de la radio estaba apretado, y que tenía puesta la WBBM, mi coche ni siquiera tiene radio, y además estaba el hecho de que el motor metía ruido, y el mío no lo mete. En aquel preciso momento, puesto al ralentí, apenas podía oírlo.
A no ser que estuviera loco...
¿Podría ser producto de mi imaginación? Y en relación con aquello, ¿acaso era Yehudi Smith un individuo imaginario? ¿Podría ser que hubiera ido hasta allí conduciendo mi propio coche, que hubiera subido solo al desván...?
Es algo horrible creer que uno está completamente loco, y que además es una locura con alucinaciones.
Me di cuenta de que sería mejor que dejara de pensar por aquellos derroteros, aquí, solo en un coche, solo en la noche, aparcado junto a una casa embrujada. Podía volverme loco si es que no lo estaba ya.
Bebí un trago de la botella que estaba ahora en el asiento de al lado, y arranqué saliendo a la carretera, dirigiéndome al pueblo. No iba deprisa, en parte porque estaba algo borracho, físicamente borracho, en cualquier caso. Aquella cosa horrible que había pasado en el desván, la fantástica e increíble muerte de Yehudi Smith, me había vuelto al estado de sobriedad, mentalmente.
No podía haber imaginado...
Pero al entrar en el pueblo volvió a asaltarme la duda, y las respuestas posibles. Aparqué en un lado de la calle y encendí la luz interior. Tenía la tarjeta, la llave y la linterna, aquellos tres recordatorios de mi experiencia. Saqué la linterna del bolsillo del abrigo y la miré. No era más que una linterna barata; no habría tenido significado alguno, pero no era mía. La tarjeta era lo mejor. La busqué por varios bolsillos, preocupándome muchísimo, antes de conseguir encontrarla en el bolsillo de la camisa. Sí, la tenía, y seguía poniendo Yehudi Smith. Me sentí un poco mejor y volví a metérmela en el bolsillo. Mientras lo hacía miré la llave. La llave que había estado junto a la botella de «BÉBEME», encima de la mesa con tapa de cristal.
Seguía en el bolsillo en el que me la había metido Smith; no la toqué ni la miré con gran detenimiento. Era, claro está, un tipo de llave que no era el adecuado, ya me había dado cuenta de ello la primera vez que la había visto en la mesa del desván; había sido parte de la causa de mi risa. Era una llave Yale, y debería haber sido una llave pequeña de oro, la que Alicia había empleado para abrir la puerta de medio metro que daba al jardín maravilloso.
Y ahora que pensaba en ello, las tres cosas del desván no habían sido lo que se suponía que tendrían que haber sido. La mesa tenía la tabla cubierta de cristal, pero tendría que haber sido una mesa de cristal entera; lo de tener patas de madera no era lo adecuado. La llave no debería haber sido una Yale plateada, y el «BÉBEME» no debería haber sido un veneno (De hecho tenía un sabor mezclado, como a tarta de cerezas, natillas, pina, pavo asado, caramelo y tostadas con mantequilla), según decía Alicia. No creo que le hubiera sabido a nada de aquello al pobre Smith.
Volví a conducir, despacio. Ahora que había vuelto al pueblo tenía que decidirme por ir hasta la comisaría o por llamar a la policía del estado. Me decidí, aunque a disgusto, a ir a la comisaría. En realidad este asunto era de su incumbencia, a no ser que llamara pidiendo ayuda a la policía estatal. Y además esta última acabaría por devolver el caso al comisario de cualquier forma, incluso aunque yo los llamara directamente. Y el comisario ya me odiaba lo bastante como para que yo empeorara las cosas saltándome el conducto reglamentario al dar parte de un crimen de sangre. Y no es que yo no le tuviera manía, pero aquella noche él iba a estar en mucha mejor posición que yo para poder armar follones y causarme molestias respecto a las que yo podría causarle.
Así que aparqué mi coupé en la acera de enfrente de la comisaría, y le di otro trago a la botella para darme el valor necesario para contarle a Kates lo que tenía que contarle. Seguidamente crucé la calle y subí las escaleras hasta la oficina del alguacil, que estaba en el segundo piso del juzgado. Si tenía suerte, pensé, Kates estaría fuera, y quizá su ayudante, Hank Ganzer, estaría allí en cambio.
No tuve esa suerte. Hank no estaba, y Kates estaba hablando por teléfono. Me dirigió una mirada rabiosa cuando entré, y siguió hablando por teléfono.
—¡Infiernos!, podría haberlo hecho llamando desde aquí. Vete a ver al tipo ese. Despiértalo y asegúrate de que está despierto como para recordar cualquier detalle que hayan dicho. Claro, y llámame antes de volver para acá.
Colgó el aparato, y el sillón giratorio en el que estaba sentado chirrió mientras se daba la vuelta para ponerse frente a mí. Me soltó un aullido.
—Todavía no es ninguna noticia.
Ranees Kates grita siempre; jamás le oído hablar en un tono de voz normal, ni siquiera tranquilo. Tiene una voz muy apropiada a esa cara colorada que tiene, que siempre da la impresión de estar enfadado. Me he preguntado con frecuencia si también tiene esa expresión cuando está en la cama. Me lo he preguntado, pero no he sentido el más mínimo deseo de averiguarlo.
No obstante lo que me acababa de gritar tenía tan poco sentido que me limité a decirle.
—He venido para denunciar un asesinato, Kates.
—¿Eh? —pareció interesarle—. ¿Quiere decir que ha encontrado a Miles o a Bonney?
Durante un instante no me di cuenta del significado de ninguno de los nombres.
—El tipo se llamaba Smith—. Supuse que sería mejor ir contando poco a poco lo de Yehudi, o quizá darle a Kates la tarjeta para que él mismo lo comprobara—. El cadáver está en el desván de la antigua casa del pico, Wentworht place.
—Stoeger, ¿está borracho?
—He estado borracho, pero no estoy borracho.
Al menos esperaba no estarlo. Quizá aquel último trago que me tomé en el coche antes de cruzar hubiera estado de más. Tenía la voz pastosa, incluso yo mismo me lo notaba, y también me daba la impresión de que debía tener los ojos un tanto extraviados y brillantes; estaba empezando a sentirlos de ese modo desde dentro también.
—¿Y qué estaba haciendo en el desván de Wentworth place? ¿Quiere decir que ha estado allí esta noche?
Volví a tener el deseo de que en lugar de Kates hubiera estado allí Hank Ganzer. Hank me hubiera creído, y habría ido a ver el cadáver; y de ese modo lo que estaba contando no parecería tan increíble cuando consiguiera terminar de contarlo.
—Sí, y vengo directamente de allí. Fui con Smith a petición suya.
—¿Quién es ese Smith? ¿De qué le conoce?
—Lo he conocido esta noche. Vino a casa a verme.
—¿Para qué? ¿Qué iban a hacer allí? ¡En una casa encantada!
Suspiré. No podía hacer otra cosa que no fuera contestar a lo que me estaba preguntando, y aquellas malditas preguntas eran cada vez peores. Veamos, ¿cómo podría conseguir contarle todo el caso sin que pareciera una locura absoluta?
—Fuimos porque se supone que es una casa encantada, Kates. El Smith éste estaba interesado en temas de ocultismo, en fenómenos psíquicos. Me pidió que fuera con él hasta allí para llevar a cabo un experimento. Yo tenía entendido que habría otras personas presentes, pero no aparecieron.
—¿Qué clase de experimento?
—No lo sé. Murió antes de que comenzásemos con él.
—¿Usted y él estaban allí solos?
—Sí, —y dándome cuenta de hacia dónde quería ir, añadí—: pero yo no le maté. Y tampoco sé quién lo ha hecho. Ha sido envenenado.
—¿Cómo, envenenado?
Una parte de mi mente quiso decirle «al beber de una botellita que decía BÉBEME , puesta encima de una mesa de cristal, como pasa en Alicia en el país de las maravillas». Pero la parte sensata de mi cerebro me dijo que sería mejor que él se molestara en averiguarlo. Así que le dije:
—Bebió algo de una botella que estaba allí preparada para él. Por quién, es algo de lo que no tengo idea. Pero me da la impresión de que no me cree. ¿Por qué no va hasta allí a comprobarlo, Kates? Maldita sea, hombre, estoy denunciando un asesinato.
Y en aquel instante se me ocurrió que en realidad no había ninguna prueba de ello, así que lo arreglé un poco:
—O por lo menos una muerte violenta.
Me miró fijamente, y me dio la impresión de que empezaba a convencerse, un poco al menos. Sonó el teléfono, y la silla giratoria volvió a chirriar cuando se volvió. Ladró: «Hola, soy el comisario Kates al aparato.»
Moderó un poco la voz e inmediatamente dijo:
—No, señora Harrison, no tengo noticia alguna. Hank está en Neilsville, comprobando lo que hay, y echará un buen vistazo a la carretera por la que vuelva. La llamaré en cuanto sepa algo. Pero no se preocupe, no puede haber sido nada grave.
Se dio la vuelta.
—Stoeger, si se trata de una broma, le parto la cara.
Y tenía la intención de hacerlo, además era perfectamente capaz de ello. Kates es un tipo de talla media, no es mucho más grande que yo, pero está hecho una muía y físicamente es duro como una peña. Puede habérselas muy bien con tipos que le doblan en peso. Y además tiene una vena sádica que le permite hacerlo en cuanto tiene una excusa suficiente y disfrutar mucho con ello.
—No es una broma. ¿Qué les ha pasado a Miles Harrison y a Ralph Bonney?
—Han desaparecido. Salieron de Neilsville con la nómina de Bonney poco después de las once y media, y deberían haber estado de vuelta a medianoche. Son casi las dos y nadie sabe por dónde andan. Mire, si me pareciese que está usted sobrio, y que pudiera haber un fiambre en el pico, llamaría a la policía del estado. Tengo que quedarme aquí hasta que sepamos qué les ha pasado a Miles y a Bonney.
Lo de la policía del estado sonaba muy bien, por lo que a mí tocaba. Yo había presentado la denuncia en el lugar adecuado, y a Kates no se lo iban a echar en cara si llamaba a la policía estatal. Iba a abrir la boca para decir que me parecía una idea excelente, cuando volvió a sonar el teléfono.
Kates respondió con un aullido, y siguió:
—Según dice el cajero, volvían directamente, ¿no, Hank? ¿Por ahí no pasó nada raro, eh? De acuerdo, vuelve; y mira a ambos lados de la carretera por si acaso se han salido y han chocado o algo así... Sí, el pico. Es por el único sitio por el que pueden haber venido. Ah, escucha, párate en Wentworth place de la que regreses y echa una ojeada en el desván... Sí, he dicho en el desván. Doc Stoeger está aquí, borracho como una cuba, y me ha estado contando que hay un fiambre en ese desván. Si de verdad hay uno, ya me ocuparé de ello.
Colgó el aparato de un mazazo y se puso a cambiar papeles de sitio en el escritorio, para dar una apariencia de tener mucho que hacer. Finalmente recordó algo y llamó por teléfono a la Compañía Pirotécnica Bonney para comprobar si Bonney había aparecido por allí, o había llamado. Aparentemente, por lo que pude oír de la conversación, no había hecho ninguna de las dos cosas.
Y me di cuenta de que estaba de pie y que ahora, ya que Kates le había dado órdenes a su ayudante, no pasaría nada hasta que Hank volviera. Tardaría por lo menos media hora más si venía conduciendo despacio para poder mirar a ambos lados de la carretera. Así que me busqué una silla y me senté. Kates seguía moviendo y revolviendo papeles sin prestarme atención.
Me puse a pensar en Bonney y Miles, y a desear que no hubieran tenido un accidente. Si había sido así, tenía que haber sido bastante grave para no haber aparecido dos horas más tarde de lo previsto. Salvo que ambos estuvieran malheridos, uno de los dos habría tenido tiempo para llegar hasta un teléfono. Claro que también podían haberse parado en algún sitio para tomar unas copas, pero no era muy probable, por lo menos no que pararan dos horas. Y, además, pensándolo bien, tampoco habrían podido; la hora de cierre de los bares era la misma para todo el condado, no se limitaba a Carmel City. Y las doce habían pasado hacía dos horas.
Me gustaría que hubiera sido así. Y no es que necesitase o quisiera un trago en especial en aquel momento, pero hubiera sido mucho más agradable estar esperando en el bar de Smiley que en la comisaría.
De repente, Kates giró la silla hacia mí.
—¿Usted no sabrá nada de Bonney y Harrison, verdad?
—Nada de nada.
—¿Dónde estaba a medianoche?
Con Yehudi. ¿Quién es Yehudi? El hombrecillo que no estaba allí.
—En casa, hablando con Smith. No salimos hasta las doce y media.
—¿Estaba alguien más con ustedes?
Sacudí la cabeza. Ahora que pensaba en ello, nadie salvo yo, por lo que sabía, había llegado a ver a Yehudi Smith. Si su cadáver no estaba en el desván de Wentworth place, iba a pasarlo bastante mal para demostrar que había existido. Una tarjeta, una llave y una linterna.
—¿De dónde ha salido ese Smith?
—No lo sé. No me lo dijo.
—¿Cómo se llamaba?
Aquélla me cogió de sorpresa.
—No me acuerdo. Tengo una tarjeta suya por aquí. Me dio una.
Quería que pensase que la había dejado en casa. Yo todavía no estaba preparado para enseñársela.
—¿Y cómo es que fue a verle a usted para ir a una casa encantada, porque se fue con él, si ni siquiera le conocía?
—El sí que me conocía a mí, como experto en Lewis Carroll.
—¿Como qué?
—Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas. Alicia a través del espejo—. Y la botella de BÉBEME encima de una mesa de cristal, y una llave, y Bandersnatches y Jabberwocks. Que Kates lo descubriera, pero después de haber encontrado el cuerpo y de que comprobase que yo no estaba ni borracho ni loco.
—¡Alicia en el país de las maravillas! —dijo resoplando.
Me dirigió una mirada fulminadora durante unos diez segundos y seguidamente debió decidir que estaba perdiendo el tiempo, porque dio la vuelta a la silla y volvió a los papeles.
Rebusqué en los bolsillos para comprobar que la tarjeta y la llave seguían en ellos. Así era. La linterna estaba en el coche, pero la linterna no tenía especial importancia. Quizás tampoco lo tuviera la llave. Pero la tarjeta era el contacto que en cierto sentido tenía con la realidad. Siempre que tuviera impreso aún Yehudi Smith. Sabía que no estaba como una cabra. Sabía que esa persona había existido, y que no era simplemente un producto marginal de mi imaginación.
La saqué del bolsillo para volver a verla. Sí, seguía poniendo «Yehudi Smith», aunque mis ojos enfocaban con dificultad. Las letras estaban un poco borrosas, lo que implicaba que, o bien me hacía falta otro trago, o bien bastante menos.
Yehudi Smith, en tipos borrosos. Yehudi, el hombrecillo que no estaba allí.
Y de pronto, no me preguntéis como me di cuenta, pero me di cuenta. No era capaz de entender el conjunto, pero sí aquellas partes. El hombrecillo que no estaba allí.
Que no estaría allí.
Hank volvería diciendo «¿Qué es todo ese lío del fiambro en el desván de Wentworth place? No encontré nada.»
Yehudi. El hombrecillo que no estaba allí. Vi a un hombre en la escalera. Un hombrecillo que no estaba allí. Hoy tampoco estuvo aquí. Ay, me gustaría que se fuera.
Todo estaba previsto de antemano; tenía que estarlo. Había visto hasta ese punto la trama. El nombre de Yehudi no era accidental. Creo que en ese preciso instante casi tuve la revelación que me habría descubierto parte de toda la trama, aunque no toda por completo. Es como cuando uno está borracho, pero no demasiado, cuando uno cree estar temblando al borde de la aprehensión de algo fundamental, cósmico, de algo que ha estado a punto de llegar a nuestro entendimiento siempre. Y, apenas por un instante, se llega a su comprensión. Creo que en aquel mo-mento ése era mi estado mental.
Seguidamente levanté la vista de la tarjeta, y perdí el hilo de mis pensamientos porque Kates me estaba mirando fijamente. Esta vez había vuelto la cabeza y no el sillón giratorio en el que estaba sentado. Me contemplaba especulativa y sospechosamente.
Intenté no hacerle caso; intentaba volver a recuperar el desarrolló de mis ideas y avanzar. Me estaba acercando a algo. Vi a un hombre en la escalera. El culo gordo de Yehudi Smith que subía por las escaleras del desván, delante de mí.
No, el cadáver de rostro deformado, aquel pobre montón de barro frío que antes había sido un individuo tan agradable con arrugas de risa en la comisura de los ojos y de los labios, no estaría cuando Hank Ganzer fuera a buscarlo. No podía estar allí; su presencia en aquel lugar no encajaba en la trama que aún no podía entender ni descifrar.
Ruido de la silla giratoria al mover Ranee Kates el cuerpo para alinearlo con la cabeza.
—¿Es esa la tarjeta que le dio aquel tipo?
Asentí.
—¿Cómo es el nombre completo?
¡Al diablo con Kates!
—Yehudi, Yehudi Smith.
Claro que no era aquél, por lo menos yo ya sabía eso. Me levanté y fui hasta el escritorio de Kates. Por desgracia para mi dignidad, hacía eses. Pero conseguí llegar sin caerme. Deposité la tarjeta delante de él y volví a sentarme, y esta vez lo logré sin dar tumbos.
Contempló la tarjeta, luego me miró a mí, volvió a mirar la tarjeta, y volviendo, por último, a mirarme.
Y entonces supe que yo tenía que estar loco.
—Doc —me preguntó, con un tono de voz tan tranquilo que nunca jamás le había oído antes—, ¿qué número de licencia tiene?
CAPÍTULO ONCE
«Ah, Ostras», dijo el Carpintero,
«¡Qué magnífica carrera habéis tenido!
¿Volveremos también trotando a casa?»
Pero no hubo respuesta...
Me limité a mirarle fijamente. Uno de los dos estaba loco y durante la última hora pasada era algo que me había preocupado respecto a mi mismo. ¿Qué número de licencia tiene? Menuda pregunta para hacerle a un hombre en mi situación. ¿Cuál es la suya?
Finalmente conseguí responderle:
-¿Eh?
—Su número de licencia. El número de registro.
Por fin le entendí. Después de todo no estaba loco. Ya sabía lo que quería decir.
Dirijo una empresa del sindicato, lo que quiere decir que he firmado contrato con el Sindicato Tipográfico Internacional, y que le pago a Pete, que es mi único empleado, el salario del convenio sindical. En un pueblo tan pequeño como Carmel City se puede tener un establecimiento no sindicado, pero resulta que yo creo en la sindicación, y creo que el Sindicato Tipográfico está bastante bien. Como somos una empresa sindicada, colocamos el logotipo del sindicato en todo lo que imprimimos, con el registro. Se trata de un sello pequeñito y ovalado, tan pequeño que apenas se leen los tipos a simple vista aunque no se la tenga mala. Y junto al sello va un número minúsculo que indica que ha sido impreso en mi empresa para diferenciarlo del resto de las de la región. Mediante la combinación del nombre del lugar, que está incluido en el logotipo, y el número de la empresa, se puede decir, siempre en qué empresa sindicada se ha hecho el impreso.
Pero ese óvalo pequeño es conocido por aquéllos que no son miembros del sindicato como «el bicho.» Y realmente, lo admito, el logotipo se parece bastante a un bicho que estuviera paseándose por la esquina en la que aparece impresa la licencia. Y aquellos impresores que no pertenecen el sindicato llaman al número que va junto al «bicho», el «número del bicho.» Kates no era impresor, ni del sindicato ni de cualquier otro tipo, pero ahora recuerdo que tenía dos hermanos que vivían en Neilsville, y que eran impresores que no pertenecían al sindicato, y que, naturalmente, Kates habría tomado la expresión, y los prejuicios que conlleva, de ellos.
—Mi número de registro es el siete.
Arrojó violentamente la tarjeta de visita sobre el escritorio que tenía delante. Resopló, literalmente; a menudo se lee que hay individuos que resoplan, pero rara vez oye uno resoplar a nadie.
—Stoeger, esta puñetada la ha impreso usted mismo. Es todo una broma. Maldito sea...
Empezó a levantarse, pero volvió a sentarse otra vez y a mirar los papeles que tenía delante. Volvió a mirarme y creí que me iba a decir que me largase a freír espárragos, cuando de pronto pareció decidirse a esperar hasta que Hank volviese.
Revolvió los papeles.
Yo estaba allí sentado, tratando de asimilar el hecho de que, por lo menos aparentemente, Yehudi Smith había hecho imprimir su tarjeta en mi imprenta. No me levanté para comprobarlo. De algún modo estaba dispuesto a aceptar por bueno lo que me había dicho Kates.
¿Y por qué no? También era parte de la trama general. Debería haberlo adivinado por mí mismo. No por medio de los tipos; prácticamente todas las imprentas tienen los Garamond de ocho puntos. Pero el hecho de que la botella de «BÉBEME» había estado llena de veneno y el de que Yehudi Smith ya no iba a estar allí cuando Hank fuera a ver, era lo que lo indicaría. Seguía la estructura, y ahora ya sabía de qué tipo de estructura se trataba. La propia de la locura.
¿La mía, o la de quién? Estaba empezando a asustarme. Ya había tenido miedo varias veces aquella noche, pero esta vez era una clase especial de miedo. Empezaba a asustarme de la noche misma, de la estructura de la noche.
Necesitaba una copa, y con urgencia. Me levanté y comencé a dirigirme hacia la puerta. Chilló el sillón giratorio, y Kates bramó:
—¿A dónde se cree que va?
—Al coche. Voy a buscar una cosa. Volveré—. No quería empezar a discutir con él.
—Siéntese. No va a marcharse de aquí.
Ahora sí quería discutir con él.
—¿Estoy detenido? ¿Por qué motivo?
—Es usted testigo presencial de un asesinato, Stoeger. Sí es que hay un cadáver, y usted me ha dicho que hay uno. Si no lo hay podemos entonces acusarle de embriaguez y alteración del orden público.
Elegí. Volví a sentarme.
Me tenía bailando en la cuerda floja y me di cuenta de que le encantaba. Deseé haber ido a mi oficina y haber llamado a la policía del estado, sin mirar las consecuencias.
Esperé. Aquel «número del bicho» que era la perspectiva de Kates, me había hecho olvidar de cómo podría haber sido y por qué, que la tarjeta de visita de Yehudi Smith se hubiera imprimido en mis máquinas. Y no es que el «cómo», ahora que reparaba en ello, hubiera podido ser difícil. Cierro con llave cuando salgo, pero la cerradura no vale nada. Es de ésas que poco menos que regalan cuando uno compra otra cosa. Sí. Cualquiera podría haber entrado. Y Cualquiera, fuera quien fuese, podría haber imprimido aquella tarjeta sin tener ni idea de impresión y tipografía. Hay que tener un poco de idea de las cajas de tipos para espaciar, pero cualquiera podía coger una docena de letras, más o menos, para escribir Yehudi Smith mediante el procedimiento de probar hasta que saliera. La prensa de mano con la que imprimimos las tarjetas es tan sencilla que hasta un niño, bueno, quizás un chico de enseñanza media, se daría cuenta de cómo funciona. Ciertamente que la impresión no sería buena, y que malgastaría cartulina hasta conseguir la adecuada. Pero cualquiera, si practicaba lo suficiente, podría haber impreso la tarjeta que ponía Yehudi Smith y que llevaba mi registro del sindicato en la esquina inferior.
¿Pero por qué Alguien habría hecho cosa semejante?
Cuanto más pensaba en ello menos sentido tenía, aunque una cosa sí que se hizo evidente y que tenía todavía menos sentido que todo lo demás. Habría sido mucho más fácil imprimir la tarjeta sin el logotipo que con él, así que Alguien se había tomado el trabajo extra de poner de relieve el hecho de que había sido im-
presa en las prensas del Ciarían. Si no hubiera sido por la muerte de Yehudi Smith todo aquello podría haber tenido la pinta de ser una broma monstruosa. Pero las bromas no suelen incluir cosas como una muerte repentina. Ni siquiera muertes tan fantásticas como había sido la de Yehudi Smith.
¿Por qué había muerto Yehudi Smith?
Tenía que haber una clave en algún punto.
Lo cual me hizo acordarme de la llave que tenía en el bolsillo, la saqué y la miré, preguntándome qué podría abrirse con ella. En algún sitio había una cerradura en la que encajaba.
No me era familiar ni desconocida. Pero es que todas las llaves Yale son así. ¿Sería mía? Me puse a pensar en mis llaves. La de la puerta principal de casa era de tipo Yale, pero no era una Yale auténtica. Además...
Saqué el llavero del bolsillo y me puse a mirarlo. La llave de la puerta principal es la de la izquierda, y la comparé con la que me había traído del desván. Las muescas no casaban, así que no era un duplicado de ésa. Y todavía se parecía menos a la llave de la puerta de atrás, la que daba a la calle paralela. Entre esas dos había otro par de llaves, pero ambas era de clases distintas. Una era la de la puerta de las oficinas del Clarion, y la otra del garaje que tengo detrás de casa. Nunca uso la llave del garaje; no guardo nada de valor en él salvo el coche, que siempre dejo cerrado.
Me dio la impresión de que tenía cinco y no cuatro llaves, y que debía de haber perdido una, pero que no era capaz de acordarme de dónde podía ser la que faltaba, si es que de verdad se había perdido.
No era la llave del coche; ésa no la llevo en el llavero porque me disgusta y no puedo soportar el balanceo del llavero en la cerradura del contacto. Ésta no la podía comparar porque la había dejado puesta en la cerradura del contacto cuando salí del coche porque tenía pensado no estar más que un momento en la comisaría y que al salir iríamos directamente para Wentworth place.
Kates debió girar la cabeza esta vez en lugar de la silla, porque no chirrió, y me vio contemplar las llaves. Me preguntó:
—¿Y eso qué es?
—Una llave. Una llave para descifrar el enigma. Una clave para un asesinato.
La silla emitió entonces un quejido.
—Stoeger, ¿qué diablos quiere? ¿Está sólo borracho, o está chalado además?
—No lo sé. ¿A usted qué le parece?
Resopló.
—Déjeme ver esa llave—. Se la di—. ¿De dónde es?
—No lo sé—. Estaba volviendo a ponerme frenético, no por culpa de Kates esta vez, sino por todo en general—. Pero supongo que es lo que se supone que debe abrir.
—¿El qué?
—Una puertecilla de medio metro que está en el fondo de una conejera. Se abre sobre un jardín espléndido y maravilloso.
Me miró durante un buen rato. Le devolví la mirada. Todo me importaba un bledo.
Oí llegar un coche. Probablemente sería Hank Ganzer. No habría encontrado el cadáver de Yehudi Smith en el desván arriba en el pico. De algún modo yo ya lo sabía.
Y cómo iba a reaccionar Kates, me lo imaginaba. Incluso, na-turalmente, a pesar de que no había creído ni media palabra de lo que le había contado. Hubiera dado un potosí, allí y en aquel momento, por saber lo que pasaba dentro del cerebro de Ranee Kates, o de lo que tuviera en su lugar, sólo para saber lo que estaba pensando. Y hubiera dado muchísimo más, no obstante, por poder meterme en el pensamiento de Cualquiera, de la persona que había imprimido la tarjeta de Yehudi Smith en mi prensa de mano, y de quien había puesto el veneno dentro de la botella de BÉBEME.
Se oían los pasos de Hank subiendo la escalera.
Abrió la puerta y por casualidad sus ojos dirigieron la mirada hacía mí en primer término. Y dijo «Hola, Doc», volviéndose seguidamente hacia Kates:
—No hay trazas de que haya habido un accidente, Ranee. He venido despacio, mirando a los dos lados de la carretera. No parece que haya habido un accidente. Pero quizá fuera mejor que lo comprobásemos juntos. Si uno de los dos alumbra las cunetas con el reflector mientras el otro conduce, podríamos verlo mejor—. Miró su reloj de pulsera—. No son más que las dos y media. No se hará de día hasta las seis, y en todo ese tiempo...
Kates asintió.
—De acuerdo, Hank. Pero escucha, voy a llamar a la policía del estado para este caso, bueno, por si aparece en otro sitio el coche de Bonney. Sabemos cuándo salieron de Neilsville, pero no estamos seguros de que vinieran para Carmel City.
—¿Y por qué no iban a hacerlo?
—¿Cómo voy a saberlo yo? —dijo Kates—. Pero aunque hayan salido de allí, aquí no han vuelto.
Era igual que si yo no estuviera allí. Les interrumpí:
—Hank, ¿has ido a Wentworth place?
Me miró.
—Naturalmente, Doc. Oye, ¿de qué clase de broma se trataba?
—¿Miraste en el desván?
—Claro. Busqué por todos lados con la linterna.
Yo ya lo sabía, pero cerré los ojos.
Después de todo, Kates me sorprendió. Me habló en un tono de voz que fue casi amable:
—Stoeger, lárguese de aquí a hacer puñetas. Váyase a casa a dormirla.
Volví a abrir los ojos y miré a Hank.
—De acuerdo. Estoy borracho o chiflado. Pero, oye, Hank, ¿había un velón puesto en el pasamanos en la parte de arriba de la escalera?
Negó lentamente con la cabeza.
—¿Y había una mesa con un cristal en una esquina, en la esquina del noroeste del desván?
—No la vi, Doc. No iba buscando mesas. Pero sí que me habría fijado en el velón si hubiera estado sobre el pasamanos. Recuerdo que me agarré a él cuando bajaba.
—¿Y no te fijaste en si había un cadáver en el suelo?
Hank ni siquiera me contestó. Volvió a mirar a Kates.
—Ranee, quizás fuera mejor que llevara a Doc a su casa mientras haces las llamadas. ¿Dónde tienes el coche, Doc?
—En la acera de enfrente.
—De acuerdo, no te pondremos una multa. Te llevaré a casa en el mío—. Miró a Kates para obtener su aprobación.
Kates se la dio. Odié intensamente a Kates por hacerlo. Me sonreía. Me tenía en una situación límite y sumamente desagradable, tanto, maldita sea, que podía permitirse ser generoso. Si me hubiera hecho pasar la noche en una celda, podría quejarme. Y en cambio me mandaba a casa a dormirla, y hasta me ponía un chófer que me llevara.
Hank Ganzer me dijo:
—Vamos, Doc—. Estaba ya saliendo por la puerta.
Me puse en pie. No quería irme a casa. Si ahora me iba a casa, el asesino de Yehudi Smith tendría el resto de la noche para poder acabar. ¿Acabar qué? ¿Y a mí qué rayos me importaba, salvo por el hecho de que me hubiera gustado Yehudi Smith? ¿Y quién diablos era Yehudi Smith?
Kates me adelantó en la entrada y dijo:
—Adelante, Hank. Mira a ver si tiene el coche bien aparcado y te lo mando a continuación. Me parece que es capaz de ello.
Supongo que esperaba que me rompiese el cuello al bajar la escalera.
—Claro, Ranee.
Las pisadas de Hank bajando los escalones. Disminuyendo su percepción.
Kates me miró. Yo estaba de pie delante del escritorio, tratando de no dar la impresión de ser un chico al que han pescado copiando en un examen delante de la mesa del profesor.
Le sostuve la mirada, pero casi di un paso atrás. Odiaba a Kates y sabía que él me odiaba a mí, pero yo le odiaba como se odia a un burócrata del que se sabe que es un patán, un cretino y un estafador. Me odiaba, según creía yo, cómo a alguien que por ser editor de un periódico tiene poder, y lo usaba, contra gente como él.
Pero la mirada que vi en sus ojos no era ésa. Era de un odio absolutamente personal y de malquerencia. Y eso era algo que yo no había sospechado y me llamó la atención. Después de cincuenta y tres años no me asombro con facilidad.
E inmediatamente desapareció aquella mirada, tan repentinamente como cuando se apaga la luz. Me miraba de forma impersonal. Su voz, anodina, casi sin inflexión, no se parecía en nada a la normal, me dijo:
—Stoeger, supongo que sabe lo que podría hacerle por algo como lo que acaba de hacer.
No le respondí; no creo que esperara que lo hiciese. Sí, sabía lo que podía pasar. Para empezar, pasar la noche en una celda acusado de embriaguez y alteración del orden público. Y si por la mañana insistía en mis fantasías, podía llamar al doctor Buchanan para someterme a una exploración psiquiátrica.
—No voy a hacerle nada. Pero no quiero volver a verle el pelo desde este mismo instante en adelante. ¿Entendido?
Tampoco respondí. Si prefería pensar que el que calla otorga, yo estaba de acuerdo. Y aparentemente así fue.
—Y ahora desaparezca de aquí —me dijo.
Desaparecí de allí. Y salí con gran soltura y facilidad. Salvo por la mirada que me había dirigido.
No, no me sentía precisamente como un héroe. Debería haberle plantado cara, y debería haber insistido en que había habido un cadáver en el desván, aunque el corpus delicti no estuviera allí ahora. Pero yo mismo me encontraba bastante confuso. Quería un poco de tiempo para meditar sobre el asunto, para intentar comprender qué demonios estaba pasando.
Bajé las escaleras y salí a la noche.
El coche de Hank Ganzer estaba aparcado justo delante, pero estaba saliendo del mío, en la acera de enfrente. Crucé para reu-nirme con él.
—Estaba un poco lejos del bordillo, Doc. Lo he acercado. Aquí tienes la llave.
Me la dio y me la metí en el bolsillo, y la volví a sacar para abrir la puerta que acababa de abrir a fin de coger la botella de whisky que estaba en el asiento. No era cosa de dejarla allí aunque sí tuviera que dejar el coche.
Luego di un paso atrás y fui hacia la parte trasera del coche para volver a mirar los neumáticos. Aún no me lo podía creer; por la mañana habían estado totalmente desinflados. También esto era parte del enigma.
Hank vino hasta allí y se detuvo a mi lado.
—¿Qué pasa, Doc? Si estás mirando los neumáticos, no les pasa nada.
Le dio una patada al que tenía más cerca, y luego fue hasta el otro y también le dio con el pie. Volvió hacia mí y se detuvo.
—Oye, Doc, hay algo en el maletero que debe haberse caído. ¿Tenías ahí dentro un bote de pintura o algo por el estilo?
Sacudí la cabeza, y fui hasta allí para ver lo que estaba mirando. Parecía como si algo estuviera goteando por la parte de abajo del maletero. Algo espeso y oscuro.
Hank cogió la manilla y trató de abrir.
—No está cerrado con llave. Nunca me molesto en cerrar. No hay nada más que una cubierta vieja sin neumático dentro.
Volvió a probar.
—Y un cuerno que no está cerrado. ¿Dónde tienes la llave?
Otra parte de la trama del enigma se desvelaba. Ahora supe que la quinta llave, la del medio, de mi llavero debería haber estado en él. Nunca cierro el maletero del coche excepto en las raras veces en que voy de viaje y hay equipaje en el maletero. Pero solía llevar la llave en el llavero. Y era una llave Yale que no estaba en él cuando había mirado unos minutos antes.
—La tiene Kates—. Tenía que ser así. Todas las llaves Yale son parecidas, pero la tarjeta, la tarjeta de Yehudi Smith, había sido imprimida en mi establecimiento. También la llave sería mía.
—¿Eh? —dijo Hank.
—La tiene Kates.
Hank me dirigió una mirada rara.
—Espera un momento, Doc—. Y empezó a andar hacia mi coche. Se detuvo dos veces para comprobar que no me metía en el coche y salía de estampida, mientras iba y venía.
Cogió una linterna de su guantera y volvió. Se agachó para ver mejor y de cerca aquellos regueros.
También yo me acerqué. Hank se echó hacia atrás, como si de pronto hubiera tenido miedo de tenerme detrás, mirando por encima del hombro.
Así que no tenía que mirar. Ya sabía lo que eran aquellos regueros, o al menos sabía lo que Hank creía que eran.
—En serio, Doc, ¿dónde está la llave?
—No hablo en broma. Se la di a Ranee Kates. No tenía ni idea de dónde era—. Ahora, en cambio, estaba bastante seguro.
Tampoco creí estar seguro de saber lo que había en el maletero.
Me miró con desasosiego, cruzó hasta la mitad de la calle, vol-viéndose de forma que pudiera vigilarme. Hizo bocina con las manos en torno a la boca y gritó «Ranee, eh, Ranee», y volvió rápidamente la vista para comprobar que yo no trataba de acercarme alevosamente ni de meterme en el coche para salir huyendo.
No pasó nada, así que volvió a llamar.
Se abrió una ventana y apareció la silueta de Kates recortada por la luz que le daba por atrás. Respondió a voces:
—¿Qué diablos pasa, Hank? Si quieres algo, vuelve aquí arriba. No despiertes a todo el maldito pueblo.
Hank volvió a mirarme por encima del hombro, girando la cabeza. Y entonces le dijo:
—¿Te ha dado Doc una llave?
—Sí. ¿Por qué? ¿Qué cuentos te está contando ahora?
—Baja la llave, Ranee. Deprisa.
Volvió a mirarme por encima del hombro, se dio la vuelta y comenzó a andar hacia mí, pero vaciló. Llegó a una solución intermedia quedándose donde estaba, pero vigilándome.
La ventana se cerró con gran estruendo.
Fui andando hasta el coche y casi acabé por encender una cerilla para ver de qué eran aquellas manchas. Y finalmente acabé por decidirme, qué demonios me importaba todo.
Hank se acercó unos pasos, y me dijo:
—¿Dónde ibas, Doc?
Yo ya había llegado al bordillo, y le dije:
—A ninguna parte—. Y me senté.
A esperar.
CAPÍTULO DOCE
Llena luego los vasos tan deprisa como puedas,
y salpica la mesa con salvado y botones;
echa en el café gatos, y en el té ratones.
¡Y treinta y tres veces sea bienvenida la reina Alicia!
La puerta del edificio de la comisaría se abrió y se cerró. Kates cruzó la calle. Me miró y le preguntó a Hank:
—¿Y ahora qué pasa?
—No lo sé, Ranee. Parece como si saliera sangre del maletero del coche de Doc. Está cerrado con llave. Me ha dicho que te la dio a ti. No quería, eh, dejarlo solo y subir a buscarla. Por eso te he dado una voz.
Kates asintió. Tenía el rostro vuelto hacia mí, y por tanto Hank Ganzer no podía verlo. Yo sí. Parecía estar muy feliz, enormemente feliz.
Metió la mano en la chaqueta y la sacó con una pistola.
—¿Le has registrado, Hank?
—No.
—Adelante.
Hank se acercó rodeando a Kates, llegando por un costado. Me puse de pie y levanté las manos para facilitarle el cacheo. Tenía la botella en una de ellas. Y no encontró nada más mortífero que ésta.
—Está limpio —dijo Hank.
Kates no guardó la pistola. Rebuscó en un bolsillo con la mano que tenía libre y sacó la llave que yo le había dado. Se la echó a Hank.
—Abre el maletero.
La llave encajaba. Se abrió la cerradura. Hank abrió la tapa.
Le oí contener la respiración, así que volví y miré. Había dos cuerpos; hasta ahí llegué. No podría decir de quiénes eran desde donde estaba. Hank se inclinó un poco y encendió su linterna.
—Miles Harrison, Ranee. Y Ralph Bonney. Los dos están muertos.
—¿Cómo los han matado?
—Les han pegado con algo en la cabeza. Fuerte. Deben haberles dado unas cuantas veces a cada uno. Hay muchísima sangre.
—¿Hay algún arma ahí dentro?
—Hay algo parecido. Hay un revólver, muy viejo, con sangre en la culata. Es un IverJohnson niquelado, con óxido en los sitios donde se ha desprendido el baño. Un treinta y ocho, me parece.
—¿Está el dinero? ¿La nómina?
—Hay algo que parece un maletín debajo de Miles—. Hank se dio la vuelta. Tenía la cara tan pálida como la luz de las estrellas—. ¿Tengo que, eh, moverlo, Ranee?
Kates se lo pensó durante un instante.
—Quizá sea mejor no hacerlo. Quizá sea mejor sacar unas fotos primero. Escucha, Hank, sube arriba a por la cámara y el flash. Y llama por teléfono al doctor Heil y dile que venga inmediatamente. Hmmm... ¿estás seguro de que están los dos muertos?
—¡Por Dios!, sí, Ranee. Tienen los cráneos machacados y hechos pulpa. ¿Quieres que llame también a Dorberg? —Dorberg es el de la funeraria y se encarga de todos los trabajos que el comisario le pueda proporcionar; es cuñado de Kates, lo cual puede tener algo que ver.
—Sí, claro, dile que traiga el coche. Pero dile que no se dé prisa; antes tiene que venir el forense a verlos, antes de que los traslademos. Y, además, también hay que llamar a los del manicómio.
Hank empezó a andar hacia la comisaría, pero antes de llegar a la puerta se dio la vuelta:
—Eh, Ranee, ¿llamo también a la mujer de Miles y a la fábrica de Bonney?
Volví a sentarme en el bordillo. Tenía la imperiosa necesidad de echar un trago, y tenía la botella en la mano. Pero en aquel momento no me pareció muy digno hacerlo. A la mujer de Miles, pensé, y a la fábrica de Bonney. Menuda diferencia. Pero Bonney había obtenido el divorcio aquel mismo día; no tenía hijos, no tenía parientes, por lo menos en Carmel City, de eso estaba seguro.
Pero tampoco los tenía yo. Si me asesinaran a mí, ¿a quién se lo contarían? Al Carmel City Clarion, y quizá a Carl Trenholm, siempre que quien hiciera la llamada supiera que Carl Trenholm era mi mejor amigo. Sí, quizá en conjunto era mejor que no me hubiese casado. Pensé en el divorcio de Bonney y en todo lo que había detrás que Carl, por medio de Smiley, me había contado. Y me puse a pensar en qué sentiría la mujer de Miles Harrison aquella noche en cuanto recibiera la noticia. Pero eso era distinto; no sabía si sería bueno o malo que nadie se sintiese como ella si me moría de repente.
De todos modos me sentía infernalmente solo. Bueno, ahora me detendrían, lo cual implicaba que podía llamar a Carl para que me defendiera. Iba a tener más que buenos líos para explicarme, pero Carl me creería, creería en mi cordura, si es que alguien podía hacerlo.
Kates había estado pensando.
—No, todavía no, Hank, a ninguna de las dos partes. Especialmente en el caso de Milly; seguro que vendría corriendo y que llegaría antes de que pudiéramos hacer que Dorberg se hiciera cargo de los cadáveres. Y quizá también podamos decirles a los de la fábrica dónde está la nómina cuando los llamemos. Quizá Stoeger la haya escondido por ahí y no podamos recuperarla esta noche.
—De acuerdo en lo de Milly. No me gustaría que viera a Miles de ese modo. Bueno, pues llamaré a Heil y a Dorberg y volveré con la cámara.
—Basta de charla. Andando.
Hank entró en el edificio de comisaría.
No serviría de nada, pero tenía que decirlo de todos modos.
—Oiga, Kates, no he sido yo. Yo no los he matado.
—Hijo de perra. Miles era un buen muchacho.
—Lo era. Yo no lo he matado.
Pensé que me habría gustado que Miles me hubiera dejado invitarle a aquella copa por la tarde. Me gustaría haber sabido lo que iba a pasar; habría insistido hasta convencerle. Pero eso era una bobada, claro; no se pueden saber las cosas de antemano. Si fuera así se podría evitar que ocurriesen. Excepto, naturalmente, en el país de Alicia a través del espejo, donde, a veces, la gente vive hacia atrás, como cuando la Reina blanca dio un grito y después se clavó una aguja en el dedo. Pero incluso entonces, salvo que, naturalmente, los libros de Alicia no fuesen más que unas tonterías deliciosas, ¿por qué recogió la aguja si sabía que se iba a pinchar con ella?
Unas tonterías delciosas, esto es, hasta aquella noche. Aquella noche alguien estaba convirtiendo en un horror de pesadilla los episodios más divertidos de Lewis Carroll. BÉBEME, y morir repentina y horriblemente. La llave, se supone que tendría que haber abierto una puertecilla de medio metro que daba a un jardín maravilloso. Lo que había abierto era la puerta, bueno, no me había ni molestado en mirar.
Suspiré y pensé que, qué diablos, ya se había acabado todo. Me van a detener y Kates cree que he asesinado a Miles y a Bonney, y no puedo echarle la culpa porque lo piense. Tendría que esperar a que Carl me pudiese sacar de ésta.
Kates me dijo:
—Levántese, Stoeger.
No lo hice. ¿Por qué iba a hacerlo? Acababa de decir que por qué les iba a importar a Miles o a Bonney que le echase un trago a una botella que tenía en la mano. Me puse a quitarle el corcho.
—Levántese, Stoeger, o le pego un tiro aquí mismo.
Y tenía esa intención. Me levanté. Según estaba él de pie, tenía el rostro en la sombra, pero recordé la mirada malévola que me había dirigido en su despacho, aquella mirada que parecía querer decir «me encantaría matarle.»
Me iba a pegar un tiro. Allí y entonces.
Y no tendría el más mínimo problema. Podría decir, si me daba la vuelta y empezaba a correr me dispararía por la espalda, que estaba intentando escaparme. O bien si me disparaba de frente diría que, al ser yo un maníaco homicida que ya había matado a Miles y a Bonney, me había abalanzado sobré él para atacarle.
Por eso había enviado a Hank a hacer dos llamadas, para que no volviera antes de algunos minutos.
—Kates, no hablará en serio. No mataría a un hombre a sangre fría.
—A un hombre que ha matado a uno de mis ayudantes, sí. Y si no lo hago, Stoeger, puede echar las campanas al vuelo. Quizá le declaren loco y consiga librarse de mí. Yo ya me aseguraré.
Naturalmente, no era bastante, pero le proporcionaba una buena excusa de momento para acallar su conciencia. Había matado a uno de sus ayudantes, pensaba. Pero ya me odiaba de antes lo suficiente como para querer matarme sin tener que necesitar aquello. Odio y sadismo, y qué mejor excusa.
¿Y yo qué podía hacer? ¿Gritar? No serviría de nada. Probablemente nadie que estuviera despierto, y ya eran algo más de las tres, me oiría a tiempo de ver lo que había pasado. Hank estaría llamando por teléfono desde la oficina de atrás; no llegaría a tiempo a la ventana.
Y Kates diría que yo había gritado al saltar sobre él; al gritar no haría más que apretar el gatillo.
Se acercó; si me tenía que disparar cara a cara tendría que haber quemaduras de pólvora para probar lo que había hecho cuando le atacaba. El cañón de la pistola apuntaba al centro de mi pecho, y estaba a penas a medio metro. Podría vivir unos segundos más si me daba la vuelta y echaba a correr; en ese caso seguramente esperaría a que me hubiera alejado media docena de pasos.
Seguía teniendo la cara en penumbra, pero me daba cuenta de que sonreía. Una sonrisa incorpórea, como la del gato de Chester en Alicia. Pero a diferencia del gato de Chester, no se iba desvanecer en el aire.
Yo sí. A no ser que ocurriese algo inesperado. Como por ejemplo que apareciese un testigo, andando por la acera de enfrente. No me mataría a sangre fría en presencia de un testigo. Carl Trenholm, Al Grainger, cualquiera.
Miré por encima del hombro de Kates, y grité:
—¡Hola, Al?
Kates se dio la vuelta. Tenía que hacerlo; no podía arriesgarse a la posibilidad de que hubiera alguien de verdad.
Volvió la cabeza lo bastante para poder echar una mirada rápida para asegurarse.
Blandí la botella de whisky. Quizá debiera decir que fue mi mano la que la blandió; yo ni siquiera me acordaba de que la tenía en ella. Le dio a Kates en toda la cabeza y fue probablemente el espesor de su sombrero lo que le salvó la vida. Tengo la impresión de que el golpe llevaba la fuerza suficiente para haberlo matado si hubiera estado descubierto.
Kates y la pistola que empuñaba cayeron por separado sobre el suelo. La botella de whisky se me escurrió de la mano y chocó contra el pavimento; se rompió. El suelo debía de ser más duro que la cabeza de Kates, o quizás también le hubiera abierto la cabeza si no hubiera sido por el ala del sombrero.
Ni siquiera me paré a comprobar si estaba muerto. Eché a correr como un loco.
A pie, claro. La llave del contacto de mi coche seguía en el bolsillo de mi chaqueta, pero marcharme en el coche con dos cadáveres era la última cosa que me apetecía hacer.
Corrí por espacio de una manzana, y me quedé sin resuello antes de tener la más remota idea de a dónde iba. Paré un poco y fui hacia Oak Street. Atajé por la primera callejuela. Tropecé con un cubo de basura y me caí, y seguidamente me senté en él para recuperar el aliento y para pensar qué podía hacer. Pero tuve que moverme porque un perro se puso a ladrar.
Me encontré detrás de la comisaría.
Quería, naturalmente, saber quién había matado a Ralph Bonney y a Miles Harrison y quién había puesto sus cadáveres en mi coche, pero había algo que me interesaba más urgentemente; quería saber si había matado o malherido a Ranee Kates. Si lo había hecho, entonces sí que estaba en un buen lío, amén de que ya todas las pruebas estuviesen en contra mía, porque sería mi palabra contra la suya si decía que lo había hecho en defensa propia, para salvar la vida. Mi palabra contra la suya, en caso de que sólo estuviera herido. Mi palabra contra nada si lo había matado.
Y mi palabra no valdría nada hasta que pudiera explicar lo de los cadáveres en el coche.
La primera ventana que probé no estaba cerrada. Supongo que no ponen gran cuidado en cerrar las ventanas del juzgado porque, en primer lugar, allí no hay nada que alguien pudiera robar, y en segundo, porque la comisaría está encima, y siempre hay alguien de servicio toda la noche.
Abrí la ventana muy despacio, y no metió mucho ruido, no el bastante, en cualquier caso, como para que lo hubieran oído en la comisaría, que está en el segundo piso y da a la calle principal. Volví a cerrarla, con el mismo sigilo, para que no sirviera de pista si decidían emprender mi búsqueda por el callejón.
Anduve a tientas hasta que encontré una silla y me senté para poner en orden el poco sentido que me quedase y pensar qué hacer seguidamente. La habitación en la que estaba era uno de los vestíbulos del juzgado; nadie me buscaría allí siempre que guardase silencio.
Ya habían encontrado al comisario, o quizá el propio comisario habría vuelto en sí y se había encontrado a sí mismo. Se oían pasos en las escaleras, los pasos de más de una persona. Pero allí atrás estaba demasiado lejos para poder oír lo que decían, si es que estaban diciendo algo.
Pero aquello podía esperar un par de minutos.
Me moría por un trago; nunca había deseado tanto uno en toda mi vida. Me maldije por haber dejado caer la botella haciendo que se rompiese, además después de haberme salvado la vida, vaya. Si no la hubiera tenido en la mano, ahora habría muerto.
No tengo ni idea de cuánto tiempo estuve allí sentado, pero probablemente unos minutos, porque seguía respirando con dificultad cuando decidí que sería mejor moverme. Si hubiera tenido una botella para hacerme compañía, seguramente que habría pasado allí el resto de la noche bastante contento, me parece.
Pero tenía que saber lo que le había ocurrido a Kates. Si lo había matado, o si se lo habían llevado al hospital y quedaba fuera del negocio, y en ese caso lo mejor que podía hacer era entregarme y acabar con todo el lío. Si en cambio estaba bien, y seguía al mando, en cambio ésa no sería muy buena idea. Ya que había tenido intención de matarme antes de que le atizara con la botella, ahora lo desearía tanto que lo haría incluso sin molestarse en tener que buscar alguna excusa, delante del propio Hank o de cualquier otro ayudante, puesto que, sin duda alguna, los estaban despertando a todos para emprender la caza humana, delante del fiscal, o de cualquier otra persona que estuviera presente.
Me agaché y me quité los zapatos antes de levantarme. Me los metí en los bolsos de la chaqueta y de puntillas crucé el juzgado hasta la escalera de atrás. Había estado en el edificio tantas veces que lo conocía tan bien como mi propia casa o como la oficina del Clarion, así que no tropecé con nada ni me caí.
Me guié por la oscura escalera cogiéndome a la barandilla mientras trataba de no pisar el centro de los escalones ya que es donde solían crujir y rechinar.
Por suerte hay un pasillo en los vestíbulos de la parte de arriba que va desde la escalera principal a la de atrás, así que no había peligro de que me vieran, cuando llegara al final de la escalera, quienes entrasen o saliesen de la comisaría. Ahora había una luz tenue, que provenía de la iluminación del zaguán de la entrada, al lado de la comisaría.
Fui de puntillas casi hasta la esquina del zaguán y probé la puerta del catastro, que está al lado de la de la oficina del comisario, de la que la separa únicamente un panel de vidrio opaco. Estaba abierta.
La abrí cautelosamente. Me resbaló la mano en la manilla cuando iba a cerrarla desde dentro y casi dio un portazo, pero conseguí cogerla a tiempo y cerré despacio. Me hubiera gustado cerrarla con llave, pero no sabía si la cerradura metería ruido o no, así que decidí que sería mejor no arriesgarme.
Comparativamente, había mucha luz en la oficina del catastro;
el panel acristalado de la puerta que daba a la oficina del comisario era un luminoso rectángulo amarillento; por él entraba luz bastante como para poder ver los muebles con claridad. Los evité con gran cuidado, y fui de puntillas hacia el rectángulo amarillo.
Ahora podía oír voces según me acercaba a la puerta, pero no fui capaz de distinguir de quién eran o qué decían hasta que pegué la oreja al cristal. Entonces, puede oír perfectamente.
Era la de Hank Ganzer diciendo:
—Todavía estoy de una pieza. Un anciano tan simpático y amable como es Doc. Dos asesinatos y...
—¡Y un cuerno amable! —era la voz de Kates—. Quizá lo haya sido cuando estaba cuerdo, pero ahora está más loco que un rebaño de cabras. ¡Ay! Tenga cuidado con el esparadrapo, por favor.
La voz del doctor Heil era baja, más difícil de entender. Parecía urgir a Kates a que dejara que lo llevasen al hospital para estar seguros de que no había lesiones cerebrales.
—Al diablo con todo. No iré hasta que cojamos a Stoeger y antes de que mate a alguien más. Ya ha matado a Miles y a Bonney y casi me mata a mí. Hank, ¿qué hay de los cadáveres?
—Ya he hecho un examen preliminar rápido—. La voz de Heil era ahora más clara—. La causa de la muerte es obviamente debida a golpes múltiples sufridos en el cráneo, supongo que con la culata del revólver oxidado que está encima de su mesa. Y con las manchas que hay en la culata, creo que no habrá razón para ponerlo en duda.
—¿Siguen ahí delante?
—No —dijo Hank—, estarán en el establecimiento de Dorberg, o de camino para allá. Llegó con uno de sus chicos en el furgón funerario.
—Doc —era la voz de Kates y me hizo dar un salto hasta que me di cuenta de que se dirigía al doctor Heil y no a mí—, ¿ha acabado ya? Con ese maldito vendaje, quiero decir. Tengo que ponerme a resolver esto. Hank, ¿a cuántos de los muchachos has localizado por teléfono? ¿Cuántos vienen?
—Tres, Ranee. Encontré a Watkins, a Ehlers y a Bill Dean. Ya vienen para acá. Estarán aquí dentro de unos minutos. Seremos cinco entonces.
—Creo que ya no puedo hacer nada más aquí, Ranee —dijo la voz del doctor Heil—. Sigo insistiendo en que debería pasar por el hospital a que le hicieran una radiografía para ver que no pasa nada, y tan pronto como pueda.
—Claro, Doc. En cuanto consiga atrapar a Stoeger. No podrá salir del pueblo con la policía del estado vigilando las carreteras, incluso aunque robe un coche. ¿Irá hasta casa de Dorberg a ver cómo andan las cosas por allí, verdad?
La voz de Heil, otra vez baja, dijo algo que no pude entender, y luego sonaron pasos en dirección al vestíbulo. Pude oír otros pasos subiendo las escaleras. Uno o más de los ayudantes del turno de día estaban llegando.
—Hola, Bill, Walt. ¿Viene Ehlers con vosotros? —dijo Kates.
—No lo hemos visto. Llegará, probablemente, dentro de un momento —parecía la voz de Bill Dean.
—De acuerdo. Le dejaremos aquí, de todos modos. ¿Tenéis vuestras armas? Bien. Escuchad, vosotros dos iréis juntos y Hank vendrá conmigo. Trabajaremos por parejas. No os preocupéis por las carreteras; los chicos del estado nos las están vigilando. Y no hay ni trenes ni autobuses hasta mañana a media mañana. Peinaremos el pueblo, de momento.
—¿Nos lo vamos a dividir, Ranee?
—No. Vosotros, Walt y Bill, cubriréis todo el pueblo. Coged el coche e id por todas y cada una de las calles y callejas. Hank y yo iremos a los sitios en los que se puede haber refugiado. Registraremos su casa y la oficina del Clarion, haya o no luces, y también buscaremos en cualquier otro sitio en el que pueda haberse escondido. Puede haberse refugiado en una casa abandonada, por ejemplo. ¿Alguien tiene alguna otra sugerencia respecto al sitio en donde pueda haberse ocultado?
Dijo la voz de Bill Dean:
—Tiene bastante amisad con Carl Trenholm. Quizá haya ido a su casa.
—Buena idea, Bill. ¿Alguna más?
Hank dijo:
—Me pareció que estaba bastante borracho. Y rompió la botella que tenía. Quizá se le meta en la cabeza que necesita otro trago y se meta en un bar. Probablemente en el de Smiley; es en el que suele estar habitualmente.
—De acuerdo, Hank. Lo comprobaremos. Ése debe ser Dick. ¿Alguien tiene alguna otra idea, antes de que nos separemos?
Llegaba Ehlers. Hank dijo:
—A veces hay tipos que se arriesgan cuando suponen que nadie podrá adivinar dónde están. Lo que quiero decir, Ranee, es que quizá pueda haber pensado en venir aquí y haber entrado por detrás o algo así, pensando que el lugar más seguro para esconderse es justamente debajo de nuestras narices. Aquí, en este edificio.
Kates dijo:
—Ya lo has oído, Dick. Te quedarás aquí de guardia en comisaría, ésa va a ser tu misión. Registra el edificio antes de sentarte.
—De acuerdo, Kates.
—Y otra cosa. Es peligroso. Probablemente ahora ya vaya armado, así que no corráis riesgos. En cuanto lo veáis, abrid fuego.
—¿Contra Doc Stoeger? —La voz de alguno había sonado sor-prendida y un tanto alarmada. No fui capaz de saber cuál de los ayudantes era.
—Contra Doc Stoeger —dijo Kates—. Quizá creáis que es un tipejo insignificante, pero ésa es precisamente la pinta de los maníacos homicidas. Ya ha matado a dos hombres esta noche, y ha tratado de matarme a mí, y probablemente creyó haberlo hecho, porque en otro caso no habría salido corriendo sino que se abría quedado a acabar el trabajito. Y no os olvidéis de que uno de los hombres a los que ha matado esta noche era Miles.
Alguien murmuró algo.
Bill Dean, creo que era Bill, dijo:
—Sin embargo, no lo entiendo. Un tipo como Doc. No está en apuros; tiene un periódico con el que gana dinero, y no es un bandido. ¿Por qué iba, de repente, a querer asesinar a dos hombres a cambio de dos mil miserables dólares?
Kates lanzó una maldición.
—Está chalado, ha perdido un tornillo. Probablemente el dinero tenga muy poco que ver, aunque de todos modos no se lo llevó. Estaba en el maletín que encontramos debajo del cuerpo de Miles. Escuchadme porque es la última vez que os lo advierto: es un maníaco homicida y será mejor que os acordéis de Miles en cuanto le echéis el ojo encima y disparéis sin preguntar. Está loco como una cabra. Vino aquí antes contando no sé qué fantasías sobre un tipo al que habían apiolado en Wentworth place, un tipo que se llamaba Yehudi Smith, figuraos. Y Doc tenía una tarjeta para probarlo, sólo que la había imprimido él mismo. Tan loco como para poner en ella su propio número de registro, el número del sindicato. Me da una llave y me dice que sirve para abrir una puerta de medio metro que da a un jardín maravilloso. Bueno, pues era la llave del maletero de su coche, ¿entendéis? En el que estaban los cadáveres de Miles y Bonney, y el dinero de la nómina. Aparcado justo enfrente. Había venido conduciendo en persona hasta aquí. Sube y me da a mí la llave. Y además trataba de que fuera con él a una casa encantada.
—¿Ha comprobado alguien eso? —preguntó Dean.
—Claro, Bill —dijo Hank—. Cuando volvía de Neilsville. Registré todo el edificio. Nada. Y escuchad, Ranee tiene bastante razón al decir que está loco. Yo mismo escuché parte de la historia. Y si no creéis que es peligroso, echadle una mirada a Ranee. Lo siento en el alma, porque me gustaba Doc. Pero, ¡maldita sea!, estoy con Ranee en lo de disparar primero y cogerlo después.
Alguien dijo:
—¡Maldia sea!, si ha matado a Miles...
—Si está tan loco —dijo Dic Ehlers, me parece—-, le haríamos un favor, según creo. Si yo me pasara de rosca tanto, vamos, para ser un loco homicida, que me parta un rayo si no preferiría que me matasen a tiros a pasar el resto de mi vida en una celda acolchada. ¿Pero qué es lo que le ha hecho volverse loco? Quiero decir, que si ha sido de repente.
—El alcohol. Ablanda el cerebro, y así, de pronto, ¡zas!
—Doc no bebía tanto. Se emborrachaba un poco una o dos noches a la semana; pero no era un alcohólico. Además era un tipo tan agradable...
Un puño chocó contra la mesa. Debió ser el puño de Kates contra su mesa. Fue la silla de Kates la que chirrió al decir:
—¿Para qué diablos estamos aquí de tertulia? Vamos, saliendo todos y a cogerlo. Y respecto a lo disparar primero, es una orden. Ya he perdido un ayudante esta noche. Andando.
Pasos, muchos, dirigiéndose a la puerta.
La voz de Kates dando voces desde ella.
—No te olvides de registrar el edificio, Dick. Desde el sótano hasta los tejados, antes de instalarte.
—De acuerdo, Ranee.
Pasos, muchos pasos pesados, bajando las escaleras. Y otros que volvían por el vestíbulo y el pasillo.
Hacia la oficina del catastro.
Hacia mí.
CAPÍTULO TRECE
Y era muy orgulloso y envarado;
Nos dijo: «Iré a despertarlos, si.»
Cogí un sacacorchos del estante;
Fui a despertarlos en persona.
Esperaba que siguiera al pie de la letra las órdenes de Ranee respecto a registrar el edificio desde los cimientos hasta el tejado, en aquel orden precisamente. Si lo hacía así, podría escaparme por delante o por detrás mientras estaba en los sótanos. Pero bien podría ser que empezara por esta planta, y por esta oficina.
Así que fui de puntillas hacia la puerta, sacando del bolsillo uno de los zapatos según me aproximaba. Me pegué a la pared junto a la puerta, agarrando el zapato, listo para darle con el tacón, si aparecía, a la cabeza de Ehler.
Pero no apareció. Los pasos siguieron de largo y bajaron por la escalera de atrás. Volví a respirar.
Abrí la puerta y salí al vestíbulo tan pronto como los pasos se oyeron al final de las escaleras. Allí en el vestíbulo, en el silencio de la noche, podía oírle moverse por abajo. No había descendido hasta el sótano; había empezado por la planta baja. Y eso era malo, porque si seguía por el bajo no podía arriesgarme a usar ni la escalera principal ni la trasera; estaba allí atrapado.
Afuera oí primero un coche y luego otro. Al menos la puerta principal estaba franca si tenía que salir por ella, si es que Ehlers subía por la escalera posterior.
Me coloqué en medio del pasillo, equidistante de ambas escaleras. Aún podía oírle paseando por el piso de abajo, pero era difícil saber exactamente dónde estaba. Tenía que estar listo para moverme en cualquiera de las dos direcciones.
Emití un juramento interno contra el cuidado que Kates había puesto en los planes necesarios para encontrarme. Mi casa, mi oficina, la casa de Carl, la de Smiley, o cualquier otra taberna, cualquier sitio al que se me ocurriese poder ir. Incluso aquí, en los juzgados, donde estaba realmente. Pero, por suerte, en lugar de haber empezado por un registro general del edificio, había dejado solamente a un hombre para hacerlo, y mientras le oyese y él no me oyera a mí, probablemente además no creía que pudiera • estar allí, tenía una oportunidad.
Sólo que, maldita sea, ¿por qué no se daba prisa Ehlers? Quería beber algo, y si podía salir de allí, podría conseguirlo de algún modo. Temblaba como una hoja, igual que mis pensamientos. Incluso una sola copa me serenaría lo bastante para poder pensar correctamente.
Quizá Kates tuviera una botella en el cajón de abajo de su escritorio.
Tal y como me sentía, consideré que valía la pena probar. Escuché atentamente los ruidos que se oían abajo, y decidí que Ehlers estaría, seguramente, en la parte de atrás del edificio, así que fui de puntillas hacia delante, hacia el despacho de Kates.
Fui hasta su escritorio y abrí el cajón muy despacio y sin meter nada de ruido. Había una botella de whisky. Estaba vacía.
Maldije a Kates por lo bajo. No era ya bastante malo que hubiera tratado de matarme; encima tenía que haber acabado la botella sin dejar ni gota. Y además era de muy buena marca.
Volví a cerrar el cajón con todo cuidado a fin de que no quedara señal de que había estado allí.
En el secante del escritorio de Kates había un revólver. Lo miré, preguntándome si sería conveniente llevármelo. Durante un segundo no presté atención al hecho de que estuviera oxidado, y de pronto me acordé de la descripción de Hank, de cómo había sido usado a modo de cahiporra para matar a Miles y a Bonney, y me acerqué. Sí, era un Iver-Johnson plateado en aquellas zonas en las que el niquelado no estaba gastado ni se había caído. Así pues, aquella era el arma homicida.
Prueba A.
Extendí el brazo para cogerlo, y retiré la mano dando un respingo. ¿No estaba en un buen lío ya, como para encima ayudar a quien me había metido en él dejando mis huellas digitales en el revólver? Era lo único que me faltaba, que apareciesen mis huellas en el arma homicida. ¿O acaso no lo estarían ya? Teniendo en cuenta como estaba todo, no me habría extrañado mucho que así fuera.
Y entonces casi brinqué hasta el techo. Sonó el teléfono.
Oí cómo, durante el silencio entre el primer y el segundo timbrazo, las pisadas de Ehlers comenzaban a subir las escaleras. Pero desde el despacho no podía saber si se acercaba por el frente o por detrás, y además, quizá tampoco fuera a tener tiempo de largarme en cualquier caso, incluso si lo sabía.
Miré en derredor con gran angustia y vi un armario, con la puerta abierta. Cogí el Iver-Johnson y me acurruqué en el armario, detrás de la puerta. Y me quedé allí tratando de no respirar mientras Ehlers entraba y cogía el teléfono. Dijo:
—Comisaría. Ah, ¿eres tú, Ranee? —y seguidamente estuvo es-cuchando un rato.
—¿Que llamas desde el Clarion? No estaba ni en el bar de Smiley ni ahí, ¿eh?... No, no ha habido llamadas... Sí, ya casi he terminado de mirar por aquí. He registrado la planta baja y el sótano. Ya sólo me queda este piso.
Me maldije. Había estado en el sótano, y pude haberme escapado. Pero el edificio estaba tan silencioso que cuando había estado por allí abajo me había parecido que andaba por la planta baja.
—No te preocupes, no voy a correr ningún riesgo, Ranee. Llevo la pistola en una mano y la linterna en la otra.
También había una pistola en mi mano, y de pronto me di cuenta de qué gran tontería había cometido al cogerla del escritorio de Kates. Ehlers tenía que haber sabido que estaba allí. Si la echaba en falta, si de repente se ponía a mirar la mesa mientras hablaba por teléfono...
Dios debió escucharme, porque no lo hizo. Dijo:
—De acuerdo, Ranee, y colgó el aparato y volvió a salir.
Le oí pasar por el pasillo hacia atrás, mirar en el altillo, y luego abrir las puertas de la zona trasera. Tenía que largarme deprisa, por la escalera principal, antes de que regresase. Probablemente, y por mera rutina, seguro que también miraría en el armario cuando volviera al despacho desde donde había salido.
Salí y bajé las escaleras de puntillas. De nuevo la noche, de nuevo en Oak Street. Y tenía que desaparecer pronto, porque cualquiera de los dos coches que andaban buscándome podía aparecer de repente. Carmel City no es grande; un coche puede recorrer todas las calles y callejas con gran rapidez y facilidad. Además, todavía tenía los zapatos en los bolsillos y, entonces me di cuenta, una pistola en la mano.
Con la esperanza de que Ehlers no estuviera mirando por alguna ventana, eché a correr doblando la esquina para meterme en el callejón de detrás del juzgado. Tan pronto como me encontré comparativamente a salvo en la amable oscuridad, me senté en el bordillo del callejón para ponerme los zapatos y me metí el revólver en el bolsillo. No había tenido la intención de traérmelo, pero ya que lo tenía ahora no podía tirarlo por ahí.
De todos modos, iba a hacer que Dick Ehlers tuviera problemas con Kates. Cuando Kates buscara el arma y se diera cuenta de que había desaparecido, sabría que yo había estado en el edificio y que Ehlers no me había visto. Sabría que había estado justo al lado de su despacho y dentro de él mientras estaba por fuera buscándome.
Así que allí estaba, en la oscuridad, a salvo durante unos minutos, hasta que un coche lleno de agentes decidiera desviarse por aquel callejón en particular durante mi búsqueda. Y tenía una pistola en el bolsillo que puede que sí, o puede que no funcionara, no lo había comprobado. Tenía los zapatos puestos y me temblaban las manos.
No tuve que preguntarme «Buen hombre, ¿ahora qué?» Este buen hombre no sólo quería tomar un trago; necesitaba tomarse uno.
Y Kates había estado en el bar de Smiley buscándome, y había visto que no estaba allí.
Así que fui calleja abajo hacia el bar de Smiley.
Era gracioso, pero estaba empezando a pasarme el miedo. Por lo menos un poco. Uno llega a un punto en que no puede tener más miedo, porque entonces les pasa algo a las glándulas de la adrenalina, o algo así. No recuerdo ahora mismo si la adrenalina produce miedo o si por el contrario sirve para evitarlo, pero la mía estaba empezando a funcionar o a dejar de hacerlo, según sea. Aquella noche había estado tan asustado que yo, o mis glándulas, ya estábamos hartos.
Casi me estaba convirtiendo en un valiente. Y no era temeridad de borracho; hacía tanto tiempo desde la última copa que había tomado que se me había olvidado ya a qué sabía. Estaba asquerosamente sobrio. Unas tres veces en el curso de la larga tarde y de la más larga noche había estado al borde de la borrachera, pero siempre había ocurrido algo que me había impedido seguir bebiendo, y seguidamente algo me había serenado. Alguna bobada como el paseo con los gangsters, o el haber visto morir repentinamente a un hombre, o ver a otro morir horriblemente al beber de una botella con la etiqueta BÉBEME, o el encontrar gente asesinada en el maletero de mi propio coche, o el descubrir que un comisario trataba de matarme a tiros, a sangre fría. Futesas como ésas.
Así que seguí andando por el callejón hacia el bar de Smiley. El perro que me había ladrado antes volvió a ladrar. Pero no malgasté el tiempo en devolverle el ladrido. Seguí andando por el callejón hacia el bar de Smiley.
Tenía que cruzar la calle. Miré rápidamente a ambos lados, pero no tomé precauciones. Si el coche del comisario o el de sus agentes aparecían de repente en la esquina y empezaban a rociarme con reflectores y balas, pues daba igual. Uno puede llegar a preocuparse muchísimo, pero a partir de ahí uno deja de hacerlo. Cuando nada puede ir peor, salvo que te maten, o bien te quitan de en medio o las cosas comienzan a ponerse mejor.
Las cosas se pusieron mejor; la ventana del cuarto de atrás del bar de Smiley estaba abierta. Esta vez no me preocupé de quitarme los zapatos. Smiley estaría durmiendo arriba, pero solo, y Smiley duerme tan profundamente que ni una granada que estallase en la habitación al lado de donde dormía le habría despertado. Me acuerdo de algunas veces en que había ido al bar por la tarde y le había encontrado durmiendo; era casi imposible despertarlo, así que normalmente me servía lo que quería y dejaba el dinero junto al estante de la registradora. Y se dormía tan rápida-mente y con tanta facilidad que, aunque Kates y Hank le hubieran despertado cuando fueron a buscarme allí, ahora volvería a estar dormido.
De hecho... sí, podía oír arriba como un leve ronroneo, como un trueno muy lejano. Era Smiley roncando.
Tanteé en la oscuridad del cuarto de atrás para cruzarlo, y abrí la puerta del bar. Había una luz tenue que quedaba encendida toda la noche, y las persianas no estaban echadas. Pero Kates ya había estado allí, y las posibilidades de que alguien pasara por la calle eran virtualmente nulas ya que eran las tres de la madrugada del viernes.
Cogí una botella del mejor bourbon de Smiley de detrás de la barra, y ya que, muy probablemente, aquélla podía ser la última oportunidad de tomar un trago en mi vida, cogí una botella de seltz de la nevera que estaba debajo de la barra. Me las llevé hasta la mesa de la esquina, aquélla que no se ve desde la calle, la mesa en la que Bat y George habían estado sentados al comenzar la tarde.
Parecía ahora que Bat y George se hubieran sentado allí hacía mucho tiempo, hacía años, y ya no me parecían ni la décima parte de terribles que cuando habían estado allí de verdad. Casi me parecían algo divertido, en cierto modo.
Dejé las dos botellas en la mesa y volví a por un vaso, un agitador y cubitos de hielo de la nevera. Había estado esperando mucho tiempo por este trago, así que iba a ser uno bueno.
Incluso pagué espléndidamente, ya que después de mirar en la cartera, comprobé que tenía varios billetes de diez dólares, pero que no tenía ninguno más pequeño. Puse uno de diez en la repisa de la caja y me pregunté si recibiría el cambio alguna vez.
Volví a la mesa y me serví una copa, bien larga.
También encendí un puro. Eso ya era arriesgarme un poco, porque si Kates volvía a registrar de nuevo, quizás viera humo del puro, aunque yo estuviera fuera del campo de visión. Pero decidí que el riesgo merecía la pena. Uno se puede meter, según me estaba dando cuenta, en tan grande berenjenal que arriesgarme un poquito más no parece tener ya mayor importancia.
Tomé un buen sorbo de la bebida y seguidamente di una calada del puro, y me sentí bastante bien. Extendí las manos y comprobé que ya no temblaban. Era una idiotez que no lo hicieran, pero no temblaban.
Ahora, pensé, tengo la primera oportunidad de pensar desde hace un buen rato. La primera verdad desde que Yehudi Smith había muerto.
¿Y ahora, qué, buen hombre?
La trama. ¿Podía encontrarle algún sentido a la trama?
Yehudi Smith, sólo que, sin duda, no se llamaba así, porque en otro caso la tarjeta que me dio no habría estado impresa en mi propio establecimiento, había venido a verme y a contarme...
Olvídate de lo que te dijo, me dije. Aquello no era más que un parloteo, justo la clase de cháchara que te invitaría a ir a un lugar tan absurdo a una hora tan absurda. Te conocía, esto es, me corregí, sabía muchas cosas sobre ti. Tus distracciones y tus puntos flacos, y lo que habías sido y lo que podría interesarte.
Su venida había estado cuidadosamente planeada. Planeada de antemano; la tarjeta lo probaba.
Siguiendo un plan, fue a verte en un momento en el que no habría nadie más contigo. Probablemente, sentado en su coche, te habría visto volver a casa, dándose cuenta de que la señora Carr estaba allí, con toda seguridad que él mismo o algún otro habrían estado vigilando la casa toda la tarde, esperando a que ella se fuera para aparecer.
Nadie lo había visto, salvo tú.
Te había hecho ir por los cerros de Ubeda. No había ningunas Hojas Vorpales; aquello no era más que palabrería.
Pongamos todo eso en relación con el hecho de que Miles Harrison y Ralph Bonney habían sido asesinados mientras Yehudi Smith te entretenía y te tenía ocupado, y que sus cadáveres habían sido escondidos en el maletero de tu coche.
Era fácil. Smith era un cómplice del asesino al que habían pagado para mantenerte entretenido para que nadie te viera y pudiera proporcionarte una coartada mientras se cometía el crimen. Y también te proporcionaría una historia tan increíble respecto al sitio donde hubieras estado, que ni tu propia madre, en caso de que estuviera viva, hubiera llegado a poder creerte.
Pero pongamos esto en relación con el hecho de que Smith había sido asesinado también. Y con el hecho de que el dinero de la nómina estaba también en el maletero del coche junto a los cadáveres.
Era todo un galimatías ridículo.
Bebí otro sorbo del vaso y me supo a poco. Miré y comprobé que llevaba tanto tiempo sentado entre trago y trago que casi todo el hielo se había derretido. Eché más bourbon y volvió a saber bien.
Recordé el revólver que había cogido de la mesa de Kates, aquel oxidado con el que se habían cometido los dos asesinatos. Lo saqué del bolsillo y lo contemplé. Lo manipulé de tal modo que no tuve que tocar las manchas secas de la culata.
Lo abrí para ver si había sido disparado, y comprobé que no tenía cartuchos, ni vacíos ni de otro modo. Volví a cerrarlo y probé el gatillo. Estaba agarrotado por el óxido. Así pues, no había sido utilizado como arma de fuego. Nada más que como martillo para hacer papilla los sesos de los hombres.
Y ciertamente que había hecho el tonto llevándomelo. Me había entregado al asesino al hacerlo. Volví a metérmelo en el bolsillo.
Tuve el deseo de tener alguien con quien hablar. Tenía la impresión de que sería más capaz de poder pensar de aquel modo. Me hubiera gustado que Smiley estuviera despierto, y por un momento tuve la tentación de subir para despertarlo. No, decidí que ya había puesto en peligro a Smiley una vez aquella noche, un peligro del que nos había librado a los dos sin recibir la más mínima ayuda por mi parte.
Y éste era mi problema. No habría estado bien complicar en él a Smiley.
Además, no era un asunto para que Smiley pudiera probar su corazón y redaños. Era, más bien, como una partida de ajedrez, y Smiley no jugaba al ajedrez. Quizá Carl hubiera sido capaz de ayudarme a resolverlo, pero Smiley nunca. Y tampoco quería complicar a Carl en esto.
Pero quería hablar con alguien.
De acuerdo, quizá estuviera un poco chiflado, borracho no, de-finitivamente no estaba borracho, sino un poco chiflado. Quería hablar con alguien, así que eso hice.
Con el hombrecillo que no estaba allí.
Me lo imaginé sentando enfrente, allí sentado con una bebida imaginaria en la mano. De acuerdo, de acuerdo, le habría servido una muy contento una de verdad si hubiese estado allí de verdad. Me miraba de una manera rara.
—Smitty.
—¿Sí, Doc?
—¿Cómo se llama de verdad, Smitty? Sé que no se llama Yehu-di Smith. Eso formaba parte de la broma. La tarjeta que me dio lo prueba.
No era la pregunta adecuada. Se agitó un poco, como si fuera a desaparecer delante de mí. No debería haberle hecho una pregunta que yo mismo no pudiera contestar, ya que sólo estaba allí porque mi mente hacía que estuviera allí. No podía decirme nada que yo no supiera ya o que no pudiera pensar por mí mismo.
Se agitó un poco y tembló, pero volvió a quedarse quieto y dijo:
—Doc, eso no se lo puedo decir. Como tampoco puedo decirle para quién trabajaba. Eso ya tiene que saberlo.
Atención: había dicho "para quién trabajaba" y no "con quién trabajaba". Me sentí orgulloso de él y de mí mismo.
—Claro, Smitty —dije—. No debería haberlo preguntado. Y es-cuche, lo siento, siento muchísimo que haya muerto.
—No pasa nada, Doc. Todos tenemos que morir en algún momento. Y, bueno, hasta entonces había sido una velada muy agradable.
—Me alegro de haberle dado algo de comer. Y me alegro de haberle dado todo lo que quiso beber. Y escuche, Smitty, siento haberme reído cuando vi la botella y la llave encima de la mesa de tapa de cristal. No pude evitarlo. Era tan divertido.
— Claro, Doc. Pero tenía que actuar correctamente. Era parte de la representación. Pero era algo muy gastado; no le culpo por haberse reído. Y, Doc, me arrepiento de haberlo hecho. No sabía cómo era todo el argumento, ya ha visto las pruebas. Si lo hubiera conocido, no me habría bebido lo que contenía aquella botella. Yo no tenía pinta de ser hombre que quisiera morir, ¿o sí, Doc?
Sacudí la cabeza despacio, mirándole las arrugas de la risa que tenía en torno a la comisura de los labios y de los ojos. No tenía pinta de ser hombre que quisiera morir.
Pero había muerto, repentina y horriblemente.
— Lo siento, Smitty. Lo siento muchísimo. Daría lo que fuera por poder volver a tenerle aquí, por poder tenerle sentado aquí de verdad.
Se rió.
—No se ponga triste, Doc. Le estropeará los razonamientos. Acuérdese de que está tratando de pensar.
—Ya lo sé. Pero tenía que quitármelo de dentro, del sistema. De acuerdo, Smitty. Está muerto y no puedo hacer nada de nada. Es usted el hombrecillo que no estaba allí. Y no puedo preguntarle nada que no pueda responder por mí mismo, así que en realidad no puede prestarme ninguna ayuda.
—¿Está seguro, Doc? ¿Incluso si hace las preguntas correctas?
— ¿Qué quiere decir? ¿Que quizá mi subconsciente sepa las re puestas aunque yo no las sepa?
Se rió.
— No nos pongamos freudianos. Sigamos con Lewis Carroll. Ya sabe que yo era un gran entusiasta de Carroll. Había estudia do mucho sobre él pero no absolutamente todo. No podría haber memorizado todos los datos para una sola ocasión.
La frase me chocó: «estudiado sobre él.» La repetí y seguí en aquella línea a ver hacia dónde me llevaba.
—¿Usted era un actor, eh, Smittty? Maldita sea, no responde. Tiene que haberlo sido. Tendría que haberlo adivinado. Un actor contratado para representar un papel.
Sonrió haciendo una mueca.
— Y un actor no demasiado bueno, porque si no jamás se ha-bría dado cuenta. Y bastante gilipollas, Doc, lo bastante como para haber aceptado el encargo. Debía haber supuesto que había algo más que lo que me habían contado — . Se encogió de hombros — . Bueno, le he hecho una mala pasada, pero me he hecho una peor a mí mismo. ¿No es así?
—Siento que haya muerto, Smitty. Maldita sea, usted me gustaba.
—Pero yo me alegro, Doc. No me he estado gustando mucho estos últimos tiempos. Como ya se ha dado cuenta, se lo puedo contar. Tenía que haber estado muy deprimido y poco cotizado como para aceptar un trabajo así, además por lo que me iban a pagar por él... Y, maldita sea, ni siquiera me pagó por adelantado nada más que los gastos y dietas, así que no he sacado nada en limpio. Solamente me mataron. Espero no vuelva a ponerse triste por eso; brindemos por ello.
Brindamos por ello. Hay cosas peores que ser asesinado. Y hay peores formas de morir que repentinamente cuando uno no lo esperaba, cuando está ligeramente achispado y...
Pero aquel tema no llevaba a ninguna parte.
—Era un actor de carácter —dije.
—Doc, me defrauda usted al comentar lo que es obvio. Y eso no va a ayudarle a descubrir quién es Alguien.
—¿Alguien?
—Así es como le llamaba cuando se puso a pensar en ello, como medio ajelado, no hace tanto tiempo. Recuerde cómo Alguien podía haber entrado en su imprenta y cómo Alguien podía haber compuesto una línea de tipos y haber sido capaz de imprimir una tarjeta comente con la prensa manual, pero por qué querría Alguien...
—No es justo. Se puede meter dentro de mi cabeza, porque, porque, demonios, es ahí donde está precisamente. Pero yo no puedo meterme en la suya. Usted ya sabe quién es ese Alguien. Pero yo no.
—Ni siquiera yo, Doc, sé cómo se llama. Por si algo salía mal no iba a decírmelo, claro. Algo como, bueno, supongamos que usted hubiera sido el que cogiera la botella de BÉBEME cuando la encontró y la hubiera acabado antes de que yo pudiera decirle que era prerrogativa mía el hacerlo. Sí, había muchas cosas que podían haber salido mal en un follón tan complicado como éste.
Asentí.
—Sí, supongamos que Al Grainger hubiera venido a casa para jugar al ajedrez y que luego hubiese venido con nosotros. Supongo, supongo que no habría vivido lo bastante para poder volver a casa. Ya me había escapado por los pelos una vez por la tarde.
—En ese caso, Doc, nunca habría ocurrido. Tiene que llegar a ser capaz de descubrirlo sin que yo se lo cuente. Si le hubieran matado, a usted y a Smiley, más temprano, entonces, al menos si Alguien se hubiera enterado, como muy probablemente habría sucedido, Ralph Bonney y Miles Harrison no habrían sido asesinados más tarde. Por lo menos esta noche. Los planes no habrían podido encajar, y yo me habría vuelto a... al sitio de donde he venido. Habría que cancelar todo.
—Pero supongamos —dije— que me hubiera quedado en la oficina del periódico hasta la madrugada trabajando en uno de los noticiones que creí que tenía, y con los que estaba tan ilusionado. ¿Cómo podría haberlo sabido Alguien?
—Eso no se lo puedo decir, Doc. Pero puede adivinarlo. Su-pongamos que mis instrucciones comprendieran informar a Alguien de todos sus movimientos siempre que se salieran de lo corriente o de lo previsto. Cuando salió de casa y me dijo que volvería pronto, pude haber llamado por teléfono para contárselo. Y cuando llamó para decirme que volvería dentro de un momento, también puede habérselo hecho saber.
—Pero entonces habría sido demasiado tarde.
—No demasiado para poder haber interceptado a Miles Harrison y a Ralph Bonney cuando regresaban de Neilsvüle, de acuerdo con ciertas circunstancias, si sus planes se habían tenido que interrumpir hasta que estuviera seguro de que estaría en casa y fuera de circulación hasta la medianoche.
—De acuerdo con ciertas circunstancias —dije, y me pregunté qué es lo que habría querido decir.
Yehudi Smith sonrió. Levantó el vaso y me miró burlón por encima del borde antes de beber.
—Adelante, Doc. Todavía está en la segunda casilla, pero su próximo movimiento será mejor. Acuérdese de que tiene que ir en tren a la cuarta casilla.
—Y de que sólo el humo cuesta mil libras por cada resoplido.
—Ésa es la solución, Doc —me dijo muy despacio.
Le miré detenidamente. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Fuera, en la noche, un reloj dio cuatro campanadas.
—¿Qué quiere decir, Smitty? —le pregunté lentamente.
El hombrecillo que no estaba allí se sirvió más whisky de una botella imaginaria y en un vaso imaginario.
—Doc, ha dejado que la mesa con tapa de cristal, la botella y la llave le engañen. Son de Alicia en el país de las maravillas. Cuyo título original, claro, era Las aventuras subterráneas de Alicia. Un libro maravilloso. Pero usted está en el segundo.
—¿En la segunda casilla? Es lo que me acaba de decir.
—En el segundo libro. A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Y, Doc, usted sabe tan bien como yo lo que Alicia encontró allí.
Me serví otro trago, esta vez pequeño, para acompañarle. No me molesté en poner hielo ni seltz.
Levantó su vaso.
—Ahora parece que ya lo tiene, Doc. No todo aún, pero sí lo bastante para empezar. Todavía verá como a la noche le sigue el alba.
—No se ponga tan puñeteramente dramático, por Dios, que veré llegar el amanecer.
—¿Incluso si Kates vuelve por aquí a buscarle? No se olvide de que cuando eche en falta ese revólver oxidado que tiene en el bolsillo, sabrá que estuvo en los juzgados cuado él le estaba buscando por aquí. Quizá vuelva sobre todos sus pasos anteriores. Y está siendo muy descuidado al llenar el local de humo de puro, ¿no se ha dado cuenta?
—¿Quiere decir que cada calada vale mil libras?
Echó la cabeza para atrás y se rió, y de pronto dejo de reírse y ya no estaba allí, ni siquiera en mi imaginación, porque un tenue ruido me hizo mirar hacia la puerta que llevaba a las escaleras, a las habitaciones de Smiley. Se abrió la puerta y apareció Smiley.
En camisón. No sabía de nadie que llevara camisón en estos tiempos, pero Smiley llevaba uno puesto. Tenía los ojos somnolientos y el pelo, o lo que quedaba de él, revuelto, y estaba descalzo. Llevaba una pistola en la mano, el treinta y ocho corto Bankers Special que yo le había dado haría unas horas. En su mano enorme parecía un juguete minúsculo. No tenía pinta de haber podido ser algo capaz de echar un Buick de la carretera, matando a un hombre y malhiriendo a otro, aquella misma tarde.
No había expresión alguna en su rostro, ninguna.
Me pregunté cómo estaría el mío. Pero a través del espejo no; no tenía ninguno en el que pudiera mirarme.
¿Había estado hablando alto? ¿Había sido mi conversación con Yehudi Smith imaginaria, dentro de mi cabeza? Dios, para decir verdad, no lo sabía.
Si de verdad había estado hablando en alto conmigo mismo, iba a ser un infierno el tener que explicarlo. Especialmente si Kates, cuando había estado por aquí, había despertado a Smiley y le había dicho que me había vuelto loco.
En cualquier caso, ¿qué puñetas podía decir ahora que no fuera «Hola, Smiley»?
Abrí la boca para decir «Hola, Smiley», pero no lo hice.
Había alguien aporreando el cristal de la puerta de entrada. Alguien que gritaba «¡Eh, abran la puerta!» con la voz del alguacil Ranees Kates.
Hice la única cosa lógica que podía hacer. Me serví otra copa.
CAPÍTULO CATORCE
«Eres viejo», dijo el joven, «apenas se podría suponer que tu vista es tan buena como siempre; y no obstante, has hecho malabarísmos con una anguila en la punta de la nariz ¿cómo has sido capaz de ser tan listo?»
Kates volvió a aporrear y trató de girar el pomo.
Smiley me miró asombrado y yo le miré a él. No podía decirle nada, incluso aunque hubiera sido capaz de pensar en algo que decirle, a aquella distancia sin que con toda probabilidad Kates oyera mi voz.
Kates volvió a machacar. Le oí decirle algo a Hank sobre romper el cristal. Smiley se agachó y colocó el revólver en el escalón que tenía detrás y luego fue desde la puerta hacia la taberna. Sin mirarme, cruzó hacia la puerta de entrada, y al verle Kates dejó de armar aquel estrépito.
Smiley no iba derecho al caminar hacia al puerta; hizo una leve curva que le hizo pasar junto a mi mesa. Según pasaba, extendió el brazo y me quitó el puro de la mano. Se lo metió en la boca, y seguidamente fue hacia la puerta y abrió.
No podía ver en aquella dirección, naturalmente, ni tampoco se me ocurrió sacar la cabeza por la esquina de la mampara. Me quedé allí sentado sudando.
—¿Qué quiere? ¿A cuento de qué viene este escándalo?
—Creí que Stoeger estaba aquí. El humo... —era la voz de Kates.
—Había dejado aquí el puro. Me acordé cuando subía y volví a bajar para cogerlo. ¿Hace falta armar tanto follón?
—Pero si hace más de media hora que estuve aquí —dijo Kates con beligerancia—, un puro no puede durar tanto.
Con gran paciencia, Smiley le dijo:
—No pude dormirme después de que se fuera. Así que bajé hace unos minutos a tomarme una copa. Dejé ahí el puro —y su voz se volvió muy, pero que muy suave y baja—. Y ahora haga el favor de largarse de aquí. Ya me ha fastidiado la noche. No conseguí dormirme hasta las dos, y para más inri viene y me despierta a las tres y media, y encima vuelve a las cuatro. ¿Qué diablos le pasa, Kates?
—¿Está seguro de que Stoeger no está...?
—Le he dicho que le llamaría si le veo. Y ahora, hijo de puta, desaparezca de aquí.
Podía imaginarme a Kates poniéndose rojo. Me lo imaginaba mirando a Smiley y dándose cuenta de que Smiley era dos veces más fuerte que él.
Sonó tal portazo que por poco se rompe el cristal.
Smiley volvió. Sin mirar hacia mí, me dijo muy tranquilo:
—No te muevas, Doc. Quizá regrese a ver dentro de uno o dos minutos.
Fue para detrás del mostrador, cogió un vaso y se sirvió un trago. Se sentó en la banqueta que tiene allí, volviéndose ligeramente hacia atrás para que el movimiento de sus labios no pudiera apreciarse desde el escaparate. Tomó un sorbo, y le dio una calada al puro.
Mantuve el tono de voz quedo como el suyo.
—Smiley, deberían lavarte la boca con jabón. Has contado una mentira.
Sonrió.
—Que yo sepa no, Doc. Le dije que le llamaría si te veía. Le llamé. ¿O no has oído lo que le llamé?
—Smiley, esta es la noche más estrafalaria de mi vida, pero lo más estrafalario de todo es que pareces estar desarrollando el sentido del humor. No tenía ni idea de que lo tuvieras.
—¿En qué buenos líos te has metido, Doc? ¿Puedo hacer algo?
—Nada. Sólo lo que has hecho ya, y muchísimas gracias. Se trata de algo que tengo que pensar solo, y de arreglar por mi mismo, Smiley, nadie puede ayudarme.
—Kates me dijo la primera vez que vino que eras un ho... ho-mi... ¿cómo demonios se dice?
—Maníaco homicida. Cree que he matado a dos hombres esta noche. A Miles Harrison y a Ralph Bonney.
—Ya. No te molestes en decirme que no lo hiciste.
—Gracias, Smiley —le dije, y entonces se me ocurrió que aquel «no te molestes en decirme que no lo hiciste» podía entenderse en ambos sentidos. Y me pregunté otra vez si habría estado hablando en alto o solamente con mi imaginación cuando Smiley había bajado las escaleras y abierto la puerta. Le pregunté:
—¿Smiley, crees que estoy loco?
—Siempre he creído que estabas loco, Doc. Pero con una locura muy tolerable.
Pensé en lo maravilloso que es tener amigos. Incluso si estaba loco, había dos personas en Carmel City con las que podía contar si las cosas me iban mal. Smiley y Carl.
Pero maldita sea, la amistad tiene que funcionar en los dos sentidos. Todo esto era peligroso para mí, y era problema mío, no tenía razón alguna para arrastrar conmigo a Smiley, no más allá de hasta donde él mismo se había metido. Si le decía a Smiley que Kates había tratado de matarme y que seguía con esa intención, entonces Smiley, que odiaba a Kates ya, saldría a buscar a Kates, y lo más probable es que lo matara con sus propias manos, o que le pegara un tiro al intentarlo. No podía hacerle eso a Smiley.
—Smiley, acábate la copa y vuelve a la cama. Tengo que ponerme a pensar.
—¿Estás seguro de que no puedo ayudarte en nada, Doc?
—Seguro.
Se bebió el líquido que le quedaba y aplastó el puro en un cenicero. Me dijo:
—De acuerdo, Doc, se que eres más listo que yo, y si lo que ne-cesitas es pensar, estoy impidiéndotelo. Buena suerte.
Volvió andando hacia la puerta de la escalera. Echó una ojeada cautelosa al escaparate para asegurarse de que no estaba mirando nadie, y entonces estiró un brazo y cogió el revólver del escalón en el que lo había depositado.
Vino hacia la mesa, lo dejó allí, me dio la espalda y subió las escaleras. Le vi subir asombrado. Nunca había visto a nadie en camisón que no me hubiera parecido ridículo. Hasta entonces. Qué más puede hacer alguien para demostrarte que no cree que estés loco que darte un revólver cargado, darte la espalda y marcharse andando despacio. Y cuando entonces pensé en cuantas veces me había metido con él y le había tomado el pelo, y en todos los chistes y bromas de los que le había hecho blanco, quise...
Bueno, pues no pude responderle cuando me dijo «buenas noches, Doc», justo antes de cerrar la puerta tras de sí. Algo me hizo que se me pusiera un nudo en la garganta, y si hubiera tratado de decir algo, habría soltado un gallo.
Me temblaba la mano un poco mientras me servía otro trago, uno cortito. Estaba empezando a notarlos, y sería mejor que aquél fuera el último.
Tenía que pensar con mayor lucidez y claridad de lo que había pensado nunca. No podía emborracharme, no me atrevía.
Intenté remontarme mentalmente a lo que había estado pensando sobre... sobre lo que le había estado contando al hombrecillo que no estaba allí, aquello antes de que Smiley bajara y de que los golpes de Kates me hubieran interrumpido.
Miré al otro lado de la mesa donde en mi imaginación había estado sentado Yehudi Smith. Pero no estaba allí. No podía volver a traerlo. Estaba muerto, y no quería regresar.
Una habitación silenciosa en una noche silenciosa. La débil luz de la única bombilla de veinte watios sobre la registradora. El crujir de mis pensamientos al intentar volver a ponerlos en marcha. Poner hechos en relación.
Lewis Carroll y asesinatos sangrientos.
A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.
¿Qué es lo que Alicia había encontrado?
Piezas de ajedrez, y una partida de ajedrez. Y Alicia había sido un peón. Ésa era la razón por la que había cruzado el tercer cuadro en tren. Y cada resoplido de humo costaba a mil libras por unidad, casi tan caro como podría haberme costado el humo de mi puro si Smiley no me lo hubiera quitado de las manos y hubiera dicho que era suyo.
Piezas de ajedrez, y una partida de ajedrez.
¿Pero quién era el jugador?
Y de pronto lo supe. Sin lógica alguna, porque no tenía ni asomo de motivos. No entendía el porqué, pero Yehudi Smith me había dicho cómo, y ahora yo había descubierto el quién.
La trama. Fuera quien fuese quien había planeado el problema de ajedrez de esta noche, lo había hecho muy bien, y había jugado magníficamente. Ajedrez de a través del espejo, y ajedrez real, ambos. Y me conocía muy bien, lo que quería decir que yo le conocía también. Conocía mis puntos flacos, las trampas en las que podía caer. Sabía que iría con Yehudi Smith gracias a la fuerza de aquella historia loca y absurda que Smith me había contado.
¿Pero por que] ¿Qué sacaba en limpio? Había matado a Miles Harrison, a Ralph Bonney y a Yehudi Smith. Y había dejado el dinero que Miles y Ralph transportaban en el maletín, y lo había puesto en el maletero de mi coche, junto con los dos cadáveres.
El dinero no había sido el motivo. O bien era así, o el motivo había sido tan gran cantidad de dinero que los dos mil dólares que Bonney llevaba no tenían mayor importancia.
¿Y no era uno de los hombres implicados uno de los más ricos de Carmel City? Ralph Bonney. La fábrica de pirotécnica, inversiones, terrenos e inmuebles, todo debía acercarse a la suma de, bueno, quizá medio millón de dólares. Alguien que mata por medio millón de dólares bien puede dejar dos mil como producto de un atraco junto a los cuerpos de los asesinados, para procurar que le carguen el mochuelo al peón que ha elegido, para alejar de sí cualquier sospecha.
Consideremos los hechos.
Ralph Bonney obtuvo el divorcio hoy. Fue asesinado esta noche.
Entonces la muerte de Miles Harrison fue accidental. Yehudi Smith había sido otro peón.
Un cerebro retorcido, pero brillante. Un pensamiento frío y cruel. Y sin embargo, paradójicamente, al que le encantaba la fantasía, como a mí y que adoraba a Lewis Carroll, como yo.
Empecé a servirme otra copa, y entonces recordé que solo tenía parte de las respuestas, y que si incluso llegaba a averiguarlas todas, seguiría sin tener la más mínima idea de qué hacer con ellas, al no tener la más mínima prueba, ni el más pequeño rastro de indicio alguno.
Sin tener siquiera ni idea, en mi propio pensamiento, de la causa, del motivo. Debía de haber alguno; todo lo demás había sido demasiado bien planeado, era demasiado lógico.
Solo alcanzaba a vislumbrar una posibilidad.
Estuve allí sentado un rato, escuchando para estar seguro de que no se acercaba ningún coche; la noche estaba tan tranquila que podría haber oído uno que estuviera a una manzana de distancia.
Miré el revólver que Smiley me había vuelto a dar, dudé, y por fin me lo metí en el bolsillo. Entonces fui al cuarto de atrás, y me descolgué por la ventana hacia la calleja oscura.
La casa de Carl Trenholm estaba a tres manzanas de distancia. Por suerte estaba en la calle siguiente a Oak Street y era paralela a ésta. Podía andar todo el camino por las callejas salvo cuando tuviera que cruzar las calles.
Oí un coche acercándose mientras me aproximaba a la segunda calle, y me agaché escondiéndome detrás de un cubo de basura hasta que pasó. Iba despacio y era probablemente el del Hank y el comisario, o el de los ayudantes. No intenté mirar por miedo a que estuvieran iluminando con un reflector los callejones.
Esperé a que su ruido desapareciera por completo antes de cruzar la calle.
Me deslicé por la puerta del jardín de la casa de Carl. Como su mujer no estaba, no estaba seguro de cuál sería el dormitorio que estaría usando, pero encontré unas piedrecillas y me puse a tirarlas contra una ventana que resultó ser la adecuada.
Se abrió y apareció en ella la cabeza de Carl. Me acerqué a la casa para no tener que gritar y le dije:
—Soy Doc, Carl. No enciendas las luces. Pero ven por la puerta de atrás.
—Ya voy, Doc.
Cerró la ventana. Yo me llegué hasta el porche trasero y esperé hasta que se abrió la puerta y entré. Cerré-la puerta. La cocina estaba tan negra como el interior de una tumba.
—Que me parta un rayo si sé dónde demonios tengo la linterna, Doc. ¿No podríamos encender una luz? Me siento como en el infierno.
—No, déjalo todo a oscuras.
Encendí una cerilla, sin embargo, para acercarme a una silla y pude ver a Carl con una pijama arrugado, el pelo revuelto, y con pinta de tener la resaca más grande de la historia de la humanidad.
Se sentó también, mientras duraba la cerilla.
—¿Qué pasa, Doc? Kates y Ganzer estuvieron aquí a buscarte. Me despertaron hace un rato, pero no me contaron gran cosa. ¿Estás metido en un lío, Doc? (fías matado a alguien?
—No. Escucha, tú eres el abogado de Ralph Bonney, ¿no? Quiero decir que le llevas todos los asuntos, y no solamente el divorcio.
—Sí.
—¿Quién es su heredero, ahora que está divorciado?
—Doc, me temo que no te lo puedo decir. Se supone que un abogado no debe revelar los secretos de sus clientes. Lo sabes tan bien como yo.
—¿Te dijo Kates que Ralph Bonney ha muerto, Carl? ¿Y que también ha muerto Miles Harrison? Han sido asesinados cuando volvían de Neilsville con la nómina, más o menos alrededor de medianoche.
—Dios mío. No, Kates no me lo dijo.
—Ya sé que se sigue suponiendo que no estás autorizado a decir nada hasta que se haga público el testamento, si es que existe alguno. Pero escúchame, déjame hacer un intento y probar suerte, y tu sólo tienes que decirme si estoy equivocado. Si tengo razón en lo que digo tampoco tienes que confírmalo; limítate a no decir nada.
—Adelante, Doc.
—Bonney tuvo un hijo ilegítimo hará unos veintitrés años. Pero mantuvo a la madre de su hijo durante toda su vida, hasta que murió hace poco; trabajaba además, como sombrerera, pero él le pasaba suficiente dinero extra, de tal forma que vivía mucho mejor de lo que podría haberlo hecho de otro modo, y así pudo enviar al chico a la universidad, y darle todos los caprichos.
Me detuve y esperé, pero Carl no dijo nada. Seguí:
—Bonney seguía pasándole al chico una renta. Así es como —demonios, por qué no llamarlo por su nombre— así es como Al Grainger ha podido vivir sin trabajar. Y salvo que ya sepa que está en el testamento de Bonney, buscará o tiene ya pruebas de su paternidad, y por tanto podrá reclamar la mayor parte de la herencia. Que debe andar en torno al medio millón.
—Hablaré —dijo Carl—. Serán unos trescientos mil. Y acertaste con lo de Al Grainger, pero el cómo lo has hecho es un misterio para mí. Las relaciones de Bonney con la señora Grainger y con Al han sido el secreto mejor guardado que conozco. De hecho, salvo las partes implicadas, yo era el único que lo sabía, o que incluso podía tener sospechas. ¿Cómo te has enterado?
—Por lo que me ha pasado esta noche, que es demasiado com-plicado para explicártelo ahora mismo. Pero Al juega al ajedrez y tiene la clase de mente necesaria para hacer las cosas de forma complicada y así es como han estado ocurriendo. Y sabe muchas cosas sobre Lewis Carroll y... me detuve porque todavía tenía que encontrar hechos y pruebas y no quería tener que ponerme a explicar.
La noche estaba acabándose. Vi un resplandor verdoso en la oscuridad que me hizo recordar que Carl llevaba un reloj de pulsera luminoso.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
El resplandor desapareció cuando giró la esfera hacia él.
—Son casi las cinco. Casi menos diez. Escucha, Doc, ya me has contado mucho, así que podrías contármelo todo. Sí, Al tiene pruebas de quién era su padre. Y como hijo único, sea ilegítimo o no, puede reclamar el total de la herencia ahora que Bonney está soltero. Incluso podría haber reclamado una parte antes del divorcio.
—¿No hay testamento?
—Ralph nunca hizo testamento. Era muy supersticioso a ese respecto. He tratado muchas veces de que lo hiciera, pero nunca quiso.
—¿Lo sabía Al Grainger?
—Supongo que debía saberlo.
—¿Hay alguna razón por la que Al hubiera tenido tanta prisa? Quiero decir, que si habría algún cambio, desde el punto de vista legal, si hubiera esperado en lugar de matar a Bonney la noche después del divorcio.
Carl lo pensó durante un momento.
—Bonney tenía intención de marcharse mañana para pasar una temporada fuera. Al tendría que haber esperado varios meses, y quizá pensara que Bonney podría volver a casarse, que encontraría a alguna en el crucero que iba a hacer. A veces se da esa circunstancia como consecuencia del divorcio. Y Bonney tiene... Tenía solo cincuenta y dos años.
Asentí, para mí mismo, ya que Carl no podía ver en la oscuridad. Aquella última información explicaba totalmente el motivo.
Ahora ya lo sabía todo, salvo los detalles, que tampoco tenían gran importancia. Sabía por qué había hecho Al todo lo que había hecho; tenía que desviar la atención sobre otra persona porque una vez que hubiera reclamado la herencia de Bonney, sus propios motivos serían muy obvios. Incluso podía atreverme a decir varias de las razones por las que me había escogido como chivo expiatorio.
Tenía que haberme odiado, y lo había mantenido en secreto. Ya me daba cuenta del porqué, ahora que sabía más cosas sobre él. Tengo una lengua muy fácil y con gran frecuencia insulto a la gente aunque amistosamente, ya saben lo que quiero decir. Cuántas veces, cuando Al me había ganado jugando al ajedrez, le había sonreído maliciosamente y le había dicho «de acuerdo, so bastardo, pero inténtalo otra vez.»
Sin que se me pasara por la imaginación, naturalmente, que él lo era, y que lo sabía.
Tenía que haberme odiado como un demonio. En cierto sentido podía haber elegido una víctima menos complicada, alguien que más probablemente que yo, hubiera podido cometer un asesinato por dinero. Al elegirme a mí, su plan era mucho más lioso; tenía que proporcionarme una historia demencial de la que nadie pudiera creer ni media palabra, sino que inmediatamente pensaran todos que me había vuelto loco. Naturalmente, también sabía lo que Kates me odiaba; lo había tenido en cuenta.
Me asaltó un pensamiento repentino; ¿estaría Kates de acuerdo con Al? Aquello explicaría que hubiera intentado matarme en lugar de encerrarme en una celda. Quizá ése fuera el trato, que por veinte o cincuenta mil dólares de la herencia, Kates hubiera estado de acuerdo en matarme con la excusa y eximente de que yo le había atacado o de que había intentado escaparme.
No, decidí al volver a pensarlo, no podía haber sido así. Había estado sólo con Kates en su despacho durante casi media hora mientras Hank Ganzer estaba de vuelta de Neilsville. A Kates le habría resultado mucho más fácil haberme matado entonces, haberme clavado el cañón en el pecho y haber dicho que había entrado y que le había atacado. Y cuando apareciesen los dos cadáveres en mi coche todo aquello habría resultado perfectamente plausible. Incluso habría confirmado la versión de que me había vuelto loco con manías homicidas.
No. Los motivos de Kates para matarme eran puramente personales, de una total y absoluta malevolencia por culpa de las cosas que había escrito sobre él en los editoriales del periódico, y por la manera que me había opuesto a él en las elecciones. Quería matarme y tuvo de repente la oportunidad de hacerlo cuando encontraron los cadáveres en mi coche. Había dejado pasar una oportunidad mucho mejor, porque cuando había estado con él durante tanto rato en su despacho, no sabía que los cadáveres estaban allí.
No. Definitivamente esto era trabajo de un sólo hombre, salvo por Yehudi Smith. Al había contratado a Smith para tenerme entretenido, pero cuando Smith terminó su trabajo, fue eliminado. Otro peón. El ajedrez no se juega en equipo.
—¿Hasta dónde estás metido en esto, Doc? —dijo Carl—. ¿Qué puedo hacer yo?
—Nada.
Era problema mío, no de Carl. Había mantenido fuera a Smiley; también dejaría fuera a Carl. Salvo por la información y ayuda que ya me había prestado.
—Vete a dormir, Carl. Tengo que seguir pensando un rato más.
—A la porra. No podré dormir si estás aquí sentado pensando. Así que me sentaré aquí y me quedaré callado a no ser que tú me hables. No podrás decir siquiera si estoy aquí o no, si estoy callado.
—Bueno, pues entonces cállate.
Pruebas, pensé. ¿Pero qué pruebas? En alguna parte, pero sabe Dios dónde, estaba el cadáver del actor que Al había contratado para representar el papel de Yehudi. Todo había sido planeado y muy bien planeado. Así que el cómo desembarazarse adecuadamente del cadáver era algo dispuesto muy de antemano, mucho antes de que Al se lo hubiera llevado de Wentworth place. No iba a aparecer de repente, y cualquier conjetura de dónde lo habría escondido o enterrado podría servir. Había tenido horas para poder hacerlo, y tenía previstos desde hacía tiempo los pasos que iba a seguir.
El coche en el que Yehudi Smith me había llevado hasta la casa de Wentworth, y que había cambiado por el mío después de haberlo usado para el asalto fingido. No, no podría encontrar aquel coche para servir de prueba, y tampoco serviría para nada si lo encontraba. Podría haber sido, y seguramente lo era, un coche robado, y ahora seguramente lo habría devuelto al lugar de donde lo había cogido, así que su dueño quizá no se hubiera enterado de nada. Ni siquiera me acordaba de qué 'modelo era. De lo único que me acordaba era de la palanca de cambios rematada en una esfera de ónice, y de la radio. No sabía si era un Cadillac, un descapotable, o un Ford coupé.
¿Se habría preparado Al una coartada?
Quizá sí, o quizá no. ¿pero qué más daba si no conseguía en-contar nada contra él salvo el motivo? Eso, y mi convicción de que había sido él. Yo si que no tenía coartada ninguna. Tenía que contar una historia increíble, dos cadáveres y el dinero robado en el coche además. Y encima había un comisario con tres agentes que andaban buscándome listos a disparar en cuanto me vieran.
Llevaba el arma homicida en el bolsillo. Y otro revólver además, y este cargado.
¿Podía ir a ver a Al Grainger y atemorizarle tanto como para que hiciera una confesión por escrito y la firmara?
Se reiría de mí. Y yo me reiría de mí mismo por intentarlo. Un individuo, con el cerebro tan retorcido como para manipular algo semejante al plan que Al había puesto en práctica aquella noche, ni siquiera me diría la hora que era sólo porque le estuviera apuntando con un revólver.
Un levísimo asomo de luz se empezaba a apreciar por las ventanas. Ya podía distinguir la forma de Carl sentado enfrente de mí al otro lado de la mesa.
—Carl.
—¿Sí, Doc? Dime. Estaba dejándote pensar, pero me alegro de que hayas hablado, Se me ha ocurrido una idea.
—Eso es lo que me hace falta, una idea. ¿Cuál es?
—¿Quieres una copa?
—¿Esa es la idea?
—Sí ésa es. Mira, tengo una resaca de campeonato, y no me puedo tomar yo una, pero acabo de darme cuenta de que soy un anfitrión de mierda. ¿Quieres algo?
—Gracias, pero ya he tomado unas cuantas. Oye-, Carl, cuéntame cosas de Al Grainger. No me preguntes lo que tienes que decir. Limítate a contarme cosas.
—¿Cualquier cosa, lo que sea?
—Cualquier cosa, lo que sea.
—Bueno, yo siempre he creído que tenía algún tornillo flojo. Es muy inteligente, pero, bueno retorcido, en cierto sentido. Quizá el saber quién y qué era haya contribuido a ello. Smiley también pensaba lo mismo; me lo contó alguna vez. No es que Smiley sepa quién o qué es Al, pero se había dado cuenta de que había algo fuera de lo normal.
—Mi opinión sobre Smiley ha cambiado mucho esta noche. Es mucho más listo, y mucho mejor persona, que nosotros dos juntos, Carl. Pero sigue con lo de Al.
—Un toque de complejo de Edipo, complicado con su bastardía. Probablemente, en alguna forma, acabó por echarle a Bon-ney la culpa de la muerte de su madre. No es que esté paranoico, pero sí está lo bastante cercano a ello como para hacer algo así. El sadismo, y casi todos tenemos algo de sádicos, sólo que Al debe de tener algo más que los demás.
—Casi todos tenemos algo de todo. Sigue.
—Pirafobia. Pero eso ya lo sabes. No es que tengamos fobias todos. Por ejemplo tu acrofobia y mi fobia a los gatos. Pero la de Al es bastante poco benigna. Tiene tanto miedo al fuego que ni siquiera fuma, y más de una vez le he visto dar un respingo cuando he encendido un ciga...
—Calla, Carl.
Tenía que haber pensado en ello antes. Mucho antes —Me tomaré ese trago ahora, Carl. Pero sólo uno, aunque uno bien abundante.
No lo necesitaba físicamente, pero esta vez lo necesitaba men-talmente. Estaba muerto de miedo de pensar en lo que iba a hacer.
CAPÍTULO QUINCE
¡Uno, dos! ¡Uno, dos! ¡Y a un lado y a otro la hoja vorpal iba zis-zas!
Allí lo dejó muerto, y con su cabeza volvió gloriofante de nuevo.
Las ventanas eran unos rectángulos gris pálido; ahora que mis ojos ya se habían acostumbrado a la decreciente oscuridad, ya podía ver a Carl claramente cuando se levantó hacia el armario y tanteó hasta que pudo encontrar la botella que estaba buscando.
—Doc, parece que estás tan contento que me tomaré un trago contigo. Será como una cura de caballo para mí. O me pongo bien o me muero.
Cogió también dos vasos de encima del fregadero, rompiendo uno que le resbaló y se estrelló contra el mueble mientras llevaba a cabo el proceso. Dijo una palabrota, y luego acercó los vasos a la mesa. Encendí una cerilla y la sostuve mientras los llenaba de whisky.
—Maldita sea, Doc. Si vas a hacer esto a menudo, voy a tener que hacerme con un poco de pintura fosforescente. Así podría pintar unas rayas en los vasos y en la botella. ¿Y sabes qué más haría? Podría pintar un tablero de ajedrez y las piezas con pintura fosforescente también. Así podríamos sentarnos a jugar al ajedrez a oscuras.
—Estoy jugando, Carl, en este preciso momento. Acabo de llegar al séptimo cuadro. Quizás alguien me convierta en reina en el próximo movimiento, cuando llegue a la hilera final. ¿Tienes algún líquido limpiador?
Había extendido la mano para coger el vaso, pero detuvo el brazo, y me miró.
—¿Líquido limpiador? ¿Es que el whisky no es lo bastante bueno para tu gusto?
—No lo quiero para bebérmelo —expliqué—, quiero uno de algún tipo que no arda.
Sacudió un poco la cabeza:
—Repítemelo más despacio.
—Quiero un poco de uno que no sea inflamable. Ya sabes lo que quiero decir.
—Mi mujer tiene algún limpiador por ahí. Si es inflamable o no lo ignoro, pero iré a ver.
Fue a ver, llevándose mis cerillas y examinando las etiquetas de una hilera de botes que estaban en la alacena de debajo del fregadero. Volvió con uno y lo miró más de cerca.
—No. Este tiene escrito «Peligro» con letras grandes y «Manténgase lejos del fuego.» Creo que no debo tener ninguno que no sea inflamable.
Suspiré. Hubiera sido muy sencillo si Carl hubiese tenido la marca adecuada. Yo sí que tenía, en casa, pero no quería volver allí. Así que tendría que hacer una visita al supermercado.
Tampoco le pedí una vela a Carl. La podía conseguir también en el supermercado, y no quería que Carl creyese que estaba chiflado ni quería tener que explicarle lo que iba a hacer.
Nos tomamos la copa. Carl se estremeció al beber la suya, pero allá se fue de un solo trago.
—Oye, Doc, ¿no hay nada que pueda hacer?
Me di la vuelta ya en la puerta, y le dije:
—Ya has hecho mucho. Pero si quieres hacer más, podrías arreglarte y vestirte. Te llamaré por teléfono muy pronto si todo sale bien. Quizá me hagas falta entonces.
—Doc, espera. Me vestiré ahora y...
—No harás más que ponerte en medio, Carl.
Y me fui rápidamente antes de que pudiera insistir más. Si hubiera adivinado ya en que follón andaba yo metido, y la solemne tontería que iba a hacer, me habría dado un mamporro y me habría atado antes que dejarme marchar de allí.
Ya había una tenue luz grisácea, y ya no era necesario ir tanteando el camino. Me había olvidado de preguntarle a Carl qué hora sería otra vez, pero debían ser las cinco y cuarto.
Ahora corría un gran riesgo, podían verme Kates y sus ayudantes que seguían patrullando por ahí para buscarme, pero se me ocurrió que quizá lo hubieran dejado por el momento, convencidos de que me habría ocultado en algún sitio. Lo más probable es que concentraran ahora sus esfuerzos en las carreteras para evitar que saliera del pueblo. Y el salir del pueblo era el pensamiento mas alejado de mi mente.
Seguí por las callejas, igual que antes, de todos modos. Regresé por donde había venido, listo a esconderme en un garaje o detrás de un cubo de basura en cuanto oyera acercarse un coche. Pero no se oía ninguno. Las cinco y cuarto es una hora temprana incluso para Carmel City.
El supermercado no estaba abierto todavía. Envolví la culata de uno de los revólveres con el pañuelo, Stoeger el pistolero, me llaman, y rompí el cristal de una de las ventanas traseras. Hizo un ruido tremendo, pero en ese edificio no vive nadie, y tampoco me oyeron, o en cualquier caso, nadie se preocupó en absoluto.
Me introduje en el interior y comencé mis compras.
Líquido limpiador. De dos clases; me hacía falta uno que no fuera inflamable y, ahora que había pensado mejor en ello, una botella de la que llevaba los avisos de «Peligro. Manténgase lejos del fuego.»
Abrí dos y olían muy parecido. Eché el inflamable por un desagüe, y rellené el frasco con el líquido no inflamable.
También me aseguré de que no ardía; eché un poco en un trapo y traté de prenderle fuego. Quizá hubiera estado en consonancia con todo lo ocurrido que si aquel trapo hubiera ardido, y no hubiera sido capaz de apagarlo, le hubiera pegado fuego a todo el supermercado, y hubiera añadido un incendio premeditado al resto de las otras maravillas que había acumulado durante la noche. Pero el trapo no ardió más de lo que lo hubiera hecho si lo hubiera empapado de agua en lugar de haberlo hecho con el líquido limpiador que olía a gasolina.
Pensé detenidamente en qué otras cosas necesitaba, y fui bus-cándolas; rollos de cinta adhesiva, de una pulgada de ancho, una vela, y una pastilla de jabón. Había oído que una pastilla de jabón metida dentro de un calcetín constituye una buena cachiporra; el jabón es lo bastante blando como para atontar sin matar. Me quité uno de mis calcetines y me hice la cachiporra.
Tenía los bolsillos bien llenos cuando me fui del supermercado por la misma ventana por la que había entrado. En aquel momento era un criminal auténtico; ni se me pasó por la imaginación dejar dinero para pagar aquellas compras.
Ya era casi de día. Una clara aurora gris que parecía ser heraldo de un buen día, para algunos al menos; aunque si lo iba a ser o no para mí es algo que comprobaría pronto.
Seguí por los callejones, regresando por el camino previo, avanzando tres manzanas más allá de casa de Carl.
La de Al Grainger. Una casa de planta baja, con tres habitaciones, más o menos del tamaño de la mía.
Debían ser casi las seis. Estaría dormido, si es que dormía alguna vez. Y sin saber cómo pensé que tendría que estar dormido entonces. Había acabado de hacer todo lo que había hecho a las dos, cuatro horas antes. Lo que había hecho podía haberle impedido dormir durante un rato, pero no le habría hecho pasar la noche en vela.
Abrí la cancela, y suspiré aliviado al ver que tendría un problema resuelto, ya que la ventana de la alcoba no estaba cerrada. Daba al porche trasero, así que podía entrar con facilidad.
Me agaché y me introduje por ella. No hice mucho ruido, y Al Grainger, que dormía profundamente en la cama, no se despertó. Llevaba un revólver, el cargado, en la mano derecha y listo para usarlo si se despertaba.
Pero dejé fuera el campo visual la mano derecha y el arma cargada. Cogí el Inver-Johnson oxidado y descargado, el revólver que había sido usado como porra para matar a Miles y a Bonney, en la mano izquierda. Había pensado en hacer un experimento que si funcionaba, sería para mi la prueba absoluta de que Al era culpable. Si no era así, no tendría la prueba, pero no dejaba de probar nada, así que seguiría adelante de todos modos, pero no se perdía nada por probar.
La habitación estaba todavía mal iluminada, y extendí el brazo izquierdo para encender la lámpara que estaba junto a la cama. Quería que viera el revólver. Se agitó cuando se encendió la luz pero no se despertó.
—Al —le dije.
Entonces se despertó del todo. Se sentó en la cama y me miró atentamente. Le dije:
—Arriba las manos, Al.
Y le apunté con el revólver que tenía en la mano izquierda, quedándome lo bastante atrás como para que no pudiera echarse sobre mí, pero sí lo bastante cerca para que pudiera ver perfectamente el revólver a la luz pálida de la lámpara que había encendido.
Llevó la vista de mi cara al revólver, y de nuevo a mi cara. Apartó las mantas para levantarse de la cama. Me dijo:
—No seas imbécil, Doc. Ese revólver no está cargado y aunque lo estuviera no podría disparar.
Si necesitaba alguna prueba más, ahí la tenía.
Estaba empezando a mover los pies hacia el borde de la cama cuando puse la mano derecha, empuñando el otro revólver, a la vista, y le dije:
—Este está cargado y funciona.
Dejó de mover los pies. Me metí el revólver oxidado en el bolsillo de la chaqueta.
—Date la vuelta, Al.
Dudó un momento, y amartillé el revólver. Le estaba apuntando a metro y medio de distancia, demasiado cerca como para fallar si apretaba el gatillo, y demasiado lejos como para que se arriesgase a tratar de quitármelo, especialmente desde una postura bastante molesta como es la de estar sentado en la cama. Me daba cuenta de cómo estaba considerando las oportunidades que podía tener, fría e imparcialmente.
—Date la vuelta, Al —repetí.
Seguía mirándome pensativamente. Me daba cuenta perfectamente de lo que estaba pensando; si se daba la vuelta, iba a machacarle el cráneo con la culata del revólver, y cualesquiera que fueran mis intenciones, podría darle demasiado fuerte. Y si le mataba, no iba a servir de nada saber que me iban a acusar de otro asesinato más. Se lo repetí:
—Date la vuelta, y pon las manos a la espalda.
Vi como desaparecía parte de la tensión cuando le dije aquello. Si no iba más que atarle.
Se dio la vuelta. Me puse el revólver en la mano izquierda, y saqué la matraca improvisada que había hecho con el calcetín y la pastilla de jabón. Elevé una plegaria para que al dar el golpe fuera con la fuerza justa, y no le diera ni demasiado fuerte ni demasiado suave, y le aticé.
El ruido me asustó. Creí que lo había matado, y supe que no estaba disimulando porque cayó como un fardo en la cama y se oyó un golpetazo casi tan fuerte como el primero.
Y si hubiera estado disimulando podría haberme cogido totalmente desprevenido, porque me asusté tanto que bajé el revólver. No me lo podía meter en el bolsillo porque estaba montado y no sabía como desamartillarlo sin disparar. Así que lo dejé en la mesilla que estaba junto a la cama, y me agaché para buscarle el pulso. Seguía latiendo.
Cogí los rollos de cinta adhesiva del bolsillo y me puse a trabajar.
Le amordacé la boca para que no pudiera gritar, y le até las piernas juntándoselas en los tobillos y las rodillas. Le até con la cinta la muñeca izquierda al muslo izquierdo, y utilicé un rollo entero para unirle el brazo derecho por encima del codo al costado. Tenía que tener libre la mano derecha.
Encontré cuerda de tender la ropa en la cocina y lo até a la cama, consiguiendo, mientras lo hacía, ponerlo casi en posición sedente, apoyándolo en la cabecera de la cama.
Cogí una resma de papel, folios, de su escritorio, y los puse junto con mi propio bolígrafo al alcance de su mano derecha.
Y ya no podía hacer nada más que no fuera sentarme y esperar.
Diez minutos, quizás quince, ya estaba bastante claro fuera. Empecé a ponerme impaciente. Probablemente no había ninguna prisa; al Grainger nunca se levantaba temprano así que nadie le echaría en falta durante mucho tiempo, pero la espera era espantosa.
Cuando volví a la habitación ya estaba despierto. Tan comple-tamente recuperado que estuve totalmente seguro de que había estado fingiendo durante un rato, ganando tiempo. Trataba desesperadamente de quitarse con la mano derecha que tenía libre el adhesivo que sujetaba su mano izquierda al muslo.
Pero como tenía el brazo atado al costado hasta el codo, no había conseguido grandes progresos. Cuando cogí el revólver de la mesita de noche dejó de intentarlo. Me miró furibundo.
—Hola, Al. Estamos en el séptimo cuadro.
Ahora ya no tenía la más mínima prisa. Me senté cómodamente antes de proseguir.
—Escucha, Al, te he dejado libre la mano derecha para que puedas servirte del papel y del bolígrafo. Me gustaría que me escribieras algo. Te sostendré el apoyo para puedas leer lo que escribas. ¿O no te apetece mucho escribir, Al?
Se limitó a echarse ligeramente hacia atrás y a cerrar los ojos.
—Sólo quiero que escribas que mataste a Ralph Bonney y a Miles Harrison anoche. Que te llevaste mi coche y les saliste al paso cuando volvían de Neilsville, lo más probable es que fueras a pie habiendo dejado mi coche fuera de vista. Te conocían y detendrían el coche para dejarte subir. Así que te sentaste en la parte de atrás, y antes de que Miles, que es quien conducía, pudiera arrancar el coche, le machacaste la cabeza y seguidamente se la machacaste a Bonney. Luego pusiste sus cadáveres en mi coche y apartaste el suyo de la carretera. Y seguidamente fuiste hasta Wentworth place y cambiaste mi coche por el que me había llevado a mí hasta allá. ¿O quizá me equivoco en algún detalle, Al?
No respondió, pero tampoco esperaba que lo hiciese.
—Tendrás que escribir bastante, porque también quiero que expliques como contrataste a un actor para que se llamara Yehu-di Smith y me proporcionase una historia tan increíble que nadie me podría creer nunca. Quiero que confieses como hiciste para que me convenciese para que fuésemos a Wentworth place, también lo de la botella que dejaste allí y lo que contenía. Y que le advertiste que tenía que beber lo que contenía. Y también cómo se llamaba de verdad y qué hiciste con su cadáver.
—Supongo —proseguí—, que con eso será bastante, Al. No hace falta que escribas el motivo; eso resulta obvio después de que todos sepan tu relación con Ralph Bonney, pues se hará pública. Y tampoco tienes que comentar todos los detalles de cómo deshinchaste los neumáticos de mi coche para que no pudiera usarlo, o de cómo entraste en la imprenta para preparar la tarjeta con el nombre de Yehudi Smith poniendo en ella mi número de sindicato. Tampoco hará falta que expliques porqué me elegiste a mí para cargar con los asesinatos. De hecho, no me enorgullezco nada de esa parte. Me hace tener que avergonzarme un poco de lo que voy a tener que hacer para convencerte de que es muy conveniente que escribas todo lo que te acabo de decir.
Estaba un poco avergonzado, pero no lo bastante como para que me impidiese hacer lo que iba a hacer.
Cogí la botella de limpiador no inflamable que olía a gasolina, y la abrí.
También se abrieron los ojos de Al Grainger cuando me puse a echarlo por las sábanas y por su pijama. Había cogido la botella de tal forma que pudiera leer la advertencia de «Peligro», y si su vista era lo bastante buena, también los tipos más pequeños que ponían «Manténgase lejos del fuego.»
Vacié toda la botella, acabando por echar un buen charco cerca de una de sus rodillas para que pudiera verlo perfectamente. La habitación apestaba a gasolina.
Saqué la vela y un cortaplumas, y corté un trozo de vela como de medio dedo de la parte superior. Alisé la zona húmeda de la cama, y puse allí con gran cuidado el trozo de vela.
—Voy a encenderlo, Al, y será mejor que no te muevas mucho, porque en otro caso la tirarás. Y estoy seguro de que un pirófobo no tendría el más mínimo interés en que le pasara algo así. Y creo que tienes pirofobia, ¿no, Al?
Tenía los ojos como platos por el horror cuando encendí la cerilla. Si no hubiera tenido la boca bien tapada habría aullado de terror. Tenía rígidos todos los músculos del cuerpo.
Volvió a fingir un desmayo, quizá creyendo en que no seguiría adelante si estaba incosciente, si yo pensaba que se había desvanecido. Podía hacerlo con los ojos, pero los músculos del resto del cuerpo le traicionaban. No podía relajarlos aunque con ello hubiera podido salvar la vida.
Encendí la vela y volví a sentarme.
—Una pulgada de vela, Al. Quizás unos diez minutos si sigues estante tan quieto. Menos si te pones nervioso y mueves un dedo de la mano o del pie. Esa vela no tiene mucha estabilidad así, encima del colchón.
Abrió los ojos de nuevo, mirando a la vela que ardía, consu-miéndose hacia la sábana empapada, mirando lleno del más absoluto y completo terror. Me odie por lo que le estaba haciendo, pero de todos modos seguí con ello. Pensé en los tres hombres que había asesinado aquella noche y aquello me galvanizó. Además, después de todo el único peligro que Al corría estaba en su imaginación. Aquel charquito de la sábana en realidad lo que haría sería precisamente evitar que ardiera.
—¿Estás listo para escribir, Al?
Sus ojos horrorizados pasaron de la vela a mi rostro, pero no asintió; durante un instante pensé en que se había dado cuenta del farol que me había echado, pero inmediatamente me di cuenta de que la razón por la que no había asentido era porque tenía miedo de que el menor movimiento muscular hiciera caer la vela.
—De acuerdo, Al. Veremos si ya estás listo. Si no lo estás, volveré a poner la vela donde estaba, mientras la dejaré encendida así que no habrás ganado tiempo con ello.
Cogí la vela con gran cuidado y la deposité encima de la mesilla de noche.
Le presenté el papel. Empezó a escribir, y de pronto se detuvo; estiré el brazo para coger la vela. El bolígrafo volvió a moverse.
Después de un rato, le dije:
—Ya basta. Fírmalo.
Suspiré aliviado y fue hacia el teléfono. Carl Trenholm debía haber estado sentado junto al suyo: lo cogió casi antes de que hubiera dejado de sonar el primer timbrazo.
—¿Estás vestido y preparado?
—Naturalmente, Doc. ¿Qué tengo que hacer?
—He conseguido una confesión de Al Grainger. Quiero que llegue a manos de la ley para que sepan que soy inocente, pero no es nada recomendable para mi seguridad que se la lleve en persona. Kates me pegaría un tiro antes de leerla siquiera, y quizá también alguno de sus ayudantes. Tendrás que hacerlo por mí, Carl.
—¿Dónde estás? ¿En casa de Al?
—Sí.
—Voy para allá. Y llevaré a Ganzer para que detenga a Al. No pasa nada. Hank no disparará. He estado hablando con él y admite que otra persona pudo haber metido los cadáveres en tu coche. Y cuando le cuente que hay una confesión firmada por Grainger, escuchará.
—¿Y qué pasa con Kates? ¿Y cómo es que has estado hablando con Hank Ganzer?
—Estuvo aquí buscando a Kates. Kates le dejó para volver a la oficina hace una o dos horas, y no ha llegado a la oficina ni saben dónde está. Pero no te preocupes, Kates no se atreverá a disparar si estás conmigo y con Ganzer. Llegaré dentro de un momento.
Llamé por teléfono a Pete y le conté todo el infierno que había estado desencadenado y que, por fin, teníamos una noticia que podíamos usar, una incluso más grande que las que habíamos tenido que censurar. Me dijo que salía directamente para la imprenta para poner en marcha la caldera de la linotipia.
—Estaba a punto de salir, Doc. Son las siete y media.
Lo eran. Miré por la ventana y comprobé que ya era de día. Me senté y estuve temblando hasta que Carl y Hank llegaron.
Eran las ocho en punto cuando llegué a la oficina. Una vez que Hank hubo visto la confesión dejó que Carl y yo le convenciésemos para que Grainger acabara de explicar lo que hiciera falta a fin de poder sacar el periódico a tiempo. Me iba a llevar por lo menos un par de buenas horas escribir y redactar todo aquello, así que probablemente no entraría en prensa hasta algo más tarde de lo habitual.
Pete se puso a trabajar desmontando la primera página para hacerle espacio, y mucho. Llamé al restaurante para que nos enviasen unos termos grandes de café puro y caliente y me puse -a dar golpes en la máquina de escribir.
Sonó el teléfono y lo cogí.
—¿Doc Stoeger? Soy el doctor Buchanan, le llamo desde el manicómio. Fue tan amable ayer por la noche respecto a no publicar nada del asunto de la señora Griswald, de su fuga y captura, que he decidido que en justicia debería publicarlo, si aún está a tiempo.
—Aún hay tiempo. De todos modos, ya estamos retrasados para meterlo en prensas. Y gracias. ¿Pero cómo ha sido? Creí que la señora Griswald no quería que su hija, la de Springfield, se preocupara.
—Su hija ya lo sabe. Tiene una amiga aquí, una a la que fuimos a ver mientras buscábamos a nuestra paciente, que la llamó por teléfono y se lo contó todo. Ya ha llamado al manicómio para asegurarse de que su madre está bien. Así que como ella ya lo sabe, también puede usted publicar la noticia.
—Muy bien, doctor Buchanan. Muchas gracias por llamar.
De vuelta a la máquina de escribir. Llegó el café y me bebí casi una taza de un sorbo, y maldita sea que por poco me escalda la boca.
La noticia de lo del manicómio era breve y fácil de quitar de en medio, así que fue lo primero que escribí. Acababa de terminar de redactarla cuando volvió a sonar el teléfono.
—¿Señor Stoeger? Soy Ward Howard, director de la fábrica de pirotécnica. Tuvimos ayer tarde un pequeño accidente en la fábrica, y me gustaría que publicase algo sobre ello si no es demasiado tarde.
—No es demasiado tarde, siempre que el accidente haya sido en la sección de tracas romanas. ¿Es así?
—Ah, así que ya lo sabía. ¿Tiene ya detalles, o quiere que se los dé?
Dejé que me los diera y tomé nota y luego le pregunté que por qué querían que se publicara la noticia.
—Es un cambio de táctica, señor Stoeger. Ha habido rumores por el pueblo en el sentido de que han ocurrido varios accidentes, que no han ocurrido en realidad, pero que hay quien supone que han ocurrido y que se ha impedido que salgan en el periódico. Creo que mi sintaxis no ha sido muy clara. Lo que quiero decir es que hemos decidido que si se publica la verdad respecto a los accidentes que sí pasan de veras, servirá para acabar con los falsos rumores y los cuentos de viejas.
Le dije que lo entendía perfectamente y le di las gracias.
Bebí más café negro, y estuve trabajando un rato en la historia del asesinato de Bonney-Harrison-Smith, y luego prepararé la noticia de la sección de tracas romanas, y volví a ponerme con la gran noticia.
Ahora lo único que me hacía falta era...
Entró el capitán Evans de la policía del estado. Le miré atentamente mientras me sonreía.
—No me lo diga. Ha venido para decirme que puedo, después de todo, publicar la noticia del paseíto que dimos Smiley y yo con los dos gangsters y cómo Smiley capturó a uno y mató al otro. Es justo lo que me hace falta. Supongo que podré usar un par de líneas en la sección de anuncios por palabras.
Volvió a sonreír y acercó una silla. Se sentó en ella, pero no le presté atención, seguí tecleando.
Entonces se echó para atrás el sombrero y me dijo lentamente:
—Pues es exactamente eso, Doc.
Cometí cuatro errores de máquina en una palabra de tres letras, y entonces me di la vuelta y lo miré.
—¿Eh? Pero si yo se lo decía en broma.
—Quizá usted estuviera de broma, pero yo no. Puede publicar la noticia, Doc. Han cogido a Gene Kelley en Chicago hace dos horas.
Gemí de felicidad. Volví a mirarle con los ojos como platos y le dije:
—Bueno, pues ya puede largarse con viento fresco. Tengo mucho trabajo.
—¿No quiere el resto de la historia?
—¿Qué resto de la historia? No me hacen falta los detalles de cómo han cogido a Kelley; ya es bastante con que lo hayan hecho. Desde mi punto de vista, será una notita al punto de vista local, y el punto de vista local es lo que pasó aquí, en este condado, con George y Bat... y con Smiley y conmigo. Ahora, aire.
Escribí otra frase. Me dijo "Doc", y por la forma en que me lo dijo aparté las manos de la máquina de escribir y le miré.
—Doc, tranquilo. Es algo local. Hay algo que no le conté ayer por la noche porque era demasiado local y demasiado al rojo vivo. También le sacamos algo más a Bat Masters. No se dirigían directamente ni a Chicago ni a Gary. Iban a pasar la noche ocultos en un escondite de ladrones y bandidos, una granja de un tipo llamado George Dixon, en las colinas. Es un lugar aislado. Sabíamos que Dixon había sido un ladrón pero nunca nos imaginamos que se dedicara a tener un albergue de reposo para tipos que querían ocultarse una temporada. Fuimos allí ayer por la noche. Cogimos a cuatro criminales buscados en Chicago que estaban allí. Y encontramos, entre otras cosas, cartas y papeles que nos dieron la pista del sitio donde estaba Gene Kelley. Telefoneamos rápidamente a Chicago, y lo cogieron; así que ya puede publicar toda la noticia, porque el resto de los miembros de la banda ya no van a acudir a la cita en aquel hotel seguramente.
Pero nos basta con haber metido a Kelley en el saco, y al resto de los que encontramos al registrar la granja de Dixon. Y todo eso es local, Doc. ¿Quiere nombres y esas cosas?
Quería nombres y esas cosas. Agarré ferozmente un lápiz. En dónde iba a poder meter la noticia era algo que aún no sabía. Evans habló un rato mientras yo tomaba apuntes y notas hasta que tuve suficiente, y entonces le dije:
—Ahora, por favor, no me diga nada más. Ya es bastante y estoy empezando a volverme loco.
Se rió y se levantó.
—De acuerdo, Doc.
Se dirigió hacia la puerta y de pronto se dio la vuelta cuando ya estaba saliendo.
—Entonces es que no quiere saber cómo es que el comisario Kates ha sido arrestado.
Salió y ya estaba a media escalera cuando le alcancé y le hice volver.
Dixon, el que llevaba el escondite de bandidos, había estado pagando dinero de protección a Kates y tenían pruebas de ello. Cuando habían ido a hacer el registro Dixon pensó que Kates había jugado sucio, así que cantó. La policía del estado se dirigió entonces hacia el despacho de Kates, y lo detuvimos justo cuando iba a entrar en el edificio de los juzgados, a las seis en punto.
Pedí que mandaran más café.
Ya solamente hubo otra interrupción, que llegó justo antes de que nos pusiéramos a cerrar la edición a las once y media.
Clyde Andrews.
—Doc, quiero volver a darte las gracias por lo que hiciste anoche. Y para decirte que el chico y yo hemos tenido una larga conversación y que todo va a salir bien desde ahora.
—Eso está muy bien, Clyde.
—Y otra cosa, Doc; espero que no sean malas noticias para tí. Esto es: confío en que no te hubieras decidido a vender el periódico, porque he recibido un telegrama de mi hermano desde Ohio; va a aceptar por fin aquella oferta que le hicieron en el Oeste, así que lo del periódico ya no interesa. Lo siento si que es que te habías decidido a venderlo.
—Eso es maravilloso, Clyde. Pero espera un segundo. Voy a poner un anuncio en el periódico diciendo que está en venta.
Le di un grito a Pete que estaba al otro extremo de la nave:
—Eh, Pete, quita algo de donde sea y compon en tipos de cabe-cera: SE VENDE, EL CARMEL CITY CLARION. PRECIO: UN MILLÓN DE DÓLARES.
Y volví al teléfono.
—Has oído eso, Clyde?
Se rió.
—Me alegro que te lo tomes así, Doc. Oye, una cosa más: me acaba de llamar el señor Rogers. Me dice que acaba de darse cuenta de que los Scouts van a usar el gimnasio de la parroquia el martes próximo en lugar de éste. Así que podemos celebrar la subasta después de todo. Si no lo has metido aún en prensa, y si no tienes bastantes noticias...
Casi me ahogo al hacerlo, pero conseguí decirle que incluiríamos el aviso.
Llegué al bar de Smiley a las doce y media con el primer ejemplar salido de planchas en la mano. Sosteniéndolo con cuidado.
Lo puse con gran orgullo encima del mostrador. Le dije a Smiley:
—Lee. Pero antes una botella y un vaso. Estoy medio muerto y no pruebo gota desde hace casi seis horas. Estoy demasiado agotado para dormir. Así que necesito tres copas rápidamente.
Me tomé las tres mientras Smiley leía los titulares.
La habitación empezó a difuminarse un poco, así que me di cuenta de que sería mejor que me fuera a la cama, y deprisa. Le dije:
—Buenas noches, Smiley. Mmsido madavillossso conocerle. Tengo que...
Me dirigí hacia la puerta.
—Doc, deja que te lleve a casa en el coche.
Su voz venía de una lejanía de millas y millas. Le vi dar la vuelta al mostrador del bar.
—Doc, siéntate y espera hasta que llegue hasta ahí antes de que te caigas de morros y te abras la cabeza.
Pero la silla más cercana estaba lejísimos, cruzando el claribrillo, y los desliagilosos tovos girorroscaban hacia mí por la vaguaba. La advertencia de Smiley me había llegado al menos con medio segundo de retraso.
FIN