EL MAESTRO DEL PASADO (Robert Bloch)
Publicado en
octubre 23, 2020
Yo ya no sé qué hacer, palabra. A juzgar por el comportamiento de George, cualquiera creería que fue culpa mía. Cualquiera creería que ni siquiera vi nunca a aquel individuo. Cualquiera creería que robé su coche. Y sigue pidiéndome que se lo explique todo. Pero si se lo he contado ya docenas de veces... ¡y a los policías también! Además, ¿qué tengo que contarle? Él estuvo allí.Desde luego, la cosa carece de sentido. Ya lo sé y ojalá me hubiese quedado en casa aquel domingo. Ojalá le hubiera dicho a George que tenía otro compromiso cuando él me telefoneó. Ojalá le hubiese obligado a acompañarme al teatro en vez de ir a aquella playa. ¡George y su automóvil convertible! Por otra parte, cuando hace calor las piernas se pegan a aquellos asientos de cuero...
Pero hubiese tenido que verme el domingo, cuando él vino a buscarme. A juzgar por mi aspecto, parecía como si tuviera que llevarme a Florida o a cualquier otro lugar por el estilo. Me había puesto aquel conjunto negro nuevo que compré en Sterns, y me había aplicado un poco de decolorante Restora a los cabellos. Ya saben ustedes que George fue el primero en la oficina que empezó a llamarme "Blondie".
Finalmente, vino a buscarme alrededor de las cuatro y hacía aún calor y él había bajado la capota. Sospeché que acababa de lavar el coche, pues éste tenía un aspecto flamante.
—¿No crees que hace juego con tus cabellos? — me dijo.
Primero seguimos el Parkway y después salimos al Drive. Todo estaba lleno de automóviles. Por esto me preguntó si no sería mejor ir a la playa después de tomar algo.
Dije que sí y fuimos a "Luigi's", ese restaurante de pescado que hay al sur de la autopista. Es un lugar muy caro y presentan una de esas cartas en las que figura toda clase de mariscos y crustáceos, como percebes y tortugas.
Comí un filete con patatas fritas, y George tomó —no recuerdo; ¡ah, sí, ahora caigo!— pollo frito. Antes de comer tomamos un par de copas, y después nos sentamos dentro y bebimos otras dos. Hablábamos de la playa mientras esperábamos que se hiciera de noche y pudiéramos ir a nadar, puesto que no habíamos traído los trajes de baño.
Yo seguía la broma. George discurría alguna idea de las suyas. Y no crean que yo no sabía por qué me estaba invitando a beber con tanta insistencia. Cuando salimos, se detuvo en el bar y compró un litro de cerveza.
Estaba saliendo una luna casi llena y empezamos a cantar en el coche. Todo parecía más que satisfactorio. Por lo tanto, cuando él dijo que sería mejor no ir a la playa de siempre y que él conocía un rincón que estaba muy bien, yo pensé que por qué no.
Era una especie de cala pequeña y se podía aparcar junto al camino. Teníamos la arena allí mismo y era posible caminar largo trecho con el agua hasta la cintura.
Pero no era éste el motivo de que George hubiese elegido aquel sitio. A él no le interesaba contemplar el mar. Lo primero que hizo fue extender en el suelo una gran toalla de playa, lo segundo fue abrir la botella de cerveza, y lo tercero fue empezar a tontear conmigo.
Nada serio, ustedes ya me comprenden, sólo las tonterías de siempre. No es feo, a pesar de su nariz achatada, y seguimos bebiendo cerveza, de modo que la cosa resultaba bastante romántica. Me refiero a la luna y todo eso.
No le paré los pies hasta que empezó a ponerse pesado de veras. Incluso tuve que soltarle un buen tortazo antes de que se diera cuenta de que yo no bromeaba.
—¡Basta ya! — le dije—. Fíjate en lo que has hecho. Has desgarrado mi pañuelo de cuello.
—Mujer, ya te compraré otro —contestó él—. Vamos, nena.
Trató de agarrarme otra vez, pero yo le di con fuerza en un lado de la cabeza. Por un momento pensé que iba a enfurecerse de veras, pero supongo que estaba ya un poco bebido y empezó a decirme que lo sentía mucho y que él sabía que yo no era de ésas, pero que él estaba loco por mí.
Casi me eché a reír; están todos tan graciosos cuando se ponen de este modo. Pero pensé que sería mejor fingir un poco y me hice la enfadada, como si no me hubiesen insultado de aquel modo en toda mi vida.
Entonces él dijo que podíamos tomar otra copa y olvidarlo todo, pero la botella de cerveza ya estaba vacía. Me propuso llegarse a la carretera y comprar más. O bien, si yo quería, ir los dos a una taberna.
—¿Con todas estas señales en el cuello? — le dije—. ¡Desde luego que no! Si quieres más, ve a buscarla.
Dijo que sí, y que volvería dentro de cinco minutos. Y se marchó.
Así fue como me quedé sola, y entonces ocurrió aquello. Estaba sentada en la toalla, contemplando el mar, cuando observé aquella especie de movimiento. Primero me pareció como si fuese un tronco, pero al acercarse más me di cuenta de que era alguien que nadaba a gran velocidad.
Seguí observando y no tardé en ver que era un hombre que se dirigía hacia la playa. Se acercó tanto que pude ver cómo se levantaba y empezaba a vadear. Era alto, muy alto, como uno de esos jugadores de baloncesto, pero nada tenía de delgado. Y entonces vi que no llevaba bañador de ninguna clase. ¡Ni siquiera un taparrabos!
Bueno, ¿y qué podía hacer yo? Juzgué que no me habría visto, y además, no iba a echarme a correr y a gritar. Tampoco me habría oído nadie. Estaba allí sola. Por consiguiente, seguí sentada y esperé a que él saliera del agua y se alejara de la playa.
Pero no se marchó. Salió del agua y se encaminó derecho hacia mí. Imaginen, allí estaba yo sentada, y allí estaba él, chorreando y sin ninguna clase de ropa. Sin embargo, me dirigió un gran saludo, como si no sucediera nada de particular. Al sonreír estaba francamente guapo.
—Buenas noches —dijo—. ¿Puedo saber dónde me hallo, señorita?
Se lo expliqué y él asintió. Después, al observar mi modo de mirarle, me preguntó:
—¿Le molestaría prestarme esa toalla?
¿Qué otra cosa podía hacer yo? Me levanté, le di la toalla y él la arrolló a su cintura. Fue entonces cuando me fijé en la bolsa que llevaba en la mano. Era de una especie de plástico y no sabría decir qué contenía.
—¿Qué se ha hecho de su bañador? — le pregunté.
—¿Bañador? — Lo dijo de una manera que parecía como si nunca hubiese oído hablar de tal cosa. Después sonrió otra vez y dijo—: Lo siento. Supongo que lo he perdido.
—¿De dónde sale usted? — pregunté—. ¿Tiene alguna lancha aquí cerca?
Estaba muy bronceado y parecía uno de esos individuos que se pasan el día en el Club Náutico.
—Sí. ¿Cómo lo sabe? — dijo.
—¿De dónde saldría, si no fuese así? — repliqué—. Es lógico suponerlo.
—Así es.
Eché un vistazo a la bolsa.
—¿Qué lleva aquí? — inquirí.
Abrió la boca para contestarme, pero no tuvo tiempo, pues de pronto llegó George corriendo. Yo no había visto los faros ni había oído el motor del coche, pero allí estaba él, furioso y con una botella en la mano, dispuesto a entrar en acción. ¡Todo un carácter!
—¿Qué diablos ocurre aquí? — gritó.
—Nada —contesté yo.
—¿Quién es ese tipo? ¿De dónde ha salido? — vociferó George.
—Permítame que me presente —dijo el tipo—. Me llamo John Smith y...
—¿Conque John Smith, eh? — aulló George, añadiendo algunas palabras que no repetiré—. Vamos a ver, sepamos lo que ocurre aquí. ¿Qué estabais haciendo los dos?
—No estábamos haciendo nada —contesté—. Este hombre estaba nadando y ha perdido su bañador, por esto ha pedido prestada la toalla. Tiene una embarcación cerca de aquí y...
—¿Dónde? ¿Dónde está la embarcación? ¡Yo no veo ninguna embarcación! — A decir verdad, tampoco la veía yo, pero George no esperó respuesta alguna—. ¡Oiga, devuélvame esa toalla y lárguese de aquí!
—No puede —expliqué yo—. No lleva nada encima.
George se quedó con la boca abierta y después blandió la botella.
—Está bien, amigo. En este caso se vendrá con nosotros. — Me dirigió una mirada llena de astucia—. ¿Sabe lo que estoy pensando? Tengo la impresión de que aquí hay gato encerrado. Este individuo puede ser incluso uno de esos espías que los rusos nos mandan desde sus submarinos.
Así es George. Desde que los periódicos hablan de la posibilidad de una guerra, él ve comunistas en todas partes.
—Empiece a hablar —ordenó—. ¿Qué hay en esa bolsa?
El hombre se limitó a mirarle y a sonreír.
—Muy bien, ya veo que desea pasar por el aro. No tengo inconveniente. Coja la bolsa, amigo. Vamos a visitar a la policía. Vamos, antes de que tenga motivos para acordarse de mí.
Agitó amenazadoramente la botella.
El hombre se encogió de hombros y después miró a George.
—¿Tiene un automóvil? — preguntó.
—¡Claro! ¿Me ha tomado por Paul Revere? — exclamó George.
—¿Paul Revere? ¿Todavía vive?
El desconocido bromeaba, pero George no supo comprenderlo.
—Cállese y vamos de una vez —dijo—. Tengo el coche aquí mismo.
El hombre contempló el coche. Después hizo un gesto de asentimiento y miró a George.
Esto es todo cuanto hizo. Lo prometo. Sólo le miró.
No hizo ninguno de esos pases tan raros que hacen los hipnotizadores con las manos, ni dijo palabra. Sólo le miró, sin dejar de sonreír. Su rostro no sufrió ningún cambio.
En cambio, el rostro de George sí cambió. Fue como si se petrificase de repente. Y lo mismo le ocurrió a su cuerpo. Sus manos perdieron toda fuerza y la botella cayó y se rompió. Fue como si George no pudiera moverse.
Abrí la boca, pero el individuo me miró y juzgué mejor no decir nada. De pronto, sentí frío y no supe lo que pasaría si seguía mirándome.
Por lo tanto, me quedé donde estaba y entonces aquel hombre se acercó a George y lo desnudó. George era como uno de esos maniquíes que se ven en los escaparates de los almacenes. Después, aquel individuo se puso todas las ropas de George y tapó a George con la toalla. Pude observar que llevaba la bolsa de plástico en una mano y las llaves del coche de George en la otra.
Me dispuse a gritar, pero el desconocido volvió a mirarme y no pude. No estaba paralizada como George, ni mucho menos, pero por más que me esforcé no conseguí gritar. Y además, ¿de qué hubiera servido?
Porque aquel hombre se dirigió al camino, subió al coche de George y se alejó tan campante. No dijo ni una palabra más ni miró atrás. Se limitó a largarse.
Entonces pude gritar, y lo hice a conciencia. Seguía gritando cuando George recuperó los sentidos. Pensé que iba a sufrir un ataque de apoplejía o algo por el estilo.
Bien, tuvimos que regresar a pie. Había más de cinco kilómetros hasta el puesto de policía de la autopista, y me hicieron contar toda la historia una docena de veces. Anotaron la matrícula del coche de George y aún siguen buscándolo. Y el sargento opinó que tal vez George tuviera razón en lo de los comunistas.
Pero él no había presenciado la mirada que aquel individuo dirigió a George. ¡Cada vez que pienso en ella, me estremezco!
Fin