HONOR ENTRE LADRONES (Jeffrey Archer)
Publicado en
mayo 12, 2023
Conocí a Sefton Hamilton en agosto del año pasado, cuando mi esposa y yo fuimos a cenar a casa de Henry y Suzanne Kennedy, en Warwick Square.
Hamilton era uno de esos pobres hombres que han heredado una inmensa fortuna y poco más. Consiguió convencernos rápidamente de que tenía poquísimo tiempo para leer y ninguno en absoluto para ir al teatro y a la ópera. Lo cual no le impedía, sin embargo, opinar sobre cualquier tema, desde Shaw a Pavarotti, desde Gorbachov a Picasso. Todavía no entendía, por ejemplo, de qué se quejaban los parados cuando su subsidio era poco menos de lo que él tenía que pagar actualmente a los empleados de su finca. Además, se lo gastaban en el bingo y en bebida, nos aseguró.
Lo de la bebida me lleva al otro invitado a la cena aquella noche: Freddie Barker, presidente de la Asociación del Vino, que se sentaba frente a mi esposa y que, al contrario que Hamilton, casi no abrió la boca en toda la velada. Henry me había dicho por teléfono que Barker no sólo había conseguido estabilizar económicamente la asociación sino que, además, estaba reconocido como una de las primeras autoridades en la materia. Yo esperaba que nos diera datos útiles de sus conocimientos. Cada vez que se le permitía meter baza en la conversación, Barker demostraba saber lo suficiente del tema tratado para convencerme de que sería interesantísimo que Hamilton se callara el tiempo suficiente para dejarle hablar.
Mientras nuestros anfitriones nos obsequiaban, de entrada, con un soufflé de espinacas que se deshacía en la boca, Henry dio la vuelta a la mesa, sirviéndonos una copa de vino a todos.
Barker olió la suya detenidamente.
—Es muy apropiado que en el bicentenario bebamos un Chablis australiano de tan excelente cosecha. Estoy seguro de que sus blancos no tardarán en obligar a los franceses a no dormirse en los laureles.
—¿Australiano? — preguntó Hamilton incrédulo, mientras posaba el vaso—. ¿Cómo puede llegar una nación de bebedores de cerveza a dominar siquiera las nociones elementales para fabricar un vino medianamente bueno?
—Creo que descubrirá usted —empezó a decir Barker— que los australianos...
—¡Y tanto que bicentenario! — prosiguió Hamilton—. Hay que ver las cosas como realmente son: lo único que celebran son doscientos años de libertad condicional —sólo el propio Hamilton se rió—. Yo seguiría enviando allí a todos nuestros delincuentes, si tuviera la menor posibilidad.
Ninguno de los presentes lo dudamos.
Hamilton bebía con recelo, como si temiera que le envenenaran; luego empezó a explicar por qué, según su meditada opinión, eran tan benevolentes los jueces con los rateros. Pronto me di cuenta de que me concentraba más en la comida que en el aluvión de opiniones de mi compañero de mesa.
Me gusta mucho el Beef Wellington, y Suzanne hace una pasta que no se desmiga al cortarla, y la carne le queda tan tierna que al acabar la primera ración uno piensa en Oliver Twist. Desde luego me ayudó a soportar el dogmatismo de Hamilton. Barker consiguió introducir un comentario laudatorio sobre el clarete, entre los comentarios de Hamilton sobre las posibilidades de que Paddy Ashdown revitalizara el partido liberal, y acerca de la función de Arthur Scargill en el movimiento sindical, sin dar a nadie ocasión de replicarle.
—Yo no permito a mis empleados pertenecer a ningún sindicato —declaró Hamilton, vaciando su copa—. Yo dirijo a un grupo de gente no agrupada.
Volvió a reír de su propio chiste y alzó la copa vacía como si fuera a llenarse por arte de magia. En realidad, para vergüenza de Hamilton, que ni siquiera se fijó, se la llenó Henry con gran discreción. En la breve pausa que siguió, mi esposa indicó que tal vez el movimiento sindical hubiera surgido como respuesta a una auténtica necesidad social.
—Bobadas, señora —rechazó Hamilton—. Con todos mis respetos, le diré que los sindicatos han sido el factor más importante de la decadencia de la Gran Bretaña, como ya sabemos. No se interesan más que por ellos mismos. Sólo hay que pensar en Ron Todd y en todo el fracaso de la Ford para darse cuenta de ello.
Suzanne empezó a retirar los platos y advertí que aprovechaba la ocasión para dar un codazo a Henry, que se apresuró a cambiar de tema.
Poco después llegó el merengue de frambuesas glaseado, con salsa espesa. Daba pena cortar semejante obra de arte, pero Suzanne partió cuidadosamente seis raciones generosas como una niñera cuidando a sus niños, mientras Henry descorchaba un Sauternes de 1981. Barker se lamió literalmente los labios por adelantado.
—Y algo más —estaba diciendo Hamilton—. La primera ministra ha metido a demasiados blandengues indecisos en su Gobierno, para mi gusto.
—¿Por quien los sustituiría usted? — preguntó Barker cándidamente.
A Herodes le hubiera resultado fácil convencer a todos los caballeros propuestos por Hamilton de que la matanza de los inocentes era sólo una ampliación, justificada, del programa de protección de la infancia.
De nuevo me interesaban más las obras culinarias de Suzanne, sobre todo cuando me permitían un exceso. Iba a servirse cheddar como último plato. Nada más probarlo supe que lo habían comprado en la granja Alvios Brother's de Keysham.
Todos somos especialistas en algo, y lo mío es el cheddar.
Para tomarlo con el queso, Henry sacó un oporto que sería la culminación de la velada.
—Sandeman 1970 —le dijo en un aparte a Barker, mientras servía las primeras gotas en la copa del experto.
—Claro, por supuesto —confirmó Barker, llevándose la copa a la nariz—. Lo habría reconocido en cualquier parte. Calidez típica de Sandeman pero con auténtico cuerpo. Supongo que habrás guardado algo, Henry —añadió—. Lo apreciarás aún más en la vejez.
—Parece que entiende usted algo de vinos, ¿no es así?
Era la primera pregunta que Hamilton se dignaba hacer en toda la noche.
—No exactamente —empezó a decir Barker—. Pero yo...
—Todos ustedes son una pandilla de farsantes, todos —le interrumpió Hamilton—. Olfatean y revuelven, saborean y escupen, luego sueltan su jerigonza y esperan que nos la traguemos. Cuerpo y calidez, ¡maldita sea! Yo no me dejo engañar así como así.
—Nadie lo pretendía —declaró Barker, un poco ofendido.
—Ha estado intentando engañarnos durante toda la noche —replicó Hamilton— con su rollo de «Claro, desde luego, lo habría reconocido en cualquier parte». Vamos, admítalo.
—No pretendía indicar... —farfulló Barker.
—Si quiere se lo demostraré —le desafió Hamilton.
Los cinco miramos fijamente al desagradable invitado, y por primera vez en toda la velada me pregunté qué iría a decir ahora.
—He oído —prosiguió Hamilton— que Sefton Hall se ufana de poseer una de las mejores bodegas de Inglaterra. Se ocuparon de ella mi padre, y su padre antes que él, pero he de confesar que yo no he tenido tiempo para continuar la tradición —Barker asintió con un cabeceo—. Pero mi mayordomo sabe perfectamente lo que me gusta. Así que le invito a usted, caballero, a comer conmigo el sábado que viene...; no, el siguiente, y en la comida someteré a su criterio cinco vinos de las mejores cosechas. Y le propongo una apuesta —añadió, mirando fijamente a Barker—. Quinientas libras a cincuenta la botella (estoy seguro de que le parecerá una apuesta tentadora) a que no acierta ni un vino.
Hamilton se dirigió a continuación agresivamente al distinguido presidente de la Asociación del Vino.
—La suma es tan elevada que yo no podría...
—No está dispuesto a aceptar el desafío, ¿eh, Barker? Entonces, caballero, quedará como un cobarde además de como un farsante.
Tras una tensa pausa, Barker contestó:
—Como usted quiera, caballero. Creo que no me queda más alternativa que aceptar.
Una sonrisa satisfecha asomó a la cara del otro individuo.
—Usted deberá asistir como testigo, Henry —propuso Hamilton, volviéndose a nuestro anfitrión—. ¿Y por qué no lleva a ese tipo que escribe? — añadió, señalándome—. Así tendrá realmente algo sobre lo que escribir, para variar.
Por su comportamiento, era evidente que a Hamilton le daba completamente igual lo que opinaran nuestras esposas. Mary me dirigió una sonrisa irónica.
Henry me miró nervioso, pero yo estaba contento de poder presenciar aquel drama. Asentí con un cabeceo.
—Muy bien —concluyó Hamilton, levantándose, con la servilleta aún al cuello—. Espero verles a los tres en Sefton Hall del próximo sábado en una semana. ¿Les parece bien a las doce y media?
Hizo una inclinación a Suzanne.
—Lo siento, pero creo que no podré acompañarles —se excusó ella, despejando toda posible duda de que se la incluyera en la invitación—. Los sábados como siempre con mi madre.
Hamilton hizo un gesto con la mano para indicar que le tenía sin cuidado que fuera o no.
Cuando por fin se fue el extraño invitado, permanecimos unos minutos sentados en silencio, hasta que Henry hizo la siguiente declaración:
—Lo lamento. Su madre y mi tía son viejas amigas y ella me ha pedido varias veces que le invite a cenar. Creo que esta ha sido la primera y la última vez.
—No te preocupes —dijo Barker—. Haré todo lo posible por no defraudarte. Y a cambio de tan extraordinaria hospitalidad, ¿seríais tan amables los dos de acompañarme la noche del sábado? Hay un sitio cerca de Shefton Hall al que quiero ir hace bastante tiempo, el Hamilton Arms. Me han dicho que la comida está bien, pero que la carta de vinos es... —vaciló— sensacional, según los expertos.
Henry y yo comprobamos nuestras respectivas agendas, y aceptamos encantados su invitación.
En los días que siguieron, pensé muchísimo en Shefton Hamilton, y aguardaba la comida con una mezcla de recelo y expectación. El sábado de la comida por la mañana, fuimos los tres en el coche de Henry a Shefton Park y llegamos algo pasadas las doce y media. Bueno, en realidad, cruzamos las sólidas puertas de hierro forjado a las doce y media exactamente, pero no llegamos a la puerta principal de la casa hasta las doce treinta y siete.
Antes de que nos diera tiempo a llamar, un individuo alto y elegante, con frac, cuello de pajarita y corbata de lazo, abrió la gran puerta de roble. Se presentó como Adams, el mayordomo. Nos acompañó al salón de mañana, donde nos dio la bienvenida un gran fuego de leña. Sobre el hogar colgaba el retrato de un individuo huraño que supuse el abuelo de Sefton Hamilton. En las otras paredes había un gran tapiz de la batalla de Waterloo y un enorme óleo de la guerra de Crimea. Había muebles antiguos por todas partes, y la única escultura que se veía era la de una figura griega lanzando un disco. Observando la estancia, pensé que únicamente el teléfono pertenecía a nuestro siglo.
Sefton Hamilton irrumpió en la habitación como un vendaval en una desdichada ciudad costera. Se colocó inmediatamente de espaldas al fuego, bloqueando así todo el calor del que pudiéramos estar disfrutando.
—¡Whisky! — gritó cuando volvió a aparecer Adams—. ¿Barker?
—Para mí, no —rechazó Barker, Con una leve sonrisa.
—Ah, quiere conservar las papilas gustativas en el punto de máxima sensibilidad, ¿eh?
Barker no contestó. Antes de pasar a comer nos enteramos de que la finca tenía una extensión de casi tres mil hectáreas y algunas de las mejores zonas de caza de fuera de Escocia. La mansión tenía ciento doce habitaciones, en algunas de las cuales Hamilton no había entrado desde que era pequeño. Y el tejado, nos dijo finalmente, medía sesenta áreas, dato este que se me grabó en la memoria, pues es el tamaño de mi jardín.
El gran reloj de pared del rincón dio la una.
—Hora de empezar la prueba —declaró Hamilton, y salió del salón como un general que da por sentado que sus soldados le seguirán. Le seguimos, en efecto, a lo largo de los treinta metros de pasillo hasta el comedor. Allí, los cuatro ocupamos nuestros respectivos lugares en torno a la mesa de roble del siglo xvII, con espacio suficiente para veinte comensales.
Adornaban el centro de la mesa dos garrafas georgianas y dos botellas sin etiqueta. La primera botella estaba llena de vino blanco claro; la primera garrafa contenía vino tinto; la segunda botella, un vino blanco de color más fuerte; y la segunda garrafa, una sustancia rojiza. Junto a cada recipiente había una tarjeta en blanco. Y a su lado un fajo de billetes de cincuenta libras.
Hamilton ocupó su lugar a la cabecera y Barker y yo nos acomodamos a los lados, dejando para Henry el último sitio al otro extremo de la mesa.
El mayordomo permanecía de pie un paso detrás de la silla de su amo. Hizo un gesto con la cabeza y aparecieron cuatro camareros con el primer plato. Colocaron delante de cada uno de nosotros una tarrina de pescado con gambas. Adams, tras un gesto de su amo, cogió la primera botella y llenó la copa de Barker. Éste esperó que el mayordomo rodeara la mesa y llenara las tres copas restantes para iniciar su ritual.
Primero dio vueltas al vino mientras lo observaba atentamente. Luego lo olió. Vaciló y adoptó una expresión de sorpresa. Tomó un sorbo.
—Mmmm —dijo al fin—. He de reconocer que es todo un reto.
Volvió a olerlo para asegurarse. Luego alzó la vista y sonrió satisfecho. Hamilton le miraba con fijeza, la boca ligeramente abierta, aunque guardaba un silencio insólito en él. Barker bebió otro sorbo.
—Montagny Tete de Cuvée 1985 —declaró, con la seguridad del experto—. Embotellado por Louis Latour.
Miramos a Hamilton, que tenía una expresión acongojada.
—Tiene razón —admitió Hamilton—. Fue embotellado por Latour. Pero eso es tanto como decirnos que Heinz embotella zumo de tomate. Y como mi padre murió en 1984, puedo asegurarle, caballero, que está equivocado.
Se volvió a mirar a su mayordomo para que confirmara sus palabras. El rostro de Adams era inescrutable. Barker volvió la tarjeta. Decía: «Chevalier Montrachet Les Demorselles 1983». Se quedó mirando la tarjeta, perplejo, sin poder dar crédito a sus ojos.
—Un fallo y faltan tres —añadió Hamilton, ajeno a la reacción de Barker.
Volvieron a aparecer los camareros, que retiraron los platos del pescado, reemplazándolos al momento por urogallo poco hecho. Barker no habló mientras servían a sus compañeros. Se limitaba a mirar fijamente las otras tres botellas sin oír siquiera al anfitrión decir a Henry que sus invitados asistirían a la primera cacería de la temporada la próxima semana. Recuerdo que los nombres correspondían más o menos a los que Hamilton había indicado en casa de Henry como los componentes de su gobierno ideal.
Barker mordisqueaba un trozo de carne de urogallo mientras esperaba que Adams llenara una copa de la primera jarra. No había terminado el primer plato, tras su fracaso inicial; se limitó a tomar algún que otro trago de agua.
—Ya que Adams y yo nos pasamos buena parte de la mañana seleccionando los vinos para esta pequeña prueba, esperemos que lo haga mejor esta vez —dijo Hamilton, sin poder disimular su satisfacción.
Barker empezó una vez más a revolver el vino. Parecía tomarse más tiempo esta vez, oliéndolo varias veces antes de llevarse la copa a los labios y, finalmente, tomar un sorbo.
Una sonrisa de reconocimiento inmediato afloró a su rostro y anunció sin vacilación.
—Cháteau la Louviére 1978.
—Esta vez ha acertado usted el año, caballero, pero ha insultado al vino.
Barker volvió inmediatamente la tarjeta y la leyó perplejo: Cháteau Lafite 1978. Hasta yo sabía que era uno de los mejores claretes que uno podía aspirar a probar. Barker se sumió en un prolongado silencio y siguió mordisqueando su comida. Hamilton parecía estar disfrutando del vino casi tanto como del resultado de la apuesta hasta el momento.
—Cien libras para mí, nada para el presidente de la Asociación del Vino —nos recordó.
Henry y yo, desconcertados, procuramos que la conversación no decayera hasta que nos sirvieron el tercer plato: un soufflé de limón y lima que ni en presentación ni en finura podía compararse con ninguno de los que preparaba Suzanne.
—¿Pasamos a la tercera botella? — preguntó Hamilton animosamente.
Adams volvió a coger una jarra y empezó a servir el vino. Me sorprendió ver que derramaba un poco al llenar la copa de Barker.
—Pero ¡qué zoquete! — rugió Hamilton.
—Lo lamento, señor —se excusó Adams.
Limpió con una servilleta la gota que había derramado, y mientras lo hacía, miraba a Barker con una expresión tan desesperada, que tuve la certeza de que no guardaba relación con haber derramado el vino. Sin embargo, guardó silencio mientras seguía sirviéndonos a todos.
Barker pasó una vez más por todo el ritual: revolver el vino, olfatearlo y, por último, saborearlo. Esta vez tardó aún más que la anterior. Hamilton se impacientaba y tamborileaba con sus dedos regordetes la gran mesa de la época de Jacobo I.
—Es un Sauternes —empezó a decir Barker.
—Eso lo sabe cualquier lelo. Yo quiero saber el año y la cosecha.
Su invitado vacilaba.
—Cháteau Guiraud 1976 —dijo categóricamente.
—Por lo menos es usted consecuente. Se equivoca siempre.
Barker volvió la tarjeta.
—Cháteau d'Yquem 1980 —leyó, incrédulo.
Era una cosecha que yo sólo había visto al final de las cartas de vinos de los restaurantes caros y que nunca había tenido el privilegio de probar. Me extrañó muchísimo que Barker se equivocara con la Mona Lisa de los vinos. Se volvió bruscamente a Hamilton para protestar y tuvo que ver a Adams, de pie tras su amo, toda su figura de uno noventa temblando de pies a cabeza, tal como le veía yo. Yo quería que Hamilton saliera del comedor para poder preguntarle a Adams la causa de su espanto, pero el dueño de Sefton Hall estaba en pleno acoso.
Barker miró fijamente al mayordomo un minuto más y, percibiendo su malestar, bajó los ojos y no aportó ni una palabra a la conversación hasta que, veinte minutos después, se sirvió el oporto.
—Su última oportunidad de evitar la humillación absoluta.
Presentaron a los invitados una tabla de quesos con diversas variedades y cada uno eligió a su gusto... Yo, por supuesto, escogí cheddar, y podría haberle dicho a Hamilton que no era de Somerset. Mientras tanto, el mayordomo, que ahora estaba tan blanco como un sábana, sirvió el oporto. Empezaba a preguntarme si no se iría a desmayar, pero consiguió llenar las cuatro copas y volvió a colocarse un paso detrás de su amo. Hamilton no hizo ningún comentario impropio.
Barker bebió el oporto, sin molestarse en todos los preliminares de las veces anteriores.
—Taylors... —empezó a decir.
—Exactamente —aprobó Hamilton—. Pero como sólo hay tres proveedores de oporto decentes en el mundo, lo importante es el año... como usted, desde su elevada posición, debe saber muy bien, señor Barker.
—Mil novecientos setenta y cinco —dijo con firmeza Freddie, y levantó en seguida la tarjeta. «Taylors 1927» leyó sin vacilación.
Barker miró de nuevo fijamente a su anfitrión, que se partía de risa. El mayordomo miró a su vez al invitado con expresión atormentada. Barker dudó sólo un momento. Luego, sacó un talonario del bolsillo interior de la chaqueta. Extendió un cheque a nombre de Sefton Hamilton por 200 libras. Lo firmó y, sin una sola palabra, se lo pasó sobre la mesa a su anfitrión.
—Esto es sólo la mitad de la apuesta —protestó Hamilton, saboreando su triunfo.
Barker se levantó, hizo una pausa y declaró:
—Soy un farsante.
—Lo es usted realmente, caballero —confirmó Hamilton.
Tras haber pasado tres de las horas más desagradables de mi vida, conseguí escapar de allí con Henry y Freddie Barker poco después de las cuatro. Los tres guardamos silencio mientras nos alejábamos de Sefton Hall en el coche de Henry. Tal vez tanto Henry como yo creíamos que el primer comentario correspondía a Barker.
—Me temo, caballeros —dijo al fin—, que no voy a ser una buena compañía durante las horas siguientes, así que, con su permiso, daré un paseo rápido y me reuniré con ustedes a la hora de la cena en el Hamilton Arms, hacia las siete y media. He reservado mesa para las ocho.
Y sin añadir nada más, Barker indicó a Henry que detuviera el coche, y ambos le vimos bajar y encaminarse a un sendero que discurría por el campo. Henry no volvió a poner el coche en marcha hasta que su amigo se hubo perdido completamente de vista.
Yo estaba completamente del lado de Barker, aunque seguía desconcertado por todo el asunto.
¿Cómo podía un experto como Barker cometer tales errores de bulto? Después de todo, yo podía leer una página de Dickens y saber que no era de Graham Greene.
Me parecía que, al igual que el doctor Watson, necesitaba que me explicaran mejor el asunto.
Cuando Barker llegó aquella noche, nos encontró sentados en torno al fuego del bar privado del Hamilton Arms. Eran poco más de las siete y media. Parecía bastante más animado después del ejercicio. Habló de cosas intrascendentes sin mencionar una sola vez lo sucedido en la comida.
Unos minutos después me volví para comprobar la hora en el reloj que había sobre la puerta, y vi al mayordomo de Hamilton sentado en el bar en animada conversación con el mesonero. No le hubiera prestado mayor atención de no haber notado, cuando señaló en nuestra dirección, la misma expresión aterrada que había visto anteriormente. El mesonero parecía tan inquieto como él, como si un inspector de hostelería acabara de declararle culpable de engañar a los clientes. Tomó unas cartas y se dirigió con ellas a nuestra mesa.
—No nos hace falta carta —dijo Barker—. Su fama le precede. Seguiremos su consejo. ¿Qué nos sugiere?
—Gracias, caballero —dijo, y pasó a nuestro anfitrión la carta de vinos.
Barker estudió la lista encuadernada en cuero. Al cabo de un buen rato, asomó a su cara una amplia sonrisa.
—Creo que vale más que usted elija también los vinos. Tengo la impresión de que sabe exactamente lo que esperamos.
—Desde luego, señor —dijo el mesonero cuando Freddie le devolvió la lista de vinos, ante mi absoluto desconcierto, pues recordaba que aquella era la primera visita de Barker al local, según nos había dicho.
El mesonero fue a las cocinas mientras nosotros seguíamos charlando, y no volvió hasta unos quince minutos después.
—Su mesa está preparada, caballeros.
Le seguimos a un comedor contiguo. Sólo tenía unas doce mesas, pero el que la nuestra fuera la única vacía indicaba claramente la fama del local.
El mesonero había elegido una cena ligera: consomé, seguido de finas tajadas de pato, como si supiera que no habríamos podido tomar una cena más pesada después de la comida en la mansión de Sefton.
También me sorprendió bastante el hecho de que nos sirvieran todos los vinos en jarras, lo que me hizo suponer que había elegido los vinos de la casa. Admito que todos ellos me parecieron, pese a mi paladar inexperto, mucho mejores que los que nos ofreció Sefton aquel mismo día. Barker parecía deleitarse a cada sorbo y, en una ocasión, dijo elogiosamente:
—Este es el auténtico.
Al final de la velada, cuando ya habían recogido la mesa, nos sentamos cómodamente a saborear un excelente oporto y a fumar unos puros.
Y fue precisamente entonces cuando Henry mencionó a Hamilton por primera vez.
—¿No va a aclararnos el misterio de lo que ocurrió realmente hoy en la comida? — preguntó.
—Ni yo mismo lo sé aún a ciencia cierta —fue la respuesta de Barker—, aunque de una cosa sí estoy seguro: el padre del señor Hamilton era una persona que conocía sus vinos, pero no así su hijo.
Yo hubiera presionado a Barker para que siguiera con el tema, de no haberse acercado en aquel momento el mesonero.
—Una cena exquisita —le dijo Barker—. Y en cuanto al vino, absolutamente excepcional.
—Es muy amable, caballero.
Y le tendió la nota. Lamento admitir que me venció la curiosidad y atisbé el pie de la fina tira de papel. No podía dar crédito a mis ojos: el total ascendía a doscientas libras.
Y para mi sorpresa, Barker se limitó a comentar:
—Muy razonable, considerándolo todo. — Extendió un talón y se lo dio al mesonero—. Sólo había degustado el Cháteau d'Yquem 1980 una vez —añadió— y el Taylors 1927, nunca.
El mesonero sonrió.
—Espero que le hayan gustado, señor. Estoy seguro de que no habría querido verlos desperdiciados con un farsante.
Barker asintió con un cabeceo.
Vi al mesonero salir del comedor y volver a su sitio tras la barra. Entregó el cheque a Adams, el mayordomo, que lo examinó un momento, sonrió y lo rompió en trocitos pequeños.
Fin