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mayo 11, 2023
David había demostrado su valentía desde muy joven. Nadie habría imaginado que aquel humilde pastor fuera capaz de abatir al temible Goliat cercenándole la cabeza con ayuda de su sencilla honda. Sin embargo, su victoria, que le había inscrito por los siglos de los siglos en la leyenda, había despertado también la ira de su propio rey, Saúl.
Si los caminos del Señor son inescrutables, las vidas de sus elegidos suelen tomar derroteros inesperados: coronado finalmente rey, David se convertiría en hábil y admirado gobernante, aunque su existencia se vería atravesada por una larga sucesión de tempestuosas intrigas salpicadas de pasiones, envidias y asesinatos. Perdidamente enamorado de la hermosa Betsabé, mataría por ella; envejecido, vería cómo las sombras de la traición se extendían por doquier y cómo Absalón, su hijo más querido, moría asesinado mientras le sucedía en el trono Salomón por el que no sentía ningún afecto...
Personaje complejo, héroe, amante, villano, elegido del Señor y homicida, David es uno de los personajes más deslumbrantes del Viejo Testamento. Allan Massie ha recreado su vida, ha dado voz a sus pensamientos, con el rigor exquisito del historiador y la amenidad de los mejores narradores.
Primero, para Alison;
después, para Robert Nye.
El Rey David. La personalidad más fascinante del Antiguo Testamento.
Jaime Vándor
Si hay una figura en la Biblia que sea rica en variedad y matices, humana en su fortaleza y en sus debilidades, que en su comportamiento nos dé muestras excelsas de nobleza y bondad, siendo en otros momentos capaz de alevosías que llegan hasta los delitos de sangre, personaje cuyo devenir, por otra parte, evidencie la multiplicidad de las posibilidades y de los giros imprevistos de una existencia, esa figura es David.
En él hallamos el agradecimiento y la ingratitud, la confianza y el recelo; ternura, amor, perdón y compasión, pero también inclemencia, odio, saña implacable. El paso de la juventud a la madurez, de la inocencia simple del pastor de ovejas a las culpas del adulto poderoso, del pecado al arrepentimiento y de nuevo al pecado. De la limpia y luminosa hermosura física, fresca y juvenil, a la fealdad moral de los crímenes de Estado y de allí a una vejez atribulada y solitaria.
Pastor pues, músico, poeta extraordinario, amigo entregado, siervo consolador de un rey enfermo que busca reiteradamente atentar contra su vida. Luchador imberbe, ingenuo en su arrojo para la lid singular, vencedor improbable de un gigante, más tarde jefe de estrategas o general victorioso al mando de sus ejércitos. Fuerte en la fe y débil en la carne, inerme ante el deseo, la pasión. Progenitor fecundo, pues conocemos, al menos por su nombre, a veinte hijos suyos (hijos e hijas), y fundador de un glorioso linaje, pero que no tuvo el amor de sus hijos, nadie humano, tan tornasolado y por lo tanto novelesco como David, hijo de Isaí, en todo el Antiguo Testamento.
Otras grandes figuras pueden ser noveladas, pero ¿quién como David se presta al estudio psicológico en el que todo cabe, quién a la descripción de un destino singular que parece la condensación de muchas vidas? A Abraham, el primero que tuvo la visión de un Dios único, lo vemos venerable, firme, de una sola pieza. Su idea es tan clara, su conducta tan rectilínea que en el lenguaje actual se diría programado por Dios para su misión. A Jacob, último de los patriarcas y padre de doce hijos, cabezas de tribu de los Hijos de Israel (siendo este su propio sobrenombre), nuestra memoria nos lo representa sobre todo como protagonista de una bella historia de amor, ¿quién no lo recuerda junto al pozo embelesado por la belleza de Raquel, o sirviendo en casa de su tío catorce largos años para obtenerla como esposa? Más tarde sufre las intrigas de sus hijos que le traen la falsa noticia de la muerte de su hijo preferido. Pero Dios está con él y su amado José le cerrará los ojos cuando fallezca en Egipto. Aparte de lo citado, y de sus querellas con Esaú y Labán, no hay demasiado que decir de él. Apuntemos sólo lo misteriosa que es su lucha contra el ángel, breve episodio en el texto bíblico que, de tantas interpretaciones que admite, nos lleva a pensar que en rigor no sabemos qué nos quiere decir.
José, hermano entrañable y magnánimo en el perdón, tiene ya otras dimensiones junto a la familiar: su imaginación y lucidez, su perspicacia o intuición para prever acontecimientos, lo convierten, sin él pretenderlo, en una figura política. Carácter estable y modélico, sumamente atractivo como personaje literario, está lejos de los altibajos de carácter y de las vicisitudes de la fortuna que hacen de David objeto preferente y siempre debatido de la psicología. En José se centra una de las novelas históricas más importantes de nuestro siglo, los cuatro volúmenes que llevan por título José y sus hermanos, obra inconmensurable de la pluma y del genio de Thomas Mann.
Con esto llegamos a Moisés. Decidido, enérgico, otro elegido de Dios desde la cuna que en un momento de peligro mortal se convierte en una cesta flotante (una arquilla de juncos calafateada) a las orillas del Nilo. Caudillo nato y modelador de su pueblo, dota a las tribus liberadas y errantes de una conciencia nacional unitaria, y les infunde la creencia en un destino común y en una misión excepcional a cumplir en el mundo por un designio divino e irrenunciable, características de las que los Hijos de Israel carecían por completo antes de él. («Hijos de Israel» los llama la Biblia: no debemos hablar de pueblo judío antes de la fundación del Reino de Judá, a la muerte de Salomón). Interlocutor y portavoz de un Dios Todopoderoso el cual, solo o por mano de su enviado, realiza toda clase de prodigios para darse a conocer al pueblo valiéndose del asombro y del pavor, y a la vez para prestigiar y fortalecer la fe de las tribus en Moisés, su líder en el momento de la salida de Egipto y en los cuarenta años de peregrinaje por el desierto.
Figura central del Antiguo Testamento, legislador de lo sagrado y de lo profano, Moisés está a un nivel e irradia una autoridad tal que lo convierte en respetado, temido, admirado y obedecido, pero difícilmente querido: por su testimonio, por sus diálogos de tú a tú con la divinidad, por su misma grandeza, no podemos reconocernos en él, reducidos como estamos a nuestros propios límites.
Parecidamente ocurre con los profetas mayores quienes, si bien se muestran compasivos y consoladores en determinados momentos, las más de las veces amonestan, recriminan, vaticinan desastres, devastaciones y ruinas, en castigo divino por el desvío de los Hijos de Israel de la senda recta, es decir, por dejarse contaminar de la idolatría de los pueblos vecinos. Son circunstancias que ya no tienen que ver con nosotros, y si nuestro orgullo, ambición y prepotencia nos llevan a desastres, guerras y hecatombes nucleares, no los atribuimos a la adoración de toda clase de falsos dioses, corpóreos, de los que nos hablan estos profetas bíblicos. Por ello las amonestaciones de los profetas nos quedan cada vez más lejanas, y aunque bien podríamos aprender mucho de ellos y parte de su mensaje es imperecedero, ¡qué distinto y alado se nos aparece el lirismo de David comparado con el verbo amenazante de aquellos! ¡Qué lejanas las invectivas de Isaías de los inspirados salmos del rey poeta a quien las mismas Escrituras describen como «el dulce cantor de Israel»!
Finalmente, el Jesús de los Evangelios, novelar la vida del cual casi se ha convertido en una moda de la literatura de nuestros tiempos. Estricto en los preceptos que prescribe para la sociedad, es sin embargo indulgente con el individuo —«el que esté sin pecado que tire la primera piedra»—, llevado por su maravilloso amor a la humanidad, por su piedad sin parangón que le conduce al mayor de los sacrificios. Sabio, manso, suave, y a la vez vigoroso y sin mácula, aunque superior en todos los sentidos, podemos no obstante sentirlo próximo por la ternura de su mirada. Pero, por supuesto, nos es imposible ver en Él a un hermano a nuestro nivel. A las personas también se las quiere por sus defectos, perdonándoles con cariñosa indulgencia, defectos que incluso nos las pueden acercar, pero ¿cómo ver a un igual en quien no tiene ninguna debilidad que deba serle perdonada?
La cercanía en el bien y en el mal que muestra David puede haber sido uno de los motivos por los que el eminente escritor y ensayista británico Allan Massie, cuyo libro tiene el lector entre las manos, se haya decidido a convertirlo en el héroe de su novela. Recreó su figura sobre los parámetros bíblicos y a la vez ampliando los límites de estos para dar cabida a unos sentimientos y a unas acciones que si bien la Biblia admite en alusiones, breves referencias y sobrentendidos, sólo nuestro tiempo se atreve a formular explícitamente. Es en este sentido en el que el libro de Massie es moderno, actual, y quizás escandalice al lector no habituado a ver tratadas figuras bíblicas con la libertad con las que un Robert Graves describe la sociedad romana en Yo, Claudio, Marguerite Yourcenar en las Memorias de Adriano o el mismo Allan Massie en su trilogía Augusto, Tiberio y César. Nos referimos a unos pasajes de fuerte contenido sexual, inconcebibles aun en tiempos tan próximos a los nuestros como las décadas de la Belle Époque o las de las biografías de la entreguerra, noveladas o no, de escritores en su día tan famosos y populares como Emil Ludwig, Stefan Zweig, Lion Feuchtwanger o André Maurois. Ahora ya nos parece lejana la época en la que, en pleno siglo XX, se obviaban los pasajes «atrevidos». Por supuesto eran impensables en el caso de personajes que la religión había protegido durante dos milenios, o al menos hasta el Siglo de las Luces, con un aura de respeto sagrado.
Sensualidad y poder son dos de los polos entre los que parece bascular la vida de David en la versión de Allan Massie. Pero la fascinación del personaje va mucho más allá. Por ejemplo su faceta de hombre dotado, sin estudios de ninguna clase, de una auténtica sensibilidad de artista. Siempre se ha visto en él al hombre de una gran capacidad poética y musical. Es el salmista por excelencia, pero autor también de inmortales endechas y cánticos, el hombre que tocaba el arpa o la lira vibrantemente y con persuasión hasta conseguir balsámicos efectos terapéuticos, que componía texto y melodía, que vestido con un manto de lino danzaba delante del Arca Sagrada. El eminente compositor suizo Frank Martin escribió de él: «David es la propia música».
No es casualidad que el rey David haya sido desde siempre, pero especialmente desde el siglo XVI, objeto de atención preferente para artistas procedentes de diversos campos.
Comenzando por la música, David ya era el patrón de los Maestros Cantores de Núremberg en la época del Renacimiento, y al que Hans Sachs canta en Der klingende Ton; Josquin des Prés pone en música su lamento por la muerte de Saúl y Jonatán; un oratorio sobre los dos amigos se atribuye a Carissimi, y Marc—Antoine Charpentier escribió música escénica para una pieza representada en el siglo XVII. Desde Alessandro Scarlatti, Caldara, y Telemann a quienes David inspiró oratorios y óperas, pasando por Mozart que escribió un David penitente, y Schumann que se sintió próximo a él y bautizó con el nombre de Liga de David su grupo de artistas valientes e independientes en lucha contra los filisteos del arte musical que pululaban a su alrededor (varias obras para piano llevan este nombre), hasta las obras escénicas de compositores de la primera mitad del siglo XX, como Le Roi David de Arthur Honegger o el David de Darius Milhaud, sobre textos franceses. En Italia Castelnuovo—Tedesco compuso Le danza del Re David. Poco antes Kodály había escrito su obra maestra Psalmus Hungaricus para tenor, coro y orquesta combinando el davídico salmo 55 con un antiguo poema húngaro. El resultado es de un dramatismo sobrecogedor.
En el Israel renacido las composiciones orquestales inspiradas en David son muy numerosas, destacando la Sinfonía de David de Menahem Avidom y El dulce salmista de Israel de Paul Ben—Haim, y para mencionar sólo dos de los compositores más conocidos. Y con todos los mencionados sólo hemos citado los nombres más ilustres, pasando por alto por otra parte la infinidad de obras que han puesto música a sus salmos, en hebreo, latín o lenguas vernáculas, desde tiempos remotos hasta nuestros días, y por supuesto, la incorporación de estos a la liturgia sinagogal y eclesiástica.
En la vertiente popular, los sefardíes, descendientes de los judíos expulsados de la Península, cantan todavía hoy, cinco siglos más tarde, las baladas en ladino (idioma judeoespañol) «Un pregón pregonó el Rey» o «Un hijo tiene el rey David». Esta última narra la trágica historia de Amnón y Tamar: la violación incestuosa de Tamar por su hermano Amnón y el asesinato de este por Absalón, hijos los tres de David, tema también de una ópera del israelí Josef Tal que tres décadas antes había sido recogido por Federico García Lorca en su Romancero gitano. Y David no es sólo popular en las actuales músicas folclóricas del Estado de Israel, existe una obra dramática sobre el rey en el Kurdistán, y por supuesto espirituales negros como el que comienza por «Li’l David play on your harp», frase que luego se convierte en estribillo.
Otra vertiente del arte son las pinturas y esculturas, obras sobresalientes de los museos, que las corrientes turísticas de las últimas décadas han convertido en ampliamente conocidas y populares. Pasamos por alto aquí el arte de los manuscritos bizantinos iluminados, las pinturas de la sinagoga de Dura Europos del siglo III, las puertas de madera de San Ambrosio de Milán de dos siglos más tarde o las miniaturas judías que ya hicieron su aparición hacia el año 1100 (pese a la prohibición mosaica de representar la figura humana). Mas cercanos tenemos la representación del rey músico en capiteles de Ripoll y Santiago de Compostela, o en Francia las vidrieras de diferentes catedrales, entre ellas la de Chartres. Imposible no mencionar las obras maestras del Renacimiento, el joven David vencedor de Goliat en las esculturas de Donatello, Verrocchio, Miguel Ángel o Bernini. Pinturas de Rafael se exhiben en las logias del Vaticano, del Veronés en Viena, Ticiano y Caravaggio en la Galería Borghese de Roma. Luego está Rembrandt, impactado duraderamente por la historia bíblica, con obras davidianas en La Haya, Mannheim, Leningrado, así como en el Louvre y en el Museo Metropolitano de Nueva York. Diversos episodios de la vida de David sirven de tema de pinturas flamencas de Memling, Lucas Cranach, Poussin en el Prado, de Rubens en los museos de Francfort y Dresde, y como es forzoso acabar, hemos de dar un salto en el tiempo, para encontrarnos, ya en nuestro tiempo, con las variadas representaciones del Rey David cuya figura inspiró reiteradamente a Marc Chagall.
Tantos nombres pueden cansar al impaciente lector, y eso que no son más que una pequeña muestra de lo que la figura de David inspiró a los artistas a lo largo de los siglos, prueba de que, pese al cambio de las modas, ideas y costumbres, la proteica vida de David nunca dejó de interesar. La complejidad del personaje y los novelescos episodios de su existencia posibilitaron que algún aspecto de la misma o de su personalidad encajasen con la sensibilidad de los artistas del momento. Y con toda variedad: sea a través de la veneración piadosa de los constructores de las catedrales medievales, de los ilustradores de las Biblias en antiguas juderías y conventos, del fecundo interés humanista que cristalizó en el Renacimiento, hasta hoy mismo, como prueba el impacto y el emocionado reflejo que la lectura de los textos sagrados produce en el hombre moderno —sea su interés profundo, religioso, histórico, literario—psicológico o mero producto de la curiosidad, despertada a veces por un cómic o una película.
Pasamos por alto las obras literarias inspiradas en la vida de David, como pastor, amante, músico, guerrero, monarca durante cuarenta años, el rey que convirtió a Jerusalén en su capital, conquistador de territorios a filisteos, moabitas, ammonitas y edomitas, sin olvidar al quebrantado anciano que se calienta los huesos con la compañía de una doncella cuya virginidad no sufre merma con esa cohabitación.
Pero volvamos sobre Allan Massie y la novela presente. Massie, con gran acierto, no duda en presentarlo como hombre que evoluciona con los años estando cada vez más apegado a su poder, y que sin embargo no logra imponer su voluntad entre las intrigas de sus numerosos hijos, intrigas a las que no son ajenas las respectivas madres con sus intereses lógicamente contrapuestos. La merma de su autoridad produce tristeza al rey, que por otra parte acusa el cansancio de los años y las huellas de las penas y de los desengaños. Entre estos, la muerte del primogénito de Betsabé como castigo divino, el no lograr ser comprendido y amado por su esposa Micol, la violación de Tamar, el asesinato del sucesor al trono Amnón por su hermano Absalón, y quizá como golpe final, la sublevación de este, su hijo más querido, que se proclama rey en vida de su padre y marcha sobre Jerusalén. Por fin los soldados de David logran someter al insurrecto, pero el tan amado Absalón es muerto en contra de la orden expresa del padre.
No es cuestión de ahondar aquí en la historia que el lector hallará explicada con detalle en el texto del escritor e historiador escocés, narrado además en primera persona como supuestas memorias, de modo que nos convertimos en partícipes del curso del pensamiento de David y testigos de los forzosos cambios de su estado de ánimo. Dicha proximidad es un recurso muy agradecido y por supuesto perfectamente lícito en la literatura, nos acerca al héroe, pero también al autor. Sin duda contribuye al efecto que causa en el lector el cual cierra el libro con la impresión de haber seguido el río de la vida del protagonista a lo largo de todos sus meandros.
Tenemos ante nosotros una crónica, un fresco, y a la vez un análisis psicológico que traspasa las épocas y nos hace sentir los sucesos acaecidos hace tres milenios como si fueran el relato personal de un personaje de nuestros días. Tenemos los recuerdos de un anciano que siente la necesidad de rememorar los avatares de su vida en presencia de un amigo que le escuche sin juzgar y con la máxima benevolencia, interesado en todo momento por el relato y esperando ávido lo que ha de seguir: y este amigo —Allan Massie lo consigue— es el lector.
LISTA DE PERSONAJES
CASA DE DAVID
▪ DAVID Segundo rey de Israel, hijo de Isaí, alcalde de Belén. ISAÍ Padre de David. SAMA Su hermano favorito, oficial del ejercito. ELIAB
▪ ABINADAB Hermanos y oficiales. SARVIA Hermanastra, madre de Joab, Asael, y Abisaí. MICOL Hija de Saúl, esposa de David. BETSABÉ Nieta de Ajitofel, esposa de Urías y después de David; madre de Salomón. ABIGAÍL Viuda del terrateniente Nabal y esposa de David. AJINOAM Dama de compañía, amante y mujer de David, madre de Amnón. MAACA Hija árabe de Talmai, rey de Guesur, y esposa de David; madre de Absalón y Tamar. AGIT Madre de Adonías, hijo de David. AMNÓN Hijo primogénito de David y de su concubina Ajinoam. ABSALÓN Hijo favorito de David y de su esposa Maaca. SALOMÓN El hijo menos querido de David y de su esposa Betsabé, que le sucede como rey. TSAMAR La hija más bella de David y de su esposa Maaca. ADONÍAS Hijo de David y de Agit. JOAB Sobrino de David, que abandona a Saúl para convertirse en general del ejército de David. ABISAÍ
▪ AZAEL Sobrinos y oficiales de David. JONADAB Sobrino, chambelán y confidente de David. AMASA Sobrino de David y edecán que se convierte en general del ejército rebelde de Absalón. LAIS Pastor; catamito de David y más adelante su escudero. ABISAG Sunamita, concubina de David en su vejez. AZREEL Servidor de David, ejecutado por él por el asesinato de un sargento de Jonatán. CUSAÍ Arquita que llega a ser el empleado de más confianza de David. BANAYAS Jefe de la guardia de David. AJIMAS Hijo del sacerdote Abiatar. NATÁN Profeta en la corte de David.
CASA DE SAÚL
▪ SAÚL Primer rey de Israel, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín. JONATÁN Hijo de Saúl, heroico soldado e íntimo amigo de David. ISBAAL Otro hijo de Saúl, a quien Abner nombra sucesor de Saúl. MICOL Hija de Saúl y esposa de David. MEROB Su otra hija. ABNER Primo del rey, jefe de su guardia personal y su más famoso general. SEMEÍ Primo y enemigo de David. MEFIBAAL Hijo tullido de Jonatán, adoptado por David. ADONÍAS Oficial de Saúl y amigo de Jonatán. AJITOFEL Sabio; miembro del Consejo, primero de Saúl y luego de David, antes de convertirse en consejero de Absalón en su rebelión. NEHEMIAH Sargento de Jonatán. ELJANÁN Uno de los soldados de Joab, cuyo asesinato provoca la muerte de Azael. DSOEG Edomita, servidor de Saúl, y que traiciona a David.
LEVITAS
▪ HELÍ Sumo sacerdote de Silo, maestro de Samuel. SAMUEL Profeta hebreo, vidente y juez, que sucede a Helí. AJIMELEC Nieto de Helí, sacerdote. ABIATAR Su hijo, sacerdote. SADOC Sacerdote, hijo de Jogada. JOSAFAT
▪ SENAIAH Sacerdotes, escribas.
OTROS
▪ GOLIAT Gigante, campeón de los filisteos. URÍAS Primer marido de Betsabé, oficial jeteo en la guardia personal de David y espía al servicio de Ajitofel. RECAB
▪ BANA Asesinos de Isbaal. NABAL Terrateniente del Carmelo. AQUIS Rey filisteo de Gat. AGAG Rey de los amalecitas. HIRAM Rey fenicio de Tiro. NAJAS Rey de los amanitas. JANÚN Su hijo.
LIBRO I
1
Tengo frío y tirito por las noches, por eso me han traído a una muchacha sunamita, Abisag, llamada a compartir mi lecho y darme calor. Es una joven agradable, atractiva y regordeta, de piel suave como las aceitunas antes de madurar, entrenada en el arte de hacer primores con sus labios de cereza y sus cálidas manos. No muestra repugnancia alguna cuando arrima su cuerpo joven contra el mío, frío y apergaminado, mi cuerpo que es ya casi un cadáver. Trabaja calladamente y con suma ternura, con un arte natural, tal vez resultado de un buen aprendizaje; pero yo no soy capaz de reaccionar.
La vejez es como un naufragio. En el transcurso de la noche, cuando no logro conciliar el sueño, escucho su respiración y se me anegan los ojos de lágrimas.
Vacila antes de hablar. No sé si porque tiene muchas preguntas que no se atreve a formularme. A mí me impresiona su suave reticencia y, si yo fuera un hombre sentimental, interpretaría su ternura como una manifestación de amor. Pero, por supuesto, no hay amor ni puede haberlo. En mi juventud, la idea de una muchacha como Abisag compartiendo el lecho con este ser fláccido y ajado en el que me he convertido, me habría causado repugnancia. Aún ahora esta joven me inspira compasión, suficiente al menos para protegerla del temor que corroe mi espíritu.
Pongo la mano entre sus muslos y sueño, despierto, en el pasado.
Es imposible que mi hijo Salomón, que entra en mi alcoba cada mañana con la esperanza de encontrarse convertido en rey, me comprenda. Porque a él lo han criado con el refinamiento de los palacios y su tersa piel nunca estuvo expuesta a las inclemencias del tiempo, en cambio yo me crie entre las penalidades de las montañas. Me molesta esta diferencia y creo que este resentimiento explica la poca simpatía que siento por él. De todos mis hijos, él es aquel por quien siento menos afecto y, a pesar de ello, va a ser mi heredero, porque soy ya viejo y no tengo fuerzas para enfrentarme a su madre, Betsabé, la esposa a quien más amé, si exceptúo a Micol, la hija de Saúl, que se volvió contra mí, como yo lo he hecho ahora contra Betsabé, aun sintiéndome demasiado cansado y débil para oponerme a su voluntad.
Salomón no sabe lo que es sentir frío, no se ha expuesto al viento, ni a la lluvia ni a la nieve; no ha escuchado el aullido de los lobos al anochecer. No ha sabido nunca lo que es estar solo, ni ha experimentado la sensación de no ser más que una mota en la inmensidad del universo. Nunca ha oído las palabras del Señor traídas por el viento. ¿Cómo puede ser él rey, como lo he sido yo?
Yo era el menor de los hijos de mi padre, y el más apuesto, el hijo de su vejez y su favorito. Todos mis hermanos me odiaban, menos Sama. Me odiaban como a José con su túnica de muchos colores lo odiaban sus hermanos. Por mi parte yo les tenía envidia porque se habían librado de cuidar los rebaños al alistarse en el ejército y unirse a las tropas del rey Saúl. Yo inventaba historias durante las largas noches de vela y ahora no sé cuáles eran verdaderas y cuáles eran producto de mi fantasía. ¿Maté realmente a un león y a un oso como presumí siempre de haberlo hecho? Tal vez. Pero yo soy un poeta y los poetas mienten incluso cuando alaban al Todopoderoso por la grandeza de la creación.
Pero yo no contaba con Samuel.
Había oído hablar de él muchas veces como sacerdote, el siervo de Yavé, y un hombre de quien el ardor de su cólera había cobrado fama por toda la tierra de Judá.
Cuando envió un mensaje a mi padre Isaí, que a la sazón era alcalde de Belén, diciéndole que tenía intención de alojarse en nuestra casa pues pensaba ir a ofrecer sacrificios al Señor en nuestra pequeña ciudad, yo me alegré de tener la excusa de escabullirme a las colinas a cuidar el rebaño. No me interesaban los sacerdotes y, como era la estación en que paren las ovejas, estaba más preocupado de que no se me extraviara algún recental.
En cambio mis hermanos se morían de ganas por conocer al gran sacerdote y se peleaban entre sí para ver quién iba a recibir su bendición.
—Y ¿por qué razón va a querer otorgar su bendición a ninguno de vosotros? —pregunté yo.
La pregunta me costó más de un tirón de orejas.
Esos son asuntos que un pastorcillo como tú no puede comprender —me contestaron.
Era una mañana de primavera de inigualable belleza. Al acercarse el mediodía reuní a mis ovejas a la sombra de unos olivos y me tumbé allí, tranquilo, rodeando con mi brazo el sedoso cuello de uno de mis perros. El sol calentaba mis piernas y los corderitos triscaban a mi alrededor. De vez en cuando una oveja exhalaba un balido llamando a su cría, que se había alejado demasiado. Bebí vino aguado que llevaba en mi bota de piel de cabra, y comí pan y queso, que compartí con los perros.
La luz del sol se filtraba entre las hojas de los olivos, el mundo entero era feliz y vivía en paz. Recitaba en mi mente los versos de un poema compuesto por mí ensalzando la hermosura de la tierra y la bondad del Creador. En mi larga vida me he sentido más feliz en soledad, bajo el manto protector de las estrellas, porque sólo así se experimenta la serenidad total y sólo entonces parece haberse detenido el paso del tiempo.
Desgrané amorosamente mi nombre: «David, David, David» y al oírlo me parecía que volaba hasta más allá de la colina y llenaba el mundo. «La tierra y su plenitud son del Señor». Entonces se me concedía el pleno disfrute del universo.
Pero bien sabía yo que la tarea que se me iba a encomendar no era la de pasar los días apacentando el ganado y los rebaños, ni la de contar las gavillas en la época de la siega, lo que me esperaba era un destino mucho más noble. Y, porque lo sabía, no sentía impaciencia, me deleitaba llevar a cabo mi humilde tarea y aprovecharme de esta oportunidad que la soledad me ofrecía de meditar y soñar. He desconfiado siempre del hombre que no sabe estar a solas consigo y hasta he llegado a despreciarlo.
Somos criaturas de un talante tan extraño que la alegría de que disfrutaba se mezclaba con un sentimiento de envidia hacia mis hermanos, soldados del ejército, pero tales sentimientos, aparentemente opuestos, no lograban alterar la paz de mi espíritu.
Es más, sentía que mis poderes y el viento que mecía las hojas de los olivos, me traían la promesa de una futura gloria.
Unas pisadas que se abrían paso con dificultad al ascender la colina interrumpieron mi sueño. Los músculos del cuello del perro se agarrotaron bajo mi mano y el animal emitió un sofocado gruñido de alarma. Yo aumenté la presión de mi brazo contra él para impedirle que ladrara y me puse de pie, preparado para cualquier imprevisto.
Era mi hermano Sama, sudoroso y sin aliento, incapaz momentáneamente de proferir una sola palabra. Yo le pasé mi bota de piel de cabra, él se refrescó y sonrió.
—Bueno —dijo—, no cabe duda de que están ocurriendo ahí abajo cosas extrañas. —Volvió a echar un trago y me devolvió la bota—. Me han mandado que venga a buscarte —dijo.
—¿Qué tontería es esa? —contesté—. No puedo dejar a las ovejas, y padre lo sabe.
—Ese problema está resuelto —contestó Sama—. Si miras colina abajo, verás al viejo Gedeón que subiendo con dificultad la cuesta viene a ocupar tu puesto.
—Pero ¿qué pasa?
—¡Ah, misterio! —me contestó—. Ha llegado Samuel.
—¿Cuál es la actitud de Samuel?
—¿Y quién lo sabe? Alarmante, sin duda. Los hombres del consejo de ancianos del pueblo estaban inquietos. «¿Has venido en son de paz?», le preguntaron. Dio la impresión de que le habrían prohibido la entrada si se hubieran atrevido a hacerlo.
—Pero ¿por qué? Él es el sumo sacerdote. Tenían que sentirse honrados.
—Eres un ingenuo, joven David. Perdido en tus sueños de poeta y en tus ovejas, no sabes nada más, ¿no es cierto? Ojalá llegue pronto Gedeón...
Es viejo y esa colina supone un esfuerzo para él. De todas maneras, no comprendo nada; pero, continúa, cuéntame más de todo eso.
Estaban inquietos y asustados, pero no podían negarse a dejarle entrar siendo como es, y como tú bien dices, el sumo sacerdote. Así que llevó a cabo su sacrificio. No comprendo por qué tuvo que venir a Belén a hacerlo, pero he de confesar que yo no entiendo muy bien a los sacerdotes. Y a continuación se despidió de los ancianos del consejo, he de decir que sin muchos miramientos, y entró en nuestra casa. Tú mismo, hermanito, sabes cómo se ponen las mujeres, pues imagínatelas cuando Samuel no quiso comer y dijo que antes tenía que resolver algunos asuntos. Tal vez te preguntes, como nos lo preguntamos todos, que de qué asuntos se trataba. Después le mandó a padre que nos hiciera desfilar delante de él, uno por uno, y no me importa decirte, David, lo nervioso que me puse cuando clavó sus ojos en mí, como si fuera capaz de ver por dentro mi corazón, mi mente y mi alma. Luego me empezó a tocar por todas partes, como si yo fuera un potro que estuviera pensando comprar, emitió un profundo gruñido, me miró otra vez a los ojos, meneó la cabeza y me empujó a un lado. Pero poco después me hizo acudir de nuevo, como si estuviera pensando ofrecer una cantidad como se hace en el mercado, y me levantó la barbilla con la mano, obligándome a que le mirara a los ojos. He de decir que aquello no me gustó y que empecé a sentir un sudor que me bajaba por las corvas. Pero él suspiró, volvió a gruñir y le dijo a nuestro padre: «¿Son estos todos tus hijos?». A lo que padre contestó que quedabas sólo tú, el más pequeño, que estabas apacentando las ovejas. «¿Apacentando las ovejas?», dijo Samuel, como si esto le sorprendiera o como si, más bien, le infundiera sospechas. «¿Apacentando las ovejas? Traedlo a mi presencia». Emanaba de él algo que infundía temor, como un aire de autoridad y poder, aunque es realmente un hombre ya viejo. Esa al menos es la impresión que uno puede sacar. «Manda a buscarle, pues no nos sentaremos a comer mientras no venga él». Las mujeres prorrumpieron en murmullos y quejas, al pensar que la comida se iba a pasar. Seguramente él las oyó, porque, con una expresión radiante de satisfacción, dijo: «Porque esta es la voluntad del Señor». Así que por esto estoy aquí y, al fin, aquí también está Gedeón para ocupar tu puesto. Démonos prisa, porque no respondo de su cólera ni de la de nuestra madre, si nos retrasamos.
Así que bajé la colina y entré en casa. Durante unos instantes, como venía del sol, no pude distinguir nada y me sentí mareado después de tan larga carrera y todo giraba a mi alrededor. Pero sentí que una mano me agarraba y me sostenía. La oscuridad se desvaneció, vi a Samuel y caí de rodillas ante él.
Él me puso la mano debajo de la barbilla, una mano áspera contra la suavidad de mi piel, y la forzó hacia arriba de manera que mis ojos no pudieron por menos de encontrarse con los suyos. El olor de su carne era un olor rancio y agrio como el de un macho cabrío. Me mantuvo junto a él y ordenó a los demás que se marcharan.
Nos quedamos solos y su silencio, su olor y un extraño efluvio de poder me oprimían. Un burro rebuznó en el patio, pero Samuel siguió sin hablar.
Sacó el cuerno del óleo de entre los pliegues de la capa y vertió un poco sobre mi cabeza, que exhalaba un perfume empalagoso, y lo frotó con su dedo pulgar hasta hacerlo penetrar en mi cráneo. Masculló unas palabras que no pude comprender. Eran palabras, lo sé ahora, en la vieja lengua que sólo hablan los sacerdotes, aunque muchos de ellos hoy en día no comprenden tampoco el significado de sus viejos ensalmos.
Me mandó que me acercara a él, me besó en la mejilla y en la boca, apretándome en un abrazo tan fuerte que sus uñas se hincaron en mi piel por encima de mis costillas.
—Hijo mío —dijo—, te he ungido como siervo del Señor de los Ejércitos y como instrumento de su venganza.
Llamó a mi padre y le dijo:
—Bienaventurado seas tú entre todos los padres porque el joven David es el elegido del Señor.
Cuando entramos a comer, me colocó a su derecha, en el sitio de honor, y me sirvió vino y lo más exquisito de los manjares.
—Veo —dijo— que este joven David es tan virtuoso como hermoso y por ello se ha ganado el favor del Señor y el mío, su humilde ministro.
Yo pensé horrorizado: «¿Me habrá seleccionado para hacerme sacerdote?». Pero ese pensamiento se desvaneció, porque yo sabía que solamente los de la tribu de Leví pueden ser sacerdotes.
Bebió un trago de vino y apretó la misma copa contra mis labios. Su mirada descansó en mis piernas desnudas que no cubría mi corta túnica. Me frotó las mejillas y yo sentí que me sonrojaba al ver a mis hermanos Eliab y Abinadab que se daban codazos y se reían al contemplar al anciano languideciendo por mí.
Entonces, y con algún pretexto, al ver a Samuel bajo los efectos de la bebida, mi padre me apartó a un lado y me dijo que regresara a cuidar mi rebaño.
—Algunas cosas que han sucedido aquí en este día deben permanecer en secreto —dijo.
Sama salió de casa conmigo y empezamos a subir la colina cuando ya la luz del atardecer se iba desvaneciendo. Yo le conté todo lo que había pasado y permaneció largo tiempo en silencio. Entonces alargó la mano, me tocó la cabeza, me pasó los dedos por el pelo, llevándoselos después a los labios y los olió.
—El sagrado óleo del Señor, David. Siento temor por ti.
—Sama —dije—, no te comprendo. No comprendo nada de lo que ha ocurrido hoy. Tal vez sea que no me atrevo a comprender.
—No hay duda alguna —contestó—. Sólo puede significar una cosa.
Yo recordé entonces las risitas de Eliab y Abinadab.
Intenté bromear.
—Parece ser que nuestros hermanos creen saber lo que estaba ocurriendo.
—Son necios, David —dijo—. Yo temo por ti. Tú eres el ungido de Israel, ungido con óleo como lo fue el rey Saúl.
El sol se ponía tras las montañas.
—Saúl es el rey —dije yo—. Y tiene hijos.
—Eso es lo que me inspira temor —contestó Sama.
Despachamos a Gedeón, contamos las ovejas y enseguida Sama se quedó dormido. Pero yo permanecí despierto bajo las estrellas y, aunque tiritaba, sonaba en mi corazón una música extraña. Me pasé las manos por el pelo y noté que exhalaban aún el olor del óleo sagrado de Israel.
2
Nuestra historia la escriben los sacerdotes, por lo cual he tratado siempre de no ofenderlos. Samuel era el gran sacerdote y él es, en cierto modo, el héroe de nuestra historia, o lo será. Pero no todo era así de fácil. La elección de héroe depende de la persona que lo elige. Aquella visita de Samuel decidió el destino de mi vida. Todo lo que soy se lo debo a él y a su elección, aunque por ello varias veces estuve a punto de morir. No tiene objeto especular aquí qué habría sido de mí si el Señor no hubiera dirigido su mirada hasta posarla en mí, pero ahora, cuando tan pocas cosas tienen importancia, permitidme que os cuente cómo fue.
Empecemos por Samuel: el hijo del templo en Silo, entregado por su madre al servicio del Señor y del sacerdote Helí. Pronto se convirtió en el predilecto de Helí, entre todos los muchachos que servían en el templo, y dicen que lo reconfortaba y aliviaba, como Abisag me reconforta y alivia ahora a mí. Pero esto pueden ser habladurías debido al afán que tienen los sacerdotes de mantenerlo todo en secreto, y yo no sé si el joven Samuel fue o no fue el catamito de Helí. A nuestros sacerdotes no se les prohíben las mujeres, como a los sacerdotes de algunas naciones, pero se dice que Helí no tuvo trato carnal con ninguna mujer después del nacimiento de sus hijos Ofni y Fines.
Ciertamente tuvo necesidad de alivio y consuelo, porque Ofni y Fines pecaron contra el Señor y tuvieron relaciones sexuales con prostitutas que frecuentaban el recinto del templo, cometiendo actos abominables universalmente condenados.
De cualquier modo, lo que tuvo mayor importancia fue su fracaso en cumplir el primer deber de cuantos gobiernan un Estado, esto es, proteger al dicho Estado y al pueblo contra sus enemigos. Así, en tiempos de Helí, los filisteos acamparon sin que nadie se lo impidiera por toda la tierra de Israel y se llevaron el Arca de la Alianza, para vergüenza de Helí y de todos los hijos de Israel.
Le resultará ahora difícil a cualquiera comprender cómo al mero hecho de nombrar a los filisteos cundía el espanto en Israel, cuando yo los tengo ahora totalmente sometidos y subyugados. En lo que a mí respecta, aunque he matado a muchos, nunca compartí el prejuicio general que se tenía contra este pueblo. Al contrario, me di cuenta de que tenía mucho que aprender de ellos. Eran hábiles en artes de las que nosotros no teníamos la menor noción e incomparablemente más civilizados que las toscas tribus del Israel de mi juventud. Pero, como carecían de un dios que los protegiera, recibieron de mis manos una amarga cosecha.
Samuel complacía a Helí, del modo que fuera, y le sucedió como juez de Israel. No relataré con detalle los años en que disfrutó del poder; pueden leerse, presentados de manera favorable, en los escritos de los sacerdotes, y deben por consiguiente leerse con cautela y prudencia.
Los hijos de Samuel fueron tan incompetentes como los de Helí, y disfrutaron de la misma y dudosa reputación. Los sacerdotes se atribuyen a sí mismos una gran sabiduría, pero es curioso cómo raras veces sus hijos caminan por la senda del Señor.
Así que una delegación formada por los ancianos de cada tribu se presentó ante Samuel. Se quejaron del fracaso de sus hijos en proteger a Israel y exigieron que se terminara el gobierno de los sacerdotes. Dijeron que Israel debía tener un rey como lo tenían las otras naciones.
Esta sensata petición enfureció a Samuel. Les advirtió que un rey sería un tirano y presagió todo tipo de sucesos terribles si el pueblo se obcecaba en ser tan insensato como para preferir un rey al sagrado gobierno de los sacerdotes. Habría reclutamiento de tropas, impuestos y seducción de jóvenes.
Su elocuencia no logró convencerlos. La experiencia, primero de los hijos de Helí y, después, la de los de Samuel, les hacía pensar que no habría rey que pudiera ser peor.
De manera que Samuel cedió, sabiendo que, si no lo hacía, prescindirían de su consejo y escogerían ellos mismos un rey. Era preferible, reflexionó, elegir uno que él pudiera controlar.
La cosa se fue demorando y demorando. Un candidato no era el adecuado, a otro lo rechazaba el Señor, y así excusa tras excusa. Por fin escogió a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín.
He oído muchas discusiones sobre la razón por la que se decidió por Saúl, pero, una vez tomada esa decisión, aseguró haberlo hecho guiado por el Señor. Más tarde se arrepentiría de haber dicho esto, pero en aquel momento le pareció lo más prudente. El Señor habló por boca de Samuel; y Samuel nombró rey a Saúl. Era evidente, por lo tanto, que el rey tenía que obedecer al sumo sacerdote.
Es este el tipo de razonamiento que gusta a los sacerdotes; pero, naturalmente, tenga los atractivos que tenga, puede llevar a un desenlace ridículo e impracticable.
Saúl era un joven de bella presencia, alto de estatura, noble de apariencia, de cabellos negros largos y rizados y ojos tristes. Hablaba en voz baja y tenía los labios rojos como las cerezas. Samuel lo ungió con óleo, lo besó y le dijo que el Señor lo había hecho jefe del pueblo de Israel.
—Tú eres la espada del Señor, la espada de Israel, como yo soy su juez y el intérprete de su voluntad.
El pobre Saúl estaba horrorizado. Había acudido a Samuel solamente para que le ayudara a recuperar unas asnas de su padre que se habían perdido o se las habían robado. Lo que menos deseaba él era que lo hicieran rey.
—¿Pues no soy yo de la tribu de Benjamín? —afirmó en tono de protesta—, ¿y no es la más pequeña de todas las tribus de Israel, y no es mi familia la más humilde de las familias de las colinas, y mi padre no es uno de los hombres menos importantes de los benjamitas?
Samuel sonrió. Y su sonrisa parecía decir: ¿eso qué importa, si he sido yo, Samuel, el instrumento del Señor, quien te ha nombrado rey?
—Esta es la voluntad del Señor —añadió, de manera que Saúl no tuviera otra opción que hacer lo que se le pedía.
No se dio cuenta de que era precisamente la humildad de su familia y de su tribu una de las razones por las que se le había elegido.
Años más tarde, por mi muy amado amigo Jonatán me enteré de la consternación de Saúl. Me contó que la madre de este lloró profusamente cuando le llegó la noticia de que su hijo iba a ser nombrado rey.
—Nada bueno puede resultar de esto —dijo; profecía que se grabó en la mente de Jonatán, haciéndole pensar que él mismo estaba destinado a morir joven.
Pero pronto la idea de ser rey empezó a excitar a Saúl. De todas maneras, y después de haber sido ungido, no había modo de saber lo que haría Samuel si se dejaba llevar por la ira en caso de que Saúl rechazara el honor que se le confería.
Según me contó Jonatán, Saúl se sintió desgraciado durante mucho tiempo una vez que se le elevó a la categoría de rey. No sabía lo que se esperaba de él, como no lo sabían los demás, supongo yo, y temía a Samuel, que pocas veces lo dejaba solo, unas veces acariciándole las mejillas y diciéndole que era el favorito del Señor y, acto seguido, fijando en él la mirada de sus ojos azules, locos y perturbados y tratándolo como a un niño ignorante e inexperto.
Las dificultades por las que pasó Saúl en los años venideros fueron consecuencia de esta incertidumbre inicial. Le faltaba seguridad en sí mismo y pasaba de un extremo a otro. A pesar de sus muchas cualidades naturales, nunca creyó en su derecho a ser rey. Sabía que a Samuel le molestaba la necesidad de su nombramiento, hasta cuando lo trataba como a un subalterno o como a un juguete.
Había algo, sin embargo, con lo que Samuel no había contado. Saúl demostró ser un líder nato y un general con una visión excepcional del país y un buen entendimiento de los principios de la guerra. Me gustaría dejar ahora bien sentado que, aunque mi propia fama militar iba a superar con mucho la de Saúl, yo aprendí de él, en gran parte, mi pericia en las artes bélicas. En sus primeros años, antes de que su mente se trastornara y su capacidad de juicio se deteriorara, era maestro en el arte de la guerra. Esto desconcertaba a Samuel y le irritaba, por muy ventajosos que los resultados pudieran ser para Israel, porque notaba que Saúl se iba zafando de su tutela. La verdad es que el viejo sacerdote se consumía de la envidia.
Esto se puso de manifiesto muy pronto de una manera vergonzosa. En la lucha contra los filisteos, Saúl hizo que el ejército enemigo entrara en un desfiladero donde se vieron obligados a presentar la batalla en circunstancias desfavorables. Mandó entonces el rey a buscar a Samuel para que ofreciera sacrificios al Señor. Samuel no respondió y retardó la respuesta. El ejército empezó a intranquilizarse. Algunos decían que al Señor no le agradaba esta empresa; otros mostraban sus dudas y se dispersaban poniéndose en camino hacia sus hogares. Saúl volvió a buscar a Samuel; una vez más el anciano no reaccionó. Entonces Saúl perdió la paciencia y, temiendo el efecto que una nueva demora pudiera tener, tuvo la osadía de llevar a cabo él mismo los servicios religiosos y ofrecer los sacrificios.
No había hecho más que ofrecer el holocausto, cuando una fanfarria de trompetas anunció la llegada de Samuel. Este fijó su mirada en las bestias sacrificadas cuya sangre corría todavía, y la clavó después en Saúl. El rey no se inmutó. Esto indignó aún más al sacerdote, porque veía que Saúl había desafiado su autoridad. Alzó las manos y lo maldijo por su impaciencia e impiedad. Dijo que el Señor estaba para afirmar su reino sobre Israel para siempre, pero ahora su reino ya no persistiría por la irreverencia del rey. Había desposeído a Saúl de su favor y protección, como una nube oscurece al sol.
Saúl trató de dar explicaciones. No sirvió de nada. Samuel le dijo: «¿No quiere mejor Yavé la obediencia que los holocaustos y las víctimas?».
Sin embargo, cuando se entabló la batalla, Saúl salió victorioso y la gente empezó a preguntarse si Samuel sabía interpretar correctamente la voluntad del Señor.
Naturalmente todas estas murmuraciones llegaron a oídos del anciano, lo cual aumentó el odio que sentía por Saúl. Yo comprendo sus sentimientos: hay pocas cosas más amargas que un amor que ha muerto. Samuel amaba a Saúl cuando lo consideraba como criatura suya. Ahora que Saúl se había alejado de él, Samuel se reprochaba a sí mismo el amor que había sentido por el rey.
Todo esto lo sé únicamente por lo que me han contado, pero no dudo, dado el conocimiento que conservo de ambos, de Saúl y de Samuel, de cómo iban las cosas entre ellos. Saúl estaba abatido. Había respetado a Samuel y le había dado placer. El que se le hubieran retirado estos favores es lo que le apenaba. Pensaba que había actuado con prudencia; no obstante, sentía intensamente el temor del Señor y no dudaba (como otros lo hacían) de que Samuel era el portavoz del Señor. Pero Saúl no veía de qué otra manera habría podido comportarse.
Su última reunión fue aún más desabrida. Los Amalecitas, aliados con los quineos, ejercían una fuerte presión en las fronteras meridionales de Israel. A pesar de su experiencia, Saúl solicitó de nuevo la bendición de Samuel. Se le concedió, pero con esta condición: «Ve a atacar a Amalec —dijo Samuel—, y destruye por completo todo lo que poseen, así como también hombres, mujeres y niños, bueyes y ovejas, camellos y asnos».
No está muy claro ahora cómo interpretó Saúl este mensaje. En mi opinión, lo consideró pura retórica sacerdotal. De una manera u otra, después de tomar la sensata precaución de sobornar al rey de los quineos para que abandonara a su aliado, se quedó satisfecho con la victoria conseguida y no trató de seguir las instrucciones de Samuel. Comprendió, como lo comprendí siempre yo, que medidas extremas son sólo válidas para una situación límite. Supongo que deseaba pacificar la frontera meridional a fin de no engendrar eterna hostilidad contra Israel.
Samuel llegó al campamento de Gálgala, donde estaba acampado el ejército, y le preguntó a Saúl qué era aquel mugir de bueyes y aquel balar de ovejas que resonaban por el campamento.
—¿No son esos los rebaños de ovejas y las manadas de bueyes de los amalecitas que el Señor ordenó matar?
Saúl reconoció que sí lo eran y, tratando de apaciguar a Samuel, dijo que el anciano podía elegir las mejores para ofrecérselas en sacrificio al Señor. (Esto fue un acto de generosidad por su parte puesto que la carne de los animales sacrificados es propiedad de los sacerdotes). Pero Samuel no se dejó aplacar. Saúl le había desafiado demasiadas veces. Había puesto su propio juicio por encima del juicio del Señor. Por consiguiente el Señor había rechazado a Saúl como rey de Israel.
Seguro que Saúl sintió deseos de exhalar un profundo suspiro al oír esto, pero dio la impresión (eso me cuentan) de que no le afectó. Después de todo, por grande que fuera el prestigio de Samuel, el de Saúl era ahora aún mayor, debido a sus victorias. Sabía perfectamente que el ejército le seguiría y le obedecería a él, y no a Samuel. Pocos son los soldados que tienen una buena opinión de los sacerdotes y, aunque el ejército de Saúl estaba formado en su mayor parte por reclutas y voluntarios, había conseguido formar para entonces una fuerza de soldados profesionales en la guardia real, leales a su propia persona. Cualquiera que fuera el efecto moral de las maldiciones de Samuel, las consecuencias prácticas inmediatas debieron de parecerle insignificantes.
Aun así pensó que sería mejor no ponerse a malas con Samuel. Así que cuando el anciano mandó que trajeran ante su presencia al rey de los amalecitas, Saúl lo mandó buscar a su propia tienda, donde lo había alojado. No sé lo que esperaba que pudiera pasar. Como no sé lo que yo habría esperado en su lugar. Probablemente pensó que el anciano empezaría a despotricar y a proferir juramentos tal como Saúl había llegado a conocer bien en el transcurso de los años, actitud que tanto le inquietaba. Pero no se le podía pasar por la cabeza que Samuel desenvainara la espada y la descargara sobre el cuello del desdichado rey Agag. Saúl se levantó de un salto para defenderlo y logró arrebatar la espada del puño del anciano. Le dijo que saliera del campamento y que se considerara afortunado de que se le permitiera hacerlo. Cuando unos días después Agag murió a consecuencia de las heridas, la reina de los amalecitas exigió que Samuel fuera juzgado por asesinato. Saúl se negó a hacerlo. Habría sido llevar las cosas demasiado lejos. En lugar de eso, concedió a la reina como esposo a uno de sus propios hijos, no recuerdo cuál.
Había salido airoso de una situación difícil, y con tal destreza que no puedo por menos de admirarle. Pero Samuel se enfureció aún más cuando se enteró de que debía su vida al sentido común y a la clemencia de Saúl.
Partió Samuel para Rama, su ciudad, donde se sintió más seguro. No obstante, y porque tenía la intención de acabar con Saúl, no podía creer, a pesar de que los hechos demostraban lo contrario, que Saúl no albergara malas intenciones contra él. Así que durante unos meses no se atrevió a salir de Rama y al meditar sobre lo que había pasado, se agudizó su amargura, porque vio que no había posibilidad de suplantar a Saúl en un futuro inmediato, siendo tan grandes la fama y la popularidad del rey.
No tengo la menor duda de que Samuel creía de verdad que el Señor hablaba por su boca, de que conocía con exactitud los pensamientos del Señor. En consecuencia, durante largo tiempo permaneció perplejo a causa de su impotencia. Era intolerable saber que el Señor había rechazado a Saúl y ver que, aun así, Saúl seguía triunfando.
Pero la venganza es un plato que debe tomarse frío, y Samuel moriría tranquilo si sabía que dejaba preparado el camino para la destrucción de Saúl.
Con todas las precauciones del mundo consultó en secreto a los sacerdotes de todo el país y estuvo en comunicación íntima con el Señor durante las vigilias nocturnas. Después de sopesar cuidadosamente el asunto, se puso en camino en dirección a la casa de mi padre en Belén, con el resultado del que ya he dado cuenta.
3
Pasaron dos años sin que tuviéramos noticias de Samuel, pero yo sabía que Sama tenía razón en su interpretación de lo ocurrido. Durante esa época atravesé por muchos momentos de impaciencia, pero en general no me desagradaba la espera. Tenía esa edad en que el momento presente parece eterno. Disfrutaba a placer mi vida de cada día. Hubo guerras y rumores de guerras, pero esto no nos preocupaba. Cuando crecieron los pastos llevé los rebaños a las colinas. Día a día se iban fortaleciendo mi cuerpo y mi espíritu. Al atardecer cantaba, acompañado del arpa, la gloria del Señor y las maravillas del mundo que me rodeaba. Mis hermanos iban a la guerra y regresaban de ella, con historias de la grandeza de Saúl y de las hazañas de su hijo Jonatán y de Abner, primo de Saúl y comandante supremo, todos pertenecientes a la tribu de Benjamín. Mis hermanos parecían haber olvidado ya la visita de Samuel, aunque Eliab me llamaba en sus momentos de enfado «el niño del sacerdote». Como sabía que esto era ridículo, yo guardaba silencio. Sólo Sama me miraba de una manera distinta.
Y después llegaron otras noticias: que a Saúl le había atacado una extraña enfermedad que afectaba su mente que le tenía sumido en una profunda melancolía rayana en la desesperación. Cuando las gentes hablaban del estado del rey, recordaban que Samuel lo había maldecido, y decían que el Señor había privado a Saúl de su protección y que esta era la causa de su locura. En momentos así, Sama solía ponerme la mano sobre la cabeza para exhortarme a que guardara silencio. Pero yo no tenía ganas de hablar. Si teníamos razón y, efectivamente, el Señor me había elegido por mediación de Samuel, el propio Señor decidiría la manera en que manifestaría su elección a Israel.
En aquellos días yo tenía en gran estima mi castidad. Tenía la impresión de que me abandonaría cierto poder si sucumbía a las tentaciones que ahora considero normales. A menudo, me debatía con mis instintos en la oscuridad de la noche, imaginándome el placer que me proporcionarían; pero ni Raquel, la hija del jefe de nuestra tribu, una muchacha que contaba un año más que yo y que seguía todos mis movimientos por el patio con sus grandes ojos de gacela, en los que se reflejaba cierta admiración, podía tentarme a que rompiera la promesa que había hecho bajo la luz de las estrellas. En cambio, desahogaba los sentimientos de mi corazón en la poesía. La belleza y la melodía de mis canciones me ganaron fama y nuevos admiradores.
Al fin llegó el día en que me hicieron bajar otra vez de las colinas. Encontré a mi padre en compañía de un joven de tez morena, siete años mayor que yo. Era alto, delgado, con una barba negra y perfumada y una nariz larga y afilada.
—Apesta a oveja y a macho cabrío —dijo.
Su ojo izquierdo parecía extraviado y me miraba fijamente por encima de su larga nariz.
—Pero eso se puede remediar cuando lleguemos a Gueba.
—David —dijo mi padre—, este es Joab, hijo de tu hermana; ha venido para llevarte a presencia del rey porque Saúl está enfermo, turbado por un mal espíritu, y sus médicos opinan que en la música hallará consuelo. Ve a coger tu arpa, ponte en camino lo antes posible y no dejes de cabalgar incluso durante la noche.
Yo había oído hablar de Joab a mis hermanos. Su madre era hija de la primera esposa de mi padre y Joab era más o menos de la misma edad que ellos, más joven desde luego que el mayor, pero los había sobrepasado en fama a todos. Hablaban de él con envidia, pero sin lograr disimular su admiración.
—Es un gran honor el que te hayan escogido —dijo mi padre; pero yo notaba que estaba preocupado e inquieto.
—Yo soy el responsable de esta elección —dijo Joab—. Mi madre habla con frecuencia de las dotes musicales del muchacho. —Hizo un nudo con la nariz—. Este asunto es algo que ni conozco ni me importa. No obstante, cuando estaban buscando un músico, me acordé de lo que ella decía y mencioné su nombre. Estaré muy agradecido si el muchacho no me deja en mal lugar.
Mi padre había ordenado ya a los sirvientes que prepararan regalos para llevárselos al rey. Eran cosas del hogar: las mejores hogazas, un par de cabritos y un odre de vino de la cosecha del año anterior. Joab mostró su impaciencia por la tardanza, así que me apresuré a recoger mi arpa, envolviéndola primero en hojas de lirios salvajes para protegerla del frío de la noche y el calor del sol de la mañana. Tenía sentimientos encontrados. Por una parte me alegraba de que el mundo empezara a abrirse ante mí. Por otra, no creí nunca que entrara en él como un arpista.
Nos pusimos en camino sin abrir la boca, y nuestro silencio se mantuvo durante la primera fase del viaje. Yo era consciente de que el asno en que iba montado resultaba ridículo comparado con la mula de Joab. La larga nariz, cuya silueta se destacaba en el fondo oscuro de la noche, parecía acentuar todavía más mi inferioridad con respecto a él, que montaba una mula lozana. Pero a lo que me negué fue a sentirme sometido a él. Había una sensación de júbilo en el paso trotón de los cascos de las caballerías y en el tintineo de las armas de la escolta de Joab. La luna se elevaba redonda sobre las montañas, el aire se volvía frío a medida que caía la noche mientras nos abríamos camino a lo largo del escabroso sendero que bordeaba las colinas.
Al rayar el alba vimos la ciudad de Jerusalén al otro lado del valle. La ciudad, tal vez sea necesario decirlo, era todavía por aquel entonces el bastión de los jebuseos, una tribu que no había reconocido nunca la supremacía de Israel.
—¿Por qué toleramos que los enemigos del Señor ocupen un lugar tan prominente? —le pregunté a Joab.
—La ciudad está bien fortificada —me contestó—. ¿Cómo sugerirías tú, jovencito, que la conquistáramos?
Me molestó aquel tono despectivo, pero no estaba dispuesto a revelar mis sentimientos. Así que, simplemente, sonreí y dije, en el tono más afable de que fui capaz, que, por supuesto, vacilaría en expresar sugerencia alguna al no tener experiencia en asuntos como aquel, sabiendo perfectamente que nada de lo que dijera interesaría lo más mínimo a una persona que había logrado tantos éxitos como lo había hecho mi primo. (Era, de hecho, mi sobrino, pero me pareció más diplomático llamarlo primo). Eso sí: me interesaría enterarme de cómo pensaba él afrontar este problema, porque tenía deseos de aprender y no quería desperdiciar la oportunidad que este viaje tan imprevisto me ofrecía. Mientras hablaba, veía que Joab se iba relajando; siempre he notado que la adulación desmorona las defensas levantadas por el orgullo. Sabía esto por instinto y la experiencia estaba ahora confirmando ese instinto mío, porque Joab se lanzó a exponer un detallado análisis de los problemas militares que suscitaba mi pregunta y, para cuando terminó de hablar, estuve convencido de que yo había subido en la escala particular de su estimación. A la gente le gusta más, por lo general, expresar su opinión que escuchar la de los demás, y Joab no era una excepción. No hay nada que dé a los hombres una idea más elevada de la inteligencia de los demás que el que estos les hagan preguntas y muestren admiración aunque sea fingida. Cuando Joab terminó su exposición, que fue, he de reconocerlo, lúcida e interesante, había cambiado hasta tal punto la opinión que tenía de mí que hasta llegó a decirme que yo sería un buen soldado. Y la verdad es que yo no había dicho nada para convencerlo de tal cosa: lo único que hice fue dejarle hablar.
4
Joab me dejó en una antesala del palacio. Yo me alegre de verme liberado de su presencia y creo que a él le ocurrió otro tanto. Su manera despótica de comportarse se había suavizado durante el viaje, pero ahora que habíamos llegado, tuve la impresión, lo digo sin tapujos, de que se avergonzaba de mí. Era un hombre riguroso y convencional y, aunque hubiera sugerido, como él mismo dijo, que yo era la persona idónea para ayudar a curar al rey, también podía pensar que un cantor y un arpista como yo no era la persona de quien la familia pudiera enorgullecerse. No lo sé. Conozco a Joab de toda la vida, pero nunca he sabido leer sus pensamientos. Hubo siempre en él algo que yo no me atrevía a descifrar. Él piensa lo mismo de mí y, aunque pocos hombres me han servido mejor, ninguno lo ha hecho tan a disgusto. La vida nos ha uncido al mismo yugo como a un par de bueyes en las faenas del campo, pero esto es lo máximo que se puede decir de los dos.
Yo esperé y esperé. Estaba nervioso porque todo me resultaba extraño y al mismo tiempo todo tenía un gran interés para mí. Estaba vislumbrando por primera vez un mundo para el que yo tenía que estar bien preparado, y me causó una fuerte impresión el que, en todas las idas y venidas, nadie hizo el menor caso de aquel muchacho que estaba sentado en un rincón con un arpa a sus pies.
Una criada me trajo bollos y vino. Me miraba como si quisiera hablar conmigo, pero yo era incapaz de participar en las bromas corrientes de una conversación. No pude probar bocado ni beber. Sentía un hueco dentro de mí y esperaba que alguien lo llenase, pero ninguna cosa material podría hacerlo.
Por fin se presentó un joven fornido y me dijo que Abner deseaba verme. Yo sabía, naturalmente, quién era Abner: su fama se había extendido por todo Israel. El joven me habló como si yo fuera un criado. Cogí el arpa y lo seguí.
Me encontré con un hombre de fuerte complexión, de espaldas a mí. El joven fornido dijo unas palabras y se fue. Yo esperé. Sentía que gruesas gotas de sudor me bajaban por los muslos. Hacía mucho calor. El aroma de las flores me enervaba. Le pedí al Señor que me diera fuerzas.
Abner se dio la vuelta y se acercó a mí. Me puso la mano bajo la barbilla y me la levantó para que yo me viera obligado a mirarle a los ojos. Me sujetó con firmeza y miró fijamente mi rostro como si estuviera tratando de extraer de mí la mismísima esencia de mi espíritu. No era esto lo que yo esperaba.
—El Señor sabe, sólo el Señor sabe, si servirás o no. ¿Comprendes lo que te quiero decir? ¿Te ha explicado Joab lo que se te pide? —preguntó.
Hice un gesto señalando mi arpa, pero no pude articular palabra.
—No. Supongo que habrá preferido que lo haga yo. Esa es su manera de comportarse. Está bien. —Me soltó la barbilla—. Muy bien, joven David, lo que he de decirte es que el rey ha perdido el juicio. En una palabra, y júrame que no se lo dirás a nadie, si quieres ver salir el sol mañana por la mañana, el rey está loco. Se ha sumido en un profundo silencio, y terrores a los que no se atreve o a los que no puede dar nombre, agitan su cuerpo hora tras hora. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
—He experimentado gran temor cuando por las noches, en las montañas y en la más absoluta soledad, sentía la desnudez del espíritu —contesté yo.
—¡Uf! —dijo—. No sé lo que eso significa. ¿Tienes miedo ahora?
—Sí, tengo miedo, pero confío en el Señor.
—Tampoco sé mucho de eso, pero tenemos que intentar lo que nos proponemos. Tal vez sea violento, te lo advierto, pero sus médicos parecen creer que la música puede apaciguarle. Esa es la razón por la que estás tú aquí.
Se sirvió de una jarra de vino y bebió un trago.
—El rey es un gran hombre. No olvides esto aunque a veces te parezca un caparazón vacío.
La habitación era como una caverna, la única lámpara de aceite que la iluminaba irradiaba una luz mortecina que dejaba la mayor parte de la cámara en sombras. Se percibía el fuerte olor del sahumerio de hierbas aromáticas. (Después me enteré de que los médicos del rey creían que esto podía aliviar sus dolores de cabeza). Durante un instante me pareció que estaba solo. Después me di cuenta de que había un bulto acurrucado en el suelo, con la espalda contra la pared, cerca de la mesa donde estaba la lámpara. Levantó la cabeza y conforme mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, se encontraron con los ojos del rey, inexpresivos, perdidos, como si miraran sin ver, inmóviles como si estuvieran penetrando mi alma. Los ojos del rey continuaron fijos en mí; yo, entre tanto, me agaché y empecé a afinar mi arpa. Mantuve mi propia mirada apartada, pero no pude deshacerme de la conciencia de esa mirada, sombría y melancólica.
Abner me había advertido que no mediaría palabra alguna, así que me puse a rasguear las cuerdas del arpa y empecé a cantar.
Estaba acostumbrado a cantar solo bajo el cielo estrellado, y también para mí mismo, como una afirmación de la belleza de la creación; pero a menudo cantaba también en el pueblo, por las noches, cuando las criadas se agrupaban a mi alrededor y cantaban suavemente haciendo coro clavando sus ojos en mí extasiadas hasta tal punto que me hacían modular el tono, pasando del ardor a la melancolía, lo que arrancaba lágrimas de sus ojos y profundos suspiros de sus pechos. En ocasiones así sabía que yo era el señor, no sólo de la música sino de todo el que la oía. Pero ahora, al empezar a cantarle a Saúl, tenía la garganta seca y la voz destemplada, y en la primera balada me equivoqué en tres notas. Pero él ni se inmutó. Canté canciones sobre Abraham y el origen de nuestra raza, sobre José y su grandeza en Egipto, sobre Moisés y el paso del mar Rojo, sobre los años de la travesía del desierto, sobre Josué y el toque de las trompetas que hicieron caer las murallas de Jericó. Pero Saúl ni se inmutó.
Mi voz se iba fortaleciendo y mi corazón latía con más fuerza, vislumbrando ante mí el fantasma de mi fracaso. Veía que esta gran oportunidad que se me había otorgado se desvanecía de manera vergonzosa. Resonaban en mis oídos las mofas de mis hermanos y me veía regresando a la casa de mi padre cubierto de ignominia. Tenía deseos de llorar, de esconderme como un animal herido. Maldecía en mi corazón esa masa de carne que era, o que había sido, Saúl, que no estaba dispuesto a vibrar con mi música, pues allí estaba inmóvil como una roca de las montañas.
Canté canciones de amor sobre doncellas junto al pozo al atardecer, con el deseo reflejado en sus ojos, mirando a los pastores llegados allí. Canté la tierna picardía de sus insinuaciones a la luz fría de la luna que se alzaba en el firmamento, ante la indiferencia de los asnos que descansaban bajo los olivos. Pero Saúl ni se inmutó.
Humedecí mis labios y, en el colmo de mi osadía, canté a la belleza del propio Saúl, al vigor de los años de su gloriosa juventud. Canté a su valor guerrero y a su magnanimidad en la victoria.
Las grandes ambiciones, sus hechos memorables, el mayor de todos, el ardor del deleite que desciende sobre el más grande de los hombres; el esplendor de la mañana, los días que embelesan, la gloria y la belleza que emana el rey Saúl.
Al oír estas palabras, levantó la cabeza, alargó la mano —fuerte, renegrida, velluda— y la acercó hasta tocar mi mejilla. Sus dedos temblaron como los de una mujer en los primeros momentos del despertar de una pasión, pero eran fríos como el metal en una helada mañana. Yo no me aparté. Me esforcé en clavar mi mirada en sus ojos y los encontré perdidos. Apartó él la mano de mi rostro y yo seguí cantando. Pero había ahora una diferencia: el mal estaba saliendo de Saúl. Canté suavemente una canción de cuna como se le puede cantar a un niño y los párpados cubrieron sus ojos mortecinos, y se durmió. Yo sabía que era el sueño de un hombre agotado que durante mucho tiempo no se había atrevido a entregarse a la placidez del sueño, por miedo a que los demonios lo atacaran. Continué cantando suavemente, con dulzura, hasta que callé; se hizo el silencio y no se oía más que la respiración del rey.
Pasado un rato, se corrió la cortina y Abner me hizo una seña.
—El rey está dormido —dije yo
—Hace muchos días que no duerme. ¿Cómo se despertará?
—¿Quién puede saberlo?
—¿Han salido de él los demonios?
—Tal vez estén también dormidos —dije.
—Has cumplido muy bien tu misión. Tienes aspecto de estar muy cansado.
Dio unas palmadas y apareció una esclava con una bandeja con vino y pastelitos de almendra.
Hasta la fecha no conozco la causa del problema de Saúl, tampoco sé por qué mi música le apaciguó y pareció curarle. Algunos de los cortesanos del rey decían que su estado era consecuencia del mandoble recibido por la espada de un filisteo unos meses antes; esto, según ellos, hizo que el hueso oprimiera su cerebro. Tal vez sea verdad; pero si lo era, es difícil imaginarse que la música pudiera tener en él un efecto beneficioso. No obstante, es demasiado suponer que la mejoría de su enfermedad se notara sólo cuando yo tocaba y cantaba para él. En lo que a mí respecta, siempre creí que el hecho de que Samuel rechazara a Saúl trastornó su mente, dando origen a extraños temores. Tal vez Saúl no se consideró nunca digno de su papel real y por eso buscó refugio a su exagerada sensación de incompetencia en sus ataques de locura. Tal explicación —aun siendo la clase de explicación de la que se mofaría un hombre de sentido común como Joab— es creíble para mí. Sé por experiencia propia cómo la mente está expuesta a terrores que la razón descarta, pero que no es capaz de apaciguar.
Volví a tocar y a cantar para el rey al día siguiente y lo vi de nuevo pasar de ser una mera masa de carne, sumida en profundos espasmos a los que no podía dar nombre, a ser un hombre que cerraba los ojos y se sumía en un sueño reparador. Así continuamos durante seis días; la gente se preguntaba la razón del cambio que se estaba operando en Saúl, pero se mantenían apartados y todavía temerosos. Solamente Abner creía que realmente se estaba produciendo la curación. Día tras día me daba ánimos, porque cada vez que estaba a punto de entrar en la cámara de Saúl, el miedo se apoderaba de mí, ya que me parecía que Saúl seguía siendo un caso incierto. Por añadidura tenía miedo de que los demonios salieran de su cuerpo y entraran en el mío. Naturalmente esos temores eran ridículos, como los de un niño, o como el temor a la noche, cuando el caminante se siente forzado a mirar hacia atrás, aunque sabe bien, y se lo repite a sí mismo, que no puede haber nadie allí. Sin embargo, se apodera de él ese mismo temor que él desprecia. Durante los primeros minutos, todos los días yo encontraba difícil pulsar las cuerdas de mi arpa.
El séptimo día, al atardecer, canté un salmo al Señor que había compuesto yo mismo, después de mi llegada a Gueba:
El Señor es mi pastor; nada me falta.
Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas.
Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas, por amor de su nombre.
Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno,
porque tú estás conmigo; tu clava y tu cayado son mi consuelo.
Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos.
Has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa.
Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida
y moraré en la casa del Señor por muy largos años.
De nuevo, cuando terminé de cantar y las notas del arpa se apagaron, Saúl extendió el brazo y me tocó con la mano la mejilla, pero esta vez sus dedos estaban ardiendo y su mano era firme.
—He estado fuera —dijo— y tú me has vuelto a traer aquí.
Así que lo dejé, con mi corazón rebosante de gozo, porque sabía que había conseguido algo que ni en sueños me pude imaginar que pudiera lograr. Le dije a Abner que, en mi opinión, el rey había vuelto a ser el que fue siempre.
Abner me dio las gracias y me alabó, no sin antes manifestar por primera vez cierta falta de seguridad. Esto me preocupó: no era lo que yo esperaba encontrar en él. En cuanto a mí, me di cuenta de que mi euforia se iba desvaneciendo. Es una sensación que desde entonces he aprendido a considerar normal, después de un gran agotamiento del espíritu. Es una cosa que hay que pasar: es como la tristeza que sigue al acto sexual. Todo era distinto; hasta la sensación de triunfo te iba abandonando, como el líquido que rezuma el sudor de una alcarraza, y te das cuenta de que el mundo continúa, tiene que continuar, a su tenor habitual. Esta sensación no era nueva para mí, ni siquiera entonces, pero en la antesala del palacio la experimenté con más intensidad que nunca.
Abner se despidió de mí murmurando una excusa; creo que se alegró de marcharse, pues parecía sentirse repentinamente violento por mi presencia. Yo me eché en un diván, conteniendo a duras penas las lágrimas. Las tinieblas velaron mis ojos, como si la noche se me estuviera echando encima. Un momento antes me había sentido capaz de cualquier cosa; ahora me parecía que le había entregado toda mi vitalidad a Saúl. Tal vez mis temores estuvieran justificados y los malignos espíritus de la desesperación que se habían apoderado de él, de los que yo le había librado, estuvieran ahora invadiendo mi alma. Le rogué al Señor que no permitiera que me sucediera esto, y entonces me quedé dormido.
O tal vez no, tal vez mi memoria se niega a aclararme la confusión de mi mente. Era casi de noche y me sentía aún sumido en profunda melancolía, tratando de aceptar mi inutilidad, cuando entró una esclava con una lámpara seguida de dos muchachas.
Me puse apresuradamente de pie, ellas me miraron, susurraron unas palabras entre sí y se echaron a reír.
—Lo siento —dije—. Tal vez no debiera estar aquí. No lo sé. Mi señor Abner me comunicó que esperara pero de eso hace ya mucho tiempo.
—Es muy guapo.
Eso lo dijo la más baja de las dos, una muchacha morena y rechoncha, como tantas jóvenes de nuestro pueblo
—¿Por qué me miras con tanta insistencia? —preguntó la otra.
—Lo siento —susurré. Después tragué saliva—. Es porque no he visto jamás una mujer tan bonita.
La muchacha de corta estatura soltó otra risita picarona.
—¡Qué impertinencia! —dijo.
Pero una vez que se me escaparon esas palabras, la verdad es que no podía apartar mis ojos de la otra. Era alta, esbelta como una gacela. Sus ojos, como lagos oscuros bajo párpados color violeta. Las cejas bien perfiladas se elevaban sobre ellos formando un arco perfecto y le daban a su aspecto un aire de desdén inefable, que completaba la roja curva de sus labios. Vestía ricas sedas blancas, con una banda a juego con el color de sus labios. Sus dedos eran blancos y bien cuidados. Yo era consciente de que, comparado con el de ella, mi aspecto era sudoroso, tímido y burdo. Quería esconder mis manos y esperaba que ella no se diera cuenta del sudor que perlaba mi frente, del que resbalaba por mis muslos. Pero al mismo tiempo experimentaba una excitación hasta entonces desconocida y la sola idea de que se marchara sin causarle una impresión agradable me aterraba.
—Lamento ser impertinente —dije—, pero no hay quien pueda mirarte y permanecer indiferente ante tu belleza.
—¡Ah, conque es eso! —contestó ella—. Todos los jóvenes de la corte hacen los mismos comentarios, si se atreven, y se comportan de la misma manera. Me aburre que me alaben tanto mis cualidades físicas. Simplemente hemos venido a darte las gracias.
—Y a verte —dijo la otra. Volvió a reírse—. Queríamos ver a quien ha conseguido lo que ninguno de los médicos ha logrado. Somos las hijas del rey. Yo soy Merob y esta es Micol.
En mi juventud tenía propensión a soñar despierto y pensé que Micol había venido traída por los alados serafines de los cielos, en calidad de recompensa por haber curado a Saúl. Yo sabía que ese pensamiento era absurdo, pero con todo y con eso me sentía dominado por él y no lograba rechazarlo. Así que, con los ojos fijos en Micol, le contesté a su hermana:
—No he conseguido nada. A lo sumo, soy solamente un instrumento del Señor.
—Eso es una tontería —dijo Merob.
—Y una presunción —añadió Micol—. Tenía la esperanza de que no fueras como esos jóvenes aburridos y ahora veo que, como siempre, mis esperanzas se han desvanecido.
—¡Ah, pues yo no creo que quiera decir eso! —dijo Merob.
—Por supuesto que no. Es una manera más de vanagloriarse. ¡Qué pesadez!
—No —dije, y empecé a ruborizarme al darme cuenta de que la estaba contradiciendo—. No —insistí—, no es lo que creéis. Es simplemente que no sé lo que he hecho o, mejor dicho, cómo lo he hecho. Toqué el arpa y canté, y el rey está curado. Eso es todo. No podéis esperar que yo me crea que esto tiene algo que ver conmigo, precisamente conmigo. Yo soy solamente un pastor y no comprendo estas cosas.
—Un pastor, ¡qué curioso!... —dijo Micol.
—Pues es verdad que huele a cabras —añadió su hermana—. En cierta medida es desagradable, Micol.
—Bueno —dije yo—. Siento que así sea, pero, como veis, no puedo comprender por qué se ha curado el rey. Es un milagro y esa es la razón por la que digo que soy sólo un instrumento del Señor. No estoy vanagloriándome ni mucho menos cuando lo digo. Todo lo contrario.
Viendo ahora las cosas con la perspectiva que da el tiempo, pienso: ¡qué admiración me merece la espontaneidad de mi astucia! Deseaba con toda mi alma impresionar a Micol y sabía intuitivamente que seria inútil fingir ser una persona distinta de la que era. Había demasiada inteligencia en su mirada para que yo creyera poder engañarla. Así que exageré mi diferencia con todo aquello con lo que ella estaba familiarizada. Yo no podía competir con los perfumados y presumidos efebos del palacio ni con los grandes guerreros del ejército. Así que me presenté como un sencillo pastor, como un hijo tosco de la naturaleza. Y en cierto sentido todo esto era cierto. Y cierto era también que, como un artista, yo no tenía la menor idea —como no la tienen nunca los verdaderos artistas— de cómo había logrado mis mejores efectos.
De manera que hablé así y sonreí. Me observé a mí mismo al hacerlo porque sabía que la sonrisa que le dirigí a Micol era una de mis sonrisas especiales, la que había usado toda mi vida para cautivar a mi madre y a las damas de su casa.
—¡Qué modesto! Tócanos algo y podré juzgar si estás diciendo la verdad —dijo ella, y aunque percibí la ironía en su voz, sabía que la había impresionado, tal vez porque ella reconoció que yo era también capaz de hacer uso de la ironía, a pesar de parecer ingenuo y primitivo.
Yo vacilé. Micol se retiró a la penumbra del aposento y se reclinó en un diván, en actitud expectante. Pero aun así, ni me moví. Habría sido fácil complacerla y yo sabía que podía extraer de las cuerdas de mi arpa música que la embelesaría; pero, si lo hacía, me consideraría como un músico dócil. Y esto era precisamente lo que yo no quería. Por otra parte, no sabía de qué modo impresionarla, y no quería tampoco comportarme como un niño contrariado.
Entonces se corrió hacia un lado la cortina y apareció un hombre joven que cruzó la habitación. Se dirigió a mí, me puso las manos en los hombros y me abrazó, sujetándome con fuerza entre sus brazos y besándome en ambas mejillas.
—Confío en que mis hermanas hayan sido simpáticas contigo —dijo—. Tenemos tal deuda de gratitud contigo que espero se hayan comportado mejor de lo que tienen por costumbre.
—Hemos sido encantadoras, Jonatán —dijo Micol—, aunque de una forma menos efusiva que la tuya. Acabo de pedirle a David que nos regale con los arpegios de su arpa.
—No es necesario —replicó él—. No es un músico profesional y además estoy seguro de que está agotado, ¿no es verdad, David?
—Estoy cansado —dije yo—, pero tocaré con gusto el arpa si es eso lo que Micol desea.
—No —replicó él—, lo que vas a hacer, es venir a cenar con nosotros.
Me echó el brazo alrededor del cuello y, apoyándose en mí, me llevó a otra estancia donde había una mesa, preparada para cenar.
No recuerdo qué comimos ni de qué hablamos, no sólo porque el vino fuera de una calidad excelente, desconocida para mí. De hecho, bebí poco, como he tenido siempre por costumbre. Pero lo que me embriagó fue el encanto y el deleite de aquella noche. Jonatán había hecho salir a los esclavos y estábamos solos los cuatro. Desbordaba entusiasmo en las horas mortecinas de la tarde. Era evidentemente una manifestación de alivio tras la desaparición del torvo peso de la locura del rey y todos se sentían como si hubieran salido de una prisión o de la misma tumba. Yo no había experimentado nunca, en compañía de nadie, la relajación que experimenté entonces. No se me había recibido nunca a un nivel de igualdad tan placentero, y hasta en la mesa de mi padre me sentía siempre víctima del deseo que mostraban mis hermanos de desairarme y domeñar mis pretensiones y la avidez que sentían mis padres por mimarme como a un niño. Pero de lo que estaba disfrutando aquí era de una forma de conversar en que se hacían concesiones mutuas, actitud que hacía que hasta la propia Micol se relajara.
Si, por una parte, me había enamorado de Micol, desde el primer momento en que la vi, ahora me sentía seducido por el encanto de una familia que me ofrecía algo totalmente desconocido. Se profesaban un afecto mutuo tan sincero y me habían invitado aquella tarde con tal insistencia a que formara parte de su estrecho círculo familiar, que tenía ganas de derramar lágrimas de alegría; pero no sólo no las derramé, sino que reí y hablé como no lo había hecho nunca. Sabía que estaba mostrando mi inteligencia y mi ingenio, envalentonado por el calor de las reconfortantes palabras de Jonatán y su sincero y espontáneo afecto.
Por supuesto, yo había oído hablar de sus hazañas. Era el favorito de la tribu de Benjamín y hasta de todo el ejército. Todo Israel se hacía lenguas de su valor, de su audacia e iniciativa en la guerra. Yo mismo me había sentido celoso de su fama al oír hablar de sus éxitos en Belén; tenía sólo cinco años más que yo y ya había logrado sonados triunfos, mientras que yo no había hecho más que apacentar las ovejas y componer música. Pero ahora su encanto disipó mis celos. El perfil aguileño de su nariz revelaba su orgullo, pero cuando sonreía, su sonrisa le subía hasta los ojos y manifestaba su auténtico deleite. Les tomaba el pelo a sus hermanas, siempre de forma afectuosa. Tenían la costumbre de hablar a veces con rimas improvisadas, y con gran placer por mi parte me hicieron adaptarme a este estilo de conversación y yo supe defender mis opiniones. Si Jonatán se hubiera propuesto hacer que destacase yo ante los ojos de Micol, no lo podría haber hecho mejor.
Al fin, y sin que me lo pidieran, les dije:
—¿Os gustaría de verdad oírme cantar?
Mandaron a buscar mi arpa y yo la afiné. Canté una canción pastoril de amores no correspondidos y nostalgia por el ser amado. La música los emocionó. Acalló nuestro júbilo y nos conmovió con el convencimiento de la indispensable tristeza de la vida y de la brevedad de la juventud y la belleza. Canté sobre lo perecedero de todos los placeres humanos, y nosotros, que habíamos estado alegres, conocimos un gozo más profundo al reflexionar en el momento inevitable en que nos sumiríamos en las tinieblas.
A la mañana siguiente Jonatán me abrazó y me alborotó el cabello mientras yo apoyaba mi rostro en su hombro.
—¡Cuánto me gustaría, David, que te pudieras quedar cerca de mí!
La brisa de sus palabras quemó los brotes jóvenes de mi espíritu.
—Escúchame, David —dijo en voz suave y susurrante—, escúchame atentamente. El rey ha ordenado que regreses a tu hogar. El recuerdo de su locura le atormenta y le aflige. Tu presencia aviva ese recuerdo. Es un insulto al vigor que ha recuperado, un vivo testimonio de aquellos días y aquellas noches en que no era ni siquiera un hombre. Dice que el mero hecho de verte le sirve de reproche. Te agradece todo lo que has hecho por él y te colmará de dádivas, pero su deseo es que salgas inmediatamente de la corte.
Caí de rodillas —no me avergüenza decirlo—, me agarré a las piernas de Jonatán y expresé con profusos sollozos mi dolor, mi desilusión y la rabia que me consumía. Clamé contra la injusticia del deseo real. Le dije a gritos que si verdaderamente me amaba, me dejara quedarme junto a él. Me agarré a sus piernas y le supliqué y, al notar cómo aumentaba su deseo, concebí esperanzas. Pero él me apartó y de nuevo me habló.
—David, amado, porque eso es lo que tu nombre significa, escúchame. No puedo oponerme a la voluntad de mi padre, por muchas razones, y una de ellas eres tú.
Yo no quería escuchar, pero su amor me obligó a hacerlo.
—Tienes dieciséis años, dieciséis años solamente y eres la presa de una primavera incierta y temblorosa. Cuando llegue la hora volverás hecho un hombre. Yo no dejaré nunca de amarte, como me seguirás amando tú, pero no de esta manera.
—Tienes miedo de los sacerdotes —le contesté.
—No, David, la razón por la que debes irte es precisamente porque te amo. Lo que ha pasado entre nosotros es bueno y no reprobable, pero si te quedaras conmigo, empezarías a considerarlo infame, a sentir vergüenza y a despreciarte a ti mismo.
Entonces cogió un paño y me secó las lágrimas. Se inclinó hacia mí y me besó una sola vez, suavemente, en los labios.
Abner me proporcionó una escolta para mi regreso a Belén. Había dos mulas cargadas de regalos del rey. Yo se los ofrecí a mis padres, pero pasó mucho tiempo sin que yo les preguntara en qué consistían.
Mis padres estaban encantados de mi éxito y del honor que este éxito me había conferido. Luché por ocultarles el dolor que me desgarraba las entrañas.
Después reflexioné sobre las palabras de Jonatán y lo extraño de mis propios sentimientos que se sentían atraídos por él y por Micol. Estuve atormentado durante algún tiempo sabiendo que los sacerdotes condenaban lo que Jonatán y yo habíamos hecho como algo abominable y contra natura.
Pero yo había respondido a Jonatán con la misma naturalidad con que una flor vuelve su corola hacia el sol.
Ahora, en mi ancianidad, me maravilla mi perplejidad y la abnegación y conocimiento de sí mismo de Jonatán. Olvidándome momentáneamente de mis debilidades, pienso con nostalgia en mi ardiente juventud y llamo después a Abisag para que me consuele.
5
He sufrido mucho, por eso me pregunto si existe desdicha mayor que la de un joven consciente de sus poderes a quien se le prohíbe ejercitarlos, un joven a quien se le concede una visión de su tierra prometida y encuentra después una cortina corrida que le oculta el futuro. Durante dos años languidecí en mi hogar, como un simple pastor, un cabrerizo. En la soledad de la noche clamaba al Señor: «¿Hasta cuándo seguirás olvidándote de mí, Señor? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro y me negarás tu protección? Piénsalo y escúchame, Señor, mi Dios: ilumina mis ojos, no sea que me vea obligado a dormir el sueño de la muerte».
El encanto del lenguaje poético no me sirvió para contener mi desdicha o aliviar mi desesperación. ¿Qué puede hacer un poeta, me decía a mí mismo, sino componer canciones? Pero mi corazón me contestaba que yo era más que un poeta.
En aquellos meses de nostalgia me asaltaban con frecuencia las tentaciones. Había jovencitas en el pueblo y en la casa de mi padre que hubieran estado dispuestas a satisfacer mis necesidades. Me entregué una vez a una muchacha morena, una esclava quenita; pero después de un breve embeleso y un desahogo momentáneo, se apoderó de mí la vergüenza. Resulta extraño recordar ahora ese sentimiento, pero mi juventud fue por naturaleza casta, virtuosa, plena de aspiraciones. La muchacha sollozó también, tal vez de gozo. Ni siquiera recuerdo ahora su nombre.
Mis hermanos permanecían en el ejército. Las guerras continuaban, ora a un lado ora a otro, pero la mayor parte del tiempo nosotros sólo sabíamos de su existencia por los rumores que nos llegaban. En cierta ocasión un grupo de asaltantes filisteos llegó a Belén, en plena fuga, sin apenas detenerse a saquear. Yo observé el rastro de polvo que dejaban al marcharse, acurrucado tras un olivo en la colina del pueblo, después de haber llevado mi rebaño a una cueva donde podía permanecer oculto.
Mis hermanos —Eliab, Abinadab y Sama— vinieron a casa dos veces con ocasión de una tregua en la lucha. Se vanagloriaban de sus hazañas, aunque Sama me confesó que en realidad ninguno había conseguido gloria de la que mereciera la pena hablar. Me contó cómo Joab se había ido ganando el favor y la estimación de Saúl, hasta el punto de que se le podía ahora considerar como el cuarto hombre más importante del reino, después del propio Saúl, de Jonatán y de Abner. Cuando mencionó el nombre de Jonatán, yo me alegré de estar en la penumbra para que no pudiera verme el rostro. Yo deseaba y al mismo tiempo temía oír su nombre. Procuraba que mis hermanos lo pronunciaran y entonces me apartaba de su vista. Pero eran las imágenes de Micol las que llenaban mis noches de inquietud y de excitación.
Era Eliab, sobre todo, el que no escatimaba su admiración por Joab. Según él, la fama de Jonatán no se debía a sus propias hazañas, sino al consejo y al talento de organizador que poseía Joab.
—Reconozcámoslo —decía—, Jonatán deslumbra y Joab proporciona la solidez.
Tenía el rostro colorado por efecto del vino y daba puñetazos en la mesa al hablar. Era un hombre gordo, satisfecho de sí mismo y con un semblante arrebatado. Era en Eliab en quien yo estaba pensando cuando escribí aquel verso que se cita a menudo: «Dice el necio en su corazón: no hay Dios».
Opinaba también que Joab valía por dos Abner.
«Si Abner no fuera primo de Saúl...», Era un estribillo que repetía constantemente. Yo sabía que esto era también una estupidez. Nunca negué el talento y los dones de Joab —sé que me habían sido necesarios— pero, como demostraré después, era inferior a Abner en todo lo que cuenta a los ojos de Dios. Abner era un perfecto caballero (utilizo aquí una palabra que yo mismo he inventado como una forma de alentar el tipo de virtud que admiro), mientras que Joab, si se ha de ser franco, era, es y lo será siempre, una mierda.
«El arte de deslumbrar de Jonatán...» era una muestra del estúpido lenguaje militar en que Eliab se complacía. Le hacía sentirse como un hombre de mundo, una persona que pertenece al seno del gobierno. ¡Pobre Eliab! A pesar de lo poco que me gustaba entonces, siento ahora compasión por él. Hay algo digno de compasión en un hombre que constantemente sobrevalora su capacidad y su importancia. Siempre estaba convencido de que tenía razón pero, en realidad, pocas veces la tenía.
Le pedí con insistencia a Sama que persuadiera a mi padre de que yo era ya lo suficientemente maduro para dejar los rebaños y ocupar el lugar que me correspondía en el ejército. Cuando me informó de que mi padre había respondido que tenía que consultarlo con Eliab, se desvanecieron mis esperanzas. Además, según mi padre, mi madre quería que yo me quedara en casa.
Era difícil, hasta con la información de primera mano que me proporcionaban mis hermanos, comprender el curso que iba siguiendo la guerra. En verdad y tal como lo veo ahora, fue en su mayor parte una sucesión de confusas escaramuzas en la incierta frontera entre los hijos de Israel y las tribus de los filisteos: asaltos a los graneros y a las eras, quema de cosechas, dispersión de rebaños y algún que otro ataque a ciudades mal defendidas. Saúl y Jonatán lograron algunos éxitos, los suficientes como para incitar a los reyes filisteos a unirse entre sí y, cuando yo tenía dieciocho años, enviaron un gran ejército contra Israel, como si estuvieran decididos a sojuzgarlos y a terminar con Saúl. Se corrió el rumor de que el peligro nunca había sido mayor.
Parecía que la campaña había llegado a un punto decisivo, pero los generales de ambos ejércitos tenían miedo de iniciar ellos el primer movimiento de sus tropas. Tuvimos noticias de que mis hermanos estaban apostados en el valle de Elah, a punto de agotárseles las provisiones y con los filisteos alineados en las colinas de enfrente. Le rogaron a mi padre que les mandara lo que pudiera y yo le supliqué que me dejara hacerme cargo de la expedición. Se resistió a hacerlo, pero yo insistí y lo conseguí, sobre todo porque no había ninguna otra persona en quien confiar y él era demasiado viejo para hacerlo por sí mismo. Pero me ordenó que volviera tan pronto como hubiera entregado las provisiones, para comunicarle cómo estaban mis hermanos. No creo que se me deba censurar por tomar en secreto la decisión de no hacer lo que se me estaba pidiendo.
Viajamos durante toda la noche y llegamos a un lugar desde donde se veía el campamento cuando la bruma del amanecer empezaba a levantarse del fondo del valle. Yo, al no saber nada de la guerra, estaba asombrado de ver a los soldados agachados sobre las ollas, engrasándose el cuerpo, poniéndose las armaduras, llevando cubos a las líneas de combate. No tenía la menor idea de lo que era la vida militar y no se me había ocurrido que los soldados tienen que llevar a cabo todas las tareas cotidianas de la vida diaria, incluso en plena campaña. El olor de las letrinas era nauseabundo, dicho sea de paso, y no seria exagerado decir que mi primera experiencia de la vida de campamento me enseñó la importancia de ocuparse de los suministros y de no descuidar la higiene. Muchos ejércitos han sucumbido víctimas de la fiebre porque las letrinas fueron excavadas en lugar inadecuado.
Sólo la guardia de noche estaba en estado de alerta. Al abrirme camino a través del campamento, preguntándome si lograría encontrar a mis hermanos en medio de tanta confusión de hombres y de armas, comenzaron a sonar las trompetas. Yo aligeré el paso, deseoso de ver alguna acción o movimiento del ejército, pero no sé quién me dijo que no era más que el toque para el cambio de guardia nocturna y la sustitución por un nuevo destacamento.
—Lo lamento, pero no lo entiendo —dije yo.
—Bueno —me contestó con expresión afable un soldado de mediana edad—, no es sorprendente que estés confuso si eres nuevo en el campamento. En verdad que estamos en una situación extraña. ¿Ves el arroyo allá abajo? Eso es lo que nos tiene inmovilizados a todos. En ambos bandos tenemos miedo de ser los primeros en cruzarlo, porque quienes lo crucen se ponen en una posición desventajosa. Así que nos quedamos sentados y nos fulminamos con la mirada a través del río, como gatos salvajes que no se atreven a moverse ni el uno ni el otro. Tal vez tengamos que ver cuál de los dos bandos se muere antes de hambre. ¿Qué sacos son esos que tienes ahí, muchacho?, ¿son vituallas que tienen derrengados a esos pobres burros?
—Sí —contesté yo—, pero tengo que entregárselas a mis hermanos. Pero si tienes hambre, te daré un par de hogazas, si me dices dónde puedo encontrar a mis hermanos, los hijos de Isaí.
—¿Los hijos de Isaí? —Se rascó la cabeza—. Pues la verdad es que no lo sé con certeza. Pero no me vendría mal un poco de pan.
En aquel preciso momento se oyó un toque de trompetas del otro lado del valle, y una sonora ovación resonó entre las filas de los filisteos. Se destacaron dos hombres a la luz del sol, el primero con un gran escudo delante de su cuerpo, el segundo, aun en la distancia, parecía ser un hombre gigantesco. Avanzó hasta la cima de la colina y se llevó a la boca un inmenso cuerno.
—El muy desgraciado —dijo mi nuevo amigo—. Todas las puñeteras mañanas a la misma puñetera hora.
—Y ¿qué es eso? ¿Quién es él?
—Escucha y te enterarás enseguida.
Había caído el silencio sobre nuestro campamento como una losa, como si estuviéramos avergonzados. De eso me di cuenta inmediatamente, aunque no sabría decir cómo. El filisteo prorrumpió en un bramido que helaba la sangre, aumentado por la resonancia del cuerno. Yo no podía captar todas las palabras, pero el sentido estaba claro. Desafiaba al ejército de Israel a que sacara a un campeón para luchar con él y que esa lucha decidiera el desenlace de la guerra.
Avanzó un poco más hacia nosotros, manteniendo la mirada fija y dando la impresión de que no se daba cuenta de cómo su escudero se movía al unísono para protegerle de cualquier proyectil que se pudiera lanzar contra él. Dio un paso más y se puso a menos de cincuenta metros del arroyo y en línea recta a no más de esa distancia, entre los dos ejércitos.
Yo lo miré fijamente. Llevaba un casco de bronce en la cabeza y una cota de malla de bronce también. Armaduras del mismo metal le protegían las piernas; llevaba una lanza con la punta de hierro y una espada corta y ancha sujeta al cinto. Era ciertamente un gigante. Yo nunca había visto un hombre tan grande. Mi hermano Eliab era el más alto que yo conocía, más alto incluso que el rey, y este filisteo le sacaba más de una cabeza y además era muy corpulento. Levantó otra vez la cabeza y bramó, pero esta vez sí pude entender sus palabras.
—¿Es que todos los hombres de Israel son unos cobardes? ¿Es que tienen en su pecho corazones de mujer? ¿Cómo es posible que no haya ninguno que se atreva a aceptar mi desafío?
Soltó una carcajada y prorrumpió en obscenidades y amenazas de cómo despellejaría el cuerpo de quien se atreviera a enfrentarse a él.
El oírle hablar como lo estaba haciendo despertó mi interés, porque me pareció que estas amenazas tenían la intención de disuadir a un contrincante más que de espolearlo, y que por lo tanto el gigantesco filisteo tal vez no fuera el héroe que pretendía ser.
—Todos los días sin excepción —dijo el soldado— se planta ahí hasta que el sol se levanta en lo alto, mofándose de nosotros y profiriendo juramentos, hasta que literalmente terminas asqueado de oírlo.
—¿Y no ha habido nadie que haya aceptado su desafío? —pregunté yo.
—Échale una buena ojeada, chaval —dijo otro soldado—. Mira sus brazos y sus piernas, mira sus armas, ¡ni que estuviéramos locos!
—Dicen —añadió un tercero— que el rey ha prometido su hija en matrimonio al hombre que mate a ese maldito Goliat, pero yo me digo que un hombre muerto no podrá ser nunca un marido, por mucho que le prometan.
—Eso son tonterías —dijo mi primer amigo—. El rey no ha hecho semejante promesa, y por la siguiente razón: porque sabe que no hay un solo hombre en el ejército que pueda vencer a ese Goliat y sabe también el efecto que tendría en el ejército mandar un campeón y verlo despedazado.
—Sí, sí —dijo el segundo soldado—. Y ¿qué efecto tiene el no mandar a ninguno? ¿Se os ha ocurrido pensar en eso?
—Pero es una vergüenza —dije yo— dejar que ese bruto nos insulte como lo está haciendo.
—Vergonzoso sí que lo es —dijo el tercer soldado—. Pero, en lo que a mí concierne, chaval, prefiero sentirme avergonzado que muerto. Es cosa tuya si piensas de otra manera. ¡Adelante y enfréntate con él si así lo deseas!
Y se rio. Era lo absurdo de la situación lo que le hizo reír.
—Está bien —repliqué yo—, lo haré. Si no hay nadie dispuesto a defender el honor de Israel, lo haré yo.
—Este muchacho está loco.
—No, no lo estoy —añadí yo. Me subí a una roca para dirigirme a la multitud, ahora muy numerosa—. A ese hombre lo llamáis Goliat, ¿no es así? Ha puesto toda su confianza en su fuerza y en el terror que cree inspirar. Pero yo no tengo miedo, a mí no me aterra, porque confío en el Señor de los Ejércitos que sacó a Israel de Egipto y salvó a nuestros antepasados de las manos del faraón, como me salvará a mí de las del filisteo.
Yo no pensaba lo que decía, porque, la verdad sea dicha, hablaba como si las palabras no me pertenecieran, como si me las hubiera dado el Señor, así que hablé tranquilamente, con absoluta seguridad, y mis palabras y mi actitud acallaron las risas, de tal manera que los soldados se rindieron a mí y se disiparon las dudas. Mi actitud estaba, como habría dicho si hubiera sido capaz de reflexionar, en marcado contraste con la fanfarronería agresiva del filisteo; y esto impresionó también a los que me estaban escuchando.
En aquel momento alguien pronunció mi nombre, me volví y vi a mi hermano Eliab. No creo que hubiera oído mis palabras, pero advertí que estaba furioso de ver cómo me dirigía a los soldados y dijo con malos modos:
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué has dejado tu rebaño de ovejas en la colina? Has venido aquí a ver la batalla, ¿no es eso? Te conozco bien, majadero, siempre andas metiéndote donde no te llaman.
—¿Y qué es lo que he hecho yo ahora? —repliqué—. ¿Es que no hay una buena razón para hacer lo que estoy a punto de hacer?
Señalé con un gesto al filisteo, apostado al otro lado del valle, y, con gran indignación de Eliab, los hombres me vitorearon y gritaron: «¡Llevemos al muchacho a presencia del rey!».
Tuve que esperar, naturalmente, a la entrada de la tienda de Saúl mientras le comunicaban la noticia de que se había presentado un voluntario. Yo no tenía la menor duda de que se aceptaría mi ofrecimiento. Y esto, ahora que lo pienso, me parece sorprendente, porque si yo hubiera estado en el lugar de Saúl, ciertamente habría halagado a un campeón tan joven, pero habría rehusado cortésmente su ofrecimiento de entregarse a una muerte tan cierta. Sin embargo la posibilidad de ese rechazo no se me pasó por la imaginación. Lo único que me inquietaba era encontrarme con Jonatán, no porque no tuviera deseos de verlo, sino porque sabía que intervendría para intentar convencerme y que, si no lo conseguía, trataría de convencer a su padre de que no me permitiera enfrentarme a Goliat. Pregunté a los guardias dónde se encontraba ahora y me tranquilizó saber que estaba al mando del ala derecha del ejército y ocupado a la sazón en entrenar a las tropas.
Al fin se me hizo entrar a presencia de Saúl. No dio señales de reconocerme, pero frunció el ceño y por un momento el gesto me recordó sus negros humores de desesperación y locura. Tenía las mejillas hundidas, los ojos enrojecidos y grandes ojeras por la falta de sueño y por haber derramado muchas lágrimas.
—Así que quieres pelear con Goliat y no eres más que un muchacho. Es... —hizo una pausa, como si estuviera a punto de utilizar la palabra «locura» y no quisiera pronunciarla, y la sustituyó por «imprudencia».
—No, mi rey y señor —dije yo—, no es una imprudencia, porque tengo puesta mi confianza en el Señor, el Dios de Israel. Cuando yo no era más que un niño, mi rey y señor, apacentando los rebaños de mi padre, apareció una vez un león y otra vez un oso, y me arrebataron un cordero. Aunque yo era sólo un mozalbete, agarré al león y lo maté; así pude quitarle el cordero de la boca; en otra ocasión me sucedió lo mismo con un oso. Fui capaz de hacer estas dos cosas porque el Señor estaba a mi lado. Él me defenderá también cuando me enfrente a ese filisteo incircunciso que ha tenido el atrevimiento de mofarse del ejército de Israel y del rey, mi señor.
Sin más dilación me postré a los pies de Saúl, le cogí la mano y se la besé; con ello mostraba mi lealtad y mi confianza y le hacía saber que lo único que le pedía era su bendición.
El rey siguió vacilando y le temblaba la mano, como si estuviera a punto de retirarla, pero yo se la agarré con fuerza y esperé.
—Muy bien —dijo serenamente—. Es una imprudencia, pero...
—Mi rey y señor —repliqué—, el Dios de los Ejércitos protege a los simples de corazón que depositan su confianza en Él y humilla al poderoso que confía sólo en su propia fuerza.
Saúl hizo venir a su escudero y le ordenó que me proporcionara armas y una rica armadura. Se sentó a la mesa y bebió algo de vino. (Dicho sea de paso, hay quienes dicen que Saúl bebía con exceso y que el deterioro de su carácter y capacidad mental, tan evidente en sus últimos años, se debía a la adicción a la bebida; pero yo no creo que esto fuera totalmente cierto). Traté de imaginarme lo que estaría pensando, si sentía no ser ya capaz de aceptar él mismo en persona el desafío de Goliat o si le había prohibido a Jonatán (como me enteré después) medir sus fuerzas con las del filisteo. Me pregunté si sería verdad que había prometido su hija en matrimonio a quien venciera a Goliat y si cumpliría la promesa. Pero en realidad más bien estaría reflexionando en las consecuencias de mi desafío, porque me dijo que esperara en una tienda colindante, y le oí llamar a Abner.
Acerqué la oreja a una de las junturas de las pieles con las que estaba hecha la tienda, para poder escuchar su conversación.
Abner empezó preguntando si era verdad que un joven estaba a punto de aceptar el desafío de Goliat y hablaba como si le sorprendiera que Saúl hubiera accedido.
—Yo pienso también que es una imprudencia —replicó el rey— y tal vez, aunque la actitud del muchacho me ha impresionado, esa sea una actitud sensata. Hasta podemos sacar provecho de esto. En primer lugar, exponemos a Goliat al ridículo. Hemos hablado varias veces, ¿no es cierto?, de cómo el derrocamiento del campeón desmoralizaría al ejército y de que, por esta razón, no podemos permitir que nadie se enfrente al filisteo. Pero este adversario es sólo un muchacho. Si muere en el empeño, no es una tragedia ni se pierde el honor. De hecho el espectáculo de un joven despedazado por ese gigantesco bruto puede provocar la indignación de nuestros soldados. Lo considerarán un héroe y un mártir, mientras que... pero no importa. Quiero que des órdenes para que los soldados estén en estado de alerta y una vez que el combate haya terminado, cuando Goliat se exhiba en actitud triunfal y los filisteos celebren la victoria, emprenderemos el ataque. Es la única manera de superar las desventajas del terreno que hasta ahora nos han impedido hacerlo. Hemos de salir de este punto muerto antes de que decaiga el entusiasmo de nuestro ejército y esta es la mejor oportunidad que se nos ha presentado hasta ahora.
—Está bien —dijo Abner—. Lo siento por el muchacho, pero estoy de acuerdo contigo.
—El muchacho habla con entusiasmo del Dios de los Ejércitos. Dejémosle que sea él mismo un sacrificio ofrecido al Señor —contestó Saúl riéndose.
No puedo censurar a Saúl por pensar como lo estaba haciendo, pero no fue ciertamente alentador oír una conversación como esta. Sin embargo, y al reflexionar sobre ello, no pude por menos de admirar la perspicacia con la que Saúl vio que se le había presentado una oportunidad para conseguir una victoria y la manera en que lo preparó todo para lograrla.
Se me hizo entrar en la tienda real, de la que había salido ya Abner. Saúl me dijo que me habían asignado una tienda y que tenía allí preparada mi armadura. Añadió que me vería antes de empezar mi combate contra el filisteo, al cual pude ver, cuando salí de la tienda real, andando de un lado para otro pavoneándose en la colina frente a nuestro campo.
—No hay tiempo que perder —dijo Saúl— si quieres enfrentarte hoy con él.
Los hombres que me ayudaron a armarme mantuvieron una actitud respetuosa, como si estuvieran asombrados del valor que yo demostraba. La armadura era magnífica. Me atavié con una túnica de color dorado, de un tejido lujoso que Saúl me había enviado, y dejé que los esclavos me pusieran la armadura y el casco de bronce incrustado de joyas. Tenía la sensación de ser un poderoso guerrero y sabía que mi aspecto era tan espléndido que mi más ferviente deseo era que, cuando volviera a presentarme ante el rey, Micol estuviera allí y pudiera verme.
Pero cuando volví a presencia de Saúl, me quité la armadura y las ricas vestiduras y me quedé de pie ante él vestido con una túnica sencilla de tejido burdo, con un cinturón de cuero ceñido a la cintura y con los pies descalzos.
Y sin más le dije:
—No he probado esta armadura ni estoy acostumbrado a estas armas. Lucharé y mataré a Goliat a mi manera y con las simples armas de las montañas.
Pedí, sin embargo, que la armadura y las ricas vestiduras se volvieran a llevar a la tienda que Saúl me había asignado, porque las consideraba como un regalo del que yo estaba a punto de demostrarme merecedor.
Entonces salí de la tienda del rey y anduve muy lentamente, como andan las personas tranquilas, con mi honda alrededor del cuello y sin mirar ni a derecha ni a izquierda, sino saboreando los murmullos, de admiración, los gritos de «buena suerte» que me llegaban de todos lados. Llegué más allá de las líneas delanteras y descendí hasta el riachuelo, sintiendo que se había hecho un profundo silencio detrás de mí. Mantuve los ojos bajos y no miré hacia donde estaba Goliat.
Al llegar al riachuelo me arrodillé y le recé al Señor. Escogí cinco guijarros que saqué del agua y los puse en mi zurrón. Con mi cayado en la mano crucé el agua, avancé hacia el filisteo y, mientras lo hacía, levanté la cabeza y le sonreí porque sabía que esto lo enfurecería.
Ambos campamentos guardaban silencio. Goliat se golpeó el pecho y bramó:
—¿Crees que soy un perro para que vengas contra mí con un cayado en la mano?
Maldíjome el filisteo por sus dioses: Dagon con su cabeza de pez, Belzebub, el señor de las moscas y Atargatis, la diablesa.
—¡Ven aquí! —gritó—. ¡Ven y cebaré con tu carne a las aves del cielo!
—No lo haré —dije—. Tú tienes tu lanza y tu espada, pero yo he venido a ti en el nombre del Señor Dios de Israel, que me ha prometido ponerte en mis manos. Te cortaré la cabeza y la mandaré como trofeo y testimonio del poder del Señor Dios de los Ejércitos. Esta es la batalla del Señor y él ha sido quien te ha entregado a mí.
Como yo esperaba, este desafío le enfureció y avanzó hacia mí. Pero yo eché a correr y me escabullí, manteniéndome fuera de su alcance, y continué provocándole. Esto duró algún tiempo y, cuando lo creí necesario, volví a cruzar el río hacia nuestro campamento, donde no se atrevió a seguirme porque se hubiera encontrado entre las líneas delanteras de nuestro ejército. Yo eché a correr a lo largo de la orilla y crucé el río otra vez, forzándole a dar la vuelta y a salir a perseguirme. Cada vez se iba sofocando más sin dejar de jadear, pero continuó profiriendo juramentos conforme aumentaba su furia. Yo estaba poniéndole en ridículo deliberadamente, porque me di cuenta de que había dos cosas necesarias para lograr el éxito: primero, hacerle arrojar su lanza, de manera que tuviera que luchar conmigo cuerpo a cuerpo, algo que yo no tenía intención de hacer; en segundo lugar, apartarle de su escudero que, siendo un soldado experimentado, estaba demostrando su habilidad en proteger a su señor.
Dejé que se acercara procurando mantenerme al borde del arroyo. Hice una pausa, dando la impresión de que me faltaba el aliento, y él me lanzó su jabalina. La verdad es que yo estaba a la expectativa, así que di un salto, me aparté y el arma fue a hundirse en la tierra en la orilla del arroyo. Yo subí a todo correr la colina, en sentido transversal, hacia el ejército de los filisteos, como si se hubiera apoderado de mí un pánico repentino. Hice como si tropezara y me dejé caer al suelo. Me levanté tambaleándome, me toqué la rodilla, me la froté, para hacer creer que estaba herido y mirando hacia atrás por encima del hombro, anduve cojeando un buen trecho, me volví y me planté frente a él, dejando que se me abriera la boca de par en par. Hasta llegué a exhalar un sollozo desesperado, de modo que empujó a su escudero a un lado y levantando su espada con ambas manos sobre su cabeza, se lanzó contra mí, bramando de ira y de triunfo. Yo saqué rápidamente un guijarro del zurrón y lo puse en la honda, haciendo que saliera volando por los aires. Le dio debajo del casco, en pleno rostro, y cayó al suelo. Yo miré hacia arriba. Su escudero permanecía de pie, asombrado, y después se dio la vuelta y arrancó a correr hacia su campamento. Yo me precipité sobre Goliat. Estaba tendido en tierra, con la piedra incrustada en la frente. Lo toqué con el pie y el cuerpo no se movió. Cogí la espada de las rocas donde había caído y de un tajo le corté el cuello. Fue una tarea más dura de lo que yo me hubiera imaginado, pero al fin la completé. Me metí su casco debajo del brazo y agarrando la cabeza ensangrentada por el pelo, descendí por la colina. En ese mismo instante me vi casi arrastrado por nuestros propios soldados que con gritos de entusiasmo habían cruzado el arroyo y subían la colina para enfrentarse con el ejército filisteo. Yo no miré para atrás a ver el resultado, sino que continué el descenso, crucé el arroyo y subí la colina hacia la tienda de Saúl.
Me envolvía un silencio sepulcral. Miré a través del valle y presencié la huida de los filisteos.
6
Por supuesto, Saúl no me entregó a Micol en matrimonio. Tal vez la historia de que se la había prometido al hombre que matara a Goliat no tenía fundamento, por lo que había que tomarla como uno de esos rumores que van y vienen libremente por los campamentos. (Los soldados son tan adictos al cotilleo como las mujeres de pueblo). Pero yo no creo que este fuera el caso. Lo más probable es que Saúl, en un momento de ansiedad hiciera tal ofrecimiento, aunque ahora le resultaba más conveniente olvidar e incluso podía haberlo olvidado realmente. Su contacto con la realidad se iba debilitando, algo que cualquiera que lo amara o admirara no podía dejar de observar con tristeza.
No había nadie a quien yo pudiera confesar mi amor por Micol, y aunque me sentí recompensado por mi victoria sobre Goliat por el favor que me demostraba el rey, habría sido una impertinencia por mi parte el aspirar a la mano de su hija. Así que me vi obligado a dejar que los acontecimientos siguieran su curso, confiando en que el Señor los organizara de forma que mi paciencia se viera recompensada.
Yo cuidaba mucho de no parecer jactancioso o arrogante. Sabía que mi posición era precaria. Había muchos que estaban dispuestos a atribuir mi triunfo a la buena suerte y otros muchos celosos de que un hombre tan joven hubiera logrado una distinción semejante. Con gran sorpresa por mi parte, Joab no parecía contarse entre ellos. Yo lo había aventajado, pero él trataba de ganarse mi favor y ya no me mostraba nada de esa estudiada indiferencia, semejante al desprecio, con que me había tratado hasta entonces. Pero yo no era tan ingenuo como para dejarme engañar; por otra parte, me sentía alentado, ya que tenía a Joab por ambicioso y su actitud hacia mí era un claro indicio de que pensaba que mi suerte iba en aumento. La verdad es que Joab había sido siempre un hombre a quien le importaba más la realidad del poder que su apariencia. Sabía que le faltaba el magnetismo necesario en un hombre para ocupar el puesto supremo del reino; sabía también que nunca podría desafiar la supremacía de la tribu de Benjamín mientras viviera Saúl (porque el rey, en su estado de profunda melancolía, se resistía a confiar en nadie que no perteneciera a su tribu o a sus parientes más cercanos). Además Joab odiaba a Jonatán, tenía celos de Abner, y por añadidura sabía que no gozaba del favor de ninguno de los dos. Así que su adhesión a mi persona era más una cuestión de interés que de afecto.
¡Qué distinto de Jonatán! El día que vencí a Goliat, cuando yo estaba en mi tienda admirando la bellísima armadura que no había llegado a ponerme, vino a verme Jonatán, recién llegado del campo de batalla, donde había acrecentado su gloria. Me abrazó. Su rostro resplandecía de placer. Todavía tenía los muslos manchados de fango y sangre seca, y despedía un olor a sudor de la batalla en el calor de su cuerpo. No hablamos durante mucho rato, pero seguimos abrazados, luchando con el ardor de dos jóvenes que buscan alivio y desahogo después de los terrores y peligros del campo de batalla. Los actos de aquel día nos llevaron al limite de la moralidad, de la responsabilidad, y hasta de la voluntad, de tal modo que saciamos nuestras necesidades cada uno en el cuerpo del otro, como una afirmación de la vida que se nos podía haber arrebatado, como el viento arrebata de los árboles las hojas secas del otoño. Fue como si, al temblar juntos con nuestras jóvenes piernas ardientemente entrelazadas, encontráramos en la íntima oscuridad de la tienda de piel de cabra el equivalente de la fortaleza que habíamos agotado en el fragor de la batalla. Al llegar al final, separamos un poco los brazos y buscamos el alma del otro en sus ojos. No nos sentimos ni culpables ni avergonzados, aunque el acto en sí esté condenado como abominación, porqué lo que acabábamos de hacer nos pareció a ambos no sólo natural sino necesario.
Por fin fue Jonatán el que habló, pero no me atrevo a dejar escritas sus palabras, porque el hacerlo les daría un significado completamente distinto del que tienen en mi corazón. Las palabras de amor son sólo para amantes y, escriba lo que escriba un poeta, las palabras que le dirige a su amada son generalmente banalidades. Mi considerable experiencia me demuestra que cuando se trata de mujeres las banalidades son preferibles y cualquier intento de ir más allá lleva a la irracionalidad o a la incomprensión.
No existe nada como la igualdad en el amor. Hay siempre un amante que besa y otro que ofrece la mejilla o los labios; esto es así sea cual sea la forma que adopte el acto de unión amorosa. El equilibrio puede cambiar. El adorado se puede convertir en adorador, y entonces —excepto, tal vez, durante el breve intervalo del éxtasis— el adorador pasa a ocupar el lugar del adorado. Nuestra situación no era de ninguna manera igual, porque Jonatán era el hijo del rey y yo sólo un joven inexperto. Sin embargo, era él quien insistía y yo quien consentía, de forma que en los momentos álgidos de la pasión, la desigualdad que había prevalecido fuera de la tienda se inclinaba dentro en la otra dirección. La virtud altruista que había impelido a Jonatán a privarse durante dos años de lo que con todas sus fuerzas deseaba, sirvió, además, para profundizar y aumentar su pasión, pasión que yo, privado de gozo por mi propia castidad y excluido del amor por el que estaba sediento, satisfacía ahora ávidamente, colmando un apetito que no podía controlar.
Y Jonatán me demostraba una gran ternura. Eso era un don inapreciable. Le preocupaba mi reputación, y hacía lo indecible para asegurarse de que nuestra relación permaneciera en secreto, alejada de las inquisitivas miradas del campamento, o, lo que era peor, inmune a las conjeturas. Aunque nunca dudaba en subirme de categoría en presencia de otros hombres, en el consejo del reino y en el ejército, se abstenía de demostraciones públicas de afecto y se cuidaba de enaltecer mi inteligencia y no mi persona. Se adiestró a sí mismo en el arte de prescindir del placer de mirarme de tal manera que pudiera despertar las sospechas de otros, incluso las de aquellos que estaban mejor dispuestos hacia mí. Y se privó de ese especial placer con el que el amante secreto revela a veces, fácil e infaliblemente, su pasión: introducir con demasiada frecuencia en la conversación el nombre del ser amado. Esto era lo más digno de admiración y una prueba segura para mí de la profundidad y virtud de su amor, ya que era por naturaleza franco y abierto, y no dado a la reticencia o duplicidad.
No puedo dejar de atribuirme cierto mérito por el éxito obtenido con la ocultación de la naturaleza de nuestro amor. No se habría podido mantener en secreto si yo hubiera sido sólo un muchacho guapo, sin ninguna seriedad en otros aspectos. (Pero, claro está, Jonatán no habría amado a un joven así). Una combinación de mis propios logros y capacidad, y el respeto que esto me granjeó, garantizó el que yo estuviera pronto desempeñando un papel destacado en la organización del ejército. Es preciso tener en cuenta que Israel era entonces un Estado joven, libre del peso de la púrpura que grava las entidades políticas con largos siglos de historia. Dado que nuestra organización era rudimentaria y en cierto modo experimental, las oportunidades se las daban a los jóvenes con ideas innovadoras, oportunidades que no habrían tenido en otras circunstancias. (Observo, dicho sea de paso, que el joven Salomón, más viejo, que no más sabio que lo que le corresponde por sus años, tiende a admirar la formalidad en las estructuras y maneras de hacer pactos, tendencia que ciertamente restringiría el desarrollo de talentos como el mío en un reino que estuviera gobernado por él. Eso sería la perdición de Israel, pero nada de lo que yo diga tendrá la menor influencia en este joven que no ve el momento en que yo desaparezca de la escena pública).
Estaba claro que con la victoria de Ela, propiciada gracias a la derrota que infligí a Goliat, se consiguió un gran alivio temporal para Israel. Los filisteos habían sido expulsados de Sefela, región de bajas colinas, pero Saúl no se aventuró a perseguirlos hasta la llanura y continuar allí la campaña. Así que se retiraron cómodamente a sus ciudades de Gat, Ascalón y Zimlag, dispuestos a reanudar la guerra cuando les conviniera. Israel no estaría seguro mientras los filisteos no fueran sometidos.
Era esa una tarea que parecía estar por encima de nuestras fuerzas y ante la cual la mayoría de la gente, incluido Saúl, se echaba atrás. Hay que excusar las dudas del rey. Había pasado tantos años en una guerra intermitente, ofensiva y defensiva, con los filisteos, que dejó de creer —si es que lo creyó alguna vez— en la posibilidad de una victoria final. Para él la guerra con los filisteos era parte de su vida, algo tan natural como las estaciones del año. La vida sin ella era tan inconcebible como la naturaleza sin las estaciones. Esto explica que la mente humana a veces se estanque en una idea fija.
Había buenas razones para esta forma de pensar, por enfermiza que a mí me pudiera parecer. Yo estaba dispuesto a aceptarlas. Una de las razones caía por su propio peso: los filisteos eran mejores luchadores que los israelitas, más valientes y más vigorosos físicamente. Fue curioso que, cuando mencioné este hecho que para mí era indiscutible, hubo un alboroto de protesta procedente de aquellos que irónicamente creían que la guerra con los filisteos no podía tener un desenlace feliz; en cambio yo, que sí lo creía, estaba dispuesto a aceptar esta desagradable realidad. El tumulto que se armó en la cámara del consejo fue sofocado oportunamente por Jonatán, que comentó con una sonrisa:
—No es sorprendente que David piense como piensa, porque Goliat era, sin ninguna duda, físicamente superior a él y, sin embargo, sufrió una aplastante derrota. Me imagino que David nos quiere decir que nosotros somos superiores en un aspecto de gran importancia...
—¿Y cuál es ese aspecto? —preguntó Saúl, frunciendo el ceño.
—La inteligencia, padre.
Me agradó ver cómo Ajitofel, probablemente el miembro civil más inteligente del consejo, sonreía.
No tuve más remedio que adelantarme a confirmar que Jonatán se me había anticipado. Y que en mi opinión éramos superiores en inteligencia. Hice aquí una pausa para dejar que se manifestara un cierto grado de satisfacción por nuestra superior inteligencia. La pausa fue afortunada porque, gracias a ella, no añadí que de nada servía disfrutar de una inteligencia superior si no la poníamos en práctica, aplicándola a la situación que nos concernía. Durante toda mi vida he necesitado tener cuidado de no dar la impresión de ser más inteligente que las personas con las que estaba en contacto y tal vez una de las cosas más útiles que Jonatán hizo jamás por mí fue persuadirme de que tratara de disfrazar mi superioridad intelectual con frases vagas y corteses. Por cierto, una de las razones por las que nosotros los israelitas no somos simpáticos a nuestros vecinos y hasta desconfían de nosotros es porque somos muchos los que no ocultamos el hecho de que los consideramos inferiores a nosotros, tanto intelectual como moralmente.
Teniendo en cuenta esto y tras sorprender un gesto en el rostro de Jonatán que interpreté correctamente como un aviso, inicié un análisis de la diferencia en el terreno militar entre los filisteos y nosotros. La gran ventaja que nos llevan estriba en cómo han desarrollado el carro de guerra, combinando la movilidad con un formidable poder de destrucción. En una batalla campal, esto era demasiado para nuestra infantería convencional armada con jabalinas, lanzas y espadas cortas, porque los arqueros que ellos transportan en los carros pueden hacer mucho daño mientras todavía quedan fuera del alcance de nuestras jabalinas y, cuando nuestras líneas se han debilitado, la arremetida de los propios carros resulta frecuentemente irresistible. Encontrábamos difícil competir; porque Israel no era un país que criara caballos; ahora bien, si pudiéramos apoderarnos de una franja de la llanura costera y ocuparla, las cosas serían de distinta manera en este aspecto. Mientras tanto, estoy dando mi opinión, deberíamos tratar de dar más empuje a unas fuerzas dotadas de mayor movilidad incluso que los carros, me estoy refiriendo a los honderos y a los arqueros, ligeramente armados. Podríamos derrotar a los filisteos en combates irregulares e incluso en batallas campales, si escogiéramos cuidadosamente nuestro terreno. Y al llegar a este punto, rendí homenaje a la astucia de Saúl al seleccionar el valle de Ela, terreno en que los filisteos encontraron escasas posibilidades de maniobrar con sus carros. Además, añadí que, si íbamos a librar batalla en la llanura, no solamente teníamos que mejorar nuestra movilidad, sino entrenar a nuestros lanceros, mejor protegidos ahora por los honderos y los arqueros, a resistir el ataque de los carros de guerra. Mencioné que tenía también algunas ideas acerca de cómo hacerlo, pero que tal vez había dicho bastante por el momento.
A mis palabras siguió una discusión general en la que los tradicionalistas atacaron mis sugerencias. Jonatán intervino solamente para preguntar la razón de algunas de sus suposiciones, pero se abstuvo, según habíamos acordado, de apoyar abiertamente mis sugerencias. Abner se mantuvo en silencio un buen rato. El propio Saúl parecía distraído, desmenuzando con los dedos la miga del pan hasta que tomó un color gris y luego dio unas palmadas para llamar a un esclavo, y le mandó traer vino. Bebió dos vasos muy deprisa y permaneció sentado, con otro vaso lleno en la mano derecha, mientras los dedos de la izquierda continuaban haciendo bolitas con miga de pan. Imposible dilucidar si era porque la discusión le aburría, porque le molestaba mi crítica implícita de la forma en que dirigía los asuntos bélicos —a pesar de que lo había colmado de elogios—, o porque estaba meditando las alternativas que yo había sugerido, o si simplemente estaba abstraído y se había retirado a ese su mundo privado en el que su mente parecía ahora habitar con tanta frecuencia.
Entonces Ajitofel levantó la mano, y Abner, que sin decir una palabra se había hecho cargo de la reunión al renunciar Saúl inconscientemente a la tarea que le correspondía, le pidió que tomara la palabra. No recuerdo exactamente lo que dijo, pero su actitud sí la recuerdo con claridad: con tono suave, insinuante y sibilino sugirió que era inexcusable que se levantara a hablar, pero, puesto que estaba cometiendo una incorrección, no podía por menos de expresar su profundo agradecimiento por el hecho de que estuviéramos dispuestos a escucharle. De esta manera, con sentidas disculpas por su imprudencia, continuó la reunión, como generalmente hacía.
Ajitofel era un ser extraño. Como no era sacerdote ni soldado su posición era comprometida, pues no podía alegar haber llevado a cabo ningún hecho notable. Sin embargo, cuando se decidían los asuntos allí estaba Ajitofel tomando la última decisión. Tal vez algún día haya un término que defina adecuadamente a una persona como Ajitofel; estoy seguro de que representa un tipo de hombre del futuro. Si la sociedad que yo he tratado de crear con mi esfuerzo se llega a consolidar, y si quiero hacer justicia a Salomón, debo decir que él es el único de mis hijos que comprende que he estado tratando de formar una nación a partir de un pueblo compuesto de tribus, y de crear algo sin precedentes, algo de lo que yo mismo no tengo más que una idea incipiente de lo que me propongo, algo que por supuesto encuentro imposible precisar, porque no existen palabras para definir lo que todavía no tiene nombre en nuestra lengua; si, como digo —pero me pierdo en los lapsus de la senectud—, tal sociedad llega a materializarse, probablemente habrá muchos Ajitofeles. Tal vez la interpretación de la ley no será ya un asunto reservado a los sacerdotes, sino a una categoría completa de Ajitofeles. Yo siento admiración por él, a pesar de todo.
En aquella época de la que estoy escribiendo ahora, tenía sobrada razón para sentirme agradecido a él. Era partidario de Jonatán, porque veía que la estrella de Saúl se estaba desvaneciendo y la ambición lo llevó a enrolarse en el círculo de mi amigo. Quizá fuera su confidente en las materias más íntimas. Yo sospecho esto por la manera calculadora con que me miraba. Lo cierto es que miraba a todo el mundo igual, pero había algo tierno y vigilante en su actitud hacia mí. El resultado final del discurso a que me acabo de referir fue que yo gané la partida. Se me encomendó la preparación del nuevo ejército de Israel, la organización del material bélico que se precisaba y las tácticas que debía seguir en la batalla.
Los meses siguientes estuvieron llenos de gozo y placer. Yo trabajaba muchas horas, pero no me importaba. Me encontraba rebosante del entusiasmo que da la juventud y sentía la fuerza de mi poder. Hay pocos placeres más grandes en la vida que la posibilidad de poner en práctica, en su plenitud, los dones que uno posee, y hay pocos más satisfactorios que el hacerse cargo de un destacamento de soldados sin instrucción y moldearlos hasta convertirlos en una fuerza capaz de luchar.
Nombré a Joab mi lugarteniente. (Uno no debe permitir nunca que sus sentimientos personales influyan en la elección de sus subordinados. Salomón, creo yo, sabrá seleccionar bien a sus hombres porque es incapaz de sentir simpatía por nadie). Joab desempeñó su cargo a la perfección, como yo sabía que lo haría: se le podía dar una orden y estar seguro de que la llevaría a cabo satisfactoriamente. No había aprendido aún a valorar su propia capacidad. Su juicio en asuntos militares era admirable: sólo por eso le necesitaba yo.
Los resultados no tardaron en mostrarse halagüeños. Nuestras tropas, con un alto nivel de preparación física y convencidas de la habilidad que poseían —como lo están generalmente los soldados que confían en sus generales—, empezaron a infligir tal cantidad de derrotas a los filisteos, que estos se asombraron al descubrir que las fuerzas israelitas se movían ahora más deprisa que antes, y que continuamente los cogían por sorpresa.
Y había algo más: aunque yo escogía, naturalmente, lo más selecto de mis tropas de entre mi propia tribu, Judá (mi propio hermano Sama resultó ser un excelente oficial), tuve especial cuidado de incluir a tantos miembros de las doce tribus como me fue posible. Había una buena razón militar para ello: no éramos tan numerosos como para prescindir de cualquier recurso humano que se nos ofreciera. Además pensé que acreditarme entre las tribus del norte me sería útil en el futuro.
Gané gran popularidad. Nada demostró mejor la nobleza de carácter de Jonatán que su absoluta ausencia de resentimiento ante mis éxitos militares. No le ocurrió lo mismo a Saúl. Cuando oyó decir que había una canción popular que rezaba: «Saúl ha matado a miles, pero David a cientos de miles», hubo muchos que le hicieron ver que yo me estaba convirtiendo en su rival, incluso él mismo había ya concebido esa sospecha. Era una insensatez. Yo tenía solamente veinte años cuando se oía a las muchachas cantar esa canción al atardecer, cuando sacaban agua de los pozos.
Pero el pobre Saúl se estaba sumiendo gradualmente en un mundo de tinieblas.
7
¡Qué hermosas son las mañanas cuando el Señor pone de manifiesto la belleza de su creación! Un amanecer de esos, con el rocío reluciendo en las colinas y todavía una luna en menguante, que el sol del amanecer coloreaba de rosa y oro, regresaba yo de un ejercicio de entrenamiento nocturno —porque estaba decidido a que mis tropas fueran tan temibles y seguras en la oscuridad como a la luz del día—, rebosante de salud y felicidad, de esa felicidad que proporcionan los simulacros de guerra. El día era radiante y los senderos que yo iba atravesando eran como promesas de abundancia, los pastos llenos de rebaños de ovejas y las pequeñas colinas, a uno y otro lado, parecían disfrutar de ese encanto.
Me bañé en una charca rodeada de sauces y, al salir, mi criado tenía preparada ropa limpia para mí.
—Señor —dijo—, señor, se acerca un grupo de mujeres.
Me vestí precipitadamente y salí del bosquecillo. Al hacerlo me encontré con Micol acompañada de sus damas de compañía.
Sentí que me ruborizaba como si fuera un joven imberbe y no el hombre que yo era.
—Veo que has descubierto mi charca secreta —dijo.
Y alargó la mano para tocar mi cabello mojado.
—No sabía que lo fuera.
—Te has convertido en un gran hombre. Ya no eres aquel humilde músico a quien se empleó para distraer a mi padre.
Sus palabras me redujeron, precisamente, a esa humilde condición y me hicieron enmudecer.
—¿Por qué me has esquivado desde que adquiriste la fama de gran hombre de que ahora disfrutas? ¿Es que mi hermano requiere tu continua presencia?
—Mi señor Jonatán ha sido muy bueno conmigo.
—Naturalmente —contestó ella—. Y siendo el gran guerrero que eres no tienes tiempo para ninguna otra cosa más que para la guerra. O al menos eso es lo que cuentan.
Mis ojos la devoraban. A ella no parecía importarle este examen, sino que, por el contrario, me alentaba con su actitud a que lo intensificara. A una señal suya, las damas que la acompañaban se retiraron, y nos quedamos solos en el bosquecillo. Con una de sus manos se cubrió los senos que asomaban por el escote de su túnica y después, con una sonrisa, bajó los brazos.
—Si he procurado no encontrarme contigo —dije yo— es porque no puedo mirarte sin desearte.
Con estas palabras sucumbí a su poder. Si no hubiera sido la hija de Saúl... pero ¿habría sentido lo que sentía si no lo hubiera sido? Micol extendió hacia mí aquellas manos delgadas y blancas que nunca habían tenido que realizar ningún trabajo.
—Aquí estoy.
—Saúl me mataría si lo supiera.
Ella se rio.
—Claro que te mataría. Aquí estoy.
Su risa me envalentonó.
—Quiero que seas mi amante —dije—, pero quiero también que seas mi esposa.
—¡Oh, David! —replicó ella—. Estoy tan aburrida... habla con mi padre...
—¿Y si lo hago? ¿Si me atrevo a hacerlo?
—¿Atreverte a hacerlo? ¿No eres tú el muchacho que mató un león y un oso, y un gigante filisteo? ¿Y no te atreves a decir una sola palabra?
Estaba en la cama con Jonatán cuando le dije que quería casarme con su hermana.
—No es necesario que me lo digas —me contestó, y me besó. Me aseguró que me ayudaría, pero después me dijo algo que yo ya sabía y temía oírle decir: que Saúl se pondría furioso por ser tan complejos sus sentimientos hacia mí.
—Un día me dice que tenga cuidado contigo, que tu ambición no tiene límites y que terminarás destruyéndome. Después habla de ti con afecto, como si fueras tú y no yo, su hijo favorito.
—Sí —contesté yo—, quiere matarme, pero llorará desconsolado sobre mi cadáver.
—David —dijo Jonatán—, conmigo no tienes que fingir. Los sacerdotes murmuran. Sé todo lo que ocurrió en aquella visita de Samuel a la casa de tu padre.
—¿Lo sabe Saúl?
—David, David... ¿tú crees que, si lo supiera, estarías tú aquí para hacer esa pregunta? Hay cosas que la gente no se atreve a contarle al rey.
—Pero tú sí lo sabes, y yo estoy aquí.
Sonrió y me pasó suavemente un dedo por el contorno de la mandíbula.
—Digamos que no puedo evitarlo —contestó—. O, dicho de otro modo, que Samuel no me causó nunca una gran impresión. Para mí, lo escrito, escrito queda. No soy capaz de negarte nada. Hablaré yo mismo con mi padre.
—Micol —dije yo— sabe lo nuestro.
—Mi hermana es muy inteligente.
—Yo preferiría —añadí— no estar enamorado de ella.
—Eso prueba, evidentemente, que lo estás —contestó.
Así empezó todo. Jonatán trataría de convencer a su padre. Yo no lo comprendía muy bien entonces, pero confiaba en que él haría todo lo que estuviera en su mano. Extraño, ¿verdad? ¿Por qué iba él a hacerlo? Si lo conseguía, me perdía a mí. De hecho, esa fue la última vez que hicimos el amor. No dejó de amarme, a veces me parecía que me amaba más que nunca, pero yo no lo comprendía y, en cierto modo, sigo sin comprenderlo. Nunca amé a nadie como lo amé a él, ni siquiera a Micol. Especialmente no a Micol. He tratado de amar al Señor de esa manera —su voluntad, no la mía—, pero no creo haberlo conseguido. Como Samuel, odio tener que decir lo que voy a decir; como Samuel, durante la mayor parte de mi vida, no he tenido la menor dificultad en convencerme a mí mismo de que mi voluntad es, por un dichoso golpe de fortuna, la voluntad del Todopoderoso. Y puede haber sido así. O, al menos, no puedo estar seguro de que no lo fuera. Los éxitos que he tenido, la manera en que me he recuperado de mis estados de ánimo más bajos, me hacen creer, en los momentos más duros, que yo soy el elegido del Señor, para manifestar su voluntad aquí en la tierra. Y que la única manera de interpretarla es seguir los dictados de mi propia voluntad.
Ahora, en las largas vigilias de la noche, tengo miedo: de morir, de no morir. Escucho la pausada respiración de Abisag, la sunamita, y quiero matarla a cuchilladas porque ella seguirá disfrutando de la vida, cuando yo la haya perdido. Y, sin embargo, deseo descansar.
El problema es que he llegado a odiar a todo el mundo. Excepto a Abisag, por extraño que parezca, que me proporciona cierto alivio. La única razón por la que quiero acuchillarla es por ser la que tengo aquí cerca de mí. En lugar de hacerlo, acaricio sus bronceadas caderas con mi mano sarmentosa y trato de convencerme de que la ternura que me demuestra emana de su corazón.
No es así. No puede ser así.
En las largas vigilias surgen los reproches como fantasmas vengadores. Jonatán no tiene nada que reprocharme porque fui tan sincero con él como puede serlo una persona de carácter reservado como lo soy yo.
Una noche, cuando volvíamos de un ataque contra los filisteos, el triunfo de la victoria hizo que nos abandonáramos el uno al otro, pero en lugar de placer dejó una vergüenza cuya razón ninguno de los dos podíamos explicar. Habíamos matado docenas de infieles y experimentado una sensación de gozo al verificar sus cadáveres. Sin embargo aquella noche Jonatán dijo, en un susurro para que sólo yo pudiera oírlo: «Pero eran hombres, sabes, hombres hechos de carne y hueso como nosotros». Afortunadamente habló en voz muy baja; Joab, por ejemplo, habría considerado sus palabras como una especie de traición. Pero yo lo comprendí y apreté su mano fría en la humedad de la noche.
Yo no me encontraba bien. Me dolía todo el cuerpo. Tenía dolor de cabeza y me había subido la fiebre, consecuencia de un agudo ataque de disentería, o algo semejante, que me había causado molestias durante la marcha y me había dejado débil y quejumbroso. Como ocurre siempre, esta enfermedad que ataca a los soldados en campaña me sumió en un estado de fatiga y abatimiento.
En aquel momento estalló una pelea entre los soldados. Nuestra patrulla —porque no era mucho más que eso— estaba formada casi a partes iguales por los hombres de Jonatán y la infantería ligera que yo había entrenado. Nunca se llegó a saber la causa de la pelea. Se oyó primero un chillido, un grito de rabia, unos sollozos. Fuimos corriendo a ver lo que pasaba, yo con mis intestinos doloridos por el esfuerzo de correr. Alguien encendió una antorcha. Entonces vimos a Nehemiah, uno de los sargentos de Jonatán, con un tajo en la garganta. Uno de mis hombres, Azreel, estaba de pie con un cuchillo ensangrentado en la mano: él era, evidentemente, el culpable, pero era tal la expresión de desconcierto en su rostro, que parecía como si el cuchillo hubiera actuado por propia iniciativa, sin deliberación personal. No hubo más remedio. Me dolía la cabeza a causa de la fiebre y apenas podía pensar. Joab, dando un paso al frente, dio la orden. Se entregó al desdichado Azreel a los soldados de Jonatán. El hermano de Nehemiah cogió el cuchillo de la mano del culpable y lo apretó contra el cuello del agresor. Yo cerré los ojos. Jonatán gritó:
—Así no. —¿Qué quería decir con eso?—. Esto no es una maldita pelea. Y no debemos permitir que se convierta en eso. Azreel debe someterse formalmente a juicio.
—Es la Ley de Moisés —gritó el hermano de Nehemiah—. Ojo por ojo, diente por diente.
—Así no —volvió a decir Jonatán—. David, tú eres su oficial en jefe...
Yo tenía la boca reseca y ganas de vomitar. Un sentimiento de horror se apoderó de mí. Me habría tirado de buen grado al suelo y gimoteado, pero todos me estaban mirando. Hablé y mi voz sonó como un junco quebrado. Le dije a Azreel que debía morir, pero a manos de su propio oficial en jefe. Cogí el cuchillo con el que había matado a Nehemiah de manos de su ofendido hermano y con mano temblorosa, bajo la pálida luz de la luna, lo arrojé contra el cuello de Azreel. La sangre salió a borbotones y salpicó sobre mi cuerpo. Azreel cayó al suelo, escupiendo sangre. Yo me arrodillé junto a él. Estaba agonizando. Puse mis brazos alrededor de su cuerpo, bajándolo aún más hacia la tierra y cubriéndole la cabeza con mi capa. Saqué otra vez el cuchillo y volví a asestarle más golpes. Lo sostuve en mis brazos mientras se desangraba sobre la arena.
Por la mañana los hombres me miraban con sombría hostilidad. Yo les ordené que cavaran una fosa para Azreel.
8
Fue Joab quien me trajo la noticia de los rumores que corrían por la corte sobre mí.
Cuando empezó a abordar el asunto, yo temblaba, creyendo que sus informes se referían a mi relación con Jonatán, «una abominación» a los ojos de los sacerdotes, aunque hablar así de esas cosas, en el caso de muchos de ellos, era pura hipocresía. Pero no, era más bien la atracción que sentía por Micol lo que se había convertido en el chismorreo de la corte; un sentimiento que se condenaba tanto por atrevimiento, como por presunción por mi parte.
—Alguien —sentenció Joab— se lo contará al rey y, entonces...
Noté miedo en sus ojos; se estaba preguntando, evidentemente, si él podría separarse de mi destino o, por el contrario, estaba ya demasiado identificado conmigo.
—¿Qué razón tiene el rey Saúl para oponerse? —repliqué yo—. Es un rey, de acuerdo, pero antes de serlo, sus orígenes eran tan humildes como los míos, de hecho aún más humildes, porque Isaí es un hombre más rico en rebaños de lo que Quis lo fue jamás, que se lamentaba de que se le perdieran unas miserables asnas.
Hablaba yo atropelladamente, pero lo hice así para provocar a Joab y forzarlo a que manifestara su opinión. Pero Joab era astuto y cambió de tema.
—Hay también rumores relativos a la visita que hizo Samuel a casa de tu padre —dijo Joab.
—¿Y tú los crees?
—Yo estoy aquí —contestó—, y he hablado con tus hermanos.
—En ese caso, no tengo nada que temer. Sabes lo que hizo Samuel, sabes que me llamó «el elegido del Señor» y que me ungió con óleo sagrado. ¿Puede ir uno contra los designios del Señor? ¿Qué tiene que temer el elegido del Señor, de Saúl, a quien ha rechazado el Dios de los Ejércitos?
Hablé así para que Joab se sintiera más ligado a mí, pero no percibí en él la confianza que yo esperaba. Es verdad que había momentos en que yo me consideraba inviolable, un ser colocado aparte para cumplir los designios del Señor; pero en otras ocasiones me parecía que yo no era otra cosa más que el instrumento del rencor de un anciano.
Poco tiempo después, según habíamos acordado, Jonatán habló con su padre del asunto de mi matrimonio. Es indudable que escogió con cuidado la ocasión. Saúl estaba en uno de sus raros momentos de buen humor y euforia. En todo caso consiguió de su padre una promesa, pero Saúl puso una condición: me daría a Micol en matrimonio si yo le traía los prepucios de cien filisteos. Naturalmente cumplí esta condición. Joab masculló entre dientes que Saúl pensaba que yo perdería la vida en el empeño; pero yo no lo creí así. Después de todo había adquirido una considerable reputación como matador de filisteos y regresé con casi el doble de los prepucios requeridos. Logré nuestro matrimonio, y así satisfacer mi primera ambición.
Micol se me aparece todavía en sueños o en el duermevela que es todo lo que ahora consigo conciliar; pero se me resiste escribir de ella. Porque hay una cierta vergüenza en nuestra relación. Porque ella me deseaba, como la deseaba yo; sin embargo en los momentos en que consumábamos nuestro amor, yo experimentaba su alejamiento, su ausencia, como no la he experimentado jamás con ninguna otra mujer. Era como si parte de su ser permaneciera ajena, observándonos a los dos, ocupada en evaluar nuestro acto sexual. Hasta en los momentos culminantes de nuestra pasión, cuando rodeaba mi cuerpo con sus piernas y nos mecíamos en un ardor común, yo notaba esta distancia, esta resistencia a entregárseme del todo. Y sin embargo me reiteraba su amor mientras yacíamos, húmedos, los dos juntos, y a menudo derramaba lágrimas que, según me aseguraba con suaves murmullos, eran de puro gozo. Su piel era suave como pétalos de rosa y sus besos dulces como la miel. Yo experimenté deleites infinitos, pero nunca vi totalmente satisfechos mis deseos.
Saúl volvió de nuevo a caer en un estado de abatimiento que primero fue de permanente inquietud, después de profunda melancolía, y por fin de largos ratos de mutismo, miradas de temor y de arrebatos de ira que acababan en una desesperación agravada por la violencia. Abner me pidió que volviera a cantar para él, que repitiera la magia que tan buenos resultados había tenido en el pasado.
Yo vacilé.
Reflexioné que, cuando vine a presencia de Saúl por primera vez, yo era un muchacho desconocido, dotado de una hermosa voz. No sabía nada de mí y bien podía pasar por un espíritu enviado por el Señor para servirle. Esa experiencia no se podía repetir ahora. Ningún hombre se puede bañar en la misma agua del río dos veces, porque la corriente cambia, y el agua de la primera vez ha desembocado ya en el mar. Ahora Saúl me conocía bien, sus sentimientos hacia mí eran complejos y confusos. Si un día rebosaba palabras de amor, al día siguiente clavaba en mí una mirada de odio.
Pero lo consulté con Jonatán y con Micol y aunque ella al principio no prestó atención, Jonatán me pidió que lo intentara. Micol dijo entonces:
—¿Es que no hay otros bardos en Israel para que tú te veas forzado a rebajarte?
Yo sentí su desprecio, pero, al sentirlo, vi también que era la voluntad del Señor que yo me humillara y cantara para Saúl.
El rey estaba acurrucado en un rincón de la habitación oscura, con un aspecto más terrible aún que el de la primera ocasión, porque ahora lo conocía y podía imaginarme mejor la naturaleza de la posesión demoníaca que lo afligía. Me lanzó una mirada en la que, a la leve luz de la estancia, pude leer su odio y su furor; se estaba pellizcando los dedos, hasta dejar la piel descarnada y sangrienta.
Canté primero con voz muy suave una canción de cuna, como la que cantan las madres para calmar a sus hijos. A continuación canté una vieja balada que ya había deleitado a Saúl en otra ocasión, en un banquete. Hablaba melódicamente de la gloria de su valor en el glorioso amanecer de Israel. Canté sus alabanzas y él no se inmutó. Después, recordando lo que hice la primera vez, prorrumpí en elogios del Señor, mi pastor. Los párpados del rey se movieron levemente y, cuando llegué al verso que habla del viaje del alma por el oscuro valle de la muerte, se levantó tambaleándose. Hubo un instante en que se quedó de pie, balanceándose, como si empezara a comprender y, en aquel momento, creí que estaba consiguiendo lo que había conseguido en otras ocasiones, pero dando bandazos se dirigió a un rincón de la habitación donde había unas cuantas lanzas alineadas contra la pared —más tarde me enteré de que se había resistido a todos los intentos de quitarlas de allí— y, cogiendo una de ellas, echó el brazo hacia atrás. Yo di un salto a un lado en el momento en que la lanza golpeaba la pared detrás de mí y se quedó allí colgada y trémula, mientras yo aprovechaba para escabullirme tras las cortinas, buscando refugio.
—Así que fracasaste —dijo Micol.
—Fracasé. Sabía que era yo y quiso matarme. Sí, fracasé.
Nos apretamos uno contra el otro en nuestra desdicha y fue como si el conocimiento de mi fracaso hubiera roto el dique de su reserva, porque ahora sí se me entregó sin reservas y nuestro temor y nuestra desesperación se trocaron en una felicidad que no habíamos conocido hasta aquel momento.
Nuestro gozo era más intenso porque yo intuía que no podía durar. Tal vez Micol se lo imaginaba también, aunque no lo manifestó. Su actitud fue siempre guardar silencio. Sólo cuando se encolerizaba decía lo que pensaba. Porque desconfiaba de la mala suerte, pensaba que la felicidad es algo que se debe mantener oculto, no sea que alguien o algo se la arrebatara. O al menos eso es lo que creo ahora; entonces su reticencia me desconcertaba e inquietaba. Tenía el don de hacerme creer siempre que la había defraudado. Incluso aquella noche, después de que Saúl intentara matarme, cuando Micol se dio la vuelta en el lecho para dormirse, con mi mano descansando en su pecho, era como si se estuviera escurriendo para alejarse de mí, cuando hacía sólo un momento había tenido la ilusión de poseerla por completo.
Por la mañana me levanté con un indefinible temor. A cada momento me parecía que iba a venir un guardia para detenerme. Cuando me atreví a salir, noté un temor en los ojos de los hombres que pasaban a mi lado. Se había extendido el rumor del atentado del rey, no sabían, cuando me miraban, si saludarme como al capitán que temían los filisteos o si apartar los ojos de un desdichado a quien el rey había condenado.
Jonatán era el único que no había cambiado.
Y no había cambiado porque no lo comprendía.
—Amado muchacho, mi pobre padre no está en su sano juicio. No hay nada más que eso. Cuando se recupere...
—Si se recupera...
—Hasta que no se recupere no puede dar ninguna orden sin hablar antes con Abner o conmigo y ambos te amamos. Cuando se mejore, se arrepentirá de su acto, que en su sano juicio condenará, como lo condeno yo.
Ojalá hubiera podido yo compartir su seguridad. En cambio, discutí con él. Le dije que la locura de Saúl era ahora distinta, mucho más profunda y enraizada en su ser. Le dije que el furor y el resentimiento que me tenía Saúl habían corroído su naturaleza, que nunca volvería a amarme; que me veía ahora como un instrumento de la venganza de Samuel.
—No quiero exiliarme —dije—. No quiero abandonar a Micol. Tampoco quiero ser un proscrito. Pero...
Dejamos ese «pero» flotando en el aire. Jonatán se comprometió a resolver la situación. Yo no lo creía posible y me despedí.
—Pase lo que pase —dijo Jonatán—, nada puede separarnos a ti y a mí. Yo siempre me interesaré por ti y los tuyos y tú por mí y los míos.
—Pase lo que pase —repliqué yo; y nos abrazamos.
Sin embargo reaccioné tarde. No lograba aceptar lo que sabía se me estaba avecinando: que se me iba a arrebatar todo aquello por lo que había luchado. Tenía miedo de volver a la soledad que había experimentado de niño. Le rogué a Micol que se preparara para acompañarme. Su respuesta fue que su amor por mí era grande, pero que no se imaginaba a sí misma como una fugitiva en el desierto.
—Está bien —dije—. Me quedaré aquí y moriré. El pensamiento de perderte es peor que el de perder la vida.
—Pura retórica —contestó—. Porque si pierdes la vida, me perderás por supuesto a mí.
Saúl, en un momento de franca mejoría, echó de menos mi presencia en la mesa real. Jonatán le dijo que había ido a Belén para la celebración de un sacrificio familiar. Saúl guardó silencio un rato, según me dijeron, y siguió haciendo bolitas con la miga del pan entre sus dedos heridos. Entonces, sin mediar palabra, empezó a maldecir a Jonatán llamándole estúpido, bastardo y traidor.
—David te ha hechizado —gritó—. Has puesto el deseo por tu catamito por encima de la lealtad a tu padre.
Jonatán enmudeció. Hasta Abner vaciló en intervenir dado el estado de cólera del rey.
—Ese joven debe morir —sentenció Saúl.
—No ha hecho nada para merecer la muerte —declaró enérgicamente Jonatán.
O por lo menos eso es lo que se cuenta: no lo sé. Me gustaría creer que Jonatán habló en mi defensa, pero Saúl era terrible cuando se dejaba llevar por la ira y es posible que ni siquiera Jonatán se atreviera a contradecirle.
Saúl mandó guardias a Belén para arrestarme. Yo me despedí de Micol y huí entre las sombras de la noche. Sollocé cuando nos despedimos, pero ella me urgió a que me apresurara.
9
Contemplé la salida del sol desde una cueva horadada en las desnudas rocas y escudriñé la llanura para ver si me venían persiguiendo. Dirigí mis súplicas al Señor, pidiéndole que se acordara de mi fidelidad y de cómo no había servido nunca a otro dios, de cómo mi fe no había decaído jamás en los días de mi prosperidad y de cómo confiaba todavía en él en los días de mi tribulación. Me adormilé.
Cuando me desperté, el sol besaba los muros de la cueva. Me pasé la mano por los muslos, apreté el uno contra el otro y pensé con nostalgia en Micol. La deseaba intensamente pero pronto pasó, y encontré alivio en mi soledad. El sol ascendía hasta su cenit abrasando la tierra parda y dorando los roquedos. Paseé mi mirada por la amplia y desnuda llanura y vi un halcón suspendido sobre mi cabeza, pero no percibí ningún ruido que rompiera el silencio del mediodía. Se apoderó de mí una perturbadora sensación de paz, que desprendía el mundo rebosante de la luz esencial de la gloria del Señor.
Apoyé la espalda contra la cálida roca y esperé. El halcón descendió en picado, y se elevó de nuevo con las garras vacías al fallar su intento de atrapar su presa. Observé sus movimientos en el silencio ininterrumpido de un día sin viento, me llevé a los labios el odre de cuero hecho con piel de cabra y bebí vino aguado. Después me quedé dormido otra vez.
Al caer la tarde descendí colina abajo, resbalando con mis pies desnudos por el pedregal. Durante el día procuré que descansara mi mente; siempre he creído que el mucho pensar no siempre determina la mejor manera de actuar. Me moví con cautela a lo largo de las estribaciones de los montes, hasta que, a la vuelta de un valle. Me detuve y esperé a que cayera el sol y se apagaran las antorchas. A mis pies, según creía, se hallaba Nob, un poblado de sacerdotes gobernado por Helí, el maestro de Samuel. Yo lo conocía como la persona que se había puesto de parte de Samuel; pero no obstante no me atreví a confesar que yo era yerno del rey, no fuera que Ajimelec o alguno de los otros sacerdotes se aprovecharan de la oportunidad de capturarme para congraciarse con Saúl. Por añadidura, sospeché que ese temor podía disuadirles de ayudar a un hombre a quien había condenado el rey.
El propio Ajimelec se adelantó para verme y cuando supo de quién se trataba, manifestó cierta alarma. Yo le dije que estaba llevando a cabo una misión secreta para Saúl y que era absolutamente necesario que nadie se enterara de mi visita. Me miró con expresión desconfiada y yo veía que se preguntaba, extrañado, por qué había llegado solo y sin anunciar mi visita. Le dije que había acordado encontrarme con mis hombres en un lugar secreto cerca de allí y que venía en busca de provisiones.
—No tenemos pan, solamente el pan sagrado —contestó Ajimelec.
—Dame cinco hogazas del pan sagrado de la semana pasada —dije yo.
—¿Sois tú y tus soldados puros o impuros? Porque, como bien sabes, ese pan sólo se puede dar a los que se han privado de la presencia de mujer.
—Ciertamente —contesté yo—, llevamos sin conocer mujer tres días.
Entonces Ajimelec, aunque todavía nervioso, ordenó que se trajera el pan y esto lo hizo un hombre a quien yo conocía, llamado Doeg, un edomita de muy mala pinta, bizco de un ojo, que había servido anteriormente en la casa de Saúl.
Metí el pan en mi zurrón y me despedí. Ajimelec estaba deseando que me fuera y yo no tenía ningún deseo de retardar mi marcha.
—El rey te estará agradecido por la ayuda que me has prestado. —Y dicho esto desaparecí amparado por las sombras de la noche.
Por fin me confesé a mí mismo el destino de mi viaje. He pensado a menudo en las malas pasadas que nos juega la mente y en el hecho de que yo no estuviera dispuesto ni siquiera a mencionarme a mí mismo el refugio adonde me encaminaba, hasta que conseguí alimento para mantenerme unos días. ¿Temía, quizás, el que de una manera u otra me entregara a los sacerdotes y que estos, a su vez, me traicionaran al rey? No lo sé, pero supongo que fue algo así lo que me contuvo.
En una de las campañas contra los filisteos había atravesado un valle, no lejos del valle de Ela, y me sorprendió la extraña formación del terreno. En ese valle, a través del cual corría un arroyo, aun en verano, había una colina empinada y rocosa, una aislada fortaleza situada no lejos de la cordillera central de las montañas de Judá. Cerca de la cima había unas cuantas cuevas muy profundas, y me pareció, incluso entonces, que el Señor había obrado ese lugar para que me sirviera como bastión seguro. Se le conocía por el nombre de Odulam, y hacia allí, caminando por las noches, dirigí mis pasos.
Odulam poseía no sólo ventajas naturales. Estaba situado más allá del territorio que Saúl controlaba y vigilaba y, sin embargo, no estaba dentro del territorio de los filisteos. En suma, se encontraba situado en una región agreste y fronteriza, una región de bandidos, ya que sus únicos habitantes, aparte de unos cuantos pastores, eran hombres rebeldes que vivían al margen de la ley, que no reconocían la autoridad de ningún señor y que vivían de las redadas que hacían contra sus más pacíficos, pero distantes vecinos. Pensé que allí encontraría un refugio; pensé también que podría tal vez formar con estos hombres mi propia banda de guerreros.
Pero primero necesitaba reunir junto a mí a aquellos en quienes podía confiar. El mero hecho de intentarlo era peligroso; pero no había futuro a no ser que lo hiciera. Pasé unos días en un estado de gran perplejidad, pensando cómo podía ingeniármelas. No me atrevía a ir yo mismo, porque sabía que la casa de mi padre estaría vigilada por los agentes de Saúl. Un día, al volver a mi refugio después de una cacería, me topé con un pastor lavando su manada en el arroyo. Lo observé desde detrás de una roca. Había dos muchachos con él. Yo bajé la colina y lo saludé. Él, inmediatamente, adoptó una expresión de inquietud. Un perro del pastor empezó a ladrar. Yo le felicité por el cauteloso comportamiento de su perro y por el estado de su rebaño.
—¿Y a ti qué te importa eso? —replicó.
—Nada, amigo, pero estoy acostumbrado a ver ovejas.
Tenía los ojos fijos en la espada corta que colgaba de mi cinturón. Yo saqué dinero de mi zurrón y se lo mostré haciendo tintinear las monedas.
—Estoy buscando un hombre —dije—, un hombre que me lleve un mensaje. Tal vez tu hijo mayor estaría dispuesto a hacerlo.
El muchacho frunció el ceño. Yo volví a hacer sonar las monedas.
—Haré que merezca la pena —dije.
El hijo más joven tiró de la manga de su padre y le susurró algo al oído. El hombre me miró fijamente.
—Yo puedo ganar más —dijo.
El muchacho meneó la cabeza, como si quisiera negar que no fuera eso lo que le había susurrado a su padre. Dejé descansar mi mano sobre la empuñadura de mi espada.
—Tal vez, pero tal vez no. Hay una gran distancia de aquí al palacio del rey, pero es el primer paso lo que encontrarás más peligroso.
—Sí —dijo el pastor—, te reconozco y sé que eres un hombre noble. Mi hijo irá, si el precio es adecuado.
Le eché en la mano unas monedas.
—Otro tanto cuando vuelva. Tiene que ir a Belén, buscar la casa de Isaí, mi padre, y preguntar por mi hermano Sama. Tiene que decirle a Sama dónde me puede encontrar y que venga a donde estoy con todos los hombres que pueda reclutar. —Miré fijamente al muchacho—. Si me engañas, que Dios se apiade de tu alma, porque las vidas de tu padre y de tu hermano dependen de ti. —Llamé al muchacho más joven—: Tú te vienes conmigo. Lo tomaré como rehén del buen comportamiento de su hermano. Tráete uno de los corderos de tu padre.
¿Me habría comportado de la misma manera si Lais, así se llamaba el muchacho, no hubiera sido tan hermoso? Probablemente no, porque era imprudente retenerlo como rehén, pero me apercibí en cuanto lo vi de que tenía unos bellos ojos oscuros, unos labios carnosos y unas piernas fuertes y rectas que asomaban por debajo de su corta túnica. Llevaba ya siete días solo, echaba de menos a Micol y había odiado siempre la práctica de Onán. Aquella noche, después de la cena, lo tomé en mis brazos. Se me entregó con un deseo igual al mío.
—He soñado contigo, David, mi señor, desde que oí contar por primera vez cómo mataste al gigante Goliat. —Y nuestras lenguas se enredaban la una con la otra y al mismo tiempo nuestros cuerpos forcejeaban entre sí—. Cuando mi hermano vuelva yo me quedaré contigo. —Se rio entre dientes—. Mi hermano lo hace con las ovejas.
—La mayoría de los pastores jóvenes lo hacen —murmuré yo pero a mí nunca me interesó...
Le eché hacia atrás el pelo húmedo de sudor y lo besé. Se volvió reír.
—Yo prefiero hacer de oveja que de carnero —dijo; y se dio la vuelta en mis brazos, apretando sus nalgas contra mi cuerpo.
—Más adelante —le dije—. Pero no pasará mucho tiempo antes de que prefieras hacer el papel de carnero, Lais. Ahora eres solamente un muchacho. Cuando vengan mis amigos, te nombraré mi escudero.
Tres días más tarde, al atardecer, llegó Sama con media docena de hombres. Le di al hermano de Lais lo que le había prometido y le advertí de lo que le podía ocurrir si revelaba dónde estábamos. Tenía un aspecto hosco y empecé a dudar de si había sido prudente enviarle a buscar a mis hombres. No creo que su hermano Lais hubiera puesto la menor objeción y me di cuenta de que algunos de mis nuevos compañeros pensaban que era una insensatez por mi parte creer que guardaría el secreto. Pero yo siempre he preferido no derramar sangre a no ser por verdadera necesidad. El Señor ama a los misericordiosos.
Sama me dijo que había dejado mensajes e instrucciones para otros amigos y que pronto esperaba recibir refuerzos. Yo confiaba en que lo haría, porque sabía que nuestra posición seguiría siendo peligrosa hasta que yo reuniera un número suficiente de hombres que me permitiera hacer algo más que permanecer escondidos en las cuevas, por muy agradable que, en otros aspectos, Lais estuviera haciendo allí mi estancia.
Pronto empezaron a llegar los hombres prometidos. Los hijos de mi hermanastra Sarvia —Joab, Asael y Abisaí— estaban entre los primeros hombres que se unieron a mí. Recibí a Joab con sentimientos encontrados. Por una parte, nunca me sentí tranquilo con él. Me prestara los servicios que me prestara, nunca logré superar el sentimiento de repulsión que me inspiraba. Bien sé que era prueba de mi buena reputación que un hombre tan capaz y tan ambicioso hubiera estado dispuesto a abandonar el servicio de Saúl para unirse a mí. Pero había algo en él que denotaba inquietud y la generaba. Criticaba implacablemente a Saúl y a toda su familia y hasta llegó a decir que ojalá los hubiera matado a todos ellos antes de llegar a mi presencia.
Era típico de Joab el no esperar para contarme que Saúl había entregado a Micol a otro hombre en calidad de esposa, el sugerirme que ella lo aceptó y no de mala gana, y el que experimentara un placer malsano en ser él el portador de tales noticias. Característico era también el que, después de haberlo hecho, mirara de soslayo a Lais y dijera:
—Pero veo que las noticias no van a causarte el dolor que yo suponía te causarían.
Sus hermanos tenían un carácter muy distinto. Abisaí era imperturbable y totalmente digno de confianza; Asael, ligero, animoso, apuesto y alegre.
Nuestra pequeña banda armada fue en aumento, por lo que le pedí a Joab que los entrenara. Fueran los que fueren sus defectos, nunca dejé de reconocer su pericia militar, y sabía que comprendía lo que yo deseaba de mis hombres y que los prepararía óptimamente para ese fin.
Una tarde, a la hora en que los cocineros estaban preparando la cena, el centinela me llamó para anunciarme que se acercaba alguien. El hombre que subía la colina venía en tal estado de agotamiento, que se cayó dos o tres veces y le costó mucho trabajo levantarse. Mandé a Lais y a Asael que bajaran a ayudarle y cuando le trajeron a mi presencia, los andrajos en que se había convertido su efod revelaron que era un sacerdote.
Al principio no podía hablar, pero cuando le dieron algo de sopa y un poco de vino, se reanimó lo suficiente como para darse perfecta cuenta de dónde estaba. Al verme, se postró a mis pies y, cuando le hice levantarse, dijo que era Abiatar, hijo de Ajimelec, sacerdote de Nob y «el último de la casa de Helí». La historia que me contó, con una voz entrecortada por los sollozos y los suspiros, era terrible.
Dijo que Saúl había convocado un consejo unos días después de mi huida. Estaba sentado bajo un tamarisco en Rama, con una lanza en la mano, y maldijo a sus consejeros por haber fracasado en capturarme. Les acusó de conspirar contra él y de estar aliados con Jonatán, que le había traicionado y se había aliado conmigo.
—¿Es que no hay un solo hombre —exclamó— que me sea leal y me ayude a encontrar a mi enemigo?
En aquel momento, Doeg, el edomita, se adelantó y cayó de rodillas ante el rey. Le habló de mi visita a Nob y de cómo Ajimelec me había dado provisiones.
Así que Saúl mandó buscar a Ajimelec y a los otros sacerdotes de Nob y los acusó de ayudar a su enemigo. Ajimelec declaró enérgicamente que, en lo que él sabía, yo era un siervo leal del rey y por tanto creyó que, al ayudarme a mí, estaba cumpliendo los deseos del rey. ¿Cómo iba él a saber que el marido de la hija del rey y el vencedor de Goliat se iba a convertir en enemigo de Saúl? Su defensa enfureció aún más a Saúl, tanto más, supongo, porque sus palabras eran evidentemente ciertas y por consiguiente irrebatibles. Gritando desesperadamente que no estaba dispuesto a discutir con un traidor, Saúl mandó a sus criados que le cortaran la cabeza. Nadie dio un paso, sólo Doeg, el edomita, se adelantó y desenvainando una espada le asestó un golpe a Ajimelec en el cuello. Cuando cayó al suelo, le cortó la cabeza y después se volvió a los otros sacerdotes que estaban allí de pie inmóviles y aterrados. Esta fue la señal para una matanza general. Según Abiatar, mas de ochenta sacerdotes fueron asesinados y él logró escapar fingiendo estar muerto y huyendo después a la caída de la noche.
Esta historia nos conmovió a todos profundamente.
Tomé a Abiatar en mis brazos y le dije:
—Merezco que se me haga en gran parte culpable de esta tragedia. Sabía, cuando vi a Doeg el edomita, que le hablaría a Saúl de mi visita, y aunque no podía adivinar que Saúl se vengara de una manera tan terrible de lo que tu padre había hecho inocentemente, yo he sido el causante de la muerte de toda vuestra casa. Te ruego, por tanto, que te quedes conmigo y prometo protegerte.
Sin embargo, mientras yacía en mi lecho bajo las estrellas, con Lais dormido junto a mí, no pude por menos de reflexionar en los misteriosos designios del Señor que escribe derecho en renglones torcidos, porque ninguno de los que estaban a mi servicio podía tener la menor duda de cuál sería su sino caso de caer en manos de Saúl. Por lo tanto, me parecía que la violencia y la crueldad del rey me habían hecho a mí un buen servicio, uniendo firmemente a mis hombres conmigo, en defensa de una causa común.
10
La pequeña ciudad de Queila —un poblado israelita a una distancia de aproximadamente una hora de marcha desde nuestras cuevas— había sido sitiada por un destacamento filisteo. Yo decidí que debíamos liberarla y hacer de ella nuestra base de operaciones. Era evidente que si iba a estar al frente de algo más que de una tropa de bandidos, tenía que hacer valer mi reputación como jefe capaz de tener éxito donde Saúl estaba fracasando, y de proteger a nuestros compatriotas del terror de los filisteos. Además yo no podía olvidar que yo era el ungido, el sucesor de Saúl. El rey se había vuelto contra mí por esa única razón, recompensando mi lealtad con la persecución. Me había hecho huir al desierto, pero yo haría del desierto mi punto de partida más que mi destino.
—Podríamos establecer nuestro propio principado, un estado fronterizo, independiente de Saúl y protegido de los filisteos —les dije a mis oficiales.
Mi decisión no fue bien recibida. Esto me sorprendió. Si mis seguidores no estaban dispuestos a una aventura como esta, ¿por qué se habían unido a mí? ¿Fue simplemente para portarse como bandidos y chacales?
He de decir en su favor que Joab, nunca escaso de inteligencia, aunque a veces sí de juicio, comprendió la fuerza de mi argumento, y a donde quiera que se dirigiera Joab, los otros, que reconocían su imperturbabilidad pero temían mi audacia, aunque la admiraran, estaban dispuestos a seguirle. Me irritaba que Joab y yo estuviéramos tan íntima y necesariamente relacionados; pero reconocía el valor del vínculo que nos unía.
Atacamos el campamento de los filisteos de madrugada. Yo había observado en muchas ocasiones que los sitiadores de una ciudad se encuentran en una situación precaria y vulnerable, a no ser que su general tenga tanto la inteligencia como los recursos para protegerse contra una fuerza que venga en ayuda de los sitiados. A este general filisteo, cuyo nombre he olvidado, le faltaba por lo menos la inteligencia. Sus fuerzas se encontraban concentradas contra las murallas de Queila y parecía no habérsele ocurrido proteger su retaguardia. Antes de la salida del sol dispersamos su ejército. Ofrecieron poca resistencia y nosotros no perdimos ni un solo hombre. Nos abrieron las puertas de Queila y nos recibieron como a héroes y liberadores. La gratitud de las gentes de la ciudad fue tal que toleró hasta el saqueo que mis hombres hicieron de sus bodegas. Yo hice venir a mi presencia a los principales de la ciudad y les informé de que de ahora en adelante estarían bajo mi protección; de que yo les perdonaba su lealtad a Saúl, que los había abandonado y entregado a los lobos filisteos, y de que ahora debían considerarme a mí como a su señor. Les invité a que entregaran donativos para satisfacer las necesidades de mis soldados, y no se negaron a hacerlo.
Valoré mi pequeño triunfo por otra razón: para recordar a los filisteos que yo era el hombre a quien había que tener en cuenta. Ya se sabía, por supuesto, que era poco probable que yo estuviera pronto en situación de enfrentarme a un ejército filisteo en condiciones de igualdad, pero eso no me preocupaba. Veía, aunque lo ocultaba a mis propios oficiales, que llegaría la hora en que tal vez necesitara entablar relaciones amistosas con los filisteos, si las intenciones de Saúl hacia mí no cambiaban de rumbo y no era mal asunto el que, mediante esta aventurilla aislada, demostrara ser yo alguien de quien precaverse.
Mientras tanto envié un mensaje a Saúl. En él declaraba que fueron las desgracias de Israel el motor que había impulsado mis actos y que mantendría la plaza de Queila para proteger la frontera. Había tal vez una insolencia implícita en esta declaración que no podía por menos de enfurecer al rey. Pensé que el efecto moral, de mi manifestación de confianza no me haría ningún daño entre aquellos del ejército de Saúl que se daban cuenta de que su poder se iba debilitando y que estaban también consternados por mi destierro y la mala estrella de Jonatán.
Poco duró mi alegría. Queila era un lugar pequeño. No fue fácil alojar a mis hombres que, después del tiempo pasado en el desierto, no eran, he de confesarlo, huéspedes agradables para la gente del pueblo, a cuya gratitud inicial siguieron las protestas y las quejas. La relación entre los habitantes y mis soldados se fue deteriorando. El alcalde de Queila, que encontró que mi presencia disminuía su autoridad, puso muchos obstáculos en mi camino. Para enseñarle a que se comportara mejor y para impresionar a la gente con mi severidad, le dejé sin empleo y le condené a arresto domiciliario. Joab quería que se le azotara, tanto más cuanto que había oído decir que el alcalde había dicho que éramos hombres viciosos y dejados de la mano de Dios: David manteniendo relaciones abominables con Lais, y Joab con Eljanán, hijo de Dodo de Belén. Yo comprendía la ira de Joab, pero pensando que si yo flagelaba al alcalde encolerizaría a la gente de la ciudad, me negué a hacerlo. Me contenté con llevarme a la cama a su mujer, cerciorándome de que él supiera que lo había hecho.
Sin embargo, este incidente me hizo reflexionar. Era natural, por supuesto, que mientras viviésemos fuera de la ley seiscientos hombres sin una sola mujer, algunos de nosotros se hicieran culpables de lo que los sacerdotes consideran como una ofensa a Dios; los hombres, especialmente los soldados, tienen que desahogarse y, si están privados de mujeres, se desahogan con quien tengan a su alcance. Yo nunca creí, además, que mi relación con Lais fuera pecaminosa. No obstante, no me engañé al suponer que los rumores de nuestra relación perjudicarían mi reputación, por muy natural que la encontraran mis hombres. Mis sentimientos hacia el muchacho eran tiernos y afectuosos, pero también carnales; hasta cuando lo tenía en mis brazos, bajo el cielo nocturno, pensaba con nostalgia en Micol, porque el hombre que ha disfrutado del amor de las mujeres no puede nunca hallar verdadera satisfacción en un muchacho. El acto en sí puede estar lleno de placer, pero es en sí mismo vano y trivial, porque existe solamente en y para sí mismo. La mujer del alcalde era una mujer gorda, más vieja que yo, inexperta en el arte del amor y pasiva como carne muerta en el momento de responder a mis abrazos. Aun así, me daba lo que mi pobre y hermoso Lais nunca me pudo dar.
Llegó el rumor de que Saúl venía a atacar Queila, y estaba claro que su llegada sería bien recibida por los habitantes del pueblo, cuyo resentimiento por nuestra presencia y nuestras exigencias les estaba haciendo ya olvidar cómo yo los había liberado del azote de los filisteos. Joab era partidario de retener la pequeña ciudad y desafiar a Saúl, pero era dudoso que pudiéramos hacerlo a no ser que los hombres de Queila estuvieran de nuestra parte. Yo no creía que lo estuvieran. Para convencer a Joab, hice que Abiatar, como sacerdote, interpretara los auspicios, para poder así oír la palabra del Señor. A mi pregunta de si los hombres de Queila estarían de mi parte o me entregarían a Saúl, la contestación no dio lugar a dudas. Así que nos preparamos para marchar, no sin antes prender fuego a los tejados de las casas para enseñar mejores modales a sus desagradecidos habitantes.
Nos retiramos al sur de Hebrón, fuera del alcance de Saúl, donde nos manteníamos gracias a los tributos impuestos a los campesinos a cambio de proteger sus terrenos de los merodeadores.
El terrateniente principal del distrito era un hombre llamado Nabal, que tenía muchos rebaños de ovejas y de cabras. En la época del esquileo de las ovejas, montamos guardia junto al Carmelo para proteger a los hombres mientras realizaban su tarea. Cuando esta terminó, envié un destacamento de mis hombres a Nabal. Puse a Asael a la cabeza de la delegación, por ser el que mejor hablaba y el más agradable de todos mis hombres. Le di instrucciones para que hablara con Nabal de una manera cortés y diplomática. Le diría cómo los habíamos protegido mientras esquilaban las ovejas, asegurándonos de que llevaran a cabo su tarea sin problema alguno. Nabal mismo se daría cuenta de que no había perdido una sola oveja ni un copo de lana. Por lo tanto este cuidado debería ser recompensado.
—No debe haber necesidad alguna de amenazarle —advertí a Asael—, pero no sería mala idea el que le hicieras saber cuántos somos, le recordaras lo que hemos conseguido y el tipo de hombre que soy yo.
Pero Nabal montó en cólera.
—¿Quién es ese David? —exclamó—. ¿Un fugitivo de su rey? Según lo que he oído, no mucho mejor que un bandido. Que sepa que yo, Nabal, no he pagado nunca dinero para que me protejan bandidos y no voy a empezar a hacerlo ahora.
Asael regresó con este insolente mensaje. Como es natural, esto precipitó mi reacción. No tenía otra alternativa si quería conservar el respeto de mis soldados, y esa misma noche nos pusimos en marcha hacia el territorio de Nabal.
No habíamos llegado muy lejos cuando los hombres que me precedían examinando el terreno me informaron de que se acercaba a nosotros una caravana.
Creyendo que tal vez Nabal lo había pensado mejor, di la orden de detenernos, pero, al mismo tiempo, ordené a Joab que preparara a los soldados para la batalla.
La caravana se acercó y una figura se separó del grupo y avanzó sola hasta donde estábamos nosotros. Era una noche de luna llena y el emisario estaba aún a cierta distancia cuando me di cuenta de que era una mujer. La dejé que se acercara, separándose un poco más de la caravana, antes de dirigirme a saludarla. Cuando lo hice, se postró de rodillas a mis pies.
Entonces levantó la cabeza y habló, preguntando primero si se estaba dirigiendo a David, el futuro rey de Israel. Dijo que era Abigail, la esposa de Nabal, y que me traía los dones que me había negado su esposo. Me rogó que perdonara el comportamiento insensato de este, que ella habría evitado si hubiera estado presente cuando mis hombres se presentaron ante él.
—Acepta lo que traigo como oferta de paz; como un ferviente deseo de que no haya una lucha sangrienta entre la poderosa casa de Nabal y mi señor David.
Yo, por supuesto, no tenía el menor deseo de derramar sangre innecesariamente y mandé a mis hombres que trajeran los asnos sobre cuyos lomos ella había cargado sus dones. Al encontrarlos satisfactorios, la mandé regresar a su casa, asegurándole que ella había impedido el derramamiento de sangre y, al granjearse mi gratitud y mi amistad, había protegido a su esposo de las consecuencias de su insensatez y de sus malos modales.
Aun así, envié una escolta de cincuenta soldados para acompañarla, a fin de asegurarme de que no iba a ser víctima de la ira de Nabal, pues tenía la certeza de que su comportamiento iba a tener consecuencias.
Abigail, con los ojos húmedos por la excitación de traicionar a su marido, se sentía temerosa de su cólera. Al regresar, lo encontró tan borracho que pensó no sería capaz de entenderla. Así que a la mañana siguiente, mientras él yacía en su lecho bajo los efectos de la borrachera del día anterior, le contó lo que había hecho. Él bramó de cólera y le pegó. Abigail gritó, y sus gritos alertaron a mis hombres. Empujaron a un lado a los guardias que estaban en la puerta de la alcoba y al encontrar en esta a Nabal, de pie sobre el cuerpo de su mujer, que yacía temblando en el suelo, hicieron callar con un golpe al insensato. No creo que fuera el golpe lo que lo mató, porque tardó varios días en morir. Fue indudablemente la voluntad del Señor que pagara el precio de su locura. Abigail me aseguró que había sufrido un ataque de apoplejía.
Cuando me enteré de la muerte de Nabal, mandé a buscar a Abigail para hacerla mi esposa. Accedió sin reparo y vino a mi presencia con algunas de sus doncellas. Una de estas era una joven menuda y sonriente, con unos ojos negros y juguetones, la madre de mi primer hijo, que nació nueve meses más tarde. Le puse por nombre Amnón.
Entregué a Lais a Asael, que hacía mucho tiempo había puesto en él sus ojos y que se casó con otra de las doncellas de Abigail.
La situación de mi pequeño ejército era todavía peligrosa. Permanecimos en la agreste región al sur de Hebrón, y vivimos de las necesarias contribuciones de los campesinos de la localidad, que por su parte se beneficiaron de la protección que les prestamos contra los bandidos de la zona. Sin embargo, siendo los campesinos desagradecidos por naturaleza, nuestra presencia no fue bien recibida y ciertamente hubo momentos en que lamenté haberles impuesto aquella carga. Pero las cosas no pudieron ser de otra manera. Éramos demasiado pocos para desafiar a Saúl en campo abierto, algo que, en cualquier caso, yo no quería hacer, debido al respeto que aún sentía por él, así como el amor desesperado que sentía por Jonatán. No obstante, me irritaba verme obligado a vivir así. Iba pasando el tiempo y yo, que había sido por breve espacio de tiempo uno de los gloriosos grandes hombres de Israel, encontraba que mi ambición había llegado a un punto muerto y que mi genio no había hallado aún algo satisfactorio en que desarrollarse. Los cantos que le dirigí al Señor en aquellos meses que viví en el desierto estaban llenos de melancolía. Por añadidura algunos de mis hombres se sentían oprimidos por la aparente futilidad de nuestra existencia. Joab refunfuñaba ante nuestra forzada inactividad, y eso me inquietaba; su descontento podía resultar contagioso y yo sabía que su lealtad no fue nunca más que transitoria.
11
Trajeron la noticia de que Saúl venía contra nosotros al frente de un gran ejército. Algunos decían que el número de soldados llegaba a cinco mil, otros a diez mil. No teníamos manera de saber cuál era la cifra correcta; de una cosa no cabía duda: las fuerzas del rey superaban con creces a las nuestras y no podíamos enfrentarnos a ellas en una batalla a campo abierto. De cualquier forma, yo no deseaba meter a Israel en una guerra civil, por ser esta, a todas luces, una lucha fratricida. Yo estaba conforme, a pesar de la impaciencia de Joab, con dejar pasar el tiempo.
Se acercaba el fin del verano. Estaba recogida ya la cosecha y pudimos sacarles suficientes provisiones a los reacios campesinos. De sobras sabía yo que no era probable que Saúl continuara la campaña hasta el invierno, porque aunque sus fuerzas fueran solamente tan numerosas como el cálculo más bajo, no habría manera de aprovisionarlas en el desierto cuando llegaran las lluvias del otoño y la estación de los fríos. Además yo tenía razones para pensar que Saúl ya no era capaz de mantener una campaña larga. Cuantos me informaban secreta e intermitentemente de cómo iban las cosas en el campamento del rey, me aseguraban que Saúl estaba experimentando un notable deterioro mental y físico. Algunos contaban que se acostaba borracho todas las noches; si lo hacía, le compadezco, porque creo que bebía para ahuyentar a los demonios que lo atormentaban. No faltaba quien decía que había caído en el hábito de consultar a pitonisas y nigromantes, viles desdichados que fingían conocer el futuro, un conocimiento que no puede poseer hombre ni mujer; porque el futuro sólo lo conoce Dios, que nos oculta sus secretos por sus propias e inescrutables razones. Por lo menos eso dicen los sacerdotes y yo, por mi parte, creo que Dios deja en libertad la voluntad del hombre y sólo interviene para controlar la forma más definitiva de nuestro destino. Yo reflexionaba a menudo sobre todo esto durante aquellos años de vida en el desierto y, desde entonces, no he encontrado razón para cambiar de opinión. El conocimiento que el hombre tiene de sí mismo y de sus circunstancias no va más lejos que la luz de una vela en un salón.
Mi estrategia en respuesta a la persecución de Saúl fue retirarme antes y asentarme en el desierto de Zif y en las altas montañas donde mis hombres, acostumbrados ya a la vida dura, tendrían ventaja en cualquier escaramuza a que se nos forzara a entrar. Pero yo tenía confianza en que pudiéramos evitar una batalla formal y en que el ejército de Saúl se agotaría pronto tras la inútil persecución de un enemigo que parecía tan volátil como una sombra. Mi estrategia tuvo éxito. En más de una ocasión estuvimos a corta distancia de Saúl y, sin embargo, no advirtió nuestra presencia. Algunos de nuestros hombres se impacientaban por entrar en batalla, pero la mayoría disfrutaba del juego que yo había ingeniado.
Una noche, en un momento en que la luna no había aparecido sobre el cielo, sabiendo que Saúl estaba acampado a una media hora de camino de nuestro refugio, pero sin saber lo cerca que se hallaba de su ansiada presa, ocurrió que mientras yo hacía la ronda de nuestros puestos de vanguardia, se apoderó de mí un impulso repentino de recordarle al rey la clase de hombre que yo era. Se lo dije a Abisaí, hermano de Joab, capitán de la patrulla de vigilancia nocturna, y le señalé las hogueras del campamento del rey que despedían reflejos centelleantes a lo largo del valle. Abisaí era un hombre sin imaginación, pero de absoluta fidelidad y confianza, siempre dispuesto a seguirme y a confiar en mí como los perros pastores que yo solía amaestrar en mi adolescencia.
Así que, con una breve advertencia a nuestro destacamento de avanzada, descendimos la colina en la oscuridad de la noche, completamente a ciegas, sólo guiados por esa conciencia de la situación que se había convertido en una segunda naturaleza debido a nuestra experiencia de la vida de fugitivos. Saúl, confiado en exceso, o simplemente por razón de sus facultades disminuidas, mantenía una guardia escasa que nosotros pudimos burlar y atravesamos sin dificultad el cordón exterior de su campamento. Saqué después la conclusión de que la razón fue un exceso de confianza, porque Abner estaba con el rey, y como estratega experimentado y hábil que era, se habría asegurado indudablemente de que la guardia fuera suficiente y adecuada, a no ser que hubiera sido víctima de una información equivocada. Sin embargo, al escribir estas líneas, surge la duda; porque la verdad era que para entonces, como supe después, el comportamiento de Saúl se había vuelto tan imprevisible que ni siquiera Abner se atrevía a discutir con él, ni a corregir subrepticiamente, como solía hacer antes, un error del rey. Saúl había llegado al triste estado en que daba rienda suelta a su cólera cuando alguien no estaba totalmente de acuerdo con él. La verdad es que para entonces ya no era capaz de ser ni rey ni general del ejército; pero como él era las dos cosas, Israel salía perdiendo.
Conocíamos, por supuesto, el trazado y distribución del campamento del rey, así que Abisaí y yo, una vez dentro de sus confines, nos pudimos mover con la confianza y la libertad de los hombres que se ocupan de sus propios menesteres; una conducta así generalmente no inspira sospechas y además la noche era demasiado oscura para que nadie nos viera el rostro y nos reconociera. Sería una exageración sugerir que una vez dentro estábamos fuera de peligro, porque hay que pensar también en un golpe de mala suerte. No obstante, hicimos todo lo posible para eliminar el riesgo de que alguien nos parara y nos hiciera preguntas, gracias a la desenvoltura con que nos encaminamos hacia la tienda del rey.
Este fue un momento peligroso, porque pensamos que la tienda estaría vigilada y protegida por centinelas. Pero una gran calma milagrosa reinaba en los alrededores: era como si la totalidad del ejército real hubiera sido sorprendida en un sueño inducido por la droga. No había centinelas. Entramos en la tienda sin que nadie nos estorbara y de pronto nos encontramos de pie contemplando el cuerpo dormido del rey, que yacía en su camastro, con una lámpara de aceite sobre un taburete junto a él, debido a que Saúl experimentaba ahora todos los terrores de la oscuridad y, como si fuera un niño, no quería quedarse sin luz por si se despertaba antes del amanecer.
Tenía la lanza a su lado hincada sobre la tierra, para que su mano pudiera agarrarla en el mismo momento de despertarse. Pero su sueño era profundo. Estaba echado boca arriba, emitiendo sonoros ronquidos, y rodeado por un penetrante olor a vino. Abisaí puso la mano en la lanza.
—David —susurró—, el Señor ha puesto al enemigo en tus manos. —Sacó la lanza de la tierra y me la alargó—. Mátalo con su propia lanza. Escapémonos después y creerán que lo mató uno de sus hombres. Nadie sospecha que estamos aquí. Podemos escaparnos con la misma facilidad con la que hemos entrado. Pensarán que alguien, cansado de su locura y habiendo perdido la confianza en él, ha puesto fin a su vida. Y una de dos, o nombran rey a Jonatán, tu amigo, y a ti te devuelve la dignidad y el puesto que te corresponden, o la gente se acuerda de Samuel y acude a ti como al ungido del Señor.
Es posible que no dijera todas estas palabras. Tal vez eran solamente los pensamientos que yo leí en sus ojos, o tal vez yo atribuí al pobre e impasible Abisaí, que carecía de imaginación, los pensamientos que cruzaban por mi mente.
Permitidme que sea franco como no lo he sido nunca en las muchas veces que he relatado la historia de esta hazaña, temo que aburriendo a mis hijos con este relato, incluso a mi amado hijo Absalón y ciertamente al frío y remilgado Salomón, al cual la idea de arrastrarse cuesta abajo por una empinada colina y entrar en el campamento del enemigo le debía parecer increíble. Yo simulé siempre que rechacé en el acto la sugerencia de Abisaí. (Al contar la historia, he puesto en boca de Abisaí las palabras que le atribuyo aquí ahora, haciéndolas algunas veces más convincentes y dándoles un tono de más vigor). Siempre me he retratado como un ser magnánimo, a quien la idea de matar a Saúl le repugnaba por completo.
Pero la verdad es que no fue así. Las historias son pocas veces como nos gusta contarlas. Yo cogí la lanza de manos de Abisaí y la sopesé en mi mano. Me pregunté, por absurdo que pueda parecer, si no sería esta la misma lanza que Saúl me arrojó mientras yo cantaba para intentar, inútilmente, curarle de su locura. Puse la punta en su garganta y perforé la piel hasta que brotó de ella una sola gota de sangre, que fue aumentando de volumen como una cereza que va madurando. Saúl no se despertó de su ebrio estupor; sus ronquidos siguieron resonando. Yo eché hacia atrás la lanza y la sostuve en lo alto con ambas manos, por encima de su estómago que rítmicamente subía y bajaba. Hubo un momento —todavía siento su emoción— en que estuve a punto de asestarle el golpe final.
¿Qué me paró? ¿Qué me hizo realmente detenerme? Ojalá pudiera decir que fue el temor del Señor, que nos dio el mandamiento «No matarás». Ojalá lo pudiera decir, lo prometo. Muy bien pudo haber sido la prudencia. Porque en el fondo de mi corazón yo sabía que Saúl estaba ahora empecinado en una línea de conducta y en una manera de vivir que no podía por menos que llevarle al desastre, pues la única realidad que reconocía se hallaba en su mente. Después pensé que desistí por razón de mi propia dignidad de ungido del Señor. Si el rey de Israel iba a caer víctima de un asesino, ¿qué esperanza tenía su sucesor? Pero no creo que fuera tampoco por esto. Más bien creo que perdoné a Saúl porque en aquel momento se me vino a la mente la escena de cuando se dirigió hacia mí, la primera vez que lo curé de su locura, cuando alargó la mano y me tocó con ella la mejilla, y yo sentí el calor de sus dedos y la firmeza de su mano, mientras decía: «Me había ido y me has recuperado».
Así que le dije a Abisaí:
—No. —Me miró como si no me comprendiera, e insistí—: No puedo hacerlo.
—Entonces dame a mí la lanza —dijo— y yo terminaré con este asesino de sacerdotes.
—No, Abisaí —repetí—. Apaga esa lámpara de aceite y yo cogeré la lanza de Saúl. Te aseguro que, aunque no me entiendas ahora, dejándolo con vida habremos obtenido una victoria más rotunda y una fama más notoria que si lo hubiéramos matado.
Sin duda fue cruel, conociendo como yo conocía el terror que tenía Saúl a la oscuridad, apagar y retirar la lámpara, pero no veía la razón para escapar con las manos totalmente vacías y además estaba tan profundamente dormido que no consideré probable que se despertara antes del amanecer.
Por la mañana, al tocar el sol las colinas con sus rosados dedos, me asomé a un saliente en el espolón de una colina desde donde se divisaba el campamento del rey. Lais estaba conmigo e hizo sonar con fuerza un cuerno para llamar la atención de los que estaban en el valle. Entonces hice bocina con mis manos y, en el claro silencio del aire de la montaña, llamé a voces a Abner. Pasó un rato, Lais sopló de nuevo por el cuerno, emitiendo una nota burlona y desafiante. Vi entonces que Abner avanzaba hasta llegar al borde del campamento. Levanté la voz y haciendo uso del lenguaje altamente retórico que se considera adecuado para el intercambio verbal entre dos grandes personajes, grité:
—¿No eres tú un hombre valiente, Abner, y un fiel y digno protector del rey Saúl? Pues ve a la tienda del rey y busca la lanza que estaba clavada en tierra junto a su lecho y la lámpara que lo velaba durante la noche. Ve a buscarlas y pregunta adónde han ido a parar...
Entonces me aparté, haciéndole señas a Lais para que se apartara también, no fuera que alguien arrojara una flecha, porque, aunque yo pensaba que estábamos fuera del alcance de cualquiera que no fuera el arquero más hábil, siempre es prudente tomar precauciones. Pero aun así podía darme cuenta de que se había producido una gran agitación y conmoción en el campamento, y no pude por menos de reírme al ver a los soldados corriendo de un lado para otro víctimas del pánico y de la incertidumbre.
Al fin el campamento se quedó en silencio y pude ver que los soldados se retiraban como avergonzados, y que una voz se elevaba hasta las colinas donde nosotros estábamos, una voz temblorosa e insegura, que reconocí como la voz de Saúl.
—¿Eres tú, David? —exclamó—. ¿Eres tú, hijo mío, David?
Di un paso adelante para situarme en la línea de visión del rey, porque estaba seguro de que Saúl estaba avergonzado y de que, por el momento, no corría peligro en dejarme ver; y le dirigí estas palabras:
—Sí, soy yo, David, que habla a Saúl, mi señor y maestro, y fíjate bien, aquí tengo en mis manos la lanza que cogí anoche de la tienda donde dormías. Tócate el cuello, mi rey y señor, y notarás el lugar donde te pinché con la punta de la lanza cuando yacías dormido, a mi merced. Si yo hubiera querido hacerte algún daño bien que hubiera podido, sólo la fuerza de mi voluntad y la misericordia del Señor me lo impidieron. ¿No te demuestra esto que no soy tu enemigo? Entonces, ¿por qué me persigues como a un animal salvaje en las colinas?
Hubo un largo silencio. Saúl estaba sentado en una roca y se cubría el rostro con las manos, como si estuviera luchando con los demonios que pugnaban por mantenerlo bajo su poder. Y el ejército permaneció inmóvil observando, mientras que yo me daba cuenta de que mis propios hombres estaban escondidos entre las rocas por encima de mi cabeza y me parecía oír su respiración contenida mientras esperaban la respuesta del rey.
Al fin el rey se puso de pie, y tambaleándose apoyado en Abner avanzó hasta los confines del campamento, al alcance de las flechas de mis arqueros.
—Perdóname, David, hijo mío —exclamó—. Vuelve a mí y te juro que no te tocaré un pelo de la ropa y que podrás llevar a feliz término tu destino.
A continuación volvió a sollozar y tanto se tambaleaba, que se habría caído, si no hubiera sido porque Abner lo sujetaba.
Yo creo que en aquel momento era sincero y que el amor que sintió una vez por mí había surgido de nuevo en su corazón; yo deseaba poder confiar en él, pero sabía muy bien que era la emoción del momento lo que le hacía hablar así. Llamé a Abner y le dije que mandara a un hombre joven, uno de sus oficiales, para recuperar la lanza del rey y «la lámpara de aceite —dije— que anima al rey contra los terrores de la noche mientras los centinelas duermen».
Podía imaginarme a Abner ruborizándose de vergüenza, aunque por supuesto a esa distancia no lo podía ver. Sin embargo, le conocía lo suficientemente bien como para comprender lo que sentía y algo dentro de mí lamentaba la humillación a la que lo había sometido.
Abner inclinó la cabeza y se llevó al rey. Poco después salió del campo un oficial que subió la colina hacia donde yo estaba. Lo reconocí: era Adonías, un amigo de Jonatán y, entonces, sabiendo que no tenía nada que temer me dirigí hacia él y lo abracé. Mandé a Lais que subiera la colina y nos trajera vino. Adonías se sentó a mi lado en una roca desde donde se divisaba el campamento del rey. Le pregunté por Jonatán y si seguía todavía en malas relaciones con el rey.
—Saúl no volverá a confiar jamás en él —fue su contestación— y eso es por ti, David.
Lais trajo el vino y yo le rogué que se marchara.
—Dile a Jonatán que recuerdo las promesas que nos hicimos el uno al otro.
Adonías replicó:
—Debía de estar celoso de ti, David. Nadie ha logrado ocupar en su corazón el lugar que ocupabas tú. Tiene amantes, por supuesto, pero ninguno puede ocupar tu lugar.
—Yo no era más que un muchacho —dije—. Ahora soy un hombre. Jonatán lo comprende.
—Sí —contestó—, Jonatán comprende demasiado para poder ser feliz y encontrarse a gusto.
Yo le pasé a Adonías la bota y lo observé mientras bebía. Era un hermoso joven, de ojos tristes.
—En lo que me acabas de decir hay un mensaje evidente para mí. Si el rey no puede o no quiere confiar en Jonatán, ¿cómo voy a dar crédito a lo que me acaba de decir hace un momento?
—Yo estaría dispuesto a dar la vida por Jonatán —dijo Adonías—. Tal vez tenga que hacerlo. El rey es como un viento que nunca sopla en la misma dirección más de dos días seguidos. Cuando estaba enfermo, David, y tú lo curaste, era distinto. Yo era entonces demasiado joven para estar en el campamento, pero oí hablar de esto y el propio Jonatán me ha contado lo que hiciste. Me habló de cómo tu música u otra cosa que había en ti arrojó los demonios de su alma. Ahora se han apoderado firmemente de él. Son demonios astutos y permiten que la persona por ellos poseída dé la impresión de cordura. Algunas veces, algunos días. Pero en el fondo, Saúl está más loco que una cabra. No confía en nadie, ni siquiera en los hombres de su propia tribu de Benjamín, ni siquiera en Abner, que lo ama. Se han apoderado de Saúl terrores cuya naturaleza no puede comprender y hasta Abner lo observa horrorizado. ¿Sabes por qué conseguiste entrar tan fácilmente en la tienda del rey anoche? Porque esas voces que oye le han aconsejado que no se fíe ni de sus propios guardias, así que les mandó marcharse. El asesinato de los sacerdotes de Nob ha hecho presa en su alma. Le he oído decir que está tan bañado en sangre que..., pero quiero olvidar lo que iba a decir. Algo terrible, enloquecedor. Hay días en que solamente habla del viejo Samuel y de la maldición que le echó el sacerdote y hay veces en que dice: «Porque soy un hombre maldito, ya nada se me puede prohibir», y acto seguido cambia la frase y asegura que, precisamente por obra de esa maldición, no es capaz de hacer nada. Cualquier cosa, nada, todo tiene el mismo sentido para él. Te digo, David, que si tú hubieras matado al rey cuando yacía dormido en su camastro, a tu merced, y a continuación hubieras entrado sin disimulo alguno en el campamento y hubieras anunciado lo que habías hecho, hasta Abner se habría sentido aliviado al saber que el tormento de Saúl y el temor que a todos inspira se habían terminado.
—Yo soy el ungido del Señor —dije— y la promesa que le hice a Jonatán de no hacer daño ni a su casa ni a su familia tiene por fuerza que incluir a Saúl.
—¿Te comprendes a ti mismo, David?
—No, pero ¿hay alguien que se comprenda a sí mismo? Sólo el Señor puede leer en nuestros corazones.
Adonías meneó la cabeza. Bebió algo más de vino y me pasó la bota de pellejo de cabra, despatarrado, dejando que bañara sus piernas el sol.
—¿Sabes lo que Jonatán dice de ti? Que todos los hombres te desean, como te desean también todas las mujeres. Dice que hasta Saúl si no hubiera creído la historia de que Samuel te había ungido como elegido del Señor, que sí la conocía desde que se descubrió el testamento de Samuel después del asesinato de los sacerdotes de Nob, tendría los mismos sentimientos hacia ti que ha tenido siempre y que son una mezcla de amor, celos, temor y odio. Pero dice Jonatán que es al propio Saúl a quien Saúl teme y odia. Fue un mal día para Saúl aquel en que fue a Samuel en busca de las asnas perdidas de su padre Quis. Yo nunca me he acostado con una mujer, tú debes encontrar eso extraño.
—Sí, lo encuentro extraño.
—¿Y reprensible?
—Hay un muchacho en mi tropa, el que nos trajo el vino, que piensa como piensas tú, y sin embargo es uno de los más bravos luchadores entre mis hombres. Somos lo que somos, Adonías. Jonatán es un hombre bueno. Yo soy el elegido del Señor, sí, la historia acerca del viejo Samuel y de la ceremonia de la unción es cierta, así que si Samuel habló por boca del Señor, yo soy sin duda su elegido; sin embargo, yo no soy un hombre bueno, como lo es Jonatán. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? La naturaleza del hombre es misteriosa, intrincada, retorcida como un olivo viejo. Sólo unos cuantos hombres, como Jonatán, crecen derechos como el pino.
—Tiene un hijo cojo —dijo Adonías—, un pobre tullido llamado Mefibaal. Jonatán es muy dulce y afectuoso con él. El chiquillo no es como los otros niños, su inteligencia vaga sin rumbo fijo, pero Jonatán es muy cariñoso con él. Me gustaría que pudieras ver la forma en que lo trata y cómo se ocupa de él, la manera en que lo coge en sus brazos. Ojalá pudiera unirme a tu ejército, David, y compartir tu suerte, pero no puedo dejar a Jonatán, aunque temo que Saúl nos lleve al desastre.
—Jonatán —repliqué yo— tiene mucha suerte de tenerte con él. Y ahora debes volver al ejército o Saúl creerá que estamos conspirando contra él. Asegúrale a Jonatán que lo amo como lo he amado siempre y que mi corazón se une al suyo en las tribulaciones que ahora lo afligen.
Adonías se levantó y sin más nos abrazamos, y sus ojos tristes estaban arrasados en lágrimas.
—Espera —dije—, te olvidas de la lanza y la lámpara de Saúl.
Las cogió y dijo:
—Saúl estaría mejor y todos los demás en menos peligro si dejara aquí la lanza.
—Aun así... —contesté yo, y lo vi descender la colina en dirección a su ejército y al rey que tanto temía.
Nunca lo volví a ver. Sucumbió al lado de Jonatán en la batalla del monte Gelboé. De esta batalla hablaré con más detalle más adelante. Pero aquella conversación se quedó grabada en mi mente, así como el recuerdo de un joven bueno y descontento con su suerte, y en honor a él le di su nombre a uno de mis hijos.
Ha entrado la mañana. Abisag estira sus jóvenes y bellos miembros y bosteza. ¡Oh, qué no daría yo por ser joven otra vez, cuando le pido que se acerque a darme un beso! ¡Qué deseos de morir mientras contemplo su belleza desnuda, camino del baño!
12
De la época siguiente de mi vida no he querido hablar jamás. No obstante, la verdad es que no hubo nada de qué avergonzarme en aquella época, porque mis acciones se vieron forzadas por la necesidad. Creo que hay naciones que consideran a la necesidad como una diosa, y aunque por mi educación y experiencia no reconozco más dios que el Señor Dios de los Ejércitos, el Dios de Israel —bendito sea su nombre—, que me ha llevado de su mano por el valle oscuro del temor y del inminente peligro, hasta las soleadas alturas, sin embargo confieso que ha habido momentos en que he sentido la tentación de envidiar a esos pueblos que tienen una plétora de dioses y diosas, y cada uno les protege en una actividad determinada o una parte específica de sus vidas. Confío que el Señor de los Ejércitos no me deje caer en esa tentación, pero confieso que, si cayera en ella, la necesidad sería una diosa que estaría dispuesto a venerar.
Afortunadamente no es menester que así sea. Si la necesidad no es una diosa, sí es un concepto, un hecho, duro, severo y doloroso como la roca contra la cual puedes tropezar y darte en el dedo del pie en la oscuridad de la noche. Nadie, como he dicho a menudo, que no reconozca la existencia de la necesidad está capacitado para estar al mando de un ejército, lo mismo que la primera y más rara cualidad que necesita un general es el valor y la sabiduría para saber cuándo iniciar la retirada.
Esta era mi situación. La conversación que mantuve con aquel joven descontento, Adonías, me convenció de que el arrepentimiento de Saúl por perseguirme hasta la misma muerte no duraría mucho. La turbación de su espíritu le llevaría una vez más contra mí, porque yo tenía la impresión de que en lo más hondo de su mente atormentada se escondía la sospecha de que, si me mataba, demostraría, hasta para su propia satisfacción, que el Señor no había hablado por boca de Samuel. Si pudiera quitarme a mí de en medio, a mí a quien Samuel había ungido con óleo sagrado como sucesor del rey, Saúl creería que el Señor había manifestado la misma voluntad al permitir que Samuel lo rechazara a él que al consentir mi muerte. Por consiguiente, no lograba persuadirme a mí mismo de que Saúl no reanudaría pronto su persecución y, conforme pasaban las semanas y aumentaba la dificultad de mantener a mi reducido destacamento en las inhóspitas montañas de Judá yo temía que la próxima incursión de Saúl tuviera un final menos afortunado para mí.
La necesidad me obligó a trasladar nuestros cuarteles y me pareció que no tenía otra opción que ofrecer mis servicios a los filisteos. Había conocido a Aquis, rey de Gat, con ocasión de ciertas negociaciones cuando yo gozaba aún del favor de Saúl, y me había causado la impresión de que era un hombre honrado, como se lo dije a Joab, Abisaí y Asael, a quienes había pedido consejo en relación con la difícil situación en que nos encontrábamos: un hombre con quien yo podría negociar. Joab estaba en un mar de dudas y presentó alguna que otra objeción, como yo pensé que lo haría. Abisaí permaneció en silencio: asuntos de gran envergadura estaban siempre por encima de su capacidad y yo lo había incluido en esta reunión solamente porque se habría ofendido si no lo hubiera hecho y porque, a fin de cuentas, sabía que su fe en mí le llevaría a la conclusión de que yo tenía razón. El agudo y perspicaz Asael vio inmediatamente la fuerza de mi argumento. La rapidez con que lo comprendía todo era su mejor cualidad. Pero Joab se mantuvo firme y no se dejó convencer.
—He dicho siempre —arguyó— que el único filisteo bueno es el filisteo muerto.
Yo reprimí el aburrimiento que tal perogrullada me producía. Joab ha sido siempre muy aficionado a esta jerga facilona. Me imagino que es más fácil repetir cosas así que pensar por uno mismo.
—Joab —le dije—, sabes bien cuánto valoro tu opinión y especialmente cómo confío en ti en asuntos de estrategia y táctica. La calidad de nuestra fuerza bélica es por entero el resultado de tu pericia como preparador de nuestros soldados. Sé cuánto y durante cuántas largas horas has trabajado y sé que mi situación sería desesperada si no fuera por tus esfuerzos. Es totalmente comprensible que, ocupado como has estado, no hayas tenido el tiempo que tu diligencia me ha dado a mí para considerar el alcance y las repercusiones de nuestros asuntos. Pero la verdad es que estamos aquí atrapados entre las fuerzas de Saúl y las de Filistea y, conforme se va acercando el invierno, nuestros días aquí están forzosamente contados. Se nos echa encima el momento en que no vamos a poder atender a las necesidades básicas de nuestros soldados. Algunos de ellos comenzarán a desertar y la labor que tú has llevado a cabo no servirá de nada.
»No siento por los filisteos más afecto del que puedas sentir tú. Créeme que a duras penas podría afirmar que hay uno solo en quien confío y si voy a hacer una excepción con Aquis de Gat es solamente porque he visto y oído lo suficiente de él para dejarme persuadir de que no es el típico filisteo en quien tú estás pensando, sino un hombre honorable y decente. Aun así, no me atrevería a abordarle a no ser por una cosa: por el hecho de que tú hayas logrado hacer de nuestros hombres un ejército que inspira temor. Tenemos algo que ofrecerle que ningún rey rehusará y al mismo tiempo poseemos una fuerza bien entrenada y disciplinada como para que no se atreva a traicionarnos, aún en el caso de que yo me haya equivocado al valorarle. Pero nuestra elección, mi querido Joab, es bien sencilla: tenemos que poner nuestro bienestar y el de nuestras mujeres, hijos y demás seres amados, bien en manos de Aquis, bien en manos de Saúl. Conoces demasiado a Saúl para creer que cualquier hombre, y mucho menos los que le han ofendido tan gravemente como tú y yo, pueda confiar en él atormentado y perturbado como ahora se encuentra; por lo tanto, y muy a pesar mío, te insto a que estés de acuerdo conmigo en que, de los dos males a que estamos abocados, el acercamiento a Aquis es el menos peligroso.
Por supuesto, mi adulación surtió efecto; Joab, que ha creído siempre que no se le ha valorado todo lo que él se merece, pareció apaciguarse momentáneamente. Como era de esperar, continuó refunfuñando y protestando, pero lo hizo sólo porque sí, para poner de relieve su valentía y su independencia de criterio. Pero mis palabras habían subvertido ambas.
Las negociaciones con Aquis fueron tan fáciles y agradables como yo esperaba. Era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que la adhesión de mi pequeño pero bien adiestrado ejército fortalecería considerablemente su propia posición en la rivalidad que era endémica entre los reyes de Filistea, cuyas continuas disensiones fueron, junto con la protección del Señor, la salvación de los hijos de Israel. La fuerza y la continua superioridad militar de los filisteos eran suficientes —a pesar de las reformas que yo había introducido en el ejército de Saúl— para destruir por completo a los hijos de Israel y subyugar a nuestro pueblo, sobre todo ahora que Saúl ya no era lo que había sido; pero la incapacidad de los filisteos para mantener entre ellos la unidad y la armonía lo impidió; prueba, como he creído siempre, de la superioridad del Señor Dios de Israel sobre los ídolos que adoran los filisteos; porque, como he escrito: «Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas». En otros momentos he reconocido que la discordia entre nuestros enemigos, incluso los de nuestra misma raza, es una gran señal de la protección con que nos ampara el Señor de los Ejércitos.
Mi confianza estaba bien justificada. Se basaba, he de confesarlo, no sólo en la certeza de que la inteligencia de Aquis sería suficiente para permitirle darse cuenta del valor de las fuerzas que incorporé a su ejército, sino también de que yo era consciente de la admiración que me profesaba desde nuestro primer encuentro.
Me abrazó con verdadero afecto y declaró con sinceridad que estaba encantado de que me hubiera aliado con él. Es más, añadió que nada podía satisfacerle más que la confianza que yo había puesto en él.
—Hemos luchado encarnizadamente el uno contra el otro, David, y hemos aprendido en la batalla a apreciar el mutuo valor que nos anima. Que nosotros que fuimos los mayores enemigos seamos de ahora en adelante y para siempre los mejores amigos.
Naturalmente yo asentí y le dije que su generosidad me llenaba el corazón de gozo.
Dio una gran fiesta de bienvenida y él se embriagó sentimental y placenteramente; Joab estaba taciturno y borracho perdido, pero, aun en esas condiciones, siempre cauteloso y suspicaz. Yo bebí con moderación, como lo he hecho siempre, pero no permanecí tan sobrio como para permitir que mi superioridad resultara demasiado evidente para los demás. Por otro lado, lo mismo que Joab, aunque tal vez por razones más sutiles, permanecí en actitud vigilante. Sabía que había muchos cabecillas entre los filisteos que tenían razón para sentirse molestos por mi presencia, porque les había privado de hijos, hermanos o padres y, en algunas ocasiones, había raptado a sus hijas. Sabía también que había algunos que estaban celosos de Aquis y que no perderían la oportunidad de destronarle. Así pues, y hasta este punto, la hostilidad de Joab hacia los filisteos estaba justificada. Son traicioneros por naturaleza, no hay ninguno de sus dioses que les exija respeto a la verdad, como lo hace el Señor Dios de Israel; por esta razón no consideran vergonzoso faltar a su palabra y no comprenden el concepto de lealtad. Aquis era una rara excepción entre ellos y yo creo que su madre era una cautiva israelita procedente de mi propia tribu de Judá, que fue convertida en esclava y concubina del padre del rey.
No tardé mucho en darme cuenta de que se murmuraba contra nosotros. Me habían fallado mis cálculos en este aspecto, al no tener en cuenta el temperamento mezquino y egoísta de los filisteos. Pensé que no sería Aquis el único que reconocería el valor de mi presencia a la cabeza de un ejército de seiscientos hombres; pero el resentimiento les incapacitaba para reconocer algo así y pronto me di cuenta de que no sólo nosotros estábamos en cierto peligro, sino que la amistad que Aquis me profesaba podía volverse contra él. Los filisteos no le dan ninguna importancia al asesinato de un rey y es algo que cometen con frecuencia, por muy vil y abominable que nos parezca a nosotros los israelitas.
Por consiguiente hablé con Aquis y le sugerí que sería ventajoso para ambos si me asignaba un puesto independiente, preferiblemente en la frontera con los amalecitas (enemigos tanto de Israel como de Filistea), donde yo pudiera servirle de manera que molestara menos a su nobleza y capitanes.
Aquis, que era, como he dicho, tan inteligente como virtuoso, reaccionó inmediatamente a la fuerza de mi razonamiento. Me encomendó el mando de la pequeña ciudad de Siceleg, a una distancia de medio día de marcha de Gat, amenazada perpetuamente por los amalecitas y otras tribus enemigas que habitaban en la frontera meridional. Me propuse proteger a los habitantes de Siceleg organizando incursiones de castigo contra el enemigo que durante tantos años los había atormentado. Estas incursiones cumplían un doble propósito: mantener la supremacía bélica de mi pequeño ejército, y granjearme el afecto de los ciudadanos de Siceleg, a los que no sólo les quité el miedo, sino que también enriquecí gracias al botín de la guerra. Se entregaron pronto a mí incondicionalmente hasta tal punto que, cuando por fin me establecí como rey, primero de Judá y después de todo Israel, continuaron aceptándome como a su señor.
Como nunca fue mi intención que mi estancia entre los filisteos fuera larga y como siempre conservaba en la mente la convicción de ser el ungido del Señor, traté de limitar mis incursiones a los territorios de aquellas tribus que habían sido durante mucho tiempo enemigos tanto de los israelitas como de los filisteos. Si en alguna ocasión hice saber que organizaba también ataques contra las ciudades de Judá, fue simplemente porque consideré necesario hacerlo, para convencer a Aquis de mi absoluta lealtad y de que había cortado los vínculos que me ataban a mi propio pueblo.
Surgió una nueva crisis. Saúl, en uno de sus raros momentos de lucidez, había conseguido ciertos éxitos en las escaramuzas fronterizas con los filisteos, mientras que Jonatán había llevado a cabo una atrevida y lograda incursión contra algunas de sus ciudades del norte. Esto provocó a los filisteos y los incitó a dar de lado, temporalmente, a las peleas entre sus pequeños reinos y a unirse para formar un gran ejército que se comprometiera, según sus propias palabras, a «exterminar al viperino Saúl y a toda su descendencia».
Como es natural, Aquis me mandó llamar y me pidió que, como vasallo suyo que era, me uniera al ejército filisteo. Lo hizo sin vacilación alguna porque creía que mis conocidas incursiones contra Judá me habían separado totalmente de mi pueblo. Algunos de mis hombres, entre ellos el noble Asael, estaban consternados ante la perspectiva de tener que luchar contra sus compatriotas israelitas y en las filas de nuestros tradicionales enemigos. Pero Joab dio un puñetazo sobre la mesa y dijo:
—Esta es la oportunidad que hemos estado esperando. Extermina a Saúl y se cumplirá la promesa de Samuel. Bendito sea —añadió como por obligación— el nombre del Señor.
Yo comprendí a Joab. Cuando abandonó a Saúl para seguirme a mí, le desilusionó el lento crecimiento de nuestro ejército; había creído que entre los dos atraeríamos a muchos desertores; no contaba con que nuestra estancia en el desierto se prolongaría tanto y sería tan peligrosa. Se opuso a mi proposición de aliarnos con Aquis, en parte porque no le gustaban los filisteos y desconfiaba de ellos y, en parte, porque era una idea revolucionaria. Joab necesitaba siempre tiempo para adaptarse a nuevas ideas. Ahora, aunque no había superado la aversión que sentía por los filisteos, se había reconciliado con nuestra nueva situación. El odio a Saúl y a toda su familia —sin exceptuar a mi amado Jonatán— era tan cerval que yo pensé que habría aceptado de buen grado una alianza con Satanás si esta hubiera garantizado la destrucción de Saúl. Ahora veía que se aproximaba el momento que tanto había deseado; no se daba cuenta, en su entusiasmo, de las dificultades que eso entrañaba para mí. Naturalmente la derrota de Saúl y tal vez su muerte en el campo de batalla, dejaban vacante el trono de Israel. No obstante, yo no podía confiar en que todas las tribus me darían la bienvenida como al sucesor de Saúl, a pesar de que yo les había dicho que Samuel me había ungido con óleo, como al elegido del Señor, sabiendo como sabían que yo había luchado en el ejército filisteo contra Saúl e Israel. Era posible que Aquis me entronizara como un rey marioneta en Israel y que, una vez rey, podría liberarme gradualmente de los vínculos filisteos. Pero tampoco eso me parecía una solución afortunada y no era así como yo aspiraba a llegar a ser rey de Israel.
Le supliqué día y noche al Señor que guiara mis pasos por el sendero de la rectitud y que me permitiera cumplir la promesa que le había hecho a él por mediación de Samuel. Alivié los temores e incertidumbres de mis hombres aconsejándoles que pusieran su confianza en el Dios de los Ejércitos, cuyos pensamientos ningún hombre puede conocer, pero cuyo propósito estaba ya determinado. Él era quien guiaba nuestros pasos. Les recordé las tribulaciones de nuestros antepasados cuando estuvieron vagando cuarenta años por el desierto después de la huida de Egipto. Le dije también a Aquis que, como vasallo suyo y perfectamente consciente de la deuda de gratitud que con él tenía, llevaría a cabo de buen grado y con lealtad cualquier misión que se me encomendara, pero que, no obstante, no estaba tan seguro de que a todos sus compatriotas les gustara verme marchar con ellos en contra de mi propio pueblo. Añadí que él no tenía razón para dudar de mi lealtad, pero otros podían pensar de otra manera.
—Te menciono esto, mi querido Aquis, sólo a modo de advertencia y en beneficio tuyo. No querría que mi presencia en tu ejército perjudicara tus relaciones con los otros reyes de Filistea o que hasta les hiciera perder la absoluta confianza que tienen en ti.
—David —contestó, abrazándome—, como siempre, hablas como un hombre de honor. Pero mi confianza en ti es absoluta y convenceré a mis compañeros en el mando de mi ejército de que está bien fundada.
Naturalmente me manifesté encantado por la confianza que mostraba; pero, al mismo tiempo, esperaba haber sembrado alguna duda en su noble mente.
Las cosas ocurrieron como yo le había advertido. Cuando los otros reyes filisteos oyeron que yo iba en sus filas y que Aquis tenía incluso la intención de encomendarme el mando del ala derecha del ejército, montaron en cólera. «David ha engañado a Aquis —decían—. David ha hechizado a Aquis; David ha seducido a Aquis; David es el enemigo de Filistea; el enfado entre Saúl y David es pura simulación; David sigue al servicio de Saúl que lo envía a meterse en las filas filisteas para desertar cuando la batalla esté en su momento más álgido; a David se le debe dar muerte como a un espía; si Aquis no accede a ello, nos negaremos a iniciar la marcha mientras David y sus hombres continúen en el ejército».
Aquis me contó todo esto. Estaba tan furioso como avergonzado.
—No me podía imaginar cómo hasta el rey de Ascalón, que es tan detestable como estúpido, ha podido caer tan bajo como para acusarme de las abominaciones que me atribuye. Nunca se lo perdonaré, aunque es primo mío, y un día caerá mi venganza sobre su cabeza. Pero ahora, David, con gran vergüenza por mi parte, me veo forzado a pedirte que te retires y retires a tus soldados del ejército y que te vayas a Siceleg donde has tenido tanto éxito en proteger la frontera meridional, donde has convencido, creo yo, a cualquiera, por obcecado que sea, de tu valor y lealtad. Perdóname, David, por pedirte esto. Puedes estar seguro de que esta petición no indica duda alguna por mi parte en lo que concierne a tu absoluta lealtad hacia mí, y tu innato valor.
Fueron unas palabras nobles y yo no tuve dificultad en responder de una manera adecuada. Pestañeé varias veces para que brotaran lágrimas de mis ojos, aunque supongo que Aquis creyó que estaba tratando de contenerlas.
Lo abracé y le di las gracias con voz temblorosa por la confianza que había depositado en mí y le aseguré que recordaría su noble comportamiento hasta el día de mi muerte. Como ciertamente lo he hecho.
Es más, logré disimular una sonrisa hasta que llegó el momento de la separación.
13
No estuve presente en el último acto de la tragedia de Saúl. Lo que sé de ella, lo sé por una mezcla de rumores, habladurías y especulaciones que constituyen lo que los hombres llaman historia y no pocas veces leyenda.
Parece ser que en aquellos últimos días se apoderó de Saúl una nueva y extraña perturbación de su espíritu. No sufría ya de la perturbación mental que lo había tenido como aislado dentro de una nube oscura; ahora más bien parecía como si se moviera, con pesados y vacilantes pasos, a través de una neblina húmeda y pegajosa, sin ver nada, sin oír nada, sin comprender nada, pero, no obstante, moviéndose.
En esta extraña lucha interior, y apenas le llegó la noticia de que los filisteos se habían congregado para ir contra él, decidió consultar con una pitonisa que, según se decía, tenía el poder, mediante el uso de artes nigrománticas, de hacer que los muertos se aparecieran a los vivos y hablaran con ellos. En su dorada juventud, Saúl había promulgado leyes para desterrar del reino a todo aquel que afirmara ser nigromante. Los llamó charlatanes y mentirosos, seres despreciables que inducían a los hombres a comportarse mal mediante sus artimañas y el conocimiento que afirmaban poseer de lo que está prohibido saber. Su intento fue en vano, como suelen serlo los intentos de esta naturaleza. El deseo de ciertos hombres de ir más lejos, de creer que su poder puede traspasar las realidades de las rocas y los pastos, los terrenos arados, el viento, la lluvia y el cambio de las estaciones, no es fácil de reprimir. En los mejores hombres este deseo adopta la forma de comunión con el Todopoderoso en lugares apartados y desiertos; en otros, incapaces de aceptar la humillación del alma que exige el Señor, se manifiesta de una manera que promete certezas más inmediatas, aunque estas resulten ser, por fuerza, vanas ilusiones y engaños. Sólo el cultivo de la virtud, mediante la comunión con el Todopoderoso, puede salvar al que va en busca del conocimiento, de las sombras de la decepción. Y, sin embargo, hasta cuando escribo esto sé bien que no es la verdad absoluta y total, que es más bien, como he llegado a aprender, el anhelo de probar el agua de la amargura. Al hombre le ocurre como al árbol: cuanto más trata de elevarse hasta alcanzar la clara luz de la verdad, con tanta más profundidad tiene que hincar en la tierra sus raíces, hasta llegar a la oscuridad, al abismo, al mal. El necio ha dicho en su corazón: «no hay Dios»; pero el que trata de conocer a Dios debe primero conocer de qué maldades es él mismo capaz, qué horrores se esconden dentro de él.
Así, el pobre Saúl, un desdichado pingajo de hombre y de rey, ayunó un día y una noche y emprendió su viaje a Endor para consultar a esta pitonisa que alardeaba de su habilidad para conjurar a los espíritus de los muertos para que los interrogaran los vivos. Lo hizo así, me imagino, en un estado de desprecio y odio de sí mismo.
Ella descubrió con facilidad lo que ocultaba su disfraz.
—¿No es el rey quien me pide que haga venir al espíritu de Samuel? —preguntó—. ¿Y no es este el mismo rey que proclamó que artes como las que yo practico eran artes perversas, y que estaría dispuesto a que me apedrearan o me expulsaran de Israel?
Y Saúl yacía en tierra, frente a ella, y lamía el polvo.
Entonces ella se rio al verlo en una actitud tan abyecta, y accedió a hacer lo que él le pedía, porque no hay nada que infunda más inspiración a estos nigromantes que el reconocimiento de su poder por parte de aquellos que, en su sano juicio, lo habrían condenado.
No sé por qué medios la pitonisa de Endor conjuró la aparición del difunto Samuel. Los que acompañaban a Saúl aseguraron luego que la figura de Samuel apareció ante él en una nube de neblina rojiza.
Saúl, tumbado aún sobre la desnuda tierra de la choza, se desahogó revelando la desesperación que le atormentaba el alma. Exclamó que el Señor lo había abandonado en su aflicción y que era el más desdichado de los hombres. Los filisteos habían mandado un gran ejército contra él y cuando buscó el consejo del Señor, oyó tan sólo el viento en el desierto. Por eso había invocado a Samuel para pedirle que intercediera ante el Señor en su favor, porque sólo así se podría salvar Israel.
He resumido lo que se me contó como un balbuceo incoherente, pero creo que este es el meollo de la triste y dolorosa oración de Saúl. No sé tampoco por qué medios la pitonisa de Endor configuró la forma que acababa de conjurar en respuesta a la petición de Saúl; supongo que, como muchos de su ralea, tenía la habilidad de proyectar su voz de manera que las palabras que pronunciaba no parecieran salir de ella, sino de otro lugar y de los labios de otro ser o de la apariencia de un ser.
Las palabras que transmitió a Samuel fueron duras. En esto, al menos, fue honrada, porque contestó como estoy seguro que contestaría el propio Samuel, aquel hombre adusto, amargo, de prodigiosa e implacable memoria. Saúl —empezaba el mensaje— había sido abandonado por su desobediencia a la palabra del Señor, cuya voluntad había desafiado al perdonar a los amalecitas; por lo tanto, el Señor había rechazado a Saúl y a toda su casa y cuando Saúl tuviera que ir a la guerra, tendría que hacerlo sin esperanza; porque se decía que Saúl estaba sentenciado y perecería en las montañas de Gelboé.
Entonces la visión desapareció y el rey prorrumpió en sollozos. La pitonisa le dio pan, vino y la carne de una ternera cebada; me gustaría creer que hizo esto por lástima de Saúl, pero lo más probable es que deseara prolongar su triunfo y regodearse ante la visión de un gran rey convertido en un ser desvalido y balbuceante. De cualquier modo, Saúl comió, bebió y se despidió, dándole las gracias a la pitonisa de una manera que recordaba su pasada majestad; pero su rostro, dicen algunos, estaba falto de expresión, como el muro rocoso que se levanta verticalmente de las arenas del desierto. Y fue en ese estado de ánimo como se dirigió a su última batalla.
Cuando me trajeron a Siceleg la noticia de su derrota y de la muerte de Jonatán y de los otros hijos del rey, sentí un gran pesar y se me hizo pedazos el corazón. Saúl había caído sobre su propia espada para evitar, primero, que lo cogieran cautivo los filisteos y, después, que hicieran de él objeto de mofa. Me trajo la noticia un joven que vino a toda prisa desde el campo de batalla; traía consigo la corona y el brazalete de Saúl. Me dijo algo que yo descubrí luego que no era cierto: que él mismo había matado al herido Saúl a petición de este. Sonrió al postrarse ante mí, saludándome como a rey y volvió a sonreír como si esperara una generosa recompensa. Yo lo miré, asqueado.
—Tú te vanaglorias —le dije— de haber matado al ungido del Señor. Contempla detenidamente la luz del día, joven, porque no la vas a volver a ver.
Di órdenes de que lo alejaran de mi presencia y le sacaran los ojos, porque, dije: «Condénese a la oscuridad a aquel que ha condenado a Saúl a una noche eterna. Pero dejadle que viva para que llegue a conocer el dolor de la humillación, y tenga que mendigar su pan de aquellos que conozcan su mezquindad. De esta manera, aquel que se enorgullece de ser cruel sufrirá el dolor de tener que aceptar la misericordia; mientras viva será un recordatorio perpetuo para todos los hombres de que el Señor es justo».
Gritaba desesperadamente mientras cumplían mis órdenes. Al oírlo me estremecí y revoqué mi primera orden, decretando que lo mantuvieran cerca de mí. Me dije a mí mismo que de esa manera tendría junto a mí un ejemplo y una advertencia de las simas insondables en que pueden caer los hombres. Permaneció en mi casa siete años, sufriendo el desprecio de los que habitaban en ella, más tarde se lo entregué a los sacerdotes con las instrucciones de que le metieran en una celda, lo alimentaran con pan y agua, y así le dieran la oportunidad de hacer las paces con el Todopoderoso. Tal vez viva aún allí, no lo sé.
Aquella noche, en la soledad de mi aposento, recordé a Saúl tal como era en los días de su gloria y poder; recordé también, con un dolor más agudo, el amor que me profesó Jonatán. Les compuse esta elegía:
Tu gloria, Israel, ha perecido en tus montes.
¡Cómo han caído los héroes!
No lo propaléis en Gat;
no lo publiquéis por las calles de Ascalón,
que no se regocijen las hijas de los filisteos
y no salten de júbilo las hijas de los incircuncisos.
¡Montes de Gelboé!
No caiga sobre vosotros ni rocío ni lluvia
ni seáis campos de ofrendas,
porque allí fue abatido el escudo de los héroes,
el escudo de Saúl
como si no hubiera sido ungido con el óleo.
De la sangre de los muertos, de la grasa de los valientes,
el arco de Jonatán no se hartaba nunca,
la espada de Saúl no se blandía en vano.
Saúl y Jonatán, amados y queridos, inseparables en vida,
tampoco se separaron en la muerte,
más ágiles que las águilas,
más fuertes que los leones.
Hijas de Israel, llorad por Saúl,
que os vestía de lino fino
y adornaba de oro vuestros vestidos.
¡Cómo han caído los héroes en medio del combate!
¡Cómo fue traspasado Jonatán en las alturas!
Angustiado estoy por ti, ¡oh, Jonatán, hermano mío!
Me eras carísimo
y tu amor era para mí dulcísimo,
más que el amor de las mujeres.
¡Cómo han caído los héroes!
¡Cómo se han deteriorado las armas del combate!
Después de componer esta elegía, sentí una gran fatiga, pero sentí también que mi dolor se había mitigado, porque sabía que los había honrado y que mis palabras les habían otorgado toda la inmortalidad que tenía el poder de otorgarles. Como mi mente estaba llena del recuerdo del amor que Jonatán había sentido por mí y del mío por él, y como no deseaba la compañía de mujeres, pero me daba miedo la idea de la soledad, mandé buscar a Lais.
Le canté mi lamento y prorrumpió en sollozos.
Cuando se tranquilizó, dijo:
—Pero David, Saúl trató de matarte y tú cantas su memoria con hermosas palabras.
—Sí —contesté—, ¿crees que por eso soy un hipócrita, Lais?
—Si creyera eso, no hubiera sollozado.
—Pero ¿no lo comprendes?
Hizo un gesto negativo con la cabeza
—Ni yo mismo lo comprendo —repliqué—. He compuesto la elegía que tenía que componer. Eso es lo único que sé. Hay veces, Lais, en que creo que cada uno de nosotros somos dos personas, como lo era Saúl. La escisión, la dicotomía de su naturaleza, era en él algo evidente e inconfundible. Pero lo es en todos nosotros. Incluso cuando di órdenes de que le sacaran los ojos a ese desgraciado, estaba calculando la ventaja que podría sacarle a la muerte de Saúl y de Jonatán y al desastre que ha caído sobre Israel. Estaba considerando además el efecto que esto podía tener en Aquis. Pero, cuando me retiré a mi aposento, experimenté sólo angustia y dolor, por eso decidí hacer lo que he hecho. Amé una vez a Saúl. Después lo temí. Mas adelante tuve lástima de él. Pero nunca me dejé llevar por la ignominia de odiarlo, como él me odiaba a mí. Sin embargo, creo que él también luchó contra este odio. Lais, la naturaleza del hombre es compleja. Tuve que componer esta elegía por mi propio bien, con el objeto de salvarme de la corrupción mediante la glorificación de Saúl.
—Y de Jonatán —añadió Lais.
—Jonatán —dije, y cogí a Lais en mis brazos.
LIBRO II
14
Hasta Asael, asombrado, se enfurecía al ver que no me declaraba ahora el ungido rey de Israel. No le satisfizo mi explicación de que había aprendido algo del arte de gobernar: no tomar una decisión hasta que esta no sea esencial y haya llegado el momento oportuno. Meneó la cabeza con un gesto de incredulidad cuando le dije que esperaría hasta que se me llamara.
Me contestó que Joab estaba furioso. Tampoco él podía comprenderlo. Asael vaciló y, después, hablando precipitadamente, me confesó que su hermano mayor se estaba preguntando si yo no habría perdido el valor.
—Tiempo y paciencia —dije—. Tiempo y paciencia.
Yo había enviado discretas felicitaciones a Aquis por su victoria. Después, en secreto y sin comunicarle mis intenciones, me retiré a Hebrón, la capital de Judá. Tenéis que recordar que en aquellos días el reino de Israel estaba escindido, por decirlo de alguna manera, en dos mitades a causa de la continua ocupación de Jerusalén por los jebuseos. Así que yo me establecí en Hebrón y fui aceptado como rey por los hombres de Judá; pero Abner, que seguía siendo leal a la casa de Saúl, no en vano era primo del difunto rey, aunque seguía siendo amigo mío, estableció a Isbaal, último hijo superviviente de Saúl, como rey y sucesor de Saúl. Lo hizo así, aunque sabía que Isbaal era una pobre criatura, de inteligencia limitada y lento en sus reflejos, que no era soldado sino más bien un cobarde a quien Saúl, por mantener su propia dignidad, había tenido alejado del ejército. Abner, en su obstinada (pero digna de elogio) devoción a la memoria de Saúl, nombró rey a Isbaal y yo lo honré por su lealtad. Joab, celoso de la nobleza y reputación de Abner, manifestó que tenía la intención, llegado el momento, de destronar a Isbaal y proclamarse a sí mismo rey.
—Está bien —dije yo—, tú sabes, primo, cómo confío en tu discernimiento, pero me parece que debemos esperar a ver qué pasa. Confía en la voluntad del Señor. Abner pertenece también a la casa de Saúl, a quien el Señor privó del reino por boca de Samuel, según se me prometió a mí. Pero yo no lo buscaré de manera cruenta. El hacerlo así sería un grave pecado. No tengo el menor deseo de derramar la sangre de nuestros hermanos israelitas. Como le he dicho a tu hermano, el tiempo y la paciencia resolverán las cosas en favor nuestro.
Así que les envié un mensaje afectuoso a Abner y a Isbaal y les propuse colaborar en la lucha común contra los filisteos. No mencioné el asunto de la realeza, sino que me dirigí a ellos solamente como si los tres fuéramos iguales.
Abner replicó de manera semejante y propuso una fecha y un lugar para celebrar una reunión. El lugar sugerido fue Bibeón, situado al este de Gabaón y al noroeste de Jerusalén, a corta distancia de estos dos puntos, dentro del territorio bajo el control de Isbaal, por ineficaz que este control fuera.
Accedí y cometí uno de los mayores errores de mi vida. Reconociendo el peligro de ir yo mismo en persona a un lugar como Bibeón con una pequeña escolta, aunque confiaba en Abner, le pedí a Joab que se pusiera al frente de nuestra delegación.
—Isbaal no estará allí —le dije—, pero su delegación irá encabezada por Abner, el segundo hombre del reino. No es por lo tanto adecuado que vaya yo. Es más correcto que tú, como segundo en Judá, hables con él, como entre iguales. Porque tú, Joab, eres para mí lo que Abner es para Isbaal.
Dije esto para halagar a Joab y demostrarle mi confianza en él y mi elevada estima de su capacidad; y decidí no revelarle que temía una traición. No tenía la menor sospecha de Abner, pero recordando el desprecio que Jonatán sentía por su hermano Isbaal y que había oído a Micol hablar despectivamente de él, temía que se aprovechara, sin conocimiento de Abner, de esta oportunidad para planear mi asesinato y deshacerse de esa manera del ungido del Señor. Así podría mostrarle a su pueblo que la maldición que Samuel había querido que cayera sobre la casa de Saúl, carecía de fundamento.
Tenía razón, según supe más tarde por Abner, en creer que mis sospechas estaban justificadas y que se me había preparado una emboscada, aunque Abner era inocente y no sabía nada de ella. Sin embargo, me reprocho el no haberme arriesgado y el haberme dejado guiar por la prudencia.
Lo hago así por lo que sucedió después.
Se me informó que la reunión empezó amistosamente, recordando Abner y Joab pasadas batallas contra los filisteos, batallas en las que ambos se habían cubierto de gloria. Entonces Abner (aparentemente) sugirió que algunos de los hombres más jóvenes por cada lado, entretuvieran a sus superiores escenificando una parodia de combate; Joab accedió, haciendo la observación —eso me cuentan— de que de ese modo verían que los jóvenes tenían mucho que aprender.
Fue Lais quien, entre sollozos y gimoteos, me proporcionó el informe más fidedigno de lo que ocurrió a continuación, al ser él uno de los jóvenes a quien Joab dio órdenes de desnudarse para tomar parte en este pasatiempo bélico.
Estábamos peleándonos —dijo— cuando de repente me di cuenta de que uno de los soldados de Abner había desenvainado una daga y estaba a punto de asestar un golpe mortal a su oponente, que no era otro sino Eljanan. Di un grito para avisarle, pero fue demasiado tarde. El cuchillo se deslizó entre las costillas de Eljanan, que dio un grito y se desplomó sobre el cuerpo de su agresor. Fue horrible, David. En un momento todo era un juego y al siguiente, un verdadero caos. Porque, naturalmente, cuando Joab se dio cuenta de lo que pasaba, gritó que nos habían traicionado y desenvainó su propia espada. Entonces todos los que habían estado charlando y bebiendo como viejos compañeros, arremetieron unos contra otros. No puedo censurar a Joab porque sabemos que amaba a Eljanan, pero no obstante creo que si hubiera actuado de manera distinta, el propio Abner hubiera ordenado matar al asesino...
Conforme hablaba, recordaba yo aquella noche en el desierto cuando Azreel mató a Nehemía, sargento de Jonatán, en una pelea y yo, actuando al mismo tiempo como juez y verdugo, evité una degollina mediante...
—Continúa —dije a Lais— pero sé breve.
—No pudo ser deliberado —dijo el muchacho—, porque ni Abner ni ninguno de sus hombres estaban preparados para una batalla, mientras que Joab nos había advertido que no perdiéramos de vista nuestras armas, por si acaso éramos víctimas de un complot o una traición. Así que los hicimos huir enseguida, incluso a Abner, que a duras penas tuvo tiempo para coger una lanza al dirigirse apresuradamente hacia las colinas. Y Asael corrió detrás de él... y no regresó... Atardecía ya cuando encontramos su cuerpo, con una sola herida de lanza.
—Espiamos a Abner y sus soldados cuando empezó a salir la luna; estaban a salvo de nuestra persecución en lo alto de un monte. Y Abner llamó a Joab desde la cumbre.
—¿Hasta cuándo ha de estar la espada devorando a la espada? ¿Hasta cuándo seguirán los israelitas matando a sus hermanos israelitas?
Lais sollozaba.
—Yo amaba a Asael —dijo en voz baja y entre suspiros— y me lo han arrebatado. Lo enterramos en la tumba familiar en Belén y aquí estamos ahora, David. Tal vez Abner no tuvo más remedio que hacerlo, pero Joab no se lo perdonará jamás.
Joab me dijo a mí, a solas:
—Ahora yo también he de tener paciencia.
Yo predicaba paciencia y la tenía. Reconocía la necesidad de la paciencia; pero ya estaba cansado de tal virtud. «¿Cuánto tiempo, Señor —oraba yo—, cuánto tiempo tiene que transcurrir hasta que tu siervo pueda entrar en el reino que se le ha prometido?»
Yo también era diplomático. El arte de la diplomacia puede ser fascinante, pero el describirlo es pesado, el escuchar un relato de maniobras diplomáticas, inaguantable. Aunque mientras estuve en Hebrón me esforcé por gobernar bien, por ser admirado y, lo que es más importante, respetado por mis súbditos, era consciente del paso de los años y de que iba envejeciendo sin tener la oportunidad de realizar mis aspiraciones. La impaciencia de Joab me irritaba. Desde que Abner mató a Asael, Joab estaba cada vez más remiso y se podía confiar menos en él. Yo temía la aparición de un espíritu siniestro que se apoderara de él y lo destruyera como el espíritu maligno que destruyó al pobre Saúl.
Yo tenía poco consuelo. Recibía de vez en cuando cartas del sabio Ajitofel, consejero de Saúl y ahora de su hijo, cartas que se me entregaban secretamente y en las que me aseguraba que el gobierno del desdichado Isbaal les parecía cada vez menos aceptable a los hijos de Israel; pero que, no obstante, Abner seguía siendo obstinadamente leal a él y no había señal de rebelión. Ajitofel me aconsejaba también tener paciencia.
Para aliviar mi tedio, que temía me pudiera llevar a alguna acción precipitada, me llevé a mi lecho en Hebrón a varias mujeres, tomándolas por esposas. Ahora, en mi senectud, cuando ya no soy capaz de hacer el amor, me causa dolor el recordarlas; de hecho, mi mala memoria no puede recordar los nombres de algunas de ellas. Pero hubo una que me deleitó de una manera especial, cuya imagen todavía se me aparece en sueños. La razón de esto me desconcierta, porque de aquel matrimonio salió la mezcla más intensa de amor, temor, odio, dolor, culpabilidad y enojo.
Su nombre era Maaca, hija de Tolmai, rey de Guesur, un miserable principado al noroeste del mar de Galilea. Era una muchacha árabe, de ojos de color verde aceituna, piel leonada y unas piernas que podían aventajar en agilidad a las de una corza. Su temperamento era fogoso como el de un sabueso de caza sin domesticar; me dio dos hijos: Absalón, el más querido de todos mis hijos, y Tamar, la más hermosa de mis hijas.
Tendré más que contar de ellos —demasiado para que sea agradable— si el Señor hace que me vea obligado a hacerlo.
Finalmente estalló en la parte norte del reino la disensión que yo esperaba hacía tiempo. Isbaal, víctima de su locura, tuvo una pelea con Abner, aparentemente porque Abner se había acostado con una muchacha que fue una vez concubina de Saúl y a la que él ahora deseaba. Pero la verdadera causa calaba más hondo. A pesar de su incapacidad, a Isbaal le halagaba el tener el título de rey y había llegado a creer en sus derechos a la realeza. En consecuencia, le molestaba cada vez más el poder que ejercía Abner, por supuesto debido a la fuerza de su carácter y a su experiencia. Al propio Abner le sentaban mal las reprimendas que se le hacían en público; su desprecio por el rey, a quien había elevado a ese puesto sólo por su respeto al recuerdo de Saúl, se fue intensificando. Se acordaba del afecto y respeto que había sentido siempre por mí, así que finalmente me mandó embajadores para sugerirme la reunificación de los dos reinos: él mismo quitaría de en medio a Isbaal y yo sería reconocido como el legítimo rey de todo Israel.
Por un momento, vacilé. Admiraba a Abner, pero no podía por menos de sospechar que me estaba tendiendo una trampa. Así que le puse a prueba. Le dije que accedería a encontrarme con él, si al mismo tiempo, él me devolvía a Micol, de la que me habían privado la cólera y los celos de Saúl; yo quería ardientemente que volviera a ocupar a mi lado el puesto de esposa que le correspondía.
Por supuesto, era yo quien me estaba engañando a mí mismo. No era por temor a una trampa. Era más bien que deseaba que en vez de un ruego fuera la primera demostración del nuevo poder que iba a asumir: exigir que se me devolviera a Micol como condición para encontrarme con Abner. El haberla perdido —y el que Saúl inmediatamente dispusiera de ella y la hubiese dado en matrimonio— había sido el insulto más grave que jamás había recibido. Micol, aparte de sus otras perfecciones, había sido para mí la prueba de mi gran éxito y de mi aceptación como uno de los hombres más poderosos de Israel. La humillación de perderla había sido la espina que había llevado clavada todos los años que pasé en el desierto. No le hablé a nadie de ello. Era como si, al perder a Micol, hubiera perdido parte de mi virilidad; como, si al quitármela, Saúl hubiera hecho de mí un eunuco. Yo sabía que él lo sabía y que se regocijaba en lo que había logrado. Era necesario, pues, que me la devolvieran para recuperar mi total credibilidad y hombría porque sólo así podría volver el reino de Israel a su plena grandeza y prosperidad.
Sin embargo esperaba su llegada con temor, inquietud y ansiedad. Durante toda mi vida me fue fácil dominar a las mujeres. No es sólo porque soy rey por lo que, aún ahora, no tengo la menor dificultad en arrancarle una sonrisa a mi muchachita sunamita; nunca puse en duda mi habilidad en enamorar y la forma en que ella me sonríe me demuestra que aún poseo esa habilidad. Es por supuesto natural que los hombres dominen a sus mujeres, y la mayoría lo hacen; pero pocos —tal vez ninguno— lo han encontrado tan fácil como David el rey. Hasta Maaca, esa salvaje gacela árabe del desierto, solía sonrojarse si le sonreía y temblar como una potranca cuando la tocaba. Así es como debe ser.
Pero Micol, desde nuestro primer encuentro, insistió en la igualdad entre los dos; yo como hombre y ella como mujer, pero iguales; su sonrisa sugería que consideraba la aceptación de esa igualdad como mero fingimiento. Su orgullo, como hija de rey, era algo que nunca logré doblegar, incluso en mis más apasionados momentos, ella experimentaba cierto placer en que yo no lo hubiera conseguido.
La propia Micol tuvo que haber sufrido. No puedo dudarlo, aunque sí dudé siempre que su amor por mí fuera igual al que yo sentía por ella. Su padre la había tratado como objeto del que se valía para expresar su resentimiento contra mí. Con esta actitud, que dominaba por entonces su caótico corazón, no pensó para nada en los sentimientos de su hija. Hizo caso omiso de su orgullo, que era una de sus principales emociones, combatiendo solamente su egoísmo y la admiración que sentía por su propia belleza. Sin tener en cuenta lo que ella sentía, se la entregó a otro en matrimonio, un hombre de origen humilde, que ella no conocía. Saúl había tratado a su propia hija como un hombre puede tratar a una esclava de la que se ha cansado, disponiendo de ella como le pareciera conveniente. No tengo la menor duda de que a Micol esto le hizo sufrir mucho. Como tampoco puedo dudar de que ella hubiera ocultado su resentimiento, porque hacer manifestación pública de resentimiento es una ofensa contra el propio orgullo.
Pero yo no estaba muy seguro de que a Micol no le molestara también lo que tal vez considerara como la revelación de un sentimiento en mí que no era amor por ella, sino simplemente deseo de posesión. En otras palabras —y mis palabras, como mis pensamientos, se hacen más y más confusas en las noches en vela de mi vejez—, yo temía que ella me viera a mí como veía a Saúl: el hombre poderoso que se ha apoderado de lo que quiere y se deshace de ello cuando quiere.
Por todo esto el primer paso que diera debía ser para demostrar que había pedido que volviera porque ella suponía para mí más que cualquier otra mujer. Así que le di órdenes a Maaca, a quien consideraba como la única de entre mis esposas en la que Micol podía pensar como en una rival, de que regresara por el momento a su tribu, cosa que hizo enseguida pero llevándose consigo a nuestros dos hijos, Absalón y Tamar. El que yo me privara, aunque sólo fuera momentáneamente, de la compañía de la esposa que más placer me proporcionaba en el acto de la cópula sexual y de mis dos hijos preferidos es prueba de la sinceridad de mi amor por Micol.
Joab me advirtió que estaba cometiendo una tontería al hacerla regresar.
—Esa mujer es un mal bicho y toda su familia no trae más que disgustos. Tú debes saberlo mejor que nadie, David, pero nada de lo que yo te diga te hará cambiar de opinión, ya lo sé. Estuviste siempre loco por ella como Jonatán lo estuvo por ti.
Hasta el fiel Lais manifestó algunas objeciones.
—¡Oh, David! ¿Es que no te acuerdas de cuántas veces te oí suspirar por ella?, ¿de cómo a veces me llamabas a mí por su nombre? ¿Revivir el pasado? ¿Es que se puede hacer esto? ¿Crees que es de sabios intentarlo?
Pero yo la esperé, recordando las hazañas que Saúl me obligó a llevar a cabo para conseguir su mano. Ella volvió y los años parecían no haber pasado para ella. Su belleza estaba intacta y no se arrodilló cuando se acercó a mí; había en su rostro esa media sonrisa burlona cuando dijo:
—Así que aquí estás, David, mi esposo y mi rey, si se te puede llamar así.
—Un rey a quien le falta su verdadera reina.
—Siempre supiste decir cosas bonitas, lo cual no quiere decir nada, lo mismo que tus cantos pudieron sacar al rey mi padre de su locura y apartarle de los demonios que hicieron morada en él, y, eso, por desdicha, tampoco sirvió para nada. Pero como eres un rey, si se te puede llamar así, y como yo soy tu verdadera esposa a la que has pedido que vuelva, aquí me tienes. Tómame como he sido siempre.
Lo cual quería decir, como yo bien sabía y pude volver a comprobar, que permanecía, en cierto modo, separada de mí hasta cuando estábamos más estrechamente unidos uno con otro.
15
Abner había demostrado su sinceridad. Me devolvió a Micol, que regresó a mi lecho y a mi casa, y naturalmente asumió el lugar de preferencia entre mis otras esposas. Por consiguiente, yo, a mi vez, fijé la fecha y el lugar donde encontrarme con Abner para deliberar sobre cómo él podría poner todo Israel bajo mi autoridad y mi gobierno. Para facilitar las cosas y por la hostilidad que Joab sentía por Abner, envié a Joab a sofocar unos disturbios que habían surgido en la frontera con los filisteos, misión para la cual estaba óptimamente preparado. La enemistad de Joab, cada día más agudizada, sospechaba yo, se debía al temor a que Abner, por sus muchas cualidades, su carácter y los servicios que estaba a punto de prestarme, le suplantara rápidamente y ocupara el segundo lugar en mi ejército y en mi administración.
Mis negociaciones con Abner no pudieron resultar mejor de lo que resultaron. Confesó que había cometido un error después de la batalla de Gelboé, al promover la causa de Isbaal. Pero, añadió:
—Le había prometido a Saúl, en el colmo de su desesperación, que no traicionaría a su casa y por ello me pareció que no tenía otra opción. Si me hubiera sentido libre para volverme hacia ti, David, lo habría hecho, porque como tú bien sabes, he admirado siempre tus cualidades y tu carácter. No dejé nunca de lamentar el odio que Saúl concibió contra ti, un odio que ocupaba un lugar preponderante en mis consideraciones. Además he de admitir que a muchos de los grandes hombres de Israel que perdieron sus padres, sus hijos y otros parientes en el monte Gelboé, se les precavió en tu contra debido a tu asociación con los filisteos. Decían: «Si David no se hubiera aliado con Aquis, aunque él no tomara parte en aquella terrible batalla, el ejército de los filisteos no habría sido tan poderoso. Porque habrían tenido que sacar de él soldados para las tareas que los hombres de David estaban llevando a cabo en su favor y, por consiguiente, podríamos haber ganado la batalla». Me temo, David —continuó Abner—, que quizá no te dieras cuenta del daño que tu asociación con los filisteos podía hacerte y te ha hecho.
—¿Y qué otra alternativa tenía? —repliqué yo—. ¿No fue Saúl quien me obligó a refugiarme en el desierto donde hubiera muerto de hambre como una bestia salvaje de no haberme dirigido a Aquis?
Abner me puso la mano en la rodilla.
—No pongo en duda tu capacidad de juzgar lo que en aquellos momentos era necesario. No sé lo que yo hubiera hecho de estar en tu lugar. Créeme, te compadezco de todo corazón y si supieras cuántas veces he intentado convencer a Saúl de que cejara en su hostilidad hacia ti... —dijo y levantó las manos en un gesto desesperado—. Sería más fácil contar las hojas de un árbol o los granos de arena del desierto que precisar el número de ocasiones en que Jonatán y yo hablamos de ti. Pero fue esa maldita visita de Samuel a la casa de tu padre en Belén, el tema al que, por razones que tú no puedes por menos de comprender, Saúl se refería una y otra vez. Era como una espina de pescado que se le hubiera atravesado en la garganta. Por lo tanto no podíamos conseguir nada. Porque nada prevalecía al odio y al temor que sentía Saúl por Samuel, y, por supuesto, a tu relación con el profeta.
Bebió un sorbo de vino.
—David —dijo—, estoy simplemente tratando de explicarte por qué, aunque no le hubiera jurado a Saúl que defendería su casa, y en esa promesa Saúl leyó un compromiso, por mi parte, de desafiar el recuerdo y la herencia de Samuel, aunque no lo hubiera hecho, repito, no podría haber hablado en tu favor en Israel, después del desastre del monte Gelboé. Los sentimientos contra ti eran intensos y apasionados, no porque los soldados recordaran la forma en que Saúl te perseguía y les pareciera bien esa persecución, sino porque te aliaste con Aquis. Si yo lo hubiera hecho, habría debilitado e incluso destruido mi propia posición y la influencia que pudiera poseer.
—Pero ahora las cosas son diferentes, ¿o no?
—Ciertamente. He discutido todo esto detenidamente con Ajitofel, que siente gran afecto por ti, como tú sabes, y a quien he alentado en su correspondencia contigo, de la que me tuvieron informado mis agentes desde hace mucho. En primer lugar, ha transcurrido ya tiempo y el recuerdo de tu alianza con Aquis se ha desvanecido. Los soldados están más dispuestos a perdonarte. «Tal vez David no tuviera otra opción», dicen. En todo caso, la manera en que se ha comportado desde entonces demuestra que no es amigo de los filisteos. En segundo lugar, la brutal estupidez de Isbaal ha indignado a todos, y ha empañado la memoria de Saúl. Los soldados dicen que no cabe duda de que Saúl fue grande y valeroso en su juventud, pero que su carácter se ha destrozado con el paso de los años y el disfrute prolongado del poder. Isbaal no se puede comparar a Saúl en los años de su gloriosa juventud, pero también él da ya señales de enajenación mental. El hecho es que cada día que pasa irrita más al pueblo. Mientras tanto llegan noticias de que en Hebrón David gobierna con paciencia y equidad. Después hablan de Samuel...
—Sí —dije— y ¿qué dicen de Samuel?
—Que salió de su boca la palabra del Señor. Que la conducta de Isbaal es manifestación de la sabiduría de Samuel al interpretar el rechazo de la casa de Saúl por parte del Señor. Que tal vez los hombres digan la verdad cuando alegan que Saúl reconoció a David como el hombre que fue en verdad el elegido del Señor, y como tal lo ungió con óleo sagrado.
—Así que al fin —dije yo— ha llegado el momento...
—Así es. Déjalo en mis manos, David.
—De buen grado —repliqué yo y lo abracé.
Así es como se arregló todo. Abner volvería al norte y pondría en práctica sus poderes de persuasión con los principales dignatarios del reino y con las tribus, para que accedieran a rechazar a Isbaal, como el Señor había ordenado a Samuel que rechazara a Saúl, y volvieran sus ojos hacia mí, como el verdadero ungido del verdadero Señor. Siete años de paciencia, diplomacia y circunspección tendrían así su recompensa. Yo colmaría mi ambición y se manifestaría y glorificaría la palabra del Señor.
Pero ¡ay!, aunque siempre he tenido fe en el Señor, he aprendido también que el azar puede desbaratar el más sabio y virtuoso de los planes. El azar, que puedo también llamar contingencia, desempeña un papel en los asuntos de los hombres tan dramático como inexplicable. Vean si no.
Ocurrió que Joab despachó sus asuntos en la frontera con la eficiencia que yo esperaba, pero con un entusiasmo que yo no había previsto. Regresó a Hebrón cuando salía Abner. No llegó a mis oídos la noticia de su vuelta, porque yo estaba ocupado con Maaca, a la que había hecho volver secretamente y alojado en un palacete construido dentro de la muralla oriental de Hebrón. Hice esto porque me había dado cuenta de que Micol, a pesar del amor que yo le profesaba y de la pasión que ella despertaba en mí, no era capaz de ofrecerme o no deseaba ofrecerme, no sé por qué esas reservas suyas acrecentadas por los malos tratos de Saúl, la excitación sexual y el gozo absoluto del amor que Maaca me proporcionaba con la pasión ardiente y animal, por llamarla así, que sentía por mi persona.
Estaba yo en el lecho con Maaca cuando un deseo apasionado e irresistible se apoderó de mí, de modo que ella me tenía entre sus brazos. En ese momento Joab regresó y se encontró con Abner en la puerta septentrional de la ciudad.
Cada uno de ellos, según se me informó más tarde, manifestó sorpresa al ver al otro. La sorpresa fue sincera por parte de Abner, pero se ha sabido que era muy probable que Joab, que tenía espías (como yo sospechaba) hasta entre los sirvientes más leales de mi casa, se hubiera enterado de la misión de Abner y por ello se hubiera apresurado a interceptarla. Sin embargo ambos fingieron alegría al verse. Se acercaron los rostros y se abrazaron. Joab sugirió que para sellar su reconciliación y hablar tal vez de otros asuntos, se retiraran a una taberna vecina y bebieran un trago de vino como prueba de la antigua amistad y de las buenas relaciones futuras. Abner, noble y generoso como siempre, accedió.
Nunca se sabrá con certeza lo que pasó al principio, ni de qué hablaron en la pequeña habitación de aquella oscura taberna. Es posible que tampoco hubiera ninguna pelea; pero antes de que el sol tiñera de rojo sangre el horizonte y proyectara la sombra de Joab, apareció este con una daga en la mano y le gritó a Abisaí que al fin había podido vengar la muerte de su hermano Asael. Los soldados de Joab, como si estuvieran preparados, cayeron sobre el reducido destacamento de Abner, a unos los mataron, se apoderaron de otros, y a estos les ataron las muñecas y los llevaron prisioneros a un puesto militar custodiado por la guardia de Joab.
Cuando se me comunicó la noticia, prorrumpí en sollozos, me rasgué las vestiduras y llamé a Joab a mi presencia.
Permaneció de pie, impasible, hosco y en actitud de reproche.
—David —me dijo—, ¿qué tipo de hombre eres? Has sabido durante muchos años que Abner era tu enemigo, a pesar de sus declaraciones de amistad. Sabías que sin su ayuda Isbaal no habría sido nunca coronado rey de Israel y que tú serías rey y yo el segundo en tu reino, como lo soy en Hebrón. Sabías que fue el asesino de mi hermano Asael, tu sobrino, al que tú también amabas. Y sin embargo, me mandas a la frontera con un pretexto cualquiera, para que lleve a cabo una misión que podría hacer un mero sargento y, de esa manera, bien organizada mi ausencia, invitas aquí a nuestro enemigo, haces tratos con él y le otorgas una gran importancia. David, ningún hombre te ha servido más lealmente que yo y mis hermanos, los hijos de Sarvia. Desertamos del servicio de Saúl en el que habíamos ganado honores, y lo hicimos por ti; corrimos riesgo de muerte y deshonra también por ti; nos lo jugamos todo por ti; ¿y con qué has recompensado nuestra lealtad? Has escogido a Abner, el enemigo de nuestra casa, y tu propio enemigo, el preferido de Saúl, el que después puso a Isbaal en el trono en tu lugar, y tú lo has elegido y no a nosotros, tus más leales servidores. David, hay en ti cierta perversión que te hace amar a tus enemigos y despreciar a tus amigos. Me di cuenta de ello desde el principio cuando te puse en el camino de la gloria al facilitarte el acceso a Saúl y, sin embargo, nunca me lo agradeciste, en todo momento me diste la espalda y te arrimaste a Jonatán, el hijo del rey, con quien compartiste el lecho mientras yo me quedaba fuera, en la oscuridad, reconcomiéndome. Y para colmo, ahora que he asesinado a Abner, el enemigo de nuestra casa y el asesino de mi amado hermano, ahora que lo he matado en lucha justa que surgió de repente, como las tempestades que rompen sobre las montañas de Judá, me llenas de reproches y lloras su pérdida. David, todo esto es impropio de un hombre e indigno de ti. Reflexiona sobre esto, sólo esto: ¿qué ha hecho Abner por ti y que ha hecho Joab? Pon en la balanza estas dos preguntas y mira cuál de los dos platillos se inclina por debajo del fiel...
La sinceridad y pureza de su rabia contenida me conmovieron, como Joab no me había conmovido jamás. Lo cogí del brazo, lo saqué del aposento y lo llevé a la terraza. Caía la noche... las primeras estrellas y una luna incipiente aparecían sobre las cumbres de las montañas de Judá, de las que él había hablado. A nuestros pies, en la ciudad, rebuznaban los burros y las muchachas sacaban agua de los pozos.
Joab —le contesté y puse en mi voz toda la tierna dulzura con la que solía encandilar a las jóvenes de Belén cuando les cantaba, en aquellos días de mi juventud—, Joab, si he sido injusto contigo, perdóname. Aunque no lo haya sido, pero si tú crees que lo he sido, perdóname. Conozco y valoro tu lealtad hacia mí y conozco y valoro tus servicios más de lo que las palabras pueden expresar. Yo también amaba a Asael. Yo también lo lloro y lamento aún su muerte. Pero un rey no es solamente un hombre. Un rey no puede permitirse el lujo de sentir solamente como un hombre siente. Me llegaron rumores de que había desafección en el norte. Tú mismo censuraste en una ocasión anterior mi decisión de esperar, tu voluntad era que me pusiera en marcha, que me apoderara del trono, que mandara al exilio al desdichado Isbaal. Sin embargo, cuando defendí mi punto de vista, tuviste la elegancia de aceptarlo. —Hice una pausa y le puse mi brazo alrededor de los hombros—. Pero cuando llegó a mí el mencionado rumor, me vino directamente de Abner. Sí, tienes razón, pensé que era un acto políticamente acertado mandarte a lo que tú describes como una misión de sargento. Ahora lo lamento. Habría sido mejor que te hubiera contado lo que te estoy contando ahora. Si mi entrevista con Abner no hubiera ido bien, me temo que en tu justificado deseo de vengar la muerte de Asael, lo que ha ocurrido habría pasado igualmente. De haber sucedido todo como yo esperaba, era yo quien pensaba contártelo tan pronto como hubieras vuelto. Bien, he tratado de ser demasiado listo, demasiado cauteloso, y la culpa es mía. Lo siento Joab, lo siento de verdad.
Y lo cogí en mis brazos y sentí su húmeda mejilla contra la mía.
Tal vez os asombre, como les asombró a muchos, el que no castigara a Joab por el asesinato de Abner. Habría habido ventajas en hacerlo. Nada me hubiera exonerado más plenamente de la sospecha de complicidad a los ojos de las tribus del norte y el propio y extenso reino de Abner. Además la ley exige que se condene a muerte a un asesino, aunque acepto que haya diferentes interpretaciones cuando se trata de un asesinato por venganza.
Sin embargo, lo único que hice fue sugerir que se retirara por unos meses al tranquilo refugio de la casa de su padre en Belén.
Ciertamente el espontáneo desahogo de Joab me conmovió profundamente. Me di cuenta de que sus sentimientos eran más complicados y admirables de lo que yo hubiera creído, y su carácter más profundo, más complejo y más atractivo. Yo he sido siempre un hombre propenso al sentimentalismo, pero también a veces soy frío y calculador, capaz de proceder en contradicción con mi condición de hombre compasivo y humanitario. Es, supongo, lo que he oído llamar «el temperamento artístico».
Había otra razón que me desagrada confesar. Ocupado como estaba con la diplomacia y los asuntos de Estado, había llegado a descuidar la dirección cotidiana del ejército. Este menester se lo había dejado a Joab, al igual que el reclutamiento de las tropas. No podía por consiguiente estar seguro de si, en un momento de crisis, mis tropas me obedecerían a mí o a su jefe inmediato, Joab.
Honré la memoria de Abner con un magnífico funeral. La banda de mi guardia real tocó una marcha fúnebre que yo mismo había compuesto. Encabecé la comitiva vestido de saco, con los pies desnudos y ceniza en la cabeza. Junto a la tumba, alcé la voz y canté:
¿Ha muerto, Abner, la muerte del criminal?
No estaban atadas tus manos.
Ni encadenados tus pies.
Caíste como caen los malvados.
Entonces decreté un día de ayuno para toda la ciudad y cuando vino mi heraldo para incitarme a que tomara alimento (como se le había ordenado hacer, donde yo estaba sentado, en la plaza pública), hablé en voz alta y dije:
—¿No sabéis que ha caído hoy en Israel un gran capitán y un gran hombre, y queréis que el rey tome alimento? Preferiría que los buitres dejaran limpios, de puro roerlos, los huesos de Abner, que el que entrara alimento por mi boca en un día tan terrible como este. Bendito sea el Señor que ordena se haga duelo a un príncipe como Abner, un hombre de tal valor, tan sabio en el consejo, tan político en la acción. Vino aquí a hacer la paz, hablamos amistosamente y ahora nos ha sido arrebatado. Bendito sea el Señor Dios de los Ejércitos.
Así manifesté mi dolor y esas fueron las palabras que llegaron a todas las tribus del norte y a la familia de Abner en particular. Me llegaron rumores de que sus corazones rebosaban agradecimiento hacia mí por el duelo que había mostrado y el respeto que manifesté por el difunto capitán.
Pero no mencioné el nombre de su asesino, porque no vi razón para exacerbar más los sentimientos de animosidad. Si en cualquier ocasión los sacerdotes que anotan y registran estas ceremonias me atribuyen palabras pronunciadas o maldiciones dirigidas contra Joab y los hijos de Sarvia, es que los escribas mienten.
Pero conservé vivo en mi corazón el recuerdo de la acción de Joab.
Mi correspondencia con el sabio Ajitofel me aseguró que la opinión entre los hombres de más categoría del norte se iba inclinando, día tras día, en mi dirección, mientras que el desdichado Isbaal, consciente de que iba perdiendo estima y asaltado por temores indignos de un rey, se hundía progresivamente en el despreciable hábito de la bebida.
En nuestra última reunión yo le había preguntado a Abner si quedaba algún superviviente de la familia de Jonatán. Había solamente uno: el muchacho lisiado, Mefibaal, a quien había dejado caer su niñera en un momento de terror, y que ahora permanecía en la corte de su tío el rey como objeto de burla y escarnio.
Envié un recado por medio de Ajitofel de que el muchacho sería bien recibido en Hebrón. Hice esto, no sólo porque me agradaba poder pagar de esta manera, por inadecuada que fuera, la deuda que le debía a mi amado Jonatán, sino porque sabía que la noticia de un favor así mostrado al desdichado hijo del heroico hijo de Saúl me acarrearía respeto y honra entre los miembros de la tribu de Benjamín. Así que Ajitofel se encargó de encubrir la huida del muchacho de la casa de Isbaal y lo trajo a Hebrón, viajando de noche bajo la protección de una guardia de confianza.
Era un muchacho tímido, muy pálido, de rostro afilado y pequeña estatura para su edad; consciente evidentemente de su brazo paralítico y de su cojera, pero cuando sonreía, se transparentaba en su rostro la sombra de la sonrisa de Jonatán; también su cara recordaba a la de Jonatán en momentos de perplejidad. Le pedí que se acercara a mí y lo senté en mi regazo.
—Tu padre —le dije— fue mi mejor amigo, no tuve jamás otro que le hiciera sombra y por eso, en todos los días que me queden de vida, serás bienvenido aquí, como huésped de honor de la casa de David.
Le acaricié el pelo, le besé en los labios y lo bajé de mi regazo. Él me cogió la mano y me la cubrió de besos. Todos los que estaban alrededor aplaudieron y el muchacho se ruborizó.
—No tengas miedo —le dije—. Pronto perderás tu timidez.
Hubo sólo una persona a quien no le agradó que trajera a mi casa al muchacho: Micol, su tía.
—¿Por qué te complaces en humillarme así, David? Dices sin cesar que me amas más que a ninguna otra mujer, que soy la perla, el rubí de tus esposas; sin embargo me expones a este insulto público. Sabes que no puedo concebir, pero no por culpa mía sino por la voluntad del Señor o por la manera en que me trató mi padre. Como es natural, las demás mujeres de tu casa, algunas vulgares y ordinarias, hacen comentarios al respecto, aunque, naturalmente, no en mi presencia. Ahora has traído aquí a este tullido que todas saben es el hijo de mi hermano, y lo señalarán con el dedo para decir: «Si ella hubiera tenido un hijo, habría sido un monstruo como ese». ¿Sabes lo que estás haciendo, David? ¿Es el deseo de popularidad el que te anima? ¿Tienes en cuenta mis sentimientos?
—Pero el muchacho no es un tullido de nacimiento. Su niñera lo dejó caer al suelo cuando era un bebé. Esta es la razón por la que es como es. Y es el hijo de Jonatán.
—No me hables de Jonatán. Tú me lo robaste.
—¿Qué quieres decir?
—¡Vamos, David! Algunas veces pienso que eres el mismo pastorcillo que vi por primera vez cuando apestabas a ovejas y a cabras.
16
Por fortuna, las honras fúnebres que mandé celebrar en honor de Abner, las noticias de mi cólera contra Joab y mi recibimiento al hijo de Jonatán lograron el efecto deseado. Casi a diario recibía emisarios del norte urgiéndome a que reuniera mis fuerzas y destronara al desgraciado Isbaal. Pero yo seguía haciéndome de rogar, esperando a que cayera del árbol la fruta ya madura. Por la noche me quedaba largos ratos de pie bajo la bóveda celeste, en la azotea de mi pequeño palacio, y miraba hacia el norte, contemplando cómo la luna se elevaba sobre las montañas, en medio de un silencio sólo roto por el ladrido de los perros y el aullido de los chacales del desierto. Le pedía a Dios que me enviara una señal.
Pero no apareció ninguna, ninguna que yo pudiera reconocer; así que esperé.
Mientras tanto, todos los informes que recibía indicaban que Isbaal iba perdiendo apoyo, como pierde el cántaro lleno de agua en las arenas del desierto.
Su fin fue repentino y brutal. Dos hombres rebeldes, Recab y Bana, hijos de Rimón de Berot, entraron en el palacio del rey con no sé qué pretexto, dirigieron sus pasos al aposento del rey y se lo encontraron allí acostado, borracho a consecuencia de la orgía de la noche anterior, aunque era ya mediodía. Lo apuñalaron con sus dagas, después lo decapitaron y escaparon del palacio. Los guardias, al parecer, permanecieron indolentes o indiferentes al cumplimiento de su deber. Los asesinos viajaron hacia el sur y se presentaron ante mí en Hebrón, sacando la cabeza de Isbaal, cubierta de sangre reseca, de la bolsa en que la llevaban. Me la enseñaron y sonrieron.
Uno de ellos dijo:
—David, contempla la cabeza de tu enemigo, el hijo de Saúl, que te persiguió para darte muerte. Israel es tuyo, señor.
Y el otro añadió:
—Era la voluntad del Señor. Hemos hecho lo que hemos hecho por órdenes del Señor de los Ejércitos que, por mediación de Samuel, te ungió con el óleo sagrado.
Sonreían al postrarse ante mí, esperando que yo les diera muestras de mi satisfacción y los recompensara. Pero yo me aparté horrorizado de estos hombres ávidos de sangre.
Seamos ahora francos, no obstante. ¿Por qué no? Soy demasiado viejo para mentir.
Por supuesto que me agradó el que alguien se hubiera deshecho de Isbaal, porque sabía que esto aseguraría que los principales hombres de todas las tribus de Israel me llamaran para ser rey, y por lo tanto ocuparía el trono sin necesidad de una guerra que habría enfrentado a israelitas contra israelitas. Así que en lo más profundo de mi corazón, estaba contento; y de sobras sabía que esta era ciertamente la señal del Señor que había estado esperando.
Sin embargo me sentía también muy mal, al percibir la mirada sibilina en los rostros de los asesinos mientras colocaban la cabeza de Isbaal a mis pies. También sabía que recompensar un regicidio suponía arriesgar mi propia posición en el futuro. Un Estado en el que la vida del rey no se considera como sacrosanta, no puede estar nunca seguro.
Así que les dije, hablando en voz muy alta para que todos los que estaban a nuestro alrededor pudieran oírme:
—Cuando, después de la batalla de Gelboé, un necio me trajo la cabeza de Saúl creyendo que eso me agradaría, ¿cómo lo recompensé? Ahora vosotros me traéis la cabeza de su hijo, también rey de Israel, y esperáis que yo os recompense por haber asesinado a un hombre que estaba acostado en su lecho. Tendréis, pues, la misma recompensa que le di al amalecita que me trajo el regalo de la cabeza de Saúl.
Llamé a mi guardia y ordené que arrestaran a los hombres y los juzgaran como se merecían. Ante mis propios ojos los guardias los cogieron, les cortaron las manos y los pies y los colgaron sobre la charca que hay en Hebrón, para advertencia de todos los demás.
Enterré la cabeza de Isbaal en el sepulcro que había construido para Abner. Si Abner hubiera vivido, nos habríamos deshecho de Isbaal de una manera más apropiada. A estos hombres habría sido suficiente sacarles los ojos y obligarles a vivir el resto de su vida bajo la tutela de los sacerdotes del Altísimo.
Con el asesinato de Isbaal mi herencia estaba segura, porque el castigo que impuse a sus asesinos convenció a todos los que eran todavía leales a la casa de Saúl de que no había tomado parte en su muerte, como así era en verdad.
Pocos se atrevieron a observar que los hijos de Rimón habían prestado anteriormente sus servicios en las fuerzas especiales que Joab había reclutado y entrenado como guardia de frontera.
De esta manera se cumplió la promesa que me había hecho el Señor, por boca de Samuel, y llegué a ser rey de todo Israel a los treinta años de edad, entre el regocijo general.
Decidí entonces iniciar un plan que había tenido en la mente durante años, desde aquella primera tarde, cuando viajando con Joab al palacio de Saúl para curar al rey de su locura, vimos las luces de Israel centelleando a través del valle. Tal vez recordéis que, entonces, le pregunté a Joab por qué permitíamos que los jebuseos tuvieran el control de una ciudad que, a mi parecer, había sido designada por la naturaleza y el Señor para ser la capital de Israel. Ese pensamiento se me vino a la mente muchas veces durante los años de lucha y ahora, cuando yo mismo me preguntaba dónde debía fijar mi residencia principal, volví otra vez el rostro a Jerusalén.
Sentiría marcharme de Hebrón, donde había vivido felizmente y donde se me había honrado durante siete años; pero Hebrón era no solamente el bastión de mi propia tribu de Judá, lo cual ya de por sí lo hacía lugar inadecuado para establecer en él mi residencia principal, si quería conservar la lealtad tan recientemente ganada de las tribus del norte; pero al estar situada también en el extremo meridional de la tierra de Israel, estaba mal ubicada si quería ejercer un gobierno eficaz sobre todo el país, especialmente teniendo en cuenta que las comunicaciones entre el norte y el sur estaban interceptadas porque los jebuseos poseían Jerusalén y el territorio que la circundaba.
Saúl había residido principalmente en Gelboé, donde había sido asesinado Isbaal, pero Gelboé era la ciudad de la tribu de Benjamín, y yo temía que si elegía Gelboé le sentara mal a Judá.
Silo había sido durante mucho tiempo el lugar sagrado de Israel; fue allí donde los sacerdotes habían guardado el Arca de la Alianza hasta aquel momento desdichado en que se apoderaron de ella los filisteos y se la llevaron a Gat. Fue en Silo donde Samuel sirvió al sumo sacerdote Helí, y este lugar se consideraba aún como un lugar sagrado. Pero desde que la saquearon los filisteos sus murallas no habían sido reconstruidas por completo y, en cualquier caso, aunque he considerado siempre prudente mostrar respeto a los sacerdotes, no quena hacer nada que pudiera traer a la memoria de los hombres los días en que Israel estaba gobernada por los jueces y el sumo sacerdote, más que por un rey.
Además, Silo estaba en el territorio de Efraín y, hasta cierto punto, se podía objetar lo mismo que respecto a Hebrón o a Gelboé. Yo estaba decidido a ser rey de todo Israel, a fusionar las doce tribus en una nación poderosa y coherente, y me daba cuenta de que, cuanto más me relacionaran con cualquiera de las tribus, más difícil de llevar a cabo sería este proyecto.
Por todas estas razones Jerusalén me parecía la ciudad ideal en donde establecer mi residencia. Anuncié, por consiguiente, que era la voluntad del Señor que Jerusalén cayera en manos de Israel, que fuera la capital y la ciudad de David.
Me pareció también una buena idea llevar a cabo algún acto al principio de mi reinado que mostrara a todas las tribus mi grandeza y las impresionara. Los reyes viven y prosperan según su autoridad y su poder; la autoridad depende de la estima; el poder, de la habilidad en inspirar temor. Yo no tenía ninguna duda de mi poder, pero buscaba la autoridad que una acción brillante, algo que llamara la atención de todos, pudiera granjearme; por consiguiente, a las pocas semanas de ser reconocido como rey de Israel, le di instrucciones a Joab para que preparara los planes para asaltar Jerusalén.
Vaciló al principio, aunque comprendió mis argumentos.
—Hay buenas razones —dijo, rascándose su larga nariz—, razones convincentes, David. Pero si fracasáramos... y podemos fracasar, porque Jerusalén está tan bien fortificada que los jebuseos tienen un proverbio que reza que los ciegos y los cojos son suficientes para su defensa, si fracasáramos, el duro golpe a tu autoridad y poder seria de esos de los cuales resulta difícil recuperarse.
—Bueno, Joab, tu consejo es tan prudente como suele serlo. Y ojalá te lo hubiera pedido antes, porque si lo hubiera hecho, me habrías convencido, y tú bien lo sabes, porque eres capaz de convencerme. Pero desgraciadamente, en un momento que reconozco fue precipitado, he anunciado ya que es la voluntad del Señor que conquistemos Jerusalén y que se la conozca con el nombre de la ciudad de David. En tales circunstancias, tú mismo comprenderás que es imposible echarse atrás.
Joab se volvió a rascar la nariz y asintió de mala gana. Naturalmente yo había anunciado mi intención públicamente, anticipándome a sus objeciones.
—Joab —hablé ahora con un tono más suave—, sé que has pensado seriamente en cómo se podría llevar a cabo esto, y recuerdo, desde aquellos años en que la contemplábamos juntos en la distancia, cómo tú sugeriste que la ciudad podría ser conquistada si dividías tu ejército y fingías que el asalto principal se hacía por el lado sur, para alejar a los defensores de las murallas del norte, que están peor defendidas por la naturaleza, y cuando se hubieran debilitado más esas defensas, iniciarías un ataque encarnizado con el cuerpo principal de tu ejército por aquel lado.
—Recuerdo que ese era precisamente mi plan —contestó Joab.
—Era tu plan —dije yo— y por consiguiente yo te confío la dirección del ataque, para que tengas el honor de ser el autor y el ejecutor. Recuerda solamente esto: cuando la ciudad haya sido conquistada, no quiero deshacerme de los jebuseos. Será útil tener una ciudad poblada por aquellos que nos lo deberán todo, incluso sus vidas, y que no tienen amigos en Israel, excepto el rey y su noble general.
Joab comprendió mi punto de vista. A él no se le habría ocurrido y, si lo hubiera dejado totalmente libre, habría permitido que sus soldados se entregaran a una orgía de sangre; pero cuando se le aclaró el asunto, comprendió muy bien la sabiduría de mi sugerencia.
En realidad yo no recordaba con claridad cuál era el plan que Joab sugirió en el curso de aquella lejana conversación. Pudo muy bien parecerse al que yo le estaba exponiendo ahora.
—El Señor de los Ejércitos te proteja —le dije.
Todo resultó como yo había calculado. La ciudad que se vanagloriaba de poseer tan inexpugnables defensas cayó en nuestras manos con muy pocas pérdidas por nuestra parte. Cuando los jebuseos oyeron decir que les perdonaríamos las vidas y respetaríamos sus propiedades, se quedaron atónitos y me recibieron más como a su salvador que como a su conquistador.
Así que conseguí mi capital e inmediatamente me puse a reorganizar el Estado. Al mismo tiempo, decidí construirme un palacio digno de un gran rey y, para este fin, empecé negociaciones con Hiram, rey de Tiro. En mi juventud me había impresionado lo que me pareció la superior civilización de los filisteos y sus grandes logros en el arte de la construcción. Pero durante el tiempo que pasé en la corte de mi amigo Aquis, me di cuenta de que los filisteos eran inferiores en este aspecto a los fenicios de Tiro y Sidón; hasta el propio Aquis me confesó que, orgulloso y todo como estaba de su propio pueblo, sus mejores edificios eran imitaciones de lo que habían logrado los fenicios en este campo.
Envié, por lo tanto a Ajitofel, el hombre de inteligencia más sutil que tenía a mi servicio, a la ciudad de Tiro, a proponer una alianza con el rey Hiram. Bien es verdad que muy poco era lo que yo podía ofrecerle a cambio de lo que esperaba recibir de él. Pero en una conversación con Ajitofel acordamos la manera en que nos podíamos granjear su amistad.
Los fenicios son un pueblo más aficionado al comercio que a las artes bélicas; como todos los que han prosperado y disfrutado de los placeres del lujo, temen a los hombres que viven con austeridad y que, no habiendo disfrutado nunca de comodidades, desprecian a quienes llevan una vida de confort y lujo. Ajitofel iba a darle la impresión al rey Hiram de que nosotros, los israelitas, éramos de esa calaña. Hasta tenía la misión de difamar mi carácter y de retratarme como a un hombre que había llegado al trono a fuerza de sangre, que se regocijaba haciendo la guerra y a quien un monarca prudente y pacífico le convendría más bien tener como aliado que como enemigo. Además Ajitofel le iba a decir: «Al este del Jordán hay tribus todavía más salvajes que las doce tribus de Israel, que David ha unido, formando con ellas una poderosa nación armada. Estas tribus al otro lado del Jordán tienen puestos los ojos en los despojos de Tiro y Sidón, pero entre ellos y tú está David, que desea tu amistad. Si se la otorgas, te servirá como baluarte y defensa segura contra las fieras y codiciosas tribus del desierto. Pero si se la niegas, David es propenso a la ira y será difícil para un hombre de paz como yo el controlarlo. Se inclinará a prestar oídos a sus hombres de guerra como Joab y Abisal, hijos de Sarvia, a colocarse a sí mismo a la cabeza de las salvajes tribus del desierto y mandar contra ti un poderoso ejército».
Hiram, que era un hombre inteligente, prefería la paz y la amistad a los seguros peligros y los inciertos resultados de la guerra. Por lo tanto accedió enseguida a firmar un tratado conmigo y, a cambio de la seguridad que yo le ofrecía, a proporcionarme los hábiles artesanos y los materiales que yo requería para realizar mi sueño de construirme un palacio, porque también yo deseaba rodearme de belleza plástica y de un esplendor igual al que podía lograr en las artes de la música y la poesía.
Así que pasé todo el año siguiente vigilando la construcción de mi palacio, feliz de que al crearlo, no sólo estaba llevando un nuevo esplendor a Israel, sino causando la impresión de ser un rey superior en gloria y magnificencia al pobre Saúl, que había vivido de manera tan sencilla, como ahora me doy cuenta. Me divertía pensar, conforme contemplaba día tras día la realización de mi sueño, lo mucho que me había impresionado el palacio de Saúl en los días de mi ignorante e inocente juventud.
Era mi deseo vivir en paz con mis vecinos, pero mis éxitos despertaron su envidia y su temor. Yo no recordaba haber tenido ninguna pelea con los filisteos y conservaba un cálido recuerdo de la cordialidad que Aquis me había demostrado. Pero Aquis había muerto y los nuevos reyes filisteos estaban consternados al ver cómo crecían mi poder y mi fama. Espoleados por esta causa, reunieron un gran ejército e invadieron el territorio de Israel. Tanto es así que me vi forzado a reanudar la vida militar que yo había dado por sentado que estaba definitivamente olvidada, para honor y gloria del Señor.
Alineé mis tropas en el valle de Refaím, al sur de Jerusalén, y esperé el ataque. Conforme los vi aproximarse, inicié la retirada por delante de ellos, aparentemente en dirección a la ciudad como si, desanimado al ver el conjunto de sus tropas, hubiera decidido refugiarme dentro de las murallas y aguantar allí el asedio. Pero, usando la tierra de nadie del pequeño valle, cambié la dirección de nuestra marcha, haciendo una maniobra para situar mis fuerzas a lo largo del flanco del enemigo, donde permanecimos escondidos en un bosque de morales.
Experimenté, a pesar de mi renuncia, cierto placer al encontrarme una vez más en el campo de batalla, compitiendo con el enemigo. Durante mi larga experiencia de guerrillas había aprendido a evaluar el terreno y a observar los humores y caprichos del tiempo. Sabía que en aquel valle se levantaba una pequeña brisa antes de la puesta del sol detrás de las colinas y que el zumbido del viento, al atravesar los morales, se parecía al ruido de la marcha de un poderoso ejército. Les dije a mis soldados que, antes de que se pusiera el sol, el Señor enviaría una fuerza invisible en nuestra ayuda, y que la señal para empezar el ataque contra los filisteos sería el ruido de sus pies en marcha. Estuvimos acampados a la sombra de los árboles durante las horas de intenso calor de la tarde; mientras tanto, yo no dejaba de observar al ejército de los filisteos avanzar en columna sobre la colina para descender después al valle que los llevaría a Jerusalén. Marchaban como hombres decididos a terminar una misión. La trompeta sonó solamente tres veces, como para alentarlos. Todo estaba en silencio. Era la puesta del sol. La columna pasó delante de nosotros, levantando una nube de polvo. Entonces, como yo había previsto, surgió la brisa de que acabo de hablar. Agitó los árboles y las hojas levantaron un murmullo al rozarse unas con otras.
«El Señor de los Ejércitos ha venido en nuestra ayuda», grité, y caímos sobre el flanco de los filisteos. La sorpresa fue total. No tuvieron tiempo de alinearse en orden de batalla. Los dispersamos como a hojas que lleva el viento. Huían ante nuestros ojos presas de pánico y confusión. La persecución duró hasta la salida de la luna; este fue el final del ejército de Filistea.
Libré otras batallas contra Edom y Moab y siempre salí triunfador, pero esta victoria sobre los filisteos en el valle de Refaím fue la más gloriosa de mi carrera. Los filisteos habían oprimido a Israel durante muchas generaciones, desde los días de los jueces. El poderoso Sansón había luchado contra ellos. Habían sometido y asolado Israel en los días de Helí. Saúl había luchado valerosamente contra ellos hasta que fue derrotado en el monte Gelboé. Pero eso se acabó. Desbaraté el poder de los filisteos en el valle de Refaím mientras el viento sacudía los morales y lo rompí en mil pedazos como se rompe una vasija de barro, obligándoles a que suplicaran la paz en términos más humillantes de lo que se había hecho hasta entonces.
Impuse severas condiciones, obligando a los filisteos a que desmantelaran sus plazas fuertes y aceptaran mi autoridad. Recluté a algunos de sus soldados más valerosos y los hice miembros de mi guardia personal, por el doble motivo de honrarlos y mostrarme intrépido y magnánimo; también porque había llegado a la conclusión de que una guardia personal compuesta en su mayor parte de extranjeros, sería una protección más segura para mí que una formada por miembros de las celosas tribus de Israel. Y, lo más importante de todo, les exigí que devolvieran el Arca de la Alianza que habían sacado de Israel en los días de Helí. De esta manera volví a situar el lugar de residencia del Señor en Israel, la tierra del Señor.
17
En un glorioso amanecer del verano, cuajado de rocío, traje a Jerusalén el Arca de la Alianza.
Los primeros rayos del sol doraban los castaños, envueltos en la bruma matinal, cuando trasladamos el Arca desde la casa del levita Abinadab, donde había permanecido durante tres meses. Mientras tanto, yo preparaba su entrada en mi ciudad, que es también la ciudad del Señor. Los sacerdotes pusieron el Arca, con la debida reverencia, en un carro nuevo, después de sacarla de la casa. Yo festejaba al Señor de los Ejércitos con toda clase de instrumentos y me postré en el suelo ante el Arca.
Se ofrecieron holocaustos, conforme a la Ley, e iban junto a mí siete coros de cantores que desfilando delante del Arca cantaban alabanzas al Señor, conforme íbamos subiendo la colina hacia Jerusalén. Cuando la procesión empezó a moverse, apareció el sol entre las nubes, que se fueron disipando poco a poco, y se oyó un grito proclamando la complacencia del Señor.
Yo iba andando, solo, detrás del último coro de cantores, tocando con la lira una música que yo mismo había compuesto. Así avanzamos hasta Jerusalén y la multitud iba aumentando conforme nos acercábamos a la ciudad. Se apretujaban para ver el Arca, y arrojaban flores a su paso. Una niña salió de entre la multitud y me colocó una guirnalda de flores alrededor del cuello.
En la plaza o espacio abierto delante de mi palacio yo había hecho erigir un tabernáculo para recibir el Arca, y al acercarnos a él, canté:
Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe de la tierra y cuantos lo habitan;
pues él es quien lo fundó sobre los mares
y sobre las olas lo estableció.
Un coro de jóvenes, con sus voces tiernas, que estaban de pie delante del tabernáculo ataviados con túnicas de lino finísimo, contestaron:
¿Quién subirá al monte del Señor?
¿Quién se establecerá en su lugar Santo?
Se hizo el silencio, como yo había ordenado, para que se comprendiera en toda su profundidad la importancia de la pregunta, y los sacerdotes, con sus miradas fijas en mí, replicaron:
El de limpias manos y puro corazón,
el que no lleva su alma al fraude
y no jura con mentira.
Ese alcanzará la bendición del Señor
y la justicia de Dios, su salvador.
Entonces, todos los grupos de cantores cantaron al unísono:
Esta es la raza de los que le buscan,
de los que buscan el rostro del Dios de Jacob.
Sonaron las trompetas y repicaron los címbalos, y toda la multitud de Israel allí reunida abrió su corazón para dar la bienvenida al Arca que regresaba a Jerusalén:
Alzad, ¡oh puertas!, vuestras frentes,
alzaos más, ¡oh antiguas entradas!,
que va a entrar el Rey de la gloria.
Pero de nuevo, el coro de jóvenes en medio del silencio de todos los instrumentos musicales, entonó la pregunta...
¿Quién es este Rey de la gloria?
Y yo mismo contesté:
Es Dios, el fuerte, el poderoso,
el Señor poderoso en la batalla.
Todos los coros repitieron los últimos versos del canto:
Alzad, ¡oh puertas!, vuestras frentes,
alzaos más, ¡oh antiguas entradas!
Que va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es este Rey de la gloria?
Es el Rey de los Ejércitos, poderoso en la batalla,
él es el Rey de la gloria.
Puse mi lira a un lado y avanzando hacia el centro del espacio abierto, delante del tabernáculo, subí a un pedestal y le dirigí la palabra al pueblo. Hablé en voz más bien baja, pero todos oyeron mis palabras y sus ecos se perdieron en las colinas circundantes:
«Cuando nuestros antepasados estaban en el desierto, después de escapar de la tiranía de Egipto, el Señor hizo una alianza con Moisés y con todos los hijos de Israel de que este país sería nuestro para todas las generaciones que nos sucedieran. Y el Arca, la morada del Señor, selló esa alianza.
»En los días oscuros de Israel, en la época de Helí, sumo sacerdote, los filisteos declararon contra Israel una guerra cruel, y pusieron sus manos impías sobre el Arca de la Alianza, y se la llevaron a sus propias ciudades, para que Israel temiera que el Señor le había dado la espalda a su pueblo. Y cuando nos arrebataron el Arca, cayó la oscuridad sobre la tierra, una oscuridad tan densa como la de una noche de invierno. Pero aun así, los hijos de Israel siguieron confiando en el Señor de los Ejércitos, y el Señor continuó velando por nosotros. El gran rey Saúl luchó contra los filisteos y, a su servicio y por la gracia del Señor de los Ejércitos, un simple pastorcillo mató al gigante Goliat, campeón de los filisteos.
»Pero no nos entregaron el Arca.
»Samuel había ungido con óleo a ese pastorcillo para indicar que él era el elegido del Señor, y cuando Saúl, poderoso en la batalla, fue vilmente asesinado, ese pastor le sucedió como rey. En muchas batallas, con la ayuda de mis nobles soldados y la bendición y el fuerte brazo del Señor de los Ejércitos, derroté a los filisteos y los expulsé de Israel, hasta las mismas puertas de Gat. Y les obligué a que se sometieran a mí, a la voluntad de Israel y al Señor de los Ejércitos. De esta manera nos entregaron el Arca de la Alianza, que hoy devolvemos a la gloria del Señor, en esta ciudad de Jerusalén, que de hoy en adelante será un lugar sagrado».
Después de decir estas palabras, dejé caer de mi cuerpo mis vestiduras reales y me quedé de pie delante de mi pueblo, sin más ropa que un efod de lino amarillento, como si fuera el más humilde de los sacerdotes del Señor. Entonces di una señal y los músicos empezaron a tocar y yo a bailar.
No puedo recordar aquella danza: no sería capaz de repetirla. Creo que mis primeros pasos fueron lentos, hasta parece ser que inseguros, como si me estuviera dando cuenta de mi temeridad al desnudar mi alma ante los ojos del Señor.
«Qué es el hombre —cantábamos al ritmo de la danza—, para que tú pongas en él tus ojos», y conforme los pasos de la danza formulaban esta importante pregunta, yo inclinaba mi cuerpo primero hacia atrás, después hacia delante, de manera que mi cabello tocaba el polvo de la tierra. Parecía, creo recordar, que yo había salido fuera de mí mismo y presenciaba los movimientos de este cuerpo mío que se había convertido en el siervo de la danza del Señor.
La música aceleró su ritmo y la danza se hizo aún más desenfrenada como si hablara de la grandeza y la gracia de la creación del Señor, de sus dádivas a Israel y de la gran generosidad que él nos había mostrado. Hice una pausa, aprovechando el cambio de ritmo, y apreté los brazos alrededor del cuerpo, como si estuviera encogiéndome ante la majestad y el terror del Señor; después la danza se volvió a apoderar violentamente del danzante, mientras hablaba del Señor, poderoso en las batallas, cuyo siervo en la destrucción de los enemigos de Israel era el propio danzante.
El pueblo congregado permaneció silencioso e inmóvil durante todo este tiempo, como las estrellas de un cielo de invierno. Silencioso e inmóvil sí, pero absorto, como el amante que contempla la belleza de su amado.
La música cesó al terminar la danza y caer el danzante sobre la tierra en humilde actitud ante el Arca; y yaciendo allí, al notar el cálido polvo de la tierra sobre mi cuerpo desnudo, levanté la cabeza y, sin acompañamiento, canté aquel salmo que había compuesto para Saúl en su locura: «El Señor es mi pastor, nada me falta...».
Cuando llegué al último verso: «... y moraré en la casa del Señor todos los días de mi vida» un temblor de reconocimiento cruzó por toda la congregación y nos sentimos todos unidos, como un solo cuerpo, como una sola alma, unidos en sobrecogimiento y asombro ante la majestad y bondad del Todopoderoso.
En aquel momento me sentí desposado con mi pueblo y mantuve aquel silencio durante más tiempo que el que necesita un hombre para colocar una flecha en un arco y dispararla hacia el centro de su blanco. Lo mantuve aún un poco más, hasta que se sosegó el temblor de mis piernas y se calmaron las palpitaciones de mi corazón. Entonces me postré ante el Arca y apreté mi cuerpo contra la tierra, mientras los sacerdotes cantaban sus himnos de acción de gracias al Todopoderoso. Cuando me levanté, me enjugué el sudor de la frente con el antebrazo.
Había hecho todo lo que había deseado hacer, y sabía que mi triunfo era absoluto. Pero sabía también que era necesario hacer que la congregación se reportara del paroxismo de júbilo a que yo mismo los había llevado, porque una inmensa multitud en tal estado es peligrosa. Me pareció una buena idea llevar al pueblo al terreno de la realidad, de manera que a la intensidad de las ceremonias sucediera un estado de alborozo, propiciado por un beneficio personal. Con este fin había dado instrucciones para que se preparara una fiesta pública y yo mismo me ocupé de la distribución de pan, carne, bizcocho de pasas y vino a cada una de las personas que estaban presentes. Entonces, cuando todos estaban ocupados en estos agasajados, yo me retiré a mi palacio.
El sol había cubierto la mitad de su carrera y yo estaba todavía descansando, pero el griterío y el jolgorio procedentes de la ciudad que se extendía a mis pies me despertaron. Recuerdo haber sentido una profunda paz, una felicidad procedente de mi convencimiento de que aquel día me había superado a mí mismo, de que, para gloria del Todopoderoso, había creado, con las pasadas ceremonias, una perfecta obra de arte.
Mandé buscar a una de mis concubinas —no recuerdo cuál— y yací a su lado como una sola carne. Después la dejé marchar y me quedé dormido.
Cuando me desperté, estaba atardeciendo y un criado entró en mi aposento con una lámpara, para informarme de que Micol quería hablar conmigo. Antes de tener tiempo para acceder a tal petición, alguien apartó bruscamente la cortina y Micol apareció ante mí. Se quedó de pie a mi lado y, en la penumbra, la belleza angulosa de su rostro parecía más suave. Sentí que la deseaba como no la había deseado hacía meses. Alargué los brazos y ella me escupió en el rostro.
—¡Payaso, bufón! —dijo—. ¿Qué te he hecho yo para que me hagas sentir tan humillada?
Yo pensé: «Está enfadada porque he hecho venir a esa concubina a mi lecho en lugar de a ella, en el día de mi triunfo. Pero ¿cómo no es capaz de darse cuenta de que nunca podría tratarla como a un objeto a quien se manda venir para satisfacer mis necesidades? ¿Es que no sabe que mi amor por ella es distinto, de una naturaleza distinta?». Esto era lo que yo le quería decir, pero antes de que pudiera empezar a hablar, quitó la ropa de la cama para mostrar mi desnudez.
—Me has deshonrado —dijo, y su voz era tan fría como las noches del desierto—, me has humillado delante de todo el pueblo. ¡Que tú, un rey, se ponga a bailar desnudo delante de las muchachas de la ciudad, sí, hasta delante de las mismas putas! ¿Cómo es posible? ¿Es que no tienes dignidad? ¿Te imaginas a mi padre Saúl exhibiéndose ante el pueblo y arrastrando su cabeza por el polvo como un necio o un loco?
Pensé: «No me comprende. No me ha comprendido nunca. No tiene la menor idea de lo que le debemos al Todopoderoso. Y yo me equivoqué. La deseé creyendo que era una criatura distinta de todas las demás, una criatura sublime, cuya belleza física reflejaba la belleza de su alma. Y me engañé a mi mismo, me equivoqué».
Y pensé también que era precisamente por esto por lo que había sido un necio.
Pero aun así no le contesté, porque no se me ocurrían más que palabras durísimas y ninguna que expresara la tristeza que sentía al mirarla. Incluso, al hacerlo, me parecía que el tiempo, la desilusión y el desprecio habían deteriorado su belleza.
—¡Qué aspecto tan glorioso ofrecías! —continuó—, ¡qué espectáculo tan fascinante ver al rey, desnudo, contorsionándose sobre el polvo de la tierra!
—Micol —dije entonces—, bailé ante el Señor para honrar su santo nombre, el nombre de quien me escogió como rey de Israel cuando rechazó a tu padre Saúl. Si consideras vergonzoso o despreciable el que me humille ante el Señor, te compadezco. Permíteme que te diga que hasta las pobres muchachas de la ciudad, y también las putas, comprendieron lo que yo hice hoy. Seguían el ritmo de mi danza, al unísono conmigo, porque, por muy desdichadas que sean en sus vidas cotidianas, hoy han captado un destello de la majestad del Todopoderoso. Pero tú, encerrada en tu palacio y despreciando a la gente común, estás despreciando también al Todopoderoso si me desprecias a mí, que soy su siervo. Me destroza el corazón verte encastillada en tu orgullo, en tu egoísmo, en tu ignorancia, de tal manera que no puedes...
Extendí mis manos cuando vi su rostro helado y estupefacto.
—Palabras —replicó Micol—, nada más que palabras. Tú siempre puedes encontrar palabras para justificar tus acciones, David. Usas palabras para huir de mí, David, lo has hecho siempre. Tú saltas y te deslizas, y después desapareces y sin embargo insistes en decirle a todo el mundo que la luz lanza sus resplandores sobre ti, incluso que tú eres la luz misma.
Yo pensé: «Lo que está diciendo puede que sea verdad, pero no tiene ninguna relación con lo que, según ella, ha provocado su cólera. Ha vivido conmigo como la esposa que más amé, pero no obstante no me conoce, porque nunca ha querido conocerme. Tal vez nunca me ha amado. Tal vez sea incapaz de dar amor y esta sea la razón por la que no hemos tenido hijos».
Y después pensé que yo también había sido un necio. Había sido capaz de amarla, de decirle que la amaba y de estar seguro de que esa era la verdad, quizá porque yo también me había negado a conocerla y me había convencido a mí mismo de que era lo que yo quería que fuese y no lo que verdaderamente era. Que no sé lo que es. Tal vez sea ese ser cerrado, que niega el valor de la vida, que niega al mismo Dios, ese ser que tengo ahora delante de mí.
Este pensamiento me entristeció, pero me encolerizó también. Me levanté de mi camastro y me quedé de pie ante ella. Teníamos la misma altura y yo la miré a los ojos, esas oscuras lagunas que siempre encontré tan misteriosas, tan irresistibles. Entonces le dije:
—Sí, Micol, puede ser que el Señor ame más a las putas de la ciudad que a ti, porque ellas no lo niegan en su corazón.
—Tú, miserable —contestó—; tú, aprendiz de actor —y, dándose la vuelta, salió del aposento.
Bebí vino de la jarra y me di cuenta de que estaba temblando. A lo largo de los años habíamos tenido muchas peleas, que generalmente terminaban haciendo el amor. Pero esta no podía terminar así. Lo veía. Y pensé: «Hemos llegado realmente al final y no estoy seguro de si lo lamento o no. Somos como dos personas a las que separa un viaje y nada se puede hacer para remediarlo».
Di órdenes de que se tratara a Micol con todo honor y cortesía, pero que se la recluyera en sus propios aposentos, y que se le negara el acceso a los míos y a mi persona. Luego reflexioné que podía instalarla en una residencia de su propiedad.
18
Así las cosas, repudié a Micol y ordené que se la apartara de mi lado, pero sentí caer sobre mí como el frío de una helada invernal. Le había ofrecido a Micol todo lo que estaba en mi mano; las más gloriosas hazañas las llevé a cabo por ella. En el destierro, en las largas noches del desierto su hermosura se me aparecía en sueños y quienes compartían mi lecho sollozaron más de una vez al oírme despertar con el nombre de Micol en los labios.
Ahora empiezo a pensar que era una mujer corriente y vulgar. La Micol de mis sueños era una invención mía. Este pensamiento me atormentaba. Creí que mi casa estaba construida sobre una roca y ahora me daba cuenta de que sus cimientos eran tan movedizos como las arenas del desierto.
Algo se había hecho pedazos dentro de mí y nunca lo pude reparar. Durante meses dejaron de proporcionarme placer las mujeres, y mis otras esposas y concubinas con los ojos bajos y arrasados en lágrimas me reprochaban mi falta de interés.
Para tratar de consolarme me entregué en cuerpo y alma a la misión para la que me había escogido el Todopoderoso: unir las tribus de Israel y sacar de esta unificación una nación poderosa y un estado fuerte. Trabajé durante muchas horas; con frecuencia la luz del amanecer teñía de rosa el firmamento y encontraba encendida la lámpara, con cuya luz había trabajado toda la noche.
En los días de Saúl, las responsabilidades de la administración y el gobierno del pueblo se repartían de una manera casual y caprichosa: el pobre Saúl no tenía una clara idea del concepto del método. Durante su reinado las consecuencias no fueron desastrosas, porque la casa del rey constaba de un número reducido de personas, su autoridad era incuestionable y la esfera de gobierno limitada. De hecho, y si he de decir la verdad, llegué a darme cuenta de que Saúl, a quien había temido y servido con respeto en mi juventud, no era más que el cabecilla de una banda de guerrilleros tribales. Estaba al frente del ejército; pero, para el pueblo, eran los jefes de las tribus y los hombres principales de los pueblos quienes organizaban los asuntos. Y en lo que a la ley se refiere, prevalecía aún el mandato judicial de los sacerdotes, a veces en precaria asociación con las tradiciones.
Yo me daba cuenta de que esta situación no era satisfactoria. Para empezar, yo, como rey, tenía autoridad y poder sobre los hijos de Israel; y otros muchos súbditos más, pues había que incluir a muchos ciudadanos de otras tribus, y por lo tanto era necesario regular las relaciones entre ellos e imponer cierta uniformidad. La sagacidad de Ajitofel me sirvió de gran ayuda en la consecución de este fin, porque era realmente el hombre que comprendía mejor mis intenciones que cualquier otro, dejando de lado si tuve razón o no para reprocharle su conducta en cierta ocasión, nunca oculté mi admiración por su inteligencia. También me ayudó Cusaí, el arquita que, por ser de baja estatura y algo cojo de la pierna izquierda, nada tenía que ver con la milicia y por esta razón Joab lo despreciaba; pero, al pensar en él, me hice la siguiente reflexión: lo que estoy tratando de crear requiere un hombre de talento y aunque a ese hombre le faltan las virtudes militares, también puede ser útil. Mi juicio resultó acertado porque los consejos de Cusaí eran acertados y, como por edad estaba más cerca de mis hijos que de mí, podía mantenerme informado de lo que pensaban los hombres más jóvenes. He observado a menudo cómo los reinos decaen cuando el rey envejece.
Una de mis preocupaciones principales era fortalecer el ejército, dado que Israel estaba rodeado de vecinos desconfiados y hostiles. Recluté una brigada de guardias de primera, un cuerpo de elite, como dicen los sirios. Siempre había un batallón al servicio exclusivo de mi persona, eran estos como una especie de guardaespaldas reales, mientras que los otros servían con el cuerpo principal del ejército, en el lugar de mayor peligro. Los dos batallones intercambiaban sus papeles cada seis meses, de esta manera yo me aseguraba de que todos estuvieran personalmente vinculados a mi persona. De hecho, a cada uno de los miembros de la guardia se le exigía prestar juramento de lealtad al rey y no a Israel. Se reclutaba a muchos pertenecientes a las tribus de más allá de nuestras fronteras, especialmente entre los filisteos y yo estaba siempre dispuesto a admitir en el ejército a extranjeros de los más distantes países. Permanecí plenamente consciente de las envidias y rivalidades que dividían a Israel y por lo tanto valoraba a mis guardias que estaban libres de lealtades tribales y que sólo me servían a mí. Los alistaba por un periodo de veinte años, mientras que el cuerpo principal del ejército estaba formado por reclutas a corto plazo.
Mantener una fuerza como esta era costoso, por lo que dediqué una detenida atención a la reforma del sistema administrativo necesaria para asegurar el pago de impuestos de manera regular y satisfactoria. Sabía que esto no iba a gustar pero, creyéndolo necesario, no me eché atrás, confié en que mi reputación y autoridad natural serían suficientes para granjearme la obediencia de mis súbditos, que me prestaron de bastante buena gana. Por añadidura estaba deseoso de acumular dinero con el fin de construir, más tarde, un templo digno de la grandeza del Señor de los Ejércitos.
El comandante de la guardia era Banayas, de mi propia tribu de Judá, un hombre de absoluta integridad. No me desagradó del todo descubrir que a Joab no le gustaba y que Banayas tampoco albergaba sentimientos muy afectivos hacia el segundo de mi ejército. Joab hubiera querido que el mando de la guardia se le encomendara a su hermano Abisaí, pero yo prefería a Banayas. Muchos de los miembros de la guardia, como he dicho, eran filisteos y Abisaí conservaba aún el viejo prejuicio contra los de esa nación, lo cual de por sí era suficiente para considerarse un comandante inadecuado, aunque no hubiera otras razones.
Desde que mencioné mi intención de acumular tesoros para construir una casa digna del Señor, me pareció conveniente desmentir ciertas historias que respecto a esto circulaban.
Se dice que cuando le comuniqué mi intención a Natán, el profeta, este me lo censuró en nombre del Señor y me dijo que mi intención era ofensiva para el Todopoderoso. Este es, por supuesto, el tipo de historia que a los hombres les gusta creer. Según me dijo Natán —por el que, dicho sea de paso, he tenido siempre la mayor estima—, en primer lugar, al Señor, por lo visto, le gustaba más morar en una tienda de campaña que en una casa hecha de madera de cedro; después, que el Señor me rechazaba como constructor de su templo porque yo era un hombre de guerra, con las manos manchadas de sangre. El hecho es que estas dos historias contradictorias se relatan como si concordaran la una con la otra, lo cual es motivo suficiente para ponerlas en duda.
Indudablemente es cierto que a Natán, como profeta itinerante que era, no le gustaba el plan; por otra parte, la casta sacerdotal de los levitas, de quienes mi viejo amigo Abiatar era ahora el jefe, apoyaba con entusiasmo mi ambición, y no tenía la menor duda de que al Señor le agradaría la construcción de un templo que fuera testigo de su gloria. En cuanto a la acusación de que yo fuera un sanguinario, eso era absurdo; todas mis guerras fueron libradas en el nombre del Altísimo.
La construcción de un templo es una empresa monumental y de elevado coste. Yo no quería dejar a mi heredero con una gran deuda. Por lo tanto decidí no empezar a edificar hasta haber acumulado los suficientes fondos para subvencionar el proyecto. Ahora que los he acumulado, soy ya demasiado viejo y me faltan energías para embarcarme en una empresa cuya conclusión estoy seguro de no poder ver, dados los años que tengo. Por consiguiente le he encomendado esta tarea a Salomón. La cumplirá admirablemente, porque ha heredado un gusto exquisito, tanto de su madre como de mí. Me debe estar agradecido por la larga y paciente acumulación de riqueza que ha hecho posible para él llevar a cabo la tarea sin tener que desangrar al pueblo y sacrificar su popularidad. Pero su alma fría es incapaz de una emoción tan generosa como la gratitud; de ninguna manera querrá reconocer la deuda que tiene conmigo. Pero un rey no debe buscar la popularidad, aunque le agrade tenerla. Si la consigue, que esté en guardia. Nuestro pueblo es inconstante y la popularidad voluble. Yo mismo he sufrido vicisitudes de fortuna y conspiraciones contra mi vida. Afortunadamente, gracias a la eficiencia de mi servicio secreto, cuya dirección le encomendé a Ajitofel, he sobrevivido a todas ellas.
He sobrevivido también a más de cien batallas, gracias a la protección del Altísimo. Destruí el poder de los filisteos, sometí el reino de Moab, triunfé sobre Edom y Siria, hice que la mera mención de mi nombre infundiera temor al mundo entero, fortifiqué las fronteras de Israel e hice huir a mis enemigos delante de mí, como mueve el viento las arenas del desierto. Antes que yo, nadie hizo del nombre de Israel un nombre que inspirara temor a las naciones de la tierra.
Soporté y superé la traición. Cuando murió Najas, rey amonita, le envié emisarios a su hijo Janú para asegurarle que mi amistad con él seguiría siendo tan inquebrantable como la que había tenido con su padre. El joven tenía un carácter impulsivo y le molestaba mi grandeza, que había impresionado tanto a su padre, que por ello se había sometido a mí como a su supremo señor. Su hijo recibió a mis embajadores con insultos y desafíos; les cortó las barbas y les arrancó las vestiduras para mostrar sus órganos genitales. Entonces formó una alianza con las tribus salvajes de los sirios del otro lado del Éufrates, y declaró la guerra a Israel. Por consejo mío, Joab dividió nuestras fuerzas, hizo que Janón se tuviera que retirar a su ciudad de Raba, dispersó las tribus sirias y sitió la ciudad. Estaba sólidamente fortificada y el asedio fue largo y difícil, pero yo estaba tranquilo porque no tenía la menor duda de que lograríamos conquistarla.
No tomé parte personalmente en esta guerra, contentándome con dirigir su curso desde Jerusalén. Estaba cansado de guerras y buscaba placer en otras cosas. Pero, desde que rechacé a Micol; no conocí el placer. Mi vida estaba envuelta en una nube otoñal y sólo la constante atención que dedicaba a los asuntos del gobierno servía para paliar el dolor que sentía y me protegía de la desesperación. Hasta mi inspiración poética se había secado y yo me había convertido en un cascarón vacío. Miraba a las estrellas y las veía oscurecidas por espesos nubarrones.
19
En las cálidas noches del verano no lograba conciliar el sueño. Durante el día me dominaba una inusitada lasitud y me sentía constantemente cansado. No obstante, si me retiraba a mi aposento no podía dormir. Tiempo atrás habría mandado venir a una concubina o en tiempos aún más lejanos, a Lais o a otro muchacho; pero ahora no me sentía inclinado hacia lo que habían sido placeres y deleites, ahora me parecía que no me proporcionarían ni alivio ni satisfacción.
Ya había alcanzado la gloria ante los hombres y encontrado favor a los ojos del Señor; me sentía cansado y aburrido de todo, hasta de mi propia posición.
Algunas veces recordaba las noches de mi juventud; cuando apacentaba los rebaños de ovejas en las colinas de Belén. Lo que echaba de menos ahora era lo que había sentido tan ávidamente entonces: el entusiasmo de mi cuerpo y la actitud alerta de mi loca imaginación. Miraba los tejados de Jerusalén y me preguntaba por qué dormía el pueblo mientras su rey no podía conciliar el sueño.
Una noche me sentí particularmente inquieto. Había tenido por la mañana una conversación enconada con Ajitofel, que vino a decirme que sus agentes le habían informado de una reunión entre mi hijo mayor Amnón y ciertos reyes filisteos.
—¿Quién te ha dado autoridad para ponerle espías a mi hijo?
—Mi rey y señor —contestó—, actúo en bien de la seguridad de Israel.
Pero no le creí, sospechando que él, personalmente, deseaba enemistarme con Amnón, quien nunca le había gustado.
Yo repliqué:
—Amnón es un muchacho de temperamento difícil e inseguro, pero me ama y me es leal. No quiero oír una palabra más acerca de este asunto y te ordeno que retires los espías que le has puesto.
—Muy bien, mi rey y señor —contestó, pero noté en su voz un deje de ironía y no quedé muy seguro de que obedeciera mis órdenes.
No obstante, no me atrevía a despedirlo, porque sabía que se había valido de su posición para ganarse muchos amigos y subordinados; de hecho yo mismo me sentía rodeado por personas que debían su lealtad a Ajitofel y no al rey David. Y sabía que había sido particularmente activo en tratar de reclutar su clientela entre los jóvenes de la corte. Yo temía que estuviera poniéndolos en contra de Amnón. Sin embargo, me sentía impotente para actuar contra Ajitofel, como lo era para hacerlo contra Joab.
Cuando le dije que se retirara, empecé a preguntarme si la noticia que me acababa de traer acerca de los tratos de Amnón con los filisteos seria cierta. Yo amaba a Amnón, mi primogénito, el hijo de Ajinoam, en los días en que yo no era todavía rey, sino un fugitivo de la envidia de Saúl. Tal vez el hecho de que su infancia hubiera sido tan inestable y peligrosa, le había hecho crecer sin esa confianza que yo había poseído siempre y que era tan manifiesta en su hermano más joven y más hermoso, Absalón, el hijo de Maaca. Sabía que Amnón estaba celoso de Absalón y temía que creyera, en contra de toda razón y evidencia, que yo prefería a su hermano más joven. Así que, aunque le había dado a Amnón todas las muestras de mi amor y benevolencia, era posible que no las creyera porque no podía creer ni en sí mismo.
Por eso no podía rechazar totalmente los informes de los espías de Ajitofel, pero los encontraba intolerables y me molestaba el conocimiento de que Ajitofel alardeaba. Me sentía perplejo e inquieto y los presentimientos me oprimían el alma.
En este estado de descontento, me levanté de mi lecho y salí a la terraza a la que se abría mi aposento. El aire era tibio y la luna se alzaba sobre la ciudad, pero yo no parecía ser capaz de sentir la gloria del Señor. Me apoyé en la baranda y pensé que no me había encontrado nunca tan solo, porque, en las noches de mi juventud, en las colinas que rodean Belén, siempre me había sentido consciente del futuro glorioso que me aguardaba. Y ahora era todo polvo, cenizas y desaliento.
Entonces me fijé en una figura que se movía sobre una de las azoteas de las casas que se dominan desde el palacio. Era una mujer. Sin darse cuenta de mi presencia, se desnudó y empezó a frotarse el cuerpo con una esponja, que mojaba en una palangana dejando que el agua fresca cayera sobre sus carnes. Durante un momento la observé con instintiva e involuntaria curiosidad, y después, al inclinarse otra vez sobre la palangana, la luna la iluminó con su reflejo y yo contuve el aliento; nunca, sabía bien que nunca, había visto movimientos más gráciles ni formas más perfectas. El cabello le cayó sobre el pecho y ella echó hacia atrás la cabeza dejando que su larga cabellera reposara sobre su espalda, y se lavó los senos con la esponja; después, echándose otra vez hacia delante, se pasó la esponja mojada por entre las piernas. Y, súbitamente, experimenté un creciente deseo de ese cuerpo, que fue como si pudiera saborear la húmeda suavidad de su carne.
Sin darse cuenta de que la estaba observando —ahora con una urgencia que parecía imposible que no percibiera a través de los tejados y azoteas— se quedó de pie un instante, desnuda, con los brazos extendidos a la luna embelesada; después, poniéndose alrededor del cuerpo su liviana túnica, descendió a la oscuridad de su casa.
Por un instante que me pareció muy largo, observé el lugar de donde había salido, como si la fuerza de mi deseo pudiera volverla a ese lugar. Me afiancé en mi decisión. Le di las gracias al Señor por haberme permitido la contemplación de una visión así, volví a mi aposento y toqué una campanilla. Vino un esclavo. Le mandé que despertara a mi sobrino Jonadab, a quien había nombrado mi chambelán.
Jonadab vino enseguida, frotándose los ojos porque acababan de despertarle de un profundo sueño, y sin embargo los minutos que esperé me parecieron horas. Le describí lo que había visto y le pregunté acto seguido quién era la mujer.
Jonadab se rio. Era un muchacho delgado, de cara alargada y temperamento alegre, aficionado al cotilleo (razón por la que lo seleccioné para este puesto) y a la intriga.
—Es extraordinario, mi rey y señor —dijo—, que tengas que preguntar eso, porque su nombre es Betsabé y es la mujer más hermosa de todo Jerusalén.
—Pero ¿quién es y por qué la han mantenido apartada de mí?
—Señor, es muy joven, es la nieta de Ajitofel y no lleva mucho tiempo en la ciudad. Es más, hace poco tiempo que se ha convertido en una belleza. Seis meses atrás era una muchacha regordeta y atractiva, pero nada más. La conocí de niña y he de decir que nunca creí...
—Tráemela.
—Por supuesto, mi rey y señor, lo único es que... —hizo una pausa y sonrió de una manera en la que leí cierta picardía y tal vez algo de vacilación— hay algo que debes saber. No es virgen, sino una mujer casada.
—¿Una mujer casada? ¿Y Ajitofel es su abuelo?
—Así es. Pero... —Jonadab volvió a sonreír y esta vez sólo había picardía en su sonrisa— su marido no está en Jerusalén. Es un tal Urías, un jeteo, oficial de la guardia personal, en estos momentos al servicio del rey en el sitio de Raba. ¿Quiere mi tío que se la traiga? ¿Quiere el rey que se la traiga?
—Jonadab —contesté yo—, tengo que hacerla mía. Es tan sencillo y tan terrible como eso. Sean las que sean las consecuencias.
Sonrió.
—Lo comprendo perfectamente —replicó—, pero no es una mujer a la que se pueda dar abiertamente una orden así, aunque sea algo que yo comprenda perfectamente. Por lo tanto, le diré que el rey ha recibido noticias relativas a su esposo por mediación de un mensajero del ejército, noticias que quiere comunicarle a ella en persona.
—¿Ama a su marido?
—Se casó con él por orden de su abuelo. Urías ha sido durante mucho tiempo uno de sus agentes.
—¿Y crees que vendrá en respuesta a un mensaje así?
—¿Quién puede negarse a una petición del rey?
—Y cuando la traigas a mi aposento, ¿qué pensará?
—De nuevo, ¿quién puede resistirse al rey? —me dedicó una sonrisa de complacida burla—. ¿Qué mujer querría hacerlo?
Ordenar lo que debes prohibir. Hacer lo que sabes que no debes hacer, ¿hay un deleite más apremiante, más urgente? Me enjuagué la boca con aceite de menta para purificarme el aliento. Sólo el ladrido de los perros en los jardines de la ciudad rompía el silencio de la noche. La calma del palacio me envolvía. Me apreté contra el fresco y puro mármol de una columna; todos mis miembros y órganos danzaban al compás de una música interna. Y esperé.
Entró en mi aposento con el paso liviano de la madrugada. Su túnica dejaba ver unos senos abultados y tenía la mirada húmeda y los labios entreabiertos.
—Rosa de Serón y lirio de los valles —dije yo. Cayó de rodillas ante mí y me cogió las manos.
—¿Mi rey y señor, me dice Jonadab que tienes noticias de mi marido Urías?
Puse mi mano en el dulce bosque de su cabello y lo enredé entre mis dedos. Miré a Jonadab por encima de su cabeza y le hice una señal para que se marchara. Se retiró, sonriendo, y yo erguí a Betsabé y le alcé la barbilla para que pudiera mirarme a los ojos.
—Hueles a la flor del almendro —dije—. No, no tengo noticias de tu esposo.
—Oh, mi rey y señor, entonces yo no debo estar aquí —suspiró, bajando los ojos, pero extendiendo los labios hacia mí.
Yo la acerqué hacia mí y le besé los labios y fue como si estuviera saboreando pétalos de rosa y su sabor me llenó de deleite. Su lengua buscaba la mía, danzando dentro de mi boca. Metí las manos debajo de su etérea túnica, la rasgué y la dejé caer sobre el suelo de mármol. Besé sus cálidos pechos y recorrí su cuerpo con mis manos, su carne se me entregó, y ella se apretó contra mí.
—Amo al rey —murmuró— desde que lo vi por primera vez, siendo yo una niña y sin pechos todavía.
Se apoyó en mis brazos, lo que yo aproveché para levantarla y llevarla a mi lecho.
—¡Oh, paloma mía!, entra en los lugares secretos... aliméntate de lirios... hasta que rompa el alba..., hasta que las aguas..., las flores aparezcan en la tierra... Se siente el arrollo de la tórtola... ¡oh, paloma, paloma mía!
Luego la penetré y nos hicimos una sola carne, tres veces, no, cuatro. Ella pronunciaba entre suspiros entrecortadas palabras de amor, y se quedó dormida en mis brazos, con sus profundos ojos, color azul oscuro, dulcemente entornados por el placer del deseo satisfecho y los mechones de cabello, negros como el azabache, extendidos sobre mi cuerpo. Probé el vino de su cuerpo y mi mano reposó en su suave hendidura, el secreto lugar de deleite entre sus muslos; ella exhaló un leve gemido entre sueños y su mano, que se resistía a dormir, cogió con fuerza la mía. Saqué mi brazo de debajo de su cuerpo, me incliné sobre ella y besé la suavidad de pluma de su vientre. Ella no se movió, pero suspiró suavemente en dulce entrega:
Tú me trajiste la flor del almendro, y el soplo de una brisa lejana de dulzura sensual como si viniera del mar en tu cuerpo.
¡Oh el deleite de esa carne tuya de limpios miembros! Más allá del amor, hay un fantasma de esa necesidad que alienta a través del alma, tan sereno y tranquilo, pero el viento del desierto lo lleva más allá del ocaso. ¡Qué pequeño es el mundo, qué ligero, en tus manos! ¡Cómo se extienden las arenas del desierto más allá de nosotros!
Hacia la madrugada empezó a moverse y no había en ella ni ansiedad ni vergüenza como yo temía. Acercó mi cuerpo al suyo y, conforme iba aumentando la luz, se resistía a marcharse.
—Ponme como un sello sobre tu corazón —murmuró— porque mi amor es fuerte como la muerte...
20
¿Es que sabía yo desde el principio que Betsabé sería la última mujer a la que entregaría mi ser, la última que se apoderaría plenamente de mí, y por eso le hacía el amor con una intensidad que no había experimentado hasta entonces? Los amores de la juventud tienen su propio ardor porque son viajes de exploración; pero en los amores de madurez hay también un elemento de recuerdo y una conciencia de que la carroza del tiempo corre hacia el negro abrazo de la noche. He hablado de entrega, pero hubo también conquista, dado que su deseo, tan imperioso que la dejaba sin aliento, le imponía una absoluta sumisión a mis exigencias. Además conocía, no sé si por naturaleza, todas las artes, todos los refinamientos, todos los recursos por los cuales el placer se intensifica y se prolonga. Indudablemente tenía que haber sido por naturaleza, porque era categórica en afirmar, cuando yo le preguntaba por su esposo, que Urías carecía de habilidad en el arte del amor, y la acostumbraba, según dijo, a cubrirla con la violenta acometida del toro, no importándole si le proporcionaba placer o no. ¡Placer!: una palabra débil e inexpresiva para describir lo que juntos experimentábamos. Betsabé poseía el ardor de mi desenfrenada y apenas domesticada Maaca, y una imaginación y destreza que yo sólo había tenido ocasión de conocer con una cortesana filistea.
Una mañana se despertó en mis brazos y yo noté la impaciente pasión de una carne aún medio dormida, apretada contra la mía. Pensé en cómo Micol había mantenido siempre una parte, tal vez la parte más esencial de sí misma, apartada de mí, negándome esa apasionada sumisión que, al incitar la propia entrega del amante, hace del hombre y de la mujer una sola carne, un solo ser, cada uno de ellos, al mismo tiempo, conquistador y conquistado.
En aquel momento me pregunté cómo había podido creer que amaba verdaderamente a Micol; un verdadero amor indica un conocimiento perfecto, y ella no me lo había permitido.
Betsabé se despertó con una mirada extraña, por un momento distante y hasta peligrosa en sus ojos brillantes; pero aquella mirada desapareció como si hubiera estado dirigida a otro que compartiera su lecho, pero a otro del que no iba a recibir satisfacción, con el que nunca conocería el arrobamiento, pero cuyas insinuaciones amorosas recibiría como un deber y, por tanto, con indiferencia. Entonces sonrió, con esa media sonrisa suya en la comisura de los labios reflejándose en sus ojos; una sonrisa que era incitante, lasciva, sensual, voluptuosa, una sonrisa que me arrastraba hacia ella y dentro de ella, desbaratando totalmente la distinción entre sexo y ser, pero al mismo tiempo poniendo de relieve mi percepción de ambos conceptos. Tomó lo que yo le ofrecía, lo que yo le hacía a ella, lo que yo hacía con ella, como si todos los actos que creamos juntos fueran un solo acto, una perenne celebración de la unión de hombre y mujer, cuerpo y alma, tiempo pasado y tiempo presente.
Hicimos el amor cuando alboreaba en la ciudad. El sol bañó nuestro lecho con sus rayos de vida.
Había peligro en sus frecuentes visitas a palacio, porque la ley de Moisés es dura y el adulterio se castiga con la muerte.
Cuando pensaba en Urías, sollozaba, pero sollozaba con enojo, no con piedad; maldecía a Ajitofel que la había obligado a casarse con él y hacer de su amor por mí un pecado contra la ley; de sobras sabíamos que ni siquiera el rey puede infringir la ley y que, si Urías decidía denunciarla, ni mi protección, ni mi autoridad podrían salvarle la vida. Ella lo reconocía, porque era tan inteligente como hermosa, y sabía que los sacerdotes tienen más poder que los reyes. La conciencia de nuestro pecado y del peligro que ella corría era como una nube de tormenta que se levantaba detrás de adustas montañas en la brillante mañana de nuestro amor.
Así que inicié la costumbre de salir del palacio al anochecer y encaminarme, disfrazado, a casa de Betsabé. Su antigua nodriza, en cuya fidelidad confiaba, era la única persona que compartía el secreto y lo suficientemente discreta para respetar mi anonimato y no dar la impresión de que reconocía al rey, aunque, naturalmente, yo sabía que mi disfraz no la engañaba.
A Betsabé le encantaba oírme hablar de mis hazañas, de las guerras y batallas en las que había tomado parte, de la cólera de Saúl y del amor de Jonatán. Sólo a ella le confesé la antipatía que sentía por Joab y ella me correspondió precaviéndome contra su abuelo, Ajitofel.
—Créeme, amor mío, la envidia lo corroe. Aunque tú has hecho de él un gran hombre en Israel, él se cree que debe ser aún más grande, y como es reservado y falso por naturaleza, tu valor y virtud son para él como una reprimenda. Me obligó a casarme para granjearse la lealtad de Urías, consiguiendo que Urías le informe de todo lo que pasa en el ejército, de todos los rumores que oye, de todas las malquerencias que surgen; Ajitofel usa a Urías para atraerse a los jóvenes oficiales, y para que crean que le deben lealtad a él y no a ti, el rey.
Una noche todo se le iba en sollozos y cuando la apreté contra mí, me dijo:
—Urías es un hombre cruel y violento, tengo miedo de que, cuando descubra nuestro amor...
Su voz se fue apagando lentamente.
—¿Es que crees que yo no te voy a proteger?
—¿Contra la Ley?
—Contra la Ley.
Pero yo sabía que no me creía ni confiaba en mi poder. La cogí en mis brazos para demostrar una vez más la fuerza de mi amor y reposó en ellos durante unos instantes, temblando como si fuera a privarme de poseerla. Cuando exploré detalladamente todo su cuerpo, cesó el temblor y se me entregó con un abandono tan total que conocí las profundidades de su temor y su ansiedad.
—Urías nunca ha hecho uso de mí como se hace uso de verdad de una mujer —murmuró—. Nunca experimenté placer hasta... de nuevo, una vez más, llévame a la montaña de la mirra, a la colina del incienso, ¡oh, amado mío!, pon tu mano en el agujero de la puerta y yo la abriré para que entres...
—Amor mío, Betsabé, mi secreto jardín de deleites... ¡cuánto más dulce es tu amor que el vino y el aroma de tu cuerpo que todas las especias!
(¿Por qué me atormento ahora con estos recuerdos, entregando al papel pensamientos en forma de palabras entrecortadas, versos sueltos de cantares, cuya música celestial ningún instrumento terreno puede tocar? Pensando en Betsabé, la transformo en Micol, que nunca me hizo sentir libre en la posesión de su ser, y entonces mando venir a Abisag para que me alivie con sus labios de cereza, me saque de mi angustia, y me permita deleitarme con el conocimiento de su avergonzada sumisión...)
Fue entonces cuando me dijo que estaba encinta.
En la mezcla de su alegría y su terror, su belleza temblaba al reflejarse en mis ojos. En sus sienes relucían las gotas de rocío, sus labios se movían estremecidos como hojas agitadas por el viento.
—Urías me llevará a la fuerza a juicio —sollozó— y el rey no puede confesar su pecado ante todo el pueblo. Mi nodriza Sara me quitará el hijo —dijo.
Yo no la entendí al principio. Pensé: «Eso no servirá de nada, Betsabé no podrá disimular su estado a los ojos del mundo, ni ocultar su conocimiento a Urías o Ajitofel». Yo temía —sí, lo temía— que Ajitofel encontrara en mi amor la manera de destruirme.
Y de repente me di cuenta de lo que quería decir, y exclamé:
—No. La vida de la criatura es un don del Señor.
Al día siguiente le dije:
—Haré venir a Urías del frente de batalla. Algún pretexto encontraré para no infundir sospecha a nadie. Mandaré que vaya a verte. Déjale que te haga el amor. Él creerá por tanto que el niño es suyo y esto lo solucionará todo.
Me dirigió una mirada de reproche.
—Si me amaras, no me pedirías que dejara a otro hombre yacer conmigo en mi lecho.
—Ese hombre es tu marido.
—Quiero decir precisamente mi marido. Si me amaras, no me pedirías que yaciera en el mismo lecho con mi marido, que nunca ha sido un verdadero marido para mí.
—Precisamente porque te amo y me preocupo por ti es por lo que te pido hacer esto.
Durante un largo tiempo se resistió, reacia a enfrentarse con la realidad, como les ocurre a las mujeres.
—Si me amaras —dijo una vez más—, lo abandonarías todo por mí, le dejarías el trono a tu hijo Amnón y me llevarías contigo. Yo viviría feliz contigo en el desierto.
Sabía que estaba mintiendo. Sabía también que ella no sabía que estaba mintiendo, en todo caso se estaba engañando a sí misma.
—No te enfades conmigo, amado mío. Soy débil y tengo miedo, pero no puedo hacer lo que me pides. No puedo entregarme a ese hombre. Prefiero morir.
Yo apreté su cabeza contra mi pecho y le puse la lengua en la oreja y le susurré dulces y tiernas palabras de amor. Ella exclamó:
—Estoy harta de amor. El amor me ha hecho y el amor también me deshace. ¿Por qué, amado mío, me contemplaste en la azotea? ¿Por qué viniste a mí como un joven venado, para hacerme danzar sobre las montañas una danza que terminaría destruyéndome? Yo no vivía hasta que tú me acariciaste.
Yo la engatusé, traté de persuadirla, pero todo fue en vano. La tomé en mis brazos y ella gimió: «¡Oh, Dios, déjame morir de amor!», y yo pasé mi lengua por sus mejillas y gusté el sabor salino de sus lágrimas.
Pero al rayar el alba, se compuso el rostro, miró al sol naciente y dijo que haría lo que yo quisiera.
—Pero lo hago —añadió— por ti, para que no tengas que arrastrar la vergüenza en presencia de todo tu pueblo, porque si fuera por mí, preferiría la muerte.
Me atrajo hacia sí, exigiendo amor, como si no hubiera un mañana, como si yaciéramos en un jardín que abarcara el mundo entero.
21
Se quedó firme delante de mí. Era un hombre de tez morena, tosco, su sonrisa más bien parecía una mueca. Movía su pesado cuerpo con dificultad. Le pregunté sobre el asedio de Raba y el espíritu de las tropas. Insinué que Ajitofel me había dicho que él era un hombre en quien podía confiar en lo tocante a informes de cualquier malquerencia o a dudas sobre la manera en que Joab estaba llevando a cabo el asedio de la ciudad. Traté de averiguar su opinión acerca de por qué estaba durando tanto tiempo. Le di a entender que yo estaba preocupado, que Joab me mandaba informes que me intranquilizaban, pero que, por otra parte, no tenía verdadero motivo para dudar. Dije, casi sin tapujos, que el poder del rey era limitado, que tenía que guiarme de la información de aquellos en quienes, por necesidad, había puesto mi confianza, pero que tal vez encontraran alguna razón para engañarme. Ese era el motivo por el que lo había hecho venir a mi presencia, porque Ajitofel me aseguraba que era un hombre en quien podía tener la confianza más absoluta. Además, añadí, sabía que Ajitofel había demostrado su confianza en él, entregándole a su nieta en matrimonio, una joven, según había oído decir, de asombrosa belleza y virtud, digna de un gran guerrero. Tal vez fui muy lejos al darle a entender que, por recomendación de Ajitofel, había pensado en él, en Urías, para un ascenso, incluso hasta la posición más alta; Joab, después de todo, se hacía viejo y sus poderes estaban declinando.
Me contestó de esa manera campechana y bravucona, propia del soldado que no ha llegado aún muy lejos en su carrera, esa manera que me ha inspirado siempre desprecio, y con esa peculiar seguridad en sí mismo nacida de una total falta de consideración hacia los demás. Mientras él hablaba, yo veía que lo que Betsabé decía de él era cierto: el hombre era hosco, un matón pagado de sí mismo y sin chispa de imaginación. Sin duda alguna, sería celoso.
Al mismo tiempo era evidente —porque quiero hacerle justicia, tanto más porque me inspiró un sentimiento de repugnancia hacia su persona— que daba prueba de un cierto conocimiento de los asuntos militares. Sus comentarios sobre la forma en que se estaba llevando a cabo el asedio no carecían de sentido común. Aunque la simpatía que le manifesté provocó respuestas irreflexivas —habló con desprecio de cómo Joab estaba dirigiendo los asuntos—, yo reconocí cierta sagacidad en sus juicios. No podía negar que era probablemente un eficiente oficial de regimiento, aunque su brutalidad innata, manifestada en su forma de hablar y en la manera en que cambiaba la postura de su cuerpo, pesado y macizo como el de un buey, sugería que podía inspirar temor, más que respeto, en los soldados que estaban a sus órdenes. Cuando para impresionarme me contó cómo había sofocado un incipiente motín, mi admiración de su eficiencia (asumiendo que me estaba contando la verdad) quedó menguada por el asco que me produjo su evidente regodeo al detallarme los castigos que había infligido.
No obstante, lo alabé, incluso lo halagué, porque era mi intención hacerle creer que disfrutaba de mi favor; además nada le da a un hombre una opinión tan buena de un superior como el que este le alabe.
—Veo que eres un soldado de gran aptitud —dije—, el tipo de hombre que a mí me gusta, y uno con cuyo sentido común y perspicacia puedo contar.
A continuación le interrogué detenidamente y pormenorizadamente sobre las fortificaciones de Raba, y al hacerlo procuré recordarle, sin que él se diera cuenta de que lo estaba haciendo, que yo era un general de gran experiencia y renombre, a quien él tenía la suerte de estar dirigiéndose como a un igual. Finalmente dije:
—Te estoy profundamente agradecido, Urías. No te puedes imaginar lo difícil que es para mí, desde aquí, alejado del campo de batalla, obtener una visión clara y coherente de cómo van las cosas en el frente. Tú has llenado de manera admirable las lagunas inevitablemente dejadas por los otros informes que he recibido, y has sugerido medidas en las que voy a pensar con detenimiento, medidas que deben (estoy convencido), al menos muchas de ellas, ponerse en práctica. Ajitofel, con cuyo sabio consejo he contado desde hace mucho tiempo, como estoy seguro tú bien sabes, me habló elogiosamente de ti. Esperaba, por consiguiente, estar impresionado, sabiendo que él no es hombre dado a la exageración. Pero estoy más impresionado de lo que creía iba a estar. Por ello te agradezco el tiempo que me has dedicado, tu clara descripción del estado de la cuestión, a la cual has dedicado, evidentemente, inteligentes consideraciones. Pero eres un hombre joven lleno de sanos deseos, y te he privado, por más tiempo del razonable, de los deleites que esperan a un soldado cuando está de permiso. Estarás deseando ver a tu mujer y, si es tan hermosa como se cuenta, comprensiblemente impaciente. Así que te dejo ahora libre para que te entregues a sus amorosos brazos, y no tengo la menor duda de que demostrarás tanta nobleza en el lecho como en el campo de batalla. Para mostrarte mi reconocimiento por tu conducta, y para compensar a tu dama cuyo nombre, me avergüenza decirlo, no recuerdo (esos son, amigo mío, los estragos de la edad, o por mejor decir, el castigo de hacerse viejo), haré que se te envíe desde mis cocinas a tu hogar un plato de manjares exóticos y exquisitos si me das tu dirección. Te mandaré también vino de la mejor cosecha, esperando de esta manera apaciguar a tu esposa, para que así me disculpe por el tiempo desmesurado que te he mantenido alejado de ella. Puedes, pues, ahora despedirte, con mi gratitud y mi entrañable deseo de que disfrutes de una noche de amor, tú que eres joven, como bien te lo mereces.
Mis últimas palabras tenían un doble sentido, pero yo creí que él no se daría cuenta de esto. Ignorante como era, no había razón para que se lo imaginara. Se retiró y, al darse la vuelta después de andar veinte pasos hacia atrás y alejarse de mi presencia, empezó a dar largas y ruidosas zancadas, de esa manera engreída, ufana y ruda que he detestado siempre, pues veo en ella una arrogancia física que refleja la brutalidad de un alma.
No obstante yo estaba bastante satisfecho de nuestra conversación. Por una parte, la antipatía que Urías había provocado en mí me liberaba de cualquier sentimiento de culpabilidad al pensar que le había puesto los cuernos. Ciertamente me había inspirado tal repugnancia que si no me hubiera acostado muchas veces con su mujer, habría deseado hacerlo ahora. Por otra parte, acababa de hacer lo que me había propuesto. No creo que hubiera podido ponerlo más claro sin ordenárselo expresamente. Aun ahora retrocedo ante la palabra que lo expresa, lo mismo que entonces retrocedía al pensar en Urías, comportándose con Betsabé, mi adorada y deliciosa Betsabé, como la bestia con dos cabezas, y se me revuelve el estómago y las entrañas.
Bueno, me dije a mí mismo, podré vengarme cuando haya hecho lo que tengo que hacer.
Ya en aquel momento ese pensamiento me excitaba, porque veía que, aunque estaba deseando humillarlo y reducirlo a un montón de escoria, postrado ante mí e implorando mi perdón, no podía hacerlo sin abandonar a Betsabé, lo cual era inconcebible.
Aquella noche no pude dormir y poco después del alba llamé a Jonadab, mi chambelán. Llegó frotándose los ojos.
—Ve inmediatamente a su casa y haz venir a mi presencia a Urías el jeteo. He de hablar con él antes de que regrese al frente.
—No será necesario ordenarle que venga —contestó Jonadab— porque me tropecé con él cuando me abría camino a través del cuarto de guardia. No se despertó, aunque le di un puntapié en la cabeza. Dudo que esté listo para ponerse en viaje temprano. Tendrá una resaca increíble.
—¿Me estás diciendo que no se acostó con su mujer anoche?
Pensé que él no la hizo suya, que tal vez Betsabé lo rechazó, incapaz de superar la repugnancia que le producía el pensamiento de sus inminentes abrazos. Y a continuación pensé que si había sido así, ella había sido el instrumento de su propia destrucción.
Jonadab, por supuesto, estaba enterado de mi relación con Betsabé. Pero no sabía que estaba encinta. Por lo tanto cuando me contó que Urías yacía borracho en el cuarto de guardia, creyó que me traía noticias que yo deseaba oír. Y, como pensaba que era así, tal vez estuviera mintiendo. Pero yo no me atrevía a mandarle que fuera a preguntárselo a Betsabé.
—Cuando te dejó —dijo Jonadab—, tal vez fuera su intención ir a ver a su mujer, pero se encontró con viejos camaradas entre los oficiales de la guardia. Empezaron a beber y Urías a vanagloriarse de sus hazañas en Raba. A una cosa le siguió otra y, cuando yo me retiré, Urías había perdido la conciencia. Así que el necio yace en el suelo totalmente ebrio. Eso es todo.
Sonrió con una regocijada malicia, confiado en que me estaba dando noticias agradables. Con esta intención en su mente, es posible que él mismo tentase a Urías a que bebiera más. Durante unos instantes pensé en confiarme a él; pero el hecho de que el secreto no era mío sino de mi amada, no me lo permitió. En cambio le dije que se marchara y me quedé perplejo un rato, sin ver a nadie más que al muchacho que limpiaba mi aposento. Pero antes de que Jonadab se fuera, le encomendé cancelar todos mis compromisos para aquella mañana.
—Ibas a darle audiencia a Ajitofel —me dijo.
—Dile que no puedo. Dile que no me encuentro bien. Pero hazlo con cuidado y sin darle importancia, de modo que no se sienta ni ofendido ni curioso.
Pensé en Betsabé, feliz de que su marido no se hubiera acercado a ella, aterrada por las consecuencias de su fracaso en hacerlo. Se había armado de valor para recibirlo y yo me imaginaba cómo ahora empezaría a decaer su valor, al invadirle el temor, como el viento que viene del desierto.
Por la tarde hice venir a Urías otra vez a mi presencia. Se presentó ante mí, con el aliento fétido de los excesos de la noche anterior. Se rio como ríe un veterano bromeando con otro, simulando sentimientos semejantes, y pidió vino. Yo le di una copa, bebí otra y mirándole por encima del borde de mi vaso, le dije:
—¡Qué tipo tan curioso de hombre debes de ser cuando te interesa tan poco entregarte al placer con una dama a la que todos consideran bellísima!
Y le di unas palmadas en la espalda, sirviéndole después más vino.
—Mi rey y señor —contestó—, yo soy un simple soldado, burdo en mi manera de hablar.
Hizo una pausa y yo experimenté un momento de inquietud, porque hablaba como un hombre que acaba de descubrir la infidelidad de su esposa. Me pregunté qué rumores habría oído de sus compañeros de regimiento. Aunque había tomado todas las precauciones posibles para mantener en secreto mi relación con Betsabé, y para protegerla de la revelación de lo que los sacerdotes y el mundo llamarían su ignominia, sin embargo hay siempre en estos asuntos algo que se conoce, que se sospecha. Y yo no podía tener la certeza de que Urías no supiera nada de ello. En primer lugar, no tenía la menor duda de que Ajitofel pagaba a espías dentro de mi propia casa para que le informaran de mis idas y venidas. En mis momentos más negros, yo estaba seguro de que nos habían traicionado. Pero sonreí...
—Hasta un tosco soldado desea a las mujeres. Hasta el más noble hombre de guerra tiene que satisfacer otros deseos.
—Mi rey y señor —dijo—, el arca del Señor, Israel y Judá viven en tiendas de campaña y yo, que acabo de llegar del campo de batalla donde mi señor Joab y los siervos de mi señor acampan en la estéril llanura, ¿he de ir a mi casa, para dormir entre sábanas y gozar de una mujer? El solo pensarlo me repugna, no pienso hacerlo.
La estupidez y autocomplacencia de sus palabras me irritaron tanto que me costó mucho trabajo controlarme para no pegarle una paliza o arrestarle, y darle así una lección de sentido común y buenos modales. Porque ¿no le había instado yo, el rey, a que se ocupara de su mujer, y no me había desobedecido?
Pero sonreí una vez más y hasta le gasté una broma acerca del deber del soldado de procrear futuros guerreros.
—Pero veo —añadí— que eres un hombre de firmes principios. Cenaremos juntos esta noche y aprovecharé la oportunidad para convencerte de que un deber —el que tienes con tu rey— no excluye el otro, el que tienes con tu esposa, sino que de hecho los dos se mezclan en el deber que tienes para con Israel.
Durante todo el día ardía en deseos de hacer venir a Betsabé para saber cómo estaba, pero no me atreví. Se me ocurrió la idea de que tal vez por la tarde Urías hubiera ido a verla y le pregunté a Jonadab dónde estaba.
Jugando a los dados con tus oficiales y presumiendo del favor que disfruta contigo, mi rey y señor.
Lo atiborré de vino durante la cena y mantuve conversaciones subidas de tono, hablando de cómo me deleitaba la compañía de mujeres y contándole historias de amor, con la esperanza de que esto despertara su deseo y se fuera a ver a su esposa. Pero aunque Urías se reía y me correspondía con sus propias historias, no había en ellas ni ingenio ni belleza, sino, según me pareció, odio a las mujeres y placer en humillarlas. Todo esto me hizo sentir náuseas al pensar en este bruto echándose violentamente encima de mi amada. No mostró el menor deseo de querer estar con ella.
No obstante, cuando salió tambaleándose de mi aposento, no era posible estar seguro de que no iría entonces a buscarla, y el odio se apoderó de mi alma.
En la oscuridad de la noche seguí dándole vueltas en la mente a esos negros pensamientos y, cuando cantó el gallo y el primer resplandor del alba iluminó el firmamento, sabía que no podría estar contento mientras Urías compartiera conmigo el universo.
Me dije a mí mismo: presume de ser un soldado..., pues bien, dejémosle morir la muerte del soldado: a manos del enemigo.
Por la mañana volví a llamar a Urías y le ordené que regresara al frente de batalla. Le confié un mensaje para Joab. Lo recibió con orgullo, no sabiendo que contenía su propia sentencia de muerte.
22
No le di órdenes a Joab de matar a Urías, ¡qué va! No había necesidad de hacerlo. Podía confiar en que Joab leyera entre líneas: en ese menester disfrutaba como nadie. De este modo pude consolar a Betsabé asegurándole que todo saldría a pedir de boca. Me sentí confortado de que su marido no hubiera sido capaz de visitarla y, si consideraba que no haberlo hecho implicaba menospreciar sus encantos, pronto pude convencerla con mi ardor de que era simplemente prueba del mal gusto de Urías. De momento estaba satisfecha con que el futuro tuviera la última palabra, con que confiara en que yo la protegería y con que recogiera las rosas del amor mientras conservaran su lozanía.
Tres días más tarde —creo que fueron tres días, pero bien pudieron haber sido cuatro— vino a mi presencia un mensajero enviado por Joab desde el campamento de Raba. Era un muchacho joven, a quien no reconocí, pues estaba cubierto de lodo y parecía nervioso. Se arrodilló delante de mí.
—Mi rey y señor, grande en la batalla, me envía el señor Joab, el siervo más fiel de vuestra Alteza y me pide que os diga que hoy día es vuestro más desdichado servidor. Raba, la ciudad que estamos sitiando desde hace tanto tiempo, está aún en manos del enemigo y el último gran asalto contra las murallas de la ciudad ha fracasado.
Enseguida, me describió con la cabeza baja cómo Joab había lanzado un ataque frontal contra una parte de la muralla de la ciudad que creía menos protegida, comparada con las otras secciones de la fortaleza. Ahora bien, o le habían engañado, o los espías habían adivinado su intención, porque el ataque fue rechazado con gran pérdida de vidas. Suspiró y dejó escapar un profundo sollozo.
Le hice numerosas preguntas, pues me parecía que, al exponer una parte tan grande de sus fuerzas a una empresa tan dudosa, Joab había actuado con precipitación y se había arriesgado innecesariamente, cuando lo único que tenía que hacer era mantener el bloqueo de la ciudad para asegurarse la conquista final. Me mordí la lengua y no expresé mis dudas sobre si las habilidades bélicas de Joab iban disminuyendo y su capacidad de juicio deteriorándose con la edad, y no se lo expresé precisamente porque no era oportuno manifestar dudas de esta índole a un simple mensajero.
Entonces, como si se diera cuenta de que empezaba a encolerizarme, el muchacho levantó la cabeza y dijo:
—Mi señor Joab me pidió que te informara de que, con gran pesar suyo, tu siervo Urías, el jeteo, se cuenta entre los muertos.
Me volví, me froté los ojos con un trozo de tela, como para enjugar mis lágrimas y contemplé la ciudad a mis pies. El aire era sereno, reinaba el silencio en la canícula de la tarde, que hacía relucir las hojas de los olivos al otro lado del valle. Miré el tejado de la casa de Betsabé, y pensé cómo había estado esperando allí estremecida por el temor de oír las pisadas de Urías. Entonces descendió sobre mí una gran paz, y mi corazón cantó a la gloria del Señor.
El joven recitó ahora una lista de los caídos en la batalla y cuando oí el nombre de Lais, sollocé amargamente.
«Porque los lugares oscuros de la tierra están llenos de los aposentos de la crueldad», murmuré, y recordé cómo había venido a mí pleno de confianza y de ganas de amor; ahora su carne era manjar para los pájaros de la muerte. Cuando el mensajero continuó y repitió el nombre de Urías, me sequé los ojos y mandé traer vino para que el muchacho se refrescara. Le dije:
—Dile a mi señor Joab que no se desanime, que no se entristezca, así es la suerte de la guerra, y la espada devora lo mismo a un hombre que a otro. Así que úrgele, dile que soy yo quien le urjo a que reanude la batalla contra la ciudad hasta rendirla, que no se diga que nuestros soldados han caído en vano. Y dile también que, ahora como siempre, ha alcanzado favor a mis ojos, porque sé que no hay hombre más bravo en Israel y ninguno en el que pueda depositar mi absoluta confianza.
Llamé a Jonadab y le di órdenes de que informara a Betsabé de la muerte de su esposo, aguerrido en la batalla, que le transmitiera mis condolencias y le pidiera se vistiera de luto por un hombre que había muerto al servicio de Israel y de su rey.
Hice esto para que nadie la señalara con el dedo.
Cuando fui a verla secretamente aquella noche, no hablamos de Urías, quien ahora era para nosotros paja y broza arrastrada por el viento.
Estaba todavía de luto cuando se hizo patente que estaba encinta. Los soldados decían qué triste era que a Urías se lo hubiera llevado la muerte antes del nacimiento de su hijo. Sólo su abuelo Ajitofel, según me contó Betsabé, la miraba con curiosidad y parecía que iba a empezar a hablar pero guardó silencio.
—Yo pensaba que para reprocharme —dijo ella—. Cuando estemos casados —añadió—, quisiera que lo depusieras de su cargo y lo desterraras de Israel. O al menos de Jerusalén. Me intranquiliza el verlo, porque estoy segura de que alberga sospechas.
—¿Sospechas? ¿Y qué hay que sospechar, que el hijo es mío? Cuando estemos casados, ¿a quién le va a importar quién es el padre del hijo?
—Yo creo que sospecha más que eso.
La cogí en mis brazos.
—¿Es que hay algo más que sospechar? Urías vino aquí, yo le colmé de elogios. Le insté a que fuera a verte. ¿Quién se puede atrever a jurar que no lo hizo y que desobedeció las órdenes del rey? Ni siquiera Ajitofel. Urías murió valerosamente en el campo de batalla, la muerte de un soldado, en una batalla en que mi íntimo, mi bien amado y mi más fiel amigo, Lais, murió también. El mensajero que me trajo la noticia de sus muertes me vio derramar amargas lágrimas. Además, amor mío, Ajitofel no puede por menos de sentirse orgulloso y feliz de verte reina.
—Sin embargo —respondió Betsabé—, yo le temo.
La opinión de Betsabé resultó más juiciosa y acertada que la mía. Esto puede parecer extraño porque ella no era más que una muchacha joven que no conocía los entresijos del mundo. No sé cómo Ajitofel concibió la sospecha de que yo era responsable de la muerte de Urías; de lo que sí estoy seguro es que los rumores que Jonadab me comunicó, de que yo era cómplice, procedían de ese consejero a quien había honrado con mi confianza y que ahora estaba tratando de destruirme.
—¿Me acusan los hombres de asesinato? —le pregunté a Jonadab.
—No exactamente, mi rey y señor, pero dicen que la muerte de Urías ocurrió en un momento muy conveniente para ti; y hay algunos que murmuran, según se me cuenta, que Joab ordenó a los soldados que dejaran solo a Urías en la batalla.
—Eso es estúpido. ¿No saben que pereció también Lais? ¿Suponen que esto fue también «conveniente para mí»?
Pero Jonadab desvió la mirada y no contestó a esta pregunta; a mí me parecía que estaba oyendo la atiplada voz de Ajitofel insinuando que David sería capaz de sacrificar hasta a su más querido amigo para deshacerse de Urías, cuya mujer deseaba.
Y habría muchos, tal es la mezquindad humana, que lo creerían.
Le ordené a Jonadab que le pusiera espías a Ajitofel.
Evidentemente estaba sembrando animosidad contra mí y había, especialmente entre los soldados más jóvenes, quienes estaban dispuestos a creerlo. Había muchos de los que habían crecido teniéndome ya a mí por rey, que no conocían a ningún otro y estaban inquietos y deseosos de cambio. Pero aunque estaba seguro de que Ajitofel estaba fomentando el descontento, no tenía pruebas. Así que lo mantuve dentro de mi círculo y en su puesto, pensando que sería aún más peligroso si lo despedía, haciendo manifiestas ambas cosas, su ofensa y mi desconfianza.
Yo también me pregunté si Joab no habría hablado precipitadamente, tal vez bajo los efectos del vino, como lo hacía a veces, y albergaba también esta sospecha contra él.
Unas semanas después de haberme casado con Betsabé y del nacimiento de nuestro hijo, Natán, el profeta, un hombre a quien yo estimaba mucho, vino a verme.
—Bendito sea el Señor, Dios de Israel —dijo y se sentó en el suelo delante de mí, mesándose la barba—. David, mi rey y señor, tú sabes que siempre te he amado y servido con todo mi corazón, en el nombre del Señor.
—Lo sé —respondí, inquieto por algo que notaba en su actitud.
—Déjame que te cuente una historia —prosiguió—. En cierta ciudad había una vez dos hombres, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y muchas vacas, y el pobre no poseía más que una ovejuela, que él había criado y atendido con gran esmero y amor, como si fuera su hija e incluso su esposa. En cierta ocasión llegó un viajero a la casa del rico y este se preparó a darle de comer. Pero en lugar de coger una oveja de su propio rebaño... —Natán hizo una pausa, levantó la cabeza y me miró a los ojos. Su mirada era profunda y melancólica, parecía estar llena de aflicción—. Pues bien, en lugar de hacer esto, cogió la oveja del pobre y se la aderezó al huésped.
Me miró inquisitivamente. La historia me había alterado y empecé a hablar casi sin reflexionar.
—Si hay justicia —dije—, el hombre rico de tu historia debe ser castigado. Vive el Señor que el que tal hizo es digno de muerte. Dime, Natán, quién es ese hombre.
Natán movió la cabeza.
—No es necesario, David. Tú eres ese hombre.
El profeta se puso en pie, mientras que yo permanecía silencioso, y dijo:
—Esta es la palabra del Señor de los Ejércitos, el Señor Dios de Israel: «Yo te ungí a ti rey de todo Israel, por la mano de Samuel mi profeta, y cuando Saúl se levantó contra ti yo te salvé de su cólera. Te hice rey, te di esposas y grandes riquezas. Pero tú te has vuelto contra mí y has pecado ante mis ojos, desdeñando mis mandamientos; has matado alevosamente a Urías el jeteo, y con vileza has tomado como esposa a su mujer. Por lo tanto, no saldrá nunca de tu casa la espada del Señor, por haberme menospreciado y por haber yacido con la mujer de Urías el jeteo. Escucha la palabra del Señor, rey; yo haré surgir el mal contra tu casa y tomaré ante tus mismos ojos a tus mujeres y se las entregaré a otro que yacerá con ellas a la luz del sol. Porque, David, tú has obrado todo esto ocultamente, pero el Señor obrará abiertamente para que el mundo conozca tu transgresión y sepa que ni siquiera el rey está por encima de la ley del Dios de los Ejércitos».
Habló con esa lengua arcaica que los sacerdotes y profetas emplean para impresionar con más facilidad; como en el caso de Samuel, me encontré preguntándome hasta qué punto eran sus palabras las palabras del Señor y hasta qué punto eran las de su profeta. Pero me inquietaron. Cuando Samuel habló contra Saúl y lo denunció en nombre del Señor, ningún oyente honesto pudo evitar el pensamiento de que la cólera divina sintonizaba singularmente con la envidia que Samuel tenía de Saúl, que lo había suplantado en el gobierno de Israel. Pero Natán nunca había sido partidario mío. Alegaba solamente autoridad moral y yo sabía que me amaba y me admiraba. Pregunté:
—Natán, ¿de qué me acusas?
—Tú has oído lo que he dicho —contestó.
—La lengua es la lengua de Natán, pero las palabras me suenan como si las pronunciara Ajitofel.
—Las palabras son las palabras del Señor, mi rey.
Me miró apenado y, al hacerlo, hizo que me sintiera avergonzado, porque sabía que estaba diciendo la verdad. No me arrepentía de la muerte de Urías, pero me habría gustado una muerte más noble, con mis propias manos. La manera en que tramé su muerte era cobarde y mezquina, no podía negarlo. No obstante, era imposible haberlo hecho de otra manera sin exponer a Betsabé al insulto o a algo peor.
—Natán —exclamé—, Betsabé no sabe lo que he hecho y es por lo tanto inocente. Pero tú tienes razón.
Le di la espalda y, mirando hacia las colinas, me encontré como un prisionero en mi propio palacio, de mis hazañas y mi amor.
—He pecado contra el Señor —reconocí— y he cometido el mal ante sus ojos. —Caí de rodillas y exclame—: Señor, reconozco mis culpas y mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, sólo contra ti he pecado, Señor. El sacrificio que te ofrezco es un corazón roto. Tú, oh, Dios, no desdeñes un corazón contrito y humillado.
Mientras rezaba de esta manera, Natán me tocó suavemente en la cabeza y, después de haber descansado allí su mano por unos breves instantes, se despidió y me dejó solo, con mi oscura ansiedad, mi vergüenza y el temor del Señor.
No le conté nada de esto a Betsabé.
Durante algún tiempo creí que el Señor me había perdonado y desterré el recuerdo de Urías.
Cuando Joab volvió victorioso de Raba y me informaron de que la ciudad había sido conquistada y muchos de los enemigos habían perecido, yo lo abracé en presencia de todo el pueblo y celebré una fiesta en su honor, pero ni siquiera cuando estaba borracho habló de Urías. Pero yo me encontraba incómodo con Joab, como si por primera vez tuviera ventaja sobre mí.
Poco después, el niño que le nació a Betsabé cayó enfermo. Tenía una fiebre muy alta. Betsabé permanecía sentada junto a su cuna, contemplando su agonía. Yo me volví al Señor y me humillé ante él, poniéndole como testigo de mi arrepentimiento por el pecado y pidiéndole con toda mi alma que salvara a mi hijo. Durante siete días ni comí ni bebí, sino que luché con el Señor en un intento desesperado por salvar al niño.
Pero mi pecado era demasiado grande. El Señor no quiso tener compasión de mí. El niño murió, y de pie delante de mí, con el cuerpecito en sus brazos, Betsabé supo lo que se había negado a saber antes: el precio que había pagado por su vida y nuestro amor.
—Habría preferido que me hubieran apedreado hasta morir, por mi adulterio, a que ocurriera lo que acaba de ocurrir —me dijo.
Se dio la vuelta y rehusó entregarse a mí.
Así pasaron las cosas..., las cosas y los días. Nubes negras y viento helado cayeron sobre nuestro amor. Yo había pecado por amor de Betsabé y fui castigado por este pecado. Durante largo tiempo ella no quiso ni oír hablar de mí, más bien diría que se negó a ser mía. Pero nos unimos de nuevo. Procreamos otro hijo, a quien llamamos Salomón, ese gazmoño hipócrita que está ahora esperando mi muerte. Pero nunca volvieron a ser las cosas como antes. Había un vacío en nuestro amor, porque Betsabé no podía perdonarme lo que le había hecho. Sabía que no tenía razón, pero no podía hacerlo. La sombra del hijo muerto nos perseguía hasta en nuestro lecho.
LIBRO III
23
He visto todo lo que se lleva a cabo en el mundo, y todo es vanidad y tribulación de espíritu. Después del nacimiento de Salomón entré en el ocaso de mi vida. Lo había logrado todo, pero el fruto había sido muy amargo. Los reyes de todas las tierras que tenían fronteras con Israel me honraban y reconocían mi virtud y mi valor, mi poder y mi sabiduría; pero con todo, sus palabras me importaban menos que las alabanzas que las muchachas reunidas en torno al pozo en los días de mi juventud tributaban a mis canciones.
Me dije a mí mismo que para todo hay su momento, y un momento para todos los propósitos e intenciones que existen bajo la bóveda celeste.
Pensé que cuando era joven, en esos momentos gloriosos de la mañana de la vida, yo trataba de moldear el mundo, ahora el mundo me trataba de moldear a mí y las sombras adquirían proporciones gigantescas en las arenas de la vida.
En este estado de perplejidad encontraba poco placer en las mujeres, poco gozo en la búsqueda de la sabiduría; ninguno en la bebida ni en la danza. Betsabé ya no me deleitaba, pero tampoco buscaba otros placeres para sustituirla. Conversaba a menudo con Natán, porque él conocía mi corazón, pero no podía devolverle su alegría.
Colgué en mi casa las trompetas de la guerra, y dejé para otros las batallas y la persecución de la gloria. Había días en que me deseaba la muerte y noches en que temía su llegada. La música que componía era melancólica y mis canciones estaban llenas de amargura.
Un hombre sabio, cuando se hace viejo, busca el placer en sus hijos, pero los míos no me ocasionaron más que problemas.
Me sentía paternal y protector con Amnón, mi primogénito, concebido y sacado adelante en medio del peligro. Era mi heredero, el que debía gobernar el imperio de Israel. Ajitofel había tratado de enemistarme con él, pero en vano. Yo lo amaba por su misma fragilidad.
No era fácil hablar con Amnón. Tenía un carácter sombrío y reservado. No podía ni confiar en sí mismo ni inspirar confianza en los demás. Al ir creciendo, buscaba la compañía de jóvenes rebeldes, unos años mayores que él, a quienes agradaba conocer al hijo del rey, descarriarlo, enseñarle a beber mucho y a despreciar a las mujeres. Amnón adoptó modales toscos, propios de la soldadesca, y yo vi en esto un profundo deseo de ser distinto de como era. En Amnón yo veía cierto parecido con Saúl, aunque no había ningún lazo de sangre. Curiosamente la única mujer con la que se encontraba a gusto era con Micol, que residía ahora en una casa a corta distancia de Jerusalén. Se me contó que allí pasaba Amnón muchas horas charlando con ella. Iba a verla siempre que tenía un problema. Tal vez ella veía en él un reflejo de ese descontento que siempre la había afligido a ella, esa incapacidad de olvidar o de perder conciencia del aspecto que en cada momento presentaba. Como Micol, Amnón no sabía abstraerse de sí mismo en sus actuaciones: era como si observara desde fuera todo lo que hacía. Y cuando hacía algo lo desdeñaba y lo encontraba carente de valor.
Yo pensé que Amnón se odiaba a sí mismo. ¿Era culpa mía el que fuera así?
¡Qué distintos eran los hijos de Maaca, mi indómita joven árabe del desierto del norte! Absalón, mi hijo, era el joven más hermoso de Israel. Mi hija Tamar, la joven más bella. Eran como reflejos el uno del otro, porque los dos parecían poseer los encantos de ambos sexos. Verlos moverse era como contemplar un himno a la vida.
Yo sabía que Amnón tenía celos de Absalón. Me acusó de preferir a su hermano más pequeño. ¿Qué podía decir yo? No podía decirle la verdad: que adoraba a Absalón por sus perfecciones y amaba a Amnón por sus imperfecciones. Así que lo distraía con alguna respuesta tan vaga que parecía poco sincera. Pero le aseguraba constantemente que era mi heredero y que reinaría después de mí.
¿Le dejé marchar creyendo que a él lo amaba por deber, y a Absalón por inclinación?
No lo sé, sólo sé que estaba ciego, inmerso en mis propios pensamientos y en mi creciente ansiedad.
Un día Jonadab vino a mi presencia, con su sonrisa insidiosa y moviendo los cuartos traseros como una perra en celo. Confiaba en él porque tenía pocos en quien confiar.
—Mi rey y señor —me dijo—, Amnón está enfermo. ¿Quieres venir a visitarle?
Así lo hice y lo encontré acostado en su cama, muy pálido y débil, como si no hubiera comido y tuviera fiebre. Cuando habló lo hizo en voz baja, de manera que tuve que inclinarme sobre él. Me cogió la mano y me la apretó.
—Te mandaré a Betsabé —le dije— porque ella sabe más que yo de enfermedades.
—No molestes a la reina —susurró—, pero pídele a mi hermana Tamar que venga. No tengo apetito y sin embargo siento un fuerte deseo de comer los pastelillos de almendra que ella hace.
Una petición extraña, pero Amnón estaba tan pálido, tan débil y tan triste que no pude negárselo. Y no había por qué negárselo.
Nunca llegué a saber lo que pasó después, porque se me han contado distintas versiones de los hechos.
Me di cuenta muy pronto de que el palacio parecía haberse vuelto más pequeño y que en todas partes reinaba un silencio sepulcral. Se respiraba una atmósfera asfixiante, como si hubiera ocurrido alguna desgracia y nadie se atreviera a contársela al rey. Sin embargo la paz reinaba en Israel. Hice venir a Jonadab para preguntárselo, pero no quiso mirarme de frente e insistía en que él no sabía nada.
—¿Ha muerto Amnón? —pregunté—. ¿Ha muerto mi hijo?
—No, mi rey y señor. Amnón está vivo.
—Es evidente que me estás ocultando algo terrible —dije entonces—. Dime qué es y no temas mi cólera porqué sé que tú eres inocente de cualquier delito.
—¡Oh, mi rey y señor! ¡Ojalá lo fuera!
Se postró en el suelo, me cogió de las rodillas y prorrumpió en sollozos.
—Jonadab —dije—, eres el hijo de mi hermana, cercano a mí por los lazos de la sangre y amado por los servicios que me has prestado. No tienes motivo para temer mi cólera.
—Mi rey y señor, ¡sé misericordioso! Amnón, tu hijo, está enfermo pero su enfermedad es mental, no corporal. Está enfermo de amor por su hermana Tamar.
En aquel momento y sin ceremonia alguna, la puerta se abrió de par en par y Absalón entró sin que nadie lo anunciara. Vaciló al ver a Jonadab con los brazos en torno a mis rodillas. Alcé al muchacho y me volví hacia Absalón. El color había desaparecido de sus mejillas aunque sus ojos brillaban como estrellas.
—Padre —exclamó, pero dejadme que calle, no soy capaz de escribir las palabras que me dijo.
Sus palabras eran puras maldiciones, estaba enloquecido de dolor y de cólera.
Me dijo que Tamar había ido, como yo le pedí que lo hiciera, a visitar a Amnón, y que este había hecho salir a los que le atendían y, una vez solo con la joven, le declaró su amor —Absalón parecía estar escupiendo las palabras—, mejor podríamos llamarlo deseo, deseo pervertido.
—Y ¿qué dijo ella?
—Ella dijo..., ella dijo..., ella dijo que le compadecía.
Yo no quería oír más. Pero Absalón me forzó a escucharle. Me contó cómo Amnón había agarrado a Tamar, rasgado sus vestiduras y, tirándola sobre la cama, la violó.
—Y este despreciable que está ahora contigo —exclamó Absalón—, este era su chulo, su alcahuete.
Jonadab negó a medias, entre gemidos. Yo le hice callar con la mirada.
Después del terrible acto, según Absalón, Amnón le dio la espalda a Tamar, como asqueado, como si él fuera la víctima, y le ordenó que saliera. El propio Absalón la encontró echándose polvo sobre la cabeza en mitad de la calle, y dando rienda suelta, con espantosos alaridos, a su desesperación. Él se la había llevado a casa y había venido directamente a verme a mí.
—Yo no sabía que esa era la intención de Amnón —dijo Jonadab—. Creedme, señor, no lo sabía.
—Está deshonrada —exclamó Absalón, y su voz era como el aullido de un lobo en el desierto. Aunque tenía en su rostro la palidez de la muerte, el sudor le corría por la frente—. Conozco la Ley.
—La Ley. Esto no es cuestión de Ley.
—¡La Ley! —La voz de Absalón era ahora más tranquila y hablaba con gran autoridad—. Si uno toma a su hermana, hija de su padre, viendo él la desnudez de ella y ella la desnudez de él, es una ignominia; y los dos serán borrados de su pueblo; él ha descubierto la desnudez de su hermana y recibirá el castigo de su iniquidad. Y Amnón, mi hermano, ha hecho algo peor que esto, porque se ha apoderado de Tamar a la fuerza, sin su consentimiento, y la ha violado.
En aquel momento comprendí, repentinamente, la agonía de Saúl, porque me parecía que el Señor me había abandonado.
Amnón era mi hijo, mi primogénito, sangre de mi sangre y carne de mi carne. Si él era culpable yo no me podía considerar inocente. El espíritu de Urías seguía llamando a mi puerta.
—A mí solamente me pidió consejo acerca de cómo podría manifestarle su amor. Nunca me imaginé... —dijo Jonadab.
Pobre Amnón, pensé, pero no me atreví a decirlo en voz alta, llevado por la desesperación que me producía tal extremo. Y volví a pensar en Saúl.
Dije lo que un ser humano puede decir en tales circunstancias, para consolar y calmar a Absalón.
Y a continuación añadí que lo primero que había que hacer era asegurarse de que Tamar estaba protegida. Había sido violada y rechazada, una vergüenza doble y por bien de ella, debía ser ocultada.
—¿Ocultada? ¿Por su bien?
—Absalón, hijo mío, amado mío, ¿es que quieres que se vuelva loca? Hablas dominado por la cólera; por tu bien justificada cólera, acerca de la Ley. ¿No crees que yo conozco la Ley tan bien como tú? ¿Estás dispuesto a exponer a esa desdichada muchacha, a su rigor, a su severidad? ¿La vas a obligar a que confiese públicamente su vergüenza? ¡Jamás!
Así que traté de hacerle ver la situación y lo que le dije era cierto, indiscutible; y él lo comprendió. Le hice jurar que no diría nada «de momento».
—Tenemos enemigos —le dije—, hasta en Israel, que sacarán gran partido de esta iniquidad.
Alabé su ardor. Le felicité por el amor que sentía por su hermana, pues era lo que prendía fuego a esta hoguera. Pero insistí en que se debía guardar silencio. Añadí que se lo iba a consultar a Betsabé, que era sabia en estos asuntos. Atravesó mi mente el pensamiento de que tal vez Amnón debería casarse con Tamar. Estaba seguro de que esto podía negociarse —era sólo su hermanastra—, pero no lo comenté con Absalón. Le pedí que me trajera a Tamar cuando estuviera mejor y dispuesta a verme; le pedí que, mientras tanto, la protegiera y le ofreciera todas las comodidades que estuvieran en su mano. Lo abracé, lo besé y lo estreché contra mí. Sentí que me empapaba así de su juventud y de su vigor.
—La ha destruido —dijo—. Ha arrancado la rosa de Israel y se le han desprendido los pétalos.
—Absalón, hijo mío, mi hijo más amado, vete en paz, y que el Señor esté contigo en este día tan terrible.
Cuando salió, le ordené especialmente a Jonadab que le pusiera enseguida guardia a Amnón.
—Quítale sus armas —le dije—, no sea que en su desesperación se quite la vida.
—Y ¿he de arrestarle?
—No —dije—, ponle la guardia con astucia. Es para su protección y nada más. Pero ve también tú y dile que es mi deseo que permanezca en su casa hasta que yo vaya a verlo. Es este un asunto que requiere sutil organización, si no queremos que nos destruya a todos, que destruya la casa de David.
24
Tamar no se recuperó. Estaba más hermosa que nunca, pero su belleza había cambiado. Era una belleza de invierno; se habían caído las hojas de su árbol de la vida y el viento había arrastrado los pétalos de sus rosas. Tenía la belleza de todas las cosas buenas que sabemos que hemos dejado atrás. Sus ojos miraban como perdidos de un lado a otro y sus mejillas estaban más blancas que la nieve de la montaña. Descuidaba su manera de vestir y su recato; la vergüenza asentada en su corazón, destruida por el mundo y por la carne, forzaba al mundo a confesar su crueldad. Balbuceaba de una manera extraña. Un día la encontraron abordando a los transeúntes, como una prostituta con la mente trastornada y, a partir de entonces, me vi obligado a ordenar que se la recluyera en casa.
La única persona en quien confiaba era en Absalón. Apenas le hablaba yo, se echaba a llorar o se cubría el rostro con el velo o, aún más terrible, me exhibía su cuerpo, como si al ser el padre de Amnón, yo fuera también su seductor, a quien estaba dispuesta a enfrentarse mostrándole la gravedad de su acción. Pero se asía a Absalón como un niño pequeño se agarra a aquellos en quienes confía. Yo temía que su desvalimiento y su dolor atizaran el fuego de la cólera de Absalón contra Amnón, renovando su odio y sentí la tentación de prohibirle que estuviera con su hermana. Pero no me atreví a sucumbir a esa tentación, por miedo de que él rehusara y de las consecuencias que esto traería.
Logré, sin embargo, convencer a Absalón de que hiciera las paces con Amnón cuando lo saqué del secreto arresto domiciliario en que lo había puesto. Se abrazaron delante de mí y Amnón, aconsejado por Cusaí, que tenía pena de él, como la tenía yo, confesó su pecado y suplicó el perdón de su hermano.
—Por el amor de nuestro padre —replicó Absalón.
Resultó imposible mantener en secreto lo que había ocurrido, como yo deseaba.
Joab vino a mi presencia y me dijo:
—David, hasta el ejército está dividido. Algunos apoyan a Amnón, otros a Absalón. Si tú no resuelves el asunto, las cosas irán de mal en peor. La herida abierta se enconará. Si Amnón llega a ser rey, Absalón tendrá que ser desterrado, porque el reino no puede contener a los dos.
Betsabé estaba de acuerdo con él. Sentía ternura hacia Amnón, o al menos eso me pareció entonces. Comprendía su difícil carácter.
—Sí —dijo—, Amnón se ha comportado mal. Lo que ha hecho es horrible. Pero se le provocó. Tú adoras a Absalón y no ves sus faltas. Tal vez ni siquiera sepas que Absalón alentaba a los jóvenes con quienes se juntaba a burlarse de su hermano, que hacía circular rumores —o al menos los avivaba— de que Amnón era un pervertido; y que incitaba, al mismo tiempo, a Tamar a que desplegara ante él sus encantos.
No me fue fácil darle crédito a cuanto decía, porque, como era natural, no quería hacerlo. Y sabía además que estaba celosa de Absalón. Tal vez incluso entonces, creo ahora que hasta entonces, aunque Salomón era sólo un niño, estaba decidida a que fuera él quien reinara después de mí; y veía a Absalón, y no a mi pobre Amnón, como su principal rival. No sabía si estaba diciendo la verdad, aunque estas sospechas se me han venido a la mente en la creciente oscuridad de estos postreros años.
Ajitofel también se presentó ante mí. Aunque había aprendido a desconfiar de él, todavía me fascinaba el encanto de sus modales y de su inteligencia.
—David —dijo—, hemos pasado mucho tiempo juntos y no siempre hemos estado de acuerdo el uno con el otro; pero, no obstante, ambos trabajamos por el bien de Israel. Y sabes bien que siempre te he manifestado mi opinión, sin temor y sin ocultar la verdad. Es natural que hagas ahora lo que estás haciendo porque Amnón es tu hijo y tú lo amas, como amas a su hermano Absalón. Créeme, viejo amigo, te compadezco, porque te encuentras ante un gran dilema. Pero recuerdo también al muchacho que llegó al campamento de Saúl y se enfrentó con Goliat cuando todo el ejército lo temía, y recuerdo cómo lo mataste aunque tus únicas armas eran una honda, unas piedras del arroyo y tu sublime confianza y valor. Pues bien, viejo amigo, necesitas ahora esa misma confianza y ese mismo valor. Y te digo más, que Amnón, después de haber llevado a cabo esta acción mezquina, no es adecuado para ser rey de Israel, porque lo que hizo es peor que un crimen, después del cual no hay hombre en Israel que ponga su confianza en él. Tú debes de recordar cómo, cuando aquellos negros humores se apoderaron de Saúl, el ejército tembló y su espíritu se paralizó. Pasará lo mismo en el caso de Amnón. Por consiguiente, te aconsejo que lo destierres cuanto antes y que nombres a Absalón, a quien el ejército y los jóvenes adoran, como tu único heredero.
Así fue como me vi abrumado por consejos opuestos y contradictorios, atormentado por los aguijones de la razón y del sentimiento.
Jonadab era mi chambelán ahora, junto con Cusaí, de toda confianza y yo le agradecía que no me bombardeara con consejos que yo no deseaba oír.
Como no podía mantener las palabras encerradas en mi corazón, hablaba con él, a sabiendas de que era un bocazas. Bien es verdad que su indiscreción tenía ciertas ventajas: me permitía divulgar mis intenciones sin proclamarlas abiertamente. «El rey —podía decir Jonadab—, está decidido a restablecer la concordia en la casa real y la nación. Sus propósitos son inquebrantables, no va a cambiar sus planes en relación con la sucesión» y cosas por el estilo. Mientras tanto, yo ponía mi fe en el tiempo y en la paciencia, mis viejos aliados.
—Las cosas deben ser como han de ser —le decía a Jonadab—, que es como el Señor las desea y para las que él proveerá.
Durante bastante tiempo Amnón no quería quedarse solo conmigo. Temía mi amor más que mi censura.
—En su alma hay una mezcla de culpabilidad y odio de sí mismo —comentó Jonadab.
Amnón se entregó a prácticas religiosas y a la penitencia. Su acto inicuo intensificó su natural melancolía. No sonreía nunca y, cuando se le pedía su opinión acerca de cualquier asunto, solía suspirar, bajar los ojos e indicar que sentía que un hombre como él era indigno de ofrecer una opinión. Su humildad le ganó el respeto de los sacerdotes y había un peligro en ello, porque me pareció que en la casa de Israel había divisiones intestinas: los sacerdotes eran partidarios de Amnón, y el ejército, de Absalón. Sin embargo, mientras Joab fuera general en jefe bajo mis órdenes, el ejército no podía estar totalmente de parte de mi hijo más joven, Me irritaba darme cuenta de que dependía de Joab, pero no podía evitarlo.
Con el paso del tiempo mi paciencia se vio recompensada. Amnón recuperó un cierto grado de confianza en sí mismo. Absalón se comportaba con su hermano como yo deseaba que lo hiciera. Aunque nunca se encontraban en privado, era cortés y respetuoso con él en público, hasta dispuesto a mostrar ciertas deferencias hacia él como heredero del trono.
Conmigo, era Absalón tan cariñoso como lo había sido antes de que el pecado de Amnón proyectara una sombra sobre su espíritu. Su presencia me infundía vigor y el encanto de su manera de ser era un continuo deleite. Por eso, cuando vino un día a decirme que quería celebrar una fiesta en su nueva finca de Baljasor, en la época del esquileo, y que esperaba que yo fuera uno de sus huéspedes, me costó mucho trabajo rehusar; pero lo hice, pensando que la presencia del rey impondría una cierta solemnidad a la ocasión que no sería deseable. Es este uno de los castigos de la realeza: en la celebración de festejos, la gente está deseando que se vaya el rey. Así que decidí no asistir.
Absalón manifestó su decepción y después me dijo:
—No obstante, espero que mi hermano Amnón acepte mi invitación.
—¿Por qué tienes tanto interés en invitarlo? Sé que, aunque te comportas bien con él en público, realmente no lo amas.
—No —dijo Absalón—, no soy capaz de amarlo. Estamos hechos de materias muy distintas. Y sin embargo es el hijo de mi padre y el heredero del trono. Nuestro distanciamiento ha durado demasiado tiempo. Por añadidura sus consecuencias son peligrosas. Hay ahora dos partidos entre los jóvenes, uno está de mi parte y el otro de parte de mi hermano. Yo creo que esto no es bueno; sé que no es lo que tú deseas, padre. Por eso, espero que Amnón venga como invitado a mi casa para que yo pueda mostrarle a todo el mundo que hemos hecho las paces y que no haya motivo para ninguna división. Así que, como Amnón no confía en mí, te agradecería, padre, que le instaras tú a que viniera.
Me agradó la nobleza de sus sentimientos y accedí a hacer lo que me pedía. Sonrisas como una mañana de verano iluminaron su rostro. Se acercó a mí y me besó en la mejilla. Después se dio la vuelta y empezó a caminar, radiante, con el grácil movimiento de sus piernas vigorosas y con un aire que me hizo palpitar de placer en el corazón, hasta que desapareció de mi presencia. ¡Oh, Absalón, hijo mío!, ¿cómo y dónde te defraudé?
Me despertó el llanto de las mujeres y el ruido de los pies en rápida carrera. Echando a un lado a mi concubina, me vestí apresuradamente y salí de mi aposento. Al hacerlo, un joven, con ojos aterrorizados, se postró en el suelo de mármol y me agarró los tobillos. Levantó la cabeza y gritó:
—¡Traición y asesinato! ¡Traición y asesinato! ¡Todos los hijos del rey han sido asesinados, no queda uno vivo!
No recuerdo lo que pasó después. Los cantores de baladas cuentan que yo me eché al suelo, que me rasgué las vestiduras y aullé como un perro. Tal vez lo hiciera, pero no lo recuerdo. Oír noticias de un desastre así obnubila la memoria.
Pero sí recuerdo un momento de terror: ¿por qué estaba yo aún vivo?
Después me encontré en mi aposento. Los ojos de la concubina eran profundamente negros, temblaba de terror y tenía la boca abierta en un gemido sordo. Estaba desnuda y tiritaba al mirarme. Procedente de la antecámara se volvieron a oír de nuevo los gemidos de duelo.
Despedí a la muchacha y mandé a buscar a Jonadab. Me vestí. Eso sí lo recuerdo. Permanecí sentado al pie de la cama con una espada entre mis manos, apoyada en el suelo y descansando entre mis piernas.
Llamé a una mujer.
—¿Está Betsabé bien? Manda a alguien al cuarto de los niños y que se entere de cómo está Salomón.
Al fin llegó Jonadab. Se arrodilló a mis pies y puso sus manos en las mías, agarrando la hoja de la espada.
—No es lo que dicen —dijo—. No es verdad que todos los hijos del rey hayan muerto. El único que ha muerto es Amnón.
—¿Y Absalón?
—Absalón —contestó—, Absalón, mi rey y señor, se ha vengado en su nombre y en el de su hermana Tamar por la violación de que esta fue objeto. Me temo que llevaba tiempo planeándolo. Sólo Amnón ha muerto. Lo mataron cuando estaba borracho, pero Absalón habló antes con él.
Pensé, incluso en un momento como este: «¿Cómo sabe Jonadab todo esto si él no estaba allí? ¿Cómo lo sabe?».
Pero decidí no preguntar, temiendo la respuesta. Si Jonadab era desleal, ¿adónde me dirigiría en busca de lealtad?
—¿Absalón? —pregunté.
—Absalón ha huido en dirección al norte, al reino de Guesur, el país de su madre.
—Vete —dije; pero él no se movió hasta conseguir quitarme la espada que sostenía en mis manos.
Cuando la vi en las suyas, la miré asombrado.
Así que perdí a dos hijos y los lloré a los dos. Me volví hacia el Señor y exclamé:
—Ya está vengado Urías, el jeteo. ¡Ten piedad de tu siervo, oh, Señor, y no le aflijas ya con más dolor!
25
Desde Guesur Absalón me envió cartas donde justificaba su conducta. Una y otra vez reiteró el profundo amor que me profesaba. Sus palabras me apenaban porque no podía leerlas sin ver su bello rostro, oír su voz suave, acariciadora y sonriente, y sentir su encantadora presencia. Lo echaba de menos, como un amante solloza por la ausencia de su amado que se ha ido de viaje y no sabe si volverá. Mi corazón me pedía que llamara a Absalón y lo trajera del destierro. Pero no lo hice. Era culpable del pecado de Caín y, hasta cuando leía sus cartas, la pálida sombra de la triste cara de Amnón parecía temblar ante mis ojos. Yo le pedí al Señor que me guiara por el buen camino.
Creo que Betsabé era de la opinión de que Absalón permaneciera en el destierro.
—El país —decía— parece más tranquilo sin él. Sé que lo amas con todo tu corazón, David, como es natural. Es posible que lo ames aún más porque es rebelde y díscolo, y hasta peligroso como un potro sin domar. Pero si tienes en cuenta la tranquilidad que ahora reina en Israel, estoy segura de que no se te escapará que la ausencia de Absalón contribuye a esa tranquilidad. La verdad es que estamos todos mejor sin él y sólo tu amor por el muchacho, ese amor que no es razonable, sino que tiene mucho de excesiva parcialidad, te ciega para no ver la verdad de los hechos.
Yo no tenía argumentos contra Betsabé, porque tenía una capacidad de convencimiento y una habilidad para llevarme a su terreno que eran demasiado fuertes para mí. No es bueno para un hombre depender de una mujer hasta el punto que yo dependía de Betsabé en aquellos años. Tomaba también una parte cada vez más activa en los asuntos del gobierno, con gran indignación de Joab, lo cual no me desagradaba del todo.
Israel estaba en paz. Los reyes vecinos se mostraban satisfechos de pagar tributo a mi grandeza y los tesoros que me enviaban los ponía yo aparte para llevar un día a cabo el propósito de construir una casa digna del Señor. Recluté arquitectos, escultores y artesanos en el arte de trabajar la madera y las piedras preciosas, de manera que la obra se realizara de la forma más espléndida y apropiada.
En aquellos años de paz yo me entregué con nuevo entusiasmo a la poesía y a la música. Inauguré una biblioteca donde se guardaban colecciones de versos, para que la posteridad se asombrara del trabajo que yo había realizado. Les encomendé a Josafat y a Senaja, escribas, el trabajo de recopilar una historia de los hijos de Israel, tarea que no se había intentado hasta entonces. Examiné el trabajo que habían hecho y tuve ocasión de reprenderlos por la manera en que hablaban de Samuel y de Saúl, y la rivalidad surgida entre ambos.
—Es natural que vosotros —les dije—, como sacerdotes, asumáis que Samuel tenía razón, pero, aunque yo le debo mucho, y aunque el rey Saúl me declaró enemigo de Israel y le habría gustado verme muerto, las cosas no fueron así. Saúl hizo todo lo que estaba en su mano conforme a su capacidad, y el odio que Samuel le tenía a Saúl se debía a la envidia por sus hazañas y no en ningún hecho censurable por parte de Saúl. Creedme, Saúl fue un gran hombre en Israel e hizo muchas cosas buenas hasta que perdió la razón. Os ruego que reviséis esos pasajes y hagáis justicia a estos dos hombres tan famosos.
Tengo la seguridad de que la posteridad opinará que mi consejo fue sabio.
Durante todo este tiempo eché muchísimo de menos a Absalón, y el placer que experimentaba en mi trabajo se veía nublado y empañado por su ausencia.
Para compensarlo, pasaba mucho tiempo con el hijo que le seguía en edad, Adonías, hijo de Agit, joven de fina belleza que murió al darle a luz. Adonías tenía mucho de la gracia y el encanto de Absalón, aunque las viejas decían que se parecía a mí cuando yo era joven. Pensé que si Absalón, con gran pesar mío, se había excluido de la sucesión por razón de la iniquidad que cometió, se podía preparar a Adonías en su lugar. (Pero no le dije nada de mi intención a Betsabé). Había otra razón para cultivar al muchacho: Jonadab me había informado de que Ajitofel estaba haciendo lo mismo. Es cierto que Adonías tendía a hablar impulsiva y a veces imprudentemente. En una ocasión, contó en mi presencia que Salomón era un asqueroso e hipócrita montoncito de inmundicia. Pero me hacía reír y eso hacía que me sintiera joven. Además, y tal vez sea esto lo más relevante, mostró gran aptitud para los asuntos bélicos, lo cual le granjeó hasta la admiración de Joab.
Sin embargo, no lo nombré mi sucesor porque seguía esperando el retorno de Absalón y porque no me sentí lo bastante fuerte como para soportar la furia con que yo sabía que Betsabé recibiría tal noticia.
Por añadidura, Betsabé podía todavía deleitarme más que cualquier otra mujer, cuando le apetecía hacerlo, y me sentía encadenado a ella por las cadenas de la piedad, el amor, el deseo y la culpabilidad.
Un día llegó una mujer solicitando con gran vehemencia que le concediera audiencia. Iba vestida de luto y se postró en tierra delante de mí.
—Soy una pobre mujer —gimió—, una pobre viuda. He tenido dos hijos, los dos eran muchachos buenos y apuestos. Aunque yo los amaba a ambos, ellos no se amaban mutuamente y se pelearon. El menor mató al mayor y, temiendo perder la vida, huyó. Yo le hice a su hermano solemnes honras fúnebres y guardé luto por él. Ahora el resto de mi familia, la familia de mi marido y la familia de la esposa de mi hijo muerto, me instan a que le suplique al rey que busque a mi hijo menor y ordene que se le dé muerte por asesinar a su hermano. ¡Oh, rey y señor!, mi hijo reconoce su delito y yo se lo confieso al rey, pero si lo matan no me quedará ningún hijo. Su hermano está muerto y no puede volver a mí; yo me siento desdichada sólo con pensar que puedo perder a mi otro hijo y no dejar así una huella de mi marido y mía sobre la faz de la tierra. Por lo tanto le suplico al rey que intervenga, que salve la vida de mi hijo y me lo devuelva.
No puedo garantizar el haber repetido con exactitud todas sus palabras, porque era locuaz y su dolor y su nerviosismo la hacían hablar atropelladamente; pero el sentido de las palabras estaba muy claro. Sentí el amor que tenía por su hijo y le prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano para protegerlo.
Entonces, se echó hacia atrás el velo y exclamó:
—¡Oh, rey y señor!, os he engañado, no tengo hijos, pero tú sí los tienes y el más amado de ellos languidece en el destierro, exactamente como el hijo de mi historia. Al oírla, tú has juzgado bien y con sabiduría: ¿vas a hacerlo peor en el caso de tu amado hijo Absalón?
—¿No anda en todo esto la mano de Joab?, ¿no ha tenido él parte en la comedia que acabas de representar? —pregunté.
Porque sabía que Joab estaba celoso de la influencia de Betsabé y suponía que pensaba que el regreso de Absalón repercutiría ventajosamente sobre él. Sin embargo, como la mujer me había abierto mi propio corazón, no me enfadé con Joab. En cambio, sí mandé a buscarle y, dándole a saber que había descubierto su estratagema, sonreí y le pedí que hiciera venir a Absalón del destierro.
«El Señor conoce mis iniquidades —era el comienzo de un salmo que yo había cantado muy a menudo—. El Señor ve las profundidades de mi corazón...» Y así hasta el final. Es verdad y yo lo creo. Pero una cosa es caminar desnudo delante del Señor y otra es despojarse de las vestiduras a los ojos de los hombres. Y, sin embargo, si en estos últimos días de mi vida voy a contar toda la verdad acerca de mí, es precisamente lo que debo hacer ahora. Debo desnudarme y mostrar mi vergüenza.
(¡Oh, Abisag, ven desnuda como el alba y besa mis labios marchitos. Revíveme con tu dulce boca y tus hábiles manos para que, en esta antesala de la muerte, piense que soy..., no, sienta que soy, de nuevo, un hombre!)
Todo ser humano prefiere reconocer que ha hecho algo mal, que ha sido débil, y en este aspecto, al menos, no soy diferente de la mayoría. En obrar mal puede haber cierta grandeza: es al menos un acto, una expresión de la voluntad y, a menudo, el deseo de poder, ese manjar que devuelve la vitalidad y estimula el apetito de quien se alimenta de él. Pero la debilidad es una renuncia de la voluntad y es algo que se debe despreciar siempre. De eso es de lo que me tengo que acusar.
Betsabé vino a verme y parecía que llevaba la sonrisa grabada en sus labios, una sonrisa tan fría como la noche en el desierto.
—Así que Absalón va a regresar. Tu querido hijo, el asesino, va a ser recibido con júbilo. Pero a mí ni siquiera me has consultado esta decisión. ¿Está ahora en libertad de asesinar a Salomón o sólo a Adonías?
—Betsabé —repliqué—, te ruego...
Continuó ella en la misma tesitura, despedazándome como uno de esos perrillos que los granjeros tienen para matar ratas.
—Creí que me amabas —exclamó—. Has alardeado a menudo de tu amor por mí. Ahora veo cuál es su valor: meras palabras. Hacer lo que has hecho sin consultármelo, eso es lo que me duele —añadió—. Todo el mundo en la corte sabe que me he opuesto a la vuelta de Absalón. Cuando se me ha preguntado, no he dudado en manifestar mi opinión. Ahora me avergüenzas delante de todo el pueblo y me haces objeto de mofa.
Otras veces, cambiando la dirección de su ataque, decía:
—¿Crees que Absalón realmente te ama? ¿Cómo puede amarte cuando mató a Amnón, tu primogénito? ¿Es esa la manera en que un muchacho demuestra el amor que siente por su padre?
Cuando le acariciaba las mejillas y le tocaba los labios, como acostumbraba, o le ponía la mano sobre los pechos, ella se daba la vuelta y se apartaba de mí.
—No —exclamaba—, me conquistaste en otro tiempo con palabras dulces y ademanes amorosos, pero ahora me doy cuenta de que todo era falso. ¿Fue por esto por lo que me aparté de mi legítimo esposo, Urías, y por tu amor fomenté la censura y ofendí gravemente a mi abuelo Ajitofel? ¿Es por eso por lo que me recompensas ahora, avergonzándome? David —dijo entre sollozos—, David —hablaba con un gemido suave y prolongado—, David, si me amaras no me tratarías así. He sido una estúpida. Valoré en alto grado tu amor, era como la luz del sol en el verano de mi vida, y ahora veo que no era más que una forma de conseguirme, de demostrar tu poder o de someterme a tu monstruosa voluntad. Por ti he sufrido el desprecio de las mujeres, aguantando que me llamen puta, y lo he soportado porque creía que tú me amabas.
Y yo, a mi vez, pensé: «Pequé por ti. Asesiné a Urías por ti. Sufrí la enajenación del amor del Todopoderoso, también por ti. Y ahora...».
Pero no podía decirle eso. Betsabé era demasiado fuerte para mí. Yo me había enfrentado a Goliat y a Saúl, había machacado a los ejércitos de los filisteos, pero cuando Betsabé volvía su rostro hacia la pared y me rechazaba, mi voluntad desaparecía.
—Muy bien —contesté—. No cambiaré mi decisión de dejar a Absalón que vuelva. Es demasiado tarde para ello y originaría muchos descontentos. Pero no me verá el rostro. No le permitiré que entre en palacio y estará recluido en su propia casa en las afueras de la ciudad. ¿Estás ahora satisfecha?
Entonces se pegó a mis labios y se entregó a mí con las más dulces palabras; yo conocí de nuevo el placer, pero hasta en el momento culminante de mi pasión me desprecié a mí mismo, porque había dejado que mi esposa me dominara.
26
Durante dos años cumplí mi promesa. Absalón me dirigía recriminaciones y ruegos, pero yo le había dado mi palabra a Betsabé y no quería faltar a ella. Pero me sentía inquieto constantemente. Mis placeres me dejaban mal sabor y no hallaba felicidad en ellos. No había quien me levantara de la cama por la mañana y estaba deseando meterme en ella por la noche, aunque por primera vez desde mi juventud pasaba acostado la mayor parte del tiempo sin compañía.
Cuando miraba a Betsabé, sorprendía a menudo en sus ojos una expresión que parecía que me devoraba con la mirada, como si estuviera calculando cuánto tiempo duraría y cuándo pasaría la corona a Salomón. Tiempo atrás, me hubiera entristecido ver que su amor por su hijo era más profundo que el que sentía por mí. Ahora esa cuestión me dejaba indiferente.
Con gran sorpresa por mi parte, Ajitofel estaba de acuerdo con la decisión que yo había tomado: la de mantener a Absalón apartado de mí.
—Tú bien sabes —me decía— que yo siento un gran afecto por el muchacho. ¿Quién puede resistirse a sus encantos? Sin embargo, David, soy un viejo que ha pasado toda su vida al servicio de Israel y creo que has encontrado algo meritorio en mi consejo. Siento tener que decirte que, a pesar de todas sus cualidades, Absalón es un joven demasiado irreflexivo, demasiado impetuoso para ser rey. Sería mejor que dejaras que Salomón te sucediera.
A pesar de todo esto, Cusaí me informaba de que Ajitofel visitaba con frecuencia a Absalón y a todos los jóvenes que se reunían con él. «El viejo zorro está tramando algo», me decía.
Y yo pensaba que tampoco esto me importaba lo más mínimo.
Una noche de invierno negra como boca de lobo, con un viento procedente de las montañas que bramaba en los tejados de Jerusalén, me encontré tan triste y tan negro como el cielo sin estrellas. Bebí un poco de vino, sin disfrutar de él y envidié a Joab que encontraba refugio de sus preocupaciones y decepciones en el alcohol. Pensé que había servido al Señor toda mi vida, que había hecho grandes cosas por Israel y que ahora mis cabellos grises descendían, miserablemente, a la tumba. Se habían venido encima de mí días tenebrosos y todas mis grandes hazañas eran pura vanidad.
—¡Dios mío, Dios mío! —grité—, ¿por qué me has abandonado? ¡Dios mío, clamo a ti durante el día, pero tú no me oyes, y por la noche tampoco permanezco mudo!
Entonces se me vino a la mente que Absalón y todos sus jóvenes amigos se estarían riendo de mí porque me veían dominado por una mujer.
Así que mandé buscar a Jonadab y, cuando llegó, le di una copa de vino y le pregunté qué decían los hombres de mí.
Fijó su mirada en el suelo y no quiso responder.
—Dime —le pregunté—, ¿sabes dónde se halla la casa donde poder encontrar a Absalón? ¿Me guiarás hasta allí en secreto?
Me puse una capa, me cubrí el rostro con el embozo, y salí con Jonadab del palacio, y me llevó por la ciudad. Anduvimos por estrechos callejones, como ladrones, sin poder evitar que los perros nos ladraran. Pasamos por tabernas de las que salían ruidos de jolgorio, en los que yo no advertía alegría alguna. Pero, conforme avanzábamos, sentí que mis negros humores se iban disipando. Era como si me hubiera zafado de las cadenas de la realeza y mi juventud se renovara.
—Si alguien nos saluda —le susurré a mi compañero—, no olvides que no soy el rey, sino un viajante que viene de países lejanos.
De hecho, así es como me sentía, y eso me llenaba de júbilo.
A la puerta de la casa de Absalón nos pararon. Yo me eché hacia atrás y dejé que Jonadab negociara el permiso para entrar. Durante un instante dudé. No quería llegar sin previo aviso a una reunión de los amigos de mi hijo.
—Tengo que ver al muchacho a solas —susurré.
Esperé en la antecámara a que Jonadab fuera en busca de Absalón. Esperé como un pobre solicitante de audiencia, y me sentí tan temeroso como puede sentirse uno de esos clientes en parecidas circunstancias, porque no sabía cómo recibiría Absalón la noticia de mi presencia.
De pronto se corrió a un lado la cortina, y al instante apareció él junto a mí. Tenía el rostro arrebolado. Cayó de rodillas ante mí y me cogió las mías. Yo le levanté, lo besé y lo sostuve en mis brazos. Durante largo tiempo no nos dijimos nada, pero conocimos la paz.
Nos pasamos la noche charlando. Mucho de lo que hablamos era irrelevante. Mucho lo ha olvidado mi pobre memoria. Estoy seguro de que se dijeron cosas que es mejor olvidar. Entonces él me reiteró su profundo amor y su carencia de resentimiento. Yo le supliqué su perdón, él el mío.
—He estado a punto de caer en la desesperación —me dijo—. Creí que me habías abandonado, que me habías relegado al más absoluto y total olvido.
—Querido mío —contesté yo—, también yo he estado morando en el valle de la desesperación. Pero la desesperación nos está prohibida. La desesperación es un pecado contra Dios, que nos ama.
—Yo he visto pocas señales de ese amor de Dios —replicó Absalón; me pareció que, al pronunciar esas palabras, me estaba acusando con una amargura sin limites—. Hay algo..., algo... que te debo mostrar.
Lo seguí por largos y tortuosos pasadizos. Sólo la lámpara que Absalón llevaba en la mano iluminaba nuestro camino. Descendimos un tramo de escaleras hasta llegar a las frías profundidades de su casa. Cogió una llave de su cinturón y abrió una puerta tachonada de herrajes. Pasamos por ella y entramos en un largo y fétido pasillo. Por un instante tuve miedo, pensando que Absalón, mi hijo, me iba a hacer algo. El lugar se parecía mucho a una prisión...
Dándose cuenta de mi vacilación, me cogió del brazo, pero no dijo nada.
Pasamos por otra puerta que no estaba cerrada con llave y llegamos a una habitación pequeña, iluminada sólo por una lámpara de aceite. Una vieja, sentada en un taburete, cosía junto a una puerta de barras de hierro, que daba a una habitación interior. La vieja levantó los ojos y la carne fofa de sus carrillos tembló al reconocerme. Absalón le puso la mano en la muñeca.
—He traído a mi padre a ver a mi hermana. ¿Cómo está hoy?
—Estaba inquieta, señor, de la manera que tú bien conoces, no hacía más que gemir y llorar durante la primera parte de la noche y se habría desgarrado la cara con las uñas si no le hubiera atado las manos. Pero ahora se ha quedado dormida, no duerme profundamente, porque su sueño, como bien sabes, señor, es siempre intranquilo, pero ha disfrutado del poco sueño que se le ha concedido.
Miré a través de la reja de hierro. Una forma humana descansaba en un camastro, pero yo no podía distinguir si era hombre, mujer o bestia.
—Tamar —dije—. Pero tú me enviaste desde Guesur la noticia de que había muerto...
—Habría sido mejor que así sucediera —contestó—. Eso es también lo que ella querría. Ha atentado varias veces contra su vida y yo se lo he impedido. Tal vez no debí, pero la verdad es que nunca pierdo la esperanza de que se recupere. Tamar, cariño —la llamó con la voz más suave que uno se puede imaginar.
La llamó otra vez y hasta una tercera vez. La muchacha se levantó de la cama, se dirigió hacia nosotros con un movimiento extraño, como si se deslizara, como si fuera espíritu y no carne. Llevaba solamente una túnica sucia y andrajosa, de un color amarillo azafrán. Su rostro estaba lleno de moraduras, heridas como de cuchilladas y manchado de sucias lágrimas. Había en sus ojos una expresión enloquecida y distante. Su largo cabello estaba mal peinado, tenía la boca abierta y, cuando vio a Absalón, balbuceó unos extraños sonidos que yo no pude interpretar, pues parecía el lenguaje de una bestia más que el de una mujer.
Agarró las manos de Absalón, a través de las barras de la puerta, y apretó sus labios contra ellas.
Yo no pude hablar. Me di la vuelta abrumado por el sufrimiento.
—Ya lo ves, padre —dijo Absalón cuando abandonamos el lugar de aquella escena de horror y regresábamos a través de nuestra vía dolorosa al aposento donde me había recibido al llegar—, ya lo ves, padre, parece un monstruo. Hay que tenerla recluida, por su propio bien.
—Habría sido mejor que hubiera muerto.
—Sin duda alguna —contestó—. Tiene momentos de lucidez y esos son los peores, porque recuerda quién era y se da cuenta de quién es ahora.
—No me ha reconocido —dije yo.
—Sólo me reconoce a mí y a Ana, la vieja que la cuida.
Yo pensé: «¿Qué pecado ha podido echarme esta carga sobre los hombros?».
—Absalón —dije—, he sido injusto contigo. He sido débil y he prestado oídos a los que no te aman. Betsabé me persuadió de que obrara así, y ahora comprendo que he sido injusto contigo. El Señor me ha revelado el mal que he cometido y lo siento con toda mi alma, me siento profundamente contrito.
Nos abrazamos y, acompañado por Absalón que parloteaba alegremente acerca de cómo había resultado todo, regresé al palacio, a la luz gris rosada de la madrugada.
Por la mañana anuncié que Absalón había recuperado mi favor y que ocuparía ahora el puesto que le correspondía en el gobierno de Israel.
Un dirigente no puede tener iguales ni amigos, y no debe confiarse a nadie, ni permitir intrusiones en la intimidad de su existencia. Me di cuenta de que me había equivocado al permitir a Betsabé que tuviera demasiada influencia sobre mí y decidí que de ahora en adelante la mantendría a distancia. Privadamente le pedí a Jonadab que le comunicara mi deseo de que se le negara que accediera a mi presencia.
El retorno de Absalón devolvió a mi gobierno una popularidad que había estado a punto de perder. Jonadab tuvo ahora suficiente atrevimiento como para hacerme saber cuán profundamente detestaban mis consejeros a Betsabé y lo impopular que era con el pueblo. La opinión pública es, por supuesto, una ramera, que se contonea fácilmente y no tiene principios; a pesar de ello, un sabio dirigente desea cultivarla y dirigirla. Me enteré ahora por los espías de Cusaí de hasta qué extremos había llegado el descontento. Me hablaron de conspiraciones tramadas por las tribus del norte, por lo que me vi obligado a actuar con rapidez para sofocarlas y castigar a los culpables.
Absalón deseaba que yo lo nombrara mi heredero. Todos mis instintos naturales, principalmente mi amor de padre, me instaban a que le complaciera; no obstante, no me decidí a hacerlo. Para apaciguarle, le dije que deseaba protegerle contra la envidia que un anuncio así provocaría y que no quería tampoco hacerle a él en particular el objeto del odio de Betsabé.
—Betsabé está decidida —dije— a que Salomón me suceda como rey..., dejémosla entregarse a sus desvaríos, así todos estaremos más tranquilos. Salomón es sólo un joven estudioso sin ninguna experiencia de la guerra. No creo que, cuando yo muera, tengas la menor dificultad con él. Mientras tanto, amado hijo, déjame que disfrute de paz en mi vejez. Amo aún a Betsabé, aunque por ti, le he ordenado que no se presente ante mí de momento. Tú sabrás cómo tratar a Salomón cuando llegue la ocasión.
La verdad era más complicada. Yo era consciente de que con el paso de los años tiene lugar un deterioro del vigor corporal y mental y temía que el nombrar a un sucesor haría pensar a algunos que había llegado el momento de que se me relevara. No dudaba del amor y la lealtad de Absalón, pero no estaba tan seguro de la de algunos de los que lo rodeaban. Así que prefería mantener esta decisión en reserva, para no dar ocasión a que hubiera dos partidos rivales en el Estado, cada uno de ellos desconfiando del otro y ambos buscando la seguridad en mí.
Mas para apaciguar a Absalón y demostrarle la confianza que tenía puesta en él, le nombré gobernador de Judá, mi tierra natal, donde la lealtad a mi persona era, según creía —desgraciadamente con exagerada confianza—, absoluta.
Cuando partió para establecer su residencia en Hebrón, con muchas demostraciones de amor y gratitud, yo confiaba en haber obrado sabiamente.
Mientras tanto hice traer a Tamar al palacio, y la alojé en él como le correspondía a la hija del rey. Pero desdichadamente empezó a desmejorarse y poco después de la marcha de Absalón para Hebrón, se negó a tomar alimento y murió. Daba pena verla.
Su funeral se celebró con gran magnificencia y una sentida manifestación de duelo nacional.
Betsabé continuó enviándome cartas de reproche, reprendiéndome por mi crueldad y, según su opinión, también por mi deshonestidad. Yo le repliqué que ella había tratado de enemistarme con mi amado hijo Absalón, que me había impulsado a un acto de gran mezquindad y que si continuaba acosándome de esa manera, la acusaría de brujería. Sin más ordené que ella y Salomón salieran de Jerusalén y establecieran su residencia en Silo, porque ya estaba cansado de los dos.
Y así me preparé para una cómoda vejez, en la que la dirección del gobierno descansara ligeramente sobre mis hombros y al mismo tiempo me dedicaría al cultivo de las artes y a preparar mi alma para encontrarme con mi Hacedor.
27
Estaba seguro de que Absalón me amaba, a pesar de que, cuando no estaba conmigo, daba oídos a las palabras de mis enemigos. Algunos de ellos eran hombres que me debían mucho, como de hecho me debía mucho Israel. El principal era Ajitofel, y los motivos que tuviera siguen intrigándome. Habíamos trabajado juntos, siempre le había tributado toda clase de honores, admiraba su sutil inteligencia y le había asignado cargos de importancia, ¿qué más quería? No obstante había algo en él que se revelaba contra mi grandeza. El cáncer del resentimiento devoraba su alma. Acostumbrado toda su vida a pensar de modo mas inteligente que los demás y habituado a vanagloriarse de su inteligencia para compensar su falta total de pericia bélica, había disimulado toda su vida el desprecio que sentía por los soldados, aunque en realidad los envidiaba. Joab y él se profesaban una mutua y perpetua enemistad, lo cual no me desagradaba; pero Ajitofel se encontraba a gusto con esta enemistad, porque jamás dudó de su superioridad sobre Joab. Esto era estúpido, porque en ciertos aspectos Joab era su superior; he observado siempre que las personas muy inteligentes caen a menudo en la estupidez. Por ejemplo, sólo hombres inteligentes niegan a Dios, aunque los estúpidos pueden olvidarlo.
Y Ajitofel se sentía despreciado por mí.
Betsabé había sugerido también que, aunque era su abuelo, su razón para oponerse a nuestro matrimonio no era sólo, como yo supuse, porque no había sido él quien lo había sugerido o planeado, ni tampoco porque sintiera afecto alguno por Urías, aunque era patrón del jeteo; sino, vergonzosamente, porque sentía hacia ella una pasión incestuosa.
—No se atreve a confesarlo —decía Betsabé—, pero he visto cómo me devora con sus ojos. Cómo me desnuda con la vista y se recrea en mi desnudez.
No obstante, aunque conocía los sentimientos de Ajitofel, no me inquieté cuando me llegó el rumor de que estaba constantemente en compañía de Absalón. Confiaba en el amor de mi hijo y sabía que podía aprender mucho de una persona tan experta en el arte de gobernar como Ajitofel. Incluso cuando Joab me abordó y me dijo que se estaba planeando un levantamiento contra mí, no me alarmé. Pensé que Joab estaba celoso.
Viendo las cosas ahora retrospectivamente, pienso que un paño de terciopelo negro debía de estar cubriéndome los ojos, teniendo en cuenta lo intensa que era la oscuridad en que me movía. O mejor dicho, en la que quería moverme.
Hay momentos en que hasta me pregunto si yo no desearía que ocurriera lo que ocurrió.
Una fresca mañana de los primeros días del verano me estaba bañando cuando Jonadab irrumpió en mi aposento y gritó:
—El ruido de las trompetas retumba por todo Israel. Absalón ha sido proclamado rey en Hebrón.
Fue como si la luz del Todopoderoso se hubiera extinguido.
Jonadab, temiendo que mi silencio indicara que no le había entendido, dijo otra vez:
—Absalón ha sido proclamado rey en Hebrón y todo Judá está en estado de rebelión.
—Pero Judá me pertenece —contesté.
Judá es de Absalón, los corazones de todos los jóvenes soldados están con él.
Entonces no repliqué, pero llamé a mis esclavos. Me vistieron y mientras lo hacían y me perfumaban la barba, todo lo cual se hizo con la lenta parsimonia cortesana, traté de poner orden en mis pensamientos.
Primero me pareció que esto era el final, que el Señor me había abandonado definitivamente.
Después veía en todo la mano de Ajitofel; estaba actuando en nombre de Absalón.
—Manda a alguien que vaya a Absalón para preguntarle en qué términos está dispuesto a aceptar mi rendición. ¿Me perdonará la vida? —le dije a Jonadab.
Jonadab ni se movió. Su cuerpo parecía haberse puesto rígido. Era como si me estuviera diciendo: «No he oído tus palabras, rey y señor».
Y yo pensé en lo contenta que estaría Betsabé.
—¿Qué fuerzas nos quedan? —pregunté.
—Esa reacción me gusta más —replicó Jonadab—. No lo sé. Voy a enterarme.
—No importa. Es nuestro final. O mejor dicho, es mi final. La comedia ha terminado.
—Mi rey y señor, no sabes lo que estás diciendo.
—No, tienes razón. No lo sé.
Le ordené que convocara un consejo.
—Así sabré al menos quiénes de mis generales y ministros no me han abandonado aún.
En el curso de estas memorias no he contado más que la verdad. Ojalá le hubiera encomendado a otro la misión de escribirlas o, en todo caso, ojalá las hubiera terminado de escribir antes, porque afrontar la verdad de aquella triste mañana es terrible.
Durante toda mi vida el peligro me estimuló y aceleró mi espíritu y mi inteligencia. Pero ahora me sentía postrado por una parálisis de la voluntad.
Y conocí el miedo. Me preguntaba qué tipo de muerte había planeado Ajitofel para mí.
Recordé cómo el Señor se había vuelto contra mí y contra mi casa por ser culpable de la muerte de Urías.
—¡Oh, Señor —grité—, no permitas que la cabeza canosa de tu siervo descienda a la tumba abrumada por la aflicción!
Entré en la cámara del consejo apoyado en el hombro de Jonadab y vi temor en todos los rostros, excepto en el de Joab. Empecé diciendo:
—Toda mi vida he servido a Israel y al Señor Dios de los Ejércitos, que me ha abandonado en mi vejez.
Luego me hundí en un sillón e hice un gesto a Joab invitándole a que hablara. Pero yo apenas podía seguir sus palabras. Me rozaban como una ráfaga de viento. Sólo veía el rostro de Absalón, con sus ojos brillantes y su expresión afectuosa. Un repentino temblor me recorrió el cuerpo. Otros hablaron y yo seguía sin poder escuchar ni intervenir ni retirarme. Opiniones diversas se batían unas contra otras, como espadas que pasaban sobre mi inclinada cabeza y yo percibía el olor del miedo. Entonces Joab dio un golpe sobre la mesa con la palma de la mano.
—Ya está bien —gritó—. Hay que aplastar la rebelión con la fuerza. Y hay que hacerlo en el acto, antes de que se extienda. Por lo tanto yo reuniré a mi guardia y marcharé en dirección sur contra Hebrón. No tengo la menor duda de que reuniremos más tropas y refuerzos por el camino, dispersaremos a los rebeldes y dejaremos sus cuerpos para pasto de buitres.
Yo levanté la cabeza.
—No —dije—. No —volví a decir—. Huyamos. Abandonemos Jerusalén.
—David —replicó Joab, y noté impaciencia en su voz—, tú conoces la fortificación, las defensas de la ciudad. Yo dejaré suficiente guarnición y así, si se repele mi ataque, recurriré a la ciudad, que puede soportar un asedio más largo, me imagino, que el que los rebeldes son capaces de mantener.
—No —dije otra vez, pero esta vez con decisión, porque las palabras de Joab habían surtido efecto finalmente: me habían hecho recuperar la presencia de ánimo que nunca me abandonaba—. Jerusalén es una trampa. Joab, tú debes acordarte de Queila y de lo encantado que estaba Saúl cuando creyó que nos podríamos defender allí.
Fue como si las nubes se hubieran desvanecido y desvelaran la clara silueta de las montañas. Yo no podía confiar en que Joab derrotara a las fuerzas de Absalón si marchaba contra ellas y, si fracasaba, estábamos perdidos. No podía confiar en la lealtad del populacho de Jerusalén ni con que estuvieran dispuestos a soportar las privaciones de un asedio. Temía que la rebelión se extendiera a las tribus del norte, entre las cuales había muchas que en su día aceptaron mi reinado de mala gana. Me parecía, por consiguiente, que debía fortalecer su lealtad y no había manera más segura de hacerlo que unirme a ellos con mi ejército.
Así que les dije: «Huiremos y le dejaremos Jerusalén a Absalón», aunque yo sabía que se interpretarían mal mis palabras, y que muchos creerían que yo era víctima del miedo cuando en realidad el miedo nos acechaba a todos como un centinela.
Le mandé un mensaje a Betsabé a Silo, instándole a que reclutara tropas y las mantuviera a mi disposición. Y apostillaba: «Juzgaste con más sabiduría que yo».
Sentí una gran amargura al escribir estas palabras, pero era necesario escribirlas.
Le di órdenes a Joab para que estuviera preparado para salir de la ciudad por el lado norte.
Al llegar a este punto disolví la reunión del consejo, pidiendo que sólo Cusaí se quedara conmigo.
—Querido amigo, tengo una misión difícil y peligrosa para ti.
—Estoy a tus órdenes.
—Quiero que te quedes en la ciudad —le dije—. Cuando el joven Absalón entre en ella, tú te diriges a él y le honras como a rey. Me vas a prometer que lo servirás con la misma fidelidad que me has servido a mí y que harás uso de tu sabiduría y perspicacia para desbaratar los consejos de Ajitofel. De esta manera tendré un amigo entre los enemigos y pensaremos en la manera en que me puedas informar de lo que se pretende.
Sabía que esto era demasiado para ponerlo sobre los hombros de Cusaí, porque temía, como él mismo debió temer, que Ajitofel sospechara de sus objeciones y persuadiera a Absalón de que era un espía. Sin embargo, accedió sin vacilación. Fue uno de los tributos más nobles que se me otorgaron jamás.
Organizamos la manera de comunicarnos por medio de Sadoc y Abiatar, escribas a quienes también ordené que se quedaran en la ciudad.
—El Arca de la Alianza del Señor —les dije— debe permanecer en Jerusalén, la ciudad que he dedicado al Señor.
Tenía dos razones para decidirlo así. En primer lugar, no tenía ningún deseo de echarme encima la responsabilidad de proteger el Arca; en segundo, sabía que la orden de que permaneciera en Jerusalén impresionaría a los indecisos dándoles la seguridad de que iba a volver allí.
A la caída de la tarde nuestro reducido destacamento salió de la ciudad, y al llegarme la noticia de que la vanguardia de Absalón estaba prácticamente alas puertas del sur, sentí un peso en el corazón y una gran amargura en mis pensamientos. Pero también me acometió de nuevo cierta lasitud y un desfallecimiento tal que me entró la tentación de darme la vuelta y entregarme a Absalón, pidiéndole tan sólo que respetara las vidas de mis amigos y me permitiera a mí retirarme a un lugar sagrado donde pasar el resto de mi vida al servicio del Señor. «Ya he visto bastante sangre», rezaba el estribillo en mis oídos. Me di la vuelta y vi el sol, rojo, posado en la muralla occidental de la ciudad. Miré hacia el norte y vi la inmensidad de un futuro incierto extendiéndose ante mis ojos a través de las arenas del tiempo; y estuve a punto de prorrumpir en sollozos.
Fue sólo pensar en el triunfo de Ajitofel y en la imagen de su rostro refocilándose con mi humillación, lo que me disuadió de tirar la toalla.
Pero el que Absalón hubiera sido capaz de someter su juicio y su amor por mí a las dulces palabras de Ajitofel incitándole a la sedición, me partía el corazón. Es verdad, pensé, que las palabras del anciano eran más suaves que el aceite, pero también hirientes como una espada desenvainada.
Avanzamos más allá del monte de los Olivos, conforme se echaba sobre nosotros la noche. Pero no quería que nuestra pequeña tropa descansara allí, aunque me pesaban las piernas y la agitación del día hizo que me sintiera débil hasta el punto de que me entraron ganas de llorar. En su lugar, ordené a Joab, que firme como una roca y con expresión adusta montaba su caballo, que continuáramos, aunque yo estaba ahora tan débil que necesitaba una litera.
Al llegar el amanecer descendimos a Bajurim por un sendero que lleva a un vado a través del río Jordán. Entonces se oyó un grito procedente de las rocas y vimos allí una figura, un viejo a quien reconocí como a Semeí, enemigo mío y primo de Saúl.
Se dirigió a mí, gritando:
—¿Y ese eres tú, David, enemigo de mi casa, huyendo cobardemente de tu hijo? Corre, corre, hombre sanguinario, hijo de Belial; veo que el indigno hijo de un indigno padre es el espía del Señor, que hoy te hace pagar por la sangre de la casa de Saúl que derramaste. El Señor ha puesto el reino en las manos de tu hijo, tu hijo más amado, Absalón. Tú estás apresado por tu propia maldad, ahogado en la sangre que tú mismo has derramado.
Soltó una carcajada, una carcajada horrible, como la de un hombre loco, que es lo que era.
Abisaí, que cabalgaba a mi lado, volvió el rostro hacia mí con una expresión tan sombría como la de aquella noche en que me acompañó a la tienda de Saúl y me instó a que asesinara al rey.
—¿Por qué ha de maldecir ese perro al rey y por qué el rey ha de tolerarlo? Déjame ir, te lo ruego, a esa roca y decapitarlo, y que todo Israel aprenda que no hay hombre que pueda insultar al rey impunemente.
Sentí la tentación de acceder, porque los insultos que me dirigió Semeí despertaron en mí un fuerte deseo de verlo muerto, pero estábamos ahora en la tierra de Benjamín. Semeí estaba loco, ciertamente era vil, pero era también un miembro de la tribu de Benjamín, de la familia de Saúl, y tenía muchas conexiones en esta tierra. Matarlo sería un placer y probablemente mi decisión impresionaría a algunos, también podría levantar contra mí a otros que dirían que David iba por el campo matando por doquier, como un lobo salvaje, y que ya era hora de pararlo.
—Déjale. El hombre está loco —le dije a Abisaí—. Por eso me maldice. Sus maldiciones no tienen importancia y son fáciles de soportar en un día en que mi propio hijo se ha rebelado contra mí y quiere destruirme y matarme. Déjale, déjale que maldiga, porque nada de lo que diga puede dolerme más que el dolor que he sufrido ya.
Así que continuamos nuestro camino, acompañados por sus juramentos, y llegamos a la ribera del Jordán, Bebí un poco de vino, mientras Joab organizaba a nuestros hombres para cruzar el río. Llegó el rumor de que Betsabé se aproximaba con un pequeño destacamento y miré hacia el norte por donde venía; pero con los ojos de mi mente sólo podía ver a Absalón, en toda su varonil belleza, y luché por comprender cómo se había dejado influir hasta ponerse en contra de su amado padre.
28
En Jerusalén recibieron a Absalón con todo el entusiasmo de que era capaz un populacho veleidoso y desagradecido. Fue Cusaí quien me dio esta noticia, a través de dos jóvenes, Jonatán y Ajimas, hijos de los sacerdotes Sadoc y Abiatar.
Tan pronto como agradeció los parabienes de bienvenida, Absalón hizo venir a una de las concubinas que yo había dejado en palacio y la poseyó por consejo de Ajitofel en presencia del pueblo, como demostración de que él era rey en mi lugar.
—Además —sugirió Cusaí—, Ajitofel cree que un insulto público de tal envergadura contra ti será imperdonable y por consiguiente hará imposible el que Absalón abandone la rebelión que, puedo asegurarte, es exclusivamente el producto de las maquinaciones de su maléfico consejero.
¡Qué poco conocimiento tenía Ajitofel de las profundidades del amor de un padre por su hijo extraviado!
A continuación hubo un debate sobre qué camino seguir. Según Cusaí, el consejo de Ajitofel estaba claro. El rey había abandonado la ciudad, decía, pero no le había entregado el trono a Absalón. El rey era un zorro astuto, bien versado en las artes de la guerra. El hecho de que hubiera salido de Jerusalén los había sorprendido y Absalón no debía suponer que el valor de su padre había flaqueado. No, esto era parte de un plan. David se había retirado meramente para movilizar sus fuerzas y reclutar otras, para así fortalecer su ejército. No se le debía dar tiempo a que lo hiciera. Si se le daba, Absalón y sus seguidores se verían obligados a dar la batalla cuando conviniera a David y en un lugar seleccionado por él.
—Ningún hombre —dijo Ajitofel— ha tenido jamás mejor conocimiento del terreno que David ni mayor pericia en la guerra defensiva. Tiene todavía a su lado a Joab, el hombre más experimentado en las artes bélicas que Israel ha conocido jamás, y el mejor entrenador de un ejército.
Por lo tanto Ajitofel instaba a no perder tiempo, sino a empezar la persecución con todas las fuerzas que pudieran reclutar, y de esta manera aplastar a nuestra pequeña tropa mientras estábamos aún descorazonados y desprevenidos.
Cusaí se dio cuenta inmediatamente de que el consejo de Ajitofel era acertado y de que, si lo seguían, terminarían con nosotros. (Su juicio era sabio y perspicaz). Sin embargo, Absalón, con gran alegría y alivio de Cusaí, vaciló, no sabría decir por qué. (A mí me gustaría creer que, aunque a Absalón le habían llevado a esta situación las maléficas y dolorosas artes de Ajitofel, le contenía también el amor que sentía por mí, y no se sentía capaz de embarcarse en una serie de acciones que terminarían definitivamente conmigo. Tal vez, además, tenía aún la esperanza de que yo me entregara. De una manera u otra, no parecía querer enfrentarse con la realidad, a la que consideraba muy cruda sin duda alguna).
Cusaí, viendo la vacilación de Absalón, carraspeó y preguntó humildemente (según él) si se le permitía exponer su opinión.
—A pesar de lo mucho que respeto a Ajitofel y de lo acostumbrado que he estado siempre a respetar su juicio —dijo—, esta vez no estoy de acuerdo. Su consejo no es bueno porque ha permitido que su natural deseo de llevar los acontecimientos a un feliz término dicte su manera de pensar.
»Consideremos —continuó Cusaí cuando se aseguró de que todos le estaban escuchando— los hechos de la cuestión. —Me puedo imaginar a Ajitofel frunciendo el ceño, irritado, al oír a Cusaí pronunciar estas sencillas pero engañosas palabras—. David y Joab fueron los dos grandes capitanes de nuestro tiempo. Las tropas de que disponen pueden no ser numerosas, pero están compuestas de veteranos que han compartido muchos triunfos y que están dispuestos a morir hasta el último hombre antes que rendirse al enemigo. Las batallas —insistió Cusaí— son terribles y su resultado siempre es incierto.
En su lugar aconsejó la consolidación de su posición.
Este informe hizo dibujar en mis labios una amarga sonrisa. «Consolidación» es una palabra que siempre atrae al tímido y apacigua su temor.
En lugar de arriesgarlo todo en un solo e incierto encuentro, sugirió Cusaí, Absalón debía asegurarse el apoyo de las tribus del norte, de manera que el rey fugitivo reconociera lo desesperado de su posición, y entonces su ejército se desanimaría.
Ajitofel protestó, pero la opinión del consejo estaba en favor de Cusaí, y Absalón aceptó la decisión de la mayoría.
Me gustaría pensar que le agradó hacerlo, porque me cuesta trabajo creer que realmente deseara entablar batalla conmigo.
Cuando nos llegaron todas estas noticias, Joab dio una palmada a la hoja de su sable y exclamó que el Señor estaba aún con nosotros.
—Grande es su nombre —gritó—, porque ha enloquecido a nuestros enemigos.
Así que cruzamos el Jordán sin oposición y nos establecimos en el bosque de Efraín.
Yo me retiré con el corazón afligido a la ciudad de Mahanaim desde donde mandé mensajes a todos los principales hombres de Israel, hasta a aquellos que habían reconocido a Absalón como rey, recordándoles su deber y su obediencia. Esperaba poder convencer a un número suficiente a que desertaran de Absalón, de modo y manera que él mismo reconociera la locura de su rebelión y se rindiera a mí. Entonces le mandé un mensaje a Cusaí por una ruta secreta, dándole instrucciones para que sembrara esta semilla en el corazón de mi hijo. Pero desgraciadamente descubrió que no podía hacerlo sin ponerse en peligro; este es el único reproche que puedo hacerle a Cusaí en relación con su conducta en esos días tan terribles.
Me apenó también enterarme de que mi sobrino Amasa me había abandonado para unirse a su primo Absalón y me afligió aún más el oír que le habían nombrado general en jefe del ejército rebelde. Amasa era un joven a quien yo había instruido en el arte de la guerra, y temía que resultara ser un buen alumno.
Mientras tanto Joab se dedicó a preparar a nuestro ejército para la guerra en el bosque con la que los israelitas en general no están muy familiarizados. Porque yo estaba decidido a que nos mantuviéramos en Efraín e incitáramos al enemigo a que viniera contra nosotros.
En lo que a mí concierne, me sentía demasiado afectado y triste para tomar parte en los preparativos. Aunque sabía que cualquier forma de actividad es un remedio para un corazón afligido y un espíritu agobiado, sin embargo me encontraba dominado por una extraña lasitud, que me obligaba a quedarme mucho tiempo en la cama después de la salida del sol y afectaba mi capacidad de concentración.
Muchas veces pensé que esta era una guerra que no me importaría perder.
Pensé también a menudo en abandonar la lucha y entregarme a Absalón. Me decía a mí mismo: él es tu hijo bien amado, el heredero al trono, el adorado de Israel. ¿Por qué no ceder ante él y pasar el atardecer de tu vida en una paz tranquila?
Pero luego me resignaba diciendo: es la voluntad del Señor. Una generación pasa y otra llega detrás, pero la tierra permanece. He realizado grandes hazañas y he buscado la sabiduría. Y es como el crujir de las ramas debajo de una olla: todo es vanidad y aflicción del espíritu.
Betsabé mandó a Salomón, su hijo, a entrevistarse conmigo, y a mí me pareció que su mirada me tomaba medidas para la mortaja.
—Bien —le dije—, ¿estás decidido a ir al ejército?
—No, padre —contestó—. Tienes soldados para que luchen por ti. ¿Tú crees, padre, que mi hermano Absalón debe morir?
—¿Qué dices?
—Digo lo que sabe cualquier hombre sabio y prudente. Digo lo que cree cualquier verdadero amigo nuestro.
—Esas son palabras de tu madre —repliqué, y le hice retirarse de mi presencia.
Cuando se fue me dirigí a gritos al Señor como a mi roca y salvación.
—¡Sácame de la red en que me han metido deliberadamente mis enemigos! —le supliqué; pero no podía discernir quiénes eran mis enemigos.
Por la noche, bajo las estrellas, miré desde los tejados la ciudad de Jerusalén, donde vivía el joven Absalón. ¿En qué estaría pensando?
Me negué a tener en mi lecho a Betsabé; tomé en su lugar a una concubina, la hija de un tabernero de la ciudad, y yací con ella para acallar mis pensamientos. Pero cuando ella se dormía, los pensamientos volvían; cuando me sumía, insensible, en los brazos del sueño que se me otorgaba, era el rostro de Absalón lo que veía, los ojos de Absalón fijos en mí con una mirada en la que leía sentencia, condena y piedad; entonces me despertaba otra vez, sollozando.
Llegó el día en que Cusaí mandó un mensaje para decir que Absalón y Amasa estaban reuniendo sus tropas, con la definitiva intención de marchar contra nosotros.
—No es ya posible contenerlo —dijo.
—Está bien —asintió Joab—. Nuestros hombres están listos para la batalla.
Me dio una idea general de su táctica.
—Sí —dije yo—, sí, estoy seguro de que lo has hecho todo, de que todo está a punto.
—David —replicó, y continuó explicándome sus planes.
—Sí —dije—, el fruto de esa higuera está ya maduro para arrancarlo, y estoy seguro de que lo harás.
—Esta noche cenaremos en Jerusalén —añadió.
—Joab —interpelé yo—, te encomiendo la misión de que no permitas que le ocurra nada al joven Absalón.
Es una sensación extraña la de permanecer en una ciudad a una distancia de una hora de marcha de un ejército, y no saber nada de lo que está ocurriendo. Miraba hacia el bosque y no se oía más que el silencio en medio del bochorno del día. Me apremiaban a que comiera y bebiera, pero yo los despedía con un gesto de la mano y mantenía mi mirada fija en el bosque, en la distante oscuridad. La sombra de las murallas de la ciudad se alzaba frente a mí, a la puesta del sol, y no llegaban noticias. Yo sentía detrás de mí, dentro de la ciudad, el temblor del miedo. Durante mucho tiempo nadie se acercó a mí y nadie me dirigió la palabra.
Entonces se oyó un grito desde la puerta de entrada y alguien vino a mi presencia para decirme que se podía ver a una persona que venía hacia nosotros.
—¿Un hombre? ¿Sólo un hombre? Entonces será un mensajero y no un fugitivo de la batalla.
Poco después vinieron otra vez a decirme que se había visto a otro hombre, a cierta distancia del primero.
—Si está también solo debe de ser también un mensajero, y la victoria es nuestra.
Oí un murmullo de alivio levantarse de las calles abarrotadas, al cundir el rumor de que había hablado el rey y de que todo había salido a pedir de boca. Estallaron los vítores y los que se habían abstenido de la rebelión, solamente por el temor ocasionado por mi presencia y la del ejército, tributaron a gritos alabanzas a mi nombre. Me habrían colgado de las verjas de entrada a la ciudad y dejado mi carne como pasto de las aves de rapiña si una nube de polvo hubiera revelado que nuestros soldados regresaban huyendo.
Así que sabiendo que mis soldados habían ganado una batalla que a mí no me habría importado perder —si la derrota me aseguraba el descanso—, me retiré a la casa que había tomado como mi residencia y ordené que se trajera al mensajero a mi presencia.
Pensé que ninguna victoria podía borrar de mi mente mi huida de Jerusalén, y lo que esta huida me había revelado acerca del odio que me profesaban los hombres. Y se me vino a la mente otra idea. ¿No sería posible borrar ese odio con la sangre derramada en dulce venganza? Fue entonces cuando otra voz resonó en mi cansado corazón: «La venganza es mía, dice el Señor».
Cuando llegó el mensajero lo reconocí enseguida. Era Ajimas, el hijo de Abiatar, el sacerdote, que había servido como mensajero de Cusaí desde Jerusalén. Se postró en tierra ante mí, con su linda cara, surcada de sudor, y exclamó:
—Bendito sea el Señor Dios de Israel, que ha puesto a los enemigos de mi rey en su propia mano y sacado a Israel de la oscuridad.
Yo le di las gracias, como correspondía, y lo envié a que comunicara las noticias a la ciudad.
—¿Está bien el joven Absalón? —pregunté.
Ajimas bajó la cabeza y habló en voz baja.
—Mi rey y señor, cuando Joab envió a este siervo del rey a traerte las noticias de esta gran victoria, había un gran tumulto a su alrededor, pero no sé cuál era la razón...
En aquel momento se hizo entrar en el aposento al segundo mensajero. Yo lo reconocí. Era el esclavo etíope que pertenecía a la propia casa de Joab.
—¿Está bien el joven Absalón?
—Que los enemigos del rey, mi señor, y todos los que declaran la guerra contra él, estén donde está ese joven.
Me retiré aún más lejos, a una habitación interior y di rienda suelta a mi desconsuelo:
—¡Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¿Por qué no permitió Dios que el muerto fuera yo? De ahora en adelante no habrá más que oscuridad y desaparecerá la alegría hasta de las cimas de las montañas.
Pasado un buen rato mandé que hicieran venir al etíope y le ordené que me dijera cómo había muerto Absalón.
—Atrapado en una encina y apuñalado por Joab.
Le di unas monedas de oro, porque me había traído la amarga noticia que temía oír. Podía por la misma razón haberle hecho azotar, pero había mas desprecio en un puñado de oro. Entonces ordené que no hubiera celebraciones en la ciudad, sino respeto por el dolor del rey.
Cayó la noche y no pude dormir. Hice marchar a mi concubina, que creyó que su presencia me serviría de alivio, y me quedé sentado en la fría oscuridad. Llamé al Señor para que me mostrara el pecado por el que me había infligido un castigo así.
Y pensé: «Ningún hombre ha logrado más gloria en Israel que yo; ningún hombre ha llevado a cabo mayores hazañas; he creado una nación ante el Señor uniendo a tribus que se peleaban unas con otras; y ahora en mi vejez, estoy saboreando el fruto de la amargura».
Pensé también en Saúl y en cómo el Señor lo había abandonado y llevado hasta los límites de la razón, hasta más allá de ellos, de modo que se sintió forzado a tratar con aquellos que practicaban la adivinación, cuando lo que él buscaba era algún consuelo en su profunda desesperación.
Entonces la cortina, detrás de la cual yo me ocultaba a los ojos de los hombres, se corrió a un lado y Joab apareció ante mí, manchado con el lodo de la batalla, y sosteniendo en la mano derecha la espada desenvainada con la que había matado a mi hijo.
—¿Estás llorando por los bravos soldados que han dado hoy su vida por ti, David? Hemos ganado una gran victoria sobre tus enemigos, y yo he venido esperando verte alegre y para recibir tu agradecimiento. Y ¿qué me encuentro? Un rey sollozando como una mujer, y toda la ciudad diciéndome que es por tu hijo, el traidor que se alzó contra ti y que te habría despojado de tu vida y de tu trono, si yo, Joab, no se lo hubiera impedido. ¿Habría preferido el rey, indigno de ese nombre con sus femeninos sollozos, que su bravo y leal ejército hubiera perecido, para que su indigno hijo viviera? Si es así, David, yo no debería haber arriesgado mi vida en tu favor, ni tampoco la deberían haber arriesgado los bravos soldados que lucharon por ti. Nos debíamos haber quedado todos en nuestros lechos y dejar que apresaran al rey y lo hicieran objeto de escarnio y mofa. ¿Habrías preferido que ocurriera eso? Hay mujeres en esta ciudad, esta noche, que tienen motivo para llorar. Hay madres, esposas y novias de bravos soldados que perdieron la vida para que tú sigas siendo rey. ¿Los consuela el rey? No, el rey solloza por el maldito que ha sido la causa de sus muertes. David, durante toda tu vida, has probado mi paciencia hasta el límite; sin embargo ningún hombre te ha sido más leal que yo. Pero hay también un límite a la lealtad, y la mía ya ha llegado al suyo. ¿Qué dirán tus bravos soldados cuando se enteren de que habrías preferido que hubieran muerto ellos para salvar la vida de Absalón? ¿No crees que gritarán: «David nos ha rechazado, a nosotros que hemos luchado por él. Por consiguiente, por qué no rechazamos nosotros a David como rey»? No es demasiado tarde para impedir esto. Comprenderán, por supuesto, que llores la muerte de tu hijo, aunque no haya un solo hombre en el ejército que no se alegre de ella, ninguno que no esté agradecido a que el Señor luchara a nuestro lado y a que Absalón haya cesado de poner en peligro la paz de Israel. Pero sólo lo harán así si tú apareces ante ellos mañana, expresas tu gratitud al ejército y proclamas un día de fiesta en acción de gracias por nuestra liberación de la rebelión y la guerra civil.
Yo me sometí a su brutal manera de razonar, aunque su mera presencia me llenaba el corazón de amargura.
Pero Joab se había precipitado al creer que la rebelión estaba totalmente sofocada. Amasa, dando muestras de esa precoz pericia militar que me había hecho pensar en él como futuro general de Israel, hasta cuando entró por primera vez a mi servicio como edecán, logró agrupar y volver a organizar el ejército derrotado, de manera que pudiera retirarse en perfecto orden y entrar en Jerusalén.
Joab era de la opinión de que nos pusiéramos en marcha inmediatamente contra la ciudad. Pero yo dije que se había derramado demasiada sangre y además las fortificaciones de Jerusalén, que yo hice construir, estaban fuertemente cimentadas y el ejército dentro de ellas estaría desesperado y no se entregaría fácilmente. Así que se lo prohibí y me recreé al hacerlo.
En su lugar, mandé un mensaje por medio de Ajimas a su padre Abiatar y a Sadoc, que estaban todavía dentro de Jerusalén, guardando el Arca de la Alianza, como yo les ordené. Les dije también que hablaran con Amasa y ofrecieran el perdón a todos los que estaban implicados en la rebelión si entregaban las armas y capitulaban. Y añadí:
—Decidle también al joven Amasa que le atenderé de una manera especial, como amigo que fue de su primo, mi hijo Absalón, cuya muerte me ha afligido profundamente y por quien lloro todas las horas del día.
Amasa comprendió lo juicioso de mi propuesta y vinieron a mi presencia para entregarme sus espadas y pedirme perdón. Una vez que lo recibí en público, le dije que deseaba hablar con él en privado.
Al principio hablamos de Absalón, a quien ambos habíamos amado, y sollozamos, nos abrazamos y consolamos mutuamente en nuestro dolor.
—Hay solamente otra condición, amado joven —yo dije—. Me debes entregar a Ajitofel, para castigarlo por el daño que me ha hecho al influir sobre mi hijo y llevarlo a tan desastroso final.
Amasa se echó hacia atrás sus lustrosos rizos y meneó lentamente la cabeza.
—Ajitofel ha escapado. Cuando se enteró de nuestra derrota, cabalgó de Jerusalén hacia el sur, a sus propias tierras y residencia y, una vez allí, y después de poner sus asuntos en orden, pasó una soga por una de las vigas, hizo un lazo con ella y se ahorcó.
—Ojalá no se me hubiera escapado. Un hombre malvado a fin de cuentas. Sus palabras eran suaves cual bálsamo y sin embargo hacían salir las espadas de sus vainas.
»Ahora —continué—, lo que yo deseo es devolverle la paz a Israel. Tú seguirás al frente de los soldados de Judá y, después del informe de la retirada de Efraín y dada tu pericia en la guerra, he decidido que la mejor manera de efectuar la reconciliación necesaria sería ponerte al mando del ejército de todo Israel. ¿Qué dices a esto?
Estaba anonadado. A pesar de las garantías que Abiatar y Sadoc le habían dado, venía a mi presencia temeroso y compungido. Noté estos sentimientos cuando lo abracé al lamentar ambos la pérdida de Absalón; por esta razón me sentí más atraído hacia él, al admirar el valor con que había logrado ocultar su miedo.
Pero entonces me presentó una objeción que yo no podía por menos de esperar.
—Y Joab, ¿qué vamos a hacer con Joab?
Yo le contesté que Joab, como siempre, se sometería a mi voluntad. Para convencerle, le dije:
—Joab sabe que nunca olvidaré el asesinato de Abner y sabe que está en mi poder llevarle a juicio y condenarlo a muerte por aquel crimen. Sabe también que nada queda en mí que me lo impida, ya que asesinó a Absalón en contra de mis órdenes explícitas.
No sabía, cuando pronunciaba estas palabras, la lección que aprendí después, con indecible amargura: que un rey moribundo pierde la autoridad. Cuando se presentó la primera oportunidad, Joab, valiéndose de la misma crueldad que había mostrado siempre, asesinó a Amasa, y lo apuñaló, como había apuñalado a Abner y a Absalón con su propia espada.
29
Cuando me trajeron la noticia de que Amasa había sido asesinado, me quedé petrificado. No pude llorar.
Pensé: «He servido al Señor todos los días de mi vida y en mi vejez, cuando estoy más débil, me colma de aflicciones».
Una voz sonó en mis oídos, que decía: «Maldice a Dios y muere».
Y yo me preguntaba: por qué no hacerlo, ya que todos habían conspirado para engañarme e infligirme dolor. Absalón, a quien amaba más que a la gloria, había tratado de matarme; Amasa, a quien había elegido para que me sirviera de apoyo en mis últimos días, había sido brutalmente asesinado por Joab, a quien había odiado durante mucho tiempo y que ahora —lo veía bien claro— correspondía a ese odio con redoblada intensidad.
Pensé en las horas transcurridas en abrazos amorosos con Betsabé y en cómo ahora mi carne hedía.
Recordaba las palabras de Semeí cuando salimos huyendo de Absalón: «Estás atrapado en tu propia maldad y ahogado en la sangre que has derramado».
Y sin embargo yo no había hecho más que lo que tenía que hacer.
Jonadab vino a mí, contoneándose y como regodeándose por las malas noticias de que era portador. Me habló de traición y de cómo había sorprendido a Abisag con mi hijo Adonías.
Yo le contesté que eran jóvenes y yo viejo, y que era natural.
Cuando la muchacha vino a mi presencia, yo no le dirigí ningún reproche, sino que simplemente puse mi boca entre sus pechos.
—Alíviame —le dije—, mi único refugio eres tú.
Yo tenía frío y ella me calentó el cuerpo.
—Sé que no me amas —le dije.
Salomón vino a mi aposento.
—No —dije—, no estoy aún muerto. Tienes que esperar un poco más. Siento desilusionarte.
Se inclinó cortésmente. Me trata con una insoportable reverencia.
Entonces pensé: «¿Por qué no puede Adonías ser mi sucesor, en lugar de Salomón? ¿Por qué no puede casarse con Abisag cuando yo haya muerto?».
Salomón leyó mis pensamientos. Se puso pálido, me lanzó una mirada en la que por primera vez vi un rasgo de humanidad: estaba llena de malicia. Pero enseguida volvió a ponerse la máscara. Fingió no saber nada de lo que yo estaba pensando. Habló con gran solicitud. Pero estoy seguro de que hubo un momento en que se preguntó si no sería una buena idea coger la almohada en que yo apoyaba la cabeza, y ahogarme con ella.
¿Son mis noches un anticipo de la muerte? No estoy ni dormido ni despierto. ¿Es así como están las personas a punto de morir, apresadas y condenadas a morar en un mundo de tinieblas, en el que los instintos de la carne son sólo tristes y cansados recuerdos, tristes porque no se pueden volver a disfrutar, cansados por su misma persistencia? En este mundo yo vago sin rumbo desde las noches frías y solitarias en las montañas de Judá, donde aúllan los lobos y la rugosa piel de mis perros se aprieta contra mis rodillas, al dulce sudor que acompaña los abrazos amorosos en el lecho con Jonatán. Micol me revela su desnudez y me niega su posesión. Betsabé se entrega plenamente a mí para que yo me convierta en su prisionero. Y Absalón, a quien amé más que a ningún otro ser en este mundo, clava en mí los agudos cuchillos de su mirada y dice, en la sosegada voz de la inevitable realidad: «El hijo matará al padre, porque así está escrito».
Abisag, en mis brazos sarmentosos, es todos aquellos a quienes he amado y ninguno de ellos.
Lais se aprieta contra mí y susurra: «Si no hubieras sido rey, David, ¡qué felices podríamos haber sido!», y la cabeza ensangrentada de Amasa, bella como todas las cosas rotas, vuelve hacia mí sus ojos llenos de reproches, pero no encuentra palabras que decirme.
Oí un gran clamor procedente de la ciudad, grito de vítores, como los había oído con frecuencia. Pero no sabía si era en la ciudad, o como todas mis otras voces.
Así que me quedé allí, desvalido, como un niño que teme los terrores de la noche.
Cuando vino Jonadab, no me atreví a preguntarle qué habían sido aquellos clamores, por temor a que no hubiera habido ninguno.
—¿Por qué lloras, mi rey y señor?
Pero yo no contesté.
—¿Ha oído el rey un gran clamor que viene de la ciudad? ¿Y no está deseoso el rey de saber qué significa ese clamor?
Yo pensé: «Esta es mi criatura. Pero hay burla en el tono de su voz».
—¿No lo oyó, mi rey y señor?
—Samuel me habló —respondí—. Me hizo el servidor del Señor y el instrumento de su venganza.
Pero tal vez no dijera estas palabras, porque Jonadab continuó como si yo no hubiera dicho nada.
—Adonías —dijo— estaba preparándose para coronarse rey. Cuando la reina Betsabé se enteró de esto, hizo llevar a Salomón al lugar que está delante del Arca de la Alianza, y los sacerdotes, obedeciendo sus órdenes, anunciaron que tú, cargado por el peso de los años, habías nombrado a Salomón para que reinara en tu lugar y fuera rey de todo Israel y todo Judá.
—¿Y Adonías?
—Ha huido a un lugar de refugio, no se sabe a cuál.
Así que, me dije o simplemente pensé, Salomón no tiene ya necesidad de matarme.
—No dudo de que servirás a Salomón como me has servido a mí —dije yo.
—¿Tiene el rey algunas órdenes que darme?
—¿Quién soy yo para dar órdenes?
Pensé que todos los hombres se entregan, a lo largo de su vida, a una vana exhibición. Acumulan tesoros y riquezas y no saben quién los va a recoger.
Y ahora, Señor, Señor, ¿qué espero yo?
Soy aquí sólo un pasajero, un caminante, como lo fueron todos mis antepasados y estoy ya preparado para la larga noche y la oscuridad que todo lo cubre...
EPÍLOGO
Palabras de Ajimas, hijo de Abiatar, sacerdote:
Durmióse el noble rey David, siervo de Dios, después de reinar cuarenta años sobre Israel: siete en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén.
Y todo el pueblo lloró su muerte y el que presidía el duelo parecía ser el rey Salomón.
Salomón sentóse en el trono de David y reinó en su lugar y el pueblo creyó que esta era la voluntad de David y por lo tanto lo aceptaron. Así que nadie puso en duda su autoridad, ni siquiera los que no estaban de acuerdo con la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos.
Cuando Adonías, hermano mayor de Salomón, a quien David amaba mucho, le pidió a Salomón su hermano la mano de la concubina de su padre, Abisag, la sunamita, Salomón se sintió celoso y ordenó que dieran muerte a su hermano, orden que se cumplió inmediatamente y el que la llevó a cabo fue Banayas, hijo de Joyada, hombre sanguinario. Y Salomón cogió entonces a Abisag, la violó y la puso en la calle, como a una común prostituta.
Después Salomón se volvió contra mi padre, el sacerdote Abiatar, que había servido a David desde que este huyera de la ira de Saúl, y lo desterró. No se atrevió a matarlo porque había traído el Arca de la Alianza a Jerusalén, pero lo desterró por ser amigo del príncipe Adonías. Pero él declaró que lo hizo para cumplir la palabra del Señor en relación con la casa de Helí, que es la casa de su padre, en Silo. Pero esto no era cierto.
Salomón mató a Semeí, que había proferido violentas maldiciones en contra de su padre en los tristes días de la rebelión de Absalón contra él, y se justificó diciendo que lo hacía para vengar el insulto infligido a David y que David se lo había ordenado, porque David juró conservarle la vida sólo mientras él viviera.
Yo creo que Salomón, que era un hombre tímido, temía que la tribu de Benjamín lo odiara por haber dado muerte a Semeí, y por eso le echó la culpa a su padre David.
Entonces Salomón mandó a Banayas, hijo de Joyada, contra Joab, general del ejército. Y Joab huyó al tabernáculo del Señor y se agarró a los salientes del altar, pero Banayas lo hirió de muerte allí mismo.
Por segunda vez Salomón declaró que, al hacer esto, estaba cumpliendo la voluntad de su padre David, porque Joab había asesinado a Abner y a Amasa y no era justo que sus canas bajaran en paz al sepulcro.
Pero tampoco sé yo si David había ordenado que se hiciera así ni si Salomón estaba diciendo la verdad. Si lo hizo, no era toda la verdad, porque, para David, el crimen más grande que Joab cometió fue el asesinato de su amado hijo Absalón; y Salomón no mencionó esto.
Por lo tanto, me parece que Salomón mintió también aquí.
Salomón se volvió también en contra de su madre, Betsabé, y le mandó que se retirara del palacio y permaneciera en su propia casa, porque ella le instó a que otorgara a Adonías la mano de Abisag. Betsabé se puso furiosa y juró que Salomón era hijo del pecado porque David y ella habían engañado a Urías el jeteo, su primer marido.
Entonces Salomón declaró que el Señor le había prometido salud y riquezas por encima de las disfrutadas por hombre alguno en todo Israel y que le había otorgado una sabiduría que superaba la sabiduría de todos los demás; y que, por consiguiente, haría construir un templo al Señor, acción placentera a los ojos de Yavé, que se le había prohibido llevar a cabo a David, porque era un hombre cuyas manos estaban manchadas de sangre.
Y el templo del Señor, como toda la gloria de Salomón, estuvo cimentado en una mentira.
Yo, Ajimas, hijo de Abiatar, sacerdote, escribo estas palabras en Egipto a donde he huido de la venganza de Salomón, aunque los espías de Banayas, hijo de Joyada, me han perseguido y me habrían matado si no hubiera sido por la protección del Señor Dios de Israel, y otros dioses en quienes debo poner mi confianza mientras resida en este país extranjero, para que todos sepan gracias a mis palabras que Salomón es un sepulcro blanqueado y que por su hipocresía el Señor destruirá su casa, allanándola hasta los mismos cimientos, a pesar de los grandes y virtuosos servicios de su padre David, cuyo testamento conseguí rescatar, para que todos conozcan a Salomón como realmente es y a David como lo que en verdad fue.
Y he escrito estas palabras sin ninguna intención maliciosa, sino para honrar al Señor de los Ejércitos, cuyo nombre sea bendito. De esta manera sirvo de testimonio de su verdad, que perdurará por los siglos de los siglos más allá de las palabras de los hombres.
Fin
Título original: King David
Allan Massie, 1995
Traducción: María Isabel Butler de Foley