UN PEQUEÑO RELATO DE HORROR
Publicado en
abril 27, 2017
Correspondiente a la edición de Marzo del 2013
Por Jorge Ortiz.
La revolución había estallado y, como en toda revolución, las pasiones se habían exaltado, los ánimos desbordado y los espíritus enardecido. Eran tiempos turbulentos, en que nuevas formas y procederes se abrían paso, con prisa y sin pausa, en un mundo cuyos valores y linajes habían prevalecido, esplendorosamente, durante quinientos años. O más.
En medio del tumulto y la borrasca, un nuevo rey había sido proclamado. Su padre, encarnación del viejo régimen, había sido enjuiciado y sentenciado. Y Luis XVI había muerto en la guillotina. La reina, María Antonieta, estaba en prisión, en espera de ser juzgada. A Luis XVII le correspondía, entonces, el trono. Era, al fin y al cabo, Duque de Normandía y Delfín de Francia, heredero único de la Casa de Borbón.
Su vida, a pesar de títulos y honores, no había sido fácil: sus únicos cuidados y cariños los había recibido de su institutriz, Agatha de Rimbaud, porque su padre, el rey, vivió absorbido por la política, mientras su madre, la reina, estaba dedicada a las frivolidades de la corte. El joven Luis Carlos no era, al nacer, el heredero del trono. Solamente lo fue cuando Luis José, su hermano mayor, murió en 1789.
Pero ese mismo año, 1789, estalló la revolución, que, como divisa, proclamó "libertad, igualdad y fraternidad". Allí, en Francia, con esa proclama, hubieran nacido las modernas sociedades democráticas liberales si trece años antes, en 1776, al otro lado del mundo, no hubiera sido creado un nuevo país, Estados Unidos de América, fundado en la libertad, la igualdad de todos los hombres y el derecho a alcanzar la felicidad.
En 1793, Luis Carlos fue proclamado rey. Era el 21 de enero. Desde ese día sería Luis XVII. Las potencias europeas, en plena era de los grandes imperios, lo respaldaron de inmediato. A él le corresponderían, en lo sucesivo, el trono y sus privilegios. Solamente había una dificultad: Luis XVII estaba recluido en la Prisión del Temple, en París, en un calabozo obscuro, húmedo e infestado de ratas.
En esas condiciones sobrevivió solamente tres años. Murió en junio de 1795. En la autopsia se comprobó que su cuerpo había sido consumido por los tumores y la sarna. Además, había padecido desnutrición extrema y lesiones profundas causadas por golpes y malos tratos. Su cadáver, extraído el corazón, fue arrojado en una fosa común.
Mientras estuvo preso, Luis Carlos fue forzado a declarar contra su madre, la reina, y a acusarla de haberle obligado a intervenir en orgías y prácticas masoquistas. Su "confesión", que ayudó a que María Antonieta fuera condenada a la guillotina, no le libró de ser sometido, en el calabozo, a un proceso de "reeducación republicana", basado en torturas y borracheras forzadas. Finalmente, contrajo la tuberculosis que lo mató. Al morir, tenía diez años de edad...
El "Reino del Terror" instaurado por Maximiliano Robespierre había permitido y propiciado una cantidad tremenda de excesos y maldades, incluso en nombre de los más nobles ideales. También permitió y propició que surgieran fábulas y leyendas. Como aquella de que, en una noche de tormenta, Luis Carlos había sido sacado del Temple y reemplazado por otro niño, que era quien había padecido y muerto en el calabozo. El verdadero rey había sobrevivido y, años después, había reaparecido como Carlos Guillermo Naundorff, un relojero que pasó su niñez en Alemania. O como Pierre Benoit, un comerciante que murió en la Argentina.
Recién 159 años después de la muerte de ese niño triste y atormentado, una prueba de ADN —con muestras sacadas del corazón extraído en la autopsia y de células de miembros de la familia Borbón— demostró que él era, en efecto, el Delfín de Francia, a quien sus partidarios en el exilio habían proclamado rey de Francia. Naundorff y Benoit eran simples impostores. Para entonces, 1954, Robespierre había sido ejecutado mucho tiempo atrás en la misma guillotina a la que tanta gente envió, y la Revolución Francesa, libre de los excesos de sus primeros años, había devenido en una democracia serena y madura, basada en los mismos principios que al comienzo tanto atropelló.