CAMPEÓN DE ACERO DEL AUTOMOVILISMO: GRAHAM HILL
Publicado en
mayo 31, 2023
Cuando lo consideraban acabadotras de un accidente desastroso, llegó a ser el único ganador de la "triple corona" de las carreras de automóviles.
Por William Ellis (condensado del "Saturday Evening Post").
IR DETRÁS del veterano piloto Jimmy Clark por 25 segundos en una carrera de autos casi equivalía a haber sido derrotado; sin embargo, los espectadores sabían que Graham Hill podía lograr lo increíble. En otra ocasión ya había hecho fallar todos los pronósticos.
En cada vuelta Hill seguía ganando fracciones de segundo. Luego, al acercarse a la última curva antes de la meta, avanzó para pasar por dentro a Clark; pero Jimmy lo vio por el espejo y le cerró el paso pegándose a la curva. La única oportunidad de Hill era rodear a Clark y adelantarlo por fuera, donde la pista aún estaba húmeda después de un aguacero.
Saliendo a la parte mojada, Hill siguió oprimiendo el acelerador. Su auto patinó, levantó una cortina de agua, se adelantó a Clark y pasó la meta... ¡de costado!
Tras un momento de silencio, el público prorrumpió en aclamaciones. Había presenciado uno de los finales más dramáticos del automovilismo internacional. Interrogado durante la entrega de premios acerca de aquella manera de correr de lado, Hill respondió sin la menor sombra de sonrisa: "Era el único modo de no perder de vista un solo instante a Jimmy y de oír a los que venían detrás".
Hill procedió entonces (esto era en 1962) a ganar su primer campeonato mundial como piloto de carreras. Hoy, a los 46 años, sus compañeros lo consideran el rey de este deporte. Tan apuesto como siempre, de escrupulosa deportividad, invariablemente cortés, sigue siendo el único corredor que ha ganado la triple corona del automovilismo: el campeonato mundial del Grand Prix, las 500 Millas de Indianápolis y la tradicional carrera de resistencia: las 24 Horas de Le Mans.
Hombre atrapado. A los 24 años Graham Hill trabajaba de aprendiz de ingeniero en una fábrica de instrumentos, en Londres; nunca había conducido coches ni presenciado una carrera. Por entonces compró un auto usado, y dos semanas después aprobó el examen de conducir. "Ahora debes probar esto", le dijo en broma un compañero, arrojándole un anuncio de revista sobre su escritorio. "Conduce un coche Fórmula 3 en la pista de carreras de Brands Hatch. Tienes que pagar cinco chelines (unos 60 centavos de dólar) por vuelta".
Hill tenía gran facilidad para aburrirse e insaciable sed de aventuras. Fue a Brands Hatch y pagó cuatro vueltas. El coche de carreras vibraba y rugía. Graham Hill sintió cierto temor; pero cuando salió del vehículo, era ya un hombre atrapado por su destino.
En aquellos días las carreras sólo eran para los pocos que podían comprar y mantener los coches. Hill no estaba en ese caso. No obstante confiado, dejó su empleo para ponerse a trabajar como mecánico en una escuela para pilotos de carreras. "Realmente no sabía nada de automóviles de carrera", reconoce, "pero los desmontaba y trataba de recordar cómo estaban hechos". Su único "salario" era participar en competiciones, y recibió su primera paga el 27 de abril de 1954. Aunque todavía no había visto nunca una carrera, y mucho menos intervenido en ellas, terminó en segundo lugar. Fue acumulando experiencia gradualmente y completó su instrucción inscribiéndose en el Club del Volante, de Londres, para oír hablar a los conocedores. Allí se enteró de que lo máximo en carreras de autos era el Grand Prix.
La doma de la bestia. El Grand Prix es lo que su nombre indica: el gran premio, el más alto ideal para los mejores autos y pilotos del mundo. Consiste en una serie de carreras de dos horas y 300 kilómetros que se celebran anualmente en unos 15 países con los recorridos más difíciles. De los 25 participantes aceptados, sólo seis obtienen suficientes puntos en cada carrera para el campeonato mundial. El que obtenga la mayor puntuación total será el piloto campeón del año.
Los autos del Grand Prix, valorados en unos 80.000 dólares cada uno, son verdaderas cámaras de tortura, con frente en forma de pala y elevada cola, cuyos pilotos van casi acostados a unos centímetros del suelo. Los rodean 200 litros de combustible inflamable, y van sobre ligeras ruedas de magnesio que arden si llegan a la incandescencia. Al tomar una curva a 260 k.p.h., el piloto mantiene su auto exactamente ante esa línea finísima más allá de la cual los cuatro neumáticos se saldrían del camino. En una recta, a 300 k.p.h., lleva su coche hasta el borde de la desintegración; el rugido del motor de 450 h.p. hace que al conductor le vibren los tímpanos con martillazos infernales.
Es una manera de vivir en el limite mismo (la lucha del hombre contra la catástrofe), y Graham Hill tuvo una severa iniciación en su primer circuito del Grand Prix, en 1958. Después de entrar en la pista de Spa-Francorchamps, en Bélgica, estuvo a punto de retirarse. Rugiendo por una recta durante un entrenamiento, su auto empezó a cobrar cada vez más velocidad hasta que, al llegar a 50 k.p.h. más que en cualquier otro momento de su vida, no resistió más. "Volví a los garajes para pensar", recuerda. "Allí mismo reconocí que yo no tenía madera de piloto para el Grand Prix".
Hill dio vueltas alrededor de su auto, contemplando aquella bestia de metal. Entonces recordó su anterior lucha para conducir, sus meses de mecánico sin paga. Subió otra vez al vehículo y regresó lentamente a la pista. Aún lo recuerda bien: "En unas cuantas vueltas adquirí la velocidad anterior. Luego oprimí más el pedal, pero el coche dejó de acelerar antes que yo. Me sentí un poco mejor".
En Reims (Francia) aprendió otra lección. Corría en un modelo nuevo cuya caja de cambio de marchas le quedaba a la altura de la cadera. La caja se calentó y, al fundirse la soldadura, se desprendió la tapa del aceite, que empezó a salpicarle hirviendo sobre las piernas. Los espectadores se quedaron pasmados al ver que Hill tomaba una curva a 260 k.p.h. casi erguido en el asiento, pues ignoraban que lo hacía para no quemarse con el aceite caliente.
Sin tiempo para pensar. Con la terrible prueba del Grand Prix, las ruedas salen volando; los rodamientos se agarrotan; el caucho se funde; las velocidades saltan; las bielas perforan el bloque y se salen por los lados del motor.
En Monza (Italia) el radiador de Hill se rajó y le obligó a detenerse tres veces para reponer el agua. Luego el pedal del freno se quedó sin presión, se fue hasta el fondo y no frenó. Poco antes de la meta, el motor se paró, y cruzó la línea de llegada sin agua, sin gasolina y sin frenos... en quinto lugar. Aquella carrera le valió sus dos primeros puntos de campeonato mundial, y le enseñó una lección: "¡Hay que seguir en la lucha!".
Al mediar la temporada de 1960, la puntuación de Hill no era muy satisfactoria, pero en el Grand Prix holandés de aquel año descubrió qué forja a los campeones. En un recorrido de dos horas, en que el ganador acaso llegue a la meta sólo una fracción de segundo antes del que le sigue, la tensión del hombre que va en la cabina le impide proyectar estrategias. El piloto está concentrado en sus instrumentos medidores (del aceite, del combustible, del agua, de las revoluciones), en ver cómo cambia la pista de recta a curva en forma de horquilla o de doble s. Su computadora mental trabaja a todo vapor, asimilando las marcas de la ruta, las señales que le hacen sus mecánicos, los directores y vigilantes de la competición, los otros autos, todo ello mientras usa el embrague o el freno. Se comprende, pues, que no tenga tiempo de trazar planes.
Sin embargo, en la carrera de Holanda, Hill advirtió que por primera vez estaba haciendo sus planes de un modo realista. Iba entre los primeros lugares, pero Stirling Moss, uno de los pilotos más serenos y calculadores, le ganaba terreno rápidamente. Si Hill forzaba su auto para exigirle más velocidad, se arriesgaba a tener una avería. Pensó tranquilamente: ¿A qué velocidad viene avanzando Moss? Calculó con la mayor precisión posible que su peligroso rival iba ganándole dos segundos por vuelta. A ese paso, y faltando aún 12 vueltas, su delantera de 26 segundos le bastaría para llegar exactamente dos segundos antes que Moss.
Y, en efecto, llegó a la meta con un segundo y medio de ventaja sobre él. Aquello le infundió confianza, y a partir de esa carrera el inglés del casco azul oscuro con franjas blancas verticales se convirtió en un formidable competidor.
En 1962 ganó su primer Grand Prix: el de Holanda. Hubo entonces una batalla cerrada por el campeonato entre dos hombres: Hill y Jimmy Clark. Fue uno de los duelos más reñidos en la historia de las carreras automovilísticas. Hill superó a Clark "por una nariz" al ganar la última competición de la temporada, en Sudáfrica, y obtuvo el campeonato mundial.
Dos de tres. Entre pilotos y aficionados suele discutirse cuál es el tipo de carrera más difícil: el Grand Prix, la prueba de resistencia de las 24 Horas de Le Mans o las 500 Millas de Indianápolis. En 1966 Hill decidió averiguarlo por sí mismo.
Llegó tarde a Indianápolis para practicar, y apenas calificó para la carrera en las pruebas. Luego, pocos segundos antes de empezar la competición, chocaron dos autos y provocaron un holocausto en masa, pues quedaron hechos añicos 11 de los 33 vehículos participantes. Hubo que detener la carrera.
En la segunda partida Hill ocupó la posición 13. Sobre una pista resbaladiza por el aceite derramado en los accidentes, no dejó de acelerar y se abrió paso entre todos para ganar por media vuelta. Era la primera ocasión, desde 1926, que un recién llegado a Indianápolis resultaba vencedor. "Bueno, es justo reconocer que hubo circunstancias que quitan valor a mi triunfo", explica Hill con su habitual modestia. "Una tercera parte del grupo quedó eliminada en la primera vuelta".
Habiendo obtenido ya dos de tres campeonatos (y repitió como campeón mundial del Grand Prix en 1968, después de su dramático triunfo en México), todo parecía de color de rosa para Hill. Entonces, en octubre de 1969, llegó el Grand Prix de los Estados Unidos, en Watkins Glen (Nueva York)... y el desastre. Poco después de arrancar, la rueda trasera derecha de Hill se desinfló, con lo que perdió el gobierno del vehículo, el cual después de chocar contra el borde de la pista, salió girando por los aires y soltando trozos incendiados. Los horrorizados espectadores vieron volar la cabina y caer el cuerpo del piloto a casi 20 metros de los restos de su automóvil.
El retorno. Con las piernas destrozadas (fracturas en las dos rodillas, muchos ligamentos y nervios dañados) Hill fue llevado en avión a Inglaterra, al Hospital University College, para someterlo a una operación que duró cuatro horas y media. Poco después los diarios informaron que nunca volvería a participar en carreras;, que posiblemente no podría volver a andar. Quienes creyeron en este pronóstico no lo conocían bien.
Al cabo de unas 12 semanas, Hill fue llevado en silla de ruedas a la bicicleta estacionaria del hospital para que hiciera ejercicios fisioterapéuticos. Los ejecutó durante 15 minutos y luego se dejó conducir de nuevo a su cama. Cuando la enfermera salió de la habitación, Graham Hill volvió en la silla de ruedas a la sala de gimnasia para seguir pedaleando.
Se sometió entonces a un agotador programa de reacondicionamiento, hasta de seis horas diarias, en una serie de ejercicios para las piernas. Luego, en febrero de 1970, un día en que tenía de visita a su amigo Rob Walker, antiguo propietario de un equipo de carreras, Hill le dijo en voz baja: "Rob, voy a ir a Sudáfrica para el Grand Prix de marzo. ¿Puedo correr en tu equipo?". Walker lo contempló largo rato y al fin asintió.
En Sudáfrica, durante la práctica, tuvieron que llevar a Hill en vilo al auto, pero todo lo hizo bien, y alcanzó velocidades hasta de 275 k.p.h. Sin embargo, dijo que los frenos estaban "un poco duros para él". Los mecánicos de su equipo instalaron entonces un freno con doble cilindro maestro.
El día de la carrera los aficionados de todo el mundo no se apartaban de sus radios. En Inglaterra, la BBC interrumpió las noticias regulares: "He aquí lo que todos esperábamos. En el Grand Prix, Graham Hill, acaba de entrar en sexto lugar". Así empezó el imposible retorno del piloto.
Quedaba una gran competición especial que Graham Hill aún no había ganado: Las 24 Horas de Le Mans (en Francia), terrible prueba para hombres y automóviles en que dos pilotos se turnan en cada vehículo sobre una pista de 13 kilómetros y medio. La carrera empieza a las 4 de la tarde de un sábado y termina a la misma hora del domingo. Pero en la madrugada de ese día el vasto grupo de competidores se ha reducido radicalmente.
En 1972, en Le Mans, el amanecer sorprendió al auto de Hill aún rugiendo sobre el camino. Entonces empezó a llover. Los coches patinaban sobre la pista, pero el del inglés logró sortearlos hasta cruzar la meta con una ventaja mínima sobre los que pudieron llegar al fin. Sin ayuda de nadie, Graham Hill subió cojeando al puesto del vencedor.
Su vida familiar inevitablemente ha estado limitada, por sus compromisos, pero por ello mismo le es más entrañable. Hill y su esposa, Bette, se esfuerzan en dar una infancia normal a sus tres hijos, y el mayor lujo de Graham ha sido irse a casa entre dos carreras separadas por un breve intervalo.
Hoy, aunque ser ganador de la triple corona convierte a Hill en algo especial, también es un hombre que está en todo. Es propietario de su equipo de carreras, y los fabricantes de autos, en su interminable busca de la perfección técnica, siguen recurriendo a su experiencia y a sus grandes conocimientos de mecánica.
Dice uno de los incontables amigos con que cuenta el piloto: "Jamás habrá otro como él".