EN ALAS SILENCIOSAS... A 13.000 METROS DE ALTURA
Publicado en
enero 20, 2024
Ilustración: Michael Taylor.
Un piloto de planeador nos relata cómo aprovechó una nube de tormenta para romper la marca inglesa de altitud.
Por Michael Field, redacción de Peter Browne.
VIAJANDO en automóvil desde mi casa en Windsor hacia el aeropuerto, muy temprano una mañana de mayo de 1972, escudriñaba yo el cielo azul para ver si descubría señales de corrientes térmicas, masas de aire ascendente que permiten a los pilotos de planeadores subir muy alto y volar lejos. Al observar los primeros barruntos delatores de nubes rasgadas que se forman al condensarse el aire ascendente, me dije que podía contar con un buen día para el vuelo; pero ni mis más desaforados sueños me podrían haber preparado para lo que me esperaba.
Cuando llegué al aeropuerto de Booker, cerca de High Wycombe, llamé por teléfono a la oficina meteorológica de Bracknell, con lo cual mis esperanzas se vieron confirmadas: se vaticinaban nubes de tormenta hasta una altura de 7600 metros.
Desde hacía meses todos los días que me dejaba libres mi profesión de ingeniero en computadoras de la BEA (British European Airways) esperaba yo una predicción del tiempo precisamente como aquélla. Las nubes de tormenta, como me han enseñado siete años de experiencia en vuelos con planeadores, ofrecen al piloto ducho una incitación análoga a la que la caza mayor brinda al buen cazador: como las fieras, tales nubes son salvajes, esquivas, a menudo perversas, y sus vientos arremolinados ocultan corrientes ascendentes de fuerza excepcional, capaces de llevar un planeador hasta considerables alturas.
Y eso era lo que yo buscaba: ganar altura. Quería subir por lo menos a 5000 metros, a fin de cumplir con uno de los requisitos para obtener el certificado de "tres diamantes"* de la Fédération Aéronautique Internationale, la distinción más codiciada en este deporte. Desde que se creó este certificado, en 1949, sólo 25 pilotos ingleses han merecido los "tres diamantes".
De los aparatos disponibles en el Airways Gliding Club, escogí el viejo Skylark 4, construido de madera contrapeada por operarios de Yorkshire hace casi diez años. Su ya desgastada pintura azul revela la edad del planeador y su constante uso, pero es un aparato resistente, confiable y, sobre todo, cuenta con un eficaz tablero de instrumentos para volar a ciegas entre las nubes.
Pasé casi toda la mañana cargando las baterías de los instrumentos, y luego en preparar y sellar dos barógrafos, compactos barómetros encerrados en cajas metálicas, que registran la altitud y el tiempo de vuelo del planeador trazando una línea, semejante al hilo de una araña, en un tambor cilíndrico giratorio. Mientras trabajaba, observaba diversas nubes de tormenta muy separadas entre sí, que estaban formándose en la lejanía, hacia el poniente, y cuyas abultadas cimas parecían enormes coliflores.
A la una de la tarde me sujeté las correas de un paracaídas y me metí en la estrecha cabina del Skylark. A mi lado coloqué un pequeño depósito de oxígeno, indispensable cuando se vuela en el aire enrarecido por encima de los 4500 metros. Eché el cerrojo a la transparente capota de Perspex, y dos minutos después el planeador se elevaba suavemente, remolcado con un cable de nailon de 45 metros por el avión remolcador del club, un Super Cub de 150 caballos.
Volando hacia occidente sobre Chilterns y ascendiendo hasta que el altímetro marcó 600 metros, iba yo estudiando el cielo que se extendía ante mis ojos. Sobre Chalgrove, a unos 19 kilómetros de Booker, una larga hilera de tenues nubes se perdía en lontananza. Debajo de ellas encontraría corrientes ascendentes. Solté el cable de remolque, y el Super Cub picó y se alejó para regresar al aeropuerto.
Al volar silenciosamente bajo aquellas nubes sentía yo que el Skylark se elevaba. En el tablero de instrumentos, la aguja del variómetro, que indica la velocidad de ascenso, giraba en su cuadrante: el planeador subía a 120 metros por minuto; y como para hacer eco a mi alegría, sonó el gozoso chillido del diminuto altavoz conectado con el variómetro para dar al piloto un aviso perfectamente audible de que está ascendiendo.
Volaba a una velocidad de 100 k.p.h., pasando de una corriente ascendente a otra, por espacio de unos 40 kilómetros. Cerca de Faringdon encontré un solitario cúmulo y pensé que, con buena suerte, podría subir en su interior lo bastante para alcanzar las nubes de tormenta, mucho más grandes, que ya veía claramente frente a mí.
Enfilé la proa hacia la negra sombra que imperaba bajo la parte más oscura del cúmulo, que por regla general denota las corrientes más fuertes. Pronto el variómetro registró un ascenso de 150 metros por minuto; volando en círculos a 80 k.p.h. para mantenerme dentro del campo de sustentación, penetré en una densa neblina gris, donde tuve que valerme del instrumento esencial para el vuelo a ciegas: el "horizonte artificial". El avión en miniatura que flotaba en el cuadrante me indicaba que el Skylark había entrado en continuo viraje hacia la izquierda. El chillido del altavoz se hizo más agudo cuando la velocidad de ascenso aumentó a 240 metros por minuto.
Cuando el viento ascendente dejó de soplar, a 3300 metros, salí de la neblina y entré en la brillante luz solar. Enfrente tenía mi presa: la larga cordillera de nubes de tormenta que se extendía de norte a sur sobre Swindon como una enorme barrera de algodón en rama, teñida de negro azabache por debajo. Cuanto más me acercaba a ellas, más amenazadoras parecían. Llegaban a 6500 metros en el cielo, se henchían a mi vista y parecían bullir con la incalculable energía que encerraban. Eran tan grandes y pavorosas que sentí el escalofrío del miedo.
A las 2:30 de la tarde llegué a la mayor de las nubes, a 1400 metros, unos 300 por encima de su base. Tuve que hacer un esfuerzo consciente para seguir volando en línea recta a lo que parecía ser una sólida muralla gris.
De pronto pasé del aire plácido y del sol tibio a una oscuridad húmeda, en medio de la cual el Skylark se sacudía con tan salvaje turbulencia que me vi lanzado contra las correas que aseguraban el asiento. En pocos segundos quedé empapado, pues la lluvia torrencial penetraba en la cabina. En seguida el granizo comenzó a golpear las alas y la capota con un ruido aterrador.
Después de cinco minutos durante los cuales se alternaron la lluvia y el granizo, el Skylark entró en una zona más tranquila. Con profundo alivio oí el chillido del variómetro que me anunciaba una corriente ascendente fuerte. Empecé a subir de nuevo.
Al pasar de los 2400 metros observé que en las alas comenzaba a refulgir el hielo. A los 4500 conecté el depósito de oxígeno y me puse la mascarilla.
A medida que el Skylark ascendía en espirales, me vi ante un problema totalmente inesperado: en la cabina empapada por la lluvia todos los objetos empezaban a congelarse. Una gruesa capa de escarcha cubría mi ropa, el interior de la capota y todo el tablero de instrumentos. Aquello era como estar metido en el congelador de un refrigerador, y me alegré de haberme puesto tres suéteres debajo de mi chaqueta polar.
Tuve que manejar el planeador con una sola mano, pues tenía la otra ocupada en raspar la escarcha de los instrumentos; pero estaba resuelto a volar con la nube de tormenta a la altura que me llevara... y el altímetro indicó 8200 metros antes de que la corriente ascendente se debilitara y llegara a su fin.
Muy contento por haberme asegurado ya mi primer "diamante", empecé a pensar en el descenso. Aun cuando todavía no podía ver nada a través de la capota cubierta de escarcha, empezó a filtrarse un poco más de claridad en la cabina, pues ya el Skylark iba saliendo de la nube; pero entonces, con gran sorpresa de mi parte, el variómetro volvió a sonar y poco después la aguja del altímetro pasó mucho de los 8800 metros. Estaba yo a mayor altitud que la cima del Everest.
Lo que me desconcertaba era que la atmósfera tenía la sedosa suavidad de las olas ascendentes que aprovechan los pilotos de planeadores en terreno montañoso. El viento que sopla contra la ladera de una montaña y cae por la ladera opuesta a menudo rebota hacia arriba en una serie de "ondas" estacionarias, muy parecidas a los rizos que se forman aguas abajo sobre una roca sumergida en agua corriente. Si se lleva el planeador a la parte ascendente de esa ola, el aparato sube rápidamente. Yo ya había tenido experiencia con esas ondas ascendentes en las tierras altas de Escocia; pero allí, sobre la llana campiña de Oxfordshire, las montañas más cercanas quedaban a unos 130 kilómetros de distancia. ¿Sería posible que la gran masa de nubes de tormenta, levantando una muralla contra el viento, estuviera produciendo el mismo efecto que una cadena de montañas en la formación de aquellas ondas?
Cualquiera que fuera la explicación, me encontraba yo en medio de la corriente ascendente más fuerte con que me he topado en mis 700 horas de vuelo sin motor. La nota emitida por el variómetro se convirtió en un agudo chillido y luego cesó, porque el instrumento sobrepasó el alcance de su escala. Sentía yo que el planeador ascendía en peso, como si volara sostenido por alguna poderosa fuente de aire, a razón de más de 300 metros por minuto.
La temperatura era de 57° C. bajo cero. Yo había perdido por completo la sensibilidad en los pies, tenía la cara y el pelo cubiertos de hielo, y el líquido de las comisuras de los párpados se me había congelado de tal manera que parpadear me causaba dolor. Sin embargo, ya para entonces estaba demasiado emocionado para preocuparme por el intenso frío. Sabía que ya había roto la marca inglesa de altitud (8870 metros) y pensé que acaso tendría la posibilidad de romper también la marca mundial absoluta de altitud, de 14.102 metros, alcanzada en ola de montaña en California hace 12 años, en un planeador especialmente equipado con un sistema de oxígeno muy avanzado.
Al llegar a los 10.360 metros observé que el manómetro del oxígeno indicaba que estaba medio vacío, de suerte que sólo me quedaba suficiente para una hora. Me encontraba casi en la estratosfera y, como no tenía traje de presión ni mascarilla especial, pronto comenzaría a sentir los efectos de la anoxia, o sea, la falta de oxígeno que acaba provocando la muerte. Para sobrevivir tendría que mantenerme alerta, atento a los primeros indicios de disminución de mis facultades mentales.
Los mandos del planeador se ponían cada vez más rígidos, y los instrumentos se cubrían de hielo con mayor rapidez. Yo no podía hacer otra cosa que raspar constantemente y mantener limpio el cuadrante del vital horizonte artificial. El Skylark seguía subiendo y yo me sentía seguro de haber llegado por lo menos a 12.000 metros, lo cual es más que la altitud normal de crucero de un gran avión jet, cuya cabina va presurizada.
Con todo, sentía los labios adormecidos y un fuerte dolor de cabeza, ambos síntomas de anoxia. La falta de presión (menos de la sexta parte de la normal a nivel del mar, que es 1,03 kilogramos por centímetro cuadrado) hacía que me dolieran los oídos, la nariz, la garganta y las vísceras, y también sentía como si los ojos se me fueran a saltar de las órbitas. Subir más sería temeridad.
Eran exactamente. las 4 de la tarde cuando tiré de la palanca para abrir totalmente los frenos de aire,, clavé el Skylark de nariz y piqué verticalmente en busca de una altitud menos peligrosa, a la vez que los frenos mantenían el planeador a su velocidad máxima de 225 k.p.h. Al enderezar el aparato y salir del picado a 7600 metros, pensé que podía confiar en el oxígeno que me quedaba, sin riesgo ya de anoxia. Al bajar a 4500 metros me quité la mascarilla de oxígeno, y al apartarla de mi rostro vi que se quedaba erguida sobre su tubo congelado, como una cobra en actitud de atacar.
A los 1500 metros empezó a ablandarse el hielo y a desprenderse del interior de la capota, aun cuando todavía había tanta niebla y condensación que seguía yo volando a ciegas. Había descendido hasta los 600 metros antes de que lograra abrir una ventanilla de 15 centímetros de lado, sujeta con bisagras en la capota de Perspex. Después de tres horas de claustrofobia, sentí gran alivio al ver la verde campiña a mis pies.
Escogí el campo más grande que pude ver, y volé en círculo sobre él, raspando sin cesar la capota. El Skylark había descendido a 150 metros, tenía ya que aterrizar, y todavía no disponía yo de visión frontal; no obstante, por el lado izquierdo de la capota sí alcanzaba a ver lo suficiente para calcular el deslizamiento final sobre el campo, donde el Skylark al fin se posó y se detuvo con una sacudida. El descenso había tardado 50 minutos.
Seguramente permanecí varios minutos allí sentado, desenroscándome, antes de desconectar los instrumentos y llevar la mano al cerrojo de la capota. Fue entonces cuando realmente volví a tierra. La capota estaba todavía fuertemente pegada por el hielo. Si hubiera tenido necesidad de saltar en paracaídas, me habría visto atrapado.
Cuando al fin logré abrir la capota, tenía la ropa tiesa y empecé a tiritar inconteniblemente, pero lo primero que pensé fue si los dos barógrafos sellados, que estaban uno sobre otro detrás del asiento, habrían registrado la prueba de mi vuelo, necesaria para obtener reconociniento oficial. Desprendiendo el de encima, quedé consternado al ver que no había resistido a la altitud: la línea de registro había sobrepasado el papel. El segundo se había pegado con el hielo al piso de la cabina. No me atreví a arrancarlo.
Corriendo para calentarme, me dirigí a la alquería más cercana, de donde llamé por teléfono a Booker, a 15 kilómetros de distancia, y pedí a Norman Smith, nuestro principal instructor de vuelo, que viniese con el Super Cub a remolcar el Skylark y sacarlo del campo donde aterricé.
Cuando regresé al planeador, Norman ya estaba desprendiendo cuidadosamente el segundo barógrafo, en el cual, aunque la línea había llegado a menos de un centímetro del borde del papel, estaba completa, y así el vuelo había quedado registrado en su totalidad.
Aterrizamos de vuelta en Booker a las 6:30, y un rápido cálculo nos indicó que yo había sobrepasado los 12.000 metros de altitud. Al día siguiente, el instrumento fue calibrado por los peritos de la BEA en el aeropuerto de Londres, y entonces supimos que el Skylark había alcanzado una altura de 13.076 metros sobre el nivel del mar.
Sólo tres pilotos de planeador habían ascendido antes a más de 12.800 metros, todos ellos aprovechando las olas de montaña en los Estados Unidos. El Skylark fue el primer planeador del mundo que llegó a semejante altura pasando de una nube de tormenta a la ola de montaña. Por casualidad me había correspondido a mí experimentar un fenómeno de las altas regiones de la atmósfera, fenómeno que abre nuevas posibilidades para todos los pilotos de planeadores.
Para mí fue el vuelo más importante de mi vida. Pero siempre me quedaré con la curiosidad de saber cómo se verá Inglaterra desde 13 kilómetros de altura.
*Los requisitos para los otros dos diamantes son un vuelo de "meta" de por lo menos 300 kilómetros, y un vuelo de "distancia" de 500 kilómetros.