EL BRUTO Y LA BESTIA (Orson Scott Card)
Publicado en
mayo 27, 2023
El paje entró en la cámara del conde a la carrera. Hacía tiempo que había renunciado al trote. Cuando el conde llamaba a un paje, deseaba que acudiera de inmediato, y cualquier demora lo ponía de mal humor y lo predisponía para mandarlo a la cuadra.
—Mi señor —dijo el paje.
—¡Déjate de pamplinas! —exclamó el conde—. ¿Por qué has tardado tanto? —El conde estaba ante la ventana, dándole la espalda. En los brazos sostenía un traje de terciopelo, exquisitamente bordado con hilo de oro y plata—. Necesito llamar a consejo. Por otra parte, no tengo el menor deseo de aguantar a un hato de caballeros rezongones. Se pondrán furiosos. ¿Qué opinas?
Al paje nunca le habían pedido opinión y no supo qué decir.
—¿Por qué se pondrán furiosos, señor?
—¿Ves este traje? —le preguntó el conde, girándose para mostrarlo.
—Sí, mi señor.
—¿Qué opinas de él?
—Depende, mi señor, de quién lo use.
—Ha costado once libras de plata.
El paje sonrió consternado. Con once libras de plata cualquier caballero mantendría armas, alimentos, mujeres, vestimentas y techo durante un año, y le sobraban seis libras para otros gastos menores.
—Hay más —dijo el conde—. Muchos más.
—¿Pero para quién son? ¿Vas a casarte?
—¡No es asunto tuyo! —rugió el conde—. ¡Odio a los entrometidos! —El conde se volvió nuevamente hacia la ventana y miró hacia el exterior. Lo cubría la sombra de un enorme roble que crecía a diez metros de las murallas del castillo—. ¿Qué día es hoy?
—Jueves, señor.
—¡La fecha, la fecha!
—El undécimo día después de Pascua.
—Hoy debo pagar el tributo. Debía pagarlo en Pascua, a decir verdad, pero hoy el duque tendrá la certeza de que no le pagaré.
—¿No pagarás el tributo, señor?
—¿Cómo? Puedes ponerme cabeza abajo y sacudirme, pero no tengo un céntimo. El dinero para el tributo se ha ido. El dinero para nuevas armas se ha ido. El dinero para viajes se ha ido. El dinero para caballos nuevos se ha ido. No me queda nada. Pero cielos, muchacho, qué guardarropa. —El conde se sentó en el alféizar—. El duque llegará pronto, me temo. Y tiene la última palabra en equipo de recaudación de impuestos.
—¿Y cuál es?
—Un ejército —suspiró el conde—. Llama a consejo, muchacho. Mis caballeros protestarán y rezongarán, pero lucharán. Estoy seguro.
El paje no estaba tan seguro.
—Se enfadarán mucho, señor. ¿Estás seguro de que lucharán?
—Claro que sí. De lo contrario, el duque los matará.
—¿Porqué?
—Por no respetar su juramento de lealtad hacia mí. Ve a llamarlos, muchacho.
El paje asintió. Se apenaba por el viejo. No era lo que se decía un gran conde, pero podía haber sido peor, y era evidente que el castillo sería saqueado y el conde encarcelado y las mujeres violadas y el paje enviado a casa de sus padres.
—¡Se llama a consejo! —gritó al salir de la cámara del conde—. ¡Se llama a consejo!
En la fría y cavernosa despensa que había bajo la cocina, Bork cogió un enorme barril de cerveza, lo alzó sin esfuerzo y se lo apoyó sobre los hombros. Agachando la cabeza, subió despacio la escalera. Antes de que Bork trabajara en la cocina, dos hombres debían trajinar casi toda la tarde para mover los enormes barriles. Pero Bork era un gigante, o lo que pasaba por un gigante en esos tiempos. El conde era de talla mediana, apenas un metro sesenta. Bork medía más de dos metros, con músculos de buey. La gente le cedía el paso con respeto.
—Ponlo allí —indicó el cocinero, sin dignarse mirarlo—. Y no lo dejes caer.
Bork no dejó caer el barril. No le molestaba que el cocinero lo tratara como a un torpe. Toda la vida le habían dicho que sería torpe, desde que a los tres años fue evidente que sería enorme. Todos sabían que los grandotes eran torpes. Y era verdad. Bork era tan fuerte que siempre hacía barrabasadas. Como cuando el maestro de esgrima, admirando su fuerza, lo invitó a usar los pesados espadones. Bork los alzaba fácilmente, aunque sólo tenía doce años y no había llegado a la plenitud de sus fuerzas.
—Atácame —dijo el maestro.
—Pero la hoja está afilada —objetó Bork.
—No te preocupes. No lograrás acercarte.
El maestro había enseñado a luchar a cien caballeros. Ninguno había logrado acercarse. Y, en efecto, cuando Bork blandió el espadón, el maestro irguió el escudo a tiempo. Pero no había contado con la aplastante fuerza de la estocada. El escudo saltó a un costado, y el impacto hizo rebotar el espadón, que rebanó el brazo izquierdo del maestro por debajo del hombro, y por poco no se le clavó en el pecho.
Torpeza, eso era todo. Pero así perdió Bork la esperanza de llegar a caballero. Cuando el maestro se recobró, lo envió a la cocina y a la herrería, donde necesitaban a alguien con fuerza suficiente para atravesar una res de una punta a otra y llevarla al fuego, donde era cómodo disponer de un hombre que, con un hacha de doble tamaño, pudiera partir un gran árbol en media hora y en una tarde aprovisionar de leña al castillo para un mes.
Un paje entró en la cocina.
—Se celebra un consejo, cocinero. El conde quiere cerveza, y en abundancia.
El cocinero soltó un juramento y le arrojó una zanahoria.
—¡Siempre cambiando los planes! Siempre haciéndome trabajar de más. —En cuanto el paje logró escabullirse, el cocinero se volvió hacia Bork—. Bien, lleva la cerveza fuera, y deprisa. Trata de no tirarla.
—No tiraré —dijo Bork.
—No tiraré —repitió el cocinero—. Bah, es estúpido como un buey.
Bork cargó con el barril hasta el gran salón. Estaba fresco, aunque fuera brillaba el sol. El interior del castillo recibía poca luz y poco calor. Y como era primavera, la enorme pila de leña de la cavidad que había en el centro del recinto estaba húmeda y fría.
Los caballeros entraban en el salón y se sentaban en los bancos que bordeaban una mesa larga y tachonada de muescas. Llevaban sus jarras, pues los consejos siempre se regaban con abundante cerveza. Bork se había pasado años viéndoles practicar las artes de la guerra, pero los caballeros demostraban más naturalidad en llevar sus jarras que en empuñar la espada. Eran más entusiastas bebiendo que combatiendo.
—Hola, Bork el Bruto —saludó un caballero.
Bork sonrió. Había aprendido tiempo atrás a no ofenderse.
—¿Cómo anda Sam, el mozo de cuadra? —preguntó otro con voz burlona.
Bork se sonrojó y dio media vuelta, buscando la puerta de la cocina.
Los caballeros se reían de sus picardías.
—El doble de cuerpo, la mitad de cerebro —declaró uno.
—Debe de tener un miembro de caballo —reflexionó otro, e ironizó—: Lo cual tal vez explique esa misteriosa mortandad entre las ovejas este invierno. —Una carcajada, y copas golpeando la mesa. Bork temblaba en la cocina. No podía escapar de las voces: las piedras le llevaban el eco dondequiera que iba.
El cocinero se volvió hacia él.
—No te enfades, muchacho. Es sólo una broma.
Bork asintió y sonrió al cocinero. Eso era. Una broma. Y además se la merecía. Era justo que lo trataran cruelmente, pues se había ganado el título Bork el Bruto, ¿verdad? A los tres años, cuando ya era corpulento, como un carnero, su único amigo, un apuesto mozo de aldea llamado Winkle, había pensado en hacerse caballero. Winkle se había vestido de retazos y pedazos de cuero y hojalata y había improvisado una lanza con una picana para cerdos.
—Eres mi corcel —gritaba Winkle mientras montaba en Bork y lo cabalgaba hora tras hora. Bork pensaba que era bueno ser la montura de un caballero. Se transformó en su ambición, y se preguntó cómo iniciarse en el oficio. Pero un día Sam, el hijo del mozo de cuadra, se burló de la falsa armadura de Winkle y se armó una trifulca, y Sam rompió a puñetazos la nariz de Winkle. Winkle gritó como si agonizara, y Bork acudió en defensa de su amigo, y le asestó a Sam, que era tres años mayor, un golpe en el costado de la cabeza.
Desde entonces Sam hablaba con voz pastosa y a menudo perdía el equilibrio; su mandíbula, con varias fracturas, nunca sanó del todo, y tenía problemas en el oído.
Bork se horrorizaba de haber causado tanto dolor, pero Winkle le aseguró que Sam se lo merecía.
—A fin de cuentas, Bork, tenía el doble de mi tamaño, y me estaba provocando. Es un matón. Él se lo buscó.
Durante varios años, Winkle y Bork fueron el terror de la aldea. Winkle siempre se metía en trifulcas, y los niños pronto aprendieron a no resistirse. Si Winkle perdía una pelea llamaba a Bork, y aunque Bork nunca volvió a ser tan violento como con Sam, sus golpes eran dolorosos. Winkle estaba encantado. Hasta que un día se cansó de ser caballero, despidió a su corcel y se hizo íntimo amigo de los demás niños. Sólo entonces Bork oyó que lo llamaban Bork el Bruto; Winkle convenció a los demás de que Bork era el único villano en esas peleas.
—A fin de cuentas —le oyó decir Bork un día— tiene el doble de fuerza que los demás. No es justo que él pelee. Es una cobardía, y no debemos ser sus amigos. Hay que castigar a los matones.
Bork sabía que Winkle tenía razón, y desde entonces cargó con el peso de su vergüenza. Recordó la cara de susto de los otros niños cuando se les acercaba, sus súplicas de piedad. Pero Winkle siempre estaba gritando y contorsionándose de dolor, y Bork siempre repartía mamporros a pesar de su terror, y Bork aún pagaba por esos atropellos. Pagaba con el ridículo a que lo sometían los caballeros; pagaba con la soledad de sus días y sus noches; pagaba trabajando con empeño, usando su fuerza para servir en vez de usarla para herir.
Pero saber que merecía el castigo no significaba que le gustara. Lloriqueaba mientras trabajaba en la cocina. Trató en vano de ocultárselo al cocinero.
—Oh, no, no te pondrás a llorar, ¿eh? —dijo el cocinero—. ¡Sólo te mojarás la nariz y echarás mocos en la sopa! ¡Sal de la cocina un rato!
Y por eso Bork estaba en la puerta del gran salón, observando el consejo que cambiaría su vida por completo.
—Bien, ¿adónde ha ido a parar el dinero del tributo? —preguntó un caballero—. ¡La cosecha fue abundante el año pasado!
Era desagradable ver tan furiosos a los caballeros. Pero el conde sabía que tenían derecho a irritarse. A fin de cuentas, serían ellos quienes irían a luchar contra los hombres del duque, y tenían derecho a saber por qué.
—Amigos míos —dijo el conde—. Amigos míos, hay cosas más importantes que el dinero. Invertí el dinero en algo más importante que el tributo, más importante que la paz, más importante que una larga vida. Invertí el dinero en belleza. No para crear belleza, sino para perfeccionarla. —Los caballeros prestaron atención. A pesar de sus violentas aficiones, todos sentían debilidad por la verdadera belleza. Era uno de los requerimiento de su noble profesión—. Me han confiado una gema más perfecta que un diamante. Era mi deber engalanar esa gema con los ornatos más exquisitos. No puedo explicároslo, sólo mostrároslo. —Agitó una campanilla, y a sus espaldas se abrió una de las más famosas puertas secretas del castillo, de donde salió una cenicienta anciana. El conde le susurró al oído, y la anciana regresó al pasadizo secreto.
—¿Quién es ella? —preguntó un caballero.
—Es la mujer que cuidó de mis hijos a la muerte de mi esposa.
Recordaréis que mi esposa murió al dar a luz. Pero lo que no sabéis es que el bebé sobrevivió. Conocéis bien a mis dos hijos varones. Pero tengo un tercer vástago, a quien no conocéis, y no es un hijo varón.
El conde no se sorprendió de que varios caballeros quedaran confundidos por esa paradoja. Demasiadas justas, demasiados ejercicios con armadura completa en el calor de la tarde.
—Mi vástago es mujer.
—Ah —dijeron los caballeros.
—Al principio la mantuve escondida porque no soportaba verla… a fin de cuentas, mi amadísima esposa murió al alumbrarla. Pero al cabo de unos años superé mi pesadumbre, y visité a la niña en la habitación donde estaba oculta, y hete aquí que era la niña más bella que hubiera visto jamás. La llamé Brunhilda, y desde entonces la he amado. He sido el padre más devoto que podáis imaginar. Pero no le he permitido salir de su habitación secreta. ¿Por qué, os preguntaréis?
—Sí. ¿Por qué? —preguntaron varios caballeros.
—Porque era tan hermosa que temí que me la robaran. Me aterraba perderla. Pero la veía todos los días, y le hablaba, y cuanto más crecía, más crecía su belleza, y en los últimos años no toleraba verla vestida con las prendas de su madre. Su belleza es tal que sólo los paños y vestidos y gemas de Flandes, Venecia y Florencia pueden hacerle justicia. ¡Ya veréis! ¡No he gastado el dinero en vano!
Y la puerta se abrió de nuevo, y salió la anciana, conduciendo a Brunhilda.
En la puerta del salón, Bork suspiró. Pero nadie le oyó, pues todos los caballeros también suspiraron.
Era la mujer más perfecta del mundo. Su cabello rojo oscuro ondeaba como un arroyo flamígero. Su rostro era blanco, pues había pasado la vida encerrada, y su sonrisa era como el sol asomando en un día tormentoso. Y ningún caballero osó mirarle el cuerpo mucho tiempo, pues cuanto más la miraba más ansiaba tocarla, y el conde dijo:
—Os lo advierto. Cualquier hombre que le ponga la mano encima se las verá conmigo. Es virgen, y será virgen en sus nupcias, y un rey pagará la mitad de su reino por tenerla, y aun así me sentiré estafado al entregarla.
—Buenos días, caballeros —saludó Brunhilda, sonriendo. Su voz era como el canto de las hojas bailando en el viento estival, y los caballeros se hincaron de rodillas.
Mas a nadie conmovió esa belleza tanto como a Bork. Cuando Brunhilda entró en el salón, Bork perdió la cabeza, pues no le quedaron más pensamientos que para esa belleza deslumbrante que veía por primera vez en su vida. Bork no sabía nada de cortesía. Sólo sabía que, por primera vez en su vida, veía algo tan perfecto que no descansaría hasta que fuera suyo. No para ser su dueño, sino para ser su esclavo. Ansiaba servirla hasta la degradación, con tal de que ella le sonriera; ansiaba morir por ella, con tal de que el último instante de su vida estuviese colmado por el sonido de esa voz diciéndole: «Puedes amarme».
Si hubiera sido caballero, habría pensado en un modo poético de expresar esos sentimientos. Pero no era caballero, así que su corazón habló antes de que su mente hallara un modo de afinar las palabras. Entró tambaleándose en el salón y su corpachón proyectó una sombra que para los caballeros pareció la sombra de la muerte. Observaron con una inquietud que pronto se transformó en indignación mientras Bork se acercaba a la muchacha, extendía los brazos y le cogía las pequeñas manos blancas.
—Te amo —dijo Bork, llorando contra su voluntad—. Déjame casarme contigo.
En ese momento varios caballeros se armaron de valor. Cogieron bruscamente a Bork por los brazos, con el propósito de llevárselo a rastras y castigarlo por esa afrenta. Pero Bork los arrojó al aire sin esfuerzo. Cayeron a varios metros. Bork ni siquiera les vio caer, pues no dejaba de admirar el rostro de esa dama.
Ella lo miró intrigada. No porque lo considerase atractivo, pues Bork era feo y ella lo sabía. No por las palabras que había pronunciado, pues le habían enseñado que muchos hombres le dirían esas palabras, y ella no debía prestarles atención. Lo que le asombró, lo que le extrañó, fue la profunda verdad que veía en el semblante de Bork. Era algo que jamás había visto, y aunque aún no entendía qué era, la fascinaba.
El conde estaba furioso. Resultaba exasperante ver a ese torpe gigante cogiendo las manitas blancas de su hija. No podía soportarlo. Pero el gigante era tan fuerte que apartarlo significaría una batalla campal, y en tal batalla Brunhilda podría salir herida. No, por el momento había que tratar al gigante con delicadeza.
—Querido amigo —dijo el conde, afectando una jovialidad que no sentía—. Sólo acabas de conocerla.
Bork lo ignoró.
—Nunca permitiré que sufras daño —le dijo a la muchacha.
—¿Cómo se llama? —le susurró el conde a un caballero—. No recuerdo su nombre.
—Bork —respondió el caballero.
—Querido Bork —dijo el conde—. Con el debido respeto y demás, pero mi hija tiene sangre noble, y tú ni siquiera eres caballero.
—Entonces seré caballero —resolvió Bork.
—No es tan fácil, amigo Bork. Debes realizar una hazaña de excepcional valentía, y entonces podré nombrarte caballero y podremos hablar del asunto. Pero mientras tanto, no es decoroso que cojas las manos de mi hija. ¿Por qué no regresas a la cocina como un buen muchacho?
Bork no dio indicios de haberlo oído. Sólo continuaba mirando los ojos de la dama. Y al fin fue ella quien puso fin al dilema.
—Bork —dijo—, contaré contigo. Pero entretanto mi padre se enfadará contigo si no regresas a la cocina.
«Claro —pensó Bork—. Claro, está preocupada por mí, no quiere que sufra daño por su culpa».
—Lo haré por ti —dijo, aún poseído por la locura del amor. Y se marchó del salón.
El conde se sentó, suspirando audiblemente.
—Debí haberme librado de él hace años. Manso como un cordero, y de pronto pierde el juicio. Hay que librarse de él… alguien debería encargarse esta noche. Mejor será hacerlo mientras duerma. No quiero bajas precisamente ahora, que vamos a entrar en batalla en cualquier momento.
La mención de la batalla bastó para poner sobrios incluso a quienes iban por su quinta jarra de cerveza. La anciana cenicienta dejó que Brunhilda se marchara.
—Pero no al cuarto secreto, ahora —dijo el conde—. A la habitación contigua a la mía. Y aposta una guardia doble junto a su puerta, y guárdate la llave.
Cuando Brunhilda se marchó, el conde miró a sus caballeros.
—Las arcas se han vaciado en un vano intento de hallar prendas que le hicieran justicia. No tenía otra opción.
Y no hubo un caballero que dijera que el dinero estaba mal gastado.
El duque llegó al caer la tarde, mucho antes de lo esperado. Exigió el tributo. El conde se negó. Según la costumbre, el duque lo retó a salir del castillo para luchar, pero el conde, superado por diez a uno, replicó con cierta insolencia que el duque entrara a buscarlo. El mensajero que entregó este mensaje socarrón regresó con la lengua metida en un saco que le habían colgado del cuello. La batalla, pues, comenzó sombríamente, y sombríamente continuó.
El guardia que vigilaba el sur del castillo estaba haciendo el vago. Pagó por ello. Los arqueros del duque lograron encaramarse al gran roble y trepar sin que nadie diera la alarma. Sólo repararon en ellos cuando el guardia se despeñó de las almenas con una flecha en el gaznate.
Gran cantidad de arqueros arrojaban una lluvia de flechas. No desperdiciaban disparos. Los escuderos caían como moscas hasta que el conde les ordenó que entraran. Y cuando los blancos humanos se hubieron guarecido, los arqueros empezaron a diezmar las vacas y ovejas que daban vueltas en los corrales abiertos. No hubo modo de proteger a los animales. Al atardecer todos estaban muertos.
—Maldición —masculló el cocinero—. ¿Cómo podré cocinar todo eso antes de que se pudra?
—Encuentra un modo —ordenó el conde—. Es nuestra provisión de comida. No permitiré que nos maten de hambre.
Así que Bork trabajó toda la noche, entrando vacas y ovejas, una por una. Al principio los aldeanos que se habían refugiado en el castillo trataron de ayudarlo, pero él podía cargar tres animales hasta la cocina en el tiempo que ellos tardaban en arrastrar uno, y pronto desistieron.
El conde vio quién estaba salvando la carne.
—No os libréis de él esta noche —indicó a los caballeros—. Castigaremos su afrenta por la mañana.
Bork sólo descansó dos veces esa noche, echándose sueñecitos de una hora hasta que el cocinero volvía a despertarlo. Y cuando rompió el alba y las flechas comenzaron a caer de nuevo, todas las reses estaban dentro, y todas las ovejas menos veinte.
—Es todo lo que podemos rescatar —le dijo el cocinero al conde.
—Sálvalas todas.
—¡Pero si Bork intenta salir, lo matarán!
El conde miró al cocinero a los ojos.
—Que traiga las ovejas o muera en el intento.
El cocinero no sabía que Bork estaba sentenciado a muerte, e hizo lo posible por salvarlo. Una olla forrada en tela y sujeta a la cabeza del gigante; una gran tapa de metal por escudo.
—Es lo más que podemos hacer —suspiró.
—Pero no puedo cargar ovejas si empuño el escudo —protestó Bork.
—¿Qué puedo hacer? Son órdenes del conde. Si te niegas, pagarás con la vida.
Bork reflexionó un instante, tratando de hallar una solución al dilema. Sólo veía una posibilidad.
—Si no puedo impedir que me acierten, tendré que impedir que me disparen.
—¿Cómo? —preguntó el cocinero, y siguió a Bork hasta la herrería, donde Bork halló su enorme hacha apoyada en la pared.
—No es momento de cortar leña —dijo el herrero.
—Te equivocas —replicó Bork.
Empuñando el hacha y cubriéndose el cuerpo con la tapa de metal, Bork se abrió paso por el patio. Las flechas rebotaban en el metal. Bork llegó al puente levadizo.
—¡Abrid! —gritó, y el puente levadizo descendió sobre el foso. Bork lo cruzó y avanzó hasta el roble a lo largo del foso.
A lo lejos el duque, de pie frente a una deslumbrante tienda blanca con un emblema amarillo, vio que Bork salía de la fortaleza.
—¿Es un hombre o un oso? —preguntó. Nadie estaba seguro.
Los arqueros disparaban contra Bork sin cesar, pero cuanto más se acerca al árbol más desfavorable era el ángulo de tiro y más grande la sombra de protección que la tapa de metal le arrojaba sobre el cuerpo. Por último, alzando la tapa sobre la cabeza, Bork, comenzó a hachar el tronco con un solo brazo. Volaban astillas con cada hachazo; valiéndose sólo de la mano derecha, podía cortar con más fuerza y rapidez que un hombre normal con ambas manos libres.
Pero mientras blandía el hacha, se cansó de sostener el improvisado escudo con el brazo izquierdo, y un arquero le disparó un flechazo que atravesó el escudo y le perforó el brazo izquierdo a la altura del grueso músculo de la espalda.
Casi soltó el escudo, pero tuvo la presencia de ánimo para soltar el hacha y caer de rodillas, equilibrando la tapa de metal entre el tronco del árbol, su cabeza y el mango del hacha. Tironeó suavemente del asta de la flecha. No salió, así que partió la flecha y empujó el fragmento hasta sacarlo por el otro lado del brazo. El dolor era desgarrador, pero Bork sabía que no podía abandonar. De nuevo empuñó el escudo con el brazo izquierdo, y a pesar del dolor lo mantuvo en alto para seguir hachando, abriendo una profunda muesca blanca alrededor del árbol. El brazo le sangraba, pero Bork lo ignoró, y pronto la hemorragia se detuvo.
En las almenas del castillo, los hombres del conde comprendieron que había esperanzas de que Bork lograra su propósito. Para protegerlo, comenzaron a disparar flechas contra el árbol. Los arqueros estaban bien escondidos, pero la lluvia de flechas, aunque la puntería fuera mala, comenzó a surtir efecto. Algunos cayeron al suelo, donde los arqueros del castillo los remataban sin dificultad, y los otros tuvieron que pensar en cubrirse mejor.
El árbol temblaba más con cada hachazo, hasta que al fin Bork retrocedió y el árbol se meció con un crujido. Habiendo trabajado como leñador en el bosque, Bork sabía hacer caer el árbol hacia donde quería; el roble cayó paralelo a las murallas, de modo que no formó un puente sobre el foso ni permitió que los arqueros del duque escaparan del árbol a demasiada distancia del castillo. Cuando los arqueros intentaron replegarse hacia las líneas del duque, los flechazos del castillo pudieron liquidarlos a todos.
Uno de ellos, sin embargo, renunció a la fuga. Aunque ya tenía una herida de flecha, desenvainó el cuchillo y acometió contra Bork en un desesperado intento por vengar su propia muerte en el hombre que la había causado. Bork no tuvo alternativa. Agitó el hacha y descubrió que los hombres son mucho menos resistentes que un árbol.
A lo lejos, el duque observó horrorizado mientras el gigante partía a un hombre en dos de un solo mandoble.
—¡Por todos los santos! —exclamó—. ¿Qué es ese monstruo?
Empapado con la sangre que chorreaba del moribundo, Bork regresó hacia el puente levadizo, que se abrió de nuevo cuando él se acercó. Pero no llegó a entrar. El conde y cincuenta caballeros montados salían por la puerta a caballo, las armaduras reluciendo al sol.
—He decidido enfrentarlos en el llano —dijo el conde—. Y tú, Bork, debes luchar con nosotros. ¡Si sobrevives, te nombraré caballero!
Bork se arrodilló.
—Gracias, señor conde —dijo.
El conde miró alrededor con embarazo.
—Pues, bien. Manos a la obra. ¡A la carga! —bramó.
Bork no comprendió que los caballeros ni siquiera se habían alineado aún. Siguió la orden y acometió solo contra las líneas del duque. El conde lo miró sonriendo.
—Señor conde —dijo el caballero más próximo—. ¿No atacaremos con él?
—Que el duque se encargue de él —dijo el conde.
—Pero él derribó el roble y salvó el castillo, señor.
—Sí —dijo el conde—. Un acto de excepcional valentía. ¿Quieres que pida la mano de mi hija?
—Pero, señor —dijo el caballero—, si él lucha con nosotros, tendremos oportunidad de vencer. Pero si lo liquidan, el duque nos destruirá.
—Algunas cosas son más importantes que la victoria —replicó el conde con voz tajante—. ¿Vivirías en un mundo donde la perfección de Brunhilda estuviera en manos de semejante energúmeno?
Los caballeros guardaron silencio mientras Bork se acercaba solo al ejército del duque.
Bork no advirtió que estaba solo hasta que llegó a pocos metros de las líneas del duque. Se había sentido extraño al caminar a campo traviesa, creyendo que marchaba hacia la batalla con los caballeros de brillante armadura y diestras armas que tanto admiraba. Ahora perdió la euforia. ¿Dónde estaban los demás? Bork sintió miedo.
No entendía por qué los hombres del duque no le habían arrojado flechas. En realidad, era un malentendido. Si el duque hubiera sabido que Bork era un plebeyo y no un caballero, el cuerpo de Bork ya estaría erizado de flechas. En cambio, uno de los hombres del duque exclamó:
—¡Tú, señor! ¿Nos desafías a singular combate?
Claro. Eso era. El conde no quería que Bork se enfrentara a un ejército, sino a un solo guerrero. ¡El resultado de toda la batalla dependería de él solo! Era un gran honor, y Bork se preguntó si sería digno de él.
—¡Sí! Singular combate —respondió—. ¡Vuestro hombre más fuerte y valeroso!
—¡Pero eres un gigante! —exclamó el hombre del duque.
—Pero no visto armadura —respondió Bork. Para demostrar su sinceridad, se quitó el yelmo, que de todos modos era incómodo, y avanzó. Los caballeros del duque retrocedieron, abriéndole paso, y hombres en armadura lo vieron pasar desde ambos flancos. Bork avanzó hasta llegar a un claro circular donde se enfrentó al duque en persona.
—¿Tú eres el campeón? —preguntó Bork.
—Yo soy el duque. Pero no veo que ninguno de mis caballeros se adelante para luchar contigo.
—¿Rechazáis el reto, pues? —preguntó Bork, tratando de aparentar el valor y el aplomo que imaginaba en un verdadero caballero.
El duque miró a sus hombres, quienes sintieron tanta vergüenza que bajaron los ojos.
—No —dijo el duque—, yo mismo aceptaré el reto.
Le aterraba luchar contra el gigante, pero era un caballero, con fama de hombre valiente; había llegado a duque en la flor de la juventud, y si ahora retrocedía ante un gigante le arrebatarían el ducado al cabo de pocos años, y perdería el honor mucho antes. Así que desenvainó la espada y avanzó hacia el gigante.
Bork vio cuánta determinación había en los ojos del duque y se maravilló de un hombre que afrontaba una peligrosísima batalla en vez de enviar a sus hombres. Se preguntó por qué el conde no había manifestado igual coraje y decidió que el duque no moriría si él podía evitarlo. Había derramado la sangre de ese arquero, con eso bastaba. Había nobleza en cada movimiento del duque y Bork se preguntó por qué la fatalidad los había enfrentado.
El duque acometió contra Bork haciendo destellar la espada. Bork le pegó de plano con el hacha y lo tumbó. El duque gritó de dolor. Su armadura estaba profundamente abollada; sin duda había costillas rotas bajo la abolladura.
—¿Por qué no te rindes? —preguntó Bork.
—¡Mátame ya!
—Si te rindes, no te mataré.
El duque quedó sorprendido. Sus hombres murmuraron.
—¿Tengo tu palabra?
—Claro. Lo juro.
Era una idea desconcertante.
—¿Qué piensas hacer, pedir rescate?
Bork reflexionó.
—No lo creo.
—¿Entonces qué? ¿Por qué no me matas y terminas de una vez?
El duque hablaba con la voz sofocada por el dolor que le partía el pecho, pero no escupía sangre, así que tuvo un atisbo de esperanza.
—El conde sólo quiere que te vayas y dejes de recaudar tributo. Si prometes hacerlo, yo prometeré que ninguno de vosotros saldrá herido.
El duque y sus hombres reflexionaron en silencio. Era demasiado bueno para creerlo. Tan bueno que era casi un deshonor pensar en ello. Aun así, allí estaba Bork, que había tumbado al duque de un mandoble, a pesar de la armadura. Si les permitía abandonar la batalla, ¿para qué discutir?
—Doy mi palabra de que dejaré de exigir tributo al conde, y mis hombres y yo nos iremos en paz.
—Vaya, qué buena noticia —dijo Bork—. Debo contárselo al conde.
Y Bork dio media vuelta y echó a andar hacia los campos, enfilando hacia donde aguardaba el diminuto ejército del conde.
—No puedo creerlo —dijo el duque—. Un caballero así, y resulta ser generoso. Con ese caballero, el conde podría dominar al rey.
Le quitaron la armadura con cuidado, y comenzaron a envolverle el pecho con vendajes.
—Si estuviera a mi servicio —dijo el duque—, lo usaría para conquistar toda la comarca.
El conde observaba incrédulamente mientras Bork atravesaba los campos.
—Aún vive —musitó, y comenzó a preguntarse qué diría Bork, teniendo en cuenta que ningún caballero lo había acompañado en su gallarda carga.
—¡Señor conde! —exclamó Bork cuando estuvo más cerca. Habría agitado los brazos, pero estaba exhausto—. ¡Se rinden!
—¿Qué? —preguntó el conde a sus caballeros—. ¿Ha dicho que se rinden?
—Eso parece —respondió un caballero—. Por lo visto ha ganado.
—¡Demonios! —exclamó el conde—. ¡No lo toleraré!
Los caballeros quedaron desconcertados.
—Si alguien ha de derrotar al duque seré yo, no un maldito plebeyo. ¡No un gigante con cerebro de cucaracha! ¡Atacad!
—¿Qué? —preguntaron varios caballeros.
—¡He dicho que ataquéis! —Y el conde avanzó. Su corcel echó a trotar por el campo, cobrando impulso.
Bork vio que los caballeros avanzaban. Había presenciado bastantes batallas de práctica como para reconocer una carga. Supuso que el conde no le había oído. Pero había que detener la carga. Había dado su palabra, ¿o no? Así que se plantó en el camino del caballo del conde.
—¡Apártate, imbécil! —gritó el conde. Pero Bork no se movió. El conde estaba decidido a no dejarse detener. Se dispuso a arrollar a Bork.
—¡No podéis atacar! —exclamó Bork—. ¡Se han rendido!
El conde apretó los dientes y espoleó el caballo, lanza en ristre, dispuesto a tumbar a Bork.
Un instante después el conde pataleaba en el aire, aferrándose con desesperación a su lanza. Bork la enarbolaba en alto, y los caballeros detuvieron trabajosamente su carga y dieron media vuelta para ver qué sucedía con Bork y el conde.
—Señor conde —dijo Bork respetuosamente—, creo que no me has oído. Ellos se rindieron. Les prometí que se marcharían en paz si dejaban de exigir tributo.
Desde su precaria posición, a cinco metros del suelo, el conde dijo:
—No te oí.
—Eso pensé. Pero les dejarás ir, ¿verdad?
—Por supuesto. ¿No te molestaría bajarme, muchacho?
Y Bork bajó al conde, y hubo un tratado de paz entre el conde y el duque, y los hombres del duque se marcharon en paz, comentando la generosidad del caballero gigante.
—Pero no es un caballero —le dijo un criado al duque.
—¿Qué? ¿No es caballero?
—No. Sólo un aldeano. Me lo dijo un labriego, cuando fui a robarle las gallinas.
—No es caballero —dijo el duque, y por un instante su rostro cobró ese tono rojizo que inducía a sus caballeros a cobrar prudente distancia, pues conocían muy bien su cólera.
—Entonces nos han engañado —dijo un caballero, en un intento de aplacar la furia de su señor anticipándose a ella.
El duque calló un instante, sonrió.
—Bien, si no es caballero, debería serlo. Tiene la fuerza. Tiene la cortesía. ¿O no?
Los caballeros convinieron que sí.
—Es el equivalente moral de un caballero —prosiguió el duque. Aplacado el orgullo por el momento, condujo a sus hombres de regreso a su castillo. Pero algo le molestaba mucho más que sus costillas doloridas: la imagen del conde colgado del extremo de la lanza mientras el gigante, Bork, la enarbolaba. Se preguntó qué había ocurrido y, más importante aún, qué significaría para el futuro.
El conde pensó que las cosas se estaban saliendo de madre. Ante todo, no había sido ida suya celebrar la victoria, pero allí estaban, borrachos como cubas en el gran salón, e incluso los aldeanos bebían cerveza a raudales, riendo y festejando entre los caballeros. Eso era bastante malo, pero lo peor era que los caballeros no hacían el menor disimulo: el festín era en honor de Bork.
El conde tamborileaba en la mesa con los dedos. Nadie prestaba atención. Estaban demasiado ocupados: sir Alwishard trataba de mantener a dos mujerzuelas de la aldea ocupadas cerca del fuego, sir Silwiss orinaba en el vino y reía tan estentóreamente que el conde apenas oía a sir Braig y sir Umlaut, que cantaban y bailaban en la mesa, pateando platos al son de la música. Era el mejor festín que el conde había visto. Y no era para él, sino para ese maldito gigante que lo había puesto en ridículo frente a sus hombres, los hombres del duque y, peor aún, el duque mismo. Oyó un extraño gruñido, como el de un lobo dispuesto a atacar. En una pausa de esa baraúnda comprendió que el sonido salía de su propia garganta.
«Domínate —pensó—. Las verdaderas ganancias, las ganancias concretas, no han sido para Bork, sino para mí. El duque se ha ido y ahora es él quien paga tributo. Además cundirá la noticia de que el conde venció al duque en batalla». A fin de cuentas, era la base del poder: quién vencía a quién en batalla. Un duque era sólo un hombre que podía vencer a un conde, un conde alguien que podía vencer a un barón, un barón alguien que podía vencer a un caballero.
¿Pero qué era alguien que podía vencer a un duque?
—Deberías ser rey —dijo un joven alto y esbelto, de pie junto al trono.
El conde lo miró, gesticulando con la mano oculta. ¿Acaso le había leído los pensamientos?
—Fingiré que no te he oído.
—Me has oído —dijo el joven.
—Es traición.
—Sólo si el rey te vence en batalla. Si tú ganas, es traición no decirlo.
El conde le echó una ojeada. Cabello oscuro, demasiado bien peinado para tratarse de un aldeano. Nariz recta, sonrisa agradable, gracia seductora al andar. Pero algo en sus ojos desmentía esa sonrisa. Ese joven era pérfido. Ese joven era peligroso.
—Me gustas —dijo el conde.
—Me halagas. —No parecía halagado, sino aburrido.
—Si soy listo, te mandaré estrangular de inmediato.
El joven sonrió aún más.
—¿Quién eres? —preguntó el conde.
—Me llamo Winkle. Y soy el mejor amigo de Bork.
Bork. De nuevo ese gigante metiendo su inmensa sombra en todo.
—No sabía que Bork el Bruto tenía amigos.
—Tiene uno. Yo. Pregúntaselo.
—Me pregunto si un amigo de Bork es de verdad amigo mío —observó el conde.
—He dicho que soy su mejor amigo, no que sea un buen amigo —dijo Winkle con picardía.
Un granuja redomado, pensó el conde, pero llamó a Bork con una seña. Al instante el gigante se arrodilló ante el conde, quien se enfadó al notar que, cuando Bork estaba de rodillas y él sentado, Bork aún lo miraba desde arriba.
—Este hombre —dijo el conde— afirma que es tu amigo.
Bork miró al costado y reconoció a Winkle, quien lo miraba con ojos radiantes de afecto. Un afecto voraz, pero Bork no se fijaba en detalles. Contaba con la admiración y el rencoroso respeto de los caballeros, pero apenas los conocía. Éste era su amigo de la infancia, y al ver que Winkle sostenía que era su amigo, Bork perdonó los deslices del pasado y sonrió.
—Winkle —dijo—. Por supuesto que somos amigos. Él es mi mejor amigo.
El conde cometió el error de mirar a Bork a los ojos y ver la plena sinceridad de su amor por Winkle. Sintió confusión, pues ya había calado a Winkle con unos pocos instantes de conversación. Winkle no era amigo de nadie. Pero Bork, evidentemente, era ciego ante eso. Por un instante el conde casi se compadeció del gigante, tuvo una vislumbre de cómo debía de ser su vida si ese aldeano depredador era su mejor amigo.
—Majestad —dijo Winkle.
—No me llames así.
—Sólo me anticipo a lo que el mundo sabrá en cuestión de meses.
Winkle parecía confiado, completamente seguro. El conde sintió un escalofrío. Trató de dominarse.
—He ganado una batalla, Winkle. Aún tengo un gran déficit presupuestario y un minúsculo ejército de pésimos caballeros.
—Piensa en tu hija, aunque tú no seas ambicioso. A pesar de su belleza, tendrá suerte si se casa con un duque. Pero si fuera hija de un rey, podría casarse con cualquiera en todo el mundo. Y su encantadora persona bastaría como dote. Ningún príncipe pensaría en pedir más.
El conde pensó en su hija, la bella Brunhilda, y sonrió.
Bork también sonrió, pues pensaba en lo mismo.
—Majestad —urgió Winkle—, con Bork como tu mano derecha y conmigo como consejero, nada te impedirá ser rey dentro de un par de años. ¿Quién osaría enfrentarse a un ejército encabezado por nosotros tres?
—¿Por qué tres? —preguntó el conde.
—Quieres decir por qué yo. Creí que ya lo habías entendido… pero claro, precisamente para eso me necesitas. Verás, majestad, tú eres un buen hombre, un santo, un dechado de virtudes. Jamás pensarías en buscar el poder y confabularte contra tus enemigos, espiar y hacer cosas repulsivas a gente que te desagrada. Pero los reyes deben hacer estas cosas, o pronto dejan de ser reyes.
El conde recordó vagamente que se había comportado así en varias ocasiones, pero las palabras de Winkle eran seductoras: tenían que ser ciertas.
—Majestad, donde tú eres puro, yo soy espurio. Donde tú eres lozano, yo estoy podrido. Vendería a mi madre como esclava si tuviera madre, y engañaría al diablo jugando al póquer y le ganaría el infierno antes de que se diera cuenta. Y apuñalaría por la espalda a cualquiera de tus enemigos si tuviera la oportunidad.
—¿Y si mis enemigos no son tus enemigos? —preguntó el conde.
—Tus enemigos son siempre mis enemigos. Te seré fiel contra viento y marea.
—¿Cómo voy a confiar en ti, si eres tan corrupto?
—Porque me pagarás mucho dinero. —Winkle hizo una reverencia.
—Trato hecho —asintió el conde.
—Excelente —dijo Winkle, y se dieron la mano. El conde notó que Winkle tenía las manos suaves. No tenía las palmas duras y ásperas de un peón de aldea ni los callos de un hombre entrenado para la guerra.
—¿Cómo te has ganado la vida hasta ahora? —preguntó el conde.
—Robando —dijo Winkle, con una sonrisa que decía «es broma» y un destello en los ojos que decía «hablo en serio».
—¿Y qué hay de mí? —preguntó Bork.
—Oh, tú también formas partes del trato —respondió Winkle—. Eres el fuerte brazo derecho del rey.
—No conozco al rey —dijo Bork.
—Claro que sí —replicó Winkle—. Éste es el rey.
—No —dijo el gigante—. Es sólo un conde.
Esas palabras hirieron profundamente al conde. Sólo un conde. Bien, eso cambiaría pronto.
—Hoy soy sólo un conde —explicó con paciencia—. ¿Quién sabe lo que traerá el mañana? Bork, te nombraré caballero. Como tal debes jurarme absoluta lealtad y hacer lo que yo ordene. ¿Lo harás?
—Claro que lo haré. Gracias, señor conde. —Bork se levantó y llamó a sus nuevos amigos con voz tonante—. ¡El señor conde ha decidido que seré caballero! —Hubo hurras y aplausos y pataleos—. Y lo mejor es que ahora podré casarme con la dama Brunhilda.
No hubo ovaciones. Sólo un murmullo de alarma. Por supuesto. Si lo nombraban caballero, podía aspirar a la mano de Brunhilda. Era impensable. Pero el conde mismo lo había dicho.
El conde empezaba a arrepentirse, pero no había modo de retractarse sin poner en entredicho la veracidad de sus promesas. Quiso decir algo, pero no pudo. Bork aguardaba con ansiedad. Evidentemente creía que el conde confirmaría sus palabras.
Fue Winkle quien se hizo cargo de la situación.
—Oh, Bork —dijo con voz triste pero resonante, para que todos lo oyeran—. ¿No lo entiendes? Su majestad te nombra caballero por gratitud. Pero a menos que seas rey o hijo de rey, tendrás que realizar un acto de excepcional valentía para conquistar la mano de Brunhilda.
—¿Pero no he sido valiente hoy? —preguntó Bork. A fin de cuentas, la herida de flecha del brazo aún le dolía, y sólo la cerveza aplacaba el dolor que las faenas de esa noche y ese día le habían dejado en el cuerpo.
—Has sido valiente. Pero como tienes el doble de tamaño y diez veces la fuerza de un hombre común, no es justo que conquistes la mano de Brunhilda con valentía común. No, Bork. Así funcionan las cosas, y así se hacen las cosas. Antes de ser digno de Brunhilda, tienes que realizar una hazaña diez veces más valiente que la de hoy.
Bork no pudo pensar en tal hazaña. ¿Acaso no había talado el roble casi sin protección? ¿No había atacado al ejército enemigo a solas y lo había obligado a rendirse? ¿Qué podía ser diez veces más valiente?
—No desesperes —intervino el conde—. Sin duda en todas las batallas que nos aguardan habrá algo diez veces más valiente. Y entretanto, eres caballero, amigo mío, un gran caballero, y cenarás a mi mesa todas las noches. Y cuando marchemos hacia la batalla, allí estarás, junto a mí…
—Unos pasos por delante —susurró discretamente Winkle.
—Unos pasos por delante, para defender el honor de mis tierras…
—No seas tan modesto —susurró Winkle.
—No, no mis tierras. Mi reino. Pues a partir de hoy, hombres, ya no servís a un conde, sino a un rey.
Fue una declaración atrevida, y habría causado sobrias reflexiones si hubiera quedado un hombre sobrio en el salón. Pero a través de la bruma del alcohol, las antorchas y la fatiga, los caballeros miraron al conde y le vieron aspecto regio. Y pensaron en las batallas que les aguardaban y no sintieron miedo, pues habían obtenido una gloriosa victoria y ni uno de ellos había derramado una gota de sangre. Excepto Bork, claro. Pero en lo más recóndito todos pensaban algo que jamás habrían admitido abiertamente. Esa opinión que tan bien ocultaban era muy simple: Bork no es como yo. Bork no es de los nuestros. Por tanto, Bork es desechable. La sangre que le manchaba la manga era barata, y aún le quedaba mucha.
Así que le sirvieron más cerveza hasta que se durmió, roncando en la mesa, olvidando que con subterfugios le habían quitado la mujer que amaba; era fácil olvidar por el momento, pues era caballero, y héroe, y al fin tenía amigos.
El conde tardó dos años en ser rey. Comenzó cerca de su morada, con otros condes, pero pronto avanzó sobre los grandes duques del reino. Dondequiera que iba, se repetía la misma situación. El conde y sus cincuenta caballeros cabalgaban con armadura ligera, para viajar a razonable velocidad. Bork caminaba, pero sus largas piernas le permitían seguirles el paso. Llegaban al castillo de su víctima, y tres escuderos entregaban a Bork su nueva hacha de mango de acero. Bork, cubierto con una armadura impenetrable, vadeaba el foso, si lo había, o caminaba hasta las puertas, blandía el hacha y comenzaba a astillar la madera. Cuando las puertas se desmoronaban, Bork cogía una enorme barra de acero y la usaba como palanca para aflojar el rastrillo, curvando el grueso hierro como un bizcocho hasta que quedaba una hendidura tan grande que un caballero podía atravesarla.
Luego regresaba hacia el conde y Winkle.
Durante esta operación nadie pronunciaba una palabra; la única actividad de los demás hombres del conde era lanzar flechas para que nadie pudiera derramar aceite hirviente ni brea caliente sobre Bork mientras trabajaba. Era una precaución, nada más, pues aunque hubieran puesto a calentar el aceite al ver el pequeño ejército del conde, Bork concluiría antes de que alcanzara temperatura suficiente para hacer sisear el agua.
—¿Te rindes ante su majestad el rey? —exclamaba Winkle.
Y los defensores del castillo, con semejante boquete en la puerta, aterrados por el gigante que se había burlado de sus defensas, solían rendirse. En ocasiones presentaban una resistencia simbólica. Cuando eso ocurría, la ciudad —a instancias de Winkle— era brutalmente saqueada y la familia del noble permanecía en prisión hasta que se pagaba un elevado rescate.
Al cabo de dos años, el conde, Bork, Winkle y su ejército avanzaron sobre Winchester. El rey —el verdadero rey— huyó y se exilió en Anjou, donde el clima era más cálido. El conde se hizo coronar rey, aceptó el juramento de todos los nobles del país y presentó a su hija Brunhilda. Luego, como Winchester no le gustaba, regresó a su castillo para gobernar desde allí. Los pretendientes de su hija abarrotaban sin cesar los caminos que conducían a la campiña; aspirantes a cortesanos y nobles que ambicionaban un puesto llenaban las nuevas hosterías que proliferaban en el otro lado de la aldea. Todos se iban mucho más pobres que al llegar. Y aunque un buen porcentaje de ese dinero iba a parar a las arcas reales, una porción mayor engordaba los bolsillos de Winkle, para quien recaudar significaba dejar para el rey un cuarto de las ganancias.
Y ahora que las guerras habían terminado, Bork colgó su armadura y reanudó su vida normal. No del todo normal, a decir verdad. Dormía en una cómoda habitación del castillo, mejor que la mayoría de los caballeros. Algunos caballeros incluso disfrutaban de su compañía, y lo buscaban para beber cerveza por la noche o para cazar durante el día. Se sabía que Bork podía cargar con dos venados, y era mucho más conveniente que un caballo de carga. Bork era mucho más feliz de lo que jamás había soñado.
Y así andaban las cosas cuando llegó el dragón y lo cambió todo para siempre.
Winkle estaba en la habitación de Brunhilda, un lugar al que sabía llegar por muchos caminos, para que nadie lo viera. Brunhilda, al cabo de muchos obsequios y más adulaciones, estaba a punto de rendirse al apuesto asesor del rey cuando extraños gritos y alaridos llegaron desde los campos. Brunhilda se zafó de las manos exploratorias de Winkle y, ordenándose el vestido entrabierto, corrió a la ventana para ver qué sucedía.
Miró abajo, hacia el lugar de donde venían los gritos, y sólo levantó la mirada cuando la cubrió la sombra del dragón. Winkle, que aguardaba en el lecho, sólo vio las zarpas que, con suavidad pero con firmeza, cogían a Brunhilda para llevársela. Brunhilda se desmayó, y cuando Winkle llegó a la ventana, el dragón se alejaba batiendo las alas, llevándose el cuerpo inerte hacia el norte.
Winkle estaba horrorizado. Todo ocurrió de repente, imprevisiblemente. Pero aun así se maldijo y comprendió con amargura que sus planes podían quedar frustrados para siempre. Un dragón se había llevado a Brunhilda, que era su medio para llegar a ser rey legítimo. Su plan de seducción, matrimonio y herencia estaba arruinado.
Siempre práctico, Winkle no se resignó a la lamentación. Se vistió deprisa y salió de la habitación de Brunhilda por un pasadizo secreto, para reaparecer en el corredor un instante después.
—¡Brunhilda! —gritó, golpeando la puerta—. ¿Estás bien?
Llegó un caballero, y luego el rey, sollozando y gimiendo y haciendo trizas todo lo que encontraba a su paso. Derribaron la puerta en un santiamén, y el rey corrió hacia la ventana y llamó a gritos a su hija, que ahora era un puntito en el cielo distante.
—¡Brunhilda! ¡Brunhilda! ¡Regresa! —Brunhilda no regresó. El rey se alejó de la ventana y cayó al suelo, el rostro demudado y húmedo de pena—. ¡Ahora no tengo nada, y todo es en vano!
Precisamente lo que yo pensaba, se dijo Winkle, pero no hay que llorar por eso. Para ocultar su desprecio, caminó hacia la ventana y miró hacia el exterior. No vio al dragón, sino a Bork, que salía del bosque cargando con dos enormes leños.
—Sir Bork —dijo Winkle.
El rey oyó un tono decidido en la voz de Winkle. Había aprendido a escuchar bien lo que Winkle decía con ese tono de voz.
—¿Qué hay con él?
—Si alguien puede vencer a un dragón, ése es sir Bork —señaló Winkle.
—Es verdad —asintió el rey, recobrando parte de las esperanzas perdidas—. Por supuesto.
—¿Pero lo hará? —preguntó Winkle.
—Claro que lo hará. Ama a Brunhilda, ¿o no?
—Eso declaró. Pero majestad, ¿es leal? A fin de cuentas, ¿por qué no estaba aquí cuando llegó el dragón? ¿Por qué no salvó a Brunhilda?
—Estaba cortando leña para el invierno.
—¿Cortando leña? ¿Cuando la vida de Brunhilda corría peligro?
El rey montó en cólera. No comprendió que el argumento era ilógico, pues no estaba de ánimo para la lógica. Estaba fuera de sí cuando recibió a Bork a las puertas del castillo.
—¡Me has traicionado! —exclamó el rey.
—¿Ah, sí? —preguntó Bork, dominado por la culpa. Jamás había pensado en traicionarlo.
—No estabas aquí cuando te necesitábamos. ¡Cuando Brunhilda te necesitaba!
—Lo siento.
—Lo sientes. ¿De qué sirve que lo lamentes? Juraste proteger a Brunhilda de cualquier enemigo, y cuando aparece un enemigo realmente peligroso, ¿cómo me pagas todo lo que he hecho por ti? ¡Te escondes en el bosque!
—¿Qué enemigo?
—Un dragón. Como si no lo hubieras visto venir y hubieras corrido al bosque.
—Lo juro, majestad, no sabía que venía un dragón. —Y entonces hizo la asociación—. ¿El dragón… se llevó a Brunhilda?
—Sí, se la llevó. Se la llevó medio desnuda del dormitorio cuando ella fue a la ventana a pedirte ayuda.
Bork sintió el peso de la culpa, y era una carga terrible. Entró en el castillo con semblante huraño y furioso, y sus duras pisadas hicieron temblar la tierra.
—¡Mi armadura! —exclamó—. ¡Mi espada!
Poco después estaba plantado en medio del patio, extendiendo los brazos mientras le ponían la cota de malla, le sujetaban y atornillaban el peto y el yelmo. La espada no era suficiente. También llevaba su enorme hacha y un escudo tan grande que habría protegido a dos hombres normales.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó Bork.
—Hacia el norte —respondió el rey.
—Recobraré a tu hija, majestad, o moriré en el intento.
—Más te vale. Todo ha sido culpa tuya.
A Bork le dolieron esas palabras, pero el dolor sólo le dio más ímpetu. Cogió el enorme saco de comida que el cocinero le había preparado y se lo sujetó al cinturón, y sin mirar hacia atrás salió del castillo y enfiló hacia el norte.
—Casi siento pena por el dragón —dijo el rey.
Pero Winkle tenía sus reservas. Había visto el tamaño de las zarpas que apresaban a Brunhilda. Ella parecía una pequeña muñeca en los dedos de un hombre corpulento. Las zarpas eran afiladas como navajas. Aunque Brunhilda estuviera con vida, ¿podría Bork derrotar al dragón? A fin de cuentas, Bork el Bruto se había granjeado su reputación enfrentándose a hombres más pequeños, como Winkle sabía de sobra. ¿Cómo se enfrentaría a un dragón que le quintuplicaba en tamaño? ¿No se acobardaría? ¿No huiría como otros hombres habrían huido de él?
Quizá. Pero sir Bork el Bruto representaba para Winkle la única esperanza de conseguir a Brunhilda y el reino. Si podía hacer algo para asegurarse de que el gigante al menos intentara luchar contra el dragón, lo haría. Y así, llevando sólo su espada y un morral de comida, Winkle partió del castillo por otro lado, y siguió al gigante en su travesía hacia el norte.
Y entonces tuvo un terrible pensamiento. Luchar contra el dragón era una hazaña diez veces más valiente de las que Bork había hecho antes. Si vencía, ¿no podría reclamar la mano de Brunhilda?
Prefirió no pensar en ello. Ya se le ocurriría algo para solucionar el problema. «Tendré tiempo de sobra para planear algo… cuando Bork la haya rescatado».
Bork no había doblado el segundo recodo cuando se cruzó con la vieja que aguardaba a la vera del camino. Era la misma anciana que había cuidado de Brunhilda durante esos años en que la mantenían encerrada en una habitación secreta del castillo. Tenía un aspecto ceniciento y gris, pero había en sus ojos un destello que muchos confundían con gran sabiduría. No era gran sabiduría. Pero la anciana sabía algo acerca de dragones.
—Persigues al dragón, ¿eh? —preguntó con voz chillona—. Quieres rescatar a Brunhilda, ¿eh? —Rió entre dientes.
—Yo lo haré, si alguien puede —dijo Bork.
—Pues bien, cualquiera no puede.
—Yo sí puedo.
—¡Sé más humilde, so presuntuoso!
Bork la ignoró y echó a andar.
—¡Aguarda! —dijo la anciana, con voz áspera como una lima roma sacando herrumbre de una armadura—. ¿Adónde irás?
—Al norte. Hacia allá voló el dragón.
—Una cuarta parte del mundo está al norte, sir Bork el Bruto, y un dragón es pequeño en comparación con todas las montañas de la Tierra. Pero sé cómo puedes encontrar al dragón, si eres realmente un caballero. Enciende una antorcha, hombre. Enciende una antorcha, y cuando llegues a una encrucijada, la luz de la antorcha brincará hacia el rumbo que debes coger. Con viento o sin viento, el fuego busca el fuego, y hay una llama en el corazón de todos los dragones.
—¿Entonces es verdad que respiran fuego? —preguntó Bork. No sabía cómo combatir el fuego.
—El fuego es luz, no viento, así que no sale por la boca ni por las narices del dragón. Si te quema, no será con su hálito. —La anciana cacareó como una gallina irritada—. ¡Ya nadie sabe la verdad sobre los dragones!
—Excepto tú.
—Soy una vieja comadre, y yo lo sé. Tampoco comen seres humanos. Son estrictamente vegetarianos. Pero matan. En ocasiones matan.
—¿Por qué, si no les apetece la carne?
—Ya verás —dijo la anciana. Echó a andar rumbo al bosque.
—¡Espera! —dijo Bork—. ¿A qué distancia estará el dragón?
—Cerca de aquí. Cerca de aquí, sir Bork. Está esperando. Por ti y por todos los estúpidos que intenten liberar a la virgen. —Y la anciana se perdió en la oscuridad.
Bork encendió una antorcha y siguió la llama toda la noche, doblando cuando la llama doblaba, negándose a perder tiempo en dormir cuando ese monstruo podía estar sometiendo a Brunhilda a indescriptibles vejaciones. Y detrás de él, Winkle se obligaba a permanecer despierto para no perderle pisada en la oscuridad.
Toda una noche, y todo un día, y toda una noche, Bork siguió la luz de la antorcha por caminos tortuosos y desiertos, hasta llegar al pie de un cerro seco y alto, con rocas y peñascos en la cima. Se detuvo cuando la llama dio un brinco, como diciendo: «Es arriba». Y en el silencio oyó un sonido que lo estremeció hasta la médula. Era Brunhilda, gritando como si la torturasen del modo más cruel. A los gritos siguió un tremendo rugido.
Bork arrojó a un lado los restos de su comida y enfiló hacia la cima del cerro. Mientras caminaba gritó, para que el dragón dejara de atormentarla:
—¡Dragón! ¿Estás ahí?
La voz respondió con una potencia que sacudió el polvo.
—Claro que sí.
—¿Tienes a Brunhilda?
—¿Te refieres a la virgencita con corazón de víbora y cerebro de mosquito?
En el bosque del pie del cerro, Winkle apretó los dientes con furia, pues a pesar de sus planes y ambiciones, amaba a Brunhilda de todo corazón.
—¡Dragón! —bramó Bork a pleno pulmón—. ¡Dragón! ¡Prepárate para morir!
—¡Ay, ay! —exclamó el dragón—. ¿Qué haré?
Bork llegó a la cima del cerro cuando el sol despuntaba sobre las montañas distantes y despertaba la mañana. A la luz Bork vio a Brunhilda amarrada a un árbol, su cabello rojizo y resplandeciente. Alrededor de Brunhilda estaba la inmensa pila de oro que el monstruo custodiaba, de acuerdo con la tradición. Y alrededor del oro estaba la cola del dragón.
Bork miró la cola y la siguió hasta llegar al dragón, que se apoyaba en una roca, mascando un tronco de árbol y sonriendo. Las alas del dragón estaban revestidas de plumas, pero el resto aparecía cubierto por una piel tosca y grisácea del color del granito gastado. Al sonreír mostraba dientes irregulares, largos y puntiagudos. Tenía zarpas de un metro de largo, afiladas como espadas. Pero a pesar de ese armamento, lo más peligroso eran los ojos. Eran grandes, suaves y pardos, con largas pestañas y cejas arqueadas. Pero en el centro de cada ojo ardía una aguzada punta de luz, y cuando Bork miró esos ojos la luz lo apuñaló, viendo su corazón y riéndose de lo que encontraba.
Bork quedó petrificado un instante, hasta que el dragón extendió un ala hacia Brunhilda y con un gran gruñido comenzó a hacerle cosquillas en la oreja.
Brunhilda no soportaba las cosquillas, y soltó un grito estremecedor.
—¡No la toques, bellaco! —gritó Bork.
—¿Bella qué? —rió el dragón—. No seas atrevido.
—¡Bestia! —bramó Bork—. ¡Soy sir Bork el Grande! ¡Nunca me han vencido en batalla! ¡Ningún hombre se atreve a desafiarme, e incluso las bestias del bosque se apartan a mi paso!
—Has de ser bastante torpe —comentó el dragón.
Bork continuó sin pausa. Había visto retos y justas. Era obligatorio recitar y adornar hazañas pasadas para sembrar terror en el corazón del enemigo.
—¡Puedo derribar árboles de un hachazo! ¡Puedo atravesar un buey de la testuz a la cola, puedo ensartar a un veloz venado, puedo tumbar murallas de piedra y puertas de madera!
—¿Por qué nunca consigo criados tan eficientes? —murmuró el dragón—. En fin, tal vez cobres demasiado.
El tono socarrón del dragón habría enfurecido a otros caballeros, Bork sólo sentía confusión, pues se preguntaba si el asunto era menos serio de lo que pensaba.
—He venido a liberar a Brunhilda, dragón. ¿Me la entregarás o he de matarte?
El dragón soltó una carcajada. Ladeó la cabeza hacia Bork. En ese momento Bork supo que había perdido la batalla. Pues en las honduras de los ojos del dragón vio la verdad.
Se vio a sí mismo derribando puertas y hachando árboles, pero esos actos ya no le parecían heroicos. Comprendió que los caballeros que le seguían en esos combates se burlaban de él, que el rey era un hombre débil y perverso, que Winkle era un ambicioso sin escrúpulos; vio que todos lo usaban para sus propios fines, y no darían nada por él.
Se vio a sí mismo pidiendo la mano de Brunhilda en matrimonio, un gigante feo, desaliñado y torpe en ridículo contraste con aquella muchacha ligera y grácil. Vio que las alusiones del rey a ese posible matrimonio eran una mera estratagema para enceguecerlo. Más aún, vio algo que nadie había visto: que Brunhilda amaba a Winkle, y Winkle la deseaba.
Y al fin Bork se vio como guerrero y comprendió que en tantos años de gran reputación y tantas victorias, había luchado contra un solo hombre: un arquero que lo embestía con un cuchillo. Había aterrado a los débiles y pequeños, pero sólo ahora se enfrentaba a una criatura de mayor tamaño. Bork miró en los ojos del dragón y vio su propia muerte.
—Tus ojos son profundos —murmuró Bork.
—Profundos como un pozo, y te estás ahogando.
—Tu visión es clara. —Las palmas de Bork estaban heladas de sudor.
—Clara como hielo, y te congelarás.
—Tus ojos —musitó Bork. De pronto sintió la boca tan seca que no pudo hablar. Tragó saliva—. Tus ojos están llenos de luz.
—Brillante y diminuta como un astro —susurró el dragón—. Y mira: tu corazón ya está en llamas.
Poco a poco el dragón se alejó de la roca, acercando la punta de la cola a la espalda a Bork para empujarlo hacia sus fauces. Pero Bork no estaba en un trance tan profundo como para no advertirlo.
—Veo que te propones matarme —dijo—. Pero no te resultará tan fácil. —Bork dio media vuelta para asestar un hachazo a la punta de la cola del dragón. Pero era demasiado robusto y lento, y la cola se escabulló antes de que pudiera atizarle el golpe.
La batalla duró el día entero. Bork luchaba contra la fatiga tanto como contra el dragón, y parecía que el dragón sólo jugaba con él. Bork acometía contra la cola o un ala o el vientre del dragón, pero su hacha y su espada silbaban en el aire sin tocar nada.
Al fin Bork cayó de rodillas y sollozó. Quería continuar la lucha, pero su cuerpo no aguantaba más. Y el dragón parecía tan fresco como por la mañana.
—¿Qué? —preguntó el dragón—. ¿Ya has terminado?
Bork sintió la punta de la cola del dragón en la espalda, y las afiladas zarpas en ambos flancos. No soportaba mirar lo que inevitablemente vería. Tampoco soportaba la espera, sin saber cuándo recibiría el golpe. Así que abrió los ojos, irguió la cabeza y vio.
Los dientes del dragón casi lo rozaban, dispuestos a arrancarle la cabeza de los hombros.
Bork gritó. Y gritó de nuevo cuando los dientes lo tocaron, se hincaron en la armadura, cuando el dragón lo alzó con dientes, cola y garras hasta elevarlo a más de cinco metros del suelo. Gritó de nuevo cuando miró los ojos del dragón y en vez de hambre u odio vio diversión.
Y al fin calló y, observando la enorme lengua que culebreaba en esa bocaza a pocos centímetros de su cabeza, oyó las palabras del dragón:
—Bien, hombrecillo. ¿Tienes miedo?
Bork trató de pensar en un heroico discurso de desafío, palabras poéticas que pudieran recordarse para siempre, de modo que su muerte se cantara en mil canciones. Pero Bork no era rápido para esas cosas; no estaba tan acostumbrado a hablar, no tenía oído para las frases galantes. En cambio, pensó que sería barato y tonto morir con una mentira en los labios.
—Dragón —jadeó Bork—, estoy asustado.
Para sorpresa de Bork, los dientes no lo atravesaron. En cambio, sintió que lo bajaban al suelo, oyó un ruido rechinante cuando dientes y zarpas soltaron la armadura. Alzó la visera y vio que el dragón se retorcía de risa en el suelo, golpeando las piedras con la cola y batiendo las zarpas.
—Ah, mi querido y diminuto amigo —dijo el dragón—. Creí que nunca llegaría el día.
—¿Qué día?
—El de hoy —respondió el dragón. Dejó de reír y se acercó a Bork para mirarlo a los ojos—. Te dejaré vivir.
—Gracias —dijo Bork, tratando de ser cortés.
—¿A mí? Oh no, mi guerrero pequeñín. No me des las gracias. ¿Crees que mis dientes son afilados? No tanto como las invectivas de tus envidiosos y defraudados amigos.
—¿Puedo irme?
—Por mí puedes irte, puedes volar, puedes morar en tu castillo. ¿Quieres saber por qué?
—Sí.
—Porque has tenido miedo. En toda mi vida, sólo he matado a bravos caballeros que desconocían el temor. Eres el primero, el primerísimo, que ha tenido miedo en ese instante final. Puedes irte. —Y el dragón le dio un empellón y lo mandó cuesta abajo.
Brunhilda, que había presenciado la batalla en expectante silencio, lo llamó a gritos.
—¡Valiente caballero eres! ¡Cobarde! ¡Te odio! ¡No me abandones!
Los gritos siguieron hasta que Bork no pudo oírlos por la distancia.
Bork sintió vergüenza.
Bajó por la ladera y, en cuanto se internó en la frescura del bosque, se acostó a dormir.
Oculto entre las rocas, Winkle le vio marcharse, y vio que el dragón le hacía cosquillas a Brunhilda, cuyo vestido estaba desordenado como cuando el dragón la había capturado. Winkle pensó que había estado en un tris de poseerla. Pero ahora, si ni siquiera Bork podía rescatarla, era una causa perdida, y Winkle se puso a planear otros modos de sacar partido de la situación.
Todos sus planes dependían de llegar al castillo antes que Bork. Como Winkle se había adormilado a ratos durante la batalla, pudo ir más deprisa. Llegó a una aldea, donde robó un asno y cabalgó torpemente, medio dormido, toda la noche y la mitad del día siguiente, y llegó al castillo antes de que Bork despertara.
El rey se enojó. El rey imprecó. El rey juró que Bork moriría.
—Pero, majestad —dijo Winkle—, no puedes olvidar que es Bork quien inspira temor en el corazón de tus leales súbditos. No puedes matarlo. Si él muriese, ¿cuánto tiempo permanecerías en el trono?
El viejo se calmó.
—Entonces le dejaré vivir. Pero no tendrá un sitio en este castillo. No permitiré que ese cobarde viva aquí. ¡Miedo! ¡Decirle al dragón que tenía miedo! Patético. Ese hombre es un ingrato. —Y el rey abandonó la corte.
Cuando Bork llegó a la aldea, cansado y angustiado, encontró cerrada la puerta del castillo. No hubo explicaciones, ni las necesitó. Había fallado cuando más lo necesitaban. Ya no era digno de ser caballero.
Y todo volvió a ser como antes. Bork —ignorado, despreciado, temido— quedó totalmente solo. Pero aun así, cuando se requería gran fuerza, allí estaba, haciendo el trabajo de diez hombres, sin recibir gratitud. Nadie agradecía a un hombre por cumplir con su deber para ganarse el pan.
Por las noches se quedaba en su cabaña mirando el fuego, mientras la columna de humo salía por el agujero del techo. Recordaba sus amistades, pero no era un recuerdo dichoso, pues siempre estaba envenenado por el conocimiento de que la amistad no había sobrevivido al primer fracaso de Bork. Los caballeros escupían cuando lo veían en el camino o en los campos.
Pero las llamas no permitían que Bork los culpara a ellos. Las llamas le recordaban los ojos del dragón, y en su bailoteo Bork se veía a sí mismo, como un bufón que se había atrevido a soñar con el amor de una princesa, que se creía un auténtico caballero. «Claro que no, jamás fui caballero —pensaba—. Nunca fui digno. Sólo ahora recibo mi merecido». Y su amargura se volcaba hacia dentro, y se odiaba mucho más de lo que podían odiarle los caballeros.
Había escogido mal. Cuando el dragón decidió dejarlo en libertad, tendría que haberse negado. Tendría que haberse quedado para luchar a muerte. Tendría que haber perecido.
Circulaban historias por la aldea, historias sobre los heroicos y célebres caballeros que aceptaban el desafío de liberar a Brunhilda. Se iban como héroes. Morían como héroes. Sólo Bork había regresado con vida, y con cada caballero muerto crecía la vergüenza de Bork. Hasta que decidió regresar. Prefería unirse a esos caballeros en la muerte que vivir contemplando las llamas y viendo los ojos del dragón.
Pero esta vez iría mejor preparado. Así que en primavera, después de arar y sembrar y cuidar los corderos y los terneros, tareas en que la ayuda de Bork era indispensable para los aldeanos, el gigante regresó al castillo. Esta vez nadie le cerró el paso, pero tuvo la prudencia de tratar de pasar inadvertido. Fue a la sala del maestro de esgrima manco. Bork no le había visto desde que le había cercenado el brazo por accidente.
—¿Has venido a por el otro brazo, cobarde? —le preguntó el maestro.
—Lo siento —dijo Bork—. Entonces era más joven.
—Pues no eras más pequeño. Márchate.
Pero Bork se quedó, y suplicó al maestro que le ayudara. Llegaron a un acuerdo. Bork sería criado personal del maestro todo el verano, y a cambio el maestro trataría de enseñarle a combatir.
Iban al campo todos los días, y bajo la mirada vigilante del maestro, Brok practicó estocadas con arbustos, árboles, piedras, cualquier cosa menos el maestro, quien no le permitía acercarse. Luego regresaban a los aposentos del maestro, y Bork limpiaba el suelo, afilaba espadas, bruñía escudos y reparaba equipos rotos.
—Bork —decía siempre el maestro—, eres demasiado estúpido para hacer las cosas bien.
Bork asentía.
En un verano de práctica, no logró mejorar, y al final de ese verano, cuando era tiempo de salir al campo y ayudar en la cosecha y los preparativos para el invierno, el maestro de esgrima dijo:
—Es inútil, Bork. Eres demasiado lento. Incluso los arbustos son más ágiles que tú. No regreses. Además, todavía te odio.
—Lo sé —dijo Bork, y se fue a los campos, donde los labriegos aguardaban con impaciencia a que el gigante llevara las gavillas a las carretas.
Otro invierno mirando el fuego, y Bork comenzó a comprender que, por mucho que mejorase con la espada, no cambiaría las cosas. No era el modo de derrotar al dragón. Si la buena esgrima pudiera vencer al dragón, la bestia ya estaría muerta. Los mejores caballeros del reino ya habían perecido en el intento.
Tenía que buscar otra estrategia. Y la nieve aún cubría el suelo cuando regresó al castillo y subió la larga y estrecha escalera que conducía a la sala donde vivía el hechicero.
—Lárgate —dijo el hechicero cuando Bork llamó a la puerta—. Estoy ocupado.
—Esperaré —respondió Bork.
—Como quieras.
Y Bork esperó. Era plena noche cuando el hechicero abrió la puerta. Bork se había dormido apoyado en ella, y casi tumbó al mago cuando cayó hacia dentro.
—¿Quién diablos…? ¡Has esperado!
—Sí —dijo Bork, frotándose la cabeza, pues se había golpeado contra el suelo de piedra.
—Bien, regresaré enseguida. —El hechicero avanzó por un reborde estrecho hasta llegar al sitio donde la pared se abultaba y una ranura conducía al exterior de la muralla. En tiempos de guerra, esas ranuras se usaban para verter aceite hirviente sobre los atacantes. En tiempos de paz se usaban para otros líquidos—. Espérame dentro.
Bork miró en torno. La habitación estaba inmaculadamente limpia, las paredes aparecían cubiertas de libros, y aquí y allá un artefacto fascinante hablaba de conocimientos esotéricos y poderes arcanos: una esfera con el mundo encima, un cráneo, un ábaco, vasos y tubos, un cuenco de arcilla que despedía humo, aunque no había fuego debajo. Bork se maravilló hasta que regresó el hechicero.
—Bonito lugar, ¿eh? —dijo el hechicero—. Tú eres Bork el Bruto, ¿verdad?
Bork asintió.
—¿En qué puedo servirte?
—No lo sé —dijo Bork—. Quiero aprender magia. Quiero aprender una magia poderosa para usarla en mi lucha contra el dragón.
El hechicero tosió.
—¿Qué pasa? —preguntó Bork.
—Es el polvo —dijo el hechicero.
Bork miró en torno y no vio polvo. Pero al oler el aire, lo notó espeso, y un cosquilleo en el pecho le hizo toser también.
—¿Polvo? —preguntó Bork—. ¿Puedo beber algo?
—Bebida —dijo el hechicero—. Abajo…
—Pero aquí hay un cubo de agua. Parece muy limpia…
—Por favor, no…
Pero Bork hundió la cuchara en el cubo y bebió. Tragó el agua que le bajaba por el gaznate, pero le produjo sequedad y no le aplacó la sed.
—¿Qué pasa con el agua? —preguntó.
El hechicero suspiró y se sentó.
—Es el problema de la magia, muchacho. ¿Por qué crees que el rey no me llama para ayudarle en sus guerras? Él lo sabe, y tú lo sabrás ahora, y quizá todo el mundo lo sepa para el jueves.
—¿No sabes nada de magia?
—¡No seas tonto! ¡Conozco toda la magia que existe! ¡Puedo invocar monstruos en comparación con los cuales tu dragón parecería manso! Puedo chascar los dedos y poner una mesa con manjares que harían morir de envidia al cocinero. Puedo coger un cubo vacío y llenarlo de agua, vino, oro… lo que desees. Pero trata de gastar el oro, y te perseguirán a muerte. Trata de beber el agua y te morirás de sed.
—No es real.
—Mera ilusión. Conveniente, a veces. Pero eso es todo. No puedes crear nada excepto en la mente. Ese cubo, por ejemplo… —El hechicero chascó los dedos. Bork miró y vio que el cubo no estaba lleno de agua sino de polvo y telarañas. Eso no era todo. Miró alrededor y comprobó sorprendido que los anaqueles habían desaparecido, así como el resto de la utilería esotérica. Sólo unos libros en una mesa del rincón, algunas mesas cubiertas de polvo, papeles y comida en mal estado, y el piso lleno de basura.
—Es un lugar horrendo —comentó el hechicero—. No soporto mirarlo. —Chascó los dedos y la ilusión regresó—. Más bonito, ¿eh?
—Sí.
—Tengo un gusto excelente, ¿verdad? Pues bien, querías que te ayudara a combatir al dragón. Me temo que es imposible. Como verás, mis ilusiones sólo funcionan con seres humanos, y a veces con caballos. Un dragón no se dejaría engatusar ni por un instante. ¿Entiendes?
Bork entendió y desesperó. Regresó a su cabaña y se puso a mirar las llamas. Su decisión de volver a combatir contra el dragón seguía en pie. Pero ahora sabía que iría tan mal preparado como la primera vez, y que su muerte y derrota eran seguras. «Bien —pensó—, mejor morir que vivir como Bork el cobarde, Bork el bravucón que sólo tiene valor cuando ha de luchar contra gente más pequeña».
El invierno fue inusitadamente crudo y la nieve notablemente profunda. En febrero se agotó la leña y el tiempo no daba señales de mejorar.
Los aldeanos acudieron al castillo a pedir ayuda, pero el rey también se moría de frío, y los caballeros dormían hacinados en el gran salón porque no había leña suficiente para sus barracas y el castillo.
—No puedo ayudaros —dijo el rey.
Así que Bork se puso a la cabeza de los aldeanos —los diez hombres más fuertes, vestidos con ropa abrigada, pero calados de frío hasta el tuétano—, y lo siguieron por el sendero que su corpachón abría en la nieve. Con su enorme hacha taló un árbol tras otro; los aldeanos insertaban las cuñas y Bork partía los grandes leños; los hombres llevaban los que podían, pero fue Bork quien realizó siete viajes y llevó la mayor parte. La aldea tuvo suficiente hasta la primavera. Más que suficiente, pues, como Bork había esperado, en cuanto los haces de leña estuvieron en la aldea, los hombres del rey fueron a coger su parte.
Y Bork, extenuado y helado después de la expedición, se recobró al cuidado de los aldeanos. Mientras él tosía y ellos temían su muerte, comprendieron cuánto le debían al gigante. No sólo por la leña, sino por las labores agrícolas, y porque Bork disuadía a los ejércitos de invadir la aldea, y sintieron lo que nadie en el castillo se había permitido sentir durante más que unos instantes: gratitud. Hacia el fin de su convalecencia, Bork comenzó a encontrar regalos ante su puerta. Un conejo recién sacrificado y aderezado; huevos; un par de calzas que le sentaban cómodamente; un cuchillo especialmente fabricado para sus manazas y para apoyarse cómodamente en su cadera. Los aldeanos no conversaban mucho con él. Pero no eran gentes parlanchinas. El regalo lo decía todo.
Durante la primavera, mientras ayudaba a sembrar y plantar, con los aldeanos trabajando a su lado, Bork comprendió que allí estaba su lugar: con los aldeanos, no con los caballeros. No eran grandes compañeros de juerga, pero las labores compartidas creaban vínculos más fuertes que la bullanguera camaradería del castillo. La soledad desapareció. Pero cuando Bork regresó a su hogar y escrutó las llamas del centro de su cabaña, los ojos del dragón lo llamaron con mayor fuerza si cabe. No era por soledad que buscaba la muerte en las fauces del dragón. Era otra cosa, y Bork no sabía qué. ¿Orgullo? No tenía orgullo: aceptaba el veredicto de la gente del castillo, él era un cobarde. Supuso que amaba a Brunhilda y necesitaba rescatarla. Sin embargo, cuanto más intentaba convencerse, menos lo creía.
Debía regresar porque estaba convencido de que tenía que haber muerto entre los dientes del dragón en aquel primer combate. Los plebeyos podían amarlo por lo que él hacía por ellos, pero él se odiaba por lo que era.
Se disponía a regresar al cerro del dragón cuando llegó el ejército.
—¿Cuántos son? —le preguntó el rey a Winkle.
—Mis espías no se ponen de acuerdo —respondió Winkle—. Pero la estimación más baja era de dos mil hombres.
—Y tenemos ciento cincuenta en el castillo. Bien, pediré ayuda a mis duques y condes.
—No lo entiendes, majestad. Éstos son tus duques y condes. No es una invasión, sino una rebelión.
El rey palideció.
—¿Cómo se atreven?
—Se atreven porque han oído un rumor, que al principio no querían creer. El rumor de que tu caballero gigante había renunciado, que ya no estaba en tu ejército. Y cuando confirmaron que el rumor era cierto, han venido a derrocarte para restaurar al viejo rey.
—¡Traición! —exclamó el rey—. ¿Acaso no hay lealtad?
—Yo soy leal —dijo Winkle, aunque desde luego ya había establecido contactos con el otro bando por si las cosas no andaban bien—. Pero me parece que tu única esperanza consiste en demostrar que los rumores son erróneos. Muéstrales que Bork aún combate para ti.
—Pero no es así. Lo expulsé hace un par de años. Ese cobarde fue rechazado incluso por el dragón.
—Entonces sugiero que encuentres un modo de reincorporarlo al ejército. En caso contrario, dudo de que tengas suerte con esa gentuza. Mis espías me cuentan que están haciendo apuestas: en cuántos trozos te podrán cortar antes de que mueras.
El rey se volvió lentamente hacia Winkle, lo miró de hito en hito.
—Winkle, después de todo lo que le hemos hecho a Bork a través de los años, es en verdad despreciable tratar de convencerlo de que nos ayude ahora.
—En efecto.
—Así que es tu especialidad, Winkle. No la mía. Tú tratarás de reincorporarlo al ejército.
—No puedo. Me odia más que a nadie. A fin de cuentas, soy quien más lo ha traicionado.
—Tienes seis horas para reincorporarlo al ejército, Winkle, o enviaré trozos de ti a cada uno de los granujas con quienes has entablado diálogo para traicionarme.
Winkle tuvo que esforzarse para disimular su sorpresa. El rey se había enterado. No era tan tonto como parecía.
—Enviaré cuatro caballeros contigo para cerciorarme de que lo haces bien.
—Me juzgas mal, majestad —dijo Winkle.
—Eso espero, Winkle. Convence a Bork, y vivirás para disfrutar de otro desayuno.
Acudieron los caballeros y Winkle fue con ellos hasta la cabaña de Bork. Los caballeros esperaron fuera.
—Bork, viejo amigo —dijo Winkle. Bork estaba sentado junto al fuego, mirando las llamas—. Bork, tú no eres rencoroso, ¿verdad? Bork escupió en las llamas.
—No te culpo —dijo Winkle—. Te hemos tratado con ingratitud. Hemos sido muy crueles. Pero tú te lo buscaste. No es culpa nuestra que te acobardaras en tu pelea con el dragón, ¿verdad?
Bork meneó la cabeza.
—Es culpa mía, Winkle. Pero no es mi culpa que haya venido un ejército. Yo he perdido mi batalla. Vosotros perdéis la vuestra.
—Bork, hemos sido amigos desde que los tres…
Bork irguió el rostro bruscamente, con un semblante tan intenso, a la luz del fuego, que Winkle no pudo continuar.
—He mirado en los ojos del dragón —dijo Bork—, y sé quién eres.
Winkle se preguntó si sería cierto y tuvo miedo. Pero a su manera era valiente, con un valor egoísta que le permitía afrontarlo todo si pensaba que obtendría algún provecho.
—¿Quién soy? Nadie sabe cómo es nada, pues en cuanto lo conoces cambia. Miraste los ojos del dragón hace años, Bork. Hoy no soy quien era entonces. Hoy no eres quien eras entonces. Y hoy el rey te necesita.
—El rey es un mísero conde que se elevó a la grandeza sobre mis hombros. Que se pudra en el infierno.
—Los otros caballeros sí te necesitan, entonces. ¿Quieres que mueran?
—Ya he librado bastantes batallas por ellos. Que libren la suya.
Y Winkle se levantó abatido, preguntándose cómo podría persuadir a ese hombre.
Entonces acudió un niño de la aldea. Los caballeros lo sorprendieron husmeando cerca de la cabaña y lo entraron a empellones.
—Quizá sea un espía —dijo un caballero.
Por primera vez en la visita de Winkle, Bork rió.
—¿Espía? ¿No conoces tu propia aldea? Ven aquí, Laggy. —Y el niño se le acercó y se quedó a su lado como buscando la protección del gigante—. Laggy es amigo mío. ¿A qué has venido, Laggy?
El niño, sin hablar, le entregó un pescado. No era grande, pero todavía estaba húmedo.
—¿Tú lo has pescado? —preguntó Bork.
El niño asintió.
—¿Cuántos has pescado hoy?
El niño señaló el pescado.
—¿Sólo éste? Oh, pues no puedo aceptarlo, si es lo único que conseguiste.
Pero cuando Bork le quiso devolver el pescado, el niño retrocedió, negándose a aceptarlo.
Al fin abrió la boca para hablar.
—Para ti —dijo, y se escabulló de la cabaña para perderse en la luz de esa mañana brillante.
Y Winkle encontró un modo de lograr que Bork luchara.
—Los aldeanos —dijo Winkle.
Bork lo miró inquisitivamente.
Y Winkle casi dijo: «Si no te incorporas al ejército, vendremos aquí, incendiaremos la aldea, mataremos a los niños y venderemos a los adultos como esclavos en Alemania». Pero algo lo detuvo. ¿El recuerdo de su infancia en la aldea? No, no era eso. Winkle era sincero consigo mismo, y supo que había callado la amenaza al imaginar a sir Bork marchando hacia la batalla, no al frente del ejército del rey, sino a la cabeza de los rebeldes, astillando a hachazos la puerta del castillo, desquiciando el rastrillo con su enorme palanca. No era momento para amenazar a Bork.
Así que Winkle adoptó otra táctica.
—Bork, si ellos ganan esta batalla, y sin duda ganarán si no nos acompañas, ¿crees que serán bondadosos con la aldea? Incendiarán, violarán, matarán y capturarán a los pobladores para venderlos como esclavos. Nos odian, y para ellos estos aldeanos forman parte de nosotros, parte de su odio. Si no nos ayudas, los estás matando.
—Yo los protegeré.
—No, amigo mío. No, si no luchas con nosotros, como caballero, no te tratarán caballerosamente. Te cubrirán de flechas antes de que llegues a diez metros de sus líneas. Si no luchas con nosotros, será como si no lucharas.
Winkle supo que había ganado. Bork reflexionó varios minutos, pero era inevitable. Se levantó, regresó al castillo, se puso su vieja armadura, cogió su enorme hacha y su escudo, y con la espada colgada del cinturón, salió al patio del castillo. Los otros caballeros le ovacionaron y aclamaron como si fuera su amigo más entrañable. Pero sabían que sus palabras eran huecas, y callaron al no recibir respuesta de Bork.
La puerta se abrió y Bork salió, seguido por los caballeros.
Y en el campamento rebelde supieron que los rumores eran infundados: el gigante aún luchaba con el rey, y los rebeldes estaban perdidos. La mayoría de los hombres se escabulló para perderse en el bosque. Pero los otros, sobre todos los cabecillas que morirían tanto si se rendían como si luchaban, se quedaron. Mejor morir como valientes que como cobardes, pensaron, de modo que cuando Bork se aproximó aún se enfrentaba a un ejército: sólo unos centenares de hombres, pero un ejército.
Salieron al encuentro de Bork uno por uno, como los caballeros que iban al cerro del dragón. Y uno por uno, en cuanto lanzaban su primera estocada, el hacha de Bork los decapitaba, les hendía el pecho o los partía en dos. Bork estaba embadurnado de sangre brillante, y una docena de hombres habían muerto sin que nadie lo tocara.
Acudieron de tres en tres y de cuatro en cuatro, y luchaban como demonios, pero Bork aún los abatía, y cuando más de cuatro intentaban enfrentarlo se entorpecían los movimientos y él los mataba con mayor facilidad. Al fin aquellos que aún vivían desesperaron. No había honor en esa muerte inútil. Y con cincuenta muertos, la batalla terminó, y los rebeldes depusieron sus armas.
El rey salió del castillo, cabalgó hacia el campo de batalla y desfiló triunfalmente ante los derrotados.
—Todos estáis sentenciados a muerte de inmediato —declaró.
Pero de pronto alguien lo arrancó del caballo, y vio que Bork lo aferraba con sus manazas. El rey jadeó al oler la sangre; Bork frotó la túnica del rey con las manos ensangrentadas, y cogió la cabeza del rey entre sus palmas pegajosas.
—Nadie morirá ahora. Nadie morirá mañana. Estos hombres vivirán, y los enviarás a su tierra, y reducirás el tributo, y les dejarás vivir en paz para siempre.
El rey imaginó su propia sangre mezclándose con la que cubría a Bork, y asintió. Bork lo soltó. El rey montó a caballo y habló en voz alta.
—Os perdono a todos. Quedáis indultados. Podéis regresar a vuestros hogares. Os confirmo la posesión de vuestras tierras. Y desde hoy reduzco vuestro tributo a la mitad. Id en paz. Si alguien os daña, responderá ante mí con su vida.
Los rebeldes guardaron silencio.
—¡Marchaos! —gritó Winkle—. ¡Habéis oído al rey! ¡Sois libres! ¡Marchaos a casa!
Ovacionaron, alabaron al rey, rugieron sus vítores a Bork.
Pero Bork no prestaba atención. Se quitó la armadura y la dejó en el campo. Llevó su gran hacha al arroyo, y dejó que el agua lavara el metal. Se tendió en el arroyo para lavarse la sangre, y cuando salió estaba limpio. Luego echó a andar hacia el norte, ignorando la llamada del rey y sus caballeros, ignorando todo excepto al dragón que lo aguardaba en la montaña. Pues éste era el último acto de su vida por el cual Bork sentiría vergüenza. No mataría de nuevo. Moriría con valentía en las zarpas y dientes del dragón.
La anciana lo aguardaba en el camino.
—Conque vas a matar al dragón, ¿eh? —preguntó con una voz cascada por los años—. ¿No aprendiste tu lección la primera vez? —Rió entre dientes.
—Anciana, aprendí algo la primera vez. Ahora voy a morir.
—¿Por qué? ¿Para que los tontos del castillo tengan mejor opinión de ti?
Bork meneó la cabeza.
—Los aldeanos ya te quieren. Por tus hazañas de hoy, ya eres una leyenda. Si no es por el amor ni la fama, ¿por qué vas?
Bork se encogió de hombros.
—No lo sé. Creo que el dragón me llama. Mi vida ha terminado, y ante mí sólo veo sus ojos.
La anciana asintió.
—Bien, bien, Bork. Creo que eres el primer caballero que el dragón no se alegrará de ver. Las viejas comadres lo sabemos, Bork. Sólo dile la verdad, Bork.
—Que yo sepa, la verdad no detiene una espada.
—Pero el dragón no lleva espada.
—Lo mismo da.
—No, Bork, no —dijo ella, cloqueando de impaciencia—. Sabes que no es así. De todas las armas del dragón, ¿cuál te causó la herida más profunda?
Bork trató de recordar. El dragón no lo había herido con sus dientes y zarpas. Sólo había perforado la armadura. Pero había dejado una herida, una herida profunda que no había cicatrizado, y le había abierto un tajo profundo. No con los dientes ni las garras, sino con el brillante ardor de sus ojos.
—La verdad —insistió la anciana—. Dile la verdad. ¡Dile la verdad, y vivirás!
Bork sacudió la cabeza.
—No voy allá para vivir —dijo. Y siguió su camino.
Pero las palabras de la anciana le resonaban en los oídos aun cuando ella dejó de llamarle.
La verdad, había dicho. ¿Por qué no? Que el dragón oiga la verdad. Por el bien que puede hacerle.
Esta vez Bork no llevaba prisa. Dormía todas las noches, y se detenía a buscar bayas y otros frutos en los bosques. Tardó cuatro días en llegar al cerro del dragón, y llegó por la mañana, al cabo de una buena noche de sueño. Tenía miedo, claro, pero aun así le gustaba esa mañana, el cosquilleo de excitación. Sentía que se acercaba el fin y lo disfrutaba.
Nada había cambiado. El dragón rugió, Brunhilda gritó. Y cuando Bork llegó a la cima del cerro, vio que el dragón le hacía cosquillas con el ala. No se sorprendió al ver que Brunhilda no había cambiado. Los dos años no la habían envejecido, y aunque aún tenía el vestido entreabierto y los senos expuestos al sol y al viento, ni siquiera estaba pecosa ni bronceada. Era como si Bork hubiera luchado con el dragón el día anterior. Y Bork sonreía mientras avanzaba por el llano donde se produciría la batalla.
Brunhilda lo vio primero.
—¡Ayúdame! ¡Cuatrocientos treinta caballeros lo han intentado! ¡Sin duda es un número de suerte! —Entonces lo reconoció—. Oh, no. Otra vez tú. En fin, al menos, mientras lucha contigo, no tendré que soportar sus cosquillas.
Bork la ignoró. Había ido por el dragón, no por Brunhilda. El dragón lo miró con calma.
—Interrumpes mi descanso.
—Me alegro —dijo Bork—. Tú me has molestado en sueño y vigilia desde que me fui. ¿Me recuerdas?
—Ah, sí. Eres el único caballero que sintió miedo de mí.
—¿De verdad lo crees? —preguntó Bork.
—No importa lo que yo crea. ¿Hoy vas a matarme?
—No creo —dijo Bork—. Eres mucho más fuerte que yo, y soy pésimo en el combate. Nunca derroté a nadie que tuviera más de la mitad de mis fuerzas.
Súbitamente las luces de los ojos del dragón resplandecieron, y el dragón entornó los ojos.
—¿En serio?
—Y no soy muy listo. Sabrás mi próximo movimiento antes que yo mismo.
El dragón entornó más los ojos, que también resplandecieron más.
—¿Quieres rescatar a esta bella mujer? —preguntó.
—No me importa demasiado. En un tiempo la amé, pero eso ha terminado. He venido por ti.
—¿Ya no la quieres?
Bork iba a decirle «En absoluto», pero se contuvo. La verdad había dicho la anciana. Y miró dentro de sí mismo y vio que, aunque se odiara por ello, los viejos sentimientos tardaban en morir.
—La quiero, dragón. Pero eso no me hace ningún bien. Ella no me corresponde. Y aunque la deseo, no tengo interés en ella.
Brunhilda se indignó.
—Es lo más estúpido que he oído jamás —protestó.
Pero Bork miraba al dragón, cuyos ojos despedían un brillo incandescente. El monstruo entornaba tanto los ojos que Bork se preguntó si vería algo.
—¿Tienes problemas con los ojos? —preguntó Bork.
—¿Qué te has creído? Aquí soy yo quien hace las preguntas.
—Pues pregunta.
—¿Qué quiero saber de ti?
—No se me ocurre nada —respondió Bork—. No sé casi nada. Y lo poco que sé, tú me lo enseñaste.
—¿En serio? ¿Y qué aprendiste?
—Me enseñaste que yo no era amado por aquellos en cuyo amor creía. Aprendí que en las honduras de mi enorme cuerpo hay un alma muy pequeña.
El dragón parpadeó, y los ojos perdieron brillo.
—Ah —dijo.
—¿Qué significa «ah»? —preguntó Bork.
—Sólo «ah» —respondió el dragón—. ¿Acaso «ah» siempre debe significar algo?
Brunhilda suspiró de impaciencia.
—¿Cuánto tiempo seguirás con esto? Todos los que vinieron aquí eran maravillosos y valientes. Tú sólo parloteas sobre tus desgracias. ¿Por qué no peleas?
—¿Como los demás? —preguntó Bork.
—¡Son tan valientes! —suspiró Brunhilda.
—Están todos muertos.
—Sólo un cobarde pensaría en eso —dijo Brunhilda con desdén.
—No deberías sorprenderte —replicó Bork—. Todos creen que soy cobarde. ¿Por qué crees que he venido? No le sirvo a nadie, salvo como máquina para matar gente a las órdenes de un rey que desprecio.
—¡Estás hablando de mi padre!
—No soy nada, y el mundo será mejor sin mí.
—En eso estoy de acuerdo —asintió Brunhilda.
Pero Bork no la oyó, pues sintió el roce de la cola del dragón en la espalda, y al mirar los ojos del dragón vio que ya no fulguraban con tanta intensidad. Habían vuelto a la normalidad, y el dragón extendía las zarpas.
Así que Bork blandió el hacha, y el dragón la esquivó, y la batalla comenzó como la vez anterior.
Y, como la vez anterior, al caer el sol Bork estaba apresado entre la cola, las zarpas y los dientes.
—¿Tienes miedo de morir? —preguntó el dragón, como la vez anterior.
Bork iba a responder que sí, porque eso lo mantendría con vida. Pero entonces recordó que había ido a morir, y al mirar en su corazón comprendió que, por mucho que temiera la muerte, más temía la vida.
—He venido aquí a morir. Aún lo deseo.
Y los ojos del dragón refulgieron. Bork creyó notar que las zarpas apretaban menos.
—Pues entonces, sir Bork, no puedo hacerte el favor de matarte. —Y el dragón lo soltó.
Bork se enfureció.
—¡No puedes hacerme esto! —gritó.
—¿Por qué no? —preguntó el dragón, quien trataba de no prestarle atención y aplastaba pedrejones con las zarpas.
—Porque reclamo mi derecho a que me des muerte.
—No es un derecho, sino un privilegio —señaló el dragón.
—¡Si no me matas, te mataré!
El dragón suspiró de aburrimiento, pero Bork no cejó. Lanzó un hachazo, y el dragón lo esquivó, y en la rosada luz del ocaso se reanudó la batalla. Pero esta vez el dragón sólo retrocedía y giraba para eludir los golpes, sin atacar. Bork fue presa del agotamiento y la frustración.
—¿Por qué no peleas? —gritó. Resolló de fatiga.
El dragón también jadeaba.
—Vamos, hombrecillo, ¿por qué no renuncias y vuelves a casa? ¿Quieres un documento de mi puño y letra certificando que te pedí que te marcharas, para que nadie crea que eres un cobarde? Déjame en paz.
El dragón se puso a aplastar piedras para echárselas sobre la cabeza. Se recostó y comenzó a enterrarse en la grava.
—Dragón —dijo Bork—, hace un momento me tenías entre tus dientes. Ibas a matarme. La anciana me dijo que la verdad era mi única defensa, así que debo haber mentido, debo haber dicho algo falso. ¿Qué era? ¡Dímelo!
El dragón puso cara de fastidio.
—Esa vieja no tema por qué decírtelo. Es información secreta.
—Todo lo que dije era verdad.
—¿Enserio?
—¿Te mentí? Responde… ¡Sí o no!
El dragón desvió los brillantes ojos. Se recostó sobre el lomo y se arrojó grava en el vientre.
—Ahora veo que sí te mentí. Soy tan tonto que me pillan en una mentira aun cuando digo la verdad.
¿Los ojos del dragón se habían oscurecido? ¿Había una mentira en lo que acababa de decir?
—Dragón —insistió Bork—, si tú no me matas o yo no te mato, bien podría arrojarme desde un peñasco. Mi vida no tiene sentido si tú no le pones fin.
Sí, los ojos del dragón se oscurecían, y el dragón rodó sobre el vientre y miró pensativamente a Bork.
—¿Dónde está la mentira?
—¿Mentira? ¿Quién ha hablado de mentiras? —Pero el dragón comenzaba a extender su larga cola para apoyarla en la espalda de Bork.
Bork sospechó que quizás el dragón no supiera. Que el dragón era tan prisionero de los fuegos de la verdad que ardían en su interior como Bork, que el dragón no jugaba a propósito con él. Aunque nada de eso importaba, claro.
—No importa cuál es la mentira, pues —dijo Bork—. Mátame ahora, y el mundo será un lugar mejor.
Los ojos del dragón se opacaron y una zarpa amagó rozarle la cara. Era enloquecedor saber que había una mentira en lo que decía y no saber dónde estaba.
—Es el final perfecto para mi vida absurda —se lamentó—. Soy tan torpe que moriré sin saber por qué.
Desconcertado, miró una vez más la boca del dragón, y las afiladas zarpas le apretaron las carnes.
El dragón hizo la pregunta por tercera vez.
—¿Tienes miedo de morir, hombrecillo?
Éste era el momento y Bork lo sabía. Si deseaba morir, tendría que mentir al dragón, pues si decía la verdad el dragón lo dejaría en libertad. Pero para mentir, tenía que saber cuál era la verdad, y ya no la conocía. Trató de recordar cuándo se había desviado de la verdad, y no pudo. ¿Qué había dicho? Era verdad que era torpe; era verdad que moría sin saber por qué. ¿Qué otra cosa? Había dicho que su vida no tenía sentido. ¿Dónde estaba la mentira? Había dicho que si él moría el mundo sería mejor. ¿Dónde estaba la mentira?
Pensó en lo que sucedería cuando muriese. ¿Qué agujero dejaría su muerte en el mundo? Los únicos que lo echarían de menos serían los aldeanos. Ése era el sentido de su vida, pues: los aldeanos. Así que había mentido.
—Los aldeanos no me echarán de menos si muero. Se las arreglarán sin mí.
Pero los ojos del dragón refulgieron, y los dientes se alejaron, y Bork comprendió con pena que su afirmación era cierta, a pesar de todo. Los aldeanos no lo echarían de menos si moría. Se le partió el corazón al pensar en ello, la última traición en una larga sucesión de traiciones.
—¡Dragón, no puedo engañarte! No sé qué es verdad ni qué es mentira. De ti sólo aprendo que quienes creía que me amaban no me aman. ¡No hagas preguntas! Sólo mátame y termina con mi vida. Todos los placeres que he tenido se convierten en dolor cuando me dices la verdad.
Y ahora, cuando creía decir la verdad, las zarpas le rasgaron la piel, y los dientes se cerraron sobre su cabeza.
—¡Dragón! —gritó Bork—. ¡No me dejes morir así! ¿Cuál es el placer que tu verdad no convertirá en dolor? ¿Qué me queda?
El dragón se apartó y lo miró fijamente.
—Te dije, hombrecillo, que yo no respondo preguntas. Yo las hago.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Bork—. Este terreno está cubierto con los huesos de hombres que no pasaron la prueba. ¿Por qué no los míos? ¿Por qué no los míos? ¿Por qué no puedo morir? ¿Por que insistes en perdonarme la vida? Soy sólo un nombre, sólo estoy vivo, sólo trato de hacer lo que puedo en un mundo desdichado y estoy harto de intentar averiguar qué es verdad y qué es mentira. Termina con este juego, dragón. Mi vida nunca ha sido feliz; quiero morir.
Los ojos del dragón se ennegrecieron, las zarpas se abrieron de nuevo, los dientes se acercaron, y Bork supo que había dicho su última mentira, que esta mentira sería suficiente. Pero de pronto comprendió cuál era esa mentira, y eso bastó para hacerle cambiar de parecer.
—No —dijo, y extendió los brazos para tocar los dientes, aunque le cortaban los dedos—. No —repitió llorando—. He sido feliz, claro que sí.
Mientras aferraba los aguzados dientes, desfilaron los recuerdos. Las muchas noches de camaradería con los caballeros del castillo. Los placeres de la fatiga después de trajinar en el bosque y el campo. La alegría que había sentido al vencer al duque sin ayuda; el torrente de calidez cuando el niño le trajo el único pescado que había conseguido; y los placeres solitarios de despertar y dormir, caminar y correr, de sentir el viento en un día caluroso y estar cerca del fuego en pleno invierno. Eran cosas buenas, importantes. ¿Qué más daba si los caballeros lo habían despreciado después? ¿Qué más daba si el amor de los aldeanos era fugaz y se olvidaba después de su muerte? La realidad del dolor no destruía la realidad del placer; la congoja no borraba la alegría. Cada cual llegaba en su momento, y si algunas cosas eran oscuras, eso no significaba que ninguna fuera luminosa.
—He sido feliz —repitió Bork—. Y si me dejas vivir, seré feliz de nuevo. Éste es el sentido de mi vida, ¿verdad? Ésta es la verdad, ¿eh, dragón? Mi vida importa porque estoy vivo, con alegría o dolor, ocurra lo que ocurra. Estoy vivo y eso es suficiente. Es verdad, ¿eh, dragón? No estoy aquí para luchar contigo. No estoy aquí para que me mates. ¡Estoy aquí para despertar a la vida!
Pero el dragón no respondió. Bajó suavemente a Bork. Retrajo las garras y la cola, apartó la cabeza y se enrolló en el suelo, al tiempo que se cubría los ojos con las zarpas.
—Dragón, ¿me has oído?
El dragón no respondió.
—¡Dragón, mírame!
El dragón suspiró.
—Hombre, no puedo mirarte.
—¿Por qué no?
—Estoy ciego —respondió el dragón.
Se apartó las zarpas de los ojos. Bork se cubrió la cara con las manos. Los ojos del dragón eran más brillantes que el sol.
—Te temía, Bork —susurró el dragón—. Te temí desde el día en que me dijiste que tenías miedo. Sabía que regresarías. Y sabía que llegaría este momento.
—¿Qué momento? —preguntó Bork.
—El momento de mi muerte.
—¿Estás agonizando?
—No —contestó el dragón—. Aún no. Tú debes matarme.
Al mirar al dragón tendido, Bork no sentía sed de sangre.
—No quiero que mueras.
—¿No sabes que un dragón no puede vivir cuando encuentra a un hombre honesto? Sólo así morimos, y casi todos los dragones viven para siempre.
Pero Bork se negaba a matarlo.
El dragón soltó un grito de angustia.
—Estoy lleno de toda la verdad que fue desechada por los hombres cuando escogían sus mentiras y morían por ellas. Sufro con dolor constante, y ahora que encuentro a un hombre que no acrecienta mi caudal de falsedades, eres el más cruel de todos.
El dragón sollozó, y sus ojos relucían y chispeaban con cada lágrima caliente que derramaba, hasta que Bork no lo soportó más. Empuñó el hacha y le cortó la cabeza, y la luz de esos ojos se apagó. Los ojos se marchitaron en sus órbitas hasta transformarse en pequeños y brillantes diamantes de mil facetas. Bork cogió los diamantes y se los guardó en el bolsillo.
—Lo has matado —dijo Brunhilda, asombrada.
Bork no respondió. La desató y apartó la mirada mientras ella se sujetaba el vestido. Se puso la cabeza del dragón sobre los hombros y la llevó al castillo, mientras Brunhilda corría para seguirle el paso. Sólo se detuvo para descansar de noche porque ella se lo suplicó. Y cuando ella intentó darle las gracias por haberla liberado, se apartó y se negó a escucharla.
Había matado al dragón porque el dragón quería morir. No por Brunhilda. Nunca por Brunhilda.
En el castillo los acogieron con alegría, pero Bork no quiso entrar. Depositó la cabeza del dragón frente al foso y se dirigió a su cabaña, palpando los diamantes que llevaba en el bolsillo. Los sostuvo en la negrura de la cabaña y comprobó que brillaban con luz propia, y no necesitaban el sol ni otro fuego que ellos mismos.
El rey, Winkle, Brunhilda y varios caballeros se acercaron a la cabaña de Bork.
—He venido a darte las gracias —afirmó el rey, las mejillas humedecidas por lágrimas de alegría.
—Eres bienvenido —dijo Bork, con una voz que sugería que prefería estar solo.
—Bork —dijo el rey—. Matar al dragón fue diez veces más valiente que la proeza más valiente que ningún hombre haya realizado jamás. Puedes tener la mano de mi hija en matrimonio.
Bork irguió la cabeza sorprendido.
—Creí que no pensabas cumplir esa promesa, majestad.
El rey miró a Bork, a Winkle, de nuevo a Bork.
—En ocasiones cumplo mi palabra —afirmó—. Aquí la tienes, y gracias.
Pero Bork les sonrió, acariciando los diamantes que tenía en el bolsillo.
—Me basta con que lo hayas ofrecido, majestad. No la quiero. Despósala con un hombre a quien ame.
El rey quedó asombrado. La belleza de Brunhilda no se había marchitado en los años de cautiverio. Tenía esa clase de belleza que provoca guerras.
—¿No quieres ninguna recompensa? —preguntó el rey.
Bork reflexionó un momento.
—Sí —dijo—. Quiero una parcela apartada. No quiero que me mande ningún conde, duque ni rey. Y cualquier hombre, mujer o niño que venga a mí, será libre, y nadie podrá perseguirlo. Y nunca te veré de nuevo, y tú nunca me verás de nuevo.
—¿Es todo lo que quieres?
—Es todo.
—Pues lo tendrás —prometió el rey.
Bork vivió el resto de su vida en su pequeña parcela. Y fue gente a verlo. No mucha, pero cinco o diez personas al año, suficientes para ir formando una aldea adónde nadie iba a reclamar el diezmo del rey, el quinto del duque ni el cuarto del conde. Crecieron niños que no sabían nada del arte de la guerra y jamás habían visto un caballero ni una batalla ni el rostro espantado de un hombre que sabe que sus heridas son demasiado profundas para sanar. Era lo que Bork deseaba, y fue feliz durante todos los años que vivió allí.
Winkle también consiguió lo que deseaba. Se casó con Brunhilda, y pronto los hijos varones del rey murieron en accidentes, y el rey murió una noche después de la cena, y Winkle ascendió al trono. Estuvo siempre en guerra, y nunca se acostaba de noche sin temer que un asesino acechara en la oscuridad. Gobernó sin misericordia y fue odiado toda su vida; las generaciones posteriores, sin embargo, lo recordaron como un gran rey. Pero ya estaba muerto, y él no se enteró.
Las generaciones posteriores nunca oyeron hablar de Bork.
Hacía pocos meses que estaba en su pequeña parcela cuando la vieja comadre fue a verlo.
—Tu cabaña es mucho más grande de lo que necesitas —dijo—. Déjame sitio.
Bork le dejó sitio y ella se quedó.
No se transformó en una bella princesa por arte de magia. Era insolente y malhumorada. Pero él la quiso, y la echó de menos cuando la mujer murió años después, pues le había brindado más alegrías que penas. Pero la pesadumbre por la muerte no empañó la dicha de los recuerdos; Bork acariciaba los diamantes, y recordaba que la dicha y la desdicha no se pesaban en la misma balanza, y que una no restaba sustancia a la otra.
Y al fin comprendió que la Muerte andaba rondando; que la Muerte lo cosecharía como trigo, lo comería como pan. Imaginó a la Muerte como un dragón que lo devoraba poco a poco, y una noche le preguntó en un sueño:
—¿Mi sabor es dulce?
Muerte, el viejo dragón, lo miró con ojos brillantes y comprensivos, y dijo:
—Salado y agrio, amargo y dulce, picante y suave.
—Ah —dijo Bork con satisfacción.
Muerte se dispuso a dar la última dentellada.
—Gracias —dijo.
—Te doy la bienvenida —dijo Bork, y lo decía en serio.
Fin
Apostilla del autor
Título original: The Bully and the Beast. Primera edición en Other Worlds 1, editor Roy Torgeson (Zebra Books, 1979).
Por lo general elaboro un cuento antes de escribirlo, pero éste creció sobre la marcha, a partir de un concepto esquelético: qué difícil sería habérselas con un gran guerrero en asuntos que nada tienen que ver con la guerra. Pensé: que un sujeto pueda matar un dragón no significa que uno quiera concederle la mano de su hija.
Así que el tono del cuento era burlón. Pero cuanto más avanzaba, más me alejaba de la farsa satírica y más creía en la historia. Al principio ignoraba qué ocurriría cuando Bork llegara al dragón. Los ojos del dragón fueron una inspiración del momento. Pero para mí el cuento cobra vida cuando Bork admite que tiene miedo y los ojos del dragón pierden brillo. Surgió de mi mente inconsciente; fue casi una reacción involuntaria, pero supe de inmediato que éste era el núcleo del cuento y el resto era sólo andar a tientas hasta llegar allí.
Aun así, ese andar a tientas me pareció bastante entretenido, así que lo dejé casi todo. Aún tengo la intención de revisar el cuento y venderlo como una fantasía para jóvenes. Incluso sé de alguien interesado en publicarla. Algún día, cuando tenga tiempo, quizá le dé esa forma más refinada. Nunca podría aparecer mucho peor que en su primera publicación. Entre las galeradas y la imprenta, alguien invirtió dos secciones enteras. La versión publicada era incomprensible. Pasaron años antes de una reedición que me permitiera enmendar el texto; y cuando se publicó en Cardography, quedó tan plagado de erratas que tuve la sensación de que aún no estaba bien publicado. Espero que esta vez sea la definitiva.