YO TAMBIÉN QUIERO CASARME
Publicado en
junio 26, 2022
Eso pensó la flaca de la esquina, cansada de ser la amane de Roberto y de vivir siempre en la clandestinidad.
Por Elizabeth Subercaseaux.
No hay plazo que no se cumpla, dice el refrán, y a la flaca de la esquina también le llegó el momento de querer casarse. Un día amaneció aburrida con su vida. Ya no le estaba gustando eso de ser la amante, la segundona, la que tiene que encontrarse con su hombre cuando las obligaciones de otra casa, de otros hijos y de otra mujer se lo permitan. Y escondida porque todo era a hurtadillas, en restaurantes donde nunca iba nadie o en la oscuridad de un cine a media tarde o en un motel de mala muerte a medianoche, siempre aterrada de que la esposa legítima estuviera celando al marido y lo hiciera seguir por la Interpol. No había nada que hacer; los amantes estaban condenados a la clandestinidad.
—Estoy hasta aquí —se dijo mirando su imagen reflejada en el espejo—. Hasta más arriba de la coronilla. Todavía estoy joven, no soy una mujer tonta, sino todo lo contrario. No hay nada que me impida ser la número uno en la vida de un hombre que merezca la pena.
Había amanecido con una extraña nostalgia pegada al alma, la nostalgia de algo que nunca había tenido: una casa, un hogar, un marido que la acompañara a los matrimonios y dijera: "Te presento a mi mujer...".
"Ay, Dios mío", pensó sentada en su cama, "quién pudiera llevar la vida que ha llevado Eulogia, que no sabe lo que tiene. Porque esa mujer no tiene ni una idea de lo afortunada que es. Pasa la vida reclamando contra el pobre de Roberto y aparte de verse conmigo a ratos, una que otra vez en la semana, Roberto la adora, si es como su alfombra, hasta se dejaría asesinar por ella. Pero para ella todo es poco. Quién pudiera veranear en una playa concurrida, con el marido, con los chiquillos jugando en la arena con su palita y su balde amarillo, y el perro ladrando de felicidad al borde de las olas, como ha veraneado Eulogia toda su vida. Quién pudiera llegar a la casa, por las tardes, de vuelta del trabajo y saber que hay un compañero con el cual se podrá hablar, compartir las alegrías y sinsabores del día en la oficina, mirar la televisión juntos y luego irse a la cama, como dos buenos amigos o dos buenos amantes. Quién pudiera saber que lo que está cocinando no va a comérselo sola frente a una pantalla de televisión, sino ante una mesa bonita y bien puesta frente al hombre que quiere y que la quiere. Quién pudiera tener la certeza de que llegará un momento en la vida en que las tardes y las noches se convertirán en una grata conversación con el compañero de siempre, ambos recordando los tiempos que se fueron, los buenos y los malos, con alegría.
Con estos pensamientos rondándole el alma, la flaca se levantó de un salto, se metió a la ducha, y mientras el agua caía sobre sus hombros, iba haciendo sus cálculos. Casarse... Mmmm... Cómo sería aquello. Decían que se perdía la libertad, que el novio antes de casarse te prometía el mundo y el cielo, y después de casado te usaba para barrer el suelo. Que pasados los primeros tiempos de pasión y la alegría de estar juntos, los hombres echaban barriga y empezaban a mirar a su mujer con cara de hastío. Que la comunicación se iba adelgazando, adelgazando hasta quedar convertida en un vacío. Que cualquier falda que pasara por delante, aunque fuera la falda de un escocés, era suficiente para que el marido empezara a soñar con otra mujer, con otros brazos, con unos besos más húmedos, con la novedad. Que poco a poco se iba instalando en la pareja una rutina tal, que los cónyuges terminaban no viéndose, como si se hubiesen vuelto de aire y haciendo cada uno su vida. Que una vez que se iban los hijos venía la hora de la verdad, del enfrentamiento con el otro al desnudo, sin la disculpa de la crianza ni la de los problemas de los niños, y entonces el edificio se venía irremediablemente abajo.
¿Pero sería verdad todo aquello? Y si lo fuera, ¿cómo era que todas las mujeres insistían en casarse? ¿Cómo se podría explicar que un hombre, por ejemplo, apenas enviudaba, lo primero que hacía era pensar en casarse de nuevo? ¿Y cómo se explicaban los segundos, los terceros y hasta los cuartos matrimonios, cada día más frecuentes? No podía ser tan malo. En la humanidad todo o casi todo había cambiado desde los tiempos de Adán y Eva, menos el matrimonio. Casarse era una costumbre de todas las culturas y había algunas en las cuales a los hombres les gustaba tanto eso de tener esposa, que tenían 3 al mismo tiempo...
Salió a su trabajo decidida a cambiar su vida, a ser otra persona, a emprender, por fin, el camino al que tantas veces le había hecho el quite.
"No soy más la amante, ni de Roberto ni de nadie", se dijo, "hoy mismo lo llamo y se lo explico todo".
Y ese día lo llamó.
—¿Quieres tener un marido? ¿Te volviste loca?
—¿Por qué iba a estar loca? ¿Tú no tienes una mujer?
—Sí, pero para qué vas a cometer el mismo error... Créeme, flaca, yo no te estoy hablando por hablar, lo que te digo va en serio: casarse es un error, y de los más graves.
—Mira, Roberto, toda la humanidad lo comete, yo no soy marciana, acuérdate.
—¿Y de dónde piensas sacar un marido a estas alturas?
—¿Qué quieres decir con eso de "a estas alturas"?
—Bueno, flaca, digamos las cosas como son, nosotros hemos sido amantes toda la vida y el tiempo ha pasado...
—Ha pasado... ¿Estás insinuando que ya no estoy como para gustarle a otro hombre? ¿Estás insinuando que sólo las de 20 pueden aspirar a una institución de la cual al poco rato todas se quieren salir para volver a entrar con otro hombre...? ¿Estás diciendo que soy muy vieja para eso?
—¡No, flaca! Dios me libre de insinuarte algo así; no creo que estés vieja, pero ha pasado el tiempo...
La cosa es que la flaca se puso en campaña y como no era tonta y le sobraba encanto, a los pocos meses encontró un novio. Se llamaba Eustaquio Miranda. Parecía un tipo serio. Había estado casado tres veces, cosa que a la flaca le encantó, porque quería decir que el matrimonio de veras le gustaba, y tenía 4 hijos, cosa que a la flaca también le pareció muy bien, porque ella no pensaba tener ninguno. Su situación económica era bastante pasable; sin ser demasiado rico, vivía holgadamente, algo que a la flaca le pareció de lo mejor, porque ella nunca tuvo interés en los millonarios.
Eustaquio, por su parte, quedó encantado con la flaca. ¡Qué suerte! Se sabía un hombre convencional y que la flaca no hubiera estado casada antes le gustaba mucho.
—Flaca —le dijo una noche—. Estoy perdidamente enamorado de ti. ¿Quieres casarte conmigo?
La flaca se quedó mirándolo en silencio. Por su mente desfilaron los rostros de Juan Enrique, Marcelo, Carlos, Jorge, Luterio, Ferdinand, Michael, Gabriel, Pedro Urdemales, el marido de mi tía Filo, el marido de mi tía Amanda, el segundo marido de mi tía Olga, y Roberto. Les hizo una cruz con el pensamiento, los enterró en la memoria y dijo:
—Sí, quiero.
El día del matrimonio de la flaca fue uno de los días más tristes en la historia de mi familia. Mi tía Eulogia lloró desde que asomó el sol. La sola idea de perder a la flaca en la vida de Roberto le parecía inaguantable. ¿Qué iba a hacer con Roberto metido en la casa? De un plumazo se terminaba su disculpa para ir al siquiatra, porque, ¿qué problema podría contarle ahora? Los motivos para estar bonita para reconquistar a Roberto, perder peso para igualar a la flaca y hasta superarla, ya no existirían. Imaginar la vida sin depresiones y sin ganas de asesinar a la flaca era lo mismo que convertirse en ameba. Toda la pasión que debía poner para conservar su matrimonio resultaría innecesaria. Una nube de aburrimiento se cernía sobre su existencia.
La Domitila, por su parte, amenazó con irse de la casa. Sin la flaca a la vista, ese trabajo perdería todo interés. Ella no tenía ningún deseo de servir a una señora resignada a vivir con un marido que llega todos los días a las 8 de la noche, pide su vasito de ginebra y mira la televisión. Ella no estaba para esa rutina.
—Mire, señora, o usted consigue que esa flaca desista de esta ridícula idea de abandonar a su marido o yo me voy.
Hasta Eulogita quiso ir a rogarle a la flaca que no abandonara a su papá. ¿No se daba cuenta de lo insoportable que se pondría su padre al saberla casada con otro hombre? ¿No se daba cuenta de que una responsabilidad tan grande como haber sido la amante de su papá durante más de 10 años, no se abandona así, no más? Iba a decírselo, pero mi abuela la atajó:
—Cómo vas a ir a recriminar a la amante de tu padre, porque quiera casarse y hacer una vida normal. Al único que debes recriminar es a tu padre, por haber prolongado esta situación durante tanto tiempo. Capaz que ahora sea tarde para la flaca, anda a saber qué le puede ocurrir en su matrimonio...
Y así fue como la flaca de la esquina entró blanca y radiante a la iglesia del Carmelo. En primera fila estaban mi abuela, mi mamá y la Domitila llorando a mares... Roberto no fue, porque la noche antes tuvieron que internarlo.
El cura alzó una mano y la bajó para luego preguntarle a la flaca:
—¿Aceptas a este hombre por esposo?
Y ella, mirando de reojo el perfil aguileño de Eustaquio Miranda, dijo:
—Acepto.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 11 DEL 2000