LA VIDA ÍNTIMA DE UNA COMUNA
Publicado en
junio 30, 2022
En los Estados Unidos han surgido unas 3000 comunidades como esta, que preconizan un nuevo estilo de vida. ¿Qué oportunidades tienen de sobrevivir?
Por Lester Velie.
UN SOFOCANTE día del verano de 1972 este periodista, enviado por un mundo normal y común, en compañía de su esposa —también persona como las demás de nuestra sociedad— fue en automóvil a Canyon (California) a visitar una "comuna revolucionaria", encaramada tan alto en las montañas de aquella región, que tuvimos que recorrer a pie los últimos cientos de metros hasta llegar a ella. Cuatro hombres y cuatro mujeres, todos ellos revolucionarios cuyas edades iban de los 19 a los 26 años, nos recibieron en una oficina que más bien era un cobertizo situado debajo de su morada, una ruinosa casa de madera que parecía haberse desprendido de las rocas. Los hombres llevaban barbas, y las mujeres, enfundadas en camisetas holgadas, sin portabustos y con pantalones cortos de tela burda, eran vástagos de la clase media.
Estos jóvenes, ya cerca de la madurez, habían pertenecido a una poderosa fuerza organizada en las universidades norteamericanas: la nueva izquierda estudiantil, movimiento que trató de canalizar la agitación de los estudiantes en el decenio de 1960 a 1969 hacia una revolución de alcance nacional. Hoy, muerto aquel movimiento, estos y otros activistas de la nueva izquierda se han fundido con la gran rebelión llamada contracultura hippie. Su causa: alterar la sociedad actual, no por medios violentos ni por reformas políticas, sino por el desarrollo, a partir de gente común, de una nueva sociedad destinada a derribar los pilares tradicionales de nuestro actual modo de vida, como el matrimonio, la familia y el trabajo de ocho horas diarias. El instrumento para la realización de esta causa es la "comuna" rural. Los rebeldes quieren "vivir la revolución", proporcionando así el modelo, la vanguardia de una cultura que, con el tiempo, adoptará toda la sociedad.
¿Alternativa viable? Los movimientos juveniles de contracultura no son nada nuevo. La Alemania prehitleriana contaba con el suyo, por cierto muy floreciente. Tampoco son una novedad las comunas, pues ya en el siglo XIX había unas 150 en los Estados Unidos. Lo que sí resulta novedoso es el maridaje entre el movimiento juvenil y la idea de formar comunas. Esta idea ha dado nacimiento a unas 3000 comunas que, en la actualidad, agrupan a una población de más de 100.000 jóvenes cuyas edades fluctúan entre poco menos de 20 y cerca de 30 años.
Aunque relativamente poco numeroso, este grupo de "comuneros", o integrantes de la comuna, ejerce una influencia considerable. Por una parte, las visitas a las comunas han llegado a ser una actividad suplementaria importante para estudiantes en vacaciones, que cada año acuden a ellas para observar cómo funciona un estilo de vida enemigo de los valores que dan cohesión a la sociedad actual. Además, los profesores universitarios señalan las comunas como una prueba de que los norteamericanos se están apartando del matrimonio tradicional y de la vida familiar, con lo cual difunden el mito de la disolución de la familia. Que todo esto ha dejado honda huella se evidencia en una encuesta hecha entre estudiantes universitarios, publicada en 1972 por Daniel Yankelovich, Inc. El 40 por ciento de los estudiantes a quienes se interrogó declararon que les gustaría vivir en una comuna o "fuera de la sociedad", en compañía de otros estudiantes.
Ahora bien, si un nuevo estilo de vida ha de suplantar al de ahora, debe dar mejores resultados. ¿Es este el caso de las comunas? ¿Son aptas para sostener a sus integrantes, como las familias tradicionales? ¿Permiten una relación estable entre el hombre y la mujer? ¿Crían y educan a sus hijos de manera que éstos se preparen para ser adultos responsables? Tratemos de contestar a cada una de estas preguntas.
Medios de subsistencia. En la comuna de Canyon, un joven llamado Cisco nos explicó de qué manera se ganan la vida sus individuos: "La revolución necesita servicios, y nosotros, junto con otros grupos, los proporcionamos". En Canyon, estos "servicios" toman la forma de una revista bimestral llamada Work Force ("Fuerza laboral"), en la que los "partidarios de un cambio radical" de todo el país anuncian los empleos y trabajos que necesitan en las comunas. Impresa en las prensas de la comuna, esta revista tiene una tirada total de 12.000 ejemplares, con circulación pagada de 2000.
Estudié varios números de Work Force. Para mi sorpresa, descubrí que las anunciadas "vocaciones para el cambio social radical" no eran más revolucionarias que los trabajos y empleos de los jóvenes idealistas de la sociedad "normal" en cualquier otro proyecto comunitario de economía autosuficiente. Uno de los anuncios pedía personal para un centro de asistencia juvenil, de Chicago. Otros pedían un médico para asistir a campesinos pobres chicanos (norteamericanos de origen mexicano); otros más, solicitaban oficinistas o diseñadores y formadores para publicar un periódico de reformas penitenciarias.
Cisco siguió explicándonos: "Lo que tratamos de hacer es contribuir a establecer nuevas estructuras comunitarias: clínicas independientes, por ejemplo, o juntas radicales en los sindicatos. Esto ayudará a la gente a controlar las instituciones que controlan su vida. Algún día esperamos crear una coalición que implante en todo el país el socialismo".
Pero su empresa periodística no aportaba suficientes fondos. El fin de semana de mi visita a la comuna, la cooperativa arrojaba un balance de cero ingresos, y Work Force había publicado un desplegado de toda una plana en que se hacía un llamamiento a los revolucionarios: "¡Auxilio! ¡Estamos en quiebra!" Al mismo tiempo, la cooperativa dependía —por lo menos en un tercio de su aprovisionamiento de víveres— de los viajes semanales a los depósitos de desperdicios de los supermercados más próximos.
A diferencia de la comuna de Canyon, y de las otras "cooperativas de trabajadores" semejantes a ella, relativamente escasas, la mayoría de los grupos de contracultura están tratando de sobrevivir "de la tierra", lo cual no resulta muy fácil, que digamos. Vivir de la tierra significa, en última instancia, cultivar uno mismo sus hortalizas, que no dejan excedentes para venderlos o cambiarlos por otros artículos de primera necesidad. En las zonas rurales que generalmente eligen los hippies para establecerse hay pocos empleos disponibles, y los que se consiguen son esporádicos: reparación de albañales, construcción de cercas, labores agrícolas en tiempo de cosecha. La fabricación casera de utensilios y enseres —artefactos para el consumo de drogas, prendas de vestir, artículos de cuero, de barro y de vidrio—aportan algún dinero, pero no el suficiente.
Entonces, ¿de qué viven los hippies?
Su principal fuente de ingresos es la asistencia pública. Las madres solteras y sus hijos, derechohabientes de la asistencia a las familias de niños dependientes, se consideran elementos importantes de ingresos, tal como están, viviendo en una comunidad menesterosa. En teoría, el dinero que les da el Establishment debiera repugnar a estos militantes de la contracultura, pero muchos lo consideran un medio legítimo de esquilmar a la clase media. Otras fuentes de ingresos para las comunas son la mantequilla, la leche y los cereales que reciben del programa gubernamental de reparto de alimentos excedentes, los pagos por incapacidad a enfermos mentales rehabilitados y los cheques que en calidad de regalo reciben los "comuneros" de sus padres y abuelos. En una investigación a fondo de las colonias de hippies del norte de California que dirigió el profesor Bennet Berger, de la Universidad de California, se informa de la siguiente conclusión: "Ninguna de las comunas que hemos investigado ha logrado la autosuficiencia".
Las relaciones entre hombre y mujer. En Canyon, la revolución sexual no daba mejores frutos que la económica. Los colectivistas habían puesto valientemente en práctica la ideología antifamiliar de la nueva izquierda. Al principio se resistieron a vivir en parejas; todos, muchachas y muchachos, dormían juntos en un dormitorio común. Pero esto, al parecer, no resultó satisfactorio. La poligamia era más del agrado de los jóvenes que de las muchachas, las cuales, influidas profundamente aún por la educación familiar, sentían desazón ante la promiscuidad sexual. En consecuencia, los colectivistas acordaron quién dormiría con quién: dos muchachas se unieron a dos hombres, y se les asignaron dos habitaciones para que vivieran en común. Dos hombres y una mujer comparten una tercera alcoba, y otra muchacha dispone de un cuarto para ella sola.
En la prueba de fuego de la realidad diaria, los jóvenes colectivistas descubrieron, que las necesidades emocionales y los siglos de tradición pesan más que cualquier ideología. Sin duda alguna, la pugna para adaptar las necesidades humanas a la teoría izquierdista, como dice una conmovedora confesión publicada en la revista de la comuna, estaba "desquiciando a la colectividad".
La crianza de los hijos. Como investigadora de la Universidad de California, en el estudio mencionado, la socióloga Sherri Cavan pasó ocho meses analizando la vida en las comunas del norte de California. He aquí su informe: "Los integrantes del hogar, en la comuna, se clasifican según la edad, el sexo y la especie. La más alta jerarquía está constituida por los adultos varones; siguen en importancia las mujeres adultas, luego los niños y, por último, los perros. A veces no se hace distinción alguna entre niños y perros".
La "vida de perro" de un niño hippie suele comenzar por ignorar quién es su padre. "Aunque los hombres, las mujeres y los niños pueden vivir juntos como parte de una casa comunal, sólo ocasionalmente se relaciona a los niños con los hombres; casi siempre se les relaciona exclusivamente con las mujeres", dice esta socióloga.
¿Cómo se explica esto? El profesor Berger lo aclara así: "La mujer hippie acepta la maternidad, aunque provenga de una relación sexual fortuita con un extraño, porque, si bien no necesita al padre de la criatura, sí necesita. al niño, tanto para adquirir derecho al dinero de la asistencia pública como para tener una razón de vivir".
Aun en el caso de que los integrantes de la comuna formen parejas estables, el niño nacido en ese medio tiene en contra de él otro factor de la vida hippie: pasada la primera infancia, lo más probable es que se convierta en un ser molesto, o en objeto de la más completa indiferencia.
Veamos una nota del cuaderno de la socióloga Cavan: "Simone pidió a Frank que contara a los comensales, para calcular el número de rebanadas de pastel que había que cortar. Frank respondió que serían 13 o 14, según se contara o no a Giles (uno de los niños). Parece que Simone vacilaba en incluir a Giles en la cuenta, pues de hacerlo no alcanzaría el pastel para todos los adultos".
Pero si bien Giles no merecía migajas del pastel de la fiesta de cumpleaños, había otras "migajas" a las que tenía derecho. Sigue el informe de la señorita Cavan: "Fumar mariguana, ingerir LSD y mescalina son parte de la vida del hippie... Se espera que los niños muestren una curiosidad normal por las drogas... Generalmente se considera que éstas son premio especial para los niños y expresión de la generosidad de los adultos".
Del interior mismo del mundo hippie procede un breviario de la crianza comunal de los niños. En un folleto publicado en 1972 por el grupo de Canyon, uno de sus miembros escribió lo siguiente: "Me gustaría poder decir que la comuna es el mejor medio posible para criar a los niños... Tengo que confesar, muy a mi pesar, que es el peor".
La instrucción de los niños también resulta esporádica y desordenada. A menudo los hippies rechazan las escuelas públicas. Prefieren "crear" sus propias escuelas, para lo cual contratan a un maestro titulado, según lo requiere la ley, y luego asignan a unos voluntarios para que ayuden a ese maestro. Sin embargo, que haya o no haya clases depende muchas veces de cómo se sientan los voluntarios ciertos días.
Veamos otra nota de Cavan: "Llegué a la escuela a las 11 de la mañana. Estaban presentes cinco niños (de un grupo de 30) y tres adultos. Ana me saluda, diciendo: Nadie vino hoy. A las 11:30 todo el mundo se marcha. Un niño comenta: Hoy no es buen día de clases. Ni siquiera es día de escuela".
En la escuela hippie no rige un programa fijo de actividades. Según el estado de ánimo de niños y adultos, hay un conjunto de labores que, según Cavan, abarca: "Jugar a los naipes, cuidar de los animales, hacer comida, aprender a comer, jugar con equipo, coser, leer, hacer muebles, cuidar de los niños de brazos, observar". Con el tiempo, estos niños aprenden a leer y a escribir, a hacer cuentas, a hacer construcciones y a hacer rudimentarias composturas. Pero también aprenden cosas muy importantes. Una de ellas es despreciar y rechazar a la sociedad "de afuera". Y lo más importante: no aprenden la autodisciplina que se necesita, por ejemplo, para seguir una carrera profesional o desempeñar algún trabajo capaz de abrirles paso en la sociedad.
Asuntos familiares. Decir "comuna" provoca espontáneamente el agregado "comuna hippie". Sin embargo, hay en los Estados Unidos otras comunas que tratan de reforzar los vínculos familiares, en vez de destruirlos. Una de ellas es la llamada Koinonia Partners, establecida hace 31 años en las afueras de Americus (Georgia).
Allí ve el visitante un prado circundado por modestas casas hechas de bloques de cemento y marcos de madera, con sus jardines. Hay cobertizos para almacenar el grano, una fábrica y una habitación que parece una gran bodega donde se reúnen a comer, a mediodía, 26 adultos y 20 niños —en total ocho familias— junto con unos cuantos jóvenes solteros. Aunque comen en comunidad, se sientan agrupados en familias formadas por la madre, el padre, los tíos, etcétera. La cena es asunto de familia, en el hogar de cada una de ellas.
La gira hecha con un guía a través de la comunidad de 550 hectáreas nos revela que, muy al contrario de las comunas hippies, esta es una empresa que se basta a sí misma en lo económico... y no sólo en este aspecto. Una fábrica recientemente inaugurada, donde se hacen pantalones y blusas para mujer, produce anualmente unos 150.000 dólares. De una industria de cultivo y procesamiento de pacana (árbol semejante al nogal) se obtienen 400.000 dólares más; las granjas producen otros 45.000 dólares anuales.
Según el tamaño de las familias, los "socios" de la comuna reciben cada mes parte de las ganancias netas de estas empresas. A diferencia de las comunas hippies, Koinonia —palabra de origen griego, por "comunidad"— se interesa por los asuntos del mundo exterior. Por ejemplo: parte del superávit de la comunidad se utiliza en construir casas, cerca de la colonia, para vendérselas a familias negras pobres en plazos de 20 años y sin intereses.
Las familias de Koinonia realizan una excelente labor en materia de crianza de niños. Varios nativos de la comunidad han hecho carrera de médicos y abogados en el mundo exterior. Los que se quedan en la comuna, así como los que salen de ella, generalmente contraen matrimonios estables, que a su vez cumplen una labor muy satisfactoria al criar y educar a sus hijos. Por estar organizada en torno a familias monógamas y por haber desarrollado una industria próspera, Koinonia ha sobrevivido más de tres decenios, y sigue floreciente.
Como lo demuestran las comunas monógamas, basadas en el núcleo familiar, en la sociedad actual hay lugar para los experimentos que enriquezcan y fortalezcan la vida de la familia; pero deben satisfacer los requisitos primordiales de los que surgió la familia: criar hijos que perpetúen la vida de la comunidad. Aunque los "comuneros hippies" aseguren estar construyendo un nuevo tipo de sociedad, difícilmente encontraremos una comunidad —moderna o primitiva— que se preocupe menos por sus hijos. Rebelarse contra los padres es una costumbre vieja y honorable. Pero rebelarse contra los propios hijos significa el suicidio de cualquier tipo de sociedad.