ME LLAMO VLADÍMIR SLOIFOISKI (Gerald A. Alper)
Publicado en
junio 22, 2022
CAPÍTULO PRIMERO
Prólogo
—¡Despierta! ¿Quieres? Son las diez y cuarto. Deberías haberte levantado hace dos horas.
La mesurada voz rompió el velado silencio de la habitación, luego esperó una respuesta que nunca llegó.
El reloj despertador Westinghouse color azul cielo ubicado sobre la mesita con tapa de mármol sonó durante treinta segundos. Pero no hubo signo de respuesta en el durmiente.
Entonces, la voz, incapaz de contenerse, retornó explosiva:
—Eres un ser despreciable. Un vegetal. No tienes disciplina ni amor propio. Y además eres peor que un maricón.
Al escuchar este inesperado insulto, el durmiente, como era de esperar, se despertó de golpe con los puños crispados. Era un hombre corpulento, de unos treinta años. Sus oscuros ojos legañosos y enmarcados por ojeras todavía parpadeaban. Los abrió violentamente para enfrentar la mirada de su atormentador.
Pero no la encontró. No pudo enfrentarse con ella, ya que éste no tenía ojos. Durante varios minutos el hombre registró la habitación en vano. No halló indicios de que alguien aparte de él hubiera estado allí.
No parecía haber solución. Los dedos de la mano derecha se entremetieron nerviosos en su pelo. Reflexionó. Pero en ese momento su torturador reapareció gritando una y otra vez:
—¡Despierta!
Resultó ser el pequeño fanfarrón azul cielo apoyado sobre la tapa de mármol de la mesita. Enfurecido, el hombre aplastó el despertador contra el suelo.
Éste era, en realidad, una computadora parlante hipnótica, programada para amnésicos como la persona de quien hablamos, y cuya función era espiar sus pensamientos durante la noche y despertarlo por la mañana. Representaba uno de los tantos recursos empleados para restaurar las quebrantadas células de su memoria.
El hombre, por su cuenta y sin ayuda de máquinas, casi no recordaba nada. Ni siquiera su nombre. Pero irónicamente, un sobrenombre brotó hasta el consciente. Llegaba desde la infancia borrosa: Sly Fox.
Sly Fox era entonces el hombre que se mesaba el pelo con sus largos dedos. Estaba desesperado. Desde el otro lado de la puerta de la habitación, pasos conocidos pero desagradables llegaban a sus oídos. Se acercaban sus interrogadores. Sly Fox dejó caer la cabeza entre sus manos.
—¿Cómo pudo sucederme esto? — murmuró, aún aturdido.
Había sido recogido dos semanas atrás. Lo encontraron abandonado, borracho o drogado, en la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco. El Bentley color cate, con chofer, lo había sobresaltado. Apareció a su lado con brusca magnificencia. Una soberbia puerta bostezó, abriéndose. Un hombre alto y de aspecto vulgar surgió llorando abundantemente como en un melodrama; sollozaba una y otra vez:
—¡Chester, oh, Dios! ¡Chester... Chester, mi Dios!
Entonces una anciana dama se asomó desde el Bentley. Tenía el brazo derecho paralítico y artificial en su mayor parte. La cara tenía una extraordinaria cantidad de arrugas. Se presentó como Angelina Symington. Era la abuela paterna de Sly Fox. No podía disimular su alegría al recobrar a su extraviado protegido. Derramó unos apasionados —casi obscenos— besos sobre las mejillas del hombre.
Nada pudo hacer. El aturdido Sly Fox fue metido a empujones dentro del grande y reluciente Bentley. Unos minutos después se detuvieron frente a la espectacular mansión, que se proyectaba hacia el Central Park.
Le dijeron que era Chester Symington, vicepresidente a cargo del departamento creativo de la firma Rego Toy Joy. Para probarlo, le mostraron un pasaporte arrugado con su propia fotografía. Perry Noyes, un hombre vulgar, se presentó como el abogado de confianza de la familia de Chester. Una fotografía de un álbum, grande y clara, mostraba a los tres juntos: Chester, Angelina Symington y Perry Noyes. Hubiera resultado complicado falsificar la foto del álbum, como tantas de las otras pruebas. Chapas de bronce, por ejemplo, cartas con su firma; fotografías de conferencias de negocios de la Toy Joy donde él trabajaba; medallas de premio; figuración en el anuario de la Universidad; etcétera, etcétera.
Pero algo andaba mal. Todo armonizaba demasiado bien. La telaraña de pruebas, con toda su fuerza, no podía disimular algunos hechos aterradores. Por ejemplo, ninguna campana interior había sonado ahí con los "hechos" de su pasado. Los nombres de Angelina Symington, Empresas Toy Joy, Perry Noyes, Chester Symington (su propio nombre) caían sin eco en sus oídos. Siempre que miraba a Perry Noyes, que pretendía ser un amigo querido, experimentaba un disgusto natural y profundo. Cuando abuelita Symington lo acariciaba o lo besaba, sentía un horror blasfemo.
La mansión de la ciudad en la que vivía tampoco tenía explicación. Era un lugar extravagante. Células fotoeléctricas distribuidas al azar, un abigarrado montón de esotérica maquinaria científica y de muebles estilo Imperio. El patio trasero era una increíble y laberíntica perrera para sabuesos.
¿Y qué decir de Jack? Jack era el valet y chofer del Bentley. También era el mayordomo del amo de la mansión. El amo, persona reservada, prefería esconderse en una habitación a prueba de sonidos, situada a la derecha de la de Sly Fox. Jack tenía una amarillenta cara displicente y una enorme nariz romana, aunque rota. Decía ser un antiguo compinche de Sly Fox y juraba que habían jugado juntos al fútbol americano en el colegio.
—¿Recuerdas... eh... nuestra vieja amistad de la... eh... adolescencia? — Entonaba Jack con acento italiano. Lo repetía constantemente, entre pitada y pitada de su amado cigarro.
¿Habían jugado juntos al fútbol Sly Fox y Jack? Puede ser. Alguna vez, en alguna parte, quizás él pudo haber jugado al fútbol con Jack (en tal caso, seguramente en contra). Pero una constante voz interior insistía que él nunca lo había hecho. Una vez, mirando un partido de Notre Dame por el televisor de su habitación, trató de parodiar el juego. Con el despertador Westinghouse en su brazo, intentó uno o dos movimientos elementales. Se derrumbó espectacularmente.
A pesar de todo, era posible que hubiese jugado al fútbol con Jack. Otra maldita fotografía que los mostraba juntos y vestidos con todo el equipo lo afirmaba. Pero ¿amigo de la adolescencia? ¿Compañero de este gorila estilo Cosa Nostra, este chupamedias que todas las mañanas iba arrastrándose a adular al amo en su misteriosa habitación de la derecha?
No parecía posible. ¿Por quién lo habían tomado?
Sly Fox, sentado en el borde de la cama no tenía tiempo para responder a su propia pregunta. Sus interrogadores estaban en la puerta. De un salto agarró sus amplios pantalones, sus polvorientos zapatos y su camisa manchada con sopa. Mientras se vestía pensó que cualquiera que hubiese sido realmente su verdadera identidad, el ser desprolijo era una parte importante de ella.
No fue nada rápido. Un segundo después, abuelita Symington y Perry Noyes entraron sorpresivamente en la habitación.
—¿Perdimos la calma esta mañana, no Chester? — se burló Perry. Con exagerada lentitud se agachó hasta el suelo. Sarcásticamente, hizo girar en sus dedos ágiles, los fragmentos del aparato parlante hipnótico destrozado.
—No, no creas, Perry. Sólo quise apagar esa maldita cosa... lo siento.
Era la primera mentira descarada que se tomaba el trabajo de decir. No importaba. Tomó una decisión, cosa que no hacía con facilidad. Estaba aflojándose, evadiéndose, eso era lo que importaba. Si no tenía más remedio comenzaría a reventar cabezas desde temprano, en realidad, igual pensaba hacerlo.
—¿Te ha venido algo nuevo a la mente hoy, Chester? — insistió Perry. Era obvio que aún estaba enojado por lo del Westinghouse.
—No. Nada, Perry.
Hacía dos semanas que la pregunta era la misma todas las mañanas; día y noche lo sometían a una serie de pruebas psicológicas. Él consentía estúpidamente. Hubo electroencefalogramas, inyecciones de pentotal sódico, hipnosis automatizadas y tests para detección de mentiras. Trajeron a un psiquiatra para que hablara con él. Ni siquiera sus sueños le pertenecían. A la noche conectaban electrodos a sus sienes y si tenía pesadillas, cosa que ocurría con frecuencia, una alarma lo despertaba. Después, mientras los recuerdos eran frescos, se le ordenaba que grabara su sueño. Para eso tenía un pequeño megáfono conectado a un micrograbador de cinta bien guardado en un costado del aparato hipnótico Westinghouse.
—Veamos entonces si hay algo interesante por el lado de los sueños —continuó Perry.
Entre los restos caídos en el suelo rescató el micrograbador y movió el minúsculo botón plateado. Los sueños importantes eran las pesadillas de Sly Fox. Correspondían a tres categorías: dos violentas y una tercera que se refería a la soledad. Se vio representado respectivamente, ya atacando con los puños a un hombre o a un grupo de hombres, ya en criminales ataques y violaciones a una inconmovible y magnífica Reina de la Lujuria, o finalmente vagando perdido en una inmensa llanura tenebrosa.
El sueño reciente, tal como fue narrado por la voz somnolienta de Sly Fox, era de tipo erótico. Esto agradó muchísimo a Abuelita. El sueño consistía en una partida de girl scouts perdidas en un bosque siniestro. Se encontraban atrapadas sin esperanza en la maleza selvática. Estaban bien amarradas, como encadenadas. Inesperadamente apareció Sly Fox, alcoholizado y además enloquecido. Vio gran cantidad de culitos atrapados y ondulantes. Eso terminó de enloquecerlo.
El relato le llevó diez minutos, más o menos tres cuartas partes de la verdadera duración del sueño. A lo largo del mismo, el paralítico brazo derecho de Angelina se doblaba y replegaba. Sufría un desagradable espasmo erótico. Este era el mismo brazo que le había llamado la atención como un imán. Era una cosa extraordinaria, mezcla de tubo, acero y horribles dedos de plástico color carne. Lo había visto una vez desarticulado, fuera de la taza de hierro, exactamente cuatro noches antes.
Había despertado de la pesadilla habitual y fue tambaleando hacia el baño. La puerta estaba cerrada. Disgustado resolvió entrar por la fuerza. De manera vaga recordaba que había activado por lo menos dos circuitos de células fotoeléctricas y que había bajado desde el sexto piso hasta el alojamiento de Abuelita, en el segundo. Abrió lo que le pareció un baño fuera de uso y experimentó uno de los momentos más terroríficos de sus treinta años de vida. Primero lo encegueció el haz de luz concentrado y brillante que salía de la pileta llena. Curiosamente, pasó por su mente la imagen de un pez tropical letal, una barracuda. Luego lo vio, el horrible brazo abierto que flotaba en la solución azulada de líquido limpiador. Angelina Symington, hurgando con un cepillo de dientes con mango de alambre recto, estaba agazapada junto a la pileta. Fregaba afanosa el cilindro brillante que flotaba junto al resto del brazo abierto y que por lo general iba dentro. Su pelo de abuela, recogido en forma de rodete, se soltó con el esfuerzo. Quedó colgando toscamente sobre su cráneo desnudo. Entonces la cara sudada y llena de costurones se dio vuelta, y sus ojos danzantes se clavaron en Sly Fox con desbordante lujuria.
—¿Asustado de las abuelitas inválidas, Chester... eh? — dijo mimosa. Cuando retrocedió estaba totalmente convencido de que Angelina Symington estaba loca.
—¿Delirios otra vez, Chester? — pronunció despectivamente Perry Noyes, que lo observaba con indiferencia.
¿Qué debía hacer?, ¿aplastar a Perry Noyes? ¿alcanzar y aporrear esa larga y odiosa cara simiesca hasta reducirla a pulpa...? la cara con las facciones precisas, los ojos cargados de malicia y la lengua con la punta partida como la de una serpiente... esto último resultado de la combinación de un escalpelo zafado y un médico rural ignorante, que operó a Perry cuando era un bebé. ¿Iban a encontrarlo después y asesinarlo? Sly Fox se estremeció al recordar su primera noche en esa mansión. Lo despertó algo pesado y vivo que olía y exploraba su cuerpo. Era un sabueso, uno de los sabuesos de Perry Noyes. Lo olfateaba como si quisiera archivar para siempre su olor en su misterioso cerebro de perro conspirador. ¿Por qué limitaban el constante interrogatorio a sólo un año de su amnésico pasado, como si hubiera algo urgente que necesitaban conocer desesperadamente... y no lograban saber? ¿Qué podía ser lo bastante importante como para llevarlos a recrear escrupulosamente un mutuo pasado íntimo que no existió en absoluto?
Es hora de actuar, pensó Sly Fox, y su enorme cuerpo por lo general relajado se puso tenso. Sabía en su fuero interno que era un luchador bien dotado, que había empleado épocas de su vida en aprender una gran cantidad de técnicas de combate, y que con un golpe relámpago podía abrir y cerrar sus brazos y piernas con primitiva furia animal.
En ese instante de tensa expectativa actuó, como suele suceder, el destino. Jack, a quien Sly Fox había descuidado en la tensión de su duda, entró agitado. Llevaba la bandeja del desayuno. Sólo que sin desayuno, únicamente el achatado Times de la mañana, cuyos titulares detonantes gritaban:
"La Rueda arrolla otra vez. Un muerto encontrado al pie del Empire State. Marcas de llanta de tractor en el cadáver."
Jack intentó ocultar el diario o los titulares a Sly Fox. Al mismo tiempo, con torpeza, trató de dirigir la mirada de todos los demás hacia la noticia de las marcas de llanta de tractor.
Tanto mejor, pensó Sly Fox. Sería oportuno. Aprovecharía el momento. Se sumaría a la confusión actual y la haría perfecta. Para lograrlo, anunció lo inesperado con voz recia y grave.
—He recobrado la memoria. Esa cortinilla de la ventana no sé por qué... la hizo volver.
Giraron como locos en la dirección que él indicó. Resultó. Era el ardid clásico. Sly Fox sonrió, luego reforzando su puño con la palma izquierda, dirigió el codo derecho como un atizador hacia la amplia nariz de Jack que se volvía. La partió de un golpe; chorreaba sangre como de una arteria abierta. A pesar de eso, para asegurarse, Sly Fox agarró las orejas de Jack como si fueran dos manijas y bajó la cabeza del italiano hasta estrellarla contra su rodilla ascendente. Luego, como un experto yudoka, giró hacia Perry Noyes. Preveía una pelea contra un gigante enfurecido, y en cambio se encontró con un inmovilizado snob de dos metros, y la cara helada por la sorpresa. Está tratando de asustarme para que me someta, rió entre dientes Sly Fox. Al mismo tiempo, pateó hacia atrás con la fuerza de un elefante joven, en el estómago ulceroso de Perry, que se partió como un huevo.
Sólo quedaba la abuelita Symington. Con su muerto brazo derecho extendido, trató de bloquear su salida hacia la escalera principal.
—¡Fuera del paso, vieja loca! — gritó Sly Fox. Entonces se detuvo de golpe, rígido de miedo. ¡Dios! La mano derecha, impulsada por alguna batería interior, se desprendió del antebrazo. Saltó hasta su pecho como un cangrejo asesino y caminó con los dedos hasta su garganta. ¡Para estrangularlo! Con la mano derecha la arrojó de sí velozmente, mientras con su izquierda sentaba a la "abuelita" en el suelo.
Bajó como loco seis pisos por la escalera, atravesando una barrera tras otra de ojos eléctricos. Una serie interminable de alarmas chillaron ensordecedoras. Estuvo en la planta baja a tiempo para dar un tirón al conmutador que accionaba las puertas de entrada, del tipo portón y manejadas a motor. Cuando lo hizo, se abrió la puerta corrediza del costado de la despensa. Asomó una cabeza. ¿Sería un guardia? No. Por Dios, no. Algo peor. Un autómata vestido de despensero, de un metro ochenta de altura, instalado en el montante de la puerta.
—¡D—D—Deténgase! — ordenaron los rojos labios sintéticos.
—Seguro —dijo Sly Fox, para apaciguarlo, mientras dirigía la patada frontal de karate más asesina de toda su vida, a la ingle del robot.
—¡O—O—O—Oh! — barbotó el robot después de una enloquecedora perturbación eléctrica, y sus manos tiesas buscaron la ingle.
—¡M—M—M—Mis baterías!
Así, Sly Fox quedó libre en una fresca mañana de diciembre, corriendo como un lunático, en cualquier dirección que lo alejara del Central Park. Estaba histérico —aún se reía del casi surrealista "mis baterías" final— pero no obstante libre, luchando en vano contra una tenue nevada, para abrocharse el cuello de la camisa que se resistía. De mal humor dio un tirón al botón inútil, y descubrió que no era un botón sino el gorrón de una llavecita de bronce, que aparentemente algún amigo había escondido en el forro de lana de su gruesa camisa.
CAPÍTULO SEGUNDO
La Rueda
Se detuvo frente al irreal brillo metálico de una vidriera de Tiffany. Apoyó la llave contra el vidrio y la contempló concienzudamente, como haría un joyero con su alhaja. Claro que parecía conocida. Alguna vez, no hace mucho había usado esa llave. ¿Pero dónde?
Mientras se lo preguntaba, los dedos de su mano derecha jugaban con su despeinada maraña de pelo negro. Estaba sorprendido por una nueva marca palpable en la base de su cráneo. Un chichón que no recordaba, pero importante y doloroso al tacto. Sin duda, el resultado del adormecedor golpe con un caño de plomo. Recordó con terror que había sido aporreado unos sesenta segundos antes de la llegada del Bentley. ¿Pero por qué? ¿Para demorar la memoria y el gradual despertar hacia su verdadera identidad, que estaba a punto de lograr cuando cometió el desatino de ir por la Primera Avenida hacia la calle Treinta y Cinco? ¿Para poder dominar su amnesia borrando selectivamente recuerdo tras recuerdo?
Parecía posible. El psiquiatra que trajeron tendía a corroborarlo. Parecía más que un psiquiatra. Un inglés de cabeza enorme, más grande aún por el efecto de unos inmensos anteojos como troneras que dejaban ver unos ojos verdosos y parpadeantes. Con la burda pretensión de un test de asociación de palabras, intentó probar hábilmente su respuesta a palabras cruciales como: Rook, Samurai y Thule, que para él no significaban nada.
Sly Fox miró de soslayo la llave. Quizá no estuvieran interesados en averiguar quién era él, per se, concluyó. Quizás estaban resueltos a determinar su relación con un hombre específico, de conducta conocida, a quien buscaban desesperadamente, y sólo querían saber si él era ese hombre. Si no lo era, pero en cambio era el Rey de Albania, no les importaba.
Sly Fox volvió al problema inmediato... la llave de bronce que llevaba los brillantes números 1967, escritos a máquina en una tarjeta colgada. Reconoció lo obvio. La llave era del tipo que se usaba en los armarios para efectos personales de las estaciones Pennsylvania o Grand Central.
Estaba excitado cuando llegó a la Estación Pennsylvania, donde comenzaba su faena. Las dos millas de distancia las había hecho un poco corriendo y otro poco a media marcha. Como es lógico, sentía que el sudor le corría por las sienes y las axilas. Pero ahora tenía la certeza de que una conexión oculta, poderosa y absolutamente segura, lo apoyaba. Una esfera de influencia oscura y enorme, con tan buenos modales y tan perfeccionada como la payasesca banda de la mansión que acababa de abandonar. Lo que es más, estaba seguro de que él, Sly Fox, en su real identidad, era la misma persona que buscaba Perry Noyes.
Su entusiasmo fue pasajero. La aburrida búsqueda del tesoro que le llevó seis horas, entre los miles de armarios puestos en fila y diseminados por la Estación Pennsylvania, fue en vano. Los grávidos números 1967 no aparecían. Revisó prolijamente las oficinas para guardar equipaje, los centros de información, y en todos un último análisis demostraba que estaba perdiendo el tiempo.
Desalentado, se desplomó en el banquillo de aluminio de una cabina telefónica abierta. Ya era casi de noche. Bajo las brillantes luces de neón, la Estación Pennsylvania exhibía su exacta desnudez. ¿Qué pasaría, se preguntó a sí mismo, si la búsqueda en la Estación Grand Central, resultaba igualmente infructuosa? ¿Debería entonces revisar exhaustivamente todos los armarios de los gimnasios y Asociaciones Cristianas de Jóvenes de la ciudad con el remoto presentimiento de que esta llave pudiera abrir uno de ellos? Interminable paciencia china —reflexionó— es la que puede esperar décadas; pero no es ese mi estilo, fuese yo quien fuese.
Se levantó para irse. Pero la cabina telefónica lo retenía. Mejor dicho, para ser precisos, una idea emanaba de la cabina telefónica. ¿Por qué no verificar, para aprovechar la oportunidad, por lo menos uno de los supuestos "hechos" de su pasado? ¿De veras, por qué no? Hojeando las páginas amarillas encontró lo que buscaba; puso una moneda en la ranura y escuchó atentamente.
—Empresas Toy Joy. Buenas noches —dijo el operador nocturno.
—Con Chester Symington, por favor —requirió Sly Fox.
Hubo un silencio embarazoso y luego una voz contestó:
—Aquí no hay ningún Chester Symington, señor.
—Sí lo hay, busque en los archivos de personal —interrumpió Sly Fox para asegurarse bien.
Luego de un segundo silencio embarazoso:
—Lo siento, no hay ningún Chester Symington.
—Muy bien, entonces déjeme hablar con el vicepresidente a cargo del Departamento Creativo, sea quien fuere.
Con un poco de mal humor, como intuyendo una broma, la voz respondió:
—¡Uf! No hay Departamento Creativo en Toy Joy. No hay vicepresidente en Toy Joy... ¡Oh!, ¿quién habla?
—Sly Fox.
—¿Sly qué?
Colgó el tubo con un golpe violento, sonriendo arrogante. Tenía razón, por supuesto. Quienquiera que fuera, no era Chester Symington, que nunca había existido. El pasaporte, las placas y toda la colección de cosas dignas de recuerdo, que probaban lo contrario, eran ambiciosas mentiras bien elaboradas. Estimulado por nueva energía, se dirigió a la Estación Grand Central. En la esquina de la biblioteca de la calle Cuarenta y Dos, cuando estaba a punto de cruzar, atrajo su atención un objeto que salía de un canasto de basura.
"La Rueda arrolla otra vez. Un muerto hallado al pie del Empire State. Marcas de llanta de tractor en el cadáver."
Era el titular del Times matutino. Sly Fox fue por él como un gato tras un pájaro. Era, en el mejor de los sentidos, la más aventurada de las apuestas, pero su desesperada situación presente lo obligó a tomarla. Después de todo, Noyes y el resto se tomaron la tarea de ocultárselo. Eso significaba algo. Se sentó en el banco de granito de la biblioteca, no muy lejos del león de piedra. Un adolescente flaco y nervioso con un chaleco tipo paisley, que ya estaba sentado en el banco, saludó al recién llegado con una sonrisa asquerosamente dulce. Hizo girar el dedo meñique de su mano derecha sobre una ceja y estaba a punto de comentar lo agradable del tiempo para iniciar una conversación cuando los ojos de Sly Fox, como señales de advertencia, lo persuadieron de que se fuera.
Sin ser un lector veloz por naturaleza, pues prefería intercalar sobre la marcha comentarios pensados, esta vez, sin embargo, consumió las cuatro columnas más notables del artículo como un cohete. Esencialmente, narraba la vida y la historia de un personaje del hampa llamado "la Rueda". La Rueda era un psicópata asesino que había perpetrado —en los últimos tres años— algunos de los asesinatos más misteriosos y extravagantes de los archivos del crimen neoyorquino. En total seis cadáveres. Todos encontrados, por raro que parezca, con marcas de llantas de tractor impresas en su carne mordida, exactamente como si un verdadero tractor hubiera pasado sobre los cuerpos de las víctimas. La policía, al principio, creyó que era una marca de la Cosa Nostra, de algún "Padrino" de la Mafia que se había vuelto loco. Pero en todos los casos los cuerpos fueron hallados en una localidad desprovista de tractores, llantas de tractor, o indicios de ambos. El primer cadáver fue el de un enano notablemente musculoso, un atractivo circense. Fue encontrado para asombro de todo el personal de investigación, a tres mil metros sobre el nivel del mar. Para ser exactos, en el baño de un moderno avión para escribir mensajes en el cielo. El último cadáver, con la carne magullada por las mismas marcas identificatorias de llanta de tractor, apareció sobre el pavimento de la Quinta Avenida y la calle Treinta y Tres, de donde fue recogido con palas. Aparentemente se había arrojado, con ayuda de su asesino, de la torre del edificio Empire State. Pero, si fue así, ¿qué necesidad de marcas de llantas de tractor? Y de paso, ¿cómo diablos pudo ser transportado un tractor o una llanta de tractor hasta la torre de observación del Empire State, a las cinco de la tarde, y sin ser visto por los visitantes. Sin hablar de los ascensoristas, guardias uniformados y alrededor de diez mil empleados que trabajan allí. No había explicación. Aun así, todas las pruebas de laboratorio confirmaban que los repulsivos surcos epidérmicos en los últimos cadáveres, eran, sin duda, las huellas de una llanta de tractor. Para más complicación, era notorio que las huellas eran extremadamente frescas y que debieron haber sido impresas unos pocos segundos antes de que la víctima fuera empujada. De la Rueda misma, a pesar de buscarlo por toda la ciudad, se sabía poco. Sin embargo, se creía que era la cabeza de un reciente sindicato del crimen, que según fuentes bien informadas, se había organizado al mismo tiempo que el primer asesinato de la Rueda, y que se estaba expandiendo por todo el hampa de Nueva York.
Sly Fox, con la pasión de un detective aficionado, leyó el relato completo. Como era de prever, la Rueda, como personaje humano, despertó el rasgo morboso que impregnaba su fértil temperamento. Estaba fascinado, más o menos estéticamente, como podía estarlo con un cuento de Edgar Allan Poe. Sólo al llegar al final, escondido en un párrafo inferior de la derecha, el relato alcanzaba su meta con netos acentos conmovedores.
"Se pidió a Rolo Bumaleaven, industrial de los neumáticos, de vacaciones en su mansión de descanso cercana al Central Park, que opinara sobre los extraños asesinatos de las llantas."
Rechazando cualquier idea especial de los expertos, el hombre había expresado:
"Parece obvio que la Rueda posee algún tipo extraordinario de técnicas o conocimientos para manejar llantas de tractor. Cualquiera que sea su técnica, caballeros, ésta se encuentra más allá de mi imaginación o mis investigaciones."
CAPÍTULO TERCERO
Me llamoVladimir Sloifoiski
La mente de Sly Fox corría más rápido que las piernas que lo hacían ascender los tres pisos de la Oficina de Información de la biblioteca de la calle Cuarenta y Dos. Aún cuando Rolo Bumaleaven no fuera la Rueda, no había dudas que era el propietario de la mansión en la cual estuvo preso durante por lo menos dos semanas. Lo cual significaba que Noyes, "Abuelita", Jack y el psiquiatra eran probablemente sus secuaces. Los secuaces del hombre que lo había retenido, por alguna razón, en el cuarto a prueba de ruidos ubicado a la derecha de su dormitorio.
Por algunos minutos se quedó parado en el medio del salón de la biblioteca, bloqueando el paso de los estudiosos que circulaban, los que estaban sólo un poco menos ausentes que él. Cuando estaba interesado en un tema apremiante, sus características mentales trascendían el entorno físico. Finalmente, completado su análisis, cubrió la superficie de varias fichas de libros con su bien espaciada, semilegible letra. Las alcanzó a la chica de nariz larga que parecía un ratón, y que seguramente había sido empleada por ese motivo, y tomó su lugar en el largo banco de madera, frente a la pizarra indicadora de números luminosos, al lado de un grupo de bibliófilos cincuentones y con anteojos.
Antes de llenar las fichas había pensado en Jack, recordando una conversación que habían sostenido una semana atrás. Jack como prueba de amistad lo había elegido para confiarle una penosa historia de su juventud. Había sido un vagabundo, un linyera. Una tarde se hallaba sentado frente a una fogata en un campamento situado en los Adirondacks, cuando, otro vagabundo más desamparado que él se le había acercado furtivamente, no pidiéndole otra cosa que un poco de atención. El hombre había sufrido aparentemente algún tipo de catástrofe personal de primera magnitud y quería desahogarse con él. Jack, que socialmente era un idiota, se sintió sin embargo obligado a escuchar.
Era el relato de un hombre, alguna vez poderoso, y de cómo había llegado tan bajo; de cómo ese vagabundo obtuvo un éxito brillante y vertiginoso, y le fue arrebatado todo, de un solo golpe del destino. Traicionado por una mujer (¿cuándo no?), su esposa, y lo último que uno hubiera pensado, por un enano, un acaudalado y famoso enano de variedades. Jack, provisto sólo con su astucia de la calle y su viveza animal, levantó el ánimo del desilusionado vagabundo. Trazó el cuadro, reluciente e inolvidable, de una venganza a la italiana que perpetrarían juntos contra el enano adúltero. La perspectiva de una revancha tuvo un efecto mágico sobre el vagabundo. Muy pronto regresó a la vida civil. Se zambulló con energía salvaje y creativa en varios negocios. Hizo una fortuna. Más tarde empleó a Jack como su factótum, pagándole miles de dólares. Se convirtió en su protector, y con el tiempo lo llevó hasta su próspero oficio actual en la mansión.
Desde un principio, Sly Fox comprendió el subterfugio de los términos "vagabundo" y "benefactor". El hombre descrito era, por supuesto, el dueño de esa céntrica mansión, Rolo Bumaleaven. Ahora, Sly Fox, sentado en el banco de la biblioteca, dio un salto mental gigante. Supongamos que Bumaleaven fuese la Rueda. Un hombre joven, con dinero y cerebro, cruelmente traicionado por su esposa y que, desesperado, se vuelca al crimen, tramando una venganza horrible. ¿Y si el enano que le puso los cuernos a Rolo Bumaleaven era el mismo pigmeo musculoso asesinado en el baño del avión?
De pronto los números luminosos de la pizarra fueron los de sus fichas. Se incorporó, tenso ante la perspectiva. Tocó la campanilla del escritorio. Un muchacho soñador con apariencia eslava dejó de lado cortésmente su fantasía, en la que recibía el Premio Nobel de literatura, y se presentó al recibidor. Luego de controlar de manera rutinaria las fichas, entregó el material de lectura que Sly Fox necesitaba. Entre ellos estaba la última edición del Quién es Quién en Norteamérica, que poseía datos fundamentales de Rolo Bumaleaven; números de hace treinta años del New York Times, con artículos y fotografías del joven Rolo Bumaleaven; una edición de 1930 de la American Mercury Magazine, con un extenso artículo sobre el teatro de variedades norteamericano.
Sly Fox se refugió en el fondo de la enorme sala de lectura y allí desplegó su material sobre la larga mesa lustrada. Encendió una lámpara con pantalla verde para leer. Cinco horas después se desplomó en la silla. La emoción del descubrimiento afloró ligeramente en su rostro. Juntó las piezas de una historia increíble.
Rolo Bumaleaven era un prestigioso multimillonario de cincuenta y cinco años. Un comerciante de rodados que tenía el monopolio del mercado de neumáticos, y que se codeaba con miembros del gabinete de la Casa Blanca y con el Presidente mismo. Sin embargo, no era el Bumaleaven de cincuenta y cinco años quien intrigaba a Sly Fox. Era el Bumaleaven de quince años.
El Bumaleaven de quince años pesaba cada uno de los ciento cincuenta kilos que pesaba el Bumaleaven de cincuenta y cinco, y figuraba en las carteleras de las Follies de Zigfield en uno de los actos más fantásticos de la historia del espectáculo. Unos cincuenta kilos del peso de Bumaleaven constituían una monstruosidad médica localizada en su vientre. Los médicos decían que los músculos del vientre de Bumaleaven eran, en su tipo, los más poderosos del mundo.
H. L. Mencken, el genio norteamericano de la sátira, escribió sobre la actuación de Bumaleaven un ensayo titulado "Yo—jo—jo y un boing". Lo llamó el ejemplo más pútrido de nuestro inflado culto nacional del niño.
El acto era una farsa repugnante: compartía la escena con un enano vulgar, su compañero, que hacía las veces de un bebé con pañales y Rolo, también con pañales, personificaba a una paleta de juguete. Un cordón fuerte y elástico los conectaba por la cintura, como si fueran hermanos siameses desparejos. Rolo se tendía de espaldas mientras que el bebé enano le hacía mimos, encima de él, panza con panza. Retrayendo e hinchando esas inhumanas capas musculares hacía rebotar al enano, tal como lo haría una paleta con una pelota de goma. El enano, arrojado con violencia hacia atrás y hacia arriba en un ángulo de sesenta grados, era retenido por un trampolín vertical que lo lanzaba hacia atrás otra vez. En la culminación, llamada final umbilical, Bumaleaven repetía su procedimiento una y otra vez con un crescendo de redoble de tambores. Como una paleta humana, hacía rebotar al bebé y lo recibía de vuelta, varias veces, gritando mientras provocaba en el gentío un crescendo de histérica aprobación: "¡Yo—jo—jo y un boing!".
Después de haber aclarado todo esto, Sly Fox tropezó con el New York Times del 6 de mayo de 1934. En la primera página, con letras descoloridas, había un artículo sobre Bumaleaven. Pormenorizaba su ascenso y estrellato en las variedades; luego hablaba de su total renuncia al espectáculo a los diecinueve años. Usando términos como "turbulencia hogareña" y "alienación de sentimientos" sugería deliberadamente, con el típico "decoro" del periódico, un descorazonador adulterio.
Quince minutos después, Sly Fox tuvo la buena suerte de dar con el gran afiche ilustrado que reproducía a todos los actores de las Follies de Zigfield que integraban la troupe de 1934.
En el desplegable sólo aparecían dos enanos. El compañero bebé de Rolo, quien de ningún modo se parecía a la descripción del Times del hombre que le había puesto los cuernos a Rolo, y el famoso pigmeo vienés, cuyo acto precedía al de Rolo. Éste era un pigmeo célebre por realizar un acto de malabarismo con nueve pelotas en el aire mientras montaba un caballo, y a quien en varias ocasiones W. C. Fields se refirió anecdóticamente. El segundo pigmeo, el vienés, respondía perfectamente a la descripción que el Times daba de quien puso los cuernos a Rolo.
Entonces Sly Fox pidió prestada una enorme lupa a un bibliotecario. Con dedos temblorosos localizó tras la inmensa lupa el rostro del pigmeo vienés, autor de la ira de Rolo al ponerle los cuernos. Al lado de la primera cara ubicó la segunda que había cortado del Times de la misma mañana. Era una fotografía del enano asesinado en el baño del avión, la primera de las seis víctimas de la Rueda.
Aún cuando la cara uno y la cara dos pertenecieran a la misma persona debería haber una diferencia de treinta y tantos años. Pero después de unos minutos un Sly Fox satisfecho volvió a dirigir la lupa hacia el pequeño montón de revistas, diarios y periódicos puestos delante de él en la bien iluminada mesa de la biblioteca. Una era una cara de mediana edad, la otra joven. Pero ambas eran la misma cara, el mismo hombre. No cabía duda.
Otra vez en la calle, mientras el viento golpeaba su rostro, se dirigió a la Estación Grand Central. De pronto una visión satánica de Rolo Bumaleaven hizo vacilar su imaginación. Era una visión horrible que podría haber sido soñada por un Hieronymous Bosch de nuestros días. En ella, una inmensa llanta de tractor, rellena con portentosos resortes automáticos, estaba enroscada alrededor de la barriga de Bumaleaven. Había otro hombre, que imprudentemente se acercó demasiado. ¡Suit, suot, vientre para adentro y vientre para afuera! ¡Yo—jo—jo! ¡Y un boing! Y había una víctima hecha panqueque lista para servir, con unas lindas marcas de llantas de tractor en ella.
Sly Fox se estremeció ante esa imagen horrible. A menudo su morbosidad y su imaginación trabajaban juntas para atormentarlo con cosas como ésta. Descartándola como una fantasía enfermiza, se zambulló en la larga rampa de la Estación Grand Central que descendía desde la vereda de la calle Cuarenta y Dos. Caminó quizás un paso más allá del costado brillante y metálico cuando algo le llamó la atención. Un número, 1908. La serie de 1900. Aquí mismo, la primera serie de armarios. ¿Su llave, dónde estaba? ¡Por Dios, la había perdido! ¡No, allí estaba! ¿Pero el número exacto, 1967?
Sly Fox se arrodilló sobre una pierna, delante de la piedra angular que era el armario de la derecha con el número 1967, e introdujo la llave.
Se sintió como Alí Baba cuando la puerta se abrió. El armario era apenas más alto y más profundo que lo corriente. En él había tres cosas; algo como un estuche de cuero para un taco de billar, aunque más grueso, trabado en diagonal entre la esquina de abajo y la de arriba, una chequera, y entre las rígidas tapas rojo sangre de una carpeta, las instrucciones personales que estaba esperando.
Abrió de una vez la carpeta. Allí, en grandes hojas blancas brillantes se leían unos breves párrafos escritos a máquina que decían:
"Por la presente, Sly Fox está contratado:
1. Para infiltrarse, como doble agente en la conspiración llamada Kiss a cuya cabeza está un tal Rolo Bumaleaven.
2. Para desbaratar finalmente esta conspiración. Teniendo que obtener primero, con sus habilidades especiales, un análisis psicológico de Kiss, que usaremos como base para una estrategia general contra esta conspiración. Su recompensa, cuando complete satisfactoriamente su doble contrato, será la usual fortuna monetaria. Los instrumentos asignados para este trabajo son la chequera adjunta, extendida a su nombre legal, para proporcionarle los fondos que fueren necesarios; su antigua espada, entregada sólo como estímulo, y su arma más valiosa, ni qué decirlo, su propia sagacidad natural.
Si necesitara ayuda, o sintiera esa necesidad, encontrará "hermanos" capaces (en el sentido ruso, significativo para usted) simplemente si se dirige a la esquina de la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco, si no lo ha hecho todavía.
En cuanto a la información básica sobre la Operación Kiss, y las reglas de conducta para orientar su estrategia, serán evidentes ante la lectura de esta cláusula.
Finalmente, será felicitado si nos evita la molestia de una comunicación más extensa. Hemos omitido mucho, dándonos cuenta de que usted intuiría más."
Thule
Estaban equivocados. Thule, o quienquiera que fuera. Provocaron su amnesia por razones desconocidas para él, programaron su recuperación para que su mente estuviera clara y su memoria sana en el momento de encontrar las instrucciones. Pero algo anduvo mal. De un modo solapado, Rolo Bumaleaven y sus hombres sabotearon su recuperación para que ahora recordara fragmentos en vez de todo su pasado. Sabía, por ejemplo, que cuando tenía diecinueve años, era aficionado al karate y que había estudiado kendo, es decir la antigua esgrima japonesa, en la Escuela Neoyorquina Samurai de Defensa Personal. Sabía que había nacido en Rusia, y que había disfrutado una infancia tipo Turguénev. Y sabía su nombre.
"Me llamo... Vladimir Sloifoiski."
Unos minutos después ideó un temerario plan para infiltrarse en Kiss. Sintió un gran alivio. Se encaminó hacia el enorme baño de la Grand Central, a la derecha y hacia abajo, cerca del puesto de lustrabotas. Sacó del estuche de cuero para taco de billar, la espada samurai de negro y vio en su empuñadura las muescas peculiares que la identificaban como suya. Delante del manchado espejo que había sobre la fila de lavatorios de porcelana sucios de jabón, empezó a dar tajos en el aire con su antigua pericia.
No advirtió el grupo de maricas que guiado por un bailarín drogado de unos veintiocho años penetró en baño. Desde un círculo de ojos húmedos y risitas, no lejos de Sloifoiski, lo estudiaron. Cuando por fin los vio, al volver su cara al espejo, se enfureció. Blandiendo la espada y gritando el japonés "Jai... Jai..." simuló atacarlos.
Se dispersaron como gallinas, salvo el de veintiocho años. Se mantuvo firme peinándose su pajizo pelo rubio con tal intoxicante afeminamiento que enfureció a Sloifoiski, quien riendo nervioso abandonó el baño y la Estación Grand Central.
Cuando Sloifoiski se fue, el de veintiocho años, con remera ajustada y pantalones chinos, dejó de peinarse. En silencio, desplegó una anima del peine, y la convirtió en un transceptor. Mientras tanto, un perro enorme, un sabueso, salió trabajosamente por debajo de la puerta de uno de los baños. Había seguido la pista de Sloifoiski hasta allí, escondiéndose mientras él practicaba con la espada. El sabueso era el mismo que unas semanas atrás se subiera al pecho de Sloifoiski mientras éste dormía en la gran mansión. El perro recordaba su olor y lo recordaría por años.
Poco después la interferencia estática dejó de funcionar y el de veintiocho años pudo comunicarse. Le hablaba al peine en su palma, rápido y con entusiasmo. Sloifoiski hubiera reconocido esa voz chillona. La voz en la otra punta de la transmisión no le era conocida, aunque sabía su nombre.
El hombre era un repulsivo gigante de unos ciento cuarenta kilos. Estaba en el cuarto secreto a prueba de ruidos de la mansión. Lloraba. Tenía el pelo blanco, una cara infantil y los labios fruncidos. Alrededor de su estómago de piedra había una llanta de tractor mecanizada inflable al instante. La usaba a la vista como un monstruoso cinturón. Con ella, y con ese estómago inhumano de cincuenta kilos, podía atraer una persona y proyectarla con un ¡Yo—jo—jo! y un ¡boing! cinco o seis metros contra una pared y estrellarle el cerebro.
Rolo Bumaleaven, jefe de Kiss, lloraba porque no podía determinar, con la certeza que su temperamento anglosajón exigía, si Vladimir Sloifoiski era o no un contraespía de Thule. De allí que no pudiera saber si era necesario o no matarlo. Por eso, Rolo Bumaleaven, el ser frustrado de ciento cincuenta kilos con cara de bebé, lloraba.
CAPÍTULO CUARTO
«School For Sly Foxes»
El "vago" Spillburg era el más increíble de los agentes. Probablemente por ello fuera tan efectivo. Su cuerpo rechoncho y grasoso se combaba en las caderas. Tenía cara de torta, orejas circulares que se asomaban como medias lunas y ojos malhumorados como lentejuelas. De pelo ensortijado con gruesas líneas grises, dedos gordos y cortos y una sinusitis crónica. Había sido compositor de canciones desde los dieciséis años, y desde entonces había compuesto cientos o quizá miles de melodías, y a cada una de ellas, en un momento u otro las cantaba o tarareaba una y otra vez con su voz desafinada. Trabajaba para un agente teatral del centro. Su especialidad era el manejo legal de compositores y cantantes de cabaret. Casi todo su trabajo consistía en redactar contratos y documentos y podía hacerlos en su casa, en la fría soledad de su pobre habitación de dos por dos del bajo East Side.
Sin embarco, los lunes por la mañana aparecía alegre en la oficina. En un momento cualquiera, por lo general a la hora del café, presentaba a su jefe, un hombre riguroso y práctico con figura de fullback, una hoja de papel. La hoja, con su prolija escritura, era la canción que había compuesto la semana anterior. Invariablemente sería devuelta con un cortés: "Mmm, no está mal, nada mal", y Spillburg, callado, reanudaría sus deberes de oficina. Ninguna de las mil canciones que compuso fue publicada jamás.
Tenía poco o nada de talento musical e inconscientemente debía saberlo cuando comenzó seriamente su difícil embestida en Tin Pan Alley. Lo que significaba que Spillburg era uno de esos que nacen perdedores. Un hombre que prefería el anhelo y el dichoso desamparo del fracaso a las exigencias, regularidad y precisión que requiere el éxito. Que era, por instinto, un nihilista que destrozaba valores, consagrado al derrocamiento de los mandamás de este mundo. Esto explicaba el fuerte vínculo desarrollado a través de los años entre Spillburg y Kiss, una organización básicamente anárquica.
Era un lindo miércoles de marzo. Un brillante sol de mediodía poco común se derramaba por los vidrios blanqueados de las ventanas de su habitación. Eran las 12:05. Spillburg, despierto por el sol en la cara, echó un vistazo a la radio—reloj rosa sobre la mesa de café color malva y se dio cuenta que estaba retrasado. No para llegar a la oficina sino para cumplir con una cita. Sin afeitarse, se vistió torpe pero rápidamente con una llamativa camisa sport, pantalones escoceses apretados y zapatos de charol. Despreciando su sobretodo, salió como estaba de su cuartucho de la calle Nueve y corrió hacia la estación subterránea más cercana.
Luego de varias paradas bajó, caminó diez minutos a través del centro y se detuvo en la señal marcada precariamente en el poste indicador que decía calle Delancey. Dobló hacia la izquierda y caminó unos cien pasos sin tomarse el trabajo de mirar la numeración, ni tampoco de seguir la dirección de su olfato, que en este caso era infalible. Había recorrido este camino antes, miles de veces.
Se detuvo automáticamente en la galería de madera, fuera de la casa atorada con hielo derretido y langostas de mar medio hundidas que se movían débilmente. Atravesó la puerta abierta, ignorando el abrumador olor a pescado. Sin levantar la vista, tocó el vidrio exterior de un mostrador refrigerador lleno de pescado blanco.
Apareció el dueño, un español grande, con patillas rojizas y antebrazos peludos. Seleccionó un pescado sin vacilar, uno con la cola ligeramente torcida. Lo envolvió y se lo entregó. Casi mecánicamente Spillburg dejó unas monedas sobre el mostrador, alzó el paquete blanco en forma de torpedo y se fue. Ni el dueño ni el cliente encontraron necesario intercambiar una sola palabra durante esta transacción.
Veinticinco minutos después, habiendo recorrido el camino en sentido opuesto, estaba de vuelta en su departamento del East Side. Eran las 13:50. A las 14:45 tenía otra cita, tan importante como la que había tenido recién. No quedaba mucho tiempo. Abrió el paquete sobre la mesa de la cocina y sacó un gran cuchillo del armario apoyado sobre la mesada. Cortó la cabeza del pescado blanco, abrió longitudinalmente su cuerpo, descubriendo el esqueleto cargado de carne y le rebanó la cola.
Durante un minuto sus dedos cortos palparon el pescado, tan delicadamente como lo haría un ladrón de cajas fuertes. Al no encontrar lo que buscaba partió la cabeza en dos. Empezó a vaciar cada mitad con la punta del cuchillo. Entonces lo notó. El ojo izquierdo del pescado parecía un botón negro sobre la mesa. Su pupila dilatada era anormalmente grande, el doble de grande que la otra. Spillburg cambió el cuchillo por un punzón para romper hielo y la desorbitó delicadamente.
Tomó la pupila falsificada, que era una filmina enrollada, y la lavó bajo la canilla de la cocina. Al desplegarla, leyó el mensaje, borroso pero legible:
«Spillburg.
Esta noche debe terminar la Operación Amnesia, proporcionándonos las respuestas a:
1. ¿El número 1967 es un Rook?
2. ¿Aconseja el "retiro"?
3. Si la respuesta para las preguntas uno y dos es "NO", ¿qué valor para la organización le adjudica a sus supuestos poderes psicológicos?»
El número 1967 era, por supuesto, el nombre en clave dado por Kiss a Vladimir Sloifoiski. Lo idearon cuando lo vieron abrir el armario de la Estación Grand Central. "Retiro" era parte de la terminología interna de Kiss. Significaba liquidación, tortura o lavado de cerebro. O los tres. "Poderes psicológicos" se refería, por supuesto a la reciente reputación lograda por Sloifoiski de ser un singular explotador de las habilidades latentes en el hombre común.
Eran las 14. Spillburg estaba retrasado. Se quitó la ropa y volvió a vestirse muy rápido, de un modo más apropiado para su segunda cita, que mantenía todos los días de la semana, salvo los lunes, desde hacía casi dos meses.
Vestía traje azul de sarga espigada, camisa blanca abotonada y zapatos de gamuza. Una vez fuera caminó rápidamente hasta la esquina de la Avenida C y la calle Diez, tomó un ómnibus que atravesaba la ciudad y descendió cerca de Astor Place. Desde allí caminó dos cuadras, pasó la academia cuadrada y monótona que era la Universidad de Nueva York y se detuvo en el apretado monoblock para profesores que bordeaba University Place.
La pequeña puerta marrón con cortinillas rojas estaba entreabierta, lo que le evitó la molestia de llamar para anunciarse. Luego, subió dos sucios pisos por la escalera hasta el aula provisoria de la izquierda. El letrero en la placa de plástico, colgada en el vidrio del lado de afuera de la puerta cerrada decía: "School for Sly Foxes". Spillburg abrió la puerta algo tímidamente, ya que eran las 14:51 y llegaba seis minutos tarde, y entró en silencio. Sacó una de las sillas de metal que estaban al fondo del aula, la abrió, y se sentó en el lugar de costumbre. Éste era el último sitio en la punta al final de la fila, una posición ventajosa desde la cual, mirando a través de una fila de cráneos de distintos tamaños y formas, podía echar subrepticios vistazos al hombre parado al frente del aula.
El hombre, sin saco, con una simple camisa blanca, corbata negra y pantalones muy arrugados, era Vladimir Sloifoiski. El salón, con cuatro paredes peladas de yeso, enmollecidas por la humedad, con una ventana con vidrio veteado que daba al tortuoso tránsito de abajo, era en efecto, una escuela altamente especializada, y Spillburg era un estudiante inscripto.
Había empezado tres meses atrás el curso. Junto a otros inofensivos clasificados de la sección "ayúdese a sí mismo" en Mechanic Ilustrated, Ring y revistas eróticas, había aparecido calladamente la campaña de Sloifoiski; era un maquiavelismo psicológico estilo "hágalo usted mismo". La idea de llamarla "School for Sly Foxes" parecía una ironía. Pero los resultados no lo fueron. Cada semana los avisos aumentaban de tamaño.
Entonces, un día, el Daily News publicó un artículo sobre la escuela. En el término de tres cortas semanas, un alumno, empezando de la nada, logró un abrumador éxito en los negocios. Era un chofer de un camión de repartos generales de la General Motors. Súbitamente, — cómo diablos, nadie supo, ni siquiera el Daily News— fue ascendido a un puesto de 25.000 dólares al año como experto en relaciones públicas. El artículo se publicó acompañado de una fotografía de Sloifoiski en un aula llena de alumnos. Fue invitado a una charla, para revelar sus métodos de enseñanza en un programa de televisión nocturno. Lo hizo, y se lo invitó una vez más, convirtiéndose entonces en un personaje casi famoso.
Una semana después, la editorial Alfred Knopf anunció la compra de los derechos de la primera novela de un estudiante polaco de Brooklyn. El libro, una obra psicológica que rezumaba morbosidad, subyugó al equipo editorial de Knopf. Adelantándose a la publicación, comenzaron a batir los tambores de la publicidad para el libro. Es innecesario decir que el autor de Brooklin era miembro de la "School for Sly Foxes". Sloifoiski saltó de golpe a la fama.
De los miles de aspirantes que afluyeron para ingresar sólo treinta fueron aceptados. Spillburg no pudo entender por qué. Estaba muy agradecido por ser uno de los treinta. Dos meses atrás Kiss lo había designado para que se infiltrara en la escuela. Así lo hizo con sorprendente facilidad. Su trabajo era investigar sobre la idoneidad de Sloifoiski y verificar si la legitimidad de su escuela era un pretexto para su talento psicológico, de fundamental utilidad, o no, para Kiss.
Durante casi seis semanas fue un estudiante observador, aunque poco notable. Sin duda estaba encantado.
En contra de su opinión estaba bastante convencido. No podía evitarlo. El hombre tenía un encanto especial. De él parecía aflorar un cierto toque de intriga maligna. Se encontró preguntándose cómo sería realmente Sloifoiski. En cuanto creía tenerlo apresado totalmente se presentaba una contradicción. Eso era... contradicción. El hombre era un sinfín de contradicciones. Era sin duda un ruso... Vladimir Sloifoiski. ¿Acaso no eran los rusos semiorientales, por lo tanto, inescrutables? Pero no. Éste era demasiado concreto, y muy sólido en sus emociones para ser un oriental. Además, su mente tenía una capacidad analítica brutal que era decididamente occidental. ¿Qué era entonces? Spillburg no lo sabía. Pero Sloifoiski encerraba demasiados enigmas, mucha brillantez y profundidad para no ser otra cosa que un producto genuino. ¿No eran acaso los espías más que tipos pulidos pero superficiales?
Así pensaba Spillburg, aunque él personalmente podía ser una excepción. Se inclinó un poco en su silla. El trabajo mental de detective que había realizado durante los últimos cinco minutos había ocultado que sus senos nasales estaban inflamados.
Se tiró de la nariz con sus cortos dedos Miró. a sus veintinueve compañeros. A diferencia de él, estaban todos perfectamente sanos. También, a diferencia de él, todos eran unos genuinos imbéciles. Mercachifles, carniceros, estibadores, analfabetos. Uno de ellos, Carlos Gardini, se ganaba increíblemente la vida tocando el violín en los patios de las casas de departamentos del Bronx. Las amas de casa, en su mayoría judías, le arrojaban dinero por la ventana.
¿Por qué estaba Carlos aquí? ¿Qué cualidades especiales tenía él que miles de aspirantes rechazados no tenían? Ninguna que Spillburg pudiera ver: No tenía sentido. Pero entonces nada de lo que Sloifoiski hacía tenía sentido. Especialmente sus clases. Eran totalmente impredecibles y siempre diferentes. Aún así, cuando él afirmaba algo, uno estaba seguro de que era cierto, que no podía ser de otra manera. No había, reglas ni se fundamentaban principios. Ninguna estadística, ni diagramas, ni símbolos oníricos freudianos, ni arquetipos junguianos, ni manchas de Rorschach. Sin embargo todo parecía coherente, unido por una lógica intuitiva.
La metodología era fantástica. Un día Carlos Gardini se sentó frente a la clase, y revivió historias de su infancia gitana. Cuando terminó Sloifoiski dijo: "¿Entienden lo que quiero decir?". Lo gracioso era que todos en la clase entendíamos lo que quiso decir, aunque nadie pudiera decir qué o por qué. Otro día Sloifoiski leyó El sueño de un hombre ridículo, de Dostoievski, y contó anécdotas sobre el juego masoquista del autor, y habló de cómo Dostoievski persiguió mujeres indiferentes por toda Europa. Había un punto unificador para eso, pero él no lo recordaba.
Spillburg inclinó la silla hacia adelante y achicó los ojos para ver mejor a Vladimir Sloifoiski. Sus reflexiones lo intrigaron más aún, quizá por eso no había notado la mesa de juego plegadiza ubicada frente a la clase.
Sobre ella, casi en forma de pirámide, estaban apilados prolijamente pergaminos atados con cintas. Lo había olvidado. Era el día de graduación, un típico toque humorístico de Sloifoiski.
¿Lo estaba mirando a él mientras señalaba el primer diploma? Spillburg no podía darse cuenta. No por los ojos de Sloifoiski. Eran los de un ruso. Su mirada era firme y segura, con audacia tártara. No parecía enfocar una cosa determinada, más bien parecía abarcarlo todo en múltiples direcciones a la vez.
Frente a la clase, Vladimir Sloifoiski levantó ceremoniosamente el primer pergamino, luego se detuvo para unificar sus pensamientos. Vio que Spillburg lo miraba fijamente. ¿Había aprendido algo? No, este era el último día, Spillburg sólo cumplía con su trabajo. Sospechó que era un espía pocos minutos después de la primera entrevista. Tres días más tarde estaba seguro, intuitivamente. Era difícil explicar verbalmente los motivos. Pero se dio cuenta de que el representante de Kiss, que seguro vendría (de hecho para él había creado la escuela) sería uno de estos tres hombres: o el señor Normal, un hombre sin cara que podía aceitar su camino hacia cualquier canal social; o el Intelectual, de alto coeficiente de inteligencia, asexuado, tipo agente de la CIA, cuyo secreto impulso era la sed de poder; o el Perdedor Nato, un revolucionario enloquecido por deseos de venganza, y sed de anarquía. Evidentemente Spillburg pertenecía a la última clase. Lo determinó entre un cúmulo de deducciones psicológicas secretas.
No importaba lo que pensara de Spillburg. Importaba lo contrario. Si esperaba engañar a Kiss, tenía que despistar a Spillburg. Estaba seguro de que lo había logrado. Se sentía satisfecho que fuera el último día, de que Spillburg tuviera que entregar su informe, y que pudiera dejar de actuar. Aunque había sido divertido. Miró afectuosamente a su clase, estibadores, estúpidos, violinistas gitanos, atorrantes.
Bien. Los eligió de ese modo. Su plan fue simple y diabólico. Era un juez sagaz de la naturaleza humana. Podía clasificar a los hombres como otros podían clasificar caballos de carrera. Tal vez encontrara un hombre, no, dos hombres, cada uno de ellos con insospechado talento. Cultivaría ese talento hasta la espectacularidad. Entrevistaría cientos, miles de aspirantes hasta encontrar esos dos hombres. Entonces incluiría a esos dos bien dotados en una clase colmada de deficientes. Crearía la falsa ilusión de que esos dos eran como los otros. Sin duda su hazaña resultaría milagrosa, y así fue. Ahora, en agradecimiento, Sloifoiski guiñó un ojo a sus dos alumnos estrella, sentados en el medio, uno junto al otro, en la primera fila. Nigel Thuse y Jack Wells contestaron con otro guiño.
Con Nigel fue fácil. El calvo estudiante polaco estaba cursando su doctorado en inglés en la Universidad de Brooklyn. Era un neurótico grotesco que parecía un bufón social, pero secretamente era un colosal talento literario. Escribió una obra autobiográfica llamada Apuntes de un lunático moderno detallando su vida de desdichas masoquistas. Todo lo que Sloifoiski tenía que hacer era preparar un organigrama del libro sobre bases comerciales, puliéndolo aquí y allá con toques brillantes de falso simbolismo. Lo llevó personalmente a un agente que conocía desde hacía años. Quedó encantado y lo mismo ocurrió con Knopf. Nigel ya estaba en buen camino.
Jack Wells, el chofer de un camión de repartos generales, era un caso muy diferente. No tenía para nada la brillantez de Thuse y su mente estaba a la par del curso. Era, en cambio, lo que se llama un ave de rapiña, una criatura de formidables instintos primitivos. También era, casi con toda seguridad, uno de los hombres mejor parecidos del mundo, con su extravagante melena pelirroja, sus magníficos rasgos armónicos y una salvaje y primitiva cordialidad. Todo lo que Wells necesitaba, razonaba Sloifoiski, era conocer a la adecuada heredera hastiada, con ganas de casarse con un adecuado hombre de fuste social.
Adeline Angoff era esa necesaria heredera hastiada. Sloifoiski la eligió en el registro social. Toda su actividad se reducía a los bailes elitistas del Waldorf Astoria. Wells se entrenó como un atleta olímpico, irrumpió en esos bailes y también en la vida de Adeline.
Sólo era cuestión de tiempo, de tiempo en la cama, antes de que se hiciera un cómodo lugar en las relaciones mundanas.
Ya era la hora del discurso de despedida. Se estiró hasta alcanzar sus casi metro ochenta. Tragó saliva. Había preparado un discurso elocuente, lleno de máximas a las que se había aficionado, escritas en un estilo que parecía venir del Raskolnokov de Dostoievski. ¡Tanto mejor! Inquietaría a Spillburg.
—Caballeros, no olviden, que lo que hicieron Nigel Thuse y Jack Wells, pueden hacerlo también ustedes. Ellos eran sólo gente común, como ustedes, y ahora tienen seguridad en sí mismos gracias a la "School for Sly Foxes".
"En suma, recuerden esto... en el reino de la psicología los detalles son inútiles. Es el cuadro en su totalidad lo que cuenta. Sólo la gente estúpida se maneja con los hechos; la gente inteligente les pone color. Por lo tanto, nunca mientan, sólo conduzcan. La persuasión representa los nueve décimos de la certeza. Admitan siempre las críticas secretas que la gente haga sobre ustedes, si son justas... de antemano. La mejor manera de controlar a la gente es halagándola. Hay una defensa contra cualquier argumento: la indiferencia, porque cualquier argumento no es indiferente. Es imposible comprender a la gente a la que se odia. Por otro lado es imposible que nos guste alguien a quien entendemos. Si hablan de sus defectos con arrogancia, estos decrecerán a los ojos de los demás. Si quieren que alguien se confiese, ustedes deben confesarse antes.
"Para concluir grábense esto: la psicología es un arma y, de la misma manera que con cualquier otra arma, se necesita buena puntería para dar en el blanco, y una buena puntería exige un ojo crítico sereno. Buena suerte."
Una voz terminado el discurso, Sloifoiski les dio la mano a todos. Distribuyó uno a uno los certificados a los graduados. Al final apareció Spillburg con una enigmática sonrisa.
—Espero que lo haya pasado bien con nosotros, todo este tiempo, Spillburg. — Sloifoiski sonrió espontáneamente.
—Créame que sí. Nos veremos el próximo semestre.
Pero Spillburg no sonreía. Con mirada enojada tiró de su nariz con sus gruesos dedos que parecían caños. Luego, advirtiendo la torpeza de su gesto, giró bruscamente sobre sus talones y enfiló hacia la puerta. Ya en el pasillo lo esperaba tensa una repulsiva mujer de ojos brillantes. Cuando Spillburg se le acercó, su sinusitis, que lo había estado torturando durante los últimos diez minutos, se tornó insoportable. Durante dos meses se convenció cada vez más que Sloifoiski era auténtico. Pero ahora, furioso porque estaba físicamente disminuido, dejó pasar por su mente un pensamiento maligno.
"—¿Qué perdería si lo liquido aunque no sea un espía? Nada. ¿Qué ganaría si dijera que lo eximieran? Arriesgar a que más tarde probara su culpabilidad."
—Sí, creo que debe ser sacado de circulación —informó Spillburg en la oreja rosada de la mujer de ojos brillantes.
Entonces, obedeciendo de una forma alucinante y casi demasiado femenina, la mujer se dirigió a Sloifoiski.
CAPÍTULO QUINTO
El asesino
—Tócala otra vez, Sam.
La figura estaba apoyada en el piano de cabaret barato montado en un fantasmal sótano alumbrado por velas. Subrepticiamente recorrió en puntas de pie la curiosa fila de fotografías clavadas con tachuelas: W. C. Fields, Marlon Brando, Peter Lorre, Ingrid Bergman. La figura se paró con las manos en las caderas, delante del último retrato, magnífico y espiritual. Con un gesto estudiado, levantaba escrupulosamente hacia atrás y hacia la derecha la cabeza. Luego los labios finos sobre unos desparejos dientes hereditarios, semejando aquellos de la belleza sueca, hicieron una mueca. En la atractiva garganta, ligeramente alargada, se oyó un carraspeo preparatorio, como el encendido de un pequeño motor siniestro.
—Rick querido.
Era la voz con acento extranjero de Ingrid Bergman. Había sido misteriosamente imitada. Le hablaba a la primera voz, la de Humphrey Bogart. Ésa, también había sido imitada, con igual misterio.
Pero esto no era nada nuevo para Phillip Sterling Atio, el único hijo de Francis Wellington Atio, un ministro anglicano de Nueva York, aparentemente serio. En el inmenso sótano, alumbrado por velas, de la casa de dos pisos, oculto detrás de un seto de ligustrina y un cerco de púas, Phillip volvía a representar cien viñetas del cine. Cuando se le antojaba, era Marlon Brando gritando "¡Stella!", en Un tranvía llamado deseo, W. C. Fields gruñendo, "¿Quién oyó que se pueda estropear un sombrero de paja por sentarse encima de él?"; Brian Donlevy en Beau Geste, sentenciando "Te dieron seis balas en la barriga"; o Lon Chaney, como el monstruo de Frankenstein, murmurándole al violinista ciego, "Usted... mi amigo".
En ese momento, 1957, Phillip no había cumplido aún dieciséis años. Pero podía imitar a cada uno de ellos, hombre o mujer, sin dificultad. Desde la voz y expresión facial hasta la expresión gestual del más pequeño movimiento de la mano; podía conseguir esto porque era —instintivamente— un mimo extraordinario. Con cerrar los ojos, simplemente, podía generar en su cerebro la modulación y el tono exactos de una voz humana en especial. Concentraba sin dificultad imágenes visuales mentales, a pesar de no ser un esquizofrénico, de una cara familiar y la visualizaba como en la pantalla de un cine.
Pero lo más significativo era que Phillip Atio se había refugiado en su mundo imaginario secreto porque algo lo había arrastrado hasta allí. Cuando tenía catorce años le pasó algo, algo que le pasa generalmente a un muchacho de cada veinte.
En alguna parte Gide escribió sobre eso... ese relámpago alucinante de la pubertad que le anuncia de golpe a un niño que para siempre será diferente a todos los demás: que es un homosexual. Phillip Atio con catorce años, vagó por todo Broadway. Sus talones golpeaban alegremente en la vereda. Luego de ver a Bette Davis en Servidumbre Humana, estuvo practicando más de media hora sus inquietantes ademanes de hija de puta. Sobre él, la media esfera de un sol poniente parecía una gran llama. Phillip, el amante de las llamas, que inició muchos fuegos secretos desde que tenía cinco años, se excitó. Puso mayor energía en sus imitaciones de Bette Davis. Al pasar frente a una banda de muchachones que estaban haraganeando delante de la farmacia de la calle Cuarenta y Dos, escuchó de alguien el malévolo murmullo de "nenita". Phillip miró adelante y detrás de él, a su izquierda y a su derecha. No podía imaginar a quién se referían con un término cuyo significado entendió con un latente sexto sentido.
Una cuadra más adelante se dio cuenta de que hablaban de él. Vio su reflejo en una vidriera de cristal espejado. Vio, por primera vez, cómo sus caderas, piernas y torso imitaban la gracia cimbreante de una mujer. Pero descubrió algo más aterrador: comprendió que internamente era una mujer. Alguien, que hasta el día en que muriera, no sentiría atracción por un miembro del sexo opuesto, y que, por lo tanto, estaría marginado en forma permanente de la corriente principal de la sociedad norteamericana.
Después de eso Phillip nunca más jugó demasiado con los otros chicos.
Día tras día faltaba al colegio. Se retiraba primero a su habitación y luego al sótano. Para ahogar sus penas escuchaba jazz de Nueva Orleans en su equipo estéreofónico o lo ejecutaba durante horas en su costosa batería de tres piezas. Tenía talento como baterista.
Se descubrió narcisista, y a veces pasaba tardes enteras contemplando su imagen pálida y desnuda en el espejo de la cómoda. Parado inmóvil frente al espejo estudiaba la figura de alambre y sin músculos por la que aparentaba medir más o menos un metro sesenta. Estaba satisfecho de su piel tersa casi rosada y con su expresión antipática, ceñuda y dura. El rasgo más notable de su apariencia... siempre confirmada al final de cada evaluación ante el espejo... eran sus ojos. Grandes, fijos, verde grisáceos. En general estaban separados de lo que estaban mirando, pero en un momento de incitación o minúscula frustración, se convertían en puntas de alfiler de furia asesina. En los amarillentos archivos de homicidios del distrito de policía del Greenwich Village, el nombre Phillip Sterling Atio, Phil Atio, estaba en letras rojas. Era un asesino de policías prófugo. El archivo registraba un horrible accidente alrededor de 1958, como causa probable del desvarío de Phillip. El accidente, un gran incendio en una casa de dos pisos en Nueva York, nunca explicado satisfactoriamente por las autoridades.
Sucedió así:
Phillip, de dieciséis años, se metió sin que lo vieran en el sótano. Era una costumbre constante, que se había agudizado en los últimos seis meses. Ese día, especialmente, estaba muy excitado. Horas antes había visto un clásico del cine, Luz de gas. Solo, en el sótano, apagó las luces, encendió las velas, se quitó la ropa, y se puso una peluca y un portaligas. Estaba ansioso por representar la gran escena en la que Ingrid Bergman le hacía frente a Charles Boyer, el drogadicto que trataba de enloquecerla. Finalmente estuvo preparado.
—Lo siento. Paula. Ojalá todo hubiera sido distinto —alegó la voz de Charles Boyer, perfectamente imitada—. Pero Paula, comprenderás, toda mi vida he deseado esas joyas.
—Te van a llevar a prisión y te van a encerrar. ¿Oyes? — gritó la voz histéricamente excitada de Ingrid Bergman—. Y cuando te vayas me voy a matar de risa.
La última línea terminó la famosa escena por la que Ingrid Bergman fue postulada para el premio de la Academia. Phillip, con la aptitud dramática apropiada estiró su brazo derecho en un gesto de majestuosidad femenina típicamente sueca. Inadvertidamente, golpeó una vela de la biblioteca que cayó contra las cortinas de lana que colgaban sobre la ventana del sótano. En segundos, éstas se convirtieron en una llamarada, encendiendo a su vez la larga fila de retratos de cine colgados en lo alto. Frente a la puerta del sótano había un armario de madera lleno de disfraces para teatro. Cuando el armario estalló en llamas, se cerró la única salida para Phillip. Las dos ventanas, rodeadas de fuego, eran inalcanzables. Con pánico, se puso una campera de cuero especial para motocicleta tipo Marlon Brando y embistió la puerta. La manija de la puerta era una blanca bola de metal caliente. Cuando pudo moverla, su campera era una gran llama. Se liberó de ella justo antes de ahogarse con el humo. El bombero que lo encontró unos minutos después, vomitó cuando vio ese brazo derecho como un palillo de tambor, hediondo y carbonizado, tendido a lo largo del umbral de la puerta devorada por el fuego.
Lo llevaron al hospital Bellevue. Seis horas después se vieron obligados a amputarle el brazo derecho hasta el hombro. Las horribles quemaduras de tercer grado en las piernas, cuerpo y cara, necesitarían meses de transplantes de piel y dolorosos injertos.
Después de treinta y cinco operaciones y catorce meses en el hospital, no habían podido salvarle las orejas, las que finalmente le fueron amputadas. La neurocirugía moderna, pudo, de todos modos, restaurar sus dañados nervios auditivos como para que pudiera oír. A la cara de Phillip, excepto el pelo, se le devolvió su identidad original. Nada pudo hacerse por las piernas y la parte superior de su cuerpo, cubiertas por costurones arrugados de tejidos cicatrizados.
Durante esos catorce meses de dolor intolerable, Phillip no dijo una palabra. Pero el que vió sus ojos, centelleantes dardos de furia homicida, jamás pudo olvidarlos.
Cuando Phillip salió, tuvo que permanecer en convalecencia durante un año en su casa. Su padre, para animarlo, le regaló tres mil dólares. Phillip quería un brazo artificial, no los garfios comunes, quería algo que pareciera vivo, extravagante y perverso. Con parte de su dinero compró un brazo de plástico pintado, con la apariencia y la flexibilidad de uno verdadero. Luego, recordando una película de Alan Ladd sobre los lanzallamas de la segunda guerra mundial, tuvo una idea siniestra. ¿Por qué no comprar los productos químicos necesarios para producir napalm, conseguir un cilindro y un mecanismo de ignición? ¿En resumen, construir un brazo lanzallamas?
Phillip no era un científico, pero su imaginación era desbordante. En un año, pidiendo el equipo necesario de un catálogo de Sears Roebuck, lo hizo. Costó sus tres mil dólares. Valió la pena. Sentado en la cama, erguido, con un tirón de su hombro podía activar una batería para que una sección redonda de metal se abriera en su palma derecha. Podía apuntar su brazo como un arma, y arrojar desde el cilindro de napalm abierto un chorro de jalea abrasadora.
Tenía diecinueve años. Decidió seguir su inclinación erótica. Un día su padre, pastor anglicano, extrañamente suspicaz, lo sorprendió mientras estaba ocupado en un acto abominable con un cadete de reparto japonés.
Inmediatamente Francis Wellington Atio, que despreciaba a su hijo inválido, y que no funcionaba bien con su propio sexo, desheredó a Phillip.
Phillip sin oficio y fuera del colegio desde los catorce, quería borrar el recuerdo de su penosa niñez. De modo que abandonó su casa. Durante varios meses, mendigó para vivir. Luego, el libro de Kenneth Marlow Yo fui un travesti, le dio la idea. Ya era uno de los imitadores de mujeres más talentosos del mundo. ¿Por qué no hacerlo por dinero? ¿Ser un profesional?
En los refinados lugares nocturnos del Greenwich Village, Phil "Ingrid Bergman" Atio causó fuerte impresión. Su éxito, de todas maneras, lo dejó insensible. ¿Había soportado tanto dolor cuando niño y se habían burlado tanto de él sólo para ganar un sucio dólar? Debía devolver el dolor que le habían provocado. Debía hacer que otros sufrieran tan exquisitamente como él, el martirio que Juana de Arco había sufrido.
Una mañana temprano mientras miraba como el vago Bowery limpiaba el parabrisas de su volkswagen, Phillip tuvo un impulso incontrolable. Lentamente, la sección de metal se corrió hasta abrirse en su palma. En el momento justo, cuando el vago agachó la cabeza para preguntar por el dinero, Phillip disparó su chorro de jalea ardiente.
Después de eso Phil Atio se sintió bien.
Se sintió mejor aún una semana después en el Chi Chi Club, cuando Mario "La llave inglesa" Fregosi sintió una sorprendente atracción física por Phillip. Mario, un extranjero importado de la Unión Siciliana, era un conocido pistolero a sueldo. Los meses siguientes a esta extraña asociación fueron para Phillip los más felices de toda su vida. Durante ese tiempo se movió, erótica y emocionalmente, más cerca de lo que jamás estuvo del oscuro mundo de la violencia homicida.
La luna de miel duró poco. Terminó a las 18:50 en un cuarto barato del hotel Times Square, cuando dos detectives rompieron la puerta y mataron a Fregosi mientras dormía. Seis semanas antes, en un tiroteo, Fregosi había matado un policía. Ahora era su turno. Phillip, que se estaba cepillando los dientes en el baño, gritó, tembló y se enojó alternativamente. Unos segundos después que Fregosi fuese muerto, un detective, con el arma en la mano, entró en el baño. Otro detective fue al pasillo para avisar telefónicamente al capitán sobre la muerte.
El detective se metió desdeñosamente el revólver debajo del cinturón cuando vio a Atio.
—¡Eh!, ¡puto de mierda! — siseó el detective, un pequeñito irlandés canoso.
Los ojos de Atio se transformaron en furia homicida. ¿Había sufrido tanto, había ido tan lejos, para ser despreciado de esa manera? La respuesta del cilindro de napalm abierto llegó repentinamente, una jalea ardiente, como en una pesadilla, se pegó a la cara del irlandés. El policía buscó a tientas las canillas de la ducha, tratando desesperadamente de mojarse la cara desfigurada y ardiente y cayó en sus brazos. Recibió otro chorro de jalea.
Atio, el asesino de policías, corrió como un maniático bajando la escalera trasera del hotel. Bajo su brazo izquierdo llevaba el paquete marrón que estaba escondido en el baño, debajo de la pileta. En el paquete había un cuarto de millón de dólares en heroína del Medio Oriente que Mario debía entregar a un contacto de Nueva York.
En un cementerio de autos de mala fama que servía de aguantadero a las posibles víctimas de la mafia, Rolo Bumaleaven recibió el paquete y le agradeció a Atio. A la derecha de Rolo, Jack su custodio, vigilaba. Parado frente a estos dos estaba Luigi Fregosi, el hermano importante de Mario, Tío de la Cosa Nostra.
Atio, de algún modo, con su "intuición femenina", sospechó la traición que Bumaleaven estaba por cometer. Pero nadie, ni siquiera Atio, podía adivinar el arma con que traicionaría al cómplice. Atio con un hormigueo de excitación, miraba hipnotizado, mientras Rolo, con una ancha sonrisa de sarcasmo se acercaba a Luigi.
Rolo extendió la mano como para cerrar el trato, cuando sucedió. Como por arte de magia el estómago de Rolo se infló bajo la camisa. Golpeó con fuerza en forma desagradable el estómago y los costados de Luigi. Rolo empezó a reír como un demente. Entonces, súbitamente, contrayendo y expandiendo su estómago, lanzó al caudillo de la mafia, tres metros por el aire a través de la puerta del garaje, aplastándolo sobre el corralón sembrado de cascotes iluminado por la luna.
Atio sabía que Bumaleaven estaba loco y que era un maniático. No importaba. Lo que había visto le pareció fantástico. En su vida nunca había presenciado nada semejante a la espléndida violencia de esta hazaña y a este hombre. Atio decidió que haría cualquier cosa, daría cualquier cosa por pasar el resto de su vida trabajando para Rolo Bumaleaven.
Esa noche, la noche de septiembre de 1964, hicieron un pacto. Atio, el asesino de policías, se convirtió sin nada que perder, en el asesino a sueldo de "la Rueda". En los cuatro años siguientes cometió algunos de los asesinatos más fantásticos y desconcertantes en la historia del crimen. La mayor parte del dinero que se le pagaba lo usaba para perfeccionar el arsenal ambulante de muerte que era Phillip Atio. Por ejemplo, un mecanismo a batería permitía que su mano derecha se separara del antebrazo para estrangular una garganta humana, orejas de plástico —de apariencia natural— que podían quitarse, se arrojaban y estallaban como bombas.
En la mañana del 6 de mayo de 1967, Rolo descubrió que Atio era un asesino simpático. Lo citó en su cuarto a prueba de ruidos en su mansión de Central Park. Rolo le relató a Atio, de manera breve, la graduación en la School for Sly Foxes, programada para esa tarde.
—Quizá tenga que pasar a retiro al reptil que dirige la escuela —dijo Rolo mientras acariciaba su panza con reflexión homicida—. Spillburg es tu contacto. Él te avisará. Si tuviera que hacerse, ¿crees poder arreglártelas?
—Seguro, querido —sonrió Atio satisfecho.
Doce horas después, Phillip, caracterizado como Shirley McDougal, una periodista del New York Times, apoyaba su preciosa cara en el hombro cada vez más incómodo de Sloifoiski. El taxi avanzó rápidamente y ya estaban a pocas cuadras del edificio de las Naciones Unidas.
Para llevar a Sloifoiski hasta su escondite en las Naciones Unidas, Atio, supuesta Shirley McDougal, le hizo una proposición.
Hasta cierto punto resultó. Pero Sloifoiski, desconfiado por naturaleza, hasta de lo que ignoraba, en realidad sólo estaba siguiéndole el juego.
En su amplio departamento de las Naciones Unidas, que era una guarida conseguida por Rolo para él, Atio, terriblemente excitado, abrió sus brazos de repente.
—¿Qué te parece un poco de acción? — La tierna voz de Phil, sonaba asombrosamente femenina.
—Vete al diablo, Shirley.
—¿Qué? — Atio no lo podía creer y estaba decepcionado.
—Primero quiero saber qué es lo que pasa. — Sloifoiski se decidió. No tenía nada de confianza en Shirley.
Atio, al darse cuenta de que esa parte del plan se había frustrado, se quitó la máscara.
—Está bien, pero no me llames Shirley, estúpido ruso hijo de puta.
—¿Por qué no? — Sloifoiski sintió que perdía el ánimo.
—Porque no soy una Shirley. No soy una mujer. Soy un hombre. — Atio se quitó de un tirón el falso sostén de espuma de goma.
Sloifoiski se ruborizó.
—¿Ahora reconoces a tu vieja abuelita, Chester? — dijo Phillip tiernamente, como en una pesadilla, con su conocida voz de vieja. Mientras hablaba se quitó la peluca dejando al descubierto un cráneo pelado y brillante.
—¡No dé un paso más! — Sloifoiski se dirigió automáticamente hacia la puerta.
Phillip se quitó una oreja falsa y la apretó en su puño izquierdo. Al quitársela empezó a sonar. Atio, para aterrorizar a su víctima, la lanzó súbitamente a través de la sala, hacia la chimenea de piedra.
Fue una explosión espectacular.
—¡Siéntese en la silla o le vuelo esa cara de mierda!
Sloifoiski, aturdido, se hundió en una silla cercana.
—Adelante, puede fumar un cigarrillo antes de que lo liquide.
Phillip hizo un ademán hacia la cigarrera metálica que tenía Sloifoiski a su derecha.
Este tomó uno, obedientemente. Pero antes que pudiera encenderlo, Atio disparó un delicado chorro de jalea y encendió el cigarrillo sin dificultad.
CAPÍTULO SEXTO
Vacaciones enRoma
Durante un largo, agonizante minuto, Sloifoiski permaneció sentado en silencio fumando un cigarrillo. En su oído sonaba el fuerte tic—tac de un reloj de pie, una exquisita antigüedad, que estaba junto a la chimenea. No podía pensar, ni planificar, ni tejer una idea. Sólo miraba fijamente el brazo derecho de su raptor. Estaba impresionado.
Quizá para aumentar su estado de terror, Atio, jactándose, empezó a quitarse la ropa. Se quitó una parte y luego otra, de su disfraz femenino. Por último, salvo por un par de calzoncillos de rayón estirados, quedó desnudo; con sus brazos extendidos como una modelo en un desfile de modas, hizo girar lentamente su arrugado cuerpo rosado. Empezó a reírse.
Afortunadamente la exhibición duró poco. Con el cambiante humor de los invertidos, Atio, súbitamente, se puso muy serio. Echó un vistazo al reloj de péndulo. Adoptó la apariencia preocupada de un hombre con negocios sin realizar, y con un asombroso estallido de agilidad, empezó a vestirse. Esta vez, Sloifoiski observó que cambiaba de sexo como de ropa.
Atio era ahora un hombre. Llevaba un peluquín, corbata oscura a rayas, un traje hecho por un sastre de Londres, portafolios marrón y elegantes zapatos haciendo juego. En su nuevo disfraz, caminando en diagonal a través de la alfombra de la sala, se detuvo a un metro de Sloifoiski. En un panel situado detrás de la cabeza de éste, se veía dibujado un gran blanco circular. Atio levantó su brazo derecho y sin necesidad de mirar, su dedo índice mecánico apretó el centro negro, que en realidad era un botón. De las entrañas de la pared brotó un zumbido. Entonces se corrieron dos tabiques, que se metieron en unos huecos disimulados.
Se descubrió un cristal espejo en la faz que daba sobre el pasillo del edificio de las Naciones Unidas. Sloifoiski giró su cabeza en derredor. Vio una decoración en mármol, cajas de ascensores alargadas y ventanas inmensas de cristal espejado. Una delegación boliviana, que conversaba animadamente mientras avanzaba el suelo alfombrado, entró en su campo visual, estaba encabezada por un hombre casi calvo, de cara roja, cuyo corto bigote pelirrojo se sacudía alegremente al compás de sus erráticas ambiciones políticas. Aquí y allá, con intervalos regulares, turistas vestidos de manera estridente quedaban extasiados en adoración a esa octava maravilla que era el lugar. En medio de la sala había un gran escritorio de informes, como un trono de utilería. Detrás estaba la señorita que daba informes, con la piel esmaltada y los labios rojos, derrochando amabilidades.
Lentamente, el cerebro de Sloifoiski emergió de su confusión. Phillip Atio había personificado a la abuelita Symington, lo que significaba que Phillip Atio era el agente de Rolo Bumaleaven. Pero Atio, por la demostración del cristal espejo, era más que un asesino. Era, además, un espía político. Por lo tanto también lo era Rolo Bumaleaven. Aún así, los antecedentes de Rolo sólo indicaban que era un gángster de sindicato, homicida y demente.
Las conjeturas de Sloifoiski fueron interrumpidas. Atio le estaba señalando, con la palanca de su brazo derecho, el escritorio gris arratonado que estaba frente a la chimenea arqueada. Sacó del cajón de arriba un par de esposas. Con la velocidad y la rudeza de un profesional, las manos de Sloifoiski fueron aseguradas a su espalda con las pulseras de acero.
—Vamos, cariño. Tengo que engordarte antes de matarte.
Fue conducido a un cuarto pequeño entre el vestíbulo y el dormitorio. El cuarto, de paredes blancas y sin alfombras, tenía un elevador privado secreto, que no llegaba al piso del pasillo inferior.
A lo largo de unos setenta metros, a través de la claraboya del techo, Sloifoiski observaba los cables llenos de grasa que se movían por unas poleas ruidosas que nadie conocía, excepto Phillip Atio.
Salieron a una oscuridad casi perfecta. Atio descolgó una linterna de un gancho del ascensor para alumbrar el recorrido a lo largo del retorcido camino de tierra. Caminaron unos treinta metros, y se detuvieron. La linterna de Atio, que se movía pendularmente hacia la izquierda alumbró una poderosa puerta de metal. La puerta, con fuertes remaches, estaba sostenida por un pesado marco de acero para resistir la presión subterránea. Atio, al levantar su rodilla a una altura exacta, interrumpió un circuito de ojos electrónicos. La puerta se deslizó. Empujó a Sloifoiski delante de él, lo metió en el cuarto y simultáneamente prendió una luz.
El cuarto era un rectángulo grande, de diez por doce metros. Tanto los pisos como las paredes estaban hechos de planchas metálicas. Capas externas de concreto reforzaban la totalidad del compartimiento. Ningún detalle decorativo. En lo alto de una pequeña cadena plateada colgaba una luz solitaria y brillante. En el medio del cuarto había una mesa ovalada con tapa de mármol, gruesa y muy pesada. La mesa sostenía una esfera blanca, que se elevaba a un metro desde la base de metal con forma de herradura. En la base se veían varios aparatos de sintonización y detalles mecánicos. La esfera blanca sostenía el conocido tubo de rayos catódicos de un aparato de televisión. Los extremos de los alambres de la herradura de metal estaban conectados a un complicado equipo electrónico, consolas enfiladas a lo largo del lado opuesto del cuarto.
Era obvio que la esfera blanca era quizás el único y más poderoso globo televisivo del mundo.
—Lo llamamos explorasfera —sonrió Atio estúpidamente, luego movió un dial para sintonizarla.
Una enfermiza luz violeta comenzó a brillar en el centro de la explorasfera. En segundos se puso rígida, como un rayo láser. Phillip Atio, misteriosamente extasiado por lo que estaba ocurriendo, o estaba por ocurrir, se encorvó hacia el globo hasta casi llegar a besar la pantalla. Los vivaces ojos verdes se movían rápidamente recorriendo la faz de vidrio de la esfera.
La explorasfera, ahora brillante de luz, empezó a zumbar. Emitió un halo de luz caleidoscópica, tornando borroso el perímetro del globo. Sloifoiski pestañeó. Luego, como si el rayo del gran ojo se desviara de un mundo moderno hasta uno antiguo, apareció claramente una escena de una época pasada.
En una llanura arenosa y empapada de sol, estaban en perfecta atención unos mil ilotas romanos con armas en la cintura. A los pies de cada uno había un equipo para respirar bajo el agua, anteojeras, accesorios en forma de aletas para pies y manos, una toga doblada y una caja de cosméticos, abierta. Al final de estos esclavos agrupados, un hombre musculoso con uniforme militar y una horrible cara de piedra, se ubicó como el comandante de una legión. Curiosamente, en el globo, parecía tener la vista fija en Phillip Atio.
—Bueno, Vladimir, ¿sabes lo que es esto? — Atio se balanceaba en su silla dando la espalda a la explorasfera. Tenía su cara de muñeca ahuecada entre las dos manos, como si fuera un profesor serio.
—Un estudio cinematográfico —mientras lo decía, Sloifoiski entendió que era la respuesta equivocada—. No. Es un experimento... un experimento psicológico... una especie de estudio de control de grupo... lo están poniendo de modelo, vigilándolo... sé, sé lo que es... pero no me acuerdo muy bien...
Sloifoiski se miró las manos. Estaba visiblemente agitado. Con los ojos cerrados y una oscuridad cambiante en el vacío de su cráneo, intentaba producir chispas en su memoria. Si tan sólo pudiera recordar lo que ya sabía. Sentía que era importante, terriblemente urgente, que identificara con exactitud la imagen en el globo televisivo. No sabía por qué. No era importante, pensó, pero aún así, su mente era una laguna.
Sentado a medio metro de distancia, Phillip Atio, con la cara apoyada entre las manos, miraba a Sloifoiski. Se desvaneció su aire de superioridad. En cambio, tenía un aspecto atento y estudioso. Dulcemente, como una madre solícita cuidando un hijo retardado, preguntó:
—¿Vladimir, puedes entonces decirme la fecha?
—¿La fecha? — repitió Sloifoiski, empezando a sentirse incómodo en la silla.
—La fecha, sí. ¿En qué fecha estamos?
—Bueno... —Sloifoiski no sabía. Sintió que se ruborizaba. Se pasó la mano por las cejas, inclinando la cabeza hacia un costado, como un estudiante esforzándose por recordar un valioso e importante dato. Dándose cuenta de que esto era absurdo, y ante esa pregunta, sacó casi de un tirón la mano de su sien. Se sintió aturdido. Lo peor que podía acontecerle a un ruso le estaba empezando a pasar a él. Comenzaba a sentirse avergonzado. Si Atio hubiera escogido ese momento para reírse abiertamente de su apuro, sin fijarse en su obsesivo brazo derecho, sin fijarse en sus esposas, lo hubiera atacado. Pero Atio no se rió. En cambio lo sumergía en visibles olas de una arrogante piedad maternal que lo hacía sentir aún más avergonzado. Maldito sea, ¿qué fecha era? Pensó en el número 1967, el número de la llave de su armario en la estación Grand Central ¿Era el año 1967? Pero no parecía correcto. ¿Cuál era la fecha que leyó precipitadamente en los diarios en los últimos tres meses? No sabía. Nunca se le ocurrió fijarse.
¿Era el año 1970, 1971? Desde el inconsciente afloraban lentamente recortes y pedazos de diario, títulos olvidados, breves noticias por radio y programas de televisión. Creía recordar un pacto entre Rusia y Estados Unidos, un gran tratado de paz firmado poco después de terminada la guerra de Vietnam. Después de esa reunión, los polos de antagonismo político, naturalmente derecha e izquierda, se unieron. La diferenciación política, en el antiguo sentido de la palabra, ya no significaba nada. Curiosamente, también, en este momento, la generación posterior a la guerra de Vietnam, los viejos simpatizantes, los temas científicos y los gritos humanitarios que unían a la gente y que preocupaban a la primera mitad del siglo XX parecían haber perdido interés.
Sloifoiski inclinó la silla hacia atrás. Absorto, elevó la vista en el techo, inmune a los hambrientos ojos de Phillip Atio, que estaban pendientes de su más leve movimiento. Recordaba... si bien no su propio pasado... el pasado del mundo. La Géminis... la colonización de la Luna. Recordaba un noticiario, pero era un noticiario antiguo y él era un niño. Había una máquina monstruosa en forma de embudo, apoyada sobre su base con el cono apuntando al cielo. Había un astronauta con un traje color caramelo, una banderita norteamericana clavada en la tierra lunar; una foto tonta del astronauta, con su cabeza descubierta en una carpa de oxígeno de plástico, bebiendo y chasqueando los labios sobre una botella de Pepsi—Cola y una visión final mostrando las grandes depresiones, valles y montañas de la Luna.
El primer y último viaje a una estrella. Recordaba películas de un hombre y su esposa, como globos inflados en sus trajes espaciales, saludando a las multitudes entusiastas de Cabo Cañaveral desde la portilla del cohete. Con un destino a muchos años luz de distancia. En esa época, la cibernética se desarrollaba rápidamente. Se construían cerebros computadores de kilómetros de ancho para controlar pequeñas ciudades. La cirugía fue más allá de los trasplantes. Los cirujanos creaban semihumanos, mitad hombres mitad robots, con todos los órganos vitales convertidos en piezas mecánicas y cambiables. Como era de suponer en una generación sedienta de sensaciones, era la época de las novedades. Por ejemplo: prostitución automatizada. Sloifoiski recordaba que la primera mujer que conoció, no era una mujer, sino una prostituta mecánica y sintética, eróticamente convincente. También los cinturones voladores; había uno en la granja comunal, traído de Norteamérica. Cuando tenía trece años, su tío, que estaba loco, lo ató a uno ("será una experiencia interesante para el niño") y empezó a subir y bajar como un corcho mareado en el cielo de la noche hasta que al aterrizar se quebró las dos piernas.
Entonces, él había sido un niño... fue hace tanto tiempo... ¿qué fecha era?
Memorizó su estada en París, siendo ya muchacho. Estudió literatura en la Sorbona. Hizo estudios de post—graduado en la Universidad de Nueva York. En aquella época, el tema de conversación era la poligamia norteamericana. El divorcio, que estaba destruyendo el ochenta por ciento de los matrimonios norteamericanos fue anulado por ley. El derecho a la poligamia se convirtió en una ley nacional. El experimento duró poco. El macho norteamericano, sometido durante tantas décadas por su compañera, simplemente no tenía las energías necesarias.
En ese momento, fue elegido el más característico de los presidentes norteamericanos. Quizá presidente no sea la palabra correcta. Tenía más de plutócrata, era el patriarca de una pequeña familia de billonarios norteamericanos. Exigió al pueblo poderes dictatoriales, con el fin de administrar mejor un reconocido estado libertario. Pasado el tiempo, se descubrió que sus programas eran una cortina de humo para su verdadero objetivo: la toma de poderes cesaristas.
Fue consciente, una vez más, de la presencia de Atio. Sin que se diera cuenta, éste se había acercado más a Sloifoiski, ahora su piel suave de bebé estaba a menos de medio metro de distancia. Atio tenía el ceño fruncido de un maestro exasperado. Le correspondía a Sloifoiski, alumno, responder.
—Es 1984. La fecha es 1984 —Sloifoiski trató de cubrir su ignorancia con una simple broma.
—Una de dos, o estás adivinando al azar, o me estás haciendo perder el tiempo.
Atio estaba realmente enojado. Estaba practicando un juego que Sloifoiski no conocía. Con un suspiro retiró su silla hasta una posición más cercana a la explorasfera. Dibujando una sonrisa de mórbido desprecio, señaló con un dedo flaco la escena en la esfera, en la que se registró un leve cambio.
—Ahora dime. ¿Qué es lo que ves?
—Ya se lo dije, no sé —contestó Sloifoiski con la indiferencia de un niño.
—Es exactamente lo que parece ser —insistió Atio.
—Parece Roma.
—Es Roma.
Sloifoiski se reclinó, o se apoyó ligeramente en el respaldo de su silla. Estaba asustado como si estuviese ante algo sobrenatural, demoníaco o lo desconocido. Su mente buscaba ayuda en la física con el fin de reducir lo que había dicho Atio al campo de un entendimiento común. Sabía que Atio no estaba ni bromeando ni mintiendo. ¿Qué quiso decir con Roma? ¿Cómo podía ser que Roma, no un estudio de cine en Roma, pudiera ser televisada ante sus propios ojos? ¿Era una máquina del tiempo? ¿Se había inventado una primitiva máquina del tiempo mientras duró su amnesia?
—Aquí no hay involucrada ninguna máquina del tiempo —dijo Atio suavemente, adivinándole el pensamiento.
"De todos modos es una idea estúpida. La ciencia ficción y hasta los científicos del siglo XX estaban obsesionados con eso. Pero era imposible, teóricamente imposible. En primer lugar, la idea de una máquina del tiempo, supone que el tiempo es una corriente, una especie de senda, semejante a un arroyo, pero un arroyo invisible. Por supuesto, eso es un error. El tiempo, si uno piensa en ello, es una simple comparación de movimiento, de velocidades distintas. Realmente hay un progreso del pasado al presente y al futuro, pero no hay ninguna dirección, no en el sentido físico y geométrico. Si entiendes esto, comprenderás por qué es imposible construir una máquina que pueda regresar en el tiempo. Al no ser el tiempo una dirección, no puede haber una senda en el espacio por la cual la máquina pudiera regresar. Hay sólo una forma posible de regresar en el tiempo. Esa forma no involucra una máquina. Aún así se requiere que todas las moléculas de un universo presente sean ajustadas exactamente al esquema molecular del mundo anterior, al que uno quisiera regresar. Y, si eso ocurriera, no podría realizarse un viaje de regreso a través de un fabuloso eje del tiempo. Sería una simple proposición de destruir un universo presente, o de adulterarlo drásticamente hasta que se convirtiera en un universo pasado. Y eso, por supuesto es imposible."
Atio se levantó y abandonó su vigilancia junto a la explorasfera. Se paseó alrededor de la mesa de mármol, excitado como un maestro de escuela arrastrado por la marea de su propio entusiasmo. Y Sloifoiski, que era caviloso y temperamental, fue sin embargo arrastrado, quizá por tener una predisposición metafísica, al horroroso mar de las febriles especulaciones de Atio.
—Si esto no es un estudio de cine, ni una máquina del tiempo, te estarás preguntando qué es entonces —dijo Atio, estudiando a su oyente con ojos apacibles y firmes. Su voz era tranquila y tenía un tono aplomado y grave. Como otros antes que él, Sloifoiski supo casi por ósmosis, que un terrible secreto se estaba por revelar.
—Te diré. Cuando dijiste algo sobre "experimento", y ponerlo de modelo, estabas más o menos en lo cierto. Lo que estás viendo en este globo de cristal, es toda una experiencia. El más grande y mejor montado modelo experimental en la historia de la psicología. Aunque hay una trampa. El cobayo de este experimento no es un ser humano sino una cultura.
"Déjame explicarle. La idea tuvo su origen hace unos setenta años.
"En ese entonces la biogenética, la antropología, la historia de la cultura, la fisiología y todas las ciencias que estudian la naturaleza del hombre habían avanzado fantásticamente. Durante siglos los pensadores occidentales investigaron la historia. Ahora la humanidad estaba lista para reproducirla. Al menos por períodos. La idea apeló a los instintos cesaristas y titiriteros de los ultracientíficos y políticos del momento. Se eligió Roma como blanco. Se habían conseguido más datos históricos y científicos sobre ella que sobre ninguna otra cultura pasada, excluyendo las más recientes. No fue tan difícil como se piensa. Se conocía todo sobre el idioma, la arquitectura de la ciudad, su geografía, los límites exactos, la religión, la economía, y su clima.
"La idea era separar una gran masa de terreno, preferentemente un terreno aislado. Usando cúpulas para controlar el clima, técnicas de irrigación avanzadas y tecnología de ingeniería, hicieron un modelo de esta masa de terreno en una réplica lo más parecida posible a la Roma de hace dos mil años y sus ciudades vecinas.
"Esto llevó unos diez años. El costo fue billonario. La porción de tierra en cuestión, con el fin de mantenerla en secreto, fue elegida en las desoladas tierras rusas. Entonces fue necesario poblar esta nueva Roma con romanos. Los cobayos, unos dos millones, fueron traídos desde todas las prisiones del mundo.
"Afortunadamente para los fines de este experimento, el control mental en ese momento era un Frankenstein científico. De algún modo, no sé como, fue borrada la conciencia contemporánea de estos dos millones de cobayos. Se consiguió por programación del sueño, acondicionamiento quirúrgico y reflejos condicionados pavlovianos; los cobayos aprendieron un idioma nuevo, o más bien un idioma antiguo, el latín de la antigua Roma. Se les lavó el cerebro cuidadosamente. Cada cobayo fue preparado durante un año para aceptar los artefactos, los alrededores y el modo de vida cotidiano de la Roma antigua, como cosas naturales en sus propias vidas.
"En otras palabras, por control cerebral fueron inducidos más o menos a considerarse a sí mismos como seres de otro tiempo, otra época, otra cultura. El paso siguiente era tomar estos cobayos... tenía que haber un punto de partida... y llevarlos en su totalidad hasta la cultura artificial construida para ellos. Una vez allí, deberían retomar... esperábamos... los oficios, la habilidad y el modo de pensar romano para el cual habían sido programados durante más de un año."
—¿Qué pasó? — interrumpió Sloifoiski.
—Al principio, como se esperaba, todo sucedió despacio y de manera torpe. Los cobayos se movían más como autómatas sonámbulos, que como gente real. El proceso de orientación en la ciudad extraña en la que se encontraban, con sus costumbres antiguas y venerables, no llegó fácilmente. Sin embargo, de a poco, lograron adaptarse a pesar de lo increíble que parecía. En una forma muy superficial y mecánica comerciaban, trabajaban en industrias, rezaban en los templos, hablaban su propio idioma antiguo y construían su mundo.
"Siguió así por unos veinte años. Aunque ellos no lo sabían, naturalmente, eran vigilados en forma constante. Cualquier mejora científica que podían sumar para asegurar la efectividad de su 'experimento' —y había muchas de ellas— la aplicaban en secreto. Ocasionalmente, había un pequeño trastorno mecánico. A veces un desperfecto humano. Una vez cada tanto la mente de un cobayo, por alguna razón desconocida, o por alguna razón fuera de control, salía de su estado hipnótico programado, y recordaba, en una explosión de conciencia, su vida anterior como convicto de una prisión del futuro. Cuando ocurría eso, el individuo era retirado silenciosamente y para siempre. Si le confiaba su secreto a alguien, o mejor dicho su alucinación, por que eso les parecía a sus compañeros romanos, esa persona también era retirada.
"En conjunto todo siguió fácilmente de acuerdo a los cálculos durante unos veinte años, como dije. Luego ocurrió algo, algo que cambió el mundo, y que continuará cambiándolo durante más de mil años"
Atio tomó aliento. No hablaba rápido, pero sí con sostenido énfasis sentimental. Dejó de pasearse y se detuvo en silencio detrás de la mesa de mármol. No estaba esperando exactamente la respuesta de Sloifoiski, pero era indudable que algo esperaba.
Phillip Atio era muy inteligente. Sloifoiski lo advirtió por primera vez. De alguna forma, su inteligencia estaba corrompida por un odio corrosivo y rencoroso. No era todo culpa suya. Debe haber tenido una infancia infeliz y reprimida, pensó Sloifoiski. Sintió un poco de pena por él.
Quizás el hombre en la explorasfera también sentía pena por Atio. El comandante giró la cabeza en un ángulo recto, y pareció una vez más mirar directamente a Atio.
¿La explorasfera era un transmisor con dos direcciones? ¿Podía transmitir la imagen de Phillip Atio, por ejemplo, al ex—convicto del cerebro lavado que creía ser un antiguo comandante romano?
Sloifoiski no lo sabía. Si tan solo pudiera recordar lo que tenía que recordar. Pero no había tiempo. Phillip Atio tragó saliva elaboradamente. ¿Qué estaba esperando? ¿Estaría pensando si dejaba que Sloifoiski viviera o no? Phillip Atio empezó a hablar.
—Pasó lo que todos inconscientemente deseaban que pasara. La ciudad cobró vida. La ciudad artificial engendrada por la ciencia, con los ciudadanos ex—convictos de cerebro lavado, se convirtió en una ciudad orgánica, autorrealizada e histórica.
"De una manera misteriosa, tan misteriosa como el mismo proceso de la vida, la ciudad pasó los límites de un experimento rígido y se volvió real. Como otras ciudades reales, esta ciudad se extendió, planificó mejoras, y las realizó. Aún así, lo más sobresaliente, fue que la ciudad se desarrolló en forma similar a la antigua Roma, la Roma verdadera. Había diferencias, por supuesto, pero el esquema básico... la arquitectura, el ejército, las industrias, las artes... era el mismo."
—Ya veo —dijo Sloifoiski—, se repitió la historia en un sentido limitado, aunque real.
—Sí.
—¿Puedo hacer una pregunta?
—Adelante.
—¿Se repitió el mismo "experimento" alguna vez? Quiero decir, que habiendo tenido éxito, ¿se intentó lo mismo con otras, eh...?
—¿Culturas? — interrumpió Atio—. Por supuesto. A eso me refería cuando hablé de cambiar el mundo en los próximos mil años. El destino de una cultura natural, quiero decir la vida evolutiva, generalmente se cree que es de unos mil años. Al menos esa parece haber sido la duración para las grandes culturas del pasado, la grecoromana, la egipcia, la hindú, la occidental y demás.
—¿Pero hasta ahora, quiero decir luego, alguna de esas culturas han sido...?
—¿Repetidas? — interrumpió Atio otra vez—. No. Ten en cuenta que esto empezó hace sólo setenta anos. Pero se hicieron planes y preparativos. Los próximos mil años serán testigos de la ejecución.
—Entiendo —dijo Sloifoiski. Respiró con dificultad—. Pero ¿dígame qué va a hacer la gente que está montando esto y el poder que ha estado detrás durante todo este período? Quiero decir, ¿va a sentarse a verlo como si fuera un gigantesco espectáculo de televisión?
Atio no contestó. En cambio sonrió casi con indulgencia.
—¿Por qué no respondes a tu propia pregunta? — interrumpió.
—Supongo que para ellos es un gran espectáculo, una obra de teatro —respondió Sloifoiski sorprendido ante su propia celeridad—. Son como titiriteros, tirando de los hilos de la historia. Supongo que hasta creen que están beneficiando de algún modo a millones de personas, ya que supuestamente los están haciendo volver a épocas más sanas y significativas de la cultura. Entonces, también, será nuevo y eternamente interesante para ellos, ya que más o menos volverán a reproducir los grandes hechos de la historia ante sus ojos. La historia en vez de ser historia, se mezclará con sus propias vidas.
Sloifoiski se detuvo. En el cuarto reinó el silencio. Escuchaba sus propias palabras con la misma admiración con que escuchaba las de Atio.
—Hay una cosa que me confunde —dijo finalmente.
—¿Sí? — Atio lo estimuló para que hablara.
—¿No será que los titiriteros, sean cuales fueren, quieren intervenir en el proceso? Me refiero a que quieran interferir en la historia un poco. Así tendrán el poder ¿No querrían participar sólo para ver qué pasaría, solamente por curiosidad?
—Muy bien —sonrió Atio—. Sí, a los titiriteros les gustaría hacer eso. Son un pequeño grupo de hombres, cuyo refugio e identidad nadie conoce. Controlan el mundo, en la forma en que algunos imaginaron que el Consejo de Relaciones Exteriores y la "Tercera Fuerza" controlaban el mundo en el siglo XX. Adoptaron el nombre místico de Thule, para designar su cónclave de poder mundial. Cada individuo se llama a sí mismo thuliano.
55555Pero volviendo a tu pregunta, sí, la respuesta es sí. Quieren interferir en el proceso histórico, más allá de una curiosidad científica o estética. Pero quieren hacerlo sólo un poco. No quieren adaptarse al ritmo básico de las culturas ni a su estilo de vida, porque están principalmente interesados en una repetición de culturas y no en su mutilación.
"Déjame explicarte. Básicamente la historia se separa en tres grandes factores de poder; el clero, la aristocracia y la burguesía. De un modo general, estas tres fuerzas son paralelas a las tres dimensiones de la mente humana. El clero, es el superyo. La aristocracia es el yo. La burguesía, la satisfacción del instinto animal, es el ello, el sexo.
"Como norma, el Consejo de Thule quiere controlar el proceso de la historia, en la forma que la historia misma controló e interfirió. En otras palabras, siempre hubo un choque, una guerra entre las tres clases. El Consejo de Thule querría interferir hasta el grado de intensificar o equilibrar, nunca alterando radicalmente ni desequilibrando, el conflicto inherente a la trama histórica.
"Para lograrlo, montaron tres organizaciones, o conspiraciones, si se quiere Se llaman, Tomb, Rook y Kiss. Cada una de ellas es una agencia secreta muy semejante al partido comunista o al FBI. ¿Te das cuenta de la necesidad del secreto, no es cierto? Nadie en el mundo debe saber de estas agencias o las culturas en las cuales se infiltran. Si esto ocurriera, millones de personas denunciarían la transformación gradual de la humanidad en culturas históricas extrañas, tal como se proyecta. Como están las cosas ahora, los cobayos son sacados de sus lechos y puestos al servicio del programa en absoluto secreto.
"Las tres conspiraciones, Tomb, Rook y Kiss, se pelean entre sí como lo hacen el partido comunista, el FBI y la Iglesia, excepto que su pelea transcurre en el pasado y no en el presente. Thule envía una asignación. Una organización debe ayudar al clero y luchar contra la aristocracia. Otra organización debe ayudar a la aristocracia y luchar contra la burguesía. Hay dinero y recompensas políticas para el agente triunfador y para la agencia ganadora.
"Eres un agente, creo, de Rook, la conspiración que representa a la fuerza aristocrática en la historia. Yo soy un empleado de Kiss, que representa el principio del ello en la historia.
"Hasta ahora hubo victorias para todos los bandos, para Rook, para Tomb y para Kiss, Thule, que por supuesto organiza todo, ha sido imparcial.
"Quizás, a la larga, no sea una contienda sino una partida de ajedrez. Una partida de ajedrez en la que el mundo es el tablero, las culturas antiguas las piezas, nosotros los jugadores, y Thule el endiosado espectador que goza observándolo.
"Tal vez nadie debe ganar. Puede ser que la partida de ajedrez sea más importante que las piezas o los jugadores. También puede ocurrir que continúe durante un millón de años."
El silencio entró en el cuarto cúbico. Terminó, y Sloifoiski se dio cuenta de que él sabía todo lo que Atio sabía. El golpe con un caño de plomo que recibió cuando dio con la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco, prolongó su amnesia. Venía de un lugar muy cercano a Thule, de otro modo su amnesia inducida no tendría sentido. Fue provocada por agentes de Thule, ya no le cabía duda, para asegurarse el secreto de su paradero. Pero su pérdida de memoria debía ser parcial. No podía abarcar su propia identidad, su pasado, especialmente los conocimientos vitales que Atio poseía y le reveló.
Eso era lo que estaba mal. El caño de plomo. Demostraba una interferencia en sus planes. Él estaba programado, estaba seguro, para recuperar rápidamente su memoria, y recordar todo excepto el paradero de Thule. Pero el caño de piorno lo estropeó, lo apartó semanas, meses y quizás años de su itinerario. El "contrato" que recibió en la estación Grand Central, fue un intento de arreglo de esa dificultad. Le proporcionó un contacto en la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco, para reavivar su memoria, si fuera necesario. Decidió ignorarlo. En este momento necesitaba saber lo que sabía Atio y más. Tal vez ya fuera demasiado tarde.
Sintiéndose desanimado, empezó a preguntarse sobre su futuro inmediato, cuando de golpe algo salió a su consciente. Una fecha, la fecha. El día que apareció su fotografía en el Daily News relacionada con su School for Sly Foxes. La recordaba: 3 de marzo de 1967. Esa era la fecha.
Pero algo no marchaba bien. No podía ser el 3 de marzo de 1967. La mayor parte de los hechos que recordó durante la última media hora habían ocurrido después del 3 de marzo de 1967. Por ejemplo, la llegada de la Géminis a la Luna.
3 de marzo de 1967. Parecía todo tan lejano. No entendía. Se puso la cara entre las manos. Casi tenía ganas de llorar. Atio le tocó el hombro con simpatía.
—¿Qué pasa? — preguntó.
—La fecha... me preguntó la fecha... la recuerdo... 3 de marzo de 1967.
—¿Sí?
—Pero está mal. No puede ser 1967. Cosas de mi infancia, cosas que acabo de recordar hace unos minutos, pasaron después de 1967.
—Eso es cierto, 3 de marzo de 1967 es un error.
—Pero recuerdo claramente. Estaba en el diario.
—Tienes razón. Estaba en el diario. Pero la fecha del diario era sólo eso, no era la fecha del mundo.
Sloifoiski no contestó. No sabía. Sus ojos grandes, aterrorizados y fijos, contestaron por él.
—Mencionaste tu infancia. Si retrocedes ahora —fue alrededor de 1975— recordarás los bancos de memoria ¿Verdad? Se consiguió almacenar la memoria de seres humanos en transistores. Para transferir esas memorias almacenadas a otras mentes, las de otros seres humanos. ¿Verdad?
Sloifoiski se encontró moviendo la cabeza afirmativamente.
—Si me escucharas te habrías dado cuenta de la increíble tentación que proporcionaron estos bancos de memorias. En vez de raptar cobayos y lavarles el cerebro cuidadosamente, fue posible inducir estas memorias almacenadas a través de trasplantes en una sola operación quirúrgica.
—Pero dijo que el experimento romano no se había repetido hasta ahora. Dijo que sólo había planes para construir y repetir otras culturas pero que esos planes aún no se habían actualizado.
—Dije ninguna otra cultura. Cultura, Sloifoiski. No dije ciudades occidentales modernas y decadentes como Nueva York.
—Ya veo —dijo Sloifoiski, debilitado de terror—, construyeron otra Nueva York, una Nueva York experimental. Era sencillo. El trazado arquitectónico de Nueva York alrededor del año 1967 era, por supuesto, conocido hasta los últimos detalles. Los cobayos, sin duda, siempre se conseguirían. Los bancos de memoria en una rapidísima eliminación del tiempo, los transportarían a la conciencia de mediados del siglo XX. Pero eso significa que hay dos Nueva York. La verdadera Nueva York, la Nueva York futura, y ésta, que dicho sea de paso, ¿dónde diablos estoy?
—En Rusia.
En la explorasfera, encendida y rodeada de una luz azulada, el horrible y cuadrado comandante levantó los brazos. Parecía ansioso, expectante. Como antes, clavó la mirada en los ojos de Phillip Atio. De golpe Atio dobló el brazo derecho en un saludo mecánico. La cara de piedra del comandante se iluminó ante la señal de reconocimiento de Atio.
Atio apagó la explorasfera y el cuarto brillantemente iluminado volvió a su anterior lobreguez.
"Algo me va a pasar", pensó Sloifoiski. "Pero antes por qué no satisfacer la curiosidad un poquitito más."
—Una última pregunta, Phillip.
—Sí.
—La fecha del diario era 3 de marzo de 1967. ¿Hace cuánto fue eso?
—3 de marzo de 1967, humm —suspiró como uno suspiraría ante una herencia de familia—. 3 de marzo de 1967. Eso fue hace ciento dos años, Sloifoiski.
CAPÍTULO SÉPTIMO
El vuelo
Se sentaron uno junto a otro en la cabina de un pequeño avión a reacción. Sloifoiski tenía una venda ajustada alrededor de los ojos y la parte posterior de su cabeza. El avión terminó de elevarse, se niveló y Atio puso el piloto automático. Le habló por primera vez desde que lo llevó al garaje del embajador, lo condujo hasta el helipuerto y voló en helicóptero hasta el avión que los aguardaba. Su voz, clara y precisa, fue un alivio para el prisionero, que escuchaba sólo el silencio del instrumental automatizado.
Como muchos hombres estigmatizados, Atio se sintió obligado a confesar. Bajo la apariencia de una charla cortés y aguda, le contó todo a Sloifoiski. Pero primero se disculpó por su papel de asesino, asegurándole: "Realmente me agradas" al tiempo que le pellizcaba la mejilla.
Mientras duró el relato, Sloifoiski fue un típico buen oyente, preguntando ocasionalmente en el momento oportuno, deslizándose en silencios discretos, en algunos intervalos penosos y ofreciendo estímulos apropiados en los pretendidos claroscuros.
Empezando por el principio, Atio describió a su padre, Francis Wellington Atio, con pinceladas precisas y breves, su hogar suburbano y su formación neoyorkina. Le contó a Sloifoiski de su amor y su temprano talento por la mímica, señalando las diversas técnicas de imitación. Le contó sobre su comportamiento obsesivo en el sótano de la casa del padre. Revivió con una cara tensa y blanca, el momento fatal de la verdad, mientras caminaba por Broadway creyéndose Bette Davis. Detalló el horrible incendio del sótano que le destruyó el brazo, con clínica y sádica exactitud de detalles. Evocó la larga agonía en el hospital, la espera, los repugnantes injertos de piel. Relató su deseo de tener un brazo artificial, y cómo de a poco lo convirtió en un Frankenstein mecánico. Habló tan amorosamente como lo haría una madre de su hijo reciente. El clímax trágico del asunto Fregosi fue contado con la amargura retrospectiva de un amante decepcionado. Los detalles de su transformación en la abuelita Symington y Shirley McDougal lo convirtieron en una jalea temblorosa de risa histérica de placer.
Cuando Atio concluyó ambos quedaron en silencio, en ese tipo de silencio que los inválidos dejan tras de sí. Después, como un pensamiento posterior, tal vez un poco culposo, Atio dijo:
—No pienses que soy un maniático porque mi línea de trabajo (¡Ja, ja!) es matar gente. Aunque, yo no lo desee. Quiero decir que (¡Ja, ja!) alguien tiene que hacerlo. Sé que esto es una frase gastada. Pero en serio...
La cara de Atio se volvió seria en vez de aniñada y burlona.
—Créeme. He pensado mucho sobre la psicología de los asesinos. Todos tenemos un poco de asesinos. Se reduce en su más simple forma al poder, el poder delicioso de controlar la vida y la muerte de otro ser humano... de jugar a ser el Dios que convoca esa vida. Es lo que sucede en tiempos de guerra... las barreras no existen... se provee una pequeña moralidad... y todos los vendedores anteojudos de zapatos, que gastaron su vida dentro de la camisa de fuerza de la sociedad encuentran una exquisita liberación y su condición humana al apretar un gatillo. Es tan emocionante, te diré... una condenada y gratificante sensación. La clase de poder que se siente dentro de uno cuando aplasta a otro hombre contra el suelo con un golpe de su puño. Sólo que yo no lo hago con los puños... no puedo hacerlo con los puños. Recuerda, de todos modos que no soy un hombre... ¡Ja, ja, ja...! entonces lo hago con astucia, con aparatos... con un cilindro con napalm en mi brazo muerto que puede hacer hervir la carne sobre los huesos.
"Lo hago porque he sufrido mucho. ¿Sabes?, hay una línea divisoria entre el sufrimiento que es catarsis y el sufrimiento que sacude el alma, nos hincha de odio y nos hace fieles discípulos de la venganza.
"¿Sabes?, recuerdo una chica cuando yo tenía diecinueve años... una Dolores no sé qué. Esto fue antes de la cosa con Fregosi. Todavía no había decidido hacer el gran cambio permanente. Quizá, pensé con esta chica vaya por el camino normal. Me gustaba bastante, venía a menudo al acto en el cabaret del Greenwich Village. Una cosa llevó a la otra y pronto estuvimos juntos en la cama, desnudos, y llegó el momento de la verdad. Sólo que mi pequeño soldado estaba "ausente sin permiso..." ¿sabes que no se me paraba?
"Bueno, inmediatamente ella se puso agresiva. De a poco se fue poniendo cada vez más agresiva, realmente agresiva. Empezó a jinetear alrededor de la cama, como dando latigazos. Una forma muy inteligente de burlarse de mi anormalidad... ¿Verdad? Y gritaba una y otra vez... ¡Pervertido, pervertido, pervertido!
"Bueno, yo me puse furioso, muy furioso. Quiero decir que no quería quebrarle la nariz, ni sacarle los ojos. Quería verla muerta. Verás, he sufrido mucho para aguantar eso. Por eso me fui solo y en silencio, con dignidad, sin decir una sola palabra desagradable.
"La idea justa, la idea más bella, se me ocurrió cuando manejaba hacia casa. Tomé un libro sobre venenos y elegí uno que con una sola gota mataba un caballo. También tuve en cuenta que el veneno tuviera un antídoto, uno que se podía beber, proporcionando una inmunidad total. Después vino el asunto de la trampa. Tomé un profiláctico y le hice un agujero en la punta, ¡ja, ja! Bañé le parte de afuera, especialmente el agujerito, con el veneno. Puse el profiláctico en un tubo de aspirinas y lo apreté contra un algodón embebido en veneno. Quería asegurarme de que estuviera bien contaminado.
"¿Entiendes?, yo eyacularía, parte saldría por el agujerito, mezclándose con el veneno y el producto final subiría alegremente por su ratonera. Bueno, no tuve problemas para arrastrarla otra vez a la cama. Era una cualquiera. Le pagué cincuenta dólares. Te diré que esta vez no me dio trabajo poner la vieja cerbatana a trabajar. ¡Oh, la, la!, dijo la hija de puta, quizá me equivoqué contigo.
"Pasaron seis segundos después que estuve dentro de ella. La cara se le puso azul, de un azul de estilográfica. Entonces vomitó. No me importó. Acabé como nunca.
"Como te he dicho, he sufrido mucho. No podía tolerar esa clase de insultos. Lo pude hacer con ella, quiero decir que pude excitarme por lo que iba a hacerle por odio. Fue la idea de matarla, sabes, de invadirla no con las gotas del amor sino con un chorro de veneno. ¡Ja, ja!
"De todos modos, hacerlo de esa manera fue una maldita sensación."
El silencio regresó a la cabina, aunque esta vez era más tranquilizador. Atio puso sus cartas sobre la mesa, y la trampa, lo oscuro e ignoto de ese hombre, se evaporó en gran medida. Sloifoiski se dio cuenta que hizo eso en parte por la necesidad de confesarse, y en parte porque estaba decidiendo tortuosamente si Sloifoiski era alguien en quien se podía confiar, no un agente rival, un agente de Rook, sino en cambio, un legítimo amnésico, un idiota con la memoria agrietada, que estaba recuperando en pequeños fragmentos, con el resultado de que chispazos de recuerdos de su infancia rusa estaban saliendo a luz.
—Bueno, ¿qué me dices Vladimir? — preguntó Atio, rompiendo un silencio insoportable. Atio dijo "Vladimir" en un tono afectuoso e implorante. Y si a Sloifoiski le hubieran quitado la venda que le tapaba los ojos, habría visto un hombre comiéndose las uñas infantil y patéticamente, con el mentón mojado en transpiración.
Pero Sloifoiski no necesitaba que le quitaran la venda para entender.
—No puedo decir que te justifico —dijo eligiendo las palabras— pero lo comprendo. Has sufrido mucho... quizá si tu brazo no se hubiese quemado...
Escuchó a Atio exhalar bruscamente entre sus clientes, con un suspiro de alivio profundo.
—Gracias —dijo—. Eres un hombre comprensivo.
Era verdad. Toda su vida Sloifoiski fue condescendiente. Era comprensivo no sólo en la alegría, sino también en la tristeza, en la fealdad y la brutalidad de la vida. Entendía, y se solidarizaba con los vencidos, los marginados y los descarriados, aquellos a quienes un destino indiferente los había humillado y destrozado con su cruel desprecio.
Comprendía especialmente la historia de Atio. Seguía fascinado el extraño relato, tal como había seguido, fascinado, hechos similares en la pantalla de un cine. Para Sloifoiski, el ruso, la vida era un espectáculo: cuanto más mezclado y melodramático mejor.
Por ejemplo, encontró especialmente atractiva la habilidad de Atio para la mímica. Lo interrumpió en diversas ocasiones, para preguntar por detalles técnicos específicos. Atio contestó a todos, orgulloso. Respondiendo a un pedido de Sloifoiski, representó la gama de criaturas estereotipadas: W. C. Fields, Humphrey Bogart, Bette Davis, Marlon Brando, Ingrid Bergman, Charles Boyer. Entonces Atio le dijo que esas eran las caracterizaciones básicas, que no requerían concentración especial. Sloifoiski le pidió su especialidad, después de lo cual, Atio —sin esfuerzo alguno— le brindó cuatro imitaciones de extranjeros diferentes: un japonés, un alemán, un francés y un italiano, todos disc jockeys. Cuando terminó dijo que no sabía una sola palabra de ninguno de los cuatro idiomas.
Quizá fue su fascinación por Atio y su historia, y haberla rumiado después, lo que hizo que Sloifoiski no controlara el tiempo transcurrido. Estaba muy impresionado, cuando el tren triangular de aterrizaje del avión se sacudió al tomar contacto con el terreno desparejo.
—¡Llegamos! — gritó Atio con sorprendente vigor.
Con su mano izquierda bajó la venda de Sloifoiski hasta la garganta.
CAPÍTULO OCTAVO
La tempestad
"A través del oscuro, y retrógado abismo del tiempo".
Carretearon unos dos kilómetros por un terreno tosco y arenoso y entraron a un hangar de techo bajo. La dotación de tierra los estaba esperando, haciendo señas al avión y poniendo cuñas bajo las ruedas cuando finalmente se detuvo.
Atio bajó primero, guiando detrás de sí a Sloifoiski, que todavía estaba esposado como un caballo con un cabestro. Un hombre se les acercó. La visera de su gorra azul estaba trabada hacia atrás, lejos de su cara tostada y vigorosa, y Sloifoiski supuso que era el capitán de la dotación. Atio no le prestó más atención que un apretón de manos a la ligera y unas instrucciones en voz baja, que Sloifoiski no pudo entender.
Se detuvieron sobre la pista de aterrizaje llena de pozos e iluminada por el sol. Estaba tallada en la roca de la gran meseta, que a su vez era un pequeño pilar en una fabulosa cadena de montañas, que a través del valle, se remontaba varios cientos de metros hacia un cielo muy azul.
Sloifoiski hubiera querido decir que esta cadena de montañas, que encerraba el valle sembrado de brillantes terrazas de estuco y los pasos en espiral que se elevaban ante él, le recordaban de algún modo los Alpes. Pero no, porque él no tenía idea de cómo eran o debían ser los Alpes.
Tampoco tenía tiempo para averiguarlo. Desde las sombras del hangar vio a tres miembros del equipo que empujaban un pequeño helicóptero y oyó a Phillip Atio gritar para que se dieran prisa.
En seguida estuvieron en el aire. Atio estaba en los controles. Elevó a altura máxima, con fines de seguridad, dijo. También volaba a velocidad máxima, notó Sloifoiski, aunque no le dio ninguna explicación. No era necesario. El juego curioso de su boca y la excitación de su cara sonrojada, le decían que Atio se estaba preparando "para sentirse bien otra vez... para sentirse sumamente bien".
Volaron durante varias horas, viajando hacia el sur a lo largo de una masa de tierra con forma de bota. Sloifoiski vio muchas cosas que más tarde deseó no haber visto. Falanges marchando con faldines, campos arados y labradores, resplandores fugaces de tramos largos de una ruta, caravanas de mercaderes marchando paso a paso. No la irrealidad pero sí la horrible realidad, la antigua realidad de lo que veía, le congeló el alma.
Después de cruzar campos montañosos y apretados, el helicóptero aterrizó en el borde de un terreno arenoso y soleado. En total, el lapso —desde el momento en que miró por primera vez la explorasfera azul fosforescente hasta ahora— debió haber sido de veinticuatro horas. Porque el sol de mediodía estaba tan alto y brillante sobre el campo de ilotas que esperaban, como lo estaba en la explorasfera.
Tan pronto como desembarcaron, Sloifoiski vio tres hombres corriendo a toda velocidad hacia el helicóptero. Trasladaban un objeto largo y pesado como un tronco aparentemente envuelto en lona. Era una carpa, una carpa que levantaron alrededor y sobre el helicóptero con notable precisión y velocidad. Luego, los tres hombres, que estaban bien armados, aunque en forma primitiva, y eran obviamente guardias, se sentaron en cuclillas formando un triángulo alrededor de ella.
Phillip Atio se dirigió al medio del campo seguido por el comandante. Era el mismo hombre con cara de piedra y poderosamente constituido que Sloifoiski observó en la extraña explorasfera. Exactamente detrás de este hombre, los ilotas semidesnudos estaban parados en rígidas filas. Al acercarse, Sloifoiski pudo ver que estos eran los hombres más repugnantes que vio jamás. No tanto por sus hombros suaves y sus torsos sin músculos, sino por sus caras. Caras adornadas por carbunclos infectados, piojos, sarna, y llagas cubiertas de pus.
Atio y el comandante hablaron muy apurados en latín durante unos cuarenta y cinco minutos. Les debe haber llevado años de paciencia y estudio poder hacerlo, pensó Sloifoiski. Se daba cuenta cada vez más qué serio era este macabro "experimento histórico", este loco y espeluznante salto hacia atrás.
Atio dejó de hablar al terminar de dar las instrucciones de último momento. Tenía la cara roja como una remolacha, tal como Sloifoiski con los ojos vendados se imaginó que la tenía, cuando describió su apremio por matar. Pensó que algo iba a pasar.
Phillip Atio respiró dificultosamente. Entonces, con la cara torcida de manera salvaje, golpeó las manos con furia. En seguida, cada ilota hipnotizado sacó del prolijo paquete que tenía a sus pies un casquete verdoso oscuro. Sloifoiski advirtió que esos casquetes tan raros, que cuando se los ponían, parecían fundirse con los contornos de la cabeza y la cara. También era extraño el aspecto vil e inhumano que les daba a los esclavos; que ya de por sí eran impresionantes.
Atio hizo otra señal con las manos. Como si fueran uno, los esclavos levantaron del bulto que tenían a sus pies, una extraña barra de cosmético, la que aplicaron en sus caras y parte superior de sus cuerpos. Más tarde. Sloifoiski averiguó que era una solución diluida en agua que le daba a la piel un nauseabundo tinte verdoso.
Ahora estaban listos para partir. Levantaron con cuidado lo que quedaba de sus paquetes: aparatos de respiración, patas de rana y garras para las manos, que escondieron debajo de amplias togas recién planchadas. Al grito final del comandante rompieron filas, y caminaron quince kilómetros hasta el corazón de la ciudad que conocían como Roma.
Sloifoiski, también con una toga echada sobre él, fue conducido por Atio, al frente de una larga y errante fila de esclavos.
A poco de andar, el camino por el que iban se ensanchó hasta convertirse en una amplia calle de ciudad. Sloifoiski fue atropellado por un intenso tránsito de carromatos, carros tirados por mulas y hombres cargados de mercancías. Le golpearon el hombro con la dura vara de una litera. Una viga elevada con dos ánforas de vino, le golpeó la cabeza.
Lejos de importunarse por ello, disfrutaba el enloquecedor estrépito furioso y la activa vida de la calle que estallaba a su alrededor. Las páginas de la historia romana, que él, junto con millones de muchachos, estudió en su juventud, cobraron vida. Vio mercachifles callejeros vendiendo fósforos o zapatos viejos, rematadores rodeados de personas con túnicas, al libellio pregonando libros de segunda mano. Había vendedores de tapetes y alfombras, el legendario encantador de serpientes, el "tragador" de espadas y el entrenador de monos látigo en mano. Se encontró con el poeta improvisado, rodeado por sus admiradores y el sudoroso charlatán, elogiando sus artículos medicinales.
Sloifoiski no dejó de observar la ciudad misma, con las tortuosas y sinuosas calles y las sucias viviendas amontonadas. Trató de contar los innumerables comercios, las casas como cuevas de artesanos con su reglamentaria autorización. Se encontró conducido por Atio hacia la calle de los fabricantes de guadañas. Vio el vicus unguentarius de las perfumerías, el vicus vitarius de los vendedores de vidrios, las tijeras de los barberos, los jarros de los viñateros y las figuras imitando formas de carne, colgando como propaganda en las puertas de las carnicerías.
En unas tres horas llegaron a los Baños Públicos. Sloifoiski recordó haber visto en su infancia un edificio semejante a éste en un libro de historia.
En forma pausada y natural entraron los ilotas. Rompieron filas en grupos casuales. Dentro de la inmensa estructura cada uno iba en una dirección diferente. Atio se colocó en actitud de espectador aburrido, como un impaciente caballero aristócrata y se las ingenió para supervisar cada grupo de ilotas.
Sloifoiski podía distinguir los ilotas de los ocupantes regulares sólo por los bultos en sus togas, debido al equipo secreto. Intuyendo lo que iba a ocurrir, inició la espera.
Entonces, en el frigidarum, o cuarto para el baño frío, vio a un esclavo y luego otro, sumergirse en silencio en el agua, temerosos de ser vistos. Una vez sumergidos no reaparecieron. Sloifoiski comenzó a entender un poco mejor el propósito de los equipos de respiración y las patas de rana.
En el caldarium, o cuarto para el baño caliente, se repitió el proceso. Unos se escondieron en el laconium, el pequeño cuarto de calefacción usado para los baños de vapor. Otros en el sphaeristerium, el gimnasio. Algunos, en el momento oportuno, se zambulleron en las grandes piletas para nadar al aire libre, llamadas piscinae natatorie.
Llegaron a los Baños Públicos a las tres en punto. Atio, con Sloifoiski a su lado, finalizó la vigilancia a las cuatro. Tenía que esperar hasta las cinco, hora en que los Baños estarían totalmente llenos.
Atio gastó ese tiempo en inocentes placeres sensuales y vagos esfuerzos deportivos. Paseó hasta el gimnasio y probó su fuerza levantando pesas. Contrató a un depilador profesional para que trabajara en sus brazos. Le dieron un vigoroso masaje. Casualmente invitó a Sloifoiski a nadar con él. También casualmente Sloifoiski rehusó.
Quizás un temor inconsciente lo previno. Sea como fuera, sin una razón aparente, recordó una antigua lección de historia. Tuvo en cuenta lo supersticiosos que eran los antiguos romanos. Su terrible temor a los monstruos extraños, mitad hombre y mitad bestias, que supuestamente emergían de los mares del norte. El peor de todo era el aborrecible "hombre de los mares", de quien se decía que abordaba los barcos durante la noche y arrojaba a los marineros romanos fuera de borda.
Eran las cinco en punto. De un pliego de su toga, Phillip Atio sacó un brillante silbato. Lo hizo sonar fuerte, y un sonido desagradable, maníaco y obsesionante, retumbó en todos los Baños Públicos. En cada área del baño, un ilota nadó obedientemente hasta el fondo del agua y avisó a sus compañeros de la señal de Atio.
Entonces subieron. Hombres que no parecían humanos. Hombres con cuerpos azules que parecían artificiales, caras horrorosas y ruines, cráneos verdes que parecían podridos, patas de rana en los pies y garras en las manos.
En diez minutos fue consumada la matanza. Los bañistas romanos, ricos y pobres, hombres y mujeres, quedaron más que electrificados. Estaban inmovilizados de terror. Sloifoiski, que miraba, pronto se dio cuenta de que las garras de los ilotas estaban provistas de veneno. Más aún: podían arrojar pequeños chorros letales hasta casi cuatro metros de distancia.
Los centuriones que finalmente llegaron quedaron paralizados de terror. Los exterminaron con facilidad.
Los pocos que escaparon, los que debían escapar, llevaron con ellos la pestilencia llamada rumor. Porque cuando la campana de alarma de la ciudad sonó desesperadamente una y otra vez, los soldados no respondieron.
Cayó la oscuridad. Atio agrupó a sus hombres en una legión, una legión que con toda intención y propósito parecía reclutada de las entrañas de los mares del norte. Sloifoiski vio a Atio sacar un mapa de la ciudad y escudriñarlo bajo la luz de una linterna de bolsillo.
Empezaron a marchar. Marcharon durante horas. De norte a sur, luego de este a oeste. Mataban a los rezagados que encontraban. Sloifoiski los contó, en conjunto murieron más de mil.
Salió la luna. Las sombras de los ilotas con aspecto bestial se proyectaban contra las calles tortuosas, silenciosas y sin antorchas.
Sloifoiski, arrastrado por dos ilotas, supuso lo que pasaría. Podía imaginar el efecto de esa noche en una raza que creía en licántropos, mujeres que se convertían en pájaros y vampiros que se deleitaban con sangre humana. Veía, tan claro como si fuera un apóstol, la religión que nacería esa noche. Un credo extraño centrado alrededor de una repugnante raza de criaturas acuáticas, oriundas de los mares del norte.
Cuando empezó a romper el alba y los ilotas se dispersaron hacia sus respectivas casas, Sloifoiski se dio cuenta de que eso era lo que Atio quiso decir. Fomentar los conflictos naturales de la sociedad mientras se preserva su obra y su ritmo, dijo. La fuerza social que él y Kiss representaban era la del ello, lo que está debajo de la superficie del hombre. El mundo de los instintos desenfrenados, informes y feroces. Si esta hubiera sido la Edad Media, pensó, Atio hubiese instituido la Misa Negra.
Cuando volvieron a la carpa, los tres guardias estaban disfrutando de un sueño profundo. Cuando desmantelaron la carpa, Atio los despidió muy enojado.
Una hora más tarde, viajaban hacia el norte sobre la masa de tierra con forma de bota. Sloifoiski, amodorrado, dejó que su brazo derecho colgara debajo y detrás de su asiento. Ahora sus dedos hicieron contacto. Era algo suave y redondo. Algo vital. Se despertó de repente, moviendo su cabeza para ver hacia abajo sobre su hombro derecho. Se asomaron dos ojos castaños y se encontraron con los suyos por debajo de la faja de lona que escondía la mayor parte de su cuerpo y su cabeza.
Sloifoiski sonrió. Ella había huido del terror de las calles y se había escondido en el extraño artefacto. Nunca imaginó que alguna vez volaría. Debe haber estado aterrada. Especialmente cuando él sin saberlo, comenzó a acariciar sus pechos desnudos.
—Tendremos que deshacernos de ella cuando volvamos —interrumpió Atio cuyos ojos de gato habían observado todo.
—¿Por qué? — preguntó Sloifoiski, sintiendo una necesidad de protección cuya intensidad lo sorprendió.
—Son las reglas —dijo Atio con calma— ya te dije que cuando alguno de ellos recobra su memoria o descubre algo inadvertidamente, lo eliminamos. Es una regla inexorable.
CAPÍTULO NOVENO
La pasajeraoculta
—Ahora puedes irte. Pero preséntate en esta dirección mañana por la noche —Atio le entregó a Sloifoiski una tarjeta. La dirección impresa era la de la casa del Central Park.
Estaban parados en la vereda, fuera del edificio de las Naciones Unidas. Los taladraba un fuerte viento de marzo. La joven, congelándose en su túnica de seda blanca, se pegó al costado de Sloifoiski. Sus ojos alarmados y su linda boca, parcialmente abierta, expresaban el terror que sentía ante Nueva York, esa extraña y mecanizada ciudad.
—Tráela a ella también —Atio señaló a la joven con una sacudida del brazo derecho muerto.
Sloifoiski cabeceó un lento sí, un sí que no tenía intención de respetar.
—¿Quieres realmente trabajar para nosotros... quiero decir... lo que dijiste cuando volvíamos? — preguntó Atio.
—Sí. — Sloifoiski trató de mantener una cara neutral y tranquila.
Atio lo observó con mirada filosa y perspicaz.
—Está bien, vamos a ponerte en el exprimidor, ya sabes. Si estás mintiendo saldrá. De todos modos, lo importante es que no eres un espía.
—¿Cómo lo averiguaste? — Sloifoiski encontró difícil impedir una sonrisa sarcástica.
—Cuando viste la Explorasfera y empecé a explicarte, no mostraste signos de reconocimiento. Un agente de Rook, aún uno que sufriera amnesia provocada por agentes thulianos, habría registrado una respuesta. Deduje entonces que eras un amnésico genuino. Tus recuerdos, tal como me los contaste, se remontan a la época anterior a cuando te hicieron una transfusión de memoria y te pusieron en el Nueva York de alrededor de 1967.
—Creí que liquidaban a esa gente.
Esta vez Sloifoiski se permitió una sonrisa muy parecida a una mueca.
—Eran y son... a menos que demuestren sernos útiles en otra forma.
Sloifoiski sabía lo que tenía que hacer. Iría a la calle Treinta y Cinco y Primera Avenida para conseguir toda la ayuda que pudiera. Primero tendría que hacer algo por la joven. Pero aún antes que eso, quería ir a la Torre de Observación en el Empire State.
Eran las tres de la tarde. La brisa en la torre al aire libre ondulaba la túnica de la joven sobre su cuerpo desnudo. Para sorpresa de Sloifoiski, nadie la creyó excéntrica, quizá confundieron su vestido antiguo con un moderno sari o una vestimenta budista zen, que estaban de moda.
Puso una moneda en la ranura de un enorme telescopio giratorio. Entrecerrando su ojo derecho giró el telescopio en un arco a lo largo del bajo Manhattan, Staten Island, la Estatua de la Libertad y más allá. Todo el tiempo supo lo que estaba buscando. Cuando lo encontró, no se sorprendió. Una poderosa estructura, una especie de pared, que asomaba sobre el agua dieciséis kilómetros detrás de la Estatua de la Libertad.
—¿Ya no vienen barcos a Nueva York? — Sloifoiski miró a su vecino inmediato, un hombre flaco elegantemente vestido, que parecía un ejecutivo de publicidad.
—¡Pero claro que no! — contestó el hombre dudando, ya que la pregunta era rara— ¿quiere decir que no lo sabía?
—No, no lo sabía. Verá, tuve amnesia durante los últimos diez años, acabo de recuperarme. No sé nada sobre esta ciudad, a menos que lo pregunte.
El extraño se apenó de su situación.
—Oh, lo siento.
—No es nada. Ahora dígame, ¿por qué no vienen más barcos aquí?
La cara del hombre cobró un aspecto paciente y doctoral.
—Verá, durante los últimos veinte años hubo una cuarentena provocada por precipitación radioactiva. Fue un desperfecto ocurrido años atrás, al probar un dispositivo nuclear. Una penetración radiactiva, la más intensa de la historia, envolvió a Nueva York. Realmente no lo entiendo. El gobierno nos dice que estamos a salvo mientras permanezcamos en la ciudad. El aire y el agua vienen de fuera y las áreas de peligro están delimitadas.
—Ya veo —interrumpió Sloifoiski—. No hay navegación, ni transportes hacia o desde Nueva York. Tampoco viajes aéreos.
—Correcto —el hombre sonrió como lo hubiese hecho un maestro recompensando a un alumno que finalmente entendió.
—¿Qué pasa con los ferrocarriles y los automóviles?
—Se considera que no están a salvo fuera del radio de Nueva York. Pero, por supuesto, hay un activo transporte interno.
—Claro —sonrió Sloifoiski. Si tan sólo supiera. Fuera del "radio de Nueva York" no había Océano Atlántico. Estaba sólo el otro lado de un foso gigante, y más allá Rusia.
—¿Dígame, en qué año estamos?
Miró a Sloifoiski como si fuera un idiota.
—Estimado amigo, estamos en 1967.
Bajando en el ascensor, Sloifoiski pensó en las ligeras cicatrices rosadas en cada una de las sienes del desconocido. Al caminar por el pasillo del Empire State, rozó el hombro de un hombre que iba con su pequeño hijo a una excursión. Miró al hombre y vio las mismas cicatrices en más o menos los mismos lugares. Dedujo que eran marcas dejadas por electrodos.
Al ir a la Torre de Observación, Sloifoiski confirmó lo que ya sabía. Se sentó en la sala del minúsculo departamento que alquilaba detrás de un aula grande llamada School for Sly Foxes.
La joven se sentó a su lado en el sofá con respaldo de cuero. Sus ojos parecían no abandonar nunca la cara de Sloifoiski. Lo miraba con adoración, considerándolo su mágico salvador, su único protector en esa extraña ciudad del futuro.
Trató de hablar con ella por medio de signos, haciendo gestos torpes con las manos. Fracasó miserablemente. Sólo cuando la alcanzó con su mirada fija, profunda y reflexiva, pareció entender. Ahora quizá si la tocara...
Cuidadosamente apoyó sus manos sobre las de ella, consciente de su bello rostro en forma de corazón, su femenina y tímida confusión, su desnudez bajo la túnica. La aferró inmediatamente, apretándola contra su pecho. Era como un don divino. Sloifoiski se acercó, empezando a sentir calor y agitación en el vientre. Ella apoyó la cabeza en su hombro, pasó sus brazos alrededor de él y empezó a llorar, en la forma gozosa en que sólo las mujeres pueden hacerlo.
Él se agachó y encontró su boca en un solo y violento beso, que decía todo sobre sus solitarias necesidades de estos últimos meses. Ella pareció derretirse en sus brazos. Se levantó hasta quedar de rodillas sobre el sofá, echando hacia adelante su cuerpo pequeño y firme, y con él su propia avidez personal.
Sloifoiski le deslizó la mano por el cuello hacia el interior de la túnica. Tomó su pecho derecho con el hueco de la mano. Sus dedos jugaron con el pezón firme. Ella empezó a gemir con una voz quebrada y fina.
Ahora era incapaz de controlarse, ni quería hacerlo. Con un solo movimiento rápido la desnudó, arrojando la túnica al suelo. Acunando su cuerpo desnudo protegido en sus fuertes brazos, la llevó a la cama.
Se soltó los pantalones dejando que se le deslizaran por las piernas. Ella estaba boca arriba, su respiración era entrecortada y frenética, tenía las rodillas levantadas y los muslos abiertos; puso la mano sobre su miembro erguido y Sloifoiski, jadeando de deseo, cubrió de besos sus senos, sus muslos y su vientre.
Posó rítmicamente su boca sobre su sexo cálido. Ella comenzó a gemir retorciéndose locamente. Cuando pareció alcanzar el orgasmo rodó súbitamente sobre su estómago. Sloifoiski comprendió su deseo y la montó, apoyando las rodillas contra sus nalgas. La penetró por detrás, como un padrillo con su yegua. Alcanzaron la culminación instantánea y mutuamente. Durante el coito ella no dejó de lanzar frenéticos grititos en latín.
Sloifoiski se rió. No sabía latín, pero no necesitaba un traductor para saber lo que estaba diciendo.
Tres horas después, estaban ante la mesa de entradas de la sala de guardia del hospital Bellevue.
La idea se le ocurrió algunos minutos después de poseerla por última vez. Se vistió rápidamente y corrió a un comercio de ropas cercano. Le compró un conjunto rojo para hacer su apariencia más normal.
La maternal enfermera colocó una rúbrica en solicitud de ingreso. Una mujer mayor, con un rodete gris, y anteojos tipo Benjamín Franklin tomó los papeles agradecidamente.
Diminutas lágrimas rodaban sobre sus mejillas cubiertas de arrugas.
—¿Se pondrá bien mi hijo? ¿Andy se pondrá bien?
—No sé. El doctor le dirá, señora —dijo la enfermera con voz hombruna.
Sloifoiski vio abrirse de un golpe la puerta a la derecha del mostrador. Apareció Andy esposado y escoltado por dos policías. Era un muchacho de aspecto brutal, de unos veintiséis años, con el pelo color arena. Estaba desnudo hasta la cintura y su pecho estaba manchado por la sangre que goteaba de su labio inferior.
Se había vuelto frenético y casi había destruido un bar del bajo East Side. Se necesitaron seis policías para sujetarlo, a tres de los cuales les había hecho saltar algunos dientes.
Mientras lo llevaban por el corredor con la cabeza en el pecho, Sloifoiski miró rápidamente su cara. Vio sus ojos torvos, enajenados y su boca babeando saliva. Supo enseguida que Andy nunca se recuperaría, porque estaba condenado a ser un esquizofrénico toda su vida.
—¿Qué necesita? — La voz de la enfermera era belicosa y exigente.
—Se trata de mi hermana. Quiero que la internen y sea tratada inmediatamente.
La mujer miró severamente a la "hermana" de Sloifoiski, que sostenía su mano.
—¿Qué le sucede?
—Depresión melancólica —ahora hablaba con voz suave—. Ya la tuvo antes. Para ser más exactos dos veces. Lo único efectivo es el tratamiento de shock eléctrico. Eso es lo que quiero que se haga.
—Es imposible.
—¿Por qué? — preguntó Sloifoiski, y tan pronto hizo la pregunta se dio cuenta de que la respuesta era evidente.
—Está prohibido en la ciudad, se considera dañino.
—De todos modos, tienen el equipo —insistió Sloifoiski.
—Eso no cambia nada. — La enfermera se permitió una ligera sonrisa competitiva. A Sloifoiski empezaba a parecerle más un futbolista que una enfermera.
—Quizás esto cambie las cosas —con la indiferencia de un hombre rico, Sloifoiski sacó su chequera y garabateó un cheque por dos mil dólares.
—¡Uy! — dijo la enfermera sosteniendo la chequera en sus manos regordetas.
Hizo sonar la campana del escritorio con la palma de la mano. De una oficina interna, llegó el psiquiatra principal, un sueco enorme con una barba tipo Sigmund Freud. Conferenciaron durante un minuto en voz baja, mientras Sloifoiski se divertía tratando de calcular quién tenía la cabeza más grande, si la enfermera o el sueco.
—Creo que podrá hacerse —dijo el sueco con una enorme sonrisa de satisfacción—, lo hicimos una vez unos tres años atrás.
—Bien —dijo Sloifoiski, con un suspiro de alivio.
—Hay algo que debo advertirle.
—¿Qué?
—El shock eléctrico hace más que sacar a una persona de una depresión. A veces arrastra áreas enteras de recuerdos reprimidos.
Sloifoiski no dijo nada. Simplemente se encogió de hombros, firmó rápido los papeles necesarios y se detuvo a tiempo, cuando se inclinó hacia adelante para despedirse de su "hermana" con un beso en la boca.
Luego se dio vuelta y caminó rápido, hasta perderse en la noche.
CAPÍTULO DÉCIMO
PrimeraAvenida y Calle Treinta y Cinco
Era casi medianoche. Sloifoiski tiritaba en la esquina de la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco.
Ahora que estaba allí no estaba muy seguro adonde quería ir.
Más abajo estaba el restaurante Persona. Las caras griegas, Tragedia y Comedia, colgaban del montante de la puerta, con brillo fosforescente. Un menú pegado en la ventana, ofrecía un variado menú internacional. Adentro, en lo alto, unas luces suaves mostraban el arreglo en herradura de las pequeñas mesas, el número principal a todo ritmo y una concurrencia bien vestida y entusiasta.
Arriba, en el tercer piso, y a lo largo de un grasiento vidrio circular se leía Club Social.
Sin saber por qué, Sloifoiski se encontró subiendo tres pisos por una angosta y sucia escalera.
La puerta, negra y cubierta de polvo, estaba entreabierta. Dentro, con obvia ironía, los cuartos estaban dispuestos casi como en un Palacio de la Risa. Puertas corredizas, que se deslizaban por carriles clavados al techo, comunicaban varios cuartos en forma de laberinto.
Había una kitchenette, un cuarto de imprenta equipado con una máquina de imprimir, un gran dormitorio decorado con horribles colores brillantes, un sólido bar con sillas cilíndricas, un pequeño microteatro con varias hileras de sillas plegables vacías, y puertas cerradas.
Sloifoiski casi había perdido la esperanza, descartando el lugar como un tonto club de fraternidad, cuando una voz interrumpió sus pensamientos.
—Pensé que nunca llegaría.
Sloifoiski corrió la puerta que daba al microteatro. Sentada a una mesa al pie de un pequeño escenario de aficionados, esperaba una mujer fornida pero hermosa.
Alzó la vista de la pila de revistas femeninas que estaba hojeando y dijo:
—¿Me recuerdas?
Tenía treinta y tantos años radiantes, ojos castaños, nariz respingada y una boca sensual y diminuta.
—No —dijo él después de estudiarla.
—Te golpearon la cabeza —dijo ella como explicación.
—Sí.
—¿Por qué esperaste tanto para venir?
Sloifoiski se encogió de hombros. No tenía otra respuesta que la natural inercia de su carácter ruso.
—Sí, lo sé —sonrió pacientemente como si leyera sus pensamientos.
Sloifoiski tenía la pavorosa sensación de que ella era más que una cómplice.
—¿Dónde están mis amigos? — preguntó tratando que su tono sonara profesional.
—Están en otra parte. En una misión.
Empezó a llover. Por la ventana a la derecha del escenario Sloifoiski podía ver las calles abandonadas. Le dolía la cabeza. Sintió una punzada de miedo al pensar en el interrogatorio de mañana. Sin duda sería feroz.
—¿En qué estás pensando?
—En mañana.
—¿Estás preparado?
—Nunca estoy preparado —contestó con sinceridad—. Imagino que usarán drogas. Quizás una paliza o dos. Pero soy fuerte y eso me basta.
Sloifoiski apuntó con un dedo su sien.
—Nunca seré sano de aquí. Ni un shock eléctrico serviría. El caño de plomo lo probó. Pero mañana eso va a trabajar en mi favor. Tratarán desesperadamente de sondear mi memoria buscando secretos de espionaje. Pero yo no voy a recordar nada. Voy a salir tan inocente como una oveja.
—Pero vas a recordar algo, seguramente has recordado algo de tu pasado.
—Sí, a eso me refiero. Mis recuerdos se remontan a mi infancia, y esos recuerdos extrañamente, son futuros, futuros al Nueva York de 1967 en que vivimos. Son recuerdos que puede memorizar cualquier cobayo que haya sufrido un trastorno atávico que lo remonte a su estado anterior al lavado de cerebro.
Sloifoiski sonrió tristemente.
—Verás que mañana mi enfermedad colaborará en favor mío.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Sloifoiski, extrañamente conmovido, alargó su mano y ella respondió inmediatamente de un modo personal, que nada tenía que ver con el sexo.
—Dime, ¿es verdad que en esta etapa, mis "amigos", a quienes no recuerdo, han recuperado totalmente su memoria?
—Sí, les lleva sólo seis semanas desde el momento en que son puestos en "Nueva York".
—Y vienen...
—Indirectamente, al menos, de Thule. Nadie sabe, claro. A nadie se le permite recordar esa parte de su pasado.
—Al menos en ese sentido no soy un fenómeno —Sloifoiski sonrió amargamente.
Se hizo un silencio difícil. La lluvia, que caía más fuerte, empezó a golpetear en los vidrios de las ventanas. Advirtió un frío amenazante que impregnaba el laberinto de cuartos de distinto tipo. La miró fijo. Por una razón inexplicable sintió una gran ternura y un deseo de protegerla que no estaba muy lejos del amor.
—Y tú... ¿qué recuerdas?
—Recuerdo todo. Toda mi vida.
—Entonces sabes muchas más cosas que yo.
—Sí. Pero sé poco de lo que realmente te interesa.
No había necesidad de contestar. Se dio cuenta que ella entendía. Entendía que la suya era una necesidad de conocimientos del mundo, conocimientos del mecanismo interno y de la mente secreta que había detrás del gran tablero de ajedrez que era el universo en el que él vivía.
Quizá los unía un lazo telepático. Sea como fuere, como si ella hubiera leído exactamente su último pensamiento, empezó a guiar a Sloifoiski a través del ancho cuarto.
Se detuvo ante una sólida puerta cerrada en el otro extremo.
Abrió un medallón que colgaba de su cuello y sacó una llave chiquita. Cuando abrió la puerta Sloifoiski entró detrás de ella.
No estaba sorprendido. En una base fuerte con forma de caja, el gran ojo de la explorasfera lo miró fijo y penetrante.
La mujer se movió como para encenderla y él la detuvo con un ademán.
Sus ojos inmensos y suaves demostraron sorpresa.
—Pero, ¿cómo vas a elaborar un plan de defensa si no miras y estudias?
Estaba cansado. Giró sobre sus talones y caminó en silencio hacia el gran dormitorio. Dejó caer su cuerpo en un grueso colchón. Sabía de algún modo que tendría que deshacer lo que Atio había hecho en la "nueva Roma." No sabía por qué, pero eso era lo que debía hacer. De todos modos, todo era un juego, un juego laberíntico y loco. Su interés principal era un vago anhelo filosófico por descubrir los arquitectos del juego, que eran incidentalmente los arquitectos del mundo en que vivía.
Tenía los ojos entrecerrados. Su cabeza empezó a girar como para ahuyentar el sueño que estaba tratando de atraparlo. Abrió los brazos y estiró su cuerpo de oso.
Fue inútil. Habría tiempo para planes de defensa, tiempo para descubrir su identidad, hasta tiempo para resolver el mundo. Ahora estaba cansado.
En un momento inundaron su cerebro los comienzos sin forma de un sueño erótico con la joven que había seducido pocas horas antes. Por un fugaz instante, mientras el puente entre el sueño y la realidad estaba temblorosamente viviente, una imagen de la mujer inclinada junto a la cabecera de su cama, flotó ante sus ojos.
—¿Cuál es tu nombre? — preguntó con voz curiosa y vacilante.
—Anna.
—¿Sólo Anna? — murmuró; entonces se hundió irreparablemente en el mundo de sueños que lo esperaba.
—Sólo Anna —contestó ella al Sloifoiski que dormía.
No había necesidad de decirle nada más. Se rindió a su extrema fatiga. Sabía que se enojaría si ahora le dijera quién era ella. Sólo configuraría las tinieblas y los padecimientos de su mente y la enfermedad de su memoria.
Se levantó de la silla situada junto a la cabecera de la cama y caminó hasta la ventana. En general le resultaban indiferentes los factores de seguridad de la guarida de Rook. Prefería dejarles esas cosas a los profesionales, mejor dotados para eso que ella. Ahora, debido al hombre que estaba en la cama, sentía una extraña necesidad de resguardar su paradero.
Observó la calle allá abajo, a través de la lluvia que caía. No vio ningún auto estacionado en forma extraña, ningún vagabundo sospechoso. Las ventanas de los edificios en la vereda de enfrente estaban todas oscuras. No había ningún destello indiscreto, ninguna luz telescópica secreta. Más aún, su intuición extrasensitiva le decía que no había nada ni nadie que los estuviera espiando.
Con un suspiro regresó a la silla para continuar su vigilia junto a la cabecera.
Vladimir Sloifoiski era su hermano, dos años menor que ella. Durante los dieciocho años que vivió con él en la pequeña granja rusa llegó a conocerlo tan bien como cualquier hermana conoce a un hermano. Cuando él tenía diecinueve años ingresó en la Sorbona, especializándose en literatura y filosofía. Cuando tenía veinticinco fue nombrado ayudante de cátedra. Un año después fue elegido como candidato de Rook a través del misterioso proceso de selección aún no entendido por nadie, ni aún por Anna Sloifoiski.
Durante los cinco años siguientes, años de preparación, estudio y misiones de entrenamiento, tuvieron reuniones poco frecuentes pero intensas. En realidad, fue Sloifoiski, pidiendo y recibiendo permisos de sus superiores, quien arregló que su hermana, propuesta como cobayo, fuera introducida de contrabando en Nueva York... la Nueva York experimental y anacrónica, circa 1967, que para la historia del mundo real no existía.
Hacía un año que había desaparecido por completo. Intuitivamente, ella sintió que era su primera y verdadera misión. Luchó lo suficiente como para ser nombrada agente de confianza de Rook. Le fue permitido usar los locales de la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco, fraternizar con otros agentes de Rook y ser informada de algunos de los detalles generales e inofensivos de sus respectivas misiones.
Por lo tanto, sabía sobre Phillip Atio porque había presenciado el asesinato masivo de cobayos romanos en la explorasfera. Había otras cosas que sabía, algunas eran respuestas a preguntas que preocupaban, su hermano. Sabía, por ejemplo, como era la verdadera Nueva York, la Nueva York de 2167. Conocía el fetichismo por las drogas, los experimentos monstruosos de expansión mental y las pavorosas máquinas hipnotizadoras.
No le importaba la civilización pálida y esterilizada del Nueva York de 2167. Sabía que Sloifoiski, con la memoria sana, se sentiría igual. Como él, ella prefería la misma riqueza de carácter, el mismo espectáculo vital y pleno de alboroto.
Quizás él ya era una reliquia del pasado y su amnesia era exacta. Lo recordó cuando tenía siete años. Reunía a sus compañeros de juego en un círculo y los entretenía durante horas con sus cuentos. Ya entonces su gran fuerza era la imaginación. Más tarde se dedicó a la literatura, como un pájaro se dedica a volar. Lo inquietante del salvaje mundo subterráneo de Dostoievski lo hizo su favorito... su ruso favorito. Curiosamente, su apetito por la literatura occidental era igualmente apasionado. Puso a Shakespeare en un pedestal aún más alto que el de sus héroes rusos.
Anna recordaba ahora que los agentes de Rook tenían la opción de dejar la organización al completar la primera misión. Su servicio, supuestamente aristocrático, tenía muchos privilegios de los cuales Kiss y Thule, sus contrapartes, no disponían.
Sloifoiski le dijo en varias ocasiones que tenía la intención de llevar a cabo una única misión.
Era conveniente, pensó Anna. Porque más grande que su amor por la literatura era su amor por la historia. De un modo extraño, se combinaban su naturaleza melancólica y el amor mórbido por la intriga y el misterio con la firme necesidad de descifrar los secretos del mundo.
En un sentido más profundo, Anna se dio cuenta que la misión de su hermano no era tanto de Rook como suya propia. Su verdadero propósito era acercarse lo más posible al desconocido y sombrío mundo de Thule.
En ese aspecto, el más importante de todos, Anna no podía serle útil. Quizá por eso ella se preocupaba tanto por todo lo demás, tratando dentro de sus posibilidades de ayudar de la mejor manera posible.
Miró a su hermano. Se lo veía feliz en un sueño perfecto y profundo. Eso era bueno. Necesitaba descansar, tenía que estar fuerte para los terrores de mañana.
Se estremeció al pensar en eso. Sólo había oído rumores, por supuesto, pero con su poderosa imaginación completaba los detalles.
Sloifoiski, a pesar de su intelecto maravillosamente perceptivo, su solidez de hierro y su excelente influencia hipnótica sobre la gente, era un individuo abúlico.
¿Por qué no se preparó mejor?, pensaba colérica. "¿Cómo sabía qué drogas y qué técnicas usarían?"
—Bueno, estoy cansada de pensar en eso —murmuró Anna que era aún más abúlica que su hermano.
Había una lámpara pequeña fijada a la cabecera de la cama.
Se levantó silenciosamente y apagó la Iuz.
Después se inclinó, miró a su hermano y muy suavemente lo besó en la mejilla.
CAPÍTULO DECIMOPRIMERO
RoloBumaleaven
El hombre en el cuarto verde artesonado en madera y a prueba de ruidos, se levantó bastante antes de salir el sol. Sufría de insomnio crónico, tenía el sueño muy liviano, desde que tenía diecinueve años dormía poco o nada, pero nunca bien. Desde entonces, acostumbraba a observarse en el espejo de la mesa de tocador luego de levantarse. Investigaba su imagen con una meticulosidad obsesiva, casi como si esperase que la cara que se reflejaba fuera otra y no la suya. Era una precaución necesaria. Necesaria para convencerse una vez más de que su mente estaba libre, libre de espectros e ilusiones que durante tanto tiempo lo visitaban acelerando el lento proceso de su enfermedad.
Satisfecho, vio sólo lo que los cuerdos ven, y volvió a la cama, hundiéndose con su gran peso, como en una temible caverna, en el grueso y suntuoso colchón. Cruzó las piernas pesadamente, empezó a estirar una media de tres cuartos azul sobre una pantorrilla rosa y fláccida. Tan pesadamente como se vestía, su brillante mente diagramaba el itinerario del día.
Para empezar, era espantosamente feo. De cara ancha, aporcinada, saltones ojos grises, pelo duro y blanco y grandes dientes de caballo. También era exageradamente gordo, pero esto no lo molestaba tanto como aquello, porque el orgullo de su obesidad, su estómago gigantesco, era el instrumento de su fama actual.
Llegó a Nueva York en 1967, más o menos diez años atrás. Como muchos de los agentes de Kiss, no fue sometido a la operación de transfusión de memoria que era obligatoria para los cobayos de Nueva York. Mantuvo una conciencia del futuro completa, que en este caso, abarcaba un lapso de cuarenta y cinco años en el Londres de 2159.
A Bumaleaven no le fue necesario falsear un pasado neoyorkino simulado pues ya tenía uno. Tenía la riqueza y el poder para hacerse inmune a preguntas personales, pretendiendo enojarse ante una impertinencia imaginada. Pero Bumaleaven eligió otra cosa, quizá debido a su temprano estrellato, la decadencia y la trágica locura que tanto lo afectó. Sólo para alimentar su desorbitada vanidad permitía que se conocieran los hechos fundamentales de su vida, sólo hasta ese punto. Por supuesto, había hecho los cambios necesarios de nombres y situaciones. Por ejemplo, los artículos del diario Times, que Sloifoiski leyó en la biblioteca de la calle Cuarenta y Dos, aunque los escribió Bumaleaven, eran reales en esencia. Por eso, la revelación escandalosa del American Mercury (¡Yo—jo—jo y un boing!) era una reproducción palabra por palabra de una publicación satírica inglesa de principios del siglo XXI. El autor del artículo fue comparado anacrónicamente al gran H. L. Mencken, ya fallecido.
Rolo disfrutaba muchísimo su papel de hombro del siglo XXI enmascarado como hombre del siglo XX. Parte de esto se debía al desprecio que sentía por la estupidez humana. Cuando discutía sobre psicología, le gustaba referirse a un término que acuñó personalmente. Lo llamaba "la polaridad vivo—tonto". Por lo tanto, un individuo era o vivo o tonto, y eso se le había grabado desde la época del colegio. Ese conocimiento guiaba profundamente el curso de la vida de este sujeto. El hombre inteligente actual iba siempre hacia abajo desde una plataforma segura de confianza mental en sí mismo. El hombre tonto negaba desesperadamente su vergüenza ante la sociedad, el maestro de escuela simbólico.
No es necesario decir que Bumaleaven, cuyo intelecto era tan grande como arrogante, colocó a la mayor parte de la humanidad en el sector "tonto" de la "polaridad vivo—tonto". Fue su intuición inmediata de la sensible inteligencia de Phillip Atio, la que esa noche en el cementerio de autos de Manhattan lo predispuso, más que ninguna otra cosa, a favor de él.
Pero había algo más. A Rolo Bumaleaven, como cabeza titular de Kiss se le confiaba la crónica de la vida entera de cada agente de Kiss una vez contratado. Los antecedentes de Phillip Atio eran especialmente absorbentes. Combinaban una mezcla curiosa de realismo e ilusión en la mente de Atio porque, a diferencia de la mayoría de los otros agentes de Kiss, fue reclutado directamente en Nueva York y no traído de afuera como un agente entrenado.
Phillip Atio llegó a Nueva York antes de cumplir diez años. Vino con su padre de Los Angeles, Los Angeles del siglo XXI. Como era un niño trastornado emocionalmente, apenas capaz de leer, se pensó que era necesario operarlo. Su padre, por supuesto, siguió el camino de cualquier otro cobayo. En el Los Ángeles del siglo XXI era el reverendo Alistair McWilliams, un predicador hippy, de una de las religiones psicodélicas extendidas por todo el planeta y de moda entonces. En Nueva York, después de su transfusión de memoria, asumió la identidad y recuerdos del reverendo Francis Wellington Atio, un hombre que vivió y murió casi cien años atrás.
Phillip, después de llegar a Nueva York, conservaba muchos recuerdos de su primera vida "futura". Por esta razón, muchas contradicciones de hecho, tiempo e historia perturbaron su joven mente.
Consultó a su padre sobre estas dificultades, quien, oportunamente, las catalogó como simples consecuencias de la desorientación emocional de su hijo. Como Phillip Atio siguiera insistiendo en que su nombre era McWilliams y no Atio, su padre lo sometió a una terapia hipnótica. Recién cuando Phillip cumplió once años, después de un tratamiento de hipnosis intensa, se encontró liberado de su "psicosis futurística de Los Angeles".
Aún ahora, Phillip Atio, instruido como agente de Kiss, tenía algunas alucinaciones, y Bumaleaven, amante del juego del gato y el ratón, no se preocupó en disipar ninguna de ellas. Por ejemplo, Phillip aún creía que Humphrey Bogart y W. C. Fields, que murieron ambos antes de la invención de los bancos transfusores de memoria, vivían actualmente en Nueva York como cobayos. No se daba cuenta de que cuando se construyó la ciudad artificial, se incorporaron muchos documentos y registros de personas famosas que no podían ser recreadas a través de transfusiones de memoria. Por eso en las filmotecas de Nueva York, había varias películas de Humphrey Bogart y W. C. Fields dando fe de la existencia de dos hombres que en la ciudad artificial nunca existieron. Kenneth Marlow, para tomar otro ejemplo, durante su vida no cedió sus recuerdos a los bancos de memoria. Por lo tanto, Kenneth Marlow no podía existir en la ciudad artificial como cobayo, aunque el libro que Atio leyó, Yo fui un travesti, podía existir, por supuesto, y existió.
Las dificultades que perturbaban a Atio, que no era un cobayo, perturbaban a miles de neoyorkinos que sí lo eran. De hecho, un entero campo de fuerza secreto de dos mil agentes fue colocado allí por Thule con el firme propósito de cubrir y disipar estas "obsesiones" o creencias falsas, una vez que surgieran. Por eso, un productor de cine que decidiera contratar un actor famoso que no existía, aunque sus películas sí, se toparía con un agente de Thule caracterizado como hombre de relaciones públicas, que explicaría cortésmente una indisposición indefinida por parte del actor. Ocurrió lo mismo con un entrenador de béisbol entusiasmado con las glorias deportivas de un jugador que, a diferencia de su fama, no existía. La difícil tarea estaba muy aligerada por el simple hecho de que agentes de Thule conscientes, entrenados afuera, tenían el control absoluto de las noticias metropolitanas y los medios de difusión. Finalmente, siempre quedaba un recurso... cuando no se podía aclarar una situación contradictoria... cuando un individuo en el nombre de la verdad estaba decidido a llevar a cabo un escándalo público... se lo liquidaba.
Dentro de todo, el experimento de Nueva York resultó maravillosamente bien, sin hablar del romano que fue una obra maestra. Era extraño y aterrorizante retroceder en el tiempo. Nadie en todo Nueva York, como no fuera un agente de Thule, sabía esto tan bien como Rolo Bumaleaven. Lleno de satisfacción y ya casi vestido, se estudiaba en el espejo ovalado con marco dorado que tenía sobre el tocador. La cabeza suprema de Kiss, con sólo Vladimir Sloifoiski como pequeña espina a su lado, había recorrido un largo camino.
Un largo camino. Sí, en efecto. Muy nerviosamente, como una idea tardía, Bumaleaven examinó su imagen en el espejo. No, los antiguos espectros e ilusiones que quebraron su cordura en el dolor del tormento, ya no estaban allí. Habían muerto.
Bumaleaven recordó con lucidez cristalina el día de su llegada. Recordó también, su cumpleaños... las agonías de su crianza y educación...
Era una estrella adolescente del burlesco londinense, que disfrutaba, en la atmósfera de histeria que caracterizaba al siglo XXI, un pequeño renacimiento. En verdad era un estrellato denigrante, alcanzado por la ostentación más vulgar de un exhibicionismo masoquista. Personificaba una "pelota—paleta" de juguete humana, que hacía rebotar a un enano una y otra vez contra su anormal barriga elástica. Tanto él como su compañero representaban bebés en pañales. El compañero, Stephen Bumaleaven, era su hermano. El deforme Stephen, aún vivo, era un esqueleto bien escondido en el armario de la familia Bumaleaven.
Recordó cuando ocurrió. Se había detenido ante la puerta de su camarín color marfil con estrellas doradas. Su acto, que era el principal, se adelantó siete minutos debido a un desperfecto mecánico que había eliminado el número anterior. Llegó por lo tanto siete minutos antes a su camarín. Caminaba silbando a lo largo del pasillo que llevaba al escenario pensando en esos siete preciosos minutos salvadores que le permitirían, seguir disfrutando en los brazos de Valda Fischer, su exquisita esposa judía—alemana.
Lo detuvo una voz conocida justo cuando su mano de amante ansioso estaba por tocar el picaporte.
—Quédate quieta, tonta. Me parece que viene alguien.
Era Gustavo Wilhelm Malden, el sensacional prestidigitador bávaro que, como su hermano, era un enano y cuyo gran acto cerraba el espectáculo del Burlesque, todas las noches.
Rolo no reconoció bien la otra voz, hasta que ésta expresó:
—No me importa, ¡cómeme, enano horrible, enano horrible, horrible, horrible!
Abrió la puerta despacio. Su primera impresión fue espantosa... Un monstruo con cuatro cuerpos y ocho brazos y piernas. Entonces, gradualmente, pudo separar el reflejo obsceno en el espejo del tocador, de la verdadera cosa que se agarraba grotescamente a la superficie de la mesa. Valda, desnuda, con las rodillas en alto y separadas, estaba boca arriba, con los ojos revueltos mirando el techo, con la ancha boca abierta como un perro cansado. En alguna parte de la abertura de sus muslos, como un extraño hongo rojo, estaba la gran barba peluda del prestidigitador bávaro, Rolo vio dos ojos rencorosos inyectados de sangre, buscar hábilmente su camino a través de un bosque aparente de pelambre enmarañada.
Seis meses después vio su primer demonio. Poco después de su divorcio abandonó Londres. Todo el dinero que había acumulado lo malgastó en un baño de autocompasión. Sin un centavo, se embarcó como marinero y se dirigió a Nueva York... la Nueva York del siglo XXI. Empezó a rodar por los montes Castkills, al principio con la vaga esperanza de trabajar como animador de fiestas, después, desmoralizado por completo, como astuto vagabundo.
Fue en un cierto amanecer despejado cuando Rolo, el vagabundo, encendió una fogata en un baldío. En los últimos seis días había dormido sólo dos horas cada noche. No sabía por qué lo afligía un insomnio tan terrible. Había descubierto que últimamente sus manos habían empezado a temblar, que notaba una palpitación desordenada en el corazón, como si la presión sanguínea le hubiera subido en forma extraordinaria e inundara su mente con fuertes y curiosas sensaciones de poder y alegría.
Elevó el pequeño espejo de mano más arriba de su barba preparándose para afeitarse, cuando lo vio. Estaba asustado y de hecho esperando alguna otra cara, la cara de mi monstruo reflejándose en el espejo sobre su hombro. Entonces se dio cuenta de que no era la cara de alguien ni la suya, ni la de ninguna otra persona. Era una cara espectral, un rostro sobrenatural, una visión extrasensorial.
Esto fue lo que vio: mucho más pequeño que su propio semblante tosco, era un lejano y borroso verraco que atraía con la mirada... un verraco prehistórico, con colmillos enormes como guadañas, ojos salvajes y blanco hocico.
Lo vio durante un minuto más o menos. Más tarde, su ánimo fue desde el terror extremo y la casi histeria hasta un deleite residual que llegaba al embelesamiento. Durante el día caminó sin rumbo por las montañas. Cuando cayó el sol se dio cuenta de que estaba trepando constantemente. Ahora estaba en una especie de cumbre de piedra, a miles de metros de altura, desde donde se dominaba un gran valle abierto, cubierto de bosques.
Nunca fue un hombre religioso. Cuando era niño adoptó el espíritu penetrante del atemperado escepticismo inglés. Pero ahora, con el sol poniente pintando el valle de un rojo sangriento, tocó su corazón la mano de una nueva fe que le infundía un temor casi reverente. Le pareció que el universo estaba bañado por un animismo primitivo y majestuoso. Se imaginó que el espacio estaba lleno de espíritus, rebosante de almas de hombres y animales. Llegó a la conclusión después de muchas horas, que luego consideró como de meditación religiosa, que el verraco prehistórico que vio en el espejo al afeitarse, era la encarnación de la parte animal de su alma.
Se regocijaba al pensar que semejante ferocidad... que el alma sobrenatural del porcino prehistórico... habitara bajo su floja cáscara exterior. Se le ocurrió que semejante criatura feroz estaba bien equipada para vengarse del hombre que lo convirtió en cornudo, y de cualquier hombre en todo el mundo que pudiera volver a hacerlo algún día.
Enfebrecido, empezó a pasearse en estado de excitación. Llegó la noche y la temperatura bajó de golpe. A pesar de eso, quizá porque tenía la presión alta y la cara y el cuerpo bañados en sudor, empezó a sacarse la ropa.
Treinta y cinco días después Jack, también un vagabundo, aunque no por elección, se encontró con Bumaleaven, que durante ese tiempo había construido una extraña cosmogonía de almas animales y humanas parecidas a las teorías de Pitágoras. Caminó cientos de kilómetros, desnudo o casi desnudo. La visión del lejano verraco prehistórico se repitió en su espejo por lo menos en veinte oportunidades diferentes. Además, era lo necesariamente astuto como para completar de a poco el gigantesco complot transcontinental que Gustave Wilhelm Malden le dirigía.
Jack descubrió a Bumaleaven sentado en una desprolija choza de troncos que él mismo había construido. Bumaleaven le dio la bienvenida de entrada, intuyendo que el pícaro atorrante italiano, de natural carácter vengativo y sagaz congeniaría con su espíritu asesino.
Frente al fogón improvisado, Bumaleaven se desahogó. Le contó a Jack sobre su éxito temprano, el dinero que acumuló, el engaño amoroso que había sufrido, su caída. Describió en detalle, con entusiasmo extravagante, el significado de la visión del verraco prehistórico, su repentina pasión por la desnudez, su intimidad, cual San Francisco de Asís con la madre Naturaleza y la complacida maquinaria del complot de Gustave Wilhelm Malden.
Jack escuchaba atentamente, sintiendo pena por él mientras doblaba los gruesos nudillos de sus manos macizas. Cuando Bumaleaven terminó fue el turno de Jack. Le contó a Rolo su formación como gángster en la zona Bedford Stuyvesant de Brooklyn. Cómo los asesinatos políticos y la piratería de la segunda mitad del siglo XX ayudaron a reflotar la mafia que se extinguía. Cómo por ser congénitamente inútil, estropeó todas las misiones que su Padrino de la Cosa Nostra le asignaba. Cómo, por último, traicionado en su único amor por la camarera de una heladería, decidió, siete meses atrás, alejarse de la sociedad.
Ya fuera que Jack, que consideraba a Rolo como un excéntrico del espectáculo más que un lunático peligroso, tenía un efecto tonificante, o que el ataque de Bumaleaven lo calmó por sí mismo, el hecho es que sólo dos días más tarde ambos vagabundos se despidieron para siempre de las montañas Catskill.
Otra vez en Nueva York, Rolo, con Jack como su inseparable criado fiel, se lanzó al mundo de los negocios. Trabajó afanosa y febrilmente, considerando su primer intervalo en el espectáculo como la maldición que provocó su castigo. En un año convirtió un negocio poco seguro de llantas de tractor en un éxito fuera de serie.
Fue dos años después que Bumaleaven, tirado en el mullido diván del consultorio del Dr. Thomas Marshall, contó la historia de su vida. Un impulso extraño de la mañana anterior hostigó a Bumaleaven, obligándolo a reflexionar sobre su estadía de delirio místico en las montañas Catskill.
Dos horas más tarde, el Dr. Marshall, un apasionado de los hechos, un inglés de ojos fríos como Rolo, pacientemente, con voz nasal y tranquila, comenzó a explicar. Le dijo a Rolo que había sufrido un ataque maniacodepresivo. Que el nudismo, la alta presión sanguínea causada por un desequilibrio químico, las visiones, las sensaciones trascendentales, más las caídas paranoicas, eran un todo sintomático.
La mañana siguiente a su visita al psiquiatra, empezó para Bumaleaven la investigación fetichista en el espejo que le duraría toda la vida. En un momento dado, en medio de su arreglo matutino, estudiaba su imagen con meticulosa concentración. Cuando ya estaba convencido que solamente veía su propia cara, y no alguno de los fantasmas de sus visiones en las montañas Catskill, salía. Diez años más tarde, Rolo, varias veces millonario, aún se sometía al fetichismo del espejo con una compulsividad obsesiva. Ahora era el dueño de la fábrica más grande de tractores y llantas para camiones de todo Norteamérica.
Cuando tenía cuarenta y cinco años y era uno de los empresarios más influyentes y poderosos del país, Kiss le hizo una proposición. Le presentaron el cebo más atractivo, una propuesta de dinero. A cambio de enormes sumas en efectivo, debía integrarse a la organización Kiss en el altamente clasificado Proyecto 1947.
Aceptó de entrada. Por una ruta no conocida, ni siquiera para él, Rolo y su selecta compañía: Jack, su hermano Stephane y el Dr. Thomas Marshall, fueron enviados en avión a Rusia. Una vez allí, fue acomodado en una elegante mansión frente al Central Park. Además, fueron puestos a su disposición Perry Noyes, un experto en seguridad de Kiss, y un veterano personal doméstico bien entrenado.
Siete años después Rolo Bumaleaven trazó su camino hasta el escalón más alto de la jerarquía de Kiss en Nueva York. La fecha, en el calendario de la Nueva York experimental, era 1964, más o menos diecisiete años después de lanzar el Proyecto 1947. Fue entonces que Bumaleaven, después de un lapso de más de treinta años, sufrió un segundo ataque maniacodepresivo.
Por último se le dio acceso a los expedientes de todos los cobayos de Nueva York. Leyéndolos al azar, encontró un nombre conocido... Gustavo Wilhelm Malden, que después de una transfusión de memoria, era Oskar Kurtz, piloto de aviones para escribir mensajes en el cielo, austríaco de nacimiento.
Rolo Bumaleaven nunca se enteró que sufrió un segundo ataque maniacodepresivo, que en los próximos tres años se repetiría en un tercer y cuarto ataque. Sentía el gradual despertar de las consecuencias provocadas por el affaire Gustavo Wilhelm Malden. Sabía que el olvidado pacto de las Catskill, el Beso de la Muerte con la Mafia, ejecutado por él y Jack, con Malden como la víctima, nunca se había llevado a cabo.
Esta segunda vez no tuvo visiones. No hizo ninguna experiencia con teologías extrañas ni trascendentales. En cambio, lo invadió un feroz deseo de malar, un impulso estimulado por todo el poderoso veneno de su gigantesco cuerpo de ciento cincuenta kilos. Eso, además de una curiosa fantasía megalómana, en la que obsesionado se imaginaba como el Vengador Personificado y el Destructor del Mundo de todos los demonios despiadados y perversos que alguna vez engañaron a un hombro o a muchos hombres.
Con la paciencia metódica y apacible que caracterizaba su genio empresario, su mente enferma buscó el instrumento apropiado para su venganza... un instrumento tan mortal, tan estupendo y todopoderoso que fuera digno de su megalomanía.
Tenía que volver nueve años atrás para encontrarlo. Había patrocinado una exposición de cubiertas en la Feria Mundial que se realizó entonces en California. Con el fin de demostrar la elasticidad y la fuerza de sus cubiertas programó un único acto, reminiscencia de su antigua actuación en el vaudeville. En él, un fuerte hombre de circo con los músculos del vientre muy desarrollados se paraba en una plataforma, con su cintura ceñida por una llanta de tractor marca Rolo. Otro hombre estaba de pie frente a este gigante de la cubierta, a menos de medio metro del borde. Lo que el público no sabía era que la cubierta no era una cubierta común, sino que estaba tratada con productos químicos para que tuviera una contracción formidable. En una serie de movimientos, demasiado rápidos para ser vistos, el fortachón se lanzaba, golpeando a su compañero con la cubierta, a la que éste se aferraba con rapidez. Luego tiraba hacia adentro su estómago arrastrando al mismo tiempo la cubierta y a su compañero. Después sacaba con violencia el estómago hacia afuera hasta hincharlo por completo. El efecto era muy parecido al que se produciría comprimiendo una bolita de vidrio contra una pelota de goma y luego soltándola. El compañero salía volando cinco o seis metros por el aire hasta un trampolín que lo esperaba. El público contenía la respiración, reía y luego aplaudía estrepitosamente.
Fue sencillo hacer traer esa cubierta al dormitorio a prueba de ruidos de su mansión, era una cubierta que se inflaba y desinflaba instantáneamente, por medio de baterías transistorizadas colocadas bajo sus brazos, de modo que todo ese maravilloso instrumento pudiera ocultarse debajo de una camisa suelta. Fue más sencillo todavía ocultarse en el baño de caballeros del avión para escritura aérea para esperar a Oskar Kurtz, alias Gustave Wilhelm Malden.
Tuvo el suficiente sentido común para no comentarle a los miembros de Kiss el incidente del desconcertante asesinato del avión, como también de los cinco asesinatos posteriores... cada víctima era un hombre que había engañado a otro hombre con su mujer... le contó a Jack, por supuesto y al Dr. Marshall de quienes dependía diariamente.
Todo esto, su vida en un solo instante, como suele decirse, pasaba por su mente mientras se observaba en el espejo de su tocador. Creía que estaba sano porque ya no veía visiones, ni verracos prehistóricos. No sabía que había sufrido un segundo, tercero y cuarto ataque maniacodepresivo. El Dr. Marshall, que a través de los años aprendió, con razón, a temerle a Bumaleaven, no tenía el coraje o la estupidez de decírselo. Así, en la mente de Rolo Bumaleaven todo estaba en orden. Estaba preparado para recibir a Vladimir Sloifoiski, quien llegaría en unas pocas horas.
CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO
Elinterrogatorio
—¿Tomó el LSD? — Perry Noyes encorvó su figura de un metro ochenta y tres como una navaja de bolsillo, como si quisiera apresurar la respuesta con sus ojos pequeños, como taladros.
—Sí —suspiró el Dr. Marshall. Su tensa voz nasal demostró un viejo fastidio hacia el desconfiado Jefe de Seguridad.
Estaban en un compartimento bajo y amplio, un cuarto aséptico con paredes de azulejos esmaltados, piso de cemento y varias altas luces brillantes. Había una refulgente pileta blanca de lavar al fondo del cuarto. Junto a ella, en un estuche de cuero abierto puesto sobre un pequeño estante de plástico, una colección de instrumentos cortantes de cirugía invitaban al uso. A cada lado del estuche de cuero se veía una jeringa, con el émbolo extendido, y uniéndolos, varias ampollas tapadas de medicamentos de diferentes colores.
—La ampolla y la jeringa —dijo el Dr. Marshall. Perry Noyes, que lo estaba ayudando, fue hasta el pequeño estante, tomó la ampolla, la rompió y llenó la jeringa.
—No tenemos mucho tiempo —apuró el Dr. Marshall—, la droga tiene corta vida. Sujételo. Busque la vena del antebrazo. Ahora.
Perry Noyes, fastidiado por el tono impaciente de pretenciosa autoridad en la voz del Dr. Marshall, tiró con violencia la parte de atrás de la cabeza de Sloifoiski, hasta que casi tocó su pecho. Usando la palma de su mano como cuña apretó con fuerza la vena del antebrazo de Sloifoiski. No se detuvo hasta que las venas se hincharon.
—Usaremos la vena del reverso de la mano —avisó el Dr. Marshall. sosteniendo la jeringa entre dos dedos gruesos manchados con nicotina. A su vez, Perry Noyes, sujetaba la muñeca fuerte, aunque ahora irme de Sloifoiski, con su garra de acero.
El Dr. Marshall pinchó varias veces bajo la piel, buscando la vena. Tiró del émbolo hasta que un chorro de sangre entró en la hipodérmica de vidrio.
—Está bien. Suéltele el brazo o se magullará —dijo el Dr. Marshall de mal humor.
Perry Noyes soltó con enojo y bruscamente la vena del brazo. Al mismo tiempo, el psiquiatra empezó a mirar su reloj y a inyectar la droga en la vena a un centímetro cúbico por minuto.
—De un momento a otro tendrá una liberación tremenda parecida a un vómito. Tenga la Megimida y el oxígeno a mano. Lo necesitaremos para traerlo en caso que vuele demasiado lejos.
El Dr. Marshall dio un paso atrás, los marcados rasgos de su anciana cabeza rubia se inmovilizaron en una complaciente calma. Con los índices levantó los párpados de Vladimir Sloifoiski. Detrás de los anteojos gruesos y macizos fijó la vista, con curiosidad clínica, en los ojos agrandados de su naciente. Cuando estuvo satisfecho con la aparición de la esperada mirada idiota y vidriosa, soltó los párpados de Sloifoiski como si fueran persianas levantadas y se frotó las manos con nerviosa satisfacción.
—Bien —dijo—. Ahora dígame, ¿cómo se llama?
Sloifoiski emitió sonidos confusos, o más bien una risita sarcástica, que parecía ahogada. Estaba sentado, en el almohadón forrado del banquillo de tres patas del médico, desnudo hasta la cintura. Lejos de sentirse deprimido, experimentaba un brumoso sentimiento de alegría en aumento. No se le ocurrió que la pregunta del Dr. Marshall fuera para él. La voz nasal y aguda, con el quejido metálico, parecía haber brotado de una pequeña máquina enterrada en la garganta del médico... su ansioso oyente, un hombre a kilómetros de distancia. A primera vista, las dos lunas de vidrio de los anteojos del médico le parecieron a Sloifoiski los restallantes cristales de pequeños telescopios. Luego se dio cuenta de que eran los ojos menores de microscopios gemelos insertados en la cabeza del doctor. La cabeza del doctor..., Sloifoiski se inclinó hacia adelante..., parecía irreal, una cosa muerta y fabricada. Tenía un temor paranoico, que sabía irracional de que, escondidos detrás de las grandes orejas rosadas del doctor, estuvieran los tornillos de hierro que identificaban al monstruo de Frankenstein.
¿Por qué estaba oscureciendo? Se apagaron todas las luces altas, excepto una enfocada en su cara. Se preguntaba vagamente si habría cometido un gran crimen y lo había olvidado. Sí. Era eso. Se trataba de un severo interrogatorio, como a un preso. ¿Estaba hablando? Enderezándose, se puso tieso para escuchar su propia voz. Pero parecía, en cuanto se escuchó hablar, que las palabras se perdían.
—¡Traiga a Phillip! Quizá sea más sensato con alguien que conoce.
El Dr. Marshall se volvió para encontrar una figura delgada que caminaba en la oscuridad circundante hacia el único haz de luz brillante. Mientras lo hacía, Sloifoiski se alegró que el tornillo de hierro delator no estuviera a la vista, detrás de las grandes orejas rosadas.
—¡Hola!, corazón, ¿me recuerdas? — murmuró Atio, apoyando una mano delicada en el hombro desnudo de Sloifoiski.
Para su sorpresa, Sloifoiski notó que la mano era demasiado pequeña, tan pequeña como la de una niña de cinco años. Se dio cuenta, y se preguntó por qué no había notado antes que Phillip Atio era hermafrodita. Dos cristalinos senos de amazona irrumpieron desde la camisa azul deportiva de Atio y se colocaron debajo de la nariz de Sloifoiski. Se echó hacia atrás. Trató de empujar al sonriente y seductor hermafrodita, pero sus brazos no obedecían. Advirtió que había alguien más en el cuarto. Un hombre gordo y gigantesco estaba parado detrás del Dr. Marshall. Tenía pelo blanco ondulado, dientes de caballo, y usaba una camisa grande como una vela, que ocultaba el estómago más extraordinario del mundo.
—Ahora está hablando demasiado rápido. En realidad sólo está delirando —dijo Atio, que había puesto su oreja a tres centímetros de la boca de Sloifoiski.
—Me llamo Vladimir Sloifoiski, me llamo Vladimir Sloifoiski —dijo Vladimir Sloifoiski.
Sintió que era importante decirlo. Recordaba su alegría y la sensación de revelación en la Estación Grand Central, cuando, luego de estar, vaya a saber cuánto tiempo, amnésico, descubrió su propio nombre. Empezó a recordar otras cosas también, hechos extraordinarios, dolorosamente vividos. Curiosamente, la coherencia y perspectiva de tiempo se habían mezclado para Vladimir Sloifoiski. Presente y pasado estaban unidos en una amalgama informe y variada. Desde la corteza de la oscuridad exterior, Rolo Bumaleaven, sumido en una sólida meditación, detuvo súbitamente su paso impaciente para pronunciar nuevas y amenazantes instrucciones al Dr. Marshall. Pero las palabras surgieron con lentitud exquisita, como en un trance, Sloifoiski, parpadeando, parecía ver un par de nalgas desnudas, una graciosa espalda arqueada y una adorable cabeza femenina, de perfil, apareciendo en la oscuridad. De pronto la cabeza se volvió para mirarlo, y la cara era la de su adorable romana. Parpadeó otra vez y la cara, la espalda y las nalgas desaparecieron. Recordó la mujer cálida y maternal que consultó apresuradamente en la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco. ¿Era su cara la que fruncía el ceño desde el montículo de la barriga de Bumaleaven?
Sacudió la cabeza lentamente, respondiendo a la vigorosa bofetada que le descargó Phillip Atio en la mejilla. Sabía que estaba reaccionando en forma ambivalente. También sabía que sufría alucinaciones y a la vez creía en ellas. Una sonrisa lenta, siniestra y maligna que parecía la beatitud de un idiota, creció en sus labios mientras recordaba las precauciones que él, Sly Fox, pocas horas antes de venir voluntariamente a la mansión, tomó para frustrar el interrogatorio de Kiss. Había tomado un antídoto para el pentotal sódico y otros derivados del suero de la verdad. Se inyectó adrenalina para neutralizar los efectos sedantes y narcóticos de diversas drogas. Confió en su amnesia, porque no conociendo nada, o casi nada de importancia, poco o nada podía revelar. Por supuesto había revelaciones... el contrato recuperado en el armario de la Estación Grand Central detallando sus obligaciones... sin hablar de la profunda y persistente certeza que le daba mil claras señales inconscientes, de que, en efecto, él era un agente enemigo y oponente declarado de Kiss y todo lo que ésta significaba.
Sloifoiski sabía que la confesión, o la sola mención de sólo uno de estos hechos explosivos serviría para agujerear violentamente el camuflaje psicológico que le llevó meses inventar y armar. Pero también tomó antídotos para prevenir esa contingencia. No, no declararía en contra suya. ¿Pero por qué estaba hablando, o más bien charlando, a un paso tan acelerado? Quizás estaba enfermo. Quizá por eso lo llevaban en una camilla. Y su nariz estaba golpeada y sangraba.
El tiempo se heló para Vladimir Sloifoiski. No sabía si había pasado un minuto, un día o un mes. Sólo sentía que había experimentado un cambio trascendental, la transformación de un estado de existencia drogada, que al menos era eufórico, a un segundo estado que, aunque relativamente tranquilo, traía aparejado un dolor insoportable. La transición estuvo marcada, recordaba, por su paso en la camilla desde el cuarto aséptico, ubicado en el sótano, hasta las habitaciones privadas de Rolo Bumaleaven en el sexto piso.
La oscuridad lo envolvía, allí, en esa cama enorme donde yacía, extendido. Algunas figuras se movían por el cuarto. Trató de dominar sus sentidos, en un esfuerzo por superar el dolor que recorría todos los nervios de su cuerpo, y no lo consiguió. Desde algún lugar a su derecha, un metronómico y persistente tic—tac, identificaba un pequeño reloj ubicado en una mesa de noche. Con lánguida ironía pensó en el reloj Westinghouse, la desagradable voz mecánica que, con insultos, lo atormentaba hasta despertarlo. Fue el principio de todo. Dos semanas antes de eso, salvo por algunos recuerdos de la infancia y de la adolescencia, se clausuraron las puertas de su memoria. Era como si ese reloj fuera una campana de alarma dentro de su alma, que le alertaba ante algún destino oculto, fabuloso y esencialmente misterioso; y sabía que continuaría persiguiéndolo hasta develarlo.
Habiéndose hecho más cómplices de la oscuridad, sus ojos delinearon una pantalla de cine colgada en la pared frente a su cama. A su derecha, más allá de! reloj y la mesa de noche, distinguió un proyector Bell Howell. Jack, el operador, con el caballete de la nariz combado y reconstruido, debido al codazo que le diera Sloifoiski meses atrás, estaba de pie solícitamente, esperando instrucciones de la forma monstruosa de su adorado ídolo y amo, Rolo Bumaleaven, que se hallaba en un rincón del cuarto como un buda negro.
Apenas levantó la cabeza de la almohada, juntando lentamente las limaduras de su memoria, el reloj extrasensorial de su cerebro le dijo que habían pasado tres días desde que llegó por primera vez a la mansión. Sabía que a pesar de la oscuridad del cuarto, era la media mañana, y sabía o más bien recordaba, que poco antes de la medianoche del día anterior, alcanzó y superó la crisis del interrogatorio. Yacía desnudo sobre una fría mesa de acero, con las muñecas y los tobillos atados. La cara de Jack revoloteaba sobre él. ¿Estaría vengándose de la mutilación de su nariz? Apretaba entre las dedos de su mano derecha la ardiente cabeza de un cigarro encendido que centelleaba amenazante. Ya había sido aplicada varias veces en distintas partes de su cuerpo. Ahora, como un corto y negro torpedo luminoso, apuntaba a sus testículos. Muy despacio, casi como el suspiro de un agonizante, Jack preguntó por centésima vez:
—¿Para quién trabaja, compañero? — mientras lo hacía, tabaco encendido y piel, la más sensible del cuerpo humano, se encontraron violentamente.
—Para nadie, nadie, nadie —gritó, luego cayó en un olvido del que regresó más tarde.
—Ya se recuperó. Empiecen la película. Tiene que recibir instrucciones si va a trabajar para nosotros —Bumaleaven hablaba gruñendo con un vigor explosivo, tan convincente como amenazante. El proyector empezó a funcionar. La pantalla se animó con lo que resultó ser una vista aérea desde un helicóptero de los vastos contornos topográficos del terreno montañoso conocido como la Nueva Roma.
Los ojos de Sloifoiski se escapaban de la pantalla y su información preliminar. Había sobrevivido al interrogatorio y por el momento estaba a salvo. Se preguntaba si estaría igualmente segura la joven a quien había llevado para que se le hiciese un electroshock, quien estaba sola en la ciudad, y según Atio, marcada para ser liquidada.
Sus ojos inquietos se adaptaron a la oscuridad, buscando a Phillip Atio. No estaba allí. Sloifoiski se preguntaba con qué mensaje mortal lo habría mandado Bumaleaven.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Lugar de observación
Frances Dradish estaba acostada en la cama doble con las mantas arrolladas. A su derecha, amplias ventanas francesas con marcos estilo Luis XVI, se abrían a un agradable balcón terraza. Nueve pisos más abajo, el tránsito de Park Avenue marchaba a paso de tortuga hacia y desde la encaprichada arcada gris que llevaba a la Estación Grand Central. A su izquierda, en la mesita de luz de brillante caoba, un cartón blanco con forma de carpa avisaba: "Para mayor seguridad por favor cierre la habitación cuando la abandone". Frente a ella había un aparato de televisión en colores, puesto sobre una mesa rosada con patas en espiral. En el cuarto de al lado había otro aparato similar instalado. En conjunto, había dos televisores, seis habitaciones, todas alfombradas de pared a pared, ventanas francesas y una terraza exterior en la suite del Waldorf Astoria.
Era un lujo insólito y enteramente delicioso para la hija de un contador desconocido, una joven que empleaba parte de su vida cosechando la miseria de los fracasos de los negocios de su padre. Así es como vive el otro lado, pensó con agitación, apiñándose en la cabecera sobre dos almohadas. Advirtió que una frescura hormigueante salía del poderoso acondicionador de aire y se deslizaba como un gato cariñoso por su cuerpo desnudo y relajado.
Maquinalmente, empezó a ordenarse el cabello con los dedos, recomponiendo los músculos faciales en una pose menos sensual y frunciendo los labios, como una joven que acaba de salir del agradable resplandor crepuscular posterior al estremecedor acto de amor. Miró la puerta ansiosamente, recreando en su mente la imagen del hombre de hombros anchos, que momentos atrás había sido obligado a salir. Con su típico infantilismo, se dejó envolver en una fantasía en la que el poder de su amor, como un apasionado imán, lo atraía a la suite centímetro a centímetro. Tres días atrás, precisamente a esa hora, el Dr. Feldstar, psiquiatra residente, la llevó a un extraño cuarto blanco. Pacientemente se esforzó en explicar los rudimentos del tratamiento de electroshock que le estaba por administrar. Pero ella no entendía el inglés que hablaba, porque aún no recordaba el idioma que había sido forzada a olvidar cuando le lavaron el cerebro. Pero intuía el pavoroso significado de la caja negra y los dos electrodos que tenía aplicados en ambas sienes. El Dr. Feldstar trató de calmarla, sin tomar en cuenta, engreídamente, que ella no mostraba ningún indicio de entenderlo, explicándole que ya no era necesario atar a los pacientes que eran sometidos a un electroshock para que sus cuerpos sacudidos y crispados por los voltios, no se cayeran de las camillas.
—Ahora —brillaba Feldstar, con una sonrisa de ratón surgiendo bajo su bigote rubio— existen las tan deseadas inyecciones de pentotal. Por lo tanto, el cuerpo no se mueve cuando pasa la corriente, excepto por un ligero movimiento de los párpados.
Desde la caja negra, lanzó dieciocho ataques a su cerebro y su cuerpo.
Las resultados fueron tan rápidos y milagrosos como quería Sloifoiski.
Ella era Frances Dradish, de veinte años, nacida el 4 de Octubre de 2047. Era ciudadana, o más bien había sido, de Chicago. Vivía con su padre, un contador que había enviudado joven, en uno de esos cuchitriles que en el siglo XX había sido un famoso hotel torre. Su primer recuerdo fue el de una salida de domingo, con su padre casi calvo y acosado, lanzando una risa de día de fiesta escandalosa y artificial, mientras arrojaba piedras al agua resplandeciente del lago, una tras otra, ante el aplauso de su hija. Su segundo recuerdo fue el de una inmensa estatua de Daly, un intendente del siglo XX, el último grande en la historia de Chicago, antes de que el gobierno estatal junto con los derechos de los estados, fueran tragados por el Comando de Decisión, una computadora de veinte mil millones de dólares que se encargaba, al menos en la mecánica diaria, de gobernar los Estados Unidos. Cuando cumplió cinco años, recordó que le fue permitido andar con su padre en la parte de atrás de una motocicleta, que era el único medio de transporte de la gente pobre. En su sexto cumpleaños se le dio la opción de cursar la telescuela, si su padre podía pagarla. La telescuela paga era sólo eso. Cuando se ponía dinero en la ranura, la pantalla se iluminaba con uno de los cien cursos de instrucción programada. Además de eso, se podían comprar cubos de celuloide, que contenían cada uno más de tres años de material de lectura en microfilm es. Por supuesto, Manny Dradish, quien tenía como el logro más preciado de su vida el haber sido el alumno que hizo el discurso de despedida en la graduación del colegio secundario, optó por la educación de su hija.
Naturalmente ella lo encontraba aburrido, porque era un paquete bien formado de energía en crecimiento, tan llena de buena voluntad y alegría como su padre era murmurador y terco. Era, tal como una cita de Kierkegaard, pura de corazón. Se acercaba a su universo, el horizonte de su futuro, con el deseo ingenuo de que la magia, el enriquecimiento y las maravillas desconocidas se le abrirían como flores una detrás de otra. No podía estar más equivocada. Cuando hablaba con los niños del barrio, encontraba que estaban de acuerdo con ella sobre la telescuela paga. Era muy aburrida.
Pero era más que eso. La mayor parte de lo que Frances veía en la televisión común parecía infectado con el mismo extraño aburrimiento. Viajes espaciales, la colonización de la luna, todo era un plomo. Recordaba, en especial, el desfile de bienvenida al Capitán Orlander, el astronauta lunar, a lo largo de la famosa avenida Broadway de Nueva York. El estruendo del aplauso que surgía de una multitud de alrededor de un millón de personas —para ese entonces Nueva York tenía una población de veinticinco millones— la ensordeció. Pero al examinar las caras de la multitud, descubrió que la apatía y el aburrimiento que ella sentía, los traicionaba en la mirada; que ellos, por no tener nada mejor que hacer, se movían como soldados de madera para presenciar el desfile de fiesta.
Aburrimiento y apatía, eso era. El siglo XX era sensacionalista y grotesco. Ahora era el tiempo del hastío. No era que no hubiese drogas en abundancia, ¿pero a quién le importaba? Lo sexual era totalmente permitido pero ya no ofrecía interés. Había clínicas de educación sexual donde iban los niños desde los ocho años y donde se permitía la copulación bajo vigilancia después de los doce. Fue aprobada una ley que obligaba a los padres a dejar marchar a sus hijos si éstos deseaban la libertad.
Cuando Frances tenía nueve años quiso la libertad, al menos sobre bases experimentales. Recordaba a la señora amable y maternal con hermoso pelo largo de princesa extendido sobre los hombros. Se sentaba en el suelo con Frances, explicando pacientemente, con voz dulce, mientras hojeaba las brillantes fotografías de la carpeta encuadernada en pergamino. La mayor parte de las fotos eran de niños y niñas de la misma edad de Frances, distraídos en diversos juegos. Montando caballos de madera, jugando voleibol, nadando, lanzando y atajando una pelota o quietos tirados al sol. Todos estaban desnudos.
—¡Allí, esos son mis hijos! — exclamaba la señora Rimer, con falsa excitación, como si hubiera hecho un descubrimiento—. ¿Ves que no hay nada malo en ello, Frances? No, claro que no, es divertido quitarse la ropa, ¿no? Te sientes fresca y libre, puedes correr más rápido, juegas mejor. Oh... Oh... pero recuerda Frances que no tienes que hacerlo. Oh... no hay nada que diga que tienes que hacerlo si no quieres. ¿Está bien claro querida? ¿Hay una ley sabes?
Frances asintió con la cabeza, preguntándose sonriente, por qué la señora Rimer parecía estar mucho más nerviosa que ella. La señora Rimer que se ponía poco a poco más inquieta, habló durante una hora. Luego se detuvo, tragando aire abundantemente, tratando de sonreír a pesar de su embarazo. Llegó al gran momento, el clímax, siempre la parte que se le hacía más difícil.
—Frances —empezó en el tono consciente y agonizante de la persona que hace un juramento para atestiguar—. ¿Tienes... oh... un amiguito?
—Sí, señora.
—Bien, y... oh... Siempre juegan mucho juntos... quiero decir, deben jugar mucho juntos, ¿no?
—También nos besamos, señora, si habla de eso. — Frances se rió, recordando una de las fotos que mostraba a un niño y una niña, desnudos, con las manos en los hombros del otro, con los traseros hacia afuera, mirándose y tocándose dulcemente con los labios.
—Me alegra oír eso, me alegra oír eso —la señora Rimer soltó un gran suspiro de alivio. ¡Qué diablos!, pensó, no soy mala, no soy una vieja verde, es todo por el bien de los niños, ¿no? Correcto. Asintió con la cabeza, establecida su culpa, contenta de que su papel como juez hubiera terminado y empezó a hablar muy rápido.
—Bien, querida. Hay una película que tendrías que ver, no tienes que hacerlo, métete eso en la cabeza, pero deberías verla. Hay un proyector y una pantalla en el cuarto contiguo. Se llama Es divertido ser travieso, en realidad es sobre juegos de besos entre pequeños niños y niñas, chicos buenos, Frances, y realmente debieras verla, aunque no es obligación, te daré una idea mejor y más clara del asunto, de lo que se supone harás más tarde si vas a la clínica.
Frances asintió. ¿A qué le teme la señora Rimer? Yo no tengo miedo, pensó.
Se pusieron de pie y se dirigieron hacia el pequeño cuarto a la derecha. Estaba muy oscuro, pero la señora Rimer, después de sentar a Frances, se movió con mucha seguridad, pues ya lo había hecho antes unas cien veces, fue hasta el proyector y lo hizo funcionar. En la pantalla ancha y clara aparecieron dos alegres siluetas en movimiento tomadas de las manos, un niño y una niña, ambos desnudos. El título, Es divertido ser travieso, se leyó en la pantalla con letras de dibujos animados acompañado con música de calesita. Luego hablaron dos voces menudas y chillonas, identificándose como el héroe y la heroína. Con la ayuda del alegre comentario doble comenzó la aventura en brillantes colores. Consistía en una serie de viñetas juveniles, con la premisa remarcada una y otra vez por los rudos narradores, que todos tenemos deseos reprimidos, "todos" era la fraternidad de todos los niños, y que es lindo, bueno y saludable y no malo, que los expresemos. En la pantalla se vieron algunos episodios de rebelión infantil... tiroteos con bolitas de papel mascado cuando la maestra estaba de espaldas, las paredes del pasillo de la escuela estropeadas con dibujos en tiza, piedras arrojadas a través de las ventanas de la clínica. El episodio final, que se desarrollaba en el tiempo que restaba, mostraba al héroe y la heroína jugando, en una lenta escena, al doctor. La proyección fue ilustrada con una vista de sus órganos sexuales, con otra en que tomaban un baño juntos, una más en la que estaban tendidos en la misma cama y una escena final en la que apagaban las luces y se recorrían mutuamente los cuerpos con una serie de largos besos exploratorios. Luego cuando la película se oscurecía con un crescendo de música de calesita, había un vago esbozo, casi una sugestión sublime de que el niño montaba a la niña.
—¿Bien? — preguntó la señora Rimer, encendiendo las luces.
—Sí —¡qué diablos!, pensó Frances, debe ser divertido.
Frances permaneció dos días en la clínica.
El primer día fue muy placentero. Se desvistió junto con otros cincuenta chicos, tomó un desayuno comunal, se duchó en un cuarto de baño estilo barraca, vio una película en el salón de actos, titulada La clínica en que vives, jugó durante varias horas en un gimnasio gigantesco, caminó varios kilómetros, nadó en un lago, comió y se fue a dormir.
El segundo día significó, posiblemente, la peor experiencia en la vida de Frances. Estaba caminando por un pasillo de la clínica y se detuvo ante un surtidor de agua. De repente, sintió que una mano le tocaba las nalgas; se levantó asustada y se pegó con fuerza la cabeza contra la pared, luego giró violentamente y se encontró con un chico alto y flaco con enfermizos ojos celestes, pecas y una boca llena de dientes amarillos manchados por la nicotina. Frances no supo qué decir, entonces expresó su protesta silenciosa con su mejor cara de enojo. El chico, que a Frances le pareció de unos trece años, apoyó una pesada mano en su hombro, aparentemente avergonzado. Inmediatamente deslizó una mano atrevida entre sus muslos, y Frances sintió una sensación que nunca había experimentado antes. Estaba por gritar, gritar la peor mala palabra que sabía, cuando de pronto otra mano, una mano nueva, la agarró desde atrás y le tapó la boca brutalmente. Fue arrastrada a un pequeño cuarto vecino, una especie de despensa, allí había dos niños que esperaban fumando en silencio.
—¿Una nueva?
—Sí —dijeron dos voces en la oscuridad.
Ella gritó más fuerte, casi desesperadamente, y tanto como que se creía capaz, pero el grito no tenía voz, estaba ahogado en silencio por la dura palma que le apretaba los dientes.
Sintió que algo como un instrumento la penetraba, y después un líquido dentro de ella que se confundió con su propia sangre.
Esa misma tarde, estaba sentada muy quieta en la oficina de la señora Rimer, mirándose los nudillos blancos mientras la mujer hablaba.
—Y bien, querida, me imagino como te sientes. Oh... naturalmente, los jovencitos involucrados tienen una versión muy diferente de lo que ocurrió... oh... si quieres insistir en el asunto, yo podría remitirlo al Tribunal de Niños para una audiencia inmediata... por otro lado, si estás muy perturbada querida... oh... no tienes que permanecer en la clínica, puedes, puedes irte a tu casa.
Frances volvió a su casa. Nueve años más tarde el incidente quedó profundamente oculto en su inconsciente, se paró en la misma esquina en que se pararía casi toda su vida, mirando fijo las mismas olas heladas del mismo lago Michigan. Se había graduado el año anterior en la telescuela paga, y tuvo una pulsera por certificado. En los años que siguieron hizo muchas amigas, demasiado numerosas para contar con ellas, todas mujeres. Era un consuelo, de todos modos, para ese hecho aterrador de su existencia... esa vida, compartida con multitud de personas con ingresos similares, era angustiante y opaca, extremadamente rutinaria y, aunque abundante en placeres, totalmente desprovista de alegría.
Fue en ese estado mental de melancolía, que apareció él, alto y buen mozo, sentado en el asiento tapizado en cuero de la nueva y centelleante Harley—Davidson. Era un guardabosque, uno que "se había cortado hacia los viejos tiempos", un protector del querido terruño en el norte de Illinois, territorio que desde hace más de diez años había sido despiadadamente desindustrializado gracias a la radicación de toda la tecnología y las finanzas en unas pocas ciudades claves... Nueva York, Los Angeles y Chicago... a quien bajo el amparo del Comando de Decisión en Washington le fue permitido representar lo que se llamó eufemísticamente "Norteamérica Urbana". Su nombre era Hanson, "Handy" Hanson. Tenía ojos grises y vivaces, la nariz partida una o dos veces, una sonrisa cuadrada llena de perlados dientes blancos que brillaban como neón, una personalidad alegre y despreocupada y la figura del campeón mundial de los pesos pesados confesando que había sido su sueño desde niño... y por qué no, decidió Frances... un joven que reprimía las excitaciones sexuales desde la pubertad y estaba harto de hacerlo.
Cuarenta y ocho horas después pasaban más allá de los límites de Chicago, penetrando en la parte más alta de Illinois. Ahora sólo con un corpiño puesto, Frances estaba tendida sobre un almohadón de hojas y ramas, que "Handy", experto habitante de los bosques, acomodó en poco tiempo, ella dirigía su ángulo visual cuidadosamente a través de los árboles diseminados hasta que pudo ver perfectamente la pálida lenteja de la luna, y decirle adiós al mismo tiempo que a su virginidad. La primera vez no tuvo importancia.
Fue inexplicablemente aburrido... ni horrible, ni repulsivo, ni destructor del yo. No provocó culpa ni lastimó su carne... ni siquiera gozó... sólo fue aburrido. Por cierto —reflexionó— lo que había de malo en él, era lo mismo que ella había descubierto de malo en el mundo, o al menos en la ciudad en la que vivía. No era que a la gente le importara demasiado que el gobierno, a través de un exceso de conciencia social y amor por sus individuos, los tiranizara con un millón de reglas de conducta, aunque era cierto que la vida era enfermizamente regulada. Era exactamente lo opuesto. A nadie le importaba, en especial al gobierno. Él Comando de Decisión, que manejaba casi toda Norteamérica, no era la horrible realización de un monstruoso grupo de hombres sedientos de poder. Más bien, era la solución más rápida y cómoda al problema multidimensional de gobierno, encontrada por los burócratas abúlicos y aburridos a muerte, quienes a su vez, reflejaban el cansancio en aumento de la gente que los eligió. Claro que había tabúes, cientos de ellos, impuestos por el Comando de Decisión a los ciudadanos, con el fin de coordinar el funcionamiento diario de una gran masa de vida, buscando que fuera lo más feliz posible. Pero dentro del sistema de tabúes y leyes, había libertad... libertad para inocularse con cualquiera de las cincuenta drogas para borrar la realidad; libertad para dar rienda suelta a todo tipo de orgías, por supuesto a través de centros controladores de la vida sexual; libertad para una existencia vegetal perfectamente primitiva, colmada de felicidad artificial y euforia de laboratorio.
Fortificada por su nuevo papel de filósofo, Frances no movió un músculo cuando la luz amarilla del errabundo patrullero de autopista O'Hara, placa número 7562, rozó, quizá demasiado detenidamente, su cuerpo desnudo. Frances olvidó que era un delito fornicar en público, pues eso podía ocasionar un contagioso e incontrolable crecimiento de erotismo en la gente. Quizá pueda salirme de ésta, pensó Frances mientras se vestía airosa y sonreía a los ojos azules, quietos y curiosos del oficial de policía.
No pudo. Fue llevada a la Cárcel de Mujeres de Norteamérica, centralizada en la calle Bouchet en Los Angeles, California. La enorme y deformada institución, era la misma, excepto el sexo de la clientela, que cien años antes había albergarlo una buena parte de los marginados, rufianes y criminales de aquellos días.
Frances recordaba bastante sobre el derecho penal que había estudiado como para saber que el derecho del ciudadano a salir en libertad bajo fianza era poderoso y en cuestión de horas, cuanto mucho un día y medio, podría salir libre. Con esa idea pudo tolerar el odioso primer día... la enervante y claustrofóbica espera en el "tanque" en compañía de prostitutas, lesbianas y ejemplares anormales y degenerados... la ducha pública y el examen de partes íntimas... el humillante recorrido a lo largo de interminables pasillos acolchados... las puertas de hierro electrónicas que se abrían y cerraban como trampas... el espectáculo de la comida estilo militar, en la enorme sala de rancho para soldados... las celadoras de la cárcel con brazos como troncos de árboles, con los culos adornados con cachiporras y esposas, con las bocas trabajando como tijeras, ladrando órdenes... y por último el encierro final en una horrible celda con cuchetas; donde dormían cuatro degeneradas.
Precisamente veinticuatro horas después, Frances estaba libre. En medio de la noche, el sistema público de direcciones conectado a su celda, gruñó su nombre. Se despertó de un salto. La voz le dijo que fuera a la Recepción Central. En la Recepción Central se le informó que la fianza había sido arreglada. Bajó hasta el cuarto de absoluciones, cambió la ropa de cárcel por ropa civil. Luego fue a un pequeño mostrador y recogió sus efectos personales en un sobre de papel manila. A la derecha de ese mostrador había un tubo largo, abierto en su base, que operaba neumáticamente, lanzando papeles, correspondencia de la prisión u ocasionales órdenes de arresto. En el caso de Frances la hoja rosada era una orden de detención.
En el furgón azul y blanco que la llevaba al aeropuerto de Los Angeles, Frances revivió los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Sólo uno, aunque todos eran una pesadilla, parecía fuera de lo normal. Ocurrió después de pasar por el común examen de partes íntimas. Se le pidió que subiera a un pequeño cubículo, donde un médico le preguntó si había sido hipnotizada alguna vez. Respondió que una vez, mucho tiempo atrás, en un espectáculo de magia, donde ella se ofreció como voluntaria, y demostró ser dominable. Luego el médico la miró, marcó algo en el papel y la miró otra vez.
¿La habría hipnotizado el médico sin que ella se diera cuenta? Frances se lo preguntaba mientras subía al avión que la llevó al piso especial de la Clínica Mayo. Su existencia era un importante secreto de gobierno. ¿Qué significaba el "cobayo", que leyó en la boleta de detención rosada? ¿Explicaba el tratamiento que había recibido en la Clínica Mayo y más tarde en el Instituto Pavlov de Moscú? ¿La pesadilla de los electrodos atados al cerebro, el condicionamiento de la conducta, la mente borrada... explicaban que... bueno, lo explicaban?
Frances saltó de la cama, un frío de temor le corrió por la espalda. Para distraerse se acercó a las ventanas de estilo francés y se quedó mirando durante un rato largo el acelerado tránsito de la Avenida Park. Cerró con cautela las puertas de su mente a sus recuerdos desdichados. Sintiéndose más animada, y avergonzada por su exhibida desnudez, regresó al refugio de la cama y se cubrió con la sábana.
Comenzó a pensar en la parte buena. Tenía una suite en el Waldorf Astoria, un cuarto con una linda vista. Y mañana otra vez... modestamente, se apartó de su propio pensamiento, recordando en cambio el pedacito de papel doblado dentro del sobre, que la esperaba, junto con sus efectos personales en la mesa de entrada del Bellevue. Discretamente le daba una dirección, un cuarto reservado a nombre de Louise Frankel con instrucciones para llegar al lugar. Luego, avanzada la noche, llegó Sloifoiski, con aspecto increíblemente deprimido, pero sonriendo. La tomó en sus brazos, dejando para luego todas las preguntas. Hasta el día siguiente. Fue la primera vez que ella hizo realmente el amor. Tuvo orgasmos maravillosos. Se convenció de que los brazos de Sloifoiski más que envolverla, le aseguraban una promesa silenciosa pero sagrada, de protegerla siempre.
Llevada por el embeleso hasta una especie de regocijo vertiginoso, volvió sus ojos a la puerta, y repitió la fantasía de atraer nuevamente a su alejado amante.
El llamado a la puerta, suave pero autoritario, apenas la sorprendió.
—¿Quien es?
—Yo, Sloifoiski.
—Está abierto —dijo Frances, preguntándose por qué no estaba asustada en lo más mínimo.
La puerta se abrió lentamente. Cuando estuvo abierta hasta la mitad, el croquis de una cara se escurrió a lo largo del margen de la puerta, y apareció un ojo derecho, que la miraba. Luego un brazo rosado, como el brazo de un maniquí avanzó por la rendija de la puerta. ¿Había vuelto Sloifoiski y le había traído un regalo? No, no era él. La voz había sido imitada impecablemente, pero no era la de Sloifoiski. Tampoco era su ojo derecho. Pero el brazo... el brazo no era el de nadie, más bien no era humano. ¿Por qué se abría así la palma? ¿Qué era esa luz?
Quería gritar, pero en forma misteriosa, la mano, con tanta seguridad como aquella otra mano que la había arrastrado hace tiempo, la hipnotizó, ahogando su voz, mientras una ráfaga ardiente de napalm se movía como un rayo hacia el agujero que era la boca de Frances Dradish.
CAPÍTULO DECIMOCUARTO
Nuevavisita a Roma
Los dos hombres estaban sentados uno junto a otro en el pequeño helicóptero militar. El helicóptero estaba ubicado más al fondo del hangar de la montaña que la primera vez, y un tractor de granja, enganchado a la base de las ruedas, empujó con cuidado ese insecto de metal hasta la arenosa zona de despegue.
Una vez suelto el tractor, dos hombres treparon por una escalera corta de acero hasta la elevada cabina y se sujetaron a los asientos. Estaban listos para el despegue. Los dos mecánicos en tierra levantaron los pulgares y Phillip Atio se recostó para hacerse cargo de los controles. Apretó el botón de arranque y, luego de un inevitable carraspeo inicial, el motor se encendió con energía y las fuertes paletas empezaron a girar. Mirando sobre su hombro, Atio controló el zumbido del rotor de cola. Cuando la aguja del indicador de velocidad del rotor se aproximó a 190, soltó los frenos de las ruedas y tiró suavemente del nivel de inclinación. El helicóptero tembló, como si fuera arisco al aire, produjo una sacudida y empezó a elevarse. Atio retrajo las ruedas, le dio a la máquina dirección izquierda y empujó la palanca de gobierno lejos de su cuerpo.
Estaban en vuelo.
Cuando alcanzaron cuatro mil metros de altura, Atio niveló y se mantuvo. Sloifoiski, tenso como nunca, se relajó en el respaldo de su asiento, miró brevemente el cielo azul brillante que se desmadejaba a cada lado de él y encendió un cigarrillo. Se produjo un chillido de estática en sus auriculares y el Control Aéreo Alpino —así dijeron llamarse— pidió cortésmente a Atio que se identificara. Lo hizo de inmediato, por medio de una serie de números de código, que parecieron satisfacer al Control Aéreo Alpino y después cortó la trasmisión.
Aterrizaron en el misino suelo calcinado y empapado de sol en que lo habían hecho antes. Sloifoiski, que disfrutaba la experiencia refrescante y novedosa de saber a qué atenerse, miró en forma instintiva en la dirección en la que el comandante con cara de piedra se aproximaba rápidamente, intercambiaron un saludo sin palabras, a través de señas con la cabeza, gruñidos y miradas significativas entre los tres conspiradores, o mejor dos conspiradores y un traidor.
Comenzaron enseguida su marcha hacia el oeste. No pasó mucho tiempo hasta que alcanzaron el meándrico confluente de la muchedumbre que se arremolinaba con excitación hacia la costa y el mar que llamaban Mediterráneo. Anochecía y se aplacaba la temperatura sofocante de la tarde. Para cuando hubieran atravesado la distancia que había hasta la costa, habría luna llena sobre el pequeño puerto, brindando mucha luz para el deseado milagro del mar, eso si las instrucciones meteorológicas que recibió en la habitación de Bumaleaven eran exactas.
En camino, hacia las afueras de Roma, pasaron los famosos acueductos, el Tepula construido en el año 125 a.c, y el Julia en el año 33 a.c. Sloifoiski miró y se maravilló ante la abundancia de casas apiñadas y de calles peligrosamente angostas y atestadas. Desde alguna parte del borroso pasado de las lecciones de historia de su infancia recordaba y reconocía los muchos edificios de material, con fachada de piedra. Tuvo un placer infantil, casi pedagógico cuando identificó el Tabulario u Oficina de Registros Públicos, levantado al oeste del Foro por Catulo Quinto, el cónsul del 78.
Ahora estaban fuera de esa colmena urbana que era Roma. Más y más frecuentemente se acercaban a las pequeñas granjas, villas y palacios, que con sus estatuas, vajilla de plata, muebles de maderas exóticas, antigüedades griegas, columnas de mármol y géneros teñidos con costosas púrpuras de Tiro, eran los favoritos de las clases altas. Ocasionalmente se cruzaban con un vendedor ambulante de cacharros, cristalería o alhajas. Luego estaba el pequeño altar del dios Hércules a la orilla del camino, el dispensador de todos los bienes terrenos a los ojos de los romanos, que aparentemente sólo el ojo singular de Sloifoiski detectaba, haciéndolo pensar, a la vez, en el templo de Marte el Vengador, levantado por Augusto en el nuevo Foro, el templo al endiosado Julio en el viejo Foro, lugar donde fue quemado el cuerpo de César, y por último en el Monte Palatino, el resplandeciente templo de Apolo, a quien honró Augusto como el hacedor de la victoria sobre sus rivales y salvador del estado de desorden de las Guerras Civiles.
Al fin llegaron al diminuto puerto costero en la orilla occidental de Italia. La multitud que llevaba en su oleaje a Sloifoiski, Phillip Atio y el comandante, ahora se mezclaba con una mucho más tumultuosa, de decenas de miles de personas. Había gente trabajando, esclavos, libertos, pretorianos, legionarios y extranjeros, así como también senadores agrupados en una gran herradura de silenciosa humanidad. Estaban extasiados ante el acuático monstruo mediterráneo anclado a menos de cien metros de distancia y encerrado entre dos pequeños barcos romanos. El triple banco de remeros colgaba del casco como brazos sin vida.
Por un momento Sloifoiski estuvo sumergido en una gelatina de brazos, hombros y espaldas. Luego, liberándose, alcanzó un punto ventajoso al final de la muchedumbre. Con el campo de visión intacto, miró los ojos de lince del verde monstruo marino. Al hacerlo, emitió un involuntario silbido de admiración inspirado por el miedo. Aun sabiendo que era un falso Frankenstein, una cosa de pintura, espuma de goma y gas, y seguramente hundible si la bala correcta se dirigía a alguna parte cerca de la saliente de la frente, se encontró a sí mismo, junto con la multitud, dando un instintivo paso atrás, cuando la cosa, flotando pesadamente, se movió hacia el puerto.
Pero Sloifoiski tenía la bala exacta. Escondido dentro de un pliegue de su toga estaba apretado, tranquilizadoramente, el frío acero de una automática de gran alcance con el caño alargado por un poderoso silenciador. Veinte metros más adelante, en un nivel algo más bajo de la ligera pendiente en que estaba, distinguió la elegante cabeza calva de Phillip Atio precipitándose a diestra y siniestra en busca del desaparecido Sloifoiski. A unos tres metros enfrente de Atio estaba el comandante, con las manos en las caderas, esperando complaciente la llegada de la bestia y el caos que sobrevendría.
En posición de disparo, sosteniendo la pistola con ambas manos, la boca del silenciador a sólo unos centímetros de la cabeza de un esclavo petrificado, imaginó un centro de blanco en medio de la frente saliente, el área de máxima vulnerabilidad. Sabía que estaba disparando a una cosa construida en las fábricas de Bumaleaven, enviada por avión, embalada y armada clandestinamente. Pero para esta multitud extasiada de romanos de cerebro lavado era algo muy distinto y mucho más grande que eso. Quizá, para estos antiguos creyentes saturados de superstición, era nada menos que el Dragón, la refinada divinización del gran dominio infrahumano del submundo acuático de Júpiter. Con la llegada de este Dragón, con cuernos y bigotes adornando su cara de ballena y numerosos apéndices alelados sobresaliendo de su cuerpo grasiento, surgiría una nueva religión, la religión del ello, que adoraría a hombres—peces de cuerpos suaves y cubiertos de mucosidad, hombres que podrían reemplazar y, finalmente destruir a los populares cultos paganos, y a la joven secta cristiana, que aún sufría los dolores del parto.
Sloifoiski se preguntó a sí mismo el porqué de sus acciones. ¿Era la simple instrucción que descubrió en el armario de la Estación Grand Central que le ordenaba infiltrarse e invalidar a Kiss? ¿Era una compulsión oculta y programada de actuar de este modo y de ningún otro al sentirse un juguete, objeto de innegables impulsos secretos? ¿O era, trascendiendo eso, más bien una obsesión metafísica, una búsqueda para internarse hasta los resortes ocultos de una organización despiadada de Proyectistas del Mundo que, con los medios y la intención de contener la creciente del tiempo, decidían con arrogancia sumergir segmentos del mundo en antiguos y venerables eones de la historia?
Cualquiera fuera el motivo, se jugaría el todo por el todo hasta la última carta. Sloifoiski apretó el gatillo. En su imaginación, ya escuchaba el silbido del gas escapando de la frente del Dragón. Si su bala pegaba en el blanco, habría una desilusión ridícula seguida del inmediato colapso y hundimiento de la bestia.
Llegó antes de lo que esperaba. Apenas pudo arrojar a un lado la pistola y la funda entre los pies apurados de la multitud, cuando vio al sorprendido Atio acercarse en su dirección.
Calmando mentalmente los latidos de su corazón, Sloifoiski se abrió camino a través de la turba de cuerpos agitados, aunque visiblemente aliviados, preparando una excusa para justificar su ausencia.
CAPÍTULO DECIMOQUINTO
ElWaldorf Astoria
—En realidad es contra las normas, señor —el hombre de casaca verde y botones dorados sonrió con su mejor sonrisa de colaborador del gerente a cargo del departamento de quejas.
—Está bien. Tome —con la seguridad que le daba saber que los ayudantes de gerente eran simples sirvientes de hotel adornados con un título falso para calmar huéspedes irritados, Sloifoiski puso intencionadamente un billete de veinte dólares en la mano marchita del viejo de cabello cepillado.
Éste asintió gentilmente, con una rápida sonrisa en su cara alargada con nariz de pico. Se levantó del puesto de gerente ubicado en el centro del salón de entrada, y asumiendo el modo apurado de un hombre de negocios, sus dedos huesudos tomaron gentilmente el brazo de Sloifoiski, que tenía el aspecto de alguien que no ha dormido en dos días, y lo guió rápidamente a través del hotel.
El registro de huéspedes que buscaba no estaba en el escritorio de enfrente. Entonces, dando una vuelta rápida alrededor de la oficina del cajero, fue hasta la puerta que decía Oficina de Seguridad, la abrió y entró. Al, el jefe de seguridad, un ex—policía semicalvo, con una vieja arma enfundada y amarrada a sus grandes muslos, estaba sentado detrás del único escritorio en el cubículo de dos por tres. Las paredes estaban empapeladas con fotografías de prostitutas notorias que se dedicaban a merodear por los pasillos de los hoteles, forzando cerraduras y robando a los huéspedes.
Cuando el señor Sheflin, el colaborador del gerente, pidió ver la lista de registros de la semana anterior, Al, deslizando una de las cincuenta llaves que colgaban de la cadena de su cinturón, le informó que el ayudante ejecutivo del gerente, por alguna razón desconocida había ordenado poner la lista en el depósito de abastecimiento y bodega.
El Sr. Sheflin, que se movía nerviosamente, más que con rapidez, volvió a cruzar el salón de entrada del Waldorf Astoria hasta el ala del hotel que mira hacia la calle Cincuenta y Uno. Luego de pasar una fila de cabinas de teléfonos públicos, llegó a una puerta cerrada sin marcar, la abrió, entró y con algo de impaciencia hizo que Sloifoiski lo siguiera. El cuarto no tenía muebles, salvo una pequeña mesa para escribir. Amurada en la pared del fondo había una caja fuerte con una poderosa cerradura de combinación que tenía la puerta abierta.
Una vez que cerró y echó llave a la puerta de la bodega, el señor Sheflin respiró con más facilidad y desabrochó su casaca. Al abrir totalmente la puerta de la caja fuerte, su ojo experto vagó entre el montón de diversos papeles de colores, hojas, declaraciones juradas y fichas para archivo. Luego de un minuto o dos, arrancó confidencialmente una hoja grande escrita a máquina. Estaba por mover su silla giratoria para quedar frente a la mesa de escribir cuando una satinada carpeta azul con un título impreso que decía Registro de Dirección y Control de Pérdidas, se asomó desde un estante esquinero llamando su atención. Lentamente, el señor Sheflin puso a un lado la hoja escrita a máquina, abrió la carpeta azul y comenzó a leer lentamente, o más bien releer, el curioso documento que tanto lo fascinaba. Cuando terminó, los ojos azules acuosos que se volvieron para responder la mirada perturbada e impaciente de Sloifoiski, estaban pensativos y llenos de asombro.
Entonces, adivinando una incipiente chispa de interés en Sloifoiski, el señor Sheflin, al modo de un hombre que se balancea en el umbral de la vejez, empezó a explicar, como si hablara más para sí mismo que para el auditorio.
—Es una cuestión maldita. Verá, esto que tengo aquí es el Registro de Dirección y Control de Pérdidas. Está hecho por nuestra compañía de seguros. Sirve más que nada para prevenirnos contra posibles áreas de peligro, en las que el público puede ser herido, para recomendar medidas de seguridad y proporcionar consejos técnicos apropiados. Pero, algunas veces, por pedido especial nuestro, la división de ingeniería de la compañía de seguros hace un análisis del edificio y los materiales. Eso significa que inspeccionan la estructura completa, desde el punto de vista del desgaste de material, resistencia de los cimientos y desmejoramiento general por el tiempo. Bueno, esto es lo que informa la carpeta azul. Excepto una cosa. Oh... ¿qué edad piensa usted que tiene este hotel, el Waldorf Astoria?
—Creo que unos cincuenta años —contestó Sloifoiski.
El señor Sheflin mostró un deleite mordaz.
—Claro, claro. ¡Por supuesto! Pero ahora adivine qué dice este Registro de Dirección y Control de Pérdidas sobre la edad del Waldorf Astoria, respaldado par la más moderna investigación científica.
Sloifoiski simuló un rato de meditación, luego pretendió ignorarlo encogiéndose de hombros.
—Veinte años... veinte años... sí señor —anunció Sheflin rebosante de gozo— ¿No es un misterio? Sabemos que tiene más de cincuenta años, pero el registro dice que tiene sólo veinte. ¡Veinte! Y cuando se controló el informe con una firma independiente de dirección, adivine qué dijeron. ¡Veinte años! Confirmaron que este hotel tiene sólo veinte años. Pero no es eso lo más extraño, lo más terrible...
La opinión nunca se terminó. El señor Sheflin advirtió de pronto que estaba dando información altamente confidencial en una charla desinhibida y alegre. Se puso la mano en la boca como un estudiante que contra mejor juicio y para su vergüenza ha dicho una palabrota. En un delicado intento por recobrar su dignidad, desechó la carpeta azul, poniéndola en un rincón alejado de la mesa. Con una estudiada concentración empezó una meticulosa exploración de la hoja escrita a máquina.
—Veamos, veamos. Louise Frankel, Waldorf Astoria —murmuró, deslizando un dedo de nombre en nombre. Se detuvo cerca del final de la hoja. Una sonrisa de reconocimiento y total satisfacción apareció en la cara del ayudante de gerente. Cambió casi instantáneamente por una desolada desesperación. El nombre estaba subrayado en rojo y marcado con un encolerizado asterisco, que aparentemente hizo sonar una alarma en la memoria de Sheflin.
Sloifoiski, que estaba observando a su hombre atentamente, no advirtió que sus nudillos se habían puesto blancos y que su respiración se aceleraba notablemente. Lo que sí notó fue que el señor Sheflin había tropezado con un nuevo y horrible secreto del hotel, que se negaba a violar.
Sin decir palabra, Sloifoiski abrió su billetera y deslizó otro billete sobre la mesa, un soborno más verde y más grueso que el anterior. El ayudante de gerente, un hombre infantil cuyos mayores placeres en la vida eran comer en restaurantes franceses e ir una vez al día al cine, no pudo resistirse Poniendo el dinero en el bolsillo, miró disimuladamente alrededor de la bodega, para comprobar la falta de testigos. Luego con ojos abatidos y la cabeza ligeramente inclinada en un arranque culposo e histérico, reveló el secreto.
—Si señor... bueno... verá... es muy extraño... nunca antes pasó nada igual... Bien, esta joven... Louise Frankel, bueno. La encontraron... la habitación estaba como quemada... se hizo un sumario policial, casi inmediatamente al hecho... este, sin ningún tipo de resultado... Naturalmente, la gerencia del hotel se empeñó y... este... logró suprimirlo de los papeles... Pero, este... el cuerpo fue hallado... en el baño... lo más horripilante de todo es que la policía pensó que había sido hecho por un lanzallamas, una especie de lanzallamas... imagínese, un maniático con un lanzallamas... De todos modos, se siguió un rastro chamuscado que empezaba en las sábanas e iba en zig—zag por la alfombra hasta el baño... Ella debe haber estado en la cama, y empezó a arrastrarse enloquecida hasta el baño, probablemente para ir a la ducha... de todos modos, señor... la habían quemado... este... hasta matarla.
El señor Sheflin, ayudante del gerente, terminó su confesión y dudó unos instantes antes de levantar la vista. Cuando lo hizo, se sorprendió al ver que su oyente, sin un ruido, cosa notable teniendo en cuenta su tamaño, se había esfumado.
Alrededor de una hora más tarde, tropezando, más que caminando, llegó a la Estación Grand Central. Trató lo mejor que pudo, de mantener su mente en blanco, concentrándose en lo que tenía que hacer... la obvia y única alternativa razonable para él. Pero era difícil. Afortunadamente, pensó, ni siquiera le había preguntado su nombre. Era un caso típico... pasar por la puerta, caer en los brazos del otro, hacer el amor, hacer el amor otra vez, sin conversar, sin cambiar una idea siquiera, sólo gruñidos, ruidos de amor, y caricias. Aún así, se preguntaba la historia de su vida, deseando que el recuerdo de ella no fuera ese perfecto vacío que era ahora. ¿Habría llevado ella una vida relativamente innocua y típicamente placentera, en la que él sólo fue un interludio sensual aunque insignificante? ¿O era al revés? ¿Habría soportado una existencia fútil e infeliz en la que él simbolizó una brillante aunque infructuosa nota de esperanza?
Nunca lo sabría. Advirtió que las sienes le latían con violencia, quizá desde hacía varios minutos. Se detuvo, sintió por un momento que iba a desmayarse, se apoyó contra la pared y luego siguió. Pasó la primera serie de armarios, y el armario 1967, yendo hacia el nivel más bajo de la estación, y otros armarios más. Cuando encontró el indicado, el armario que había contenido la automática con la que desinfló el dirigible en forma de dragón, lo abrió rápido y sacó el prolijo paquete marrón. Por un instante pasó por su mente la imagen obscena, gigante y de pesadilla de esa cosa con forma de ballena que desapareció en las entrañas del Mediterráneo, o la imitación del Mediterráneo, ante los ridículos gritos y aplausos de los romanos contentos y aliviados, o mejor dicho los prisioneros del mundo transformado, que actuaban inconscientemente como romanos. Luego pasó por su mente una segunda imagen, quizás en reconvención de la primera... la cara de Phillip Atio, estirándose fuera de la ventanilla de su nuevo y lujoso Mercedes estacionado frente a la O.N.U., poco después de llegar a Nueva York luego de su segundo y algo catastrófico viaje a Roma, murmurando: "Hasta pronto, querido, te volveremos a ver”. como si fuera un hombre muerto, probablemente del mismo modo en que se dirigió a la joven. ¿Cuál era su nombre? Entró a la suite del Waldorf Astoria.
Sloifoiski, con el paquete marrón bajo el brazo, abandonó la Estación Grand Central y regresó a la calle Cuarenta y Dos. Estaba a punto de tomar un taxi, cuando fue detenido. Lo detuvo un tipo grotesco y pelado que se fue acercando a él rápidamente, sin saco, sin corbata, sin sombrero y llevando una canasta de compras llena de fruta de la que se servía sonorosa y constantemente. Era Nigel Thuse, el extravagante escritor polaco—norteamericano, que bajo la tutela de Sloifoiski, sublimó una vida entera de neurasténicas experiencias traumáticas en un naciente best—seller, convirtiéndose de ese modo en un astro de primera magnitud de la ahora difunta School for Sly Foxes.
Aunque lógicamente no tenía tiempo para perder, Sloifoiski dedicó varios minutos a los recuerdos con su antiguo alumno. Su encuentro casual con el señor Thuse era una cuestión de suerte, libre de sentido o significado simbólico, como era el señor Thuse. Pero a la vida, reflexionó Sloifoiski, al revés que al arte, no se lo pedía que fuera orgánicamente coherente.
Se desnudó, con el ánimo alegre, tomó la mano peluda de su alumno aún más peludo, cuyos inmensos ojos llorosos destellaban una fidelidad constante, la apretó con entusiasmo y subió a un taxi. Pero quizá Thuse dejó su impacto, un curioso impacto, porque en un repentino impulso Sloifoiski descartó la dirección que estaba en su mente y en cambio le dijo al conductor que se dirigiera a la Primera Avenida y la calle Treinta y Cinco.
Afuera estaba oscuro, la noche de Manhattan estaba bien avanzada. Estacionado frente al restaurante Persona, Sloifoiski hizo que el conductor tocara unos bocinazos fuertes y chillones. En un minuto la figura esperada se materializó en la ventana. Por unos inquietantes momentos contempló la forma de matrona, de pechos prominentes. No podía distinguir la cara, pero el contorno, la silueta que apenas se movía, parecía volver a afinar una cuerda muda de su memoria, que de modo ridículo había sido activada por su charla insustancial sobre cosas pasadas con Nigel Thuse.
Entonces, de repente, Anna se llevó el pelo hacia atrás con ambas palmas en un gesto característico y Sloifoiski estuvo seguro: "Esa es mi hermana", murmuró, y luego, resucitado por la alegría inesperada de su descubrimiento, le dio una palmada en la espalda al conductor del taxi y en seguida Ir dio la dirección de la mansión en Central Park.
CAPÍTULO DECIMOSEXTO
Losmellizos dormirlos
Era ya tarde cuando llegó a la puerta trasera de la mansión con fachada de piedra. Una guadaña de luna color cobre centelleaba vigorosamente a través de un cerco de grávidas nubes negras. Había una carga de electricidad en el aire, una promesa de relámpagos y tormenta. Sloifoiski, vestido con pantalones oscuros y camisa negra, se agachó en el césped mojado del parque que lo rodeaba, tratando de inspeccionar.
Delante de él se alzaba la mansión de seis pisos, cuyas ventanas, excepto una, eran simétricos parches oscuros. Esa ventana solitaria por la que se filtraba una luz trémula, pensaba Sloifoiski, si recordaba bien el plano del piso, era la ventana de Rolo Bumaleaven. Detrás de él estaba el fondo de la elegante casa de departamentos que miraba hacia la Avenida Madison. Momentos antes, había entrado al edificio por el lado de la Avenida Madison moviéndose en silencio y discretamente hacia la azotea, desde donde podía obtener una vista sin obstáculos del área y de las perreras que estaban debajo. Tomó la precaución de rociarse con un olor que se volvería inodoro para los perros. Agachado junto al bordo de la azotea lanzó una bomba de gas del tamaño de una pelota de golf que hizo blanco perfecto, aterrizando en medio del rectángulo de las perreras alineadas y que al explotar liberó al instante una bruma de gas somnífero que se desparramó por todos lados. Esperó cinco minutos, el tiempo necesario para que el gas fuera relativamente inofensivo.
Sloifoiski, todavía agachado, se decidió. Entraría por la tercera ventana de la derecha. Cruzó el parque, pasó a través del rectángulo de perreras, preguntándose vagamente, cuál de los muchos perros tendidos por el efecto del gas era el que, algunos meses atrás, se había echado sobre su pecho dormido para olfatearlo y recordar su olor. Cuando llegó a la ventana, se sacó los zapatos con cuidado, dejándolos fuera de la casa. Luego estudió la ventana, buscando posibles alambres de alarma, bandas eléctricas o cualquier protuberancia inusual. No encontró nada y decidió que la presencia de tantos perros con ultraolfato convertía las alarmas contra ladrones, o en todo caso las ventanas con alarmas contra ladrones, en una medida de seguridad superflua.
El cerrojo de la ventana estaba desenganchado, y cuando intentó aflojarlo se soltó con notable rapidez. Primero una pierna, luego la otra, y Sloifoiski estaba dentro. Calculó que el lugar limitado al que entró era la despensa. Estaba oscuro como boca de lobo. Semiagachado, empezó a abrirse camino con la esperanza de que fuera en dirección a la sala y al primer descanso de la escalera principal. Cuando hubo recorrido unos tres metros se detuvo, tratando de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Evidentemente no tuvo mucha suerte, porque cuando recorrió el siguiente metro, chocó de pronto con una cosa grande y pesada, suficientemente sólida como para ser un hombre.
Sloifoiski se quedó helado, teniendo el suficiente buen sentido de esperar antes de arriesgarse en un combate prematuro y armar alboroto con la criatura que tenía delante. Luego, una mano grande y fría se posó sobre su cabeza, mientras que al mismo tiempo, un suave zumbido metálico se distinguió en la oscuridad. Con los reflejos atentos, permaneció de todas maneras paralizado, al igual que la mano que tenía sobre la cabeza. El ruido metálico se fue haciendo más fuerte y buscando con los ojos la fuente del sonido, detectó una pequeñísima luz que parecía estar colgada ingrávida en el aire. Hipnotizado, se quedó mirando fijamente el lugar de donde provenía la luz que, de a poco, creció desde el rojo hasta convertirse en una destacada medialuna luminosa desconcertante. Siguió mirándola, hasta que al fin, sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, notaron que era permanente.
La medialuna luminosa no estaba flotando. Estaba rígida, como debe estar el vidrio iluminado eléctricamente de un medidor. La forma borrosa y confusa alrededor del medidor podía ser la de un generador. Vio unos negros y largos dedos de alambre extendidos sobre él. No tenía que mirar la cara que estaba sobre la mano para saber quién o qué estaba siendo recargado. En el resplandor del medidor iluminado, unos dientes de madera conocidos, por supuesto no naturales, sonreían cortésmente; ojos de plástico, con retinas a transistores que miraban suavemente y unos brazos mecánicos con tentáculos, colgaban en calma.
Era el mayordomo autómata, que se había opuesto a su fuga anterior recibiendo una patada de karate en el lugar más doloroso, y —que Sloifoiski supiera— era el único hombre mecánico del equipo de Bumaleaven con permiso para actuar dentro de los límites de la casa. El choque repentino había desordenado los complicados alambres y accesorios de la espalda del autómata, y quienquiera fuese el que conectó el generador, sólo pudo haberlo hecho unos segundos antes de que él llegara y al ver la señal sabría que Sloifoiski había penetrado. Sabiendo que no podía arriesgarse a eso, se liberó calmosamente de la mano pegajosa que tenía sobre su cráneo, que en un estado libre e inoperable del mecanismo neutral, cayó en su cabeza simplemente como consecuencia del choque. Avanzó unos dos o tres metros hacia la izquierda, pensando que lo mejor para defenderse era atacar, y que Jack, probablemente el operario del generador y del autómata, estaría en alguna parte de ese lugar.
Sus cálculos eran correctos. A unos metros de distancia, a su izquierda, una ranura de luz sobre el suelo revelaba la existencia de un cuarto. Avanzó centímetro a centímetro, escuchando a través de la puerta, primero oyó unos ruidos indescriptibles, luego pasos pesados y rápidos que identificaban el andar de guardaespaldas de Jack. Esperó, su única oportunidad era sorprenderlo en el momento que abandonara el cuarto. Pasaron cinco... diez... quince minutos; en ese tiempo las piernas de Sloifoiski se acalambraron por estar agachado. Empezó a preguntarse cómo lucharía cuando se presentara la oportunidad. Los pasos se hicieron cada vez más fuertes, luego retumbaron en sus oídos ansiosos cuando Jack se acercó a la puerta. Ésta se abrió y, cuando la flecha vertical de luz se ensanchó brillando más, se dio cuenta, demasiado tarde, que estaba del lado nada estratégico de la puerta... el lado más lejano, en vez de estar junto al picaporte, posición desde la cual podía maniobrar detrás de su víctima. Lo que pasó después, fue un encadenamiento tan rápido de imágenes que tiempo después olvidó o confundió su secuencia. Vio una pared de luz enceguecedora cuando la puerta se abrió totalmente, aparecieron un par de pantalones cortos de hombre, luego más arriba, el reflejo de una garganta, quizás una boca abierta y sorprendida ante el paquete que tenía a sus pies y por último una cosa cuneiforme de carne y cartílago que representaba la amada y tantas veces rota nariz de Jack. Éste, de cerebro lento, era en ese momento, en verdad, un revoltijo de miembros lerdos, y Sloifoiski, con los reflejos gatillados como los de un tigre por ese resplandor de garganta descubierta, y con todas las energías de su cuerpo fuerte y capaz corriendo como tributarios hacia un solo y concentrado río de acción, saltó como lanzado por una catapulta, descargando su antebrazo derecho y dando un agudo golpe de karate, que hizo blanco, en forma desagradable, en la nuez de Adán de Jack. Escuchó el estallido interno del hueso que significaba que Jack quedaría mudo para toda la vida. Balanceando los brazos lo agarró perfectamente cuando cayó retorciéndose de dolor, lo cargó como a un bebé y entró en el cuarto. Depositó a Jack en una cama grande. Luego, deshaciendo una pequeña bolsa de género que enganchó al cinturón, sacó una ampolla de cloroformo y un pequeño trapo doblado. Era posible que Jack, al quedarse solo, recobrara la movilidad y el control de su cuerpo. Sloifoiski no quería eso, así que apoyo el trapo empapado en cloroformo que tenía en la palma sobre la nariz de Jack, hasta que el último vestigio de conciencia de éste se disipó irremediablemente. Entonces apagó la luz y cerró la puerta detrás de él. Encontró un enchufe conectado al generador y lo arrancó, pensando que la luz del medidor podía atraer la atención de alguien hasta el autómata. Luego, acostumbrado a la oscuridad, avanzó cinco metros y entró en la sala. La escalera principal estaba sólo a un metro. De inmediato bajó con descaro, quebrando al descuido una barrera fotoeléctrica tras otra. Ahora, irónicamente, tendría que arrastrarse, no caminar, subiendo los seis pisos, teniendo que deslizarse como una serpiente bajo los haces eléctricos, instalados a una altura de cincuenta centímetros en pisos alternos.
Allí estaba el primer haz invisible suspendido sobre el primer escalón. Sloifoiski descubrió que podía arrastrarse por debajo sin mucha dificultad. Cuando lo hizo, recordó en forma borrosa un campo de entrenamiento para agentes de Rook y un ejercicio del programa que duplicaba las maniobras que estaba haciendo ahora.
Siguió sin interrupciones hasta el tercer piso, esquivando con éxito la segunda célula fotoeléctrica. A su derecha, un alto ventanal encerraba una noche sin nubes y terminaba el oscuro corredor de treinta metros de largo con las alineadas habitaciones de servicio y las de Perry Noyes y Phillip Atio, quien pasaba más tiempo aquí que en su escondite de las Naciones Unidas. Práctico en arrastrarse, Sloifoiski se acercó en silencio al más cercano de sus dos enemigos, Perry Noyes. Al hacerlo sabía que lo que estaba intentando era por demás arriesgado, pero que la alternativa, teniendo en cuenta el insomnio crónico de Bumaleaven y su tendencia a convocar a sus cohortes a su dormitorio a las horas más inverosímiles, por medio del misterioso sistema de transmisiones que unía todas las habitaciones de la casa, era más arriesgado.
Se detuvo ante la puerta del dormitorio de Perry Noyes. No vio ninguna luz delatora en la rendija. Adentro un sonido audible y trabajoso indicaba un profundo sueño. Acariciando suavemente la perilla le dio una pequeña vuelta exploratoria. Respondió con suavidad y la hizo girar abriendo la puerta, dejando una abertura de cincuenta centímetros. Se arrastró hasta adentro, deteniéndose al cruzar el umbral para ajustar sus ojos, lo mejor posible, a la oscurecida geometría del dormitorio.
Junto enfrente, a unos cinco metros, como una pequeña pared, se alzaba el alto pie de una cama grande construida para acomodar a su ocupante de un metro ochenta. Utilizando la gran exactitud de movimientos, esencial para el éxito de un ladrón, le tomó dos minutos llegar al pie de la cama. Pasó otro minuto mientras la rodeaba y llegaba a un punto paralelo al ombligo de Perry Noyes. Hasta ahora se movía semi agazapado sobre las plantas de los pies sin zapatos, usando la punta de los dedos para lograr equilibrio tal como los esquiadores usan bastones. Sincronizaba sus movimientos con los ronquidos de su víctima, porque sabía que la alarma inconsciente contra ladrones que protege al que duerme de posibles violadores de su estado indefenso, es la más poderosa del mundo. Pero ahora, en esta oportunidad crítica, con la almohadilla saturada de cloroformo sujeta a su palma, la cautela era inútil. A una distancia tan corta, aún el hecho de respirar, cosa que Sloifoiski trataba de minimizar, podía atraer al centinela inconsciente del durmiente. Por consiguiente, era preferible actuar con audacia, rápido y repentinamente.
Sloifoiski embistió con los brazos extendidos. En ese preciso momento, o más bien un instante antes, cuando la acción que iba a tomar cuerpo estaba conceptualizada cerebralmente, Perry Noyes saltó a la conciencia con los ojos indagatorios girando salvajemente en un intento desesperado por localizar el peligro, con la boca abierta de terror. Pero era demasiado tarde. Sloifoiski lo tenía por la garganta con la mano derecha abortando sus gritos al hundir el pulgar en su nuez de Adán. Con la mano libre acercó el cloroformo a la nariz de Perry Noyes filtrando los vapores por los conductos nasales hasta el cerebro.
Resultó perfecto. Salvo por el hecho de que el brazo izquierdo de Perry Noyes, en un gesto final de defensa, tiró un cenicero de una mesa de noche cercana y lo estrelló contra el piso sin alfombrar.
Hizo un fuerte e inesperado estruendo en la quietud cavernosa de la siniestra casa. Sloifoiski quedó paralizado. En su imaginación, se transportó al pasillo y trató de indagar los resultados del impacto del golpe, si lo hubo. Se preguntó si el sistema de monitores de la casa de Bumaleaven era tanto receptor como transmisor. ¿Había un circuito abierto en la habitación que registrara el sonido delator y lo transmitiera hasta Bumaleaven? No podía saberlo, de modo que después de un intervalo de vigilancia de cinco minutos, regresó al pasillo aún silencioso, cerrando la puerta tras de sí.
Sloifoiski, cautelosa y advertidamente, avanzó por el pasillo con la cara empapada en sudor. El tacto sensible de la perilla del cuarto de Phillip Atio reveló que no estaba con llave. Pero no había ningún ruido de respiración como el que había escuchado en el cuarto de Perry Noyes, que indicase que había una persona durmiendo adentro. Sloifoiski, envalentonado por el odio, abrió rápidamente la puerta y entró al cuarto vacío. Detrás de la cama, que estaba perfectamente tendida, una ventana que daba al patio dejaba pasar la luz verdosa de los rayos de la luna que asomaba. Miró rápidamente alrededor del cuarto bien decorado, diminuto y prolijo. Parecía no haber sido ocupado, al menos durante ese día. En la pared izquierda un armero de cuatro cajones guardaba el arsenal privado, la morbosa colección de armas de Phillip Atio, si es que necesitaba otra cosa más que su brazo lanzallamas. Había Colts con mango de nácar, Lugers, Derringers, cerbatanas, machetes, cuchillos cortos, látigos, y una hilera especial de ampolletas tapadas, conteniendo un exótico veneno instantáneo y mortal. En el otro rincón del cuarto, estaba el guardarropa de Atio, con la puerta bien abierta, lleno de ropa y disfraces, como también túnicas y smokings. Al final del armario había colgado un vestido arrugado con estampado antiguo. Sobre él, en el estante, junto a varias cajas de sombreros, había una peluca canosa con un rodete. Sloifoiski, como una punzada de recuerdo, reconoció el atuendo familiar de Abuelita Symington.
Abandonó el cuarto en silencio, y subió sin problemas los tres pisos restantes. No estaba demasiado seguro de que Phillip Atio, a quien más temía, no estuviera en la casa, o al menos por regresar. Pensó en el cenicero hecho pedazos y concluyó que era sospechoso que no hubiese atraído la atención en una casa llena de gente, de alarmas y tan silenciosa. Tenía la sensación apremiante, la premonición de que lo estaban siguiendo.
Pero Sloifoiski era como un reloj al que le habían dado cuerda hacía mucho tiempo. Estaba en una ruta, obligado a seguirla, si no por un desliño histórico personal, que él parecía presentir, al menos por el destino íntimo de sus motivos determinados y lo implacable de su temperamento. Tenía la cara y las manos bañadas en sudor y pegajosas, producto de un temor rayano en el pánico. También entonces, lo que estaba llevando a cabo, una obligación que parecía apretarle el cerebro como un puño, era un acto ajeno a él. No recordaba haber matado nunca a sangre fría. No era que estuviera frenado por escrúpulos morales, estaba más bien descontrolado por la novedad, la peligrosa novedad que la hazaña implicaba. Se dijo a sí mismo que matando a Bumaleaven no estaba matando a un hombre, sino a un monstruo, un monstruo que el mundo no extrañaría. Aparte, desde tiempos inmemoriales, un coraje bucanero, una especie de espíritu de vendetta relacionado con la hazaña, le hacía bullir la sangre.
Invadió el sexto piso. Unos metros más adelante estaba la puerta que llevaba a lo que fue su habitación mientras estuvo prisionero. Al lado estaba el alojamiento de Bumaleaven. Pasó la primera puerta sin mirar atrás, sin pensar, para que sus pensamientos y energías estuvieran libres de unirse instantáneamente y en armonía para el gran esfuerzo final.
Sloifoiski apoyó una rodilla en el piso, acercando el oído al agujero de la cerradura del cuarto de Bumaleaven. Estaba muy calmo. El corazón no le latía como una marea contra la caja torácica, ni el pulso era una bomba violenta en su muñeca. Más aún, mentalmente ya había llevado a cabo la hazaña, a pesar de su decisión de mantener su pensamiento en el presente y mirar hacia adelante, firme hacia adelante, penetrando en el hombre, Bumaleaven, y en la organización Kiss, hasta el motor interno, la colmena, la matriz mundial de Thule. No se veía luz bajo la puerta. Adentro, la respiración pesada y estridente de un hombre gordo flotaba a través del cuarto. Sloifoiski, negándose a caer en la trampa que temía estuviera esperando, entró en la habitación. Detrás y paralelamente a la cama grande había una alta ventana, el doble de grande que la del cuarto de Phillip Atio, una luna brillante. Podía ver con facilidad la habitación y todos los objetos y muebles. Habían cambiado pocas cosas desde que convaleció allí luego de la tortura. A un costado estaba el proyector. En el otro rincón del cuarto todavía estaba desplegada la pantalla. Quizás cuando Atio regresó de Roma con la noticia de la destrucción del dragón estaba llevándose a cabo otra sesión de información secreta y desagradable.
Avanzando sigilosamente como un felino —hacía apenas una hora que estaba en la casa— dio vueltas hasta llegar a los pies de la cama. Soltando la bolsa que tenía atada en el cinturón, sacó el objeto más pesado que contenía: una automática con silenciador. Levantando el arma hasta su pecho con la misma posición de brazos que cuando le disparó al dragón, miró sobre sus nudillos, apuntando al corazón.
Pero antes de apretar el gatillo quiso mirar una vez más esa montaña de carne mientras estaba viva. Vio a Bumaleaven con los ojos cerrados, la boca bien abierta y roncando. Su cara, naturalmente repulsiva, lo parecía menos por estar dormida; era un rostro más de paria, casi extravagante... una cosa que daba lástima, un Quasimodo. Su enorme barriga, levantándose bajo las mantas, como el lomo de una ballena, parecía más una deformidad glandular, una panza grotesca, teatral, ridícula, que el poderoso motor humano de una máquina asesina con forma de llanta de tractor, hasta ahora autora material de seis asesinatos. Bumaleaven, mientras Sloifoiski hacía su melancólica apreciación, se perturbó levemente. No por su alarma inconsciente contra ladrones, puesto que estaba soñando profundamente, sino por ese prehistórico salvaje, el animal de su alma que últimamente frecuentaba sus sueños. Era, sin duda, un síntoma de su creciente locura.
En ese momento Rolo Bumaleaven sonrió, en sus sueños el verraco prehistórico había rozado su frente, en un sofisticado beso, con su hocico de puerco. Sloifoiski se preguntaba el significado de esa sonrisa en sueños. En ese preciso instante, pensando que lo que era bueno para los campesinos rusos del siglo XIX que decapitaron a su Zar de buena fe, aunque con malos modales, era bueno para él, apretó el gatillo.
Sería tonto decir que mientras se disparaba el tiro toda su vida pasaba por su mente como un tren de recuerdos. Pero lo que siguió al silbido del balazo, que por el silenciador sonó como una pelota de béisbol chocando contra una sábana tirante, fue la cristalización filosófica de sí mismo como la de un títere en la garra monstruosa de un mundo también monstruoso, un hombre de alambre, vacío, sin decisión sobre sus acciones, obligado a actuar por un poder oscuro y burlón.
Brotó sangre del corazón herido de Bumaleaven. Aún así se levantó bamboleándose y meciéndose en la cama hasta quedar casi sentado.
Sus ojos se abrieron, sus labios se separaron. Entre los hemisferios superiores e inferiores de su gigantesca dentadura de caballo apareció una rendija, y por un instante una lengua tembló tratando de pronunciar una maldición final. Pero las palabras murieron en su garganta, y en lugar de hablar, como un surgimiento repentino de energía maníaca, Rolo Bumaleaven empezó a rodar hacia el borde de la cama. Instintivamente Sloifoiski hizo dos disparos más que hicieron blanco en la barriga y el pecho. Pero el monstruo no estaba muerto y Sloifoiski, con morbosa fascinación, se encontró mirando el brazo izquierdo de Bumaleaven, que se levantaba convulsivamente hacia el techo, como un niño tratando de alcanzar la luna. Entonces se dio cuenta, en un relámpago de intuición, que la mano mal dirigida por el cerebro desconectado de Bumaleaven no estaba apuntando como un niño, sino que estaba tratando de alcanzar desesperadamente un botón secreto, quizás en la cabecera de la cama, quizás en la pared, quizá detrás de la cama, que diera la alarma.
Aún en posición, disparó apuntando en medio de los ojos. Erró. La bala en cambio fue a dar en medio de los hemisferios de la boca abierta de Bumaleaven, estrellando la parte de atrás de su cráneo contra la pared iluminada por la luna.
—Eeeeeeeeeeeeeeeh... ¿Qué ha hecho? Mi Dios, ¿qué ha hecho?
Sloifoiski escuchó la voz, y por un momento no negó sus oídos, no dudó de su cordura, no reconsideró si estaba despierto. El problema era que no tenía la más remota idea acerca de la fuente o naturaleza de esa voz. Entonces, en alguna parte debajo de las mantas de la cama, vio una protuberancia lisa y redonda. La protuberancia empezó a moverse. Primero creyó que era una rata, luego una mascota. ¿Pero una voz separada del cuerpo, una mascota? Los dos hechos, uno detrás del otro, no parecían tener sentido. ¿Por qué estaba asustado, mientras la bola se movía acercándose al borde de la cama, indicando que estaba por revelarse?
—¡Hijo de puta! — gritó el dolido enano, saliendo de entre las mantas y saltando al suelo, desnudo, salvo por un par de pantaloncillos apretados que a la distancia podían haber pasado por unos pañales. Medía algo más de sesenta centímetros, pesaba poco más de treinta kilos, y su cara horripilante, con los dientes hacia afuera, el mechón de pelo blanco cepillado hacia atrás, era un facsímil de la cara del hermano mayor.
Stephan Bumaleaven, que alcanzó la fama en el espectáculo a través del acto en que acompañaba a su hermano como un bebé de pañales, era el esqueleto en el armario de la familia, un fenómeno al igual que Rolo, aunque un fenómeno perverso y sin piedad. Stephan a quien se le negó amistad en el mundo entero, y pidió y recibió amor del Leviatán consanguíneo con el que dormía, estaba enojado por su pérdida.
Tomando un pisapapel de la mesa de noche, lo arrojó con rencor contra Sloifoiski. Chocó contra su sien izquierda, de donde brotó sangre, y lo obligó a soltar la automática que tenía entre los dedos. Stephan, con la cabeza baja como un toro de juguete, se lanzó contra Sloifoiski, golpeándolo con fuerza en el estómago. Entonces, diez dedos extendidos, deformes pero poderosos, saltaron hasta la garganta de Sloifoiski y la apretaron como un animal enfurecido. Éste, sin saber si reír o enojarse, con un gesto puramente defensivo, puso su propia mano en la garganta del enano. Pero no lo pudo empujar, y aturdidamente se dio cuenta que los años interminables de entrenamiento acrobático en el espectáculo inglés habían hecho de Stephan un atleta coordinado y, pese a su altura, de una fortaleza fuera de lo común.
Sloifoiski escuchó pasos precipitados en los escalones del pasillo. Inconscientemente empezó a apretar la garganta de Stephan. Y el enano, a su vez, se agarró de su cinturón con una mano y con la otra, alcanzó su entrepierna tratando de arrancarle los testículos. No sólo intentaba de retenerlo para dárselo a sus perseguidores, trataba de matarlo, y Sloifoiski respondiendo a su solo instinto y concediéndole a su adversario un gran respeto, lo apretó brutalmente con sus dedos. Apretó hasta que la cara de Stephan se puso azul y tumefacta. Sólo cuando supo que tenía un cadáver en las manos, aflojó, permitiendo que Stephan cayera al suelo donde, en reposo final, parecía un bebé, aunque un bebé horroroso y arrugado.
Entonces Sloifoiski fue hasta la puerta y cerró con llave, anticipándose a alguien que llegaba por el corredor. Ignorando la automática que estaba en el suelo —no tenía carga completa y había usado la última bala en Bumaleaven— fue hasta la pantalla y la arrancó de la pared. Apareció un gran respiradero. A un costado había un botón que parecía un cronómetro eléctrico. Lo apretó y, como si fuera un tablero mágico, la pantalla se corrió. Se metió dentro con bastante dificultad y empezó a arrastrarse a ciegas por ese respiradero que, en niveles escalonados, bajaba lentamente. Sabía, porque se lo había informado Bumaleaven, que el pozo de ventilación era falso, era un pasadizo angosto que se conectaba con una telaraña de túneles subterráneos, con salidas por el sistema de alcantarillas de la ciudad. La idea del túnel fue de Bumaleaven —eso decía él— y tenía la intención de ser una forma de escape secreto y el modo de mejorar las maniobras de sus secuaces en el corazón de la ciudad.
Sloifoiski sudaba. La sangre de la herida en la cabeza caía sobre uno de sus ojos y se deslizaba hasta su boca jadeante, mientras se arrastraba avanzando metódicamente hacia abajo, contento de que sólo hubiera un pasadizo a seguir, y que su suerte descansara en el destino y no en si mismo. Unos siete metros más adelante llegó a una pequeña plataforma, como el descanso de una escalera que conectaba con otro pasadizo inclinado. Se detuvo para descansar y escuchar el eco de los pasos de su perseguidor. Pensó que se trataba de algún sirviente de la casa alarmado, que encontró la puerta de la habitación cerrada con llave y se retiró cautelosamente. Entonces lo oyó... un sonido como el de una puerta de caldera cuando se abre y el calor de la llama encerrada cuando sale. Sloifoiski oyó como abría la puerta del dormitorio de una patada y la marcha arrogante y valentona de unos pasos sobre el piso de la habitación. Luego lo vio... Una cosa rojiza en la boca del pozo de ventilación que se convertía en algo verdoso a medida que la antorcha se acercaba. Instintiva y desesperadamente, y lleno de terror, se deslizó por la plataforma y descendió hasta lo oscuro e incierto de un segundo pasadizo. No fue lo suficientemente rápido. Porque no había avanzado dos metros cuando una cadena de llamas brotó de la boca abierta del respiradero hasta la primera plataforma y se derramó unos cuantos metros por el segundo pasadizo. La lengua de fuego lamió la zona cercana a Sloifoiski, pero el calor, durante un instante, como un segundo en el infierno, lo abrasó. Empezó a arrastrarse más rápido, lo más rápido que podía, sin saber que arriba la suerte le daría un corto alivio. Pero sólo uno. Porque Phillip Atio en su sed de muerte y por apresuramiento introdujo demasiado su brazo en el hueco del respiradero. La ola resultante, al estrellarse las llamas contra las paredes del pozo de ventilación, no le quemó la cara por centímetros. Cerrando inmediatamente la válvula de su brazo, se apartó. Tocó con ternura la carne chamuscada de su cara y gruñó salvajemente ante la experiencia personal del terrible poder de la fuente de fuego que era ese brazo maravilloso. Luego volvió a acercarse a la boca del respiradero, despacio y con cautela, para no cometer más errores.
De algún modo Phillip Atio fue un colaborador silencioso en la muerte de Bumaleaven. Siguió a Sloifoiski por toda la casa casi desde el momento en que éste entró. Se encontró con Bumaleaven —por eso la luz estaba encendida al principio—, abandonó la reunión y se dirigió a su habitación cuando oyó el choque con el autómata. Pero se detuvo en el descanso del quinto piso, con el asesino a mano, y permitió a Sloifoiski entrar en la habitación de Bumaleaven sin ser molestado. ¿Estaba jugando con la idea, aunque sólo fuera inconsciente, de permitir el crimen para no tener que ser recriminado por su fracaso romano? De todos modos, si su coartada servía —estaba durmiendo en su cuarto cuando oyó los gritos de Stephan—, era esencial que él, personalmente, vengara a Bumaleaven.
Phillip Atio, con el placer de la próxima muerte brillándole en los ojos, se metió en el pozo de ventilación. Trabados los tacos de sus zapatos en el borde del respiradero, pateó, y deslizándose sobre el abdomen, atravesó en un segundo y medio lo que a Sloifoiski le llevó cuatro minutos.
Vladimir Sloifoiski, en la mitad del trayecto del segundo pasadizo, oyó cómo se deslizaba Atio, y casi al mismo tiempo escuchó los rápidos pasos sobre el descanso inmediato superior, tal como un hombre escucha su sentencia de muerte. El pánico lo obligó a actuar, e imitó a Atio, deslizándose el resto del camino sobre el abdomen. Se llevó con la cara por delante el piso de metal del segundo descanso que dio lugar a un tercer y último tramo. Acababa de pasar por el cilindro frío cuando oyó a Atio iniciar su segundo tramo. Un segundo y medio después, Atio tomó contacto con el segundo descanso y Sloifoiski imaginó mentalmente una llama zumbante trepando por su espalda. Pero antes de saberlo, habiendo aumentado la velocidad al doble, chocó contra el fondo. Saltó. Sabía que estaba debajo del nivel de la casa, en un pasillo angosto de un metro de ancho, que cinco metros más adelante hacía ángulo con lo que parecía ser la arteria del túnel central. Dudó, escuchó ruidos que indicaban que Atio estaba por descender, entonces, impulsivamente, avanzó con apuro. Cuando dobló la esquina supo que era una trampa. Detrás de él Atio tocó el nivel del suelo, empezando su descenso en el instante en que Sloifoiski se echaba a correr. Pero adelante... adelante había un túnel inmenso, abovedado y con luces de neón a los costados y en el techo, que parecían continuar por kilómetros. No había nichos, ni puertas, ni una posible guarida. No era un corredor rápido, e intentar correr por el túnel con un lanzallamas persiguiéndolo era un suicidio. Debía haber esperado adentro, en la salida del último ramal, donde derrotar a Atio hubiera sido cuestión relativamente fácil. Pero era demasiado tarde. Atio, seguro del triunfo, se acercaba rápidamente abriéndose paso con su chorro de fuego.
Sloifoiski se pegó a la oscura pared del túnel. Tomó medio dólar del bolsillo y lo hizo rodar lentamente en el suelo, donde finalmente cayó y su sonido repercutió unos diez metros más lejos. Era el ardid más tosco, pero desconcertaría a Atio con respecto a su ubicación. De todos modos éste tenía que doblar la esquina, pasando un ángulo de noventa grados para alcanzarlo. Lo haría de un salto, como si fuera un trompo, para hacer un giro adecuado, con el antebrazo en dirección al túnel y a Sloifoiski.
Eso fue exactamente lo que hizo. Sloifoiski vio un nauseabundo y enceguecedor río de llamas materializarse en el túnel junto con el acrobático salto del cuerpo de Atio. Sabía lo que tenía que hacer, dio un golpe relámpago a la fría muñeca de plástico, la agarró y esquivó el napalm por centímetros. Rechinando sus dientes contra ese calor mortífero, sostuvo el brazo y la llama lo más lejos posible de su cuerpo. Luego, con una alta patada de karate estrelló su pie en medio de la cara salvajemente retorcida de Phillip Atio. Pateó, usando esa cara como una plataforma de lanzamiento, con las dos manos aferradas al brazo artificial.
El brazo se separó del soporte del miembro y se llevó con él una fibra nerviosa. Atio, como si fuera una rata torturada, gritó su agonía, mientras Sloifoiski pateaba el brazo, que aún lanzó algunas llamas, a unos treinta metros por el túnel. Luego volvió junto a Atio que casi desfallecía y le martilló la cara con el puño derecho. Su pensamiento volvió, por primera vez después de muchas horas, a su joven amiga asesinada.
No dejó de pegarle hasta que la cara de Phillip Atio estuvo irreconocible y casi gelatinosa. Luego, como el ruso metódico y brutal que era, se agachó y tomó a Atio, en una clásica media Nelson y aplicando su fuerza con furia, lo desnucó.
Se acertó al brazo separado, y después de buscar entre los alambres que tenía atrás, lo desconectó. Lo tomó del suelo y lo confiscó como arma personal y custodio privado. Delante de él había un túnel maravilloso y extraño, como el pasadizo de su destino.
Sloifoiski decidió seguir ese pasadizo.
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
ElTúnel del Tiempo
Sloifoiski se pasó la mano por la sien en un vano intento por calmar el dolor persistente, los mareos y las náuseas. La parte inferior de su brazo y antebrazo derecho, que habían estado muy próximos al chorro de napalm, estaban casi carbonizados. Un tejido rosado, aceitoso e hinchado dejaba ver las ampollas viscosas que empezaban a formarse y que le ocupaban casi todo el brazo. Tenía quemaduras de tercer grado, y en el centro del antebrazo en vez de una sensación de normal capacidad muscular, sentía una parálisis creciente.
Por sus cálculos, que eran pobres, suponía haber caminado descalzo unos tres kilómetros en dirección al Bowling Green. Llevaba apretado el desarraigado brazo de Phillip Atio. La mano laqueada y violácea se mantenía levantada como la señal de un policía que dirige el tránsito. La abertura de la palma tenía el diámetro de un dólar de plata. Sin darle importancia, Sloifoiski arregló morbosamente los alambres del brazo descuajado y ubicó un alambre de cobre de color, que tirado hacia un lado con la fuerza apropiada, activaba el chorro de napalm y tirado en el otro sentido lo desconectaba. Para hacer más llevadera la soledad de su odisea, de vez en cuando disparaba el monstruoso juguete y miraba con fascinación de niño el fuego resultante y el reflejo de los colores y las sombras. Daba rienda suelta a fantasías pueriles en las que imaginaba sus pies de mendigo metidos en un par de sólidas y brillantes botas, cuyos tacos de hierro retumbaban y se movían con la misma velocidad de su cercano destino. Con menos fantasía arrojó, poco a poco, cada una de las monedas que tenía en el bolsillo, contra los lados combados del túnel, escuchando ansiosamente el eco que producían cuando caían al suelo. Por último miró el lanzallamas, comparándolo con la honda de David, para hacerla actuar contra el Goliat, Thule... o más bien contra los secretos de Thule, porque por supuesto no esperaba pelear con el oscuro poder que había fundado la nueva Nueva York y la nueva Roma y fabricado a Kiss, a Tomb y a Rook, como tantos otros títeres.
Delante de él, mientras estaba acostado, intentando dormir durante unas horas y maldiciendo el poco cómodo cemento, Sloifoiski vio una borrosa mancha oscura que identificó como un objeto en medio del túnel. No tenía modo de saber a qué distancia estaba ese objeto, como tampoco podía calcular su tamaño. Aceleró la marcha, sin prestar atención a sus pies, que de tan entumecidos parecían estar engrillados, y trató de hacer unos quinientos metros al paso de un hombre normal.
Cuando se acercó vio un rectángulo negro de un metro de altura y lo que parecía ser un rayo largo pegado a él. Luego descubrió ruedas en la parte de abajo del rectángulo, y debajo de ellas reflejos plateados. Ya muy cerca, por poco tropieza con el foso de un ferrocarril, con una enorme bobina eléctrica de acero montada sobre un grueso bloque de madera, bien plantado bajo el nivel del suelo, unos metros delante del objeto.
El descubrimiento, que estaba montado sobre carriles que empezaban en el foso y se continuaban indefinidamente, era una zorra de mano como las que usaban los pioneros en el antiguo oeste norteamericano. El hecho de que estuviera ubicada en múltiples carriles rayados, que empezaban por lo menos a cinco kilómetros de la mansión, indicaba que no tenía nada que ver con las maquinaciones y las actividades normales de Kiss. Era razonable pensar que su finalidad era el transporte y no el espionaje.
Sloifoiski, con gran dificultad ya que sólo podía utilizar su brazo izquierdo y apenas podía mantenerse en pie, pudo trepar por el costado de hierro de la zorra. Dentro, apretado contra un rincón había un diminuto banquito con tapa de caoba. Lo arrastró hasta la parte de adelante de la zorra, se sentó y levantando su mano izquierda hasta el mango de madera pegado a la palanca de hierro, empujó fuerte hacia abajo. La zorra avanzó con una facilidad inesperada. No podía rechazar la horrorosa impresión de que la zorra estaba expresamente allí para que él la usara y que ojos electrónicos lo estaban mirando y supervisando.
Bombeando la palanca con un ritmo tranquilo llevó la zorra a una velocidad de unos treinta kilómetros por hora, sabía que podía alcanzar hasta cincuenta, pero tenía que tener en cuenta que su brazo derecho estaba medio inutilizado, los pies inertes y además, iba a llegar a destino bastante pronto. De otro modo, pensó, habrían puesto provisiones en la zorra, entonces, ¿por qué preocuparse?
Viajó sólo un par de kilómetros —no podía calcular porque estaba delirando y se dejaba llevar por la imaginación— cuando de pronto advirtió una sensación táctil totalmente diferente. No podía señalar con precisión si era una ondulación transmitida por el gran peso del agua que tenía sobre él, lo que parecía imposible, una nueva presión en los oídos o simplemente la sensación de la inmensa armadura de cemento que se extendía sobre el techo del túnel. Todo lo que sabía con seguridad era que había pasado la Estatua de la Libertad y que iba atravesando las mismas compuertas que había visto por el telescopio de la torre del observatorio del Empire State. Eso significaba que había atravesado, no un trecho del océano Atlántico como creían los millones de habitantes de cerebro lavado de Manhattan sino simplemente el pasaje más gigante y lujosamente iluminado de la historia.
En otras palabras: estaba en Rusia. Sloifoiski aceleró el bombeo, aumentando la velocidad a cuarenta kilómetros por hora. Advirtió que cruzaba el límite final de Nueva York y que en sus contornos había un cambio congruente, aunque sutil. E! aire parecía más limpio, más fácil de respirar. Hasta había el impacto vigorizante de una leve brisa subterránea. Por último, la arquitectura del túnel cambió en forma misteriosa pero innegable. Ya no era funciona!, era pintoresca, estéticamente agradable.
Pasó de prisa en su zorra por los nuevos alrededores y viajó unos quince kilómetros más. Un poco más adelante vio una mancha negra mucho más ancha y oscura que la anterior que indicaba que el objeto probablemente iba de un lado a otro del túnel. Sloifoiski anuló la acción sobre la palanca de la zorra y frenó casi sobre lo que tomó por una pared.
Fura una puerta maciza de paneles de roble, ubicada en un afinado arco gótico que terminaba en el techo. Tenía las proporciones del túnel, ocho metros de ancho por doce de alto. En el centro de la enorme puerta había un llamador antiguo, como el de un castillo y un inmenso aro de hierro oxidado que colgaba unos tres metros más arriba que el alcance de Sloifoiski o el de cualquier otro hombre. A la izquierda de la puerta, donde normalmente estaría la manija, había una cerradura grande en forma de escudo.
Con el arma en la mano, se acercó a la puerta. Estaba cerrada, pero él, consustanciado con su destino, no tenía la menor duda de que si no hubiera estado armado la puerta estaría abierta.
Durante veinte minutos, a unos diez metros de distancia, dirigió pacientemente el chorro de fuego a la cerradura. Luego, usando el brazo mecánico como una palanqueta, forzó la cerradura a través de la cubierta de madera, hasta que ésta cayó en el piso al otro lado. Tuvo que esperar otros diez minutos para que todo se enfriara. Luego, haciendo girar su mano por el agujero de la cerradura, encontró como suponía, el extremo del picaporte, lo abrió y al poner su hombro y toda su fuerza contra la puerta, tuvo fe en que habría bisagras interiores que funcionarían bien.
Tenía razón. La puerta indefensa y fina en vez de maciza, después de la torcedura inicial en la que creyó que haría un esfuerzo inútil, se abrió con sorprendente facilidad. La empujó hasta que estuvo paralela a la pared del túnel. Luego dio un paso atrás para contemplar su descubrimiento.
No vio nada. Delante había oscuridad; cien metros más adelante, manchas y centelleos de luz diseminados como la iluminación de una calle. Todo lo que vio fueron los contornos del túnel enmarcados por las luces. El túnel cambió radicalmente otra vez, volviéndose curvo, torcido y confuso como el de un parque de diversiones.
Volvió a trepar a la zorra. Los carriles en vez de detenerse en la puerta, pasaban debajo de ella. Tiró de la palanca, sintiendo casi como si estuviera persiguiendo su destino y no como si estuviera magnetizado por él.
El carro avanzó obediente y de inmediato se zambulló en un abismo.
Ignorando la oscuridad, los crujidos y las sacudidas que producían las ruedas de la zorra, mantuvo la vista fija en las luces que tenía delante. Los cortos cien metros que recorrió le parecieron una eternidad. Pero pasaron y Sloifoiski vio que surgían destellos de luz de pequeños cristales rojos a los costados del túnel. También notó lo que había escuchado cien metros más atrás en un rincón de su mente, pero que no podía identificar..., música o más específicamente, música de calesita, la clase de música que abundaba en Coney Island y otros parques de diversiones del mundo.
Empezó a viajar a más velocidad, velocidad que no tenía relación posible con los impulsos que le daba a la palanca. Para probar sus sospechas soltó el mango de madera, y continuó con un ritmo igual al anterior. Se recostó sobre uno de los costados de la zorra y vio una luz azulada intermitente que salía de los carriles que antes eran plateados. Eso confirmó su presentimiento. Los carriles estaban electrificados y una curiosa reacción electromagnética hacía que las ruedas del carro giraran a una velocidad vertiginosa.
Calzó el banquito en un rincón en la parte delantera de la zorra para equilibrar el peso con un brazo colgando por el borde y trató lo mejor que pudo de disfrutar el paseo gratis. Viajaba a unos ochenta kilómetros por hora por un túnel tortuoso, mal iluminado, salvajemente enroscado y demasiado angosto, con el acompañamiento de una enloquecedora música de calesita. Tenía la impresión clara y perturbadora de que estaba prisionero en un fabuloso parque de diversiones.
De pronto se dio cuenta de qué se trataba. De repente el carro empezó a trepar más y más verticalmente y flotó en su mente un recuerdo infantil de terror. Se sintió como cuando era un niño de siete años y prematuramente subió por primera vez a una montaña rusa. Con sorpresa notó que estaba sobre una montaña rusa, y su carro, que era el único, estaba trepando para descender.
El carro tembló en el borde de una inminente caída de ciento cincuenta metros. Sloifoiski, medio colgado sobre la parte de adelante del carro, vio la zambullida de halcón que dibujaban los carriles. También vio el gigante y pomposo apuntalamiento de madera y acero bajo los carriles.
Durante un segundo aterrador pensó en saltar del carro. Se movió con dificultad hacia un costado para descubrir, para su horror, que los carriles inmediatamente delante y debajo de él, en vez de estar acanalados en una base concreta, estaban ensartados sutilmente sobre un abismo increíble. El carro, al avanzar, se sacudió enfermizamente por estar Sloifoiski aún suspendido en el borde, posición que sin duda le habría costado la vida si el carro de hierro no hubiera dudado de pronto un segundo o dos, tiempo suficiente para que saltara dentro del carro y apretara el hombro contra la pared delantera.
Se zambulló oyendo los chillidos y vibraciones de las ruedas del carro que se sacudía horriblemente. Su cuerpo giró paralelo a la parte interna, donde permaneció hecho panqueque. En el punto en que parecía que los codos y los omóplatos le atravesarían la piel, se desmayó.
Pero en cinco segundos todo había pasado. El carro de metal rodaba suave y tranquilo después de la zambullida. Sloifoiski se agitó gradualmente hasta recobrar el conocimiento.
Estaba en una zona relativamente llana. Una vez más los carriles emergían sobre un piso perceptible y concreto. Desapareció la música de calesita junto con la montaña rusa. La velocidad del carro bajó a unos confortables y piadosos treinta kilómetros por hora.
Descubrió que estaba viajando gradualmente hacia abajo y adivinó que cuando el carro alcanzara al nivel del suelo, habría llegado. Poniendo otra vez el banco a un costado, se sentó asumiendo la posición de un turista. Su brazo derecho horriblemente hinchado, pero más allá del dolor, colgaba por un costado. Empezó a mirar ociosamente a su alrededor.
Luego, de pronto, exageradamente, la arquitectura del túnel cambió por tercera vez. Se convirtió en un museo, algo sepulcral y silencioso. A los costados del túnel había curiosas reliquias de tiempos idos, en suntuosas vitrinas de cristal iluminadas, montadas sobre marcos de metal satinado. Primero, una gran variedad de auténticas antigüedades helénicas y romanas brillaban y bailaban delante del carro que se detenía; luego un modelo en miniatura de la antigua Roma de las Siete Colinas, delante del cual el carro se detuvo totalmente; y junto a eso, tendiendo un puente sobre dos mil años, en casi las mismas proporciones, un modelo increíblemente meticuloso del Manhattan de 1947.
Luego de que Sloifoiski empezara a preguntarse el significado de todo eso, si es que lo había, el carro avanzó con una sacudida. Pasó otro kilómetro de vitrinas de cristal que mostraban más objetos, más antigüedades y más modelos en miniatura. Pero los modelos de otras grandes culturas muertas, como la babilónica, egipcia, india, azteca y gótica, estaban todas a medio terminar o apenas comenzadas.
Volvió a pensar en el cuarto subterráneo, la notable explorasfera fosforescente y las malignas profecías de Phillip Atio de un mundo científicamente lanzado hacia el pasado por el capricho de un puñado de oligarcas aburridos, para revivir las glorias polvorientas de épocas acabadas, agotadas y sepultadas.
Luego tan repentinamente como apareció la suntuosa exhibición, desapareció. Cambiaron las paredes, el túnel y el techo. Se convirtieron en deslumbrantes terrenos electrificados de luces caleidoscópicas y titilantes, para después convertirse ante sus ojos en pantallas de televisión.
Con increíble velocidad pasaban por ese tríptico noticias, documentales y grandes momentos históricos. Sloifoiski desviaba la vista confundido, de pantallazo en pantallazo y trataba de confrontar ese conjunto de imágenes que lo tenían perplejo. Pero no halló secuencia ni unidad, ni siquiera una integración significativa. Luego, reconociendo una cara aquí y allá, recordando un acontecimiento histórico, un invento célebre o una moda determinada, empezó a comprender. Estaba presenciando en forma de noticioso, un conglomerado de documentales del siglo XX, proyectados simultáneamente en tres pantallas diferentes, teniendo cada una de ellas como común denominador la igualdad cronológica.
Las tres pantallas operaban a un ritmo demasiado rápido de percepción mental mientras enumeraban los años de cada siglo. Sloifoiski alcanzó este satori televisivo y se sintonizó con él en esta nueva iluminación. Descubrió que estaba apenas en el año 1910. Sentado cómodamente empezó a cambiar de pantalla en pantalla mirando su programa elegido como un campesino gótico miraría la catedral de Chartres. Esto permitió que entrara en su mente un universo de imágenes distintas pero unificadas, a través del ligero paso de ese bombardeo.
Vio la asunción de Woodrow Wilson, los soldados de infantería marchando por la línea Maginot, la conferencia de la Liga de Naciones, el "Yankee Doodle Dandy" de George M. Cohan, Jack Dempsey masacrando a Jess Willard bajo el sol de Toledo, los bailes de maratón de los años veinte, el ascenso político del prometedor Franklin Delano Roosevelt, la depresión, el régimen de Stalin, el hundimiento de la flota naval en Pearl Harbour, Hiroshima, Albert Einstein y E=MC2, la bomba de hidrógeno, el nacimiento de las Naciones Unidas, el Sputnik, el asesinato del presidente Kennedy, el primer cohete tripulado a la Luna, la finalización de la guerra de Vietnam, el gran armisticio ruso—norteamericano, el primer desarme unilateral, la explosión demográfica de seis mil millones de seres, seguida por la orden de tener sólo dos hijos y el control obligatorio de la natalidad, el batifondo alrededor de la muerte de los derechos civiles y la creación —por Norteamérica y otras potencias aliadas— de la separación territorial por razas, la primera ciudad administrada por computadoras, los hombres mecánicos, el ascenso del Comando de Decisión.
Sloifoiski parpadeó al finalizar el documental sobre el siglo XX. De repente las tres pantallas se pusieron blancas hasta apagarse. Luego en una secuencia muy rápida empezó un pantallazo del siglo XXI.
Incluía filas de hombres de cerebros lavados y ojos inexpresivos marchando por pasillos de hospitales; Manhattan alrededor de 1947, una ciudad fantasma esperando la llegada del primer grupo de ciudadanos con transfusiones cerebrales: la construcción de nueva Roma, con grúas y montacargas, mapas y cámaras, semejando un gigantesco estudio cinematográfico.
Había terminado. Las tres pantallas quedaron sin imágenes y volvieron a convertirse en paredes y techos funcionales.
El carro empezó a moverse más rápido, acelerando estrepitosamente como un corredor que se acerca a la meta en una maratón.
Durante unos mil metros el carro aumentó la velocidad hasta los ochenta kilómetros por hora. Luego se niveló y las paredes, el techo y el túnel desaparecieron completamente.
Había llegado.
CAPÍTULO DECIMOOCTAVO
Thule
El carro se detuvo. Sloifoiski parpadeó, protegiéndose con las manos contra una luz enceguecedora. Un gran parque de más o menos una hectárea se extendía delante de él. Arriba, entre un cielo azul desteñido, la bola incandescente de un sol artificial, irradiaba mucho calor. Había cientos, quizá miles de sombrillas para playa, dispuestas desordenadamente alrededor de piscinas de natación con forma de riñón que relucían como ágatas. Dentro y alrededor de esas piletas, bajo las sombrillas y sobre el parque había grupos de deportistas, hombres, mujeres y niños, todos desnudos. Caballos, o quizá petisos, vagando y pastando en el pasto cortado, llevaban sofisticados hombres y mujeres desnudos de una orgía a otra.
Sloifoiski se bajó del carro y palmeó el costado de su caballo de hierro personal, que lo había transportado tan bien desde tan lejos. Asombrosamente, parado de modo que podía sostenerse sobre la articulación en un rincón del carro, estaba el brazo mecánico lanzallamas. Se había olvidado de él muchos kilómetros atrás, y ahora, más por espíritu que por protección, lo levantó y lo acopló a su propio brazo.
Empezó a caminar hacia adelante, en la dirección que habría seguido su caballo de hierro si no se hubiera detenido. Luego sucedió algo asombroso. Ya fuera por una mutua repulsión—fisión química entre seres extraños, o que su llegada hubiera sido anunciada de antemano y publicada como un augurio desafortunado, o tan sólo que era lo que había que hacer en esta tierra labrada, era un hecho indiscutible que de repente sucedió: todos los lugares quedaron vacíos ante su presencia. En tres minutos caballos, juerguistas y sombrillas abandonaron el parque.
Sloifoiski, completamente aturdido, se detuvo sobre sus pasos. En ese preciso instante, el destino ruso que cobijó gran parte de su vida, lo tomó, si no de la mano, por lo menos de la hebilla del cinturón. Para ser más científicos, el destino en forma de un campo de fuerza electromagnética dirigido, lo atrajo por el hierro de su cinturón.
Caminó derecho, enceguecido por el sol mecánico que tenía arriba y una cierta blancura deslumbradora que relucía delante de él. Atraído por un rayo magnético se dirigió a la blancura. A medida que se acercaba, cobraba forma dibujando cúpulas que terminaban en forma de espirales, torres y arcadas.
Unos metros más lejos se detuvo ante una blanquísima estructura palaciega que era una gloria de la antigua simetría oriental. Lo reconoció por lo que era, una réplica fascinante, si no exacta, del Taj Mahal. Fue erigida, quizá como una encarnación majestuosa de los egos globales de los hombres que albergaba. Pero debía más que nada su existencia al hecho de que primero fue un símbolo... pues qué es un mausoleo sino un símbolo... un símbolo del circuito de regentes agotados y hastiados del mundo, en cuyo seno de exquisito aburrimiento se fraguó la idea de negar el tiempo arrastrando a la humanidad como a un cangrejo cosmológico, a una carrera que se había corrido hace mucho tiempo para encarnar un drama que ya había acabado.
Cruzó el umbral de ensueño que no era un sueño. Delante de él se extendían pisos y arcadas perfectas, galerías y pasillos bajos y silenciosos, como tantas otras cosas armónicas. Pero sus ojos no disfrutarían de esta fiesta, porque de repente, una fuerza violenta agarró su hebilla tan fuertemente como un puño y lo hizo girar. Fue introducido costeando la pared de un pasillo angosto y mal iluminado. Ahora descendía por él. Llegó a una entrada que no tenía puerta. Hubo un tirón del cinturón que le indicaba que debía entrar. Entró, casi llevándose por delante un ascensor cilíndrico abierto que lo esperaba a sólo un metro de la entrada. Penetró interrumpiendo un rayo eléctrico y antes de que se diera vuelta, una puerta de metal se cerró tras él.
Sloifoiski viajaba de un modo que sólo puede describirse como en zigzag y cabeza abajo, porque en diferentes momentos se encontró tirado de espaldas, sobre el estómago o despatarrado en el techo del ascensor.
El ascensor cilíndrico no era convencional en el método de arrojar sus pasajeros como tampoco en el modo de transportarlos. No podía reducir la velocidad. Solo abrió sus puertas y, por medio de un piso deslizante, lo arrojó haciéndolo caer de boca.
Vio y recordó poco del gran cuarto al que fue lanzado sin ceremonias, salvo que tenía paredes de vidrio, piso de salón de baile, varios relojes y dispositivos de relojería. Estaba demasiado ocupado para registrar los alrededores porque sus ojos estaban fijos en la joven con uniforme militar que estaba sentada detrás de un magnífico escritorio en el centro de la habitación.
Tenía una cara alargada y aristocrática, lacio pelo negro, y porque quizás había visto y vivido muchas más cosas que ninguna mujer —para no mencionar una muchacha— había experimentado, parecía tener treinta años, aunque sólo debía tener veinte. Había un letrero sobre el escritorio que decía Ministro de Información. Sloifoiski lo recordaba. También recordaba cómo llevó la silla hacia atrás, se puso de pie, y caminó hacia él con un arma en la mano. En vez de balas el arma contenía dardos de poder tranquilizante y cuando uno de ellos se le introdujo, entre el cinturón y la ingle, le dolió como el infierno.
Dos días más tarde, habiendo sufrido y sobrevivido a un largo coma, y a una operación menor de cirugía plástica en el brazo derecho, recobró el conocimiento. Durante ese tiempo se movió cinco metros desde el punto en que quedó paralizado, hasta un cómodo sofá donde se encontró con la cabeza mantenida por dos almohadas y el cuerpo envuelto en una manta gruesa y abrigada. Una bandeja con varios vasos con jugo de naranja y pajitas fue depositada sobre una mesa junto al sofá. Se sentó y puso automáticamente la boca en una de las pajitas. Bebió ávidamente, encontrándolo delicioso después de haber sido alimentado por vía endovenosa durante dos días. En cuanto empezó a beber sonó una campana. Luego un sector de uno de los espejos se separó y se abrió hasta el techo, convirtiéndose en una puerta. Entró la Ministro de Información y cerró suavemente la puerta tras de sí, que volvió a convertirse en un espejo.
Sloifoiski la ignoró mientras ella se contoneaba hacia el escritorio como una abeja reina hacia su colmena, y se sentaba imperiosamente sobre la tapa lustrada. En cambio, él registró los alrededores en su mente, descubriendo que su primera impresión era exacta aunque incompleta. Claro que había espejos hasta el techo, pero eran tres no cuatro. La pared inmediata a su derecha era un sólido mapa aéreo, pero un mapa en secciones, marcando más o menos las siete grandes culturas del pasado, cada una de ellas presentada como un mundo distinto para las geografías de las diferentes épocas. También había relojes montados sobre los espejos, como él recordaba, unos cien relojes, desde los de sombras de Babilonia, los de sol egipcios y hasta el primer reloj realmente mecánico, inventado por los alemanes; también la onda de radio, el rayo láser y maravillas electrónicas en miniatura del siglo XX y XXI. Pero no daban la sensación de formar parte de un decorado, ni aun de un decorado macabro. Tampoco tenían como finalidad marcar el tiempo, sino no marcarlo. Esto, además del hecho de que había dos símbolos claves de la política del momento puestos en rincones opuestos de la habitación, a menos de dos metros de la puerta que ahora no podía distinguirse, por la que pasó la arrogante Ministro de Información. Los dos símbolos eran banderas, la tradicional de la hoz y el martillo de Rusia y la de las setenta y dos estrellas azuladas y rayas rojas y blancas de los Estados Unidos de América. Sloifoiski notó que las dos banderas sobre las delicadas astas de cinco metros de altura, estaban unidas por el medio con una barra de oro brillante, y parecían estar de espaldas como hermanas siamesas, y no una junto a otra.
Utilizó varios minutos en hacer un inventario mental, actuando en su forma característica, despacio y meditando. Ahora, de pronto, se sentía avergonzado, al sentir que los penetrantes ojos de la Ministro de Información se reían de él. Levantó la vista respondiendo a su mirada con una franca expresión de curiosidad. Quizás ella entienda, pensó, que viví un tipo de odisea, una odisea metafísica. En el más profundo sentido, no había viajado para reclamar o buscar una identidad perdida, ni siquiera un hogar perdido. Siendo ruso era esencialmente un desarraigado, un nómade del ego y del alma, y un nómade de la tierra. La rara dislocación personal que provocó su amnesia era simplemente una intensificación de la dislocación que estaba destinado a enfrentar como ruso, hasta el día en que muriera. Estaba ávido de conocimientos espirituales. Podía imaginar y entender perfectamente cómo el hombre del siglo XXI y un núcleo de organizadores mundiales, en posesión de requisitos científicos y recursos financieros, podían reconstruir modelos de ciudades ya muertas, antiguas y modernas. Sabía que estos organizadores podían poblar anacrónicas ciudades con millones de cobayos, cuyas conciencias habían sido borradas y sus cerebros lavados, y podían sentarse a contemplar su obra, como jueces en un torneo de ajedrez. Lo que no lograba entender, o temía, era cómo. ¿Cómo podía el vuelo del siglo XX, simple y lleno de propósitos que estaban claramente marcados hacia avances científicos cada vez más grandes, hacia una mayor ultracivilización y hacia un orden de centralización más vasto, desviarse tanto? ¿Como, por ejemplo, podía el sueño tan añorado del hombre occidental, tan cerca de la ejecución, devorarse repentinamente a sí mismo, como se dio vuelta la serpiente críptica, en una inversión tan inexplicable? ¿Hubo un golpe de Estado? ¿Acaso una pandilla diabólica de dioses estetas, algún puñado de calígulas perversos y aburridos, se habían apoderado de las entrañas del liderazgo en un cambio sin precedentes, haciendo descarrilar el destino? ¿O acaso ese plan mundial se había votado? ¿O... fue consecuencia de una evolución?
—Empecemos con lo que es menos importante para usted y para mí... su contrato —al hablar, ella levantó el cuello y la cara larga y puntiaguda sobre su tiesa chaqueta militar.
"Descubrió, o más bien fue llevado hasta un pedazo de papel en la Estación Grand Central. Era un contrato ordenándole que se infiltrara y socavara una organización llamada Kiss. Le fue prometido por el éxito una importante recompensa, en su mayor parte monetaria. Tuvo un éxito admirable. Asesinó e impidió que lo asesinaran. Viajó a una ciudad experimental ubicada, dicho sea de paso, a menos de cien kilómetros de aquí, en Rusia, a la que llamamos la Nueva Roma. Arruinó admirablemente un plan de Kiss, también contratado por nosotros para organizar las bases para una religión anticristiana, antipagana, nueva y antinatural, la religión del ello. Luego, habiendo completado la misión, viajó a través de lo que llamamos el túnel del tiempo, y terminó cara a cara con Thule para recoger su recompensa, su propia recompensa personal, si lo cree conveniente, la que no es nuestra recompensa, como usted inconscientemente sabe, de alguna manera. De todos modos, está bien. Usted está aquí. Tendrá su recompensa. Pero, ¿sabe lo que es?"
Sloifoiski, a quien se le había perdido la voz en alguna parte de la garganta, sacudió la cabeza como si cosquilleos de suspenso le electrocutaran la espalda.
—Está bien, mi amigo silencioso. Ante todo tendrá su dinero, cantidades y cantidades de dinero. Pero lo gastará lodo aquí en esta adorable tierra subterránea. También conservará su vida, lo que es justo. Después de todo, aquí en Thule hay más leyes y reglamentos que en ninguna otra parte del mundo, o la historia, porque somos más complejos, y nuestra tarea es mayor, y hasta ahora se ha visto sujeto a estas reglas. Por eso tendrá su vida. Pero perderá algo, algo muy valioso. Nada tan repetido como la libertad, aunque también perderá eso. Pero me refiero a su identidad. Perderá su identidad actual en su estado deformante y amnésico. Lo que significa que perderá su sentimiento presente, semejante a un hombre dislocado del siglo XXI, confundido por un mundo de ciencia y tecnología en el cual tiene poco lugar o significación: sentimiento, dicho sea de paso, semejante al sentimiento del hombre del siglo XX. Ese sentimiento, esa identidad, es la que perderá usted, Sloifoiski.
"En los meses, años y décadas que vendrán... porque la prolongación de la vida es una hazaña fácil, y su vida será larga, cosa importante para nosotros... será asimilado y aspirado por Thule, como una esponja absorbe humedad. Perderá su identidad de extraño en un mundo de tecnología monstruosa. Entrará en un mundo nuevo, microcósmico y subterráneo donde la ciencia es un instrumento, una herramienta que siempre se tiene al alcance de la mano, una herramienta colocada en segundo término y no en primer plano... algo usado para lavar cerebros, controlar, explorar y reacondicionar las mentes humanas... algo para disecar la anatomía de ciudades y culturas pasadas, para sondear las almas de personas que ya han muerto, una herramienta para destejer los tapices de destinos entretejidos, una herramienta para reconstruir ciudades, pueblos y culturas.
"Pero usted hará más que perder una identidad cuasi—científica. Ganará una identidad. Eso ocurrirá cuando penetre en un mundo inigualable. Es un mundo estético, Sloifoiski. No un mundo gobernado por lechuguinos y admiradores del arte, sino todo lo contrario. Es un mundo gobernado por hombres fríos y despiadados como han sido todos los mundos, con una diferencia... las reglas estéticas se usan para conservar, no las reglas de la democracia, o las reglas de la ciencia, o la civilización y autopreservación. Aquí, Sloifoiski, al absorberlo Thule como una esponja, aprenderá a ver la vida como en un escenario, como en un drama. Verá pueblos enteros, ciudades y culturas como los respectivos blancos y negros de un tablero de damas, o de ajedrez si lo prefiere. Usted moverá estas piezas como un experto. De acuerdo a reglas que no toman en consideración el progreso científico, el avance utilitario, o la gloria democrática y social. En los años que vendrán, ocupará un lugar junto a ese tablero mundial, como miles de hombres más. Moverá las piezas de acuerdo a estas reglas nuevas, nuestras reglas. Su campo de especialización en caso de que le interese, aunque veo que no, será la psicología. Trabajará aquí, adecuada y admirablemente, aunque tengamos que lavarle el cerebro. Pero eso no será necesario ya que es un ruso, dotado para oponer poca resistencia y lo que subrayé, le aseguro, es la menor resistencia.
"Ésta, Sloifoiski, tal como se la he presentado, es su recompensa y me parece que es lo que menos le interesa."
Lo que dijo era verdad. Aunque su discurso contenía palabras importantes desde un punto de vista personal y práctico, él escuchó con impaciencia. Como de costumbre su mente estaba en un punto mucho más allá que el aquí y ahora, estaba más adelante. Ahora no le interesaba ni el contrato ni la recompensa. Le interesaba el "cómo".
La joven de veinte años con cara de treinta, que era la Ministro de Información, tomó ventaja del silencio mutuo que siguió, y desabrochó y quitó su chaqueta militar marrón. Quedó con una simple blusa blanca que le ajustaba unos pechos puntiagudos y firmes, e hizo un leve movimiento con la mano. Sloifoiski notó que en esa habitación sin ventanas la temperatura era por cierto alta. También se dio cuenta que la Ministro de Información estaba coqueteando con él.
—Supongo que le interesa saber cómo sucedió todo esto. — Su voz abandonó el tono pedagógico y adquirió el de conversación. Hasta había la promesa o la insinuación de una sonrisa en su gélida cara de máscara.
—Sí —Sloifoiski escuchó el eco de su propia voz y la calma fría que se asentó en ella.
Aunque en el fondo sabía que estaba en la prisión más grande y poderosa del mundo, creyó estar comportándose como un estudiante en una clase de metafísica.
—Usted usó la analogía de un tablero de ajedrez...
—Quiere decir...
Ella hizo un movimiento con la cabeza.
—No. Es una idea estúpida. Si me permite decirlo, es una fantasía estúpida que muchos estudiantes de relaciones humanas, especialmente los del siglo XX, tomaron en consideración. Deriva de la yuxtaposición del hecho innegable de que el ajedrez es un juego hermoso y estético, que imparte a los que lo dominan una fuerte dosis de poder y júbilo, dando la sensación real que algún día un maniático o dictador tipo Calígula puede alcanzar el poder y lograr la emoción completa de sentirse un dios, regulando la vida de modo que los humanos se convirtieran en piezas de ajedrez, y los países en tableros.
"Pero eso es un terror falso y una profecía superficial. Olvidan que el ajedrez, siendo un juego hermoso y estético, es de todos modos matemático. Sus reglas son rígidas, arbitrarias y no tienen la menor semejanza con la vida o el proceso de la vida. Si varias cabezas de las estructuras políticas y sociales opositoras de un país, digamos un país hipotético o una ciudad, fueran designadas como piezas de ajedrez y luego forzados sin saberlo a hacer jugadas de la vida misma —haciendo un paralelo con un partido de ajedrez verdadero— y hasta aquí todo puede imaginarse, si se toma en cuenta los increíbles poderes de manipulación a que tienen acceso los déspotas modernos... entonces semejante sistema y semejante juego fracasarían por sí mismos.
"Si piensa en ello, se dará cuenta de que tal experimento, si se llevara a cabo, no sería menos aburrido ni más entretenido que presenciar un verdadero partido de ajedrez. Incluso un entusiasta de ajedrez se cansa después de varias horas de mirar un partido, mientras que el llamado ajedrez de la vida real —y sólo estoy hablando de un juego— llevaría meses y hasta años terminarlo. Finalmente, los déspotas, a pesar de su legendaria afición por el ajedrez, rara vez han sido hábiles y mucho menos grandes maestros del juego. Imaginar a nuestro déspota hipotético poseyendo la disciplina y concentración necesarias, que fatigarían a un campeón mundial, es algo ridículo.
"Por último si deja todo esto de lado, si se imagina la cosa terminada y cumplida, entonces terminaría allí, sin jugar jamás una segunda partida. Como dije, las reglas del ajedrez y las reglas de la vida están separadas y nunca se encuentran. Aún antes de terminar el primer juego algunas de las piezas humanas más brillantes —no importa cuan inteligentes, naturales y clandestinas fueren las presiones de manipulación para forzar a los participantes a moverse— se darían cuenta de lo que ocurre. En ese punto la máquina se pararía... Así es que ya ve..."
Sloifoiski la interrumpió levantando las manos en un gesto de hastío y sometimiento. Tuvo ganas de arrancarle los pechos, que apuntaban a sus ojos, como dos armas, para probarle que era una prostituta sin corazón, con una máquina de lógica variable por cerebro, enviada para atormentarlo.
—Está bien, si no un tablero sensible, ¿entonces qué? — Sloifoiski lanzó la pregunta con una voz que no ordenaba respeto, ni siquiera el propio.
Ella dibujó una sonrisa insultante, coqueta y azucarada y levantó la mano para detenerlo.
—Espere un minuto. Va demasiado rápido. Debemos proceder sistemáticamente si quiere entender. ¿Son conocimientos los que busca, es esa la recompensa que realmente le interesa?
Sloifoiski rechinó los dientes en silencio y se negó a contestar. Se dio cuenta de que ella estaba hablando en forma erudita y pomposa sólo para irritarlo.
—Ahora quizá considere el golpe de estado como una explicación.
Sloifoiski se ruborizó.
—Eso es absurdo —empezó la Ministro de Información, mostrando una dorada sonrisa de superioridad—. Ningún verdadero gobierno, seguro y bien fundado como el nuestro, alcanzó jamás el poder a través de un golpe de estado.
—¿Por qué es así? — preguntó Sloifoiski.
—Porque un golpe de estado no es más que una revolución. Una revolución no es más que la aceleración de la historia debida a un agudo desequilibrio de las fuerzas sociales que crean un pánico masivo. La historia afirma que las revoluciones sólo se apuraron a traer lo que ya estaba por suceder. Fíjese en la revolución bolchevique a principios del siglo XX.
"Pero todas las revoluciones tienen esto en común, sólo afectan la estructura política, económica y social de un país. No afectan la cultura. Considere esto, ¿se ha producido algún cambio cultural profundo a raíz de una revolución? ¿Acaso la Edad Gótica, el Renacimiento o la Edad de Oro de Grecia surgieron a través de una revolución o de un golpe de estado?
"No, lo que es cultural es lo que afecta profundamente el sentimiento y el alma de un pueblo y sólo puede surgir a través de un proceso semejante al nacimiento o al crecimiento orgánico. Y lo que tenemos aquí, si se toma en cuenta el estado del hombre del siglo XX, es un cambio tan grande que sólo puede llamarse cultural."
—¿Qué insinúa? ¿Que este lugar maníaco es consecuencia de una evolución? ¿Que surgió a través de un proceso natural? — Sloifoiski estaba tan excitado que le empezaron a temblar las manos, y volcó inadvertidamente un vaso de jugo de naranja—, ¿Pero cómo puede ser, donde estaba anunciado eso en la literatura del siglo XX?
—Lo reconozco —dijo la joven, con el rostro frío y pálido, dejando ahora de coquetear.
—Pero es imposible que el gobierno que tienen ustedes aquí haya evolucionado —insistió Sloifoiski golpeando el puño contra la bandeja que tenía delante, negando lo que sabía era verdad.
Empezó a pasearse en círculos y dijo:
—El siglo XX fue el siglo de los pensadores utópicos, pero ninguna de sus utopías se acercó a un kilómetro de este mundo de Alicia en el País de las Maravillas. Mire. Estaba el Nuevo Mundo Feliz de Aldous Huxley. Eso fue una especie de utopía científica al revés, un mundo de pesadilla, de control de la natalidad, bebés en probetas, control mental y existencias drogadas. Luego apareció 1984 de Orwell, una utopía negativa de tedioso totalitarismo policíaco. "Hermano Mayor" y comunismo inmortal. Había utopías cuasicientíficas provenientes de autores de ciencia—ficción. Hubo mundos gobernados por hombres mecánicos, computadoras, mundos de los que la humanidad desertaba para vivir en las estrellas, mundos en los que los seres humanos eran esclavos de las máquinas, o mundos habitados por seres extraños muy superiores, o seres superiores y hostiles diez mil años más adelantados que nosotros en civilización. También existieron utopías sociales... visiones de millones de hombres y mujeres sin raza o con las razas mezcladas, uniéndose en un gran mar social de amor libre y comunidad. Pero en ninguna parte... en ninguna parte jamás... jamás...
Se detuvo en mitad de la frase y levantó las manos. Inconscientemente se acercó a unos tres metros del escritorio donde ella estaba. Al mirar sus ojos tan fríos e inteligentes, supo que estaba derrotado.
—Lo sé, lo sé —dijo ella casi suavemente. ¿Había una lágrima brillando en sus ojos?
Abandonó el escritorio, desabrochándose sus pantalones militares de montar y se puso de pie con una minifalda roja y la blusa blanca, que de alguna manera le devolvían los años que le había robado su cara marcada por los conocimientos. Ahora hablaría y todo habría pasado. Dio un paso hacia adelante. Suspiró recordando cuántas veces había hecho ese papel, y entonces hubo lágrimas verdaderas en sus ojos, no lágrimas de pena sino de cansancio, por la vida increíble y espantosa que llevaba. Después de todo, ella era una de las pocas de la élite que había nacido allí. Nunca había visto el sol, el verdadero. A los quince años optó por el puesto de Ministro de Informaciones. Sufrió y resistió... gracias a su fabuloso coeficiente de inteligencia, su aptitud genética para una feroz concentración y su salvaje sed amazónica de gobernar a los hombres... tres años durísimos de aprendizaje, programación mental y autodisciplina. Durante los últimos dos años de servicio se enfrentó a unos cincuenta hombres como Sloifoiski. Los inició a cada uno de ellos, les enseñó, y como humillación final les obligó arrastrarse y mendigar por su cuerpo.
Caminó hacia Sloifoiski en una especie de seducción metafísica.
—Sé que lo que pasa aquí está lejos de la conciencia general del siglo XX. Pero cada momento del mundo no necesariamente estuvo anunciado o siquiera presente en la conciencia de la generación anterior. El hecho de que nuestro pequeño gobierno mundial llamado Thule existiera, es por supuesto una prueba de que puede ocurrir.
Se acercó más a Sloifoiski y le puso los brazos alrededor del cuello, acariciándolo con las manos y con las palabras.
—Usted mencionó a Orwell y Huxley, mi querido Orwell estaba equivocado porque no se dio cuenta de que el comunismo, que es un producto moderno de la civilización, que surgió varias veces y murió otras tantas, no es y nunca podría ser inmortal. No vio que el totalitarismo a través del control es superfluo en pueblos ultracivilizados y castrados, que a través del tiempo pierde la voluntad y se convierte en algo social y psicológicamente maleable.
"Huxley, junto con el resto de los utópicos de la ciencia—ficción estaba equivocado. Él, y ellos, se equivocaron al no ver que la ciencia era producto del hombre, y que el progreso utilitario, la felicidad más grande para la mayoría, era un sueño consolador pero superficial. En la década del cincuenta, la humanidad ya se había aburrido del chaleco de fuerza tecnológico. También se aburrió de vivir con píldoras, drogas y estímulos artificiales, como se cansó de la novedad de la tecnología, tanto como la heroína perdería atractivo para un adicto hastiado. Y así, la ciencia, que fue un sueño o una fase y no un objetivo inevitable para cuatro mil años de civilización, fue arrancada de su lugar bajo el sol.
"Los pensadores sociales estaban tan equivocados como sus utopías, Sloifoiski. A diferencia de Orwell, ellos ni siquiera vieron que la perpetuación del comunismo, o socialismo maduro, sólo lleva a la desmoralización. No vieron que la naturaleza no hace a los hombres iguales, y que cualquier sistema que los convierta artificialmente en iguales, no eleva tanto al que está en desventaja como achata al privilegiado.
"Verá entonces, mi querido, que estaban todos equivocados."
Levantó la cara y lo besó como una amante experimentada besaría a un adolescente que se inicia. Pero besó a una estatua. Entonces supo que realmente tendría que contarle todo, cosa que de todos modos estaba por hacer, si pretendía seducirlo.
Dio un corto paso hacia atrás, sonriendo un poco a pasar de su interrogador incansable. Sloifoiski vio que el hielo volvía a sus ojos y antes de que ella hablara supo lo que iba a decir, porque inconscientemente había pensado en eso la mayor parte de su vida.
—Pasó lo que la gente sabía que iba a suceder. De algún modo fue anunciado por algunos filósofos pesimistas, humoristas negros y profetas de la destrucción. Sólo que nadie les creyó o nadie admitía creerles.
"Simplemente, Sloifoiski, la gente se cansó de vivir en un vacío hermético llamado civilización. Se dieron cuenta de que el gran confort material que adquirían costaba demasiado, quizá sus almas.
"Por la década del cincuenta era obvio para la mayoría de los observadores inteligentes, que el ego colectivo de la humanidad estaba sofocándose lentamente. Lo que no advirtieron fue que, lo que llamaban purgas, los programas sociales, las marchas de protesta destinadas a restaurar la dignidad humana y el individualismo, no eran más antídotos que una cura para drogadictos.
"Por la década del noventa había cinco mil millones de personas en el mundo. Entonces, las grandes naciones estaban constituidas por drogadictos. Ya no era exacto decir que las grandes masas de la humanidad dependían sólo del bienestar, de la distribución de los ingresos, la salud, la psicoterapia y los elevadores de ánimo en forma de expansión mental y drogas para evadirse de la realidad. No, se convirtieron en adictos enganchados al impulsador más grande que conoció el mundo, el superestado.
55555Naturalmente, se atrofió la prerrogativa del voto. Cuando un pueblo está castrado, cuando el orgullo se inclina ante las constantes necesidades, entonces, la habilidad de ese pueblo para gobernarse pasa a otra persona. Se convierten en esclavos masoquistas, añorando el hombre fuerte. Pasó antes, Sloifoiski, en la antigua Roma, en la época de los Césares. La apariencia final del siglo XX fue bien llamada "cesarismo".
"Al finalizar el siglo XX el romance de la ciencia era un aburrido asunto amoroso. La llamada frontera del espacio, que había capturado la fantasía del siglo, ya había estallado. Las fronteras las conquistan los hombres y se pelean sobre la tierra. Los cohetes, la estratosfera y las estrellas muertas, son sustitutos muy pobres.
"En esa época el liberalismo, expresión del deseo de una reforma social perpetua, murió de muerte natural. Después de todo, cuando la gente engorda, y está sobrealimentada e hinchada de estimulantes, es difícil compadecerse de ellos. El liberalismo siempre presupuso que los seres humanos decentes sufrían abusos innecesarios. No contaban con que fueran vegetales, y cuando la humanidad se convirtió en eso, los liberales dejaron de sentir lástima por ella. Empezaron a buscar otra cosa y dejaron de ser liberales.
"Llegamos al siglo XXI cuando todo empieza. Hubo un pacto entre Norteamérica y Rusia, las dos grandes potencias. Ninguna cambió su filosofía. Sólo que Estados Unidos fue más comunista y Rusia más capitalista, y se encontraron como cuando el agua busca su nivel. Así, tuvimos un grupo selecto de gobernantes mundiales —ya que quien gobernaba estos gigantes, gobernaba el mundo— que gracias al cesarismo tenían un poder sin precedentes. Pero no tenían donde ir, nada que hacer con su poder que no hubiera sido hecho mil veces antes. La ciencia y la tecnología se extralimitaban. El estado de prosperidad distribuía 'pan y circo' en un millón de formas diferentes y la gente llegó a cansarse. Se hicieron inmunes al 'pan' y a los 'circos'.
"De modo que estos gobernantes, que ahora son nueve, que llaman a su sede de gobierno Thule, repasaron la situación. Lo que veían era la humanidad al bordo de la destrucción. La supercivilización, la tecnología y el superestado de prosperidad y abundancia, parecía haber cumplido su curso. No podía seguir. Cuando uno está en las últimas, ¿qué hace? ¿Sigue adelante y cae en un abismo, o retrocede? Retrocedieron. Decidieron reconstruir culturas pasadas y devolverles la vida. Tenían dinero y ciencia para hacerlo. Phillip Atio le contó esto una vez y usted lo vio en la Nueva Roma y en la Nueva Nueva York, pero no lo creyó porque realmente no quería hacerlo.
"No piense, Sloifoiski, que estos nueve hombres están locos. Que si no fuera por nueve Don Quijotes modernos y una fantástica decisión tomada en común, la corriente de la historia hubiera sido otra. Lejos de eso. Si no hubieran sido estos nueve, habrían sido otros nueve, diez o veinte, porque hubo, y hay, cientos empezando a tomar sus lugares. La cosa, como le dije, es producto de una evolución, Sloifoiski. Ocurrió de a poco, orgánicamente. Estaba en el aire, mil presagios lo auguraban. Por favor no piense que estos nueve hombres hicieron lo que hicieron sólo por ellos mismos, por su propio placer goloso y estético.
"Es cierto que ellos, como todos aquí, estamos para disfrutar jugando a ser dioses con el tiempo y la historia, a reconstruir culturas muertas y hacerlas crecer de nuevo; crear Kiss, Tomb y Rook como símbolos vivientes del Ello, del Superyó y del Yo de la historia; ubicar estos símbolos en las culturas que nosotros producimos y aprender de sus conflictos mutuos.
"Pero eso es sólo una pequeña parte en todo esto, Sloifoiski. Básicamente, lo que hicimos los gobernantes y trabajadores de Thule fue en favor de la humanidad. Es verdad, y si usted no es demasiado cínico, lo creerá. Recuerde que la humanidad recorrió su curso de otra manera yendo hacia adelante, progresando, quiero decir. Finalmente serán más felices de este modo. Créame, lo sé. A pesar de los lavados de cerebro y los movimientos de personas como peones de ajedrez, serán más felices. Recuerde que sólo estamos perfeccionando nuestra técnica de regresión. En otros cien años seremos más expertos y provocaremos menos dolor, y ellos serán más felices. Son felices de este modo, por favor, ¡créame!"
Terminó, y al finalizar su discurso se descontroló. Simplemente tenía que poseerlo, era el único hombre que permanecía indiferente ante sus fríos encantos de diosa. Lo seduciría aunque tuviera que arrojarse sobre él.
Fue lo que hizo, arrancándole la ropa en un arranque de sadomasoquismo. Sloifoiski la tiró al suelo, amándola como amaría a un maniquí o a una mujer mecánica, porque era lo único que podía hacer.
Cuando acabó, desnudo y rendido, oyó, por sobre todas las cosas, un reloj despertador, un despertador Westinghouse. En la pared había un duplicado del reloj que lo había iniciado hacía ya tanto en esta curiosa carrera. Al vibrar sonaba estridentemente.
Luego se detuvo y una voz, la misma que lo había insultado mucho tiempo atrás para que despertase, emitió una única palabra: "Ahora".
Entonces lo estaban esperando. Él y la Ministro de Información se pusieron de pie en silencio desde el frío suelo. Sloifoiski vio cómo regresaba el hielo a sus ojos. Ella se estiró y le tomó la mano.
Caminaron como Adán y Eva, un Adán y una Eva de un millón de años, a través de la puerta—espejo para entrar en un viejo mundo feliz.
Caminaron por un túnel oscuro y llegaron a un cuarto enorme con paredes de vidrio, como un invernadero gigante. En medio del cuarto había una pileta llena de bañistas desnudos. Aquí estaban muchos de los holgazanes que había visto antes en el parque. Sabía, por sus sonrisas permanentes, que sus mentes estaban borradas a los fines de la experimentación, dejándolos como idiotas en el limbo.
Llegaron a otro cuarto con paredes transparentes. Sloifoiski vio cerebros flotando en tubos de ensayos, como protuberancias sobre espinas dorsales. Vio brazos mecánicos con dedos como pinzas asir finos instrumentos de alambre que atendían a los cerebros. La Ministro de Información regresó a su puesto y le informó que reemplazaban a médicos, neurocirujanos y cirujanos especializados que antes eran imprescindibles para las investigaciones sobre lavados de cerebros, tan anticuados y medievales como la sangría.
Llegaron a un tercer cuarto aún más raro. Sloifoiski vio a través del vidrio una fila de cilindros en forma de bala. En cada uno un hombre desnudo, que parecía un cadáver, estaba en medio de un continuo remolino de gases espumosos. Estos eran los inmortales, o más bien hombres que querían la inmortalidad a cualquier precio. Todos estaban vivos, dijo ella, congelados en gases a temperaturas bajo cero, a un latido de la muerte, y en una hibernación profunda y permanente que duraría Dios sabe cuánto. Se detuvo ante el cilindro que contenía a su alumno de cabello ensortijado, de la School for Sly Foxes, Spillburg. La muchacha dijo que él, como la mayoría de los agentes de Kiss, deseaba la inmortalidad, aunque fuera en forma vegetal. La obtuvo como recompensa al sufrir recientemente un ataque al corazón. Luego, llegó hasta un Rolo Bumaleaven que parecía un Buda verde; Phillip Atio con los ojos llenos de odio, aun en hibernación. Ella le contó cómo los encontraron, después que Sloifoiski los abandonó, para que también ellos, como buenos agentes de Kiss, pudieran reclamar su recompensa.
No había más cuartos ya. Entraron en un segundo subsuelo, y un soplo de aire frío los hizo temblar de terror. Estaban entrando a la región de la muerte, o sea a la región del tiempo muerto.
Sloifoiski pensó en la palabra "¡Ahora!" Le estaba dando tiempo. Pensó afectuosamente en la mitad o tres cuartas partes de su vida primera que nunca conocería y las despidió con un breve saludo. Al preguntar a la muchacha por su hermana, ésta le contestó que se ocuparía de ella.
Llegaron a la cripta y Sloifoiski supo, sin preguntar, que al igual que el Taj Mahal ésta era un símbolo. Luego; las pesadas puertas de la casa de la muerte giraron abriéndose.
Había escalones increíblemente viejos con limo verde. Estaban entrando al corazón de la región del tiempo muerto. Sloifoiski y la Ministro de Información bajaron. Primero en una oscuridad que los confundió, luego en medio de una luz enceguecedora.
Llegaron al último escalón. Después había un pozo de unos treinta metros de profundidad. Una escalera de acero descendía por sus paredes. Bajo las luces flameantes que emanaban del fondo había una mesa redonda. Y a su alrededor nueve hombres sentados, como nueve holandeses errantes. Luego Sloifoiski vio la caña de un brazo que se elevaba señalándolo y el garfio de una mano que lo llamaba.
Y eso parecía lo único que quedaba por hacer. ¡Entonces, comenzó a bajar y a retroceder!
FIN