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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
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    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
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  • ------------MANUAL-----------
  • + -

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    LA AMORTAJADA (María Luisa Bombal)

    Publicado en junio 10, 2012
    Notas biográficas

    María Luisa Bombal nació en el Paseo Monterrey de Viña del Mar, el 8 de junio de 1910. A los ocho años de edad, tras la muerte de su padre, se trasladó a París, donde terminó su educación escolar. Posteriormente, ingresó a la Facultad de Letras de La Sorbonne, culminando su carrera con la presentación de una tesis sobre Prosper Mérimée.

    Regresó a Chile en 1931, en el trasatlántico Reina del Mar. A su arribo a las costas chilenas la esperaban su madre Blanca Anthes Precht, sus hermanas y un joven llamado Eulogio Sánchez Errázuriz, amigo de la familia, con quien inició una relación amorosa que la obsesionaría durante toda su juventud.

    En 1933, tras una separación dolorosa y obligada de Eulogio, decidió partir a Buenos Aires invitada por su amigo y cónsul Pablo Neruda. En esta ciudad participó del movimiento intelectual de la época, reuniéndose con los escritores integrantes de la revista Sur. En 1935 inició su carrera literaria, publicando su primer libro, La última niebla. Posteriormente, en 1938 lanzó su novela más importante, La amortajada.

    En agosto de 1940 regresó a Chile, trayendo consigo los manuscritos de “El árbol” y “Las islas nuevas”. Al año siguiente, fue encarcelada tras haber intentado asesinar a su antiguo amante, Eulogio Sánchez; pero estuvo sólo unos pocos meses en la cárcel.

    En 1944 decidió trasladarse a Estados Unidos, donde vivió por más de 20 años. El primer período de residencia en este país fue de mucha soledad, trayéndole como consecuencia una severa adicción al alcohol. Posteriormente, conoció a Fal de Saint Phalle, un noble francés dedicado a los negocios, con quien se casó el 1 de abril de 1944 y tuvo una hija, llamada Brigitte, mismo nombre de la protagonista de su segunda novela.

    Durante esta época siguió escribiendo, sobre todo obras de teatro. Publicó La historia de María Griselda en 1946, y trabajó para la UNESCO. A pesar de llevar muchos años en el extranjero, nunca renunció a su pasaporte chileno, lo que limitó sus posibilidades de recibir premios en los países donde había desarrollado parte importante de su carrera de escritora.

    María Luisa Bombal regresó a Chile en varias ocasiones. En diciembre de 1969 falleció su esposo y al poco tiempo partió a Buenos Aires, donde permaneció hasta 1973. Posteriormente, viajó a Chile para quedarse de manera definitiva.

    Las penas y el alcohol debilitaron su salud. María Luisa Bombal murió el 6 de mayo de 1980, en completa soledad en una sala común de un hospital público, sin haber obtenido el Premio Nacional de Literatura. La obra inédita de María Luisa Bombal fue recopilada y publicada, en conjunto con sus novelas más conocidas, dieciséis años después por Lucía Guerra bajo el título de Obras completas.


    La amortajada

    El argumento inicial de La amortajada, María Luisa Bombal se lo confió a su gran amigo Jorge Luis Borges. Este reconocido escritor argentino, le dio como respuesta que tal argumento era de ejecución imposible y que “dos riesgos lo acechaban, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos” (“Testimonios”, Obras completas. Lucía Guerra (comp). Barcelona; Santiago de Chile: Andrés Bello, 1996. p. 331). Aún así, María Luisa prosiguió con su idea y tiempo después le llevó el manuscrito original a Borges, quien lo leyó en una sola tarde, comprobando con admiración que los disyuntivos riesgos que anticipó estaban salvados. Posteriormente, comentaría en 1938, tras la primera aparición de La amortajada en Buenos Aires: “Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América” (Agosto de 1938, Buenos Aires).

    La amortajada, junto a La última niebla, son considerados por la crítica, obras que dan comienzo a la novela chilena contemporánea, debido a importantes innovaciones en el plano temático y formal, como la incorporación del monólogo interior, atmósferas oníricas, ambigüedad en los espacios y tiempos narrativos, introspección psicológica de los personajes y un lenguaje metafórico y simbólico, entre otros procedimientos narrativos. También se le otorga una gran importancia por haber sido parte de las primeras críticas al papel de la mujer en dicha época.



    LA AMORTAJADA


    NOVELA
    Segunda edición
    N A S C I M E N T 0
    SANTIAGO - CHILE, 1941


    Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas.



    A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no habia logrado empañar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía.

    Porque Ella veía, sentía.

    Y es así como se ve inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sábanas bordadas, perfumadas de espliego, —que se guardan siempre bajo llave—y se ve envuelta en aquel batón de raso blanco que solía volverla tan grácil.

    Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que han adquirido la delicadeza frívola de dos palomas sosegadas.

    Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba volviendo, minuto por minuto, más húmeda y más pesada.

    Consiguieron, al fin, desenmarañarla, alisarla, dividirla sobre la frente.

    Han descuidado, es cierto, recogerla.

    Pero ella no ignora que la masa sombría de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida y durmiendo un ceño de misterio, un perturbador encanto.

    Y de golpe se siente sin una sola arruga, pálida y bella como nunca.

    La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla así, los que ya no la recordaban sino devorada por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda.

    Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.

    Está su hija, aquella muchacha dorada y elástica, orgullosa de sus veinte años, que sonreía burlona cuando su madre pretendía, mientras le enseñaba viejos retratos, que también ella habia sido elegante y graciosa. Están sus hijos, que parecían no querer reconocerle ya ningún derecho a vivir, sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por el jardín asoleado; sus hijos ariscos al menor cumplido, aunque secretamente halagados cuando sus jóvenes camaradas fingían tomarla por una hermana mayor.

    Están algunos amigos, viejos amigos que parecían haber olvidado que un día fué esbelta y feliz.

    Saboreando su pueril vanidad, largamente permanece rígida, sumisa a todas las miradas, como desnuda a fuerza de irresistencia.

    El murmullo de la lluvia sobre los bosques y sobre la casa la mueve muy pronto a entregarse cuerpo y alma a esa sensación de bienestar y melancolía en que siempre la abismó el suspirar del agua en las interminables noches de otoño.

    La lluvia, cae, fina, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer sobre los techos, caer hasta doblar los quitasoles de los pinos, y los anchos brazos de los cedros azules, caer. Caer hasta anegar los tréboles, y borrar los senderos, caer.

    Escampa, y ella escucha nítido el bemol de lata enmohecida que rítmicamente el viento arranca al molino. Y cada golpe de aspa viene a tocar una fibra especial dentro de su pecho amortajado.

    Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese día guardar en sí.

    Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer.

    Caer y resbalar como lágrimas por los vidrios de las ventanas, caer y agrandar hasta el horizonte las lagunas, caer. Caer sobre su corazón y empaparlo, deshacerlo de languidez y de tristeza.

    Escampa, y la rueda del molino vuelve a girar pesada y regular. Pero ya no encuentra en ella la cuerda que repita su monótono acorde; el sonido se despeña ahora, sordamente, desde muy alto, como algo tremendo que la envuelve y la abruma. Cada golpe de aspa se le antoja el tic-tac de un reloj gigante marcando el tiempo bajo las nubes y sobre los campos

    No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, así, una emoción.

    Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno. Han trazado un círculo de silencio a su alrededor, y se ha detenido el latir de esa invisible arteria que le golpeaba con frecuencia tan rudamente la sien.

    A la madrugada cesa la lluvia. Un trazo de luz recorta el marco de las ventanas. En los altos candelabros la llama de los velones se abisma trémula en un coágulo de cera. Alguien duerme, la cabeza desmayada sobre el hombro, y cuelgan inmóviles los diligentes rosarios.

    No obstante, allá lejos, muy lejos, asciende un cadencioso rumor.

    Sólo ella lo percibe y adivina el restallar de cascos de caballos, el restallar de ocho cascos de caballo que vienen sonando.

    Que suenan, ya esponjosos y leves, ya recios y próximos, de repente desiguales, apagados, como si los dispersara el viento. Que se aparejan, siguen avanzando, no dejan de avanzar, y sin embargo que, se diría, no van a llegar jamás.

    Un estrépito de ruedas cubre por fin el galope de los caballos. Recién entonces despiertan todos, todos se agitan a la vez. Ella los oye, al otro extremo de la casa, descorrer el complicado cerrojo y las dos barras de la puerta de entrada.

    Los observa, en seguida, ordenar el cuarto, acercarse al lecho, reemplazar los cirios consumidos, ahuyentar de su frente una mariposa de noche.

    Es él, él.

    Alli está de pie y mirándola. Su presencia anula de golpe los largos años baldíos, las horas, los días que el destino interpuso entre ellos dos, lento, oscuro, tenaz.

    —Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso.

    Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mi, a quienes considerabas primas —no lo éramos, pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llamábamos tíos a tus padres— reinabas por el terror.

    Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu látigo.

    Te juro que te odiábamos de corazón cuando soltabas nuestros pájaros o suspendías de los cabellos nuestras muñecas a las ramas altas del plátano.

    Una de tus bromas favoritas era dispararnos al oído un salvaje: ¡hu! ¡hu!, en el momento más inesperado. No te conmovían nuestros ataques de nervios, nuestros llantos. Nunca te cansaste de sorprendernos para colarnos por la espalda cuanto bicho extraño recogías en el bosque.

    Eras un espantoso verdugo, Y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación. Creo que te admirábamos.

    De noche nos atraías y nos aterrabas con la historia de un caballero, entre sabio y notario, todo vestido de negro, que vivía oculto en la buhardilla. Durante varios años, no pudimos casi dormir temerosas de su siniestra visita.

    La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos jugando a escalar las enormes montañas de heno acumuladas tras la era y saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol.

    Fué en uno de aquellos locos mediodías, cuando, desde la cumbre de un haz, mi hermana me precipitó a traición sobre una carreta, desbordante de gavillas, donde tu venias recostado.

    Me resignaba ya a los peores malos tratos o a las más crueles burlas, según tu capricho del momento, cuando reparé que dormías. Dormías, y yo, coraje inaudito, me extendí en la paja a tu lado, mientras guiados por el peón Anibal los bueyes proseguían lentos un itinerario para mi desconocido.

    Muy pronto quedó atrás el jadeo desgarrado de la trilladora, muy pronto el chillido estridente de las cigarras cubrió el rechinar de las pesadas ruedas de nuestro vehículo.

    Apegada a tu cadera, contenía la respiración tratando de aligerarte mi presencia. Dormías, y yo te miraba presa de una intensa emoción, dudando casi de lo que veían mis ojos: ¡Nuestro cruel tirano yacía indefenso a mi lado!

    Aniñado, desarmado por el sueño, ¿me pareciste de golpe infinitamente frágil? La verdad es que no acudió a mí una sola idea de venganza.

    Tii te revolviste suspirando, y, entre la paja, uno de tus pies desnudos vino a enredarse con los míos.

    Y yo no supe cómo el abandono de aquel gesto pudo despertar tanta ternura en mi, ni por qué me fué tan dulce el tibio contacto de tu piel.

    Un ancho corredor abierto circundaba tu casa. Fué allí donde emprendiste, cierta tarde, un juego realmente original.

    Mientras dos peones hurgaban con largas cañas las vigas del techo, tú acribillabas a balazos los murciélagos obligados a dejar sus escondrijos.

    Recuerdo el absurdo desmayo de tía Isabel; todavía oigo los gritos de la cocinera y me duele la intervención de tu padre.

    Una breve orden suya dispersó a tus esbirros, te obligó a hacerle instantáneamente entrega de la escopeta, mientras con esos ojos estrechos, claros y fríos, tan parecidos a los tuyos, te miraba de hito en hito. En seguida levantó la fusta que llevaba siempre consigo y te atravesó la cara, una, dos, tres veces...

    Frente a él, aturdido por lo imprevisto del castigo, tú permaneciste primero inmóvil. Luego enrojeciste de golpe y llevándote los puños a la boca temblaste de pies a cabeza.

    —"¡Fuera!"—murmuró sordamente, entre dientes, tu padre.

    Y como si aquella interjección colmara la medida, recién entonces desataste tu rabia en un alarido, un alarido desgarrador, atroz, que sostenías, que prolongabas mientras corrías a esconderte en el bosque.

    No reapareciste a la hora del almuerzo.

    Tiene vergüenza—nos decíamos las niñas entre impresionadas y perversamente satisfechas. Y Alicia y yo debimos marcharnos cargando con el despecho de no haber podido presenciar tu vuelta.

    A la mañana siguiente, como acudiéramos ansiosas de noticias, nos encontramos con que no habías regresado en toda la noche.

    —"Se ha perdido intencionalmente en la montaña o se ha tirado al río. Conozco a mi hijo... " — Sollozaba tía Isabel.
    —"Basta", —vociferaba su marido,— "quiere molestarnos y eso es todo. Yo también lo conozco".

    Nadie almorzó aquel día. El administrador, el campero, todos los hombres, recorrían el fundo, los fundos vecinos.—"Puede que haya trepado a la carreta de algún peón y se encuentre en el pueblo"—se decían.

    A nosotras y a la servidumbre —que el acontecimiento liberaba de las tareas habituales— se nos antojaba a cada rato oír llegar un coche, el trote de muchos caballos. En nuestra imaginación a cada rato te traían, ya sea amarrado como un criminal, ya sea tendido en angarillas, desnudo y blanco — ahogado.

    Mientras tanto, a lo lejos, la campana de alarma del aserradero desgajaba constantemente un repetir de golpes precipitados y secos.

    Atardecía cuando irrumpiste en el comedor. Yo me hallaba sola, reclinada en el diván, aquel horrible diván de cuero oscuro que cojeaba, ¿recuerdas?

    Traías el torso semidesnudo, los cabellos revueltos y los pómulos encendidos por dos chapas rojizas.

    —"Agua"—ordenaste. Yo no atiné sino a mirarte aterrorizada.

    Entonces, desdeñoso, fuiste al aparador y groseramente empinaste la jarra de vidrio, sin buscar tan siquiera un vaso. Me arrimé a ti. Todo tu cuerpo despedía calor, era una brasa.

    Guiada por un singular deseo acerqué a tu brazo la extremidad de mis dedos siempre helados. Tú dejaste súbitamente de beber, y asiendo mis dos manos, me obligaste a aplastarlas contra tu pecho. Tu carne quemaba.

    Recuerdo un intervalo durante el cual percibí el zumbido de una abeja perdida en el techo del cuarto.

    Un ruido de pasos te movió a desasirte de mí, tan violentamente, que tambaleamos. Veo ahí tus manos crispadas sobre la jarra de agua que te habías apresurado a recoger.

    Después...

    Años después fué entre nosotros el gesto dulce y terrible cuya nostalgia suele encadenar para siempre.

    Fué un otoño en que sin tregua casi, llovía.

    Una tarde, el velo plomo que encubría el cielo se desgarró en jirones y de norte a sur corrieron lívidos fulgores.

    Recuerdo. Me encontraba al pie de la escalinata sacudiendo las ramas, cuajadas de gotas, de un abeto. Apenas si alcancé a oír el chapaleo de los cascos de un caballo cuando me sentí asida por el talle, arrebatada del suelo.

    Eras tú, Ricardo. Acababas de llegar —el verano entero lo habías pasado preparando exámenes en la ciudad— y me habías sorprendido y alzado en la delantera de tu silla.

    El alazán tascó el freno, se revolvió enardecido... y yo sentí, de golpe, en la cintura, la presión de un brazo fuerte, de un brazo desconocido.

    El animal echó a andar. Un inesperado bienestar me invadió que no supe si atribuir al acompasado vaivén que me echaba contra ti o a la presión de ese brazo que seguía enlazándome firmemente.

    El viento retorcía los árboles, golpeaba con saña la piel del caballo. Y nosotros luchábamos contra el viento, avanzábamos contra el viento.

    Volqué la frente para mirarte. Tu cabeza se recortaba extrañamente sobre un fondo de cielo donde grandes nubes galopaban, también, como enloquecidas. Noté que tus cabellos y tus pestañas se habían oscurecido; parecías el hermano mayor del Ricardo que nos habia dejado el año antes.

    El viento. Mis trenzas aleteaban deshechas, se te enroscaban al cuello.

    Henos de pronto sumidos en la penumbra y el silencio, el silencio y la penumbra eternos de la selva.

    El caballo acortó el paso. Con precaución y sin ruido salvaba obstáculos: rosales erizados, árboles caídos cuyos troncos mojados corroía el musgo; hollaba lechos de pálidas violetas inodoras, y hongos esponjosos que exhalaban, al partirse, una venenosa fragancia.

    Pero yo sólo estaba atenta a ese abrazo tuyo que me aprisionaba sin desmayo.

    Hubieras podido llevarme hasta lo más profundo del bosque, y hasta esa caverna que inventaste para atemorizamos, esa caverna oscura en que dormía replegado el monstruoso mugido que oíamos venir y alejarse en las largas noches de tempestad.

    Hubieras podido. Yo no habría tenido miedo mientras me sostuviera ese abrazo.

    Chasquidos misteriosos, como de alas asustadas, restallaban a nuestro paso entre el follaje. Del fondo de una hondonada subía un apacible murmullo.

    Bajamos, orillamos un estrecho afluente semioculto por los helechos. De pronto, a nuestras espaldas, un suave crujir de ramas y el golpe discreto de un cuerpo sobre las aguas. Volvimos la cabeza. Era un ciervo que huía.

    Lenguas de humo azul brotaron de la hojarasca. La noche próxima nos intimaba a desandar camino.

    Emprendimos lentamente el regreso.

    ¡Ah, qué absurda tentación se apoderaba de mí! ¡Qué ganas de suspirar, de implorar, de besar!

    Te miré. Tu rostro era el de siempre; taciturno, permanecía ajeno a tu enérgico abrazo.

    Mi mejilla fué a estrellarse contra tu pecho.

    Y no era hacia el hermano, el compañero, a quien tendía ese impulso; era hacia aquel hombre fuerte y dulce que temblaba en tu brazo. El viento de los potreros se nos vino encima de nuevo. Y nosotros luchamos contra él, avanzamos contra él. Mis trenzas aletearon deshechas, se te enroscaron al cuello.

    Segundos más tarde, mientras me sujetabas por la cintura para ayudarme a bajar del caballo, comprendí que desde el momento en que me echaste el brazo al talle me asaltó, el temor que ahora sentía, el temor de que dejara de oprimirme tu brazo.

    Y entonces, ¿recuerdas?, me aferré desesperadamente a ti murmurando "Ven", gimiendo "No me dejes"; y las palabras "Siempre" y "Nunca". Esa noche me entregué a ti, nada más que por sentirte ciñéndome la cintura.

    Durante tres vacaciones fuí tuya.

    TC me hallabas fría porque nunca lograste que compartiera tu frenesí, porque me colmaba el olor a oscuro clavel silvestre de tu beso.

    Aquel brusco, aquel cobarde abandono tuyo, ¿respondió a una orden perentoria de tus padres o a alguna rebeldía de tu impetuoso carácter? No sé.

    Nunca lo supe. Solo sé que da edad que siguió a ese abandono fué la más desordenada y trágica de mi vida.

    ¡Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusión! ¡Cuando se lucha con el pasado, en lugar de olvidarlo! Así persistía yo antes en tender mi pecho blando, a los mismos recuerdos, a las mismas iras, a los mismos duelos.

    Recuerdo el enorme revólver que hurtó y que guardaba oculto en mi armario, con la boca del caño hundida en un diminuto zapato de raso. Una tarde de invierno gané el bosque. La hojarasca se apretaba al suelo, podrida. El follaje colgaba mojado y muerto, como de trapo.

    Muy lejos de la casas me detuve, al fin; saqué el arma de la manga de mi abrigo, la palpé, recelosa, como a una pequeña bestia aturdida que puede retorcerse y morder.

    Con infinitas precauciones me la apoyé contra la sien, contra el corazón.

    Luego, bruscamente, disparé contra un árbol.

    Fué un chasquido, un insignificante chasquido como el que descarga una sábana azotada por el viento. Pero, oh Ricardo, allá en el tronco del árbol quedó un horrendo boquete desparejo y negro de pólvora.

    Mi pecho desgarrado así; mi carne, mis venas dispersas... ¡Ay, no, nunca tendría ese valor!

    Extenuada me tendí largo a largo, gemí, golpeé el suelo con los puños cerrados. ¡Ay, no, nunca tendría ese valor!

    Y sin embargo quería morir, quería morir, te lo juro.

    ¿Qué día fué? No logro precisar el momento en que empezó esa dulce fatiga.

    Imaginé, al principio, que la primavera se complacía, así, en languidecerme. Una primavera todavía oculta bajo el suelo invernal, pero que respiraba a ratos, mojada y olorosa, por los poros entrecerrados de la tierra.

    Recuerdo. Me sentía floja, sin deseos, el cuerpo y el espíritu indiferentes, como saciados de pasión y dolor.

    Suponiéndolo una tregua, me abandonó a ese inesperado sosiego. ¿No apretaría mañana con más inquina el tormento?

    Dejé de agitarme, de andar.

    Y aquella languidez, aquel sopor iban creciendo, envolviéndome solapadamente, día a día.

    Cierta mañana, al abrir las celosías de mi cuarto reparé que un millar de minúsculos brotes, no más grandes que una cabeza de alfiler, apuntaban a la extremidad de todas las cenicientas ramas del jardín.

    A mi espalda, Zoila plegaba los tules del mosquitero, invitándome a beber el vaso de leche cotidiano. Pensativa y sin contestar, yo continuaba asomada al milagro.

    Era curioso; también mis dos pequeños senos prendían, parecían desear florecer con la primavera.

    Y de pronto, fué como si alguien me lo hubiera soplado al oído.

    —"Estoy... ¡ah!... " —suspiré, llevándome las manos al pecho, ruborizada hasta la raíz de los cabellos.

    Durante muchos días vivi aturdida por la felicidad. Me habías marcado para siempre. Aunque la repudiaras, seguirías poseyendo mi carne humillada, acariciándola con tus manos ausentes, modificándola.

    Ni un momento pensé en las consecuencias de todo aquello. No pensaba sino en gozar de esa presencia tuya en mis entrañas. Y escuchaba tu beso, lo dejaba crecer dentro de mí.

    Entrada ya la primavera, hice colgar mi hamaca entre dos avellanos. Permanecía recostada horas enteras.

    Ignoraba por qué razón el paisaje, las cosas, todo se me volvía motivo de distracción, goce plácidamente sensual: la masa oscura y ondulante de la selva inmovilizada en el horizonte, como una ola monstruosa, lista para precipitarse; el vuelo de las palomas, cuyo ir y venir rayaba de sombras fugaces el libro abierto sobre mis rodillas; el canto intermitente del aserradero —esa nota aguda, sostenida y dulce, igual al zumbido de un colmenar que hendía el aire hasta las casas cuando la tarde era muy límpida.

    Deseos absurdos y frívolos me asediaban de golpe, sin razón y tan furiosamente, que se trocaban en angustiosa necesidad. Primero quise para mi desayuno un racimo de uvas rosadas. Imaginaba la hilera apretada de granos, la pulpa cristalina.

    Bien pronto, como se me convenciera de que era un deseo imposible de satisfacer —no teníamos parra ni viña y el pueblo quedaba a dos días del fundo— se me antojaron fresas.

    No me gustaban, sin embargo, las que el jardinero recogía para mí, en el bosque. Yo las quería heladas, muy heladas, rojas, muy rojas; y que supieran también un poco a frambuesa.

    ¿Dónde habia comido yo fresas así?

    —"... La niña salió entonces al jardín y se puso a barrer la nieve. Poco a poco, la escoba empezó a descubrir una gran cantidad de fresas perfumadas y maduras que gozosa llevó a la madrastra... ".

    ¡Esas! ¡Eran ésas las fresas que yo quería! ¡las fresas mágicas del cuento!

    Un capricho se tragaba al otro. He aquí que suspiraba por tejer con lana amarilla, que ansiaba un campo de mirasoles, para mirarlo horas enteras.

    ¡Oh, hundir la mirada en algo amarillo!

    Así vivía golosa de olores, de color, de sabores.

    Cuando la voz de cierta inquietud me despertaba importuna:

    —"¡Si lo llega a saber tu padre!"—procurando tranquilizarme le respondía:
    —"Mañana, mañana buscaré esas yerbas que... o tal vez consulte a la mujer que vive en la barranca..."
    —"Debes tomar una decisión antes de que tu estado se vuelva irremediable".
    —"Bah, mañana, mañana...

    Recuerdo. Me sentía como protegida por una red de pereza, de indiferencia; invulnerable, tranquila para todo lo que no fuera los pequeños hechos cotidianos: el subsistir, el dormir, el comer.

    Mañana, mañana, decía. Y en esto llegó el verano.

    La primera semana de verano me llenó de una congoja inexplicable que crecía junto con la luna.

    En la séptima noche, incapaz de conciliar el sueño me levanté, bajé al salón, abrí la puerta que daba al jardín.

    Los cipreses se recortaban inmóviles sobre un cielo azul; el estanque era una lámina de metal azul; la casa alargaba una sombra aterciopelada y azul.

    Quietos, los bosques enmudecían como petrificados bajo el hechizo de la noche, de esa noche azul de plenilunio.

    Largo rato permanecí de pie en el umbral de la puerta sin atreverme a entrar en aquel mundo nuevo, irreconocible, en aquel mundo que parecía un mundo sumergido.

    Súbitamente, de uno de los torreones de la casa, creció y empezó a flotar un estrecho cendal de plumas.

    Era una bandada de lechuzas blancas.

    Volaban. Su vuelo era blando y pesado, silencioso como la noche.

    Y aquello era tan armonioso que, de golpe, estallé en lágrimas.

    Después, me sentí liviana de toda pena. Fué como si la angustia que me torturaba hubiera andado tanteando en mí hasta escaparse por el camino de las lágrimas.

    Aquella angustia, sin embargo, la sentí de nuevo posada sobre mi corazón a la mañana siguiente; minuto por minuto su peso aumentaba, me oprimía. Y he aquí que tras muchas horas de lucha, tomó, para evadirse, el mismo camino de la víspera, y se fué nuevamente, sin que me revelara su secreta razón de ser.

    Idéntica cosa me sucedió el día después, y al otro día.

    Desde entonces viví a la espera de las lágrimas. Las aguardaba como se aguarda la tormenta en los días más ardorosos del estío. Y una palabra áspera, una mirada demasiado dulce, me abrían la esclusa del llanto.

    Así vivía, confinada en mi mundo físico.

    El verano declinaba. Tormentas jaspeadas de azulosos relámpagos solían estallar, de golpe, remedando los últimos sobresaltos de un fuego de artificio.

    Una tarde, al aventurarme por el camino que lleva a tu fundo, mi corazón empezó a latir, a latir; a aspirar e impeler violentamente la sangre contra las paredes de mi cuerpo.

    Una fuerza desconocida atraía mis pasos desde el horizonte, desde allí donde el cielo negro y denso se esclarecía acuchillado por descargas eléctricas, alucinantes señales lanzadas a mi encuentro.

    —"Ven, ven, ven" — parecía gritarme, frenética, la tormenta.
    —"Ven" — murmuraba luego, más bajo y pálido.

    A medida que avanzaba me estimulaba un dulce y creciente calor.

    Y seguía avanzando, solamente para sentirme más llena de vida.

    Corriendo casi, descendí el sendero que baja a la hondonada donde las casas se aplastan agobiadas por la madreselva, mientras los perros subían, ladrando, a buscarme.

    Recuerdo que me eché extenuada sobre la silla de paja que la mujer del mayordomo me ofreció en la cocina, La pobre hablaba a borbotones. —"¡Qué tiempo!" "¡Qué humedad!" "Don Ricardo llegó esta tarde". "Está descansando". "Ha pedido que no lo despierten hasta la hora de la comida". "Tal vez será mejor que la señorita se vuelva a su fundo antes de que descargue el aguacero..."

    Yo sorbía el mate e inclinaba dócilmente la cabeza.

    Don Ricardo llegó esta tarde. ¿Tan ligados nos hallábamos el uno al otro, que mis sentidos me habían anunciado tu venida?

    No te molesté, no. Conocía tus agresivos despertares. Me volví precipitadamente, bajo las primeras gotas de lluvia.

    Pero a medida que te dejaba atrás, durmiendo, a medio vestir, en un cuarto con olor a encerrado, sentía disminuir la dulce fiebre que me golpeaba lar sienes.

    Tenía las manos yertas, tiritaba de frío cuando me senté a la mesa frente a mi padre enardecido... "Estaba escrito que me retrasaría siempre. Tres veces habia sonado el gong. Si Alicia y yo no hacíamos más que "flojear", mis hermanos y él trabajaban a la par de los peones... necesitaban comer a sus horas. ¡Ah, si nuestra madre viviera!..."

    El día siguiente me lo pasé esperándote. Porque tuve la ingenuidad de pensar que volvías por mi.

    Caía la tarde y estaba recostada en la hamaca cuando sentí el latido avisador. Me incorporé, eché a andar y nuevamente empujó en mí ese florecimiento de vida. Y era detenerme y detenerse, también, estacionarse en mí, esa alegría física, Y aletear otra vez con ímpetu no bien apuraba el paso.

    Y así fué como mi corazón —mi corazón de carne— me guió hasta la tranquera que abre al norte.

    Allá lejos, a la extremidad de una llanura de tréboles, bajo un cielo vasto, sangriento de arrebol, casi contra el disco del sol poniente divisé la silueta de un jinete arriando una tropilla de caballos.

    Eras tú. Te reconocí de inmediato. Apoyada contra el alambrado pude seguirte con la mirada durante el espacio de un suspire. Porque, de golpe y junto con el sol, desapareciste en el horizonte.

    Esa misma noche, mucho antes del amanecer, soñaba... Un corredor interminable por donde tú y yo huíamos estrechamente enlazados. El rayo nos perseguía, volteaba uno a uno los álamos — inverosímiles columnas que sostenían la bóveda de piedra; y la bóveda se hacía constantemente añicos detrás, sin lograr envolvernos en su caída. Un estampido me arrojó fuera del lecho. Con los miembros temblorosos me hallé despierta en medio del cuarto.

    Oí entonces, por fin, el aullar sostenido, el enorme clamor de un viento iracundo.

    Temblaban las celosías, crepitaban las puertas, me azotaba el revuelo de invisibles cortinados. Me sentía como arrebatada, perdida en el centro mismo de una tromba monstruosa que pujase por desarraigar la casa de sus cimientos y llevársela uncida a su carrera.

    —"Zoila" -grité; pero el fragor del vendaval desmenuzó mi voz.

    Hasta mis pensamientos parecían balancearse, pequeños, oscilantes, como la llama de una vela.

    Quería. ¿Qué? Todavía lo ignoro.

    Corrí hacia la puerta y la abrí. Avanzaba penosamente en la oscuridad con los brazos extendidos, igual que las sonámbulas, cuando el suelo se hundió bajo mis pies en un vacío insólito.

    Zoila vino a recogerme al pie de la escalera. El resto de la noche se lo pasó enjugando, muda y llorosa, el río de sangre en que se disgregaba esa carne tuya mezclada a la mía.

    A la mañana siguiente me hallaba otra vez tendida en la veranda con mis impávidos ojos de niña y mis cejas ingenuamente arqueadas, tejiendo, tejiendo con furia, como si en ello me fuera la vida.

    El brusco, el cobarde abandono de su amante ¿respondió a alguna orden perentoria o bien a una rebeldía de su impetuoso carácter?

    Ella no lo sabe, ni quiere volver a desesperarse en descifrar el enigma que tanto la había torturado en su primera juventud.

    La verdad es que, sea por inconsciencia o por miedo, cada uno siguió un camino diferente.

    Y que toda la vida se esquivaron, luego, como de mutuo acuerdo.

    Pero ahora, ahora que él está ahí, de pie, silencioso y conmovido; ahora que, por fin, se atreve a mirarla de nuevo, frente a frente, y a través del mismo risible parpadeo que le conoció de niño en sus momentos de emoción, ahora ella comprende.

    Comprende que en ella dormía, agazapado, aquel amor que presumió muerto, Que aquel ser nunca le fué totalmente ajeno.

    Y era como si parte de su sangre hubiera estado alimentando, siempre, una entraña que ella misma ignorase llevar dentro, y que esa entraña hubiera crecido así, clandestinamente, al margen y a la par de su vida.

    Y comprende que, sin tener ella conciencia, había esperado, había anhelado furiosamente este momento.

    ¿Era preciso morir para saber ciertas cosas? Ahora comprende también que en el corazón y en los sentidos de aquel hombre ella habia hincado sus raíces; que jamás, aunque a menudo lo creyera, estuvo enteramente sola; que jamás, aunque a menudo lo pensara, fué realmente olvidada.

    De haberlo sabido antes, muchas noches, desvelada, no habría encendido la luz para dar vuelta las hojas de un libro cualquiera, procurando atajar una oleada de recuerdos. Y no habría evitado tampoco ciertos rincones del parque, ciertas soledades, ciertas músicas. Ni temido el primer soplo de ciertas primaveras demasiado cálidas.

    ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¿Es preciso morir para saber?

    —"Vamos, vamos".
    —"¿Adónde?"

    Alguien, algo, la toma de la mano, la obliga a alzarse.

    Como si entrara, de golpe, en un nudo de vientos encontrados, danza en un punto fijo, ligera, igual a un copo de nieve.

    —"Vamos".
    —"¿Adónde?"
    —"Más allá".

    Baja, baja la cuesta de un jardín húmedo y sombrío.

    Percibe el murmullo de aguas escondidas y oye deshojarse helados rosales en la espesura.

    Y baja, rueda callejuelas de césped abajo, azotada por el ala mojada de invisibles pájaros...

    ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata? Brusca y vertiginosamente se siente refluir a una superficie.

    Y hela aquí, de nuevo, tendida boca arriba en el amplio lecho.

    A su cabecera el chisporroteo aceitoso de dos cirios.

    Recién entonces nota que una venda de gasa le sostiene el mentón Y sufre la extraña impresión de no sentirla.

    El día quema horas, minutos, segundos.

    Un anciano viene a sentarse junto a ella. La mira largamente, tristemente, le acaricia los cabellos sin miedo, y dice que está bonita.

    Sólo a la amortajada no inquieta esa agobiada tranquilidad. Conoce bien a su padre. No, ningún ataque repentino ha de fulminarlo. El ha visto ya a tantos seres así estirados, pálidos, investidos de esa misma inmovilidad implacable, mientras alrededor de ellos todo suspira y se agita.

    Ahora levanta la mano, traza la señal de la cruz sobre la frente de su hija. ¿No solía despedirla cada noche de idéntica manera?

    Más tarde, luego de haber cerrado todas sus puertas, se extenderá sobre el lecho, volverá la cara contra la pared y recién entonces se echará a sufrir. Y sufrirá oculto, rebelde a la menor confidencia, a cualquier ademán de simpatía, como si su pena no estuviere al alcance de nadie.

    Y durante días, meses, tal vez años, seguirá cumpliendo mudo y resignado la parte de dolor que le asignó el destino.

    Desde el principio de la noche, sin descanso, una mujer ha estado velando, atendiendo a la muerta.

    Por primera vez, sin embargo, la amortajada repara en ella; tan acostumbrada está a verla así, grave y solícita, junto a lechos de enfermos.

    —"Alicia, mi pobre hermana, ¡eres tú! ¡Rezas!"

    ¿Dónde creerás que estoy? ¿Rindiendo justicia al Dios terrible a quien ofreces día a día la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la pérdida de tu único hijo, aquel niño desobediente y risueño que un árbol arrolló al caer y cuyo cuerpo se dislocó, entero cuando lo levantaron de entre el fango y la hojarasca?

    Alicia, no. Estoy aquí, disgregándome bien apegada a la tierra. Y me pregunto si veré algún día la cara de tu Dios.

    Ya en el convento en que nos educamos, cuando Sor Marta apagaba las luces del largo dormitorio y mientras, infatigable, tú completabas las dos últimas decenas del rosario con la frente hundida en la almohada, yo me escurría de puntillas hacia la ventana del cuarto de baño. Prefería acechar a los recién casados de la quinta vecina.

    En la planta baja, un balcón iluminado y dos mozos que tienden el mantel y encienden los candelabros de plata sobre la mesa.

    En el primer piso otro balcón iluminado. Tras la cortina movediza de un sauce, ese era el balcón que atraía mis miradas más ávidas.

    El marido tendido en el diván. Ella sentada frente al espejo, absorta en la contemplación de su propia imagen y llevándose cuidadosamente a ratos la mano a la mejilla, como para alisar una arruga imaginaria. Ella cepillando su espesa cabellera castaña, sacudiéndola como una bandera, perfumándola.

    Me costaba ir a extenderme en mi estrecha cama, bajo la lámpara de aceite cuya mariposa titubeante deformaba y paseaba por las paredes la sombra del crucifijo,

    Alicia, nunca me gustó mirar un crucifijo, tú lo sabes. Si en la sacristía empleaba todo mi dinero en comprar estampas era porque me regocijaban las alas blancas y espumosas de los ángeles y porque, a menudo, los ángeles se parecían a nuestras primas mayores, las que tenían novios, iban a bailes y se ponían brillantes en el pelo.

    A todos afligió la indiferencia con que hice mi primera comunión,

    Jamás me conturbó un retiro, ni una prédica. ¡Dios me parecía tan lejano, y tan severo!

    ¡Oh, Alicia, tal vez yo no tenga alma!

    Deben tener alma los que la sienten dentro de si bullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como las plantas; no todas están llamadas a retoñar y las hay en las arenas que viven sin sed de agua porque carecen de hambrientas raíces.

    Y puede, puede así, que las muertes no sean todas iguales. Puede que hasta después de la muerte, todos sigamos distintos caminos.

    Pero reza, Alicia, reza. Me gusta ver rezar, tú lo sabes.

    ¡Qué no daría, sin embargo, mi pobre Alicia, porque te fuera concedida en tierra una partícula de la felicidad que te está reservada en tu cielo!. Me duele tu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen habértelos desteñidos las penas.

    ¿Recuerdas tus dorados cabellos de niña? ¿Y recuerdas la envidia mía y la de las primas? Porque eras rubia te admirábamos, te creíamos la más bonita. ¿Recuerdas?

    Ahora sólo queda, cerca de ella, el marido de María Griselda.

    ¡Cómo es posible que ella también llame a su hijo: el marido de María Griselda!

    ¿Por qué? ¿Por qué cela a su hermosa mujer? ¿por qué la mantiene aislada en un lejano fundo del sur?

    La noche entera ella ha estado extrañando la presencia de su nuera y la ha molestado la actitud de Alberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse, pasear miradas inquietas alrededor del cuarto.

    Ahora que, echado sobre una silla, descansa, duerme tal vez, ¿qué nota en él de nuevo, de extraño... de terrible?

    Sus párpados. Son los párpados los que lo cambian, los que la espantan; unos párpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasión taciturna, se hubieran marchitado, quemados desde adentro.

    Es curioso que lo note por primera vez. ¿O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepción de cuanto es signo de muerte?

    De pronto aquellos párpados bajos comienzan a mirarla fijamente, con la insondable fijeza con que miran los ojos de un demente.

    ¡Oh, abre los ojos, Alberto!

    Como si respondiera a la súplica, los abre, en efecto... para echar una nueva mirada recelosa a su alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amortajada, y la toca en la frente corno para cerciorarse de que está bien muerta.

    Tranquilizado, se encamina resuelto hacia el fondo del cuarto.

    Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear los muebles, como si buscara algo.

    Ahora vuele sobre sus pasos con un retrato entre las manos.

    Ahora pega a la llama de uno de los cirios la imagen de María Griselda y se dedica a quemarla concienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguados a medida que la bella imagen se esfuma, se parte en cenizas.

    Salvo una muerta, nadie sabe ni sabrá jamás cuánto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies de su mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su vigilancia.

    ¿No entrega acaso un poco de su belleza en cada retrato? ¿No existe acaso en cada uno de ellos una posibilidad de comunicación?

    Si, pero ya el fuego deshojó el último. Ya no queda más que una sola María Griselda; la que mantiene secuestrada allá en un lejano fundo del sur.

    ¡Oh, Alberto, mi pobre hijo!

    Alguien, algo, la toma de la mano.

    —"Vamos, vamos"
    —"¿Adónde?"
    —"Vamos".

    Y va. Alguien, algo la arrastra, la guía a través de una ciudad abandonada y recubierta por una capa de polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera delicadamente soplado una brisa macabra.

    Anda. Anochece. Anda.

    Un prado. En el corazón mismo de aquella ciudad maldita, un prado recién regado y fosforescente de insectos.

    Da un paso. Y atraviesa el doble anillo de niebla que lo circunda. Y entra en las luciérnagas, hasta los hombros, como en un flotante polvo de oro.

    Ay. ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata?

    Hela aquí, nuevamente inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho.

    Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no puede. Es corno si la capa más secreta, más profunda de su cuerpo se revolviera aprisionada dentro de otras capas más pesadas que no pudiera alzar y que la retienen clavada, ahí, entre el chisporroteo aceitoso de dos cirios.

    El día quema horas, minutos, segundos.

    —"Vamos".
    —"No"

    Fatigada, anhela sin embargo, desprenderse de aquella partícula de conciencia que la mantiene atada a la vida, y dejarse llevar hacia atrás, hasta el profundo y muelle abismo que siente allá abajo.

    Pero una inquietud la mueve a no desasirse del último nudo.

    Mientras el día quema horas, minutos, segundos.

    Este hombre moreno y enjuto al que la fiebre hace temblar los labios como si le estuviera hablando. ¡Qué se vaya! No quiere oírlo.

    —"¡Ana María, levántate!"

    Levántate para vedarme una vez más la entrada de tu cuarto. Levántate para esquivarme o para herirme, para quitarme día a día la vida y la alegría. Pero ¡levántate, levántate!

    ¡Tú, muerta!

    Tú incorporada, en un breve segundo, a esa raza implacable que nos mira agitarnos, desdeñosa e inmóvil.

    Tú, minuto por minuto cayendo un poco más en el pasado. Y las substancias vivas de que estabas hecha, separándose, escurriéndose por cauces distintos, como ríos que no lograran jamás volver sobre su curso. ¡Jamás!

    Ana María, ¡si supieras cuánto, cuánto te he querido!

    ¡Este hombre! ¡Por qué aún amortajada le impone su amor!

    Es raro que un amor humille, no consiga sino humillar.

    EI amor de Fernando la humilló siempre. La hacía sentirse más pobre. No era la enfermedad que le manchaba la piel y le agriaba el carácter lo que le molestaba en él, ni como a todos, su desagradable inteligencia, altanera y positiva.

    Lo despreciaba porque no era feliz, porque no tenia suerte.

    ¿De qué manera se impuso sin embargo en su vida hasta volvérsele un mal necesario? El bien lo sabe: haciéndose su confidente.

    ¡Ah, sus confidencias! ¡Qué arrepentimiento la embargaba siempre, después!

    Oscuramente presentía que Fernando se alimentaba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella hablaba, él analizaba, calculaba, gozaba sus desengaños, creyendo tal vez que la cercarían hasta arrojarla inevitablemente en sus brazos. Presentía que con sus cargos y sus quejas suministraba material a la secreta envidia que él abrigaba contra su marido. Porque fingía menospreciarlo y lo envidiaba: le envidiaba precisamente los defectos que le merecían su reprobación.

    ¡Fernando! Durante largos años, qué de noches, ante el terror de una velada solitaria, ella lo llamó a su lado, frente al fuego que empezaba a arder en los gruesos troncos de la chimenea. En vano se proponía hablarle de cosas indiferentes. Junto con la hora y la llama, el veneno crecía, le trepaba por la garganta hasta los labios, y comenzaba a hablar.

    Hablaba y él escuchaba. Jamás tuvo una palabra de consuelo, ni propuso una solución ni atemperó una duda, jamás. Pero escuchaba, escuchaba atentamente lo que sus hijos solían calificar de celos, de manías.

    Después de la primera confidencia, la segunda y la tercera afluyeron naturalmente y las siguientes también, pero ya casi contra su voluntad.

    En seguida, le fué imposible poner un dique a su incontinencia. Lo habia admitido en su intimidad y no era bastante fuerte para echarlo.

    Pero no supo que podía odiarlo hasta esa noche en que él se confió a su vez.

    ¡La frialdad con que le contó aquel despertar junto al cuerpo ya inerte de su mujer, la frialdad con que le habló del famoso tubo de veronal encontrado vacío sobre el velador!

    Durante varias horas había dormido junto a una muerta y su contacto no habia marcado su carne con el más leve temblor.

    —¡Pobre Inés!—decía. Aún no logro explicarme el por qué de su resolución. No parecía triste ni deprimida. Ninguna rareza aparente tampoco. De vez en cuando, sin embargo, recuerdo haberla sorprendido mirándome fijamente como si me estuviera viendo por primera vez. Me dejó. ¡Qué me importa que no fuera para seguir a un amante! Me dejó. El amor se me ha escurrido, se me escurrió siempre, como se escurre el agua de entre dos manos serradas.

    ¡Oh Ana María, ninguno de los dos hemos nacido bajo estrella que lo preserve...¡

    Dijo, y ella enrojeció como si le hubiera descargado a traición una bofetada en pleno rostro.

    ¿Con qué derecho la consideraba su igual?

    En un brusco desdoblamiento lo habia visto y se habia visto, él y ella, los dos junto a la chimenea. Dos seres al margen del amor, al margen de la vida, teniéndose las manos y suspirando, recordando, envidiando. Dos pobres. Y como los pobres se consuelan entre ellos, tal vez algún día, ellos dos... ¡Ah no! ¡Eso no! ¡Eso jamás, jamás!

    Desde aquella noche solía detestarlo. Pero nunca pudo huirlo.

    Ensayó, si, muchas veces. Pero Fernando sonreía indulgente a sus acogidas de pronto glaciales; soportaba, imperturbable, las vejaciones, adivinando quizás que luchaba en vano contra el extraño sentimiento que la empujaba hacia él, adivinando que recaería sobre su pecho, ebria de nuevas confidencias.

    ¡Sus confidencias! ¡Cuantas veces quiso rehuirlas él también! Antonio, los hijos; los hijos y Antonio. Sólo ellos ocupaban el pensamiento de esa mujer, tenían derecho a su ternura, a su dolor.

    Mucho, mucho debió quererla para escuchar tantos años sus insidiosas palabras, para permitirle que le desgarrase así, suave y laboriosamente, el corazón.

    Y sin embargo no supo ser débil y humilde hasta lo último.

    Ana María, tus mentiras, debí haber fingido también creerlas. ¡Tu marido celoso de ti, de nuestra amistad!

    ¿Por qué no haber aceptado esta inocente invención tuya si halagaba tu amor propio? No. Prefería perder terreno en tu afecto antes que parecerte cándido.

    Más que mi mala suerte fué, Ana María, mi torpeza la que impidió que me quisieras.

    Te veo inclinada al borde de la chimenea, echar cenizas sobre las brasas mortecinas; te veo arrollar el tejido, cerrar el piano, doblar los periódicos tirados sobre los muebles,

    Te veo acercarte a mí, despeinada y doliente: —"Buenas noches, Fernando. Siento haberle hablado aún de todo esto. La verdad es que Antonio no me quiso nunca. Entonces, ¿a qué protestar, a qué luchar? Buenas noches". Y tu mano se aferraba a la mía en una despedida interminable, y a pesar tuyo tus ojos me interrogaban, imploraban un desmentido a tus últimas palabras.

    Y yo, yo, envidioso, mezquino, egoísta, me iba sin desplegar los labios más que para murmurar. "Buenas noches".

    Sin embargo, mucho me ha de ser perdonado, porque mi amor te perdonó mucho.

    Hasta que te encontré, cuando se me hería en mi orgullo dejaba automáticamente de amar, y no perdonaba jamás. Mi mujer habría podido decírtelo, ella que no obtuvo de mi ni un reproche, ni un recuerdo, ni una flor en su tumba.

    Por ti, sólo por ti Ana María, he conocido el amor que se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa.

    ¡Por ti, sólo por ti!

    Tal vez habia sonado para mi la hora de la piedad, hora en que nos hacemos solidarios hasta del enemigo llamado a sufrir nuestro propio mísero destino.

    Tal vez amaba en ti ese patético comienzo de destrucción. Nunca hermosura alguna me conmovió tanto como esa tuya en decadencia.

    Amé tu tez marchita que hacía resaltar la frescura de tus labios y la esplendidez de tus anchas cejas pasadas de moda, de tus cejas lisas y brillantes corno una franja de terciopelo nuevo. Amé tu cuerpo maduro en el cual la gracilidad del cuello y de los tobillos ganaban, por contraste, una doble y enternecedora seducción. Pero no quiero quitarte méritos. Me seducía también tu inteligencia porque era la voz de tu sensibilidad y de tu instinto.

    Qué de veces te obligué a precisar una exclamación, un comentario.

    Tii enmudecías, colérica, presumiendo que me burlaba.

    Y no, Ana María, siempre me creíste más fuerte de lo que era. Te admiraba. Admiraba esa tranquila inteligencia tuya cuyas raíces estaban hundidas en lo oscuro de tu ser.

    —"¿Sabe qué hace agradable e íntimo este cuarto? El reflejo y la sombra del árbol arrimado a la ventana. Las casas no debieran ser nunca más altas que los árboles", decías.

    O aún: "No se mueva. ¡Ay que silencio! El aire parece de cristal. En tardes como ésta me da miedo hasta de pestañear. ¿Sabe uno acaso donde terminan los gestos? ¡Tal vez si levanto la mano, provoque en otros mundos la trizadura de una estrella!".

    Si, te admiraba y te comprendía.

    Oh Ana María, si hubieras querido, de tu desgracia y mi desdicha hubiéramos podido construir un afecto, una vida; y muchos habrían rondado envidiosos alrededor de nuestra unión como se ronda alrededor de un verdadero amor, de la felicidad.

    ¡Si hubieras querido! Pero ni siquiera tomaste en cuenta mi paciencia. Nunca me agradeciste una gentileza. Nunca.

    Me guardabas rencor porque te apreciaba y conocía más que nadie, yo, el hombre que tú no amabas.

    Pobre Fernando, ¡cómo tiembla! Casi no puede tenerse en pie. ¡Va a desmayarse!

    Un muchacho comparte el temor de la amortajada. Fred, que se acerca, pone la mano sobre el hombro del enfermo y le habla en voz baja. Pero Fernando, sacude la cabeza, y se niega, tal vez, a salir del cuarto.

    Entonces ella observa cómo Fred lo empuja hacia un sillón y se inclina solícito. Y el pasado tierno que la presencia del muchacho volcó en su corazón desborda por sobre esta imagen de Fernando entre los brazos de Fred, el hijo preferido.

    Recuerda que, de niño, Fred les tenía miedo a los espejos y solía hablar en sueños un idioma desconocido.

    Recuerda el verano de la gran sequía y aquella tarde, en que a eso de las tres, Fernando le habia dicho: "¿Si fuéramos hasta los terrenos que compré ayer?"

    Los niños treparon al break sin titubear.

    Antonio alegó lo de siempre: que era desagradable salir a esa hora.

    Pero ella, para no decepcionar a Fernando y cuidar que los niños no expusieran sus cabezas al sol, habia aceptado la poco dichosa invitación.

    Estaremos de vuelta mucho antes de la comida, gritó a su marido en tanto el coche se alejaba. Pero Antonio que fumaba, recostado en la mecedora, ni se dignó agitar la mano.

    Y así hubo de sobrellevar muda y ofendida los primeros diez minutos de llanura polvorienta.

    Los perros de Fred, esa jauría hecha de todos los perros vagos del fundo, siguieron un instante el carruaje. Luego se quedaron bebiendo en el barro de una acequia.

    Los niños se movían incesantemente, gritaban, cantaban, hacían preguntas. Ella, agobiada por el calor, sonreía sin contestarles. Y el coche avanzaba así, entre una doble fila de lechuzas que, gravemente erguidas sobre los postes del alambrado, los miraban pasar.

    Tío Fernando, quiero una lechuza. Toma, aquí tienes tu escopeta, mata una lechuza para mi. ¿Por qué no? ¿Por qué tío Fernando? Yo quiero una lechuza Esa. No, esa no. Esta otra...

    Y Fernando accedió, como accedía siempre cuando Anita se le colgaba de una manga y lo miraba en los ojos. Por temor de caer en desgracia ante la niña, halagaba siempre sus malas pasiones. La llamaba: Princesa, y apedreaba junto con ella las pequeñas lagartijas que se escurrían horizontales por las tapias del jardín.

    Fernando detuvo los caballos, apoyó, la escopetita contra el hombro y apuntó a la lechuza que desde un poste los observaba, confiada, sin moverse.

    Una breve detonación paró de golpe el inmenso palpitar de las cigarras, y el pájaro cayó fulminado al pie del poste. Anita corrió, a recogerlo. El canto de las cigarras se elevó de nuevo como un grito. Y ellos reanudaron la marcha.

    Sobre las rodillas de la niña, la lechuza mantenía abiertos los ojos, unos ojos redondos, amarillos y mojados, fijos como una amenaza. Pero, sin inmutarse, la niña sostenía la mirada. "No está bien muerta. Me ve. Ahora cierra los ojos poquito a poco... ¡Mamá, mamá, los párpados le salen de abajo!"

    Pero ella no la escuchaba sino a medias, atenta a la masa violeta y sombría, que, desde el fondo del horizonte, avanzaba al encuentro del carruaje. "¡Niños, a subir el toldo! Una tormenta se nos viene encima".

    Fué cosa de un instante. Fué sólo un viento oscuro que barrió contra ellos, ramas secas, pedregullo e insectos muertos.

    Cuando lograron transponerlo, la vieja armazón del break temblaba entera, el cielo se extendía gris y el silencio era tan absoluto que daban deseos de removerlo como a una agua demasiado espesa.

    Bruscamente, habia descendido a otro clima, a otro tiempo, a otra región.

    Los caballos corrían despavoridos por una llanura que ninguno recordaba haber visto jamás. Y así arrastraron el coche hasta una granja en ruinas.

    De pie, en el umbral sin puerta, un hombre parecía esperarlos.

    —¿El camino a San Roberto, por favor?
    —El peón —¿era un peón?— Calzaba botas y tenia una fusta en la mano —los miró extrañamente, tardó un segundo y contestó:
    —"Sigan derecho. Encontrarán un puente. Doblen luego a la izquierda".
    —"Gracias".

    Los caballos emprendieron de nuevo su inquietante carrera. Y entonces, Fred con cautela se arrimó a ella y la llamó en voz muy baja. ,

    —"Mamá, ¿te fijaste en los ojos del hombre? Eran iguales a los de la..."

    Aterrada ella se había vuelto hacia su hija para gritarle:

    —"Tira esa lechuza; tírala he dicho, que te mancha el vestido"—.

    ¿El puente? Cuántas horas erraron en su busca. No sabe.

    Solo recuerda que en un determinado momento ella habia ordenado: "Volvamos".

    Fernando obedeció en silencio y emprendió aquel interminable regreso durante el cual la noche se les echó encima.

    La llanura, un monte, otra vez la llanura y otra vez un monte.

    Y la llanura aún.

    Tengo hambre murmuraba tímidamente Alberto.

    Anita dormía, recostada contra Fernando, y la felicidad de Fernando era tan evidente que ella procuraba no mirarle, presa de un singular pudor.

    Bruscamente uno de los caballos resbaló y se desplomó largo a largo.

    Dentro del coche se hizo un breve silencio. Luego, como si revivieran de golpe, los niños se precipitaron coche abajo, prorrumpiendo en gritos y suspiros.

    Fernando habló por fin. "Ana María, estoy perdido desde hace horas", dijo.

    Los niños corrían en la oscuridad del campo. "Aquí debe haber llovido", chillaba Alberto hundido hasta la rodilla en un lodazal.

    Apremiado por Fernando el caballo se erguía tambaleante, caía y se volvía a alzar relinchando sordamente.

    —"Ana María, más vale no seguir el viaje. Los caballos están extenuados. El coche no tiene faroles. Esperemos que amanezca".

    ¡Antonio! habia gemido ella, sintiéndose de pronto muy débil.

    Instantáneamente Fernando golpeó las manos para reunir a los niños dispersos.

    —"¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¿Y Fred? ¿Dónde está Fred? ¡Fred!, ¡Fred!"
    —"¡Hu, hu!"—gritó una voz, mientras, a lo lejos, un punto de luz se encendía y apagaba.
    —"Se ha llevado la linterna sorda y está jugando a la luciérnaga"—, explicaran los hermanos.

    Recuerda cómo echó pie a tierra y se internó rabiosa entre las zarzas, mal segura sobre sus altos tacones.

    —"Fred, nos vamos. ¿Qué haces ahí?"

    Inmóvil ante un arbusto cuyas ramas mantenía alzadas, Fred, por toda respuesta le hizo una seña misteriosa. Y como si le comunicara un secreto, fijó contra el fango el redondel de luz.

    Entonces ella vió, pegada a la tierra, una enorme cineraria. Una cineraria de un azul oscuro, violento y mojado, y que temblaba levemente.

    Durante el espacio de un segundo el niño y ella permanecieron con la vista fija en la flor, que parecía respirar.

    De pronto Fred desvió la luz y la tétrica cosa se hundió en la sombra.

    ¿Por qué persistió en ella la imagen azul y fría? ¿Por qué sus carnes se apretaban temblorosas mientras volvía hacia el coche apoyada en el hombro de Fred? ¿Por qué habia dicho suavemente a Fernando: "Tiene razón. Es peligroso seguir viaje. Esperemos que amanezca"?

    Como si hubieran oído una orden, los niños estiraron las mantas.

    Distingue aún como en sueños a su hijo Alberto que se acerca para taparla, que le pega un coscorrón a Fred, para dormir, solo, contra ella y bajo el mismo abrigo.

    Nunca, no, nunca olvidó, el terror que los sobrecogió al despertar.

    Un paso más y aquella noche habrían desaparecido todos. El coche estaba detenido al borde de la escarpa, Y allí, en lo hondo, debajo de una espesa neblina, y encajonado entre las dos pendientes, adivinaron, corriendo a negros borbotones, el río.

    Desde aquel día memorable ella había vigilado a Fred, inquieta, sin saber por qué. Pero el niño no parecía tener conciencia de ese sexto sentido, que lo vinculaba a la tierra y a lo secreto.

    Y aún cuando fué un muchacho insolente y robusto lo siguió cuidando como a un ser delicado. Sólo porque de repente, y en el momento más inesperado, solía mirarla con los ojos pueriles y graves del niño misterioso de ayer.

    No lo niegues, solía decirle Antonio, es tu preferido, le perdonas todo. Ella sonreía. Era cierto que le perdonaba todo, hasta la rudeza con que se desprendía de ella cuando se inclinaba para besarlo.

    ¿Y cómo olvidar aquella pequeña mano que durante tres días y tres noches, en el cuarto de una clínica, se aferró a la suya sin soltarla? Durante tres días ella no habia comido y durante tres noches habia dormitado sentada al borde del lecho, torturada por esa mano lívida de Fred, que le transmitía el sufrimiento y la obligaba a hundirse, junto con él, en la pesadilla y el ahogo.

    Poco a poco, sin advertirlo, ella se había acostumbrado a su fastidiosa presencia.

    Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano.

    Ahora recuerda, como en una última confidencia, a Beatriz, la íntima amiga de su hija. Recuerda su patética voz de contralto. Apenas sabía cantar, pero cuando ella la acompañaba al piano, lograba sobreponer su torpeza. Tenía en la garganta cierta nota de terciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntad prolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Recuerda el otoño pasado y sus noches sin luna, estridentes y claras.

    Apenas levantados de la mesa, tú, Fernando, te apresurabas a salir con el cigarrillo en las labios, esperando que te siguiera para apoyarme a tu lado contra la balaustrada de la terraza. Pero yo corría a instalarme frente al piano. Y Beatriz empezaba a cantar.

    Uno, dos, tres lieder me esperabas de pie, luego te sentabas en el escaño de hierro, la espalda apoyada contra las enredaderas del muro.

    Hasta el salón culebreaba el humo de los cigarrillos, que encendías uno en la colilla del otro, sin compasión por tu salud.

    Nada me importaba tu enervamiento, la humedad que las madreselvas alentaban sobre tus hombros.

    Mañana estarías enfermo, por cierto, pero ¿era, acaso, yo culpable de que te empeñases, taciturno, en esperarme al frío, culpable de que la música me apasionara cien veces más que tu compañía?

    Muchas veces, inmediatamente después del acorde final subí furtivamente a mi cuarto sin esperar tu vuelta, negándote la limosna de las buenas noches.

    Nunca se me ocurrió pensar que fuera una crueldad inútil; creía que tu presencia o tu ausencia me dejaban indiferente.

    Una noche, sin embargo, entre una romanza y otra me asomé a la terraza.

    No encontré a nadie sobre el escaño de hierro.

    ¿Por qué te habías marchado sin avisar? ¿Y en qué momento? Ni a lo lejos resonaba el galope de tus caballos.

    Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respiré fuerte, levanté los ojos.

    Habia en el cielo un hormigueo tal de estrellas, que debí bajarlos casi en seguida, presa de vértigo. Vi entonces el jardín, los potreros crudamente golpeados por una luz directa, uniforme, y tuve frío.

    Frente al piano, otra vez, me acometió un gran desaliento.

    Ya no me interesaba la música ni el canto de Beatriz. No encontraba ya razón de ser a mis gestos.

    Oh, Fernando, me habías envuelto en tus redes.

    Para sentirme vivir, necesité desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo.

    Qué de veces durante mi enfermedad me incorporé en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te habia vedado.

    ¡Pobre Fernando! Ahora se acerca para tocarle tímidamente los cabellos; sus largos cabellos de muerta, crecidos hasta durante esa noche.

    Abren de golpe las persianas. Luz gris ¿de amanecer, de atardecer?

    Ni una sombra es posible ya en el cuarto con esta luz. Las cosas se destacan con dureza. Algo revolotea pesadamente entre las flores y se posa sobre la sábana, algo abyecto... una mosca.

    Fernando ha levantado la cabeza. Por fin logrará lo que tanto anheló.

    ¿Por qué titubea y detiene su impulso ahora que puede besarla?

    ¿Por qué la mira fijamente y no la besa? ¿Por qué?

    Recién entonces, ella ve sus propios pies. Los ve feamente erguidos y puestos allá, al extremo de la colcha, como dos cosas ajenas a su cuerpo.

    Y porque veló en vida a muchos muertos, la amortajada comprende. Comprende que en el espacio de un minuto inasible ha cambiado su ser. Que al levantar Fernando los ojos había hallado a una estatua de cera en el lugar en que yacía la mujer codiciada.

    Cuantos entran al cuarto se mueven ahora tranquilos, se mueven indiferentes a ese cuerpo de mujer, lívido y remoto, cuya carne parece hecha de otra materia que la de ellos.

    Sólo Fernando sigue con la mirada fija en ella; y sus labios temblorosos parecen casi articular su pensamiento.

    Ana María, ¡es posible! ¡Me descansa tu muerte!

    Tu muerte ha extirpado de raíz esa inquietud que día y noche me azuzaba a mí, un hombre de cincuenta años, tras tu sonrisa, tu llamado de mujer ociosa.

    En las noches frías del invierno mis pobres caballos no arrastrarán más entre tu fundo y el mío aquel sulky con un enfermo dentro, tiritando de frío y mal humor. Ya no necesitaré combatir la angustia en que me sumía una frase, un reproche tuyo una mezquina actitud mía.

    Necesitaba tanto descansar, Ana María. ¡Me descansa tu muerte!

    De hoy en adelante no me ocuparán más tus problemas sino los trabajos del fundo, mis intereses políticos. Sin miedo a tus sarcasmos o a mis pensamientos reposaré extendido varias horas al día, como lo requiere mi salud, Me interesará la lectura de un libro; la conversación con un amigo; estrenaré con gusto una pipa, un tabaco nuevo.

    Si, volveré a gozar los humildes placeres que la vida no me ha quitada aún y que mi amor por ti me envenenaba en su fuente.

    Volveré a dormir, Ana María, a dormir hasta bien entrada la mañana, como duermen los que nadie ni nada apremia. Ninguna alegría pero tampoco ninguna amargura.

    Sí, estoy contento. Ya no necesitare defenderme contra un nuevo dolor cada día.

    Me sabías egoísta, ¿verdad? Pero no sabías hasta dónde era capaz de llegar mi egoísmo. Tal vez deseé tu muerte, Ana María".

    El día quema horas, minutos, segundos.

    Muy entrada la tarde, llega, por fin, el hombre que ella esperaba.

    El vacío que hacen alrededor de su cama le previene que se encuentra en la casa y que espera tal vez en la habitación contigua.

    Durante un espacio de tiempo que le parece interminable, nada altera el silencio.

    Apoyado contra el quicio de la puerta, adivina, de pronto, a su marido.

    Lo han dejado solo, dueño y señor de aquella muerte. Y allí está inmóvil, concentrando fuerzas para poder afrontarla con dignidad.

    Ella empieza entonces a remover cenizas, retrocediendo entremedio hasta un tiempo muy lejano, hasta una ciudad inmensa, callada y triste, hasta una casa donde llegó cierta noche.

    ¿A que hora? No sabría decirlo.

    Ya en el tren, extenuada por el largo viaje, había reclinado la cabeza sobre el hombro de Antonio. El ramo de azahares prendido a su manguito alentaba una azucarada fragancia que la mareaba ligeramente y le impedía prestar atención a cuanto le murmuraba su joven marido.

    Pero ¿importaba? ¿No repetía acaso lo que le contó ya una, dos y muchas veces?

    ... Que ella tejía, no hacía sino tejer en la veranda de cristales que abría sobre el jardín... y que la suerte habia querido que el fundo de él, aquella negra selva inculta, no dispusiera de un solo camino transitable; que así, de paso por un camino prestado, pudo admirarla, tarde a tarde, durante un año... que un pesado nudo de trenzas negras doblegaba hacia atrás su cabeza, su pequeña y pálida frente. Aquella primavera, como para tocar su mejilla, un árbol entraba al aposento, sus ramas cargadas de flores y de abejas... y era fácil para él acecharla entonces; no necesitaba tan siquiera bajarse del caballo... que apenas el invierno acortó los días, cobró audacia y fué a apoyar la frente contra los vidrios, y que, largo rato, desde la oscuridad de la noche, solía abismarse en la contemplación de la lámpara, del fuego en la chimenea y de aquella muchacha silenciosa que tejía extendida en una larga mecedora de paja. A menudo, como si lo presintiera allí agazapado tras la oscuridad, ella levantaba los ojos y sonreía distraídamente, al azar. Sus pupilas tenían el color de la miel y despedían siempre la misma mirada serena y dulce La nieve aleteó una vez sobre sus espaldas de intruso; en vano pesaba sobre el ala de su sombrero, y se le adhería a las pestañas. Enamorado ya, perdidamente, continuó a pesar de todo, gozando de esa sonrisa que no iba dirigida a él... .

    El ramo de azahares prendido a su manguito, su malsano aroma que la adormecía, le quitaba fuerzas para reaccionar violentamente y gritarle: "Te equivocas. Era engañosa mi indolencia. Si solamente hubieras tirado del hilo de mi lana, si hubieras, malla por malla, deshecho mi tejido... a cada una se enredaba un borrascoso pensamiento y un nombre que no olvidaré".

    En aquella fría alcoba nupcial, cuántas veces, al volver del primer sueño, intentó traspasar el espeso velo de oscuridad que se le pegaba a los ojos.

    Su corazón latía azorado. Era tan profunda aquella oscuridad. ¿No estaría ciega?

    Estiraba los brazos, palpaba nerviosamente a su alrededor, se aprestaba sofocada a saltar del lecho, cuando una mano de fuego se le posaba sobre el seno, la tumbaba nuevamente hacia atrás. Y como si viniera a tocarle una herida, el gesto de aquella mano imperiosa la tornaba débil y gimiente, cada vez.

    Recuerda que permanecía inmóvil, anhelando primero detener, luego desalentar con su pasividad el asalto amoroso; y permanecía inmóvil hasta durante el último, el definitivo beso.

    Pero cierta noche sobrevino aquello, aquello que ella ignoraba.

    Fué como si del centro de sus entrañas naciera un hirviente y lento escalofrío que junto con una caricia empezara a subir, a crecer, a envolverla en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarla por la garganta, cortarle la respiración y sacudirla para arrojarla finalmente, exhausta y desembriagada, contra el lecho revuelto.

    ¡El placer! ¡Con que era éso el placer! ¡Ese estremecimiento, ese inmenso aletazo y ese recaer unidos en la misma vergüenza!

    ¡Pobre Antonio, qué extrañeza la suya ante el rechazo casi inmediato! Nunca, nunca supo hasta qué punto lo odiaba todas las noches en aquel momento.

    Nunca supo que noche trás noche, la enloquecida niña que estrechaba en sus brazos, apretando los dientes con ira intentaba conjurar el urgente escalofrío. Que ya no luchaba sólo contra las caricias sino contra el temblor que noche a noche hacían brotar, inexorables, en su carne.

    Amanece, habia pensado ella, cuando la criada abrió las persianas a su primera mañana de casada, tan escasa era la luz que penetró en la fría estancia.

    Sin embargo, su marido la requería desde fuera. "Levántate".

    Recuerda como si fuera hoy el jardín estrecho y sin flores, tapizado de musgo sombrío y el estanque de tinta sobre cuya superficie se recortó su propia imagen envuelta en el largo peinador blanco.

    Pobre Antonio. ¿Qué gritaba? "Es un espejo, un espejo grande para que desde el balcón te peines las trenzas".

    ¡Ah, peinarse eternamente las trenzas a esa desolada luz del amanecer!

    Miró afligida el paisaje que se reflejaba invertido a sus pies. Unos muros muy altos. Una casa de piedra verdosa. Ella y su marido como suspendidos entre dos abismos: el cielo, y el cielo en el agua.

    —"Lindo ¿verdad? Mira, lo rompes y se vuelve a armar... "

    Riendo siempre, Antonio agitó el brazo para lanzar con violencia un guijarro que allá abajo fué a herir a su desposada en plena frente.

    Miles de culebras fosforescentes estallaron en el estanque y el paisaje que había dentro se retorció, y se rompió.

    Recuerda. Asiéndose de la balaustrada de hierro forjado, habia cerrado los ojos, conmovida por un miedo pueril.

    —"El fin del mundo. Así ha de ser. Lo he visto".

    Aquella casa incómoda y suntuosa donde habían muerto los padres de Antonio y donde él mismo había nacido, su nueva casa, recuerda haberla odiado desde el instante en que franqueó la puerta de entrada.

    ¡Qué distinta del pabellón de madera fragante cuyo luminoso interior invitaba a espiar por los cristales!

    Tal vez tuviera algún parecido con la vieja casa de su abuela en la ciudad de provincia donde pasó su primera infancia, donde residió durante el invierno y se presentó en sociedad.

    Pero ¿dónde están la sala de billar, el costurero, el jardín con olor a toronjil?

    Aquí, ni una sola chimenea —y ¡horror! el espejo del vestíbulo trizado de arriba abajo—; largos salones cuyos muebles parecían definitivamente enfundados de brin.

    Recuerda que erraba de cuarto en cuarto buscando en vano un rincón a su gusto. Se perdía en los corredores. En las escaleras espléndidamente alfombradas, su pie chocaba contra la varilla de bronce de cada escalón.

    No lograba orientarse, no lograba adaptarse.

    Invariablemente, a la caída de la tarde, Antonio instalaba a su mujer en el fondo del cupé, le cubría las rodillas con una piel y se recostaba a su lado,

    Jamás llegaron, sin embargo, hasta la casa de la madrina paralítica que dormitaba pegada al brasero de plata. Y la vieja sobreviviente de esa familia extinguida los esperó, en vano, tarde a tarde, junto al té servido — y bajó a reposar con los suyos sin conocer a la que iba a continuar su raza.

    —"Iremos mañana" —suspiraba el enamorado marido apenas el coche franqueaba el portal,— "Hoy déjame mirarte, déjame quererte". Y vagaban al azar.

    Así, recién casada, trabó conocimiento con aquella ciudad inmensa, callada y triste.

    AI final de sus estrechas calles, divisaban siempre las escarpadas montañas. La población estaba cercada de granito, como sumida en un pozo de la alta cordillera, aislada hasta del viento.

    Y ella, acostumbrada al eterno susurrar de los trigos, de los bosques, al chasquido del río golpeando las piedras erguidas contra la corriente, había empezado a sentir miedo de ese silencio absoluto y total que solía despertarla durante las noches.

    La perseguía la imagen del mundo que vio destrozarse el primer día en el estanque. Aquel silencio se le antojaba el presagio de una catástrofe.

    Tal vez un volcán ignorado de todos acechaba, muy cerca, el momento de aniquilar.

    Habia anhelado entonces refugiarse en algo que le fuera familiar; en un gesto, en un recuerdo.

    Extrañaba su cuerpo disfrazado de vestidos nuevos, sus cabellos mal peinados. Pero Zoila, ¿por qué la habría criado tan haragana? ¿Por qué no le habría enseñado a apretar su pesada cabellera?

    Día a día aplazaba el deseo de abrir sus maletas para buscar, retratos, objetos, una prenda cordial. El frío, un frío insólito la estaba volviendo cobarde, sin iniciativa, y sus dedos transidos no atinaban ni a anudar un lazo de cinta.

    Trataba de pensar en cuánto había dejado hacia tan sólo un par de meses. Entornaba los ojos procurando evocar un cuarto tibio, y no lo veía sino revuelto por la precipitación de la partida; el gran salón de fiestas donde temblaban las lágrimas de cristal de las arañas y donde, con las trenzas recogidas por primera vez, bailó cierta noche locamente hasta el amanecer, y no lo encontraba sino en aquella tarde gris en que su padre le habia dicho: "Chiquilla, abraza a tu novio".

    Entonces ella se habia acercado obediente a ese hombre tan arrogante... y tan rico, se habia empinado para besar su mejilla.

    Recordaba que al apartarse, la habían impresionado el rostro grave de la abuela y las manos temblorosas de su padre. Recordaba haber pensado en Zoila y en las primas que presentía con el oído pegado a la puerta. Y haber sentido asimismo la solicitud con que la habían rodeado durante tantos años.

    Y no; ya no era capaz sino de evocar el temor que se habia apoderado de ella a partir de ese instante, la angustia que crecía con los días y el obstinado silencio de Ricardo.

    Pero ¿cómo volver sobre una mentira? ¿Cómo decir que se habia casado por despecho?

    Si Antonio... Pero Antonio no era el tirano ni el ser anodino que hubiera deseado por marido. Era el hombre enamorado, pero enérgico y discreto a quien no podía despreciar.

    Un día, al fin, como si despertara de su embriaguez de amor, su marido la habia mirado largamente; una mirada inquisidora, tierna.

    —"Ana María, dime, ¿alguna vez llegarás a quererme como yo te quiero?"

    ¡Dios mío, aquella humildad tan digna! A ella se le habían agolpado las lágrimas a los ojos.

    —"Yo te quiero, Antonio, pero estoy triste".

    Entonces él habia continuado con el mismo tono razonable y dulce.

    —"¿Qué debo hacer para que no estés triste? Si la casa no te gusta la transformaré a tu antojo. Si te aburres, sola conmigo, desde mañana veremos gente. Daremos una gran fiesta; tengo muchos amigos aquí".

    Pero ella movía de un lado a otro la cabeza murmurando:

    —"No, no..."

    Ahora le era odioso el tono de Antonio, ahora una sorda aflicción remontaba en ella. ¿Qué le estaba proponiendo? ¿Organizar toda una existencia allí, en ese fondo de mar, sin familia, entre amigos flamantes y servidores desconocidos?

    —"Tal vez extrañes ciertas diversiones. Haré venir del fundo un par de alazanes e iremos al Parque, por las mañanas. Ana María, habla, di: ¿qué quieres?"

    Se habia aferrado al brazo de su marido deseando hablar, explicar, y fué aquí donde su pánico, rebelde, saltó por sobre todo argumento.

    —"Quiero irme".

    El la miró intensamente. Nunca habia visto ella palidecer a nadie. Desde ese momento supo lo que era: una blancura insólita afilando el pómulo, una cara inmóvil donde sólo viven los ojos, brillantes y fijos.

    Y fué así como Antonio la devolvió a su padre, por un tiempo.

    Ay, no se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado.

    Un desaliento se había apoderado de ella al reanudar su antigua existencia. Parecíale estar repitiendo gestos que hubiera agotado ayer de todo interés.

    Erraba del bosque a la casa, de la casa al aserradero, sorprendida de no encontrar ya razón de ser a una vida que se le antojaba completa. ¡Es posible que en algunas semanas nuestros sueños y nuestras costumbres, cuanto parecía formar parte de nosotros mismos pueda volvérsenos ajeno! Bajo el tul del mosquitero su cama le parecía ahora estrecha, fría; estúpido,—de un mal gusto que la humillaba— el papel salpicado de nomeolvides que tapizaba el cuarto. ¿Cómo pudo vivir allí tanto tiempo sin cobrarle odio?

    Cierta noche soñó que amaba a su marido. De un amor que era un sentimiento extrañamente, desesperadamente dulce, una ternura desgarradora que le llenaba el pecho de suspiros y a la que se entregaba lacia y ardorosa.

    Despertó llorando. Contra la almohada, en la oscuridad, llamó, entonces despacito: "¡Antonio!"

    Si en aquel instante hubiera tenido el valor de no pronunciar ese nombre, otro fuera tal vez su destino.

    Pero llamó: Antonio, y en ella se habia hecho la singular revelación.

    No se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado. Necesitaba su calor, su abrazo, todo el hostigoso amor que habia repudiado.

    Recordó un lecho amplio, desordenado y tibio.

    Añoró el momento en qué aferrado a sus trenzas como para retenerla, Antonio se aprestaba a dormir. Unas sacudidas muy leves contra su cadera venían a anunciarle, entonces, que su marido se desprendía poco a poco de la vida, resbalaba en la inconsciencia. Luego, aquella sien abandonada sobre su hombro de mala esposa empezaba a latir fuertemente, como si toda la sensibilidad de ese cuerpo afluyera y fuera a golpear ahí.

    Una gran emoción, un gran respeto la conmovían ahora al pensar con qué generosidad sin limites él le entregaba su sueño.

    Y anheló besar esa sien confiada de Antonio, que era de noche la parte más vulnerable de ser.

    Mes a mes, la ausencia —él tardó en acudir al persistente llamado de la familia; reclamaba tiempo para su herida—fué acrecentando el arrepentimiento, la sed amorosa.

    Caía el otoño, en la casa de la abuela ardían los primeros braseros cuando Antonio se dignó venir.

    Recuerda. Llegaba exhausta del fundo y no atinó tan siquiera a arreglar sus trenzas deshechas, su tez fatigada. Entró directamente al sombrío escritorio donde su marido la esperaba fumando.

    —"¡Antonio!"
    —"¿Cómo estás?"—replicó una voz tranquila, desconocida.

    Muy poca cosa consigue resucitar de aquella entrevista que ahora sabe definitiva.

    Reconsidera y nota que de su vida quedan, como signos de identificación, la inflexión de una voz o el gesto de una mano que hila en el espacio la oscura voluntad del destino.

    Qué absurda, qué lejana debió parecerle a Antonio, en aquel momento, la pasión que abrigó, por la muchacha ahora despeinada y flaca que sollozaba a sus pies y le rodeaba la cintura con los brazos.

    La cara hundida en la chaqueta de un hombre indiferente, ella buscaba el olor, la tibieza del fervoroso marido de ayer.

    Recuerda y siente aún sobre la nuca una mano perdonadora que la apartaba, sin embargo, dulcemente.

    Y así fué luego y siempre, siempre.

    Vivieron en el fundo que ella indicó, el que le habia dado su padre por dote. Pero Antonio guardó su selva negra, conservó su casa y sus intereses en la ciudad.

    Un tono fácil, amable, pero jamás en él la alusión, el gesto que la permitieran rehabilitarse. Sin esfuerzo se habia desprendido del pasado que a ella la había hecho esclava. Y de noche su abrazo era fuerte aún, tierno, sí, pero distante.

    Entonces habia conocida la peor de las soledades; la que en un amplio lecho se apodera de la carne estrechamente unida a otra carne adorada y distraída.

    Su primogénito no consiguió devolverle el amor ni el espíritu de Antonio.

    La enfermedad y la muerte tampoco crearon entre ellos la amarra del dolor.

    Pero ella había aprendido a refugiarse en una familia, en una pena, a combatir la angustia rodeándose de hijos, de quehaceres.

    Y eso acaso la salvó de nuevas y funestas pasiones. ¿Eso? No.

    Fué que, a pesar de todo, durante su juventud entera no terminó de agotar los celos, el amor y la tristeza de la pasión que Antonio le habia inspirado.

    ¡El, en cambio, la engañó tantas veces!

    Su vida galante subía hasta ella en una ola de anónimos y delaciones. Hubo un tiempo en que desdeñosa, aunque dolorida, rehuía las confidencias, amparada en su categoría de mujer legítima, segura de que ello representaba una elección, un puesto de honor definitivo en el corazón distante de su marido.

    Hasta el día aquel...

    Fui una mañana. Retrasada a causa de sus largos cabellos, desde el cuarto de baño consideraba a través de la puerta medio abierta, el dormitorio en desorden, cuando Antonio entró inesperadamente de vuelta de la caza. Creyéndose solo, mantenía el sombrero echado sobre la oreja y masticaba una ramita de boj. Segundos después, al acercarse al velador para depositar la cartuchera, su bota tropezó con una chinela de cuero azul.

    Y entonces, oh entonces —ella vio y nunca pudo olvidarlo— brutalmente, con rabia, casi, la arrojó lejos de si de un puntapié.

    Y en un segundo, en ese breve segundo se produjo en ella el brusco despertar a una verdad, verdad que llevó tal vez adentro desde mucho y esquivaba mirar de frente. Comprendió que ella no era, no habia sido sino una de las muchas pasiones de Antonio, una pasión que las circunstancias habían encadenado a su vida. La toleraba nada más; la aceptaba, tascando el freno, como la consecuencia de un gesto irremediable.

    Recuerda. Se había echado despacito hacia atrás, anhelando furiosamente pasar inadvertida. Atisbó un suspiro, luego el crujir del lecho bajo el peso del cuerpo de Antonio.

    Era una mañana de sol y el día se anunciaba esplendoroso. Contra los vidrios empavonados de la ventana golpeaban en multitudes las libélulas. Del jardín subían los gritos de los niños persiguiéndose con la manguera de regar.

    Todo un día de calor por delante, Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonreír. "¿La señora está triste con un tiempo tan lindo?" "Mamá, ven a jugar con nosotros"... "¿Qué te pasa? ¿Por qué estás siempre de mal humor, Ana María?"

    Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonreír. Tener que cumplir el túnel de un largo verano con ese puntapié en medio del corazón. Se habia apoyado contra la pared, de golpe: horriblemente fatigada.

    Sus ojos se habían llenado de lágrimas que enjugó en seguida pero ya, silenciosas, afluían otras, y otras, y otras... No recuerda haber llorado nunca tanto.

    Pasaron años. Años en que se retrajo y se fué volviendo día a día más limitada y mezquina.

    ¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?

    Los hombres, ellos, logran poner su pasión en otras cosas. Pero el destino de las mujeres es remover una pena de amor en una casa ordenada, ante una tapicería inconclusa.

    Sufro, sufro de ti como de una herida constantemente abierta.

    Durante años se habia repetido en voz baja esta frase porque tenía el misterioso don de hacerla estallar en lágrimas. Tan solo así lograba detener unos instantes el trabajo de la aguja ardiente que le laceraba sin tregua el corazón. Durante años, hasta el agotamiento, hasta el cansancio.

    Sufro, sufro de ti..., empezaba a suspirar un día cuando, de golpe, apretó los labios y calló avergonzada. ¿A qué seguir disimulándose a si misma que, desde hacía tiempo, se forzaba para llorar?

    Era verdad que sufría; pero ya no la apenaba el desamor de su marido, ya no la ablandaba la idea de su propia desdicha. Cierta irritación y un sordo rencor secaban, pervertían su sufrimiento.

    Los años fueron hostigando luego esa irritación hasta la ira, convirtieron su tímido rencor en una idea bien determinada de desquite.

    Y el odio vino entonces a prolongar el lazo que la unía a Antonio.

    El odio, si, un odio silencioso que en lugar de consumirla la fortificaba. Un odio que la hacia madurar grandiosos proyectos, casi siempre abortados en mezquinas venganzas.

    El odio, si, el odio, bajo cuya ala sombría respiraba, dormía, reía; el odio, su fin, su mejor ocupación. Un odio que las victorias no amainaban, que enardecían, como si la enfureciera encontrar tan poca resistencia.

    Y ese odio la sacude aún ahora que oye acercarse al marido y lo ve arrodillarse Junto a ella.

    El no la ha mirado. Casi instantáneamente hunde la cara entre las manos y desploma medio cuerpo sobre el lecho.

    Largo rato así inmóvil, parece, lejos de su mujer muerta, considerar algún ayer doloroso, un mundo infinito de cosas.

    Ella siente con repugnancia pesar sobre su cadera esa cabeza aborrecida, pesar alli donde habían crecido y tan dulcemente pesado sus hijos. Con ira se pone a examinar por última vez esa cuidada cabellera castaña, ese cuello, esos hombros.

    Repentinamente la hiere un detalle insólito. Muy pegada a la oreja advierte una arruga, una sola, muy fina, tan fina como un hilo de telaraña, pero una arruga, una verdadera arruga, la primera.

    Dios mío, ¿aquello es posible? ¿Antonio no es inviolable?

    No. Antonio no es inviolable. Esa única, imperceptible arruga no tardará en descolgársele hacia la mejilla, donde se abrirá muy pronto en dos, en cuatro; marcará, por fin toda su cara. Lentamente empezará luego a corroer esa belleza que nada habia conseguido alterar, y junto con ella irá desmoronando la arrogancia, el encanto, las posibilidades de aquel ser afortunado y cruel.

    Como un resorte que se quiebra, como una energía que ha perdido su objeto, ha decaído de pronto en ella el impulso que la erguía implacable y venenosa, dispuesta siempre a morder. He aquí que su odio se ha vuelto pasivo, casi indulgente.

    Cuando él levanta la cabeza, ella advierte asombrada que llora. Sus lágrimas, las primeras que le ve verter resbalan por sus mejillas sin que atine a enjugarlas, sorprendido por el arrebato de su propio llanto.

    ¡Llora, llora al fin! o puede que sólo llore su juventud que siente ida con esa muerta, puede que solo llore fracasos cuyo recuerdo logró durante mucho tiempo aventar y que afluyen ahora inaplazables junto con el primer embate. Pero ella sabe que la primera lágrima es un cauce abierto a todas las demás, que el dolor y quizás también el remordimiento han conseguido abrir una brecha en ese empedernido corazón, brecha por donde, en lo sucesivo se infiltrarán con la regularidad de una marea que leyes misteriosas impelen a golpear, a roer, a destruir.

    De hoy en adelante, por lo menos, conocerá lo que importa llevar un muerto en el pasado. Jamás, no gozar jamás enteramente de nada. En cada goce, hasta en el más simple —una luna de invierno, una noche de fiesta— cierto vacío, cierta extraña sensación de soledad.

    A medida que las lágrimas brotan, se deslizan, caen, ella siente su odio retraerse, evaporarse. No, ya no odia. ¿Puede acaso odiar a un pobre ser, como ella destinado a la vejez y a la tristeza?

    No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. Nada le importa ya. Es como si no tuviera ya razón de ser ni ella ni su pasado. Un gran hastío la cerca, se siente tambalear hacia atrás. ¡Oh esta súbita rebeldía! Este deseo que la atormenta de incorporarse gimiendo: "¡Quiero vivir. Devuélvanme, devuélvanme mi odio!"

    —"Vamos... "

    Del fondo de una carretera, ardiente bajo el sol, avanzan a su encuentro inmensos remolinos de polvo. Hela aquí arrollada en impalpables sábanas de fuego.

    —"Vamos, vamos".
    —"¿Adónde?"
    —"Más allá."

    Resignada, reclina la mejilla contra el hombro hueco de la muerte.

    Y alguien, algo, la empuja canal abajo a una región húmeda de bosques. Aquella lucecita, a los lejos, ¿qué es? ¿Aquella tranquila lucecita? Es María Griselda, que se apresta a cenar. Junto con el crepúsculo ha pedido la lámpara y ha hecho disponer el cubierto sobre la mesa de mimbre de la terraza. Junto con el crepúsculo los peones abrieron las compuertas para regar el césped y los tres macizos de clavelinas. Y del jardín sumergido sube hacia la solitaria una ola de fragancia.

    Las falenas aletean contra la pantalla encendida, rozan medio chamuscadas el blanco mantel.

    ¡Oh María Griselda! No tengas miedo si sobre la escalinata los perros se han erguido con los pelos erizados; soy yo.

    Secuestrada, melancólica, así te veo, mi dulce nuera. Veo tu cuerpo admirable y un poco pesado que soportan unas piernas de garza. Veo tus trenzas retintas, tu tez pálida, tu altivo perfil. Y veo tus ojos, tus ojos estrechos, de un verde sombrío igual a esas natas de musgo flotante, estancadas en la superficie de las aguas forestales.

    María Griselda, sólo yo he podido quererte. Porque yo y nadie más, logró perdonarte tanta y tan inverosímil belleza.

    Ahora soplo la lámpara. No tengas miedo, deseo acariciarte el hombro al pasar.

    ¿Por qué has saltado de tu asiento? No tiembles así, me voy, María Griselda, me voy.

    Una corriente la empuja, la empuja canal abajo por un trópico cuya vegetación va descolorándose a medida que la tierra se parte en mil y mil apretados islotes. Bajo el follaje pálido, transparente, nada más que campos de begonias. ¡Oh, las begonias de pulpa acuosa! La naturaleza entera aspira, se nutre aquí de agua, nada más que de agua. Y la corriente la empuja siempre lentamente, y junto con ella, enormes nudos de plantas a cuyas raíces viajan enlazadas las dulces culebras.

    Y sobre todo este mundo, por el que muerta se desliza, se detiene, y se cierne eterna, la lívida luz de un relámpago.

    El cielo, sin embargo, está cargado de astros; estrella que ella mira, como respondiendo a una llamada, corre veloz y cae.

    ¡No te vayas, tú, tú!...

    ¿Qué grito es éste? ¿Qué labios buscan y palpan sus manos, su cuello, su frente?

    Debiera estar prohibido a los vivos tocar la carne misteriosa de los muertos.

    Los labios de su hija, acariciando su cuerpo, han detenido en él ese leve hormigueo de sus más profundas células, la han vuelto, de golpe, tan lúcida y apegada a lo que la rodea, como si no hubiera muerto nunca.

    —"Mi pobre hija, te conocí arrebatos de cólera, nunca una expresión desordenada de dolor como la que te impulsa ahora a sollozar, prendida a mi con fuerza de histérica. "Es fría, es dura hasta con su madre", decían todos. Y no, no eras fría; eras joven, joven, simplemente. Tu ternura hacia mí era un germen que llevabas dentro y que mi muerte ha forzado y obligado a madurar en una sola noche.

    Ningún gesto mío consiguió jamás provocar lo que mi muerte logra al fin. Ya ves, la muerte es también un acto de vida.

    No llores, no llores, ¡si supieras! Continuaré alentando en ti y evolucionando y cambiando como si estuviera viva; me amarás, me desecharás y volverás a quererme. Y tal vez mueras tú, antes que yo me agote y muera en ti. No llores...

    Vienen, la levantan del lecho con infinitas precauciones, la acomodan en una larga caja de madera. Un ramo de claveles rueda sobre la alfombra. Lo recogen y se lo echan a los pies. Luego van amontonando el resto de las flores sobre ella como quien tiende una sábana.

    ¡Qué bien se amolda el cuerpo al ataúd!

    No la tienta el menor deseo de incorporarse. ¡Ignoraba que pudiera haber estado tan cansada!

    Ve oscilar el cielo-raso; resbalar; sus ojos entreabiertos perciben casi en seguida otro, blanqueado hace poco; es el de su cuarto de vestir.

    Una enorme rasgadura, obra del último temblor, la hace reconocerse luego en el cuarto de alojados. Largas filas de habitaciones van mostrándole así ángulos, molduras, vigas familiares. Ante cada puerta se produce matemáticamente un breve alto y ella adivina que la excesiva estrechez del umbral dificulta el paso de quienes la cargan.

    He aquí, sacrilegio, que pisotean la alfombra azul. ¿Quién se habrá atrevido a traerla al vestíbulo? ¿Y para qué? El piso lustrado sienta mil veces mejor al estilo de la casa.

    Alli, expuesta al sol y a un constante ajetreo, va a marchitarse lo que, hasta hace poco, era el refugio de sus días de invierno. Sólo por hallarse extendida en un cuarto lejano y casi siempre cerrado se habia conservado intacta y azul la alfombra azul.

    Cuando el vendaval azotaba fuera, sus hijos solían hacerle una invitación singular que intrigaba a los extraños.

    Decían: "Vamos a la playa". La playa era aquel cuadrado de alfombra esponjosa; alli corrían a recostarse de niños, con sus juguetes; más tarde con sus libros.

    Y parecía realmente que el frío y el mal tiempo se detuvieran al borde de ese pedazo de lana cuyo color violento y alegre aclaraba los ojos y el humor, y que las horas transcurrieran en el cuarto cerrado, mis cálidas, mis íntimas.

    Ella no hubiera permitido jamás que llevaran la alfombra azul al vestíbulo. ¿Quién se atrevió a abusar así de su enfermedad?

    Dios mío, las aguas no se habían cerrado aún sobre su cabeza y las cosas cambiaban ya, la vida seguía su curso a pesar de ella, sin ella.

    De pronto el cielo sobre si.

    Cae entonces en cuenta que está en el descanso de la escalinata que baja al jardín. Aquí, el alto es más prolongado. Acaso estén cobrando fuerzas para seguir adelante.

    ¡El cielo! Un cielo plomizo donde los pájaros vuelan bajo. Dentro de unas horas lloverá nuevamente.

    ¡Qué hermoso atardecer desapacible y mojado! Nunca los amó así, y sin embargo, a éste le descubre su hosca belleza y hasta la regocija el leve soplo de aire que parece venir a rozarla por las junturas de la caja.

    Ahora se siente sacudida, descendida. Ahora descansa en el último peldaño.

    Aquí, era aquí donde se acurrucaba a tomar sol. Largamente permanecía reclinada con la mejilla contra el último peldaño, para robarle un poco de calor. Cuando sus hijos eran niños solían pegar también el oído, asegurando que algo se movía dentro, que la piedra palpitaba como un reloj o un corazón. Regada, esparcía el olor particular que despiden las pizarras después que con la esponja se han borrado en ellas las tareas.

    Otra vez corre el cielo sobre su cabeza.

    ¡Adiós, adiós piedra mía! Ignoraba que las cosas pudieran ocupar tanto lugar en nuestro afecto.

    El cortejo ha echado a andar sobre el césped. Ella se siente impelida en un insólito vaivén; diríase que mecen blandamente el ataúd. Y de pronto, presiente, reconoce los fuertes brazos de sus dos hijos soportándolo atrás y adivina que a los pies la izquierda flaquea ligeramente porque va sostenida por su padre. Tratando de compensar ese desmayo, Ricardo presta el fervor de su apoyo a la derecha, ella lo sabe.

    Y está segura de que muchos la rodean y muchos la siguen. Y le es infinitamente dulce sentirse así transportada, con las manos sobre el pecho, como algo muy frágil, muy querido.

    Por primera vez se siente entrar con majestad en la gran calle de árboles. Ya no la exaspera el altivo continente del álamo; por primera vez nota que su follaje tiene ondulación y reflejos de agua agitada.

    Vienen luego a su encuentro los macizos eucaliptus. A lo largo de sus troncos, cuelgan, desprendidas, estrechas lonjas de corteza que descubren, por vetas, una desnudez celeste y lechosa.

    Ella piensa enternecida: "Es curioso. Tampoco lo noté antes. Pierden la corteza igual que las culebras la piel en primavera..."

    El viento levanta remolinos de hojas secas que golpean la caja con violencia de guijarros. Poco a poco se despeja el cielo. Ella divisa el disco, aún pálido, de la luna, en su cuarto creciente.

    Ya el cortejo se interna en el bosque.

    Y a ella la acometen deseos de apretar, de hacer crujir bajo el pie las espesas capas de agujas de pino que lo tapizan entero de color hierro enmohecido, deseos de inclinarse para mirar, por última vez, esa gran red plateada, nocturna huella tejida pacientemente encima por las babosas.

    Ya la envuelven como un tercer sudario los vahos que suben del suelo, todo el acre perfume de las plantas que viven a la sombra.

    Han franqueado los límites del parque. Ahora la llevan campo traviesa.

    Más allá del rastrojal se extiende el terreno lagunoso. Una pesada neblina flota casi al ras del suelo, se apelotona entre los juncos.

    El andar del cortejo se hace lento, difícil, toma por fin la cadencia de una marcha fúnebre.

    Alguien se hunde en el fango hasta la rodilla; entonces el ataúd oscila violentamente y uno de sus costados toca tierra.

    Ansias desconocidas la conmueven. ¡Oh si la depositaran alli, a la intemperie! Anhela ser abandonada en el corazón de los pantanos para escuchar hasta el amanecer el canto que las ranas fabrican de agua y luna, en la garganta; y oír el crepitar aterciopelado de las mil burbujas del limo. Y aguzando el oído percibir aún el silbido siniestro con que en la carretera lejana se lamentan los alambres eléctricos; y distinguir, antes del alba, los primeros aleteos de los flamencos entre los cañaverales. ¡Ah, si fuera posible!

    Pero no, no es posible. Ya la han enderezado, ya avanzan nuevamente.

    De pronto un muro que limita el horizonte le recuerda el cementerio del pueblo y el amplio y claro panteón de familia.

    Y hacia allá es a donde tiende la marcha.

    La invade una gran tranquilidad.

    Hay pobres mujeres enterradas, perdidas en cementerios inmensos como ciudades —y horror— hasta con calles asfaltadas. Y en los lechos de ciertos ríos de aguas negras las hay suicidas que las corrientes incesantemente golpean, roen, desfiguran y golpean. Y hay niñas, recién sepultas, a quienes deudos inquietos por encontrar, a su vez, espacio libre, en una cripta estrecha y sombría, reducen y reducen deseosos casi hasta de borrarlas del mundo de los huesos. Y hay también jóvenes adúlteras que imprudentes citas atraen a barrios apartados y que un anónimo hace sorprender y recostar de un balazo sobre el pecho del amante, y cuyos cuerpos, profanados por las autopsias, se abandonan, días y días, a la infamia de la morgue.

    ¡Oh Dios mío, insensatos hay que dicen que una vez muertos no debe preocuparnos nuestro cuerpo! Ella se siente infinitamente dichosa de poder reposar entre ordenados cipreses, en la misma capilla donde su madre y varios hermanos duermen alineados; dichosa de que su cuerpo se disgregue alli, serenamente, honorablemente, bajo una losa con su nombre

    TERESA, ANA MARIA, CECILIA...


    Su nombre, todos sus nombres, hasta los que desechó en vida. Y bajo, dos fechas separadas por un guión.

    Como el cortejo llega por fin a su destino, la última ráfaga de viento extingue, de golpe, el gorjeo de un surtidor. Dentro del panteón la noche va apagando las pedrerías del vitral. Frente al altar, el padre Carlos, revestido del alba y la estola, mueve los labios, sacude con unción el hisopo.

    Y he aquí que ella se encuentra sumida en profunda oscuridad.

    Y he aquí que se siente precipitada hacia abajo, precipitada vertiginosamente durante un tiempo ilimitado hacia abajo; como si hubieran cavado el fondo de la cripta y pretendieran sepultarla en las entrañas mismas de la tierra.

    Y alguien, algo atrajo a la amortajada hacia el suelo otoñal. Y así fué como empezó a descender, fango abajo, por entre las raíces encrespadas de los árboles. Por entre las madrigueras donde pequeños y tímidos animales respiran acurrucados. Cayendo, a ratos, en blandos pozos de helada baba del diablo.

    Descendía lenta, lenta, esquivando flores de hueso y extraños seres, de cuerpo viscoso, que miraban por dos estrechas hendiduras tocadas de rocío. Topando esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas rodillas se encogían, como otrora en el vientre de la madre.

    Hizo pie en el lecho de un antiguo mar y reposó allí largamente, entre pepitas de oro y caracolas milenarias.

    Vertientes subterráneas la arrastraron luego en su carrera bajo inmensas bóvedas de bosques petrificados.

    Ciertas emanaciones la atraían a un determinado centro, otras la rechazaban con violencia hacia las zonas de clima propicio a su materia.

    ¡Ah, si los hombres supieran lo que se encuentra bajo ellos, no hallarían tan simple beber el agua de las fuentes! Porque todo duerme en la tierra y todo despierta de la tierra.

    Una vez más la amortajada refluyó a la superficie de la vida.

    En la oscuridad de la cripta, tuvo la impresión de que podía al fin moverse. Y hubiera podido, en efecto, empujar la tapa del ataúd, levantarse y volver derecha y fría, por los caminos, hasta el umbral de su casa.

    Pero, nacidas de su cuerpo, sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del universo.

    Y ya no deseaba sino quedarse crucificada a la tierra, sufriendo y gozando en su carne el ir y venir de lejanas, muy lejanas mareas; sintiendo crecer la hierba, emerger islas nuevas y abrirse, en otro continente, la flor ignorada que no vive sino en un día de eclipse. Y sintiendo aún bullir y estallar soles, y derrumbarse, quien sabe adónde, montañas gigantes de arena.

    Lo juro. No tentó a la amortajada el menor deseo de incorporarse. Sola, podría, al fin, descansar, morir.

    Habia sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos.


    Fin

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