PROMETIDA A LA FUERZA (Corín Tellado)
Publicado en
marzo 28, 2022
ARGUMENTO
Don Bernardo se puso en pie. Temblaba sacudido por la indignación.
—El día menos pensado, David, te encierro. ¿Te enteras? Eres la risión de la costa veraniega. Andas vestido como un mendigo, llamas la atención con tus juergas, te emborrachas con los pescadores, hablas una jerga que yo no comprendo, y esto se acabó. Eres el menor de mis hijos, el único que queda soltero. Hay que casarse, formar un hogar, tener hijos y trabajar.
—Mira, papá...
—No he terminado.
—Bien, pues, sigue.
—Y como ya has cumplido los veinticinco años, he decidido que sientes la cabeza.
David movió aquella y comentó jocoso:
—La tengo muy firme sobre el tronco.
CAPÍTULO PRIMERO
—Siéntate, David.
—Acabo de levantarme, papá.
—Siéntate.
—He dormido como un lirón.
—¡He dicho que te sientes, David! —bramó Bernardo Fanjul y Ruiz de la Mota.
El hijo se mantuvo de pie indolentemente, apoyado en el respaldo de la butaca que ocupaba su madre.
—¿Tú has visto, mamá? —sonrió sin inmutarse—. Papá pretende...
—¡He dicho que te sientes!
—Obedece, David —pidió la elegante dama con suave acento.
David terminó por dejarse caer en un sofá frente a su padre y cruzó una pierna sobre otra. Era un joven de unos veinticinco años. Su cabello era negro y lo llevaba cortado casi al rape, con las hebras erguidas, desafiadoras. Y tal vez correspondían a su carácter arrojado. David desentonaba en aquella distinguida familia. Era un tipo campanudo y realista.
No entendía de etiquetas; detestaba los «jueves» de su madre, las reuniones de su señor padre, y los melindres de sus hermanos.
Tenía unos ojos de color negro chispeantes y burlones, una boca de firme dibujo, y una nariz aguileña que le daba cierta gracia. Todas las chicas lo amaban y David no despreciaba a ninguna. Era un tipo acaparador de voluntades y de corazones; pero en verdad, no se había enamorado nunca. David se enamoraba dos veces por semana; pero enamorar, enamorar de veras, se había librado muy bien de hacerlo. Decía que amar a una mujer era un estorbo.
Vestía en aquel instante un pantalón de dril color canela, arrugado y manchado de pintura verde; una camisa verde, de hilo, abierta por los lados y cayendo por fuera del pantalón. Calzaba simples alpargatas, y no llevaba calcetines.
—Ya estoy sentado —dijo estirando las piernas.
—Siéntate correctamente —bramó el padre.
—David —reconvino la dama—. ¿Por qué habrás salido tan distinto a tus hermanos?
David cruzó las piernas y balanceó tranquilamente un pie. Antes de responder, encendió un cigarrillo y fumó con mucha calma.
—Si me pareciese a ellos me tiraba al mar —dijo sin rencor.
—Y ellos —exclamó, indignado el caballero— dicen que, antes de parecerse a ti, se enterraban.
—Ajá —rio David, indiferente—. No sería yo quien los desenterrara.
—¡David!
—Mamá, contesto a lo que me dicen.
—Soy tu padre —bramó el caballero.
—Lo supongo.
—¡David!
—¡David!
Ni por esas. David no se inmutó. Alzóse de hombros y, empezando a reír, observó filosófico:
—Detesto los gritos declamatorios —y con impaciencia—. ¿Por qué me has llamado, papá?
Papá parecía haber perdido su compostura de gran señor. Ahí es nada: llamarse Fanjul y Ruiz de la Mota, no era cualquier cosa; y cuando el sonoro nombre se adorna con una flota naviera de trasatlánticos, con mayor motivo.
—Eres un cretino, David —estalló.
—A mucha honra.
—¡David!
—¿Qué sucede ahora, querida mamá?
Mamá estaba tan indignada, que no contestó. Lo hizo por ella su marido.
—Eres un cretino integral, David.
—Hum.
—Y como tú no eres capaz de hacerlo, he decidido yo tu porvenir. Se acabó la vida de vago.
Ahora fue David quien se indignó. Levantó un dedo y señaló con él a su padre (aquel ademán era muy propio de David Fanjul y Ruiz de la Mota).
—¿Vago yo? ¿Vago yo que no paro en todo el día? ¿Crees tú que es de vagos manejar el balandro con soltura, pintarlo, llevarlo al puerto, amarrarlo, y bailar en el casino, y cortejar a las chicas, y...?
—¡Cállate!
—No soy un vago. No hay tipo en toda la ciudad que trabaje tanto como yo.
* * *
Don Bernardo Fanjul y Ruiz de la Mota estiró los inmaculados puños de su camisa y bramó:
—Eres un vago empedernido, y esto se acabó. Tu hermano Ernesto desempeña un cargo importante en nuestras oficinas centrales de Madrid; Luis es el mejor abogado de nuestra compañía, y Lucas, el marido de tu hermana Beatriz, es nuestro mejor gerente. ¿Y qué haces tú? Estudiaste seis carreras; no has logrado terminar ninguna, y, como un terco cretino, te empeñaste en hacerte piloto mercante.
—Y como tú me has prohibido navegar —saltó David, tranquilamente—, aquí estoy veraneando con vosotros y pasándolo de maravilla.
—Pues se acabó, ¿te enteras? Trabajarás en la dirección. ¿Me has oído? Desde ahora se acabó la buena vida. Y algo más...
Tomó aliento. David se echó a reír con la mayor tranquilidad.
—Bien sabes que, o me permites navegar, o de lo contrario... —estiró el dedo—. Ya sabes, pasear y divertirse.
—Tengo capitanes y pilotos competentes, y aparte de que no consiento que un hijo mío navegue, sería absurdo por mi parte exponer un barco en tus manos.
—Pues pierdes el tiempo, papá —dijo rotundo—. No trabajaré como rata de oficina aunque me lleves amarrado.
Se puso en pie.
—Espera.
—Si es para continuar con el mismo tema, prefiero ir a tomar el aire.
—He dicho que esperes.
David miró a su madre y extendió el dedo.
—¿Qué diablos le pasa hoy al jefe? Cálmalo, mamá; yo... no tengo ganas de oír sus gritos.
Don Bernardo se puso en pie. Temblaba sacudido por la indignación.
—El día menos pensado, David, te encierro. ¿Te enteras? Eres la risión de la costa veraniega. Andas vestido como un mendigo, llamas la atención con tus juergas, te emborrachas con los pescadores, hablas una jerga que yo no comprendo, y esto se acabó. Eres el menor de mis hijos, el único que queda soltero. Hay que casarse, formar un hogar, tener hijos y trabajar.
—Mira, papá...
—No he terminado.
—Bien, pues, sigue.
—Y como ya has cumplido los veinticinco años, he decidido que sientes la cabeza.
David movió aquella y comentó jocoso:
—La tengo muy firme sobre el tronco.
—¡David, que estoy hablando en serio!
—¿Y quién lo duda, mi señor padre? Ya conoces mi respuesta. O me dejas navegar... —estiró el dedo—. O nada.
—¡Nunca!
—Gracias.
—¿Cómo?
—Esta vida no me disgusta.
Don Bernardo hinchó el pecho, Conocía a su hijo menor. Ernesto quiso ser médico, él, su padre, le dijo «Serás ingeniero». Ernesto lo fue. Luis dijo que deseaba ser diplomático, dedicarse a la política. Fue abogado y se dedicó a las cosas privadas de la empresa de su padre. David dijo que sería piloto... Su padre se opuso. Había decidido que David se hiciera ingeniero naval. Pero David... fue piloto.
Ernesto se casó con una rica heredera. Bernardo aprobó el matrimonio. Luis amaba a la mecanógrafa de su oficina, pero Bernardo decidió que se casara con la hija menor de uno de sus socios, y Luis... se casó. Beatriz amaba a un amigo de David, pero don Bernardo determinó que se casara con el hijo de su socio. Y Beatriz se casó. Todos se habían sacrificado por la empresa. Todos, menos David. Con David no pudo jamás. Cuando no lo tomaba a risa, lo tomaba en serio y entonces se iba de casa y no volvía hasta haber terminado el dinero, vendido el reloj, los gemelos y los zapatos.
Al regresar al hogar saqueaba a su madre, y si su padre volvía a insistir, marchaba de nuevo. Así, desde hacía dos años. Desde que regresó de Barcelona, donde contra el gusto de sus padres, estudió la carrera de marino mercante.
—Márchate, David —bramó el caballero, llegado a estas conclusiones—. Ya hablaremos en otra ocasión.
David se marchó silbando. Tanto grito y todo terminaba igual. Aquello le divertía.
* * *
La doncella pidió permiso para entrar, y don Bernardo se lo concedió.
—Este señor desea ser recibido.
Don Bernardo tomó la tarjeta de la bandeja de plata sin entusiasmo alguno, pero al leer el nombre de la tarjeta, exclamó:
—Páselo a mi despacho, por favor, pronto.
Se alejó la doncella, y Bernardo miró deslumbrado a su esposa Justina.
—¿Qué ocurre? —preguntó esta.
—¡Cielos! ¿Sabes quién es?
—Si no me lo dices... —y con ternura—. Se nota que es de tu agrado.
—Naturalmente, querida. Nada menos que Patricio Ensenada de los Reguerales.
—¡Caray!
—Mi buen amigo Patricio —susurró Bernardo, ilusionado—. Esta vez, Justina, lo convenzo.
—Varias veces has dicho eso y nada has logrado, querido. No te hagas muchas ilusiones.
—¿Por qué viene a verme? Hace diez años que no veranean en su casa solariega. Es de suponer que este año lo harán.
—O tal vez no. Puede ir de pasada.
—No, no. Patricio rara vez viaja por España; lo hace por el extranjero. —Y bajando la voz—: ¿Sabes lo que significaría que adquiriera acciones de mi empresa naviera? Pues nos convertiríamos en los navieros más ricos y poderosos del mundo.
—No te hagas ilusiones.
—Me las hago. Fuimos grandes amigos. Pero Patricio es tozudo.
—No le hagas esperar.
—No —la besó en los labios, brevemente—. Hasta luego, querida.
—Que todo salga bien.
Patricio Ensenada de los Reguerales era un hombre aún gallardo, pese a sus sesenta años. Poseía los Astilleros Reguerales y de estos salían los más bellos transatlánticos del mundo. No poseía barcos, no le interesaban, pero los construía y sus millones se contaban como los pelos de una abundante cabellera.
Al ver a su amigo salió a su encuentro, y ambos se apretaron en fortísimo abrazo.
—Patricio.
—Bernardo..., amigo...
—Qué sorpresa más agradable. ¿Qué haces por aquí?
—Estoy veraneando en La Caleta, ya sabes, mi finca.
—Después de diez años.
—Sí. Ya sabes: los negocios no dejan a uno tiempo de pensar en el terruño —y con nostalgia—. ¿Recuerdas nuestra niñez? ¿Y después nuestra adolescencia?
—¿No voy a recordar? ¿Y recuerdas tú la brava moza que nos acompañaba a mariscar?
Patricio lanzó una risotada.
—Naturalmente, muchacho. Fue mi primer amor.
—Es verdad. Aún no te pregunté por Pilar.
El rostro de Patricio se entristeció.
—¿Es que no lo sabes? La perdí hace cuatro años. Fue... —se emocionó— un rudo golpe. Tienes hijos y los quieres mucho, pero nunca como a una compañera.
—Lo siento. No lo sabía.
Patricio sacudió con brusco ademán, muy propio de él, los recuerdos.
—Bueno, no nos pongamos sentimentales.
—Siéntate. Fumaremos unos cigarrillos y tomaremos juntos el vermut.
Se sentaron frente a frente, y don Bernardo pidió licores. Una doncella los sirvió al instante.
Solos de nuevo, Patricio quiso saber noticias de la familia de su amigo.
—Menos David, todos se han casado.
—Sí, ya sé que tienes uno soltero.
—¿Quién te lo dijo?
—Un amigo común.
—¿Y los tuyos?
—Ricardo se casó hace seis años. Ya tiene seis críos. Los tuvieron de dos en dos. Mis hijos —rio—, son así... Pedro también se casó y Santiago. Laureano se hizo cura; Matilde, monja, y me queda Paula, soltera.
—Paula es muy joven.
—Veintitrés años.
—¿Está aquí contigo?
—Sí. Fue ella, a su regreso definitivo de Inglaterra, donde estudió, quien me pidió que la trajera a la patria chica. Ella no nació aquí, pero ama este rincón como si hubiera nacido en él. Estamos muy solos los dos.
—¿Sigue tan fina, tan...?
Patricio se echó a reír.
—Tan exquisita —terminó.
—Sí, eso. Tenía diez años cuando la vi por última vez. Recuerdo que Justina y yo habíamos venido a pasar unos días a nuestra Concha Azul (así llamaban a la finca de recreo). Habíamos dejado a todos los muchachos en Madrid... Aquel año las cosas iban mal y estuve a punto de vender la casona. Al verme en ella con mi mujer, comprendí que vender sería como arrancarme las entrañas, y regresé a Madrid.
—Pudiste recurrir a mí.
—Me las apañé sin recurrir a nadie. Después, en seguida todo se puso a flote. Eran buenos tiempos. ¿Por qué te decía esto? ¡Ah, sí! Por la finura de tu hija menor. Era distinta a todas.
—Pues lo sigue siendo. ¿Y sabes? Me tiene preocupado.
—¿Preocupado?
—Y tanto. Por eso estoy aquí. Pensé en ti.
—¿En... mí?
—Sí. Voy a tomar una copa. Después hablaremos. Es algo bastante largo.
II
—Siempre deseaste formar compañía conmigo. Hay que reconocer que mis astilleros serían para ti de gran utilidad.
—También mis barcos para ti —saltó picado el naviero.
—No tanto.
—Patricio...
—No tanto, amigo. Yo tengo un negocio redondo, divisas en abundancia, y sobre todo, dinero...
—También yo.
—Ya lo sé, pero no tanto como yo.
—¿A qué diablos has venido? —se impacientó don Bernardo.
—Calma, calma. Si tú y yo formamos sociedad, tú construyes los barcos en mis astilleros como accionista.
—No me tomes el pelo, Patricio.
—No te lo tomo. Yo no tengo sociedad. Soy el único dueño de la empresa.
—Lo sé.
—Te propongo asociarte conmigo.
—¿Eh? —y casi saltó del asiento.
—Lo has deseado fervientemente, desde que nuestros padres fallecieron. A decir verdad, ya el tuyo lo deseaba. Pero el mío era tanto o más terco que yo y dijo que no.
—¿Y por qué has cambiado tú de idea?
—Los hijos...
—¿Qué?
—He dicho los hijos. Tú ya sabes que llegan hondo. Son... como trozos de la vida de uno.
—Que me aspen si te entiendo.
—Primero te hablaré de Paula.
—¿Tu hija menor?
—Exactamente. A ella me refiero, pues a los otros los casé bien. No necesitan mi apoyo. Ahora tengo que casar a Paula. Una chica soltera no hace buen papel aunque sea millonaria.
—Sigo sin entenderte.
—Ya lo sé. Déjame dorar la píldora. Pretendo casar a tu hijo con mi hija.
De un salto, don Bernardo quedó sentado en el brazo del sillón.
—¿Qué... —se atragantó—, qué... —perdió el aliento— qué... —le brillaron los ojos de entusiasmo—, qué dices?
—Eso. Solo así —hizo un gesto significativo—, seremos socios.
—Ay, tú has venido aquí a provocarme una indigestión.
—He venido a tratar de un asunto muy delicado. Paula me adora y hace todo lo que yo mando. Es demasiado distinguida, ¿sabes? Parece que no hay materia en su persona. Solo espíritu.
Bernardo se estremeció.
—¿Y..., quieres casarla con David?
—Eso es...
—Ay, Patricio, tú no conoces a mi espina menor.
—Claro que lo conozco. ¿Sabes cuándo lo conocí? En mis astilleros.
—¿En tus...?
—Sí. Hacía las prácticas para piloto. El barco tuvo un percance, reparó en mis astilleros. Él, me refiero a tu hijo, no me conoció a mí, pero yo tuve que reconocerlo a él.
—¿Tuviste...?
—Eso he dicho. Armó tanto escándalo, en un mes que el barco estuvo en el dique, que no me quedó más remedio que reparar en él.
—¿Y aun así... —parpadeó Bernardo asustado—, deseas casarlo con Paula?
—Por eso deseo casarlo con mi hija, sí señor.
Bernardo suspiró.
—Te entiendo menos que antes —dijo, como si le golpearan la cabeza.
—Empecemos por el principio. He presentado a Paula en sociedad. Di una gran fiesta. De esto hace tres años. Viajé con ella por todo el mundo, y traté de buscarle un marido.
—¿Y...?
—Pues nada. O tiene vocación de monja, o no hay hombre a su medida. Es tan correcta, tan delicada, tan silenciosa... Diantre, Bernardo, yo hasta me siento cohibido junto a ella. No dice jamás una palabra más alta que otra, sonríe cortés a la más dura impertinencia, trata a todo el mundo con suavidad.
—Una excelente chica —y suspiró—. Para un hombre como David, ni hablar.
—Hemos de probar, ¿no? Tú llamas a tu hijo y le dices...
—¿Yo?
—¿Es que pretendes que se lo diga yo?
Bernardo aflojó el nudo de la corbata y metió los dedos entre el cuello y la camisa.
—Mira, Patricio. Creí que lo de la compañía era un hecho, y veo con desilusión que es una tontería de las tuyas.
—Diablo, claro que no es una tontería.
—Toda mi vida, desde que soy naviero, suspiré por asociarme contigo. Y has venido a pasarme la miel por los labios, para luego reírte de mi ansiedad.
—Si te estoy hablando en serio.
—Cuando decidí el porvenir de mis hijos —apuntó Bernardo reflexivo—, todos siguieron el camino que yo les tracé.
—Menos David.
Se asombró.
—¿Es que lo sabes?
—Claro —rio Patricio—. Si no fuera así, no me interesaría para Paula.
—Ahora sí que no te comprendo nada.
Patricio se inclinó hacia su amigo, y dijo:
—Escucha con calma. No hubo moza en los astilleros ni sus alrededores que no se enamorase de tu hijo. Es un sinvergüenza, un canallita, un tarambana y un golfo, si quieres, pero es el hombre que yo necesito para despabilar a Paula.
—¡Ah!
—¿Vas entendiendo?
—Un poco —dijo Bernardo, poniendo expresión de tonto.
—He dicho casar a tu hijo, ¿no?
—Sí, con tu hija.
—Pues eso es lo que tienes que decir a tu retoño.
—¿Y no es verdad?
—Claro.
—¿Y si tu hija no quiere?
—Paula obedece cuanto yo ordeno. Ya hablaré con ella al respecto.
—¿Cómo? ¿Sin contar con David?
—Aquí David no cuenta.
—Diantre, Patricio. David es la parte más importante. Detestaba a las niñas modositas —y como si de pronto pensara en algo alarmante, exclamó—: ¿Tan fea es tu hija?
Patricio no se ofendió. Con mucha calma sacó una fotografía del bolsillo y se la puso delante de los ojos a su amigo. Este parpadeó y dijo bajo, como si el descubrimiento lo atontara:
—¡Caray!
—Esta es Paula.
—Primorosa joven.
—Pero tan personal, tan soñadora, tan sentimental, que cree aún en los cuentos de hadas.
—¿Y pretendes que un loco como David...?
—Oye... ¿Es que no te gusta la idea?
—Cielos —exclamó exaltado—. Sería el mejor negocio de mi vida.
—Pues está a tu alcance.
—¿A mi...?
—Sí, a tu alcance. Solo un hombre como tu hijo, con su cinismo, con su audacia, con su mundo y su experiencia mujeril, puede enseñar a Paula el verdadero significado de la vida. Y Paula puede enseñar a David que la vida no es una comedia asaineteada como él se cree. Una vez casados formarán un término medio y se amarán.
—Todo lo ves muy claro.
—Será así.
—¿En quién confías? ¿En mi hijo o en tu hija? Porque yo, en David no confío en absoluto.
—Tú, lo único que tienes que hacer es obligar a David a que se case. Y si se niega..., retírale tu apoyo.
—Ya. Es lo que está deseando.
—¿Cómo?
—Se irá a navegar, que es lo único que le gusta.
—Estupendo. Si no se niega, dile que le dejas navegar dos años.
—No sé..., Patricio, yo creo que debemos formar sociedad sin esa boda.
Patricio se puso en pie.
—Si no hay boda, no hay compañía —dijo inflexible.
—¿No temes que David haga desgraciada a tu hija?
—No. A Paula cuando se la conoce se la ama.
—¿Rotundo?
—Rotundo.
* * *
—Siéntate.
—¿Otra vez? Ya te he dicho que no estoy cansado.
—Te ruego que te sientes.
David arrugó el entrecejo. Que su padre no se alterara para ordenarle, era extraño. Estaba suave, y hasta cariñoso. ¿Qué iría a decirle?
—Siéntate, querido. Hemos de tratar de negocios.
—¿Qué? ¿Yo negocios contigo? Siempre me has creído un inútil.
—Te necesito.
Ahora, David abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Qué su padre lo necesitaba? ¡Inaudito!
Se sentó y estiró las piernas. Su padre no le llamó la atención.
—David...
—No te pongas tan solemne, papá —protestó David—. Detesto las frases rebuscadas.
—Aún no pronuncié ninguna.
—Pero te conozco, y sé que las vas a pronunciar.
—Estamos pasando por un momento crítico —mintió—. Necesitamos un socio capitalista.
David se puso en pie y sacudió la ceniza que salpicaba su desaliñado pantalón de dril.
—Lo siento, papá. No tengo un real.
—Siéntate, hijo. Ya sé que no tienes un real.
David lo contempló con curiosidad. En otra ocasión cualquiera, su padre le hubiera lanzado un grito descomunal. En aquel momento prosiguió con calma, y esto asombró a David.
—Es indispensable que tú me ayudes.
—¿Yo? ¿Quieres que me convierta en salteador de caminos?
—Quiero que me escuches, muchacho.
—¿Sabes una cosa, papá? —se impacientó David, estirando el dedo—. Tú quieres burlarte de mí.
—No, por cierto. Si no busco a mi hijo para desahogarme, ¿a quién quieres que busque?
—A mamá, por ejemplo.
—No debo inquietarla.
—Pues, mira, yo, cuando no tengo dinero, me voy al casino y desplumo a todos los viejos amigos tuyos que encuentro en la mesa de juego.
—¡David, muchacho!
Extraordinario que su padre no se sulfurara.
—Es un buen método, papá.
—Si se tratara de dos mil pesetas, te pediría ayuda en ese sentido. Hay momentos —añadió bajo, como si el mundo se desplomara sobre sus hombros—, que el hombre tiene que perder sus escrúpulos.
—Yo no los tengo nunca —rio David, cachazudo—. Es algo molesto, que fastidia enormemente.
Don Bernardo estuvo a punto de tirarle el tintero, pero se guardó muy bien de hacerlo. Su rostro continuó sonriendo, con gran asombro de David.
—Se trata de millones.
—Si me dejas hacer un viajecito a Montecarlo, quizá los consiga.
—David, hijo, ten un poco de juicio y ayúdame a salir de este apuro.
—Mira, papá...
—Espera, David.
—Pero ¿qué es lo que yo puedo hacer por ti?
—Casarte.
—¿Qué...?
Y, como espantado, retrocedió seis pasos.
—Detente, David, querido hijo.
—No, no —chilló David tapándose los oídos—. A mí no me conoces. Que hayas casado a los tres idiotas de mis hermanos, me parece bien; pero a mí... ¡No, señor, ni hablar!
—Oye...
—¡Ni hablar! Que se vayan todas las mujeres al infierno.
—¡David!
—Al infierno, ¿te enteras?
—David, hijo.
—Ni hijo ni paparruchas. A mí, cuentos, no. Ya dejé el pañal hace tiempo.
—Pero, déjame terminar.
—¿Para qué? ¡Yo no me caso! Las hijas de Eva para el paraíso. Yo, a Jo que se presente, pero no con rumbo al altar. Eso queda para los idiotas, yo aún no lo soy.
—¡Espera, condenado!
—No espero un minuto más Tengo una cita.
—Si me das palabra de casarte..., yo te la doy de dejarte navegar.
David se dirigía a la puerta y su padre lo seguía sin dejar de hablar.
—Necesitamos el capital de Patricio Ensenada. Este se asocia con nosotros con la condición de que tú te cases con su hija Paula. Es una muchacha guapísima, David. Yo la vi...
—Que se case su padre con ella. —Abrió la puerta.
—Es un bombón, David.
—Que se la coma.
—Es dócil y modosita.
—Que se quede soltera.
—David..., por el amor de Dios.
—Nada y nada. ¿Está claro?
Y salió a paso ligero.
III
—Yo creo, Bernardo...
—Es la única solución.
—Pero..., ¿qué te importa después de todo formar sociedad con Patricio?
—Es el sueño de toda mi vida al alcance de la mano.
—Olvídalo, querido. Tienes un sólido capital, accionistas poderosos... ¿Para qué necesitas más?
—Justina, que lo he decidido.
La dama alzóse de hombros.
—Bueno, pues convence a tu hijo.
—Es lo que pienso hacer —y de pronto se dio una palmada en la frente—. Ya tengo la solución.
—¿Qué solución?
—Para convencer a David —y reflexivo, como para sí solo—: A Paula cuando se la conoce se la ama.
—¿Qué dices?
—Repito las palabras de Patricio. Este tiene miedo de que su hija se meta a monja. Ya tiene una. Matilde, y asegura que es bastante.
—Sí que lo es.
—Pues dice que el único hombre que puede sacar a Paula de su apatía, es el loco de nuestro hijo.
—Estáis chiflados los dos. ¿Por qué no le has dicho con honradez que tu hijo es incapaz de hacer feliz a una mujer determinada?
—Porque pienso lo contrario.
—¿Desde... cuándo?
—Desde que Patricio me pasó la miel por los labios.
—Pero, querido. Si no necesitas para nada formar sociedad con él.
—Sí, Justina, sí. He acariciado toda mi vida ese deseo. ¿Te das cuenta? Y ahora lo tengo al alcance de la mano.
—De la de David —rectificó burlona la dama.
Bernardo no contestó. Su esposa estaba en el lecho; él, hundido en una butaca, en pijama y batín, escuchando todos los ruidos de la casa. Miró el reloj y rezongó:
—Las dos de la madrugada y ese canalla sin venir.
—No irás a hablarle ahora, ¿verdad?
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
—Pero, Bernardo.
—Lo siento, querida. Duerme si puedes. Yo... no podré hasta que David me dé palabra...
—No te la dará.
—Me la dará. Sé cómo convencerle.
—Pero...
Se oyeron pasos en el vestíbulo inferior. Bernardo se levantó como impelido por un resorte.
—Ahí está.
—Bernardo, querido, déjalo descansar; descansa tú y mañana será otro día.
—Si hubiera hecho eso durante mi época de industrial, me refiero a mis comienzos, no tendría ni una maldita chalupa.
—Pero ahora ya lo posees todo.
—Menos los astilleros de Patricia.
—Dichosos astilleros. ¿Para qué los necesitas?
—¿Pero no te das cuenta? Las dos firmas unidas se convertirían en una poderosa fuerza. Será algo extraordinario, ya verás.
—¿Adónde vas?
—A hablar con David.
—No te escuchará. Estará bebido.
—Si es así —dijo rotundo, abriendo la puerta—, lo dejo y en paz.
—Bernardo...
—Te has casado con un hombre de negocios, querida, ya lo sabes.
—Sí, vete, anda, si ello te tranquiliza.
—Hasta luego. Deséame suerte.
—No me explico cómo Patricio desea un marido como David para su hija.
—Está claro.
—No veo esa claridad por parte alguna. ¿Tan fea es?
—Si es bellísima.
—Pues menos aún.
—Hasta luego.
* * *
David no estaba borracho, pero tenía sueño, y el cansancio lo vencía. Tendido en la cama, trataba de escuchar a su padre, sin grandes resultados.
—Te digo, David...
—No sé nada de lo que me has dicho. Tengo un sueño feroz.
—Pero...
—Mañana.
—Ha de ser hoy. Nuestro pabellón se tambalea, y es preciso que tú me ayudes.
—Mañana.
—No te pido que te cases con ella. Hazle la corte. Ella es obediente, y su padre le habló. Dijo que se casaría contigo, pero cuando te conozca te aborrecerá.
—Gracias.
—¿No es cierto?
David extendió el dedo.
—No hay mujer —chilló despabilándose— que sea capaz de aborrecerme. Todas me aman.
—Mejor para ti.
—Gracias.
—Pues como te iba diciendo...
—Ya sé lo que decías.
—¿Le harás la corte?
—¡No!
—Pero, hijo... si solo te pido que le hagas la corte. Es correcta, distinguida y muy bonita. Detesta los escándalos.
—¿Y me escoges a mí?
—Por eso. Te odiará.
—No, por mil demonios.
—¿No qué?
—Que no quiero.
—Está bien, tendré que vender los barcos.
—Tíralos.
—David, yo creo que es el primer favor que te pido. Enamórala, si puedes, y luego, cuando vayas a casarte, no te cases, pero yo ya tendré la firma de ese cándido de Patricio.
—¿Solo eso?
—Solo eso.
—Ya veremos —pensó en alta voz—. Quizá sea divertido.
—¿Lo... —casi pierde el aliento— harás?
—Depende. Ya te lo diré mañana.
—Hijo mío...
—Ahora, déjame dormir.
—Te dejaré navegar.
David lo contempló extrañado.
—¿Es que andan tan mal los negocios?
Bernardo puso cara compungida.
—Muy mal.
—Diantre. ¿Qué hicieron los cretinos de mis hermanos?
—Son... unos cretinos.
—Ya lo veo. ¿Puedo dormir ahora?
—Puedes. Pero antes, dime: ¿Me das palabra de ir mañana con tu madre y conmigo a merendar a La Caleta?
—Mañana te lo diré.
—Que descanses, hijo. Y no me decepciones.
David rio, exclamando:
—Te estoy decepcionando desde que nací, no creo que te asuste el que siga haciéndolo.
—Pero eres buen hijo, y...
—Vete, papá, y no me adules más.
Bernardo salió, y cuando hubo cerrado la puerta apretó los puños y rezongó:
—El cretino este...
Empujó la puerta de su alcoba y la cerró tras de sí sin hacer ruido.
—¿Qué?
—Casi vencido.
—Hum... me extraña.
—Mañana me dará la respuesta.
—Que esperas sea afirmativa.
—Sí.
Se acostó. Se santiguó y exclamó:
—Cretino, imbécil.
—¿Qué dices, Bernardo?
—Me refiero a tu hijo.
—¡Ah!
—¿Te imaginas lo que será una boda con la hija de Patricio?
—Como otra cualquiera.
—Justina, que acabarás con mi paciencia.
—¿Para qué necesitas tú esa sociedad, vamos a ver?
—Para que te duermas. Buenas noches.
—Buenas.
Y se durmió.
* * *
—Esta tarde vendrán a merendar los Fanjul.
—Bien, papá.
—Los acompañará David.
—¡Ah!
—¿Te has vuelto atrás?
—No. Pero necesito conocerlo.
—Lo conocerás hoy. Es un chico excelente.
—Conchita, la hija del administrador, dice que es un chico excesivamente divertido.
—Todos los chicos modernos lo son.
Paula no contestó. Sentada frente a la chimenea cruzadas las piernas una sobre otra, leía un libro. Patricio la contempló desde el fondo de su sillón. Silencioso y reflexivo guardó silencio. Sus inteligentes ojos, seguían la figura femenina de pies a cabeza. Y, una vez más, al contemplar a Paula, recordó su boda. Era su esposa muerta, tan silenciosa y distinguida como lo era ahora su hija. Él, en el transcurso de su matrimonio, se sintió menguado muchas veces ante aquella silenciosa personalidad de su esposa. Sus otros hijos se parecían más a él. Cierto también que recibieron una educación más liberal. Paula quiso ir a un colegio y él no tuvo inconveniente en mandarla. La adoraba por ser su hija menor y por parecerse a la mujer que tanto amó.
¿Podría David Fanjul hacerla feliz? Sí. Él, antes de casarse, fue un tarambana como David. Por eso le agradaba aquel muchacho que se disfrazaba con una careta de expresión cínica. ¿O no era careta? Sí, lo era. Él conocía a los hombres. David presumía de seductor de mujeres, de hombres sin escrúpulos. Él, también él, había presumido. Hay muchos hombres así, pero en el fondo se oculta el verdadero hombre, digno, caballeroso, honrado... Sí, le agradaba David.
Él hizo feliz a su esposa. Eran distintos, por supuesto. Pilar, su fallecida mujer, fue una distinguida joven de una de las mejores familias catalanas. Pero lo amó y supo perdonar sus liviandades.
Paula, como ella, era delgada, esbelta, rubia como el oro, con unos hermosos ojos azules, grandes y vivos. Aquellos ojos que él amó en su mujer y que no olvidaría en la vida.
—Paula, yo creo que el hombre ha de ser algo divertido para alegrar la vida de la mujer.
—Los extremos no son buenos.
—No me irás a decir que David es extremista.
—No le conozco. Cuando le conozca te lo diré.
Patricio tenía confianza en sí mismo y en su hija. Creía conocer a Paula lo bastante, para no esperar una negativa de la joven; no obstante, la había engañado, como Bernardo a su hijo.
—Ya sabes, Paula, lo que hay en juego en tu boda con el hijo de mi amigo.
—Nunca creí, papá, que necesitarías la ayuda económica de tus amigos. ¿Por qué me enviaste a un colegio tan caro, si no era sólida tu posición?
—Los padres queremos lo mejor para nuestros hijos. Serás feliz con David.
Paula tampoco contestó.
—No estarás enamorada de otro hombre, ¿verdad?
—¡No!
Fue tan rotunda su respuesta, que Patricio se entristeció. Así empezó Matilde, y un día, inesperadamente, le salió con aquello: «Papá, quiero ser monja».
Él se espantó. Hizo uso de su persuasión de padre. Adujo que una mujer puede hacer la caridad cristiana sin sacrificar su juventud. Todo fue inútil. Matilde se aferró a su idea y no hubo poder humano que la disuadiera. Y como Matilde, empezaba Paula. Era preciso actuar, y para ello era menester que David entrara en escena y conquistara a su hija. Y de eso se encargaría Bernardo. Él sabía lo mucho que Bernardo deseaba su colaboración. Por la cuenta que le traía, se encargaría de convencer a su hijo.
No permitiría de ningún modo, que Paula se recluyera en un convento como le ocurrió con Matilde. Deseaba tener nietos de sus hijas. Matilde le había negado aquel placer, pero Paula no se lo podía negar. ¡Oh, no!
—Si no estás enamorada de otro —dijo como concluyendo sus pensamientos—, te será fácil amar a un chico como David.
—Me molesta —adujo Paula con vocecilla de niña buena— casarme con un hombre impuesto por ti, pero si tú lo necesitas...
—Lo necesito.
—Ya me lo has dicho, papá.
—Has de amarlo, Paula. Será tu primer y último novio.
—Es... que si no lo amo, papá, no podré ser su esposa.
* * *
Aquella mañana, pocas horas después de tener esta conversación con Paula, Patricio llamó a su amigo por teléfono. Y este, mientras se dirigía en su lujoso automóvil, con su esposa y su hijo a La Caleta, le decía a David que tenía que conquistar a Paula si deseaba continuar su vida de holgazán.
David fumaba y dormitaba recostado en el blando asiento. Emitió un gruñido, y su padre insistió:
—Subir cuando se está bajo, es fácil, pero bajar cuando se está en la cumbre, ya no lo es tanto.
—Si me gusta... —rio David—. Pero si no me gusta, escapo. Y si me gusta, ya sabes..., me permitirás navegar.
—De acuerdo. Pero después de dar tu palabra formal de matrimonio.
—Te lo prometo.
Y bostezó. No esperaba que la remilgada de Paula Ensenada se enamorara de él. A los hombres como él, no los amaban las mojigatas, muy al contrario, se asustaban de ellos.
IV
David no conocía a Patricio Ensenada. Le cayó bien. Era simpático y cordial, y tenía ojos de listo. David no se consideraba un lince, pero detestaba a los idiotas, y Patricio Ensenada no se lo parecía.
Lo saludó cordialmente, y miró a un lado y a otro buscando la silueta femenina, objeto de su ida a La Caleta.
Estaban los cuatro en el salón cuando entró Paula. Vestía una bonita falda blanca, suéter azul celeste, y calzaba zapatos altos, de color blanco. Era rubia como el oro, delgada y esbelta, y sus grandes ojos turquesa no eran bobos, a juicio de David que la observaba con expresión analítica, como si valorara la belleza de aquella joven que su padre quería empaquetarle. No estaba mal. Era..., ¿bonita? Pues no; fina y atractiva, sí; pero no era su atractivo de orden superior. Era algo que emanaba de dentro, como una aureola.
Patricio hizo las presentaciones, y David, con su habitual flema, besó los finos dedos de la joven, y la miró a los ojos con fijeza.
—Eres muy guapa —dijo a lo bruto.
Patricio y Bernardo se miraron asustados. Justina se limitó a sonreír. No creía en aquel matrimonio; ni a David capaz de hacer feliz a una mujer; ni a Paula, tan delicada y espiritual, capaz de hacer la felicidad de su hijo. Alzóse de hombros y observó la reacción de Paula. No fue visible. Limitóse a sonreír sin enseñar los detalles. Justina no creyó posible que aquellos dos jóvenes llegaran al matrimonio. Eran dos polos opuestos. De sus pensamientos, la sacó la voz amable de Patricio:
—Paula, ¿por qué no enseñas a nuestro amigo la pajarera? A David le gustan los pájaros.
—Solo las gaviotas —replicó David, tranquilamente.
Y tuvo muy poco en cuenta la severa mirada de los dos hombres, la sonrisa burlona de su madre y la extrañeza de Paula, quien, a fuerza de ser cortés, no concebía que los demás no lo fueran.
—Tenemos un buen ejemplar —saltó Patricio.
—Si quieres acompañarme —invitó Paula, sin entusiasmo.
David alzóse de hombros y la siguió en silencio, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón gris, de franela, balanceando el cuerpo.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos, Patricio bramó:
—¿Es un imbécil tu hijo o qué? A Paula hay que saber tratarla.
—A David no le interesa el matrimonio, Patricio —se enojó Bernardo, quien se consideraba con derecho a juzgar a su hijo, pero le fastidiaba que lo juzgaran los demás—. Ha venido aquí por que cree hacerme un favor.
—Pues mi hija está en el mismo lugar.
—Lo mejor de todo —apuntó la dama, interrumpiendo—, es que dejemos de acariciar esa absurda idea de casarlos. No están hechos el uno para el otro. Paula es una soñadora. David un hombre auténticamente real. Nunca llegarán a comprenderse.
Saltó Patricio impaciente:
—Si el loco de tu hijo no es capaz de enamorar a Paula, esta se me hará monja como Matilde, y prefiero saber a Paula casada con un marmitón de vuestros barcos, que encerrada en una celda.
—Si es su vocación... —apuntó Justina.
Patricio se sulfuró.
—¡Qué vocación, ni qué narices! Y perdona, si puedes, mi brusquedad. Tengo dos hijas, una ya se consagró a Dios. ¿Puede en justicia ese Dios llevarse a la otra?
—Repito que si es su vocación...
—No hay vocación que valga. Yo la eduqué para hacer la caridad en el mundo, y no es preciso hacerse monja para practicarla. He de tener nietos de mi hija. Estoy harto de nueras.
—Pero tampoco podrás obligar a Paula a que se case contra su gusto. Si ama a Dios, no serás tú capaz de hacerla amar a los hombres.
—David se encargará.
—No lo creo posible —empezó Justina.
Pero su marido cortó bruscamente:
—¿Y qué sabes tú? Tú y yo somos diametralmente opuestos, y, no obstante, nos amamos.
—Y mi mujer era distinta a mí —apuntó Patricio—. Y fuimos muy felices.
—¡Si os consoláis así!
Y sonrió.
* * *
La pareja se dirigía a la pajarera a través del parque. Caminaban uno al lado del otro, en silencio, y David daba pataditas en la grava, mientras de reojo contemplaba el fino perfil de la joven.
De pronto, ella se detuvo, y dijo, con su vocecilla de niña buena y cortés:
—Esa es la pajarera.
David no se molestó en mirar. La miraba a ella. Era un muchacho alto, delgado, muy esbelto. Su pelo negro, cortado en punta, le daba aspecto de desaliñado. Sus ojos eran negros, de expresión burlona. En aquel momento parecía cansado de la comedia y decidió hablar claro:
—Mira, muchacha, nuestros padres quieren casarnos. Parece ser que los asuntos no van muy bien y creen que uniendo sus firmas, se librarán de la bancarrota. A mí —añadió bruscamente—, me importa una lechuga que se arruinen. Tengo mi carrera y pienso navegar.
—¿Te gusta el mar? —preguntó ella como si también le importara una lechuga lo que él estaba diciendo.
David se la quedó mirando, boquiabierto.
—Claro que me gusta. Pero yo te estoy hablando de lo que desean nuestros padres.
—Ya sé lo que desean.
—¿Y... lo apruebas?
—¡No!
—¡Ah! Es estupendo que pienses como yo. Como ves —añadió molesto, por los ojos indefinibles que lo miraban analítico—, es una tontería que perdamos el tiempo.
—Yo considero lo contrario.
—¿Qué?
—Ellos nos necesitan, y como hijos, tenemos el deber de ayudarles.
—¿No... has dicho que... no apruebas?
—Una cosa no tiene que ver con la otra —replicó inflexible—. No pienso casarme nunca contigo.
—¡Ah! ¡Ah! Eres una chica estupenda.
—Pero seré tu novia.
—¿Cómo?
—Papá lo dispuso así.
David dio una pata en el césped...
—¿Y haces todo lo que te ordena tu papá? —preguntó guasón.
Paula lo hubiera abofeteado por presuntuoso, pero se guardó muy bien de hacerlo. Con suavidad dijo:
—Cuando lo creo necesario, ¿por qué no?
—Mira, niña, yo no soy como tú. Como hombre, soy una calamidad; te dejaré mal en todas partes. Tú eres correcta y yo no lo soy. Eres cortés, y yo soy la descortesía hecha figura de hombre. Eres amable, y yo me río de la amabilidad. Eres exquisita, bien educada; y yo soy la materia corrompida.
—Aun así.
—Que me parta un rayo si te entiendo.
Paula hizo una mueca de desagrado. Aquel hijo del amigo de su padre era un animal con figura de hombre, pero era igual. Ella tenía que ayudar al autor de sus días.
—¿No entras en la pajarera?
—No, por mil demonios.
—Te ruego que seas más...
—Mira, niña, yo soy como soy, y se me toma así o no se me toma. Y yo te aconsejo que no me tomes.
Paula no contestó. Entró en la pajarera y David hubo de seguirla, quisiera o no. Ella, con suave voz, fue mostrándole los pájaros. David fumaba sin verlos. Tenía deseos de pegar a todo el mundo, empezando por su padre y terminando por aquella niña remilgada, cuya personalidad le sorprendía.
—¿Qué te parece este canario?
—¿Cuál?
—Este.
—¡Bah! Mira, te voy a decir la verdad: No me gustan los pájaros. Solo los pollos y en pepitoria, ¿me entiendes?
—Ya.
—No me entiendes.
—Me molestaría que me creyeras una tonta.
—No te creo tonta.
Y giró en redondo. Ella cerró la pajarera y lo siguió. David la esperaba en medio del parque, indolentemente, apoyado en el tronco de un árbol. Fumaba un cigarrillo, y las espesas volutas desfiguraban sus duras facciones.
—¿Indica esta entrevista que somos novios? —preguntó a boca de jarro, cuando ella estuvo a su lado.
Paula entrecerró los ojos y asintió.
—Bueno, pues los novios se besan.
Paula no pareció inmutarse, y esto desconcertó a David, que la creía una mojigata asustadiza.
—En los novios de verdad, los que se aman, lo considero normal. Tú y yo, somos dos novios de mentira.
—Pues, a mí, las mentiras me revientan.
Ella estuvo a punto de pedirle que puliese el lenguaje, pero sabedora de que David no lo haría, prefirió dar la callada por respuesta.
—¿Nunca has tenido novio de verdad? —preguntó de pronto.
—Nunca.
—Es una experiencia sensacional. Lástima que no la conozcas.
—Nunca me interesó.
—No pretenderás, como tu hermana, meterte a monja. Le darías un tremendo disgusto a Patricio.
—Si tuviera vocación —dijo serenamente—, me importaría poco el disgusto de papá. Ya se habituaría.
—Es que no tienes vocación.
—No —replicó con fuerza.
—Caray, caray.
—Regresemos al salón.
—Por mí —alzóse de hombros—, encantado.
* * *
—¿Qué tal?
—¡Bah!
—¿Podrás... amarlo?
—No.
—¿Eh?
—No, papá. Es de la clase de hombres que desprecio.
Patricio se agitó.
—Es un buen mozo.
—Cuando analizo a un hombre...
—¿Pero..., tú analizas?
—Ni mido tallas —siguió diciendo, haciendo caso omiso de la interrupción— ni el color de sus ojos, ni su pelo... Miro hacia dentro.
—Hum.
—Y el hijo de tu amigo es detestable.
—¡Paula!
—Detestable: Mal educado, grosero, poco cuidadoso en el lenguaje, indiferente para las cosas sublimes de la vida...
—Hija, lo juzgas demasiado severamente.
—Como se merece.
—¿Y... qué?
—Tú dirás.
—Diantre, no. Eres tú quien ha de decirlo.
—No me importa seguir la comedia si con ello te ayudo. Pero..., desde ahora, te digo que no me casaré nunca con él.
—¡Oh, oh, oh!
—Es fatuo, presuntuoso, irónico..., incrédulo...
—Caray, Paula, lo estás poniendo verde.
—Se lo merece.
—De todos modos —titubeó—, yo necesito la firma de Bernardo, y esta, solo me la dará si te casas con su hijo.
—Convéncelo para que te la dé antes de la boda. Te será fácil. Eres un hombre inteligente y persuasivo, y Bernardo te aprecia.
—Pero sin boda...
—David está dispuesto a seguir la comedia, pero no a casarse conmigo. En esto coincidimos. Es en lo único en que tenemos cierto punto de afinidad.
—Es algo...
—¿Decías?
—No, nada. Trataré de convencer a Bernardo.
* * *
—¿Qué tal?
—¿Qué tal qué? —rezongó David, indolentemente repantigado en el suave asiento del auto.
—Te pregunto qué te pareció. Es guapa, ¿no?
—Bastante.
—Te gusta.
—También es guapo el loro de mamá y no me gusta.
—¡David!
—Lo siento.
—Pero es que yo necesito la firma de Patricio.
—Ráptalo; ponle un puñal en el pecho y que firme.
—David.
—Lo siento, mamá. Soy incorrecto. ¿Puedo cambiar porque quiera? No.
—Puedes ser cortés con tu padre.
—Mi padre ya conoce mi modo de ser.
—Por eso —saltó Bernardo—, porque te conozco, te pido que sigas la comedia. No es nada extraordinario para ti mentir amor a una mujer. Lo estás haciendo todos los días.
—Pero nunca me casé con ninguna.
—De acuerdo. No te cases tampoco con ella.
—¿No? —rio burlón—. No me gusta para novia, ni siquiera de mentira.
—Es una chica maja.
—Es una imbécil, pagada a sus modales de princesa.
—De todos modos, David, hay que seguir la forma.
—¿Qué forma ni qué niño muerto? Ella me dijo con todas las letras que no me amaba. Que no se casaría jamás conmigo.
—¿Te dijo eso? —preguntó Justina, mordaz.
David la miró y afirmó por dos veces con la cabeza.
—Eso dijo.
—¿Y lo consientes?
—¡Bah!
—Es la primera vez —intervino el padre, comprendiendo la significativa mirada de su esposa— que una mujer te desdeña. Me parece imposible, hijo.
Surtió el efecto esperado. David, tocado su amor propio masculino, saltó con súbita violencia:
—Eso lo veremos.
—¿Qué hemos de ver?
—Si llega a quererme o no. Y cuando me ame..., la planto... Y si el cretino de Patricio no ha firmado, tíralo al mar, papá; porque yo ni cubierta de oro, me casaría con la presumida esa.
Justina y Bernardo cambiaron una rápida mirada. Si David se empeñaba, Paula caería en sus redes, y habría boda. Ya no se trataba de la firma. Les había gustado Paula para esposa de David. Este necesitaba una mujercita así: sensata, razonable y correcta.
V
—¿Es cierto que tienes novia?
—Claro.
—¡Oh!
David se pasó un dedo por el pelo y le sonrió alentador.
—Pero no te aflijas, Monique, la dejaré un día cualquiera para ser todo tuyo.
Monique era una niña moderna, de las que se bañaban mañana y noche, y no tenía más ocupación que coquetear con los chicos, bailar en el club, y pasarse las tardes tendida al sol, bajo las miradas masculinas.
—¿Te casarás conmigo?
—No, monada.
—David...
—No pienso cometer la barbaridad de casarme.
—¡Oh! ¿Hace mucho que sois novios?
—Dos días. La he visto una sola vez.
—¿Y... la amas?
—¡Ay! —y rio a lo loco.
Monique estaba habituada a sus bromas, a sus salidas de tono; y no le molestó su risa.
La gente acudía a la playa. David fumaba recostado en la baranda de la terraza del club. Monique movía los ojos con coquetería, y balanceaba un pie mientras fumaba un cigarrillo.
—Me han dicho —insistió Monique— que se trata nada menos que de la distinguida Paula Ensenada.
—Sí —dijo David, distraído; pues miraba hacia la playa, donde una mujer escultural se quitaba la faldita.
—Dicen que es muy bella.
—Y tanto.
—¿Lo es?
—Observa tú misma.
Monique se impacientó.
—¿Pues dónde está?
David se volvió hacia ella.
—¿Dónde está quién?
—Paula.
—En su casa, supongo.
—Pero si acabas de decirme que la mire.
David empezó a reír de nuevo.
—Niña, que me refiero a aquella hermosa hembra que camina hacia la playa.
—¿Paula?
—¿Qué Paula ni qué alcachofa? No estoy hablando de Paula.
—Pues, yo sí.
—Allá tú.
—¿Eh? ¿Es que marchas?
—Naturalmente. Voy a... —le guiñó un ojo—. A bañarme.
Vestía pantalón de dril, gris perla. Iba descalzo y cubría el tórax con una simple camiseta de hilo. Sus ojos seguían a la bañista escultural y ya estaba a punto de alcanzarla, cuando una voz dijo:
—Buenos días.
¡Aquella voz! David detuvo en seco sus pasos y miró. Paula, en traje de baño, lo miraba a su vez, con expresión sarcástica.
—Caray —exclamó David, saliendo de su sorpresa—. ¿Qué hace la monjita por aquí?
—Me distraigo como tú...
La delineaba con sus penetrantes ojos. Hermoso cuerpo oculto bajo el maillot negro. No tan... explosivo como el de la perseguida; pero... sí muy..., muy... interesante.
—¿No te bañas? —preguntó, cayendo a su lado.
—Luego.
—Lo haremos juntos.
—Creí —sonrió ella, irónica—, que ibas tras una amiga.
—Puede.
—Pues sigue. Yo voy a distraerme leyendo.
—No es correcto dejar a la novia sola.
—Estás cumplido.
—¿Sabes lo que te digo, niña? Que me estás gustando.
—Habrás dicho eso a muchas otras.
—A todas.
* * *
Detuvo el auto ante La Caleta. No tuvo que esperar mucho tiempo. Paula, muy elegante, muy en su papel de joven espiritual y exquisita, salió de la casona, atravesó el parque y se aproximó al auto. David no descendió. Empujó la portezuela y dijo:
—Sube.
Paula lo hizo, y se sentó a su lado. David soltó los frenos.
—¿Adónde?
—Donde quieras.
—Tendrás gustos propios.
—Desconozco estos lugares. Hace diez años que no vengo a esta playa. Cuando vine la última vez era una niña, y me entretenía hurgando en la cala, junto al malecón.
—Iremos allí.
—No te creía tan complaciente.
—No lo soy. Pero aquello es solitario. Y nadie se dará cuenta de que te beso.
—¿Lo encuentras divertido?
—¿Los besos?
—Lo que dices.
—Nada.
—Pues, cállate, si puedes.
—No puedo.
El auto torció a la izquierda y se perdió en la ribera, bordeando el puerto. Hacía una hermosa tarde de agosto. El sol caía sobre el descapotable con insistencia ofensiva. David, tan desaliñado como siempre, conducía. Ella, Paula, vestía con sencillez, pero dentro de la mayor exquisitez. Su perfume era tan tenue como ella, y David sintió un deseo voluptuoso, provocado tal vez por aquella rara esencia de nardos que definía la callada personalidad de aquella mujer.
—Me gustaría —dijo él de pronto, sin dejar de atender la dirección del auto—, saber lo que opinas del amor.
—¿No tienes un concepto propio?
—Naturalmente, inteligente Paula, pero el mío es... acomodaticio.
—Puede que el mío lo sea también.
—El tuyo, no. Eres demasiado..., demasiado...
—Termina.
—Termina tú. Te conoces mejor.
—En ciertos aspectos me desconozco.
—En ese no se desconoce ninguna mujer.
—Seré distinta.
La miró fugazmente y se echó a reír.
—Puede que lo seas. ¿Y sabes? Me intrigas un poco. No eres clara. No eres sincera. No eres... como aparentas.
—El gran psicólogo.
—No tengo nada de psicólogo. Me limito a ver la superficie. Nunca encontré una persona bastante interesante para justificar el uso de mi psicología.
—Te reservas para un caso excepcional.
—O para el caso, más simple, de que no penetre en mí con la debida o esperada claridad.
Detuvo el auto ante el muro.
—¿Bajamos? —preguntó él.
—Prefiero regresar.
—No irás a decirme que deseas volver a casa.
—Pues lo deseo.
—Eres muy amable.
Paula alzó una ceja, como interrogando. David explicó tranquilamente.
—A mí me esperan los amigos en el club; pero un novio ha de ser amable y debe de ver todos los días a su novia.
—Conmigo estás siempre cumplido.
—Pero con nuestros padres, no —dijo rudo.
El auto giró en redondo y puso de nuevo dirección al pueblo.
—Estoy observando, David, que todo lo que haces y dices, es con objeto de que te odie.
—¿Tú crees?
—Lo afirmo.
—Eres muy lista.
Paula, a su pesar, se mordió los labios y no contestó.
El auto rodó cuesta abajo y se detuvo, momentos después, ante La Caleta.
—¿A qué hora vengo a buscarte mañana? —y con ironía—. Hay que cubrir las apariencias. Si te veo en la playa, mejor.
Pero no la vio. La buscó durante cinco minutos justos y, al no hallarla junto a la caseta de colorines, se fue a la roca donde estaba aquella mujer bandera, que conoció la tarde anterior en el club.
* * *
David fumaba un cigarrillo, sentado en la balaustrada de la terraza. Eran las siete de la tarde, y el sol aún calentaba. Sus padres, sentados en torno a una mesa, bajo el toldo, jugaban una partida de póker. David los oía discutir y, de vez en cuando, los miraba. Eran una pareja feliz. ¡Mejor! También lo eran sus hermanos y su hermana. Todo el mundo era feliz. ¿Y él? También lo era, ¿qué diantre? A su modo, distinto a los demás, pero era un hombre auténticamente feliz.
Tiró lejos el cigarrillo y se enderezó.
—¿Adónde vas? —preguntó su madre en aquel instante.
—Por ahí.
—¿No has ido a La Caleta?
—No.
—¿Ni ayer?
—Paula quedó en esperarme en la playa, y no fue, ni ayer ni hoy. No voy a andar buscándola como un imbécil.
—Es tu deber —bramó Bernardo.
David se acercó a ellos.
—¿Y adónde vas con esa pinta?
—He venido a veranear para andar cómodo —dijo—. Si tengo que emperifollarme, prefiero volver al asadero de Madrid. Y a propósito de Madrid, papá.
—¿Qué pasa?
—Los Ensenada regresan para allá, a primeros de setiembre. Yo... quiero ir a navegar; me lo prometiste.
—Los Ensenada —rectificó el padre—, no viven en Madrid, sino en Barcelona. Y se irán, en efecto, a primeros de setiembre.
—Me importa un pepino. Yo, lo que deseo...
—Ya lo sé.
—Me lo prometiste.
—Y lo cumplo. Pero aún no llegó setiembre.
—Cuando llegue, ya lo sabes. Si no me das embarque en uno de tus trasatlánticos, buscaré otro, aunque sea un velero, pero yo navegaré.
—Ve a tomar el fresco. Y sube a La Caleta.
David marchó regocijado. ¿La Caleta? No, por mil demonios. Tenía «plan» con la «escultura». Se habían hecho muy amigos. Excelentes amigos. ¿Paula? Era su novia; al menos, eso creían todos..., todos menos él. En el fondo, le fastidiaba que aquella niña remilgada de exquisitos modales y figura delicada, tuviera la valentía suficiente para mofarse de él. ¿Se mofaba, se consideraba lo bastante superior como para no enamorarse de él? Y esto... ¡Diantre, dolía! Era la primera vez que una muchacha no suspiraba por su amor. La primera vez, sí señor. Y David no estaba conforme.
Entró en el club. A nadie llamaba la atención. Él era así, y nadie lo ignoraba. Desaliñado, arrugado y en manga corta, las chicas bailaban igualmente con él. Y se reían divertidas, y algunas le instaban con la mirada. Era muy bueno vivir, tener dinero, no ser del todo feo y ser joven. Sí, era muy bueno.
—Hola.
—Caray... No te había visto.
La «escultura», que, en realidad se llamaba vulgarmente Petra, le sonreía cautivadora. David la tomó del brazo, con familiaridad muy propia de él, y le dijo:
—Estás hecha un bombón.
—Ay, qué guasa.
—Un bombón de chocolate.
—Pero no me comerás.
David la delineó con los ojos. ¿Comerla? Pues, no. No le apetecía. Era Petra una mujer vulgar, con tipo de actriz, pero una actriz que hace estremecer en la escena, y luego, al salir de su camerino, se quita la máscara y se convierte en una cara, una simple cara.
Sonrió sarcástico. Asombrado, se daba cuenta de que jamás había tratado a una chica interesante. ¿Guapas? Mucho. Pero vacías, sin nada dentro. Al menos, sin nada útil para los demás, aunque a ellas les sirviera para respirar, comer y vivir. ¡Un asco todo!
—Diríase que algo te huele mal —adujo Petra.
—¿Olerme? Sí, creo que sí. Pero ven, vamos al bar. ¿No te apetece embarcarte conmigo?
—No me parece prudente.
—¿No tienes casa?
—Estoy en un hotel.
—Ya... ¿Sola?
—Sí.
—¿Me invitas esta... noche —se lanzó— a tu departamento?
—Pues...
—Iré. Vamos al bar.
Al dar la vuelta, se encontró con unos ojos azules que lo miraban burlonamente. Y David se mordió los labios. Era la primera vez que unos burlones ojos femeninos lo humillaban.
—Perdóname —dijo a Petra—, tengo allí a mi novia.
—¿Cómo? ¿Me plantas?
—Ya vendrá otro que te arranque de tu tallo.
—Oye...
David le apuntó con el dedo.
—Te he dicho que tengo ahí a la novia.
Y se alejó a paso ligero.
* * *
Paula se hallaba lejos de la pista, sentada ante una mesa, sobre la cual había un servicio de té. A un lado se sentaba una elegante muchacha con tipo de extranjera.
—Ese es —dijo Paula, sin mover un músculo—. El que avanza hacia aquí.
—Pero..., ¿con esa pinta?
—Él es así.
—Paula...
—Di, di —rio esta—. Habla con claridad, Isa. Ya te conté la historia.
—Muy divertida.
—No tanto, creo yo; pero, para los efectos, es mi prometido.
—No te casarás con él, ¿eh? Tú eres... distinta. Será hijo de un señor opulento, y tendrá una carrera, pero con esas ropas, esa cabeza rapada y esa facha, más parece un pescador.
—Nunca lo he visto vestido decentemente, pues incluso el día que fue a conocerme, vestía de forma incorrecta.
—¿Y es tu novio? —apuntó Isa, incrédula.
—Sí.
—¿Solo por ayudar a tu padre?
Paula empequeñeció los ojos.
—Y por fastidiarlo a él. Me cree una mojigata. Incluso cree que tengo vocación religiosa.
—¿Tú, vocación religiosa? —rio divertida—. No es posible.
—Lo cree.
—Inaudito. No es que seas una joven mundana; pero nos hemos divertido de lo lindo con nuestra pandilla en Londres, ¿recuerdas?
—Fueron los mejores años de mi vida.
—Cuando le dije a Dick que venía a pasarme un mes a España, a tu casa solariega, se quedó pensando. Luego me dijo: «La quise siempre. ¿Por qué razón Paula no me correspondió?». Te aseguro que me enternecí. —Miró hacia David, que hablaba, no lejos de ella, con un grupo que lo detuvo a mitad de camino, y añadió—: No comprendo por qué has rechazado a Dick, y te haces novia de ese muchacho que parece un exaltado.
—Ya te dije las causas. Claro que Dick nunca me gustó.
—¿Pero te gusta este?
—Mi amor propio fue herido.
—¿Esperas la revancha?
—No sé lo que espero. En primer lugar, creo hacer un favor a papá, y en segundo lugar le fastidio a David parte de su veraneo.
—A un tipo así no hay mujer que le fastidie nada.
—Por lo pronto, tenía plan con aquella hermosa joven. Y ya ves. Al verme a mí, se creyó en el deber de dejarla.
David ya estaba junto a ellas. No se inclinó galante, se limitó a sonreír sarcástico, y dijo:
—Una novia no sale de su casa si no es con su prometido.
—Tampoco pretenderás que me muera de tedio en casa. Te presento a mi amiga inglesa, Isabel Cienfuegos.
—¿Cienfuegos —rio—, e inglesa?
—De padres españoles —cortó Isa con retintín.
David le besó los dedos y se sentó frente a ellas.
—Ni siquiera te disculpas por tu ausencia de estos días —apuntó Paula, mordaz.
—¡Oh! Los novios modernos somos un poco descuidados.
—Yo no soy una novia moderna.
—¿Me echaste en falta, cariño?
—Te eché en falta, amor mío.
David parpadeó. Aquel «amor mío», en la seductora boca de Paula, era una burla; pero David pensó que sonaba bien, que le gustaría que Paula lo dijera de verdad. Parpadeó, y se echó a reír a lo bruto.
—Eres un cielín, Paula mía.
Isabel los miró gravemente.
—Ni uno ni otro sentís así el amor.
—Caray —la apuntó con el dedo—. ¿Qué sabes tú?
—Conozco a Paula.
—Seguramente la conoces mejor que yo. Dime cómo es...
—Comedida.
—¿Y qué más?
—Apasionada.
—¿Apa...? —rio—. Tú bromeas. Paula es una chica fría, que mide las palabras antes de pronunciarlas.
—Y locuaz.
—Que me aspen si no me estás tomando el pelo.
—Y divertida —siguió Isa, impertérrita.
—¿También?
—Y no tiene vocación de monja.
—Ajajá —miró a Paula, que sonreía de modo indefinible—. ¿Es cierto eso?
—No me conozco.
—Voy a mandaros a las dos al diablo.
—Qué poco cortés.
—No lo soy nada —y haciendo rápida transición—: ¿Bailamos? Como pienso bailar con las dos, tanto se me da empezar con una como con otra.
—Yo no bailo —dijo Paula.
—¿Qué... no? ¿Es que no sabes?
—Sé.
—Pues vamos.
Y se puso en pie.
Era la primera vez que una muchacha se negaba a bailar con él. Y David, incrédulo, tuvo que hacérselo repetir para entender.
—Te he dicho que no bailo.
—¿Cómo?
—Que no bailo.
—Eres mi novia. —Y puso cara de susto.
—Aunque fuera tu esposa. Yo no estoy habituada a bailar con un hombre vestido así.
—Oye...
—Ya lo sabes.
David era un fresco; nunca dio importancia a nada; pero, al rechazo de Paula se lo dio, y no sabría decir por qué. Se puso rojo, y luego pálido, y después murmuró con voz bronca:
—¿Y tú, Isa?
—Tampoco.
—Idos al infierno.
Y se alejó con paso rápido. Paula entrecerró los ojos y contempló de modo extraño la alta y flaca silueta que se alejaba.
—Paula.
—¿Qué?
—No lo mires así. Diríase que pretendes desnudarle.
David sacaba a bailar a la «escultura», y se lanzaba con ella a la pista con brutal decisión. Paula seguía mirándolo.
—Paula...
—¿Qué...?
—Me asombra tu mirada.
—Dices que se diría que pretendo desnudarlo. Pues sí —lo miró—. Me gustaría quitarle la piel y verlo por dentro.
—No es preciso. Yo sé algo de los hombres. Más que tú.
—Lo sé.
—Le has ofendido en lo más vivo.
—Era, justamente, lo que pretendía. ¿Marchamos?
—Sí.
Se pusieron en pie. David no las vio marchar.
* * *
Eran las nueve y media. Las sombras de la noche aún no habían teñido de oscuro el parque. Paula fumaba un cigarrillo, sentada en un banco de madera, bajo una enredadera. Esperaba ver aparecer a David. Estaba segura de que, al notar su falta, cogería el coche y subiría a su casa. No era David de los hombres que se quedaban quietos y silenciosos, rumiando su despecho.
Isa jugaba en el salón una partida de póker con su padre. Isabel era una apasionada del juego. Ella lo detestaba. Su padre, en cambio, era un buen contrincante para Isabel.
Sintió el motor de un auto. Esperó sin temor, sonriente, decidida a fastidiar a David, si es que era él. Lo era. Se quedó asombrada. No esperaba aquella reacción de David. Era un tipo desconcertante, y se dio cuenta de ello en aquel instante. David aparcó el auto frente a la verja y descendió. Vestía un impecable traje color canela. Zapatos negros, camisa blanca y corbata haciendo juego, de seda natural. Llevaba en el ojal de la americana una flor blanca y sobre la cabeza un sombrero de paja del siglo pasado. En la mano sostenía un bastón también del año del charlestón, y en los labios la divina sonrisa de un charlot romántico.
—¿Así, mi guapa Paula?
Ella engulló saliva. Con reproche, dijo:
—Eres un comediante.
David agitó el bastón, se sentó a su lado con el sombrero muy bien colocadito en el brazo y, quitando la flor del ojal, se la ofreció cortés.
—Adorna con ella tu hermoso pelo, querida mía.
—Oye...
—Beso la punta de tus pies.
Esperaba verlo iracundo, furioso, terriblemente humillado, y hete aquí, que la humillada era ella.
Se puso en pie. David depuso su romanticismo. La tomó del brazo y la hizo dar una vuelta en redondo. Sus ojos al mirarla, eran como afiladas espadas.
—Si lo vuelves a hacer —dijo con los dientes apretados—, soy capaz de sacarte a la fuerza. Yo no soy un tipo considerado, Paula. Tenlo presente.
—Suéltame.
—De mí no se ha burlado ninguna mujer. ¿Me entiendes? Y tú vas a bailar conmigo de esta pinta. Ni me quitaré el sombrero, ni soltaré el bastón, y tú lucirás en tu precioso pelo, esta florecilla. Vamos.
Y tiraba de ella. Paula intentó desasirse; pero, los dedos de David en su brazo desnudo, eran como garfios.
—He dicho que bailaremos allí. Seremos la atracción de la velada.
—Suéltame. Eres... ridículo.
—Te equivocas. No soy yo solo. Seremos los dos.
—Tendrás que llevarme a la fuerza. Tú..., aún no me conoces.
—En efecto, te estoy conociendo. Tienes engañado a tu padre y al mío, y a todo el mundo. ¡La mosquita muerta! ¡Vamos!
La arrastraba hacia el auto. Paula se agitó, y de un tirón se desasió. Echó a correr. David soltó sombrero y bastón y la siguió. Paula se metió en el cenador, e iba a cerrar la puerta, cuando David metió el pie entre esta y el marco, y de un empellón la abrió. Penetró en el cenador. Avanzó hacia ella. Paula retrocedió paso a paso hasta pegar la espalda a la pared. David, implacable, con expresión amenazadora, seguía avanzando. Dejó a Paula aprisionada entre su cuerpo y la pared.
—Gritaré.
—Grita cuanto quieras, que venga toda la servidumbre, tu padre y hasta el alcalde. En este instante, aquí, el que manda soy yo. E irás conmigo a bailar.
—Nunca.
La apretó contra sí. Los ojos de Paula parpadearon un instante. Luego se quedaron quietos. Sus labios temblaron. David sintió un loco deseo irreprimible de besarla.
—Suéltame.
—No te soltaré, Paula. Me has humillado. Sí, me humillaste como jamás mujer alguna lo hizo. Y tú lo hiciste para hacerme daño. Yo también voy a hacerte daño, mucho daño.
La estrechó contra sí. La estrujó. Paula quedó inmóvil. Ya no intentó luchar. En silencio, también se le podía dar una lección a David Fanjul.
Era... el primer beso. Tenía veintitrés años, pero jamás hombre alguno puso la boca en la suya. Cuando David la apartó para mirarla, Paula no le hurtó los ojos. Los mantuvo inmóviles, fijos en los de él.
—Eres —dijo David quedamente— como una piedra.
La soltó. Giró en redondo.
Ella temblaba de pies a cabeza, pero su voz fue infinitamente más burlona que su rechazo en la pista de baile, cuando dijo:
—Ya no te interesa llevarme a bailar.
—Ten cuidado, Paula. Ten mucho cuidado. Yo... no soy considerado.
La apuntaba con el dedo. Ella ya conocía aquel ademán tan personal de David. Le gustaba aquel ademán.
Y David se lanzó al parque el cual atravesó con paso firme. No recogió ni el bastón ni el sombrero. Y la flor medio deshojada quedó entre los dedos crispados de Paula.
—¿Dónde estás, Paula? —preguntó Isa desde la terraza.
Alisó el cabello con ademán maquinal y salió del cenador, sonriendo con estudiada indiferencia.
—Estoy aquí.
—¿No era el auto de David?
—Sí.
—Parecía muy elegante.
—Lo... estaba.
—¿Qué te pasa?
Paula llegó a la terraza y se dejó caer en una silla extensible con un suspiro.
—Siéntate a mi lado, Isa.
—¿Te ocurre algo?
—No. Ese demonio de David pretendía que lo acompañara a bailar.
Y refirió lo sucedido, omitiendo el beso...
—Ten cuidado —dijo Isa pensativa—. Es un hombre peligroso.
—¿Peligroso?
—Es de los que enamoran a las chicas sin que estas se den cuenta.
—¡Bah!
—Yo, en tu lugar, me alejaría de él. Cuando lo vi de lejos, lo creí un loco. Cuando me lo presentaste, lo creí menos. Ahora nada. Es un hombre que sabe lo que se hace, y tal vez se haya propuesto enamorarte. Y si se lo ha propuesto, lo consigue.
—¡Bah!
Y se echó a reír de modo falso. Isa no se dio cuenta de nada.
VI
David Fanjul y Ruiz de la Mota estaba aquella mañana de un humor de mil diablos. Y la culpa de todo la tenía aquella niña tonta de Patricio. El juego era peligroso; él bien lo sabía. No era Paula Ensenada una chica vulgar. Tenía encantos ocultos, y David siempre temió a los encantos ocultos de las mujeres.
Paseaba por la playa descalzo y en slip. Llevaba en la cabeza un ridículo gorro de lana y fumaba en pipa. Aquella mañana se había levantado con deseos de fastidiar a todo el mundo, y aún no había encontrado quien se prestara al fastidio. De pronto, sus ojos se iluminaron. Una linda y esbelta muchacha pelirroja se dirigía en aquel instante al agua, envuelta en un vistoso maillot de colores. Otra, Paula, se quedaba sentada junto a la caseta, tendida boca abajo y leyendo un libro. David no lo pensó dos segundos. Aligeró el paso y decidió que sería su noviecita la que pagaría su mal humor, convertido este, en aquel instante, en sarcástica sonrisa. Llegó silenciosamente y se tendió junto a ella. Cuando Paula quiso darse cuenta, ya tenía a David con la rapada cabeza materialmente bajo la suya.
—Pero... —balbució.
—Hola, vida mía. ¿Has dormido bien? ¿Te dejó descansar el besito que sellé en tu boquita de coral?
—He dormido perfectamente —replicó Paula saliendo de la sorpresa y sentándose de golpe en la arena—. ¿Has podido tú pegar un ojo después de haber besado por primera vez la boca de una chica honrada?
Con aquello no contaba David. ¡Caray con la monjita! Salió rápidamente de la sorpresa y comentó guasón:
—Tú no sabes a cuántas chicas he besado. Ni el grado de moralidad de ellas.
—Me lo imagino.
—Pues detén tu imaginación, porque quizá te equivoques. Me gustó la experiencia —rio cachazudo—. ¿La repetiremos?
—Le doy tanta importancia a tus besos, como al gruñido de mi perro.
—Ajá. Pues entonces no tendrás inconveniente en repetirlo.
—Prefiero no hacerlo. Y menos si sé que a ti te causa placer.
David dio la vuelta en la arena y se quedó tumbado junto a ella, boca arriba. El sol ponía dorados reflejos en su cara tostada y tersa. A su lado, sentada, y con el libro abierto en las rodillas, permanecía Paula.
—Indudablemente —observó David sin quitar la pipa de la boca—, me causan placer.
—Pues entonces prefiero que te mantengas a varios pasos de mí.
—Será difícil. Eres mi novia.
—Si bien tú te irás pronto a navegar y yo me iré a Barcelona.
—Pero seguirás siendo mi novia.
—Temo que no, David. No me gustas ni para novio de dos días.
—Tu padre no estará de acuerdo —apuntó David, sin darle importancia alguna.
—Papá se dará cuenta de que yo tengo derecho a encontrar mi felicidad. Y la encontraré.
—¿En el convento?
—Eso no te interesa.
—Me dijeron —rio David tranquilamente— que eras muy modosita. Y observo que eres un erizo.
—Mejor para mí.
David se sentó en la arena y golpeó la pipa en una piedra.
—Y peor para mí. ¿Y sabes, Paula, bonita? Me gusta llamarte vida mía, y encantito, y amor mío... Las frases que nunca pronuncié junto a otras mujeres. Detesto las frasecitas. Pero a tu lado casi me derrito.
—Voy a bañarme —dijo Paula por toda respuesta.
Y se puso en pie.
David la imitó.
—Te acompaño.
* * *
Don Patricio Ensenada se extrañó de ver a Paula en la puerta de su despacho preguntando si podía oírla un momento. Era la primera vez que Paula le pedía una entrevista.
Se puso en pie, fue a su lado, la besó en la frente y la hizo poner a su lado.
—¿De qué se trata, querida mía?
—De mis relaciones con David.
—¡Ah! Siéntate.
Paula así lo hizo. El azul de sus ojos parecía más oscuro aquella mañana, y su semblante se mostraba solemne, como si lo que iba a decir fuera de suma importancia para ella.
Don Patricio no se inquietó mucho. A decir verdad, el temor de que Paula tomara el mismo camino que Matilde ya no existía. Paula había cambiado. Miraba de otra forma, hablaba de otra forma, y hasta casi podía asegurar que pensaba de distinta manera. ¿Qué el cambio se debía a David? Pues, tal vez. De cualquier forma que fuera, y se debiera a quien se debiera, Paula era otra muchacha. Posiblemente había sido así, mas él, su padre, consideraba que el cambio había surgido de sus relaciones con el tarambana de David Fanjul.
—Tú dirás, cariño.
—Tus negocios, papá, ¿han mejorado?
—¿Mejorado...?
—Quiero decir, si aún necesitas mi colaboración.
—¡Ah...! —exclamó el caballero comprendiendo—. Pues, sí, algo han mejorado. No mucho —sonrió aturdido por la quieta mirada que su hija fijaba en él—. Pero van mejor...
—¿Debo entonces... continuar mis relaciones con el hijo de tu amigo? Las farsas me cansan, papá.
—¿Cómo? Yo creí que David te agradaba —indicó cauteloso.
—En absoluto.
Lo dijo demasiado fuerte y don Patricio sonrió de modo indefinido.
—Es un muchacho agradable.
—Para mí es un vanidoso que cree que todas las mujeres están por él.
—Buena ocasión —rio tranquilamente el caballero— para demostrarle que está equivocado.
—No debo continuar una comedia con un hombre que me carga. A esa clase de hombres, prefiero mantenerlos lejos.
—Bien, bien...
—Por tanto, papá, espero que, una vez en Barcelona, pueda escribir a David rompiendo nuestro falso compromiso.
—Sí, prefiero que lo hagas desde Barcelona, es menos violento. ¿Deseabas algo más de mí, querida?
—Nada. ¿Cuándo... podemos marchar?
—Dentro de dos semanas.
—Isa permanecerá con nosotros, en Barcelona, hasta primeros de diciembre.
—Me parece muy bien, querida.
Paula besó a su padre y salió con paso rápido.
Aquella tarde, Bernardo y Patricio jugaban una partida en el club. Y entre brisca y brisca, Patricio y su amigo trataban del noviazgo de sus hijos.
—No habrá sociedad, Bernardo.
—¿Qué?
—Órdago a la...
—¿Qué has dicho?
—Órdago...
—De la sociedad.
—Que no la habrá.
—Oye...
—Juega...
—Maldito lo que me interesa el juego —bramó Bernardo—. Mis hijos están en Madrid esperando que los visite tu apoderado.
—Pues no irá. Paula dice que tu hijo es insoportable.
Bernardo limpió el sudor que perlaba su frente y exclamó con bronco acento:
—David es un muchacho divertido, pero un buen muchacho. Y la remilgada de tu hija...
—Alto, alto...
—La remilgada de tu hija...
—Que te mando al infierno, Bernardo.
—No quito nada. La remilgada de tu hija —se sulfuró— pretende que le hagan un hombre a su medida. ¡Estaría bueno! La monjita esa...
—¡Bernardo!
—He dicho la monjita de tu hija...
Patricio dio un puñetazo sobre la mesa y se puso en pie. Bernardo le imitó. Las cartas cayeron rodando al suelo. Los dos hombres se miraban con rencor.
—Si no retiras lo que has dicho... —bramó Patricio.
—No lo retiro —exclamó indignado Bernardo—, ¿qué más quisiera tu hija que un hombre como mi hijo? Lo que ocurre es que David no se deja atrapar así como así. Mi hijo es un caballero. ¿Algo divertido? ¿Y qué hacíamos tú y yo cuando teníamos su edad?
—Bernardo —exclamó Patricio blanco como el papel—, hemos sido amigos toda la vida. Sentiría que no retiraras lo que has dicho, porque de no ser así, olvidaré para siempre nuestra amistad.
A Bernardo le importaba un bledo la opinión que su amigo tuviera de su hijo, pero no le importaba igual el hecho de perder un buen negocio; y que la culpa la tuviera la hija de su amigo lo descomponía. Así, pues, no retiró ni una frase.
—Mira, Bernardo, que si no, lo sentirás.
Bernardo se agitó.
—No retiro nada.
—Nuestra amistad queda rota en este mismo instante —bramó Patricio—. Y si veo al energúmeno de tu hijo con mi hija...
—Pierde cuidado, que si veo a tu hija con mi hijo, le rompo las costillas.
Y con gran asombro de los contertulios del club, los dos hombres, que siempre se marcharon cogidos del brazo, salieron uno por una puerta y otro por otra. Lo que ocurrió entre ellos nadie lo supo, pues, aunque las voces se habían elevado, todos creyeron que se debía al juego.
* * *
Don Bernardo mandó llamar a su hijo. Este, que tomaba indolentemente el sol, bajo un emparrado, se puso en pie con pereza y se dirigió al salón.
Allí estaba su padre paseando de una a otra parte de la pieza con las manos en la espalda, el ceño fruncido y hablando a gritos. Su madre, hundida en un sillón, junto al ventanal, le escuchaba en silencio. Y cuando entró David, Justina dijo con lentitud:
—Cierra la puerta, David. No me agradaría que la servidumbre se enterara de estas vulgaridades.
—Pero ¿qué sucede?
Don Bernardo se encaró con él.
—Oye, no te habrás enamorado de esa pava de Paula. ¿Verdad?
—Tú me ordenaste que me enamorara —indicó David sin inmutarse.
—Por eso mismo. Tú eres un espíritu de contradicción.
—Es una linda muchacha.
—Pues se acabaron las relaciones.
—¡Ah! ¿Sí? —y puso cara de bobo.
—Si —chilló Bernardo.
—Por favor, Bernardo —pidió la esposa—. Pensarán que estás matándonos.
—Que piensen lo que quieran. ¿Me has oído, David?
—Tengo un oído perfecto, gracias a Dios —rio él aludido, haciendo caso omiso de la furia de su padre.
—Pues ya lo sabes. Pasado mañana nos vamos a Madrid. Tú vete a navegar, si lo deseas. Pero deja de hacer el ganso con la mosquita muerta de Paula.
—¡Ay, cómo has cambiado!
—¿Sabes lo que ha dicho de ti?
—No lo sé. Tú me lo dirás.
—Te llamó energúmeno.
—Qué divertido.
—¿Cómo?
—He dicho divertido —deletreó sin enojo alguno. Al contrario, diríase que el mal humor de su padre, le regocijaba.
—¿Es que te has enamorado de ella?
—Eso fue lo que tú me ordenaste.
—Pero tú jamás has amado a una muchacha.
—Alguna vez hay que empezar.
—David, no acabes con mi paciencia.
—Si no lo pretendo, mi señor padre.
—Bromas, no, David, que no estoy para ellas.
David se balanceó sobre las largas piernas y se echó a reír regocijado. Con sarcasmo, dijo:
—No lo entiendo. Primero, casi me encierras porque me negué a hacer la corte a esa joven; luego, me presentas a dicha joven, y ahora... ¿Por qué?
—Porque te ha llamado energúmeno.
—Qué divertido.
—Que yo no me estoy divirtiendo, David.
—Pues es regocijante, ¿verdad, mamá?
—Déjate de bromas, David. Atiende lo que te dice tu padre.
—Y tu padre te dice —chilló don Bernardo— que se acabó la comedia. Ojalá que Patricio se rompa una pierna, y su hija se quede soltera toda la vida.
—Pero..., ¿no eras tú amigo de Patricio? —rio David tranquilamente.
—Esa amistad ha muerto —exclamó solemne.
Y salió del salón.
David se sentó frente a su madre, y estiró las piernas con voluptuoso ademán.
—¿Qué diablos les ocurre? —preguntó.
—Una discusión, por vosotros.
—¿Nosotros?
—Paula y tú. Parece ser que a Paula le eres antipático y Patricio desistió de formar sociedad con tu padre. Como sabes, esto era la máxima ilusión para él. Hace años que lucha por convencer a Patricio.
—¿Tanto lo necesita?
Justina alzóse de hombros.
—En absoluto. Pero tu padre es terco. Patricio lo es más. Y así están las cosas.
—Papá habló de ruina.
—¡Bah! Eso es otra comedia para acercaros a ti y a Paula. Patricio considera a su hija una tímida joven que desea meterse a monja. Creyó que un novio primero, y un marido después, apagarían esas intenciones de la joven.
David se echó a reír con todas sus fuerzas.
—Pero si Paula no es una tímida joven —dijo regocijado—. Si es una joven lista, mundana y sabe muy bien defenderse de las baterías de los hombres.
—¡Ah!
—Pues claro, mamá. Pero me alegro de saber estas cosas. ¡Qué divertido!
Y poniéndose en pie, salió, riendo como un loco.
VII
—Siéntate, Paula.
La hija obedeció.
—¿Te importará mucho regresar a Barcelona dentro de dos días?
—No. ¿Por qué?
—He tenido una discusión con Bernardo.
—¿Tu amigo?
—Sí, mi amigo de toda la vida. Empezó nuestra amistad en el puerto costero. Eramos niños. Estudiamos juntos, fuimos juntos al instituto y luego a la Universidad.
—Y has roto hoy —dijo, sin preguntar.
Don Patricio asintió, con pesar.
—¿Por qué, papá?
—Por vosotros. Yo le dije que su hijo era...
—¿Era qué, papá?
—Un energúmeno.
—¡Papá!
—Él te llamó primero remilgada y monjita.
Paula sonrió.
—¿Qué importa eso, papá? No debiste insultar a David.
—Primero te insultó él a ti.
—¡Bah! No tenía importancia.
—Bueno, el hecho es que se acabó la amistad y yo te llamo para decirte que no vuelvas a dirigir la palabra a David. Nos iremos a Barcelona y asunto terminado.
—Está bien, papá.
Se lo refería a Isa minutos después.
—¿Y qué vas a hacer?
—Nada —replicó tranquilamente—. Marchar a Barcelona y vivir mi vida.
—Pero David...
—David nunca me interesó.
—¿De veras, de veras?
Paula parpadeó.
—Y tan de veras. Somos dos polos opuestos.
—Eso es cierto. Pero da la casualidad de que dos seres han de ser algo distintos para complementarse, ¿no?
—En este caso la diferencia es mucha.
—Me alegro de volver a Barcelona, pero preferiría que fuera por otra causa. Tu padre estimaba mucho a Bernardo Fanjul.
—Y Bernardo Fanjul a mi padre. Los dos han de sufrir. Y todo por nuestra causa.
—¿Pretendes remediar el mal causado?
—No. Pero me gustaría que no ocurriese nada.
—Y también te gustaría no haber conocido a David.
—En efecto.
—Paula...
—No.
—¿No qué?
—Que no me interesa David.
—¡Ah!
—¿No era eso lo que ibas a preguntar?
—Sí.
—Pues ya lo sabes. ¿Vamos hasta la playa? Tengo ganas de darme un baño en el mar.
—¿Y si lo encontramos?
—No te preocupes. A esta hora ya sabrá lo ocurrido entre nuestros padres. Y tendrá buen cuidado en alejarse de mí.
—O de acercarse más. No se sabe nunca cómo van a reaccionar los hombres como David.
—Si se acerca...
—Como si no lo conociéramos.
—Exacto.
—Muy solemne.
—Es mi postura correcta.
—Yo diría que ridícula, fuera de lugar.
—Cada uno tiene su criterio.
—Te conozco, Paula. Sé que tú misma ves absurda tu posición de ofendida sin ofensa.
—Ofendieron a papá.
—Tonterías. Si llega Bernardo Fanjul por ahí, tu padre no tendría valor para rechazar su mano. Cuando la amistad es fraternal, vieja como la vida, no se rompe por un quítame allá esas pajas.
—Aprendiste el refrán tan español —rio Paula.
—Se lo oí decir a mi madre muchas veces. ¿Vamos entonces?
—Vamos.
* * *
La vio sola. Isa se dirigía al agua. Se aproximó despacio y se dejó caer a su lado. Paula lo miró ceñuda.
—Hola —saludó David.
—Hola.
—Fruto prohibido, ¿eh?
—No te entiendo.
—Primero, que tenían que casarnos y ahora me desafían a no verte. Tonterías —y con melosa voz, que era una ofensa para la, joven—: Te adoro, Paula de mi vida.
—O te callas...
—Así pudiera.
—Nuestras relaciones...
—Ya sé. Se han roto. Pero ¿fueron relaciones alguna vez? He tenido cientos de novias —rio David cachazudo— y las he besado a todas todos los días y a cada instante. Contigo no ocurrió igual.
—No te lo permitiría —se sofocó Paula.
—¿De veras? No seas majadera, Paula. Me lo permitirías y hasta cuando no lo hiciera, me lo pedirías tú.
—Oye...
—Y te gustaría.
—Oye...
—Y me mirarías con ojillos anhelantes. Si conoceré yo a las mujeres.
—Oye...
—Mis besos, bonita Paula —siguió impertérrito, con acento jocoso—, no los olvidan las mujeres así como así. Tú llevas en la boca el anhelo de un beso inconcluso. Porque..., ¿sabes? No te besé como yo beso. Y si aquel te gustó, que te gustó —rio divertido. Paula enrojeció de ira—, imagínate cómo te gustaría el de verdad.
—Si no te marchas ahora mismo...
—En seguida, bonita. Pero no porque tú me lo mandes. Tengo una cita —se puso en pie. Sacudió la arena y miró a Paula que, como una momia, seguía sentada sobre la toalla de colores—. También tengo otra cita contigo, no sé dónde ni a qué hora ni qué día, pero la tengo y... no la olvido. Hasta pronto, monísima mojigata.
—Ojalá te mueras —saltó Paula sin poder contenerse.
David soltó una carcajada, exclamando:
—Mira la santita —y estiró el dedo—, irás al infierno, Paula Ensenada, por desear la muerte de tu prójimo.
—Márchate.
—Si quiero.
—Si no te vas...
David la contempló fijamente. En el fondo de sus pupilas había un mundo de ironía.
—Si no me voy, ¿qué?
—Soy capaz...
—Me gustaría saber de qué eres capaz.
—De tirarte una piedra a la cabeza.
—La tengo muy dura. No me harías daño.
Paula hundió los dedos en la arena y los pareó con violencia. Estaba al cabo de sus fuerzas. Se daba cuenta de que David tenía muy poco en cuenta el enfado de su padre con el suyo. Sabía también que se estaba mofando de ella y Paula detestaba las mofas.
—Eres un ente, David —dijo entre dientes.
David no se enfadó, ni mucho menos. Con voz de cura en día de misiones, murmuró:
—Un ente que te gusta, ¿verdad, bonita?
—No me llames bonita. Me ofendes.
—Diantre. A otra le hubiera gustado.
—Yo no soy otra.
—Eres tú. Y para mí eres como otra. Qué vanidosa, pretender ser única.
—Si no te vas...
—Me voy. Ya te dije que tengo una cita. Hasta pronto, bonita.
Se alejó parsimoniosamente. Paula lo siguió con los ojos. Era un tipo alto y flaco, pero un gran tipo. Apartó los ojos, como si la espalda de David la hiriera, y se apresuró a buscar un cigarrillo. Lo encontró en la bolsa de baño y lo encendió con precipitación. Aquel demonio de hombre tenía la virtud de inquietarla, aturdirla, de hacerla temblar de angustia, o de lo que fuera.
Fumó con fruición, tan aprisa que el cigarrillo menguaba de modo escandaloso.
—¿Qué te decía David?
Sobresaltada, miró a Isa.
—¿Qué?
—Te preguntaba qué te decía David.
—¡Bah!
—Creí que no deseabas hablar con él —rio Isa, como si no le diera importancia.
—¡Bah!
Isa encendió un cigarrillo y se tendió junto a su amiga. Esta continuaba sentada y con el cigarrillo apresado entre los nerviosos dedos.
—¿Sabes qué te digo, Paula? —exclamó de pronto Isa—. Te gusta David. Si a ti no te importa, coquetearé con él. Es un hombre emocional, gusta a las chicas.
Paula se sofocó. Llevó el cigarrillo a los labios y fumó aprisa, nerviosamente.
—¿Qué te parece, Paula? —preguntó inocentemente la avispada Isa—. Eso, suponiendo que a ti no te interese.
—¿Interesarme a mí? Vamos, no digas bobadas.
—Pues si no te interesa...
—¡Claro que no me interesa!
Isa abrió un ojo, la miró y volvió a cerrarlo.
—Pues coquetearé con él a la primera ocasión. Y pienso derrumbar la barrera que lo parapeta.
—Un deseo vulgar.
—Me gusta.
—Yo lo encuentro odioso.
—No lo es. Eres injusta.
—Es detestable.
—Para mí, no.
—Pues yo te pido que no lo hagas.
—¡Ah! —abrió de nuevo el ojo para volverlo a cerrar rápidamente—. ¿Y por qué me pides que no lo haga?
—Porque si tú coqueteas con él —arguyó creyendo que la otra lo creía— tendré que verlo delante, por estar yo siempre contigo. Y no lo deseo. Lo detesto de tal modo... Es un presuntuoso, un engreído. Cree que todas las mujeres lo aman.
—Y será verdad.
—¿Verdad? ¡Yo no!
—Te creo.
Y se quedó como dormida.
Paula, impaciente, agitada, pero creyéndose muy serena, encendió otro cigarrillo.
* * *
—Se acerca...
—Menos mal que marchamos mañana. No se lo digas, ¿eh?
—No pienso hacerlo —sonrió Isa—. Si te saca a bailar... ¿Lo rechazarás como aquel día?
—Sí.
—Es exponerte mucho.
—Yo no bailo con un hombre vestido de esa forma. Parece que viene de pescar.
—Y vendrá.
—Además, papá me prohibió hablar con él.
—Claro.
—¿Decías?
—¡Oh, nada!
David se detuvo ante la mesa, se inclinó galante, con exagerada genuflexión, y exclamó:
—¿Bailas conmigo, bonita Paula?
Isa los miró. Era hermoso David. Hermoso y desafiador como un gladiador romano. Paula también era muy bonita. Contemplados así, uno frente a otro, se diría que habían sido formados los dos para quererse. Esperó que Paula rechazara a David, pero con gran asombro (casi lo esperaba) vio cómo Paula se ponía en pie, sin decir palabra y se iba con David hacia la pista.
Este la abrazó, y no fue su ademán cortés ni galante. La abrazó sencillamente y la oprimió contra sí de modo exagerado.
Ella, sofocada, sintiendo miles de cosas raras que no sabía explicar, pidió con acento contenido:
—Si no bailas correctamente, regreso a la mesa.
—Estoy bailando como todos.
—Pues yo no soy todos...
David esbozó una tibia sonrisa.
—Eres una vanidosa. ¿Crees posible que haya un hombre que te considere ajena al núcleo femenino que baila en la pista? Eres como todas, Paula. Y no sueñes con ser distinta. Te gusta bailar como a tu peluquera, te gustan los besos masculinos como a cualquier pescadora...
—O te callas o...
—¿Otra amenaza? Ya sabes que yo me río de las amenazas mujeriles. Me gustas mucho. Tienes unos ojos que quitan el sueño.
Ella no respondió. Él la aproximó más contra sí, y Paula se estremeció de pies a cabeza.
—¿Tienes frío?
Apretó los labios y no respondió.
—¿O es que te emocionan mis brazos? Me alegra —añadió sarcástico— que seas sensible. Es algo que guarda relación con el sexo débil. ¡Paula, sexo débil!
Terminada la pieza. Ella se separó. Estaba pálida y los labios sensitivos temblaban perceptiblemente. David sintió algo extraño recorrer su cuerpo. Diablo de Paula, qué bonita era. Y qué... qué...
—No bailo más.
—Haces bien —dijo rudo—. Yo tampoco podría continuar bailando contigo sin besarte. Tienes un atractivo especial...
Se alejó de él, creyendo que David iba a seguirla. David no la siguió. Momentos después bailaba con una hermosa joven de negros y abundantes cabellos. Y, con horror, Paula comprobó que bailaba lo mismo que había bailado con ella. Para David todas las mujeres eran iguales; y esta conclusión la humilló sin saber por qué.
VIII
El descapotable subía la cuesta como una flecha. Paula iba al volante. Isa, indolentemente recostada en el asiento, fumaba y contemplaba la noche estrellada.
—¿Le has dicho que te ibas mañana?
—¿A quién?
—A David.
—No se lo dije, ni se lo pienso decir.
—Ya.
—¿Te has fijado?
—¿En qué?
—En su forma de bailar.
Isa se había fijado. Se hizo la inocente.
—No. ¿Bailaba distinto a los demás?
—Es un grosero.
—Como todos.
—Más que ninguno. Y para él, todas las mujeres son iguales.
—Eso ocurre siempre, mientras el hombre no se enamora. Harry, mientras no fue mi novio, se portó conmigo como con todas, después, no.
—David no es de los tipos que se enamoran.
—Eso temo.
El auto dio un viraje.
—Ten cuidado, Paula. Esta cuesta bordeada de precipicios me produce miedo.
—¡Bah! —Y con desdén—: Ojalá se enamore de una mujer que lo desprecie.
—¿Por qué habrán hecho los tuyos la casa en lo alto del monte? —hizo una pausa y añadió—: No creo que haya mujer capaz de desdeñar a un tipo como David.
—La hicieron así, porque mis antepasados fueron pescadores. Y, de casa al mar, se baja por la rampa —y con sequedad—: No. Te digo que habrá alguna.
—¿Una casa?
—Una mujer —se impacientó Paula.
—¿Que desdeñe a David? ¡Oh, no lo creo! Tendría que ser de piedra. Y mujeres de piedra no las hay hoy.
—Ya hemos llegado.
—¿Llamo a Ramón para que meta el coche?
—Lo guardaré yo.
Isa descendió.
—Te espero en la terraza.
—En seguida estoy contigo. Deja la verja abierta.
Isa se adelantó en el parque, y Paula dio marcha atrás para ponerse en posición de frente.
Los faros iluminaron la verja. Paula cambió las marchas. Y fue entonces cuando una sombra de carne y hueso salió del fondo del auto.
—Hola.
Del respingo, Paula dio un salto, y tocó con la cabeza la de David, que surgía de la parte de atrás del auto.
—Tengo los huesos entumecidos —comentó tranquilamente—, pero bien merece la pena por conocer la opinión que dos lindas jovencitas tienen de uno.
—Oye...
Estaba roja de vergüenza e indignación. David no lo tomó en cuenta. Dio un salto, y quedó sentado junto a ella, A través de las sombras de la noche, sus negros ojos brillaban como ascuas.
—De modo —dijo pasando un brazo por los hombros de la aturdida Paula— que te marchas mañana a Barcelona y no deseabas que yo lo supiera. Y de modo también que no hay mujer capaz de cazarme, ni yo seré capaz de querer de veras a una mujer. Cuánto me divierte saber todo esto.
—Suéltame y baja —gritó.
—No, bonita. He venido aquí para besarte. Y puesto que marchas mañana y quizá no te vuelva a ver...
—He dicho que bajes —pidió con intensidad—. Y si no lo haces pido auxilio.
La respuesta fue muda. Las verdaderas respuestas de David casi todas eran así. Resultaron inútiles cuantos esfuerzos hizo Paula por desasirse, lo cual no logró en modo alguno. Terminó por quedar inmóvil, quietos los ojos en los de él. Fueron minutos o siglos que no pudo contar. Cuando David la soltó, sus ojos se quedaron quietos, inexpresivos en los de él.
—Así beso yo —dijo riendo—. Ahora, olvídame si puedes.
Bajó del auto y se perdió en la noche, silbando como si tal cosa.
Paula apretó las sienes con ambas manos.
El silbido de David se oía cada vez más lejano, y Paula contuvo el angustioso deseo de llorar.
* * *
—Paula...
No contestó.
—¡Paula!
Tampoco.
—¡Paula! —gritó ya alarmada Isa, desde la terraza.
—Voy.
—¿Te pasa algo?
—No.
Puso el auto en marcha y entró en el parque de modo brusco. Detuvo el auto ante el garaje y brincó del coche con un salto exagerado. Avanzó hacia la terraza. Isa fumaba un cigarrillo sentada en la balaustrada, con las piernas para afuera, balanceando un pie.
—Cuánto has tardado. ¿Contemplabas la noche?
Paula se ocultó tras la sombra que proyectaba el farol de la terraza. Isa no podía ver bien su rostro.
—Hace una noche espléndida —comentó Paula.
—Por supuesto.
—Voy a hacer las maletas.
—Tu doncella se ocupaba de eso hace un instante.
—Iré a ayudarla.
Se alejó; pero no subió a su alcoba. Se ocultó en la biblioteca, y se hundió en un diván.
—Lo detesto —dijo en voz baja.
Una voz preguntó, desde el rincón opuesto:
—¿A quién?
Se levantó impelida por un resorte.
—¡Papá!
Este salió del fondo de una butaca y le sonrió cariñoso.
—¿A quién detestas?
—Pensaba en voz alta.
—Ya lo observé.
—Ya sabes que alguna vez que se tiene que detestar a alguien.
—Por supuesto. ¿Qué nombre tiene para ti ese alguien?
—¡Bah!
—¿No tiene nombre?
—Lo tiene.
—¿Permites que lo adivine?
—Pues...
—Lo adivinaré. David Fanjul.
Paula no respondió.
—¿Desde cuándo, Paula?
—Pues...
—Sé sincera.
—Desde que me lo presentaste.
—Lástima.
—¿Lástima?
—Sí. Vuestra boda hubiera arreglado mucho las cosas. Bernardo es un buen amigo.
—Ya —rio sarcástica—. Y te duele haber perdido su amistad.
—Sí.
—Pues por mi boda con David no la reanudarás, papá.
—Ya lo sé.
—Y lo sientes.
—Sí.
—Yo también.
—¿Tú qué?
—Que siento no poder complacerte.
Y salió sin dar más explicaciones.
A la mañana siguiente, La Caleta quedaba desierta.
* * *
—Me voy a navegar.
—Espera, espera.
—Tú me lo has prometido. Los veraneantes desfilan y esto se queda muy aburrido. Te ruego que me des permiso y una carta de presentación para el gerente de Barcelona.
—¿Y por qué Barcelona y no Bilbao?
—Me es igual. Deseo un barco.
—¿Tú qué dices, Justina?
—El chico no va a pasar toda la vida de vago. Tiene razón.
—No me gusta que mis hijos trabajen en el mar.
—Pero vivimos de él —atajó David—. Yo no soy ratón de oficina.
—Está bien, diantre. Prepara tus maletas. Nos vamos todos y de Madrid saldrás para Barcelona.
—¿Cuándo nos vamos? —se impacientó David.
—Mañana.
—Estupendo.
—¿Sabes... —titubeó Bernardo— si se fueron los Ensenada?
—Sí. Ayer.
—¡Ah! —y con sequedad—: Hala, puedes hacer tu maleta.
El viaje se realizó sin incidencias. Y una semana después de llegar a Madrid, David se despidió de sus padres.
—David —recomendó Bernardo—, espero que no me den quejas de ti.
—¿Cuándo te las dieron? —rezongó—. Te las habrán dado las mujeres, pero no mis superiores.
—Ve pensando en encontrar mujer —intervino la dama—, y cásate.
—No pienso cometer semejante locura.
Llegó a Barcelona a las diez de la noche y visitó a su hermano Luis y a su familia. Eran felices. Luis había olvidado a la noviecita y amaba a su esposa y a sus hijos. Era un hogar acogedor que enterneció un tanto al tarambana. Cenó con ellos y jugó luego con sus sobrinos.
Luis le dijo, cuando David se retiraba a descansar:
—Embarcarás mañana a primera hora en el Estrella, Es un buen barco.
—¿De... primer oficial?
—De tercero —cortó su hermano.
David se sulfuró.
—¿De tercero? ¿Y tienes valor para decírmelo?
—Son, órdenes de papá.
—¡Que el diablo lo confunda! —bramó David—. Primero pretende casarme con la hija de Patricio Ensenada, luego da orden de apartarme de ella, y ahora me embarca de tercero... Vosotros pensáis que yo soy un muñeco.
—Por ser tú como eres —dijo Luis, enojado— hemos perdido un buen negocio. ¿Sabes lo que significaría construir nuestros barcos en astilleros propios?
—Negocios, siempre negocios. ¿A mí, qué me importa todo eso? ¡Al diablo!
—Paula Ensenada es muy bella.
—Cásate con ella.
—Eres un bruto.
—Buenas noches.
—Descansa.
A la mañana siguiente, marchó sin despedirse. Se presentó en el barco y se encontró con un amigo que había hecho las prácticas con él.
—Soy el segundo oficial —dijo Rafael—. ¿Te das cuenta de lo bien que lo vamos a pasar?
—Me la doy.
Y le guiñó un ojo.
Zarpaban un mes después. Empezaba noviembre. Hacía frío y lloviznaba.
Rafael estaba de guardia.
—Salgo solo.
—¿Vas a casa de tus hermanos?
—No. Voy a ver a una novia que tuve.
—¿Una novia?
—Sí. Una novia que recordé esta noche. Soñé con ella.
—¿No la conozco?
—No. Hasta la noche, amigo.
—Que te vaya bien.
—¿Sabes lo que te digo, Rafa?
—¡Yo qué sé!
—Me estoy cansando de ser un golfo.
—¡Caray!
—Creo que voy a efectuar un recuento de todas las novias que tuve, y a la que más me guste, la pido en matrimonio.
—¡Huff!
—Esta vida es aburrida.
—A mí, me encanta.
—Pero te casarás.
—Naturalmente. Pero aún es pronto.
—Adiós.
—¿Es esa novia que vas a ver la que más te gusta de todas?
—Es la única que no me quiso.
—¿Esa?
—La única. Tengo que conseguir que me quiera.
Y echó a andar riendo burlonamente.
IX
Isa se había ido a su patria, y Paula se pasaba los días aturdiéndose con una pandilla de amigos, entre los cuales esperaba don Patricio que encontrara su media costilla, pero Paula, o era demasiado exigente, o no pensaba casarse jamás, lo cual no dejaba de ser una preocupación para su padre.
Que Paula no tenía vocación de monja ya lo sabía don Patricio, pero esto no era suficiente para tranquilizarlo. A él no le gustaban las chicas solteras cuando pasaban de los veintitrés años, y Paula iba camino de los veinticuatro. Y si bien no tenía vocación de monja, tampoco la tenía de casada, lo que significaba para don Patricio una tremenda preocupación.
Aquella tarde, llovía torrencialmente, y Patricio e hija tomaban el té en el saloncito íntimo. Paula alternaba mucho, y era rara la tarde que se quedaba en casa. Por eso, en aquel instante, don Patricio decidió hablarle.
—Paula —empezó solemne—, las chicas solteras...
—No, no, papá.
—¿No, qué?
—Que no empieces ya.
—Pero, Paula...
—Para dejar de ser soltera, una mujer ha de amar mucho.
—Pues ama —se impacientó el caballero.
—Aún no encontré a quién.
—¿Pretendes que te hagan un hombre a tu medida?
—No, papá; no soy exigente. Busco algo que tenga verdad. Algo auténtico, sincero, y tú tienes demasiado dinero.
Don Patricio abrió una boca de a palmo.
—¿Y qué tiene que ver el dinero con esto? —preguntó inocentemente.
—Cuando una mujer es heredera de varios millones, es lógico que crea que la aman por eso.
—Hija mía —exclamó comprendiendo—, si tú eres extraordinariamente bonita.
—Para ti, sí, papá.
—Y para todos, diantre.
Una doncella dijo, desde el umbral, que llamaban a la señorita por teléfono.
—Los amigos —observó Paula con fastidio—. Diles que no estoy.
—No son sus amigos, señorita.
—¿No? ¿Quién es, pues?
—Dijo que... su prometido.
Padre e hija dieron un respingo. Se miraron interrogantes.
—No tengo prometido —protestó Paula—. ¿Quién se atreve a tomarme el pelo de esa manera?
La doncella se limitó a esperar sin decir palabra, Don Patricio exclamó:
—Ve y entérate.
—Pero...
—Ve, mujer...
Paula, impaciente, se dirigió al despacho de su padre y con irritación asió el receptor.
—Dígame.
—¿Cómo estás, amor mío?
El corazón de Paula dio un salto en el pecho. Parpadearon sus ojos. ¡Aquel demonio de David! ¿Cómo no lo había pensado antes? Solo él era capaz de inquietarla de aquel modo.
—¿Te has quedado muda, noviecita mía?
—¿Desde dónde me llamas?
—Estoy esperándote en el café, frente a tu casa. Ven inmediatamente; salta por la ventana si el ogro de tu padre no te da permiso. O tírate por el balcón que mis brazos te recogerán abajo. No te demores.
Iba a cortar, cuando Paula chilló indignada:
—¿Pero crees, Cándido, que voy a salir contigo?
Al otro lado, oyóse una exclamación de sorpresa, y después la voz asombrada:
—¿Y por qué no, cariño? ¿Ya olvidaste nuestra amorosa despedida?
—¿Cómo..., cómo... —se sofocó—, cómo te atreves a nombrarla?
—Pero, vida de mi vida. ¿No estás aún emocionada?
—Estoy que muerdo por tu descaro. ¡Carota!
—¿Estás que muerdes? Magnífico. Tírate por el balcón, que yo estaré abajo para recogerte. Y que sea yo el primero que pruebe tus bellos y nítidos dientes.
—Oye...
—Tópicos, no.
—David, eres...
—Soy un pobre marino desolado, que llega a puerto deseoso de encontrar a su novia y esta...
—¿Te quieres callar?
—Ahora mismo. Te espero dentro de cinco minutos. Y si no bajas... —amenazador—: ¡Ya me conoces! El capitán de mi barco, del de mi padre, se entiende —ironizó—, dice que soy el tío que mejor escalo los palos de popa. Imagínate lo fácil que me será escalar tu ventana.
—Oye.
—Te he dicho que detesto los tópicos. Hasta ahora. Un beso anticipado, corazón...
Y cortó.
Paula agitó los puños, e iba a dar un manotazo al aparato telefónico, cuando la voz de su padre dijo tras ella:
—Parece simpático, ¿eh?
Se volvió en redondo.
—¿Simpático? Has de saber...
—Me alegra, que tengas novio. Qué callado lo tenías, brujina. Anda, anda, no le hagas esperar.
—Pero...
—Las chicas solteras hacen mal papel —siguió Patricio en su empeño de casar a Paula—. Y no te preocupes, yo seré tu padrino de boda. ¿Estás muy enamorada?
—¿Yo?
—Se te nota.
—¡Papá!
—Ya me decía yo que tenías ojos de enamorada. Estoy muy contento.
—Pero, papá...
—Dile que quiero conocerlo. Es estupendo. Tus hermanos se alegrarán mucho. ¿Y Matilde? Rezará por ti, lo sé. La última vez que la vi, me dijo que tenía una vela encendida al santo ese que es patrón de las solteras.
—¡Papá!
—Te emociona, ¿verdad? Matilde es una gran monjita. No creo que mis ruegos suban al cielo, pero los de ella, por supuesto que suben.
—¿Quieres escucharme, papá?
—Pero, hija..., ¿por qué te pones así?
—Porque yo no tengo novio, ¿te enteras?
—Bueno, bueno, es lógico que desees ocultarlo. El pudor femenino. Ya comprendo.
—¡No comprendes nada! Y has de saber que me fastidia tu deseo de casarme a toda costa. Estoy segura de que, con tal de verme casada, no te importaría que lo hiciera con nuestro mayordomo.
—Tanto como eso...
—¡Papá! —chilló Paula descompuesta—. No tengo novio ni pienso casarme por ahora.
—Pero ese chico que te llamó...
—Era un carota.
—¿Un...? Me gustan los carotas. Yo también fui carota en mi juventud.
—¡Papá!
—¿Qué modo es ese de chillar?
—Te digo que estás acabando con mi paciencia.
—Pero, hija...
—Te digo que el carota es...
—Señorita —dijo la doncella desde el umbral—. Su prometido la espera en el salón.
Paula dio la vuelta en redondo, como si la pincharan mil demonios. Don Patricio se restregó las manos satisfecho y dijo beatíficamente:
—Ve a prepararte, querida mía. Entretanto, yo atenderé a tu prometido.
—¡Papá!
—No le hagas esperar.
Y salió a paso ligero, Paula quedó varada. Fue a correr tras de su padre; pero lo pensó mejor y giró en redondo. Pasó ante la doncella y subió corriendo hacia su alcoba.
Entretanto, don Patricio llegó al salón, empujó la puerta y se quedó mirando al hombre alto y delgado que, vestido de uniforme de la marina mercante, contemplaba, de espaldas a él, una miniatura representando a Paula en traje de noche, y que al sentir la puerta, dijo, sin moverse:
—Estás lindísima en esta diminuta foto, amor mío.
Patricio dio un respingo.
—¿Qué?
David dio la vuelta. Otro en su lugar se hubiera asustado; David, no. Echóse a reír y exclamó, regocijado:
—Cuanto me place verle, querido suegro.
El caballero puso cara de bobo. ¿El hijo de Bernardo? ¡Estupendo! La vida era plácida y tranquila, pero desde que había regañado con su amigo, se notaba intranquilo. Bernardo siempre había sido para él como un hermano. Y si David y Paula se casaban... sería magnífico.
—Hola, muchacho —saludó amablemente—. ¿De modo que tú y Paula...?
—Sí —atajó David—. Nos vamos a casar.
—¿Lo sabe tu padre?
—¿Por qué tiene que saberlo? No es él quien se va a casar, sino yo.
—Eso es verdad, pero tu padre... desde que te llamé energúmeno...
—¡Oh, oh! —rio David tranquilamente—, mi padre es muy susceptible; pero se le pasa pronto. —Y bajando la voz—: ¿Dónde está... mi prometida?
—Vendrá en seguida.
* * *
Pero transcurrían los minutos. David habló por los codos: contó chistes, refirió su último viaje. Don Patricio le escuchaba complacido, cuando el reloj marcó las nueve y media.
—Diantre —exclamó David de pronto—. Hace tres horas que espero a Paula.
—Es verdad.
—¿Se habrá desmayado de la emoción?
—Tal vez. Pero, no —replicó inocentemente—. Paula no es tan impresionable.
—Lo mejor será que vaya a ver qué le pasa.
—Sí, yo creo que es lo mejor.
David sonrió regocijado. Daba gusto tener un futuro suegro tan... tan liberal.
—¿Por dónd... e?
—Al frente. Encontrarás la escalera. Sube. Al final del pasillo hay una puerta de roble. Tras ella estará Paula.
—Gracias, querido suegro...
—No.
Se detuvo en seco.
—¿No, qué?
—No me gusta que me llames suegro.
—¡Ah! —exclamó. Y estaba cómicamente serio—. ¿Cómo debo llamarle?
—¡Papá!
—Entendido, querido papá.
Y se alejó silbando.
Don Patricio se restregó las manos. Y como una cinta retrospectiva, creyó ver su propia juventud. Pilar, su esposa, que en gracia esté, también se negaba a admitir su amor. Él hizo como David. Claro que Pilar no tenía un padre que se hiciera el tonto. Eran dos contra uno; el padre y la hija, pero él... salió victorioso. Pilar le amó. ¡Y de qué forma le amó!
Pidió comunicación con Madrid. Al instante se la dieron.
—Quisiera hablar con don Bernardo Fanjul.
—¿De parte de quién? —preguntó una voz gangosa.
—De... —lo pensó en un instante. Bernardo era muy terco. Tal vez no quisiera hablar con él—. Su hijo David.
—Al momento, señorito.
En seguida el vozarrón de Bernardo:
—¿Cómo andas, golfante? Ya me dijo Luis que protestaste. ¿Querías ir de capitán? De tercer oficial irás, y si haces una de las tuyas, te mando de marmitón.
—Eso es crueldad, Bernardo.
—¿Qué? ¿Quién diablos eres?
—Patricio.
—¿Qué?
—¡Pa-tri-cio! —declaró.
—Mal rayo...
—Cuidado, que hay oídos inocentes en la telefónica.
—El diablo que te...
—Pero, hombre, ¿cuándo aprenderás a pulir el lenguaje?
—Te digo...
—Aún no me has dicho nada.
—Pues nada. Corto.
—¡Espera, condenado!
—Me están esperando —replicó la voz muy digna—. ¿Qué se te ofrece?
—Pactar.
—¿Por... qué?
—Firmar. Formar, sociedad contigo.
—¿Con... migo?
—Eso he dicho.
—Bueno, bueno... ¿Y eso por qué?
Don Patricio miró hacia el techo de la habitación imaginándose a Paula y David uno en brazos de otro.
—Porque habrá boda.
—¿Qué dices? Maldito si te entiendo.
—Digo que tu hijo y mi hija... eso.
—¡No!
—¡Sí!
—Oye..., ¿no me estarás tomando el pelo? Le he prohibido a David...
—Ya, ya. Y yo a Paula, pero, por lo visto, nuestros retoños se parecen a ti y a mí, y en lo tuyo al espíritu de contradicción.
—¿Y dices que habrá boda?
—Eso he dicho.
—Justina y yo salimos para Barcelona ahora mismo.
—Estupendo.
—Hasta pronto, amigo.
—Hasta pronto. Te has propuesto salir con la tuya y lo conseguirás.
—Como tú.
—Exacto.
Colgó y dio la vuelta. David se hallaba recostado en el umbral, fumando tranquilamente un cigarrillo.
—¿Qué..., qué... qué haces ahí?
—Voló.
—¿Quién voló?
—Ella.
X
Don Patricio se dejó caer en una butaca, y llevó una mano abierta a la frente.
—Siéntate, David, Y depón esa expresión de simple inocente que no te va.
David se echó a reír regocijado.
—Me gusta —dijo—. Me gusta cada vez más.
—¿Quieres hablar claro?
—No. Estoy pensando. Solo diré que ella, su hija, mi prometida, voló.
—¿Vo... qué?
—Voló. Según la doncella, salió en un coche.
—¿Para dónde?
—Supongo que iría a buscar un lugar por donde tirarse.
—Pero...
—Voy en su busca.
Patricio limpió el sudor que perlaba su frente.
—Oye —dijo ahogándose—. Acabo de hablar con tu padre...
—Ya lo sé.
—¡Ah! ¿Lo sabes?
—Lo oí.
—Vienen esta misma noche.
—Llegan mañana.
—Eso es...
—Bueno.
—¿Y si no encuentras a Paula? ¿Cómo les digo yo que lo de la boda es...?
—¿Qué?
—Que no es cierto.
—Lo es.
—¡Ah, lo es!
—Naturalmente. Cuando una joven no ama a un hombre, no le importa enfrentarse con él.
—¡Mucho sabes!
—Soy profesor de amor. Hasta pronto, querido papá.
—Oye...
—¿Qué?
—¿Tú... la amas?
—¿Yo? —y puso cara de idiota—. Supongo que sí. Estas reacciones de Paula son emocionales.
—Oye, oye...
—¿Pero no ve usted que tengo prisa?
—Me parece, David, que estás tomando a broma todo esto.
—¿Yo? Soy hombre serio.
Y salió sin esperar respuesta.
Vagó por la ciudad hasta las doce de la noche sin encontrar rastro de Paula. Aquella búsqueda acució su deseo; y cuando a la una de la noche llegó al barco, se sentía intranquilo y desasosegado, lo cual jamás hasta entonces le había ocurrido.
—Te estaba esperando —gritó Rafael al verlo—. Tengo un plan estupendo. Unas chicas.
—¿Chicas? Ojalá se mueran todas.
Entró en su camarote y se tiró en la litera como si fuera un fardo. Rafael lo contempló asombrado.
—¿Qué te pasa?
—Estoy cansado.
—Fuiste de juerga. Yo que tenía un plan...
—Ni fui de juerga ni acepto tu plan.
—Son unas chicas —y empezó a mover las manos formando las sinuosas curvas— de aquellas chicas que quitan el hipo.
—No tengo hipo.
—Pero tendrás ganas de juerga.
—¡No!
—¿Que no? Pero si eres el mayor juerguista de a bordo.
—Era...
—¿Qué?
—No me mires con esa cara de idiota. Te he dicho que era.
—¿Era? ¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que me he enamorado como un imbécil, y cuando un hombre se convierte en un imbécil... es... un imbécil. ¿Está claro?
—Puede.
—Pues lárgate. Tengo sueño.
—¿Y pueden dormir los imbéciles?
—Al menos prefieren no ver a otro imbécil.
—Oye, oye...
—¡Lárgate!
* * *
Patricio Ensenada paseaba por la estancia de un lado a otro como una fiera enjaulada. Tan pronto se detenía ante su impasible hija, como, rezongando, volvía a caminar con las manos tras la espalda y el habano apretado entre los dientes.
—Papá, por favor. No creo que se haya muerto nadie.
El caballero perdió la paciencia.
—Claro que no se ha muerto nadie. Pero ¿sabes lo que te digo? Preferiría haber pillado seis pulmonías dobles, a que llegara el día de mañana.
—Le dices a tu amigo que ha sido una equivocación.
—¿Una equivocación? ¿Y crees que eso le basta a Bernardo? Tendré que firmar montones de papeles, ¿te enteras? Y encima, tú te quedarás soltera.
—No pretenderás que me case a la fuerza. Ya te expliqué todo lo ocurrido. No quiero ver a David. Es un carota. No es mi prometido; y lo dice para burlarse de ti y de mí.
Casi lloraba. Don Patricio depuso un tanto su mal humor.
—Paula, dime la verdad... ¿Tú, le amas?
Paula le hurtó la mirada.
—Se burla de nosotros, papá.
—Bueno, admitamos que se burla. Ese condenado... ¡Cielos, no hay mejor retrato!
—¿Qué dices?
—Pensaba en voz alta. Cuando yo era joven, tampoco tu madre quería casarse conmigo. Creía, como tú ahora, que me burlaba de ella. Y no me burlaba, ¿sabes?
—¡Papá!
—Empecé burlándome. Me fastidiaba que aquella distinguida niña me desdeñara. Y cuando entré en su casa, como David esta tarde, pues... era cuando menos me burlaba. En fin...
—Pero él no eres tú, papá. Se burla; lo sé.
—¿Y tú... sientes su burla?
Paula no contestó.
—Di, hija. ¿La sientes?
—Es un carota —susurró Paula con un hilo de voz.
—Tú le amas.
—Yo...
—¿Le amas?
—Pues...
—Contesta, hija.
—Creo, papá...
—Di.
—Que le amo mucho.
—¡Ah!
—¿Qué hacemos, papá?
—Si él nos ha tomado el pelo, nosotros se lo tomaremos a él. Mañana... escucha... organizaré una fiesta familiar. Invitaré a todos tus hermanos y a los hermanos de David que viven en Barcelona. Me refiero a Luis y su esposa. Daremos una gran comida.
—¿Y después, papá?
—Yo también sé burlarme. Y aunque me cueste romper para siempre con Bernardo, lo haré gustoso si dejo muy alto tu pabellón. Cuando lleguen Bernardo y su esposa, mandaré a un criado a buscar a David. Sé que el Estrella no zarpa en todo el mes. La comida será como una fiesta de compromiso. Y al final de ella, en vez de anunciar vuestro próximo enlace...
—Dices que yo no acepto a David.
—Exacto. ¿Estás conforme?
—No me gusta eso, pero... estoy herida. Y David bien merece un escarmiento.
—Pues ve tranquila. Duerme y mañana...
—¿Qué dirá Bernardo?
—Con las palabrotas que dice de ordinario, imagínate las que soltará mañana.
—Tú le estimas mucho, papá. Y por mí...
Don Patricio aguantó la emoción.
—Más te quiero a ti, que eres mi hija.
* * *
—Hola, muchacho.
Y don Bernardo abrazó a su hijo fuertemente.
—Hola, papá.
—Al fin has sentado la cabeza, ¿eh?
—Pues...
—Hijo mío —salió la dama.
—Hola, mamá.
—No sabes la alegría que nos das. El hombre soltero es una nulidad.
—Es que yo...
—Sí, era de esperar. Paula es muy bonita.
—Pero...
—Os casaréis pronto, ¿no?
—Pues...
—¿Qué van a esperar? —saltó el padre—. Los dos tienen edad para ello.
—¿Continuarás navegando? —preguntó Luis.
Estaban todos en casa de Luis. Y cada uno de ellos tenía una tarjeta de Patricio Ensenada, invitándoles a cenar aquella noche en su casa.
David estaba intranquilo. Creía a Patricio convencido de la boda que él no esperaba se celebrara. Era preciso que él viera antes de la hora de la cena a Paula, bien para convencerla de su amor, bien para deshacer el equívoco. No quería pensar en el humor de su padre cuando supiera que todo era una equivocación de su amigo.
—Has elegido una muchacha estupenda —dijo la esposa de Luis, interviniendo—. Paula tiene muchos pretendientes, pero es muy exigente.
—Y fue a enamorarse de un tarambana —rio satisfecho don Bernardo—. Casi siempre ocurre así. Los que menos se lo merecen son los que se llevan el premio.
Se ahogaba allí. A explicarles la verdad no se atrevía. Su padre se lo comería con trapos y todo, y él no tenía deseo alguno de provocar la ira de don Bernardo. Era muy capaz de cogerlo por una oreja y llevarlo de nuevo a aquel pueblo.
Se alejó hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—A...
—Vamos a merendar —dijo la esposa de Luis.
—Es que yo quedé en verme con Paula.
—Dejadlo, dejadlo —saltó don Bernardo satisfecho—. Que vaya a ver a su novia. Nosotros merendaremos solos. Así aprovechamos y hablamos de negocios, Luis y yo, mientras las damas hablan de modas y trapos.
—¿Por qué no traes a Paula a merendar? —preguntó la madre.
—Prefiero hacerlo por ahí.
—Naturalmente, muchacho. Los novios quieren soledad.
—Hasta la noche, pues.
—¿Irás al barco?
—No. Vendré a buscaros para ir a casa de Paula.
—Bien, bien. Hasta luego, pues.
Salió despacio. En la calle respiró con amplitud. ¡Vaya lío! Y no era lo peor el disgusto de su padre, sino su propio disgusto, su amor, que lo sentía por primera vez, y a fuerza de sentirlo tanto. Paula no lo creía. Casi siempre ocurre igual. Las mujeres que no interesan a uno creen en seguida; las que de veras se aman... no creen.
—¡Maldita sea! —bramó.
Entró en una cabina telefónica y marcó un número.
—¿La señorita Paula?
—¿De parte de quién?
Titubeó, pero lo dijo:
—De su prometido.
—Al instante, señor.
Y en seguida, una voz melosa, que lo dejó perplejo:
—Cariño, cuánto has tardado en llamarme.
—¡Paula!
—¿Qué, mi vida?
—Paula, que palpito como un pulpo amaestrado.
—¿Sí? Yo estoy tan emocionada, amor mío.
David engulló saliva. Se pellizcó la nariz. ¿Estaría soñando? ¿Era una realidad aquella melosa y suave voz de Paula?
—¿Te has quedado mudo, cariño?
David reaccionó, y empezó a decir ternezas:
—Paula, te quiero, vida mía, amor mío, corazón mío.
A fuerza de repetir aquellas frases toda su vida, sonaban a falsas. Y bien sabe Dios que él las pronunciaba en serio; pero Paula le seguía la corriente, sin creerle ni una, y David se sentía radiante, maravillado de que todo saliera tan fácilmente.
—Esta noche —dijo él, sintiendo que la sangre saltaba alborozada en sus venas— nos comprometemos y después...
—Después, felices como dos tortolitos.
—¿Verdad que sí, cariño?
—Y tan verdad.
—Estoy rabiando por empujar las horas.
—Y yo.
—¿Tanto me quieres?
—Te adoro.
—¡Paula, que tenemos por medio un hilo telefónico y estoy a punto de meterme por él!
—¿Pero, es verdad que me quieres?
—Calma, amor mío.
—Te adoro, David, cariño mío.
—Paula, que me muero de impaciencia.
—No te mueras, chiquillo, que has de vivir para mí.
—Si pudiera verte en este instante.
—Imposible. Estoy preparando la función de la noche...
—¿La función?
—¡Ah! Pero ¿ya lo has olvidado? La nuestra.
—Es cierto. Con la emoción lo olvido todo. ¿Sabes, Paula? Te voy a besar con locura.
—¡Ya...!
—¿Decías?
—Que sí, cariño. Pero ahora tengo que dejarte.
—Hasta luego, cariño, amor mío, mi vida.
—Hasta luego.
Y colgó. David se pellizcó nuevamente, y, de pronto, se echó a reír. Con voz diferente, dijo:
—El amor hace a uno cadete. Me gusta ser cadete.
XI
Don Patricio se sentía radiante aquella noche. Estimaba a Bernardo y a su familia. Su mayor satisfacción hubiera sido que Paula se casara con David, pero puesto que el joven se había burlado de su hija, pensaba dar al traste con aquella amistad nacida en la infancia, y con sus deseos de casar a Paula con el hijo de su amigo.
David, a su lado, se mostraba impaciente. Paula no acababa de bajar, y él se había cansado de tomar aperitivos, y lo que es peor, todos en la velada se dedicaban a hablar de negocios, y a él lo que menos le interesaba eran aquellos asuntos.
De pronto, don Patricio lo miró.
—¿Qué te pasa, muchacho? Estás inquieto.
—Es que estoy deseoso de ver a mi prometida.
Don Patricio arrugó la frente. Aquel condenado parecía hablar en serio. ¿No estaría equivocada Paula?
—¿Puedo... subir a buscarla, don Patricio?
—Claro que no... Quiero decir que no estaría bien. No tardará en bajar.
Bernardo se les aproximó con un vaso en la mano.
—¿Qué te parece, Patricio? Lo tenemos colado. —Y riendo—: Bastante nos costó, ¿eh?
Don Patricio miró a David. Este se agitaba nervioso. Y el caballero pensó que iba a gustarle mucho devolverle la burla.
—Sí que nos costó, Bernardo.
Este hinchó el pecho de satisfacción.
—Nuestra compañía será importante, ¿eh, Patricio? Cuando formemos sociedad.
—¿Qué sociedad...?
—La nuestra, diantre.
—¡Ah! Es verdad.
—Pareces distraído.
—¿Distraído? Pues..., no, claro. ¿No tenéis calor aquí? Diré a la doncella que ponga los licores en la mesa de la terraza.
Se alejó con una sonrisa. Bernardo apuró el contenido de la copa y David le dijo bajo:
—No debieras hablar de negocios esta noche, papá. No es correcto ni delicado.
—Has de saber —rezongó el caballero— que tu boda me reportará un beneficio de millones.
—Yo no me caso por eso —replicó David enojado.
—Bueno. ¿Y a mí qué me importa? Lo esencial es que con tu boda satisfago yo uno de los más grandes anhelos de mi vida. Y eso para mí es lo importante.
—Lo será para ti; pero a mí me importa un pepino. Has de saber que si Paula, en vez de ser Paula Ensenada, fuera la doncella de esta, yo la amaría igualmente.
—Pero da la casualidad de, que es Paula Ensenada, hija de mi amigo Patricio.
David fue a seguirlo, pero en aquel instante, todos se volvieron hacia lo alto de la escalera. Paula, bella como una aparición, vistiendo traje de noche blanco, descotado y sin mangas, descendía la alfombrada escalinata con majestad de reina, recogiendo con gracia insuperable, la ancha falda de su vestido.
David parpadeó, respiró hondo, volvió a parpadear y a respirar, y de súbito, en dos zancadas llegó a su lado.
Él vestía uniforme de marino y su gallarda figura se inclinó hacia Paula, tomando, entre las dos suyas, la mano que la joven le tendía.
—¡Paula! —balbució.
Y fue su acento tan de sincera admiración que la joven, vacilante, levantó los ojos y los fijó en él. David, creyó que todo el sol del mundo se reflejaba en aquellas pupilas azules que parecían mirar interrogantes.
—Paula, estás... divina.
¿Cómo era posible, se preguntó, que David supiera fingir tan bien? ¿Y qué se proponía con ello? ¿Dejarla en ridículo después?
Se limitó a sonreír y descendió a su lado. Bernardo y Justina fueron los primeros en acercarse a ella. Los dos la besaron y había tal emoción en el matrimonio, que Paula sintió ganas de llorar. ¿Por qué no podía ser todo aquello verdad?
David estaba tras ella, y don Patricio, que lo observaba, alzó una ceja perplejo. Indudablemente, el hijo de su amigo era un carota de «tomo y lomo», o estaba enamorado como jamás lo estuviera de una mujer. Su expresión al mirar a Paula era anhelante, ansiosa, como si temiera que aquella figura de mujer fuera una visión y hubiera de desvanecerse de un momento a otro.
Alzóse de hombros. Al final de la comida, pensaba fastidiarles el sueño a todos. Al diablo su amistad fraternal con Bernardo; al diablo la suavidad. Todo al diablo menos su hija.
* * *
—Paula...
—¿Qué?
—Vamos al salón contiguo...
La había apresado sola en un rincón del salón, Patricio y Bernardo, junto con Justina, su hijo Luis y la esposa de este, discutían en aquel instante de fuerzas nucleares.
—Paula..., te lo ruego.
Y tomaba la mano femenina tirando de ella.
—Vamos, vida mía.
Paula se dejó llevar. Estaba perdidamente enamorada del «caradura», y, aunque se retorciera el corazón, deseaba saber hasta dónde llegaba su cinismo.
David empujó la puerta con el pie y contempló a Paula con brillantes ojos.
—Paula, amor mío.
La joven se estremeció. Aquel acento de voz era sincero. ¿O no lo era?
Decidió seguirle la corriente. No le costaba esfuerzo. Ella no fingía, si bien, a la hora de la verdad, en contraste, sería cuando empezaría a decir mentiras. Cuando su padre, al final de la comida, dijera que ella no podía aceptar a David, se levantaría y añadiría dignamente: «No le amo. Fui objeto de burla. Justo es que yo me burlara a mi vez». Sí, eso diría. Y luego subiría a su cuarto, se tiraría sobre la cama y empezaría a llorar y al día siguiente diría a su padre que la llevara muy lejos de Barcelona y no volvería a España nunca más.
—Dime, cariño.
David era un impulsivo tremendo, y deseaba besar a Paula, como jamás deseó besar a mujer alguna. Para él, hasta entonces, los besos habían sido simples besos. Desde que amaba a Paula, eran besos de verdad, algo íntimo, emotivo, que se sentía como anhelo infinito en el fondo mismo de su ser, algo sublime, de exaltada plenitud; algo que siempre le causó risa, y era, en aquel instante, y lo sería en todos los futuros instantes de su vida, como una maravillosa necesidad del espíritu y del cuerpo.
Se inclinó hacia ella e hizo ademán de besarla, Paula se apartó con una tibia sonrisa en los labios.
—Paula —exclamó David exaltado—. No puedes privarme de ese placer.
—Luego, David...
—Por favor...
Y se inclinó más hacia ella. Paula puso una mano entre su boca y la de David, y sus ojos tan próximos a los de él, parpadearon como deslumbrados. Y se preguntó, angustiada, cómo era posible que David fuera tan cínico para jugar de aquel modo con los sentimientos humanos más sagrados.
—Mi vida —susurró David—. Amor mío.
Paula le dio la espalda.
—¡Paula!
—Volvamos al comedor.
—Pero... —ya lo tenía tras ella de nuevo—. ¿Es que no me amas?
—Te amo.
—Cielos, amor mío, si me amas, ¿por qué me niegas el placer de un beso? —y con ardor—. ¿No te das cuenta que vivo en vilo desde que te besé la última vez?
—¡No lo recuerdes!
—Paula, ¿por qué? Fue el momento más sincero de mi vida.
—Regresemos al comedor —pidió con acento ahogado.
Él la miró fijamente.
—¿Qué te pasa, Paula?
—Después de cenar —dijo—. Después... me besarás.
—Pero...
Ella se alejaba hacia la puerta.
—Paula...
—Vamos, David, te lo ruego.
Y abriendo la puerta, salió del saloncito.
La comida fue animada. Patricio hablaba por los codos. Bernardo le secundaba. Solo ella y David parecían ensimismados.
—Paula —dijo David de pronto, inclinándose hacia su compañera de mesa—. He sido un imbécil. Nunca di importancia a nada. Me mofé del amor y de las mujeres. Y he tenido que conocerte a ti para darme cuenta de que el amor es lo más puro y noble de esta vida.
Lo contempló con asombro. Se estremeció, porque su padre se ponía en pie en aquel momento y supo que iba a decir aquello...
—David —susurró sofocada—. ¿Es... cierto lo que dices?
El marino abrió la boca y volvió a cerrarla, para murmurar después con ahogado acento:
—Jamás he sido sincero hasta este instante.
—No lo has sido nunca. Yo no era tu prometida.
—Sí, ya sé. Pero tenía que verte y dije esa mentira. Perdóname, Paula, y muestra que desde ahora creerás en mí.
—Amigos míos, tengo que comunicaros una gran nueva.
—Papá —se sofocó Paula, sabiendo que David decía verdad.
Patricio la miró y le sonrió con ternura.
—Sí, hija, sí. Ya sé.
—No sabes, papá.
—Claro que sé —y mirando a los comensales que no comprendían nada y reían atontados ante aquel juego de palabras de padre e hija—. Amigos míos...
—No, papá.
—¿Pero, qué te pasa, niña?
—Papá, yo sé... que...
—Ya me lo dirás después. Amigos míos...
—¡Papá!
—Déjame terminar, Paula —se impacientó el caballero—. Amigos míos...
—¿Acabarás, Patricio? —rio Bernardo—. Parece que vas a echar un discurso.
—Y discurso es. Muy breve..., pero discurso.
—No, papá.
Papá sonrió bonachón. Y dijo sonriente:
—Niña, no te alteres. Y diré como Campoamor: «Para un viejo, una niña tiene el pecho de cristal».
Paula apretó los dedos y miró a un lado y a otro como acorralada.
—¿Qué pasa? —le preguntó David al oído—. ¿Qué le pasa también a tu padre? Tú pareces inquieta; y él, tu padre...
—No... —se negó—. No le dejes hablar, David. Yo creo en ti. Te quiero también. Dios mío, te quiero...
—Pero..., ¿por qué te agitas así?
—Amigos míos... —volvió a decir Patricio, sin fijarse al parecer en la agitación de su hija—. He de comunicaros...
—¡No!
Todos se volvieron hacia Paula. Estaba en pie agitada y temblorosa. Gruesas lágrimas corrían por su semblante. David también se había puesto en pie y miraba a unos y a otros con extrañeza.
—He de deciros —siguió don Patricio como si no viera a su hija— que...
Paula no esperó más. Derribó la silla y salió corriendo del comedor.
Don Patricio prosiguió:
—Que Paula y David se casan para el próximo mes.
Nadie le hacía caso. Paula había desaparecido y David tras ella. Don Patricio llamó la atención de sus invitados con estas palabras:
—No os preocupéis. Son cosas de enamorados. ¿Brindamos?
* * *
—Paula...
La joven corría recogiendo el vuelo de la falda. David la alcanzó cuando, desfallecida, se apoyaba en la cerrada puerta de su alcoba.
—Paula, mi vida.
—Papá..., papá iba a decir...
Lloraba. David la tranquilizaba oprimiéndola contra sí. La besaba con infinita ternura, y hablaba a la vez.
—Sé lo que ha dicho tu padre, cariño.
—Pero..., ¿lo ha dicho al fin?
—Desde luego.
—¡Dios mío!
—Pero... —y le levantó la barbilla con el dedo—, ¿es que no quieres casarte conmigo?
—Sí, oh, sí.
—Pues entonces... ¿por qué te agitas de ese modo?
—Papá ha dicho...
—Ha dicho lo que tú y yo deseamos...
Quiso apartarse de él.
—¡David, yo te quiero!
—Y yo a ti, cariño.
Y la besaba al decirlo.
—Pero, papá...
—No te comprendo. Tu padre ha dicho que nos casaríamos para el próximo mes.
Paula se estremeció en los brazos de David. Con voz entrecortada, preguntó:
—¿Ha dicho eso?
—Pues claro.
—¡Dios mío!
—Pero..., ¿qué creías que iba a decir?
Las lágrimas se convirtieron en una risa escandalosa.
—Paula...
Paula dejó de reír, pasó los brazos por el cuello de su novio, y susurró con un acento de voz que estremeció a David de pies a cabeza.
—Haz como otras veces, amor mío.
Y cuando David iba a aceptar la sugerencia...
—Muy bonito —exclamó una voz emocionada tras ellos—; nosotros celebrando vuestro compromiso, y vosotros aquí, tan tranquilos.
Paula dio un salto.
—¡Papá!
—Ven a mis brazos, hija.
Fue.
—¡Oh, papá, yo...!
—Sí, pequeña. No me digas nada. Lo comprendo todo. Me di cuenta. David, vámonos al salón. Hemos de celebrar este acontecimiento.
David nunca supo a lo que estuvo expuesto aquella noche.
* * *
—Durante una temporada, navegaré. Y te llevaré conmigo.
—Sí.
—Y seremos como dos en uno solo.
—Sí.
—¿No sabes decir más que eso?
—¿Me dejas?
No. No la dejaba. La ahogaba en su pecho. Y cada frase iba acompañada de un beso; los besos de David que eran como los de ningún otro.
FIN
Título original: Prometida a la fuerza
Corín Tellado, 1961