¿CRISIS? LA DE LAS MUJERES
Publicado en
marzo 27, 2022
Mi tía Filomena comprendió que su peor negocio había sido vivir a la americana... su trabajo se había multiplicado por dos. Ahora era lavandera, cocinera, jardinera, electricista... esposa y madre, secretaria de don Rubén y paño de lágrimas de sus compañeras.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando mi tía Filomena (en ese tiempo estaba casada con Rigoberto Muñoz y vivían en Sombrerete, al norte de Durango), leyó en La Jornada un artículo de la periodista Catalina Noriega, le cambió la vida para siempre. Y a partir de entonces, cambió la vida de Rigoberto, por supuesto. Para siempre y para mal.
El artículo, que se llamaba "¿Crisis? La de las mujeres", comenzaba así: "Sube, baja, corre que no llegas; muévete, lava, plancha... ¿y la comida? Está fría, ¡caliente!, tibia, mala, podrida..." Y luego se explayaba en torno a la doble jornada de la mujer, el exceso de trabajo que nadie recompensaba ni reconocía, en fin, la crisis de ser mujer en estos tiempos en que se es empleada del jefe hasta las seis de la tarde, y del marido y de los hijos entre seis y doce de la noche, y luego se tienen pesadillas con las cosas que hay que hacer al otro día, y se aprovechan los fines de semana para lavar la ropa, planchar sábanas y llorar y llorar... Todo eso para pagar las cuentas de las tarjetas de crédito y soñar con la felicidad que es tener un auto nuevo y la dicha que es el "american way of life"...
Mi tía leyó el artículo con lágrimas en los ojos, sintiendo en cada línea que nada de lo que apuntaba la periodista le era ajeno. Aquélla era una historia conocida. La suya. La de sus hermanas. La de sus primas. La de casi todas sus amigas (la única que se había salvado fue su amiga americana que se metió a la armada y murió en un bombardeo a Irak)...
Una vez que hubo terminado el artículo encendió un cigarrillo, se sentó en el patio de su casa, bajo un tilo, y se puso a pensar en lo que había sido su vida junto a Rigoberto, en Sombrerete.
Al poco rato llegó a una conclusión que yacía a la espera del despertar de su conciencia en algún rincón de su alma, seguramente desde siempre: querer vivir a la americana había sido el peor negocio de su vida... Su jornada se había multiplicado por dos. Ahora no sólo era la lavandera, la cocinera, la fregona, la costurera, la jardinera, la fontanera, la electricista, la sicóloga, la madre y la esposa de la casa, sino además la secretaria de don Rubén en la oficina y el paño de lágrimas de sus compañeras que trabajaban igual que ella, como mulas... ¿Y todo eso para qué?, se preguntó. Para pagar lo que quedaba de la deuda de la casa; para construir la piscina y comprarle filtros; para colocar las luces de neón en el jardín; para cambiar de auto todos los años; para adquirir una lavadora de platos y un microondas que nunca usaba, porque los pollos quedaban como chicle y blancos; para pintarrajearse los ojos con los colores que se llevaban en otoño, y para alargar y acortar las faldas de acuerdo con los dictados de unos diseñadores que creaban los vestidos pensando en esas flacas enfermizas de 40 kilos y no en mujeres normales, como ella, que pesaba 56.
Miró a su alrededor repasando todas las cosas que tenía, y luego de dar un par de vueltas por su hermosa casa (todavía no pagada) se dio cuenta de que casi nada de lo que había allí adentro la hacía feliz. Tantas alfombras, cuando en realidad no necesitaba ninguna. Tantas ollas de marca, cuando la verdad era que siempre usaba el mismo sartén y a estas alturas de su vida, a duras penas tenía tiempo para cocinar. La familia llevaba meses comiendo comidas hechas que se calentaban en el microondas. Tantos discos compactos que nunca escuchaba. ¿A qué hora podría haber escuchado música? ¿Y con qué paz? La música se le hacía algo tan lejano e irrecuperable como los tiempos de su niñez.
Esa noche, cuando Rigoberto regresó a la casa, mi tía lo estaba esperando bajo el mismo tilo. No había ido a la oficina en la tarde y no pensaba volver más. Y así se lo dijo:
—¡Se acabó!
—¿Qué es lo que se acabó? —preguntó sorprendido por esa cara extraña y desconocida para él, que tenía su mujer.
—Se acabó esta tontería de vivir a la americana.
—¿De qué estás hablando?
—De que el "american way of life" es para los americanos. De eso.
—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? —preguntó sin entender.
—Tiene mucho que ver. Nosotros no somos americanos. No estamos protegidos por las leyes americanas. No ganamos sueldos americanos. Si tú quieres tener un refrigerador de Nueva York con un sueldo de Sombrerete, destrózate la vida tú. Lo que es yo, no trabajo más. Y no piso un mall en todo lo que me queda de vida. No vuelvo a comprar cachivaches que no me sirven para nada. Y no quiero volver escucharte decirme que no me alcanza la plata aunque debiera alcanzarme... La plata no me alcanza porque tú y yo somos un par de locos sin más metas que ser ricos y llenos de necesidades inventadas... No me interesa cambiar de auto, ni adquirir un microondas empotrado, ni cambiar la lavadora de platos, ni tener piscina con filtro. Si los chiquillos tienen calor, que se den una ducha con la manguera. Y de ahora en adelante, cada vez que comamos un pollo lo asaremos en el horno, una hora, con limón, tomillo, ajo y vino blanco, como Dios manda y lo comeremos sentados a la mesa, sin mirar la televisión. Porque dicho sea de paso, Rigoberto, el televisor lo voy a regalar... A ver si así la familia vuelve a conversar...
Rigoberto la miró espantado.
"Se volvió loca", pensó.
—¿Te sientes mal?
—Sí, me duele el alma, me duele el corazón, me duele ser una ciudadana "credit card".
"Se volvió loca de remate", se dijo Rigoberto, y fue a buscarle una aspirina. Cuando regresó se encontró con que mi tía le había dejado una nota en la mesa:
"Si quieres volver a verme, búscame al otro lado del american way of life".
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MAYO 19 DE 1998