LAS TRES ABUELITAS (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
marzo 29, 2022
Cuento Sueco, seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez un príncipe y una princesa que se amaban mucho. La joven princesa era tierna, bella y muy querida por todos, pero era más propensa a la diversión y al juego que a las labores y quehaceres de la casa. Aquello parecía no gustarle a la vieja reina, así que dijo que no quería tener como nuera a una mujer que no fuera tan activa como lo había sido ella en su juventud. La reina se opuso de todas las formas y maneras posibles a la boda del príncipe.
Como la reina no quería retirar su palabra, el príncipe fue a verla y le pidió que le dejase poner a prueba a su novia, a ver si era tan activa en el trabajo como la propia reina. Aquella petición les pareció a todos muy atrevida, pues la madre del príncipe era una mujer incansable que se pasaba día y noche hilando, cosiendo y tejiendo, de tal forma que nadie la podía igualar. Sea como fuere, finalmente se decidió que se cumpliera la voluntad del príncipe. Condujeron a la bella princesa al cuarto de las mujeres, y la reina le envió veinte libras de lino para que las hilara. El lino tenía que estar hilado antes de que amaneciera; de lo contrario, que ni pensara en la posibilidad de recibir al príncipe por esposo.
Cuando la princesa se quedó a solas, se sintió muy mal. Sabía perfectamente que no podría hilar el lino de la reina y no quería perder al joven príncipe, que tanto la amaba. Y, así, daba vueltas por la habitación llorando y llorando sin parar. Entretanto, se abrió la puerta muy despacio y entró una vieja mujer muy pequeña, de aspecto muy extraño y fisonomía mucho más extraña aún. La vieja tenía unos pies tan enormes que cualquiera que la viera tenía por fuerza que sorprenderse. La saludó:
—¡A la paz de Dios!
—¡La paz de Dios sea con vos! —contestó la princesa. La vieja preguntó:
—¿Por qué está tan triste esta noche la bella doncella?
—¿Cómo no voy a estar triste si la reina me ha ordenado que hile veinte libras de lino? Si no lo he hecho antes de que amanezca, perderé al príncipe, que tanto me ama.
—¡Consolaos, bella doncella! Si no es más que eso, yo os puedo ayudar. Pero me tendréis que conceder un deseo que ahora os diré.
Al oír estas palabras, a la princesa le entró una alegría enorme y le preguntó cuál era su petición.
—Bien —dijo la vieja—, me llamo Storfota—mor1 y no pido más recompensa por mi ayuda que estar presente en vuestra boda. No he estado en ninguna boda desde que la reina, vuestra suegra, fue la novia.
La princesa le concedió de buen grado aquel deseo y, a continuación, se separaron. La vieja se marchó por donde había llegado. La princesa, por su parte, se acostó, pero no pudo pegar ojo en toda aquella noche, que se le hizo eterna.
De madrugada, antes de que empezara a clarear el día, se abrió la puerta y volvió a entrar la pequeña vieja. Se acercó a la princesa y le entregó un ovillo de hilo. El hilo era tan blanco como la nieve y tan fino como una telaraña.
La mujer dijo:
—Mira, no había hilado un ovillo tan bello como éste desde que hilé para la reina, cuando se iba a casar. Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Dicho aquello, la pequeña mujer desapareció y la princesa cayó en un sueño ligero y reparador. Pero no había pasado mucho tiempo cuando la despertó la vieja reina, que estaba al pie de su cama, y le preguntó si había terminado de hilar el lino. La princesa dijo que sí y le entregó el ovillo. A la reina no le quedó más remedio que darse por contenta, aunque la princesa se dio cuenta de que no lo hacía de corazón.
Cuando se hizo de día, la reina dijo que quería ponerle otra prueba a la princesa. Inmediatamente envió al cuarto de las mujeres el ovillo, junto con el telar y todos los útiles necesarios, y le ordenó a la princesa que lo tejiera. El tejido tenía que estar terminado antes de que saliera el sol. Si no lo estaba, que la doncella ni pensara en la posibilidad de casarse con el joven príncipe. Cuando la princesa se quedó sola, volvió a sentirse muy mal, pues sabía que no podría tejer el ovillo de la reina y, sin embargo, no quería perder al príncipe, al que tanto amaba. La princesa, desmoralizada, andaba de un lado para otro de la habitación llorando amargamente. Mientras ocurría aquello, se abrió muy despacio la puerta y entró una vieja muy pequeña, de extraña figura y aún más extraña fisonomía. La pequeña vieja tenía un trasero tan enormemente grande que cualquiera que lo viera tenía por fuerza que asombrarse. La saludó:
—¡A la paz de Dios!
—¡La paz de Dios sea con vos! —contestó la princesa. La vieja preguntó: —¿Por qué está tan sola y tan preocupada la bella doncella? —¿Cómo no voy a estar triste? —dijo la princesa—. La reina me ha ordenado que teja este ovillo. Pero si no lo he hecho antes de que se haga de día, perderé al príncipe, que tanto me ama. La vieja replicó:
—Si no es más que eso, yo os ayudaré. Pero con una condición que ahora os diré.
Al oír esas palabras, a la princesa le entró una alegría enorme y le preguntó cuál era su petición.
—Bien —dijo la vieja—, me llamo Storgumpa—mor1 y no quiero más recompensa que poder estar presente en vuestra boda. No he estado en ninguna boda desde que vuestra suegra fue la novia.
La princesa le concedió de buen grado aquel deseo y, a continuación, se separaron. La vieja se marchó por donde había llegado. La princesa, por su parte, se acostó, aunque no pudo pegar ojo en toda aquella noche, que se le hizo eterna.
De madrugada, antes de que amaneciera, se abrió la puerta y volvió a entrar la pequeña mujer. Se acercó entonces a la princesa y le entregó un tejido. El tejido era tan blanco como la nieve y tan delicado como una piel, tanto, que nadie había visto jamás nada igual. La vieja dijo:
—Mira, no había vuelto a tejer nada como esto desde que tejí para la reina, cuando se iba a casar. Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Dicho aquello, la mujer desapareció y la princesa se reconfortó con un sueñecito agradable, aunque corto, pues no había pasado mucho tiempo cuando la despertó la reina, que estaba al pie de su cama, y le preguntó si el tejido estaba terminado.
La princesa dijo que sí y le entregó el bello tejido. A la reina no le quedó más remedio que darse por satisfecha por segunda vez, aunque la princesa se dio cuenta de que no lo hacía de buen grado.
La princesa pensó que ya no tendría que pasar ninguna prueba más, pero la reina no opinó lo mismo. Pasado un rato, mandó que subieran el tejido al cuarto de las mujeres con el encargo de que la princesa cosiera con él unas camisas para su novio. Las camisas tenían que estar terminadas antes de que saliera el sol; de lo contrario, que la princesa no esperara recibir al príncipe por esposo.
Cuando la princesa volvió a quedarse sola, se sintió muy mal. Sabía que no podía coser el lino de la reina y, sin embargo, no quería perder al joven príncipe, al que tanto amaba. Andaba de un lado a otro de la habitación llorando. Entretanto, la puerta se abrió muy despacio y entró una mujer muy pequeña y muy vieja, de aspecto asombroso y una fisonomía más asombrosa aún. La pequeña vieja tenía un dedo pulgar tan increíblemente grande que cualquiera que lo viera tenía por fuerza que sorprenderse. La saludó:
—¡A la paz de Dios!
—¡La paz de Dios sea con vos! —contestó la princesa.
—¿Por qué está tan triste y tan sola la bella doncella? —preguntó la vieja.
—¿Cómo no voy a estar triste? —dijo la princesa—. La reina me ha ordenado que cosa con esta tela de lino unas camisas para el príncipe. Pero si no lo he hecho antes de que amanezca, perderé a mi novio, que tanto me ama. Entonces la mujer replicó:
—Consolaos, bella doncella. Si no es más que eso, puedo ayudaros. Pero con una condición que ahora os diré.
Al oír esas palabras, la princesa se alegró enormemente y le preguntó cuál era su petición.
—Bien —dijo la mujer—, me llamó Stortumma—mor1 y no quiero más recompensa que estar presente en vuestra boda. No he estado en ninguna boda desde que la reina, vuestra suegra, fue la novia.
La princesa le concedió de buen grado su deseo y, a continuación, se separaron. La vieja se fue por donde había llegado. La princesa, por su parte, se acostó y durmió tan mal que ni siquiera soñó con su novio.
De madrugada, antes de que saliera el sol, se abrió la puerta y volvió a entrar la pequeña vieja. Se acercó a la princesa, la despertó y le dio unas camisas. Las camisas estaban cosidas y bordadas con tal arte que era imposible encontrar otras iguales. La vieja dijo:
—Mira, no he cosido camisas tan buenas como éstas desde que cosí para la reina, cuando se iba a casar. Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Dicho aquello, la mujer desapareció, pues acababa de llegar la reina preguntando si las camisas estaban terminadas. La princesa dijo que sí y le entregó las bellas camisas. La reina entonces se enfadó tanto que los ojos le echaban chispas, y dijo:
—¡Está bien, es tuyo! No creía que pudieras ser tan rápida.
Dicho esto, se marchó y dio tal portazo que retumbó todo el palacio.
El príncipe y la princesa podían por fin casarse, tal como había prometido la reina, así que se preparó la boda. El día de la boda, la princesa no estaba especialmente contenta, pues no sabía si se presentarían o no sus singulares invitadas. Llegó el momento y la boda se celebró, según la vieja tradición, con placer y alegría; pero, por más que la novia mirara por todas partes, no veía a ninguna mujer vieja. Por fin, cuando los invitados debían sentarse a la mesa, la princesa advirtió la presencia de las tres pequeñas mujeres, que estaban sentadas solas en una mesa de un rincón del salón de bodas. El rey, al verlas, se puso en pie y preguntó qué invitadas eran aquéllas, ya que hasta entonces nunca las había visto. La mayor de las tres mujeres replicó:
—Me llamo Storfota—mor, y tengo los pies tan grandes por lo mucho que he hilado en mi vida.
—Siendo así —dijo el rey—, lo mejor será que mi nuera no tenga que volver a hilar nunca más.
A continuación, se dirigió a la segunda mujer y le preguntó cuál era el motivo de su singular apariencia. La vieja contestó:
—Me llamo Storgumpa—mor, y tengo el trasero tan ancho por lo mucho que he tejido en mi vida.
—Siendo así —dijo el rey—, lo mejor será que mi nuera tampoco tenga que volver a tejer jamás.
Se dirigió a continuación a la tercera vieja y le preguntó su nombre. Entonces Stortumma—mor se levantó y dijo que tenía un dedo pulgar tan grande por lo mucho que había cosido en su vida.
—Si así es —dijo el rey—, lo mejor será que mi nuera tampoco tenga que volver a coser jamás.
Y así fue. La bella princesa recibió la mano del príncipe y fue eximida para toda su vida tanto de hilar y tejer como de coser.
Cuando terminó la boda, las abuelitas se marcharon. Nadie vio qué camino habían tomado y tampoco nadie sabía de dónde habían venido. El príncipe, sin embargo, vivió contento y feliz con su esposa, y todo discurrió con mucha más calma y mucha más tranquilidad, pues la princesa no era tan activa como la severa reina.
Fin