HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD (Ben Boba & R. Myron Lewis)
Publicado en
septiembre 04, 2011
¿Por que estaba la Luna en paz cuando todo el resto del Sistema Solar se hallaba en guerra?
No tenía Idea de que la base lunar de los Estados Unidos fuese tan grande y estuviera tan perfectamente bien equipada ― dijo el representante de las NN.UU. mientras cruzaba la escotilla de entrada.
― Si, está operando en grande ― respondió el coronel Patton, sonriendo ligeramente. Su satisfacción personal trascendía incluso por el visor de su traje espacial.
Una vez equilibrada la presión de la escotilla, se quitaron sus aluminizados trajes protectores. Patton era corpulento, bordeando el limite máximo concedido a los pasajeros de vehículos espaciales. Torgeson, el miembro de las NN.UU., era ligero, pelo ralo, con gafas y una apariencia algo suave.
Salieron de la escotilla entrando en el corredor que recorría en toda su longitud la enorme cúpula de plástico que albergaba al Cuartel General de la Base lunar de los EE. UU. de América.
― ¿Qué hay detrás de todas esas puertas? ― preguntó Torgeson. Su Inglés poseía un cierto deje escandinavo. Patton lo encontró algo irritante.
― A la derecha ― respondió el coronel con aíre Indiferente ― están los dormitorios de oficiales, las cocinas, el comedor de oficiales, varios laboratorios y el cuartel general del Alto Mando. A la Izquierda se encuentran los computadores y calculadores.
Torgeson parpadeó.
― ¿Quiere usted decir que la mitad de este edificio está ocupada por los computadores? ¿Pero por qué diablos... quiero decir, para qué necesitan tantos? ¿No resulta terriblemente caro subirlos hasta aquí arriba? Sé que mi propio vuelo a la Luna cuesta millares de dólares. El de cada computador debe de ser...
― Enormemente caro ― asintió Patton con convicción ―. Pero los necesitamos. Créame, los necesitamos.
Recorrieron el resto del largo pasillo en silencio. El despacho de Patton estaba al mismísimo extremo. El coronel abrió la puerta e hizo pasar al representante de las Naciones Unidas.
― Un despacho holgado ― dijo Torgeson ― ¡Y una ventana!
― Uno de los pocos privilegios del cargo ― respondió Patton, sonriendo tenso ―. Ese blanco mástil de la antena que sobresale del horizonte pertenece a la base rusa.
― Ah, sí. Claro. Mañana les haré una visita.
El coronel Patton asintió y con un gesto señaló un sillón a Torgeson mientras rodeaba su escritorio metálico y tomaba asiento.
― Pues bien ― empezó a decir ―, es usted el primer hombre al que se le ha permitido entrar en está Base Lunar, que no es ni agente de la seguridad, ni ha sido triplemente investigado, ni pertenece al gobierno americano y no es ciudadano de mi país. Sólo Dios sabe cómo consiguió usted el vístobueno del Pentágono para su viaje. Pero... ahora que está aquí, ¿qué es lo que desea?
Torgeson se quitó las gafas y jugueteó con ellas.
― Supongo que lo mejor será la respuesta más simple. Las Naciones Unidas deben... absolutamente deben... averiguar cómo y por qué los rusos y ustedes han sido y son capaces de vivir pacíficamente aquí en la Luna.
A boca de Patton se abrió, pero no salió de ella ninguna palabra. La cerró con un chasquido.
― Americanos y rusos ― continuó el miembro de las NN.UU. ― se han disparado mutuamente desde vehículos satélites orbitales. Han intercambiado disparos tanto en el Polo Norte como en el Sur. Diplomáticos de carrera se han liado a puñetazos como boxeadores en los pasillos del edificio de las Naciones Unidas...
― Eso no lo sabia.
― Oh, sí. Como ea natural, lo mantuvimos en secreto. Pero la tensión se hace insoportable. Por todas partes en la Tierra ambos bandos están armados hasta los dientes y al borde del desastre. Incluso pelean en el espacio. Y, sin embargo, aquí en la Luna, ustedes y los rusos viven unos junto a otros en paz. Tenemos que saber cómo lo logran.
Patton sonrió.
― Ha venido usted en el día más apropiado. Bueno, veamos ahora... cómo presentar el panorama. Usted sabe que el medio ambiente aquí es en extremo hostil: sin aire, baja gravedad...
― El medio ambiente en la Luna ― objetó Torgeson ―, no es más hostil que el de las estaciones orbitales. De hecho, ustedes tienen algo de gravedad, suelo firme, grandes edificios... muchas ventajas de las que carecen los satélites artificiales. Sin embargo, se han peleado a bordo de los satélites... y no en la Luna. Por favor, no me haga perder el tiempo con pláticas. Este viaje le cuesta a las NN.UU. demasiado dinero. Dígame la verdad.
Patton asintió.
― A eso iba. He repasado los informes que me mandó la Base terrestre: a usted le han dado salvoconducto la Casa Blanca, la AEC, la NASA e Incluso el Pentágono.
―¿Y bien?
― Perfecto. Toda la verdad del asunto es que... ― el suave campanilleo del relojito instalado en el escritorio de Patton le interrumpió ―. ¡Oh! Perdóneme.
Torgeson se arrellanó y contempló cómo Patton limpiaba con cuidado el escritorio, quitando todos los objetos de él: reloj, calendario, teléfono, cestos ENTRADA/SALIDA de correspondencia y oficios, lata de tabaco y estantería de pipas, papeles diversos e Informes... colocándolo todo con aseo y orden en los cajones del escritorio. Luego, Patton se puso en pie, caminó hasta el archivador y cerró firmemente los cajones metálicos.
Se plantó en medio de la estancia, repasó la escena con aparente satisfacción y después consultó su reloj de pulsera.
― Está bien ― dijo a Torgeson ―. Túmbese de bruces.
― ¿Qué?
― Así ― indicó el coronel y se postró en el piso de caucho.
Torgeson le miró con fijeza.
― ¡Vamos! Quedan sólo pocos segundos.
Patton extendió el brazo y asió al miembro de las NN.UU por la muñeca. De manera increíble, Torgeson salió de su silla, cayó a cuatro patas y por último se aplastó contra el suelo, cerca del coronel.
Durante un segundo o dos permanecieron mirándose uno a otro, sin decir nada.
― Coronel. esto es embara...
La habitación estalló en una demoledora andanada de sonidos.
Algo... muchos "algo".... desgarró las paredes. El aíre siseó y rechinó por encima de las cabezas de los dos hombres postrados. El escritorio metálico y el archivador sonaron fantasmales.
Torgeson cerró los ojos con fuerza y trató de hundirse en el suelo. ¡Era como si disparasen contra ellos!
De manera brusca todo cesó.
La habitación volvía a estar tranquila, excepto un débil sonido sibilante. Torgeson abrió los ojos y vio cómo el coronel se levantaba. La puerta se abrió con violencia. Tres sargentos irrumpieron, provistos de parches adhesivos y de tubitos de disolución para pegarlos. Recorrieron toda la oficina parcheando los varios centenares de agujeros de las paredes.
Poco a poco, mientras los sargentos llevaban a cabo en silencio su febril tarea, reparó Torgeson que tales paredes estaban ya cuajaditas de parches de caucho. ¡La habitación debía haber sido agujereada infinidad de veces!
Se puso en pie con parsimonia.
―¿Meteoros? ― preguntó, con un ligero temblor en la voz.
El coronel Patton masculló una negativa y se reinstaló en su asiento tras el escritorio. El mueble tenía claras señales de múltiples impactos. Torgeson se fijó ahora. Lo mismo le ocurría al armario archivador.
― La ventana, por si tiene curiosidad, es con cristal a prueba de balas.
Torgeson asintió, sentándose también.
― Mire ― comenzó a decir el coronel ―, la vida no es tan pacífica aquí como usted se piensa. Oh, si, nos llevamos estupendamente con los rusos... ahora. Hemos aprendido a vivir en paz. Era preciso.
― ¿Qué fueron... esas cosas?
― Balas.
― ¿Balas? ¿Pero cómo...?
Los sargentos terminaron su frenético trabajo, se alinearon ante la puerta y saludaron. El coronel Patton devolvió el saludo y sus subordinados dieron medía vuelta al unísono y abandonaron el despacho cerrando la puerta al salir.
― Coronel, francamente estoy desconcertado.
― Resulta lo bastante simple para que se comprenda. Pero no se apure mucho por eso de estar desconcertado y sorprendido. Sólo los altos cargos del Pentágono conocen este caso. Y el presidente, claro. No tuvieron otro remedio que decírselo.
― ¿Qué pasó?
El coronel Patton tomó su pipero y la lata de tabaco. sacándolos del cajón del escritorio, y comenzó a llenar una de las pipas.
― Mire ― dijo ―, los rusos y nosotros no fuimos siempre tan pacíficos aquí en la Luna. Tuvimos nuestros incidentes y escaramuzas, igual que les ha pasado a ustedes en la Tierra.
― Siga, por favor.
― Bueno... ― rascó un fósforo, encendió la pipa y dio unas cuantas bocanadas, poco después de que Instalásemos esta cúpula como Cuartel General de la Basa Lunar, nos metimos en unas cuantas y fuertes discusiones ― apagó la cerilla y la arrojó dentro del abierto cajón. Como usted sabe, nos hallamos en el Oceanus procellarum. Exactamente, en el ecuador lunar. Uno de los mayores espacios abiertos de éste mundo yermo, rocoso y sin aíre. Bien, los rusos reclamaron la total propiedad del condenado Oceanus, puesto que fueron los primeros en llegar aquí. Nosotros mantuvimos que la propiedad legal no estaba establecida, porque de acuerdo con la Cédula Estatutuaria de la NN.UU. y los convenios subsiguientes...
―¡Ahórrese los detalles legales! Por favor, ¿qué pasó? Patton pareció ligeramente ofendido.
― Bueno... empezamos a disparamos unos contra otros. Uno de sus centinelas hizo fuego contra uno de los nuestros. Ellos afirman que fue al revés, claro. De todas maneras, a los veinte minutos nos habíamos enzarzado en una batalla de regulares dimensiones, ahí fuera, entre nuestra base y la suya. ― Con un gesto señaló la ventana.
― ¿Se pueden disparar armas de fuego en el espacio sin aire?
― Oh, claro. No hay ningún problema en absoluto. Sin embargo, algo inesperado surgió de improviso.
― ¿Eh?
― En la batalla sólo escasos hombres fueron heridos, por suerte, ninguno de gravedad. Como en todas las refriegas, la mayor parte de los disparos fueron claros fallos.
― ¿Y?
Patton sonrió con aspereza.
― Pues que uno de nuestros matemáticos civiles comenzó a hacer sus calculitos. Habíamos disparado varios millares de balas a gran velocidad. En el espacio sin aire. Fíjese, sin fricción. Y bajo condiciones de escasa fuerza de gravedad. Pasaron de largo sus blancos establecidos...
La comprensión iluminó el rostro de Torgeson.
― ¡Oh, no!
― Eso mismo. Los proyectiles pasaron silbando (es un decir), remontándose por encima de las montañas, gracias a la curvatura de este maldito y breve horizonte lunar, y se situaron en órbitas satélite bastante excéntricas. Cada hora, poco más o menos, regresan a su perigeo... o, mejor dicho, a su perilunio. Y cada veintisiete días el perilunio coincide exactamente aquí, donde partieron los proyectiles. De cualquier forma, cuando vuelven por este camino originan un verdadero infierno en nuestra base... y en la base rusa también, claro.
―¿Pero, no pueden ustedes...?
― ¿Hacer qué? Es Imposible trasladar la base. La autorización depende de la Junta de Jefes de Estado Mayor y no 8e ponen de acuerdo acerca del lugar más adecuado para el traslado. No se puede traer ningún material que sirva de blindaje, porque eso tampoco está autorizado. Lo mejor que podemos hacer es requisar cuantos computadores o cerebros electrónicos caen a nuestro alcance y tratar de seguir la pista de todos y cada uno de los proyectiles. Ya sabe, sus órbitas continúan cambiando cada vez que atraviesan las bases. La fricción del aire, tras perforar las paredes, los rebotes en el mobiliario... todo eso hace que sus órbitas varíen lo bastante para mantener ocupados a nuestros computadores día y noche...
― ¡Dios mío!
― Entretanto, no nos atrevemos a disparar más veces. Seria sobrecargar a los cerebros electrónicos y perderíamos el rastro de todas las balas. Entonces tendríamos que pasamos cuerpo a tierra las veinticuatro horas del día.
Torgeson permaneció sentado en un silencio de anonadamiento.
― Pero no se preocupe ― concluyó optimista Patton, adoptando su sonrisa profesional ―. Tengo un pequeño destacamento de hombres trabajando en secreto en el extremo más lejano de la base... allá donde los rojos no pueden verlos... Construyen un muro. Eso detendrá a las balas. ¿Luego, ajustaremos las cuentas de una vez para siempre a esos sucios belicistas!
El rostro de Torgeson quedó inexpresivo, blando, exangüe. La campanilla sonó, apagada, dentro del escritorio de Patton.
― Será mejor que nos volvamos a tumbar en el suelo. Aquí viene la segunda andanada.
Fin