EL REGIO TESORO DE SUTTON HOO
Publicado en
diciembre 28, 2014
Estas cucharas de plata con los nombres "Saulo" y "Paulo" inscritos en griego, pueden haber sido un regalo de bautismo para un cristiano converso.
Los residentes de Woodbridge sospechaban de tiempo atrás que las lomas de Sutton Hoo encerraban "cosas interesantes", pero no soñaron siquiera que en su interior ocultaran tantas riquezas.
Por Thomas Gallagher.
UNA MAÑANA de mayo de 1939 la señora Edith May Pretty estaba en su propiedad de Sutton Hoo, que, situada entre los brezales del condado inglés de Suffolk, dominaba once lomas que descendían hacia el río Deben. La acompañaba el arqueólogo Basil Brown, hombre delgado de mediana estatura y rasgos delicados. Ambos sabían ya que aquellas lomas eran otros tantos túmulos: el año anterior Brown había excavado en tres de ellas y había descubierto piezas de cerámica de la edad de bronce, urnas anglosajonas, una pila de huesos carbonizados y los restos de una embarcación de antigüedad multisecular. Y en aquellos momentos se iban a reanudar las excavaciones.
—Me gustaría que cavara usted en aquella —dijo la señora Pretty a su acompañante, señalando la loma más grande del grupo, un montículo de más o menos 30 metros de diámetro y que se elevaba tres metros sobre el terreno.
Fue una feliz inspiración. Antes de cumplidos tres meses, el enorme túmulo revelaba el hallazgo arqueológico más grande que jamás se haya hecho en Gran Bretaña. De inmenso valor por sí mismo, vino a llenar una laguna existente hasta entonces en la historia anglosajona y a proporcionar una prueba más de que la llamada Edad de las Tinieblas era asombrosamente rica y culta.
Al principio Brown sólo tuvo como ayudantes un guardabosques y un jardinero de la finca de la señora Pretty. Los tres comenzaron abriendo una zanja de dos metros de ancho, poco más o menos, a través del montículo y hasta el antiguo nivel del terreno. A esa profundidad Brown pudo establecer que debajo había una tumba. Luego, cuando estaban ensanchando la zanja, Jacobs, el jardinero, gritó:
—¡Señor Brown! ¡He encontrado una pieza de hierro!
Brown la identificó en seguida: era una grapa, tal vez un remache de barco. Explorando con una llana pequeña, pronto descubrió cinco remaches más, a unos 12 centímetros uno de otro. Creyendo en el primer momento que habían hallado una embarcación semejante a otra descubierta por él en una excavación anterior, Brown extendió la zanja, avanzando cuidadosamente de un remache a otro. La embarcación se ensanchaba y llegaba a mayor profundidad. Aunque los maderos mismos se habían desmoronado y sólo quedaba de ellos una decoloración en la arena, donde las fibras de la madera se habían descompuesto, las hileras de remaches, implantadas aún en su posición original, permitían seguir la honda curvatura interior de un barco ¡que tenía más de 25 metros de largo y cuatro de ancho!
El cuenco de bronce (reconstruido) tenía ocho placas esmaltadas de complicado dibujo. Tres de ellas fueron fundidas corno círculos y con ganchos para colgarlas.
British Museum
Con emoción creciente, Brown comprendió el significado de su hallazgo. Sabía que el entierro en barcos era una costumbre pagana que aún prevalecía al advenimiento del Cristianismo. Celebrado con gran ceremonia y seguido de fiestas y banquetes, era una especie de funeral solemne reservado a los grandes personajes. Como se creía que el muerto se trasladaba a la otra vida en el barco, se enterraban con sus riquezas para que pudiera seguir en ultratumba la existencia de que disfrutó en la Tierra. Y una embarcación de ese tamaño sólo se podía haber destinado a un rey.
La noticia del descubrimiento se divulgó pronto en los círculos arqueológicos, y el 6 de junio un eminente especialista en esa ciencia, Charles Phillips, de la Universidad de Cambridge, visitó a la señora Pretty, y ambos cruzaron el brezal hasta el montículo. "Cuando vi la silueta de ese enorme barco", cuenta Phillips, "apenas pude dar crédito a mis ojos".
Convencido de que la excavación era una tarea superior a la capacidad de un solo hombre, Phillips encareció a la señora Pretty que pidiera ayuda al Ministerio de Obras Públicas y al Museo Británico, a lo cual accedió ella. Al reanudarse los trabajos se descubrió que se había hecho ya otra tentativa para llegar al tesoro... varios siglos atrás. Se había cavado un pozo a tres metros de la cima del altillo. En el fondo se hallaron fragmentos de un cántaro del siglo XVI, varillas chamuscadas, arena ennegrecida y restos de huesos de animales.
Un hombre de aquella época de quien se dice había obtenido permiso para buscar oro enterrado, era el Dr. John Dee, el famoso alquimista, matemático y hechicero del tiempo de Isabel I, el cual posiblemente hubiese visitado Sutton Hoo. Quienesquiera que fuesen, los excavadores habían tomado, al parecer, algún refrigerio dentro del pozo y dejaron en él su cántaro vacío y los restos de su comida. Pero evidentemente no habían llegado hasta la cámara mortuoria ni habían tomado el tesoro, que debía de estar a bastante más de tres metros de profundidad. Tal vez habían renunciado por temor a quedar sepultados en un derrumbamiento de tierra.
Invitado por el Ministerio de Obras Públicas, Charles Phillips asumió la dirección de los trabajos, con Brown como ayudante. Lo que enardecía la imaginación de ambos era el barco mismo. Evidentemente no era un buque de los normandos, pues no hallaron indicio de mástil ni de poste vertical de quilla. ¡Esto significaba que Brown había descubierto una de las sólidas galeras de remos anglosajonas en que los antepasados de los ingleses de hoy cruzaron el Canal de la Mancha hace más de 13 siglos.
Hebilla de oro puro, de más de 12 cm. de largo, que estaba entre la ofrenda del rey desconocido.
Colour Centre Slides Ltda.
La semana siguiente Brown llegó a la cámara mortuoria, en el centro del barco. El techo de madera se había desplomado siglos atrás y sólo tres metros de arena separaban al arqueólogo del tesoro que pudiera contener la cámara. Hacia el 20 de julio esta quedó en gran parte despejada y comenzaron a aparecer varias formas recubiertas de arena endurecida. Era evidente que la cámara mortuoria no había sido saqueada.
Con una exploración paciente, paso a paso, el fascinante juego del descubrimiento fue haciéndose más y más emocionante a medida que se llegaba al extremo de popa de la cámara. Y el 21 de julio, al rayo de un sol radiante que iluminaba lo que permaneció tanto tiempo en la oscuridad, se hizo el primer hallazgo importante: los magníficos avíos de un rey. Primero apareció su pendón de hierro, de casi dos metros de altura, coronado por la figura de un ciervo bellamente modelado de bronce, con su gran cornamenta. Cerca había un casco de hierro, con la pieza para protección de la nariz y la boca, hecha de bronce dorado, y una cimera de plata adornada con cabezas de dragón doradas. Seguía luego la espada del rey, con la hoja y la vaina tan mohosas que no fue posible separarlas. A ambos lados de ella había dos alhajas exquisitas de oro, en forma de pirámide y en perfecto estado, que probablemente habían formado parte del adorno del puño de la espada.
La tapa del bolso, con el armazón y el cierre de oro, está decorada con granates y esmalte; los goznes debieron de estar remachados en tiras de cuero que colgaban de un cinturón.
Pero luego ocurrió el descubrimiento que habría de pasmar al mundo de la arqueología: la más bella colección de joyas anglosajonas que se hayan desenterrado jamás de un cementerio antiguo. Cerca de la espada se encontraban 17 piezas que formaban el arnés real, incluyendo hebillas, monturas de correajes, broches de oro tachonados con 4000 granates tallados uno por uno. La gran hebilla de cinturón, por sí sola, de oro macizo y adornada con un diseño de animales entrelazados, tenía más de 12 centímetros de largo y pesaba cerca de 450 gramos. Lo más interesante era el contenido de un bolso ricamente enjoyado e incrustado: 37 monedas de oro merovingias, valioso indicio para determinar la fecha probable del entierro.
Muy pronto toda la ciudad de Woodbridge hablaba del tesoro. Llegaron de Londres legiones de periodistas y el teléfono de la señora Pretty no cesaba un instante de sonar, pero los arqueólogos proseguían metódicamente su tarea. En un momento dado apareció un gran terrón de arena purpúrea, y al recogerlo en una lámina de hierro y ponerlo aparte al sol, la arena comenzó a secarse. De pronto, con un ruido metálico, el terrón se hinchó y se desmenuzó la arena, lo que puso al descubierto una pila de diez cuencos de plata que hacían juego y que se abrieron como un acordeón. Otros hallazgos fueron los de un cucharón de plata y dos cucharas del mismo metal, una con el nombre "Saulo" y la otra con el de "Paulo". Había también calderos de bronce en que se había preparado comida. Cerca estaban los restos deformados de grandes cuernos para beber, montados en plata, y dos de los cuales, procedentes del monstruoso uro o toro salvaje europeo, especie hoy extinta, tenían una capacidad de casi seis litros cada uno. Había un juego de siete lanzas diversas, una daga, un exótico tazón copto, un gran plato de plata del Imperio Bizantino y una de las arpas más antiguas de Europa.
Dos monedas de oro, encontradas en su interior, fueron acuñadas en Europa continental; la de la derecha en París.
El tesoro descubierto revelaba un nivel de civilización hasta entonces insospechado. Sin duda alguna, el soberano anglosajón a quien se honró con tan magnífica sepultura era rico y de gustos cosmopolitas. Pero, ¿quién era? No había ninguna inscripción grabada en el casco, el escudo o la espada. Ningún resto humano, ni siquiera un diente, se encontró en la sepultura. Hasta ahora las pruebas químicas han demostrado, de manera casi concluyente, que nunca hubo cadáver alguno en la tumba.
Según Phillips y sus colegas, la ausencia de un cuerpo proporciona una clave para establecer la identidad del rey. A. mediados del siglo VII dos hermanos reinaron en la Anglia Oriental en rápida sucesión. El primero, el rey Anna, cristiano muy devoto, fue sepultado, según se sabe, en Blythhurgh. Pero es posible que su hermano el rey Aethelhere, que era cristiano apenas nominal, le hiciera un entierro en un simbólico barco pagano. O es posible también que la sepultura en un barco estuviera destinada al propio Aethelhere. Este, poco después de la muerte de su hermano, murió en combate en Yorkshire y no hay constancia de su entierro.
Entre los tesoros de plata estaba un juego de diez cuencos, cada uno con una cruz en su interior y probablemente del Mediterráneo oriental.
Pero la población de Woodbridge estaba más interesada por el tesoro real. ¿A quién correspondía su propiedad ? Con arreglo a la ley que regula el hallazgo de tesoros, el oro y la plata enterrado secretamente para recuperarlo después, pertenece al heredero legítimo del propietario original, y si no es posible hallar a ese heredero, su propiedad pasa a la Corona. Sin embargo, si el propietario no hubiera pensado en que se recuperase el oro o la plata, este pertenece al dueño del terreno o a la persona que lo descubre.
El 14 de agosto, a las dos semanas de haberse recogido lo que había dentro de la tumba, se efectuó una indagación judicial en la casa de gobierno. Tocaría al jurado local decidir si los objetos encontrados debían pasar a poder de la Corona o de la señora Pretty: "¿El dueño los había ocultado en secreto para beneficio de sus herederos, o los había abandonado en definitiva?"
Casco y visera de hierro del rey, decorados con oro y plata, y con piezas engoznadas para protección de las mejillas y el cuello.
El testimonio decisivo fue el de Charles Phillips. Tenía este una figura esbelta e imponente al trazar un cuadro lleno de vida de lo sucedido 1300 años antes a solo un kilómetro de donde estaban reunidos. Mientras hablaba, el jurado podía imaginarse a sus antepasados sacando el barco del río en que ellos y sus padres y sus abuelos habían pescado cuando niños. Podían imaginar las fórmulas de encantamiento paganas, los humeantes calderos de comida, el vino que rebosa de los gigantescos cuernos para beber. El carácter público de esa ceremonia excluía toda posibilidad de secreto, según Phillips.
El jurado estuvo de acuerdo con él y declaró que el propietario legítimo era la señora Pretty. A su vez, ella decidió, el 23 de agosto, donar todos los valiosos objetos de la tumba al Museo Británico. Fue uno de los más grandes donativos que haya recibido esta institución nacional en vida del donante.
Así debió de parecer el barco de Sutton Hoo en el mar.
H. Schosler-Pedergen
Una semana más tarde estalló la segunda guerra mundial, y se volvió a ocultar el tesoro, esta vez en la estación del tren subterráneo de Aldwych. Pasaron seis años antes de que se pudiera poner el tesoro de Sutton Hoo en exhibición permanente.
El barco sigue teniendo gran interés para los arqueólogos. Entre 1965 y 1968 se practicaron nuevas excavaciones en el lugar de su hallazgo y se tomaron moldes de yeso de las diferentes secciones de la embarcación, que se utilizaron para hacer una reproducción de vidrio acrílico que se exhibió por televisión en noviembre de 1968. La identidad del rey continúa preocupando a los especialistas. Las monedas merovingias podrían contribuir a resolver el problema, y los numismáticos, por su parte, creen que posiblemente fueron acuñadas aun antes de lo que se ha creído. Si así fuera, la tumba bien podría ser la del poderoso rey pagano Redwald, que murió alrededor del año 625. Era un personaje más importante que Anna y Aethelhere, y por tanto más digno de tan magnífica sepultura.
Lo único que los excavadores encontraron en 1939 fueron remaches de hierro y la forma de su maderaje en la arena.
Mercie Lack, Arts.
Entre tanto, vistosamente dispuestas en las galerías del rey Eduardo VII en el Museo Británico, las insignias reales del soberano anglosajón ofrecen a los visitantes una fascinadora visión de la vida en la Inglaterra de hace más de un milenio.