SONATA SIN ACOMPAÑAMIENTO (Orson Scott Card)
Publicado en
noviembre 23, 2021
AFINANDO
Cuando Christian Haroldsen tenía seis meses, las pruebas preliminares revelaron una predisposición hacia el ritmo y una aguda percepción del diapasón. Otras pruebas revelaron muchas otras aptitudes, pero el ritmo y el diapasón eran los signos regentes de su zodíaco personal, y se inició la tarea de reforzarlos. Los Haroldsen recibieron cintas de un sinfín de sonidos, y se les indicó que pasaran las grabaciones continuamente, durante la vigilia y el sueño.
Cuando Christian Haroldsen cumplió los dos años, su séptima batería de pruebas señaló el futuro que seguiría inevitablemente. Su creatividad era excepcional, su curiosidad insaciable, su comprensión de la música tan intensa que la carátula de todas las pruebas decía «Prodigio».
Prodigio fue la palabra que lo llevó desde el hogar de sus padres hasta una casa en un profundo bosque caduco, donde el invierno era crudo y violento y el verano una breve y desesperada erupción de verdor. Se crió al cuidado de criados que no cantaban, y la única música que se le permitía oír era el canto de los pájaros, el murmullo del viento y el crujido de la madera en invierno; el trueno, y el tenue crepitar de las hojas doradas al desprenderse y caer a tierra; la lluvia en el tejado y el goteo del agua desde los carámbanos; el parloteo de las ardillas y el profundo silencio de la nieve en una noche sin luna.
Estos sonidos eran la única música consciente de Christian; las sinfonías de sus primeros años constituían un recuerdo remoto e irrecuperable. Y también aprendió a oír música en cosas no musicales, pues tenía que hallar música incluso donde no existía.
Descubrió que los colores formaban sonidos en su mente; en verano el resplandor del sol era un cornetazo vibrante; en invierno el claro de luna, un gemido agudo y plañidero; el lozano verdor de la primavera, un susurro de ritmos aleatorios; el relampagueo de un zorro rojo entre las hojas, un jadeo de sobresalto.
Y aprendió a ejecutar esos sonidos en su Instrumento.
En el mundo había violines, trompetas, clarinetes y cuernos, tal como ocurría desde hacía siglos. Christian no sabía nada de eso. Sólo disponía de su Instrumento. Con eso bastaba.
Christian vivía en una habitación de su casa, casi siempre a solas: una cama (no demasiado mullida), una silla y una mesa, una máquina silenciosa que lo aseaba y le limpiaba la ropa, y una lámpara eléctrica.
La otra habitación sólo contenía el Instrumento. Era una consola con teclas, flejes, palancas y barras, y cuando Christian tocaba una parte emitía un sonido. Cada tecla emitía un sonido distinto; cada punto de los flejes emitía un tono diferente; cada palanca modificaba el tono; cada barra alteraba la estructura del sonido.
Cuando llegó a la casa, Christian jugaba (siendo un niño) con el Instrumento, produciendo ruidos extraños y curiosos. Era su único compañero de juegos; aprendió a usarlo, a producir cualquier sonido que deseara. Al principio se inclinó por los tonos estentóreos, estridentes. Luego comenzó a jugar con tonos suaves y altos, y a tocar dos sonidos al mismo tiempo, y a combinar esos dos sonidos para producir otro, y a repetir una secuencia de sonidos que había ejecutado antes.
Poco a poco los sonidos del bosque se introdujeron en la música que ejecutaba. Aprendió a lograr que los vientos cantaran a través del Instrumento; aprendió a transformar el verano en una canción que él podía tocar a voluntad; el verdor, con sus infinitas variaciones, era su armonía más sutil; los pájaros graznaban en el Instrumento con toda la pasión de la soledad de Christian.
Y el rumor se difundió entre los Escuchas licenciados:
—Hay un nuevo sonido al norte de aquí, al este de aquí: Christian Haroldsen, que os desgarrará el corazón con sus canciones.
Los Escuchas acudieron, al principio un puñado para quienes la variedad era todo, luego aquellos que ensalzaban la novedad y la moda, y al fin los que valoraban principalmente la belleza y la pasión. Acudieron, y acamparon en el bosque de Christian, y escucharon la música que se irradiaba por altavoces perfectos desde el tejado de la casa. Cuando la música cesaba, y Christian salía de la casa, veía a los Escuchas que se alejaban; preguntó a qué iban y le respondieron; le maravilló que las cosas que hacía por amor en su Instrumento pudieran interesar a los demás.
Extrañamente, sintió aún más soledad al saber que podía cantar para los Escuchas pero nunca podría oír sus canciones.
—Pero no tienen canciones —le explicó la mujer que le servía la comida todos los días—. Son Escuchas. Tú eres Hacedor. Tú tienes canciones, y ellos escuchan.
—¿Por qué? —preguntó Christian con inocencia.
La mujer se quedó asombrada.
—Porque es lo que más les gusta. Les han pasado pruebas y su mayor felicidad es ser Escuchas. Tu mayor felicidad es ser Hacedor. ¿No eres feliz?
—Sí —respondió Christian, y decía la verdad. Su vida era perfecta, y no hubiera cambiado nada, ni siquiera la dulce tristeza de las espaldas de los Escuchas que se alejaban cuando terminaban las canciones.
Christian tenía siete años.
PRIMER MOVIMIENTO
Por tercera vez, aquel hombre bajito con gafas y un incongruente mostacho se atrevió a esperar en la maleza a que saliera Christian. Por tercera vez se sentía abrumado por la belleza de la canción que acababa de finalizar, una melancólica sinfonía que hacía presentir la caída de las hojas aunque aún estaban en pleno verano. El otoño es inevitable, decía la canción de Christian; durante todo su vida las hojas contienen el poder de morir, y eso debe colorear su vida. El hombre bajito con gafas sollozó, pero cuando concluyó la canción y los demás Escuchas se alejaron, se ocultó en la maleza y aguardó.
Esta vez la espera obtuvo su recompensa. Christian salió de la casa, caminó entre los árboles y enfiló hacia donde aguardaba el hombre bajito con gafas. El hombre bajito admiró la soltura y el aplomo de Christian. El compositor aparentaba unos treinta años, pero había algo aniñado en su modo de mirar alrededor, su modo de pasear sin rumbo, su costumbre de detenerse para tocar (sin romper) una ramita caída con los pies descalzos.
—Christian —llamó el hombre de gafas.
Christian se volvió sobresaltado. En todos esos años, ningún Escucha le había hablado. Estaba prohibido. Christian conocía la ley.
—Está prohibido —advirtió Christian.
—Ten —dijo el hombre bajito con gafas, alargándole un pequeño objeto negro.
—¿Qué es?
El hombre bajito esbozó una mueca.
—Sólo cógelo. Oprime el botón y tocará.
—¿Tocará?
—Música.
Christian dilató los ojos.
—Pero eso está prohibido. No puedo permitir que la labor de otros músicos contamine mi creatividad. Eso me haría imitativo y derivativo en vez de original.
—Discursos —replicó el hombre—. Sólo recitas esas palabras. Ésta es la música de Bach. —Había reverencia en su voz.
—No puedo —dijo Christian.
El hombre bajo sacudió la cabeza.
—No sabes. No sabes lo que te pierdes. Pero lo oí en tu canción cuando vine aquí hace años, Christian. Necesitas esto.
—Está prohibido —insistió Christian, pues le desconcertaba que un hombre quisiera realizar un acto prohibido a sabiendas, y no atinaba a comprender que debía responder con otro acto.
Se oyeron pasos y voces a lo lejos, y el hombre bajito se asustó. Corrió hacia Christian, le puso el grabador en la mano y echó a andar hacia la puerta de la reserva.
Christian cogió el grabador y lo alzó contra la mancha de luz que atravesaba las hojas. Tenía un brillo opaco.
—Bach —dijo Christian—. ¿Quién es Bach?
Pero no tiró el grabador. Tampoco se lo entregó a la mujer que acudió a preguntarle qué quería el hombre bajito con gafas.
—Se quedó por lo menos diez minutos.
—Yo le vi sólo un momento —respondió Christian.
—¿Y?
—Quería que oyera una música. Tenía un grabador.
—¿Te lo dio?
—No —dijo Christian—. ¿Acaso aún no lo tiene?
—Debe de haberlo tirado en el bosque.
—Dijo que era Bach.
—Está prohibido. Es todo lo que necesitas saber. Si encuentras el grabador, Christian, ya conoces la ley.
—Te lo daré.
Ella lo miró severamente.
—Sabes qué ocurriría si escucharas esas cosas.
Christian asintió.
—Muy bien. Nosotros también lo buscaremos. Hasta mañana, Christian. Y la próxima vez que alguien se quede más tiempo, no hables con él. Regresa a la casa y cierra las puertas con llave.
—Eso haré —asintió Christian.
Cuando la mujer se marchó, Christian tocó el Instrumento durante horas. Más Escuchas acudieron, y los que habían oído antes a Christian se sorprendieron de su confusa canción.
Esa noche hubo una tormenta estival, viento y lluvia y truenos, y Christian no pudo dormir. No por la música del tiempo, pues estaba acostumbrado a las tormentas. Era por el grabador que guardaba detrás del Instrumento, contra la pared. Christian había vivido treinta años rodeado por ese lugar bello y agreste y la música que componía. Pero ahora…
Ahora estaba intrigado. ¿Quién era Bach? ¿Quién es Bach? ¿Qué es su música? ¿Por qué es diferente de la mía? ¿Ha descubierto cosas que yo ignoro?
¿Qué es su música?
¿Qué es su música?
Al romper el alba, cuando amainaba la tormenta y cesaba el viento, Christian se levantó después de pasar la noche en vela, cogió el grabador y lo conectó.
Al principio sonaba extraño, como ruido, sonidos extraños que nada tenían que ver con los sonidos de la vida de Christian. Pero las estructuras eran claras, y al final de la grabación, que duraba menos de media hora, Christian dominaba la idea de la fuga y el sonido del clave le vibraba en la mente.
Pero sabía que lo descubrirían si permitía que esas cosas afloraran en su música, así que no intentó componer una fuga. No intentó imitar la música del clave.
Y cada noche escuchaba la grabación, aprendiendo cada vez más, hasta que al fin llegó el Observador.
El Observador era ciego, y lo guiaba un perro. Llegó hasta la puerta, y como era Observador, la puerta se abrió sin necesidad de que llamara.
—Christian Haroldsen, ¿dónde está el grabador? —preguntó el Observador.
—¿Grabador? —contestó Christian, pero comprendió que sería inútil, así que cogió el aparato y se lo entregó al Observador.
—Oh, Christian —se lamentó el Observador, con voz apenada—. ¿Por qué no lo entregaste sin escucharlo?
—Quise hacerlo —respondió Christian—. ¿Pero cómo lo supiste?
—Porque de pronto no hay fugas en tu obra. De pronto tus canciones han perdido esos aires que evocan a Bach. Y has dejado de experimentar con sonidos nuevos. ¿Qué estás tratando de eludir?
—Esto —dijo Christian, y se sentó y al primer intento imitó el sonido del clave.
—Pero nunca lo habías intentado hasta ahora, ¿eh?
—Pensé que lo notarías.
—Fugas y clave, las dos cosas que notaste primero… y las únicas cosas que no asimilaste a tu música. Todas tus canciones de estas semanas están imbuidas de Bach, pero no había fugas ni clave. Has infringido la ley. Te pusimos aquí porque eras un genio que creaba cosas nuevas inspirándose sólo en la naturaleza. Ahora, por supuesto, te has convertido en derivativo, y una creación auténticamente nueva te es imposible. Tendrás que marcharte.
—Lo sé —asintió Christian, con miedo pero sin entender cómo sería la vida fuera de su esa.
—Te educaremos para las tareas que puedes realizar ahora. No pasarás hambre. No morirás de aburrimiento. Pero como has infringido la ley, una cosa te estará prohibida.
—La música.
—No toda la música. Hay música de una clase, Christian, que la gente común, los que no son Escuchas, pueden apreciar. La radio, la televisión y la música grabada. Pero la música viva y la música nueva te estarán prohibidas. No puedes cantar. No puedes tocar un instrumento. No puedes ejecutar un ritmo.
—¿Por qué no?
El Observador sacudió la cabeza.
—El mundo es demasiado perfecto, demasiado apacible, demasiado feliz para que permitamos que un inadaptado que ha violado la ley propague el descontento. La gente normal crea cierta música, y no hace nada mejor porque no tiene aptitud para aprender. Pero si tú… no importa. Es la ley. Y si compones más música, Christian, serás castigado drásticamente. Drásticamente.
Christian asintió, y cuando el Observador le pidió que lo acompañara, lo acompañó, dejando la casa, los bosques y el Instrumento. Al principio lo tomó con calma, como un castigo inevitable por su infracción; pero no tenía ni idea de lo que significaría el castigo, el abandono de su Instrumento.
A las cinco horas gritaba y pataleaba, porque sus dedos echaban de menos el contacto de las teclas, palancas, flejes y barras del Instrumento, y no podían tenerlo, y ahora sabía que antes nunca había estado solo.
Tardó seis meses en estar preparado para una vida normal. Cuando se marchó del Centro de Reeducación (un edificio pequeño, pues rara vez se usaba), parecía cansado, y mayor, y no sonreía. Lo nombraron conductor de un camión de reparto, porque los análisis decían que era el trabajo que lo afligiría menos, y le recordaría menos su pérdida, y absorbería más sus aptitudes e intereses restantes.
Repartía donuts en tiendas.
Y de noche descubrió los misterios del alcohol, y el alcohol y los donuts y el camión y sus sueños bastaron para contentarlo. No sentía cólera. Podía vivir así el resto de su vida, sin amargura.
Repartía donuts frescos y se llevaba los que estaban rancios.
SEGUNDO MOVIMIENTO
—Con un nombre como Joe —decía Joe—, tuve que abrir un bar, para poner un letrero que dijera Bar Joe. —Y reía sin cesar, pues Bar Joe era un nombre bastante gracioso en esos tiempos.
Pero Joe era buen camarero, y el Observador lo había puesto en el lugar indicado. No en una gran ciudad, sino en un pueblo, a poca distancia de la autopista, donde a menudo acudían los camioneros; un pueblo a poca distancia de una gran ciudad, de modo que abundaban temas para la charla, la preocupación, la protesta y el entusiasmo.
El Bar Joe era un sitio agradable, y contaba con muchos parroquianos. No eran gente famosa ni borracha, sino gente solitaria y amigable en la proporción adecuada.
—Mis clientes son como un buen cóctel, la pizca necesaria de esto y aquello para lograr un nuevo sabor que es más apetecible que los ingredientes. —Joe era un poeta, un poeta del alcohol, y como muchos otros, a menudo decía—: Mi padre era abogado, y en los viejos tiempos yo también hubiera terminado por ser abogado, y nunca habría sabido qué me perdía.
Joe tenía razón. Y era un excelente camarero que no deseaba ser otra cosa, así que era feliz.
Sin embargo, una noche llegó un cliente nuevo, un hombre con un camión de reparto de donuts y una marca de donuts en el uniforme. Joe reparó en él porque el silencio lo rodeaba como un olor. Cuando él pasaba, la gente bajaba la voz y desviaba los ojos, o callaba, y todos se ponían cabizbajos y miraban las paredes y el espejo. El hombre de los donuts se sentó en un rincón y pidió un trago con agua, lo cual implicaba que deseaba quedarse un buen rato y no quería tomar demasiado alcohol de golpe para no tener que marcharse.
Joe era observador, y notó que ese hombre no dejaba de mirar el rincón donde estaba el piano. Era una vieja y desafinada monstruosidad de los viejos tiempos (pues hacía mucho que ese local era un bar) y Joe se preguntó por qué el hombre estaría tan fascinado. Muchos clientes se interesaban, pero siempre tecleaban unas notas, buscaban una melodía, fallaban y desistían. Este hombre, en cambio, parecía temeroso del piano, y no se le acercaba.
A la hora de cerrar, el hombre aún estaba allí, y Joe, impulsivamente, en vez de pedirle que se marchara, apagó la música enlatada y encendió casi todas las luces, fue hasta el piano, levantó la tapa y expuso las teclas grisáceas.
El repartidor de donuts se acercó al piano. Chris, decía la placa con el nombre. Se sentó y tocó una tecla. El sonido no era agradable. Pero el hombre tocó las teclas una por una, y luego las tocó en otro orden, y Joe observaba preguntándose por qué el hombre demostraba tanta pasión.
—Chris —dijo Joe.
Chris lo miró.
—¿Conoces alguna canción?
Chris puso cara rara.
—Me refiero a esas antiguas canciones, no esas porquerías de moda que ponen en la radio para hacerte menear el trasero, sino canciones. En un pueblecito español. Mi mamá me la cantaba. —Y Joe se puso a cantar—: En un pueblecito español, fue en una noche así. Las estrellas observaban, fue en una noche así.
Chris se puso a tocar mientras la débil y átona voz de barítono de Joe continuaba con la canción. Pero no era un acompañamiento, en absoluto. Al contrario, se oponía a la melodía, la atacaba, y los sonidos que salían del piano eran raros y discordantes, pero bellísimos. Joe dejó de cantar y se puso a escuchar. Escuchó dos horas, y cuando hubo concluido sirvió una copa para su cliente, otra para él, y brindó por Chris, el repartidor de donuts, que era capaz de lograr que aquel viejo armatoste cantara.
Chris regresó tres noches después, con aire inquieto y asustadizo. Pero esta vez Joe sabía lo que ocurriría (lo que tenía que ocurrir), y en vez de esperar a la hora de cierre, apagó la música enlatada diez minutos antes. Chris lo miró con ojos implorantes. Joe entendió mal. Fue hasta el piano, alzó la tapa del teclado y sonrió. Chris caminó rígidamente hasta el taburete, de mala gana, y se sentó.
—Oye, Joe —gritó uno de los últimos clientes—, ¿cierras temprano?
Joe no respondió. Sólo observó mientras Chris se ponía a tocar. Esta vez no hubo preliminares ni escalas ni amagos con las teclas. Sólo energía, y arrancó del piano más de lo que el piano podía ofrecer; las notas malas, las notas desafinadas, se integraban a la música de tal modo que sonaban bien, y los dedos de Chris, ignorando las restricciones de la escala dodecafónica, tocaban, pensó Joe, en los intersticios.
Ningún cliente se marchó hasta que Chris terminó, una hora y media después. Todos compartieron esa copa final y se fueron a casa sobrecogidos por la experiencia.
Chris regresó a la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Al parecer había ganado, o perdido, la batalla íntima que lo había alejado los primeros días después de su primera noche de concierto. No era cosa de Joe. Joe sólo sabía que cuando Chris tocaba el piano, sentía cosas que nunca había sentido al escuchar música, y le gustaba.
También a los clientes. Hacia la hora de cierre comenzaba a llegar gente para oír a Chris. Joe empezaba cada vez más temprano con la música de piano, y tuvo que interrumpir las copas gratuitas después del concierto porque la concurrencia era tan numerosa que habría quebrado.
Esto continuó durante dos largos y extraños meses. El camión de reparto aparcaba fuera y la gente se apartaba para dejar entrar a Chris. Nadie le decía nada, pero todos aguardaban hasta que empezaba a tocar el piano. Chris no bebía, sólo tocaba. Y entre una canción y otra los cientos de parroquianos del Bar Joe comían y bebían.
Pero la jovialidad se disipó. Faltaban las risas, la charla y el espíritu de camaradería, y al cabo Joe se cansó de la música y quiso que el local volviera a ser como antes. Pensó en deshacerse del piano, pero los clientes se hubieran enfurecido. Pensó en pedir a Chris que no fuera más, pero no reunía el valor suficiente para hablarle a ese hombre silencioso.
Y al fin hizo lo que supo que debía haber hecho tiempo atrás. Llamó a los Observadores.
Llegaron en medio de un concierto, un Observador ciego con un perro con su trailla, y un Observador sin orejas que caminaba tambaleándose, apoyándose en cosas para mantener el equilibrio. Llegaron en medio de una canción y no aguardaron a que concluyera. Fueron hasta el piano y cerraron la tapa suavemente. Chris apartó los dedos y miró la tapa cerrada.
—Oh, Christian —se lamentó el hombre con el perro lazarillo.
—Lo siento —respondió Christian—. Traté de evitarlo.
—Oh, Christian, ¿cómo podré hacer lo que debe hacerse?
—Hazlo —dijo Christian.
Y el hombre sin orejas extrajo un cuchillo láser del bolsillo de la chaqueta y le cortó los dedos. El láser cauterizaba y esterilizaba la herida al cortar, pero aun así el uniforme de Christian se salpicó de sangre. Christian, con manos que ahora eran palmas absurdas y nudillos inútiles, se levantó y se marchó del Bar Joe. La gente le cedió el paso, y todos escucharon en silencio mientras el Observador ciego declaraba:
—Ese hombre infringió la ley, y le fue prohibido ser Hacedor. Ha infringido la ley por segunda vez, y la ley sostiene que se debe impedir que desbarate el sistema que os hace tan felices.
Todos comprendieron. Sintieron pena y aprensión durante algunas horas, pero cuando regresaron a sus cómodos hogares y volvieron a sus cómodos empleos, la mera satisfacción de su vida ahogó la momentánea pena por Chris. A fin de cuentas, Chris había violado la ley. Y la ley los mantenía felices y a salvo.
Incluso Joe. Incluso Joe se olvidó pronto de Chris y su música. Sabía que había hecho lo correcto. Pero no entendía por qué un hombre como Chris había infringido la ley, ni qué ley había infringido. No había ley en el mundo que no estuviera destinada a hacer feliz a la gente, y no había una ley que Joe tuviera el mínimo interés en infringir.
Sin embargo, una vez Joe fue hasta el piano, alzó la tapa y tocó todas las teclas. Y después apoyó la cabeza en el piano y lloró, porque supo que cuando Chris había perdido ese piano, cuando había perdido los dedos y nunca más podría tocar, fue como si él perdiera su bar. Si Joe perdiera su bar, la vida no valdría la pena.
En cuanto a Chris, otra persona empezó a asistir al bar en el mismo camión de reparto de donuts, y nadie volvió a saber de Chris en esa parte del mundo.
TERCER MOVIMIENTO
—Qué bella mañana —cantó el hombre de la cuadrilla vial que había visto Oklahoma! cuatro veces en su pueblo natal.
—¡Mece mi alma en el seno de Abraham! —cantó el hombre de la cuadrilla vial, que había aprendido a cantar cuando su familia se reunía con guitarras.
—¡Guíanos, amable luz, en medio de las tinieblas! —cantó el hombre creyente de la cuadrilla vial.
Pero el hombre de la cuadrilla vial sin manos, que sostenía las señales que indicaban al tráfico que se detuviera o anduviera despacio, escuchaba sin cantar.
—¿Por qué no cantas nunca? —preguntó el hombre de la cuadrilla vial a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein. Siempre les preguntaba a todos.
Y el hombre llamado Azúcar se encogió de hombros.
—No tengo ganas de cantar —decía, las pocas veces que hablaba.
—¿Por qué le llaman Azúcar? —preguntó el nuevo—. A mí no me parece muy dulce.
Y el hombre que era creyente dijo:
—Sus iniciales son C H. Como esa marca de azúcar, C&H.
Y el nuevo se echó a reír. Una broma estúpida, pero una de esas ocurrencias que facilitaban la vida de la cuadrilla.
Claro que esa vida no era tan dura. Pues esos hombres también habían pasado una serie de pruebas, y hacían el trabajo que los hacía más felices. Se enorgullecían de las quemaduras de sol y el esfuerzo de los músculos, y la carretera que se alargaba a sus espaldas era la cosa más bella del mundo. Y así cantaban todo el día en su trabajo, sabiendo que no podían ser más felices.
Excepto Azúcar.
Luego llegó Guillermo. Un mexicano bajo que hablaba inglés con acento.
—Aunque venga de Sonora, mi corazón está en Milán —decía Guillermo.
Y cuando alguien le preguntaba por qué (y también cuando nadie le preguntaba), explicaba:
—Soy un tenor italiano con cuerpo mexicano.
Y para demostrarlo cantaba todas las notas que habían escrito Puccini y Verdi.
—Caruso no era nada —se jactaba Guillermo—. ¡Escuchad esto!
Guillermo, mientras trabajaba con la cuadrilla acompañaba las canciones de los demás, armonizaba con ellas, o cantaba un obligato por encima de la melodía, un tenor raudo que echaba a volar tapando las nubes.
—Yo sé cantar —decía Guillermo.
—¡Claro que sí, Guillermo! —respondían los demás—. ¡Canta otra vez!
Pero una noche Guillermo decidió ser franco.
—Ah, amigos míos, yo no sé cantar.
—¿Qué quieres decir? ¡Claro que sí! —fue la respuesta unánime.
—¡Pamplinas! —exclamó Guillermo con voz teatral—. Si canto tan bien, ¿por qué no grabo canciones? ¿Eh? ¿Esto es un gran cantor? ¡Tonterías! Los grandes cantores son educados para ser grandes. Yo soy sólo un hombre a quien le gusta cantar, pero no tiene talento. Soy un hombre a quien le gusta trabajar en la cuadrilla con gente como vosotros, y desgañitarse cantando, pero jamás estaría en la ópera. ¡Jamás!
No lo decía con tristeza, sino con fervor, con confianza.
—¡Éste es mi lugar! ¡Puedo cantar a quienes les gusta oírme! Puedo armonizar con los demás cuando siento una armonía en el corazón. Pero no debéis creer que Guillermo es un gran cantante, pues no lo es.
Era una noche de sinceridad, y todos explicaron por qué eran felices en la cuadrilla y no deseaban estar en otra parte. Todos menos Azúcar.
—Vamos, Azúcar, ¿por qué no eres feliz aquí?
Azúcar sonrió.
—Soy feliz. Me gusta esto. Es buen trabajo para mí. Y me gusta oíros cantar.
—¿Entonces por qué no cantas con nosotros?
Azúcar sacudió la cabeza.
—No sé cantar.
Pero Guillermo lo miró con picardía.
—¡Conque no sabes cantar! No sabes cantar. Un hombre sin manos que se niega a cantar no es un hombre que no sepa cantar, ¿eh?
—¿Qué diantre significa eso? —preguntó el hombre que cantaba canciones folclóricas.
—Significa que este hombre que llamáis Azúcar es un impostor. ¡No sabe cantar! Miradle las manos. ¡Sin dedos! ¿Quién le corta los dedos a un hombre?
Nadie trató de adivinarlo. Había muchos modos de perder los dedos, y no eran asunto suyo.
—Perdió los dedos porque violó la ley y los Observadores se los cortaron. Así es como se pierden los dedos. ¿Qué hacía con los dedos para que los Observadores quisiera detenerlo? Estaba infringiendo la ley, ¿eh?
—Basta —ordenó Azúcar.
—Como quieras —dijo Guillermo, pero esta vez los demás no respetaron la intimidad de Azúcar.
—Cuéntanoslo —pidieron.
Azúcar se marchó de la habitación.
—Cuéntanoslo.
Guillermo se lo contó. Que Azúcar debía de haber sido un Hacedor que infringió la ley y tenía prohibido componer música. La sola idea de que un Hacedor trabajara con ellos en la carretera —aunque fuera un infractor— los llenó de asombro. Los Hacedores eran raros, y eran los más preciados entre hombres y mujeres.
—¿Y por qué los dedos?
—Porque seguramente trató de componer música de nuevo. Y cuando infringes la ley por segunda vez, te quitan la capacidad para infringirla por tercera vez —explicó Guillermo con seriedad, y la cuadrilla vial consideró que la historia de Azúcar era majestuosa y terrible como una ópera. Invadieron la habitación de Azúcar, y lo encontraron mirando la pared.
—Azúcar, ¿es verdad? —preguntó el hombre a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein.
—¿Eras un Hacedor? —preguntó el creyente.
—Sí —dijo Azúcar.
—Pero Azúcar —dijo el creyente—, Dios no puede admitir que un hombre deje de hacer música, aunque haya violado la ley.
Azúcar sonrió.
—Nadie le preguntó a Dios.
—Azúcar —dijo al fin Guillermo—, en esta cuadrilla somos nueve, y estamos a kilómetros de los demás seres humanos. Tú nos conoces, Azúcar. Juramos sobre la tumba de nuestra madre, todos y cada uno de nosotros, que nunca se lo contaremos a nadie. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Eres uno de los nuestros. ¡Pero canta, hombre, canta!
—No puedo —dijo Azúcar—. No lo entiendes.
—Es lo que quiso Dios —dijo el hombre que creía—. Todos hacemos lo que más nos apetece, y tú amas la música y no puedes cantar una nota. ¡Canta para nosotros! ¡Canta con nosotros! ¡Y sólo tú, nosotros y Dios lo sabremos!
Todos lo prometieron. Todos lo juraron.
Y al día siguiente, cuando el hombre a quien le gustaban Rodgers y Hammersteinxantó Amor, aparta los ojos, Azúcar se puso a tararear. Cuando el creyente cantó Dios de nuestros padres, Azúcar cantó en voz baja. Y cuando el hombre al que le gustaban las canciones folclóricas cantó Desciende, dulce carroza, Azúcar lo acompañó con un extraño gorjeo y todos rieron, aplaudieron y acogieron con gusto la voz de Azúcar.
Inevitablemente Azúcar empezó a inventar. Primero armonías, extrañas armonías ante las cuales Guillermo frunció el ceño y luego sonrió, tratando de entender lo que Azúcar hacía con la música.
Y después de las armonías, Azúcar se puso a cantar sus propias melodías, con sus propias letras. Las hacía repetitivas, con letras sencillas y melodías aún más sencillas. Pero les infundía extrañas formas, y modelaba canciones que jamás se habían oído, que sonaban discordantes pero eran exquisitas. Poco después, el hombre a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein y el hombre que cantaba canciones folclóricas y el hombre creyente aprendieron las canciones de Azúcar y las cantaban con alegría, o con pesar, o con furia, o con jovialidad, mientras trabajaban en el camino.
Incluso Guillermo aprendió las canciones, y su potente voz de tenor fue alterada por ellas hasta que su voz, que antes era corriente, se volvió bella e insólita.
—Oye, Azúcar —dijo Guillermo un día—, tu música es un desatino, hombre. Pero me gusta el cosquilleo que me produce en la nariz, sabes. Me gusta el sabor que me deja en la boca.
Algunas canciones eran himnos. Consérvame el hambre, Señor, cantaba Azúcar, y la cuadrilla también cantaba.
Algunas canciones eran de amor: Mete las manos en los bolsillos de otro, cantaba Azúcar con furia; Oigo tu voz por la mañana, cantaba Azúcar con ternura; ¿Ha llegado el verano?, cantaba Azúcar con tristeza; y la cuadrilla también cantaba.
Con el correr de los meses la cuadrilla sufría cambios; un hombre se iba el miércoles y uno nuevo lo reemplazaba el jueves, pues se necesitaban diversas aptitudes en diversos lugares. Azúcar callaba cuando llegaba uno nuevo, hasta que el hombre prometía guardar el secreto.
Lo que destruyó a Azúcar fue que sus canciones eran inolvidables. Los hombres que se iban cantaban las canciones con otras cuadrillas, y las cuadrillas las aprendían y las enseñaban a otros. Los peores enseñaban las canciones en tabernas y en el camino; la gente las aprendía deprisa y se aficionaba a ellas; y un día un Observador ciego oyó las canciones y supo al instante quién las había entonado por primera vez. Era la música de Christian Haroldsen, porque incluso en esas sencillas melodías silbaban los bosques del norte y la caída de las hojas pesaba opresivamente sobre cada nota. El Observador suspiró. Cogió un instrumental especializado y abordó un avión y voló hasta la ciudad más cercana al lugar de trabajo de cierta cuadrilla. Y el Observador ciego cogió un coche de la compañía con un chófer de la compañía y al final de la carretera, donde el camino comenzaba a internarse en un tramo desierto, se apeó del coche para oír el canto. Oyó una voz que gorjeaba una canción que haría llorar incluso a un ciego.
—Christian —llamó el Observador, y el canto se interrumpió.
—Tú —dijo Christian.
—Christian, ¿también después de haber perdido los dedos?
Los demás no entendían nada, excepto Guillermo.
—Observador —dijo Guillermo—, Observador, él no ha causado ningún daño.
El Observador sonrió con amargura.
—Nadie dijo que lo hiciera. Pero ha infringido la ley. A ti, Guillermo, ¿te gustaría trabajar como criado en casa de un rico? ¿Te gustaría ser cajero en un banco?
—No me saques de la cuadrilla, hombre —dijo Guillermo.
—La ley encuentra los lugares donde la gente es feliz. Pero Christian Haroldsen ha infringido la ley. Y desde entonces hace escuchar a la gente música que no debería escuchar.
Guillermo supo que había perdido la batalla de antemano, pero no pudo contenerse.
—No le hagas daño, hombre. Yo tenía que escuchar esa música. Te lo juro por Dios, me ha hecho más feliz.
El Observador meneó la cabeza tristemente.
—Sé sincero, Guillermo. Tú eres un hombre sincero. Su música te ha hecho desgraciado, ¿verdad? Tienes todo lo que puedes desear en la vida, y sin embargo su música te aflige. Continuamente.
Guillermo trató de discutir, pero era sincero, y examinó su corazón y supo que esa música estaba llena de pesar. Incluso las canciones felices eran melancólicas; incluso las canciones iracundas lloraban; incluso las canciones de amor sugerían que todo perece y la satisfacción es muy fugaz. Guillermo examinó su corazón, vio la música de Azúcar y sollozó.
—Pero no le hagas daño —murmuró llorando.
—No lo haré —aseguró el Observador ciego. Se acercó a Christian, quien aguardaba pasivamente, y acercó el instrumental especial a la garganta de Christian.
Christian jadeó.
—No —dijo, pero la palabra sólo se formó con los labios, y la lengua. No salió ningún sonido. Sólo un siseo de aire—. No.
La cuadrilla guardó silencio mientras el Observador se llevaba a Christian. Nadie cantó durante días. Pero un día Guillermo olvidó su pena y cantó un aria de La Boheme, y a partir de entonces las canciones continuáronle vez en cuando cantaban una canción de Azúcar, porque eran inolvidables.
En la ciudad, el Observador ciego dio a Christian una libreta y una pluma. Christian cogió la pluma con la palma y escribió: «¿Qué haré ahora?».
El conductor leyó la nota en voz alta, y el Observador ciego rió.
—¡Vaya si tenemos un trabajo para ti! ¡Oh, Christian, vaya si tenemos un trabajo para ti!
El perro ladró al oír la risa del amo.
OVACIÓN
En todo el mundo había sólo una veintena de Observadores. Eran hombres furtivos que supervisaban un sistema que requería poca supervisión porque hacía felices a casi todos. Era un buen sistema, pero al igual que las máquinas más perfectas, de vez en cuando se estropeaba. Aquí y allá alguien cometía un desliz, y causaba daño, y para proteger a todos y a esa persona, un Observador tenía que corregir el desliz.
Durante muchos años el mejor Observador fue un hombre sin dedos, un hombre sin voz. Llegaba en silencio, vestido con el uniforme que le daba el único nombre que necesitaba: Autoridad. Y hallaba el modo más benévolo, más fácil y más tajante de resolver el problema, curar la locura y preservar el sistema que, por primera vez en la historia, hacía del mundo un buen sitio donde vivir. Para casi todos.
Pues aún había algunos —un par al año— que se encerraban en un círculo fraguado por sí mismos, que no podían adaptarse al sistema ni abstenerse de dañarlo, seres que insistían en infringir la ley aun sabiendo que eso los destruiría.
Con el tiempo, cuando las mutilaciones y privaciones no lograban curar la locura e integrarlos al sistema, les daban uniformes y ellos también salían a observar.
Las llaves del poder quedaban en manos de quienes tenían más causas para odiar el sistema que debían preservar. ¿Eran desdichados?
—Lo soy —respondía Christian cuando se atrevía a hacerse la pregunta.
Y con desdicha cumplía su deber. Con desdicha envejeció. Y al fin los demás Observadores, que reverenciaban al hombre silencioso (pues sabían que en el pasado había cantado magníficas canciones), le dijeron que era libre.
—Has cumplido tu condena —dijo el Observador sin piernas, y sonrió.
Christian enarcó una ceja, como diciendo: «¿Y qué?».
—Ve a vagabundear.
Christian vagabundeó. Se quitó el uniforme, pero como no le faltaba dinero ni tiempo, halló pocas puertas cerradas. Vagabundeó por los lugares donde había vivido sus vidas anteriores. Un camino en las montañas. Una ciudad donde antes conocía la entrada de cargas de cada restaurante, café y almacén. Y al fin un paraje boscoso donde una casa se desmoronaba en la intemperie porque hacía cuarenta años que estaba en desuso. Christian era viejo. El trueno rugió advirtiéndole que llovería. Todas las viejas canciones. Todas las viejas canciones, lloró para sus adentros, más por haberlas olvidado que por considerar que su vida había sido triste.
Sentado en un café de un pueblo cercano para guarecerse de la lluvia, oyó que cuatro adolescentes tocaban la guitarra, cantando con voz desafinada una canción que conocía. Era una canción que Christian había inventado mientras vertían asfalto en un bochornoso día de verano. Los adolescentes no eran músicos y desde luego no eran Hacedores. Pero cantaban la canción de corazón, y aunque la letra era alegre, hacía llorar a todos.
Christian escribió en la libreta que siempre llevaba consigo, y mostró su pregunta a los muchachos: «¿De dónde vino esa canción?».
—Es una canción de Azúcar —respondió el jefe del grupo—. Es una canción que compuso Azúcar.
Christian enarcó una ceja, se encogió de hombros.
—Azúcar era un tío que trabajaba en una cuadrilla vial y componía canciones. Pero ha muerto —explicó el muchacho.
—Las mejores canciones del mundo —añadió otro chico, y todos aprobaron.
Christian sonrió. Luego escribió (mientras los chicos esperaban con impaciencia a que ese viejo mudo se marchara): «¿No sois felices? ¿Por qué cantáis canciones tristes?».
Los chicos no hallaban respuesta. Pero el cabecilla habló.
—Claro que soy feliz. Tengo un buen trabajo, una novia que me gusta. Hombre, no podría pedir más. Tengo mi guitarra. Tengo mis canciones. Y mis amigos.
—Estas canciones no son tristes —dijo otro—. Claro, hacen llorar a la gente, pero no son tristes.
—Aja —intervino otro—. Es sólo que las escribió un hombre que sabe.
«¿Que sabe qué?», garrapateó Christian.
—Sólo sabe. Sabe, eso es todo. Lo sabe todo.
Y los adolescentes continuaron rasgueando torpemente las guitarras y cantando con sus voces jóvenes y toscas. Christian enfiló hacia la puerta para marcharse, pues la lluvia había cesado y sabía cuándo abandonar el escenario. Saludó a los cantantes con un cabeceo. Ellos lo ignoraron, pero sus voces eran la mejor ovación. Salió hacia donde las hojas cambiaban de color y pronto, con un crujido inaudible, se desprenderían para caer al suelo.
Por un instante creyó oírse cantar. Pero sólo eran los últimos soplos del viento vibrando en los cables que se elevaban sobre la calle. Era una canción frenética, y a Christian le pareció reconocer su voz.
Fin
Apostilla del autor
Título original: Unaccompanied Sonata. Primera edición en Omni, marzo 1979.
Cuando se publicó mi volumen Unaccompanied Sonata and Other Stories, mi apostilla para este cuento fue muy breve: «Sonata sin acompañamiento comenzó con el pensamiento de un día: ¿Y si alguien me prohibiera escribir? ¿Obedecería? Entonces tuve un falso comienzo, y fracasé; años después, cuando lo intenté de nuevo, logré redondear el cuento. Salvo cambios de puntuación y la revisión de algunas frases, este cuento se ha conservado tal como salió el borrador de la máquina de escribir. Es lo más genuino que he escrito».
En esa época, era todo lo que comprendía sobre el origen del cuento. Luego aprendí más. Conté la historia en mi introducción al cuento Tunesmith (Creador de melodías) de Lloyd Biggle, Jr. en un volumen de Tor publicado hace poco tiempo. Citaré una parte de ese ensayo para contaros el origen del cuento.
En 1959 cumplí ocho años. Era una época de inocencia; mis padres me dejaban ir en bicicleta desde nuestra casa de Las Palmas Drive hasta Homestead Road y el centro de Santa Clara, California. Hasta la biblioteca pública, un edificio chato en medio de un círculo de grandes árboles. Un ámbito de cuento de hadas, comprendo ahora; pero entonces no me interesaban los árboles. Aparcaba mi bicicleta (a veces hasta me acordaba de ponerle candado) y me zambullía en un mundo de libros.
Entonces parecía un lugar enorme. Al entrar uno se encontraba con el despacho, donde siempre había un bibliotecario atendiendo. Siempre vigilando, pensaba yo, pues a los ocho años tenía suficiente experiencia de la vida para saber que los adultos siempre observan a los niños para que no hagan nada malo. Cuando un niño entraba solo en la biblioteca, sólo podía ir a un sitio: la sección infantil, a la derecha. Los altos anaqueles de la izquierda, sombríos e imponentes con sus gruesos tomos de lomo oscuro, estaban destinados a los adultos, y los niños no podían entrar.
Nadie me lo había dicho, pero los letreros eran claros. La sección infantil era para niños, y eso significaba que las secciones no infantiles no eran para niños.
Ese año leí todo lo que podía interesarme en la sección infantil. Me enorgullecía, estando en tercer grado, de no leer nada destinado a un grado inferior al sexto, y pronto terminé esos libros. ¿Ahora qué? Nada que leer, nada que sacar con mi tarjeta de socio para llevarlo a casa en el cesto de la bicicleta.
Entonces comprendí que había cientos, miles de libros al otro lado del despacho. Si podía abrirme paso hasta allá, coger un libro, esconderlo y leerlo…
No me atrevía, pero ese territorio extraño y prohibido me atraía. Sabía que preguntar era inútil: me dirían que no y me observarían con mayor atención porque había confesado mi interés por lugares prohibidos. Así que me puse alerta, como un ladrón, a la espera de que los empleados mirasen a otra parte.
Al fin lo hicieron. Atravesé rápida y silenciosamente ese largo espacio que había ante el despacho, la tierra de nadie entre la sección infantil, con sus ventanas brillantes, y la sección de adultos, con sus sombras profundas. Nadie me dijo que me detuviera. Habría sido un áspero y gutural «¡Halt!», pues había visto bastantes películas de la Segunda Guerra Mundial por televisión y sabía que toda autoridad irracional siempre hablaba en alemán. Al fin me agaché ante un anaquel y me encontré en ese hermoso mundo nuevo, a salvo por el momento.
El mero azar me llevó frente a un estante etiquetado «Ciencia ficción». Había pocos libros, la mayoría recopilaciones de cuentos preparados por gente como Judith Merrill y Groff Conklin. Los mejores cuentos de ciencia ficción de 1975 y cosas por el estilo.
Pero me alegró. A fin de cuentas, estaba acostumbrado a leer cosas más fáciles. Las letras de estos libros eran pequeñas y apiñadas. Había muchísimas palabras. Pero al menos los cuentos eran cortos. Y ciencia ficción. Debían de ser como esos cuentos de viajes por el tiempo que salían en Boy's Life.
Cogí un par de libros y me escurrí hasta una mesa apartada. Había algunos adultos en las cercanías, pero no eran empleados, y mientras me callara la boca no me denunciarían. Abrí los libros y me puse a leer.
La mayoría de los cuentos era demasiado difícil. Leía un par de párrafos, un par de páginas, y pasaba al siguiente cuento. En general trataban sobre cosas que no me interesaban. A veces ni siquiera entendía qué pasaba. La ciencia ficción no parecía destinada a los niños de ocho años, pero aun así, no tenían por qué hacerla tan difícil. Pero algunos cuentos me hablaban con claridad y capturaron mi imaginación desde el principio. El más largo que pude terminar comenzaba con la imagen de gente que visitaba una gran sala de conciertos, y era fastidiada por un viejo extraño y escuálido que parecía enorgullecerse de ello. Luego el cuento volvía al pasado y contaba la historia de la creación de esa gran sala de conciertos, y de quién era ese viejo.
Había un tiempo en que la gente había olvidado la alegría de la música, la cual sólo sobrevivía en la música de los anuncios, canciones cortas destinadas a vender algo. Pero había un autor de anuncios que tenía un talento especial, una habilidad que trascendía las limitaciones de su oficio. El cuento me impresionó más que todos los que había leído hasta entonces. Me identifiqué con el protagonista: él representaba mis sueños y esperanzas. Sus dolores eran los míos y sus logros serían los míos. Siendo un niño, era demasiado pequeño para entender algunos conceptos. Intelectualmente los capté, pero no tenía experiencia para dar vida a la idea. No obstante, el cuento mismo, el descubrimiento del protagonista acerca de quién era y qué podía hacer, la reacción de los demás, y el resultado de sus actos… ¡ah, era el camino de la vida de un gran hombre! Cualquiera pude ser grande cuando sigue caminos que otros alaban. Pero alcanzar la grandeza solitaria, modificar un mundo rígido para crear un nuevo camino, no porque el mundo lo deseara, no porque alguien lo hubiera pedido ni hubiera ayudado, sino por afán de señalar un rumbo que los demás seguirían luego… se transformó en mi auténtica medida del verdadero héroe.
O quizá ya era mi medida y necesité el cuento para darme cuenta. Qué más da. En ese momento, siendo un niño sin educación filosófica, el cuento me resultó abrumador. Me transformó. Desde entonces lo vi todo con ojos nuevos.
Crecí y aprendí a contar historias. Primero fui dramaturgo; luego me dediqué a la narrativa, y cuando lo hice me dediqué a la ciencia ficción, aunque no me interesaba mucho la ciencia. Yo quería narrar la historia mítica, aunque no recordaba cuándo lo había decidido. Y en el género de ciencia ficción y fantasía la historia mítica se podía contar con claridad y sencillez. Lo sabía, estaba seguro de ello. No podía elaborar narrativamente lo que necesitaba expresar, salvo en este reino de la extrañeza.
Así que escribí ciencia ficción, y al fin se transformó en el eje de mi carrera de escritor.
Un día, en la sala de ventas de una convención de ciencia ficción, vi el nombre Groff Conklin en el lomo de un libro viejo y ajado y recordé esas antologías de mi infancia, cuando pensaba que tenía que entrar a hurtadillas en la sección de adultos para leer. Me quedé con las manos apoyadas en el libro, en un ensueño, tratando de recordar los cuentos que había leído, preguntándome si los hallaría de nuevo y, en tal caso, si me reiría de mis gustos infantiles.
Hablé con el vendedor, mencionándole la época en que había leído esos libros en la biblioteca de Santa Clara. Me mostró lo que tenía y eché un vistazo a los libros. No recordaba el título ni el autor del cuento que más me había impresionado, pero me parecía que era el último cuento del libro. ¿O era simplemente el último que había leído, porque era inútil leer otro? Ni siquiera eso recordaba.
Al fin logré contarle la historia, y fui recordando más detalles a medida que hablaba.
—Usted busca Tunesmith de Lloyd Biggle, Jr. —me dijo.
Lloyd Biggle, Jr. No era uno de esos escritores de la época que hubieran traspuesto el umbral de los setenta y los ochenta. Su nombre no era tan familiar como los de Asimov, Clarke, Heinlein o Bradbury, aunque eran sus contemporáneos. Sentí una punzada de dolor, y también un escalofrío de temor, porque lo mismo podía ocurrir conmigo. No hay garantía, por haber publicado durante una década, de que en la siguiente haya un público ávido por leer nuestras historias. Que te sirva de lección, pensé.
Pero era una lección estúpida y me negué a creerla. Porque otro pensamiento acudió a mi mente. Lloyd Biggle, Jr. no se transformó en uno de los ricos y famosos cuando la ciencia ficción se comercializó en los setenta y ochenta. No tema muchedumbres de vendedores promoviendo sus obras. No tenía pilas de novelas cerca del despacho de cada WaldenBooks de Estados Unidos. Pero eso no tenía nada que ver con el logro, con la valía de sus trabajos, con la atracción de sus narraciones. Pues su cuento aún vivía en mí. Me había transformado, aun cuando yo no lo entendía del todo. Yo había absorbido Tunesmith.
Y supe que si podía escribir un cuento que iluminara un rincón oscuro del alma y viviera para siempre en los demás, poco importaba que escribir me enriqueciera o me empobreciera, me hiciera famoso o me condenara al olvido, pues habría modificado un poco el camino del mundo. Sólo un poco, pero todo sería distinto porque yo lo había logrado.
No todos los lectores tenían que tomar así mis cuentos. Ni siquiera muchos lectores. Si tan sólo transformaba a unos pocos, habría valido la pena. Y algunos pasarían a narrar sus propios cuentos, llevando consigo parte de mí. No terminaría nunca.
Un par de meses antes de escribir este ensayo, yo hablaba con el público acerca de Tunesmith, refiriéndoles lo que acabo de contar. Comencé a especular sobre el tema de la influencia.
—Tal vez por eso he escrito tantas narraciones acerca de músicos —dije—. Maestro cantor y Sonata sin acompañamiento.
Luego recordé que minutos antes había mencionado que Sonata sin acompañamiento, tal vez el mejor cuento que haya escrito, fue uno de los pocos trabajos que me llegó entero. Es decir, me senté a escribirlo (tras haberlo intentado en vano un par de años antes) y en tres o cuatro horas tuve un buen borrador. No revisé el borrador, excepto para corregir la puntuación y algunas palabras. Cuando otros escritores decían que sus cuentos eran regalos de la Musa, se referían sin duda a esa experiencia.
Pero ahora, pensando en Sonata sin acompañamiento en ese doble contexto, como un cuento que salió entero y también como un cuento sobre la música, tal vez influido por Tunesmith pensé que quizá Sonata sin acompañamiento no era obra de una musa (algo en lo que siempre he sido escéptico), sino de Lloyd Biggle, Jr. A fin de cuentas, aunque el mundo donde ocurre Sonata sin acompañamiento es totalmente distinto del ámbito de Tunesmith, la estructura básica de ambos cuentos es casi idéntica.
Un genio musical a quien se le impide tocar desobedece, y su música tiene efectos perdurables, aunque le arrebaten la oportunidad de obtener provecho personal de sus logros. Y al final llega al lugar donde tocan su música y es aplaudido sin que nadie reconozca al autor. Quien haya leído Tunesmith y Sonata sin acompañamiento reconoce la estructura. Ninguno de los dos cuentos trata sólo de eso, pero en ambos constituye un parte vital.
No es de extrañar que Sonata sin acompañamiento surgiera entero. Sabía adónde debía ir el cuento; sabía cómo debía terminar. A fin de cuentas, cuando yo tenía ocho años, Lloyd Biggle, Jr. me lo enseñó. El cuento parecía tan sincero y estaba tan arraigado en mí que sin darme cuenta —en un momento en que no recordaba conscientemente Tunesmith— yo estaba explorando en mi interior, hallando los elementos míticos de Tunesmith que me afectaban más hondamente, y vertiéndolos en mis cuentos más potentes y verdaderos.
El ensayo es más largo, pero ésta es la parte que habla sobre el origen de «Sonata sin acompañamiento». Espero que todos busquéis el volumen doble de Tor, Tunesmith y Eye for Eye. Aunque mi novela corta Ojo por ojo también está incluida en el libro, espero que algunos de vosotros leáis Tunesmith, en parte por mi gran deuda con ese cuento, y en parte porque es tan bueno como yo consideré en mi infancia.