Publicado en
agosto 15, 2010
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Título de la obra original: Norby the Mixed-Up Robot
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 2
Con problemas y sin colegio 4
Elegir un robot 10
En Central Park 18
Fuera de Central Park 27
Espías y polis 30
Cae Manhattan 40
Hiperespacio 48
¡La hora de la verdad! 56
Punto de partida 62
INTRODUCCIÓN
Es probable que, de vez en cuando, oigáis decir que Isaac Asimov es el padre del robot en la literatura, pero no es verdad. En la literatura se empezó pronto a hablar de seres humanos artificiales, de autómatas, de criaturas como Frankenstein, etc.; sin embargo, el primero que habló de robots fue, sin duda alguna, el escritor checoslovaco Karel Capek: en 1920 publicó un drama titulado «RUR», se representó en checo, por primera vez en 1921 y se tradujo al inglés en 1923. Estas iniciales quieren decir Rossum's Universal Robots, «los robots universales de Rossum». Rossum es —en el drama de Karel Capek— el nombre del personaje inglés que empieza a producir en masa seres humanos artificiales para que realicen el trabajo de la humanidad.
Isaac Asimov nació en 1920 en la ciudad de Petrovich (con acento, según él, en la segunda sílaba, pero no está completamente seguro) en la URSS, que desde hacía tan sólo dos años se llamaba así y no Rusia, ya que la revolución bolchevique había tenido lugar dos años antes. En 1923, se trasladó a los Estados Unidos con toda la familia: su padre, Judá, su madre, Ana, y su hermana, Marcia. Pero no es mi intención contaros desde el principio la vida de Isaac Asimov. Sólo quería que conocieseis la fecha de su nacimiento, que refuta la idea de que él sea el padre de los robots. Nunca se ha dado el caso de que alguien sea padre de otro de su misma edad. Como mucho, Isaac Asimov y la palabra robot son hermanastros, sólo eso.
La palabra robot deriva del término checo robota, que significa trabajo servil; además, rob, en el eslavo antiguo, significa esclavo. Por lo tanto, prácticamente, el robot es un esclavo, y cuando tradujeron al inglés el drama de Karel Capek, podían haber traducido la palabra robots por esclavos. Pero esta vez, la lengua inglesa, que habitualmente invade las demás lenguas con sus vocablos, respetó y acogió un término extranjero. Como esclavo es una palabra que se aplica comúnmente a los seres humanos, no habría reflejado la diferencia que existe entre las cualidades artificiales de los robots universales de Rossum y las cualidades naturales de los seres humanos obligados al trabajo servil.
Al no ser la palabra robot una palabra inglesa, la podían dejar en la traducción igual que en el original y designar a los esclavos artificiales con un nombre que no los confundiera con los esclavos naturales. Esto sucedió exactamente el mismo año en que Isaac y su familia llegaban a un país de lengua inglesa.
Isaac Asimov opina que el drama de Karel Capek es horrible (y creo que tiene razón); pero ha conquistado la inmortalidad gracias a esa única palabra, que ha sido adoptada por cuantos escriben sobre ciencia-ficción (y una vez más, creo que tiene razón). Desde 1926 en adelante, es decir, desde que en Estados Unidos empezaron a aparecer revistas de ciencia-ficción, los robots que en ellas se describen son casi siempre de metal. Por consiguiente, la palabra robot se refiere específicamente a un ser humano artificial construido casi por completo, o por completo, de metal. Es gracioso, pero Karel Capek en «RUR» había inventado esa palabra para definir a seres humanos artificiales que no eran robots, según la acepción moderna del término, sino más bien androides. Androide, de hecho, es cualquier ser humano artificial construido con sustancias parecidas a los tejidos humanos. El término griego andrós, genitivo de anér, no indica al hombre en sentido genérico, sino al ser humano de sexo masculino. Por lo tanto, androide significa semejante al macho. Si nos refiriéramos a la mujer, por similitud, tendríamos que decir ginoide, del término griego giné, que indica al ser humano de sexo femenino. Para ya sabéis cómo son los hombres. Prepotentes. Dicen hombre y piensan que mujer está incluido.
Isaac Asimov codificó en los años cuarenta las «Tres leyes de la robótica», que rigen en la ciencia-ficción:
1) Un robot no puede causar daño a ningún ser humano, ni puede permitir que, por no haber intervenido, lo reciba;
2) un robot debe cumplir las órdenes de los seres humanos siempre que no transgredan la primera ley;
3) un robot debe proteger su propia existencia con tal de que esta autodefensa no contravenga a la primera o a la segunda ley.
Los robots crecían y se multiplicaban desordenadamente en las historias que se publicaban en las revistas populares. Isaac Asimov había leído tantas en los años treinta que se había cansado. A fuerza de desórdenes, los robots creados por el hombre terminaban, antes o después, por rebelarse contra su creador. A Isaac Asimov no le parecía justo ni higiénico. Y después de todo, él, además de su pasión por la ciencia-ficción, alimentaba su pasión por la ciencia como estudioso de bioquímica. Declararse vencido antes de haber luchado, no le agradaba y, como lector, deseaba historias más ordenadas, que quizá llevaran a conclusiones distintas. Conclusiones un poco más optimistas. ¿Por qué, si el hombre creaba los robots, éstos tenían por fuerza que rebelarse contra él? ¿No se podía encontrar el modo de prevenir la rebelión, de prohibirla por ley? ¿Por qué no había leyes para los robots de la misma manera que las hay para los hombres? Puesto que era el hombre quien creaba a los robots, ¿no podría introducir en su criatura una ley oportuna? Tras la codificación, las «Tres leyes de la robótica» fueron adoptadas por muchos autores, además de Isaac Asimov: logró restablecer el orden en estas clases indisciplinadas entre los tumultuosos escolares de la ciencia-ficción. Ha llegado a ser, si no el padre, el patrón de los robots en la literatura.
En octubre de 1938, Isaac Asimov empezó a vender historias de ciencia-ficción a las revistas, y desde entonces no ha cesado: lo menos que se puede decir de él es que es prolífico; se han publicado dos recopilaciones suyas muy interesantes: «YO ROBOT», en 1950 y «EL SEGUNDO LIBRO DE LOS ROBOTS», en 1964. Pero, poco a poco, Isaac Asimov ha debido sentir el gusanillo de la intolerancia por el regalo de las «Tres leyes de la robótica», hasta tal punto que, a pesar de su proverbial falta de modestia, se vio obligado a confesar que le fueron inspiradas por el célebre promotor y director de revistas de ciencia-ficción John Wood Campbell Jr., en 1940, durante un encuentro de redacción a fínales de 1940. El relato que le proponía Isaac Asimov se titulaba «Mentiroso»; él le iba ilustrando la trama, ensalzando los méritos e intentando explicar a John Wood Campbell Jr. por qué los robots debían comportarse de una manera determinada respecto al hombre. Pero éste le interrumpió y le enunció las «Tres leyes de la robótica» que más tarde, probablemente con mayor rigor, codificó Asimov. Quizá por ello, las «Tres leyes de la robótica» empezaron a aburrir a su codificador. Esta puede ser la razón fundamental de que sea diferente Norby, el robot de segunda mano que elige unirse a Jeff Wells, el cadete del espacio caído en desgracia, en esta primera, divertida, apasionante e intrigante aventura que leeréis en las próximas páginas.
Otra razón fundamental me la sugiere la fecha reciente de la publicación del original de esta novela. En «La Guerra de las Galaxias», de 1977, el director y productor cinematográfico, que tantos éxitos ha cosechado, George Lucas, ha llevado desde la pantalla a la imaginación colectiva a una pareja de robots que parecen una parodia sacada directamente de las dos recopilaciones de relatos robóticos de Isaac Asimov; éste, aun reconociendo el mérito de «La Guerra de las Galaxias», ha debido querer tomarse la revancha y ha recurrido a la ayuda de Janet Asimov. Norby no es un robot aerodinámico, sino que se parece a un barril, es una parodia de una parodia; pero está dotado de una iniciativa y de una imaginación que roza la anarquía cuando se trata de actuar. Y yo diría que no sólo la roza. La practica con argucia y arrogancia, inspiración y doctrina, gravedad y candidez. Norby es, a su manera, el autorretrato más logrado entre los infinitos que hasta ahora nos ha propuesto Isaac Asimov. Evidentemente, las «Tres leyes de la robótica» caen ante el ataque despiadado de los seguidores de Ing contra Manhattan, contra Nueva York y, por fin, contra el mundo. Sólo este Segundamano sabe cómo mover las piezas y las mueve. El resto lo veremos en el próximo libro, porque, para suerte, «NORBY, EL ROBOT EXTRAVAGANTE» es el principio de un ciclo, el resto llegará pronto, tanto para vuestra diversión como para la mía, para la nuestra.
Oreste del Buono
Capítulo I
Con problemas y sin colegio
—¿Problemas? —se preguntó Jeff algo inquieto—. ¿Por qué tengo problemas?
Sólo tenía catorce años, a pesar de su estatura, y le parecía que llevaba por lo menos doce de esos años haciéndose la misma pregunta.
Al principio había tenido que preguntárselo a sus padres, luego a su hermano mayor, a su profesor y a su control de ordenador. Entonces no le había ido del todo mal, pero tener que preguntárselo ahora al Jefe del Mando del Espacio era ya toda una hazaña, y no le hacía mucha gracia que digamos.
De pie, junto a Jeff, estaba el agente segundo Gidlow, que no le era de ninguna ayuda. Gidlow iba vestido todo de gris, y miraba despectivamente a Jeff con los ojos rojos y coléricos. Incluso parecía tener la piel pálida, mortecina.
—No sólo tienes problemas —le espetó Gidlow a Jeff—. Tú eres un problema.
Se giró hacia el Almirante Yobo y cortó el aire con un movimiento horizontal de la mano, como si lo que en verdad estuviera cortando fuera el cuello de Jeff:
—Almirante, cuando un perturbador confunde a los ordenadores...
El Almirante permaneció tranquilo. La Academia Espacial, que dependía del Mando del Espacio, tenía que hacer frente a graves problemas y él estaba siempre en el meollo de todos ellos. Un cadete indisciplinado no era algo que tuviera que sacarle de sus casillas.
Además, Jeff, el mismo tipo de adolescente alto y desgarbado que había sido él unos años atrás, le agradaba (aunque esto no viniera a cuento) y estaba ya harto de ese sentido estricto de la disciplina que tenía Gidlow (aunque esto tampoco viniera a cuento).
—Vamos a ver, Gidlow —dijo el Almirante Yobo, frunciendo un poco su amplia y morena frente—, ¿a qué viene tanto jaleo? Recuerde que usted no forma parte de la Academia y que no tiene autoridad aquí. Si va a perseguir todas las travesuras trayendo al cadete de que se trate a mi oficina para que el Control de Seguridad de la Federación lo encierre, no me quedará tiempo para nada más. Que yo sepa, sólo estaba intentando aprender mientras dormía y las normas no dicen nada en contra.
—Si se hace bien, no —dijo Gidlow—, si se hace mal, ya es otra cosa. Se metió en la red del ordenador principal, accidentalmente, según dice.
—Accidentalmente, por supuesto, Agente Gidlow —dijo Jeff con total sinceridad. Apartó de sus ojos su pelo moreno y rizado y permaneció todo lo erguido que pudo, de manera que resultaba más alto que el agente—. ¿Por qué iba a hacerlo a propósito?
Gidlow sonrió sin ganas. Sus dientes puntiagudos se veían tan grises como su ropa y su piel descolorida.
—Si lo prefiere, Cadete, no lo hizo usted a lo tonto, lo cual no es mucho mejor. Almirante, lo he traído ante usted porque es un asunto de expulsión por razones de seguridad y eso es cosa de su competencia.
—¿Seguridad?
—La forma en que este cadete se introdujo en la red del ordenador principal, accidentalmente, dice él, ha hecho que el ordenador de la cocina proporcione una serie de datos erróneos.
—¿Datos? ¿Qué datos?
—No me parece oportuno comentarlo delante del cadete —contestó Gidlow apretando los labios.
—No sea tonto, Gidlow. Si se trata de un asunto de expulsión, el joven tiene derecho a saber qué falta ha cometido.
—Una de las cosas, y puede ser suficiente por sí sola, es que, como resultado de su estúpida conexión, todo se ha filtrado a través del ordenador de la cocina, lo que, entre otras cosas, significa que todas las recetas están ahora en Swahili de la Colonia Marciana.
El Almirante, que había estado jugando con los botones de su pupitre, comenzó a reírse entre dientes mientras miraba extrañado en su visor particular:
—Veo que un tal Jefferson Wells, de catorce años, suspendió en Swahili de la Colonia Marciana el semestre pasado.
—Sí, Señor —dijo Jeff, intentando no ponerse nervioso—. Al parecer, no le había cogido el truco; pero ahora le estoy dando un repaso para el examen final de la semana próxima y trataba de aprender mientras dormía. Siento muchísimo lo del ordenador. Creí que estaba siguiendo bien las instrucciones y, por más que lo pienso, no sé dónde me equivoqué.
—No hay nada que pensar, punto —dijo Gidlow—. Lo cierto, Almirante, es que, hasta que volvamos a pasar las recetas al Basic Terral o hasta que se programe de nuevo el ordenador de la cocina para que se maneje en Swahili Marciano, no hay forma de que ésta funcione. Nadie podrá comer en el Mando del Espacio; ni siquiera se podrá conseguir comida en lata. Creo —añadió mohíno— que quizá sería posible conseguir una provisión de tallos de apio, puesto que todavía no se han incluido en el índice.
—¿Qué? —rugió Yobo.
Jeff se revolvió incómodo. Recordó, deseando que la tierra se lo tragara, que el Almirante Yobo era conocido por su profundo conocimiento del Swahili Marciano, incluso los tacos, así como por su increíble apetito.
—Lo dicho, Señor —replicó Gidlow, tieso.
—Pero eso es ridículo —masculló el Almirante Yobo, apretando los dientes—. El ordenador debe saber Marciano.
Gidlow miró de reojo a Jeff, que estaba intentando mantenerse aún más tieso en su posición de firmes. Casi en un susurro, dijo:
—En el ordenador de la cocina se han introducido secretos muy importantes, junto con todo lo demás, y el Control del Ordenador dice ahora que todo está clasificado en el ordenador de la cocina, lo cual significa que los robots cocineros no funcionarán y que pasará mucho tiempo antes de que podamos meternos en el ordenador de la cocina para hacer algo al respecto.
—Lo que equivale —dijo el Almirante— a que pasará mucho tiempo antes de que yo..., antes de que cualquiera de nosotros pueda comer algo.
—Sí, Señor; por eso se trata de un asunto de expulsión. De hecho tendremos que apartar mentalmente a este cadete antes de expulsarle, a fin de descubrir si se le ha quedado algún tipo de material clasificado.
—Pero, Señor Gidlow —dijo Jeff algo ronco, porque la boca se le había secado por el pánico (había oído contar cosas sobre lo que sucedía a la gente sometida a invasión mental)—, no sé nada de Swahili, ni siquiera ahora. El aprendizaje en sueños no tuvo ningún éxito, por lo que no se me ha quedado ningún material clasificado. No pillé nada, excepto algunas extrañas recetas Marcianas.
—¿Extrañas? —dijo el Almirante, mirándole furioso—. ¿Crees que la comida Marciana es extraña?
—No, Señor; no era eso lo que quería decir...
—Almirante —dijo Gidlow—, está claro que tiene información clasificada que él cree que son recetas. Se le debe apartar.
Jeff se sintió presa de la desesperación.
—No tengo nada clasificado, sólo recetas. Lo que hace que resulten extrañas es que están en Swahili de la Colonia Marciana, que sigo diciéndoles que yo no entiendo.
—Entonces, ¿cómo sabes que son recetas, eh? Almirante, este pequeño perturbador se está acusando con sus propias palabras.
—Conozco los nombres en Marciano de algunos de sus platos —dijo Jeff—. Por eso lo sé. Me gusta ir a restaurantes marcianos. Mi hermano solía llevarme; para él no hay nada como la cocina marciana.
—Muy bien.
El Almirante Yobo dejó de lanzarle miradas furiosas y asintió con la cabeza.
—Muy bien. Tu hermano tiene buen gusto.
—Eso no tiene nada que ver, Almirante —dijo Gidlow—. El cadete tendrá que dejar la Escuela y acompañarme. Descubriré lo que sabe.
—No puedo dejar la Escuela —dijo Jeff—, estamos casi a final de semestre y me he inscrito en los cursos de verano para aprender robótica avanzada e inventar un hipermando.
—¡Ja, ja! —rió Gidlow con socarronería—. Con su expediente académico es probable que utilice el hipermando para enviar al Mando del Espacio hasta el Sol. Nadie ha inventado un hipermando y nadie lo hará jamás. Y, si alguien lo hiciera alguna vez, no sería un memo como usted. No va a volver a la Escuela, porque está suspendido y espero que para siempre.
—¿No soy yo el que debe tomar esa decisión? —dijo Yobo muy despacio.
—Sí, Almirante —contestó Gidlow—, pero en estas circunstancias, comprenderá usted, que no puede decidir otra cosa. Con las cuestiones de seguridad...
—Por favor —suplicó Jeff, a punto de desmayarse—, todo ha sido un accidente.
Parecía como si las paredes de la oficina privada del Almirante, oscuras y recubiertas de paneles, fueran a caérsele encima y como si Gidlow se fuera convirtiendo en algo cada vez más grande y más gris.
—¿Accidente? ¡Claro! Es usted un peligro para la Federación Solar —dijo Gidlow—. Y, aunque no lo fuera, para usted se acabó la Academia. Pues sucede, Almirante, que las clases del cadete Jefferson Wells hace tiempo que están pendientes de pago. He indagado la cuestión y he descubierto que no tiene dinero para costearlas. La sociedad de la familia Wells ha quebrado. Farley Gordon Wells, llamado Fargo Wells, ha llegado a eso.
—¡No! ¡Es es m...! ¡Eso no es cierto!—gritó Jeff, ofendido.
El Almirante Yobo se inclinó hacia delante en su enorme silla:
—¿Es Fargo Wells el cabeza de familia?
—Sí, Señor —contestó Gidlow—. ¿Le conoce?
—No demasiado, no demasiado —respondió Yobo sin ninguna expresión en el rostro—. Estaba en la Flota.
—Se vio obligado a renunciar; sospecho que por su total incompetencia. Está claro que es algo hereditario. Y es igual de incompetente en la administración de las finanzas familiares.
—¡Eso no es cierto! ¡No es cierto! —dijo Jeff.
—Si no se trata de incompetencia, entonces es un sabotaje general. Sólo nos queda esa alternativa. Podría estar al servicio de la Liga de Ing para tomar el Poder; ser uno de los espías de Ing.
—¡Se equivoca! —gritó Jeff—. Mi hermano no es un traidor. No se vio obligado a renunciar. Tuvo que hacerlo cuando mis padres se mataron en un accidente, porque no quedaba nadie que pudiera ocuparse del negocio familiar. Estoy seguro de que hizo un buen trabajo.
—Un trabajo tan bueno —dijo Gidlow— que ni siquiera dejó dinero suficiente para que usted pudiera pagar su enseñanza. Lo que no hace al caso, pues, aunque usted tuviese un millón de créditos, tendría que marcharse, y eso debería consolarle. Vendrá conmigo, me acompañará al Control de Seguridad para someterle a una investigación más minuciosa. Y, cuando hayamos acabado con usted, le mandaremos con su hermano, si es que sabe dónde está —Gidlow miró al Almirante—. He intentado localizar a Fargo Wells, sin conseguirlo.
—No acabo de entenderlo —dijo tranquilamente el Almirante Yobo—. He consultado la Central del ordenador y, según parece, no hay problemas.
Sus dedos recorrieron rápidamente las teclas de control de la consola y la pantalla de la pared se encendió.
A Jeff se le subió el corazón a la boca, al ver en la pantalla la imagen de su hermano. Necesitaba la fuerza y el ánimo de Fargo; pero éste no fue más que un primer deseo, seguido de una consternación inmediata. Los ojos azules y penetrantes de Fargo carecían del brillo que le era familiar y su pelo, negro y revuelto, aparecía perfectamente repeinado.
Esto sí que es un problema, pensó Jeff. Por lo que veo, ni siquiera Fargo es ya quien era.
La imagen holográfica de Fargo asintió gravemente:
—Veo que está usted acompañado, Almirante, y adivino la razón. ¿Cree nuestro señor Gidlow que Jeff está al servicio de Ing? Admito que mi hermano menor aparenta más edad de la que tiene, pero a ningún cadete del Espacio se le puede obligar a someterse a una de las famosas investigaciones de Gidlow. Ni tan siquiera el asunto de Ing «el Ingrato» lo justifica.
—No ha dado usted en el blanco, señor Wells —dijo Gidlow, rígido—. No es que sospechemos que su hermano esté confabulado con Ing, aunque en estos tiempos tan deplorables, no puede uno fiarse de nadie. Lo único que queremos descubrir es qué tipo de material clasificado en Swahili Marciano ha asimilado del ordenador y le aseguro que lo haremos. No será usted el que me lo impida, señor Wells.
—Gidlow, admiro su total y absoluta seguridad, pero la Academia Espacial forma parte del Mando del Espacio —dijo Yobo— y, cuando se trata de investigaciones, me parece que soy yo quien tiene la última palabra.
—Si es algo que atañe a la seguridad, la responsabilidad no puede disociarse, Almirante. Con todo mi respeto, la decisión es mía.
—Con todo mi respeto, Gidlow, no lo es.
Yobo se levantó majestuosamente, elevándose como el Monte Olimpo de su Marte natal.
—Seré yo quien decida lo que hay que hacer con el chico.
Fargo se echó a reír de repente y empezó a hablar con fluidez en Swahili de la Colonia Marciana.
Gidlow se quedó boquiabierto, mientras el Almirante Yobo apretaba sus enormes puños y fruncía el ceño.
Jeff se sintió desconcertado.
—Fargo, ¿qué haces?
—Contando algunos secretos de estado, hermanito.
El Almirante miró a Jeff:
—¿No has entendido ni una palabra, verdad?
—No señor.
—Está mintiendo —dijo Gidlow.
—No creo —cortó Yobo—. Considerando lo que ha dicho Fargo Wells, tendría que haber sido un actor consumado, para permanecer impertérrito. Se puede aceptar con toda garantía lo que acaba de probarnos Wells con su representación, esto es, que los intentos del chico por aprender en sueños no han tenido ningún éxito, tal como él mismo decía. Puede volver a la Academia.
—Protesto, Almirante —dijo Gidlow—. La directora de la Academia ha admitido en mi presencia que hace tiempo que no se pagan las clases del chico, que sólo gracias a su magnífico expediente académico, eso era antes, ha podido permanecer en la Escuela. En su opinión, habría podido conseguir una beca, pero considerando el daño que ha causado a los ordenadores, ahora ya no cabe ninguna posibilidad.
Al ver que el Almirante Yobo empezaba de nuevo a lanzar miradas furiosas, Fargo Wells intervino pausadamente:
—Hay algo de cierto en todo lo que dice Gidlow, Almirante. No tenemos mucho dinero y no podemos pagar la enseñanza. Estamos ya casi en verano y es probable que mi hermano necesite unas vacaciones y... bueno, tal vez entre tanto empecemos a rehacer nuestra fortuna.
Le guiñó un ojo a Jeff. Pero Jeff rechazó la sugerencia:
—No quiero vacaciones, Almirante. Quiero pasarlas en la Academia. Mi intención es incorporarme a la Flota, algún día.
—Este verano no —dijo Fargo categóricamente—. Y, además, te resultará útil, Jeff. No estamos totalmente arruinados. Tenemos una nave de reconocimiento y podemos conseguir trabajos espaciales, lo cual puede representar una experiencia útil. Incluso tenemos suficiente dinero para mandarte de vuelta a la Tierra por transmisión y poder celebrar juntos el solsticio de verano.
En cualquier otro momento, el corazón de Jeff se habría disparado con sólo pensar en ello. El solsticio de verano era al día siguiente y todo el Sistema lo celebraría en paz y concordia. Todas las gigantescas casas del espacio, o «cosmhogares», cada una de ellas con sus decenas de millares de habitantes —el Estado Lunar, la Colonia Marciana— se regían por los usos y costumbres del calendario del Hemisferio Norte de la Tierra (Incluso Australia había cedido, finalmente). Por deferencia hacia los Cuarteles Generales de la Federación Solar original, la antigua ONU, en la isla del Hemisferio Norte, ahora Territorio Internacional de Manhattan, había aceptado considerarse a sí misma, no sin cierta renuencia, parte de la Federación Solar. Jeff se dirigió al Almirante, con voz suplicante:
—Si se me permitiera permanecer en la Academia, Señor, para los cursos de verano...
Fargo intervino:
—Los chicos que confunden a los ordenadores necesitan alejarse de ellos y estar durante un tiempo en un sitio bien primitivo como Manhattan. Bajo mi custodia, naturalmente. ¿No le parece, Almirante?
Fargo y Yobo cruzaron una larga mirada.
Jeff se sintió ofendido. Odiaba que los mayores hablaran por encima de su cabeza, como si él no estuviera presente. Fargo casi nunca lo hacía. ¿Qué estaba pasando?
—Sí —dijo Yobo—. Ve y prepara el equipaje, Jefferson Wells.
—Pero yo... —empezó diciendo Gidlow.
—El chico se va a casa —dijo Yobo—. No es cosa suya.
—Vamos, Jeff —le animó Fargo—. Cuanta más prisa te des, antes te librarás de la compañía encantadora de Gidlow. Anda; te contaré cosas interesantes sobre las fechorías y las ambiciones de Ing «el Ingrato». ¿Recuerdas la consigna LCHC, eh? Hasta la noche.
—¿Qué significa esa consigna? —preguntó Gidlow.
—Son cosas de Fargo —dijo Jeff rápido—. Significa que todas las dificultades se pueden vencer.
—¿LCHC? ¿Todas las dificultades se pueden vencer? Almirante aquí hay una especie de conspiración...
—No —dijo Jeff—. Es sólo su forma de plantearse las dificultades. Es tan guapo que..., bueno, LCHC significa «las chicas hacen cola».
El Almirante prorrumpió en una carcajada estruendosa:
—Ese sí que es el auténtico Fargo —dijo, y Jeff trató de contener un suspiro de alivio.
—De todas formas —dijo Gidlow—, este chico no volverá a la Academia. ¡Puedes estar seguro de ello!
Salió como un torbellino y las líneas de su espalda mostraban su enojo.
¿Por qué me odiará de esa manera?, se preguntaba Jeff.
El Almirante Yobo, mirándole afablemente, dijo:
—Pronto irán mejor las cosas, Jefferson. Ya sabes que yo conocí a tus padres. Eran buenos amigos míos, y también buenos sismólogos, hasta que Io se los llevó. Pero no eran buenos negociantes, como no lo es Fargo, no —le tendió a Jeff un trozo de papel.
—¿Qué es esto, señor?
—Un bono de crédito. Empléalo en comprarte un robot profesor, uno que pueda enlazar con el Sistema Educativo Solar. Estudia lo bastante como para poder volver a la Academia con una beca.
Jeff cruzó las manos detrás de la espalda:
—Señor, no podré devolverle el dinero.
—Yo opino que sí. No creo que Fargo pueda hacerlo nunca, pero, no sé por qué, me parece que tú tienes más sentido común que él. De todas formas, no es que sea tanto dinero, porque no soy tan rico, o tan generoso. ¡Tendrás que comprar un robot usado! ¡Cógelo! Es una orden.
—Sí, señor —dijo Jeff, saludando automáticamente. Salió corriendo, confundido y preocupado. ¿LCHC? ¿Tendría razón Fargo?
Capítulo 2
Elegir un robot
Hacer el equipaje no le llevó mucho tiempo. Los cadetes, fuera de su ropa y sus notas, poseían muy pocas cosas: pero Jeff poseía algo valioso, gracias a Fargo: un libro. Era una auténtica antigüedad, un tomo encuadernado en piel cuyas páginas de cantos amarillos jamás habían sido restauradas. Contenía todas las obras de Shakespeare en su idioma original, en el lenguaje del que luego se había derivado el Basic Terral.
Jeff se dijo que ojalá nadie del Control de Seguridad le parara, abriera el libro de Shakespeare y viera los subrayados de Fargo en «ENRIQUE V». Pero, de todas formas, aunque lo hubiesen hecho, no habrían entendido la lengua antigua.
«La caza ha comenzado», había gritado Enrique, pero ¿a quién estaba dando caza Fargo con su LCHC? ¿Sería a Ing?
Jeff habló con algunos de sus compañeros de clase, los que eran más amigos suyos, sobre la bancarrota y el ordenador de la cocina, pero no pasó de ahí. Metió el libro en su bolsa de lona con un ligero aire de indiferencia, pese a que estaba solo en los aposentos. Siempre había que ser prudente.
Cogió el puente espacial para Marte.
Una vez llegado a Marte, almorzó rápidamente rodajas de berenjena con especias y queso, como sólo los cocineros marcianos eran capaces de preparar; luego hizo cola en el transmisor de materia de la ciudad de Marte. A través de la cúpula pudo ver la lejana inmensidad del Monte Olimpo, el mayor montón de materia existente en cualquier mundo ocupado por seres humanos. Le hizo sentirse muy pequeño.
Y muy pobre.
Quizá debería entregarle el bono de crédito a Fargo, pensó Jeff. Lo necesita más que yo un robot profesor. Pero siempre he deseado poseer un robot profesor, se dijo a continuación, repentinamente rebelde.
—¡El próximo! ¡Wells!
Por un instante, Jeff estuvo a punto de dar media vuelta. ¿Por qué tenía que tomar un transmisor? ¡Era tan caro!
Los transmisores de materia llevaban ya años en funcionamiento, pero seguían exigiendo una potencia enorme y un equipamiento muy complejo, lo cual incidía en el costo, a la hora de utilizarlos. Mucha gente cogía el ferry espacial de Marte a la Luna y desde allí a la Tierra. ¿Por qué Jeff no podía ser uno de ellos?; especialmente ahora, que la familia estaba al borde de la bancarrota.
De todas formas, el ferry tardaba más de una semana y con el transmisor, en cambio, estaría en casa aquel mismo día. Y era evidente que a Fargo le urgía verle allí.
Todo esto se le pasó a Jeff por la cabeza en menos tiempo del que se tarda en concebir una duda. Entró en el habitáculo. Estaba hasta los topes de gente, de equipajes y de cajas de carga. Todos parecían personas ricas o que ocupaban cargos oficiales; Jeff se dejó caer desmadejado en su asiento, deseando que nadie se fijara en él.
Mientras esperaba a que conectaran la energía, volvió a sentir el deseo de inventar un hipermando. Todo el mundo sabía que en realidad existía una cosa llamada hiperespacio, porque era lo que empleaban las hicoms para la comunicación instantánea, oral y visual. Por ejemplo, la imagen de Fargo había aparecido en el despacho del Almirante gracias al hicom. Después de todo, hicom quería decir «comunicación hiperespacial».
Y, si era posible forzar la radiación a través del hiperespacio, ¿por qué no se podía obligar a la materia a través de él? Seguramente tenía que haber algún sistema para concebir un motor que permitiera a una nave espacial cruzar el hiperespacio, superando el límite de la velocidad de la luz existente en el espacio normal. Eso significaba, probablemente, que primero habría que convertir la materia en radiación, y después habría que convertir la radiación en materia. O, si no...
Cincuenta años antes habían inventado un dispositivo antigrav y hasta entonces todo el mundo decía que eso era imposible. Ahora los dispositivos antigrav llegaban a fabricarse en un tamaño tan pequeño que se podían montar en un coche.
Quizá ambos imposibles tuvieran una relación. Si se empleaban los dispositivos antigrav junto con los transmisores de materia (que funcionaban tan sólo a velocidades inferiores a la de la luz), se podría...
Se le nubló la vista. Siempre sucedía con la transmisión.
No había sensación del paso del tiempo, pero el habitáculo era diferente. Contenía las mismas cosas, pero era un habitáculo distinto. Podía ver el reloj en la cámara cavernosa de fuera. No habían pasado ni siquiera diez minutos, por lo tanto, la transmisión se había llevado a cabo —calculó rápidamente de cabeza, considerando las posiciones que tenían Marte y la Tierra en sus órbitas— a no menos de la mitad de la velocidad de la luz.
Jeff puso su reloj en hora, salió del habitáculo del transmisor y se encontró en la Tierra. Se preguntó si sus moléculas habrían resistido bien la transmisión.
¿No se trataría de un caso de conversión en radiación y viceversa? Seguramente podría mejorarse en cierta medida, hasta tal punto que... ¡oh, basta!
La gente materia-transmisión insistía siempre en que era imposible que las moléculas se echaran a perder durante el viaje y nadie había tenido nunca razones para reclamar. No obstante...
«De todas formas, yo no puedo hacer nada», decidió Jeff.
Pero, si hay que asumir el riesgo, pensó, ¿por qué no hacerlo bien? El hipermando sería, con mucho, la mejor opción. Seguiría equivaliendo a convertirse en radiación y viceversa, pero, por lo menos, era posible ir a cualquier parte, y con ello la contrapartida del riesgo sería mucho mayor.
Ahora, con la transmisión, sólo se podía ir a otra estación transmisora. Si se quería ir a cualquier otro sitio en el que no hubiera transmisor, había que hacerlo por ferry o por carguero hasta el próximo transmisor, y ello podía significar tardar desde semanas hasta años. No en vano, la Federación estaba enclavada en el Sistema Solar.
Y por ello la rebelión de Ing era tan peligrosa.
Jeff llamó a casa de su familia desde la Gran Estación Central, en el terminal de transmisión público de Manhattan, con el fin de que la computadora ama de llaves tuviese tiempo para mandar a los robots de la limpieza que dieran un repasito de última hora al polvo.
El apartamento, al llegar, le pareció igual que siempre. Viejo, claro, pero así tenía que ser. Todos los miembros de la familia Wells se habían sentido orgullosos de poseer un apartamento en la Quinta Avenida en un edificio que se había mantenido, aparentemente con pegamento y oraciones, durante siglos. Tenía sus inconvenientes, pero era más hogareño.
—Bienvenido, señorito Jeff —dijo la computadora ama de llaves desde la pared.
—Hola —sonrió Jeff. Resultaba agradable que a uno le barrieran y reconocieran.
—Hay un mensaje para usted de su hermano Fargo, señorito Jeff —dijo la computadora, y una banda de cello salió de la ranura de los recados con un débil zumbido.
Era la dirección de una tienda de robots usados, lo cual significaba que Fargo y el Almirante Yobo habían vuelto a hablar después de que Jeff saliera de la oficina.
¿Por qué?, se preguntaba Jeff. ¿En aras del pasado? ¿Lo sabría Gidlow?
En Manhattan, aún era pronto. Le daba tiempo a ir a la tienda aquella misma tarde.
Jeff se sintió algo desanimado respecto a la compra del robot, justo ahora que estaba a punto de llevarla a cabo. ¿Debía discutirlo con Fargo e intentar que se quedara con el dinero del Almirante?
Pero el Almirante tenía que haber hablado de ello con Fargo. Algo había, pero, ¿qué?
Antes de salir, Jeff tecleó para conseguir una hamburguesa en el ordenador de la cocina, que siempre funcionaba perfectamente, gracias a Fargo. «Lo primero es lo primero», se dijo y su apetito fue lo primero, incluso lo habría sido para él, no digamos para un chico en edad de crecer (¿Cuánto creceré todavía?, pensó Jeff). La hamburguesa estaba buena.
El hombre que llevaba la tienda de robots usados, pequeñajo, gordo y vanidoso, sopesó la suma de que disponía Jeff, tal como él mismo le había informado, y no pareció que le impresionara en lo más mínimo.
—Si lo empleas para un primer plazo —dijo—, puedes llevarte un modelo casi nuevo como este. Es una compra muy buena.
A lo que se refería con aquel «este» era a uno de esos robots nuevos, cilíndricos, vagamente humanoides, que se empleaban para enseñar en todos los colegios caros. Podían conectarse con los sistemas del ordenador principal en cualquier ciudad y tener acceso a cualquier salida de información o biblioteca. Eran persuasivos, tranquilos, respetuosos, buenos profesores.
Jeff estaba estudiando el modelo casi-nuevo, lamentando que los fabricantes hubiesen decidido años atrás hacer que los robots inteligentes se parecieran sólo ligeramente a los seres humanos. La teoría era que la gente no quería robots que se pudieran confundir con personas de carne y hueso.
Quizás tuvieran razón, pero Jeff hubiera preferido tener uno que se pudiera confundir con una persona de verdad, en lugar de otro que sólo pudiera confundirse con la caricatura de una persona real.
El modelo casi-nuevo tenía una cabeza como un bolo, atravesada por una sensobanda como un halo ladeado. La sensobanda le servía para ver, oír y así sucesivamente, poniendo al robot en contacto general con el universo.
Avanzó algunos pasos para acercarse a mirar el número de serie de la sensobanda. Un número bajo significaría que era realmente viejo y no tan casi-nuevo como proclamaba el encargado de la tienda. El número era bastante bajo. Y, por si fuera poco, a Jeff no le gustaba la combinación de colores de la sensobanda. Cada una era distinta, para que resultara más fácil diferenciar los robots, y éste resultaba estrepitoso y antiestético.
Pero el que a Jeff le gustaran o le dejaran de gustar cada una de las partes del robot era lo de menos. Si utilizaba el dinero para un primer pago, ¿de dónde saldría el resto? El no podía comprometerse a una serie de plazos mensuales durante uno o dos años.
Miró alrededor, vagamente, a las cajas de estasis; cada una contenía un robot cuyo cerebro no se hallaba en funcionamiento. ¿Habría allí algo que él pudiera permitirse? ¿Algo que pudiera pagar al contado? Un modelo más viejo que funcionara.
Observó en un rincón una caja de estasis, casi oculta tras las que había delante. Se metió dando bandazos como un pato entre dos cajas y apartó otra para poder mirar en su interior. Tal como estaba, medio escondido, no debía tratarse de un robot demasiado bueno, pero era exactamente lo que él se podía permitir.
A decir verdad, lo que había en la caja no parecía en absoluto un robot. Lógicamente tenía que serlo, puesto que para eso estaban las cajas de estasis. Todo robot inteligente tenía que permanecer en estasis hasta que se vendiera. Si el cerebro positrónico se hubiera activado y hubiese permanecido así hasta el momento de su venta, se habría podrido.
Y, así, dando vueltas sin hacer nada, pensó Jeff, el que se va a pudrir soy yo.
—¿Qué hay en esa caja? —preguntó bruscamente.
El encargado estiró el cuello para ver a qué caja se refería y en su cara se dibujó una mirada de disgusto:
—¿Todavía está eso ahí? No es lo que tú quieres, jovencito.
—Tiene que ser un robot tremendamente viejo —dijo Jeff.
La cosa que había en la caja parecía un barril metálico de unos sesenta centímetros de alto, coronado por un sombrero de metal. No parecía que tuviese piernas ni brazos, ni siquiera cabeza. Nada más que un barril y un sombrero. El sombrero tenía un ala circular y una copa redonda en lo alto.
Jeff siguió apartando cajas. Se inclinó para ver mejor el objeto.
Era realmente un barril metálico, abollado y hecho una pena, con una etiqueta pegada, una etiqueta vieja que se caía a trozos en la que se leía «Clavos Norb». Ahora Jeff podía distinguir en el barril unos puntos de los que seguramente saldrían unos brazos, si se dilataban ciertas chapas circulares.
—No pierdas el tiempo con eso —dijo el encargado, meneando la cabeza con violencia—. Es una pieza de museo, si es que algún museo quiere quedársela. No está en venta.
—Pero, ¿qué es? ¿Es realmente un robot?
—Claro que es un robot; un modelo R2, muy antiguo. Tiene su historia, si es que a alguien le interesa escucharla. Se caía a trozos; un viejo hombre del espacio lo compró, lo arregló...
—¿Qué viejo hombre del espacio?
Jeff había oído contar cosas acerca de los viejos exploradores del Sistema Solar, esos seres humanos que partían solos al encuentro de todo lo que pudiera resultar extraño o rentable o ambas cosas a la vez. Fargo se sabía todas sus historias y lamentaba que escasearan los hombres del espacio independientes, ya que los espías de Ing estaban por doquier y los piratas de Ing robaban a todo el que aceptaba el reto de viajar a lugares del Sistema poco conocidos sin una escolta oficial de la Federación.
—El caso es que se trataba de alguien llamado Mc Gillicuddy, pero nunca he conocido a nadie que hubiese oído hablar de él. ¿Y tu?
—No, señor.
—Se dice que murió hace medio siglo y su robot fue a parar a manos de mi padre en un remate. Yo lo heredé, pero, desde luego, no me gusta.
—Entonces, ¿por qué no está a la venta?
—Porque ya he intentado venderlo. No funciona bien y siempre lo han devuelto. Tenía que haberlo mandado al chatarrero.
—¿Cuánto quiere usted por él?
El encargado le miró pensativo.
—¿No me has oído?, acabo de decirte que no funciona bien.
—Sí. Lo he entendido perfectamente.
—¿Firmarías un papel diciendo que lo has entendido y que no lo devolverás, aunque no te funcione?
Jeff notó como si una mano fría se le agarrara al pecho, sólo de pensar que le iban a arrancar el dinero del Almirante; pero quería aquel robot con su herencia espacial y su aspecto tan extraño. Desde luego, un robot como aquel difícilmente podría tenerlo nadie. Los dientes le castañeteaban un poco, al decir:
—Por supuesto; firmaré, si acepta como pago el dinero que tengo y si me da una factura en la que ponga «totalmente pagado». También quiero un certificado de propiedad inscrito en el Registro Municipal de Ordenadores.
—¡Ya! —dijo el encargado—. No tienes la edad.
—Represento dieciocho años. No me pida que le enseñe la documentación y podrá usted decir que estaba convencido de que sí la tenía.
—Muy bien. Voy a rellenar los papeles.
Se marchó y Jeff se puso en cuclillas. Se agachó y miró con atención en el interior de la caja de estasis. El tal Mc Gillicuddy debía haber metido la maquinaria de un robot en un barril vacío usado para los clavos Norb.
Jeff observó más de cerca, pegando la cara al plástico polvoriento y alzando una mano para evitar los reflejos de la luz. Se dijo que el sombrero no debía estar siempre debajo. Una franja oscura por debajo de él indicaba que habían puesto el robot en estado estático sin que el sombrero estuviera totalmente dentro del barril.
Y había un extraño alambre fino que iba desde la parte oscura hasta el costado de la caja de estasis.
—¡No toques eso! —gritó el encargado, levantando por casualidad la mirada de entre sus archivos.
Era demasiado tarde. El dedo extendido de Jeff tocó la caja de estasis.
El encargado se le acercó de un salto, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo de gran tamaño.
—Te he dicho que no lo tocaras. ¿Te encuentras bien?
—Sí, claro —dijo Jeff retrocediendo.
—¿No has notado un calambre ni nada?
—No he notado nada. Pero sí he sentido emoción —pensó Jeff—. Una soledad horrible. Que no era mía.
El encargado le miró con recelo.
—Ya te lo he advertido. No puedes reclamar por perjuicios ni por ninguna otra razón.
—No pienso hacerlo —dijo Jeff—. Lo que quiero es que abra usted esa caja de estasis para que yo pueda tener mi robot.
—Antes tendrás que firmar este papel, en el que dice que tienes dieciocho años. Y no quiero que me lo devuelvas jamás —gruñó para sí, mientras lo introducía en el dispositivo de la computimpresora, que barrió el escrito y lo devolvió pulcramente impreso por triplicado.
Jeff leyó el papel rápidamente.
—Representas dieciocho años —dijo el encargado—. Todo el mundo lo diría. Ahora déjame ver tu identificación.
—Se enterará usted de mi fecha de nacimiento.
—Bueno, tápala con el pulgar. Yo soy medio tonto y no me he dado cuenta de lo que has hecho. Sólo quiero comprobar tu nombre y tu firma.
Miró la firma estampada en el carnet que Jeff le estaba enseñando.
—Muy bien —dijo—, aquí tienes tu copia. Ahora, el bono de crédito, por favor.
Lo miró, lo colocó en el tragatarjetas y se lo devolvió a Jeff; este sintió un escalofrío, porque aquello significaba, nada más y nada menos, que todo lo que el Almirante le había dado se había transmitido, para siempre, de su cuenta corriente a la de la tienda. Se quedaba prácticamente sin nada.
El encargado avanzó como un pato entre el revoltijo de cajas y tocó el número en relieve del marcador de la caja que contenía el robot en el barril. La parte superior se abrió. Entonces, aquel alambre fino se introdujo lentamente en el barril y la tapa con forma de sombrero pareció ajustarse con firmeza, de forma que la franja oscura desapareció. El encargado pareció no darse cuenta de ello. Estaba demasiado absorto, intentando colocar la caja de estasis en mejor posición.
—¡Con cuidado! ¡Con cuidado! —dijo Jeff—. No estropee el robot.
Jeff se estaba preguntando si el robot estaría realmente en situación de pensar con el sombrero levantado y el alambre fuera. Volvió a sentir una punzada de simpatía. Si era así, tenía que haber sido horrible hallarse atrapado en una caja, capaz de pensar pero incapaz de salir de ella. ¿Cuánto tiempo había estado allí? Se había tenido que sentir tan desamparado.
—Por favor —dijo al encargado—. Es usted demasiado brusco. Déjeme que le ayude a sacarlo.
—¿Demasiado brusco? —contestó el otro con sorna—. No se puede estropear con nada, aunque sólo sea porque ya tiene poco arreglo.
Miró a Jeff con una expresión desagradable.
—Has firmado este papel, lo sabes. Ya te dije que no funcionaba bien, por lo tanto, no puedes echarte atrás. No creo que sirva para la enseñanza, porque carece de las conexiones que le permitirían introducirse en el Sistema Educativo. Ni tan siquiera habla. Lo único que emite son sonidos que no comprendo.
Entonces, por primera vez, pasó algo dentro del barril. La tapa en forma de sombrero saltó por los aires y golpeó en el hombro al encargado, que estaba inclinado en la caja.
Por debajo de la tapa, asomaba media cara. Por lo menos, eso parecía. Había dos grandes ojos... ¡no!, Jeff miró por el otro lado y vio que también había dos grandes ojos por detrás... o, quizá fuera la frente.
—¡Vaya! —exclamó el encargado, levantando un puño.
Jeff dijo:
—Si intenta golpearlo, se hará usted daño. Además, ahora el robot es mío y apelaré a la ley, si lo estropea.
El robot, con una voz perfectamente clara, alta y casi musical, dijo:
—Este desaprensivo me ha insultado. Me ha insultado todo lo que ha querido. Siempre que se refiere a mí, me insulta. Puedo hablar perfectamente, ya me oyes. Hablo mejor que él. El hecho de que no tenga ganas de hablar con seres inferiores, como el llamado encargado, no significa que no pueda hacerlo.
El encargado hinchó sus carrillos y pareció que estaba intentando decir algo, pero de su boca no salió nada.
Jeff dijo, no sin razón:
—La verdad es que este robot habla mejor de lo que lo hace usted ahora.
—No sólo —dijo el robot—. Soy un robot perfectamente apto para la enseñanza, tal como demostraré ahora mismo. ¿Cómo te llamas, jovencito?
—Jeff Wells.
—Y, ¿qué quieres aprender?
—Swahili. El dialecto de la Colonia Marciana..., señor.
Sucedió que, de repente, Jeff quiso mostrar un respeto decoroso para con un robot que claramente demostraba una cierta tendencia a la iracundia y a la falta de templanza.
—Bien. Cógeme la mano y concéntrate. No dejes que nada te distraiga.
La parte izquierda —o quizá derecha— del pequeño robot se dilató en una abertura no muy grande, por la que salió disparado un brazo con un codo giratorio y palmas con dos caras, de forma que resultaba imposible decir cuál era el anverso y cuál el reverso. Jeff cogió la mano, que tenía una suavidad agradable, pero cuya textura no era escurridiza ni metálica.
—Ahora te voy a enseñar a decir «buenos días, ¿cómo está usted?» en Swahili Marciano —dijo el robot.
Jeff se concentró. Sus cejas saltaron hacia arriba y pronunció algo que, por supuesto, para el encargado no tenía ningún sentido.
—Vaya una jerigonza —dijo el encargado, encogiéndose de hombros.
—No, no lo es —dijo Jeff—. Yo sé un poco de Swahili y lo que acabo de decir era «buenos días, ¿cómo está usted?» en Swahili Marciano; sólo que esta es la primera vez que consigo pronunciarlo correctamente.
—En este caso —dijo el encargado sin pensárselo dos veces—, no esperarás llevarte un robot profesor en perfecto estado de funcionamiento por ochenta y cinco miserables créditos.
—No, no debería —dijo Jeff—, pero es lo que he dado por él. Yo tengo el papel y usted tiene el dinero; asunto concluido. So pena que le contemos a la Policía que usted ha intentado venderle un robot inservible a un chico de catorce años. Estoy convencido de que este robot puede hacerse el inservible, si yo se lo pido.
El encargado volvió a resoplar.
Parecía como si el robot estuviese creciendo. De hecho, estaba creciendo. Del fondo del barril iban brotando unas piernas telescópicas, con pies dirigidos en ambas direcciones. Los ojos del robot estaban ahora más a la altura de aquel encargado pequeñajo, al que Jeff sacaba una buena cabeza.
El robot dijo:
—Yo le sugeriría, persona inferior, que devolviera los ochenta y cinco créditos a este jovencito y le permitiera tenerme por nada. Un robot inservible no tiene valor.
El gerente soltó un chillido y retrocedió, yendo a parar sobre una caja de estasis que contenía un juego de robots escardadores.
—¡Esta cosa es peligrosa! ¡No obedece las leyes de la robótica! ¡Me ha amenazado! —comenzó a gritar—. ¡Socorro! ¡Socorro!
—No sea usted tonto, señor —dijo Jeff—. Sólo le estaba haciendo una sugerencia. Puede usted quedarse con los ochenta y cinco créditos. Yo no los quiero.
El encargado volvió a refrotarse la cara.
—Así esta bien. Llévate esto de aquí. Tú respondes por él. Yo ya no quiero volver a ver nunca jamás a este robot. Ni a ti tampoco.
Jeff salió de la tienda, cogido de la mano de un barril que antaño había contenido clavos Norb y que ahora tenía dos piernas, dos brazos y media cabeza.
—Vaya lengua que tienes —dijo Jeff.
—¿Cómo lo sabes? —dijo el robot—, si hablo con los pies.
—Ya lo creo que sí. ¿Cómo te llamas?
—Bueno, Mac, me refiero a Mc Gillicuddy me llamaba Macko, pero a mí no me gustaba. Mac y Macko suena a grupo de cómicos de variedades. Pero, por lo menos, cuando hablaba de mí, decía «él» y no «eso». Algo es algo. Sonaba respetuoso. ¿Cómo quieres llamarme tú, Jeff?
Jeff debía haber corregido al robot. Se suponía que todos los robots colocaban un tratamiento delante de un nombre humano, pero estaba claro que su robot no seguía las costumbres demasiado al pie de la letra y Jeff decidió pasarlo por alto. Además, se hartaría de que le llamaran señorito Jeff. Dijo:
—¿Siempre has estado dentro del barril de clavos Norb?
—No, sólo desde que Mc Gillicuddy me encontró; esto es, desde que me arregló. Era un genio en cuestiones de robótica, ya sabes.
Luego, con un orgullo mal disimulado, el robot añadió:
—El barril forma parte de mí mismo, y nunca me desgastaré. ¡Jamás!
—Pues no sé —dijo Jeff tan fresco—. Tu etiqueta está a punto de caerse.
—Porque no la necesito. Este barril tan viejo, pero tan funcional, ya no contiene clavos. Me contiene a mí. Me gusta. Es de acero inoxidable bien resistente.
—De acuerdo —dijo Jeff—. En ese caso, y puesto que antes este precioso barril contenía clavos Norb, ¿por qué no te llamo Norby?
El robot parpadeó y dijo:
—Norby... Norby... —como si echara a rodar el sonido envolviéndolo con su lengua y lo saboreara, salvo que no tenía lengua y, probablemente, no podía saborear. Luego añadió—: Me gusta. Me gusta mucho.
—Bien —dijo Jeff.
Y él y Norby echaron a andar, siempre cogidos de la mano.
Capítulo 3
En Central Park
La computadora ama de llaves, al no tener sentimientos ni demasiada inteligencia, no dio muestras de desaprobar a Norby, lo cual alivió a Jeff, que habría debido imaginarse que no le iba a dar ningún quebradero de cabeza, por la sencilla razón de que era incapaz de hacerlo. De todas formas, tampoco puede decirse que la computadora ama de llaves aprobara a Norby, pero eso no tenía importancia.
Ahora, que ya estaba en casa y podía relajarse, Jeff examinó su compra con ojos críticos.
—Oye, Norby, ¿tu cabeza asoma algo más del barril?
—No. Es toda la cabeza que tengo. Y es toda la que necesito; la que necesitaría cualquiera. ¿Pasa algo?
Jeff estudiaba los ojos de Norby, grandes, extrañamente expresivos.
—No creo; pero, ¿cómo te repararon? ¿Puedes salir del barril?
—Por supuesto que no. No hay ningún yo que salga del barril. Es parte de mí mismo. Mac me soldó herméticamente; este barril es mi armazón, es mi esqueleto. ¿Te sales tú de tus huesos, cuando vas al médico? ¡Salir del barril! ¡Vaya cosa!
—No te sulfures; sólo estaba preguntando. ¿Cómo pudieron repararte? No tengo más remedio que reconocerlo, Norby, no puedo permitirme muchos gastos en mantenimiento, así es que espero que no estés pensando en escacharrarte.
—Si lo que te preocupa es el gasto, Jeff, olvídalo. Yo jamás necesitaré una reparación. Se me da bien arreglar otras máquinas; pero yo siempre seré tal como me ves ahora.
Norby empezó a evolucionar rápidamente de aquí para allá sobre dos veloces pies en movimiento, pero sus ojos permanecieron fijos, mirando con firmeza a Jeff. Por lo menos los dos delanteros; ¿o eran los dos traseros?
—Como ves, funciono perfectamente. Mac era un genio.
—¿Mc Gillicuddy?
—Pues claro. ¿Por qué emplear cinco sílabas, cuando con una basta? Además, a Mac le gustaba que le llamaran así, Mac. Yo le decía: «Si te gusta Mac, Mac, Mac tendrás».
—Esos son tres Macs seguidos.
—Todos los que quería, por la forma en que me solucionó. Naturalmente, tuvo ayuda.
—¡Ah! y, ¿qué tipo de ayuda?
Norby, que había estado zascandileando alegremente, se paró de golpe. Miró a Jeff fijamente con una mirada solemne. Luego, se tragó la cabeza.
—He dicho que qué tipo de ayuda.
Norby permaneció callado.
Jeff dijo:
—Oye, te estoy haciendo una pregunta. Tienes que contestar. Es una orden y tú tienes que obedecer las órdenes.
Por debajo del sombrero salió un humilde y amortiguado:
—¿Tengo que hacerlo? ¿No podríamos ser socios?
—¡Socios! Bien, Norby; ahora comprendo por qué tus otros dueños tuvieron problemas contigo. Estuviste demasiado tiempo con un viejo trotamundos espacial, tan solitario que olvidó que eras un robot y te trató como a un ser humano. Pero tú sabes que no lo eres. Eres mi robot profesor y, desde luego, poco será lo que me enseñes, si te comportas de forma tan insubordinada.
El sombrero se levantó ligeramente y los ojos de Norby lanzaron una ojeada por encima del borde del barril. Sólo se veían parcialmente.
—No es esa la razón. Sencillamente, los demás dueños no me gustaban. Me equivoqué al elegirlos, así es que hice que me devolvieran.
—El siguiente paso será decir que te equivocaste conmigo y hacer también que yo te devuelva.
—Podría, si vuelves a actuar como acabas de hacerlo. Y, ¿por qué esperas que yo obedezca órdenes? ¿Me habrías comprado si hubiese sido otro robot profesor?
Jeff se echó a reír:
—Si lo planteas de esa forma, no. Supongo que tú dirías que se trató de un impulso misterioso. Creo que me gustó tu forma de mirar. Eres el bicho más raro que he visto jamás.
—¿Raro? Un respeto, ¿eh? Lo que estoy es pero que muy garbosamente proporcionado.
—De acuerdo. No te ofendas otra vez. Quizá fueran esas proporciones tuyas, tan elegantes, las que me hicieron comprarte movido por un extraño impulso.
—De impulso, nada.
—¿No?
—¡No! Desde la última vez que me devolvieron, me las arreglé para mantener mi cabeza un poquito levantada e incluso saqué mi sonda y la mantuve conectada a tierra. El encargado era de veras demasiado inferior para caer en ello. Y, de esa forma, no me vendería a cualquiera que entrara por la puerta. Podía ver a los clientes y sentirlos...
—¿Sentirlos?
—Sentir sus mentes. Por eso noté enseguida que me gustabas y que...
—Gracias, Norby.
—Bueno, me pareciste razonable y no demasiado engreído. Parecías el tipo de persona que no se empeña en ser superior a un pobre robot. Aunque, a lo mejor, me equivoqué.
—Lo siento, Norby.
—De acuerdo; acepto tus disculpas. De todas formas, hice todo lo que pude para atraer tu atención y que tuvieses ganas de comprarme, y traté de que el encargado dijera cosas desagradables sobre mí, no resultó nada difícil, porque, así, te entrarían más ganas de comprarme. Funcionó.
—De acuerdo, Norby, somos socios.
Jeff cayó en la cuenta de que Norby no había dicho ni palabra de la soledad, así es que él tampoco lo hizo.
—¿Habrías podido arreglar ese taxi desvencijado que cogimos para volver a casa desde la tienda de robots?
—Si hubiese tenido las piezas, tantas, que ya de paso, habría podido fabricar uno nuevo, creo que sí. El antigrav del taxi era tan malo que la mayor parte del viaje fuimos descortezando el suelo a dos palmos de altura. Y el cerebro-robot del taxi era tan viejo y estaba tan deteriorado que debían haberlo desguazado hace dos años.
La voz de Norby sonaba marcadamente superior.
—La mayoría de los taxis de Manhattan están así —dijo Jeff—. ¿Me contarás cosas de Mac, lo que te hizo y qué tipo de ayuda recibió? Sólo te lo pregunto como amigo y socio.
—Pues claro. ¿Por qué no? Desde luego que sí. Pero no ahora. Porque lo que voy a hacer ya mismito es enchufarme en la corriente de la casa y disfrutar de un delicioso baño electrónico. Espero que tengas dinero suficiente para pagar la cuenta de la luz, Jeff.
—Hasta ahí llego —dijo Jeff—, siempre que no te des un baño cada hora, claro está.
—No soy tan glotón —dijo Norby con altivez. Salió corriendo hacia una esquina y se enchufó, con su cuerpo de barril sobre la alfombra y las piernas asomando lo bastante como para balancearlo, al tiempo que se acunaba hacia delante y hacia atrás, arrullándose a sí mismo.
Jeff sonrió abiertamente. Fuera lo que fuese lo que había hecho el tal Mc Gillicuddy para fabricar a Norby, no cabía duda de que era único. Jeff nunca se había topado con un robot como Norby, ni había oído hablar de ninguno como él. ¡Espera a que Fargo vuelva a casa y lo vea!
Y, puestos a pensar en ello, ¿por qué no había vuelto todavía Fargo a casa?
La medianoche llegó y pasó. El solsticio de verano se iba a celebrar al alba. Eso había dicho Fargo. Y era cosa que se tomaba muy en serio, conque, ¿dónde estaría?
Jeff acabó por dormirse, con cierta dificultad, porque estaba preocupado y porque podía oír a Norby explorando la casa, abriendo libros y jugueteando con los aparatos, y no podía dejar de preguntarse si estaría causando algún destrozo.
Pero, sobre todo, estaba preocupado por Fargo. Fargo era un buen hermano. Había sido casi un padre para él, alguien responsable y en quien se podía confiar, salvo en lo tocante a esa costumbre suya de meterse en líos sin quererlo y de trastocar todos sus planes.
—¡Levántate! ¡Ya es casi de día!
—¿Eres Fargo? —dijo Jeff frotándose los ojos.
—Soy Norby. Si quieres celebrar al alba el solsticio en el parque, más vale que nos vayamos.
—Pero Fargo no está y el parque no es un sitio muy seguro...
La cabeza de Norby apareció de pronto toda entera:
—¡No es seguro! ¿De qué tienes miedo? ¿Estoy yo, no? Yo te protegeré.
—Tú eres demasiado pequeño. A quien necesito es a Fargo. Es un experto en artes marciales. Me ha estado enseñando, pero yo no lo hago tan bien y, además, me hizo prometer que no iría al parque por la noche si él no me acompañaba.
—¿Qué son las artes marciales? Enséñamelo.
—De acuerdo —dijo Jeff, bajándose de la cama y sacudiendo la cabeza medio atontado—, pero, primero, deja que me lave.
Quince minutos después estaba en pantalones y camiseta. Se colocó en posición frente a Norby y dio un grito.
—¿Y bien? —exclamó Norby, al cabo de un rato—. ¿Ahora qué pasa?
—Pues que tienes que atacarme.
Norby se abalanzó con presteza sobre Jeff, que se echó hacia atrás, le agarró uno de los brazos al pasar y tiró de él.
El barril pegó contra la pared de enfrente y rebotó contra el suelo. Todos sus miembros se replegaron y todas sus aberturas se cerraron tan pronto como Jeff lo soltó. Luego, rodó por la habitación.
—Norby, ¿te encuentras bien? No era mi intención tirar tan fuerte. Ha sido un reflejo.
Del barril no salió ningún sonido.
—¡Eh!, Norby, ¿te has estropeado?
El sonido salió, amortiguado y resentido:
—No me puedo estropear, físicamente. Pero estoy herido en mis sentimientos.
—Se supone que no tienes sentimientos.
—Pese a todo, los tengo. El hecho de que tú seas humano no significa que tengas derecho a decidir que yo no he de tener sentimientos.
—No sabes cuánto lo lamento. Tendré más cuidado.
Jeff levantó a Norby y echó a andar hacia la puerta. El barril era poco manejable y pesado y Jeff se dio cuenta de la ardua tarea que se traía entre manos.
El sombrero de Norby se elevó; sus ojos miraban a Jeff.
—¿Qué estás haciendo, Jeff?
—Te estoy llevando al parque. He pensado que quizá no te apetezca andar, con esas patitas tan cortas.
—Lo que quieres decir es que, con esas piernas tan largas, te va a ser muy difícil acortar tu zancada y andar al mismo compás que yo, ¿no es eso?
—Bueno, sí.
Norby emitió un ligero ruido chirriante:
—Tienes buenas intenciones, Jeff; pero hay muchas cosas que tú no conoces.
—Nunca lo he negado —dijo Jeff.
—Ni se te ocurra. Voy a confiarte un secreto.
—¿Qué secreto?
—Éste —dijo Norby, estirando una mano que agarró la de Jeff. A continuación, empezó a flotar, arriba y abajo, arrastrando a un Jeff estupefacto a través de la ventana.
—¡Tienes antigrav! —gritó Jeff—, antigrav miniaturi...
—No hables tan alto —dijo Norby—. No hace falta dar tres cuartos al pregonero.
—¡Ay! —exclamó Jeff, cuando su cabeza rozó la parte superior de la ventana de guillotina.
Tuvo apenas tiempo para alegrarse de que, al ser su apartamento tan viejo, se pudieran abrir las ventanas e inmediatamente se vio en plena navegación cruzando la Quinta Avenida, hacia Central Park. No colgaba hacia abajo con un brazo descoyuntado, como habría sucedido si hubiese ido sujeto pasivamente a una cuerda. Por el contrario, era como si la antigrav de Norby le hubiese alcanzado a él también, sujetándolo, elevándolo...
Norby dijo:
—Creía que tenía antigrav, pero nunca se puede decir. Ojalá me acuerde de cómo funciona.
Ahora, Central Park quedaba justo debajo de ellos. A sus espaldas, muy abajo, por levante, el cielo clareaba tras los rascacielos, pese a que el Sol aún no había salido. A sus pies, el parque aún se hallaba sumido en la sombra profunda de la noche.
—Siempre me había preguntado a qué se parecería la antigrav personal —dijo Jeff, excitado y sin aliento. El viento echaba hacia atrás su pelo, moreno y rizado, apartándoselo de la frente.
—Es un esfuerzo considerable, si quieres que te diga la verdad; y no sé cuándo podré darme el próximo baño eléctrico.
—A mí me parece fácil. Fácil y delicioso, como nadar en un océano de agua que no puedes sentir, como zambullirse a través de...
—Claro, porque no eres tú el que estás produciendo el campo antigrav; a ti no te cuesta nada —gruñó Norby—. No presumas tanto de lo que sientes, que te vas a olvidar de que estás colgado. ¡Agárrate más fuerte! Y, además, dime dónde se supone que tengo que ir para esa celebración vuestra del solsticio.
—Es en el Paseo, esa zona arbolada más allá del cobertizo, con el estanque de las barcas rodeándola hasta la otra punta. Ahora, baja.
—No tan deprisa. Tengo que adivinar cómo hacerlo. No podemos dejarnos caer así, sin más. Te troncharías un hueso o cualquier otra cosa. Además, está oscuro y no puedo hacer que mi luz interior brille lo suficiente sin quedarme sin potencia. No puedo producir antigrav y luz al mismo tiempo. ¿Qué crees que soy?, ¿una central nuclear?
Norby daba vueltas; bajaban y luego volvían a subir en una sacudida.
—¡Eh! —gritaba Jeff—, ¡ten cuidado!
—Oye, tengo que hacerlo bien, ¿no? —dijo Norby—. No es fácil ajustarse al campo gravitatorio y dejarse caer lo justito —gruñó—. Está bien, ahora... ahora. Me gustaría respirar para poder aguantar la respiración.
—Yo aguanto la mía —dijo Jeff.
—¡Bien! Eso ayuda psicológicamente. Resulta difícil distinguir el suelo de la sombra, entre tanta oscuridad.
Con un porrazo que le hizo castañetear los dientes, Jeff se encontró con los codos y las rodillas, bien hincados en la tierra húmeda. Su cabeza se asomaba a un estanque de pececillos dorados, en el centro de un pequeño claro de hierba. Habían tenido suerte; era precisamente el lugar al que Jeff habría querido que Norby apuntara, si hubiese habido suficiente luz para ver.
A pesar de la oscuridad, Jeff pudo ver los peces de colores. El estanque parecía estar iluminado desde dentro, lo cual no dejaba de ser extraño, ya que Manhattan no solía andar demasiado sobrado de iluminaciones ornamentales en los parques públicos.
—¡Norby! ¿Dónde estás? —llamó Jeff, tratando de gritar en un susurro.
La luz del estanque brilló y, lentamente, una silueta surgió por encima y fuera del agua. Era la silueta de un barril, envuelto en nenúfares. Siguió emergiendo, hasta que estuvo suspendido a un palmo del agua y, entonces, se puso a girar rápidamente en el aire, salpicando gotas, como haría un perro al sacudirse.
Jeff recibió algunas rociadas y gritó:
—¡Eh!
Poco a poco, el barril dejó de girar. Dos piernas salieron del fondo y emprendieron una digna intentona de pasear —por los aires— hacia Jeff.
El sombrero de Norby se elevó.
—No creo que haya estado del todo bien. Di la luz justamente un poquitín tarde. Con todo y con eso, ha sido un aterrizaje excelente, modestia aparte.
—Tú te lo dices todo —dijo Jeff—. Estoy de barro hasta los ojos y, por si fuera poco, te las has apañado para dejarme bien empapado.
—Ya te secarás —dijo Norby—. Y el barro también se secará y luego podrás quitártelo.
—¿Tú qué tal estás? —preguntó Jeff—. ¿Te ha entrado agua? ¿No te oxidarás, verdad?
—Nada puede perjudicarme —dijo Norby—. Por fuera, acero inoxidable; y, por dentro, aún mejor.
Desenredó cuidadosamente una rama de nenúfar enroscada en su cintura y la echó al estanque con gesto remilgado.
Norby puso en funcionamiento su iluminación, pero ya había suficiente luz como para que Jeff fuera capaz de verlo aun sin ella.
—Ahora ya sé por qué una simple llave de yudo te hizo aterrizar sobre la copa de tu sombrero —dijo.
—Tú arremetiste contra mí antes de que estuviese listo —dijo Norby.
—Yo no hice tal cosa. Fuiste tú el que te abalanzaste —contestó Jeff.
—Quieres decir que te defendiste antes de que yo estuviera listo.
—Que no fue así. Lo que pasa es que no sabes manejarte con tu propia tecnología. Lo has dicho tú mismo, cuando estábamos antigravitando.
—Reconozco que fue difícil, pero lo logré —dijo Norby—. Fíjate, cómo hemos aterrizado.
—Lo lograste, pero mal —insistió Jeff—. Casi aterrizamos en China.
—Bueno; por lo menos, lo intenté —dijo Norby con pena—. Seguro que, por lo que has pagado por mí, no hay robot que lo haga. Además, no es culpa mía. Resulté dañado en un accidente aéreo espacial y luego Mac me arregló de forma que fuera indañable, ya ves.
Empleó para ello piezas rescatadas de un salvamento y...
—¿Piezas rescatadas de un salvamento? —preguntó Jeff.
—Oye, si vas a poner en duda todo lo que te cuento, más vale que me calle.
—¿Piezas de qué salvamento? ¡Córcholis! Alguna vez tendrás que contestar a mis preguntas; ¿eres un robot o no?
—Pues, ¡claro que lo soy! ¿Cómo es posible que no entiendas que tengo que decir la verdad?
Jeff suspiró profundamente.
—Tienes razón. Perdona, si he parecido incrédulo. ¿Piezas de qué salvamento, Norby?
—De una vieja nave espacial que hallamos en un asteroide.
—Eso es imposible. Yo te creo, Norby, te creo. Ya sé que no puedes mentir, pero eso es imposible, porque nadie ha encontrado nunca una nave en un asteroide, tirada por ahí como si nada. En las colisiones, el Mando del Espacio se encarga siempre de los salvamentos. Y, en esta era computarizada, siempre sabe cuándo se ha producido una colisión; y también sabe exactamente dónde.
—Bueno; pues, en aquella ocasión, el Mando del Espacio no llevó a cabo el salvamento. La nave estaba allí tirada y la salvamos nosotros. Y, ¿cómo quieres que te diga qué asteroide era? Hay allí unos cien mil asteroides. Era un asteroide pequeño, exactamente igual que todos los asteroides pequeños.
—¿Qué sucedió cuando te reparó?
—Se reía entre dientes sin parar. Parecía muy satisfecho de sí mismo y no hacía más que decir, «Bueno, bueno, bueno; espera a que vean esto». Ya sabes, era un genio. Le pregunté de qué se trataba y no me lo contó. Me dijo que quería sorprenderme. Pero se murió; y no conseguí saberlo nunca.
—¿Qué fue lo que no conseguiste saber?
—Las cosas que podía hacer, como eso del antigrav, y cómo hacerlas. A veces no me da tiempo a coordinar, por eso pudiste tirarme. No aterrizo bien porque no tengo tiempo suficiente para tomar las decisiones necesarias. Pero no se lo cuentes a nadie, por favor.
—¡Qué cosas dices!, ¡por supuesto que no!
—Los científicos me descuartizarían, o intentarían hacerlo, para descubrir cómo hago lo que hago y no tendría gracia;... que intentaran descuartizarme, quiero decir. Me encantaría contárselo... si lo supiera.
Jeff se recostó, abrazándose las rodillas cubiertas de barro. Miró al cielo, que estaba enrojeciendo ante la fuerza del alba.
—¿Sabes?, apuesto a que se trataba de una nave espacial alienígena. Sería la primera prueba tangible de que hay inteligencia alienígena más allá de nuestro Sistema Solar. Si eso es cierto, Norby, tú serías la primera prueba auténtica de ello.
—Pero no dirás ni palabra. Me lo has prometido —dijo Norby cuya voz dejaba traslucir el pánico.
—¡Jamás! No lo diré; soy tu amigo —le tranquilizó Jeff tendiendo su mano y estrechando la de Norby—. Pero tenemos que seguir con la celebración del solsticio de verano.
—De acuerdo —dijo Norby—, aunque quizá no sea fácil. Me parece que hay un rebaño de elefantes por algún lado.
La verdad es que se oían pasos acercándose. Muchos pasos.
Jeff agarró a Norby y corrió tras un arbusto. Por el sendero, entre los árboles, avanzaba un grupo de personas. Cada una de ellas llevaba colgados unos prismáticos.
—Observadores de pájaros —susurró Jeff.
—¿Qué son esos? —preguntó Norby—. ¿Una especie nueva de seres humanos? Jamás había visto nada parecido.
—Porque has dedicado demasiado tiempo a observar asteroides en el espacio con Mc Gillicuddy. A los seres humanos les gusta observar lo que hacen otros animales. Esta gente observa pájaros, no asteroides.
—¿Quieres decir que se entrometen en la vida privada de los pájaros?
—A los pájaros no les importa.
—Pero, ¿es que esos seres humanos no tienen nada mejor que hacer?
—Observar las aves es una buena acción. ¿Preferirías que fueran por ahí ensuciándolo todo?
—Los pájaros también ensucian...
—¡Calla, Norby!
La persona que iba en cabeza, una anciana señora con el clásico traje de tweed, se paró junto al estanque de los peces.
—Este —dijo— es un buen lugar para observar a los búhos. En Central Park los hay desde hace un siglo; antes se detenían aquí ocasionalmente, pero no se asentaban. Había siempre suficientes ratas y ratones para que pudieran alimentarse; pero, o bien el aire estaba demasiado contaminado o la ciudad resultaba demasiado ruidosa. Por una razón u otra, decidieron que el precio de una buena comida resultaba excesivamente caro. Ahora parece que les gusta Manhattan, como a todos nuestros buenos patriotas de Manhattan; por lo menos a los mochuelos sí les gusta. Me han dicho que anidan en los árboles de estos alrededores y, puesto que todavía no ha amanecido, podemos tener la suerte de ver un búho en acción.
—Yo no tengo ganas de ver un búho en acción —saltó Norby.
—¿Cómo? —dijo con voz aguda la señora vestida de tweed—. ¿Quién ha dicho eso? Si hay entre nosotros alguien que no quiera verlos, ¿a qué ha venido?
—No me gustan los búhos. Seguro que dan miedo —dijo Norby.
—Sólo si te pareces a una rata —bisbiseó Jeff—, y no lo pareces; aunque no me extrañaría que te comportaras como tal. Y ahora ¡estáte quieto!
—Hay algo detrás de ese arbusto —dijo un chico—. ¡Justo ahí!
—¡Atracadores! —chilló una chica, agitando los prismáticos—. ¡Nos golpearán y nos quitarán nuestros prismáticos!
—Yo no necesito vuestros prismáticos —dijo Norby—. Cuando quiero, empleo mi visión telescópica.
—¿De veras? —exclamó Jeff, encantado—. Eso puede resultar muy interesante.
—Quizá se trate de terroristas de Ing —dijo un hombre— que están celebrando una reunión secreta en el parque.
El grupo de observadores de pájaros se quedó quieto de repente.
Jeff aguantó la respiración e incluso Norby permaneció inmóvil, para variar.
En aquel preciso instante, una sombra se despegó del árbol oscuro y cayó en picado sobre las cabezas de los observadores de pájaros.
—Nos están atacando los terroristas —chilló el mismo hombre que los había mencionado antes.
La mujer de tweed se quedó traspuesta, con las manos entrelazadas. No parecía haberse asustado lo más mínimo, sólo estaba excitada.
—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Es un búho grande gris! ¡Un búho canadiense! ¡Es raro verlos tan al sur! ¡La primera vez que veo uno en Central Park!
Los demás no le prestaban atención. Huían sendero abajo, asiendo sus prismáticos.
—¡Vámonos! —gritaba uno de ellos—. No tiene sentido observar pájaros, cuando los terroristas nos están observando a nosotros.
A Jeff no le hacía ninguna gracia haberles aguado la fiesta a los observadores de pájaros. No tenía ninguna intención de verse involucrado, pero no le quedaba más remedio. Se levantó, dirigiéndose hacia la señora que guiaba la expedición de observadores de pájaros:
—Yo no soy un terrorista ni un atracador, señora. Estoy aquí para celebrar el solsticio de verano. Una tradición de familia.
—¡ Ay de mí! —dijo la señora—, el búho se ha ido.
—Eso espero —dijo Norby—, era lo suficientemente grande como para antojársele que yo era un ratón.
Jeff le dio un codazo a Norby, diciendo:
—Debería darte vergüenza, asustarte de un pajarito.
—¿Un pajarito? ¡Con unas alas de cuatro metros de envergadura!
—¡Cállate! —dijo Jeff, y Norby se apaciguó refunfuñando.
—Puede que vuelva usted a verlo, señora —dijo Jeff.
—Ya lo creo que me gustaría. Verlo al menos una vez era el sueño de mi vida..., pero, ¿qué es eso que hay detrás del arbusto?
—Es... una especie de... mi hermano pequeño. Se asusta fácilmente.
—Eso no es cierto —dijo Norby—. Soy tan valiente como un trotamundos espacial.
—¿Como qué? —preguntó la mujer.
—Ha dicho que es valiente. No tiene miedo de nada, con tal de que sepa que puede salir corriendo.
—Soy valiente como un león —gritó Norby.
—No ha visto un león en su vida.
—He visto leones en fotos —dijo Norby—. Mac llevaba una vieja enciclopedia en su nave. Yo sé cómo ser valiente. Y no huyo del peligro.
—Tu hermanito pequeño habla muy bien, para ser tan chico —dijo la señora, acercándose hacia el arbusto.
—Es un niño prodigio —dijo Jeff, cortándole el camino—. Pero es muy tímido. Se sentirá muy azorado, si se acerca usted a él. Desde luego, habla muchísimo, pero sólo se debe a que le da mucho a los pies..., es decir, a la lengua... Pero ahora debería estar celebrando ya el solsticio de verano...
La señora dijo tímidamente:
—Entonces, ¿no puedo verlo?
—No, no puede. Me parece que está usted aquí para observar pájaros, no para observarme a mí —gritó Norby.
—Quiere decir que se trata de una ceremonia de familia estrictamente privada —dijo Jeff disculpándose—. No tenemos costumbre de admitir observadores.
De entre los árboles llegó un grito:
—¿Se encuentra usted bien, Srta. Higgins?
La mujer sonrió.
—Hay que ver. Con lo asustados que estaban, han vuelto a rescatarme. ¡Qué gesto más enternecedor! —alzando la voz, dijo—: Estoy perfectamente, amigos míos. Ahora voy —y luego se dirigió a Jeff—. ¿Quieres formar parte de nuestro grupo alguna otra mañana?
—¡Pues claro! —dijo Jeff—, pero, ¿no es mejor que vuelta usted con ellos? Deben estar tremendamente preocupados por usted.
—Ya lo creo. Nos vemos todos los miércoles por la mañana y en ocasiones especiales. Ya te avisaré. Dime tu nombre y apellido.
Jeff se los dio y ella los apuntó en un librito de notas blanco.
A lo lejos, el búho ululaba.
—¡Por aquí! —la Srta. Higgins llamaba a su grupo—. Quizá podamos vislumbrarlo otra vez.
Se sumergió en la oscuridad del bosque y Jeff pudo oír cómo se encontraba con su grupo y lo conducía por otro sendero. Al fin el parque parecía otra vez desierto, exceptuando los tenues sonidos de los animales y los gorjeos madrugadores de los pájaros.
—¡Ha sido horrible! —dijo Norby.
—¿Qué dices? —contestó Jeff—. Sólo ha sido un pequeño retraso y, además, inofensivo. Normalmente en nuestro viejo Central Park pasan cosas mucho peores.
—¿Atracadores y terroristas? —preguntó Norby—. Háblame de ellos.
—Eran gente violenta de hace mucho tiempo. Hoy en día Central Park está perfectamente civilizado.
—Entonces, ¿por qué me dijiste que no ibas al parque por la noche?
Jeff se sonrojó.
—Fargo se preocupa demasiado de mí. A veces piensa que soy un niño pequeño. De todas formas, ahora el parque es un lugar civilizado. Ya lo verás.
—Más vale que así sea —dijo Norby—. Yo soy un objeto muy civilizado y prefiero evitar cualquier cosa que no lo sea.
Capítulo 4
Fuera de Central Park
Jeff se estiró. No había dormido lo suficiente, pero estaba a punto de amanecer y llegaba el momento del solsticio.
—Anda, Norby; vayamos civilizadamente hacia el punto de encuentro especial de los hermanos Wells.
—¿De los hermanos Wells? ¿Es vuestro? ¿Sois los dueños?
—No exactamente. Legalmente no. Pero lo sentimos como nuestro; entrañablemente nuestro.
—¿Y legalmente no? Si vamos a tener líos con la poli no quiero ir.
—No vamos a tener líos con la poli —dijo Jeff con irritación—. ¿Qué crees que es esto? ¿Los asteroides? Tú, sígueme.
Empezó a bajar por otro sendero en la orilla contraria del estanque, pero se detuvo y miró hacia atrás, a Norby, que no quería arrancar.
—Pues anda, vete con tu antigrav si quieres, Norby; ya sé que caminar es difícil para ti —añadió Jeff.
—Puedo andar perfectamente cuando quiero —dijo Norby—. Me gusta andar. He ganado carreras de andar. Sé andar más alto y más profundo que nadie... pero más rápido no. Los seres humanos piensan que para andar, lo único importante es ser veloz y ellos tampoco es que sean tan veloces. Los avestruces y los canguros andan sobre dos patas y son mucho más veloces que los seres humanos. He leído sobre ellos...
—En la enciclopedia de Mac, ya lo sé. Los canguros no andan, saltan.
—Los seres humanos saltan y no saben ir tan rápido como los canguros. Además, son muy ridículos cuando saltan. Si tuvieran cuerpos de barril, como el mío, sería otra cosa. Mírame a mí, cómo salto.
—Muy bien; salta si quieres, pero mira dónde...
Era demasiado tarde. Norby había tropezado con una raíz y se había caído de cabeza. Sin embargo, su cabeza no cayó; lo que se elevaron fueron sus piernas. Su cuerpo se izó en el aire boca abajo. Sus piernas sobresalían hacia arriba pataleando, y sus ojos, en la parte inferior, miraban al revés.
Jeff intentó quedarse serio, y lo logró durante más o menos quince segundos. Después reventó de risa.
—No sé de qué te ríes. Sólo se me ocurrió enchufar el antigrav —dijo Norby ofendido.
—¿Boca abajo?
—Sólo te estaba demostrando que lo podía hacer en cualquier posición. ¿Qué gracia tendría un antigrav que sólo funcionara boca arriba? Eso lo podría hacer cualquiera. He ganado carreras de boca abajo. Yo puedo estar boca abajo más que nadie.
—¿Y también sabes estar boca arriba?
—Por supuesto, pero no es igual de distinguido, y quería enseñarte la forma elegante. Hagámoslo a tu estúpida manera, ya que insistes.
Norby, haciendo un esfuerzo, por lo menos aparente, se puso del derecho. Luego descendió despacito hasta que sus pies volvieron a tocar el suelo. Se tambaleó un poco, pero dijo «¡Tachán!» y levantó una pierna, como si quisiera parecer un bailarín.
—Bien —dijo—, ¿cómo quieres que ande?, ¿hacia delante o hacia atrás? Sé andar en todas las direcciones posibles. ¿Quieres que camine en diagonal?
—Realmente, lo que quieres decir es que no sabes hacía dónde vas a ir hasta que no echas a andar, ¿no?
—¡Te has colado! —gritó Norby—. Ya que eres tan listo, déjame que te diga una cosa.
—Dime.
La voz de Norby se dulcificó:
—Sólo te quería decir que ya va siendo hora de que vayamos hacia tu lugar de encuentro, Jeff, antes de que salga el Sol y sea demasiado tarde.
Norby alargó la mano, Jeff la cogió, y enlazados, el robot y el chico caminaron por el sendero del bosque hacia la parte del paseo en que la vegetación crecía más espesa. Ya clareaba lo suficiente como para que se pudieran vislumbrar las siluetas de los árboles y las piedras.
Bajaron alegremente por el sendero hasta un claro en un vallejo, por el que corría un riachuelo; el agua brotaba de un manantial que parecía nacer en una grieta de la enorme pared de roca situada al fondo. El breve despeñadero que coronaba la superficie rocosa estaba protegido por un pretil. Allí, otro sendero cruzaba la roca, iba a parar a un puente diminuto y bajaba dando vueltas hasta juntarse con el otro por el que ellos iban.
Un sauce, pequeño pero airoso, se inclinaba sobre el riachuelo. En torno a sus raíces, crecían muguetes; sus blancos cálices se transparentaban a la tenue luz del amanecer. La suave brisa los mecía y esparcía su delicado perfume.
—Me gusta —susurró Norby—. Es precioso.
—No sabía que los robots entendieran de belleza —dijo Jeff.
—Por supuesto. Un delicioso fluido eléctrico resulta agradable cuando estás bajo de potencia. Creía que eso lo sabía cualquiera. Además, yo no soy un robot corriente —dijo Norby.
—Ya veo. Tienes piezas extrañas, de otro robot distinto, o de un ordenador raro, o algo así.
—Eso no tiene nada que ver, Jeff. El problema que hay con vosotros, criaturas proteínicas, es que creéis haber inventado la belleza. Yo también puedo apreciarla. Puedo apreciar las mismas cosas que tú, y también puedo hacer todo lo que tú hagas. Soy fuerte y supervaliente y un buen compañero de aventuras. Espera a que tengamos aventuras y te lo demostraré. Entonces te alegrarás de tenerme.
—Estoy seguro de eso, Norby; palabra de honor.
—Mac siempre deseó aventuras pero se quedó esperando, y acabó por no vivir ninguna, excepto lo de la nave alienígena. Y, al final, no pasó nada.
—A ti sí te pasó.
—¡Tienes razón! Y eso fue lo que me transformó.
—Querrás decir que te mezcló. La verdad es que eres un robot mestizo.
—¿Por qué te ríes de mí? ¿Sólo para que vea que los seres humanos sois crueles?
—No soy cruel. Me alegro de que seas mestizo, de que haya en ti partes alienígenas. Eso es lo que te hace fuerte y valiente y...
En ese momento, Norby, de pie, con las piernas fuera en su longitud total, abrió mucho los ojos.
—¡Ahí va! —exclamó.
—¿Qué pasa? —preguntó Jeff.
Intentó soltarse de la mano de Norby, pero el robot se la apretaba hasta hacerle daño, mientras con la otra señalaba a sus espaldas. Jeff recordó que Norby tenía ojos en la parte posterior de la cabeza.
—¡Peligro! —gritó Norby—. ¡Enemigos! ¡Alienígenas! ¡Muerte y destrucción!
—¿Dónde? ¿Dónde? ¿Qué? ¿Quién?
Jeff miró aquí y allá y, finalmente, hacia arriba, justo a tiempo para ver algo que se movía cruzando el puentecito. Unas figuras avanzaban muy deprisa.
Eran tres hombres. Dos de ellos perseguían al otro.
—¡Norby! —gritó Jeff—. ¡Es Fargo!
Capítulo 5
Espías y polis
—¡Vamos! —gritó Jeff al tiempo que Norby le elevaba con su antigrav—. ¡Bombas fuera!
Y cayeron justo encima de la cabeza del más fuerte de los dos agresores. Jeff estaba dispuesto a dar la batalla más encarnizada de su vida, pero el hombre no. Se encogió contra el suelo bajo el peso de Jeff, golpeándose la cabeza contra el pavimento y perdiendo el sentido.
—¡Agarra al otro, Fargo! —vociferó Jeff, que jadeaba por haberse quedado casi sin aliento.
—No hace falta —dijo Fargo, que también jadeaba—. Ya lo ha hecho tu barril.
Allí estaba Norby, cerrado y en su sitio, junto al agresor, que parecía gemir en sueños.
—No es un barril, Fargo —dijo Jeff tratando de incorporarse—. Es...
Fargo no le hacía caso. Le brillaban los ojos por la excitación. Le gustaban las peleas y las carreras, los riesgos y el peligro, mientras que para Jeff no tenían ningún atractivo especial. No los evitaba, pero no le gustaban. De hecho, los evitaba cuando podía, mientras que Fargo hacía todo lo posible por meterse en líos. Jeff volvió a preguntarse, como tantas otras veces, si merecía la pena estar emparentado con Fargo. Aunque, a fin de cuentas, siempre decidía que sí.
—¿Y ahora qué pasa, Fargo? —preguntó, sintiéndose como si fuera el hermano mayor en lugar de ser el pequeño.
—Podría hacerte la misma pregunta. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Hace un minuto no estabas. ¿De dónde sales? ¿Del cielo? ¿Y cómo dejaste fuera de combate a ese matón? ¿Y qué haces llevando un barril de un lado a otro?
—Todo eso no importa. ¿Quiénes son estos tipos y por qué te persiguen? Creía que la administración municipal iba a acabar con los atracadores.
—No son atracadores, Jeff. Bueno, no de los corrientes. Llevan siguiéndome desde que le hablé al Almirante Yobo sobre ti y, hum, sobre otras cosas. Creí que los había perdido en la estación de Luna City, pero fue una tontería por mi parte. Lo que hicieron fue adelantarse y esperarme en el apartamento. Afortunadamente tengo ese sexto sentido...
—Como yo —se oyó la voz sorda de Norby—. Yo también tengo un sexto sentido.
—¿Qué? —dijo Fargo—. ¿Has dicho algo, Jeff? ¿O hay alguien más por aquí?
Miró a su alrededor.
—No importa. Continúa, dime. Estabas a punto de llegar al apartamento con ese sexto sentido tuyo...
—Sí. Algo me dijo que antes de entrar preguntara al terminal del ordenador que he instalado debajo del felpudo, y me dijo que dos hombres habían forzado la puerta y estaban dentro. Le hice otras preguntas y me respondió que tú te habías marchado antes de la irrupción, por lo que supe que estabas a salvo. Bueno, lo único que me preocupaba de la casa eras tú, y no iba a caer en su trampa. Primero tenía que encontrarte. Después, juntos podríamos encargarnos de estos dos. Tal como hemos hecho, chaval. ¿No?
—No te olvides de que yo eché una mano —dijo Norby en voz alta.
—¿Qué? —preguntó Fargo.
—No hagas caso —dijo Jeff—. ¿Entonces viniste al parque?
—Claro; sabía que estarías aquí celebrando el solsticio. Pero me perseguían y tenía que despistarlos. Casi lo consigo. Pero justo antes de llegar aquí, ellos ya estaban y, cuando estaba a punto de dar contigo, digamos que fuiste tú el que diste con ellos.
—Yo también —murmuró el susurro.
—Otra vez —dijo Fargo—. No estoy loco y no estoy oyendo cosas raras, y tú, Jeff, no estarías sentado ahí si no supieras quién habla. Más vale que me lo digas.
Se acercó a Norby, todavía en el suelo, y miró al barril.
—¿Qué es esto? No me digas que has traído una libación para el solsticio y que, a la postre, se te ha derramado.
—No —contestó Jeff—. Ese barril es mi robot.
—¿En serio? ¿Qué clase de robot puede ser un barril?
Levantó un pie y lo empujó suavemente.
—Eso es de muy mala educación —se quejó Norby—. ¿Por qué le dejas hacer esas cosas, Jeff?
El robot desplegó los brazos y las piernas e hizo un esfuerzo para colocarse en posición vertical. Su sombrero se elevó y miró furioso a Fargo con dos de sus ojos:
—Estoy seguro de que si yo te diera una patada te molestaría —exclamó.
—¿Y tú qué sabes? —dijo Fargo pasmado—. Eres un robot. ¿De dónde lo has sacado, Jeff?
—De un almacén de robots de segunda mano. Tú me dijiste que consiguiera un robot profesor y eso es lo que es. Y, sobre todo, es mi amigo. ¿Estás bien, Norby?
—Sí —respondió Norby—, y me encanta que pienses que soy tu amigo, aunque no me trates como tal. No esperarás que siga estando bien si insistes en que nos metamos en estas peligrosas situaciones con atracadores...
—¿Esto es un robot profesor? —preguntó Fargo.
—Te aseguro que sí. Me está enseñando que la vida es complicada y peligrosa —dijo Jeff—. Pero tú, en cambio, aún no me has dicho quiénes son estos atracadores. ¿O no lo sabes?
—Bueno, no los conozco por su nombre, pero me imagino que son un par de secuaces de Ing.
Dio con la punta del pie al más pequeño de ellos, que seguía gimiendo:
—No parece que les hayamos hecho mucho daño, ¡qué lástima!
De repente, el más grande lanzó un gruñido, abrió los ojos y, rodando, intentó coger un palo que había en el césped.
Norby alargó un brazo hasta una distancia mucho mayor de lo que Jeff habría podido imaginar, agarró el palo y tocó con él al secuaz. Éste dio un aullido y se desplomó.
Norby lanzó el palo a Jeff.
—Cógelo —gritó—. Te será útil.
Fargo se adelantó, le quitó el palo a Jeff y lo examinó detenidamente.
—Anda, lo que tenemos aquí es una varita de la verdad ilegal, con un aturdidor incorporado. Además de ser cara, está muy bien hecha. Y no debería disponer de ella nadie ajeno a la Flota del Espacio.
—Lo cual demuestra lo poco eficiente que es la Flota —dijo Norby—. Cualquiera puede desvalijar sus almacenes.
—No me digas que la Flota es... —comenzó Fargo. Se detuvo y dijo—: ¿Qué clase de robot tienes, Jeff? Todo robot lleva incorporada la prohibición de hacer daño a los seres humanos. Es lo que se llama la Primera Ley Robótica.
—Esa es otra muestra de gratitud, ¿ves? —dijo Norby—. Seguro que estarías encantado, si el atracador hubiera utilizado el aturdidor contigo. Ni siquiera te diste cuenta de lo que era cuando estaba tirado en el césped. Pero, pensándolo bien, es probable que no consiguiera aturdirte porque, ante la falta de cerebro, no hay nada que aturdir.
—Oye —dijo Fargo—, ¡un robot no debe insultar!
Se dirigió a grandes zancadas hacia el robot, que salió galopando hacia Jeff.
—Déjale en paz, Fargo —comentó Jeff—. Realmente no hace daño a los seres humanos.
—Por supuesto que no —dijo Norby—. No es culpa mía el haber caído encima de uno. Fue Jeff quien dijo «¡Bombas fuera!». Y fue por intentar proteger a seres humanos, es decir, a ti, Fargo, si me permites que te llame así, el coger la varita de la verdad antes de que lo hiciera ese rufián. ¿Cómo iba yo a saber que estaba puesta en la intensidad de aturdimiento? Y no tenía la intención de tocarle accidentalmente. Oye, Jeff, no me fío del tonto de tu hermano. ¿Está de nuestra parte?
—Que sí —dijo Jeff—. Y no es tonto.
—Bueno, se preocupa de que yo he herido a los atracadores y no le importa herir mis sentimientos; por eso le llamo tonto.
—Todavía no te conoce. Y no sabe lo sensibles que son tus sentimientos.
Fargo preguntó:
—¿Por qué tu robot habla contigo, Jeff, y está de cara a mí, con los ojos cerrados?
—Tiene los ojos abiertos por este lado —dijo Jeff—. Su cabeza tiene dos caras, con un par de ojos a cada lado. Lo compré en el almacén que tú me recomendaste.
—Cuyo dueño —añadió Norby— no tiene nada de honrado... y es estúpido. Intentó engañar a Jeff.
—¿Quieres decir que el dueño te timó con ese barril, Jeff?
—No —dijo Jeff—. Yo insistí en quedarme con Norby. En cierto modo... me llamó la atención. Lo que hizo, fue tratar de evitar que me lo llevara.
—¿De veras te llamó la atención eso? ¿Este robot que me llama tonto?
—Escucha, Fargo. No le llames «eso». Su nombre es Norby y es un robot muy poco corriente. Es sólo un pequeño mestizo.
—No ibas a hablar a nadie sobre mí —gimió Norby.
—Fargo no es nadie. Es mi hermano. Es parte de nosotros. Además, decir que eres mestizo no es hablar. Fargo lo descubrirá a los cinco minutos de estar contigo. Teniéndote al lado, es el secreto más difícil de guardar del mundo.
—Ya estás otra vez hiriendo mis sentimientos —dijo Norby—. Sólo porque soy un pobre robot sometido crees que puedes decir cualquier cosa de mí.
—Dejemos este idilio —dijo Fargo secamente—. Tenemos cosas más importantes que hacer. Por ejemplo, nuestros prisioneros están a punto de despertar. Más vale que prepares el aturdidor, Jeff.
—Tenemos que hacerles hablar, Fargo, y no lo conseguiremos si están atontados. Norby, átalos antes de que se despierten del todo.
—¿Con qué? —preguntó Norby—. Puedo ser un robot raro, pero no tanto como para poder atar a alguien sin una cuerda. ¿Tengo aspecto de llevar una cuerda encima?
—Usa esto —dijo Fargo lanzando a Norby un cable—. Esta iba a ser una celebración del solsticio fuera de lo común, de acuerdo con la tradición familiar; pero, entre unas cosas y otras, no va a haber celebración.
—¿Qué tiene que ver el cable con el solsticio? —preguntó Jeff.
—No importa —dijo Fargo con arrogancia—. Te sorprenderé el año próximo, siempre que —añadió con un suspiro— lleguemos al año próximo.
Mientras tanto, con una eficiencia sorprendente, Norby había atado a los perseguidores capturados sin cortar el cable, es decir, las manos a la espalda, a la vez que quedaban unidos, bien apretaditos, el uno al otro. Entonces se cerró de nuevo, adoptando el aspecto de un barril sobre el césped, junto a Jeff.
—Dame la varita —dijo Fargo.
Jeff vaciló.
—¿No crees que sería mejor que llamáramos a la Policía? Se supone que, incluso en Manhattan, los civiles no se toman la justicia por su mano.
—Eso es asunto mío —dijo Fargo—, y ya me las arreglaré con la Policía si llega el caso.
Le quitó la varita a su hermano pequeño, quien se la entregó visiblemente reacio, y la agitó delante de los dos hombres.
—Bienvenidos al mundo, caballeros. En primer lugar, vuestros nombres.
Los dos hombres mantuvieron la boca cerrada, pero, al primer toque de varita, el más grande y fornido, chilló. Entonces, dijo con un gruñido:
—Yo soy Fister. Ése es Sligh.
—Ah —dijo Fargo—, ¿un espía astuto??
—Se deletrea S-L-I-G-H —continuó Sligh—. Y no puedes retenernos, Wells. Cuanto más tiempo nos quedemos, al final será peor para vosotros...
—Advertencia recibida —dijo Fargo—. Pero antes de sobrecogerme de terror y de dejaros sueltos, vamos a averiguar unas cuantas cosas —dijo ajustando la varita—. No os hará nada, so pena que mintáis. A una varita así le gusta la verdad y no olvidéis que estoy utilizando vuestra varita. Allá vosotros, si es ilegal —añadió dando con la punta un golpecito a Sligh—. En primer lugar, me gustaría saber quién y cómo es Ing. ¿Es, por casualidad, una hermosa mujer? Eso podría mejorar un tanto las cosas.
—No lo sé —dijo Sligh, que iba, o había ido, pulcramente vestido de marrón, llevaba el pelo repeinado hacia atrás y tenía un rostro largo y anguloso.
Fargo siguió golpeando pero, al ver que ni siquiera pestañeaba, comentó descontento:
—¡Qué raro! Debes estar diciendo la verdad, a no ser que la varita falle. ¿Entonces, estás totalmente decidido a no mentir?
—Por supuesto —dijo Sligh. Y, nada más decirlo, gritó—: ¡Ay! —y se sobresaltó ligeramente.
—No, me parece a mí que la varita no falla, así es que más vale que no mientas, a no ser que te guste lo que acabas de sentir. Eso va también por ti, Fister. Muy bien, Sligh, entonces, no sabes cómo es Ing. ¿Eso qué significa? ¿Que sólo le has visto disfrazado o que no le has visto jamás?
—Nunca le ha visto nadie —dijo Fister con voz ronca.
—¡Cállate! —exclamó Sligh.
—¿Cuál es el objetivo final de Ing?
Hubo una pausa y el rostro de Sligh se contorsionó.
—La verdad, Zorro Sligh —dijo Fargo—. El mero hecho de intentar mentir produce dolor cuando te toca la varita.
—¿Y para qué voy a mentir? —gritó Sligh con un rugido—. Tú sabes lo que Ing persigue. Quiere estar al mando del Sistema Solar... por el propio bien del Sistema.
—Por supuesto, por el propio bien del Sistema —dijo Fargo—. Ni por un momento podía imaginar que piensa en su propio bien, o que tú piensas en tu propio bien. Sois todos un puñado de nobles patriotas que sólo pensáis en los demás. Supongo que queréis sustituir la Federación, más o menos democrática, con un tipo de gobierno más autocrático.
—Un gobierno más eficiente con una jefatura más definida. Sí, será bueno tanto para Ing, como para mí, pero además será bueno para todo el mundo. Estoy diciendo la verdad; la varita no me toca.
—Eso significa que tú crees que lo que dices es verdad. Voy a darte crédito por tu capacidad de engañarte a ti mismo, pensando que eres noble. Tal vez Ing también piense así, aunque lo dudo, y ojalá le tuviera delante de la varita. ¿Cómo llamaréis a Ing cuando triunfe? ¿Rey Ing? ¿Reina Ing? ¿Jefe Ing? ¿Caudillo? ¿Lord? ¿Emperador?
—Lo que él prefiera.
—¿Y qué planes tiene Ing para lograr todo esto? ¿Qué pinto yo en ello?
Sligh se sintió violento:
—A todo el que se oponga a Ing tendremos que hacerle desaparecer o convertirlo. Tú serías ideal para convertirte.
—Esperabas lograrlo aplicando esta varita a base de bien.
—Sólo para que te estuvieras quieto y colaboraras hasta que te lleváramos con nosotros. Tenemos otros métodos para la verdadera conversión.
—Sin duda, pero hay más todavía —dijo Fargo—. No empezasteis a perseguirme hasta hace poco. Me pregunto por qué.
—No sería aconsejable para mí que te lo dijera.
—Estoy seguro de que lo crees así, lo cual no es una mentira, ¿eh? Claro, dices verdades que no revelan nada y así evitas el dolor. Por otra parte, tal vez no necesite tu revelación. Sospecho que el plan de Ing es, en primer lugar, apoderarse del Mando del Espacio. Cuando lo haya controlado, podrá maniobrar con toda facilidad para hacerse con la propia Federación. Y, no hace mucho, se le ha ocurrido que yo sería la persona ideal para filtrarme en el mando y traicionar al Almirante Yobo. Al fin y al cabo, el Almirante es amigo mío y confía en mí, y yo tengo auténtica necesidad de dinero, y dicha necesidad facilitaría mi conversión. De hecho, ése es vuestro «otro método» de conversión. El simple y anticuado soborno. ¿Me equivoco?
Sligh dudó sólo un momento:
—Todo lo que puedo decir es que Ing tiene mucho dinero y es generoso con aquellos a quienes considera sus amigos.
Jeff intervino de repente:
—Fargo, eso no es...
—Cállate, Jeff. Ahora, Sr. Sligh, vuelvo la varita de la verdad hacia mí. Mira, no la he cambiado de posición.
—Bueno, ¿y qué?
—Voy a decirte algo y, si no es verdad, sentiré lo mismo que tú cuando pretendiste mentir. ¿Crees que podré ocultarlo? ¿Piensas que yo soy más fuerte que tú?
—No —gruñó Sligh.
—Muy bien. Te estoy diciendo que no hay ninguna posibilidad de convertirme. Yo ya estoy fuera de la Flota, lo cual no me importa porque tengo otras cosas que hacer, pero la única ambición de mi hermano es pertenecer a la Flota y servir en el Mando del Espacio algún día. No es como yo. Aunque sólo tenga catorce años y esté muy alto para su edad, ya ha demostrado ser absolutamente seguro y responsable. Nada le hará ser partidario de Ing, y nada hará que yo me oponga a sus planes. Así es que con nosotros tenéis poco que hacer.
—¿Sigue conectada la varita esa? —preguntó Sligh.
—Jeff, pregúntame algo a lo que te pueda mentir.
—¿Te interesan las mujeres, Fargo?
—En absoluto —respondió Fargo; lanzó un grito salvaje y soltó la varita—. ¿Era preciso que me sacaras una mentira tan gorda? —preguntó llevándose las manos a los costados. Le lloraban los ojos.
Cuando el dolor cedió, dijo a Sligh:
—Ahora, volvamos contigo y con Ing. Dime...
Jeff le interrumpió:
—Algo se acerca.
No muy lejos, se oía el zumbido suave de un motor antigrav y, momentos después, un coche patrulla azul y blanco sobrevolaba sus cabezas. Su reflector apuntaba hacia las zonas en semipenumbra, en las que el Sol, aún bajo el horizonte, no había penetrado todavía.
Hasta ellos llegó directamente una onda sonora amplificada, cuya intensidad reunía todos los sobretonos de autoridad:
—Respondemos a una llamada general de peligro, y ha dado estas coordenadas. Que nadie se mueva. Les habla la Policía.
Inmediatamente Fargo se alejó de las dos figuras atadas, tiró la varita de la verdad y levantó los brazos. Jeff hizo lo mismo. Norby se quedó hecho un barril. Tras un momento de duda, Sligh y Fister empezaron a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¿Qué demonios está pasando ahí abajo? —dijo la voz amplificada de la policía. Una figura azul se asomó, rodeada por el ligero resplandor de un escudo personal.
—Eh, Fargo —dijo Jeff—, los escudos personales ya están por fin en el mercado. ¿Podemos agenciarnos un par de ellos?
—De eso ni hablar —dijo la policía—. Cuestan una fortuna y a los civiles no les está permitido tenerlos.
—¿Esa es la razón por la que no lo tienes, Sligh? —preguntó Fargo—, ¿o es que Ing es tan rácano como para no comprarte uno?
—El mío no funciona —dijo Sligh—. El fabricante lo había garantizado, pero...
Fargo rió.
—Sospecho que Ing fue a la sección de saldos a comprarlo.
La policía se asomó aún más. El escudo personal resplandecía por todas partes, pero no por ello ocultaba el aturdidor, ciertamente eficaz, que blandía.
Fargo dijo:
—Si es tan caro, oficial, ¿cómo puede el Ayuntamiento permitirse esos lujos?
—No puede —respondió la policía—. Muy pocos de entre nosotros lo tenemos. Afortunadamente para mí, el Alcalde es mi padre. ¿Y qué pasa aquí, exactamente?
—Como puede ver... —empezó Fargo.
—No me diga lo que puedo ver, porque ya veo lo que puedo ver. Veo a dos hombres indefensos atados y a otros dos de pie, junto a ellos, y con algo que se parece a una varita de la verdad ilegal, lo que, a su vez, se parece muchísimo a un atraco y, me da la sensación de que tengo el honor de estar hablando con los atracadores.
—¡Anda! —dijo Jeff—, usted no es un policía.
La policía respondió bruscamente:
—¿Desea ver mi identificación?
—Quiero decir que usted es una mujer.
Fargo dijo:
—Más vale tarde que nunca, Jeff. Tú llegarás lejos, chaval, si, a la tierna edad de catorce años, por fin has aprendido a diferenciar los sexos.
La policía dijo:
—Un policía es un policía, independientemente de su sexo. Entonces, ¿tienen algo que decir, antes de que les arreste, dado que es perfectamente obvio que...
—¡Eh! —dijo Jeff—. Está equivocada. Nosotros somos las víctimas.
—¿Ah sí? Las víctimas suelen ser los que están atados.
—Tiene razón —gritó Fister—. Suéltenos. Saltaron sobre nosotros cuando mi amigo y yo estábamos en el parque celebrando el ritual religioso del solsticio.
—¿Son ustedes Solaristas? —preguntó la policía.
—Recibimos una educación Solarista por parte de nuestros piadosísimos padres —dijo Sligh—. Nosotros, mi amigo y yo. Y estos dos rufianes violaron nuestros derechos religiosos al...
—Señora Poli —dijo Fargo—, le sugiero que lleve a estos dos hombres, y a mi humilde persona, a la Comisaría más próxima para hacerles un interrogatorio. Empleando la varita de la verdad que ellos tienen, o una versión policial, si lo prefiere, pronto descubrirá que estos hombres son secuaces de Ing «el Ingrato», y que me perseguían para obligarme a que participara en sus infames propósitos. Con mucha habilidad, hice que se volvieran las tornas contra ellos y...
—De acuerdo. Deje de hablar, si es que puede. En primer lugar, desate a estos dos hombres. Cuando lo haya hecho, los subiremos uno por uno al coche patrulla y mi compañero y yo los llevaremos hasta la Comisaría. ¿Alguna objeción?
—Desde luego que no —dijo Fargo—. Jeff, desata a estos malvados, pero no te pongas entre ellos y el aturdidor de esta aturdidora mujer.
—Su estilo me resulta conocido —dijo la policía.
—Normalmente eso piensan las mujeres.
—Cosa que les parecerá desagradable, estoy segura. ¿Cómo se llama?
—Fargo Wells.
—¿Farley Gordon Wells, por casualidad?
—Sí. Esa es la versión completa.
—¿Es usted el chico que puso disolvente textil en el aire acondicionado de la Escuela Superior Neil Armstrong?
—El mismo. Sabía que eso nunca se olvidaría. Y, ¡por Júpiter!, tú debes ser la primera chica que lo experimentó... a todo trapo. Albany Jones, ¿verdad? De no haber llevado ese uniforme, te habría reconocido enseguida, aunque ahora estarías aún más rica.
—Nunca lo sabrás —dijo Albany Jones—. Y creo que mi padre, el Alcalde, también tiene muchos deseos de verte.
Fargo tragó saliva:
—Bueno, tal vez más tarde... cuando acabe todo esto.
Sligh, que ya se había puesto en pie y se frotaba las muñecas, dijo:
—Es un inmoral, ¿sabe? No crea nada de lo que diga.
—La varita de la verdad nos lo confirmará —dijo Jones—. Agarraos los cuatro, que vienen curvas.
—Espera —dijo Fargo—, mi hermano no. Él ha venido a celebrar el solsticio y sólo tiene catorce años. Te ruego que le dejes marchar con su barril de clavos, aquel de allá. Me tienes a mí.
Jeff dijo:
—El mero hecho de tener catorce años no significa que yo...
—Calla, Jeff. Somos huérfanos, Albany. Le tuve que sacar adelante y no es fácil ser el padre único de un joven cabezota.
—Basta —dijo Jones—, o me desharé en un torrente de lágrimas. Contigo basta. Puedes marcharte.
—Vete a casa, Jeff —dijo Fargo—. Lógicamente Sligh y Fister ya no infestan el apartamento; pero, de todas formas, pregunta antes al ordenador de la puerta.
Mientras inmovirredaban e izaban a los tres hombres, Fargo, agitando la mano, gritó:
—Volveré lo antes posible.
Jeff los observó hasta que se perdieron de vista. Ya se había hecho completamente de día en el parque. Recogió a Norby e intentó transportarlo sobre el hombro derecho. Parecía que el barril pesaba una tonelada, como si estuviera lleno de chatarra, lo que, en cierto modo, era verdad.
—Al menos podrías poner en marcha tu antigrav —susurró al sombrero de Norby.
Jeff empezó a elevarse lentamente.
—¡Sólo un poco de antigrav, idiota!
Con igual lentitud, descendió hasta el suelo, sujetando lo que ya parecía un barril vacío.
Empezó a caminar en dirección a su casa con un paso enérgicamente sincopado, cuando, de repente, los ojos de Norby asomaron por debajo del sombrero:
—¿Vamos directamente a casa? ¿Ni siquiera voy a poder ver la celebración del solsticio?
—Ya no puedes. Nos la hemos perdido. El sol ya está muy alto.
—¿No podemos imaginarnos que todavía no ha salido? ¿Quién se va a enterar?
—Nosotros. No puedes burlarte de esas cosas así... Bueno, te diré algo. Puedo hacer la Unidad, que no tiene que ser exactamente a la salida del Sol. Se hace en cada solsticio y cada equinoccio, o sea, cuatro veces al año.
—Sé algo de astronomía elemental, Jeff.
Jeff se volvió al lugar exacto donde Fister y Sligh les habían interrumpido persiguiendo a Fargo. Todavía estaba entre sombras, medianamente fresco y, si el resplandor del día resultaba molesto, al menos añadía un toque de simpatía a los alrededores.
Jeff bajó a Norby y se sentó sobre el césped con las piernas cruzadas, junto al diminuto arroyo. Con las palmas hacia arriba, apoyó las manos sobre los muslos y entrecerró los ojos.
Un minuto después, Norby dijo:
—No estás haciendo nada. ¿Qué sucede?
Jeff abrió los ojos, suspiró y dijo:
—No me interrumpas. Estoy meditando. Estoy intentando sentir la Unidad del universo y tienes que serenar el sistema nervioso para poder nacerlo.
—Mi sistema nervioso no necesita serenarse.
—¿Cómo lo sabes? Nunca has estado sereno. Si no te sientas y dejas de hacer ruidos tontos, nos vamos derechos a casa. Sólo déjame entrar en armonía con la Unidad.
Norby plegó sus brazos y piernas con un chasquido de fastidio, pero dejó los ojos asomando por debajo del sombrero.
Jeff volvió a su posición. Se sentía bien, como siempre.
Al cabo de un rato, dijo suavemente:
—Yo formo parte del Universo, de su vida. Soy una criatura terral, de la vida que evolucionó aquí, en la Tierra. Haga lo que haga y vaya donde vaya, todo me recordará a la Tierra. Respetaré toda la vida. Recordaré que todos formamos parte de la Unidad.
Tras otro momento de silencio, Jeff se levantó. Se inclinó para recoger a Norby, el cual desplegó sus brazos y piernas y se apartó.
—¿Qué pasa? —preguntó Jeff.
—¿Todo eso se me puede aplicar a mí?
—Por supuesto. Tú formas parte igual que yo del Sistema Solar, y todo lo que vive en él, al fin y al cabo, procede de la Tierra.
—¿Pero yo estoy vivo?
—Tienes conciencia, así es que debes estarlo.
Jeff empezó a sonreír, pero Norby parecía tan serio:
—Mira, Norby, aunque no estuvieras vivo en el sentido humano de la palabra, formas parte de la Unidad.
—¿Y qué pasa con esa parte más alienígena que no es del Sistema Solar?
—No importa. La Unidad incluye todas las estrellas de todas las galaxias, e incluso todo lo que no sea estrella o Galaxia. Terrales o alienígenas, todo forma parte de la Unidad. Además, te aseguro que me siento parte de ti y de Fargo, y de cualquiera que me interese. ¿Tú no te sientes parte de mí?
—Creo que sí —dijo Norby extendiendo su brazo izquierdo de forma que Jeff pudiera agarrarse a él con la mano derecha—. Tal vez los dos seamos importantes.
Norby dio saltitos, balanceándose feliz sobre sus pies delanteros y traseros durante un buen rato; después dijo:
—Jeff, es preferible que volvamos a casa andando. Dará mejor impresión que usar el antigrav. Me siento mejor. Mi aspecto es raro, pero a nadie debe importarle. Tengo conciencia y estoy vivo, y en armonía con el Universo. ¿No es así, Jeff?
—Sí, Norby.
—Y, lo que es más, el Universo está en armonía conmigo, ¿verdad, Jeff?
—Creo que encaja mejor que seas tú el que está en armonía con el Universo.
—Pienso que sería bonito considerar también los sentimientos del Universo, Jeff. Creo que al Universo le agradaría estar en armonía conmigo.
— Bueno... tal vez.
Era un día sumamente agradable. Había gente por las calles practicando «jogging» y Norby saludaba con la mano a todos los que les adelantaban, gritando:
—Estoy en armonía con vosotros. Jeff le tiró de la mano:
—No les molestes, Norby. El «jogging» requiere un gran esfuerzo.
—¿Sabes? —dijo Norby—, cuando estabas meditando, intenté hacer lo mismo y creo que tuve un sueño.
—Se supone que tú no duermes. Piénsalo, no creo que los robots sepan dormir.
—Tuve que aprender cuando estaba en la caja de estasis; esto protegía mi mente. De cualquier forma, medio pensé que estaba en una tierra extraña. Tenía conciencia del parque, pero también de la tierra extraña. Tenía conciencia de ambas cosas a la vez. ¿No es eso un sueño, Jeff?
—No lo sé, Norby. Creo que no es así como sueño yo.
Norby pasó por alto el comentario:
—Soñé con esa tierra extraña que al parecer, nunca había visto realmente, pero no estoy seguro. ¿Cómo saber dónde he estado todo yo? Quizá estaba recordando en vez de soñando.
—Si vas a esa tierra extraña, Norby, no vayas sin mí.
—No quiero ir a ninguna parte sin ti, Jeff, aunque creo que, en verdad, no sé cómo ir a ningún sitio. Sólo sé cómo volver.
—Volver adónde?
—Volver aquí desde donde haya estado.
—¿Pero cómo vas a volver si no sabes primero cómo ir?
—Puedo ir. Lo único que no sé es cómo ir.
—¿Quieres decir que cuando viajas a cualquier parte no es realmente un acto controlado?
—Supongo que así es.
—Pues vaya problema, Norby.
—Pero siempre te llevaré a casa. Al fin y al cabo, mi labor es proteger y enseñar; no puedes culparme por no ser perfecto al llevarte a los sitios. ¿Aun así te quedarás conmigo, verdad, Jeff? ¿No me venderás a otro? Intentaré ser un buen robot.
—Ya sé que lo intentarás —dijo Jeff, pero se preguntó por lo bajo de qué le serviría a un robot tan raro como Norby el intentarlo.
Capítulo 6
Cae Manhattan
Ya hemos llegado a la Quinta Avenida —dijo Jeff, dando la vuelta a la esquina—, y muy pronto estaremos en casa tomando un fantástico desayuno.
—Y una toma para mi enchufe —dijo Norby—. No olvides mis necesidades.
Cogidos de la mano, empezaron a caminar por la acera. Casi habían llegado a la curva, cuando Jeff exclamó en voz baja y tensa:
—¡Oh, no!
—¿Qué? ¿Qué? —preguntó Norby.
—¡Retrocede! —musitó Jeff dándose la vuelta y caminando, de repente, a grandes zancadas.
Norby le siguió. Su cuerpo de barril producía unos ruidos siniestros y chirriantes al contacto con la acera, cuando Jeff se agarró al brazo del robot.
—¡Dale un poco a tu antigrav! —susurró.
Desaparecieron tras el matorral más cercano.
—Me imagino que no te tomarás la molestia de explicarme lo que sucede —dijo Norby en tono ofendido—. Sólo soy un robot, supongo. Crees que sólo soy un trozo de acero, supongo. No tengo ningún...
Jeff recuperó el aliento:
—Cállate —dijo todavía jadeante—. ¿Por qué no usas los ojos en vez de esa ruidosa carraca que llamas voz? ¿No ves que la casa está rodeada de hombres uniformados?
—¿Polis? —preguntó Norby.
—No son los uniformes de la Policía.
—¿Hombres del Departamento de Sanidad? ¿De la seguridad del parque? ¿Porteros de hotel?
—No es momento para guasas. Creo que son Inganos. Y si son lo bastante fuertes y lo bastante audaces como para llevar a cabo un ataque...
Jeff hablaba consigo mismo más que con Norby, pero Norby le interrumpió:
—Tal vez hayan tomado la ciudad.
—No veo cómo pueden haberlo hecho. La isla de Manhattan es autónoma, en cierto modo, e insiste en no tener fuerza armada exterior en su término, pero incluso así...
—Si es un ataque —dijo Norby—, corren un gran riesgo y deben andar detrás de alguien importante. Supongo que detrás de mí.
—¿De ti?
—¿De quién, si no? Esa es nuestra casa, ¿verdad?, y tú y yo vivimos ahí, y acabamos de tener una pelea con dos Inganos, y como no pueden estar persiguiéndote a ti, pues será a mí. Es de lógica. Mi lógica es buena.
—¿Por qué tiene que ser a ti? ¿Por qué no puede ser a mí?
Norby emitió un ruido similar a un bufido y no respondió.
—Deben haber tomado toda la ciudad —dijo—. Albany Jones se acerca.
Un coche patrulla de la Policía describía círculos en el cielo con lentitud, como si estuviera buscando a alguien. Los hombres de uniforme apostados en la entrada del edificio dispararon contra el coche sin ningún efecto.
—¿Cómo sabes que es el de Albany? —preguntó Jeff.
—Es su coche. Por supuesto, no sé si ella va dentro, pero es su coche. Sintonizo los motores. Es muy fácil distinguir uno de otro y es una de las cosas que podría enseñarte, además de idiomas. No olvides que soy un robot profesor. Los idiomas son mi especialidad, pero estoy seguro de que podría dominar unas cuantas cosas más.
El coche patrulla arrojó una bola de púas en medio de los hombres que había debajo. Como puede comprenderse, el resultado fue el pánico. Unos se lanzaron hacia la puerta principal y el resto hacia las dos alas del bloque. Las consecuencias de la explosión de una bola de púas sólo se detectan en los aledaños y no son fatales, pero quienes las sufren sienten como si se hubieran estado revolcando con veinte erizos. Y quitarse las púas, además de ser difícil, resulta doloroso.
El tráfico se desvió rápidamente en cuanto los conductores se percataron de que había lucha.
—¿Por qué no haces señales al coche patrulla? —dijo Norby—. Tiene que saber dónde estamos.
—Ya estaba en ello —dijo Jeff gesticulando enérgicamente detrás del matorral. El coche patrulla fue descendiendo lentamente y arrojó algo. Jeff intentó cogerlo, calculó mal y el objeto lanzado le golpeó el hombro derecho.
—¡Uy! —rugió—. Desde que te conozco, Norby, o me cae algo encima, o yo me caigo encima de algo. Estoy lleno de cardenales por todas partes. ¿Por qué no lo cogiste tú? A ti no pueden herirte.
—Pero pueden herir mis sentimientos. Y contigo dando bandazos alrededor para poder cogerlo, ¿qué iba a hacer? Casi me pisas.
Jeff seguía frotándose el hombro:
—¿Qué es esto?
—Es el mismo sistema de cinturón que Albany llevaba en Central Park; un escudo personal. Si lo utilizas, los Inganos no podrán tocarte.
—Pero, ¿cómo? No sé cómo funciona.
—Para eso me tienes a mí. Yo sé cómo funciona. Ya he descifrado su sencillo mecanismo. Póntelo, después gira este interruptor cuando necesites protección. Aquí van los brazos. No, no, la parte metálica delante. ¿Lo ves?
—Esta parte metálica —gruñó Jeff— es lo que me hizo daño en el hombro. ¿Ahora está bien?
—Sí —dijo Norby—, aunque, en realidad, yo soy una protección total para ti en cualquier momento.
—No siempre hay peligro.
Jeff giró el interruptor del cinturón y al instante sintió una ligera radiación que le envolvía. La calle, el cielo y los edificios adquirieron un suave tinte amarillo, que daba a todo un aspecto brillante y animado.
Sin embargo, Norby no parecía alegre.
—¡Jeff! No puedo comunicarme contigo.
—Por supuesto que puedes, Norby. Te oigo perfectamente.
—No quiero decir eso. Quiero decir que estoy fuera del campo.
Jeff desconectó el campo, cogió a Norby y lo conectó de nuevo. El escudo personal los envolvió a ambos.
—¿Qué diferencia hay? —preguntó Jeff—. A ti no te pueden herir y, si puedes protegerme, seguramente también podrás protegerte a ti mismo.
—Me siento solo —dijo Norby.
El coche patrulla había descendido casi a ras del suelo. Albany se asomó y gritó:
—¡Entrad! ¡Rápido! Vienen esos Ingratos con un lanzarráfagas de tamaño natural.
Jeff intentó trepar a bordo con Norby desesperadamente colgado de él. Norby activó su antigrav con tanta fuerza que Jeff se encontró boca abajo. Albany tiró de él hacia dentro.
—¡Dios mío! —dijo—, el barril y tú no pesáis nada. ¿Es que no tenéis tripas?
Jeff oyó tras de sí gritos y unos pasos retumbantes; luego, el ruido de una desagradable explosión justamente cuando el coche se elevaba en vertical. Vibró por las turbulencias del aire, pero no le afectaron.
—Los Inganos se han apoderado de la Comisaría —dijo Albany—. Llegaron justo detrás de mí. Es posible que hayan tomado todas las Comisarías de Manhattan —se mordió los labios y meneó la cabeza—. Me temo que hemos infravalorado a los Ingratos. Siempre habían parecido un problema sin importancia, un puñado de terroristas ineptos, pero ahora está claro que eso no era más que una pantalla. Han llegado a tener una fuerza formidable y están listos para apoderarse del Sistema.
—¿Cómo escapó usted? —preguntó Jeff angustiado.
—Gracias a mi escudo personal, por supuesto. Tengo que decir a mi padre que haga algo para que el Ayuntamiento dote a todos los polis de escudos, aunque me imagino que ahora ya es tarde, por lo menos en Manhattan. Es el Mando del Espacio el que...
—¿Y Fargo? —preguntó Jeff con angustia.
Albany tragó saliva. Sus cejas se arquearon en señal de disgusto sobre sus grandes ojos.
—La verdad es que no sé. Lo atraparon cuando salía del transmisor de la Policía; yo escapé con tantas prisas que no tuve ocasión de ver lo que era de él. Me había dado su dirección camino de la Comisaría —dijo. Parecía sentirse culpable—. Siempre tomamos nota de los nombres y direcciones de los detenidos —añadió—. Pura rutina.
—Sí, sí —dijo Jeff, que quería ir al grano—. ¿Qué le pasó a Fargo?
—Me encaminé hacia su apartamento, por si había logrado escapar y estaba allí. No tenía ni idea a qué otro sitio podría ir. Cuando vi la casa vigilada por los Ingratos, pensé que tal vez lo habían atrapado por los alrededores. Entonces, fue cuando te encontré a ti —dijo con un cierto deje de disgusto.
Jeff lo pasó por alto.
—Entonces, ¿no sabe dónde está Fargo?
—No. Lo siento. Lo que tenemos que hacer es buscar un transmisor en Manhattan que todavía no esté en poder de los Ingratos. Debemos notificar al Mando del Espacio, o los Ingratos podrán apoderarse totalmente de la Tierra. No atacarían Manhattan, si no se hubieran apoderado antes de toda la red de comunicaciones clave. Eso es lo que me preocupa.
Hizo una pausa y miró a Jeff solemnemente:
—Si no podemos notificárselo al Mando del Espacio...
—Déjeme bajar, Srta. Jones —pidió Jeff—. ¡Tengo que encontrar a Fargo!
—No puedo hacerlo. Te cogerían al momento. Y no hay necesidad de preocuparse por Fargo. Tu hermano es muy atractivo... Lo que quiero decir es que es muy inteligente y estoy segura de que puede cuidar de sí mismo, y nosotros tenemos preocupaciones mayores. El propio Mando de Espacio puede estar infestado de Inganos.
—Fargo mantuvo una conversación privada sobre algo con el Almirante Yobo —dijo Jeff—. Ese puede ser el problema que les afecta y tal vez a eso se deba el que Fister y Sligh le persiguieran. No querían convertirle, lo que querían era acabar con él. Srta. Jones, por favor, déjeme buscarle. Ellos le matarán.
—Si puedo hacer una sugerencia —dijo Norby.
Albany pegó un salto al oír su voz y el coche patrulla sufrió una sacudida cuando, por descuido, tiró de los controles.
—Eso no es un barril —dijo—. Es un robot. No dejes que ese tonto se meta en esto.
—¡Ese tonto! —gritó Norby—. La tonta es usted, o no estaría tan ocupada hablando y sin ver el peligro que tenemos justo encima. Se acercan unos coches con escudos protectores, que probablemente son de ese Ing que tanto le preocupa. Si yo fuera usted, me iría rápidamente a otro sitio; pero, por supuesto, no soy más que una cosa tonta y no tiene por qué hacerme caso.
—¿Coches de Ing?
Albany miró horrorizada a su alrededor. Evidentemente, el problema era mucho mayor de lo que Norby creía. Estaban rodeados.
Albany apretó la boca.
—Ing debe haber estado planeando esto durante mucho tiempo. Se está apoderando de Manhattan como si nosotros fuéramos una presa fácil y él el lobo. Bueno, tenemos escudos. ¿Podremos resistir?
—¿Con qué? —dijo Jeff.
—Tengo una escopeta aturdidora de largo alcance y un lanzarráfagas manual.
—¿Y funcionarán contra coches escudados?
—No —admitió Albany.
—¿Este coche está escudado?
—¿Estás de broma? ¿Con la situación fiscal de Manhattan? No, sólo contamos con nuestros escudos personales, cortesía de papá.
—Entonces destruirán nuestro coche-patrulla en quince segundos y caeremos desde una altura de —Jeff miró hacia abajo para hacer un cálculo rápido— unos treinta pisos, más o menos.
—Más vale que os rindáis, entonces —dijo Norby—. Eso nos dará tiempo y ya se me ocurrirá algo para salir del paso. Soy terriblemente ingenioso.
—¿Es la rendición una muestra de tu ingenio? —preguntó Albany—. Cualquiera puede rendirse...
—Es la única solución que nos queda —dijo Jeff—, y puede ser la única manera de encontrar a Fargo. Más vale que lo hagamos enseguida. Uno de los coches de Ing parece como si llevara un lanzarráfagas para disparar sobre nosotros.
Desconectó su escudo y entregó el dispositivo a Norby.
—¿Puedes esconder esto en tu, mmm, interior?
—Creo que sí —dijo Norby—, pero me sentiré como si tuviera una indigestión. ¿Por qué no lo tragas tú? Tú también tienes un hueco dentro.
—Muy gracioso. Toma el de la Srta. Jones.
Con cuidado, y acompañando su acción con sonidos indicativos de su descontento, Norby se guardó los dos dispositivos de protección en su interior, mientras Albany hacía la maniobra de aterrizaje. Por supuesto, les seguían y, cuando los Ingratos salieron de sus coches, Albany y Jeff se rindieron.
Al entregarse, dieron muestras manifiestas de desprecio y superioridad. Por lo menos lo intentaron, cosa que a Jeff le resultó particularmente difícil, dado que llevaba a Norby bajo el brazo. Norby no se molestó en parecer despreciativo o superior. Se concentró simplemente en el hecho de parecer un barril.
El Recinto de la Estación de Central Park se hallaba en un viejo edificio de ladrillo, aureolado por siglos de uso y alguna que otra reparación descuidada.
Sligh y Fister empujaron a Albany y a Jeff hacia el transmisor de la estación. A pesar de la escasez crónica de fondos municipales y de los ímprobos esfuerzos por parte de todos los ediles, parecía ser que no había forma de economizar en dichos transmisores, simplemente porque todas las Comisarías debían contar con uno, por si era necesario emprender un viaje a través del espacio.
Jeff sujetaba a Norby. Sligh frunció el ceño.
—No vas a ir arrastrando el barril a todas partes, Wells —gruñó—, ya me ha hecho un chichón una vez y no vas a utilizarlo de nuevo como arma. Dámelo que lo reduciré a chatarra, o lo utilizaremos como lastre; o tal vez lo rompamos con una almádena.
Jeff abrazó fuertemente a Norby.
—Necesito este barril —dijo—. Es un dispositivo que me hace falta para... mi salud.
—¿Me vas a decir que guardas un filtro renal en ese viejo barril?
—No quería decírtelo.
—¿Y yo me voy a creer que sin él te morirás?
—Yo esto... —Jeff odiaba mentir, pero parecía que Sligh iba a cargárselo.
—No vas a tomarme el pelo, niño estúpido —dijo Sligh—. Se te ve demasiado desarrollado y saludable como para necesitar una máquina para la salud. Apuesto a que contiene el dinero de Wells, tal vez oro. ¡Dámelo!
Norby susurró:
—No te quedes ahí parado, Jeff. Retrocede hasta el transmisor.
Jeff vaciló preguntándose lo que Norby estaría fraguando y, de repente, sintió un pellizco.
—¡Date prisa!
Albany ya estaba en el transmisor. Fister y Sligh, frente a éste se encontraban a ambos lados de Jeff, que le daba la espalda. El pellizco le obligó a dar un salto hacia atrás y, al hacerlo, los brazos de Norby se desplegaron al máximo, empujando a Fister y Sligh en la dirección contraria, dejándoles fuera del transmisor.
Con una reacción inmediata, Albany cerró la puerta de golpe.
—¿Y ahora qué? El mecanismo funciona desde el exterior.
—Puede —dijo Norby apoyándose en la puerta—, pero me las estoy arreglando para ponerlo en funcionamiento a través del metal; ¿no os dije que soy muy ingenioso?
—Van a forzar la entrada... —empezó a decir Albany.
—Ya casi he terminado —dijo Norby.
—Pero tenemos que ir adonde hayan llevado a Fargo —comentó Jeff.
—Percibo su presencia —dijo Norby—, y estoy ajustando los controles para que podamos ir allí directamente. Eso espero.
Jeff sintió una sensación de mareo en la boca del estómago y perdió el conocimiento. Al volver en sí, vio que estaban en otro transmisor. Se levantó y ayudó a Albany, que se sacudió el vestido, con grandes muestras de fastidio.
—No es que lo hayas hecho con excesiva suavidad, Norby —dijo Jeff.
—Bueno —dijo Albany—, no creo que podamos echarle la culpa a tu robot. El transmisor es viejo y no funciona bien. Me parece que los transmisores de la ciudad llevan cinco años sin repararse.
—Norby, ¿vas a poder abrir las puertas? —preguntó Jeff.
—Un minuto, un minuto. Y, al otro lado, encontraremos a tu hermano.
Se abrieron las puertas y entraron en una inmensa sala gris. Sobre sus cabezas había una sección de cúpula de glasita y por encima se extendía una bruma espesa y oscura.
—O tal vez no —dijo Norby con un hilo de voz.
—¿Estaremos, ¡por Júpiter...! —dijo Albany.
—No creo que estemos en ningún lugar de Júpiter —dijo Jeff—. ¡Norby! ¿Dónde estamos?
—¿Hay en la Tierra alguna ciudad que se llame Titán? —preguntó Norby.
—¿Una ciudad que se llame cómo?
Norby señaló un armario situado en un lateral, con una inscripción en gótico antiguo, que resultaba difícil de leer.
Jeff preguntó desconcertado:
—¿Qué pone?
—Está en alemán colonial. Ese es otro idioma que puedo enseñarte. Vendría bien en cualquier lugar más allá de los asteroides.
—¿Más allá de los asteroides? —dijo Jeff gritando—. ¿Qué pone? Me da igual que sea sánscrito. ¿Qué pone?
—Pone «Propiedad del Puesto Fronterizo de Titán». Me imagino que Titán es una ciudad del sector alemán de la Región Europea y puedo haber cometido un pequeño error de cálculo.
—Titán —dijo Jeff con tono exasperado—, es un satélite de Saturno y has cometido un enorme error de cálculo.
—¿Estás seguro? —preguntó Norby—. Eso le puede pasar a cualquiera.
—Por supuesto que estoy seguro. ¿Dónde demonios estaremos bajo una cúpula? Mira allá arriba. Por si no lo sabes, Titán tiene una atmósfera densa, compuesta en su mayor parte por nitrógeno, a una temperatura próxima a su punto de licuefacción. Podrías habernos dejado fuera de la cúpula y entonces la Sra. Jones y yo habríamos muerto de una muerte horrible.
—¿Cómo iba a dejaros fuera de la cúpula? —gritó Norby—. Percibí seres humanos y creí que era Fargo. No hay seres humanos fuera de la cúpula de Titán, por lo que no os hubiera llevado allí. Hay seres humanos dentro de la cúpula y yo no tengo la culpa de que uno de ellos no sea Fargo.
Volvió a manejar los controles del transmisor. Jeff perdió de nuevo el conocimiento.
—¡Ya estamos! —dijo Albany—. ¡El Mando del Espacio! ¡Gracias a Dios! Estamos a salvo, Norby, mereces una medalla.
—No —dijo Jeff enfadado—, merece que le disparen en el trasero del barril con un lanzarráfagas. Esos no son los uniformes del Mando del Espacio.
—¿Estás seguro? —preguntó Albany.
—Bueno, mírelos otra vez.
Se acercaron dos hombres con actitud agresiva.
—¡Abajo los enemigos de Ing «el Incomparable»! —gritaron mientras se abalanzaban sobre ellos.
—Oh, no —dijo Albany—. Incluso han llegado hasta aquí.
Uno de ellos se lanzó contra Albany, pero salió volando por encima de su hombro como si hubiera dado un traspié.
Se la veía encantada:
—¿Has visto eso? —preguntó—. Funciona. Me enseñaron judo y técnicas de lucha en el período de formación, pero nunca pensé que realmente... uff...
El segundo hombre había llegado hasta donde estaba y le pasó un brazo alrededor del cuello.
Jeff se precipitó hacia ella. Con voz estrangulada, Albany dijo:
—No, déjame con éste y ve por el otro.
El primero se tambaleaba. Jeff retrocedió esperando a que se levantara, pero Norby le dio una patada en el trasero y éste cayó de bruces. Entonces Norby se elevó, desconectó su antigrav y se desplomó encima del Ingrato, dejándole sin respiración.
Mientras tanto, Albany iba de un lado a otro con el segundo Ingrato, que estaba intentando sujetar su presa. En una sucesión muy rápida, Albany le clavó un soberano codazo en el plexo solar y le aplastó los dedos de los pies ferozmente con su pesada bota de policía, mientras le aplastaba la nariz con la nuca. El otro dio un chillido y la soltó. Albany le retorció la muñeca, giró sobre sus talones y le dobló el brazo. En el momento en que caía hacia delante, se lo apoyó en la cadera, dio una vuelta rápida y lo lanzó por los aires. Al aterrizar, quedó rugiendo en el suelo con el hombro lastimado.
—Vamos al transmisor antes de que vengan más —dijo Albany.
En cuanto entraron al transmisor, una vez a salvo y con la puerta cerrada, Norby sacó del barril una cinta metálica fina y delgada, que extendió en sentido horizontal. Presionó la cinta contra la pared.
—Ah —dijo—, tenía que haberlo hecho la primera vez. Intensifica en gran manera mi sensibilidad y mis poderes de concentración. Sin embargo, me agoto y nunca sé cuándo voy a tomar mi próximo bocado de electricidad. Si es que lo hago.
—¿Has captado a Fargo esta vez? —preguntó Jeff angustiado.
—Sí. Es definitivo. No hay error.
Jeff sintió de nuevo la sensación de mareo, pero esta vez se las arregló para permanecer consciente.
—Este transmisor está en mejores condiciones —dijo Norby—, y creo que ahora encontraremos a Fargo.
Se abrieron las puertas y Norby dijo:
—De hecho, estoy seguro de que encontraremos a Fargo porque, ¡ahí está!
Jeff vio una sala enorme adornada con banderas, alrededor de la cual, se alineaban hombres armados. En el centro había una plataforma, y sobre ella se elevaba algo que sólo podía ser un trono. Fargo estaba sentado al borde de la plataforma con los brazos cruzados sobre el pecho, y alguien, alguien recubierto totalmente con un traje metálico que por su aspecto se parecía al de un robot, se sentaba en el trono.
—Tenemos compañía —dijo Fargo—. La hermosa Albany Jones, mi despabilado hermano y su gracioso barril. ¿Cómo me habéis encontrado? ¿Y por qué no habéis venido acompañados de un Ejército?
—¡Silencio! —bramó la figura del trono con una voz tan metálica y chirriante como la de una máquina estropeada.
—¡Habla Ing! —dijo Fargo sarcásticamente—. Todos deben callar mientras doy la bienvenida a los recién llegados a esta corte de Ing «el Inocente». Observad su voz distorsionada, carente de eufonía hasta cuando no está distorsionada. Observad el airoso aluminio de su traje, diseñado para cubrir un cuerpo sin ningún atractivo, y la máscara facial, que sirve para ahorrarle a su auditorio la visión de su rostro deformado, o sus sentimientos vergonzosos, y su...
El hombre del trono hizo un gesto y un guardia avanzó hasta Fargo y levantó su arma en actitud amenazadora.
—Puesto que Ing tiene miedo de las palabras, pero es lo bastante valiente como para atacar a un enemigo cuando sus posibilidades son de uno contra cien, me callaré —dijo Fargo.
Albany y Jeff avanzaron hasta Fargo; Jeff acarreaba a Norby que, por supuesto, permanecía herméticamente cerrado.
La voz de Ing sonó de nuevo, discordante y repulsiva.
—Aquí tenemos a dos hermanos que, entre ambos, poseen grandes conocimientos sobre la Academia Espacial y la Flota. ¡Y lo que ellos saben lo sabré yo!
Su voz adquirió un tono de desprecio.
—Además —chirrió—, tenemos a una dama policía, con un padre rico que me ayudará a apoderarme de la Tierra, si es que quiere que le devuelva a su hijita tal y como está ahora. Y veo algo que parece un barril. Dámelo, Jeff Wells.
Jeff apretó más a Norby y no dijo una palabra.
—De nada te servirá agarrarlo —dijo Ing—. Me han dicho que es un curioso barril con brazos, cuando quiere sacarlos. Y también con piernas. Es algo que me gustaría examinar. Entrégamelo, chico, o tendré que quitártelo por la fuerza.
Norby susurró:
—Acércate más a la Srta. Jones.
Jeff, con mucha cautela, se acercó hasta tocar con su hombro el hombro de Albany.
—Ahora acercaos a Fargo —musitó Norby—, tenemos que estar todos en contacto.
—Yo tocaré a Fargo —susurró Albany—. Pero, ¿por qué?
—Tengo una idea ingeniosa —dijo Norby con voz normal.
—¡Habla! —dijo Ing—. Es un robot y lo quiero. Yo soy aquí el emperador y debéis obedecerme.
—La historia de los emperadores de la Tierra ha sido triste —dijo Fargo (Albany estaba apoyada en el hombro de Fargo y Jeff en el de Albany)—. Permíteme que te hable de Napoleón Bon...
—¡Cállate! —rugió Ing—. ¡Sargento! Tráeme ese robot. ¡Mata a la mujer si alguno de ellos se resiste!
De repente, Norby gritó:
—¡Los escudos personales!
Lanzó uno a Albany y otro a Fargo. Entonces se agarró firmemente a Jeff y emitió un extraño sonido.
Capítulo 7
Hiperespacio
—¡Colas de cometas! —dijo Norby.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jeff observando el extraño castillo que se levantaba frente a ellos sobre una colina. Sus laderas estaban recubiertas de jardines escalonados y su cumbre coronada por un elegante castillo de mármol en miniatura...
—Lo que hice —dijo Norby apresuradamente—, fue trasladar a Fargo y a Albany fuera del edificio. Eso les daría una gran ventaja. Con sus escudos personales y los conocimientos de yudo de Albany y el rápido ingenio de Fargo, siempre me estás hablando de lo brillante que es, podían preparar un contraataque...
—Sí, sí —dijo Jeff impaciente—, pero, ¿dónde estamos?
—Bueno —dijo Norby girando el sombrero para echar un vistazo alrededor—, lo que intentaba hacer era ir al Mando del Espacio. Memoricé las coordenadas que me dio Mac hace mucho tiempo, pero quizá no fueran correctas.
—Sí, sí —dijo Jeff aún más impaciente—. ¿Dónde estamos?
—Bueno —dijo Norby—, ese pequeño detalle lo desconozco.
—¡No lo sabes!
Jeff miraba desesperado a su alrededor. La vista era maravillosa. El sol, brillante y cálido. Un murmullo tranquilizador se extendía por doquier; pero, ¿dónde estaban, en la Tierra o fuera de la Tierra?
—¿No puedes hacer nada a derechas, Norby? Eres un pobre simulacro de robot.
—Lo intento. No siempre es fácil.
Entonces, Norby dijo con un hilo de voz:
—Quería que fueras mi dueño. Ahora veo que fue un gran error. Andáis todos revueltos por un robot que es tan raro como yo. Intentaré llevarte a casa, Jeff, y yo me quedaré aquí, y así te librarás de mí. Lo siento.
—No —dijo Jeff—, no quiero librarme de ti nunca jamás. No me importa lo raro que seas; yo lo seré contigo.
Intentó coger a Norby.
—Ojalá no estuvieses tan duro —dijo—, es difícil abrazarte.
—No importa —dijo Norby—. Abrázame de todas formas. Estoy tan contento de que quieras quedarte conmigo.
—Sin embargo —dijo Jeff—, ¡ojalá supiéramos dónde estamos!
En ese momento, algo salió del pequeño castillo. Tenía un aspecto claramente dinosáurico, excepto en el tamaño.
—¿Un alosaurio en miniatura? —dijo Jeff sin ninguna seguridad. Retrocedió.
La criatura le llegaba a las rodillas; ni siquiera medía lo que Norby. Llevaba puesto lo que parecía ser un collar de oro y, al menear la cola, emitía una serie de sonidos variados.
—¿Habla o sólo hace ruidos? —preguntó Jeff, sintiendo la extrema urgencia de acariciar la cabeza del reptil.
—¿No le entiendes? —respondió Norby—. Siempre se me olvida que no eres lingüista. Eso, o mejor dicho, ésa, dice que eres lindo.
—Yo también creo que es linda; pero, ¿qué hace un dinosaurio en miniatura en cualquier lugar de la Tierra? ¿Y cómo es que habla?
—No creo que esto sea la Tierra —dijo Norby.
—Pero entiendes su lengua. ¿No significa eso que deberías saber dónde estamos?
—A decir verdad, Jeff, no sé cómo he conseguido entender su lengua. No sabía que estaba en mis bancos de memoria hasta que la he oído. Y no recuerdo haber estado aquí nunca... a menos que... a menos que éste sea el sitio con el que soñé.
—Pero, ¿qué hiciste para llegar aquí?
Jeff apenas se dio cuenta que el dinosaurio se acurrucaba junto a su mano. Inconscientemente, empezó a acariciarle la cabeza.
—Sólo traspasamos el hiperespacio. Ese es el motivo por el cual es tan difícil volver. Siempre puedo hacer que vuelvas por el espacio normal, pero...
—¿Atravesaste el hiperespacio sin transmisor? —preguntó Jeff casi en un grito.
Norby dio un paso atrás.
—¿Es ilegal?
—Es imposible. Nadie puede hacerlo.
—Yo lo hice.
—Pero eso es un auténtico viaje hiperespacial. ¿Cómo supiste hacerlo?
—Creí que todo el mundo sabía.
—Bueno, entonces, ¿cómo lo has hecho?
Norby estuvo un rato pensando. Después, dijo:
—Sé cómo hacerlo, pero no sé cómo hacerlo.
—Eso no tiene sentido.
Jeff estaba sentado sobre el césped, y la criatura tenía las garras apoyadas en su regazo y la cabeza en su hombro. El sonido que emitía era algo así como «Ronr, ronr, ronr». Jeff pasaba la mano por su largo cuello, cubierto de púas puntiagudas hasta la punta de la cola.
—¿Tú sabes levantar el brazo? —preguntó Norby.
—Por supuesto.
—¿Cómo sabes levantarlo? ¿Puedes explicar exactamente lo que hace que levantes el brazo? ¿Qué pasa dentro de tu brazo para que se levante?
—Simplemente decido que el brazo se levante y se levanta.
—Bueno, pues yo simplemente decido dar un salto a través del hiperespacio y lo doy. Puedo ir a cualquier lugar en un momento. Pero no sé cómo lo hago.
—Pero, Norby, eso te convierte en la criatura más valiosa del Sistema Solar...
—Oh, ya lo sé.
—Quiero decir que realmente lo eres. Nadie sabe cómo atravesar el hiperespacio sin transmisores. Sería el mayor descubrimiento de la época si algún ser humano pudiera hacerlo.
Jeff empezó a acariciar al dinosaurio cada vez más deprisa.
—Mi ambición era descubrirlo por mí mismo, por eso deseaba ir a la Academia y aprender todo lo posible sobre teoría hiperespacial. Mi sueño es inventar algún día el hiperviaje. Ahora, teniéndote a ti para ayudarme...
—He dicho que sólo sé cómo se hace, nada más. ¿Es por eso por lo que quieres estar conmigo, Jeff? ¿Porque sé cómo hacer un hiperviaje?
—No. Te dije que me sentía feliz de estar contigo antes de que me explicaras nada. Pero ahora me siento doblemente feliz.
Jeff apretaba contra él a la criatura, sin percatarse todavía de ello.
—Bueno, pues si llegaste hasta aquí, ¿dónde estamos?
—Esa es otra, Jeff. Sé cómo hacerlo, pero sospecho que no sé apuntar bien. Mi intención era ir al Mando del Espacio y calculé mal. No sé dónde estamos y, sin embargo, conozco la lengua de esa criatura.
Jeff miró al dinosaurio y repentinamente se dio cuenta de que le estaba lamiendo suavemente la oreja izquierda con su lengua seca y caliente. Se echó hacia atrás y ella cayó de su regazo. Se puso en pie y desplegó las crestas correosas que se levantaban a ambos lados de las púas.
—¡Alas! —dijo, Jeff con voz ahogada—. ¡Tiene alas! ¡Es una pterodáctila o algo así!
—¡Qué bobada! —dijo Norby—. Cualquier tonto puede ver que es una dragona.
—Los dragones son animales míticos.
—Aquí no.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? Ni siquiera sabes dónde es «aquí».
—Creo que una parte de mí lo sabe, pero no puedo sintonizar con ella. Lo siento, Jeff. Soy tan raro que creo que debería ser destruido.
—No antes de volver a casa. Y aun entonces, no quiero que nadie te destruya. Pero haz algo por volver, Norby. Es importante.
—No te enfades, Jeff, pero estoy hecho un lío pensando cómo. Puedo haberme trasladado lejos del Sistema Solar Terral. ¡Si tan sólo pudiera recordar dónde estaba esto! Por lo que parece, una parte de mí ha estado aquí antes, ¿o por qué soñaría con ello?
—¿Sabes?... Apostaría que son los mecanismos alienígenos que Mc Gillicuddy empleó en ti. La cosa alienígena, fuera lo que fuese, estuvo aquí una vez, fuera cuando fuese, y regresas a este lugar sin pensarlo más.
—En ese caso... ¡Eh!
El dragoncito echó repentinamente a correr hacia el pequeño castillo y empujó a Norby al pasar, dejándole tirado en el suelo.
Jeff ayudó a Norby a levantarse.
—Los dragoncitos nunca han tenido buenos modales —dijo Norby—. Recuerdo cuando, una vez...
Hizo una pausa. Entonces, con voz descorazonada dijo:
—No, no recuerdo. Por un instante estuve seguro de que me había acordado de recordar dragones, pero no.
—Me estás haciendo otra vez un lío.
—No lo puedo remediar. Tal vez permanezcamos aquí demasiado tiempo como para poder ayudar a Fargo y Albany a derrotar a Ing.
—Tengo hambre, Norby. Quizá podamos encontrar algún bicho viviente para comer. ¿Pero, y tú? Aquí nunca podrás encontrar una toma para enchufarte. Morirás de inanición. Tal vez eso te inspire y te haga recordar la forma de volver.
—En realidad, yo no me puedo morir de inanición. Los enchufes son para mí como aperitivos entre comidas. La verdad es que me meto en el hiperespacio, y lo puedo hacer en cualquier lugar y en cualquier momento. En el hiperespacio la energía es ilimitada. Deberías probarlo.
—Lo haría si pudiera —dijo Jeff—. ¿Cómo es el hiperespacio?
—No es nada.
—Eso me sirve de mucho.
—Lo digo en serio. El hiperespacio es la nada. No es espacio ni tiempo, por lo que no tiene ni arriba, ni abajo, ni cuándo, ni dónde. Cuando estoy en él siento... bueno, en cierto modo... creo que es algo que no está en realidad allí, pero que potencialmente está allí, porque es lo que es el Universo real, ese algo que en cierto modo está potencialmente allí en el hiperespacio...
—¡Norby!
—Bueno, no he dicho que pudiera explicarlo. No puedo. Todo lo que sé es que el hiperespacio es, sin duda alguna, potencial, quiero decir, es potencialmente algo, como si tuviera una energía de reserva que se utilizara para crear un Universo que, por supuesto, es en realidad parte de sí mismo...
—Otra vez me lías. ¿Cómo se crea un Universo?
—Creo que un lugar del hiperespacio alcanza de repente un dónde y un cuándo. Cómo se hace o cómo sucede, es algo que ni siquiera está a mi alcance, así que, por supuesto, no está al alcance de nadie dentro del Sistema Solar y, aunque pudiera explicártelo, no podrías entenderlo.
—Gracias por la alta estima que tienes de mi inteligencia. Lo único que realmente quiero saber es si puedes calcular cómo volver a nuestro Sistema Solar.
—Claro. Sólo tengo que sintonizar la forma en el hiperespacio y averiguar adónde ir.
— Entonces, más vale que lo hagas enseguida. Viene un dragón mayor.
—Tal vez —dijo Norby acercándose más a Jeff—, la madre de la pequeña quiere darnos las gracias por haber sido amables con su cría.
—No cuentes con eso —dijo Jeff agarrando rápidamente a Norby.
De nada servía correr. La dragona, además de unas patas largas y fuertes, tenía alas. Le llegaba a Jeff a la barbilla, pero tenía arriba y abajo una doble hilera de dientes relucientes y puntiagudos.
Emitió el mismo tipo de sonidos que la dragoncita, sólo que en un tono mucho más alto.
—¿Qué dice? —musitó Jeff.
—Dice que somos alienígenas y que, a lo mejor, nos tendrán que llevar ante su Gran Dragonía, so pena que nos pueda enseñar a hablar.
—Bueno, ¿a qué esperas, Norby? Dile que tú sabes hablar.
Norby emitió una rápida sucesión de sonidos y el dragón respondió con sonidos similares.
—Jeff —chilló Norby—, vámonos ahora mismo.
Este estúpido reptil me ha insultado y ofendido...
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que yo no era más que un barril y que olía a clavos.
—Creo que tiene razón. De hecho, el barril en otros tiempos...
—No acabes la frase. Nos vamos.
—No. Si salimos precipitadamente, estaremos doblemente perdidos. Escuchemos lo que tenga que decirnos.
Pero no dijo nada más. En vez de hablar, se abalanzó sobre ellos, arrancó a Norby de los brazos de Jeff y mordió a éste en el cuello. Se pasó la lengua por los morros y arrugó el hocico, como si hubiera probado algo desagradable. Luego dejó a Norby cuidadosamente en el suelo y volvió al castillo.
—¡Socorro, Norby! El dragón me ha mordido. ¡Probablemente está rabioso! ¡Me ha mordido un vampiro dragón rabioso!
—No es un mordisco profundo —dijo Norby examinando el cuello de Jeff—. No es más que un arañazo. Apenas lo suficiente como para chuparte la sangre. Me da la impresión de que tenía algún motivo para hacerlo.
—Y a mí me da la impresión de que me ha herido. Y el motivo es que quería probarme. A la próxima, me comerá. ¿Quieres que le sirva de alimento a un dragón? Piensa, estúpido barril. Vamos a casa. ¡A cualquier parte! No me importa que nos perdamos más y más aún.
¡Querido señor! No es necesario que te pongas nervioso. Quienquiera que seas, debe haber comunicación para que exista un encuentro mental.
Jeff se quedó boquiabierto. Tragó ruidosamente.
—Norby, ¡acabo de oír una voz... en mi mente!
Para comunicarme contigo, he tenido que probarte puesto que tú no entiendes mis palabras.
—¡Te digo que alguien está hablando, Norby!
—Es esa madre dragón abominablemente grosera, Jeff. No te dignes responder.
Espera hasta que nos desinfectemos mi hija y yo, porque te hemos tocado y, como eres alienígena, es probable que estés lleno de gérmenes.
—No estoy lleno de gérmenes —aulló Jeff—. Tú sí que lo estás. Estoy seguro de que me dará el tétanos por haberme mordido. Con todos esos dientes, nunca habrás usado dentífrico.
¡Un caballero no dice esas cosas! Uso pasta de dientes y tónico para enjuagarme, y mi adorada hijita Zargl también. Mejor sería que os hubieseis ido. Ningún Jamyn respetable te querría en este mundo. Voy a introducir las coordenadas hiperespaciales en el banco de memoria de tu barril de almacenamiento...
—¡Barril de almacenamiento! —gritó Norby.
Y te agradeceré que te vayas.
—¿Tienes las coordenadas, Norby?
—Sí, pero no las voy a utilizar. No, si vienen de ella. No...
—Norby, utilízalas, ¡o te descuajaringaré con mis propias manos y haré tal mezcla de ti que nunca más podrás desmezclarte!
En la puerta del castillo, apareció la dragona madre con la dragoncita en los brazos, haciendo gestos con las alas para ahuyentarlos.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Monstruo ordinario!
—¡Vamos, Norby!
—De acuerdo, lo intentaré. Pero creo que el monstruo ordinario eres tú por amenazarme de esa manera, cuando hace tan sólo media hora me has dicho que me querías.
—Te quiero, Norby, pero eso no tiene nada que ver. ¡Vámonos!
—Dame una oportunidad. Si empiezas a gritar y a meterme prisa, me embrollaré.
¿Tengo que decirte que siempre estás embrollado?
—De acuerdo. Tengo las coordenadas y sé las coordenadas de la Tierra, y me concentraré en tu hermano. Y ahora... uno... dos, espero que funcione, tres...
Volaban sobre la isla de Manhattan, y el Central Park era una mancha verde a lo lejos.
Jeff sujetaba firmemente a Norby bajo el brazo. Gritó:
—Vas demasiado alto, Norby. Baja despacio.
—Me estás tapando dos ojos con la mano. Todo lo que veo son nubes y cielo azul. Vale, así es mejor. ¡Vamos abajo!
—Hay una multitud en el parque —dijo Jeff—, y rodean la casa del Recinto de Central Park. Bajemos a ver qué pasa.
—¿Y si nos metemos en el radio de acción del lanzarráfagas?
—Intenta no hacerlo.
—Para ti es fácil decirlo. Tú no eres el que vuela.
—Vamos, Norby. ¡Baja!
La multitud se apiñaba como si hubiera perdido la cabeza. Rebosaba hasta los laterales de la calzada, por donde no había tráfico.
Un grupo de Inganos estaba apostado en el exterior de la casa del recinto, con los lanzarráfagas listos. Su jefe gritaba:
—Dispersaos, rebeldes, dispersaos, o sembraremos el parque con vuestros cadáveres.
—¿Crees que realmente lo hará? —preguntó Norby.
—No lo sé —dijo Jeff—. Si Ing se gana el jornal sobre la base de un excesivo derramamiento de sangre, le odiarán, y debe saberlo, por lo que más le vale hacerse con el poder sin causar daños. Aunque, si sus hombres empiezan a desesperar...
—Bueno, son capaces de hacerlo, Jeff, porque está tu hermano y esa mujer policía amiga suya, y ellos tienen puestos los escudos personales.
Oyeron la voz de Fargo que gritaba:
—Adelante, ciudadanos, salvad vuestra querida isla de las ignominias de Ing. ¡Seguidme!
No le siguieron. Permanecieron indecisos. Un hombre gritó:
—Para ti es fácil decir «Seguidme» porque tienes un escudo personal, pero nosotros no lo tenemos y es peligroso.
—De acuerdo, pues —gritó Fargo—. Observadnos y después participad. Vamos, Albany. ¡Por sus lanzarráfagas!
El jefe de los Inganos gritó:
—¡Cogedlos vivos! ¡Ing pagará una buena recompensa por esos dos!
Se dispersaron. Fargo atacó y detuvo un brazo que asía un lanzarráfagas por la punta del cañón, y descargó un tremendo golpe en el plexo solar de su agresor. El Ingano cayó doblado y perdió todo interés por la lucha durante un rato.
Albany Jones rodeó a otro Ingano, indicándole con las manos que se acercara. Él atacó y ella giró y se inclinó hacia delante, deteniendo el ataque con la cadera, le retorció la muñeca y le lanzó sobre otro secuaz. Ambos cayeron cuan largos eran.
Norby gritaba a voz en cuello:
—Eso es. Noquéalos a todos.
—Hay demasiados —dijo Jeff—. Fargo y Albany morirán asfixiados en un momento si la multitud no les ayuda. Norby, llévame al parque. Tal vez los observadores de pájaros estén todavía por allí.
—¿De qué va a servir eso?
—Quiero ver a su jefa, la Srta. Higgins. Me da la impresión de que es una mujer decidida y valiente y esa es la combinación que busco. Vamos, Norby. Si no la encontramos, tendremos que unirnos a Fargo y tampoco será suficiente.
Volaron en zigzag sobre Central Park buscando al pequeño grupo capitaneado por una mujer vestida de tweed.
—¿Qué va a poder hacer una loca, Jeff?
—No estoy seguro, pero tengo la impresión de que puede servirnos de ayuda. Y no está loca. Sólo es entusiasta.
—¿Son ésos?
—Quizá. Baja y aterriza al otro lado de esos árboles. No quiero que se lleven un susto.
Jeff y Norby caminaron cautelosamente entre los árboles.
—Es ella —dijo Jeff—. ¡Srta. Higgins! ¡Srta. Higgins!
La Srta. Higgins se detuvo y miró a su alrededor.
—¿Sí? ¿Qué pasa? ¿Ha visto alguien el estornino?
—Soy yo, Srta. Higgins.
La Srta. Higgins miró fijamente a Jeff por un momento.
—Ah, sí, —dijo—. Es el jovencito y su hermano pequeño. Os vimos al amanecer y aquí estáis para uniros a nuestra expedición vespertina. ¡Qué entusiasmo por vuestra parte!
—No exactamente, Srta. Higgins —dijo Jeff—. Se trata de Ing y sus Ingratos. Intentan apoderarse del parque.
—¿De nuestro parque? ¿Es ése el ruido que hemos oído? Espantó a los pájaros y estuvo a punto de arruinar la observación vespertina.
—Me temo que sí.
—¿Hay derecho?
—Tal vez usted pueda detenerlos, Srta. Higgins. Hay una multitud de furiosos patriotas, pero necesitan un jefe.
—¿Dónde están? —gritó la Srta. Higgins enarbolando su paraguas—. Llevadme hasta ellos. Observadores de pájaros, esperadme aquí y tomad nota de todos los cardenales y arrendajos azules que veáis. Recordad que los cardenales son rojos y los arrendajos, azules.
—Tenemos prisa, Srta. Higgins —dijo Jeff—. ¿Le importaría darme la mano?
La Srta. Higgins se ruborizó.
—Supongo que no hay nada malo en ello. Eres muy joven.
Jeff la agarró, la atrajo hacia sí, le colocó el brazo en la cintura y dijo:
—Vale, Norby, a toda potencia. Llevas a dos.
La Srta. Higgins emitió un grito ahogado.
—Pero... jovencito...
Y después se limitó a hacer esfuerzos para respirar.
—Volvamos al recinto —gritó Jeff—. La pelea continúa.
—Es una hermosa vista —dijo la Srta. Higgins—. Así es como verdaderamente se deberían observar los pájaros. Se les puede seguir mientras vuelan.
Fargo y Albany estaban rodeados y los Inganos se cuidaban muy mucho de acercarse, pero sólo era una cuestión de tiempo. Algunos Inganos hacían frente a la multitud, manteniéndola a raya con los lanzarráfagas.
—Abajo, Norby —dijo Jeff—. Y usted, Srta. Higgins, ponga a la multitud en contra de esos Inganos.
—Desde luego que sí —dijo la Srta. Higgins—. ¡Bárbaros!
—Ya vamos, Fargo —gritó Jeff.
Aterrizaron. La Srta. Higgins se abrió paso con rapidez, y Norby rodó en dirección al Ingano que tenía más cerca, que inmediatamente cayó sobre él. Norby desplegó uno de sus brazos, agarró su lanzarráfagas y se lo pasó a Jeff.
Mientras tanto, la Srta. Higgins se dirigía a la multitud, esgrimiendo su paraguas y gritando con una voz sorprendentemente alta:
—Vamos, cobardes. ¿Vais a quedaros aquí y dejar que estos malvados se apoderen de vuestro parque? El Central Park se hizo para los observadores de pájaros y las buenas gentes, y no para malvados. ¡Salvad nuestro parque si todavía os queda una gota de hombría y mujería en el cuerpo! ¿Vais a dejarme que lo haga yo sola? Yo soy una débil mujer casi de mediana edad y aquí estoy. ¿Quién me sigue? ¡Adelante, soldados de Higgins, en marcha por la justicia!
Les arengaba, paraguas en alto, y Norby gritó de repente:
—¡Hurra por la Srta. Higgins!
La multitud le secundó y pronto se oyó un rugido confuso:
—¡Hurra por la Srta. Higgins! ¡Hurra por la Srta. Higgins!
La masa de gente avanzó y, al instante, los Inganos se dieron la vuelta para dirigirse a la relativa seguridad del propio edificio del recinto. La multitud, salvaje por la furia, continuó avanzando.
Jeff detuvo a Norby para impedir que los siguiera:
—No, no. Ya no hacemos falta. Lo que tenemos que hacer es ir al Mando del Espacio. ¿Puedes, si te doy las coordenadas espaciales correctas?
—Por supuesto. Directamente a través del hiperespacio.
—¿Tienes suficiente energía?
—¿Qué te apuestas? Me quedé repleto de carga hiperespacial cuando volvimos de la tierra del dragón.
—Bien. Y debo decirte que atravesar el hiperespacio es muy agradable. No sentí nada. Era como un destello, o como un hipo por todas las tripas.
—Eso es porque llevo incorporado un escudo hiperespacial —dijo Norby—. ¿No te había dicho que el viejo Mac era un genio? Quizá a eso se deba que no necesite transmisor. Yo mismo soy un transmisor, y si me agarras fuerte, te vienes conmigo.
—¿Cómo sabías que iría contigo?
—Simplemente lo adiviné.
—¿Qué habría pasado si te hubieras equivocado?
—Hubiera sido horrible para ti, Jeff, pero ya sabes que nunca me equivoco.
—Yo no sé nada de eso.
—Bueno, no tiene sentido hablar contigo cuando eres tan poco razonable. Dame las coordenadas del Mando del Espacio. Está bien, ¡allá vamos!
Capítulo 8
¡La hora de la verdad!
—¡Ay! —se quejó Jeff. Esta vez había aterrizado de lado; seguía sujetando a Norby y se había hecho mucho daño en el codo derecho.
—¿Dónde estamos? —susurró Norby asomando los ojos entre el barril y el sombrero—. ¿Hemos llegado al sitio exacto?
—Sí.
Jeff se incorporó con un gruñido.
—Me llaman Norby «el infalible».
Jeff miró a su alrededor y vio que se encontraba en medio de los oficiales de mayor graduación del Mando del Espacio, incluido el Almirante Yobo, quien tenía el aspecto del llevar un rato observando y lanzando juramentos.
A espaldas de Jeff estaba la puerta abierta de la Estación de Tránsito del Mando del Espacio.
—¡Funciona! —gritó uno de los oficiales pasando junto a Jeff y entrando en el transmisor.
—Este chico debe haber venido por el transmisor y acaba de aparecer ahora mismo —dijo otro—. ¿Le ha visto alguien? Con esta clase de seguridad, es de esperar que el propio Ing aparezca entre nosotros.
—Yo le vi llegar —dijo Yobo con voz ronca—. Creo que podrán comprobar que, por mucho que haya llegado al Cadete Wells, el transmisor está otra vez estropeado.
Otra vez estropeado no, todavía estropeado. El Almirante se cuidó bien de no describir exactamente lo que había visto o de insinuar que la llegada no había sido a través del transmisor. Un buen hombre, pensó Jeff. Rápido de pensamiento y a favor de los buenos cadetes.
—¿Puedo hablar con usted a solas, Almirante? —preguntó Jeff.
Yobo se daba golpecitos en la barbilla, pensativo; luego, hizo un gesto con la cabeza a los demás, un gesto improvisado que tenía la fuerza de una orden. Los oficiales salieron.
—Mi robot... —empezó Jeff.
—¿Compraste ese robot con el dinero que te di? ¿Eso es todo lo que pudiste conseguir? —dijo el Almirante.
Norby se revolvió, pero Jeff le pinchó en la parte posterior del barril para que se callara.
—Es un robot magnífico —dijo Jeff—, con una serie de aptitudes muy buenas e igualmente exasperantes. Y me va a enseñar Swahili marciano en cosa de nada. Y es también un ingeniero muy capacitado que puede poner a punto un transmisor. Ing y sus Ingratos controlan Manhattan y...
—Ya sabemos todo eso, Cadete Wells. Está dando órdenes para que nos rindamos e insiste en que se le llame «Emperador». Personalmente creo que el transmisor no tiene ninguna avería, sino que lo controlan por el otro lado.
Yobo miró a Jeff con calma. Después preguntó:
—¿Y qué dices a eso?
—¿Van a hacer algo? —preguntó Jeff.
—Lo que te aseguro es que no voy a rendirme —dijo Yobo—, pero he de tener cuidado. Ing tiene a todo Manhattan como rehén y otros lugares de la Tierra pueden caer en sus manos, a menos que...
—¿A menos que qué, señor?
—A menos que tu hermano pueda hacer algo. Ha sido mi consejero particular en todo este asunto. Sospechaba que Ing entraría primero en Manhattan y ha tomado medidas.
—¿Qué medidas?
—Ya lo veremos —dijo Yobo con calma—. Mientras tanto, ¿qué es lo que quieres hacer, además de ajustar el transmisor inajustable?
—Creo que mi robot en realidad no va a poder ajustar el transmisor si Ing lo ha bloqueado. ¿Puedo consultar con Norby, así se llama mi robot, señor.
—Adelante, Cadete.
Jeff se inclinó hacia el sombrero de Norby y le preguntó en un susurro:
—¿Y ahora, qué?
Norby respondió en voz tan baja que Jeff no le oyó, por lo que se inclinó más hasta tocar el sombrero con la nariz. Sintió un cosquilleo y se levantó:
—¡Huy!
Norby alargó el brazo y agarró la pierna de Jeff con fuerza.
¡No quiero que me oiga el Almirante! Creo que podemos colar una nave pequeña (si él nos da una) e hiperlanzarnos a la Tierra.
Jeff tragó saliva.
—¿Norby? —dijo con desmayo, sintiendo el cosquilleo esta vez en la pierna.
Creo que el dragón te hizo sensible a la telepatía cuando te tocó. ¡Consígueme una nave!
—¡Cadete Wells! —dijo Yobo—. ¿Está usted en sus cabales?
—Normalmente sí, señor. Y Norby también, normalmente. Lo que queremos es una nave pequeña, basta con que quepamos Norby y yo.
—¿Por qué?
—La idea es atravesar cualquier red de seguridad que pueda tener Ing y meternos en su Cuartel General.
Ya he estado allí y lo reconocí. Tiene todo lleno de banderas, pero yo diría que es la sala de espera principal de la antigua Gran Estación Central. Huele a museo y yo me conocía cada pulgada cuando solía visitarla de niño. Sé cuáles son las coordenadas de su transmisor, o por lo menos Norby se las sabe, porque memoriza las coordenadas de todos los transmisores por los que pasa...
—Cadete, tus intenciones son buenas —dijo Yobo—, pero, sin transmisor, nos llevará días llegar a la tierra y, con transmisor, no necesitarías una nave. No necesitas una nave para viajar a la Tierra. La Flota está preparada para salir, pero Ing ha amenazado con volar Manhattan en cuanto mueva una nave.
—Eso es un farol.
—¿Estás seguro? ¿Pondrías en peligro la reliquia más famosa de los antiguos tiempos de la Tierra, su centro de población más célebre, basándote en tu seguridad?
—Si se moviera la Flota, se darían cuenta, pero una nave... una navecita...
—¡Tonterías! También se darían cuenta. Deberías conocer la eficiencia de la detección espacial, Cadete. Has estado en la Academia el tiempo suficiente como para saber eso.
—Por favor, Almirante —dijo Jeff—. Confíe en mí. Mi robot es muy bueno en maquinaria y tal vez pueda acelerar una de sus naves pequeñas de forma que no la capten los rayos espía y llegue directamente a la sala de espera de la Gran Estación Central.
—Me pides algo imposible —dijo Yobo—, a menos que... —miró fijamente a Norby y después añadió—: A menos que este... humn... barril que abrazas con tanta fuerza sea como una especie de brujo. ¿Qué te parece mi nave-crucero privada? ¿Será suficientemente pequeña?
—¿Cómo es?
—Lo bastante pequeña como para que quepa yo solo, aunque tú y tu robot-barril podéis apretaros, si no os importa dormir en el suelo.
—¿Por qué tendríamos que dormir en el suelo, señor?
—Porque no os vais a llevar mi nave-crucero sin mí y yo duermo en la única cama que hay. Es un privilegio de rango, Cadete.
—¿Llevarle a usted, señor?
Jeff se inclinó hacia el sombrero de Norby y susurró:
—¿Puedes trasladar al Almirante con la nave y nosotros?
Norby chilló:
—¡No! ¡Mira qué tamaño tiene!
Yobo lo oyó y sonrió:
—No soy lo que se dice canijo, pero no me voy a quedar sentado sin hacer nada. Ya he tenido bastante con todo este asunto. Si puedes meter una nave en la Gran Estación Central, Cadete, yo quiero estar en ella. Si me pasa algo, hay varios hombres capaces, según creen ellos, aunque los demás no sean de la misma opinión, y cualquiera de ellos puede sucederme de inmediato.
Jeff dijo de repente:
—Norby, puedes hacerlo. No quiero negativas. Almirante, puede venir, pero déjeme el mando por ahora.
—Cadete Wells —dijo Yobo con una fría sonrisa—, te pareces a tu hermano más de lo que imaginaba. Pero antes de ponernos en marcha, vas a decirme exactamente cómo piensas trasladar la nave hasta la Tierra. Un movimiento cualquiera y estaremos perdidos... y lo sabes.
Jeff pensó un instante:
—Almirante —dijo— ¿me da su palabra de que lo que voy a decirle quedará en el más absoluto secreto?
—Eso está fuera de lugar —dijo Yobo—. Cualquier información que tengas y sea importante para la seguridad del Sistema debe expresarse de inmediato y sin limitaciones. ¿Qué has querido decir con «el más absoluto secreto»?
Jeff dijo tristemente:
—Bien, señor, Norby puede trasladarnos por el hiperespacio sin transmisor.
—¿De veras? Sospechaba que tenías algo así en mente, puesto que lo que tú planeabas no podía llevarse a cabo por ningún otro medio. ¿Y cómo va a conseguir Norby ese imposible?
—No lo sé. Y él tampoco.
—Una vez que haya acabado todo esto, ¿no deberíamos desmontarlo para poder averiguar el secreto del viaje hiperespacial?
Norby chilló:
—Jeff, no te juntes con este monstruo descomunal. Es peor que aquel dragón.
—¿Qué dragón? —preguntó Yobo.
—Era sólo un monstruo mítico, señor. Ese es el motivo por el que quiero que la información se mantenga en secreto. Si se llega a descubrir, todos los científicos querrán desmontarlo y tampoco podrán sacar nada en limpio; después, no podríamos volverlo a montar y, total, ¿para qué?
—Mataríamos a la gallina de los huevos de oro —musitó Norby enfurruñado—. Díselo, Jeff. Más vale pájaro en mano.
Jeff dio un codazo a Norby para que se callara.
—Así es, Almirante. Norby representaría una importante arma secreta para la Federación. Tiene toda clase de poderes que puede manejar con una soltura total... o casi.
—Muy bien, pero entonces, ¿por qué no cogemos un escuadrón de hombres armados y un crucero de batalla?
—Bueno, Almirante, Por el momento, los poderes de Norby son algo limitados.
El Almirante rió.
—¿Quieres decir que es un robot pequeño y sólo puede manejar cosas pequeñas?
—¡Usted sí que no es una cosa pequeña, usted, humano, superdesarrollado, usted —gritó Norby.
El Almirante volvió a reír:
—No creo que lo sea. Pero vamos, tú, barril infradesarrollado, tú. Ya está listo mi crucero particular.
Una hora más tarde estaban en el crucero y Norby se había conectado al motor de la nave.
—No prometo que pueda hacer este trabajo —gruñó—. Llevar toda una nave a través del hiperespacio no es moco de pavo.
—Puedes hacerlo, Norby —dijo Jeff.
—¿Yo? ¿Un barril infradesarrollado?
—Sí, tú. Un robot antiguo, inteligente, valiente y poderoso —dijo Jeff—. Y si no lo haces, te sacaré las tripas y rellenaré tu barril con mantequilla de cacahuete... con mantequilla de cacahuete rancia, de forma que el dragón madre ya no volverá a sentir olor a clavos.
El salto a través del hiperespacio no fue lo que se dice perfecto.
—No estamos dentro de la Gran Central —dijo Jeff.
—Bueno, ahí está, allí enfrente —dijo Norby indignado—. Se me puede admitir un pequeño error. Pregunten a cualquier ingeniero.
—Esto lo rematará —dijo el Almirante—. Sólo necesitamos un mínimo de corrección espacial normal.
Dos segundos después, el crucero particular del Almirante, sobre un rayo antigrav, sobrevolaba el trono de Ing. La nave se vio envuelta en banderas y tras ellos quedó una ventana rota.
—Magnífico, Almirante —dijo Jeff—, magnífico.
Norby gruñó:
—Era mi salto hiperespacial y es mi rayo antigrav. Yo soy el magnífico, sólo que no sé durante cuánto tiempo voy a poder mantener esta nave en el aire. Siento como si se me encogieran las tripas.
Deja algún honor para el Almirante, Norby, le dijo Jeff por telepatía. El rango implica privilegios.
—¡Ahora, escuchad esto!
La voz ronca del Almirante retumbó arrolladora por la inmensidad de la sala. El propio Ing, con la máscara todavía puesta, de pie, junto a su trono, miraba la nave. No dijo ni palabra. Sus soldados parecían estar en trance, aturdidos por la aparición de la nave.
—Os tenemos a todos encañonados —dijo el Almirante Yobo pulsando un botón, de forma que por lo menos un arma saliera del casco y apuntara directamente a Ing—. Tirad las armas y rendios. Ya no habrá Imperio Solar ni Emperador.
La nave se posó lentamente sobre el trono, haciéndolo añicos. Jeff exhaló un suspiro de alivio.
Ing corrió hacia el transmisor.
—¡Detenedle! —gritó Jeff.
—No queremos que muera —dijo el Almirante—, o harán de él un mártir heroico. Ahora, veamos, podría destruir el transmisor, pero eso...
—Déjame salir, Jeff —dijo Norby—. Yo me encargo de él.
El Almirante, tomando una decisión instantánea, pulsó otro botón y se abrió un panel.
—¡Atrápale, pequeño robot! —gritó.
Norby se lanzó con intención de detener a Ing. Las puertas del transmisor se estaban abriendo. Estaba a punto de entrar cuando de éste salieron Fargo, Albany y un grupo de Policías de Manhattan armados.
—Saludos, Emperador —dijo Fargo con aplomo—. Estábamos a punto de destronarle, pero ya veo que Norby está aquí, por lo que supongo que mi hermano menor debe haber llegado con la misma idea. No puedes derrotar a los hermanos Wells.
—Fargo —retumbó la voz inconfundible del Almirante Yobo—, ¿qué ha sucedido? ¡Informe!
—¿Almirante? ¿También está usted aquí? Bueno, fue muy sencillo. Estábamos prisioneros, pero Albany y yo escapamos, gracias a Norby, y después todo se desarrolló tal y como lo había previsto. La población de Manhattan se había amotinado. Puede que la rebelión no fuera demasiado importante, pero la gente de esa isla es muy patriótica. Yo ataqué y tomé el recinto de Central Park, con ayuda de las artes marciales de esta preciosa mujer policía, Albany Jones. Espero que, de resultas de esto, la asciendan.
—También nos ayudó una mujer que decía ser observadora de pájaros —dijo Albany—. La mujer, una tal Srta. Higgins, decía que no le importaba lo que le sucediera al resto del Universo, pero que Central Park pertenecía al pueblo. Dirigió a la multitud contra los Ignominiosos de Ing y ella sola dejó incapacitados por lo menos a siete Ingratos, antes de perder la cuenta.
—Liberamos y entregamos las armas a un grupo de policías y después procedimos a tomar otras zonas —continuó Fargo—. En este momento, aquellas zonas de Manhattan que no controlamos todavía, pronto estarán dominadas. Y en lo que a ti respecta, Ing «el Inglorioso», sospecho que en breve tendrás un fuerte dolor de cabeza.
El silencio de Ing reflejaba su aturdimiento e impotencia, mientras que sus hombres levantaban los brazos en señal de rendición. Norby, que había estado dando vueltas a su alrededor, se tiró ahora contra su cabeza que, al recibir el golpe, produjo un metálico «clang». Ing se desplomó y, en el momento en que Norby se sentó sobre él, la máscara cayó al suelo.
La voz del Almirante sonó indignada:
—¡Debía haberlo imaginado! —bramó—. Ing «el Intrigante» es el remilgado Dos Gidlow. ¡Ya sospechaba yo que tenía que ser alguien de Seguridad! ¿Qué otro podría dar un golpe con tanta precisión?
—Gidlow sabía que usted sospechaba algo —dijo Fargo—. Creo que intentó venderle la idea de que el traidor podía ser yo para apartarle de la pista.
—Casi lo logró —admitió Yobo—. Mis disculpas, Sr. Wells. Le compensaré por ello. Su contribución y la del Cadete Jefferson Wells jamás serán olvidadas.
—¿Y qué pasa con Norby? —chirrió Norby que aporreaba con los pies el pecho de Gidlow-Ing.
—Tampoco olvidaremos al Cadete Norby.
—¿Seré cadete? —gritó Norby encantado.
—Honorario —dijo el Almirante.
—¡Sáquenme a este demonio de encima! —gritó Gidlow-Ing—. No me pueden matar así. Exijo un juicio justo.
—Vas a recibir un juicio justo ahora mismo —dijo Norby.
Sirviéndose de su antigrav para elevarse en el aire, Norby atenazó el cuello de Ing con sus piernas y arrastró al supuesto emperador. Norby se balanceaba de un lado a otro, obligando a Ing a bailar el vals sobre sus delgadas piernas, enfundadas en plata.
La sala de espera estalló en carcajadas, jolgorio en el que participaron incluso los antiguos secuaces de Ing. El fotógrafo de la Policía puso en marcha su cámara holográfica, filmando toda la escena en imágenes tridimensionales.
—Se acabó la revolución de Ing —dijo el Almirante—. Los hombres de las Fuerzas Policiales de Manhattan han tenido una gran actuación.
—Si me permite la observación —dijo Albany, dulce pero firmemente—, la mitad de las Fuerzas Policiales de Manhattan está compuesta por mujeres.
—Es cierto, querida —dijo el Almirante, y se inclinó hacia ella con galante admiración—. Y también lo son la mitad de los soldados de mi Mando del Espacio. Simplemente estaba utilizando una forma de hablar anticuada, lo que me recuerda que su uniforme está roto de una manera muy estratégica y debo felicitarla por su tipo.
—Almirante —dijo Fargo—, eso no es nada comparado con lo que pueden hacer los disolventes textiles, pero soy yo quien tiene la exclusiva de ese tipo de cumplidos.
—Entonces, le felicito a usted, Sr. Wells —dijo el Almirante—, por su buen gusto... tanto en lo referente a polis como a hermanos.
Capítulo 9
Punto de partida
Cuando se calmó la revuelta, se sirvió una cena para celebrar la victoria en los aposentos particulares del Almirante, en la gran noria del Mando del Espacio.
Al Almirante le concedieron una nueva condecoración para lucir en su pecho. Fargo recibió una cierta cantidad en metálico como recompensa, lo que le salvó de la bancarrota. Albany, sentada a su lado, muy cerca, fue ascendida a Teniente de Policía Jones. Y Jeff había conseguido una beca, además de una mención honorífica, de forma que pudiera continuar sus estudios como Cadete del Espacio.
Norby estaba sentado junto a Jeff, con un gran portafolio bajo el brazo dentro del cual había un seudopergamino oficial que proclamaba: «A todos sin excepción se hace saber» que Norby Wells quedaba elevado al rango de Cadete Honorario del Mando del Espacio «con todos los honores y privilegios que comporta este nombramiento». Norby aún no había descubierto cuáles eran esos honores y privilegios, pero no dejaba de preguntar.
Jeff observó con satisfacción, porque todavía estaba en período de crecimiento, que la comida de la mesa del Almirante era considerablemente mejor que la que se servía en el comedor de cadetes. Norby tenía un alargador conectado al enchufe más cercano y se estaba atiborrando hasta la saciedad aunque, como observó más tarde, el sabor de la electricidad del Almirante no era mejor que cualquier otro.
—Supongo que ya funciona el ordenador de la cocina, ¿eh, Almirante? —dijo Jeff.
Perfectamente —respondió el Almirante con satisfacción.
—Puede agradecérselo a Norby —dijo Jeff—. Sabe mucho de ordenadores.
—Cuando los ajusto —dijo Norby—, funcionan como poesía en movimiento.
—Bien —dijo el Almirante—. Pero, Fargo, ¿cuál fue la observación que le hizo a su hermano el día que estropeó el ordenador, eso de LCHC?
—Significa La Caza Ha Comenzado. Era mi forma de decirle que los dos juntos íbamos a tratar de encontrar a Ing. No sabía que usted estaba con él en ese momento. Una cosa, Almirante...
—¿Sí?
—Encerrar a Ing en una prisión asteroide no me parece suficiente. La seguridad es deficiente en los asteroides y puede escapar.
—¿Y qué si lo hace? —dijo el Almirante con indiferencia—. Todo el mundo se burla de él. La rapidez con que se vino abajo su rebelión y las imágenes holográficas de su danza final con Norby encima, le han convertido en el hazmerreír de todos. La película se ha pasado por todo el Sistema Solar. Ya no podría hacer nada, aunque le soltáramos.
—No estoy demasiado seguro —dijo Jeff sombrío.
Un oficial joven irrumpió en la sala, con cara de preocupación:
—¡Almirante!
—¿Sí, Alférez?
—El ordenador principal del Mando del Espacio acaba de empezar a recitar poesías. Todos los mensajes salen en verso, incluyendo las recetas de su ordenador de cocina privado, que ahora está demasiado obnubilado como para que los robots cocineros trabajen adecuadamente.
El Almirante se levantó de la silla y apartando con calma la servilleta, preguntó:
—¿Mi ordenador de cocina?
—Sí, señor. Los platos restantes de esta comida se servirán con retraso.
El Almirante rugió:
—¡Norby!
No hubo respuesta.
—¡Norby! —gritó Jeff, dándole un cachete.
Norby dijo con una vocecita gangosa:
—Les dije a los ordenadores que trabajaran como poesía en movimiento. Tal vez se lo han tomado al pie de la letra. Los ordenadores son muy estúpidos.
El Almirante rugió:
—Ordeno que a este barril...
—Cadete barril —dijo Norby en un susurro.
—... le pongan grilletes.
—Por favor, Almirante —dijo Jeff—, lo ajustará en un santiamén.
—Le doy quince minutos.
—Norby, quítate el cable y manos a la obra.
—Vale, vale, pero es culpa de los ordenadores.
—Y de un robot muy raro —dijo Jeff. Miró desafiante al resto de los comensales—. Pero es mi robot mestizo y nadie más puede tocarlo. Ni siquiera usted, Almirante.
FIN