Publicado en
agosto 27, 2015
Como la mayoría de los hombres, Juan sabe que puedo causarle molestias; y también como la mayoría de ellos, prefiere desentenderse de mí. Sin embargo, ¡debería conocerme mejor!
Por J.D. Ratcliff.
SOY UNA de las claves del organismo de Juan y una pesadilla de diseño por la cual debería avergonzarse la Naturaleza.* Mi color es castaño rojizo y tengo el tamaño de una nuez; puedo causar los sufrimientos más diversos: alterar el sueño de Juan haciéndole que se levante al baño varias veces por la noche, y hasta puedo matarlo de una intoxicación urémica. Si Juan llega a vivir muchos años, me puedo convertir en un órgano mucho más expuesto al cáncer que los pulmones.
Afortunadamente también tengo algunos buenos atributos. Contribuyo de manera importante a que Juan desempeñe una actividad sexual normal. La existencia misma de la especie humana depende en gran parte de mí. Soy la glándula prostática de Juan, el almacén principal de su líquido seminal; sin mí, las posibilidades de embarazo en la humanidad serían casi nulas. En cada eyaculación se liberan alrededor de 200 millones de células espermáticas, producidas por los testículos de Juan, tan minúsculas que todas juntas apenas cubrirían la cabeza de un alfiler. Mi misión es secretar un líquido que las diluya en un volumen miles de veces mayor. Y verdaderamente se trata de un líquido especial: contiene proteínas, enzimas, grasas y azúcares que nutren a los débiles espermatozoides; proporciona alcalinidad para neutralizar la mortal acidez del tracto sexual femenino y constituye un medio acuoso en el cual los espermatozoides pueden nadar hacia el óvulo.
Estoy situada en la parte baja del vientre de Juan, exactamente en el cuello de su vejiga urinaria. Hasta que Juan llegó a la pubertad mi tamaño fue aproximadamente el de una almendra; pero después, como el resto de su organismo, recibí un mensaje hormonal: cambiar a Juan de muchacho en hombre. Crecí hasta alcanzar el tamaño que ahora tengo, y mis pequeños racimos, semejantes a los de uvas, empezaron a manufacturar líquido seminal para almacenarlo en mi bien musculada bolsa.
¿Cómo sé yo el momento de vaciar mi contenido durante los períodos de excitación sexual? Lo ignoro. Simplemente obedezco las órdenes que me llegan desde el extremo inferior de la médula espinal de Juan. Al recibir yo esa señal, suceden cosas muy complejas en mi anatomía. La válvula esfinteriana que está alrededor del cuello de la vejiga se cierra, apretándose fuertemente para que no haya emisión de orina. Me recorren ondas de contracciones musculares, al igual que a las dos vesículas seminales que son los cuarteles de almacenamiento del semen y que están junto a mí, semejantes a un par de cacahuetes unidos. Las vesículas aportan alrededor del 20 por ciento del líquido seminal y yo proporciono el resto, hasta un total de una cucharadita de café, aproximadamente. El semen sale al exterior por la uretra o tubo urinario de Juan, a cumplir el destino que le aguarde.
Como ya dije anteriormente, soy una pesadilla estructural. Tengo tres lóbulos o secciones encerrados en una cápsula. El pequeño tubo urinario que vacía la orina de Juan pasa sobre mi lóbulo central. Cualquier dificultad que aquí se presente (infección, inflamación, cáncer) puede hacer que estos lóbulos aumenten de volumen y que se obstruya la salida de la orina, lo que causa grandes calamidades. Cuando la obstrucción es parcial, la orina estancada en la vejiga queda invadida por bacterias que se multiplican y causan una infección seria. La obstrucción completa es peor todavía: la orina se represa hasta los riñones y se derrama dentro de la corriente sanguínea, causando intoxicación urémica, padecimiento capaz de producir una muerte lenta.
A medida que Juan entra en años y que disminuye la producción de hormona testicular, sería lógico esperar que yo me contrajera hasta volver al tamaño que tenía cuando Juan era muchacho. Sin embargo, y aunque parezca extraño, sucede precisamente lo contrario : aumenta mi volumen y en casos extremos llegaré a tener el tamaño de una toronja. Este crecimiento puede ser de origen canceroso o "benigno" (aunque raras veces hay benignidad).
Hasta ahora Juan ha sido afortunado, pues todavía tengo un tamaño normal. Pero pronto, casi inevitablemente, mi crecimiento aumentará lentamente. Al llegar Juan a los 50 años, serán de 20 por ciento sus probabilidades de tener la próstata crecida; al llegar a los 70, las probabilidades serán del 50 por ciento; y a los 80, de un 80 por ciento. ¿Cuál es la causa de este crecimiento anormal? No tengo ni la menor idea, pero parece que está relacionado con las hormonas sexuales, pues muy pocas veces se presenta en los eunucos.
En sí mismo, mi crecimiento no significa necesariamente una dificultad seria. Pero si crezco hasta oprimir la uretra, disminuirá el flujo urinario tanto en cantidad como en fuerza; si se inicia una infección, Juan tendrá también sensación de ardor. Otros síntomas son la micción frecuente y la desagradable sensación de que la vejiga no se ha vaciado completamente, lo cual, en efecto, es lo que sucede.
Cuando ocurre eso, le insto con mis molestias a ver inmediatamente al médico. Las posibilidades de que necesite una operación para eliminarme son pocas (alrededor de una entre 20). El médico querrá determinar si existe infección o inflamación. Muy probablemente aconsejará a Juan evitar el alcohol, la pimienta, el café y el té, pues todos ellos hacen que pasen sustancias irritantes a la orina, y la irritación puede cerrar la ya estrechada uretra.
De cerrarse la uretra, se estaría frente a una verdadera urgencia. El primer problema es lograr abrir el tubo de la orina y establecer el desagüe. Esto se consigue introduciendo un tubo de caucho por la uretra hasta la vejiga. Después de esto, el cirujano tendrá varias opciones: extirparme quirúrgicamente si estoy demasiado crecida, o tomar una medida más sencilla para resolver el problema. En este último caso introduce por la uretra un instrumento de tamaño aproximado al. de un lápiz. Es un tubo con luz que tiene un dispositivo para observar y una asa curva para cortar que trabaja eléctricamente y con la cual se saca el tejido obstructivo. Otra opción más es congelar con nitrógeno liquido el tejido que obstruye. Más tarde el tejido congelado muere, se desprende y sale con la orina. Juan teme estos procedimientos, pensando que significan el fin de su masculinidad. Y no es así, pues cuatro de cada cinco hombres continúan sexualmente aptos después de una operación de próstata.
Pero mi mayor peligro no es el crecimiento benigno, sino el cáncer. Mis cánceres pueden ser particularmente malignos, por presentarse sin aviso previo. De cada 20 hombres con cáncer de la próstata que acuden al médico, 19 llegan ya demasiado tarde para curarse con la cirugía. Tampoco es raro el padecimiento. Para cuando Juan tenga 50 años, tendrá una probabilidad del cinco por ciento de padecer un cáncer de la próstata. A los 70, las probabilidades serán del 50 por ciento.
Estas cifras, sin embargo, no son tan alarmantes como parecen, pues mis cánceres son por lo general de crecimiento lento; sólo de vez en cuando son del tipo fulminante, que mata en semanas o meses. Por tanto, Juan tiene buenas probabilidades de irse a la tumba con un cáncer de próstata activo, aunque no fatal, de morir por una enfermedad del corazón, arteriosclerosis, diabetes o algún otro padecimiento. Además, aun cuando mis cánceres sean incurables por la cirugía, hay tratamientos no quirúrgicos que muchas veces salvan la vida. Parece ser que, para que progresen mis cánceres, se necesita el estímulo de la hormona sexual masculina. Al suprimirse este estímulo por castración o con tratamiento de hormona sexual femenina, desaparece casi siempre el dolor, se recupera la energía y el enfermo puede desempeñar sus tareas normales. Mis tumores malignos se combaten también con radiaciones, que se combinan bien con el tratamiento hormonal.
¿Qué puede hacer Juan para no morir de un cáncer de la próstata? Mucho, afortunadamente. Puede pedir que le hagan una prueba de fosfatasa ácida en el suero sanguíneo cuando se somete a su reconocimiento médico habitual. Normalmente la enzima que se descubre mediante esta prueba está casi exclusivamente en la próstata; si aparece en cantidad considerable en la sangre, hay que sospechar que la cápsula que encierra mis tres lóbulos se ha roto y que mi enzima se está escapando al torrente sanguíneo de Juan, lo que señala la presencia de cáncer.
Es sumamente importante que Juan se someta a una exploración del recto una o dos veces al año. Eso sólo requiere un minuto durante el reconocimiento y constituye casi el único modo de descubrir un cáncer prostático a tiempo de tratarlo quirúrgicamente. Si el dedo examinador del médico descubre un nódulo duro del tamaño de un botón en mi tejido (en circunstancias normales blando, de consistencia de caucho), lo considerará cáncer hasta que no se haya demostrado lo contrario. (Tres veces de cada cinco, estos nódulos son cancerosos.) Para asegurarse, el cirujano saca una muestra del tejido del botón mediante una operación abierta, o bien extrayendo una pequeña cantidad de tejido con una aguja hueca. Si la biopsia revela carcinoma, me deben extirpar en mi totalidad.
¿Podrá Juan hacer algo más para librarse del sufrimiento que soy capaz de causarle ? Me temo que no. Así pues, vale la pena que repita lo ya dicho: Juan debe ver a su médico, de preferencia a un especialista, cuando yo le avise con mis síntomas clásicos: micciones frecuentes, sensación de ardor y flujo urinario retardado. Por supuesto que debe someterse a la importantísima exploración rectal por lo menos una vez al año, y de preferencia dos.
*Juan tiene 47 años de edad y es el típico hombre de negocios. Otros órganos de su cuerpo han explicado ya sus habilidades en anteriores números de SELECCIONES.
ESTE artículo se basa en gran parte en las entrevistas celebradas por su autor con el Dr. John Lattimer, jefe del departamento de urología del Centro Médico Columbia-Presbyterian, de Nueva York.