CENTINELAS DE LA GRAN RAZA (Max Cardiff)
Publicado en
noviembre 10, 2013
Capítulo I
El «sherpa» Ang Dingmah había seguido avanzando por el glaciar tomando toda clase de precauciones. El terreno estaba resbaladizo y cualquier descuido podía serle fatal. Sin embargo, pese a que iba solo, no se había detenido al descubrir aquellas huellas tan claramente marcadas en la pista helada. En cuanto las hubo visto reconoció que eran las mismas que hacía tiempo hablan sido vistas por otros «sherpas» y que se habían atribuido a un ser extraño y misterioso que ellos llamaban Yeh-Teh.
Ang sabía que los sabios de muchos países habían organizado costosas expediciones con el solo propósito de localizar al Yeh-teh. También sabía que todas habían fracasado. Los expedicionarios que se habían arriesgado a explorar las estribaciones del Himalaya, que habían recorrido extensas zonas del Nepal y del Tibet, sólo hallaron huellas, pero nunca al Yeh-teh. Él podía tener esa suerte. Bastaba seguir aquel rastro que parecía reciente. Las huellas le conducirían hasta el refugio del misterioso animal... o del hombre-mono... o de lo que fuese. Y si él conseguía cazarlo obtendría una gran recompensa.
Le bastó pensar en el premio que conseguiría con su hallazgo para avanzar con mayor decisión.
De pronto, el «sherpa» se detuvo y miró con recelo en torno suyo.
Ang había crecido y vivido siempre en íntimo contacto con la naturaleza. Conocía aquellos parajes tanto como su mujer podía conocer las callejas de Namche Bazaar. Sus sentidos estaban siempre despiertos y la agudeza de éstos le permitió adivinar algo amenazador en torno suyo. Sin verla, Ang percibía la presencia de un ser que le era hostil.
Entornó los ojos y trató de escudriñar los alrededores sin moverse para no despertar la animosidad del enemigo que adivinaba. La sensación de peligro fue en aumento y el vello que cubría el pecho de Ang se erizó produciéndole un escalofrío.
A unos metros de distancia, a sus espaldas, el «sherpa» captó un levísimo roce. El rumor llegó con tal claridad a sus ejercitados oídos que le hizo volverse con felina rapidez.
Ang lanzó un grito de espanto y retrocedió un paso. Después, sin poder controlar sus reflejos, echó a correr monte abajo. Sus pies resbalaron infinidad de veces por la empinada ladera, cuyas rocas aparecían cubiertas por nieve helada. Cada vez que daba con su cuerpo en el suelo, Ang no se tomaba la molestia de ponerse en pie. Antes al contrario, él mismo impulsaba a su cuerpo para que rodase por la pendiente y se alejase a mayor velocidad de aquella visión espantosa. Sólo al chocar con algún obstáculo, que le detenía en su vertiginosa huida, Ang se ponía en pie. Entonces, sin dirigir la vista atrás para comprobar si era o no perseguido, volvía a emprender una carrera que, fatalmente, provocaba un nuevo resbalón y la consiguiente caída.
El «sherpa» no temía provocar un alud, cosa sumamente fácil en aquellas circunstancias. Le tenía mucho más miedo a lo que había visto momentos atrás y que tendía hacia él unos brazos peludos semejantes a los de un oso.
Ang llegó de ese modo hasta el valle alto del Dudh Kosi. Se detuvo jadeante. Respiró más tranquilo y volvió la vista hacia atrás.
Ante el «sherpa» se alzaban silenciosos los promontorios por encima de los cuales podía divisar con nitidez el glaciar de Khumbu. que conducía al Everest, y del que había escapado de forma tan rápida como espectacular. Y también humillante.
Pero Ang no pensó que alguien pudiese reprocharle su cobardía. Él mismo no conseguía todavía sobreponerse al pánico que se había adueñado de su espíritu al divisar a unos metros al Yeh-teh.
—Era él —murmuró entre dientes—. Lo he visto... Y tendía hacia mí los brazos... y unas garras poderosas que me hubieran destrozado de haberme alcanzado...
El «sherpa» respiró hondo y se tranquilizó al comprobar que todo estaba silencioso en aquel paraje. Ni un solo ruido perturbaba la majestuosidad que le rodeaba. Ang hizo de tripas corazón y emprendió el regreso a su aldea. Descendió por uno de los flancos de la garganta del Dudh Kosi y siguió el curso del río hasta divisar las chozas de los pastores. Ang se cruzó con varios amigos y se limitó a contestar secamente a sus saludos.
No tenía ganas de hablar con nadie.
Cuando llegó a la choza se tendió en la estera y permaneció inmóvil. Pensaba en lo que le había sucedido poco antes. Habían pasado sólo unas cuantas horas desde que se tropezó casi de cara con el Yeh-teh y todavía no conseguía dominar el temblor que agitaba su cuerpo. Su mujer, al verle en aquel estado, se apresuró a preguntarle si se encontraba enfermo. Ang respondió con un exabrupto y se volvió boca abajo, manifestando así su deseo de que no le molestase.
La mujer se encogió de hombros y volvió a salir de la choza para ocuparse de la comida. Estaba acostumbrada a los cambios de genio de su marido. Sabía que cuando había fracasado en la caza, o en algún otro asunto, debía dejarle tranquilo. De no hacerlo así sólo conseguía que sus espaldas se llenasen de verdugones y cardenales.
Unos minutos después la mujer había olvidado ya que en la choza estaba Ang. La carne de yak que hervía en el caldero dejaba escapar un tufillo tan agradable a su olfato que borró de su mente cualquier otra preocupación que no fuese la de satisfacer su hambre cuanto antes.
—¡Ang, la comida está preparada!
El «sherpa» respondió con un gruñido de descontento. Su mujer volvió a la cabaña y le miró preocupada. Que Ang rechazase la comida era grave. Nunca, ni en los momentos más difíciles, había desdeñado acercarse al perol. Su mujer comprendió que en aquella ocasión el problema de Ang debía ser muy difícil. Volvió a salir de la choza y cogió el perol con la carne de yak hervida y lo entró en ella. Sin decir palabra lo puso al alcance de su marido y esperó a que éste se dignase comer... y confiarse en ella.
Pasaron varios minutos antes de que Ang tuviese ánimos para llevarse un trozo de carne a la boca. Después, a este primero le siguió otro, y luego otro más. A medida que iba masticando y engullendo Ang iba recobrando el dominio de sus nervios. Entonces se dignó explicar a su mujer lo que había ocurrido.
—He visto al Yeh-teh... tan cerca como te veo a ti.
La mujer lanzó un chillido de sorpresa y espanto.
Luego miró con admiración a su marido. Le extrañaba que estuviese vivo después de haber visto al «Hombre de las nieves». Se lo dijo así.
Ang murmuró algo ininteligible. Siguió comiendo con visible satisfacción. Le halagaba la admiración que veía en los ojos de su mujer. Y entonces empezó a concebir una idea.
«Si contase a los sabios blancos lo que he visto... tal vez quisieran que les guiase hasta el glaciar de Khumbu... Organizarían una expedición y yo sería el hombre más importante... Me pagarían mucho dinero... ¡Mucho!»
Los ojos de Ang brillaron codiciosos. Su encuentro con el Yeh-teh ya no le asustaba. Antes por el contrario, era para él un motivo de satisfacción, y, sobre todo, colmaba sus esperanzas de mejorar de suerte.
Ang se incorporó y fue a donde guardaba su reserva de «rakshi». Cogió la jarra de madera con abrazaderas de cobre y la llevó a los labios. Bebió dos veces. Fueron dos tragos prolongados. Después dejó la jarra en su sitio y se limpió la boca con el dorso de la mano.
Por un instante la visión del Yeh-teh tendiendo hacia él sus brazos peludos le hizo temblar de miedo. Pero el alcohol hizo su efecto. Además, aquel ser misterioso estaba lejos. Por eso le fue más fácil dominarse. Entre el «rakshi» que tenía en su cuerpo y la distancia que le separaba del Yeh-teh sus ánimos crecieron. Cobrando valor, exclamó:
—Si vuelvo a verle... si me amenaza otra vez... ¡le mataré!
Aparentemente, Ang Dingmah estaba seguro de vencer. Y ya había tomado su decisión. Después de hacer las necesarias purificaciones iría a Katmandu para dar cuenta de su descubrimiento a las autoridades del Nepal.
* * *
—Caballeros, insisto en afirmar que todo cuanto se dice del Yeti es una pura y simple paparrucha. «El abominable hombre de las nieves» existe únicamente en la imaginación de los «sherpas». Han creado una leyenda que les beneficia y gracias a ella atraen sobre su territorio la atención de la gente. En especial su interés se centra en que se organicen expediciones a las que pueden guiar de una punta a otra del Himalaya. Pero éstas no encuentran otra cosa que unas huellas amañadas, medio borradas por la nieve... ¡Y a eso se reduce todo!
»Si el Yeti existiese —añadió el profesor Otto Reisner, con tono sarcástico—, ¿creen de veras que sería posible no haber dado con él después de tantas expediciones como se han realizado desde 1920?
»Seamos razonables, caballeros. El siglo veintidós no nos permite dar valor a leyendas que el tiempo se ha encargado de ir situando en el terreno de la pura fantasía. «El abominable hombre de las nieves», el Yeti, es una creación de personas interesadas. Su existencia a fuerza de ser dudosa se ha convertido en negativa. Sólo la fantasía popular puede darle un cuerpo... careciendo de él. Creer que exista un homínido en el Himalaya es propio de los tiempos más atrasados. Hoy debemos afirmar, y así lo hago: ¡No hay ningún homínido en el Himalaya!
Un murmullo contradictorio acogió las palabras del orador. Buena parte de los. asistentes a la conferencia se mostraban conformes con las teorías del zoólogo berlinés. Sin embargo, casi inmediatamente se levantó otro de los académicos, perteneciente éste a la Universidad de Delhi, dispuesto según parecía a contradecir a su colega alemán.
—Nadie pone en duda la capacidad ni la importancia de los conocimientos del doctor Reisner —empezó diciendo el profesor hindú con voz suave—, pero observo con extrañeza que mi distinguido colega se obstina en poner en duda la existencia del Yeti por la simple razón de que no ha podido ser encontrado desde 1920.
»A este respecto debo recordarle que, si mis noticias no son falsas, existen dos pieles de Yeti. conservadas una en el monasterio de Pangboche y otra en Khumjung.
—¡Ambas son pieles de oso tibetano o de langur, bien amañadas! —interrumpió el profesor Reisner.
—Es posible —concedió el hindú sin inmutarse—. Pero me parece extraño admitir que los mismos que hayan realizado ese fraude concedan a tales pieles unos poderes extraordinarios.
Otto Reisner se limitó a encogerse de hombros, despectivamente.
—Comprendo lo que quiere insinuar —declaró Si Akvenanda al darse cuenta de aquel gesto despreciativo—, pero quienes tenemos una profesión de fe muy semejante a la de los «sherpas» no podemos creerles capaces de tal engaño para con ellos mismos y para con sus descendientes.
»Y volviendo a la razón esencial de la negativa del profesor Reisner, me permito hacerle una pregunta: ¿Pone también en duda la existencia de habitantes con razón en los mundos vecinos?... Me permito hacer observar al profesor Reisner que los tales no han sido encontrados... todavía.
El hindú se cruzó de brazos y una leve sonrisa apareció en sus labios. Miraba con fijeza al zoólogo alemán, cuyo rostro se había endurecido.
—Eso es diferente —repitió Reisner—. Considero lógico que haya habitantes en uno o más mundos de los que nos rodean. No hay motivo para que mi razón se niegue a admitir su existencia... aunque aún no los hayamos encontrado. Sin embargo, debo hacer presente que esos mundos no han sido tan explorados como lo ha sido el Himalaya.
—Perfectamente. Admito la diferencia en cuanto a la exploración. Pero no veo por qué admite la existencia de unos seres y en cambio niega la de otro. Si mi distinguido colega pensase por un momento en las condiciones en que se desenvuelve la vida en el Himalaya quizá comprendiese más fácilmente las dificultades que hay para dar con el Yeh-teh.
»Primeramente, se trata de una amplia y extensa zona poco menos que inaccesible en según qué épocas del año. Su estancia en ella resulta muy penosa para las expediciones que la han reconocido. Ninguna de éstas ha podido permanecer más de dos meses en un mismo lugar. Han tenido que moverse continuamente en pos de unas huellas... que luego se han esfumado merced a las tempestades de nieve, no porque los «sherpas» las hayan borrado.
»En segundo lugar, si mi distinguido colega admitiese la posible existencia del Yeh-teh, atribuyéndole un coeficiente mínimo de inteligencia, tal vez pudiese comprender que el instinto de ese «hombre-mono», o «mono-hombre», le haya empujado a permanecer oculto cuando se acercaban grupos de hombres. Tal vez éstos hayan pasado cerca de su escondite sin que él diera muestras de su presencia. Un buen cazador puede manifestar lo exacto de esa afirmación... o suposición mía. No todos los animales salen de estampida al acercarse el enemigo.
Los hay que se limitan a permanecer agazapados. Y hasta los hay que gozan de un poder de mimetismo que les permite pasar desapercibidos en su zona habitual gracias a sus naturales condiciones, proporcionadas por la madre naturaleza.
En tercer lugar, mi conocimiento de los «sherpas». de sus costumbres y creencias, me veda afirmar que hayan sido capaces de crear y mantener esta leyenda durante tanto tiempo. Los monjes de los monasterios del Himalaya y el Tibet sostienen la existencia del Yeti. Y yo creo que son incapaces de mentir.
Al llegar a este punto, Si Akvenanda guardó silencio. Paseó la mirada por la asamblea como si esperase una negación o una contradicción. No se produjo ni una ni otra. Todos los asambleístas habían callado. Incluso el profesor Reisner, que parecía llevar la voz cantante como cabeza de la oposición. En vista de ello, el presidente de la Asamblea, sir Cristopher Larsingham, se puso en pie y preguntó:
—¿Creen ustedes necesario que se organice una expedición al Himalaya para comprobar si es cierto o no que existe un homínido?
A la pregunta respondió un coro de voces que afirmaban y otras que negaban. El presidente se las vio y deseó para conseguir que se guardara silencio. Entonces proclamó:
—Procederemos a votación.
Hizo seña al ujier de que se acercase a la presidencia.
—Entregue una hoja de papel en blanco, con el membrete de la Asamblea, a cada uno de los miembros que se hallan aquí reunidos.
Después, mientras el ujier se dirigía a cumplir aquella orden, sir Larsingham anunció:
—Los que crean conveniente que se organice la expedición deben indicarlo en el papel que se les entregara. Bastara con poner una afirmación. Aquellos que opinen lo contrario, deberán poner una negación. Quienes prefieran abstenerse de votar lo indicaran mediante una cruz o un aspa.
»Y ahora... les ruego que piensen en la decisión más conveniente.
Durante casi un cuarto de hora, el local en que se celebraba aquella asamblea tuvo carácter de mercado o de plaza. Unos y otros charlaban o discutían mientras el ujier, acompañado por los ordenanzas, repartían y recogían después los papeles con las votaciones. Pasó otra media hora mientras se verificaba el escrutinio. Terminado éste, el presidente se levantó y reclamó silencio.
—Los resultados de la votación son los siguientes: Siete abstenciones. Dieciséis negaciones. Y setenta y dos afirmaciones.
»Por lo tanto, el número de quienes se manifiestan acordes en que se organice la expedición al Himalaya suma más de las dos terceras partes de los aquí reunidos. En consecuencia, y ateniéndome a los convenios estipulados, debo decidir y decido la conveniencia de que se realice la tal expedición a la búsqueda del Yeti.
»Procederé pues inmediatamente a la selección de una comisión que se ocupe de la organización de la misma. Propongo como presidente al eminente zoólogo hindú Si Akvenanda. ¿Hay alguien que desee formar parte de ella?
Un coro de aplausos había acogido el nombramiento de Si Akvenanda. Apenas hubieron cesado éstos, el doctor Reisner se puso en pie.
—Reclamo mi derecho a participar en ella. Como opositor a las teorías del profesor Akvenanda considero que debo ir al Himalaya... para comprobar que los hallazgos que puedan hacerse son ciertos... y no amañados.
Las palabras de Reisner provocaron una serie de murmullos y acaloradas protestas. Sin inmutarse, el zoólogo alemán añadió:
—Mi proposición no encierra ninguna duda acerca de la honradez del profesor Akvenanda. Al hablar de hechos amañados me refería a los «sherpas». No a los honorables miembros que designe esta Asamblea.
Larsingham alzó las manos reclamando silencio.
—Considero justa la decisión del profesor Reisner y por lo tanto voto para que forme parte de la expedición.
A continuación se prosiguió designando a los restantes miembros de la Comisión que, a partir de aquel instante, iniciarían sus trabajos para que la expedición al Himalaya fuese un hecho próximo.
* * *
En la amplia e iluminada pista, el avión parecía un gigantesco pájaro que estuviese dormitando. Al ponerse en marcha los motores, ese ruido se asemejaba al roncar de un monstruo que se desperezase. La portezuela había sido cerrada y los empleados del aeropuerto estaban retirando la escalerilla rodante. Las hélices empezaron a girar y las ruedas del avión se deslizaron veloces por la pista.
Desde la torre de control, un locutor de radio estaba transmitiendo al mundo los detalles de la marcha de los últimos miembros de la expedición, en directa y en conexión con las emisoras más importantes del mundo.
—Señoras y caballeros —decía—, en estos precisos momentos el «Super-Constellation» de la W.A.A. está abandonando la pista del aeropuerto de París. A bordo se hallan ya los últimos componentes de la expedición que tratará de localizar en las estribaciones del Himalaya al tan nombrado y por lo visto muy escurridizo Yeti, llamado también «El abominable hombre de las nieves».
»Este avión se dirigirá en vuelo directo a Katmandu, sede del Gobierno de la provincia nepalesa, donde se encuentran el jefe de la expedición, el honorable Si Akvenanda. y el profesor Otto Reisner. Ambos han sido los encargados de ultimar los detalles de recluta de «sherpas» y recibir el material necesario para la empresa, que les ha sido enviado desde esta ciudad. En esta labor han sido secundados por el célebre deportista Phil Barton.
»A bordo del avión se encuentra el famoso campeón mundial de escalada, Glen Croissy, quien tendrá a su cargo la dirección técnica de la expedición.
»En estos instantes el aparato acaba de levantarse sobre la pista y gana altura describiendo un amplio círculo sobre la torre de control desde la cual estoy transmitiendo para ustedes. El avión inicia un giro sobre una ala y toma ya la dirección conveniente. Sus pilotos le hacen dirigirse ya hacia el Este. Prácticamente, la expedición al Himalaya acaba de comenzar.
»Con el campeón Glen Croissy se encuentran los restantes miembros de la expedición que han sido seleccionados no sólo en virtud de sus conocimientos y especialidades científicas, sino también a causa de sus condiciones físicas, ya que para recorrer el Himalaya es preciso que todos ellos conozcan a fondo la técnica de la escalada. A continuación cito los nombres de esos aventurados científicos que no han vacilado en abandonar sus cátedras o laboratorios para emprender la arriesgada empresa. Uno de ellos es el botánico Gastón Cladoux, nuestro compatriota. Otro es el etnógrafo Percival Tennysther, catedrático de la Universidad de Cambridge en esa especialidad. Éste es además un excelente fotógrafo y tendrá a su cargo la obtención de documentos gráficos de la expedición. A ellos se ha unido el doctor Stephen Kierseth, que se ocupará de la atención médica de los expedicionarios. También va una mujer, la profesora Sheila Lizzari, conocida especialista en Parapsicología, y cuyas aptitudes de poder hipnótico y de elemento transmisor mental la hacen insustituible para el caso en que se halle al Yeti y se trate de «hablar» con él.
»Con los expedicionarios figura finalmente Chuck Malin. el conocido periodista, corresponsal de «The Globe», y que redactará las crónicas correspondientes para que los lectores de este diario puedan conocer los avances y los movimientos de la expedición, en cuya financiación han tenido una parte muy importante los propietarios del mencionado periódico.
»Y esto es todo por hoy, señores radioyentes. Como ustedes ya saben, mañana a mediodía las cadenas de Televisión retransmitirán en emisión diferida el reportaje del vuelo de hoy. Después, las noticias que recibamos procederán todas del corresponsal de «The Globe», Chuck Malin. Buenas noches, señores radioyentes, y muchas gracias por la atención prestada. A continuación devuelvo la conexión a nuestros estudios de la Voz de París.
Capítulo II
Los «sherpas» habían establecido el campamento base en las proximidades del campamento de Pangboche. Allí permanecieron varios días sin hacer otra cosa que comer, charlar y beber «chang». Todos ellos habían sido escogidos escrupulosamente por Phil Barton y se les había obligado a vestir ropas recias y bien confeccionadas. En cuanto al calzado se les había dotado de excelentes botas forradas de piel, especiales para las grandes alturas.
Cuando los dos grupos de expedicionarios se reunieron en Katmandu, utilizaron otro avión para trasladarse a Simra, de donde marcharon a Namche Bazaar, ya por vía terrestre, y luego al monasterio de Pangboche, lugar del que partiría la expedición.
El anciano superior de los lamas ofreció una cordial recepción a los científicos y se apresuró a mostrarles la piel de Yeti que guardaban en el monasterio desde hacía muchísimo tiempo. El estado de ella era tal que ni siquiera el propio Si Akvenanda se atrevió a admitirla como una prueba de sus opiniones. En cuanto al profesor Reisner, no dejó de aprovechar la oportunidad que se le ofrecía para zaherir a aquellos de los expedicionarios que él tachaba de crédulos por mostrarse favorables a creer en la existencia del Yeti.
A la semana de encontrarse en Pangboche, y terminados los festejos en su honor. Si Akvenanda dio la orden de marcha. Ang Dingmah había sido nombrado «sirdar» de la expedición. Como jefe de los «sherpas», se ocupó de establecer el orden entre éstos y luego se puso al frente de la columna para guiar a los expedicionarios hacia el glaciar de Khumbu, donde meses atrás había visto al fabuloso «Hombre de las nieves».
Mientras avanzaron por la orilla derecha del Dudh Kosi, los expedicionarios no sufrieron la menor contrariedad. Tuvieron que vencer, eso sí, los naturales obstáculos del terreno. Pero todos ellos eran fuertes y estaban avezados a la marcha por montaña y aquello no representó una grave dificultad.
Los problemas se iniciaron a poco de rebasar la aldea de pastores de Mingbo. El tiempo empeoró de forma considerable. Hasta entonces había sido muy nuboso y frío, pero cuando acamparon bajo el picacho de Ana Dablam comenzó a nevar intensamente.
El terreno se había hecho considerablemente resbaladizo. Los peligros aumentaron. En vista de ello Si Akvenanda dio orden de establecer un campamento provisional entre aquella altura y el glaciar de Khumbu, primera meta de la expedición.
Para los «sherpas» aquella noticia no pudo ser más grata. Perezosos por naturaleza aceptaban sólo el formar parte de las expediciones por los beneficios que les reportaba. Pero la inmensa mayoría consideraban un tremendo absurdo aquel vagar de un lado a otro por los montes... sin dedicarse a cazar... y buscando únicamente unas huellas que les llevasen al encuentro de un ser al que ellos reverenciaban casi tanto como a sus muertos. En estas condiciones tuvieron que permanecer en el campamento más de una semana, aguardando que cesase de nevar. Ese tiempo transcurrió con tremenda lentitud para los expedicionarios, que procuraban hacerlo más breve comentando, alrededor de las hogueras, cuanto sabían acerca del Yeti.
* * *
—En el año 1953, un lama tibetano llamado Tsultun Tzambo halló al hombre de las nieves durante una peregrinación a unas montañas situadas más allá de la frontera oriental tibetana. Se había quedado sumido en profunda meditación cuando cerca de él apareció el Yeh-teh. Respecto a ese encuentro, el lama declaró que el Yeh-teh permaneció inmóvil mirándole. No hizo nada por aproximarse a él ni intentó dirigirle la palabra. Le devolvió la mirada y de ese modo permanecieron durante algunos minutos. Después, el Yeh-teh le volvió la espalda al lama y desapareció entre las rocas. Tsultun Tzambo volvió a enfrascarse en su meditación y, parece ser, que se asombró por la facilidad con que lo conseguía. Más tarde, describió a sus compañeros el aspecto del Yeh-teh. Dijo que se asemejaba a un mono de considerable tamaño, con el cuerpo cubierto por un pelo oscuro y de unos tres centímetros de largo.
—Muy interesante —cortó sardónico el profesor Reisner—. Como cuento no deja de ser atractivo...
—A mí no me parece un cuento —opuso Si Akvenanda, que era el autor del relato—. Conozco la integridad de los lamas tibetanos y sé que son incapaces de mentir.
Reisner se encogió de hombros.
—Puede que no mintiese a conciencia... pero si su lama estuvo meditando y sufrió una alucinación no hay nada que pueda demostrárnoslo. Conozco una infinidad de leyendas semejantes a ésa, en las que el protagonista vio, o creyó ver, cosas raras, y esto se produjo siempre en momentos de gran excitación.
»Y a mi parecer, esa meditación del tal Tsultun fue la causa de que sus sentidos le engañasen. Se autusugestionó a sí mismo y, luego, habría jurado que era cierto lo que no fue más que una visión enfermiza de un cerebro irritado por un esfuerzo excesivo.
La profesora Sheila Lizzari intervino en la discusión.
—Según parece, nuestro amigo Reisner está dispuesto a buscar todas las justificaciones posibles para demostrar que el Yeti no existe. Me parece que ésa no es una actitud muy constructiva.
—Puede que no lo sea —reconoció Reisner dirigiéndole una sonrisa galante—, pero he venido sólo con ese fin.
Con un ademán cortó las incipientes protestas que adivinó en sus interlocutores y prosiguió:
—Estoy aquí para comprobar hasta qué punto es posible que exista ese ser que yo considero mítico. Pulverizaré todas las pruebas que no sean lo suficientemente consistentes. Eso ya lo advertí antes de ser admitido como miembro de la expedición y nadie puede llamarse a engaño. Considero que estamos perdiendo un tiempo precioso y que esta expedición será un fracaso total.
»Claro está —añadió con una risita irónica— que no me viene mal un poco de ejercicio, sobre todo si los gastos corren por cuenta de los contribuyentes, pero les advierto que no dejaré pasar por ciertas ningunas de las pruebas amañadas que acostumbran a presentar los indígenas de cualquier zona selvática a fin de hacer creer que en su territorio hay elementos raros o desconocidos.
»Y ahora déjenme añadir algo más.
»He estudiado detalladamente las pretendidas huellas que dicen haber encontrado los «sherpas» y que se atribuyen al Yeti. Suponiendo que éstas fuesen ciertas, que ya es mucho suponer, ésas no me probarían otra cosa que la existencia de un animal —no de un hombre, o de un homínido— con características semejantes a las del mono langur, o a las de una nueva especie de oso.
»Aclarado este punto, pueden seguir haciendo sus habituales elucubraciones sobre la pretendida existencia de ese «hombre-mono», «hombre-oso», Yeti... o como quieran llamarle. Yo me voy a dormir. Eso es lo que saldré ganando.
Poniéndose en pie, Otto Reisner hizo un gesto burlón de despedida y se dirigió a su tienda de campaña que compartía con el periodista Chuck Malin. El corresponsal de «The Globe» permaneció unos instantes junto a la hoguera, pero viendo que los restantes expedicionarios parecían tener pocas ganas de discutir después de haber oído las opiniones del zoólogo alemán, optó por reunirse con éste.
—¿Qué?... ¿No se ha quedado para determinar si el Yeti es o no un tipo superinteligente? —le espetó a bocajarro Reisner en cuanto entró en la tienda.
—No, profesor. Después de irse usted apenas si han dicho tres palabras seguidas.
El alemán dejó escapar un gruñido, que parecía de satisfacción, y encendió su vieja cachimba tirolesa. Chuck le miraba con curiosidad.
—Permítame una pregunta, profesor.
—Las que quiera.
—Si usted no cree en la existencia del Yeti, ¿por qué ha venido?
Reisner dirigió al periodista una mirada escudriñadora. Pareció sondear en su cerebro. Luego, preguntó a su vez:
—¿Por qué ha venido usted... si también cree que no existe?
Chuck se turbó y apenas si pudo encontrar una respuesta.
—Yo se lo diré —agregó el zoólogo alemán—. A usted le tiene sin cuidado que se encuentre o no al Yeti. De todos modos escribirá unas crónicas sensacionales acerca de la expedición. Hablará de los «sherpas» y del paisaje, de los peligros que correremos, y expondrá todas las teorías e ideas que oiga exponer en torno a las hogueras. De ese modo espera que su periódico aumente el tiraje y por consiguiente que sus jefes le aumenten el sueldo. ¿No es eso?
—Sí...
—Pues bien. Mis intenciones son otras. A usted puedo decírselas porque sé que nos compenetramos. Conozco perfectamente al propietario de «The Globe» y sé cuál ha sido el motivo de que financiase una parte de los gastos de esta estúpida expedición.
—¿Conoce a mister Graham?
—Ya se lo he dicho. Y precisamente he estado hablando con él varias veces acerca de esta expedición. Por eso voy a permitirme darle un consejo. Si de veras quiere dejar satisfecho a su jefe... olvídese de las teorías de Si Akvenanda y de la profesora Lizzari como no sea para ridiculizarlas.
—Pero...
—No hay pero que valga. Usted ha sido enviado aquí para informar al gran público. Mister Graham no publicará sus artículos o los modificará si cree que éstos encierran alguna idea que él considere nociva a sus propósitos. Y éstos no permiten que Si Akvenanda y la Lizzari puedan levantar una torre de Babel a base de confusionismos y de actitudes altruistas.
»Si nuestros amigos encontrasen al Yeti —que no lo hallarán—, proclamarían a los cuatro vientos que subsisten ejemplares de una raza muy antigua. Quizá pretendiesen ver en ella algo nuevo... algo que podría resultar muy perjudicial a los intereses de mister Graham y del grupo que él representa. Por eso le hago presente otra vez mi consejo. Ataque en sus artículos a Si Akvenanda y sus ideas. Ridiculice a los componentes de la expedición que se muestran favorables a la idea de que existe el Yeti y le aseguro que obtendrá un avance en su carrera.
—Pero... ¿y si dan con él?
—Entonces, apoye mi teoría de que se trata de un animal y no de un homínido. Ésa va a ser mi postura. La sostendré contra viento y marea. Y le garantizo que. por poco que me ayude la suerte, me saldré con la mía.
Chuck Malin se acarició el mentón. Se había quedado perplejo. Las palabras del profesor Reisner sonaban en sus oídos como un eco de las que. no en forma tan clara, le había dicho su director al confiarle aquel trabajo.
El periodista tragó saliva.
—Creo que tiene usted razón...
Reisner dejó escapar una risa entre dientes.
—Así me gusta, muchacho. Veo que es inteligente y sabe situarse del lado ganador. Le garantizo que todo saldrá a medida de nuestros deseos. Y ahora dejémonos de charla y durmamos un poco. Me parece que la nevada está cesando y es posible que mañana reanudemos la marcha. Si es así necesitaremos estar en forma.
Dando por terminada la conversación, el profesor Reisner dejó cuidadosamente su cachimba en el suelo y se dio media vuelta. El periodista le miró durante unos segundos pensativo.
«No acabo de comprender los motivos que pueden tener para negarse a admitir la existencia de un homínido en el Himalaya... pero si él y mi jefe están de acuerdo... no seré yo quien les lleve la contraria. Sé muy bien que mister Graham no tolera contradicciones ni obstáculos. Lo mejor será hacer caso de las advertencias que me han hecho.»
Fiel a la decisión que acababa de tomar, sacó de su mochila el cuaderno de notas en que iba escribiendo sus impresiones de la jornada y procedió a rectificar algunas de sus apreciaciones. Cuando hubo terminado su escrito resultó completamente distinto al primitivo. En este ponía en tela de juicio la existencia del Yeti. En el nuevo la negaba rotunda y categóricamente.
* * *
Aquella mañana se habían visto las primeras huellas. Y se provocó a su costa la más fuerte de las discusiones entre Si Akvenanda y el profesor Reisner. Éste, insistiendo en que se trataba de las huellas de un animal muy parecido al oso, tomó sus medidas para matar a tiros al animal así que se pusiese a su alcance. Si Akvenanda protestó de aquellas medidas e intentó hacer valer su autoridad de jefe de expedición.
Sin resultados.
Ang Dingmah se había apresurado a dar su asentimiento a las órdenes de Reisner. Y su ejemplo había sido seguido por todos los «sherpas». Otro factor que había decidido también a los nativos fue la conducta del periodista. Chuck Malin se había arrodillado en la nieve para examinar las huellas. Hasta ese instante no tomó partido visible por Akvenanda o por Reisner. Luego, al ponerse en pie, movió la cabeza como si lo que acabase de ver fuese de su agrado y se dirigió hacia Reisner.
—Me parece que usted tiene razón. Las huellas son las de un oso. No creo necesario andarnos en consideraciones con él. Si se tratase de un hombre sería distinto, naturalmente, pero como ya se ve que es un animal...
Reisner le dio unas palmadas en la espalda y sonrió satisfecho. Con aire interrogante se volvió hacia los demás componentes de la expedición. Phil Barton hizo un gesto ambiguo. Parecía indicar que a él no le iba ni le venía nada en el asunto. En cuanto a Glen, al darse cuenta del manejo del zoólogo alemán, optó por dar inedia vuelta y ponerse a estudiar sus herramientas, como si sólo ésas le preocupasen.
La sonrisa de triunfo que curvaba los labios de Reisner se hizo mayor. Si Akvenanda comprendió que no podía contar con los escaladores. Lo que pensaban los «sherpas» ya lo sabía... Y en cuanto a Malin acababa de saberlo. Tomó el asunto muy a pecho. Como si se hubiese tratado de una deserción. Miró despreciativo al periodista, pero éste le volvió la espalda y se quedó tan tranquilo.
Si Akvenanda se dirigió entonces a los otros componentes de la expedición. La profesora Lizzari, el botánico Cladoux, el etnólogo Tennysther y el doctor Kierseth no habían dado su opinión. El hindú apeló a ellos.
—Deben ayudarme. Lo que se propone realizar el profesor Reisner si hallamos al Yeti, es poco menos que un crimen contra la Humanidad y la Ciencia. Piensen que podemos hallar un homínido...
—¡Es un plantígrado! —protestó Reisner—. ¡Un animal y salvaje por añadidura!... ¡No estamos en condiciones para capturarlo vivo!
—Tenemos que intentarlo —insistió Si Akvenanda—. Sea un homínido o un animal semejante a un oso, se tratará indudablemente de un ser desconocido. Yo propongo que se intente su captura para reducirlo a cautividad y poder estudiarlo con calma. Y aun eso debe hacerse de tal forma que no lo convierta en estéril. Un susto, o la impresión de verse atrapado, puede provocar en él una contracción nerviosa que le sea fatal. Luego, si los supervivientes de su raza permanecen ocultos nos enfrentaríamos con el problema de haber hallado una raza que se extinga por nuestra culpa.
—¡Tonterías! —objetó Reisner—. Si se encuentra uno y todavía dudo que esto suceda, pues hasta ahora sólo hemos visto las huellas de un oso que no ofrecen gran cosa de particular, no veo la razón de que pongamos en peligro nuestras vidas y las de quienes nos acompañan, ¡Eso sí sería un crimen!
El profesor Akvenanda alzó la diestra y le conminó a callar.
—Fui nombrado jefe de esta expedición por el eminente Sir Cristopher Larsigham. A mí incumbe dar órdenes...
—También tengo el derecho de desobedecerlas si considero que son peligrosas para nuestra seguridad. Antes que nada está mi vida y yo no la arriesgaré por ver de cerca a un oso.
—Entonces, profesor Reisner, solo veo una solución para nuestra discusión. Dividirnos. Yo me quedaré con quienes estén dispuestos a arriesgarse con tal de capturar al Yeti para estudiarlo... ¡con vida!
Para Reisner aquélla no fue una solución que le complaciese. Pero no podía impedir que Akvenanda la llevase adelante. Sobre todo cuando la doctora Lizzari se apresuró a mostrar su conformidad.
—Opino como Si Akvenanda —dijo ella—. Puede contar conmigo en su grupo.
—Y también conmigo —añadió el doctor Kierseth.
Tanto Tennysther como Cladoux guardaron silencio. El zoólogo alemán consideró que ello significaba que estaban conformes con él.
«Sólo hay dos contra mí. No son muchos... Puedo dejar que vayan solos... ¡Y allá ellos si tienen un accidente!»
Apenas terminaba de formular aquel pensamiento, cuando el famoso deportista Croissy, que había seguido desde lejos la discusión, se acercó a Si Akvenanda y le dijo:
—Estoy con usted, amigo. Puede añadirme al grupo.
Phil permaneció indeciso. Por una parte admiraba tanto a Croissy que estaba dispuesto a seguirle; pero por otra sentía cierto temor a encontrarse con el misterioso ser que había dejado unas huellas tan profundas... y cuya planta era tan gigantesca... Un ser cuyo abrazo debía ser mortal forzosamente.
Su silencio fue debidamente interpretado por todos los presentes. Quedó catalogado en el grupo alemán.
Insensiblemente, los hombres se habían ido separando formando los dos grupos. Con Si Akvenanda quedaron tan sólo Glen y Croissy, el doctor Kierseth y la profesora Lizzari. Los demás estaban de parte de Reisner.
—Bien. Ya hemos hablado bastante del asunto —exclamó Reisner—. Pueden irse cuando quieran.
—Falta una cosa. La división de los «sherpas».
—¿Eh?... Ya sabe que todos están de acuerdo conmigo.
—No. Hasta ahora conocemos únicamente del «sirdar» Dingmah. Los demás no han sido consultados.
Reisner se encogió de hombros como si diese por descontado cuál iba a ser la opinión de los nativos. No puso ningún impedimento para que les hablase Si Akvenanda y tratase de conseguir que le acompañasen.
La discusión del hindú con los «sherpas» duró más de lo que aquél se esperaba. Los nativos se mostraron reacios a seguirle. De cuarenta que componían la expedición únicamente convenció a siete. Y aún para ello tuvo que prometerles que les doblaría el sueldo.
Si Akvenanda hizo que los siete «sherpas» se separaran de sus compañeros y escogió entre ellos al que le pareció más inteligente para ocupar el puesto de «sirdar» en su grupo. Después se procedió al reparto de provisiones y medicamentos, de instrumentos y de cuerdas, del material necesario para la escalada. También se repartieron las armas y las municiones.
Pasó una hora antes de que aquella división se hubiese concluido. Luego ambos grupos se separaron. Si Akvenanda tomó la dirección del Everest, mientras el profesor Reisner y sus partidarios emprendían la ascensión del glaciar de Khumbu.
Aparentemente los dos grupos se diferenciaban únicamente en el número de sus componentes. En realidad la diferencia era mucho más honda. El grupo mayor iba decidido a matar al Yeti si se encontraban con él. Los otros tratarían de acercársele y de capturarle sin producirle el menor daño.
Unas diferencias muy importantes a la hora de la verdad.
Capítulo III
Estaban en la vertiente derecha del Everest cuando se produjo la tormenta. Permanecieron agazapados bajo unas rocas mientras duró ésta. A su alrededor la nieve cayó con una intensidad como no había ocurrido nunca. Si Akvenanda y su gente estaban asombrados de la duración y de la fuerza de la tempestad.
Cuando cesó el temporal, el reducido grupo de expedicionarios abandonó su refugio y procedieron a examinar el estado del material que todavía conservaban en su poder. Quedaron satisfechos al ver que no había sufrido casi ningún desperfecto.
Ya se disponían a reemprender la ascensión hacia la cumbre del Everest cuando Dawa Tensing, el «sirdar» del grupo, lanzó una exclamación de espanto. Su índice señalaba el glaciar de Khumbu.
Todos miraron al lugar que indicaba el «sherpa».
La silueta del glaciar parecía haber variado en una de sus vertientes. Antes su forma era mayor. Más lisa. En ese instante aparecía cubierta de agudas estribaciones... ¡y estaba desprovista de nieve en todo el sector derecho!
—¡Se ha producido un desprendimiento de tierras!
El pensamiento de los expedicionarios se dirigió inmediatamente a sus compañeros. Aquél era el lugar que pensaban recorrer.
—¡Aprisa! —ordenó Sí Akvenanda—. Vayamos allá. Tal vez estén en un apuro.
El grupo estableció la hilera de marcha aumentando la separación de uno a otro para marchar con mayor facilidad, aunque permaneciendo bien atados por la cintura. Luego se pusieron en camino.
También el profesor Si Akvenanda apreció la diferencia que ofrecía el aspecto del glaciar y lo que aquello significaba si los otros miembros de la expedición habían seguido el itinerario que tenían fijado.
Los demás componentes del grupo no hicieron la menor alusión a lo que podía haber sucedido. Tenían trabajo sobrado en mantener la velocidad de marcha marcada por el «sirdar». El camino era cada vez más peligroso. La pendiente sumamente resbaladiza... y terminando en profundos y oscuros abismos.
Con los nervios en tensión, llenos de temor sus espíritus, los expedicionarios ganaron la vertiente derecha del glaciar.
Al contemplar el panorama desde muy cerca ya no les quedó duda acerca de lo que había sucedido. Si Akvenanda exclamó pesaroso:
—La tormenta ha provocado un desprendimiento de tierras.
—Si los otros estuvieron por aquí... no los encontraremos nunca —murmuró el «sirdar»—. ¡Han quedado sepultados!
La profesora Lizzari lanzó una exclamación de espanto y se abrazó a Glen rompiendo en sollozos. El deportista le acarició el sedoso cabello murmurándole palabras de consuelo al oído.
A una seña del zoólogo hindú, los «sherpas» se separaron y procedieron a reconocer sistemáticamente el terreno. Pasaron unos minutos sin que nadie dijese nada. Todos permanecían en actitud tensa. Esperando...
De pronto, uno de los «sherpas» lanzó un grito. Dawa Tensing corrió hacia él. Desde el lugar donde se encontraban los expedicionarios vieron cómo el «sirdar» se inclinaba y recogía algo del suelo. Luego le vieron correr hacia ellos.
Dawa Tensing se detuvo jadeante ante los tres hombres y la mujer. En silencio tendió hacia ellos la diestra. En ella tenía un pico de escalada. Glen soltó a la profesora Lizzari y examinó aquel pico. Luego se lo pasó al profesor Akvenanda murmurando:
—Es el de Phil. Lo reconozco por las muescas que tiene talladas en el mango. No hay error posible.
—Entonces...
—Lo que dijo Tensing es cierto. Desgraciadamente.
—¡Han quedado sepultados!
Apenas acababa de pronunciar el zoólogo hindú aquellas palabras cuando otro «sherpa» llamó a sus compañeros. Entre la nieve y las rocas había aparecido un cuerpo. El cadáver estaba destrozado. Todos corrieron a ayudarle y lo extrajeron de su tumba. Con aquel macabro hallazgo quedaban eliminadas todas las dudas y esperanzas.
El grupo expedicionario que dirigía el profesor Reisner había perecido por completo. Ni uno solo de sus componentes había podido escapar a la muerte. Se separaron de Si Akvenanda y de sus seguidores para cazar y matar al Yeti... y eran ellos los que habían perecido.
El doctor Kierseth volvió la cara hacia el Everest mientras los sherpas» cavaban una fosa en que enterrar los restos de aquel desgraciado que ni siquiera ellos habían podido identificar. De él sabían únicamente que era un «sherpa». Eso era todo. Una sonrisa amarga se dibujó en los labios del médico mientras miraba la inmensa mole cuya punta se alzaba impávida hacia el cielo.
—Si el Yeti está ahí arriba... y puede ver lo que ha ocurrido... debe reírse de la ironía del destino. Los que querían cazarle han muerto. La naturaleza ha sido más fuerte que ellos y ha defendido la vida del que quizá es el último superviviente de una raza condenada a extinguirse.
Un extraño rumor llegó hasta él. Sus cabellos se erizaron como si hubiese visto algo extraordinario. Por un instante pensó que allá lejos una figura gigantesca se había alzado y reía. El doctor se pasó la mano por los ojos y volvió a mirar en la misma dirección.
No descubrió nada insólito.
Kierseth se giró hacia sus compañeros y vio que continuaban obrando como si no hubiesen advertido ni el rumor ni aquella forma lejana.
«Debe haber sido una alucinación. Tal vez me impresioné demasiado viendo el cadáver de aquel desgraciado... Pero... hubiese jurado que en la cima del Everest había una figura gigantesca... Y ésta era humana... ¡Y se estaba riendo!... Sí. Aquel rumor parecía la risa de alguien que estaba lejos. ¡En la cima del Everest!»
* * *
Permanecieron irías de una semana en los alrededores del glaciar de Khumbu buscando los cadáveres de sus compañeros. Encontraron cuatro más. Uno de ellos el del periodista de «The Globe», Chuck Malin. Los otros eran «sherpas». Al final tuvieron que abandonar la búsqueda macabra para volver a intentar hallar al Yeti.
A fin de cuentas aquél era el motivo esencial de su expedición.
Comprendiendo que el glaciar no podía ser un lugar muy a propósito para dar con el escurridizo «hombre de las nieves», sobre todo después del desprendimiento de tierras que allí se había producido, volvieron sobre sus pasos y se encaminaron nuevamente hacia el Everest. Marcharon pues hacia el valle próximo al monte Pumori e iniciaron luego la ascensión de la cima de éste que rebasa los 7.000 metros. La empresa suponía trepar por unas pendientes rocosas y escarpadas, abiertas sobre un profundo abismo. Pero eso no era obstáculo para los supervivientes de la expedición.
Con Dawa Tensing a la cabeza se inició la ascensión del Pumori. Hacía un frío intenso y la nieve se había solidificado convirtiéndose en hielo resbaladizo. Cualquier paso en falso podía provocar el deslizamiento... y la muerte. Para evitar fatales accidentes se procedió a disminuir la distancia y a reforzar los ligamentos entre los componentes del grupo.
Los escaladores dieron un rodeo para evitar una cascada de hielo y se detuvieron al ver que todas las vertientes del Pumori aparecían cubiertas por grandes promontorios dé nieve, en peligroso desnivel.
—No vale la pena subir ahí arriba —murmuró el «sirdar».
—¿Por qué? —inquirió sorprendido el profesor Akvenanda—. Estamos casi a mitad de camino.
—El terreno es muy peligroso. Fácil para los aludes... ¿Comprende?
Los ojos de Dawa Tensing manifestaban una súplica. Si Akvenanda comprendió lo que el «sherpa» le indicaba... y recordaba. Por su pensamiento pasó como un destello el recuerdo de las tumbas que dejaron al pie del glaciar de Khumbu. Hizo un gesto con la cabeza, asintiendo a lo que le preguntaba Dawa y éste lanzó un suspiro de alivio.
El guía procedió a variar de dirección e inició el descenso. Los demás se sorprendieron al ver que eludían el monte Pumori, pero nadie dijo nada. La perspectiva de aquellos aluviones de hielo, próximos a despeñarse eran sobradamente elocuentes.
Siguiendo las indicaciones de Si Akvenanda, el «sirdar» varió de dirección en cuanto hubieron salido del peligroso paraje.
—¿Vamos al Everest?
—Sí.
—Conforme.
El grupo reanudó la marcha tras un breve descanso. Ganaron una meseta al pie del Pumori y, dejando atrás el inaccesible monte, alcanzaron unas estribaciones secundarias después de un peligroso y duro ascenso. Las pendientes por las que pasaron después no podían ser. más inseguras. Todas ellas presentaban puntos alarmantes para ser cruzados y lo hicieron después de tomar gran lujo de precauciones. Al fin rebasaron una de ellas a 6.000 metros y se detuvieron para cobrar resuello y admirar el espléndido panorama que se divisaba desde allí. A un lado veían la cascada de hielo que desciende entre el Everest y el Nuptse como un Niágara helado. Podían ver directamente el Circo Occidental y también el Lhola.
—Sigamos adelante. Por aquí no hay nada —ordenó Si Akvenanda.
El «sirdar» asintió con un movimiento de cabeza y nuevamente se puso en marcha. El grupo le siguió con un movimiento serpenteante. Inseguro. Pero nadie vaciló cuando Dawa se dispuso a ganar un pináculo di glaciar más próximo.
A costa de ímprobos esfuerzos llegaron a la nueva altura y en ella permanecieron avizorando el horizonte.
De pronto, el doctor Kierseth señaló al suelo, a pocos metros de él.
—¡Huellas del Yeti!
Todos corrieron a examinarlas.
—Son muy frescas —murmuró Dawa Tensing—. No debe hacer ni un par de horas que pasó por aquí.
Casi inmediatamente se pusieron en pie y miraron en torno suyo, un tanto asustados. La única persona que no manifestó el menor miedo fue la profesora Lizzari. Con una sonrisa preguntó:
—¿Qué esperan para seguirlas?
Glen se volvió hacia ella y la miró extrañado. Le parecía raro que la mujer que había temblado al ver el cadáver del «sherpa» al pie del glaciar de Khumbu fuese la misma que hablaba de aquel modo, como si el seguir las huellas fuese tan sencillo como dar un paseo por las calles de Roma.
Avergonzado de que una mujer le indicase que debía ponerse en marcha, Dawa lanzó un gruñido y caminó paralelo a las huellas. Los demás le siguieron sin pronunciar palabra.
Durante más de media hora prosiguieron del mismo modo. Todos ellos habían podido apreciar la enorme zancada que debía dar el autor de las huellas que estaban siguiendo. Aquello era por tanto indicio de una elevada estatura. Pero ninguno pensó en volverse atrás. Ni siquiera solicitaron un descanso cuando hubieron rebasado las dos horas de camino.
Prosiguiendo del mismo modo llegaron a una especie de colina que se hallaba protegida por unas estribaciones en casi toda su extensión.
—Parece una sartén —murmuró Sheila.
—Sí —reconoció Glen—. Y nosotros los pajaritos que nos metemos en ella. ¡Ojalá no haya nadie que ponga fuego debajo y nos fría!
En ese instante la profesora Lizzari contrajo el rostro. Su expresión se hizo anhelante. Angustiosa.
—¿Qué le pasa? —interrogó apurado Glen al darse cuenta del súbito cambio.
—No sé... noto algo a mi alrededor... Como si hubiese una mente muy poderosa que... estuviese sondeando mi pensamiento...
Glen se apresuró a pasar una mano por la frente de la mujer. Luego la miró a los ojos. Todo en ella parecía normal y sin embargo... la profesora de parapsicología no acusaba aquel roce. Era como si no sintiese el contacto de su mano. Como si no estuviese allí. Asustado, Glen llamó a los demás.
—¡Vengan! ¡A la profesora Lizzari le ocurre algo!
En unos segundos todos estuvieron alrededor de la mujer.
Habían soltado sus ataduras al llegar a la plazuela rocosa donde pensaban acampar para pasar la noche y por eso no pudieron evitar que de pronto, lanzando un grito, la profesora echase a correr. Sólo pudieron seguirla.
—¡Espere!
—¿A dónde va, señorita Lizzari?
—¡Deténgase! ¡Puede correr peligro!
Pero ella no les escuchaba. O al menos así lo parecía. Continuaba corriendo, cada vez con mayor velocidad.
La mujer salió del circuito rocoso que protegía la planicie y avanzó por lo que tenía todas las trazas de un sendero. Luego dobló un recodo y desapareció a la vista de quienes la seguían. Glen lanzó un denuesto y aceleró la carrera. Dobló también aquel recodo y se detuvo asombrado y jadeante.
Sheila Lizzari estaba allí. Muy quieta.
Pero no estaba sola.
Ante ella, a unos siete metros de distancia, se veía la figura elevada y corpulenta de un ser que tenía la apariencia de un enorme oso o de un mono gigantesco. Aquel ser estaba sentado. La miraba a ella... y dirigió la vista también hacia el escalador.
El extraño ser no hizo el menor gesto de Retroceso.
Glen quedó inmóvil. Como petrificado. Notó que sus compañeros se reunían con él. Oyó sus exclamaciones... pero ninguno avanzó un paso.
De pronto su asombro llegó al máximo.
El ser en quien todos habían reconocido al Yeti les miraba con una expresión humana. Con algo que parecía denotar comprensión. Y simpatía.
—No tengan miedo. No corren ningún peligro. No pretendo hacerles ningún daño.
Nadie había hablado. Y sin embargo todos los que se encontraban allí habían comprendido perfectamente el significado de aquel mensaje. Se miraron unos a otros, buscando la explicación al insólito suceso.
—Insisto en que nada tienen que temer. Sé que me estaban buscando, pero que ninguno de ustedes pretendía matarme... como sus compañeros. Ellos ya no están en condiciones de hacerlo. La montaña sepulta sus vidas. Así han pagado sus intenciones asesinas.
—¡Es extraordinario! —murmuró Glen desconcertado—. Sabe lo que les ha ocurrido a los demás... Y sin hablar, está comunicando con nosotros... ¿Pero cómo es posible?
La profesora Lizzari se volvió hacia él y aclaró el enigma.
—Lo hace por transmisión telepática. ¡Nos habla con el pensamiento!
El asombro de los presentes no podía llegar a punto más álgido. Y sin embargo sucedió así. Sobre todo cuando al terminar de hablar la profesora Lizzari, el Yeti entreabrió su boca, en lo que podía parecer una sonrisa, y emitió una serie de sonidos inarticulados semejantes a una carcajada y que el doctor Kierseth reconoció inmediatamente.
—¡Es fe misma risa que oí el otro día cuando estaba al pie del glaciar de Khumbu!
A los pocos segundos, el Yeti se irguió rebasando con su altura más de un metro sobre los hombres que estaban ante él.
—Les estaba esperando. Y ahora me agradaría, que fuesen mis huéspedes. Síganme, por favor. Les mostraré el camino hasta mi refugio. Les aseguro que se sorprenderán y que su viaje hasta mis dominios no habrá sido en vano.
Sin que nadie pensase un solo instante en formular una protesta o en manifestar una duda, el grupo de hombres marchó tras el Yeti hasta una pared rocosa. El misterioso ser alzó uno de sus peludos brazos y lo apoyó en una piedra que sobresalía sobre las demás. Casi inmediatamente se abrió una enorme hendidura en la pared rocosa y ante los asombrados ojos de los expedicionarios apareció una especie de caverna iluminada. El Yeti se agachó para entrar en ella y con gestos amistosos y una invitación mental les dejó que entraran tras él. Luego la pesada roca volvió a su puesto y todo quedó como antes.
En apariencia.
Los siete «sherpas» y los cuatro expedicionarios no estaban ya ante el Everest. Ahora... estaban en su interior. Y con ellos estaba el Yeti.
Capítulo IV
Entraron en un amplio habitáculo de paredes lisas y brillantes. Parecían espejos. Al menos reflejaban la luz opalescente que surgía del techo. Ésta era de un tenue color rosado y no parecía natural. Más bien daba un carácter fantástico a las figuras que iluminaba. Aquel lugar carecía por completo de muebles. En lugar de eso y en la parte baja de las paredes se veían unas protuberancias circulares que parecían enmarcar esferas de vidrio. Pero al fondo se veía lo que. sin duda, debía ser una puerta. El Yeti se encaminó hacia ella. Apoyó la mano en la superficie plana, que aun siendo lisa no era brillante como el resto de la pared, y todos vieron cómo giraba sobre un eje lateral dejándoles paso.
De asombro en asombro, los expedicionarios siguieron al Yeti a una nueva estancia. Era completamente distinta a la anterior. Las paredes debían ser opacas pero apenas si se veían. A todo lo largo de ellas se veían distribuidas lo que a los ojos de los expedicionarios parecían gigantescas pantallas. Por debajo de éstas se veían una serie de cuadros con pulsadores.
El Yeti se volvió para mirar a sus invitados. Con un gesto les indicó las pantallas. Parecía haber sondeado sus mentes y leer en ellas la perplejidad que les producía e! descubrimiento.
—Ésta es mi cámara de observación. Desde ella puedo ver lo que ocurre en un radio de mil kilómetros de distancia. Así averiguo si alguien trata de dar conmigo... y puedo eludirlo con facilidad.
—Por eso ha sido tan fácil escapar a las expediciones que le buscaron —comentó Si Akvenanda.
—Les ruego que no hablen. Me molestan los sonidos. Prefiero que cuando quieran decirme algo, lo piensen. Es más rápido y mucho más efectivo. Las palabras suelen traducir mal las ideas. En cambio, con el pensamiento es mucho más fácil captarlas en toda su integridad.
Si Akvenanda hizo un esfuerzo para pensar su respuesta.
—Está bien —repuso mentalmente—. Lo intentaré.
—Gracias. Ya verán cómo cuando se acostumbren les será más fácil transmitir sus pensamientos que utilizar el lenguaje.
Glen Croissy se quedó mirando los mandos de una de las pantallas. Pensaba en lo difícil que debía ser su manejo. Y sin manifestarlo dudaba de la exactitud de la afirmación del Yeti acerca de su alcance.
—Está usted en un error —le indicó éste—. Aparentemente éste es un aparato muy complejo. Pero resulta fácil su manejo. Observe cómo lo uso y se dará cuenta de ello.
Esta vez no se asombró el escalador de que su pensamiento hubiese sido captado por el Yeti. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Pero, a pesar suyo una idea fugaz cruzó por su mente.
—Será muy fastidioso eso de no poder ocultarle nada de lo que se piense.
Algo parecido a un gruñido se escapó de la garganta del Yeti. Todos giraron la cara hacia él. Pero no hacía falta mirarle para saber que estaba riéndose. Captaron el pensamiento divertido que le hacía emitir aquel sonido, correspondiente a la carcajada humana.
—Cuando estén más adelantados en el manejo de la transmisión telepática sabrán cómo se hace para cerrar el cerebro e impedir que otra persona sondee su interior contra su voluntad. Y también aprenderán a transmitir para sólo una persona sin que pueda captarlo otra ajena a quienes estén preparados para esa transmisión.
—¿Es posible eso? —preguntó sorprendida la profesora Lizzari.
—Desde luego.
—¿Y nos lo enseñará?
—Sí... a condición de que ustedes quieran aprenderlo.
—¡Será estupendo!... ¡Oh! Perdón. Olvidé que debía pensar sin hablar.
—Entonces será para mí un honor facilitarles ese pequeño conocimiento del dominio de la mente. Aunque debo reconocer que no es el más importante. Y no se moleste en disculparse por haber hablado. Comprendo, que al principio les resulte un poco difícil acostumbrarse. Es natural. Es preciso contraer un hábito totalmente distinto del que han tenido hasta ahora.
»Pero ya verán todos como una vez se hayan acostumbrado a usar el pensamiento desdeñarán hacer uso de la voz para transmitir sus ideas.
Dejando a sus «oyentes» asombrados una vez más por las promesas que encerraban las ideas que acababa de dirigir a sus mentes, el Yeti se dirigió a una de las pantallas y pulsó uno de los mandos. En menos de cinco segundos se iluminó la pantalla. Entonces, el habitante de la montaña movió ligeramente una palanca y en la pantalla apareció la planicie rodeada de rocas en que habían estado momentos antes cuando la profesora Lizzari echó a correr. Ésta ahogó una exclamación de asombro, pero no pudo evitar el exclamar:
—Ahí es donde recibí su mensaje de llamada.
—En efecto. Les dejé llegar a este lugar para sondear sus mentes. Necesitaba cerciorarme de que no había ningún peligro dejándome ver de ustedes. Pero el señor Croissy quería probar el poder de alcance de mi pantalla visor a. Y esto no es lo que él desea.
El Yeti se volvió hacia el escalador. Su mente le interrogó y Glen se lo confirmó con una respuesta mental.
Sin demostrar la menor contrariedad por aquella duda, el Yeti tomó en su mano otra de las palancas y la hizo girar según un cuadrante que había al lado.
—¿Le basta con que le lleve al monasterio de Partgboche?
—Entonces... vea al viejo lama que les dio la bienvenida.
Otro movimiento de uno de los pulsadores y la imagen del monasterio apareció en la pantalla. Luego, el Yeti fue haciendo girar un mando hasta conseguir que lo que al principio había sido una imagen lejana del monasterio se convirtiese en la vista parcial de una de sus terrazas por las que, precisamente, estaba paseando el viejo lama.
Recreándose con el asombro de sus visitantes, el Yeti siguió manipulando en los mandos del visor de forma que siempre mantuviese en cuadro al lama, incluso cuando entró en una estancia.
Aquélla fue la máxima prueba para Glen Croissy y sus compañeros. Pero el Yeti no se dio por satisfecho con ella. El lama acababa de entrar en su aposento y se disponía a orar. El Yeti conectó un interruptor y entonces sucedió lo que para sus visitantes parecía pura magia.
La voz... o los pensamientos del lama llegaron hasta ellos.
—Está haciendo sus oraciones —murmuró Si Akvenanda.
—¡Y está pensando en nosotros! —exclamó emocionada la profesora Lizzari—. Pide a los protectores del mundo que se ocupen de nuestra seguridad...
El Yeti se recreó mentalmente en el triunfo que acababa de conseguir. Dejó por unos instantes que sus invitados continuasen oyendo y captando los pensamientos del lama. Luego, cerró la conexión mientras les comunicaba:
—Esto es sólo una muestra de lo que puedo conseguir con mi visor. Los que tengo en esta sala son los de corto alcance. Tengo otros, situados en la parte más elevada de la montaña, gracias a los cuales puedo observar lo que sucede en el mundo... incluso en los lugares más lejanos y recónditos.
—¿Y no hay nada...? Perdón. ¿Y no hay nada que pueda obstaculizar esa visión? —preguntó el doctor Kierseth.
—Sí. Van a reírse porque se trata de algo muy elemental. Pero les conmino a que me guarden el secreto. Lo único que obstaculiza mi visión es... ¡el corcho! Hasta este momento no he conseguido penetrar en las mentes ni ver las caras de las personas que se reúnen en habitaciones insonorizadas con corcho. Éste es el único aislante capaz de contrarrestar los efectos de mi visor.
A ninguno de los presentes se le ocurrió poner en duda la nueva aseveración del Yeti. Les bastaba con la prueba que les había dado antes de que sus afirmaciones eran ciertas. Además, el «hombre de las nieves» acababa de abrir una nueva puerta y les invitaba a seguirles.
—Creo que por hoy ya tienen suficientes sorpresas. Ahora están cansados y necesitan reponer sus fuerzas. Les dejaré en mi refectorio donde podrán saciar su apetito y luego les acompañaré a sus habitaciones.
»Espero que mi alimento habitual les satisfaga. No es al que están acostumbrados pero comprobarán que es mucho más completo y fácil de asimilar.
Al penetrar el grupo en la nueva estancia, de paredes lisas y relucientes, iluminada también con la misma luz rosa de efectos apacibles, todos y cada uno comprendieron que el Yeti les había estado esperando. Bastaba para comprenderlo con dirigir la mirada a la mesa que se veía en el centro de la sala. Encima de ella se veían once recipientes conteniendo una especie de gruesa pastilla de chocolate.
Había once recipientes, once pastillas, y ellos eran, precisamente, once.
Sin manifestar la menor vacilación tomaron las pastillas y las llevaron a sus bocas. El sabor no correspondía a su aspecto. Parecían ser de chocolate y sin embargo el gusto tenía reminiscencia de algas marinas... o de ostras. El Yeti se apresuró a aclararles que aquellas pastillas procedían de su mundo, y que estaban hechas con vegetales desconocidos en la Tierra. Pero aunque las mentes de todos formularon la pregunta de cuál era su mundo, el Yeti no les contestó.
Viendo que habían terminado de comer, les hizo seña de que le siguiesen. Pasaron a un corredor que se abría en uno de los costados del refectorio y en el que se veían una serie de puertas. El Yeti fue abriendo cada una de ellas instalando en una estancia a los siete «sherpas», en otra a los tres expedicionarios y en la última a la profesora Lizzari.
De todos ellos se despidió con el mismo pensamiento:
Descansen. Tengan sueños felices. Que la paz sea con ustedes. Mañana volveremos a vernos y hablaremos con más detenimiento.
Sólo la profesora Lizzari captó la incongruencia de aquella afirmación. ¿Cómo iban a hablar con más detenimiento si únicamente pensaban?... Esbozó una sonrisa. Entonces escuchó aquel gruñido amistoso que ya había oído anteriormente.
El Yeti acababa de captar su pensamiento. También había comprendido lo incongruente de su afirmación. Y se reía.
—¡Vaya! —murmuró la profesora—. Por lo menos, hay que reconocer que tiene sentido del humor.
* * *
El hecho se produjo simultáneo en todos y cada uno de los huéspedes del Yeti. Habían quedado dormidos. Y sin embargo su conciencia se despertó sin que el cuerpo la siguiese. Fue como si se separase de éste elevándose sobre sus limitaciones permitiendo contemplarle.
Las mentes de los expedicionarios se liberaron de las ataduras que les imponía su naturaleza corpórea, para pensar más y mejor.
Y cada cual recibió, captó y asimiló las ideas que estaban concebidas más a propósito para su mente.
Glen Croissy se remontó más allá de lo? tiempos conocidos. Vivió el instante en que los antepasados arborícolas del hombre abandonaron sus refugios para bajar al suelo y buscar otros más seguros en las cavernas. Les vio luchar con las fieras disputándoles sus guaridas...
«¡Qué insensatos!... Esos enemigos son los más débiles. No están en condiciones de hacer frente a los otros... Carecen de armas a propósito para luchar ventajosamente con los reptiles gigantes...»
Entonces vio aparecer al primer gigante. Media el doble que los humanos y aunque difería bastante en su aspecto parecía más inteligente que ellos. Su cuerpo era parecido al Milodonte, tan peludo como éste, con garras igual de poderosas. Y sin embargo había algo que lo diferenciaba de este animal. Era el poder de su mente y el de las garras, que en él tomaban la forma de manos prensiles.
Glen saludó la apariencia de aquel ser como si se tratase de alguien conocido. No podía localizarle simultáneamente en el presente de su vida y en el pasado de su visión. Sin embargo lo reconocía.
Era «el hombre de la montaña». Aquel que luego sería llamado «El Yeti».
El gigante empuñaba un instrumento semejante a un bastón. Pero en vez de apoyarse en uno de sus extremos, dirigía éste hacia delante como si su punta sensitiva pudiese ir localizando algo que debía estar buscando.
De pronto se detuvo.
Por entre la exuberante floresta apareció un enorme diplodocus. El bastón que empuñaba el Yeti apuntaba hacia el enorme reptil, del grupo de los Dinosaurios, y Glen comprendió entonces cuál era la utilidad de aquella especie de bastón: atraía hacia él la atención del reptil. Era el señuelo que utilizaba el Yeti para fijar la atención del monstruo.
Como si estuviese viviendo aquel instante. Glen percibió los esfuerzos del Yeti para apoderarse del cerebro del animal. Muy pequeño para un cuerpo tan enorme. El Yeti consiguió fácilmente su propósito. Con los ojos fijos en el extremo del bastón, el diplodocus permaneció inmóvil. Sus patas se negaron a sostenerle y el vientre se apoyó en el suelo. Luego el voluminoso dorso fue achicándose... Lenta, pausadamente, el Yeti continuó imponiendo su voluntad sobre el monstruo. Los límites corporales en que el animal había mantenido su apariencia fueron disminuyendo, reduciéndose. Su enorme mole se transformó en una figura deforme cada vez más aplanada.
Después desapareció. Por completo. Donde momentos antes había estado uno de los gigantes del período que se conocería con el nombre de Secundario, se veía sólo una mancha pestilente de algo que acababa de descomponerse.
El Yeti lanzó un suspiro y volvió a empuñar su bastón. Realizó un movimiento circular en torno suyo y lo detuvo al captar la presencia de otro monstruo en las cercanías. Sin vacilar un instante se dirigió hacia él. Glen supo entonces cuál era el propósito del Yeti: aniquilar a los monstruos que ponían en peligro la supervivencia de la débil raza humana.
Apenas hubo captado esta intención su mente se relajó por completo. Volvió a descansar en su cuerpo. Glen Croissy sabía ya que no tenía nada que temer del Yeti que le había alojado en el seno de la montaña. Procedente de otro mundo, el Yeti estaba en la Tierra para proteger a los humanos de los peligros de fuera y de aquellos que ellos mismos pudiesen provocar. El famoso deportista sonrió en sueños. Tranquilizado.
* * *
La doctora Lizzari se había elevado por encima de su naturaleza física. Vivió el momento en que los Vigilantes se reunieron para informar de la aparición de una raza razonable en otro mundo. Les «oyó» discutir acerca del modo de ayudar a aquellos pobres seres que iban a enfrentarse con un medio ambiente muy hostil. No usaban palabras, pero sus pensamientos eran tan intensos que vibraban en la mente de la profesora de Parapsicología como si fuesen sonidos articulados.
—Nosotros disponemos a nuestro favor de una mayor duración en la vida. Esos desdichados no podrán pasar más allá de una centésima parte de nuestra existencia. ¡Y son tan fragües...!
—El oxígeno que domina en el planeta G-1372-Z-III es al mismo tiempo una circunstancia adversa. Les hará belicosos e inconstantes. Será una raza ambiciosa que carecerá de escrúpulos... Casi sería mejor abandonarles a su suerte. Sólo proporcionarán complicaciones a las Galaxias vecinas si les dejamos sobrevivir.
—Tenemos que ayudarles. Abandonarles sería igual que condenarles a perecer. No podemos obrar de ese modo. Contamos a nuestro favor con su innata debilidad. Serán relativamente influenciables y llegará día en que impondremos en sus cerebros las ideas que dominan en la Gran Raza.
—Habría que destacar en G-1372-Z-III un grupo de Vigilantes para liberarles de los primeros peligros e iniciarles en el sendero de la razón. Todavía viven como animales. Merecen otra cosa.
—Podemos situar una base en algunos de los lugares más elevados de ese mundo. Para nuestros Vigilantes será la zona más apropiada. Allí el oxígeno está en menor cantidad. De ese modo se les podrá ayudar, pero creo que debe hacerse de tal forma que nuestros protegidos ignoren quiénes somos.
—Son supersticiosos como todos los primitivos. Creerán en protecciones sobrenaturales.
—Eso nos es indiferente. Incluso nos ayudará a conseguir nuestro propósito. Y sin una intervención declarada podremos saber lo que puede dar de sí esa raza pensante. Además, en caso necesario, siempre dispondremos de recursos suficientes para aniquilarla en el caso, que considero bastante improbable, de que pongan en peligro la existencia de las razas pensantes de las Galaxias vecinas.
»De momento les protegerá la Gran Raza en espera de que puedan fundirse con ella. Luego... el resto dependerá de su conducta. ¿Estáis todos conformes?
La doctora Lizzari se sorprendió a sí misma viendo cómo votaban los Vigilantes de la Gran Raza. Después vio cómo varios de ellos embarcaban a bordo de una nave circular que se elevó sobre su mundo para trasladarse a una velocidad superior a la lumínica a través del espacio. Siguió a los Vigilantes en su carrera por las Galaxias hasta llegar a la que conocían con el número 1372. Luego asistió al momento en que el enorme disco volador se posaba sobre la superficie del tercer planeta de un pequeño sistema solar. Entonces, la profesora de Parapsicología comprendió la nomenclatura de la Tierra. Y también supo que aquellos Vigilantes, a los que más adelante los hombres llamarían «Yetis», proporcionarían a la raza humana los medios iniciales para desenvolverse en un planeta del que se convertirían en dueños absolutos para soñar después en alcanzar otros sobre los cuales imponer una tiranía despótica.
Paulatinamente fue volviendo la calma al espíritu de la doctora Lizzari. La vigilancia que los Yetis fueron ejerciendo sobre la Humanidad incipiente no fue opresiva en modo alguno. Ayudaron sin apenas dejarse ver. Protegieron sin imponer condiciones. Luego, cuando la raza terrestre fue adquiriendo mayores conocimientos, aumentó su soberbia, crecieron sus ambiciones y se destrozaron en cruentas guerras, los, Yetis se refugiaron en las alturas del planeta hasta dejar sólo un observador, o vigilante, en lo que debía ser llamado el «techo del mundo», en el Himalaya.
Y ella estaba precisamente en ese lugar. En el puente de observación del Vigilante de la Gran Raza.
* * *
Para los «sherpas» las visiones fueron puramente tranquilizadoras. Conocieron que no tenían nada que temer y eso fue suficiente para ellos.
El profesor Si Akvenanda tuvo el privilegio de asimilar en una visión rauda pero completa el avance moral de los miembros de la Gran Raza. Supo así que sus miembros no debían, y por lo tanto no lo hacían, intervenir en los asuntos de las razas cuyo progreso no estaba concluido. Estuvo a su lado en un pasado remoto mientras estudiaban los progresos de la raza terrestre y cómo se sentían defraudados por el continuo guerrear de unas tribus con otras. Por un instante elevó una queja contra aquel «dejar hacer», pero la razón de los Vigilantes le hizo captar cuál era su propósito. Los terrestres debían vencer por sí mismos a la enfermedad —llamaban así a la guerra— que les aquejaba. Sólo en caso de que pusieran en peligro a las vecinas Galaxias intervendrían decididamente para imponerles una decisión tajante.
—¿Y si eliminan al Vigilante? —preguntó Si Akvenanda, que aun durante aquella visión recordó el propósito del profesor Reisner de aniquilar al Yeti cuando éste se pusiese a tiro.
—Entonces... el Vigilante haría uso de sus poderes en estado de legítima defensa. Estando en un lugar privilegiado, gozando del poder de prevenir el acercamiento de seres con intenciones homicidas, le bastaría con provocar un alud que les sepultase aniquilándolos... Pero eso no le haría actuar contra los demás.
Si Akvenanda supo así cuál había sido la causa del alud que originó la muerte del grupo más importante de la expedición. No se horrorizó por ello. Como tampoco se hubiera horrorizado por la muerte de un asesino en manos de la víctima que pretendía sacrificar.
—Legítima defensa —murmuró. Pero entonces le acometió un pensamiento horrible. La pregunta no tuvo valor para formularla, pero quedó impresa en su mente. Ello bastaba para que los Vigilantes de la Gran Raza la captasen.
—¿Y si consiguen sorprender al Vigilante?... ¿Y si le dan muerte?
Los miembros del Consejo de Vigilantes parecieron vacilar unos instantes. Luego, el superior respondió con desgana:
—Nos forzarían a intervenir. Los culpables serían castigados implacablemente... pero confiamos en que ello no sea necesario.
—¿Castigarían también a los demás miembros de la raza?
—No. Únicamente castigaríamos a los culpables. Pero... una acción como ésa obligaría al Consejo a tomar medidas para evitar que se produjese un hecho semejante. Ésa es también la razón de que a medida que los terrestres han ido progresando en sus conocimientos se haya ido reduciendo el número de Vigilantes en el planeta hasta dejar sólo uno.
Aquello tranquilizó relativamente a Si Akvenanda, que volvió a reintegrarse a su cuerpo para descansar.
Mientras tanto, el doctor Kierseth asistía al desenvolvimiento de los procesos de curación entre los miembros de la Gran Raza. Se asombró riendo cuan torpes eran los procedimientos conocidos por la raza humana y lo eficaces que eran los usados por los Yetis. Ellos no usaban de instrumentos. La regeneración de las zonas afectadas en el cuerpo se conseguía por medios naturales, a los que ayudaba la voluntad. El poder generativo de ésta alcanzaba incluso a las células más diminutas que podían provocar la eliminación de tumores malignos por el simple hecho de reproducirse en cantidad ¡suficiente para dominar la irrupción de los microorganismos nocivos o extraños al cuerpo afectado.
Como si una voz resonase en su cerebro, el doctor Kierseth asimiló los nuevos conocimientos.
—La voluntad domina al cuerpo. Ella hace que éste perezca o se salve. Todo depende de los deseos del sujeto. Pero hay un peligro. El de que una voluntad ajena domine a la propia y le imponga la idea de la muerte... Entonces, fatalmente, se acaba por perecer...
La última idea fue para el doctor Kierseth como un aldabonazo de alarma. Se movió intranquilo. Pero pronto recibió unos efluvios mentales que le calmaron. Supo que el poder de dominar las mentes en forma tan absoluta no estaba en manos humanas.
Al menos, así lo creía el Vigilante de la Gran Raza.
Capítulo V
Cuando se reunieron todos por la mañana del día siguiente estaban frescos y descansados, como si en vez de vivir intensamente unos sueños que eran realidades retrospectivas puestas en presente, la conciencia hubiese estado sumida en una atonía total.
—¿Habéis dormido bien? —preguntó Si Akvenanda a los «sherpas».
—Sí, sahib —respondió el «sirdar» Tensing en nombre de sus compañeros.
—Bien, entonces sentaos y no nos interrumpáis. Tengo que hablar con mis amigos.
Los «sherpas» se pusieron aparte. Si Akvenanda se dirigió entonces a la profesora Lizzari y preguntó:
—¿Cree posible la vivencia en sueños de una realidad pasada?
Ella enarcó una ceja y le miró sorprendida.
—Esa realidad... ¿había sido vivida antes por usted?
—No. Se trata de algo que debió suceder... ¡ejem!... en los primeros tiempos de la Humanidad.
—¡Caramba! —exclamó Glen interviniendo al oír aquellas palabras—. A mí me ha ocurrido algo semejante.
La profesora Lizzari se apresuró a pedirles calma. Cuando hubo conseguido que todos se serenasen, les dijo:
—Creo, señores, que hemos sido objeto de una experiencia. A mi juicio el Yeti nos ha informado por medio de transmisiones oníricas de cuanto le interesaba que conociésemos. Creo que ganaríamos mucho tiempo si cada uno de nosotros relatase cuál ha sido su sueño de esta noche. Luego reuniremos nuestros conocimientos y tendremos el mensaje total. ¿Qué les parece?
De común acuerdo, el profesor Akvenanda empezó por explicar cuál había sido su sueño. Le siguió Glen Croissy. Después hizo el relato de su vivencia onírica el doctor Kierseth y, finalmente, Sheila les expuso la suya. Cuando la mujer concluyó su relato se miraron unos a otros. Sorprendidos. La profesora en Parapsicología tomó nuevamente la palabra para exponer sus conclusiones:
—Después de haberles escuchado y comparando sus sueños con el mío, creo que podemos llegar a establecer unos postulados bastante claros.
»Primeramente, hemos sido informados de que nos hallamos en el refugio del Vigilante destacado por la Gran Raza para mantener a la Tierra en observación e impedir en caso de necesidad que los terrestres pongamos en peligro la existencia de los seres de las Galaxias vecinas.
—En efecto —murmuró Si Akvenanda—. Yo he llegado a esa conclusión.
—Por otra parte —siguió diciendo Sheila—, los Yetis, o los Vigilantes, si bien han procurado ayudar a la raza humana no quieren intervenir de un modo patente y descubierto en los destinos del planeta.
—Lo cual me parece un error —rezongó Glen—, porque, si ellos están tan adelantados como supongo, sería mejor para el destino del mundo que ejerciesen su influencia para poner fin a las guerras, rencillas y ambiciones que tantas veces han ensangrentado a la Tierra.
—Sobre eso ya conocemos su opinión —insinuó el profesor Akvenanda—. Nos dejan el libre uso de nuestro albedrío. Sólo actuarán en caso de peligro inminente para la Gran Raza, o en el supuesto de que el Vigilante resultase atacado, lo que después de cuanto hemos visto resulta bastante improbable.
Entre los expedicionarios se produjo un profundo silencio. Todos ellos meditaban acerca de cuanto había sucedido. La experiencia onírica que habían vivido de modo tan íntimo les asombraba todavía en estado de vigilia. Pero lo que colmaba su sorpresa era el descubrimiento de que la orgullosa y soberbia raza humana estuviese considerada como una muy inferior por los miembros de la Gran Raza. Y lo que, en parte, hería su amor propio era que tuviesen que reconocer que los Vigilantes tenían razón en su apreciación.
—Bien —exclamó Sheila al cabo de unos instantes—. Conocemos una parte de la historia de nuestra raza. La más importante, pues, se refiere a sus principios. Sabemos que una raza superior vela por la Tierra y su destino. Pero... ¿cuál será éste?... ¿Y por qué ha dejado el Yeti que llegásemos hasta él si siempre se había ocultado?
La profesora Lizzari miró a sus compañeros esperando una respuesta.
El silencio fue la única contestación.
De pronto, como si hubiese estado escuchándoles, el Yeti entró en la estancia. Todos se volvieron hacia él. Con gestos les indicó que permaneciesen sentados. El recién llegado dirigió a los presentes sus pensamientos, y respondió a las preguntas formuladas por la profesora Lizzari.
—Han llegado a conclusiones correctas al reunir las experiencias que han vivido durante la noche pasada. Les explicaré ahora la causa de haberles dejado llegar hasta mí. Está en íntima relación con el destino del mundo.
Hasta ahora nos habíamos mantenido firmes en la decisión de no intervenir en los destinos humanos. Queríamos ver cómo y hasta dónde eran capaces de llegar.
Desgraciadamente, la observación de lo ocurrido en este planeta durante el último milenio nos lleva a penosas conclusiones. La razón les sirve para hacer descubrimientos importantes, pero en lugar de utilizarlos para el progreso pacífico sirven únicamente para aumentar la capacidad de destrucción.
El peligro de autoaniquilación ha crecido en estos años. Se ha constituido un grupo muy poderoso que conoce, parcialmente, la gran capacidad de la raza. Y es precisamente ese conocimiento incompleto lo que pone en peligro al planeta... e incluso a los mundos vecinos.
Si fueran otros los tiempos, abandonaría mi refugio y me enfrentaría con esos inconscientes aniquilándolos. Pero en las actuales circunstancias eso es poco menos que imposible.
—¿Por qué? —inquirió Glen—. ¿No pudieron aniquilar a los monstruos prehistóricos?... ¿Qué es lo que les impide repetir la hazaña con quienes pueden llevar la destrucción a nuestro mundo?
El Yeti esbozó una sonrisa mental. Sus efectos se tradujeron en las mentes de quienes captaban todos sus pensamientos. Volvió a dirigirles su atención y les expuso la razón de sus actos.
—En los tiempos a que ha hecho referencia el señor Croissy, mis antecesores pudieron vagar a su antojo por el planeta, porque los hombres apenas si sabían usar la razón. Vieron en ellos a unos gigantes... y nada más. Ahora sucedería algo diferente. En contra de mi propósito está mi aspecto. Sólo una persona verdaderamente inteligente puede dejar éste a un lado para considerar la importancia del pensamiento que se alberga en un cuerpo que para ustedes es el de un animal.
Desde aquí sólo puedo influir en algunas mentes privilegiadas, como ya hicimos los Vigilantes en el pasado. Nombres como Akh-en-Aton, Zaratustra, Confucio, Mencio, Buda, Livingstone, Foucauld, y tantos otros, recibieron de las mentes de los Vigilantes las ideas pacíficas que elaboraron de modo consciente cada cual según su particular forma de ser y el ambiente en que se envolvían. Muchos de ellos fueron despreciados y vilipendiados por las gentes que entonces vivían en torno suyo. Eso me hace temer que las circunstancias sean hoy mucho peores. Por eso les he dejado llegar hasta mi. Porque necesito de la colaboración de los humanos. Ha llegado el momento en que el Vigilante precisa crear en torno suyo un grupo de adeptos que puedan influir en los demás hombres.
He sondeado sus mentes mientras me buscaban. Sé cuáles eran las intenciones que les animaban en al búsqueda. Conozco sus anhelos e ilusiones y creo que pueden convertirse en excelentes colaboradores míos con el fin de devolver a la Tierra la paz que necesita para cumplimentar su destino y ocupar el puesto que merece en el concierto de los otros mundos. Gracias a ustedes, y a cuantos se les unan, su raza podrá pasar a formar parte de la Gran Raza que gobierna los otros mundos, donde no se conoce el odio, la ambición o la guerra.
No quiero ocultarles que el trabajo será penoso y difícil. Tendrán que soportar grandes contrariedades y también sufrirán desengaños. Pero creo que el motivo para el cual les he llamado vale la pena: se trata, nada más y nada menos, de salvar al mundo. De darle la paz.
Y ahora, como todos ustedes son hombres libres, son muy dueños de aceptar o rechazar mi ofrecimiento. ¿Qué me contestan?
Antes de que ninguno de los expedicionarios formulara su respuesta, ya el Yeti había captado sus pensamientos. Todos ellos aceptaban colaborar con él considerándolo como un gran honor.
Las palabras lo confirmaron.
Entonces el Yeti les explicó que durante algún tiempo permanecerían con él en la montaña. Así serían iniciados en la forma de utilizar hasta el máximo todas sus facultades, muchas de ellas en estado latente. Les enseñaría a dominar sus cuerpos erigiéndose en amos de las funciones de éstos, inclusive de algunas, como la respiración y la circulación de la sangre, que según la universal creencia son automáticas, o independientes de la voluntad. Se convertirían en poco menos que en superhombres, dotados del poder de la transmisión telepática a distancia. Gozarían de la clarividencia y la clariaudición. Podrían ejercer funciones pensantes simultáneas y por separado. Quedarían capacitados para teleportarse por el espacio sin consideración para ningún obstáculo de masa ni distancia. Podrían proyectar su yo a un lugar determinado sin necesidad de estar en él en forma corpórea, pero conservando todas las propiedades de la presencia real. En una palabra, el Yeti les prometió otorgarles las mismas virtudes que le hacían un ser privilegiado con respecto a la raza humana, pero que en realidad eran poco menos que innatas o connaturales de la Gran Raza, a la que ellos pasarían a pertenecer desde el instante de su aceptación. De común asenso todos acordaron someterse al aprendizaje propuesto por el Yeti. Sin embargo subsistía un obstáculo. La profesora Lizzari fue quien hizo la oportuna objeción.
—¿Y los «sherpas»? ¿Reúnen las condiciones necesarias para convertirse en auxiliares suyos?
El Yeti lo negó con rapidez. Pero ofreció la solución.
—Desgraciadamente no están en condiciones de ser utilizados para esta magna tarea. Sus cerebros no están lo suficientemente cultivados. Son seres esencialmente primitivos. Por ello lo mejor será someterlos a un tratamiento hipnótico de olvido. De este modo no correremos el riesgo que puedan contar a nadie lo ocurrido. Dejaré en sus mentes tan sólo el recuerdo de la catástrofe sufrida por sus compañeros y les infundiré la idea de que ellos sobrevivieron al accidente por pura casualidad.
Glen frunció el ceño.
—En ese caso —opuso—, cuando nosotros volvamos a la civilización resultará muy difícil explicar satisfactoriamente cómo pudimos salvarnos y sobrevivir durante el tiempo que hayamos permanecido aquí.
—Su objeción es muy justa —transmitió el Yeti—, pero ya he pensado en ello. La versión oficial que den a lo ocurrido coincidirá en parte con la de los "sherpas". Cuando regresen a lo que ustedes llaman civilización, y que para mí es un estado de semibarbarie, dirán que la tormenta les separó de sus "sherpas". Entonces vagaron por los montes hasta encontrar un grupo de lamas tibetanos que les socorrieron y llevaron a Lhassa. Debido a su precario estado de salud e incluso a una pérdida parcial de la memoria no pudieron comunicar a nadie dónde se encontraban. Al recobrar la salud, o sea pasado el tiempo que preciso para enseñarles lo que deben saber, irán a Lhassa y el Gran Lama será quien se haga cargo de confirmar esta versión. El resto ya no ofrecerá dificultades.
—¿Estará conforme el Gran Lama en participar en este engaño? —preguntó Si Akvenanda.
Nuevamente el Yeti emitió lo que parecía una sonrisa mental. Todos captaron la ironía que impregnaba su respuesta.
—El Gran Lama recibirá mentalmente mis instrucciones. No sólo accederá a confirmar la versión que ahora les he ofrecido, sino que puedo adelantarles ya que él es el primero de los adeptos que he formado.
Después de aquello ya no se pusieron más objeciones y todos quedaron acordes en llevar adelante el plan tal como lo había concebido el Vigilante de la Gran Raza. Los cuatro expedicionarios pasaron, pues, desde aquel preciso instante, a considerarse como subordinados o alumnos suyos, y como miembros de la Gran Raza a la que esperaban llevar la totalidad de la humana.
* * *
Los progresos de los tres hombres y de la profesora Lizzari fueron rapidísimos. En menos de cuatro meses estuvieron en condiciones de practicar la levitación sin límite en cuanto a la distancia de separación del suelo base. Además, aprendieron a levitar en posición vertical o inversa.
Glen hizo un comentario que provocó las risas de sus compañeros, cuando hubo comprobado las ventajas de ese sistema.
—Acabaron para mí los problemas de las ascensiones. Desde ahora no habrá monte ni pendiente que se me resista. Bastará con levitar un poco y ¡zas!... ¡Arriba!
Las risas de sus alumnos hicieron acudir al Yeti.
—¿Qué ocurre?
En las mentes de los cuatro sondeó la respuesta. En un principio estuvo tentado de corear sus risas. Luego les reprendió:
—Eviten el pensamiento de mostrar en publico sus facultades. Ello pondría sobre su pista a los enemigos. Es preferible que sigan creyéndose inmunes que en peligro. Esto último les haría extremar sus precauciones.
Los cuatro quedaron cabizbajos, como alumnos que han sido cogidos en falta por el profesor. Mentalmente prometieron no reincidir en el deseo de vanagloria. El Yeti se dio por satisfecho.
—¿Qué tal se sienten? —inquirió.
La unánime respuesta fue de que se encontraban en perfecta forma. El Yeti sonrió mentalmente y les sugirió una prueba. Accedieron rápidamente y corrieron a desvestirse. Unos minutos después se encontraban de nuevo reunidos en la sala de control cercano. Vestían unas mallas exiguas que se amoldaban a sus cuerpos, pero sin proporcionar a éstos el menor calor.
El Yeti se puso en cabeza y les abrió paso hacia el exterior.
Nevaba intensamente.
La temperatura ambiente era inferior a los veintitrés grados centígrados bajo cero, pero ninguno de ellos acusó la impresión de frío.
Con las exiguas ropas que vestían apenas si habrían podido resistir unos minutos la nevada y el frío. Pero eso pertenecía al pasado. Gracias al poder de su voluntad consiguieron dominar sus reacciones endocrinas y permanecer inmóviles, cruzados de brazos, soportando la caricia de los copos, como si se tratase de «conffeti».
—¿Qué tal? —preguntó Glen—. ¿Lo hacemos bien?
—Sí —respondió el Yeti—. Pero aún no es suficiente.
El Vigilante de la Gran Raza hizo una pausa mental. Luego, añadió:
—¡Siéntense!
Los cuatro se miraron extrañados, Sheila dirigió una ojeada al suelo helado. No pudo contener un pensamiento de duda. El Yeti lo captó pero no hizo el menor comentario. Les dejó que vacilasen. Luego, para decidirles volvió a repetir su orden.
Los hombres fueron los primeros en sentarse. Concentraron sus mentes en la idea de que debían dominar sus tejidos exteriores y que el calor interno de su cuerpo bastaba para aislarles de la temperatura exterior. Lo consiguieron a los pocos segundos. Sheila fue la última en sentarse sobre el hielo. Al hacerlo se estremeció percibiendo el contacto frío. Inmediatamente, el Yeti le envió un mensaje de confianza.
—No se distraiga. Concentre la voluntad. El frío no existe. Sólo la carencia del calor, pero ésta es soportable. ¡Sopórtela! ¡Exíjaselo a su cuerpo!
La imposición del Yeti bastó para que reaccionase Sheila. Hizo un esfuerzo y dejó de distraer sus pensamientos. Los centró todos en un mismo deseo: el de dominarse y soportar la temperatura ambiente. Mientras lo hacía recibió el impacto en su mente de la aprobación de su profesor. Se sintió satisfecha de sí misma.
Permanecieron en aquella posición casi una hora. Pasado este tiempo el Yeti volvió a dirigir a sus mentes una nueva orden:
El pensamiento es más fuerte que la naturaleza. Basta desear algo intensamente para que se produzca el cambio que se pide. Exijan a su cuerpo que desprenda el máximo de calor. Tanto como para fundir la nieve y el hielo que roza sus cuerpos. Piensen que es más fácil vencer al agua helada que a sus voluntades. ¡Compruébenlo!
Durante una fracción de segundo, los cuatro alumnos quedaron extrañados por la orden. Pero no vacilaron más. En esta ocasión Sheila fue la primera en ejecutar la orden del Vigilante. Concentró su mente en la idea sugerida por el Yeti y a los pocos minutos notó cómo, de su cuerpo, se desprendía un agradable calorcillo. Luego, éste se tornó en sensación abrasadora. Apenas se produjo en ella esta impresión cuando notó que el hielo sobre el que se hallaba sentada iba reblandeciéndose. Dejó escapar una exclamación de triunfo.
—¡Lo estoy consiguiendo! ¡Se funde el hielo!
Casi simultáneamente le llegó la represión del Yeti:
—No se distraiga, Sheila ¡Siga adelante hasta el final!
La mujer aceptó la repulsa y volvió a pensar en lo que debía hacer sin ninguna clase de interrupción. Poco a poco se fue hundiendo en el suelo. El hielo se fundía en torno suyo formando un hueco cada vez mayor.
Sheila utilizó entonces otra de las lecciones recibidas. Dejando una parte del cerebro concentrada en la misma idea, manteniendo la tensión que provocaba el desprendimiento calorífico de su cuerpo, dirigió otro sector de su mente a sondear las de sus compañeros para saber qué tal les iba con aquella prueba. Captó la misma sensación de triunfo que le embargaba a ella.
Los cuatro habían conseguido fundir el hielo en torno suyo con el simple y único poder de sus voluntades.
El Yeti lo proclamó cuando dio por terminada la prueba.
—Son unos discípulos aprovechados —reconoció—. A partir de ahora procederemos al estudio más complejo. Será el más difícil, pero también el más interesante. Quiero que todos y cada uno de ustedes sepan desdobla su personalidad hasta el punto de verse a sí mismos, y hallarse simultáneamente en dos o más lugares. Después de esta pequeña prueba de hoy, creo que se hallan ya en condiciones de pasar a otra esfera de superación tanto física como mental. Su cuerpo ya no constituirá un obstáculo sino un medio muy eficaz para lo que deben realizar en adelante.
Con una orden mental les indicó que se pusieran en pie y que volviesen al refugio de la montaña. Pocos instantes después se hallaban reunidos de nuevo en la sala de control cercano. Una vez en ésta les mostró la pantalla en la que se reflejaba la ciudad de Katmandu.
Así pudieron comprobar que las autoridades habían concluido el interrogatorio de Dawa Tensing y los seis «sherpas» y que se había aceptado la versión ofrecida por éstos.
El mundo les daba por muertos.
Pero ellos estaban bien vivos y cada vez en mejores condiciones para emprender la tarea de reformarlo hasta que se olvidasen en él todas las ideas capaces de llevarlo a la autodestrucción.
Capítulo VI
Al fin llegó el momento de abandonar el refugio del momento. A los cuatro les resultó difícil despedirse del Yeti. Éste había insistido en que siguieran llamándole de aquel modo.
—Entre los míos tengo un nombre que a ustedes les parecería una cifra... y a mí también. No considero que el llamarme Yeti sea un apelativo insultante.
Les condujo a la cámara superior, la de control remoto. En presencia de los cuatro, el Yeti estableció contacto con el Gran Lama de Lhassa al que advirtió la próxima visita. Una vez recibieron la conformidad del joven lama que regía los destinos de las comunidades tibetanas, los cuatro se dispusieron a partir. El Yeti les dio la señal sin volverse a mirarles. Sus pensamientos estaban unidos. Las mentes se decían que podrían permanecer siempre en continuo contacto.
—En cuanto alguno de vosotros me necesite —les comunicó el Yeti—, no tendrá más que entrar en trance para que yo comunique con él. Pero ahora podéis ir solos. Os corresponde un trabajo difícil y creo que estaréis a la altura de la misión que yo os he confiado en nombre de la Gran Raza. Vais a ser sus agentes reclutadores mientras yo continúo como centinela.
Los últimos pensamientos del Yeti llegaron a los cuatro expedicionarios después que éstos hubieron salido del observatorio. Para ellos no fue necesario utilizar ninguna salida especial. Les bastó concentrar sus mentes y proyectarse fuera de la sala de control. Unos minutos después se encontraron en el exterior, en la misma cima del Everest.
Hasta ellos fluían los pensamientos del Yeti indicándoles lo que debían hacer. Estaba siguiendo sus movimientos en la pantalla. Él les veía y además estaba en contacto con sus mentes. Como un protector.
Los cuatro, a una, procedieron a trasladarse en el pensamiento a Lhassa. Proyectaron allá sus formas corporales. Unas fracciones de segundo después, mentes y cuerpos volvían a reunirse en una amplia terraza. En presencia del Gran Lama tibetano.
El joven no pareció sorprenderse al ver aparecer súbitamente ante él a las cuatro formas humanas. Aguardó unos instantes, los precisos para que aquellas proyecciones mentales se convirtiesen en seres reales de carne y hueso.
Entonces les dio la bienvenida.
—Por el momento deberán abstenerse de hacer que alguien les vea. Podrían recelar los Lamas si apareciesen súbitamente ante ellos.
—¿No está todo previsto para justificar nuestra presencia aquí?
—Sí, pero a su debido tiempo. Ahora me permito indicarles que me sigan a sus aposentos. Les he preparado yo mismo las habitaciones. En ellas encontrarán una gramática tibetana y la estudiarán para encontrarse en condiciones de conversar con quienes, en estos momentos, ya creen haberles salvado hace cinco meses de una tormenta que les sorprendió a ustedes cerca del Himalaya.
»Como nuestro amigo no les ha enseñado el lenguaje propio de esta región y resultaría sumamente extraño que hubiesen vivido en Lhassa estos cinco meses sin aprenderlo, he creído conveniente asignarme yo mismo esta tarea hasta poder presentarles a los Lamas de esta comunidad.
»Luego. cuando ya puedan hablar con ellos, permanecerán con nosotros unas semanas hasta acomodarse completamente a nuestra especial forma de vivir. Así, al volver a sus respectivos países podrán explicar con todo lujo de detalles lo que es Lhassa y cómo se vive aquí. Esos detalles, lo más prolijos posibles, tendrán la extraordinaria virtud de acallar cualquier duda que pudiese surgir en las mentes de nuestros enemigos.
El profesor Si Akvenanda dio su conformidad al plan indicado por el Gran Lama. Sus compañeros se apresuraron a darla también. Entonces, el tibetano les condujo a sus habitaciones y les dejó en ellas con comida y agua, indicándoles que volvería al anochecer para dar comienzo a sus lecciones.
Al quedar solos, los expedicionarios se miraron con aire sonriente. Si Akvenanda fue el primero en hablar.
—Aunque me lo hubiesen jurado no habría creído posible que nos sucediese algo semejante cuando partimos para realizar la expedición en busca del Yeti.
—Lo más curioso —dijo Glen—, es que después de haberle encontrado no debemos hablar de él. Tendremos que confesar un fracaso.
—En efecto —reconoció el zoólogo hindú—. Y además debemos estar siempre al tanto por si se intentasen nuevas expediciones.
—Dudo mucho que después de las vidas que ha costado ésta se haga un nuevo intento —terció el doctor Kierseth, pensativo.
Por las mentes de todos ellos pasó el recuerdo de quienes les habían acompañado en la primera etapa y que habían tenido un final tan trágico. Pero en aquel recuerdo no se mezcló la compasión. Sabían que su amigo, el Yeti, obró en estado de legítima defensa. Era preciso eliminarlos a ellos para que no diesen con él. Sobre todo después que supieron que el profesor Reisner no obraba por motivos desinteresados, sino que formaba parte del grupo que pretendía adueñarse de los destinos del mundo.
La profesora Lizzari decidió que aquel recuerdo podía resultar perturbador y lo aisló en su mente, aconsejando a los demás que la imitasen. Así lo hicieron y una pantalla de olvido se cernió sobre el recuerdo de sus ex compañeros.
Después, los cuatro se dirigieron a sus celdas para iniciar el estudio de la lengua tibetana. Querían adelantar en él para así volver lo antes posible al mundo que hasta entonces habían llamado civilizado y al que, desde que entraron en contacto con el Yeti, conocían bajo el apelativo de «el mundo de los bárbaros».
* * *
El aprendizaje del tibetano les resultó sumamente fácil gracias a las excepcionales condiciones que en ellos había despertado el Yeti, su primer maestro. En menos de una semana lo hablaron los cuatro con la misma fluidez que el propio Gran Lama, o que cualquiera de los miembros de la comunidad de Lhassa. Entonces se reunieron con el primero de los adeptos para celebrar una especie de consejo y decidir la manera de realizar su irrupción en el mundo de los bárbaros.
—Teniendo en cuenta que han estado aquí —dijo el Gran Lama—, nadie se extrañará de que todos y cada uno haya asimilado una parte de nuestros conocimientos y que pretenda convertirse en jefe de una secta nueva.
»Es algo tan natural que lo extraño sería lo contrario. He consultado con nuestro protector y él está de acuerdo con el plan que he sometido a su aprobación. En virtud de éste y si ustedes también están conformes se dividirán el mundo en zonas de trabajo, al par que utilizarán nombres diferentes en su forma de captación.
—Si el Yeti está conforme —dijo Si Akvenanda—, nosotros también lo estamos.
En el preciso instante en que los pensamientos de los demás expedicionarios se unían a los de Si Akvenanda para manifestar su conformidad, los cinco personajes allí reunidos recibieron un impacto en sus mentes. Fue algo sutil y alado, pero capaz de materializarse incluso en palabras. Sin embargo no fue así, porque el Yeti no las utilizaba. Sólo hacía uso de ideas y pensamientos.
—Estoy de acuerdo con lo que os propone el Gran Lama. Su plan merece mi total aprobación.
Para los reunidos resultó sumamente grato saber que pese a la distancia, su amigo el Yeti seguía en contacto con ellos. El lejano habitante del Everest les dio las gracias por haber formulado aquella idea y les dejó que siguiesen tratando libremente del modo de influir y de variar los destinos del mundo.
—Como les decía antes —prosiguió el Gran Lama—, deberán repartirse el mundo en zonas. Yo, como es natural, me he reservado el continente asiático. Tengo ya un adepto que estará dispuesto dentro de unos meses a partir para el continente africano e iniciar allí su labor de captación. Por tanto, ese continente queda descartado.
»Para ustedes cuatro quedan las siguientes zonas: Europa. América del Norte. América del Sur y Australia. Son cuatro. Igual que ustedes. ¿Qué les parece?
—Yo podría hacerme cargo de la zona europea —insinuó la profesora Lizzari—. Mi cátedra de Parapsicología debe esperarme aún en Roma.
El Gran Lama sonrió.
—Olvide esa cátedra. No volverá a ella.
—¿Por qué?
—Forma parte de nuestro plan. Usted deberá presentarse a los ojos del mundo como la directora de un movimiento nuevo, revolucionario, será una especie de profeta femenino que predicará otras formas de vida. La llamarán «la gran sacerdotisa de la Paz», un eufemismo como otro cualquiera, un nombre rimbombante que servirá para atraer hacia usted la atención de muchos, entre los que deberá escoger a los espíritus selectos para convertirles en adeptos a nuestro movimiento de salvación. Además, de este modo podemos contar con unos cuantos grupos que la obedecerán hasta el fanatismo.
—Conforme —murmuró Sheila—. De todos modos insisto en que se me conceda Europa. Creo que me moveré mejor en ella.
—Yo opino lo contrario —terció Si Akvenanda—. A mi juicio América del Norte es el lugar ideal para que demuestres tu talento. Allí una gran sacerdotisa será bien acogida. En Europa me parece que soy yo quien tiene las ventajas de su parte... gracias a lo que podríamos llamar exótico de mi personalidad.
—Ésa es también mi opinión —declaró entonces el Gran Lama.
—Bien —añadió Sheila—. No hace falta seguir tratando más del asunto. Europa se queda para Si Akvenanda y América del Norte para mí.
El Gran Lama se volvió entonces hacia el doctor Kierseht y Glen.
—Sólo falta que ustedes escojan sus respectivas zonas.
—Si Stephen no tiene inconveniente, yo preferiría hacerme cargo de la América del Sur.
—Me es igual —replicó el aludido—. Yo me quedaré con Australia.
—De este modo —agregó Glen dirigiendo una sonrisa de Sheila—, estaré cerca de ti y podremos ayudarnos si lo necesitamos... el uno o el otro.
—Respecto a eso —intervino el Gran Lama—, señalaremos unas horas determinadas cada día para intercambiar impresiones, comunicarnos la situación y conocer los adelantos que vayamos consiguiendo.
»Por mi parte propongo las primeras horas de la mañana. Como todos nosotros podemos descansar perfectamente dedicando al sueño tres horas diarias, opino que éstas deben ser las de una a cuatro, utilizando así las comprendidas entre las cuatro y las seis para establecer el intercontacto. ¿Qué les parece?
Todos se manifestaron acordes con ello y el Gran Lama pasó a debatir el último punto.
—Ya he dicho cuál será la forma en que actúe nuestra amiga Sheila. Queda ahora estipular las que corresponden a los hombres.
»Habida cuenta que Si Akvenanda es hindú sería muy factible que se convirtiese en una especie de propagador de la filosofía de su pueblo. Eso encontraría una fácil acogida entre los europeos, quienes parecen sentir una especie de debilidad hacia las ideas orientales.
—Precisamente fue esa idea la que me movió a pedir a Sheila que me dejase Europa a mi cargo.
—Perfecto. No hay que decir nada más a ese respecto.
El Gran Lama se volvió hacia Glen.
—Usted tiene merecida fama como deportista. Deberá añadir alguna victoria más sobre las que ya tiene conseguidas. Algo así como una ascensión espectacular a los Andes. Con ello provocará el entusiasmo de los jóvenes... y le será fácil crear una organización deportiva en la que se practique la Yoga al máximo... Esto en apariencia y para justificar los progresos que alcancen los alumnos que se conviertan en adeptos. ¿Qué le parece?
—Me parece una idea perfecta.
—Gracias por tan inmerecido elogio.
El doctor Kierseth carraspeó para llamar sobre él la atención del Gran Lama. Éste sonrió comprendiendo cuál era su deseo.
—Como usted es médico, es fácil resolver su forma de actuación.
—¿Si?
—Fundará una organización de curación por el espíritu. Con ello provocará a la Medicina oficial y podrá realizar curaciones espectaculares que le traigan adeptos y seguidores. Nadie podrá extrañarse de que quien propugna la salud por la sola acción de las fuerzas de la mente, obligue a sus fieles a realizar ejercicio y tareas de desenvolvimiento mental.
—¡Excelente!
—Bien —dijo el Gran Lama— estando pues todos de acuerdo, sólo me resta desearles suerte en su labor, o mejor dicho, eficiencia. Tengan bien presente que es preferible ir despacio que precipitarse. Antes de iniciar a alguien, cerciórense bien de que su estado mental nos sea favorable. La intrusión de un enemigo solapado en nuestro movimiento de salvación sería más perjudicial que la muerte de cualquiera de nosotros.
Con aquellas palabras se dio por terminada la reunión, después de lo cual los cuatro expedicionarios marcharon al patio del monasterio donde les aguardaba una caravana que debía conducirles hasta el río Brahamaputra cuyo curso seguirían hasta llegar a la India, donde darían a conocer su existencia y ganando Calcutta volverían a hacer acto de presencia en el mundo «civilizado».
* * *
Jonathan C. Graham detuvo el registrador de sonidos. El altavoz quedó mudo y el propietario de «The Globe» se volvió hacia los hombres reunidos en la amplia sala.
—¿Qué opinan ustedes de la noticia?
Se miraron unos a otros sin saber qué responder. Al fin, uno de ellos, un tipo corpulento y con cara de perro de presa, lanzó un denuesto seguido de un comentario despectivo.
—Todo eso son historias de las Mil y Una noches. Creo que esos tipos no se acercaron al Himalaya ni para ver el color de la nieve. Se quedaron bien calentitos en cualquier cabaña de pastores y salen ahora, al cabo de medio año, intentando que la gente les crea la historia que no tiene ni pies ni cabeza.
Graham levantó la mano para atraer sobre sí la atención de los allí reunidos y dijo:
—El Consejero Eisenbergen nos ha presentado con su habitual claridad cuál es su idea sobre este asunto.
—Gracias —repuso el aludido.
—De nada. Pero temo que en esta ocasión, el Consejero Eisenbergen esté muy lejos de la verdad.
—¿Eh?
Ante el asombro de los miembros de la Asamblea Directiva, el director de «The Globe». que unía a esta condición la de Secretario técnico del Ministerio de Información y que. por tanto, era el «factótum» en dicho ministerio mundial añadió:
—La noticia que les he ofrecido en sonorización directa la obtuvo uno de los mejores agentes del Ministerio. Estaba en Calcutta cuando llegaron a la ciudad los cuatro supervivientes de la famosa expedición. Y, queramos o no, nos molesten o nos agrade, hay que reconocer que ésta costó la vida a una serie de «sherpas», varios científicos, uno de mis periodistas... y a un agente del Ministerio que en calidad de tal formó parte de la expedición. Me refiero al profesor Reisner.
»¿Creen de veras que este informador y zoólogo podía ser dejado fuera de combate así como así...? Yo les aseguro que no. Para que mi agente haya perecido han tenido que concurrir circunstancias muy especiales.
—¿Le parece poco un alud? —cortó despectivo, Eisenbergen.
—Sí. Reisner no era hombre como para aventurarse por un terreno propicio a tal clase de accidentes.
El consejero, además presidente del trust del acero, se encogió de hombros. Junto a él se hallaba otro consejero, Ephraim Love, que era al mismo tiempo el llamado «rey del petróleo», y que miró a su compañero con manifiesta severidad, pero éste ni se molestó en darse por enterado.
—Por muy listo que fuera Reisner —opinó— hay fuerzas naturales contra las cuales nada puede el hombre por listo que sea. Reconózcalo.
—Lo admito —aclaró Graham—, pero es que en este caso se dan otras circunstancias muy extrañas.
—Aclare eso —indicó el hombre que presidía la Asamblea y que era al mismo tiempo el Presidente del Gobierno Mundial—. ¿Quiere decir que la muerte de Reisner no fue accidental?
—No es ésa mi intención, excelencia. Si bien debo reconocer que tengo algunas dudas a ese respecto. Lo que quiero decir es que han sucedido cosas muy raras antes y después de la expedición.
» Veamos si no el proceso de su desarrollo.
»Primero, todos y cada uno de los miembros fueron sondeados mentalmente por los telépatas del Cuerpo de Policía que tan hábilmente dirige nuestro compañero Silas Blassi. Se supo así que sus intenciones eran rectas. Quiero decir, que eran precisamente las que pregonaban. A excepción, claro está, de mi Informador, el profesor Reisner.
—¿Y qué? —interrumpió el Presidente War-Zu-Ling—. ¿Qué prueba eso?
—En sí nada —reconoció Graham—. Pero es que ahora, los supervivientes de la expedición se comportan de un modo extraño. En vez de regresar juntos a la civilización se han separado en Calcutta y cada cual ha partido en dirección distinta.
—Se habrán cansado de verse las caras —opinó irónico el consejero Eisenbergen—. ¡Pasaron seis meses en Lhassa!
—Es posible, pero lo que me preocupa en ellos son sus mentes. Antes las sondearon nuestros telépatas con suma facilidad. En cambio ahora, parece como si supiesen el modo de proteger sus pensamientos de la curiosidad ajena.
—Olvida, señor Graham, que en Lhassa se practican todavía ciertas atrasadas artes mentales de autodominio. Tal vez fueran iniciados en ellas.
—Así lo he pensado, consejero Love. Pero su conducta no responde a la de unos iniciados en el Lamaísmo. Como usted mismo ha dicho, sus artes son retrógradas y están atrasadas respecto a los avances de la Parapsicología. Ellos en cambio parecen gozar de grandes poderes y condiciones mentales. Casi mejores que las de nuestros maestros telépatas o que los Orientadores.
»Además, cada uno de ellos opera en un continente distinto, al frente de un movimiento en apariencia diferente al de sus compañeros... pero orientados todos ellos hacia un mismo fin: la Paz.
—Bueno —murmuró el consejero Ephraim Love, con risita de conejo—. En ello coinciden con los propósitos que pregonamos. También pedimos la Paz.
—Sí, pero nos preparamos a invadir los mundos vecinos —atajó Graham—. Y ellos se han permitido acusar a los gobernantes, o sea, a nosotros, denunciando al mismo tiempo la corrupción que reina en ciertas esferas y que somos los primeros en promover para mejor dominar a quien nos interesa.
—¡Hum! —rezongó Eisenbergen—. Eso ya no me gusta...
—Por esto —siguió diciendo Graham—. anuncio a esta Asamblea que nos enfrentamos con un movimiento organizado. Con la colaboración del Departamento de Policía, he intentado por todos los medios introducir alguna perturbación en sus cerebros, a fin de poder volcarme sobre ellos con las armas que poseo y colocarlos en la picota ante los ojos de todo el mundo, ridiculizándolos gracias a los medios de información que están en mi poder. Desgraciadamente, debo confesar que he fracasado rotundamente.
»Por todo ello, solicité del Secretario del tesoro de nuestro Movimiento Secreto, el Consejero Lebentfeal, que se cursase una convocación extraordinaria para tratar de este caso.
Eisenbergen alzó entonces la mano reclamando la palabra.
—Creo que el Consejero Graham da demasiada importancia a esos tipejos. De todos modos, por si es cierto eso de que sus mentes han ofrecido resistencia a la penetración de los telépatas de nuestro Cuerpo de Policía Mundial, propongo que se utilicen los servicios de nuestra amiga y colaboradora, «la sacerdotisa del más allá», Hildebrand Gerlacher.
—Nunca actúa desinteresadamente...
—Lo sé, Graham —respondió Eisenbergen— pero hasta el mismo Blassi reconocerá que su cerebro es el más privilegiado de cuantos actúan a nuestras órdenes. Nos costará un poco caro, pero nadie mejor que ella puede descubrir lo que hay de cierto en todo esto.
—Por mi parte, estoy conforme.
El consejero que había presentado la sugerencia miró entonces al Presidente War-Zu-Ling quien hizo un gesto de asentimiento. Viéndolo Josuas Lebenthal se apresuró a tomar nota de esta decisión.
Al mismo tiempo, se puso en pie otro de los presentes, el único que vestía de uniforme y que ostentaba el pomposo cargo de general en jefe de los ejércitos terrestres, unificados bajo su mando. Cuando War-Zu-Ling le concedió el uso de la palabra, dijo:
—No tengo nada que objetar a la intervención de la «saceardotisa del más allá», pero no creo que deba limitarse a eso nuestra acción. Propongo que se destaquen varios elementos de confianza a fin de introducirse en el seno de esas asociaciones. Obtendremos así una fuente de información acerca de los móviles y hasta es posible, que si obran con suficiente habilidad lleguen a ocupar cargos importantes poniéndolas prácticamente en nuestras manos. De ello puede hacerse cargo nuestro jefe de policía. Silas Blassi.
El aludido, un hombre cuyo aspecto repelía a simple vista y cuya tez era tan pálida que parecía la de un hombre salido de la tumba, agradeció con una mueca el honor que se le ofrecía. Mientras, el general Castrillo seguía diciendo:
—Además, si se llega a comprobar que los promotores de esos movimientos pacifistas son contrarios a nuestros intereses, bastaría que el Departamento de Policía me enviase una notificación para que lanzara contra ellos un grupo de «comandos» para exterminarlos.
War-Zu-Ling levantó la diestra con aire cansado.
—Queda aceptada la propuesta del Consejero Militar. Póngase en práctica tal y cual él la ha presentado a la Asamblea.
En ese momento, Silas Blassi hizo uso de la palabra.
—Falta tomar una decisión de la máxima importancia. Me refiero a que las reuniones y asambleas de los directorios y grupos de acción de nuestro Movimiento se celebren siempre en salas insonorizadas. A todos les ha sido entregado mi informe a este respecto. El Departamento de Policía, en la sección de Parapsicología ha descubierto que el corcho es un elemento esencial para evitar espionajes mentales. Si esos individuos que han provocado esta reunión poseen como supone el consejero Graham, los poderes mentales que se les atribuyen, no estará de más que tomemos las oportunas precauciones y la más esencial es que nuestras reuniones y las de nuestros adeptos se celebren dentro del secreto más absoluto.
—Eso costará muy caro —opuso el consejero Lebenthal.
—Resulta preferible gastar el dinero en prevenir y no en curar —sentenció el pálido ministro de la Policía y de Seguridad Interior.
—El Consejero Blassi tiene razón —sentenció War-Zu-Ling—. Su proposición debe ser puesta en ejecución a partir de este momento.
—Gracias. Excelencia.
A regañadientes. Josua Lebenthal tomó nota de la nueva decisión. Luego, no habiendo más asuntos que tratar, la Asamblea de los hombres que estaban unidos en un Movimiento Secreto gracias al cual se habían adueñado de los resortes del poder mundial, fueron saliendo uno tras otro de la sala insonorizada donde se celebraban sus reuniones. En el amplio patio les esperaban veloces aeronaves para trasladarles desde la Sede de la Asamblea, en el antiguo territorio de Texas, a sus diferentes lugares de destino.
Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, el Yeti permanecía absorto ante su pantalla de control a larga distancia. Había podido ver cómo se reunían aquellos hombres de quienes sabía eran enemigos de la Paz y de la Gran Raza, pero no había podido captar sus pensamientos. La insonorización de la sala se lo había impedido.
—Tendré que avisar a mis amigos para que tomen precauciones. Temo que esa reunión no nos proporcione nada bueno.
Sin saberlo con certeza, el Yeti acababa de acertar respecto a las intenciones de aquella gente. Y es que la maldad sigue siempre unos caminos tan trillados que para el observador resulta evidente cuando se disponen a entrar en acción los que en ella basan todas sus ambiciones.
Capítulo VII
Los miembros de la sección eran incapaces de apartar la vista de Glen. Le escuchaban con tal atención que no se oía el zumbar de una mosca.
—Hay temas que pueden ser asimilados y comprendidos perfectamente gracias al trabajo intelectual —estaba diciendo Glen, mientras sondeaba las mentes de los jóvenes allí reunidos para cerciorarse de que entre ellos no hubiese ningún elemento perturbador—, por ejemplo, el estudio de las leyes que gobiernan legal y políticamente un territorio. Ya sabéis que las particularidades de una zona imponen leyes especiales adaptadas a las peculiaridades de la misma. No pueden regirse del mismo modo los habitantes de la Zona Ártica, que aquellos otros que se encuentran junto al Nilo Blanco. Pues bien, esas leyes, esas normas, pueden ser fijadas en el consciente y ser mantenidas gracias a la memoria.
»Sin embargo, hay otros temas que exigen algo distinto a una comprensión intelectual. Para asimilarlos se precisa un desarrollo personal, un desarrollo fundamental del espíritu y del cuerpo que debe acompañar a la comprensión intelectual. Así sucede con la música, las artes en general, el misticismo, la parapsicología, la percepción extrasensorial, etc.
»Voy a daros un ejemplo que os ayudará a comprender lo que acabo de deciros.
Inmediatamente se produjo un ligero rumor en la sala. Algunos de los presentes adelantaron sus cuerpos para captar mejor las palabras de Glen. Éste sonrió al recibir aquella muestra de atención con que era escuchado por los jóvenes entre los cuales iba a seleccionar al tercer grupo de iniciados.
—Cada uno de vosotros puede adquirir métodos de música. Por ejemplo, un curso completo de piano o de violín. Los hay que han sido escritos por grandes artistas y que cuentan con una explicación completa y detallada acerca de la técnica e incluso del modo artístico de ejecutar las piezas más difíciles.
»La lectura de un libro de este tipo no puede ocuparos más de dos días. Y dudo que encontrarais en su lectura alguna dificultad de tipo intelectual. Así, pues, comemos con el hecho de que una vez el libro en vuestro poder lo habéis asimilado intelectualmente en dos días. Ahora bien, una vez admitido esto, ¿creéis suficiente esa asimilación intelectual para poder declararse un excelente pianista o violinista? ¿Creéis suficiente esa experiencia para pretender que se posee la técnica de la ejecución artística hasta el punto de ser considerado como un artista perfecto...?
»Convendréis conmigo en que sería absurdo y que un alumno debe perfeccionar el ejercicio segundo hasta el máximo, antes de disponerse a pasar a la ejecución del tercero. Insisto, pues, en que el alumno deberá practicar los ejercicios preliminares durante algún tiempo, el que precise para asimilarlos de tal forma que sus actos se conviertan en instintivos, y eso será así aun cuando la lectura de tal ejercicio le haya ocupado sólo media hora, para ser comprendido intelectualmente.
»Este ejemplo nos demuestra claramente que la maestría en ciertas artes o que el dominio de algunas ciencias nos exige, además de la comprensión intelectual, el desarrollo de la actividad de ciertos centros nerviosos, de ciertos músculos, a fin de que unos y otros puedan responder con rapidez a las demandas que el espíritu puede hacer al cuerpo.
»Recordad el tiempo que necesitasteis cuando erais niños para aprender el alfabeto, para escribirlo. Vuestros ojos presentaban al cerebro la visión de lo que debía realizarse. La orden de éste era clara y terminante a los músculos y nervios encargados de la ejecución. Sin embargo, aun cuando poseíais lo que puede llamarse el conocimiento teórico, os faltaba el práctico. Carecíais de la virtud o de la habilidad necesaria para que músculos y nervios respondiesen a la orden cerebral con una acción inmediata y una ejecución perfecta. Os faltaba la agilidad en los dedos y en la mano, para que llevasen a cabo el acto que ordenaba el cerebro.
»Pues; bien, cuando se trata de principios de orden moral o metafísico se presenta otro problema y es que para llevar a cabo demostraciones en este sentido, es preciso que los músculos y nervios del cuerpo respondan a la perfección a los estímulos cerebrales. Y además, es preciso que ciertas facultades psíquicas, hasta entonces latentes o adormecidas, se desarrollen y ejerciten hasta alcanzar un grado total de perfección.
»Concretando, no basta con saber lo que hay que hacer, ni cómo debe hacerse. Es preciso que se dominen todas las facultades necesarias, físicas y psíquicas, para que ambas a una respondan al estímulo de la voluntad efectuando fielmente la orden que hayan recibido.
»Tened en cuenta que aun cuando comprendamos perfectamente los principios causales y que aun cuando sepamos, intelectualmente, cómo deben aplicarse éstos para obtener un determinado efecto, no poseemos el dominio de las facultades encargadas de realizar tal ejecución, no podremos conseguir nada, sea cual fuere la fuerza de nuestra voluntad y por muy completa que sea la comprensión intelectual.
»Por este motivo os he preparado una serie de ejercicios, muy sencillos al principio, que os iré comunicando paulatinamente, a medida que vayáis progresando en vuestro, desarrollo psíquico y mental. El motivo de que no os los ponga todos a vuestro alcance desde un principio es que quiero evitaros la tentación de que tratéis de asimilarlos rápidamente, con lo que obtendríais el efecto contrario al buscado, ya que lograríais un conocimiento incompleto. Y puedo aseguraros que sólo el conocimiento completo y total es realmente útil. El incompleto es necesariamente nefasto.
»A partir de ahora, después de cada reunión contaréis con un principio a meditar o un ejercicio a realizar. En ocasiones podré daros dos. Pero eso dependerá de los progresos que vayáis realizando. Esos principios o ejercicios deberéis tenerlos en consideración durante el tiempo que medie entre una y otra reunión. Así, los beneficios morales del principio puesto en práctica se ejercitarán sobre vuestras facultades mentales.
»Quiero que tengáis todos bien presente que no voy a crear en vosotros nuevas facultades, sino despertar o desarrollar las que ya existen.
»Recordad siempre que todas las funciones psíquicas del hombre empiezan a funcionar desde su nacimiento, o al menos durante la infancia, pero que, como consecuencia de una educación mal orientada y por falta de fe en dichas actividades se renuncia corrientemente a su uso postergándolas, permitiendo así que queden poco menos que anquilosadas. Nosotros dirigiremos sobre ellas nuestro pensamiento y haremos actuar la voluntad en tal forma que las haremos despertar a fin de que crezcan, se desarrollen y alcancen su potencia normal. Una potencia que los demás humanos llamarán sobrehumana.
»Y ahora, para dar por terminada esta primera reunión con vuestro grupo, antes de pasar a los ejercicios primarios, pensad en lo que os he dicho y en el principio que someto a vuestra consideración: «La potencia de una palabra radica no en ella misma, ni en su significado, sino en la acción que es capaz de engendrar».
* * *
—Les he convocado con carácter de urgencia para volver a tratar de los intrusos. Me refiero, naturalmente, a los supervivientes de la expedición al Himalaya.
—No hacía falta la aclaración mister Graham —repuso Ephraim haciendo un gesto de impaciencia—. Lo supusimos desde el primer momento. ¿Quiere explicarnos de una vez por todas qué ocurre?
—Sí..., aunque supongo que no les va a agradar la noticia.
—¡Acabe!
El Consejero Informativo carraspeó para aclararse la garganta. Había tenido que hacer un esfuerzo para mantener una cortina de protección sobre sus pensamientos y evitar que éstos fuesen conocidos por sus compañeros antes de que él los manifestase. Notó cómo algunos de ellos intentaban penetrar en su mente y sonrió al darse cuenta de que habían tenido que desistir. Entonces se dispuso a hablar.
—Todos ustedes saben que comisionamos a la «sacerdotisa del más allá». Hildebrand Gerlacher, para que estudiase las mentes de esos tres hombres y la mujer. Hace escasamente unas horas he recibido su visita y... ¡me ha confesado su fracaso!
—¿Cómo? —exclamó Eisenbergen—. ¿No ha podido sondear sus mentes?
—Así es.
Un profundo silencio siguió a esta información. Los rostros de todos los presentes acusaban una grave preocupación. Al cabo de unos instantes, Silas Blassi tomó la palabra para inquirir:
—¿Qué ha alegado la «hermana» Hildebrand?
—Está avergonzada por este fracaso —declaró Graham—. Dice que es la primera vez en su vida que no ha podido penetrar en una mente humana. Es más, añadió que al insistir en sondear la mente de dos de los sujetos ella misma estuvo a punto de ser descubierta. Percibió con toda claridad cómo el doctor Kierseth y el profesor Akvenanda, no sólo contenían sus sondeos mentales sino que lanzaban sobre ella unas ondas de penetración tan fuertes que sólo logró evitarla gracias a que se apresuró a poner en blanco el cerebro tomando una fuerte dosis de narcosamina.
Silas Blassi quedó perplejo. Él mejor que nadie, conocía el poder de la mente de Hildebrand Gerlacher.
Durante unos minutos nadie osó abrir la boca. Las miradas de los reunidos no se apartaban del rostro del parapsicólogo. Al fin, el ministro de Policía manifestó su presencia con un gruñido.
—Esto confirma los temores de nuestro amigo Graham. Ya no puede cabernos la menor duda de que en el Himalaya... o en Lhassa, ocurrió algo capaz de transformar a unos hombres y una mujer de seres normales en superdotados, capaces de resistir y. por lo visto, de vencer el cerebro mejor dotado de que disponemos.
»Por lo tanto, se imponen dos resoluciones.
»La primera es que debemos investigar en los lugares nombrados. Necesitamos saber qué sucede y si en esos sitios se está forjando un movimiento contrario a nuestros propósitos.
»Lo segundo es poner fuera de combate a los supervivientes de la expedición. Para ello el plan del general Castrillo debe ponerse en práctica inmediatamente, aunque deseo introducir una variación. Y es la de que al menos uno de ellos nos sea traído con vida para estudiar su mente y averiguar qué transformaciones se han producido en ella.
Al oírse nombrar, el general en jefe del ejército se puso en pie y declaró:
—Tengo dispuestos cuatro grupos de acción para aniquilar a cada uno de los intrusos. Sólo esperaba la orden de la Asamblea para hacerles entrar en movimiento.
—¿De cuántos hombres consta cada grupo? —inquirió Silas Blassi.
—Tres especialistas en P.E.S., dos telépatas y cuatro ejecutores.
—¿Qué graduación tienen los telépatas?
—La de maestros de tercer grado.
—Me parece insuficiente, general. Ya ha oído el informe de la «hermana» Hildebrand. Ese grupo va a tener que enfrentarse con seres superdotados. No con individuos normales. Para éstos sería más que suficiente el grupo que ha designado, pero en estas circunstancias creo que se debería proceder a un aumento del poder telepático incluyendo, por lo menos, un Orientador y tres maestros de primer grado.
—Como usted quiera. Organizaré los grupos con su sugerencia.
—¿Cuándo estarán dispuestos para entrar en acción?
El general permaneció pensativo unos instantes. Consultó su agenda y luego dijo:
—Dos semanas.
—Tiene que conseguirlo en una. No podemos perder mucho tiempo.
Ante el asombro de los presentes, Silas Blassi, añadió:
—Yo también me he preocupado de estudiar a nuestros «amigos» y sé que cada uno de ellos dirige un movimiento de renovación pacifista, el cual cuenta cada día con un incremento de afiliados y de seguidores. Y lo que es peor, estos nuevos adeptos están siendo instruidos de un modo que me llena de recelos.
»El hombre que se pretende renovador de la Yoga y que dice que gracias a este sistema puede conseguirse un dominio total del cuerpo, en realidad apenas si propone un ejercicio de los que practicaban los Yogis. Lo que hace es intensificar el dominio mental convirtiendo en seres supernormales a quienes hasta ahora habían sido individuos fáciles de someter por nuestros adeptos.
»Por su parte, los otros tres intrusos, aunque den distintos nombres a sus movimientos, siguen en todo el mismo sistema que Glen Croissy. En ellos no hay la menor diferencia. Por ello me permito afirmar que nos enfrentamos con un movimiento sistemático que tiende a un solo fin: el de dar Paz al mundo.
»No hace falta que les exponga en virtud de qué razones esos movimientos pueden ser fatales a nuestros propósitos, precisamente ahora que estamos a punto de lograr el dominio absoluto del planeta.
»Todo ello me lleva a la conclusión anterior. Es preciso aniquilarles y, además, investigar lo que ocurre en Lhassa y el Himalaya. Procederemos, pues, por orden realizando el general la primera tarea, después de lo cual y una vez debidamente interrogado el sujeto que nos traiga, procederemos a estudiar el plan más conveniente para realizar la exploración de las zonas en que se incuba una amenaza para todos nosotros.
En el preciso instante en que terminaba de hablar Silas Blassi sonaron unos zumbidos en la puerta. Todos volvieron la vista hacia ella y la fijaron en el control luminoso. Los zumbidos cesaron inmediatamente y entonces el proyector lanzó varios destellos con distintos grados de intensidad, variando al mismo tiempo el color de la luz.
—Es nuestro compañero Khrisna —exclamó Graham.
Y pulsando un botón que había junto a su mesa hizo que se abriese la puerta para dejar entrar en la sala al presidente de la «Amalgamated Co.D.H.S.» (Compañía de Producción y Distribución de Drogas, Hipnóticos y Soporíferos).
El oriental entró en la sala con paso rápido, en abierta contradicción con su habitual manera de obrar. Y sin esperar a que se le concediese la palabra, anunció:
—Caballeros, tengo una mala noticia que darles. El Gran Lama del Tibet ha estado organizando un movimiento clandestino que acaba de dar señales de vida. Pretende nada más y nada menos que reunir bajo su mando a todos los pueblos de Asia, inculcándoles la absurda idea de una igualdad total entre los seres humanos y la necesidad de la coexistencia pacífica como corresponde entre buenos hermanos.
»La idea ha sido acogida con verdadera ansiedad por el pueblo bajo, y se han producido manifestaciones en Delhi, Calcutta, Pekín, Shangai, Tokyo y Bangkok. La policía no ha podido actuar contra los manifestantes porque todos ellos han hecho gala de un pacifismo sin límites...
»Y por si esto no fuera suficiente —agregó haciendo un gesto de disgusto— los miembros de esta organización, o al menos a ellos se lo achaco, han incendiado todos los depósitos de estupefacientes de que disponía en China.
»Además. mis agentes me han informado que en África se ha producido un movimiento semejante. Lo acaudilla un tal Balú Simba, que se proclama a sí mismo discípulo del Gran Lama. Este individuo ha reunido bajo su mando a infinidad de nativos que proclaman su deseo de vivir en paz con el resto del mundo. Y también ellos han acudido a acciones subversivas, realizadas por la noche para no ser descubiertos. La consecuencia de estas actividades ha sido la destrucción de los campos de adormidera en el territorio egipcio y en el Sudán.
Silas Blassi levantó la mano reclamando silencio, pues a las palabras del oriental siguieron una serie de comentarios tempestuosos. Cuando hubo conseguido que todos le escuchasen, el parapsicólogo exclamó:
—Esto es definitivo. Y no podemos dudar de qué el movimiento subversivo parte del Gran Lama de Lhassa. Contra él dirigiremos los primeros golpes. Así pues —añadió dirigiéndose al general Castrillo—, además de la sección que ya tenemos concertada, propongo otra.
»Organice un bombardeo masivo de Lhassa y arrase ese foco de infección. Muerto el perro es posible que se acabe la rabia. O al menos nos será mucho más fácil liquidar a los cachorros.
El general se puso en pie y saludó con rigidez militar.
—Dejen el asunto en mi mano. Dentro de unas horas no quedará en Lhassa piedra sobre piedra.
—En cuanto a las complicaciones de tipo político que pueda provocar esta acción tan claramente militar —terció Graham—, no se preocupe por nada, general. Yo mismo me haré cargo de orientar la opinión pública de todo el mundo anunciándoles que se ha descubierto un nido de piratas en Lhassa y que las autoridades del continente oriental han obrado con la decisión y energía que requería el caso para aplastarlos.
El secretario golpeó la mesa y anunció que todas las decisiones habían quedado debidamente grabadas y que por lo tanto, no habiendo más asuntos que tratar, se levantaba la sesión.
Unas horas después, el general Castrillo daba las órdenes necesarias para que una escuadrilla de cohetes de bombardeo se dirigiese a Lhassa para arrasar la ciudad y el monasterio lamaísta.
Capítulo VIII
¡Glen! ¡Necesito ayuda! ¡Unos enemigos tratan de forzar las defensas de mi cerebro!
Sin que la distancia fuese un obstáculo, la angustiosa llamada de Sheila llegó hasta Croissy, pero éste, que se encontraba ante un problema semejante, muy a pesar suyo, se vio forzado a negar la ayuda que le pedía la mujer.
—¡Imposible acudir en tu ayuda!... ¡A mí me sucede lo mismo!
Casi al mismo tiempo se registraron las llamadas y las respuestas de sus otros compañeros. A todos se les intentaba dormir por medio de ondas cerebrales. Afortunadamente sus defensas eran muy superiores a lo que habían imaginado sus enemigos. De momento, al menos, podían resistir. ¿Pero cuánto tiempo conseguirían soportar la presión conjunta y simultánea de varios cerebros especializados?... La desproporción no podía ser más desventajosa para los cuatro camaradas. Cada uno de los grupos que les estaban atacando estaba constituido por un Orientador, tres telépatas con el grado de maestros de primera, tres especialistas en P.E.S., y a ellos se añadían los cuatro ejecutores que esperaban el momento de entrar en acción.
Unánimemente enviaron una llamada de socorro a su protector.
—Vigilante. Nos asedian... ¿Qué podemos hacer para vencer?
El Yeti captó inmediatamente las cuatro llamadas y respondió:
—Comprobad si vuestros atacantes gozan de todos los poderes de que disponéis vosotros. Espero que no será así. Por lo tanto empezad por ¡evitaros y ganar altura. Trasladaos luego a otro lugar. Creo que eso bastará para desconcertarles. Al menos ganaréis tiempo y podréis organizar mejor vuestra defensa hasta que os hayan localizado de nuevo e insistan en sus ataques.
—Gracias, Vigilante. Así lo haremos —respondió Si Akvenanda en nombre de sus compañeros.
Luego, mientras concentraba parte de su mente en dirigir su cuerpo hacia arriba, animó al trío restante.
—Noto que mis atacantes pierden potencia a medida que me alejo de ellos. ¡Imitadme! ¡Ganad altura!
El doctor Kierseth lanzó una exclamación de triunfo comprobando cómo, al levitarse velozmente y quedar a más de un kilómetro del suelo, la acción perturbadora de sus enemigos quedaba poco menos que anulada.
—¡Descubrimos el sistema! ¡Basta con trasladarnos!
Glen se había alzado también a suficiente altura, pero al captar los mensajes de Si Akvenanda y del doctor, emitió un pensamiento para la profesora Lizzari.
—Consuélate, Sheila. Gracias a la intrusión de esa gente podremos vernos. Voy a proyectarme a un lugar donde podamos encontrarnos. ¿Qué te parecen las cataratas del Niágara?... En el pasado eran el lugar preferido por los novios para su luna de miel.
—Muy amable —respondió ella—, pero tendrás que buscar otro sitio. Nuestros pensamientos son captados por el enemigo. ¿Lo has olvidado?
—¡¿Caramba!... ¡Es verdad!... Pero tengo la solución. Pensaré en varios sitios a la vez y tendrán que hacer eliminatorias... Tú reconocerás cuál es el verdadero porque está conectado con tu pasado... ¿Vale?
—¡Vale! Ya puedes empezar, Glen.
—Tokio, Berlín, Roma, Acapulco... ¿Tienes bastantes?
—Sí. Con uno me basta. Voy allá. Tal vez encuentre a mis antiguos alumnos.
—De acuerdo. Proyéctate. Dentro de unos instantes nos encontraremos.
Muy divertidos por la burla que habían inferido a sus atacantes, la profesora Lizzari y Glen se proyectaron a la capital italiana.
Los grupos de acción del general Castrillo se quedaron con un palmo de narices mirando al cielo, de donde habían visto desaparecer a sus presuntas víctimas. Inmediatamente, por orden de los respectivos Orientadores, los telépatas se pusieron en contacto unos con otros para averiguar si alguno de ellos había captado algún otro mensaje.
Como el resultado fue negativo no les quedó más remedio que volver a sus aviones y regresaba la sede de la Asamblea, donde el general les aguardaba para conocer el desarrollo de la misión que les había encomendado.
El informe de los cuatro Orientadores no pudo ser más deprimente para Graham y sus compinches. Quedaron desconcertados al oír hablar de un Vigilante.
—Debe ser el Gran Lama —murmuró Eisenbergen.
—Si es así —declaro el general, golpeando iracundo la mesa con el puño cerrado—, ya no nos dará mucho que hacer.
Dirigió una ojeada a su cronómetro de pulsera y añadió:
—En estos precisos instantes la escuadrilla debe estar bombardeando Lhassa. La intervención de hoy habrá sido la última del Gran Lama. Las bombas de pultonita que caerán sobre el monasterio destruirán todo rastro de vida animal en un radio de mil kilómetros.
* * *
Hendiendo el aire, las bombas cayeron sobre la ciudad sagrada del lamaísmo. La zultonita provocó la reacción en cadena de los elementos radiactivos que se hallaban dentro de cada una de las bombas y el clásico hongo atómico se elevó sobre Lhassa.
El Gran Lama se encontraba en su aposento entregado a la meditación cuando hasta él llegaron las ondas mentales de los atacantes. Vaciló unos instantes que le fueron fatales. De haberse proyectado lejos de allí habría podido salvarse, pero durante el tiempo en que estuvo vacilando si debía abandonar o no a los suyos, las bombas hicieron explosión.
En menos de cinco minutos todo Lhassa se convirtió en una enorme pavesa. Las ruinas se amontonaron a medida que los edificios se desplomaban. La reacción de los elementos radiactivos hizo el resto.
Una hora después, en Lhassa no quedaba ni un solo ser viviente.
Las llamadas del Yeti a su primer adepto quedaron sin respuesta. El Vigilante de la Gran Raza no podía concebir que los hombres fuesen capaces de tanta maldad.
—Jamás hubiese pensado que para aniquilar a un solo hombre fuesen capaces de arrebatar las vidas de más de tres millares.
Inmediatamente dirigió su pensamiento hacia los otros adeptos.
—Sed precavidos. El enemigo ha pasado a la ofensiva. Manteneos alerta y no dejéis que os localicen. Son capaces de destruir la ciudad o los lugares donde sospechen que os halláis, sin importarles nada las vidas que ello cueste.
Al mismo tiempo les comunicó la pérdida del Gran Lama.
El Yeti no sabía que Silas Blassi había destinado a un grupo de sus mejores telépatas a la única misión de captar los mensajes que se comunicasen telepáticamente aquéllos a quienes él llamaba «intrusos».
Uno de estos telépatas se apresuró a presentarse ante su jefe en plena Asamblea para darle cuenta del mensaje que acababa de captar.
—¿Estás seguro que procedía del Vigilante? —inquirió extrañado Blassi.
—Completamente. Cuando un tal Balú Simba se dio por enterado de ello le dio ese título.
—Entonces —murmuró pensativo Silas—, eso quiere decir que el Gran Lama no era el hombre que buscábamos... Habrá que volver a empezar. Y lo peor es que no sabemos por dónde.
Graham se apresuró a tomar la palabra.
—Creo que se equivoca, consejero Blassi. Yo sé dónde encontraremos al Vigilante ese.
—¿De veras?... ¿Y puedo saber dónde?
—¡En el Himalaya!
Silas Blassi le miro sorprendido. Con un ademán le rogó que se explicase. Graham así lo hizo.
—Recuerden que señalamos dos lugares peligrosos. Uno era Lhassa.
—Y está destruido —terció el general Castrillo.
—En efecto. Pero queda otro. Y ése es el Himalaya.
—¿Pretende que creamos que el Yeti dirige todo este movimiento? —inquirió burlón Eisenbergen—. ¡Es ridículo!
—Ridículo o no, lo cierto es que desde que nuestros amigos fueron al Himalaya en su busca no hemos dejado de sufrir un revés tras otro. Y ahora yo les pido que examinemos con calma los hechos.
»Lo primero que hay que tener en cuenta es la desaparición de Reisner. Él no murió en Lhassa, sino en el Himalaya. En ello están acordes las versiones de los «sherpas» y del cuarteto superviviente.
—Prosiga —dijo War-Zu-Ling muy interesado—. Creo que vamos por buen camino.
—Gracias. El segundo punto a considerar es el de los movimientos de ese cuarteto. Declararon haberse extraviado en el Himalaya y dirigirse hacia el Tibet en vez de hacia la India. Ese error me resulta ahora muy extraño teniendo en cuenta los poderes de que gozan esos individuos.
—Entonces aún no los tenían —objetó Silas Blassi.
—¡Eso! ¡Eso es lo que yo quería que me dijesen! —exclamó entusiasmado el Consejero Informador—. Entonces, ¿dónde adquirieron esos poderes?... ¿En Lhassa?... A la vista de los resultados obtenidos en el día de hoy estoy seguro de que no fue así. ¿Qué otro sitio queda?
Un prolongado silencio siguió a esta pregunta. Nadie se atrevía a contestarla. Entonces, Graham, con una sonrisa de triunfo en los labios, exclamó:
—¡El sitio no es otro que el Himalaya!
Los miembros de la Asamblea se miraron unos a otros como si no pudieran asimilar aquella afirmación.
Ephraim Love se puso en pie y empezó a pasear por la estancia como un león enjaulado. De pronto se detuvo para encararse con Graham.
—Voy a repetirle la misma pregunta que le hizo antes Eisenbergen. ¿Cree que todo esto lo debemos al Yeti?
—Francamente, no.
—¿Entonces?
—Yo supongo que en el Himalaya debe haberse instalado alguien que pretende adueñarse del mundo y que para ello ha organizado estos movimientos que tantos quebraderos de cabeza nos cuestan.
»La famosa expedición de Si Akvenanda le proporcionó el medio de entrar en contacto con cuatro cerebros privilegiados y aprovechó la ocasión. Eso explica que el cuarteto permaneciese medio año sin dar señales de vida. Ése debe ser el tiempo que pasaron instruyéndose hasta adquirir esos poderes que les han convertido en supranormales.
»Por otra parte, las cercanías de Lhassa al Himalaya, la cualidad de que gozan de teledirigirse o proyectarse de un lugar a otro, nos permite deducir que el Gran Lama debió ser uno de los miembros del grupo y que estaba en contacto con ellos. Cuando llegó el momento de entrar en acción se separaron dividiéndose el mundo en zonas. Observen que cada uno de ellos se dirigió a un continente distinto. Y que el que debería quedar en blanco, África, ha sido perturbado por la acción de Balú Simba que se ha proclamado a sí mismo como discípulo del Gran Lama.
»Me parece que con todo esto esta bien claro de dónde proceden los golpes. Yo pondría la mano en el fuego de que nuestro enemigo está en el Himalaya. Sea el Yeti o un genio que se ha ido allá. Eso es lo de menos. Pero el lugar está perfectamente delimitado.
—¡Me ha convencido, Graham! —exclamó Ephraim Love.
—Y a mi también —dijo Silas Blassi—. Incluso añadiré que su explicación es tan perfecta que voto por una acción inmediata contra el Himalaya.
Y volviéndose hacia el general Castrillo preguntó: —¿Podemos desencadenar un bombardeo masivo sobre el Himalaya?
—Sí... desde luego... pero conviene no olvidar la altura de esa cadena montañosa... Las consecuencias podrían ser fatales... si se provocaba una reacción demasiado fuerte, y considero que debería hacerse un bombardeo muy intenso para destruir el refugio que, sin duda alguna, debe tener nuestro enemigo en un lugar tan inaccesible como ése. De haber otra solución yo preferiría intentarla antes que lo que me acaba de pedir.
Silas Blassi contrajo el rostro y se mordió los labios. La palidez de su cara se acentuó todavía más. El general, al darse cuenta de ello, se apresuró a balbucear unas excusas que el otro cortó con un seco ademán.
—No hace falta que se justifique, Castrillo.
Luego, volviéndose hacia los demás, inquirió:
—¿Alguno de ustedes puede ofrecer una solución al problema de acabar con el enemigo que se esconde en el Himalaya? Le ruego que hable. La situación es gravísima.
El consejero y secretario Josua Lebenthal fue quien, ante el asombro de sus compañeros, pidió la palabra:
—Me parece —dijo— que estamos dando vueltas en un círculo vicioso. De una parte se supone que nuestro hombre se halla tan escondido que las bombas que se lanzasen sobre su refugio deberían ser tan potentes que podrían provocar una hecatombe.
—En efecto —aseguró el general.
—Por otra parte —siguió diciendo Lebenthal impasible—, todos estamos de acuerdo en la necesidad cada vez más perentoria de liquidar a nuestro enemigo. Y sin embargo preguntan cómo dar con él. A mí me parece algo elemental.
—¡Dígalo de una vez, Josua! —exigió Silas—. ¡No se entretenga con discursitos inútiles!
Sin manifestar el menor disgusto por la brusquedad con que había sido interpelado, el secretario expuso su idea.
—Este problema se reduce al de la distancia más corta entre dos puntos. Todos me dirán que es la línea recta, ¿verdad?... Pues bien, para encontrar a un hombre que se esconde en un lugar determinado... la mejor solución es... ¡ir a buscarlo!
—¡Maldito charlatán! —rugió Blassi enfurecido—. ¿Y para eso nos ha entretenido tanto tiempo escuchándole?
—¿Conocía esa solución, consejero Blassi? —preguntó con cara de inocente el secretario de la Asamblea.
—¡Naturalmente!
—¿Y pues? ¿Por qué no la pone en práctica?
Entonces, adoptando una actitud seria, Lebenthal agregó:
—Todos ustedes parecen haber olvidado que el Yeti, o nuestro Genio desconocido, nuestro enemigo, como quiera que se le llame, se dejó ver por el cuarteto que ahora nos molesta. ¿Quién les dice que si enviamos nosotros otra expedición no se deje ver también por ellos tratando de ganarlos para su causa?
—¡Sus mentes! —replicó con rapidez Silas—. Ese hombre posee poderes supranormales de percepción extrasensorial. Es un P.E.S. de primera magnitud. Mucho mejor que cualquiera de los que nosotros utilizamos. Por otra parte su capacidad telepática está suficientemente demostrada por el hecho de mantener conversaciones mentales con sus adeptos, hallándose éstos distribuidos por los rincones más alejados del globo.
»No, una expedición ordinaria no conseguiría descubrir a nuestro hombre... Además, sus auxiliares le pondrían al corriente inmediatamente... Sin embargo... empiezo a vislumbrar una solución...
—¿Y es? —le preguntó Ephraim.
—No lo sé todavía con exactitud, pero sé que está aquí...
Y al pronunciar las últimas palabras, Silas se golpeó la frente con la palma de su mano.
—Pues mientras esté ahí y no salga de su cabeza, mal vamos a ponerla en práctica —rezongó Eisenbergen.
Al oírle. Silas se volvió iracundo hacia él. Iba a contestarle con un exabrupto cuando su rostro se coloreó súbitamente. Lleno de entusiasmo se puso a brincar mientras lanzaba exclamaciones entrecortadas.
—¡Ya está!... ¡No debe salir del cerebro!... ¡Habrá que cortar los pensamientos de los expedicionarios!... ¡Si no piensan no podrán ser descubiertos!... ¡Y además está el corcho!... ¡El más poderoso de los aislantes mentales!... Ante el asombro de los reunidos. Silas se echó a reír de un modo que tenía mucho de histérico. Ninguno de ellos se atrevió a interrumpirle. Pero la mayoría temió que se hubiese vuelto loco.
Ese pensamiento, al ser captado por el privilegiado cerebro de aquel parapsicólogo. le hizo detenerse y abandonar sus brincos y carcajadas.
—No estoy loco —dijo con voz suave impregnada de ironía—. Pero acabo de encontrar la forma de dar la batalla a nuestro enemigo... ¡Y de vencer!
Con un gesto contuvo el aluvión de preguntas que llovió sobre él.
—Lo lamento, pero tendrán que concederme un voto de confianza. Mi plan exige que nadie pueda conocerlo. Al menos, hasta que yo haya podido tomar las medidas necesarias a fin de que ninguno de los que tengan que participar en él pueden ser sondeados mentalmente por alguno de los cerebros supranormales de nuestras enemigos.
War-Zu-Ling hizo una seña al secretario indicándole que por su parte estaba conforme. En vista de ello, Lebenthal propuso:
—Los que estén conformes en conceder a nuestro compañero Blassi el voto que ha pedido, que levanten la mano.
Ephraim Love fue el primero en alzar la suya. Su ejemplo fue seguido inmediatamente por los demás. Entonces, War-Zu-Ling se encaró con el parapsicólogo y le comunicó:
—Cuenta usted con nuestra confianza. Puede poner en práctica el plan que ha concebido.
Y Silas, sonriendo muy seguro de si mismo, respondió:
—Gracias, caballeros. Les juro que no pasará mucho tiempo sin que vean en esta misma sala el cadáver del hombre que tantas preocupaciones nos ha causado.
Capítulo IX
La pareja se detuvo ante el arco de Trajano.
—Parece mentira que estas piedras hayan sobrevivido tantos siglos...
—Ojalá las generaciones venideras puedan decir lo mismo —murmuró Sheila juntando con fervor las manos.
—¿Tienes miedo?
—Sí —confesó ella—. Temo que si descubren que estamos en Roma lances sobre esta ciudad sus bombas y para acabar con nosotros aniquilen a todos sus habitantes. Esos criminales son capaces de todo. Ya oíste lo que dijo el Yeti.
Glen sonrió levemente. En sus conversaciones todos ellos se referían al Yeti atribuyéndole palabras, cuando en realidad siempre se comunicaba con ellos por medio del pensamiento.
—No podrán localizarnos. La idea del Yeti de cambiar nuestros respectivos campos de trabajo fue verdaderamente genial. Cada uno de nosotros figura como el reemplazante provisional. Y todos los sondeos mentales que han realizado los telépatas del enemigo sólo han conseguido ese resultado.
—Pero siguen buscándonos.
—Por mí pueden seguir haciéndolo tanto como quieran. Cuando llegue el momento de actuar lo haremos, y entonces comprenderán, demasiado tarde, que se equivocaron menospreciándonos.
»Además —agregó mirándola tiernamente—, de este modo puedo estar a tu lado... Ya nada podrá separarnos.
Las manos de ambos se unieron y se entrecruzaron los dedos. Aquélla era una caricia fortuita, igual que la que posiblemente se hicieron una pareja humana hacía millones de años cuando bajaron del árbol en que vivían y se dispusieron a habitar en una caverna.
Con las manos unidas se alejaron hacia el Trastevere. En su paseo no parecían darse cuenta de que hubiese gente alrededor suyo. Sólo tenían ojos para mirarse. Sin embargo, una parte de sus cerebros permanecía en estado de alerta presta a captar la menor sensación de peligro.
En vez de esto fue una llamada angustiosa lo que llegó a sus mentes.
—¡Se ha producido un desprendimiento de tierras cerca de Napoles!... Infinidad de viviendas se han derrumbado... ¡Necesitarnos ayuda!
La llamada del deber les hizo dejar para otro momento su idilio. Glen arrastró a Sheila hacia un portal mientras le decía:
—Voy a proyectarme al lugar del accidente. Ocúpate tú de mantener la cohesión en el grupo de Roma.
—De acuerdo. Pero ten cuidado.
—No temas. Lo tendré.
—¿Te parece bien que avise al Yeti?
—No es necesario que le molestemos por un simple accidente de la naturaleza. Otra cosa sería si alguien lo hubiese provocado.
—¿Temes eso?
Glen vaciló antes de responder. Pero ella leyó su pensamiento.
—Sí... Recuerdo que hace unos días Kierseth nos informó de que había sucedido algo semejante en Hawai... Quizá todo sea una coincidencia... pero...
El pensamiento quedó inconcluso al darse cuenta de que Sheila lo estaba captando. Glen se apresuró a rectificar con las palabras lo que su mente podía desmentir, para lo cual cerró ésta a cualquier penetración.
—Estoy seguro de que se tratará de una coincidencia. De todos modos ya sabes lo que tienes que hacer. Mantente alerta y prosigue con las clases de perfección al grupo de Roma.
Los dos habían quedado ocultos a las miradas de los paseantes. El portal, sumido a medias en la oscuridad, les protegía de la curiosidad de la gente. Cualquiera, al verles, les habría tomado por una pareja de enamorados.
Lo que eran en realidad.
Glen estrechó entre sus brazos a la mujer y la besó en los labios. Luego se zafó de ella y adoptó una postura rígida. Su mente se concentró en la idea que iba a realizar. Durante unas fracciones de segundo todavía permaneció en el portal. Luego, Sheila le vio esfumarse.
—Ya está en camino a Napoles...
Y unos segundos después murmuró:
—Ya debe haber llegado.
Entonces salió del portal y se dirigió de nuevo hacia el Trastevere. Allí debía celebrar la reunión con el grupo de adeptos que habían sido seleccionados para continuar la tarea de captación por el territorio italiano.
El movimiento pacifista creado por el Yeti estaba ganando terreno cada vez más. Y sus partidarios crecían por momentos. La alarma de sus enemigos era justificada. Por eso no descansaban.
* * *
—¿Lo tenéis todo?
—Sí, honorable.
—Enseñadme uno de muestra.
—Ahora mismo, honorable.
El hombre que parecía y obraba como un subordinado se separó por unos instantes de Silas Blassi. Volvió a los pocos minutos trayendo en sus manos lo que parecía un casco de corcho.
La palidez habitual de Silas creció al tener en sus manos aquel objeto. Sus manos lo acariciaron. Quiso comprobar la eficacia del mismo.
—Póntelo.
Su ayudante no se hizo repetir la orden. Entonces, Silas le conminó a que pensase lo que quisiese, pero sin colocar en su cerebro ninguna barrera de protección.
—¿Dejó libre el acceso a mis pensamientos?
—Sí.
—Bien... como usted quiera, honorable... ¡Ya está!
Silas concentró su mente en la idea de que debía penetrar en el cerebro del hombre que estaba ante él.
Trató de sugestionarse a sí mismo para conseguirlo a la vista de un primer y rotundo fracaso.
«Este hombre no es ningún supranormal. Sólo es mi ayudante. Siempre he podido bucear en su cerebro. Ahora ha de suceder lo mismo. Puedo conseguirlo. No hay nada que me impida hacerlo...»
Todos los esfuerzos de Silas resultaron un fracaso. No consiguió alcanzar la mente de su subordinado.
—¡Quítate el casco! —ordenó.
Al ser obedecido, dirigió con rapidez sus ondas cerebrales a la mente de su ayudante. Entonces sí pudo sondear a gusto entre los pensamientos de aquel hombre. No tenía secretos para él. La mente era un campo abierto para su escrutinio.
El ministro de Policía sonrió satisfecho.
—Supongo que no habrás puesto ninguna barrera, ¿verdad?
—No. honorable. Hice lo que usted dijo.
Silas lo sabía ya. Lo había comprobado en la mente del sujeto.
—Bien. Así me gusta. Coge ahora el casco y vuélvetelo a poner. Pero además quiero que te coloques encima de la ropa que llevas el equipo que hemos fabricado. ¿Dónde están almacenados?
—En la sala de reunión para iniciados.
—Entonces ve allá con el casco puesto. No debes quitártelo ni un solo instante. ¿Comprendido?
—Sí, honorable.
—Cuando te hayas vestido con el equipo refractario volverás a dirigirte a esta sala. Pero lo harás adoptando las siguientes medidas. Establecerás todas las barreras de protección mental que te sean posibles. Además de eso, una vez hayas tomado la decisión de venir aquí y la hayas transmitido a tus órganos móviles la anquilosarás en el cerebro, cubriéndola con una barrera de olvido. Es preciso que mientras vienes a mi despacho no pienses en lo que estás haciendo. ¿Entiendes?
—Sí, honorable. Lo haré tal y como lo ha dicho.
—De acuerdo. Ya puedes empezar.
El ayudante volvió a colocar el casco sobre su cabeza. Hasta aquel instante, Silas Blassi había podido ir siguiendo los procesos mentales de su subordinado como respuestas a las órdenes que le daba. Desde el momento en que el hombre se colocó el casco de corcho varió por completo la situación. La mente de éste quedó fuera del alcance de las ondas cerebrales de Silas. El parapsícólogo vio salir de la sala a su ayudante, pero por mucho que se esforzó le fue totalmente imposible captar con su mente cualquiera de los movimientos que realizaba aquel hombre en cuanto hubo desaparecido de su vista.
Sin embargo, su privilegiada mente podía percibir todavía la masa del cuerpo que se iba alejando de la sala. Pasaron unos cuantos minutos en aquellas condiciones. De pronto. Silas Blassi percibió como un completo vacío en torno suyo. No sólo no podía percibir los efluvios mentales de su ayudante, sino que ni siquiera captaba el aura que debía desprender el cuerpo.
—¡Acaba de ponerse el equipo refractario! —exclamó.
Al mismo tiempo adoptó una posición de extrema tensión. Puso en juego todas sus facultades con el fin de captar alguna señal. Quería percibir el acercamiento indudable de su ayudante. Sabía que éste le obedecía y que debía hallarse ya en camino. Pero su mente no conseguía «verle».
Transcurrió aproximadamente una hora desde el instante en que el ayudante salió de la estancia hasta que regresó a ella. Este último momento pilló por sorpresa a Silas. Lo esperaba de un instante a otro, pero no supo adivinar con su mente la proximidad del hombre que. obedeciéndole, iba hacia él de un modo inexorable... de un modo que para otro hombre podía ser implacable.
—Gracias. Ya puedes volver a tu trabajo. Y a partir de ahora haz que toda tu gente use los cascos. Queda terminantemente prohibido moverse por estas pertenencias sin llevar puesto el casco y el traje refractario.
—Se cumplirá su orden, honorable. ¿Manda algo más?
—Sí. Di a Theodor que venga.
—En seguida, honorable.
El ayudante de Silas Blassi saludó respetuosamente con una inclinación y se retiró.
El parapsicólogo tomó en sus manos el casto de corcho que su subordinado había traído para él. Lo miró de un modo casi cariñoso. Luego se lo puso y aguardó a que compareciese el jefe de sus laboratorios de experimentación.
Cuando Theodor entró en la estancia lo hizo llevando en sus manos un extraño artilugio de apariencia maciza. Sólo sobresalía de él una varilla que vibraba como una antena retráctil.
—¿Has experimentado tu aparato?
—Sí, honorable.
—¿Cuál es el resultado?
—Perfecto, honorable. Puede captar las emisiones mentales en una distancia de cincuenta kilómetros a la redonda.
—¿Localiza también la dirección de las mismas?
—Desde luego, honorable.
—Dámelo. Voy a comprobarlo yo mismo.
Silas Blassi se apoderó del aparato y pulsó el botón que lo ponía en funcionamiento. Instantáneamente, la antena vibró y dirigió su extremo hacia Theodor. Al mismo tiempo, en un cuadrante, Silas vio que marcaba exactamente la distancia que le separaba del técnico.
—Vuelve al laboratorio —ordenó.
Theodor se inclinó ante él y abandonó la sala. Con los ojos fijos en la antena y en el cuadrante de dirección y distancia, Silas fue siguiendo el alejamiento de Theodor hasta que observó que éste se había detenido. Permaneció unos instantes contemplando el aparato. Parecía esperar algo...
De pronto se produjo lo que aguardaba.
La antena ocupó la posición vertical y en el cuadrante desapareció toda señal de permanencia.
—Mi ayudante debe haberle dado ahora su casco y el equipo refractario. El aparato no acusa su presencia.
Y entusiasmado por el éxito conseguido, exclamó:
—¡Esto marcha!
De todos modos, y para comprobar el exacto funcionamiento de su artilugio, comenzó a moverse por el edificio.
Ni siquiera cuando Silas Blassi se encontraba ante uno de sus hombres equipado, eso sí, con el traje refractario y el casco, pudo captar gracias al aparato la presencia de éste.
La prueba había sido definitiva.
Silas Blassi estaba ya seguro de la victoria.
Dirigiéndose a la sala de reunión de los iniciados pidió al encargado de la misma que le facilitase un equipo completo. Lo hizo llevar a su propulsor y una vez instalado en éste comunicó por radio con el general Castrillo anunciándole su visita.
Media hora más tarde se hallaba ante el general y le hacía entrega del equipo refractario.
—¿Para qué es esto, Silas?
—Póngaselo inmediatamente, general. Hablaremos después.
Castrillo no replicó y obedeció la orden del ministro de Policía. Minutos después, ya equipado, volvió a repetir la pregunta. Silas sonrió al poder revelar parte de su plan.
—Estamos ya en condiciones de pasar a la ofensiva. Todos aquellos de nuestros hombres que vistan estos equipos refractarios pasarán desapercibidos a cualquier intento mental de penetración en sus cerebros. Ni siquiera podrán ser localizados por el aura de sus cuerpos. Eso quiere decir que podré enviar un equipo al Himalaya para localizar y sorprender a nuestro principal enemigo.
—¡Estupendo!
—Pero necesito todavía su colaboración. Quiero que a partir de mañana intensifique la producción de disturbios en puntos del globo lo más alejados posible. De ese modo distraeremos la atención de nuestros enemigos. Además, como los encargados de provocarlos utilizarán los equipos refractarios, sus actividades permanecerán siempre ignoradas y nadie podrá localizar que se trata de hechos humanos. Aparentemente, el mundo atravesará una crisis natural.
»Ésta es la misión que le encomiendo a usted y a sus grupos de acción. Al mismo tiempo, cuando los. Orientadores que dirijan esas acciones localicen a algún supranormal darán la orden a los Ejecutores para que lo eliminen sin piedad.
—¿Qué se hará en caso de que sólo se le localice en medio de una muchedumbre?
—Desaparecerán ambos —repuso cruelmente Silas Blassi—. En las actuales circunstancias la compasión no tiene lugar entre nosotros. Se trata de nuestra existencia o la del enemigo. Prefiero equivocarme y eliminar mil inocentes a dejar con vida a uno solo de esos supranormales.
—Perfectamente. Daré orden a mis grupos de que actúen de ese modo. ¿Dónde podrán recoger los equipos refractarios?
—En el laboratorio de mi Departamento. Dígales que vayan allá y que pregunten por Theodor. Él se los dará a la vista de su insignia. ¿Alguna pregunta más?
—Sí. ¿Cómo piensa atacar a nuestro enemigo del Himalaya?
Silas sonrió.
—Eso es todavía un secreto. Lo conocerá cuando haya conseguido el resultado apetecido. Hasta entonces nadie, excepto yo, conocerá ni un solo detalle de mi plan. Es la mejor garantía de su éxito.
—Bien. En ese caso no insisto.
Los dos hombres intercambiaron un saludo amistoso y se separaron. El general empezó a dar órdenes para reunir a los Orientadores de sus grupos de acción y Silas Blassi regresó al Ministerio de Seguridad Interior para dar cima al proyecto cuidadosamente perfilado de enviar una expedición al Himalaya.
La lucha entre las fuerzas de la paz, dirigidas por el Vigilante de la Gran Raza, y las de los hombres que trataban de desencadenar la violencia en el mundo para aumentar su poder llevando la guerra a otros mundos, iba a dar comienzo. Y Silas Blassi estaba seguro de que sería él quien obtuviese la victoria. Para ello contaba con poder eliminar a la cabeza del movimiento enemigo, aproximándose a ella sin posibilidades de ser descubierto hasta que fuese demasiado tarde para impedir que la muerte se adueñase del cuerpo de quien Silas Blassi tenía por un hombre supranormal. sin saber que con ello atraería sobre sí y sus compañeros la posibilidad de una acción ejecutora por parte de los Centinelas de la Gran Raza.
Y es que la maldad suele pasarse de lista y menospreciar las fuerzas del Bien cuando se oponen a ellas. Por eso acostumbra a ver que el fracaso es el digno colofón de sus actividades. Pero... ¿sucedería lo mismo en este caso?
El Yeti no esperaba ser atacado. Y sus enemigos estaban seguros de poder localizar su refugio antes de ser descubiertos. También estaban decididos a acabar con él. Ignoraban a quién iban a encontrar, pero Silas Blassi no dudaba de que fuese quien fuese perecería al ataque masivo que desencadenaría sobre él.
Capítulo X
Mientras hablaba el doctor Kierseth no se escuchaba ni el aletear de una mosca. Los nuevos adeptos le oían con una atención tan reverente que no podía ser mayor.
—Sucede que algunos —les estaba diciendo— emprenden estudios a fin de estimular el intelecto y la conciencia para despertar en sí mismos esa dualidad del ser de que nos ha dotado la naturaleza. Éste es un trabajo importantísimo para el hombre, pues gracias a él se reintegra a su verdadero lugar y le permite ocupar el puesto que le corresponde.
»Es evidente que quienes realizan esta especie de redención se convierten en seres privilegiados, no por su superioridad intrínseca, sino en comparación con los otros seres que se mantienen en un estado de atraso mental.
»Pero la superación de sí mismo no se consigue inmediatamente, por un hecho voluntarioso. Es preciso tiempo, constancia y voluntad. El desenvolvimiento de las facultades que han permanecido dormidas requiere crear hábitos. La naturaleza tiene también sus exigencias, y una de ellas es el necesario y lento desarrollo de los centros nerviosos y psíquicos que hubiesen debido funcionar desde el nacimiento pero a los que no se ha tenido en cuenta. Por lo tanto, todos los aquí reunidos deberéis ejercitar vuestros cuerpos y mentes en un trabajo metódico para adquirir el dominio sobre unos y otros.
»Quiero que grabéis en vuestras mentes un pensamiento básico de formación espiritual. El egoísmo debe ser desterrado entre nosotros. Pensad que todos los humanos recibimos en la misma medida que damos. Y así. al ayudar a otros, nos ayudamos a nosotros mismos, pues lo que hacemos por los demás nos es devuelto hasta el céntuplo.
»Todos los que os halláis aquí sabéis que nos enfrentamos con unas fuerzas egoístas, el mal ha desencadenado a sus seguidores que pretenden dominar a los servidores de la causa de la Paz. Contra esa acción nosotros lucharemos con nuestras propias fuerzas. Y para vuestra tranquilidad os diré que el Bien es un principio omnipresente en la naturaleza, permanente e intransitivo. Es progresivo, eleva a quienes lo practican, y es incapaz de humillar a quien lo confiesa. Todo lo contrario puede observarse en el mal. pero la existencia de éste no es real, por mucho que lo aparente, y es que en él hay un perpetuo cambio. Es transición continua y por ello mismo incapaz de un solo paso progresivo, pues tiende a la aniquilación e incluso a la autoeliminación. »Desde el instante en que todos vosotros aceptéis la idea de que en las cosas hay una gradación de bondad, y que la disminución de ésta proporciona la aparente existencia del mal, seréis conscientes de la existencia de un mundo mejor y encontraréis mayores motivos para vivir con alegría, aun en medio de circunstancias penosas. Y es que sabréis que éstas no son perdurables, sino que pasarán como lo requiere su naturaleza transitoria. Entonces relegaréis el mal a su verdadero sitio y cesará de existir para vosotros, pues vuestra mente y voluntad aunadas lo habrán eliminado por completo.
Llegando a este punto. Stephen captó un pensamiento de turbación en la mente de uno de los oyentes. Dirigió a él su atención y escudriñó en sus pensamientos localizando así el motivo de la perturbación. Inmediatamente le indicó con un gesto que se separase de los demás y se acercase a él.
—¿Desde cuándo padeces de la vista?
El joven no manifestó extrañeza de que su mal hubiese sido descubierto tan rápidamente. Se limitó a contestar:
—Desde que era estudiante. Tenía que trabajar para costearme los estudios. Los médicos me dijeron que el esfuerzo que hacía era excesivo...
—Siéntate y descansa... Aleja de ti todo pensamiento de cansancio... No estás trabajando ni estudiando...
Al mismo tiempo que hablaba. Stephen apoyó el índice de cada mano en las sienes del joven.
—Respira hondo... Tan profundamente como te sea posible, y contén el aire en tus pulmones todo el tiempo que puedas... ¡Ahora!
Al par que daba aquella orden, el doctor Kierseth hizo a su vez una profunda aspiración y retuvo el aire aspirado en sus pulmones. Después retiró los índices de las sienes del paciente.
—Respira normal —dijo, haciendo él lo propio.
Durante cuatro veces repitió los mismos gestos. Luego colocó la palma de su mano derecha sobre la frente del muchacho y la mantuvo apretada durante el espacio de tres minutos. Pasado este tiempo, durante el cual su mente se esforzó por calmar los pensamientos del joven y darle la tranquilidad que necesitaba, el doctor se separó de su paciente.
—¿Qué tal te encuentras ahora?
—Mejor... Ya no siento ninguna molestia...
Stephen le indicó que volviese a su puesto. Luego se encaró con los adeptos diciéndoles:
—Ya habéis visto cómo puede dominarse un ligero dolor de cabeza. Vosotros podéis hacer lo mismo. Para ello lo único que se necesita es que vuestra voluntad sea lo suficientemente fuerte como para dominar la de la persona que requiera vuestro auxilio.
—¿Y si es uno mismo el que sufre? ¿Puede aliviarse uno a si mismo?
El doctor Kierseth sonrió al captar aquel pensamiento en la mente del mismo muchacho al que acababa de aliviar.
—Para aplicarse este tratamiento a sí mismo, basta con apoyar los índices en las sienes. El lugar preciso no importa. Pero sí que el índice derecho se sitúe sobre la sien del mismo lado. Luego, mientras se mantienen los dedos en esta posición, se debe hacer una aspiración profunda reteniendo el aire en los pulmones tanto tiempo como se pueda. Después hay que expelerlo lentamente, con suavidad. Retirad a continuación los dedos de las sienes y respirad normalmente durante un par de minutos. Luego repetid el gesto anterior y realizad otra aspiración. Este ejercicio debe repetirse por lo menos cuatro veces. Luego colocad la palma de la mano derecha sobre la frente en el sentido longitudinal. Dejadla así durante unos minutos y respirad normalmente. Al cabo de unos cinco minutos el dolor o la sensación de pulsaciones dolorosas habrán desaparecido de vuestras mentes.
Al mismo tiempo que iba explicando los gestos a realizar, Stephen fue acompañándolos con los movimientos que describía. Luego dirigió una sonda mental a los pensamientos de sus discípulos para cerciorarse de que la comprensión había sido perfecta. Viendo que era así, añadió:
—Esto es sólo el principio de lo que conoceréis más adelante. Llegará momento en que seréis tan dueños de vuestra mente y de vuestro cuerpo que seréis capaces de regenerar células heridas por el simple acto de vuestra voluntad consciente.
Un coro de exclamaciones de sorpresa acogió aquella afirmación. Sonriente, el doctor Kierseth agregó:
—No creáis que ninguno de vosotros podrá dominar a la muerte. No. Llegará un momento en que sea absolutamente imposible la regeneración absoluta de las células afectadas. Ese será el final del cuerpo. Pero si os aseguro que lo que para muchos pueda ser mortal a vosotros os afectará de un modo pasajero.
Apenas acababa de hacer esta afirmación, cuando Stephen recibió en su cerebro una llamada de alarma:
—Acaba de producirse una hecatombe en Borneo. Si Akvenanda pide ayuda. No da abasto a regenerar a tanto afectado... ¿Puedes ir en su socorro? Yo hubiese ido en su ayuda, pero en Rhodesia se ha declarado una epidemia y Balú Simba me necesita.
—¿Y Sheila?
—Tiene trabajo en Hamburgo. Se ha declarado una huelga violentísima y no pasa minuto sin que se produzcan choques. Afortunadamente tiene un buen equipo de iniciados que ya pueden colaborar con ella.
Stephen se disponía ya a dar una respuesta afirmativa cuando apareció en la estancia uno de los adeptos. Visiblemente había llegado a todo correr. Estaba jadeante. Y al verle, exclamó:
—Acaba de producirse una sublevación en Sao Paulo. El gobierno ha enviado tropas para dominar a los rebeldes. Dicen que el movimiento revolucionario se ha extendido por todo el país y que la situación es crítica.
El doctor Kierseth hizo con la cabeza un gesto de asentimiento, dándose así por enterado, e inmediatamente se puso en contacto con Glen.
—Lo siento, muchacho. No puedo proyectarme. A mí me ha salido trabajo aquí. Se trata de una sublevación militar.
Hizo una pausa mental y luego añadió:
—¿No crees que todo esto tiene la apariencia de un plan preconcebido?
—Sí. Algo así vengo sospechando desde hace días. No pasa uno sin que se produzca algún acontecimiento semejante en uno u otro extrema del mundo. Se impone avisar al Vigilante para que nos ayude. Yo mismo me pondré en contacto con él ahora mismo.
—Conforme. Y que haya suerte, Glen.
—Gracias.
Roto el contacto mental entre los dos hombres, el doctor Kierseth dio por terminada la reunión con sus adeptos al quedar solo con el muchacho que había corrido a darle el aviso de lo que sucedía le pidió le guiase al lugar de los hechos.
Mientras tanto. Glen. antes de proyectarse hacia Rhodesia entraba en comunicación con el Yeti. En breves y rápidos pensamientos le puso al corriente de cuanto estaba acaeciendo desde hacía unos días y de las sospechas que había concebido acerca de ello que Stephen compartía.
La respuesta del Yeti fue inmediata.
—Acudid a todos los lugares donde se precise vuestra ayuda. Desde aquí procuraré estar en contacto mental con todos y cada uno de vosotros. Trataré de proyectar tantos efluvios benéficos como me sea posible.
Después de Lo que me has comunicado yo también creo que todo esto forma parte de un plan formulado por nuestros enemigos. Avisa a los demás para que estén prevenidos y eviten descubrirse. No tendría nada de particular que fuese un ardid para que os descubrieseis y así poder aniquilaros como lo hicieron con el Gran Lama. Ya sabemos que a nuestros enemigos no les importan las vidas humanas que puedan haber en juego.
Además, desde hace días no consigo localizar a algunos de los jefes del movimiento enemigo. Quizás han descubierto el modo de escapar a mi percepción. Por si fuese así y para evitar mayores males, voy a ponerme en comunicación inmediata con los Centinelas de la Gran Raza para que ellos decidan si ha llegado el momento de iniciar una acción más definitiva a fin de salvaguardar la paz de vuestro planeta.
Al captar aquel mensaje del Yeti, Glen dejó escapar un suspiro de alivio. La posibilidad de que los Centinelas de la Gran Raza acudiesen en su ayuda era tan consoladora que olvidó el peligro que amenazaba a los hombres de Rhodesia. Pero esa actitud pasiva sólo permaneció en él durante unas fracciones de segundo, las que tardó Balú Simba en emitir un mensaje solicitando su rápida presencia en Rhodesia.
Con la velocidad del pensamiento, Glen varió de actitud y se concentró en la idea de autoproyección. Minutos más tarde se encontraba en el otro extremo del planeta, ante Balú Simba para ponerse de acuerdo con éste en la manera de atajar la epidemia que amenazaba despoblar aquel territorio.
* * *
Los cohetes volaban muy altos, pero al mínimo de velocidad. Silas Blassi lo había exigido así para asegurarse el éxito de la operación. El tiempo era tormentoso y los aparatos se mecían dificultosamente. La tripulación estaba asustada. Pero no los jefes de la expedición. Ellos pensaban únicamente en aniquilar al enemigo. Todo lo demás, incluso su seguridad momentánea, había quedado relegado a un segundo término.
A medida que se acercaban al macizo del Himalaya, Silas se sentía más inquieto. Cuando al fin su jefe de ruta le advirtió que volaban sobre la gran planicie del Altin Tagh se dispuso a comprobar si su plan daba resultado. Lo primero que hizo fue poner en marcha el mecanismo del controlador de ondas mentales. La antena del mismo vibró unos instantes. Como si vacilase. Un sudor frío perló la frente del parapsicólogo. Luego, cuando la antena tomó una posición definida, lanzó un suspiro de alivio.
—¡Lo hemos conseguido!
Graham se le había acercado y miraba por encima de su hombro. La antena marcaba la dirección en que debían seguir volando. Rápidamente, Silas estableció el rumbo y se lo pasó al jefe de ruta. Éste comprobó los datos y, cuando se los hubo dado al piloto, dijo a sus jefes:
—La dirección que han señalado corresponde al Himalaya en su parte central. Nos dirigimos hacia el Everest.
Una sonrisa de triunfo apareció en los labios de Graham.
—Fui yo quien anuncié que estaba ahí nuestro enemigo.
—En efecto —reconoció Silas—. Y dentro de poco dejará de ser un peligro.
Los dos guardaron silencio y continuaron ron los ojos fijos en el cuadrante del controlador de ondas mentales. Las variaciones de rumbo que imponía el temporal fueron seguidas por las variaciones en el indicador. Cada una de ellas sirvió para confirmar a los dos hombres que se hallaban sobre la pista ansiada.
Al cabo de unos instantes, el piloto anunció:
—¡La cadena del Himalaya a la vista!
Silas contestó inmediatamente.
—Aminore la velocidad y describa un círculo en torno al Everest. Necesito comprobar si es ése efectivamente nuestro objetivo.
—A la orden, honorable.
Mientras el piloto obedecía, el operador de radio comunicó a los otros cohetes la maniobra que iban a realizar y en la que no era preciso que ellos tomaran parte. La orden que se les transmitió fue la de mantener la misma altura en vuelo circular, en espera de noticias.
La nave de los jefes de expedición describió un amplio círculo en torno al Everest. Tanto Silas como Graham no perdían de vista un solo instante los movimientos de la antena del controlador. Al mismo tiempo el jefe de ruta iba notificándole las variaciones de rumbo del aparato con relación al monte.
Cuando hubieron vuelto al punto de partida, Silas exclamó:
—¡Lo hemos logrado! ¡Nuestro enemigo se encuentra en el Everest!
—Ya no cabe la menor duda —confirmó Graham—. Su refugio debe estar en el mismo centro del monte.
—Bien. Ahora sólo falta localizarle en tierra.
—¿Vamos a descender?
—No es necesario. Supuse que el refugio de nuestro enemigo se hallaría en un lugar semejante y tomé mis medidas. En seguida podrá comprobarlo.
Dejando con la palabra en la boca a su compañero, Silas Blassi se situó junto al operador.
—Déme el transmisor. Me haré cargo personalmente de la transmisión.
—Sí, honorable.
Al par que comunicaba al jefe de ruta que su aparato debía mantenerse a la misma altura y describiendo círculos en torno al Everest, Silas se instaló en el puesto del operador. Luego comenzó a transmitir:
—Atención «abejorros»... Habla Silas... Ha llegado la hora de probar vuestros aguijones... Iniciad el descenso a la cota XH-3... Utilizad los controladores para localizar la altura del objetivo... El abejorro 1 operará en la zona sur... El abejorro 2 lo hará en la zona norte... Inicien el vuelo de exploración... ¡Adelante, abejorros!
Simultáneamente los pilotos de los cohetes anunciaron la recepción del mensaje e hicieron «picar» a sus aparatos Los morros de éstos parecían dos enormes punzones en los que se hubiera entretenido algún gigante grabando la forma de un sacacorchos.
Zumbando como abejorros —lo que había dado a Silas Blassi la idea de darles nombre clave—, ambos aparatos descendieron hasta casi rozar las laderas del Everest. Luego iniciaron el ascenso. Al mimo tiempo, los jefes de ruta de ambos aparatos iban controlando las oscilaciones de la antena del controlador de ondas mentales. Los resultados de ambas verificaciones fueron transmitidas inmediatamente a su jefe.
—Habla abejorro 1, llamando a Silas... Según controlador, el objetivo se halla entre la cima y 300 metros hacia la base... Aguardo órdenes.
El parapsicólogo comprobó que el mensaje del «abejorro 2» coincidía en todo con el del primero. Tomó entonces un croquis que tenía ya preparado separándolo de los demás en que se reflejaban los distintos montes del Himalaya y procedió a establecer en él lo que según sus cálculos debía ser el refugio de su enemigo. Cuando hubo terminado volvió a transmitir:
Atención abejorros. Inicien ataque. Perforarán a alturas distintas. Abejorro uno a 300 metros contando desde la cima. Abejorro dos a cuatrocientos. Continúen operando cada cual en su vertiente. Combinen las perforaciones con las explosiones a cada 50 metros. Y sigan manteniendo el contacto. Comuníquenme cualquier novedad.
Apenas recibida la orden, los pilotos de los dos aparatos se lanzaron al ataque. Los morros de sus cohetes iniciaron un velocísimo movimiento giratorio y cuando alcanzaron las laderas del monte, penetraron en éste como si la pétrea materia en vez de ofrecer resistencia favoreciese su penetración.
En aquel instante, el Yeti captó el estruendo que agitaba el monte y supo que se hallaba en peligro. Desde la cabina de control remoto dirigió sus visores hacia las laderas del monte y, aunque dificultosamente, pues habían sido concebidos para largas distancias, pudo apreciar la operación que estaban realizando los cohetes enemigos.
Por un momento pensó en proyectarse hacia otro lugar escapando así a la muerte que le amenazaba. Pero desechó en seguida lo que calificó de «tentación egoísta». Luego, sin vacilar estableció comunicación mental con sus adeptos.
—Queridos amigos, el enemigo me ha localizado. Están perforando el monte y provocan explosiones que acabarán por aniquilarme.
Simultáneamente le llegaron varios mensajes rogándole se pusiera a salvo. Los rechazó uno tras otro explicando el porqué de aquella decisión.
—El mal se ha extendido demasiado y es preciso que sea extirpado de raíz. Al atacarme se han condenado a sí mismos, pues mis hermanos, los Centinelas de la Gran Raza, no dejarán impune este crimen.
Estad atentos porque mientras me sea posible seguiré dándoos las instrucciones para el futuro.
Todavía insistieron los mensajes de los adeptos que le rogaban se proyectase hacia otro lugar escapando a la aniquilación. Pero el Yeti se negó. Estaba convencido de que su sacrificio era no sólo favorable sino necesario para la salvación de la Tierra.
Desestimó todas las súplicas y se mantuvo firme en su decisión.
—Cuando hayan acabado conmigo querrán hacer lo mismo con vosotros. Entonces tendréis que usar de toda vuestra astucia para libraros de la muerte. Os ordeno que lo hagáis. No creáis que es un acto de cobardía el esconderse.. Al contrario. Eso es precisamente lo que yo os pido. De ese modo el enemigo se envalentonará y dejará a un lado sus caretas.
Tendréis que permanecer ocultos, perseguidos como alimañas, hasta que los Centinelas vengan al planeta para vindicar la justicia y la paz que esos desalmados han puesto en peligro. Pero no temáis por el futuro de vuestro mundo. Mis hermanos vencerán a vuestros enemigos y los aniquilarán. Para ello contarán con vuestro apoyo y es por eso por lo que os pido que os ocultéis. Así estaréis en condiciones de denunciar a los malvados y podrán ser ejecutados como merecen.
Perdonad que no siga dirigiéndome a vosotros. Percibo que el enemigo está cada vez más cerca de mí y es preciso que me ponga en contacto con mis hermanos. Con vosotros quedan mis pensamientos más afectuosos. Adiós, amigos de la Tierra.
Al llegar a este punto, los pensamientos del Yeti cobraron intensidad. Parecía como si su proyección fuera dirigida a lugares muy alejados. Y así era. porque en aquellos momentos, el Centinela de la Gran Raza estaba comunicándose con sus hermanos.
—Centinela de G-1372-z-III en peligro de aniquilación. En el planeta se ha desencadenado una ola de maldad. Las Galaxias vecinas correrán peligro si no se ataja el mal. Mi muerte es el primer síntoma de ese riesgo. Conmino a mis hermanos para que acudan cuanto antes en socorro de G-1372-z-III donde hay hombres justos y buenos. Han colaborado conmigo. Esperan vuestra llegada para ayudaros y denunciar a los culpables. Ellos saben ya cómo deberán ponerse en contacto con vosotros. No tardéis. Sus vidas también peligran. Como la mía en este momento.
Apenas acababa de formular el Yeti aquel pensamiento cuando el suelo se estremeció bajo sus plantas. Los muros vacilaron y la luz rosada dejó de iluminar el interior de la sala de control remoto. Una violenta explosión hirió los tímpanos del Yeti. Luego fragmentos de metal atravesaron su peludo cuerpo, por infinidad de sitios. El techo vaciló unos instantes hasta que falto de apoyo se derrumbó aplastándole.
El Yeti dejó escapar un gemido ahogado. Con él salió de su mente el último pensamiento. Era un adiós a sus amigos de la Tierra.
* * *
A medida que los dos cohetes dotados de perforadoras iban avanzando en el interior del monte, los resultados de su progresión eran comunicados al aparato de Silas Blassi. En cuanto descubrieron la primera sala del refugio el parapsicólogo lanzó un grito de triunfo.
—¡Ya lo tenemos en nuestro poder! ¡Adelante! ¡Acabad con él de una vez para siempre!
Los pilotos intensificaron su labor. La velocidad de las perforadoras fue incrementada. Las explosiones se sucedieron cada vez con ritmo más vertiginoso. Al mismo tiempo, en la nave principal, Silas Blassi y Graham comprobaron que su enemigo estaba emitiendo ondas mentales de extraordinaria intensidad.
—¿No crees que nos convendría averiguar lo que está pensando?
—No nos hace falta —murmuró Silas Blassi con una sonrisa cruel—. Ya puedes imaginar que estará pidiendo socorro. Pero esta vez no se nos escapará.
—De todos modos —insistió Graham—. No estaría de más saber qué clase de ayuda pide...
Silas se encogió de hombros.
—Aunque quisiese no podría averiguarlo.
—¿Por qué? Tú eres un excelente telépata.
—Pero tú has olvidado que los aviones han sido revestidos con fibras de corcho y están aislados. Sólo dejamos en contacto con el exterior la zona del controlador de ondas mentales. Este aparato ha podido llevarnos hasta el enemigo. No puede darnos más.
Graham movió la cabeza con gesto pensativo. A pesar de que suponía la victoria al alcance de su mano no estaba muy tranquilo. Sin embargo, sus temores desaparecieron al oír el mensaje del operador del «abejorro 1».
—Atención, Silas... Hemos llegado al final... El reducto enemigo está destrozado.. En el suelo se aprecia un cadáver de animal parecido al oso... Está bajo los escombros... Solicito instrucciones.
El Ministro de Policía se giró hacia Graham. Su rostro expresaba la euforia de aquel instante.
—¿Lo ves?... ¡Lo hemos vencido! ¡Su cadáver está en nuestro poder!
—El piloto dice que es el cadáver de un animal parecido al oso...
—¿Y qué? ¿Has olvidado al Yeti?
—¡Oh!
Sin parar mientes en la sorpresa de su compañero, Silas ordenó que se destinase a una pareja de hombres para apoderarse del cadáver del enemigo.
La perforadora se detuvo inmediatamente. El cohete quedó inmovilizado como un enorme monstruo que hubiese sido enterrado. Dos tripulantes se abrieron paso entre los escombros de la que había sido sala de control remoto y apartaron los que les estorbaban hasta dar con el cadáver del Yeti. Ambos quedaron asombrados al verle. Tiraron de él y lo arrastraron hasta su nave. Sus compañeros se habían asomado a la portezuela para ver al enemigo y sus exclamaciones corearon la aparición del Yeti. Entre unos y otros lo izaron a bordo. El cadáver del Yeti fue llevado hasta la cabina de mandos. El piloto ordenó lo colocasen frente a la pantalla televisora y estableció el contacto con la nave de Silas Blassi.
—Ahí tiene a su enemigo, honorable —dijo mostrando con el gesto el cadáver del Yeti.
Graham y Silas quedaron mudos de asombro al ver el cuerpo del Yeti. Mucho tiempo se habían burlado de su existencia. Sin embargo al comprobar que a él habían debido todas las preocupaciones apenas si pudieron dominar la sorpresa. Algunas veces habían dicho en plan de chanza que sólo el Yeti podía vivir en el Himalaya y que él debía ser su enemigo. Pero no tomaban en serio sus mismas afirmaciones. Y sin embargo eran ciertas.
Ahora lo veían.
El parapsicólogo fue el primero en reaccionar.
—Denle una inyección de formol para conservarlo hasta que lleguemos a nuestra base —ordenó al piloto—. Y emprendan inmediatamente la marcha. El mundo tiene que conocer el gran éxito que acabamos de apuntarnos.
Como consecuencia inmediata, el aparato se remontó hasta alcanzar suficiente altura para emprender el vuelo directo hasta el territorio de Tejas. Los dos abejorros tardaron un poco más en unirse a él pues antes debieron de abrirse paso en el monte hasta ganar el espacio exterior. Entonces volvieron a desplegar las alas y surcaron el aire en dirección al Oeste.
Desde su aparato, Silas Blassi estaba comunicando y a la Asamblea que el enemigo había sido aniquilado y que su cadáver estaba en su poder.
—Podremos exponerlo como una pieza digna de un museo, porque, asómbrense caballeros, se trata nada más y nada menos que de «El abominable hombre de las nieves».
El coro de exclamaciones de sorpresa que llegó hasta él hizo que Silas Blassi sonriese saboreando las mieles del triunfo. En aquellos instantes no habría cambiado su destino por el de nadie. Ni tampoco su compañero Graham que compartía con él los «honores» de aquella victoria.
Lo que ambos ignoraban era que, precisamente, aquel acto había provocado una reacción en otra Galaxia, y que los Centinelas de la Gran Raza se disponían a emprender el gran viaje para castigar a los peligrosos criminales, que habían sido denunciados por su víctima antes de morir.
Capítulo XI
No podemos permitir que expongan el cadáver de nuestro amigo como si se tratase de una fiera salvaje, de un trofeo, o de algo tan horrible como todo eso.
Las palabras de Sheila fueron aprobadas inmediatamente por Glen y Balú Simba, pero tanto el doctor Kierseth como Si Akvenanda manifestaron su oposición a la idea que adivinaban en la mente de la mujer.
—Él nos pidió que permaneciésemos ocultos... Nos ordenó aguardar la llegada de los Centinelas...
—¡Ya lo sé! —cortó ella—, pero le debemos mucho y no creo que sea pedir demasiado que organicemos el rescate de su cadáver.
Si Akvenanda movió la cabeza con manifiesto disgusto. Le contrariaba tener que oponerse a una idea con la cual su subconsciente hallaba tanta satisfacción. Pero debía hacerlo. Por el bien de todos.
—Lo que pretendes, Sheila, es una locura. Sabes que nos están buscando como perros hambrientos. Hasta ahora hemos podido escapar gracias siempre a nuestros poderes de levitación y a la capacidad de proyectarnos a otro lugar en cuanto descubrimos el peligro... pero es muy posible que esa exhibición la hayan hecho con el fin de que acudamos y nos tengan preparada una trampa.
»Tenemos que pensar en los adeptos que confían en nosotros. Muchos de ellos caen en manos de nuestros enemigos. Salvarles a ellos es mucho más importante que rescatar el cadáver del Yeti. por muy amigo nuestro que fuera. La verdad es que no podemos devolverle la vida. Si fuese así, si pudiésemos ayudarle, yo sería el primero en correr los riesgos que fuesen precisos... pero para un gesto puramente romántico me veo forzado a negaros mi asentimiento. Lo lamento, pero os ruego que os abstengáis de toda acción relativa a ese rescate que habéis proyectado.
Glen carraspeó. No porque necesitase hacerlo para aclarar su voz, sino porque quería ganar tiempo. También a él le costaba hacer frente a Si Akvenanda al que respetaba profundamente. Pero en aquella ocasión, por encima de todos los respetos estaba un sentimiento de gratitud y de lealtad al Yeti. A su amigo muerto. Al ser que se había inmolado para que la raza humana pudiese ser salvada por los Centinelas de la Gran Raza.
—Yo también lo siento. Sí, pero no podemos permanecer cruzados de brazos. Los adeptos sufren al ver expuesto a nuestro protector a las burlas de los ignorantes Y algunos de los iniciados más jóvenes empiezan a dudar de nuestra potencia al ver que permanecemos impasibles frente a lo que debería acicalarnos.
»Y yo mismo me siento avergonzado cuando me preguntan por qué permanecimos impasibles mientras lo estaban aniquilando y no nos proyectamos hacia él para combatir o morir a su lado... o salvarle aun en contra de su propia voluntad.
Si Akvenanda le miró con tristeza.
—Me apena que no hayas comprendido la grandeza de aquel gesto del Yeti. Fue el mártir que necesitaba la Tierra para que vengan los Centinelas y expurguen de ella el veneno que amenaza destruirla. Sin el sacrificio de nuestro amigo esto podría tardar quizás muchos años. En cambio ahora... ya no tardarán.
—Aun así —terció Balú Simba— yo también soy partidario de rescatar el cadáver de nuestro protector y no comprendo cómo vosotros que tuvisteis el gran honor de haber sido instruidos por él personalmente podéis vacilar tanto cuando se trata de rendirle el último honor.
—Esas son consideraciones humanas... y románticas, Balú —le reprochó el doctor Kierseth—. Yo le admiraba... y sin embargo estoy al lado de Si.
Se miraron unos a otros. Parecían sorprendidos de que entre ellos se hubiese producido una escisión. La primera.
—Eso quiere decir —balbució Sheila— que si nosotros vamos a rescatar el cadáver del Yeti... nos desautorizaréis.
—No, Sheila —rectificó Si Akvenanda—. No haremos tal cosa. Guardaremos silencio ante los adeptos para que desconozcan que se ha producido esta disensión entre nosotros.
—Pero lamentaremos vuestra desobediencia —añadió el doctor Kierselh— porque estoy seguro de que el Yeti no está de acuerdo con vosotros si le consultásemos. El ser que se ofreció en holocausto para salvar a los demás no podría permitir que otros sucumbiesen, sólo por rescatar su cuerpo inerte y sin vida. Sobre todo si esos que pondrán en peligro sus vidas son aquéllos por los que él ofreció la suya.
Sheila y Glen cambiaron una mirada. Empezaban a vacilar. Pero Balú Simba no se dejó convencer y se dirigió hacia la puerta de la estancia diciendo:
—Vuestras palabras no influyen en mí. Estoy seguro de que hago bien rescatando a nuestro protector y lo haré aunque sea lo último que realice en esta vida... e iré solo si ninguno quiere seguirme.
Las últimas palabras decidieron a la pareja. Sin decir nada marcharon tras Balú Simba. Sus compañeros les miraron marchar con gesto apenado. Ambos preveían dificultades para los tres jóvenes.
—No hemos podido convencerles... quizás porque no lo hemos intentado con demasiada vehemencia... o por falta de convencimiento.
—Es posible. Si —reconoció el doctor—, pero debemos disculparles. Su impulso es generoso.
—Desde luego. La juventud es generosa siempre. En especial cuando se trata de sacrificar la vida por un ideal noble. Pero a veces, al enfrentarme con casos como éste, pienso que la juventud hace de la generosidad un exceso, casi un vicio. Y no hay exceso que merezca ser considerado con favor aun cuando lo excuse el haber sido realizado por jóvenes.
Los dos hombres guardaron silencio. Sin decirse nada ambos dirigieron sus pensamientos al trío que había abandonado el refugio para marchar al encuentro de un peligro cierto.
* * *
La proyección hasta la sala donde se exponía el cadáver del Yeti a la curiosidad pública no ofreció ninguna dificultad. Los tres se encontraron en su interior sin tropezar con ningún obstáculo. Contaban con que éstos aparecerían después. A la hora de llevárselo de allí.
La amplia sala estaba desierta y a oscuras. Los guardianes se encontraban cérea. Sus pensamientos llegaban ininterrumpidamente al osado terceto asegurándoles la libertad de acción. Estaban convencidos de que no tenían nada que temer. El edificio había sido dotado de los sistemas de alarma más modernos. Y los hombres, confiados en su ciencia, se sentían a salvo de todo ataque.
Estaban en un error.
—Sheila, dirígete a la puerta y mantente alerta. Avísanos si percibes algún pensamiento peligroso para nosotros —le susurró Glen al oído.
Ella asintió, mientras sus compañeros se dirigían hacia el cubículo de plástico vítreo en el que estaba encerrado el cadáver. Gracias a la clarividencia de que estaba dotado Glen. percibió con facilidad dónde estaba ubicado el sistema de alarma que pondría en conmoción el edificio entero apenas se rozasen las paredes del cubículo.
Pero aquel obstáculo era muy pequeño para detener a los dos fieles amigos del Yeti. La materia no podría rechazar a las fuerzas concentradas de sus voluntades en cuanto se lo impusiesen.
La decisión la tomó Glen inmediatamente.
—Balú, concentra tu pensamiento en el cubículo. Has de fundirlo.
—Bien... ¿pero y el sistema de alarma?
—Déjamelo para mí. Cuenta hasta veinticinco y empieza a actuar. Ese tiempo me bastará para impedir que funcionen los dispositivos de alarma.
Glen se concentró acto seguido, en la penosa tarea de inutilizar un aparato mecánico con las solas fuerzas de su mente. Pero éstas habían sido entrenadas por alguien más poderoso que un superhombre. Por el mismo ser que yacía inerte allí. ante sus ojos. Por el Yeti, el Vigilante de la Gran Raza.
Las venas de la cabeza de Glen se hincharon merced al tremendo esfuerzo que estaba realizando. Mientras, Balú Simba iba contando pausadamente:
—Uno... dos... tres... cuatro...
Los segundos fueron transcurriendo lentamente.
—...quince... dieciséis... diecisiete...
Glen aún no había conseguido vencer la resistencia inerte del aparato. Y el tiempo seguía pasando.
—...veinte... veintiuno... veintidós...
Un sudor frío perló la frente de Glen. De pronto, en su mente sintió un impacto. Fue como el aletear de una bandada de abejas. Sonrió seguro ya del triunfo. El aparato mecánico estaba vencido.
—...veinticuatro... ¡veinticinco!
Mientras Glen mantenía fuera de contacto el dispositivo de alarma, Balú Simba procedió a fundir las paredes del cubículo. A él le había correspondido el trabajo más fácil. Sin embargo, no pudo evitar el dirigir una mirada de recelo hacia su compañero cuando el plástico vítreo empezó a perder consistencia. Pese a que conocía la potencia mental de Glen, temió que éste no hubiese podido desarticular el dispositivo.
Glen tranquilizó al africano con un gesto, mientras su cerebro mantenía la tensión necesaria para evitar que el aparato de alarma funcionase.
Viendo que no se realizaban sus temores. Balú Simba continuó su trabajo. Su mente actuó decidida contra el cubículo que se fundió como si fuese cera expuesta a un calor abrasador.
A los pocos segundos el cadáver del Yeti estaba liberado de su encierro. Glen no cejó por eso de mantener su dominio mental sobre el dispositivo de alarma. Pero relajó un poco la tensión para poder dirigir el resto de la operación desde su antecerebro.
—Toma en tus brazos al Yeti —ordenó a Balú.
Mientras el africano le obedecía, poniendo en acción todas sus reservas corporales, Glen envió una llamada a Sheila.
—Abandona la vigilancia. Vamos a irnos de aquí. Tienes que abrirnos paso fundiendo el techo. Balú ya está preparado para levitarse en cuanto tenga paso libre. Nosotros le seguiremos después.
—Conforme, Glen.
La muchacha se giró hacia ellos y dirigió su mente al techo de la sala. En breves instantes el muro horizontal que se extendía sobre sus cabezas empezó a perder consistencia. Sheila insistió en su cerebro para obtener el espacio necesario. Tardó menos de diez minutos en lograr su propósito. Balú Simba hizo entonces un movimiento con la cabeza indicando que estaba preparado para la levitación. Glen respondió incitándole a darse prisa.
—Gana tanta altura como puedas, Sheila te seguirá inmediatamente. Yo seré el último en abandonar este lugar.
La orden mental fue captada por el africano y por Sheila al mismo tiempo. Ambos estaban pendientes de los pensamientos de Glen. Así, la ejecución de la orden fue inmediata. Balú Simba se elevó con el Yeti en sus brazos. Sheila se había situado junto a él para ayudarle en el esfuerzo que debía realizar, pues no se trataba de una simple levitación personal sino de hacer que al objeto de ésta le acompañase otro muy pesado.
Glen continuó donde estaba, manteniendo su control mental sobre el dispositivo de alarma, hasta que les vio ganar el exterior.
—Menos mal que este museo no cuenta con varios pisos.
—Así es —le respondió Sheila desde el aire—. Y nosotros ya estamos fuera de peligro. Ven tú ahora.
—No temas, amor mío. No tengo ganas de que me proporcionen un cubículo a mi medida. ¡Ahí voy!
Al mismo tiempo que anunciaba su marcha, Glen dejo de pensar en el aparato de alarma. Su mente se concentró en la idea de la proyección al espacio exterior. Él no necesitaba levitarse. Como no tenía que transportar ningún cuerpo material, podía hacer uso de su facultad de teledirigirse.
En el preciso instante en que Glen desaparecía del museo, sonaban en éste todos los aparatos de alarma. El dispositivo había vuelto a funcionar. Los guardianes corrieron a la sala donde habían dejado al Yeti...
—¡No está el cadáver!
—¡Lo han robado!
—¡Allí! ¡Por el techo!
Uno de los vigilantes del museo señaló a la abertura que había practicado Sheila en el techo cuando procedió a su fusión.
—¡Entraron por ahí y han vuelto a salir del mismo modo!
—Sí... pero y la alarma... ¿Cómo no funcionó hasta que se hubieron ido?
La pregunta quedó sin respuesta. Para poder darla era preciso conocer las facultades mentales de los discípulos del Yeti. Y ésas, ni siquiera Silas Blassi podía imaginarlas.
Entretanto, en el cielo. Glen había hecho su aparición y levitó hasta situarse junto a sus compañeros. Unió su fuerza a la de ellos para transportar el cuerpo del Yeti a lugar seguro. Lo consiguieron mediante sucesivas levitaciones que les permitieron aumentar la distancia que les separaba del museo, manteniéndose siempre muy por encima de las nubes. Sin embargo, no por eso dejaron de mantener una parte de sus cerebros en contacto con los de los guardianes del museo para conocer sus reacciones. Ello les permitió saber que su plan había salido a la perfección y que el enemigo estaba completamente desconcertado.
—Creen que entramos por donde salimos...
—Así es, Sheila. Por eso insistí en proyectarnos para entrar sin ser descubiertos. Corríamos el riesgo de que hubiera un guardia en la misma sala... pero el miedo supersticioso que tienen a los muertos nos allanó el único obstáculo que pudo habernos impedido realizar mi plan.
»Ahora, nuestros enemigos pensarán que este robo ha sido realizado por varios hombres dotados de aparatos capaces de fundir el techo y el cubículo. Lo único que no podrán comprender es cómo nos la hemos arreglado para evitar que funcionase la alarma... Ignoran de lo que somos capaces.
Satisfechos del éxito alcanzado ganaron su primer refugio. En éste les aguardaban varios de sus adeptos con un cohete dispuesto para el despegue. Les mostraron el cadáver que habían rescatado y luego lo depositaron en el aparato. En él se instalaron Sheila y Glen, dejando en tierra a Balú Simba para que éste se hiciese cargo de la defensa de cuantos afiliados a su movimiento existían en aquella zona. Cabía esperar una persecución encarnizada por parte de sus enemigos. Y era preciso tomar medidas. Pero al menos, aun cuando aquello representase un recrudecimiento de la represión, ellos se sentían alegres.
Habían rescatado el cuerpo de su protector. El Yeti no serviría más de irrisión y de burla a los malvados e ignorantes que acudían a verle al museo. ¡Habían realizado la misión que a sí mismos se habían impuesto!
* * *
La rabia de Silas Blassi no tuvo límites al conocer la hazaña realizada por el terceto. Su furor se desencadenó contra los vigilantes del museo.
—¡Sois una colección de inútiles! ¡Se derrumbó el techo junto a vosotros y ni os enterasteis!... ¡Destrozaron el cubículo y no hicisteis nada por impedirlo!
—No nos enteramos, honorable... La alarma no funcionó hasta que ya se hubieron ido —protestó el jefe de guardianes.
—¡Bobadas...! ¿No pretenderéis que crea en cuentos de brujas?... Si al menos hubieseis sido hipnotizados aún podría creeros... pero no es así. ¡He explorado vuestros cerebros y sé que no es cierto!
Ephraim Love entró precipitadamente en la estancia. Él como los demás miembros de la Asamblea había sido advertido de lo ocurrido. Fue el primero en llegar y exigió a Silas una explicación.
—No puedo dártela —respondió éste pugnando por dominar su ira—. Esos estúpidos han dejado que se llevasen el cadáver del Yeti sin hacer nada por impedirlo. Dicen que no funcionó la alarma... pero no puedo creerles. ¡No puedo!
—¿Sondeaste sus cerebros?
—Sí. Creen lo que dicen.
—¿Entonces...?
—No sé qué pensar. Te confieso que estoy desconcertado.
Silas se volvió entonces hacia los guardianes que permanecían temblorosos ante los dos hombres.
—No somos culpables...
—Custodiamos el cadáver lo mejor que supimos...
—¡Silencio! —rugió Silas cortando el aluvión de protestas.
Los hombres callaron asustados. La palidez del rostro del parapsicólogo se había acentuado hasta darle una tonalidad de cadáver. Silas se dirigió entonces a su mesa y pulsó un botón. A los pocos segundos irrumpieron en la estancia cinco ejecutores que componían su guardia personal.
—Apresad a esos imbéciles —ordenó señalando a los guardianes del museo.
Aquellos desdichados no protestaron cuando los ejecutores los encañonaron con sus armas. Encuadrados por los sicarios de Silas salieron de la estancia. Ignoraban qué iba a ser de ellos, pero de algo sí estaban seguros. Sus vidas no durarían mucho. Y era inútil pensar en escapar.
A los ejecutores no había quien pudiese burlarles. Si acaso aquellos hombres misteriosos que habían sido capaces de robar el cadáver que ellos debían custodiar. Pero eran sus enemigos... No acudirían en su ayuda.
No podían confiar en nadie.
Mientras ellos se resignaban a su suerte, Ephraim preguntó al Ministro del Interior:
—¿Qué vas a hacer con esos desgraciados?
—Un castigo ejemplar. Necesito que todos nuestros hombres sepan a lo que se exponen si fracasan en cualquier misión que se les encomiende.
—Me parece bien —opinó Ephraim—, pero creo que al mismo tiempo podríamos sacarle partido al asunto para tender una trampa a nuestros enemigos.
—¿Qué quieres decir?
Ephraim Love sonrió muy seguro de sí.
—¿Has olvidado cuál es el principio esencial que mueve a nuestros rivales? Por si es así te lo recordaré. Son altruistas hasta un extremo que les lleva a la imbecilidad. Capaces son de sacrificarse para salvar a esos mentecatos si se sienten responsables de lo que pueda ocurrirles.
—Continúa —dijo Silas interesado.
—Bastará con que pregones que les creemos en convivencia con nuestros enemigos y que se les va a aplicar un castigo atroz, para que aquéllos traten de salvarlos.
—Es posible que lo hiciesen si se tratara de sus gentes... pero saben que son servidores nuestros...
—¿Y qué...? No son tan «buenos»? Nosotros les brindamos la ocasión de que lo demuestren. Sólo que estaremos preparados para recibirles y si hacen acto de presencia los aniquilaremos sin piedad. A unos y a otros. ¿Qué te parece mi plan?
—Tiene algunos fallos —rezongó Silas—. Ten en cuenta lo que ocurriría si consiguiesen salvarlos... Muchos de los nuestros se pondrían de su parte.
—Olvida eso, Silas. Hemos de preparar las cosas de tal modo que quien se acerque a nuestras víctimas quede pulverizado igual que éstas. ¿Es que no sabes cómo conseguirlo?
—Sí...
—Entonces no vaciles más. En cuanto a lo de que algunos de los nuestros se pasen al enemigo... desecha también esa idea. Cuando vean lo que les ocurre a quienes tratan de oponerse a nuestros designios no osarán ni siquiera pensar en abandonar nuestras filas. Además, ahora que ya somos los amos absolutos del mundo disponemos de todas las fuerzas necesarias para aplastar cualquier insurrección.
—Está bien. Lo haré como has dicho. Pero falta el voto del Presidente de la Asamblea.
—No es preciso —declaró éste entrando en la sala—. Desde que Ephraim vino no he perdido contacto con su mente un solo instante. Sé lo que habéis hablado y estoy con vosotros. Llevad adelante ese plan. Es preciso acabar de una vez con los seguidores del Yeti. Esa carroña debe desaparecer del mundo si queremos extender nuestro poder a los planetas vecinos.
En vista de que el poderoso presidente de la Asamblea War-Zu-Ling se manifestaba conforme con el plan de Ephraim. el Jefe de Policía no puso más objeciones.
Unas horas más tarde, las emisoras y las pantallas de todo el mundo anunciaban el castigo que se iba a infligir a los vigilantes del museo por el delito de ayuda al enemigo. De ello se enteraron todos los habitantes del planeta y, naturalmente, los adeptos al Yeti, quienes se horrorizaron al conocer la suerte que aguardaba a aquellos desdichados.
Tal como había pensado Ephraim Love, un sentimiento de responsabilidad hizo que los que habían organizado el rescate del cadáver del Yeti se reuniesen para discutir la posibilidad de salvar las vidas de aquellos inocentes que iban a ser castigados por algo de lo que sólo ellos eran los autores.
La trampa de Ephraim estaba tendida. El cebo puesto. Y los amigos del Yeti parecían dispuestos a morder en éste y a quedar presos en aquélla.
Capítulo XII
Los cinco se habían reunido para tratar de la situación. Las caras de todos ellos expresaban su pesimismo. Balú Simba tradujo en palabras lo que estaba en el pensamiento dé los allí reunidos.
—Es imposible intentar nada. Cuanto trate de hacer se está condenado al fracaso... ¡Y aquellos hombres están muriéndose por nuestra culpa!
—¡Es espantoso! —añadió Sheila—. Mueren de hambre a la vista de una muchedumbre...
—Y todo porque nosotros rescatamos el cadáver del Yeti.
El doctor Kierseth trató de calmarles.
—Hicisteis lo que creíais era lo mejor. No tenéis que reprocharos nada.
—Sí —protestó Glen— porque no medimos la consecuencia de aquel acto y ahora somos responsables, al menos en parte, del castigo y la muerte tan horrorosa que se inflige a esos desdichados.
Viendo que su dolor era motivado por el sufrimiento ajeno, el doctor sintió que se hundía la barrera que le había separado del terceto. Quiso compartir con ellos aquella dificultad.
—¿Estáis seguros de que no hay forma de acercarse al campo de Marte sin ser descubiertos?
—Desgraciadamente sí —repuso Balú Simba—. Precisamente yo he tenido ocasión de comprobarlo a costa de varios de mis hombres.
»Al conocer la noticia decidí rescatar a los guardianes del museo. Me pude proveer de uno de los programas de castigo que han repartido sus ejecutores y conocí así la distribución del campo. Sondeé luego la mente de un oficial de la guardia para enterarme de los sitios en que estarían colocados sus hombres. Creí que eso era suficiente.
»Me pareció cosa sencilla provocar un tumulto en un extremo del campo de Marte. Pensaba que de ese modo acudirían inmediatamente a sofocarlo reduciendo sus efectivos en torno al prisionero.
—¿No fue así? —inquirió Stephen.
—No. Claro que no. Los muy miserables habían dejado aquel hombre como señuelo. Por lo visto le habían sometido a un tratamiento hipnótico. Todo cuanto capté en su mente era falso. Mis hombres y yo caímos en una trampa...
»Si pude escapar con vida fue debido a que reaccioné con rapidez y conseguí proyectarme a otro lugar antes de que sus armas me alcanzasen.
—¿Y los que fueron contigo?
—Sólo uno pudo proyectarse al mismo tiempo que yo... pero ya estaba herido. Los demás murieron antes de poder acercarse a los guardianes del museo.
El silencio volvió a reinar en la estancia. Si Akvenanda, viendo el estado de pesimismo que dominaba a sus compañeros, se decidió a intervenir.
—Os estáis comportando como chiquillos.
Los cuatro le miraron sorprendidos.
—En primer lugar, ninguno de vosotros tres —dijo mirando a Sheila. Glen y Balú Simba— sois responsables de la tortura que se está infligiendo a los guardianes del museo. Quien dicta la sentencia es el verdadero responsable. Y en este caso sobre todo, lo es quien se permite el utilizar a unas víctimas para atraer a otras a las que desea aniquilar.
»Ya habéis escuchado el relato de nuestro amigo Balú. El enemigo ha tomado de tal modo sus medidas que ha llegado incluso a someter a tratamiento hipnótico a un oficial para lograr un efecto sorpresivo sobre los presuntos libradores. Esto me hace pensar que la misma difusión que han dado al asunto, su deseo de que la ejecución sea pública y en forma prolongada como cruel, no tiene otra razón que la de darnos tiempo y oportunidades para intentar salvar de la muerte a esos desdichados... condenándonos nosotros mismos a perecer con ellos.
—¿Y vamos a permanecer de brazos cruzados viendo cómo mueren? —inquirió el impetuoso Balú—. ¡Yo no puedo hacerlo!
Si Akvenanda esbozó una triste sonrisa.
—Tienes que conformarte, Balú... o compartirás la suerte de esos desdichados. Hasta ahora os he dejado hablar sin interrumpiros. Pero quiero que sepáis que tampoco a mí me ha sido indiferente lo ocurrido y, a mi modo, he intervenido. Debo confesar que sin gran éxito.
Los tres que habían rescatado el cadáver del Yeti manifestaron su sorpresa al oír aquella afirmación del hindú.
—Sí, amigos. Quise arrogarme la prerrogativa de salvar a esa pobre gente y para ello me decidí a averiguar lo que había de cierto en el programa de ejecución tan profusamente divulgado. Empecé por un intento de sondeo de las mentes responsables... pero tropecé con sus famosos cascos de corcho. Han vuelto a utilizarlos en esta ocasión para permanecer indemnes contra cualquier intento de este tipo. Seguí descendiendo eh la escala de jerarquías de los que hoy dominan el mundo... y no pude penetrar en la mente de ningún Orientador, ni en las de los Telépatas, ni tampoco en las de los Ejecutores.
»Los únicos que están inermes ante nuestros sondeos mentales son los oficiales y soldados del ejército. Tampoco la policía de seguridad está indefensa. No podemos nada contra ellos.
Las palabras de Si Akvenanda aumentaron la consternación de los presentes. Pero el hindú no había terminado todavía y, con un gesto, reclamó su atención.
—Os he dicho todo esto para que comprendáis que cualquier intento de salvar a esos desgraciados está condenado al fracaso. Pero hay algo que podemos hacer por ellos...
—¿Qué? —inquirió Sheila—. ¿Podemos hacer algo?
—¡Habla pronto, Si! —rogó Balú Simba.
—Podemos ayudarles a no sufrir tanto —dijo el hindú con voz grave—. Podemos proporcionarles un final rápido.
—¿Cómo? —se extrañó Glen—. ¿Propones que seamos nosotros mismos quienes les demos la muerte?
—Vista la imposibilidad de salvar sus vidas... lo único que nos resta hacer para socorrerlos es proporcionarles una muerte rápida. Estoy seguro de que ellos nos lo agradecerán.
Sheila miró aterrada a sus compañeros. No podía creer que fuese Si Akvenanda el hombre capaz de anunciar aquel propósito.
—Me estáis mirando horrorizados —dijo el hindú con amargura— pero no os dais cuenta del móvil que impulsa mis pensamientos. Si os he propuesto eso no ha sido con el deliberado propósito de atormentar o de matar a unos hombres. Lo que yo pretendo es ahorrarles sufrimientos. Y, al mismo tiempo, evitar que vosotros, dejándoos llevar por un sentimiento de responsabilidad, caigáis en la trampa que nuestros enemigos nos han tendido.
»He estudiado la situación y sé que es factible acabar con los guardianes del mueso. Basta para ello que nos mezclemos nosotros cinco con la gente que acude al Campo de Marte para ver cómo mueren. Una vez en ese lugar, nuestras mentes reunidas en una misma idea, podrán proporcionar el descanso eterno a esos desdichados. Sería cuestión de pocos minutos.
—¡No! —protestó Sheila—. No sólo me sentiría responsable de su muerte sino que además tendría la certeza de que había cometido un asesinato. Otra cosa muy distinta sería si matando a esa pobre gente libráramos a la Humanidad de un gran peligro...
—Yo estoy con Sheila —declaró Glen.
Tanto Balú Simba como el doctor Kierseth se unieron a la mujer. Si Akvenanda sonrió y dijo:
—Perfectamente. Quise saber hasta qué punto erais capaces de dejaros llevar por el sentimentalismo. Ahora, aclarados todos los puntos y definida nuestra situación, lo único que podemos hacer es esperar. No creo que los Yetis tarden en venir a la Tierra. Entonces será llegada nuestra hora.
—Será dura la espera...
—Lo sé Balú, pero no podemos hacer otra cosa. Recuerda lo que nos pidió el Yeti antes de morir: Ocultaos. Tenéis que estar prestos para ayudar a mis hermanos, los Centinelas de la Gran Raza, cuando vengan a castigar a los malvados que aprovecharán mi muerte para apoderarse del dominio del mundo.
»Todo ha sucedido tal como él lo predijo. Los que mientras él vivía permanecían escondidos se pavonean ahora a la luz del sol. No necesitamos buscarlos. Sabemos perfectamente dónde están.
»Sólo falta que se cumpla la última de las predicciones, del Yeti: la llegada de los Centinelas. Entonces podremos colaborar con ellos y acabar de una vez para siempre con los males que aquejan a nuestro mundo.
En ese preciso instante un pensamiento penetró en la mente de los cinco con tal fuerza que sus cerebros lo acusaron como si hubieran recibido un fuerte golpe:
—Esa hora acaba de llegar. Ya estamos aquí.
Se miraron unos a otros. Asombrados. Lo que habían estado deseando durante tanto tiempo acababa de producirse. Los Yetis venían a la Tierra. Así acababan de anunciarlo.
Pero... ¿dónde estaban?
En cuanto formularon esa pregunta mental hallaron la respuesta viendo cómo uno de los Centinelas de la Gran Raza iba apareciendo ante ellos.
—Me he proyectado hasta vosotros —emitió el recién llegado en cuanto sus formas acabaron de concretarse—, para animaros. También quiero felicitaros por la decisión que acabáis de tomar de no precipitar la muerte de esos desdichados. Habéis hecho bien. Según nuestro juicio esos hombres son culpables por haberse afiliado al bando enemigo. No merecen que se ponga en peligro una sola vida para salvar la de ellos.
En cuanto a vosotros, si hubieseis tomado la decisión de acortar sus sufrimientos dándoles muerte, os habríais convertido en asesinos. Nosotros os habríamos repudiado... y por lo tanto habríais arrebatado a vuestro mundo la última posibilidad de regeneración.
Ahora, necesito que me digáis en qué lugares podemos encontrar a los amos de la Tierra. Ha llegado para ellos la hora de rendir cuentas de sus maldades y del asesinato de nuestro hermano, el último Vigilante.
Si Akvenanda se apresuró a cumplir aquella orden. Escribió en un papel los nombres de todos los miembros de la Asamblea que dominaba a la Tierra. Luego, añadió los nombres de los Orientadores y los Telépatas. Finalmente puso los de los Ejecutores.
El Yeti los estudió cuidadosamente. Padecía estar grabando la lista en su mente. Después, volvió a ponerse en contacto con las mentes de los cinco.
—Avisad a los leales que no se acerquen a ninguno de los lugares que frecuentan los enemigos de la Tierra. No responderíamos de sus vidas si tal hicieran.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Sheila.
—Sé que la curiosidad es virtud o defecto de mujer, pero no puedo satisfacerla en esta ocasión. Lo único que puedo aseguraros es que los Centinelas nos disponemos a actuar. Nada más.
Sin añadir ninguna otra idea a aquel pensamiento, el Yeti volvió a desaparecer de la vista de los allí reunidos. El silencio se prolongó varios minutos después de su marcha. Ninguno sentía el menor deseo de hablar. Pero sus estados de ánimo habían variado mucho. Ya no estaban sumidos en el pesimismo y la consternación. La llegada del Yeti les había devuelto la confianza. Y fue Sheila quien lo proclamó así:
—Esta vez será la definitiva. La lucha final va a comenzar... y presiento que la victoria estará de parte de los Centinelas.
Balú Simba juntó las manos sobre el pecho y murmuró con fervor:
—¡Así sea!
El pensamiento del africano fue corroborado por los demás. Y captado por los Yetis que acababan de reunirse en el mismo lugar donde estuvo el refugio del último Vigilante, a cuyos asesinos se disponían a castigar.
* * *
La Asamblea estaba reunida en pleno. Presidiéndola War-Zu-Ling no cabía en sí de satisfacción. Su sueño de convertirse en el amo absoluto del mundo estaba logrado. Acababa de aplastar el único movimiento subversivo que se había producido. Ya podía pensar en extender aquel dominio a los mundos vecinos. Con gesto distraído escuchó el informe de Silas Blassi acerca de la muerte de los guardianes del museo. Ni siquiera se moles lo en tomar nota mental del hecho de que hubiesen sido muy pocos los enemigos que cayeron en la trampa. Acogió con agrado la afirmación de Ephraim a ese respecto.
—Si son pocos los que perecieron... es porque su número es ya muy reducido. En cuanto a los que aún viven no deben preocuparos. No han tenido ni tienen agallas suficientes para actuar. Seguirán ocultándose indefinidamente.
—¡Eso no! —protestó Silas—. Llegará día en que mis hombres y yo los hayamos localizado a todos...! ¡Y no les dejaremos vivir!
La afirmación de Silas fue coronada por un cerrado aplauso. Los asambleístas gozaban ya de su victoria. Tenían el mundo a sus pies.
Pero en ese instante, ante la sorpresa de todos ellos, los Yetis empezaron a aparecer en la sala de reunión. Desde que murieron los guardianes del museo, se habían abandonado las precauciones adoptadas para la lucha. Ninguno de ellos llevaba su casco de corcho. Sus mentes carecían de protección. Igual que aquel enorme Paraninfo construido para satisfacer su orgullo... y en el que también habían olvidado la elemental precaución de insonorizarlo.
A los Yetis no les resultó difícil proyectarse en el interior de la sala. Luego, sus privilegiadas mentes se apoderaron de las de los asambleístas, paralizándoles en sus asientos. Con los ojos dilatados por el terror, aquel grupo de ambiciosos pudo darse cuenta de que sobre ellos se había abatido una voluntad implacable. Más fuerte que la de todos ellos.
Pausadamente y sin prisas, los Yetis concentraron sus mentes en las de los asambleístas. Sin hacer uso de otra arma que su voluntad, los Centinelas de la Gran Raza iniciaron su tarea justiciera.
Los rostros desencajados de los miembros de la Asamblea acusaban el poderoso impacto de las mentes que les ordenaban destruirse a sí mismos. Todos ellos eran cerebros privilegiados. Al servicio del mal y de causas criminales, pero potentes y no se resignaban a perecer sin lucha. Silas Blassi fue el primero en intentar combatir a una de aquellas mentes que le mantenía inmóvil. Quiso vencerle con la fuerza de su ejercitado cerebro. Los ojos parecieron estar a punto de salírsele de las órbitas. Su piel, habitualmente pálida, se coloreó hasta enrojecer. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Paulatinamente, todas sus defensas cerebrales fueron cayendo ante la fuerza mental de su enemigo. La angustia de aquel momento supremo le resultaba tan aplastante como el saberse vencido. La saliva le salía de la boca en espumarajos. Sonidos entrecortados se escapaban de su garganta haciéndole semejante a una fiera que trata de contrariar a su domador, sin conseguirlo. Después, al cabo de unos momentos, que para él fueron larguísimos, su cerebro fue cayendo en un estado de agonía dejándole a la merced de su vencedor.
Y si eso le sucedía al más poderoso de los hombres allí reunidos, ¿qué otra cosa podía ocurrirles a los demás, mucho más débiles que Silas Blassi?
En medio de quejidos angustiosos, sintiendo cómo sus neuronas estallaban una a una y cómo los centros nerviosos iban dejando de funcionar, los dominadores del mundo fueron quedando reducidos al papel de meros autómatas, inermes, sin voluntad propia. De sus mentes se habían apoderado las de los Yetis que les ordenaban destruirse a sí mismos.
La carne se desintegraba. Las células se fundían. Desaparecían.
Uno tras otro, implacable e inexorablemente, los jefes del movimiento secreto que se habían adueñado de los destinos del mundo, dejaron de ser seres humanos. El último en perder la conciencia fue Silas Blassi. Él sufrió todo el horror de ver, de comprender cuál era el final que le estaba reservado. El mismo que veía sufrir a sus impotentes compañeros.
Como cera moldeable, las envolturas corporales de los asambleístas empezaron a fundirse bajo la proyección de las ondas mentales que contra ellos emitían los Centinelas. Uno tras otro fueron perdiendo forma. Sus mentes estaban imposibilitadas para ofrecer resistencia. Estaban anuladas por voluntades superiores a las suyas propias. Toda resistencia fue inútil. La orden dada por los Yetis se cumplió de modo inexorable. Los cuerpos se convirtieron en masas informes. De ellas desapareció toda evidencia mental y física.
Bastaron sólo unos minutos para convertir aquella reunión de hombres en la de una serie de manchas pegajosas y viscosas, a eso se habían reducido los amos del mundo.
Terminado su trabajo justiciero, los Yetis abandonaron el lugar para salir a la vista de las gentes. Los Orientadores. Telépatas y Ejecutores trataron de oponerse a ellos.
Fueron aniquilados implacablemente. Sin ruido. Sin alharacas. De un modo tan inexorable como eficaz.
Convocados por las llamadas mentales de los Yetis, los miembros del movimiento creado por el último Vigilante acudieron en masa al campo de Marte donde días atrás se había dado cima al tormento de los desdichados guardianes del museo. En cabeza marchaban los cinco humanos que fueron seleccionados por el Vigilante para regir los destinos del planeta...
Un Yeti se dirigió a ellos.
—Vuestro mundo acaba de ser liberado de los hombres que lo oprimían. Pero antes de dejar que os gobernéis vosotros mismos, los miembros de la Gran Raza necesitamos saber que estáis verdaderamente capacitados para ello.
Debido a cuanto ha ocurrido en vuestro planeta en unos cuantos siglos nos vemos obligados a consideraros poco menos que como niños a los que no se puede dejar andar solos... ni permitir que jueguen con cosas tan peligrosas que pueden variar el orden del Universo.
Los hombres que se habían adueñado del gobierno de vuestro planeta conducían a éste a una encrucijada pavorosa. Ibais directos a la autodestrucción. Para evitar que esto vuelva a suceder dejaremos en la Tierra a uno de nuestros hermanos. Él será el encargado de velar por vuestra seguridad y de impedir, aun contra vuestros propios deseos, que os destruyáis a vosotros mismos.
Éste fue el deseo de aquel hermano nuestro al que hombres de esta Tierra asesinaron sin que él hiciera nada por evitarlo. Quiso sacrificarse para salvaros a vosotros. Respetaremos su deseo y por eso estamos aquí. Por eso seguiremos vigilando este mundo y a quienes lo gobiernen.
Creo que habéis aprendido la lección y que os habéis dado cuenta de lo que os supondrá cualquier intento de desafío a la Gran Raza.
También admito que nuestro hermano formó un grupo de hombres que merecen se les dé una oportunidad. La tendrán ellos y también vosotros. No porque os lo merezcáis, sino porque tal fue el deseo de nuestro hermano muerto. A él le deberéis la existencia y el futuro de vuestro planeta. ¡Recordadlo siempre!
Con este último pensamiento el Yeti dio por terminado su mensaje a los terrestres. Éstos vieron entonces con sorpresa que en el cielo habían aparecido una serie de «platillos volantes» hacia los cuales se proyectaron los compañeros del Yeti que había estado comunicando simultáneamente con todas sus mentes. Vieron cómo los platillos volantes desaparecían luego en el espacio dejando tras sí una estela de vacío.
Entonces, Si Akvenanda fue a presentar sus respetos al Yeti que había quedado en la Tierra. Le seguían Balú Simba y los otros discípulos del último Vigilante.
—Te saludamos en nombre de nuestro mundo. Y además de darte las bienvenida te rogamos nos consideres tus fieles seguidores.
—Acepto esas palabras por lo que suponen para el futuro. Manteneos firmes en la decisión que habéis tomado y llegará día en que la Tierra no necesitará de la presencia de ningún vigilante de la Gran Raza. Hasta entonces tendréis que conformaros y soportar y agradecer nuestra presencia.
—Así lo haremos.
—Entonces alejad todo temor de vosotros. Para dar felicidad a la Tierra, para alejar de ella los fantasmas de la guerra, el odio, la ambición y tantos otros como os han aquejado, estaremos siempre alerta los Centinelas de la Gran Raza.
Cuando el Yeti hubo terminado de emitir aquel pensamiento, los presentes se inclinaron ante él. Quien primero lo hizo fue Si Akvenanda. Luego, cuando volvieron a erguir sus cuerpos vieron que el Yeti había desaparecido.
—Ha ido a su refugio en el Himalaya —murmuró Sheila oprimiendo entre las suyas las manos de Glen.
—Sí, cariño, adonde nosotros fuimos un día para buscar al «abominable hombre de las nieves» y de donde regresamos felices por haber descubierto lo que representábamos el uno para el otro... y porque teníamos una misión que cumplir.
—Las dos están realizadas —respondió ella reclinando amorosa su cabeza en el hombro de Glen—. Nosotros somos dichosos y la Tierra está salvada. Dentro de algunas generaciones, la raza humana podrá integrarse en la Gran Raza, tal como deseó nuestro buen amigo el Yeti...
Mientras ellos se miraban amorosos, el miembro de la Gran Raza acababa de instalarse en su observatorio. Desde allí podría vigilar a los terrestres. Allí permanecería hasta que éstos fuesen considerados mayores de edad y capaces de gobernarse a sí mismos. Hasta entonces él permanecería en el Himalaya continuando la tradición de los Centinelas de la Gran Raza.
FIN
Título original: The Great Race Sentries
Traducción: Enrique Fariñas
© 1965 by Max Cardiff
© 1965 Editorial Ferma S.A.
Río Bamba 333 - Buenos Aires
Depósito Legal B.1024-65