REFLEJO CONDICIONADO (Lester Del Rey)
Publicado en
mayo 26, 2021
Paul Ehrlich levantó la mirada de las tortas de trigo que estaba comiendo a tiempo para ver a su padre levantarse de un salto de su silla y correr a la cocina. Apenas si alcanzó a sujetar el brazo del viejo, y conseguir que retrocediese. El agudo dolor que sintió al pelarse las espinillas contra la pata de la mesa no contribuyó a disminuir su irritación.
—¡Maldita sea, Justin! Te dije que no molestaras a Gerda. Y lo dije en serio. Ya tiene bastantes problemas tratando de realizar todo su trabajo en dieciséis horas para que todavía le vayas con monsergas. Anda, siéntate y come... ¡Y déjala en paz!
—Algún día, Paul, te enseñaré que todavía soy capaz de darte una azotaina. —Justin Ehrlich se dejó caer sobre la silla, pero la rebeldía seguía mostrándose en su rostro—. La mantequilla está aquí. ¡Ya dije que no comería mantequilla agria!
—Entonces tendrás que arreglártelas sin mantequilla, a no ser que prefieras armarnos una desnatadora. Así la leche no tendrá que esperar a que la nata fermente. No se puede hacer mantequilla dulce a partir de nata agria. Además, la mantequilla supone un verdadero lujo. Ya somos lo bastante afortunados al poseer las vacas.
—Sí. Aunque necesitaríamos un toro.
Harry Raessler rebañó la última gota de almíbar de remolacha con un trozo de torta y, con gesto abatido, señaló a través del tosco cristal de la ventana el terreno que se extendía más allá de la casa de troncos y adobe.
—No es el mundo en que usted nació, señor Ehrlich —continuó—. Mi mujer hace cuanto puede, claro, pero sólo tiene dos manos. Vamos, Paul, más vale que reparemos el techo del granero.
Paul asintió y siguió a su compañero al exterior, aliviado al dejar atrás la contrariedad de su padre. El viejo debía de estar cayendo en la senilidad, si interpretaba de manera correcta la palabra. ¡Quejas y más quejas! Para la mayoría de la gente que aún quedaba con vida aquella granja significaría un paraíso... Y en ese grupo se incluían pocos hombres que sobrepasasen los cincuenta. Meneó de nuevo la cabeza y arremetió contra los grandes maderos de pino, en tanto que Harry se dedicaba a enderezar la pequeña colección de clavos oxidados que les restaba.
Hubo un tiempo en que consideraba a su padre casi como un dios. Y terna que admitir que su riqueza actual se debía en parte a sus solos esfuerzos. Previendo el próximo estallido de la Quinta Guerra, Justin había huido a la isla MacQuarie, y las medidas que tomó para asegurar su permanencia allí resultaron tan adecuadas como sabia la elección de aquel refugio. Durante más de veinte años prosiguió su investigación, hasta que la guerra pasó de las naciones a las ciudades y, por último, se extinguió. Sólo entonces consintió en realizar el largo y peligroso viaje.
No obstante, pese a lo acertado de sus previsiones respecto a las consecuencias de la guerra, se negó a aceptarlas y, desde entonces, Paul se vio forzado a soportar la pesada carga sobre sus hombres. Diecinueve años de infierno, mientras la energía de la materia causaba estragos y el hambre mataba a la mitad de los sesenta millones de supervivientes repartidos por el mundo. Los Ehrlich se habían convertido en una ruda mezcla de pionero primitivo y granjero común. Y la vida continuaba. Al menos, había tierra suficiente, gran parte de ella todavía productiva, aunque los aperos para labrarla desaparecieron en su mayoría.
Pese a ello, Paul se las arregló bastante bien. En los dos años siguientes a su llegada allí en el bote, y luego de trocar éste por cosas más urgentes, recorrió la región, negociando la seguridad de la mitad del territorio, siempre con la penosa carga de su padre tras él. Y ahora, después de tres meses de asociación con los Raessler, Justin...
—¡Paul! ¡Maldita sea, Paul! ¿Dónde te has metido? ¡Ah, con que estás ahí!
El viejo surgió entre imperiosos improperios por la esquina del granero, maldiciendo los escombros que le estorbaban el paso e interrumpiendo el amargo soliloquio de su hijo.
—Creí oírte decir que mi equipo había llegado ayer. ¿Dónde diablos lo escondiste?
Paul hizo una mueca y erró el golpe con el hacha, estropeando la tabla que preparaba para la reparación del techo.
—Lo guardé en la leñera. Los hombres estaban demasiado cansados para seguir dando vueltas con él por más tiempo, después de acarrearlo río Snake arriba. ¡Y deja de protestar! Bastante suerte tienes con que dispusiéramos de algo para dar a cambio de ese trabajo. Yo no pelearía con el Snake ni por diez toros y un tractor.
—¿Suerte? ¿Por qué crees que escogí con tanto cuidado el cargamento antes de meterme en este agujero, sino para negociar con él? ¿Por qué perdí la mitad de mi tiempo obligándote a estudiar los libros de agricultura que me traje conmigo? ¡Suerte! ¿Crees que no me di cuenta de lo que se avecinaba? Aunque, a decir verdad, jamás pensé que escogerías semejante agujero. De haber sido yo...
—Seguro —le interrumpió Paul—. Ya lo sé, hubieses redescubierto el jardín del Edén. Con ferrocarriles y todo... Cuando encuentres una tierra mejor, un sitio más seguro o, por lo menos, donde la gente haya recorrido la mitad del camino de regreso a la normalidad, te acompañaré. Sólo me costó dos años localizar esto... Muy bien, papá, tu chatarra está en la leñera.
Justin gruñó y se alejó a toda prisa, murmurando algo sobre tanta maldita impertinencia, mientras Harry le miraba con expresión dubitativa.
—No deberías hablarle así a tu padre, Paul. Después de todo, te dotó de una visión mucho mejor que la del resto de nosotros. Quizás algún día seas dueño de todo Idaho, tan pronto como logremos avanzar un poco más.
—Sí, lo sé, Harry, pero... Subamos al tejado. Ya hemos preparado suficiente material para arreglarlo.
Se hallaban ya a medio camino en su ascenso por la escala cuando les detuvo una serie de gritos penetrantes que provenían de la leñera, y que culminaron en un alarido final. Justin se dirigía hacia ellos con el rostro enrojecido. Paul silbó cansadamente, empujó a Harry hacia arriba y emprendió el descenso, a fin de enfrentarse con la furia. ¡Paz, qué cosa maravillosa! El anciano no sólo no cumplía ninguna labor, cuándo cada par de brazos resultaba imprescindible, sino que estorbaba el trabajo de los demás, rondando a su alrededor.
—Muy bien, ¿qué ocurre? —preguntó franqueando la puerta detrás de la cual se había retirado.
—Mira. ¡Destrozada! ¡Absolutamente destrozada! Yo mismo embalé esa máquina de escribir. Y mira lo que ha quedado de ella.
En verdad suponía todo un espectáculo. Poca similitud presentaba ya con una máquina de escribir, a excepción de su rota estructura, un montón de teclas dobladas y un confuso lío de alambres y palancas.
—Si algún día llego a ponerles las manos encima a tus porteadores, les... Les arrojaré aceite hirviendo, les echaré plomo fundido en las botas, les... ¡Les freiré!... Mi única máquina de escribir. ¡Y fíjate!
Las comisuras de los labios del muchacho cayeron hacia abajo. Sin embargo, rió entre dientes, impasible en apariencia ante la furia de su padre.
—Si quieres perseguirles Snake abajo, adelante. Aunque, en mi opinión, más te valdría escribir a mano.
—¿Qué?
Justin se interrumpió en la cumbre de su alarido, cerró la boca y, con el autocontrol típico de la persona acostumbrada a tratar con niños, obligó a su voz a sonar razonable:
—Hemos de conseguir otra. Boise se hallaba en ruinas, ya lo sé, pero tengo entendido que escapó de lo peor. Seguro que a nadie se le ocurrió ir allí en busca de máquinas de escribir. Me llevarás mañana a Boise y excavaremos hasta dar con alguna.
Tras lo cual, penetró de nuevo en la leñera y comenzó a clasificar el resto de sus pertenencias, en tanto que Paul se refugiaba en el granero y el sentido común de Harry. La última exigencia de su padre, cuando los campos necesitaban ser fumigados y cultivados, sería demasiado incluso para Raessler. ¡Boise! ¡Y un cuerno!
Para su sorpresa, resultó que Harry veía las cosas de distinta manera. Con el rostro pensativo, lió un pitillo antes de contestar. Al fin habló, adoptando un tono condescendiente.
—Será mejor que le sigas la corriente, Paul. Cuando un brujo te pide material, no me parece mala idea proporcionárselo.
—¿Un qué?
—Un brujo... Un tío de esos que se dedican a la magia y a los encantamientos. Como los que enviaban fantasmas a luchar contra los soldados... ¡Ah, es cierto! Tú no sabes nada de ellos. Aún no habías llegado en aquella época. De todos modos te diré que la gente del lugar considera a tu padre como un brujo. Los brujos pueden ser muy útiles si les tienes de tu parte. Llévale a Boise. Yo fumigaré las patatas. Tal vez Gerda disponga de algún tiempo para ayudarme.
—Todo eso de la magia es una tontería —repuso Paul agriamente—. Lo que llamas fantasmas se debían sin duda a una forma burda de invisibilidad. No aprendí demasiado de la vieja ciencia, pero sé lo suficiente para no creer en esas cosas... Y no iré a Boise de ninguna manera. Vamos, terminemos este tejado, antes de que el sol caliente con exceso.
Gerda se hallaba ya desbordada de trabajo, para encima fumigar las patatas, y Harry cumplía más tareas de lo que le correspondía. Si a Justin le apetecía perder el tiempo, que marchase solo.
No soplaba el viento en Boise. El sudor corría por la cara de Paul cuando se dejó caer a la sombra del carro y desenvolvió el almuerzo preparado por Gerda. Justin revolvió un poco más entre los escombros y se unió a él. Por una vez, el viejo no se había echado atrás y se sentía lo bastante cansado para comer tres trozos de su bocadillo antes de escupirlo.
—¡Mantequilla agria! Le dije a Gerda que nada de mantequilla, que quería el pan sin untar.
—Eso significa que te equivocaste de bocadillos. Los tuyos están en la otra bolsa. Y digas lo que digas, Gerda es una cocinera endemoniadamente buena. —Paul empujó su bocadillo con el amargo y cálido brebaje casero, mientras estudiaba los escombros de la antigua ciudad con marcada expresión de duda—. Lo han barrido todo. Y no tenemos la menor idea de dónde buscar. Suerte que descubrimos esa lata de ANTU. Si mata las ratas, como dices, nos compensará del viaje. Pero no encontraremos nada más. ¿Por qué no renunciamos?
—Porque no he encontrado todavía la máquina de escribir. Oye, ¿qué es eso?
Paul volvió la cabeza, alcanzó un pequeño objeto y se lo tendió.
—Examínalo. Pensé que tal vez supieras para qué sirve. Tiene un aspecto muy raro.
—¡Hum! Un relé de memoria magnetrónica. Al menos eso parece, bajo la capa de suciedad... Sí, en efecto.
Lo estudió dubitativo. Iba ya a tirarlo cuando lo contempló con renovado interés.
—Tú también sabes lo que es. ¿O lo has olvidado?
La idea general se diseñó en la mente de Paul, surgiendo de algún lugar de su memoria. La ciencia había dado accidentalmente con ella, poco después de que se redescubrieran las corrientes magnéticas y sus aplicaciones. Se trataba de una suspensión coloidal de metales en un gel de siliconas, provistas de nodos. Conectando dos nodos cualesquiera entre sí, se establecía en el gel un enlace conductor permanente, de la misma forma que dos hechos relacionados entre sí originan un enlace permanente y utilizable entre las células cerebrales. En cierto modo, el aparato mejoraba con el uso, dado que los enlaces se volvían mucho más conductivos. Y dio resultados muy satisfactorios para reemplazar los relés telefónicos.
Justin asintió.
—Y para el perfeccionamiento de las máquinas. Tenemos aquí un par de nodos pertenecientes a un conjunto de diez. El resto debe de andar por ahí. Todo el material de oficina se vendía por lo general en el mismo establecimiento. Espero que seas lo bastante brillante para recordar dónde lo encontraste.
Tardaron menos de media hora en excavar más de metro y medio, a través de la blanda basura, en el mismo agujero que habían abierto detrás del carro. El pico de Justin fue el primero en romper el concreto, y no había ningún signo de debilidad en la forma en que atacaba el círculo de un metro veinte que formaba el fondo. Al muchacho le dolían ya los brazos de tanto palear los escombros cuando, de pronto, el cemento se derrumbó y su padre desapareció entre una nube de polvo y agónicas maldiciones.
—¡Uf...!
Sus juramentos resonaban con todo vigor. Al parecer, no se había hecho ningún daño. Un segundo más tarde, reapareció su cabeza.
—Ven, hemos descubierto un sótano que los otros pasaron por alto. Hiede, pero el aire se está renovando. Alcánzame la linterna... ¡Hum! Dos sótanos. Los separaba una estructura de madera que se rompió. Si consigo hacer pasar por el agujero esa escala que hay por ahí, no habrá dificultad en bajar.
Sin embargo, Paul no perdió el tiempo en espera de ninguna escala. Acababa de ver un rastrillo asomando de una caja de embalaje y los elementos de una hacha desparramados a partir de otra estructura de madera podrida. ¡Hachas y rastrillos! Otra caja se abrió, revelando inútiles mangos de picos, pero un estante semipodrido aparecía repleto del incalculable tesoro que suponían para ellos los artículos de una ferretería. No muchos, ya que el sótano parecía haber recibido de refilón un rayo de energía, pero sí los suficientes para dejarle sin habla, en tanto iba tomando trabajosamente conciencia de su buena fortuna.
Justin gruñó, ya que no veía nada que le interesase. Con unos cuantos golpes de su pico, atravesó un desmoronado sector de la división de madera y pasó al otro lado. Paul acudió al oír su alarido, pero no vio nada especial, si se exceptúan hileras y más hileras de papel podrido y grandes libros. Su padre saltó desde un hueco y señaló hacia el derrumbado túnel, taponado con tierra, que se abría bajo la capa de concreto y que corría a lo largo de la división de madera.
—Encima de esto había una papelería, que vendía también maquinaria de oficina. ¿Ves esa caja? Una de las máquinas de sumar perfeccionadas con el chisme que encontramos. No sirve sin generadores magnéticos. Ahora bien, si excavamos...
Paul volvió a sus tesoros.
—Excava tú, si quieres. Si me queda tiempo después de cargar las demás cosas, vendré a ayudarte, aunque no veo nada que valga la pena en ese montón. Más valdría que vinieras a echarme una mano.
Como siempre, la idea de Justin acerca de la cooperación se limitaba a cuidarse de sus propios intereses. El sonido del pico y la pala acompañó a Paul mientras armaba una plataforma y una polea para subir su botín. Cargó el carro él solo, sudando a causa del esfuerzo a que le obligaba el poco eficaz montacargas, hasta que no quedó nada más que recoger, pese a que exploró con el pico la dura costra.
—¡Eh, Paul, holgazán! Déjate de cuentos y ven a ayudarme.
Su padre bailaba prácticamente en el hueco entre los dos sótanos, con los labios pegajosos de sudor y mugre. No obstante, su voz sonaba tan imperiosa como de costumbre.
De momento, Paul conservaba aún el suficiente entusiasmo para que ni siquiera eso le irritase, y le siguió a través del serpenteante y peligroso túnel, hasta dar con una caja abierta, conteniendo una sólida máquina de escribir.
—Teclado antiguo. No sirve —anunció Justin, en tanto se inclinaba para pasar las manos por debajo de la máquina—. El teclado de Dvorak sirvió de norma durante cincuenta años y, en este tiempo, lo seguían fabricando. ¡Malditos reaccionarios! La buena está más atrás, ¿ves? Intenta... ¡No, basta! Yo la arrastraré. Hay otra caja de tu lado... Sólo maquinaria, pero aprovechable. ¡Aquí! ¿Puedes moverla tú solo?
—Quizá. Sí, creo que sí... ¡Uf! Será mejor que abramos el cajón y lo dejemos aquí.
—¿Y arriesgarnos a perder la mitad de las piezas? ¡Ni hablar!
A partir de ese instante y mientras atravesaban el peor tramo del túnel el viejo se limitó a gruñir, sin maldiciones, reservando con prudencia su aliento hasta que estuvieron otra vez a nivel del piso.
—Tal vez queden más cosas ahí dentro —dijo entonces—. Al menos, es uno de los escasos sitios casi intactos que se salvaron de los removedores de escombros. Cuando subamos, ocúpate de cargar esto en el carro. Yo borraré nuestras huellas. Después, si dejas de oponer estúpidas objeciones al mejor juicio de tu padre, quizá te diga por qué necesito una máquina de escribir. Te lo hubiese dicho hace años, si no te hubieses mostrado tan infernalmente curioso.
Paul le escuchaba sólo a medias. Una vez terminado el trabajo, ocupó su lugar junto a las dos vacas lecheras, que servían también como animales de tiro. Su padre iba sentado sobre el gran cajón de embalaje, con su preciosa máquina de escribir entre las manos, casi en paz con el mundo. Las ruedas del carro —que en otro tiempo pertenecieron a un camión— saltaban y traqueteaban sobre los vestigios de lo que fue un camino y que les conducía de regreso a casa. La mente del muchacho estaba más ocupada por la carga que por el relato.
Eliminando todas las justificaciones, exageraciones y distorsiones, se reducía a muy poco. Al parecer, su padre había contratado a un mecanógrafo para tomar al dictado sus escritos. Los errores normales que cometía —o anormales, como le acusaba el viejo— les habían llevado a enzarzarse en una pelea. A esto siguió un litigio, otra pelea, un brazo roto del mecanógrafo y un mandato judicial para que Justin se apeara del burro y desistiera de calumniar a su empleado al insistir en que una máquina realizaría mejor el trabajo. La historia, que el viejo complicaba con detalles llenos de colorido, finalizaba cuando juró que era muy capaz de construir esa máquina, que estaba decidido a hacerlo.
—Y ahora, gracias a Dios, disponiendo de una máquina de escribir decente, demostraré de una vez por todas que yo terna razón al acusarle. Paul, vas a ver el mecanografiado que un editor apreciaría. Sin errores, sin raspaduras, sin faltas de ortografía y sin omitir ningún párrafo. Terminaré mi novela. ¡Y la terminaré bien!
Paul se echó a reír.
—¿Quieres decir que desperdiciaste veinte años? ¿Que todo ese tiempo y todos los jaleos de la isla no tuvieron otro objeto? No, claro que no, aunque he de admitir que, con toda probabilidad, gracias a eso conservamos la vida. Es terrible que no hubiese más gente lo bastante rica para escapar como tú.
Justin le corrigió con relativa amabilidad. Todavía perduraba en él una intensa sensación de triunfo.
—Lo bastante rica y lo bastante lista, no lo olvides.
—Además de salvarse, habrían arrastrado consigo todo el problema. Reúne cien personas y necesitarás una administración. Así comienzan a empantanarse, hasta que han de organizar una guerra para justificarse. Le dije que demostraría la verdad de mis palabras a su respecto. ¡Y lo haré!
—Te resultará un poco difícil, Justin. Está muerto. Podrías buscar a sus herederos, aunque no creo que te acompañe la suerte... Ni siquiera en otros veinte años lo lograrías. ¡Vamos, Bessy!
Forzó a las vacas a dar un rodeo para evitar un hoyo. Oía sus dolorosos mugidos, pero decidió que soportarían tres horas más sin ser ordeñadas. Claro que no perderían mucho si decidía aliviarlas con un ordeño parcial... No, ya habían recorrido más de la mitad del camino de regreso. No valía la pena.
La carcajada triunfal de su padre interrumpió sus pensamientos, captando de nuevo su atención.
—¿Me tomas por un tonto, Paul? Te dije que no soy uno de esos modernos y pusilánimes necios amigos tuyos. Aquel cerdo terna una hija... Una magnífica muchacha, Paul, magnífica, y que me apreciaba. No, no tendré ningún problema para encontrar a su heredero ¡Eres tú! Paul negó con la cabeza pero se unió a la risa de su padre. Por un momento sintió, si bien distorsionado, un poco de su antiguo respeto por él, pese a lo ridículo de la situación. Quizá Justin fuese en efecto un brujo. Al menos, todo el asunto de Boise olía a milagro... Bueno, brujo o no, desde luego era único.
Harry Raessler se mostró de acuerdo con Paul al echar una ojeada al abarrotado carro. Enganchó las otras dos vacas, retirando gran parte de la carga. Un brujo, sin la menor duda. Y un brujo muy notable. Si el señor Ehrlich les acompañase, tal vez tuviesen suerte y dieran con los traficantes de los que había oído hablar. Incluso quizá consiguiesen alguna ganga. Gerda salió de la casa, sonrió con timidez al viejo y le aseguró que no había puesto mantequilla en la cena que le había preparado. Y a partir de ahí, todo fue dulzura y claridad.
Por supuesto, no podía durar. Una lluvia torrencial sorprendió a Harry y Justin a la vuelta, arruinando todos sus planes de excavar en Boise, al tomar intransitables los caminos. Su triunfal adquisición de todas las existencias de los traficantes —un toro, tres caballos y algunos cerdos y pollos— perdió parte de su encanto cuando el semental reveló unos instintos asesinos y las dos yeguas, casi muertas de hambre, resultaron indomables.
Y cuando Justin amaneció con la nariz tapada y, al ir a desayunar, descubrió que la nata para su malta estaba semiagria, todo volvió de golpe a la normalidad. Gerda se retiró a la cocina bañada en lágrimas, y Paul confinó a su padre en su habitación, con palabras que en parte lamentó y en parte deseó más duras.
Ya en el campo, Harry interrumpió sus meditaciones al decirle, tras una sombría mirada hacia las nubes que se iban formando:
—Será mejor que regresemos, Paul. No tiene sentido fumigar cuando amenaza tanto la lluvia. ¡Con la falta que hace...! ¿Por qué todo se vuelven problemas?
—Pregúntaselo a mi padre. Es un verdadero experto en contrariedades.
Paul había empezado a olvidar mientras se entregaba ala agotadora tarea de bombear el pulverizador. Ahora, al dirigirse a la casa, la cuestión le volvió a la memoria.
—Oye, ¿qué quería el hombre de Payette? Os pasasteis discutiendo más de una hora.
—Quería comprarnos la segadora averiada, para componer con sus piezas una que encontraron. La oferta no me pareció aceptable y traté de sacarle algo mejor. En realidad no necesitamos nada de lo que tienen en este momento, así que les propongo un par de sierras y algunas hojas de hacha a cambio de su segadora. ¡Diablos! Con ella, conseguiríamos la ayuda de toda la región. Una semana de trabajo por un día de uso de la segadora... ¡Ah, Paul! No olvides que fue tu padre quien nos consiguió todo eso. No nos debe ni una hora de trabajo. Te dije que era muy buena cosa contar con los servicios de un brujo.
—Tiene que tratar a Gerda con mayor respeto. ¡Maldita sea! No me importa demasiado hacer su trabajo, dejando aparte nuestra repentina suerte. Pero no soportaré que descargué su rencor en vosotros.
—Bueno... Cierto que se comporta con demasiada rudeza, sobre todo teniendo en cuenta el niño que espera y todo eso. Sin embargo, te diré que ella se siente muy contenta de su presencia entre nosotros. Nos estamos enriqueciendo mucho y no me extrañaría que se haya corrido el rumor al respecto. Si los bandidos se enteran tal vez se les ocurra venir a matarnos alguna noche... En cambio, sabiendo que tenemos un brujo, ya se cuidarán de mantenerse bien alejados de aquí... Entra, yo desengancharé las vacas.
Empezó a llover cuando casi habían alcanzado el granero. Al mismo tiempo, les llegó el ruido de ametralladora causado por una máquina de escribir. Harry prestó oído con el respeto de un hombre sólo capaz de deletrear las palabras. Sin embargo, no aventuró ningún comentario.
El propio Paul se sorprendió ligeramente ante la velocidad del mecanografiado. Entró en la casa y empezó a limar sin prisas una corredera ajustable, destinada a un plantador manual de maíz. Su padre debía de haber ideado algún truco, por ejemplo, impresionar primero una cinta, corregirla después e incorporarla, ya en su forma definitiva, a la máquina de escribir. Ninguna mano humana alcanzaría a escribir tan rápido. Muy ingenioso, pero no valía veinte años de trabajo. Cualquier ingeniero se hubiese negado a perder una semana en algo tan baladí. ¡Y él que había tomado a su padre por un científico!
Tendría justificación si el libro se refiriese a alguna nueva teoría matemática, que requiriera una casi inalcanzable precisión y una ausencia absoluta de errores tipográficos. Ahora bien, tratándose de una novela... Y una novela romántica y jactanciosa, para colmo, del género popular antes de la guerra, cuando todavía existían editoriales y gente con el ocio necesario para buscar técnicas de evasión.
Paul rechinó los dientes y se obligó a limar con mayor suavidad la corredera por miedo a estropearla. Conoció a auténticos científicos durante los dos años que pasó como traficante nómada. El viejo Kinderhook, por ejemplo, y Gleason, trabajando en colaboración con el joven Napier en las escasas horas que les dejaba libres su dura esclavitud en los campos. Embarcados en una lucha perdida de antemano, en la que no cejaban, sin embargo. Al fin, después de cálculos en los que emplearon meses, cuando una máquina los hubiera realizado en segundos, empezaban a silvar las viejas teorías a un nivel que tal vez permitiría llevarlas a la práctica con los pocos materiales que les quedaban. Y mientras tales hombres intentaban el milagro, privados de todo recurso, su padre se sentaba cómodamente a dictar una estúpida y anacrónica novela. ¡Increíble!
Entretanto, el veloz mecanografiado se había vuelto esporádico. Al prestar más atención, oyó un murmullo de maldiciones, seguido de una breve ráfaga de las teclas y, por último, un grito:
—¡Paul!
Se levantó con un suspiro de fastidio y se encaminó a la habitación, antes de que su padre viniese hecho una furia a alterar toda la casa.
—¿Qué te ocurre esta vez?
El viejo le esperaba de pie en medio de la habitación, rodeado por un montón de maquinaria. Figuraba entre ella un pequeño calentador, un motor de vapor que funcionaba con leña, colocado sobre unas piedras planas y cuyo humo escapaba por la ventana, y una dinamo zumbante, amén de la máquina de escribir, todo ello conectado a una achaparrada caja negra, con diminutos brazos que alcanzaban las teclas de la máquina y otro brazo doblado. Justin amenazaba con el puño a la caja.
—Está perdida, ¿lo oyes? ¡Perdida! Si tuviese un bote a mi disposición, ya le daría yo a esos malditos porteadores. Veinte años de trabajo y vienen esos imbéciles...
Más que harto, Paul le contuvo con un gruñido.
—Y si yo tuviese un bote, dejaría que les persiguieses Snake abajo. ¿Qué demonios significa todo este lío?
—Este lío —respondió su padre, con notorio sarcasmo— significa una máquina de escribir que obedece a la voz. Y te aseguro que funciona... Por lo menos, funcionaba. No tiene nada que ver con las cien toneladas de chatarra de que presumía el Instituto, incapaces de puntuar ni distinguir los homónimos... Aquel peso pesado sólo se dejaba manejar por un locutor especializado. Mi Vocatype marchaba muy bien hasta que me la trajeron aquí. ¡Me la han destrozado!
El muchacho se sintió impresionado, muy a su pesar, aunque no sabía, sin probarla, qué había de verdad en la afirmación de su padre. Se apoderó del micrófono, colocó el papel, apretó el botón y dictó con rápidas palabras a la máquina:
—La princesa se halla en el jardín con su aya, contemplando las hayas que se alzan allá en la lejanía. Cayó al suelo una manzana. El hombre, a pesar del hambre que sentía, calló, contemplando los callos de su mano. Y con rápido ademán, sepultó la olla que llevaba en el hoyo que se abría a sus pies.
—¡No hubo ni un solo error!
—Pero un billón de relés...
Y la caja no pesaría más allá de cincuenta kilos... Permaneció allí de pie, maravillado, en espera de la explicación de su padre. Esta vez escuchó con toda atención, incluso las jactancias.
El analizador de voz y las teclas magnéticas no suponían ninguna novedad, lo mismo que la cabeza escudriñadora que detectaba los errores ele la máquina y el transformador que convertía la electricidad en corriente magnética. El resto era tan sencillo como complicada su teoría. Un tubo de memoria magnetrónica de mil nodos, obra del viejo, ocupaba un pequeño ángulo de la caja. En realidad, a él le correspondía el auténtico trabajo. Podían establecerse entre sus nodos medio millón de enlaces, que a su vez servían de nodos para más de cien billones de subenlaces, capaces de desdoblarse en quintillones de sub-subenlaces. De un tamaño y una complejidad insólitos, su fabricación, sin embargo, había requerido sólo unos meses.
El resto de aquellos largos años había sido dedicado a pronunciar palabras y golpear teclas, hasta que el tubo desarrolló un reflejo condicionado para, cada una de las palabras existentes en el diccionario abreviado y fue capaz de comenzar la aparentemente imposible hazaña de aprender a elegir entre sinónimos y encontrar un buen esquema de puntuación. Ningún hombre normal lo creería posible, y sólo la persona más terca del mundo habría seguido intentándolo hasta que el éxito coronase la hercúlea tarea.
—Ahora ya no sirve para nada —finalizó Justin.
La atención y la evidente sorpresa de su hijo habían disminuido sin duda su cólera, pues en su voz sólo se percibía la amargura. Apelando a una de sus hojas taquigrafiadas comenzó a dictar, mientras la máquina le seguía a escasa distancia:
—... Tan seguro como que mi nombre es Patrick Xenophon... ¡Mira, lee esto! Dice: tan seguro como que mi nombre es Patrick Xavier... Veinte veces he dicho Xenophon, y veinte veces ha escrito ella Xavier. Todo el condicionamiento al que sometí sus reflejos no vale para nada. Tendré que empezar de nuevo. Sin saber cuántos errores más contiene...
Paul raspó las letras con la punta de su cuchillo y mecanografió a mano las correctas.
—Supongo que no se te ocurrió esto... —comenzó a decir.
Un sonido procedente de la máquina atrajo su mirada. El aparato había despedido la hoja. Colocó otra y repitió lo escrito al final de la página anterior. Al terminar, tenía ante sí la versión que el aparato se empeñaba en dar...
Por un interminable instante, Justin contempló su creación con sorpresa horrorizada. Sus hombros se abatieron. Emitió una ahogada exclamación, tendió a su hijo las páginas de notas y la copia terminada y abandonó en silencio la estancia. Poco después, Paul le vio caminar lentamente por el sendero, bajo la lluvia, en dirección al granero, con Gerda pisándole los talones. ¡Y la muchacha sonreía!
Paul miró sucesivamente la máquina, las siluetas de su padre y Gerda, que se alejaban, y las páginas que sostenía en la mano. Se dejó caer en la silla.
Gerda vino horas después, para encender la lámpara, y forzarle a cenar. Se limitó a gruñir su agradecimiento y siguió leyendo. Cosa sorprendente, se trataba de una maravillosa pieza de literatura de evasión, magistralmente escrita. Una vez que las palabras de la primera página penetraron en su aturdida mente, continuar la lectura se convirtió en tan inevitable como respirar. En cierto modo, le daba pena pensar que no sería publicada. Nunca había sido tan grande la necesidad de evasión.
Y el medio resultaba efectivo, de un modo extrañamente tranquilizador. Al comienzo, se propuso detenerse tras la lectura del primer capítulo, pero, al terminarlo se dio cuenta de la necesidad de relajación que experimentaba y continuó, dejando que el mundo que le rodeaba desapareciera de su mente. Por otra parte, puesto que su redacción había exigido veinte años de trabajo a su creador, que al menos una persona sacara provecho de ella...
Dejó la última página y fue hasta la máquina, donde el libro incompleto terminaba así: «... tan seguro como que mi nombre es Patrick Xavier...».
—¡Justin! ¡Eh, Justin!
Su bramido fue casi equivalente al acostumbrado grito de su padre, aunque no tuvo oportunidad de pensar en la similitud. Cuando la puerta se abrió, señaló con el dedo el pasaje y lo sacudió luego ante los ojos del viejo.
—¡Le llamaste Xavier al principio, no Xenophon! ¡Mira en la página cuatro!
Justin dirigió una alarmada mirada ala página y se apoderó del micrófono. Esta vez no hubo vacilaciones. La Vocatype siguió sus palabras hasta el final de la página y expulsó sin reticencias el producto acabado. Justin rió entre dientes.
—A veces, casi pienso que soy un testarudo, Paul. Hubiese jurado que estaba en lo cierto, así que ni siquiera se me ocurrió comprobarlo. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Una máquina diseñada para copiar al dictado, pero que se niega a aceptar las incongruencias... ¡Dios mío, la secretaria perfecta! Imagínate los errores que evitaría al escribir un artículo de investigación si le enseñas un poco de matemáticas. Por una vez en tu vida, has servido para algo, Paul.
El muchacho abrió la boca para replicar de manera conveniente, pero Justin no le dio tiempo. Acarició la máquina y siguió parloteando.
—Terminaremos el libro —dijo dirigiéndose a la máquina y dándole una afectuosa palmada—. Bonita máquina... ¡Excelente máquina! Vamos a demostrarle a Paul que su abuelo era un idiota intolerante... Dicho sea de paso, muchacho, ¿qué te pareció la historia?
—Perfecta —respondió Paul.
Y abandonó la habitación rumbo a su lecho, sin permitirse más locuras. Sólo su padre podría haber inventado tal imposibilidad como una máquina capaz de mostrar los rudimentos de la inteligencia. Y sólo él la habría usado para completar una novela que nunca sería publicada.
No obstante, al deslizarse entre las sábanas, se sentía ya menos seguro del mal uso que le daría su padre. Quizás en algún punto de sus misteriosos subenlaces, se encerraba una inteligencia potencial, pero no podrían disponer de ella en toda su vida. Aunque inútil sin un medio de comunicación, y como capaz de aprehender los hechos, el lenguaje es un derivado protoplásmico, lleno de variables abstractas y abstrusas, como verdad o bondad, por ejemplo.
Soñó que se hallaba en pie sobre un acantilado y que un ciego le ofrecía un nuevo y brillante robot a cambio de que le describiese el verde y el naranja.
Comenzaba a amanecer cuando le despertó la mano de Justin sobre su hombro. Por un momento tuvo la impresión de encontrarse todavía en la isla. Pronto, sin embargo, en tanto buscaba a tientas su mono recuperó el sentido de la realidad. Los ojos de su padre, enrojecidos por la falta de sueño, expresaban toda una gama de sentimientos.
Justin rompió el silencio, con la voz más suave que le había oído en años:
—Sé lo que piensas de mí, Paul, pero te aseguro que nunca he olvidado el mundo real. Aun sabiendo que fracasaría, combatí por la decencia como pocos hombres han luchado en su vida, y no abandoné el combate hasta el último momento... No, déjame que lo cuente a mi modo... Integrar la administración de un mundo desarrollado desde el punto de vista tecnológico es increíblemente complejo... Ni siquiera los hombres que realizan esa tarea se dan cuenta de su extrema complejidad. Las disposiciones generales dependen de los departamentos inferiores. Y luego, se va extendiendo, a través de cincuenta pisos en el sentido vertical y en subdivisiones sin cuento en el horizontal. La burocracia no es divertida, sino necesaria y horrible. La complicación engendra más complicación y, al final, la desconexión de la realidad. Se cometen errores que nadie alcanza a ver ni controlar a tiempo. Y de ellos, se derivan otros errores, los cuales terminan en la guerra.
»Durante algún tiempo, se lucha contra ella. Luego, uno se limita a luchar por las buenas. Me esforcé hasta el límite de mis fuerzas y fracasé. No se podía hacer nada al respecto en la isla, así que construí el Cerebro. ¿Por qué habría de crear aquí el viejo círculo vicioso? ¿Para aniquilar por completo toda la raza? Traté de prepararte, pero no fui capaz de prepararme a mí mismo para esto.
—Si me hubieses explicado... —comenzó débilmente Paul, sin que su padre le prestase atención.
—Ahora, en cambio, ya se puede hacer algo, establecer un gobierno. Sólo se necesita un cerebro que se ocupe del papeleo, no mejor, pero sí más complicado que la mente humana. Unos cuantos cerebros extraordinarios, con memorias perfectas, capaces de retener los innumerables compartimentos interrelacionados. Que los hombres tomen las decisiones. El cerebro de un robot les dejará libres para tomarlas sabiamente... Y actuar al instante, mientras que el papeleo les llevaría años. Paul, les daremos ese cerebro.
—No, papá —rechazó con suavidad el muchacho. Y maldijo su heredada terquedad que le impedía dejar a su padre en el mundo fantástico que acababa de descubrir—. Sin duda algún día tendrán esos cerebros, y tú serás el responsable. Pero no en nuestro tiempo. Me enseñaste la suficiente semántica para saber el ingente trabajo que supone brindar a tu chisme incluso una sombra del conocimiento de las palabras.
No hubo rastro de desencanto en el rostro del viejo, que se endureció, dejando reaparecer su maliciosa terquedad. No respondió. Indicó con una seña a su hijo que le siguiese y se dirigió en silencio a la habitación del Vocatype. Había una hojita de papel en la máquina, y sendas cuartillas bajo las reajustadas pantallas del selector.
—Tu problema, Paul, reside en que consideras ciencia la electricidad que hace trabajar un motor. No lo es. La ciencia es el proceso de reducir todas las cosas a su común denominador y construir de manera sistemática a partir de ese principio. Antes de convertirme en novelista, adquirí bastante práctica como científico. Todavía la conservo. No malgasté la noche soñando. Repasa esa lista de palabras mientras esperas.
Le alargó la hojita de la máquina y empezó a disponer papeles de colores ante las pantallas del selector.
—¿Qué? —preguntó cuando la máquina cobró vida—. ¿Qué?
Puso un papel limpio en el carro. Las palabras fueron formándose poco apoco:
«Un triángulo azul y un círculo rojo sobre un cuadrado blanco. ¿Sobre qué hay un círculo negro? ¿Sobre qué?».
—Hexágono —respondió suavemente Justin.
«Un círculo negro sobre un hexágono. El hexágono es naranja. ¿Qué color es el naranja? ¿Es naranja el hexágono? ¿Qué color es el naranja?».
Los asombrados ojos de Paul se estrecharon mientras recorría la hoja de papel azul.
—¡La palabra naranja no figura en la lista!
—Por supuesto que no... Nunca se la enseñé al Cerebro. Me hizo el mismo truco antes de que despertases.
El viejo apretó el botón del micrófono y se dirigió a la máquina.
—El naranja es el color del hexágono. El hexágono es naranja. ¿Qué color es el naranja?
Sonaron las teclas. La página fue escupida con violencia y se insertó otra en su lugar. Sin más interrupciones, aparecieron en el papel las siguientes palabras:
La suerte de O’Malley
Tenía que ser cierto. El hecho era tan cierto como los axiomas de la geometría o los fundamentos de la física. Invariablemente, una mezcla de rojo y amarillo da naranja.
La máquina saltó un espacio y agregó otra línea: «El hexágono es rojo y amarillo. El hexágono es naranja. ¿De qué color es el hexágono?».
—Naranja. Rojo y amarillo da naranja —aseguró Justin a la dubitativa máquina, antes de desconectarla—. Como ves, posee una memoria perfecta, además de sentido analítico. Y tal como veo las cosas ahora, debería dotarla de un vago sentido del propósito de las palabras a fin de que distinguiese los homónimos. De todos modos, ya he logrado que estableciese la imprecisa diferencia entre el y un. Tal vez lleve años, pero no siglos... Y eso es todo por hoy. Veamos si encontramos algo de comer.
La cabeza de Paul daba vueltas vertiginosamente, en tanto miraba a su padre, dedicado a cortar el pan. El plan básico cobraba ya forma y no le cabía la menor duda acerca de su éxito. Conseguirían que Gleason, Kinderhook y Napier se les uniesen allí, donde el tesoro recién descubierto les permitiría disponer de tiempo libre para su vital misión, Al principio dependerían del trabajo de terceros, pero pronto, dado que la riqueza engendra más riqueza, se desarrollarían. El Cerebro se transformaría en una calculadora infinitamente mejor que las antiguas, sin precisión de mucho aprendizaje, puesto que las matemáticas constituyen un lenguaje exacto. Y con los materiales que se fuesen procurando, el lento comienzo de la ciencia aportaría aún más riqueza para seguir edificándola.
Tendrían que organizar una comunidad a partir de la anarquía presente. Unos serían asignados al trabajo en el campo, y otros, a la enseñanza y el pensamiento. Resultaría muy duro, en un mundo que había aprendido a evitar toda forma de gobierno, basándose en la amarga experiencia. Ahora bien, aunque el Cerebro no era aún la máquina administrativa perfecta, aparecería a los ojos de la gente supersticiosa revestido de un poder mágico. Su padre se encargaría de ella, aumentando así su reputación de brujo, hasta que las obvias ventajas de la organización convirtiesen en inútil tal engaño.
Con todo, tal vez fuese mejor mantener en secreto la existencia del Cerebro. El conocimiento y la esperanza para el futuro que ofrecía harían posible todo el resto.
—¡Hum! —musitó Justin, masticando un bocado de pan—. Todo irá bien de ahora en adelante, hijo. Al menos, así lo creo. En cuanto vea a Gerda...
El sueño de Paul se derrumbó. Había sido una bonita ilusión, pero ¿cómo edificar ningún futuro estable sobre el odio a la mantequilla agria? Se volvió hacia su padre, con los labios blancos por la tensión, pronunciando con dificultad las palabras.
—¡Te dije que la dejases en paz, Justin! Si alguna vez...
—Oye, ¿por qué no echas una ojeada por la ventana y me dejas terminar lo que te decía? —respondió el viejo, con una abierta sonrisa—. Mientras meditaba, intentado descubrir lo que fallaba en el Cerebro, decidí abrir el cajón que encontraste en tu lado de la excavación. Nos costó trabajo a Gerda y a mí sustituir el motor por una manivela, pero lo logramos.
Paul se tragó lentamente su rabia y se dio la vuelta para mirar por el pequeño panel de cristal en dirección al granero. Al principio, sólo vio la espalda de Harry subiendo y bajando hasta que el hombre se apartó, dejando al descubierto lo que ocultaba. Al parecer, Gerda había querido probar la manivela, porque sonreía sin dejar de darle vueltas. Dos chorros de líquido cayeron en los cubos que aguardaban. ¡La desnatadora funcionaba a la perfección!
—Como te estaba diciendo cuando me interrumpiste, en cuanto vea a Gerda... —Justin mordió otro trozo de tostada y se relamió aprobador—. En cuanto la vea, debo felicitarla por la que preparó anoche. Muy buena. Nunca he podido soportar la mantequilla agria...
***
Campbell encontró Reflejo condicionado poco convincente. En general, no solía comentar los trabajos que le presentaban, pero sospecho que le resultaba doloroso rechazar una y otra vez mis relatos. Comenzó por preguntarme en tono esperanzado por mis planes. Le revelé entonces mi ya antigua decisión de retirarme si fallaba por primera vez. Cinco fallos subrayaban el hecho de que más valía convencerme de mi incapacidad para escribir. Trató de persuadirme de lo contrario, mas al fin renunció. Sus últimas palabras fueron:
—Venga a verme cuando cambie de parecer.
La señorita Tarrant, que me acompañó hasta la puerta, me dijo que John lamentaba realmente mi fracaso. También ella parecía triste. Siempre fue una dama encantadora, además de una ayuda inestimable para Campbell. Traté de convencerla de que todo iba bien.
Robert Lowndes aceptó Reflejo condicionado en 1950. Más tarde me dijo que había leído también Uneasy Lies the Head antes de que Wollheim lo aceptase y que lamentó después no haberse quedado con ambos, a fin de publicar uno a continuación del otro. También yo lo lamenté. Sin embargo, cuando tuve la oportunidad de incluir ambos relatos en la misma colección, no lo hice. Me parece una lástima, dado que cada uno de ellos agrega algo al otro.
No diré que me sentía exactamente feliz cuando tomé el metro, camino de casa, pero sin duda estaba mucho menos deprimido de lo que creían Campbell o la señorita Tarrant. No era el primer escritor que perdía al envejecer ese algo que le permitía publicar sus obras. No me agradaba, cierto. Sin embargo, podría sobrellevarlo.
Metí todos los manuscritos en un sobre, coloqué la máquina de escribir en su estuche y comencé a guardar todos los esbozos de ideas para relatos en los archivos de Henry.
Sólo una semana más tarde, Milt Rothman se presentó de pronto en nuestra casa. No le había visto desde que salí de Washington, y me alegró mucho el reencuentro. Me contó que había abandonado el ejército y estudiaba ahora física nuclear. Tras pedir mi dirección en la oficina, de Campbell, venía especialmente para invitarme a asistir a la Convención Mundial de Ciencia Ficción, que se celebraría en Filadelfia, su ciudad natal. Me hospedaría con él en casa de sus padres. ¡No podía decirle que no!
Helen me urgió en el acto para que aceptase. En realidad, no le llevó demasiado tiempo persuadirme. Dichas convenciones, comenzadas en 1939, quedaron interrumpidas por la guerra. Nunca había asistido a ninguna, pero había oído hablar mucho de ellas. Al parecer, resultaban muy divertidas.
Me divertí, en efecto. La convención se reunió durante el fin de semana correspondiente al Día del Trabajo y fue la más concurrida de las celebradas hasta entonces. Asistieron cerca de trescientos escritores y aficionados. (Hoy, sobrepasan los cuatro mil). La mayoría de ellos eran viejos amigos, aunque sólo conocía personalmente a unos pocos. Existe en el mundillo de la ciencia ficción una especie de relación familiar. Al menos existía antes de que se extendiese tanto. Milt se había encargado de organizar la convención, con la ayuda de Sprague de Camp y de otros muchos.
Me cuesta trabajo creer la cantidad de cosas que derivaron para mí de esa convención, buenas todas ellas. Milt me llevó a la casa de Jim Williams, distribuidor de libros y aficionado. Me enteré de que formaba parte de una pequeña firma editora, la Prime Press, la cual se dedicaba a publicar ciencia ficción encuadernada entela. Jim empezó por sugerirme de inmediato que seleccionara mis mejores cuentos, pues le agradaría muchísimo publicarlos. Más aún, me ofreció cien dólares a la firma del contrato.
(La ciencia ficción no era casi tocada en aquellos días por las grandes editoriales. Sólo gracias a los esfuerzos de pequeños editores como Williams alcanzó su popularidad, hasta el punto de que terminó por ser aceptada como una categoría literaria regular).
Fue también entonces cuando acudió a visitarme un joven de pelo oscuro muy tranquilo, que se presentó a sí mismo como Scott Meredith, agente literario. ¿Qué me parecería si él me representase? Le encantaría tener como cliente al autor de Helen O’Loy, dijo. Le expliqué que me había retirado de la profesión y que los únicos relatos de que disponía habían sido rechazados. No pareció molestarle. De buena gana me demostraría hasta qué punto podía ayudarme si le confiaba esos relatos.
Prometí ponerme en contacto con él. Nunca había recurrido a un agente. Los de categoría no se ocupaban de escritores con un promedio de ingresos tan bajo como el mío. Y los de segunda, que tal vez me hubieran aceptado, no me interesaban.
De todos modos, Scott Meredith suponía una posibilidad. Siendo un aficionado a la ciencia ficción, sin duda sabía algo sobre el tema. Y había visto poco tiempo atrás un anuncio suyo en el Writers Digest, un anuncio que le presentaba como un agente importante.
Fred Pohl asistió también a la convención. Él y yo, nos reunimos con otros representantes de la ciencia ficción en Nueva York y hablamos de la conveniencia de fundar un club donde se reuniría la gente del sector. Ya nos veríamos a nuestro regreso y concretaríamos la cuestión.
Me puse efectivamente en contacto con Meredith, después de informarme de que representaba a muchos otros escritores de ciencia ficción. Cuando fui a verle, llevé conmigo los relatos que aún conservaba. Sostuvimos una amable charla, que giró sobre todo en torno a la ciencia ficción, y acabamos por firmar un contrato, una de las mejores decisiones que haya tomado en mi vida. Al cabo de veintisiete años, continúa siendo mi agente.
También llamé a Fred Pohl y convinimos en que el grupo original se reuniese en su apartamento. Deseábamos una especie de club semiprofesional, capaz de soportar los conflictos que dividieran a los grupos anteriores del mismo género.
Nos reunimos nueve y comenzamos a preparar el borrador de un reglamento, lo bastante extenso para servir de constitución a un gobierno mundial. Figuraban entre nosotros Robert Lowndes, Judy Merril, Philip Klass (William Tenn) y varios otros con una participación algo menor en la redacción de las actas. Decidimos llamarle el Hydra Club, puesto que se iniciaba con nueve cabezas.
Creció hasta convertirse en un auténtico club, con cerca de cincuenta miembros, y era difícil pensar en alguien de cierta importancia dentro de la ciencia ficción que no se contase entre sus socios o invitados. Celebrábamos una gran fiesta anual en Nueva York, además de una reunión mensual. Y, desde luego, formábamos el grupo de mayor éxito en nuestro campo del área.
Asimismo ejercía una gran influencia en nuestras actividades profesionales. Muchos contactos valiosos se establecían allí, y la información circulaba libremente entre sus miembros. No tenía ningún fin oficial, limitándose a una especie de asociación de escritores.
Años más tarde, cuando no pudieron soslayarse los conflictos por más tiempo, surgieron los problemas. Fred y yo, que ocupábamos por entonces los cargos más altos, quisimos cerrar el club. Sin embargo, no murió. Otros continuaron celebrando reuniones bajo su nombre, aunque ya sin el celo de otros tiempos.
Indirectamente, me prestó grandes servicios en los primeros años de su existencia. Entablé allí amistad con Robert A. Lowndes (por llamarle por su nombre favorito). Y fue «Doc» Lowndes quien me llamó para decirme que Scott Meredith andaba buscando un director y que tal vez me gustaría presentarme al puesto. (Dudo que Scott pensara en mí, ya que no me conocía lo suficiente).
Me pareció una buena idea. Supuse —y con razón— que se aprendía más sobre el oficio de escribir y publicar en la oficina de un agente que en cualquier otro sitio. Todavía no estaba seguro de querer escribir de nuevo alguna vez, pero sí lo estaba de que necesitaba saber mucho más de lo que sabía si alguna vez lo intentaba en serio.
Así que me presenté, me sometieron a prueba para ver si sabía detectar los defectos de un relato, por cierto bastante malo, y me aceptaron. El sueldo no era muy bueno, pero rara vez lo son en el mundo editorial. Siempre hay demasiados postulantes dispuestos a aceptar el trabajo. De todas formas, lo encontré aceptable.
Permanecí en mi puesto cerca de tres años. Al principio, Damon Knight se encargaba de los escritores profesionales, mientras que dos de nosotros procedíamos la lectura de los originales enviados por espontáneos. He oído numerosas críticas contra los agentes que encargan a escritores desconocidos la lectura de originales. Yo mismo tuve mis dudas respecto a esta práctica. Ahora, albergo la convicción de que se trata de un servicio necesario y valioso. Cierto que muchos escritores en ciernes no obtienen nada por su dinero, pero lo mismo ocurre en cualquier curso de prácticas, siendo incluso más cierto respecto a los talleres de enseñanza para escritores que gozan de tan alta estima. Conocí a muchos escritores que aprendieron su profesión a base de leer cuentos de principiantes y a muchos que acortaron así el largo período de aprendizaje. También vi a desconocidos acceder casi de manera instantánea al status profesional, algo que no habrían conseguido por sí mismos hasta después de publicar un buen número de sus propias obras. Por ejemplo, Richard Prather fue descubierto cuando se dedicaba a este tipo de trabajo. Como resultado, inició su carrera profesional con la ventaja de contar con un agente acreditado.
El problema de tales lecturas no radica en el sistema, sino en los abusos que permite, abusos no demasiado difíciles de señalar, por ejemplo, cobrar por redactar la obra de nuevo o tratar de colocar esa obra a base de reescribirla, dar garantías o falsas promesas de una lectura «gratis» o negar a un manuscrito aceptable la representación profesional apropiada.
Sidney Meredith, el inestimable hermano de Scott, dirigía ese departamento. Mientras trabajé en él, siempre se aseguró de que se tratase con honestidad a los autores. Y mis compañeros se interesaban de verdad por cualquier aspirante que pareciera mínimamente prometedor o mostrase la más pequeña posibilidad de perfección.
Aprendí más allí en seis meses de lo que nunca habría aprendido escribiendo por mi cuenta, ni siquiera contando con la ayuda que Campbell se mostraba siempre dispuesto a ofrecer. En primer lugar, aprendí a no ser estrecho en mis miras. Se precisa el mismo dominio para escribir una novela del Oeste o una novela de misterio que el requerido en la ciencia ficción. Cada especialidad exige el conocimiento de sus propios elementos. A eso se reduce todo. Ni siquiera hay demasiada diferencia entre la buena literatura realista y la buena ficción. Basta, pues, con aprender los supuestos de cada rama. Y he de decir que descubrí con rapidez los de la mía.
Me enteré, por ejemplo, de cuán tonto había sido al reducirme a un solo mercado. He visto manuscritos aceptados a la decimocuarta tentativa, luego de recibir los más superficiales rechazos por parte de los directores de otras revistas.
Tuve asimismo la oportunidad de tratar directamente con muchos de esos directores, comprendiendo así lo que en realidad deseaban.
También cultivé una muy sólida amistad con Scott y Sid Meredith, que resultó de valor incalculable para mí en muchas ocasiones. Ellos son primero mis amigos, sólo después mis agentes. Alguien ha dicho que la relación escritor-agente se asemeja al matrimonio, cosa cierta, al menos en parte. Desde luego, no recomendaría ningún agente a un escritor, del mismo modo que no elegiría esposa para otro hombre.
Por la misma época, las amistades entabladas en el Hydra Club volvieron a rendir sus frutos. David Kyle, uno de los nueve fundadores, llevaba largo tiempo intentando conseguirme un apartamento en su mismo edificio. Un día, me llamó para decirme que quedaba una libre pero que no había tiempo que perder. No esperarían hasta que consiguiese el dinero, así que insistió en prestarme el suficiente para el depósito.
Se hallaba situado en una área segura, aunque modesta. Y el alquiler se reducía a doce dólares al mes... (Vivo ahora exactamente enfrente de aquella calle, en una moderna urbanización. Pago casi veinticinco veces más y se sigue considerando una ganga). Por tan irrisoria cantidad disponía de tres pequeñas habitaciones, en un viejo edificio sólidamente construido. La bañera, instalada en la cocina, servía de escurreplatos cuando se cerraba. No había calefacción, pero sí una chimenea, en la cual situé una estufa de petróleo, que de este modo no apestaba ni envenenaba el aire. Y sobre todo, nos proporcionaba intimidad.
Helen y yo nos mudamos y decoramos el apartamento a tono con el ambiente general. Nos sentíamos felices de vivir en él. Y nos ahorró mucho tiempo y muchos problemas con relación al trabajo.
Desde hacía meses, Scott Meredith persistía en su intento de que volviese adscribir, mientras yo me negaba a pensarlo siquiera. Fue, por último, Campbell quien venció mi resistencia, aunque esta vez la idea no le pertenecía. Cierto lector le había escrito incluyendo el sumario y la crítica del número correspondiente a noviembre del año siguiente. Por supuesto, se trataba de una broma, pero Campbell, una vez examinada la lista de autores y relatos, decidió que harían un buen ejemplar y que la publicación de la carta recibida supondría una excelente propaganda.
Muy en secreto, convocó a todos los escritores que figuraban en la lista y les dijo que quería publicar ese número de 1949 lo más parecido posible al de la carta. Y, naturalmente, todos accedieron a intentarlo.
Tampoco yo pude negarme. Era una travesura demasiado buena y, además, le debía mucho a Campbell.
En el sumario de la carta se incluía un cuento corto mío, titulado En la cumbre. Sin saber por qué, me desagradó ese título. Sin embargo, no podía cambiarlo, ya que no me pertenecía. Por fortuna, no había detalles respecto al contenido. Tan sólo lo acompañaba la mención de excelente.
Esta vez sí que sudé. Acaso Campbell, dado lo especial de la ocasión, estuviera dispuesto a aceptar una calidad algo inferior a lo acostumbrado. No obstante, quería ofrecerle lo mejor de mí mismo. Y a juzgar por las últimas experiencias, no tenía la menor seguridad de que hubiese en mí algo bueno que dar.
Por último, procedí en cierto modo a una síntesis. Revisé todos mis cuentos que le habían gustado a Campbell, tratando de determinar qué hubo en ellos de su agrado. Luego redacté una lista de los pros y los contras. Campbell prefería los héroes solitarios o, al menos, que creyesen serlo. En la medida de lo posible, necesitaba una pizca de sentido común. Rechazaba los puntos de vista demasiado sutiles o demasiado llanos. Y etcétera, etcétera...
Hasta que, al fin, conseguí elaborar una trama. Repetí cincuenta veces el primer párrafo antes de quedar satisfecho. Después, ya no fue tan difícil. Quise que el cuento alcanzase las cinco mil palabras... Y las alcanzó. Se lo envié a través de la agencia, el primer cuento nuevo desde que me representaba.
Esperé la respuesta con mucha mayor ansiedad de la que nunca había experimentado. Llegó al día siguiente, en forma de una llamada telefónica de Campbell.
—Un cuento muy bueno, Del Rey —dijo con una especie de ronroneo en la voz—. A nuestros acostumbrados dos centavos por palabra, eso hace cien dólares. Ya le he enviado el cheque por correo.
Fin