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mayo 27, 2021
Esta historia me la contó un antiguo profesor, que a su vez le fue contada por su abuelo. Como supondrán, se trata de una historia antigua. El abuelo de mi antiguo profesor aseguraba que era una historia verídica. Yo no sé decirlo. Ustedes dirán.
Humberto Arroyo era un hombre de mediana edad, solitario, amargado y asqueado de la vida, quizá por ello la vida le jugaría tan mala pasada (así era como mi antiguo profesor iniciaba esta historia, cuando antes de iniciar la clase o después de terminarla, empezaba con el relato). Humberto Arroyo vivió y creció en la ciudad, pero nunca se sintió muy a gusto en ella. De manera que un día decidió mudarse a un pueblo.
Los habitantes de San José lo vieron llegar muy temprano al poblado, cuando el sol apenas despuntaba al alba. Se movilizaba en una carreta que traqueaba a cada giro de las ruedas. La mula que tiraba de su carreta era colorada, flaca y tenía la crin como pelambre. ¿De dónde sacó la carreta y la mula?, es algo que ni mi antiguo profesor, ni su abuelo, pudieron esclarecer. Humberto, ante el frío matinal, se resguardaba con un poncho viejo y raído, por la boca expulsaba vaho, mientras con un pequeño látigo animaba a la pobre mula a caminar más rápido.
La gente de San José lo saludó amigablemente, más no recibieron mas que un silencio hosco. Humberto Arroyo no era de aquellos que levantara el brazo por algo que no valiera la pena. Y por saludar a gente desconocida no valía la pena abrir la boca o alzar el brazo, menos con aquel frío. Silencioso, con el único ruido del traqueteo de la carreta, se dirigió sobre el húmedo camino de barro hasta la casa del alcalde.
Había ido a San José para quedarse. Consultó con el alcalde (mientras se tomaba un buen vaso de ponche) las propiedades en venta y compró la más barata (también era muy tacaño). No le sorprendió que la casa estuviera sobre una ondulante colina, a casi medio kilómetro del pueblo, después de todo no podía aspirar a más por tan bajo precio. Se dirigió con su carreta hacia su nueva casa y se instaló allí, en medio de la nada y de un silencio sepulcral.
Vivió aproximadamente un año en San José. Casi no salía de su nueva vivienda. Su tiempo lo dedicaba a leer una antigua colección de relatos que había traído consigo desde la ciudad, a sembrar y cultivar unas cuantas hortalizas y flores y a gruñir a los niños que se atrevían a acercarse a su propiedad.
Durante ese tiempo en San José apenas llegaron a conocer una capa del solitario Humberto Arroyo. Supieron que venía de la ciudad, que era hosco, gruñón, solitario y tacaño. No le gustaba cultivar la amistad de nadie, excepto quizá la del alcalde, aunque no se está seguro de esto último, sólo se supone porque fue el alcalde la última persona con la que Humberto habló. Nunca se supo si tenía familia, ya que nunca lo visitó alguien que pudiera considerarse como tal, ni él contó a nadie que tuviera. De manera que muchos supusieron que no la tenía, y con el paso del tiempo incluso llegaron a decir que era un espíritu vagabundo, un alma en pena. Particularmente creo que era sólo un hombre solitario e incomprendido.
Era una noche de diciembre cuando aquel extraño suceso empezó a cernirse sobre Humberto. Recostado en una banca de madera, a la luz de una vela (recuerden que es una historia muy antigua y que en ese entonces no había energía eléctrica), releía uno de sus libros favoritos. El reloj de pared señalaba las doce de la media noche. Lo que menos esperaba en ese momento era que alguien llamara a la puerta, pero así fue. Humberto, que no creía ni por asomo en fantasmas, se levantó gruñendo, dejó en la mesita el libro y abrió la puerta, pensando únicamente en lo que le diría a aquel insensato por molestarlo a esas horas de la noche.
Una hermosa niña vestida de blanco purísimo estaba de pie en el umbral. Era una pequeña de cabello liso y pelirrojo, su rostro era ovalado, suave y perfecto. Y sus ojos, sus ojos eran oscuros y bellos, pero rebozaban angustia y tristeza a partes iguales. Era la imagen de una niña que cargaba con una gran pena.
Humberto, que había abierto la puerta, con un montón de diatribas en la punta de la lengua, las contuvo y en su lugar preguntó:
—¿Se te ofrece algo, pequeña? ¿O te has perdido?
—Me puede regalar un vaso de agua —dijo la niña, y su voz era dulce, impregnada de dolor y melancolía. Era la voz más triste y dulce que Humberto había escuchado en su vida. En cualquier otra ocasión o a cualquier otra persona, le habría cerrado la puerta de un porrazo, pero no a aquella niña de blanco.
—Por supuesto que sí, mi amor —respondió, conmovido hasta la médula.
De la tinaja de barro llenó un vaso de agua y se lo tendió a la niña. Ésta lo cogió, dio media vuelta y se alejó.
—¿Para qué quieres el agua? —preguntó al ver que la niña se alejaba llevándose consigo el vaso.
—Es para mi padre —contestó la pequeña y se perdió en la oscuridad.
Humberto lamentó perder un vaso, pero no le dio más vueltas al asunto.
El siguiente día todo transcurrió con normalidad. Sin embargo, Humberto no pudo conciliar tranquilidad; la niña de blanco y de ojos tristes no salía de su mente.
Por la noche, casi había logrado sacar de su mente a la pequeña vestida de blanco. Acostumbrado como estaba a acostarse tarde, se quedó leyendo nuevamente hasta la media noche. Justo a esa hora volvieron a llamar a la puerta. El corazón le dio un vuelco. Con el corazón en un puño fue a abrir.
La niña de blanco estaba justo como la noche anterior.
—Disculpe, podría regalarme un vaso de agua —pidió.
Estupefacto, demudado, le dio un vaso con agua. La niña lo tomó y se marchó hasta perderse en la oscuridad. Lo más curioso era que la niña parecía desaparecer en un segundo. Hasta ese momento, Humberto no creía en fantasmas, sin embargo, la duda empezó a atenazarle las entrañas.
El siguiente día lo pasó muy intranquilo. No pudo leer porque no podía dejar de pensar en la niña de blanco, no pudo podar sus flores porque las manos le temblaban, ni tampoco podía dormir porque la niña con su vestido blanquísimo y sus ojos cual dos estanques repletos de tristeza, se le aparecía nada más cerrar los ojos.
Esa noche, intentó dormirse temprano, pero no lo consiguió. A la media noche volvieron a llamar a la puerta. Hecho un manojo de nervios, abrió la puerta. La niña de blanco estaba nuevamente de pie ante el umbral.
—Me regala un vaso de agua —pidió nuevamente.
Tembloroso y sudoroso, le dio el vaso de agua. La niña se dio media vuelta y empezó a alejarse.
—¿Esta vez para qué quieres el agua? —logró articular Humberto antes de que la niña desapareciera.
—Es para mi padre —respondió la pequeña, quien esta vez desapareció en la nada después de responder.
Sus rodillas se doblaron y por un momento creyó que iba a desmayarse. Pero se repuso, se arrastró hasta su cama, se echó las sábanas encima, se hizo un ovillo y se quedó allí hasta que amaneció.
Por la mañana fue a visitar al alcalde, el alcalde siempre mantenía una botella de whisky del bueno y creyó que era eso lo que necesitaba. Tras los dos primeros tragos de whisky junto al alcalde, preguntó a éste sobre los antiguos dueños de la casita que había comprado.
—Era un pérfido —dijo el alcalde—. La peor persona que alguna vez haya pisado la tierra. Mató a su esposa, violó a dos niñas y quién sabe cuántas atrocidades más. Y hubiera cometido muchas más si no se le hubiera puesto un alto.
—Así que lo arrestaron.
—De ninguna manera. Lo cogimos entre todos y lo quemamos vivo en el centro del pueblo, era lo menos que merecía.
—Ya veo —comentó Humberto, apurando su tercer vaso de whisky—. ¿Tenía hijos?
—Sólo una niña, se llamaba Brenda —la voz del alcalde se apesadumbró cuando mencionó a la niña—. Era una niña encantadora, tenía diez años, era pelirroja y tenía unos ojos oscuros preciosos. Brenda era lo único bueno que tenía ese desgraciado. Brenda adoraba a su padre, ¿por qué?, no me lo pregunte, es algo que nunca comprendí. Cuando quemamos al padre, Brenda estaba en mi casa. De alguna manera se enteró de lo que hacíamos, saltó por la venta y llegó hasta donde su padre ardía en llamas. Aún se me encoge el corazón al recordar los gritos de Brenda, pidiendo agua para apagar las llamas —el alcalde calló y le siguió un largo silencio.
—¿Qué pasó con la niña? —preguntó Humberto apurándose ya otro vaso de whisky.
—Murió —fue la respuesta del alcalde—. Murió diez días después del padre, de tristeza. La enterramos un día después, con su vestido favorito, un vestido blanco. Precisamente hoy cumple veinte años de muerta.
Cuando Humberto Arroyo regresó a su casa ya iba medio borracho. La misma borrachera lo hizo tenderse en la cama y quedarse dormido de inmediato. Cuando despertó ya era bien entrada la noche y un dolor agudo le golpeaba la cabeza. El reloj de pared señalaba cuarto para las doce. Un temor sobrecogedor embargó su ser, deseando haberse quedado dormido hasta el amanecer.
Fueron quince minutos de angustia y de temor. Ya convencido de que quién lo visitaba a media noche era el fantasma de Brenda, esperó hasta las doce sentado en la cama, temeroso de lo que iba a pasar. Con cada minuto que pasaba, el corazón se le aceleraba y creía oír dos pequeños pies acercándose a su puerta.
El reloj dio la media noche justo cuando el primer golpe repiqueteó en la puerta. Fueron tres golpes suaves, dados con los nudillos, o así los percibió Humberto. Sin embargo, su corazón los acogió como sendos mazazos que hicieron temblar su alma y que sacaron un sudor frío a través de sus poros.
Lentamente abrió la puerta. En ningún momento pensó que lo mejor sería quedarse donde estaba e ignorar la llamada. La niña de blanco y ojos tristes estaba nuevamente ante su puerta.
—Señor, me regala un vaso de agua —solicitó la niña.
Humberto le dio el vaso con agua. Sin embargo, quería comprobar si aquella niña de verdad era Brenda.
—Ya me has dicho que quieres el agua para tu padre —empezó, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad y coraje— ¿pero para qué la quieres exactamente?
—Para mi padre, es que se está quemando —dicho esto la niña se alejó. En su mano el vaso con agua, a lo lejos, una sombra borrosa ardía en llamas.
El siguiente día, que era vísperas de Navidad, Humberto Arroyo ya no estaba en su casa y en San José no se le volvió a ver nunca más. Muchos dijeron que había agarrado su carreta y su mula y se había marchado del pueblo. Otros (especialmente después de que ésta historia empezara a circular) aseguraron que el padre de la niña de blanco se lo llevó consigo, incluida carreta y mula. En fin, no se sabe exactamente qué sucedió con él. No obstante, aquellos que creen que el padre de la niña de blanco se lo llevó, aseguran que la noche antes de la víspera de navidad, a la media noche, se le puede ver vagando por el pueblo, en su renqueante carreta, tirada por su vieja mula, acompañado de una figura oscura envuelta en llamas y una niña vestida de blanco.
Fuente del texto:
BookNet