Publicado en
mayo 25, 2021
COLOMBIA.
A don José Joaquín Casas.
Las ánimas benditas, según ciertas leyendas populares, resultan unas señoras un tanto terribles que espantan a los niños y asustan a las viejas. En tierras de Caldas cuentan las tenebrosas historias de Anima-Sola o de la Pata-Sola, que más de una mala noche han hecho pasar a los niños, y hay allí fama de haber trasegado ánimas que llevaron su acometividad hasta el punto de despertar al filo de la media noche, a la niña Mariejesús Cañas, honradísima cocinera campesina, para demandarle se levantase a satisfacer ciertas preces que de ordinario ofrecía en alivio de las benditas moradoras del purgatorio y que en aquella noche había omitido rezar la buena vieja, agobiada, como lo estaba, con un tabardillo de padre y señor.
En las montañas de Santander las ánimas benditas adquieren un relieve peculiar. Resultan unos seres traviesos, de genio alegre y bromista algunas veces, conviviendo ingenuamente con los sencillos campesinos: y si en alguna ocasión llegan a molestarlos, a título de moralizante intervención para corregir sus defectos o desvíos, cual cumple a madres solícitas y cuidadosas. Así, en las veladas del invierno, cuando la lluvia se desgaja sobre montes y valles, cuando los rayos iluminan con sus resplandores las agrestes sendas del campo, y el viento sacude las arboledas, los buenos montañeses, reunidos en torno del fogón hogareño, relatan las consejas y tradiciones de ultratumba con voz reposada y ánimo sereno cual si se tratara de una apacible canción de cuna. ¿Queréis oírle?
Buen trabajador érase Laurián, mas poco aprovechaba a la familia tal virtud porque cada lunes bajábase el hombrecito a la feria de Ríonegro y, mercadas sus provisiones y emprendido el regreso al hogar, dilapidaba el remanente de sus proventos semanales en las tiendas del camino. Era de verle en los ventorrillos sombreados por verdes arboledas y arrullados por las aguas que descendían límpidas y ruidosas de la sierra, era de verle, voy diciendo, corriéndose unas buenas totumas de guarapo en la alegre compañía de tres o cuatro amigotes, al alborotado son de los tiples calentanos y de las acompasadas maracas... Y cuan ricamente se iban las horas mientras el monte se dormía alumbrado con el sol de los venados y la chicharra bordoneaba su canto sobre las copas del guamall...
Una noche de noviembre iba Laurián de vuelta a su cabaña llevando el hatillo del mercado a cuestas y de adehala una "mona" de tamaño heroico. Allí ara el atajar pollos y cluecas por esas veredas o el trazar equis o zetas a lo largo de la escarpada senda rural. ¡Retrasado hallábase!, mas ello no empecía, porque por fortuna rielaba una buena luna y la placidez de la noche era excepcional. Los perros alborotaban en las heredades, cantaba el surrucluco entre los dormidos ramajes, y a la orilla de los pantanos dialogaban las ranas con estruendo singular. ¡Qué bonanza y cuan fresca briza! ¡Cuánta dulcedumbre y sosiego reinaban bajo aquel ancho cielo tachonado de rutilantes estrellas!
Laurián, como cumple a todo buen campesino, érase un tanto trovero, e inspirado en medio de aquel plácido concierto, quiso unir a él su voz. Y así, tras de carraspear hasta una pareja de veces, rompió los apacibles y serenos aires de la sierra con su canción:
En la puent'el Chicamocha
me taba aguaitando el tigre.
Yo pelé por mi machete,
y nian el rabo le vide.
Ya tosía nuevamente para agarrar con arte y fineza otra coplilla, cuando, asomando en este punto al alto de Miradores, le dio tal vuelco el corazón, que casi cae desmayado. ¿Y a qué tales corvetas? ¡Calandinga! ¡No era para menos! Que al tender la vista hacia el camino había divisado una larga procesión de ánimas que avanzaba desfilando lentamente bajo la claridad lunar.
¡Y aquí de los remos! Cual rápida laucha el noctánbulo salióse de la zona del camino y emboscándose precipitadamente tras de un matón de urimaco, recogióse allí más muerto que difunto.
¡Ava María! Ya se acercan, ya llegan, ya van pasando las ánimas andando con mucho tiento, rezando con mucha pausa. A Laurián se le esfumaban cielo arriba los tufos del guarapito mientras se hacía un ovillo tras de su escondrijo cerrando la boca apretadamente para que no se le fuera a escapar el corazón. Y ya veía con infinito descanso de su alma que la procesión pasaba de largo, y daba gracias al cielo por tan visible protección, cuando ¡cata! que una de las ánimas, más larga y entelerida que las otras, exclamó, venteando los aires:
—¡Fo! ¡Fo! ¡Hiede a carne humana!
La trompeta del juicio no hubiéralo hecho mejor, porque allí fue de verse con cuánta priesa se ajumaron todas las benditas ánimas, y de admirar ligereza con que dieron contra Laurián y la velocidad con que le trasnportaron al camino acometiendo seguidamente con el desdichado una peloteada "mama". Lauro iba y venía por esos aires cual si fuese una perinola, ya descendiendo cabeza abajo, ora de pies, ya atravesado, mientras las ánimas cantaban en coro:
¡Volá! ¡Volááá!
¡por borrachito,
señor Laurián!
Hartas con el retozo, diéronle finalmente las últimas volteretas, y alzándole luego de pies y manos, le aporrearon hasta media docena de veces contra el mundo, hecho lo cual desaparecieron como por ensalmo.
Al siguiente día, alarmados con la ausencia de Laurián, salieron algunos familiares en su busca, y tras de mucho bregar dieron con él, hallándole enredado en la copa de un frondoso gualanday y tan bimbo y zumbimbo que ocho días arreo se estuvo sin saber de dónde era vecino hasta que, merced a una promesa ofrecida al Señor de los Milagros de San Juan Girón, pudo el desventurado rústico recobrar todas sus antiguas facultades, menos, eso sí, aquella de la ''bebeta", de la cual quedó curado por todos los días de su vida gracias a la lección que le dieron las ánimas. Y tan curado, que cuando sus viejos amigotes le invitaban a escanciar un guarapito, decíales Laurián:
—Prefiero el gusarapo al guarapo.
Dicho lo cual se metía entre pecho y espalda un valiente vaso de agua fresca, y quedaba con él tan sabrosamente; porque como dice el dicho: el agua ni enferma, ni cansa, ni adeuda.
Enderezar la oreja, señores borrachitos, y cuidadito con un tropezón con las benditas ánimas del purgatorio.
Extraído del libro: Mitos y Leyendas de Colombia - Volumen II, por Eugenia Villa Posse.