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mayo 19, 2020
Diez miembros de la familia Stermer antes de la Segunda Guerra Mundial. Foto: © Peter Lane Taylor, cortesía de la familia Stermer
Una historia de supervivencia currida en la época del terror nazi.
Por Peter Lane Taylor
EN JULIO DE 2003, el explorador de cavernas estadounidense Chris Nicola y yo nos encontrábamos al borde de un sumidero llamado Gruta del Sacerdote, en los interminables campos de trigo de Ucrania. En la superficie, la gruta es sólo una depresión cubierta de maleza, pero abajo hay un laberinto gigantesco: un sistema de cuevas tallado por el agua en un estrato de yeso que se extiende como las rajaduras de un parabrisas estrellado en una zona de unas 77 millas de largo.
Nicola ya estuvo antes aquí y quedó fascinado con la gruta y su leyenda. Los lugareños le contaron de un pequeño grupo de familias judías que se escondieron de los nazis bajo la fría tierra durante casi un año. Las señales de su presencia, me dice Nicola, se encuentran dentro.
Hoy día los exploradores de cavernas requieren ropa especial, avanzados aparatos de iluminación y un entrenamiento intensivo en navegación para permanecer bajo tierra tan sólo unos cuantos días. ¿Cómo lograron sobrevivir 38 hombres, mujeres y niños en un ambiente tan hostil sin preparación y sin equipo? Eso es lo que hemos venido a averiguar.
Por unos escalones de hierro instalados por otros exploradores descendemos hacia la oscuridad total. Una ráfaga de viento que atraviesa la estepa es el último sonido que oigo antes de que la puerta de metal de la entrada se cierre con estrépito.
Chris Nicola examina una piedra de molino que los judíos utilizaron en la caverna. Foto: © Peter Lane Taylor, cortesía de la familia Stermer
LA NOCHE del 12 de octubre de 1942, Zaida Stermer, su esposa, Esther, y sus seis hijos desenterraron unas pertenencias que habían escondido detrás de su casa, cargaron combustible y comida en carretas y huyeron en silencio hacia la oscuridad. Con ellos iban sus parientes, los Dodyk, y otros vecinos del pueblo de Korolówka.
Se dirigían a una caverna situada cerca de la casa de la familia de Esther. Allí vivieron seis meses hasta que los descubrió la Gestapo, y de milagro escaparon. Los dos meses siguientes anduvieron a salto de mata, ocultándose en bosques y graneros, en busca de un refugio permanente.
Desesperado, Nissel, el hijo mayor de los Stermer, fue a pedirle ayuda a un amigo cristiano, Munko Lubudzin, quien vivía en el bosque cercano a Korolówka. Éste le contó a Nissel de un sumidero ubicado a pocas millas del pueblo, la Gruta del Sacerdote, así llamada porque se encontraba en los campos de un párroco local. Los granjeros usaban el apartado lugar para deshacerse del ganado muerto.
Al amanecer del 1 de mayo de 1943, Nissel y su hermano Shulim partieron con su amigo Karl Kurtz y dos de los hermanos Dodyk. Corrieron por los campos al norte del pueblo hasta el sumidero. Allí, usaron una cuerda para descender y luego improvisaron una escalera para bajar los últimos 20 pies. En el fondo, el lodo les llegaba a las rodillas, y el hedor de los animales muertos les provocaba náuseas, pero encontraron una abertura del tamaño de una chimenea.
Nissel fue el primero en pasar por ella. Dentro, la oscuridad era total, pero a la tenue luz de las velas vieron que estaban en una cámara rodeada de rocas. Era sólo el primer recinto en un laberinto de galerías.
Recorrieron 75 pies y llegaron a una sección tan amplia que las velas no alcanzaban a iluminarla del todo. Sacaron un rollo de cuerda, ataron un extremo a una roca y empezaron a buscar en la red de pasadizos un buen lugar para montar un campamento. Tres horas más tarde, desorientado y exhausto, Shulim arrastró un pie y movió una piedra, que rodó pendiente abajo hasta un cristalino lago subterráneo. Los hombres rieron por primera vez en meses: habían encontrado la fuente de agua que necesitaban para sobrevivir.
Cuatro días después, el 5 de mayo, los Stermer, los Dodyk y algunos parientes y amigos, entre ellos Karl Kurtz (38 personas en total), empacaron víveres y huyeron a la gruta. La mayor de todos era una abuela de 75 años, y el menor, un bebé. En silencio, descendieron al sumidero uno por uno. Fue la última vez que muchos de ellos vieron el cielo en casi un año.
Nicola examina la entrada a la gruta.
NUESTRO EQUIPO de exploración llega al primer campamento subterráneo, a 400 yardas de la entrada. Descubro que esa distancia es enorme cuando uno arrastra provisiones gateando por el lodo a través de pasadizos sinuosos y estrechos.
Montamos las tiendas y nos instalamos. Tras la primera noche bajo tierra, me invade una sensación de realidad suspendida. Todo parece ocurrir en cámara lenta. Se pierde la orientación. Los pasadizos se extienden en todas direcciones. Cambiamos de ruta 16 veces antes de encontrar los recintos donde vivieron los judíos.
EL ALIVIO INICIAL de las familias pronto dejó paso a la preocupación por la supervivencia. Hallaron una cámara donde hacer una fogata para cocinar, aislaron su fuente de agua y construyeron catres de madera en otra parte de la cueva. Las cuatro habitaciones principales donde vivieron medían 80 pies de largo por 8 pies de ancho, y se comunicaban con las demás por medio de una red de túneles estrechos en cada extremo.
Reabastecerse de provisiones en la superficie fue su siguiente prioridad. Tenían queroseno, harina y otros artículos tan sólo para dos semanas. A pesar del peligro, los tres hermanos Stermer varones —Nissel, Shulim y Shlomo— y otros jóvenes salieron de la gruta y se dispersaron en el bosque. Trabajando a toda prisa en la oscuridad, talaron 20 árboles grandes. La mitad de los hombres se puso a arrancar las ramas y a cortar los troncos en pedazos de cinco pies de largo, mientras los demás cargaban con ellos hasta su refugio.
Después se separaron para ir a buscar comida y otras reservas necesarias. Nissel y Shulim corrieron hacia el oeste entre los campos. Era un recorrido de tres millas de ida y vuelta desde la gruta hasta la casa de su amigo Munko. Allí, los hermanos trocaron los pocos objetos de valor que les quedaban por aceite de cocina, detergente, fósforos y harina.
Cuando los hermanos Stermer y los otros hombres regresaron a la cueva, le susurraron una contraseña a un muchacho del grupo que vigilaba la entrada, y el chico movió una roca para dejarlos entrar.
Al otro día, agotados, los hombres durmieron mientras Esther y sus hijas, Henia, Chana y Yetta, preparaban la comida. Los varones habían conseguido víveres para seis semanas.
Unos exploradores en el campamento base subterráneo.
NICOLA ME LLEVA al primer recinto donde se alojaron las familias. El techo está manchado de humo. En la siguiente cámara hallamos la piedra de molino que los Stermer usaron para moler granos. A gatas, pasamos a los dormitorios. Allí encontramos zapatos de cuero, botones de porcelana, vasijas rotas y una taza de metal roja. Fotografío todas las reliquias con un sentimiento de asombro.
AL LLEGAR el verano de 1943, la guerra seguía recrudeciéndose. La mayoría de los guetos de Polonia habían sido arrasados y casi todos los judíos habían sido asesinados o enviados a campos de exterminio. Durante todo ese tiempo, los Stermer y sus vecinos vivieron en un estado de casi hibernación bajo los campos de Ucrania.
Solían dormir hasta 22 horas al día, acostados unos junto a otros en sus camastros, y se levantaban sólo para comer o para hacer sus necesidades. La enorme humedad de la cueva y el vaho de su respiración hacían que sus raídas ropas estuvieran siempre mojadas. Como la temperatura en la cueva rondaba los 50°F, afrontaban la terrible amenaza de la hipotermia.
En las horas de vigilia los Stermer hacían mejoras a su escondite, como escalones y zanjas para que caminar fuera más fácil. Restringían el uso de velas y linternas a dos o tres breves ratos cada día.
A principios de julio, los gritos de uno de los Dodyk rompieron la tranquilidad del refugio. Los hombres fueron a la entrada de la gruta y se encontraron con que estaba obstruida por un muro de tierra y rocas. A unos 20 pies de distancia, vieron que caía tierra a través de una grieta.
Durante tres días enteros, cavaron un túnel hacia la superficie a golpes de cincel. El cuarto día, Nissel empujó una roca en la parte superior del túnel y sintió un ramalazo de viento en la cara. Aspiró el tibio y fuerte aroma de un aguacero. Más tarde se enteraron de que un grupo de aldeanos ucranianos había sellado la entrada a la cueva. En vista de que su refugio había sido descubierto, los judíos montaron guardia, armados con hoces y hachas, en el fondo del túnel de escape.
Al avanzar el otoño ya no podían aplazar más el reabastecimiento de víveres para resistir otro largo invierno. Los campos de Ucrania producen gran cantidad de alimentos en septiembre y octubre, pero esta vez era mayor el riesgo de que los atraparan en la superficie. La falta de comida había debilitado a los hombres y, durante la cosecha, los campos estaban llenos de granjeros y de patrullas nazis. Así que salían de noche y recogían las papas que los campesinos habían dejado entre los surcos. Reunieron suficientes para todo el invierno.
El 10 de noviembre de 1943, los hombres Stermer acudieron a otro amigo cristiano, quien, como Munko, les vendió combustible y unas 250 libras de granos, y los ayudó a transportarlos en su carreta hasta el bosque cercano a la Gruta del Sacerdote.
Al llegar al sumidero, Nissel y Shulim empezaron a bajar los sacos por el túnel de escape. Justo en ese momento llegó la policía ucraniana y disparó una ráfaga de balas en la entrada de la cueva. Los judíos corrieron a resguardarse tras las rocas.
Entonces los disparos cesaron. Al parecer, unos campesinos de la zona habían informado a la policía de que los judíos estaban armados y tenían muchas salidas secretas. La policía se fue y nunca más regresó.
Las huellas que las familias judías dejaron en la Gruta del Sacerdote fueron encontradas 60 años después por unos exploradores.
Las huellas que las familias judías dejaron en la Gruta del Sacerdote fueron encontradas 60 años después por unos exploradores.
CON LA LLEGADA de la nieve quedó oculta la entrada de la cueva. Bajo tierra, con comida y combustible suficientes para más de dos meses, los hombres colocaron una enorme roca frente al túnel de escape e hicieron una barricada con troncos.
Aunque a salvo de las balas, las familias ahora afrontaban otro peligro. Luego de siete meses en la cueva, su exigua dieta de granos y sopa carecía de nutrientes esenciales, lo que los hacía vulnerables a la ictericia y el escorbuto. Habían bajado a dos tercios de su peso normal. Cuando llegó la primavera, los Stermer volvieron a reunirse en la superficie con Munko, quien les dijo que en las noches se veían destellos de explosiones en el este, al otro lado de las montañas. Los nazis se estaban retirando.
Cierta mañana, a principios de abril de 1944, Shlomo encontró una pequeña botella en el fondo del túnel de escape. Dentro de ella había un escueto mensaje escrito a mano: "Los alemanes ya se fueron".
Durante 10 días más, los judíos esperaron a que el caos amainara. Entonces, el 12 de abril, escondieron sus herramientas y provisiones en las profundidades de la caverna y se dispusieron a salir a la superficie.
Había caído una fuerte nevada y el agua helada escurría por el túnel de escape. Cubiertos de lodo, los judíos comenzaron a escalar las escarpadas paredes del sumidero. Estaban demacrados y con la tez amarillenta, y sus ropas eran casi unos harapos; sin embargo, sintieron una alegría inmensa cuando vieron la luz del sol por primera vez en 344 días.
Mas el mundo al que salieron había cambiado por completo. El pueblo de Korolówka había sido arrasado. Del medio millón de judíos que vivían en la región en 1941, sólo unos cuantos miles sobrevivieron a la guerra.
Los Stermer abandonaron Ucrania para siempre en junio de 1945; se instalaron en un campamento para desplazados en Fehrnwald, Alemania. En 1947 tomaron un barco para afincarse en Canadá y Estados Unidos.
Escritos con carbón en el techo de la cueva, los nombres de los judíos por fin han salido de las sombras.
TRAS HABER PASADO sólo tres días en la Gruta del Sacerdote, no me puedo imaginar cómo lograron aguantar el frío, la oscuridad y el aislamiento esos 38 hombres, mujeres y niños. El doctor Kenneth Kamler, autor de un libro sobre supervivencia en condiciones extremas, cree que la combinación de estrés y privación sensorial que soportaron esas familias raya en lo increíble. "Su experiencia es comparable a un vuelo espacial de larga duración", señala.
Pero resistieron y, 60 años después de su proeza, estoy sentado a la luz del atardecer en la sala de los Stermer en Montreal. Shulim, hoy día de 84 años, Yetta, de 78, Shlomo, de 74, y una sobrina suya me cuentan la historia que narro aquí. En su lugar, muchas personas se habrían dado por vencidas. Sólo el amor a la familia, una disciplina estricta y una férrea determinación los mantuvieron en pie.
"Siempre que nos reunimos pienso que la lucha por sobrevivir valió la pena", dice Shulim, "y lo creo aún más cuando veo a mis nietos".
© 2004 Por Peter Lane Taylor. Condensado de National Geographic Adventure (Junio-Julio de 2004), de Washington, D. C.