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abril 08, 2010

Tomás conducía el coche, bañado en resplandores rojos, camino de las montañas que, poco a poco, iban desapareciendo en la naciente oscuridad. Sentía una pena honda que le pesaba en el pecho, haciéndole frotar los ojos con manotazos rabiosos. “Al fin y al cabo no es más que un perro...” Sí, pero era “su perro”. El que siempre había querido tener y que de niño le negaron porque “esclavizan, gastan, ensucian...” El que el mismo se negó, porque “en un apartamento...” Entonces llegó la herencia. La estirada tía Esther, aburrida seguramente de oler rosas y de tomar té en bata de encaje, decidió morirse, sin aspavientos, con elegancia, mientras dormía... Le dejó la casona con el jardín, el huerto y los prados que, más allá de los manzanos, alcanzaban el río. “Lo venderás todo, ¿no?”, afirmaban más que preguntar sus amigotes, unos solterones tan empedernidos como él, que odiaban las ataduras, aunque fueran ecológicas. Podía sacar una buena pasta... El lugar era muy hermoso y tan próximo a la ciudad... Tomás callaba. Tenían razón. Con su estilo de vida, los cuarenta metros en que dormía le sobraban. Pero dentro, latía su deseo. El perro.
Cambió de coche. Dejó su inútil deportivo. “Demasiado grande”, opinaron al ver el espacio detrás de los asientos... Empezó a visitar exposiciones y tiendas. Un mastín. Le gustó su temperamento tranquilo, su impresionante tamaño, sus andares pausados, elegantes, casi altivos porque se sabe poderoso y no necesita demostrarlo...
Era una bola de lana blanca que se acurrucó en sus brazos, asustándose de todo. Fue duro volver cansado y dedicarse a recoger los excrementos que Alvar, caprichosamente, diseminaba por el césped, o dejar a los amigos porque “el perro aún no ha comido...”, o intentar bañarlo llenándose de agua y espuma, y perseguirlo luego por toda la casa limpiando las gotitas de sus sacudidas..., o los pelos, o... Pero, ¡qué cariñoso era!. ¡Qué feliz se le veía cuando él regresaba!. ¡Qué pendiente de sus deseos...! Fue un año difícil. Pero ahora empezaba a ver los frutos. Alvar había entendido la importancia de la limpieza. Se dejaba lavar o cepillar mansamente y aquellos jugueteos que impacientaban a Tomás desaparecieron y los ojos del animal le miraban, pendiente sólo de que su compañía fuera requerida. Si no, permanecía cerca, echado, sin moverse por no molestar.
Y entonces llegó la orden. Tomás debería viajar. “Abrir nuevos mercados...” ...Alvar...
Una llamada a la sociedad protectora de animales le convenció de que no protegían nada. “Sólo perros abandonados. Regálelo. Aquí adelgazaría, se pelearía con otros, nadie lo querría...”. Tal vez Andrés que vive en el campo... “Ni hablar chico. Tengo cuatro críos, no pretenderás cargarme encima con un perro...” ¿Y la señora María? Ella acoge animales... “No lo quiero, come demasiado. Lléveselo y sea responsable”.
“El próximo miércoles, después del puente de Los Santos, te quiero en Sevilla. Cuando regreses el sábado, llámame”. El contestador le hizo despertar. En los últimos días había querido encontrar un hogar para Alvar, pero sin darse prisa, como esperando un milagro. Ahora ya no quedaba alternativa. Era domingo, debía librarse de él antes del martes. Lo subió al coche y buscó las montañas. Allí había pastores... ¿Y si le veían?... Dirían que era uno de esos caprichosos que juegan con la vida.
El sol se escondió rápidamente. La noche borró los montes. Él siguió. Aparcaría junto a uno de esos caminos que las monstruosas máquinas abren por doquier en los bosques y caminaría con el perro hasta desaparecer de la vista, aunque no demasiado lejos de un lugar habitado. Iba provisto de un débil cáñamo que le sirviera para atar a Alvar e impedir que le siguiera, pero que, al propio tiempo, no supusiera obstáculo serio a su libertad. Caminó entre robles y hayas seguido del can, que marchaba confiado. Las luces de un poblado estaban próximas. Tomaría el sendero entre el enebro. Era ya noche cerrada. Como un malhechor, ató el perro a un árbol, le acarició la cabeza, se dejó lamer por él y cuando, tranquilo, se echó a sus pies, se separó deprisa buscando las luces orientadoras.
La más absoluta oscuridad le rodeaba. “Tras aquellos árboles..” No. “Tal vez después del monte...” La luna apareció, convirtiendo el bosque en algo irreal y mágico. Se dio prisa, aprovechando la débil claridad que difuminaba contornos y aumentaba sombras. Subió y bajó por senderos imposibles. Llegó a imaginar que el pueblo había desaparecido por un castigo divino, que vagaría por aquel bosque eternamente, que quizás ya estuviera muerto porque los lobos le hubieran devorado... Al fin, se durmió arrebujándose en su cazadora, al abrigo de una peña. La luz rosada del amanecer le sorprendió helado y hambriento. Mascó los chicles que tenía en los bolsillos e intentó tranquilizarse. Aquello era ridículo. ¿Cómo podía haberse perdido? Tal vez si regresara donde había dejado al animal, él, quizás...
El día transcurrió lento. Volvió la luna, grande, inmensa y Tomás gritó y lloró como un crío y sintió todos los ruidos del bosque y... “¡Dios!. Nadie me buscará hasta el próximo sábado y hoy es lunes, la víspera de los difuntos...”. Un temblor que estaba más allá del frío le sobrecogió. Las consejas de los abuelos volvieron a su mente con toda la viveza del niño que fue. Esta noche todo era posible...
Entonces los vio. Quietos y silenciosos. Una manada de ¿lobos?. No. Perros. Cada uno de una raza. Perros abandonados... Retrocedió espantado, sin volverles la espalda, por el único lugar que le permitían, dando traspiés, queriendo controlar el suelo irregular y las intenciones de los canes que, formando un semicírculo, lo acorralaban. Le acosaron despaciosos, sin ladridos, con los ojos llenos de brillos rojizos, reflejando el misterio. Su espalda chocó contra algo. El coche. Miró hipnotizado a los animales que se habían detenido. Más lejos, en lo alto de una loma, destacándose sobre la inmensa luna, un mastín miraba las luces de la aldea.
FIN