ADANEVA (Philippe Curval)
Publicado en
marzo 28, 2017
Solo, sí, solo. Una vez más desciendo por el camino plastificado, cubierto de musgos y líquenes. Azul, rojo, gris. La mañana. El sol, bola enorme y tumefacta que surge. Cierro mis párpados laterales que oponen un filtro a los peligrosos rayos del astro. Violeta, rojo, pardo. A mi derecha un camión abandonado; su carrocería es cálida. Como ayer, hago un alto en este precioso lugar para contemplar el paisaje; valles que se cruzan, colinas que dan variedad al bosque. A lo lejos, el mar coronado de niebla. Me acomodo sobre los enmohecidos cojines, en el interior de la cabina del camión. Olor cálido y húmedo de la borra y del revestimiento plástico descompuestos. Por juego manejo el arranque, sin éxito. No existe la menor esperanza de que las baterías proporcionen algo de corriente y arranquen el motor aunque sólo sea un instante. Es lo que más encuentro a faltar en este planeta abandonado: el canto de las bielas y los rotores, el canto de las máquinas en acción. Aquí todo se haya reducido al estado natural, las ruinas de la civilización están muertas. Bastaría que este camión no se hallara fuera de la carretera, podría hacerlo deslizar por la pendiente, y al rodar, poner en marcha el alternador que produciría corriente eléctrica y recargaría la batería en los pocos kilómetros de pendiente que conducen hasta el mar. ¿Qué imbécil volcó la máquina de este modo en el momento de la catástrofe? Imposible responder, reconstruir el acontecimiento pasado. No existe ya inspector que realice la investigación, ni testigos, ni nadie. Estoy solo, sí, sí, solo.
Me prohíbo ceder a las lágrimas y bloqueo la secreción a nivel de mis glándulas lagrimales. No debo abandonarme a los sollozos que me sacuden. Un instante de debilidad puede acarrear mi muerte. A pesar de mi soledad no quiero morir, me niego a ello; así tengo la sensación de escoger mi suerte.
El sol empieza a hincharse; en pocas horas habrá doblado su volumen. Esponja de fuego. ¿Un pequeño animal que salta a mi derecha rozándome la pierna? Ño, no es nada, un torbellino de viento matinal que juega en la espesura. Soy el último representante de la vida superior en el planeta Tierra. Desde hace diez años recorro las antiguas carreteras en busca del menor vertebrado; en vano. Ni el menor cuadrúpedo, ni el más pequeño pájaro para hacerme compañía. La Tierra es un mundo vegetal. Mis ojos se hallan saturados de verde. Verde que bordea las carreteras de gran circulación, que roe los tentáculos de las ciudades, después de haber devorado pueblos y caminos. ¿Qué quedará dentro de un siglo de los restos de la civilización humana? Los más altos monumentos ceden ante las raíces, las garras, el succionar de las plantas, trepadoras, plantas que alcanzan fácilmente centenares de metros de altura y recubren inmediatamente las ruinas formando flores gigantes, desmesuradas, tumultuosas, pétalos amariposados, corolas preñadas de polen, polen que se derrama, polvo de ocre, polvo de oro, saqueador, volador, ciclo infernal de la reproducción, de la germinación.
Este mundo delirante me encadena a compartir su delirio. Entonces me refugio junto al mar. Él sabe calmarme. Sus orillas cuajadas de sal conservan cierto frescor. En su ambiente las algas no se desarrollan de manera monstruosa. Dentro de media hora estaré cerca de la playa, mi refugio.
A pesar de todo no puedo evitar cada día largas incursiones al continente. El mar es acogedor. ¡Me ha visto nacer! Pero es el guardián de mi soledad. Yo quiero escapar a ella, encontrar un ser humano para compartir una herencia demasiado pesada. ¿Humano? ¿Me concierne a mí esta palabra aprendida? ¿Soy humano? ¿Tiene alguna significación esta palabra? No puedo aplicarla a otra entidad. ¿Existo? Puedo afirmar que yo soy, pero, ¿quién más, qué otro puede atestiguarlo? Hablo en voz alta, chillo, pero esta manifestación, del monólogo al grito, no suscita el menor eco. ¿Quién me responderá algún día?
Bajar corriendo los pocos kilómetros de atajo que me separan de la playa de arena. Placer de sentir trabajar mis músculos. Domino mi carrera: firme la pantorrilla, proyección del muslo, la rodilla despliega la pierna que se distiende, el pie se asienta ruidoso sobre el suelo. Calor en el duro callo que me protege de las espinas y las piedras. No ando, agarro el camino con mis pies.
Durante mis incursiones solitarias en busca de un ser vivo, cien veces, mil veces, he intentado analizar los acontecimientos que preludiaron mi nacimiento. Hipótesis. Antes de deteriorarse, las máquinas que me educaron me lo han enseñado todo acerca de las ciencias humanas, historia, geografía, geometría, matemáticas, física, química, biología, sociología, filosofía, literatura y muchas otras disciplinas; soy una enciclopedia viviente, digna de sobrevivir a una larga cadena de civilizaciones. Soy el ser más evolucionado del planeta. Pero estas máquinas nunca me han explicado por qué he desembarcado en un mundo que no corresponde a los datos que me han sido suministrados. ¿Por qué las ciudades y el campo están despoblados? ¿Por qué la selva es reina? ¿Por qué no queda la menor traza de vida inteligente? Aparte los insectos y los peces, estoy solo.
¿Soy el fruto de un experimento conducido hasta su fin? ¿Este fin implica el fin del mundo? ¡Un superviviente! No obstante, si me comparo a los seres humanos de quienes creo ser el último ejemplar vivo, me es fácil comprobar lo mucho que difiero de ellos. Mis genes han sido modificados. Tercer párpado para protegerme del ardor del sol. Pies prensiles para trepar a los árboles de la selva. Doble sistema respiratorio que me permite vivir en el seno de dos elementos: aire y agua. Al contrario que mis antepasados, estoy equipado para sobrevivir sobre este planeta. ¿Han inventado las máquinas mi origen? Ya no menciono el embrión de alas cuyo desarrollo puedo observar desde hace poco sobre mis omóplatos, mis huesos duros, compactos y ligeros, mis manos y mis pies palmeados hasta la segunda falange, el sonar que me permite desplazarme sin visibilidad. No, no menciono todos estos atributos suplementarios porque quiero ser un hombre, sólo un hombre, para encontrar a otros hombres que no me arrojen piedras cuando los encuentre. Soy de su raza, he heredado su cultura. ¡Escarnio! ¿Qué queda de todo esto? Libros roídos por los insectos, cuadros corroídos por extraños mohos, películas precintadas en botes herméticos y que es imposible visionar por falta de electricidad, músicas muertas en la cera, esculturas, arquitecturas devoradas por la vegetación.
Soy el único sucesor de civilizaciones dormidas e intento hacer fructificar mi parte de herencia. He leído millares de libros, visitado centenares de museos, he aprendido a tocar diferentes instrumentos musicales, pero después de diez años, desde que se detuvieron las máquinas que me han educado, no he podido reconfortarme con imágenes de la vida de mis semejantes. Es necesario que consiga poner en marcha una unidad energética, aunque sea tan sólo para despertar los fantasmas dormidos en las cinematecas.
Algunos pasos, luego el mar. Batiburrillo de desperdicios multicolores. Plásticos despedazados, maderas flotantes, hartas de mar, claves de una civilización. La grava. Dentro de unas horas la temperatura será de más de cuarenta y cinco grados a la sombra; no le temo a este horno. Mi equilibrio biológico está regulado para soportar las mayores diferencias de temperatura. Del espacio cubierto por los árboles a las blancas rocas reverberantes de sol, pueden haber enormes diferencias. Desde hace quince días es verano según el calendario, pero el viento glacial que no cesa de soplar del casquete polar, situado algunos grados de latitud por debajo de Niza, lucha contra la canícula.
Telón cerrado de eucaliptus, pinos y palmeras. Frontera sombría, ininterrumpida, que corre a lo largo del mar hasta perderse de vista. El muelle de hormigón gris que orla la ciudad junto a la playa está agrietado, fisurado. En los intersticios, se depositan semillas y esporas. Algunos arbustos y lianas ya han conseguido romper el suelo. Las viñas lanzan al cielo sus tortuosos sarmientos. Las enclenques mimosas corren sobre el suelo como fresales. La vegetación se lanza al asalto del muelle. Tras de mí se extiende la ciudad, cortada a filo de cuchillo, graciosa y complicada. Ciertos barrios de Niza están perfectamente conservados y son testimonios del genio de sus constructores. Saledizos calados, ocres pálidos de las fachadas a la italiana, torres solares. Densidad fantástica de construcción; manierismo y estilo funcional mezclados y entrefundidos. En las alturas, el poderoso crecimiento de la jungla ha hecho crujir la arquitectura. Las paredes desmoronadas sufren el asalto de una vegetación salvaje. También nacen extravagantes fantasías, jardines colgantes, macizos lujuriantes, espesuras de flores barrocas que estallan como fuegos de artificio por encima de la verde monotonía de la selva. Armonía destruida y recreada. Cadáver, un hermoso cadáver. Porque amo a esta ciudad, por eso me he quedado en ella después de diez años de viajar a través del planeta, después de millares de kilómetros recorridos a la busca del hombre.
Apenas tengo razones para creer que encontraré una respuesta a mis preguntas en esta ciudad, y no en otra, pero sin embargo intento quedarme el máximo tiempo posible. ¿Será por un presentimiento? ¿Por un recuerdo?
Han transcurrido dos meses desde mi llegada, pero la impresión que aquel momento me causó todavía sigue fresca. Era al comienzo de la primavera, al fin de una estación de lluvias. Yo salía de entre las últimas vegetaciones; del suelo empapado de agua subían vapores azules y rosas. Un amanecer tan dulce como insinuante. Finalizaba un recorrido de muchas semanas siguiendo los rastros de las pequeñas carreteras comarcales que aún subsisten a través de la selva, peregrinación hacia las ciudades y pueblos del interior donde a veces sólo quedan trozos de un campanario, restos de un castillo, una piscina, un supermercado, las ruinas de una torre de vigía. Viaje penoso e inútil. Tan sólo un buen recuerdo, el olor de las cavas. He descubierto en este país gran número de botellas de vino perfectamente conservadas pese al creciente calor exterior, por hallarse hundidas en laderas calcáreas a muchos metros de profundidad. Junto a los alimentos en conserva y las obras de arte, son los únicos testimonios tangibles que hacen soportable la enseñanza de las máquinas. El alcohol todavía puede hacerme creer que seres semejantes a mí han vivido en estas ciudades fantasmas.
La embriaguez aligeraba mi paso; tenía prisa por abandonar la terrible atmósfera de la selva, rancia y malsana exhalación. Gracias a un claro situado cerca de un barranco, terminaba de entrever Niza, anidada junto al mar. ¡Abandonar la noche verde! El miedo, amplificado por el alcohol, me hacía correr hasta la ciudad. Al encontrar el primer inmueble, pasado el cartel indicador, me dejé caer contra una pared, sin aliento. Después de beber un último trago lancé la botella contra las piedras. Rota. Trozos de vidrio sobre el suelo todavía oscurecido por las últimas lluvias.
Un ruido, no un zumbido de insecto; un ruido, no una rama agitada por el viento, ni el agua caída súbitamente de una hoja abarquillada. Un ruido anormal. Digamos más bien que jamás había oído otro parecido y que no podía proceder del medio natural que frecuento. No era tampoco el ruido rítmico de un ser o de un animal corriendo. Me levanté, estaba borracho. Anduve titubeante hasta el lugar de donde procedía el ruido, en una calle cercana. Me pareció ver desaparecer una silueta a la vuelta de un inmueble cercano. Asustado, me precipité en esa dirección. Tropecé en mi carrera cayendo a algunos metros de la encrucijada donde se desvaneciera la aparición. Un grito grave y lúgubre surgió de la calle oculta. ¿Soñé? Me levanté, luego nada. Hoy ya no consigo recordar los sueños que tuve después de ese incidente, sumido en el sueño de la borrachera. El ser humano que huía ante mí corría demasiado a prisa, demasiado rápido, yo no podía alcanzarle porque dormía.
Siempre estoy obsesionado por la misma visión, atenazado por la misma duda. Pero jamás he descubierto nada que pueda asegurarme la veracidad del hecho. Sin embargo, luego he recorrido esta ciudad en todos los sentidos, he visitado hasta el más pequeño rincón de los barrios todavía habitables, cerca del puerto y detrás del paseo de los Ingleses, me he aventurado incluso hasta la ciudad alta para visitar los rascacielos ruinosos, asaltados por una vegetación demencial. He sufrido el ataque de flores venenosas, bejucos tentaculares que prefieren los rincones más aislados y sombríos de las ciudades al abrigo de la selva. A veces tengo la impresión de que estas plantas son disidentes y que han escogido libremente su residencia. Ni un signo, ni un indicio. Nadie. Siempre el silencio y la soledad. El ruido no se ha repetido jamás.
Botellas alineadas a lo largo de los vacíos mostradores; me gustan los cafés, lugares encantados por las masas desaparecidas. ¡Y no es solamente el alcohol lo que me trae a ellos! Más que las viviendas desiertas, los cines vacíos, los aeródromos muertos, las calles y las plazas abandonadas, los cafés a veces me proporcionan la sensación de moverme todavía entre mis semejantes. Capto allí el sentido de la palabra sociedad. Durante mi educación, las máquinas me han intoxicado con esta noción, me recordaban cada día que el hombre es un individualista que sólo puede sobrevivir en sociedad. La sociedad, objeto primordial de su enseñanza. ¿Cómo se puede crear una sociedad cuando se está solo? Quizá yo sea el prototipo que los hombres han concebido para realizar una sociedad perfecta. Pero, entonces, ¿dónde están mis semejantes? Yo soy libre y dueño de mis actos, me ha sido dado un planeta entero para inventar una nueva civilización. Soy único, y cada mañana, al despertarme, determino quién soy yo, en qué sociedad vivo. Por una vez al menos, desearía que se me impusiera una voluntad distinta de la mía. Entonces sabría cómo reaccionar.
Estallido de los plásticos y de los metales, rutilar de las vidrieras bajo los rayos del sol creciente, imitación de la luz eléctrica. ¡Luz eléctrica, placenta de mi infancia, yo te he perdido! ¿Cómo encender las pantallas de la trivisión, las vitrinas de las tiendas, cómo recobrar el embrujo de los cafés? ¿Qué hacer para que la energía anime de nuevo este mundo muerto? Teóricamente soy ingeniero. Una rigurosa enseñanza ha desarrollado mis conocimientos en los campos más avanzados de las ciencias y de las técnicas. Pero las instalaciones subterráneas de las centrales están totalmente desprovistas de combustible; no puedo arreglar la avería general. Por otra parte, necesitaría más de una vida para poner en marcha estas fábricas con los circuitos corroídos por la humedad, los mecanismos oxidados, los conductos de plástico retorcidos por el calor.
Y sin embargo, si pudiese revivir un solo barrio de una sola ciudad, ver las calles rodar, las tiendas iluminarse, surgir el sonido, aparecer las imágenes, tendría por un instante la ilusión de resucitar un universo concebido para mí. Pues, en verdad, es el hombre quien ha creado las ciudades, quien ha poblado la Tierra de una fauna y una flora a su antojo. Soy el último descendiente de los inventores del mundo, el heredero de su ciencia, y asisto impotente a la rebeldía de la creación.
Tenía diez años cuando las máquinas se detuvieron en el interior de mi esfera submarina. Automáticamente fui expulsado, supongo que por medida de seguridad. Brutalmente, pero sin daño. Mi cuerpo fue preparado para vivir en este planeta bajo las más duras condiciones. En aquella época sólo conocía del universo las imágenes holográficas que mis educadores electrónicos me proyectaban. Para ejercitar mis músculos, para entrenar mi cuerpo encogido en la esfera, me era permitido nadar por su periferia. Para conocer la Tierra, tenía tantos simuladores, que no era preciso confrontarme con la realidad. No estaba preparado para abordar la superficie del planeta, estaba aislado en este laboratorio onírico donde las máquinas me enseñaban a creer que yo existía, sin querérmelo demostrar. Incluso tenía la impresión de que la esfera quería retenerme, tan afectuosa era. Impresión solamente, calor familiar de los objetos, sistema de olores indicados para entrenar mi imaginación. Incluso en el terreno del gusto, pienso que las máquinas me maleaban, que querían retenerme en este Eldorado por todos los medios posibles. Reflejos múltiples de los pasadizos, de las habitaciones y de los muebles. Aparte de la semiesfera inferior, reservada a los locales técnicos y a la que no tenía acceso, las restantes partes de la burbuja eran completamente transparentes. A través de las paredes circulaban las redes cobrizas que enlazaban la burbuja submarina con las máquinas, panoplias de circuitos impresos sobre paneles, ferritas de reflejos metálicos, imágenes de mi infancia, jeroglíficos indescifrables. Es la imagen más exacta que puedo dar de mi universo fetal.
Y el mar rodeaba esta burbuja transparente; luminosa, irradiaba a su alrededor durante el día ficticio, y se apagaba cuando decidía ser noche. Silenciosa, palpitaba en el seno del océano que se teñía de un azul diferente según las estaciones. No sentía deseos de huir del regazo delicioso; allí estaba rodeado de los más tiernos cuidados. Jamás podré olvidar el instante en que fui arrancado.
No lo comprendí durante los primeros minutos. Estaba tan acostumbrado al perfecto funcionamiento de la esfera, que no establecí la relación entre las ciencias y las técnicas que me enseñaban y la actividad de las máquinas que me educaban. La burbuja madre era de esencia divina, inmortal.
La separación, pérdida de vida. Dolor y soledad. Durante mi ascensión a la superficie, caracoleaba, ebrio, en el embudo de perlas que me rodeaba. Algunos peces familiares con los que jugaba de niño me acompañaban. Grité. ¿Qué ocurría? ¿Había sido programado desde mi nacimiento el instante de mi expulsión? No, estaba seguro de que la luz se había apagado repentinamente en la esfera, y que la ínfima vibración que la recorría, la pulsión misma de la vida, se había detenido algunos segundos antes de que yo fuese proyectado fuera. ¿Avería? ¿Se había agotado la pila atómica antes de tiempo? Actualmente, después de visitar tantas otras instalaciones similares, todas fuera de uso, pienso que la vida eléctrica de la Tierra se detuvo en los años que precedieron a mi eyección de la esfera. ¿Fueron robadas las reservas de combustible? No, el laboratorio había sido previsto para durar mucho tiempo, pero no para funcionar ilimitadamente.
Por tanto, si soy el fruto de una experiencia destinada a preservar un representante de la especie humana ante una amenaza previsible, o más simplemente, un tipo particular de humano destinado a una tarea precisa, debí gozar durante más tiempo de la protección de la esfera. En tal caso, el plan habría previsto seguramente dotarme de una hembra.
O quizá las máquinas se pararon cuando el fenómeno devastador privó a la Tierra de sus habitantes. ¿Quién me responderá? ¿Moriré sin saberlo? Estoy solo y busco. En algunos momentos creo que hay una mujer sobre la Tierra que me espera, que voy a encontrarla. ¡Absurdo! Soy el único ser humano, soy Adán y Eva, formando simbiosis en un cuerpo único. Por eso me llamo a mí mismo: ADANEVA. Grito mi nombre en el silencio.
Emergí. Sol ardiente. Mis párpados se cerraron. Sentía el calor sobre el rostro. Mi cuerpo todavía estaba bañado por el fresco líquido en cuyo seno había nacido. Abrí los ojos prudentemente; por instinto conservé la protección que constituye mi tercer párpado, indispensable cuando el cielo no está velado. Anegado en el azul. A lo lejos, en el horizonte, un hilo gris oscuro estaba tendido paralelamente a la superficie. Era la primera vez que veía el horizonte. Tardé muchos minutos para comprender que estaba viendo una costa. Luego me dirigí a esa dirección. Ni por un instante pensé volver a la esfera; el trauma había sido demasiado fuerte, demasiado súbito. Reaccionaba bien. Mis brazos y mis pies batían fácilmente el agua en rápida cadencia. Perdí la noción de mi existencia, era acción, motor puesto en marcha, sin dirección, rodando hasta el agotamiento. Agotado lo estaba, cuando llegué a la blanca playa que sirvió de cuna al recién nacido que el mar acababa de parir.
A los diez años estaba fuerte y bien constituido, con sólidos recursos tanto a nivel mental como físico. La travesía y el acontecimiento brutal que la precedió me dejaron sin fuerzas durante muchos días. Recuerdo los breves instantes de lucidez, durante los cuales sólo tenía tiempo de comprobar si era de día o de noche antes de volver a dormirme. Es probable que este largo y profundo sueño me sirviese de bálsamo. Si hubiera tenido que enfrentarme en seguida a la realidad, quizás habría perdido la razón. Pero a nivel subconsciente, las lesiones fueron profundas.
Actualmente hago el balance de los diez años que me separan de aquella época. Es pobre. La historia de mi vida es una serie de repeticiones. Monótona. De vagabundeo en vagabundeo a través de los continentes, he encontrado ciudades muertas, carreteras desiertas, pueblos ruinosos devorados por la selva, marea verde. La invasión se produjo insensiblemente. Al principio eran algunas matas de hierba que aparecían en los arrabales de una ciudad, en los suburbios nacidos en una antigua expansión industrial abandonada, donde el plástico no reemplazó sistemáticamente a los adoquines y al asfalto para cubrir el suelo. Estas hierbas son de una nueva especie; al menos no aparecían en las lecciones de botánica que he recibido. No son gramíneas; jamás las he visto florecer. Se manifiestan en la superficie como cuatro o cinco tallos enjutos y ásperos de pequeño tamaño. Sólo una vez he podido ver sus raíces, ya que es imposible arrancarlas. La carretera se había hundido y permitía examinar la sección del subsuelo. La hierba había hundido más de cuarenta centímetros de raíces filiformes de una pulgada de grosor, cuya forma parecía calculada para reventar el suelo. Cuando las calles han sufrido este primer laboreo vegetal, las semillas de la selva ya pueden germinar en ellas. Entonces, el asalto es rápido.
Al llegar por primera vez al continente, las ciudades todavía no habían sufrido el asalto de la marea verde. ¿Lo soñé? Era de noche, sí, de noche. Bordeaba la orilla apresurando mis pasos hacia una luz entrevista, una aurora muy localizada. Mi corazón parecía a punto de estallar. Por fin encontraría, tocaría a estos seres míticos de los que sólo había visto hologramas en las pantallas de trivisión. Conocería su presencia física. Temí no parecerme del todo a ellos. La enseñanza recibida hacía resaltar siempre nuestras diferencias fisiológicas. Estaba enamorado del hombre, sensualmente dispuesto a amarle; tocar una mano, acariciar un hombro, unir mi mejilla a otra mejilla, unir mi pecho con otro pecho. Yo era amor. ¿Sería rechazado?
Primeros pasos en la ciudad iluminada, suburbio de cubos sin ventanas, sabiamente iluminados según ritmos de colores. Sin duda los habitantes dormían. La vida estaba más lejos, hacia el corazón de la ciudad. Desierta la plaza donde convergían las grandes avenidas, vacías las tiendas, despobladas las calles, deshabitados los apartamentos. Todo estaba congelado bajo la luz eléctrica. Reseguí un instante las luces que corrían a lo largo de las fachadas, los haces que barrían el suelo, aquella palpitación fantástica de la iluminación artificial, que brotaba, surgía, estallaba en las paredes, en el plástico de las calles, de las vitrinas, de las ventanas. La luz daba una apariencia de realidad a la ciudad abandonada. Todo se apagó bruscamente. Sollocé largo rato en la oscuridad hasta que el sueño me traspuso.
Al día siguiente aún confiaba en que aquel fenómeno sólo fuese local. La región de la India que había abordado habría sufrido un extraordinario cataclismo que no me explicaba; pensaba que el resto del planeta se habría salvado y que encontraría la vida. Nada. A medida que recorría el litoral dirigiéndome al oeste, subiendo a veces hacia el interior en grandes caminatas por carretera para visitar las aglomeraciones más importantes, en todas partes encontraba el mismo abandono. Como si los hombres hubieran desertado súbitamente de la Tierra. Verificación de la soledad absoluta. Observaba también la progresiva invasión de la selva. En ninguna parte encontré el menor signo, el más mínimo indicio que pudiese darme una pista acerca de tal deserción a escala planetaria. Las máquinas me habían informado sobre los libros y periódicos, había visto microfilms que los reproducían, aun sabiendo que no existían desde hacía muchos siglos. Toda la información se suministraba á través de las pantallas de trivisión y reproductores sonoros. La civilización de la imagen y del sonido, iniciada en el siglo veinte, había devorado a la galaxia Gutenberg. Los mensajes que el hombre habría podido dejarme, dormían en las películas, los discos y los cassettes, inutilizables por falta de electricidad.
Actualmente no dudo que fue un gigantesco éxodo de la humanidad hacia el espacio, hacia otros sistemas solares, otros planetas. El mundo en el que vivo ya no es exactamente la Tierra; algo ha roto el equilibrio ecológico favorable a la supervivencia de los vertebrados. En compensación, este fenómeno es favorable a la vegetación y a las demás formas de vida. También ha respetado a los peces de las profundidades. El clima ha sido trastornado; en la parte del globo que he recorrido, períodos de lluvias torrenciales alternan con temporadas de intenso calor. Este planeta sólo es habitable para mí, los peces, los invertebrados y todas las formas vegetales. A veces dudo de mi diagnóstico, ya que sólo puedo hacer suposiciones acerca de las causas de los cambios producidos en el medio ambiente; entonces se plantean nuevas preguntas. Pero cuando no me dejo engañar por mi subjetividad, sé explicarme la huida de los hombres y la invasión de la selva: la atmósfera de la Tierra ha sufrido una modificación.
Los que no huyeron se suicidaron. Quedan huellas alrededor de las ciudades; restos de osamentas ante los crematorios. Millones de seres humanos prefirieron la muerte a lo desconocido. El suelo de los grandes astropuertos está fundido por acción de las toberas escupiendo fuego. ¿Qué ha sido de los fugitivos? ¿La humanidad se ha dispersado al azar por las estrellas o se ha replegado ordenadamente hacia sistemas solares escogidos de antemano? Allí, al extremo de mi dedo, apuntando hacia el firmamento. Pero, ¿por qué razón he sido creado yo, Adaneva?
En Niza, la primera ciudad donde he oído un ruido no natural, he decidido resolver el enigma. La ciudad muere con belleza. Me he alojado en un piso al borde del mar, como centro de mis salidas, sean a pie o nadando, ya que todos los vehículos están inutilizados por falta de energía eléctrica.
Niza es una invitación a la vida sedentaria. Todas las ciudades que hasta aquí han jalonado mi camino, sólo eran etapas de mi estupor. Aquí he despertado. He comprendido al fin que la enseñanza de las máquinas correspondía a una realidad; por cuanto la comprobación de mis informaciones está sometida a un gran margen de incertidumbre, supongo que los vestigios que me rodean son contemporáneos de la época en que fue construida la esfera submarina, salvo error de algunos años. Esta diferencia se nota sobre todo en la tecnología más avanzada. Lo he comprobado en los centros de energía que frecuentemente he visitado con la esperanza de ponerlos en marcha. El laboratorio donde nací fue construido años antes de la gran partida.
Tiendas, pillaje lento. He desembalado millares de cajas, abierto millares de latas, probado millares de vestidos. En un principio me complacía este desperdicio, luego llegó la indiferencia. Ahora sólo frecuento los grandes centros de venta para alimentarme. Comilonas. Resuenan las grandes salas vacías. Estoy solo. Huelo cuidadosamente cada bote antes de comérmelo, ya que las fechas de caducidad inscritas en ellos han sido ampliamente sobrepasadas. La mayor parte de las veces prefiero pescar y comerme los peces frescos. En este deporte he adquirido una notable maestría.
¡Borracheras, borracheras! ¡Litros de alcohol y de vino para vencer el miedo, para dominar la angustia, para comprimir el tiempo! Aparte de los momentos de lucidez y de valor que m© deciden a realizar largas incursiones por las ciudades o las selvas, como y bebo. Euforia, olvido.
¡Y el amor! Desde hace algunos años he descubierto el placer sexual. Me impongo reglas muy estrictas porque temo abandonarme a él hasta el agotamiento, hasta la muerte. Para ello construí un complicado calendario que me autoriza cierto número de días y horas durante el mes, siempre que las circunstancias climáticas, o reencuentros, no vengan a interferir en contradicción con estas fechas. Así, un cielo nublado, determinada especie de pez o árbol, unas cortinas azules en la ventana de un piso, pueden impedirme hacer el amor. Pues yo no me entrego a la masturbación. ¡Yo amo!
Algunos años después de mi salida de la esfera submarina, noté los primeros síntomas de la pubertad. Me desdoblaba, yo Adán imaginaba a Eva. Eva inscrita en todas las superficies posibles de las ciudades, mujer anuncio, mujer etiqueta, todopoderosa obsesión del deseo masculino proyectada ante mis ojos. El lento acceso de las mujeres a la igualdad social no engendró nuevos símbolos. Mis maestros electrónicos tenían razón al enseñármelo; la mujer-presa se sublimó en mujer-imagen con la que el macho se regodea. A ojos llenos. Yo estaba solo y me preguntaba: ¿por qué no han previsto una pareja en la operación supervivencia? Si fui creado para suceder al hombre sobre la Tierra, ¿cómo esperan que me reproduzca? Pregunta estúpida que me asedia desde hace más de diez años y que se agudizó terriblemente durante mis primeras emociones sexuales.
Aquella mañana salía de Chandigor; había recorrido más de sesenta kilómetros aprovechando el atajo que se abría en la selva a lo largo de una línea de aerotrén. Era verano. Después de quince días de intensas lluvias, la vegetación estaba exuberante bajo el sol. Flores, olores. Me aturdió esta fantástica exaltación vegetal. Saqué de mi mochila algunas conservas, comí rápidamente, tendí una mosquitera y me dormí pronto. Horas después fui despertado por un desconocido ardor que irradiaba de mi vientre. Encendí mi mechero. Unos pétalos rojos y carnosos habían cubierto mi sexo en erección. La flor, enorme, se abría al extremo de un bejuco verde. Ese tentáculo vegetal había trepado hasta mí desde la linde. Pronto tuve que dejar mi observación. El placer se apoderaba de mí. Por sus sabios movimientos, por su textura untuosa, por su calor, la flor obtenía mi eyaculación. En un estremecimiento de todo mi ser, le di mi semen. Apenas lo hubo recogido en la cavidad de sus pétalos, se retiró al anonimato de la selva.
Me levanté para inspeccionar los alrededores. Mi mechero alumbraba poco y había tantas especies florales que no pude descubrir cuál era la que acababa de obtener mi virginidad.
Al otro día, desde que desperté, volví a la vera del bosque, frotándome incluso contra las hojas, contra las flores, con la esperanza de producir una reacción. La experiencia de la víspera me había turbado en extremo, y quería repetirla. Pero los vegetales fueron insensibles a mis provocaciones. ¿Había soñado? ¿Imaginé en mi sueño el primer episodio de mi vida sexual? Empezaba a creerlo; sensibilizado por la obsesiva presencia de las flores, había utilizado su imagen para trasponer mi deseo. Me enfurecí y ataqué a bastonazos un macizo en plena floración. Cuando me detuve para recobrar el aliento, me vi acometido por el disgusto y la tristeza. Los pétalos yacían en el suelo, rotos, sucios, irrisorios; un solo gesto había bastado para agostarlos.
Al día siguiente vagabundeaba entre dos setos vegetales. El corte practicado para el paso del aerotrén no había sido atacado por los árboles. Cuando la marea vegetal invadía las ciudades, respetaba curiosamente las vías de comunicación, como si desease conservar esa red de irrigación artificial. Prestaba más atención que de costumbre a las esencias y a las especies. La selva me parecía diferente. Hasta entonces la consideraba como la principal amenaza que pendía sobre la civilización. ¡Grotesco! Yo era la civilización. No tenía nada que temer. Las ruinas de las ciudades podían desaparecer sin que esto me perjudicara. Sabía vivir sin la ayuda de los hombres y de sus creaciones. Este día la selva me pareció más bella, más atractiva; la comprendía. Esplendor del verde absoluto, sabiamente matizado en un camafeo infinito; mis ojos se perdían en el dédalo de verde, sombras resinosas, frutales coloreados, arbolillos verde mar. El cobre oxidado de un bejuco gigante destacaba netamente sobre el verde blanquecino de un tilo; allí era el esmeralda de un abeto que se fundía con el verde más nocturno de un tejo. Y sobre este fondo de un verdor soberano, resaltaban los coloridos variopintos de las flores, todas las flores, las pequeñas a ras de suelo, aquellas cuyos tallos alcanzaban altura de arbustos, las de plantas trepadoras y las que se abren en los troncos y las ramas de los árboles. De la orquídea a la lobelia, de la magnolia al hibiscus, ¿cómo escoger entre todas estas formas, entre todos estos colores? ¿Cómo descubrir la flor que me había seducido? Mi exploración ignoraba deliberadamente las especies desconocidas, en particular aquella cuyos pétalos rosados formaban un cuenco de forma ovalada hendida en su mitad por una herida roja. La flor se abría al extremo de un bejuco cuyo origen se perdía en la espesura; los dos pétalos carnosos que la formaban latían con ritmo regular y dejaban entrever, cada vez que se separaban, un largo pistilo color violeta intenso.
Desde el principio de mi búsqueda supe que era ella. La evitaba. Pero cuando me detenía en cualquier parte del paisaje forestal, no tardaba en insinuarse un largo tentáculo amarillento deslizándose a lo largo de las cimas y a través de los troncos.
Y siempre, al cabo de unos minutos de observación, la flor aparecía allí, palpitante, graciosa, ante mí.
Después de muchas horas de este hipócrita juego al escondite, la tocaba con mi mano. El rosa de los pétalos se hacía más intenso. Yo insistía, y viraba al rojo. Al afirmarse mi caricia sentía un íntimo regocijo viendo transformarse la flor, calentarse la carne dulce y cálida, labios encarnados entreabiertos con un estremecimiento de estambres. Y el bejuco se acercaba a mí, me tendía su boca, su vulva aconchada, vegetal, improbable, amorosa. El sol me calentaba los ríñones este mediodía. Estaba desnudo bajo la luz cruda y blanca, totalmente adulto, con lo que parecían redondeles de grasa en mis flancos, en mi vientre más redondo. Sentí el deseo nacer en mí como el rayo. Me sentía presto a ceder a la invitación; desdoblado, era simultáneamente el que actúa y el que reflexiona, el uno dispuesto a someterse al otro. El deseo me arrastró. Introduciendo mi pene hinchado en la flor ardiente, llegué rápidamente al éxtasis. Si luego no me hubiera sometido a un severo control de mis sentidos, hoy estaría devorado, consumido de amor por esta flor extraña. Me vigila en las riberas, los bosques, las sabanas, entra en las ciudades, como si misteriosamente recibiese noticia de mi presencia.
El recorrido realizado a través de las ciudades en ruinas por detrás del país de Niza, era en realidad un pretexto para entregarme apasionadamente a los juegos amorosos de la flor. Hoy, día de mi retorno, contemplo el mar nimbado de niebla que centellea dulcemente en la bahía, y la desesperación que me acomete es tan violenta que necesito la ayuda de diez años de condicionamiento intenso, obtenido por la enseñanza de las máquinas, para no ceder a la llamada de la muerte por frenesí amoroso.
He decidido hacer una excursión al lugar donde oí un ruido anormal cuando llegué a esta ciudad. Me prohíbo hacerlo con demasiada frecuencia para no caer a continuación en el desánimo. Estoy cansado, ya no temo nada. Inspección detallada esta vez. Observar, analizar cada tramo de calle. Los inmuebles de esta parte de los suburbios se parecen todos, cubos grises sin ventanas. Perfectamente alineados. A veces visito una vivienda. Existen dos pautas diferentes en las habitaciones abandonadas por los fugitivos. En el primer caso, los inquilinos realizaron un exacto inventario de sus bienes, los etiquetaron cuidadosamente, tomaron los que creyeron indispensables y abandonaron el lugar dejándolo en un orden tan impecable que uno diría que continuaban habitados. En el segundo caso, al contrario, los apartamentos parecen congelados en el mismo instante de ser abandonados: toallas arrugadas, vestidos esparcidos, vajilla sucia con restos de comida, camas deshechas. ¡Oh, esas camas! A veces me acuesto en ellas durante algunas horas, husmeando los relentes que conservan. Instantes fabulosos que hacen soñar. Las noches de los amantes, anhelantes en la penumbra. Sólo por eso no me abandono al apetito del bosque. Es imposible que esté solo en esta Tierra. Todo ha sido previsto para que encuentre una compañera, para que asegure una descendencia. Estoy seguro.
Por primera vez desde que vengo aquí, observo un mojón redondo de color amarillo, situado junto a la calzada. Es tan llamativo, que no sé cómo no lo he visto antes. Existen tantas otras señales llenando las ciudades: policía, bomberos, videófono, que no les concedo la menor atención. Al principio hice algunas pruebas infructuosas para obtener de ellos algún indicio. Muertos, como lo demás. Pero éste me atrae por su color luminoso, inhabitual. Al acercarme, distingo perforados en su centro unos agujeros en forma de nido de abejas. Pego a ellos mi oreja: me parece oír un zumbido casi imperceptible. Es necesario que distinga si este sonido lo produce el viento o es de origen eléctrico. Mi oreja izquierda es más sensible y la aplico fuertemente contra lo que supongo es un altavoz. Una débil modulación del zumbido. Estoy fascinado. ¿Será posible que este mojón sea una señal? ¿Es la que oí la otra vez? La única manera de averiguar la respuesta es esperar tanto tiempo como sea necesario: días, meses, años.
Me apoyo en el mojón amarillo. El mar, de un azul nacarado, se apoya sobre la bahía. Pesa esta mañana el mar, blando y obstinado, y redondo en el horizonte, gran gota de metal arrugada por la fusión. El mar. Espero.
La idea que me laceraba desde hace muchas semanas se me impone de pronto. ¿Por qué no volver a mi burbuja fetal en el fondo del océano Índico cuando haya dilucidado el enigma del mojón? Me es imposible poner en marcha las gigantescas instalaciones energéticas del continente, tan centralizadas, pero podría intentar reparar las máquinas que me han visto nacer. Entonces pasaría las películas de trivisión halladas en las cinematecas, quizá sabría por qué he nacido en la Tierra. Diez años de infancia, diez años de soledad, veinte años abrumadores. Si no salgo de este infernal silencio voy a perder la razón. Siento ya la terrible pulsión de la locura. Correr riendo en la selva, balbuceante, embrutecido, y abandonarme al mordisco mágico de las flores amorosas. Me niego a ello, quiero vivir, quiero pensar, explicar el esplendor de los días. Todo mi ser aspira a comprender este mundo absurdo. No he perdido el recuerdo de mis años de estudios, mi memoria está siempre fresca. Soy capaz de someterme a una disciplina suficiente para resolver los problemas más difíciles. Creo incluso que las horas de reflexión diaria que me he impuesto para no caer en la regresión me han conducido a notables progresos en el terreno científico. Diez años de monólogo para escapar al miedo, para rechazar estos deseos de vida vegetativa que siento, para reprimir la bestialidad. 0 bien me he apartado definitivamente de la realidad sin darme cuenta y mi existencia es ilusoria, o soy todavía el digno descendiente del Homo sapiens, el último mutante, nacido de la ciencia, y puedo confiar en mis hipótesis.
Durante el día el calor es desagradable y me veo obligado a refugiarme en un inmueble para proseguir mi observación. Al traspasar el umbral, veo mis alas en un espejo. Al ritmo actual de su desarrollo, dentro de un mes o dos ya podré volar.
Segundo día de espera. En la grieta que una de las hierbas de asalto ha creado en medio de la calle, ha aparecido un nuevo brote. Creo reconocer una glicina en la forma de sus primeras hojas. Antes de dos años, esta parte de la ciudad habrá desaparecido. ¿Por qué esta cólera vegetal? Actualmente evito alimentarme de los frutos que crecen en los árboles y zarzales; aunque no son realmente peligrosos, provocan cólicos molestos. Su sabor es tan amargo y ácido que los hace impropios para el consumo. He realizado múltiples experimentos con los frutos corrientes, melocotones grandes como balones, con olor a pantano, manzanas redondas y azucaradas con sabor a petróleo, plátanos a tal punto resinosos que al masticarlos dejan los dientes pegados. Pesadilla frutera. Todas las plantas parecen dotadas de una extraña agresividad, excepto para mí. Esperan al enemigo. Por tanto, me protegen de los insectos, las ramas me abanican cuando me veo asaltado por mosquitos tenaces. Imagino que un día, ciertas especies vegetales caminarán sobre sus raíces. Lleno de pánico, invento angustias imaginarias para no ceder ante las que me presenta la realidad. Es necesario resistir a la tentación de volver a la selva para hacerme amar.
Tercer día. El zumbido ha aumentado; se diría un parásito hertziano. Un ruido llegado de otra parte. ¿De otra parte? Ya no estoy solo, una señal llegará, un sonido, un mensaje, alguna cosa que me demuestre que no estoy aislado, que no vivo en vano desde hace veinte años. Los hombres que me dieron vida han existido realmente, las imágenes que acunaron mi infancia corresponden a una realidad, no han sido segregadas por una batería de máquinas en el fondo del océano. A menudo soñé que estaba en el amanecer del mundo, que aquello era el paraíso, el bosquejo de una creación emprendida por un dios insensato. Yo estaba en el Edén, ¿y luego? ¿Cuándo este mundo satisfará a Dios hasta el extremo de decidirle a hacerlo funcionar? ¿Cuándo añadirá el tiempo a su creación para que los días se sucedan y no se parezcan; cuándo moldeará una compañera para mí? A menos que en su delirio, las mujeres-flores...
Séptimo día de espera. ¿Soy el primero o el último de los hombres de la Tierra? La señal que se amplifica debe decírmelo. Ahora ya es audible desde lejos. Por la tarde, en la niebla cálida que sube del mar, paseo entre las casas para relajarme. A la vuelta de la primera calle, todavía oigo el zumbido. Corro tanto como puedo hasta mi punto de partida, por miedo a perder el segundo en que necesariamente se producirá la señal. He acumulado gran número de conservas y las consumo poco a poco, para no tener que moverme.
Décimo día. La glicina ha crecido cerca de un metro. Mientras tanto, el ruido domina la calle. Una cosa me extraña: ¿cómo no lo había oído nunca hasta entonces? La mayoría de los demás mojones seguramente están muertos, pero he recorrido tantas ciudades También todo depende de la duración de su ciclo sonoro. Supongo que estos aparatos contienen una especie de acumulador capaz de extraer energía de las más débiles emisiones hertzianas. Este frágil sistema puede deteriorarse fácilmente. En el mejor de los casos, la energía transportada por las ondas se acumula progresivamente hasta que la reserva es bastante potente para transmitir una señal. Escucho el sonido gangoso que sale del altavoz. Me encanta.
Segunda semana de espera. Tan sólo el zumbido débilmente modulado que emite el mojón, un poco más fuerte que antes. Sin embargo, lo oigo con más o menos intensidad según le preste atención o que mis ensueños me conduzcan lejos. En realidad su volumen sonoro no es superior al que alcanza un grillo cantando tranquilamente al atardecer.
Un segundo brote de glicina ha aparecido a algunos pasos del primero; sus raíces rastreras han producido un retoño. Esta mañana el mar es gris como el cielo. Las primeras gotas de lluvia caerán dentro de pocos días. No sé cómo aguantaré en mi observatorio durante el período diluvial que se anuncia, pues aun siendo anfibio, no me agradan las lluvias demasiado intensas. Después de la primera semana de mi desembarco en el continente índico, el diluvio me sorprendió en la costa. Diez días de un espeso telón de gotas sobre mi piel, golpeando fuerte, diez días de una humedad tan intensa que por momentos no sabía qué sistema respiratorio utilizar. Desde entonces, evito someter mi organismo a semejantes intemperies.
Vigésimo primer día. Han caído las primeras gotas. El mar es de color de piedra. Piel de reptil. Un insospechado azul de Prusia anima su profundidad gris. El ruido acaba de adquirir esta mañana una tonalidad más fuerte; ahora es un ronquido sordo, como una respiración. Se diría que toma impulso. Estoy sentado ante el mojón, aturdido. No necesito ir hasta la selva para buscar el amor de las flores. Una noche, se abrió una corola en la extremidad sarmentosa de la planta que había confundido con una glicina. Una flor de espesos y cálidos pétalos se pegó a mi vientre. Me dejé amar largamente, durante muchos días. Luego me vi precisado a romper la planta, destruirla hasta las raíces, para sobrevivir.
Ni el menor jeroglífico, ni el menor signo, ni la menor inscripción esgrafiada sobre el mojón. Un enigma. Esfinge sonora, es necesario que te oiga cantar.
Gotas tibias y espesas que excavan en el polvo pequeños cráteres grises y suaves. Unos minutos más, y las húmedas manchas estarán todas unidas entre sí. La lluvia se aplasta y fluye sobre mi piel. Cuerpo acolchado por un agua pura. Un primer estremecimiento causado por el frío de la evaporación. No siento nada, tan concentrada se halla mi atención en el ruido, en el silencio que lo rodea. Espero el fin de mi soledad.
¡Yuhuyuhuyuhuyuhuyuhuyuhuyuhuyuhu! Interminable. Ruptura brutal del aire. Vibración provocadora, provocada. Por fin un ruido distinto de los de las hojas, los insectos, la resaca de mis órganos, un ruido que rompe las armonías de la naturaleza.
Estoy pendiente de la modulación de la sirena. Yuhuyuhuyuhuyuhu, descendiendo hasta extinguirse.
Los gruñidos, carraspeos de garganta que suscitan ecos en una habitación de muros sonoros.
—Esperamos vuestro mensaje, contestad.
¿Una voz? ¡Una voz humana desconocida! Sin relación con la que sale de mi garganta cuando me hablo a mí mismo en voz alta. Quizá no sea un hombre quien me llama.
¿Qué mensaje, qué debo decir? ¿Se dirige a mí esta llamada? Por qué he de responder yo, que no he recibido ninguna instrucción. Qué decir, que estoy solo, que la Tierra está muerta y que la civilización no corresponde en absoluto a la que describen las máquinas. No debo hablar.
—Atención, estamos a punto de agotar la energía. Tercera y última llamada. Formulad vuestro mensaje.
Quizá podría gruñir a mi vez, dar un signo de vida. Aunque quisiera, ningún sonido podría salir de mi garganta cerrada por el miedo y la emoción. La lluvia me azota dulcemente. Correr hacia el mar y nadar bajo las aguas, refugio.
—Repetiremos nuestra llamada dentro de un año...
La voz ha perdido fuerza, «dentro de un año» ya era casi inaudible. ¿Por qué un año? ¿Ha sido aniquilado el tiempo? Sé sumar las horas, las semanas y los meses para formar los años, sé distinguir el día de la noche, pero, ¿estoy seguro de que el fenómeno que me ha separado para siempre de los hombres no ha trastornado la regularidad de su cadencia? Sueño, despertar. Hay noches de pesadilla que duran horriblemente, y días de acción que apenas ocupan un pequeño lugar en el tiempo. ¿Pueden sumarse tan dispares períodos de tiempo para formar un año terrestre? Jamás los humanos obtendrán la misma suma que yo.
Algunas palabras, apenas discernibles, salen del altavoz: —fallado... muerta... extinguida...
Solo de nuevo. Me arrancaría el corazón. Aúllo a pleno pulmón. Siento mi cuerpo vaciarse repentinamente de todas mis fuerzas. Exangüe bajo el chaparrón. Los músculos flácidos, la carne fofa. Cada vez que trato de interpretar las razones de mi mutismo, mi pensamiento se bloquea, se nubla mi cerebro. Como si dejase de existir. No obstante, puedo analizar tranquilamente la situación y reflexionar sobre el sentido del mensaje. He vuelto a mi residencia cerca del mar. Estoy acostado. Espero el año próximo. Adaneva, única entidad conocida del planeta lluvioso.
¿Cuántos fugitivos sobrevivieron al éxodo? ¿Desde dónde me llaman? ¿Qué esperan de mí, el superviviente? ¿Existe un plural a la palabra superviviente? ¿Cómo prevén que se prolongará la vida sobre la Tierra? ¿Esperan que yo fecunde una flor? Soy el principio y el fin. A menos que, a menos que... Sólo la proximidad de esta idea que por el momento no puedo formular me hace temblar de pies a cabeza. Desde mañana volveré a la esfera submarina para responder a algunas de estas preguntas. Hace ya muchas semanas que proyecto este viaje. Cuando cese la lluvia me iré. Espero que mis alas se hayan desplegado.
Durante estos últimos días he observado a menudo mis alas en el espejo. Están formadas por una corta membrana muy vascularizada y sostenidas por una poderosa musculatura que se inserta sobre mis omóplatos. Cuando quiero mis alas se tienden y se hinchan por efecto del flujo sanguíneo que desencadeno, semejante a una erección. Entonces cada una de ellas alcanza más de un metro y medio. Son extraordinariamente rígidas y responden a mi voluntad. No consigo sincronizar exactamente sus movimientos. No obstante, sé que no resolveré este problema, como antes el de la navegación, sino a partir del instante en que decida volar.
Hoy estoy preparado. Un segundo nacimiento. ¿Me arrojaré por la ventana? Prudentemente, intento saltar desde el muelle, delante de la casa que elegí como domicilio. Un nuevo cambio en el sol; alto en el cielo, su disco está rodeado de vapores blancos.
Al principio ayudo instintivamente con mis brazos el batir de las alas. No sé cómo colocar las piernas. Luego, a medida que me elevo sin dificultad, como en un sueño de esquizofrénico, aprendo cómo coordinar mis miembros. Repliego las manos sobre el vientre y alargo mi cuerpo en el aire para ofrecer una resistencia mínima. Mis muslos bien alineados, dirigidos hacia abajo, forman escuadra con la pelvis; mis piernas, horizontales, me sirven como timón de dirección y de profundidad.
Alcanzo pronto una altura de cincuenta metros. Vacilo en alejarme de la playa. Felicidad exquisita de caracolear a la fresca brisa de la mañana. Después de algunos minutos de vuelo, comprendo que fatiga más esta escasa altitud porque la presión es mayor. A medida que me elevo, mis alas se mueven con más facilidad. Mis músculos funcionan sin esfuerzo; pronto alcanzo muchos centenares de metros de altura.
A pesar del esfuerzo que me cuesta desplazarme en este nuevo medio, controlar cada uno de mis movimientos por miedo a caer hacia el suelo, no distraigo ni un segundo mi atención en contemplar el paisaje que desfila debajo. Recibo tan sólo algunas impresiones nuevas, como el viento que se desliza bajo mi vientre, la dificultad de conservar mis extremidades inferiores bien alineadas para evitar un desequilibrio, la humedad que sube del mar, el contacto con las primeras capas de nubes blancas; súbitamente estoy inmerso en un medio diferente. Noto instintivamente todas estas sensaciones sin analizarlas. Solamente el espacio. Sí, solamente. ¿Y si mis alas eréctiles se acalambrasen? Terror súbito. Conozco el vértigo. ¿Soy dueño de la duración de este fenómeno, o está sometido a alternativas como la erección sexual? Deseo del aire después del deseo de las flores. No, los dos actos fisiológicos son distintos, el uno es reflejo ante un estímulo exterior, no puedo controlarlo; el otro está directamente sometido a mi voluntad de volar. La sangre no se escapará de las membranas que me sustentan. Aquí en el espacio, el miedo es agradable; sólo puede provenir de mí, ya que no existe ningún peligro visible. Por primera vez desde que vivo, me asalta la idea de la muerte, dulce sobre un fondo de remordimientos. Remordimientos por no cumplir mi misión. Ciertamente he sido concebido para realizar algo; mi cuerpo es un milagro tal, que no pudo ser creado sin objeto. La idea de un mensaje. Estoy aquí sin duda para enviar un mensaje a los hombres que huyeron de la Tierra, pero las máquinas no tuvieron tiempo de enseñármelo antes de que dejaran de funcionar. Es necesario que me prepare para responder. La duración de la comunicación por medio del borne amarillo es muy breve. Pero basta una sola palabra para que el género humano sepa que todavía hay un ser vivo y consciente en su planeta de origen. El otro día no pude pronunciarla. Si lo hago, los hombres enviarán una patrulla; ya no seré el dueño del mundo.
Me doy media vuelta en el aire. El sol me calienta el vientre. Me dirijo verticalmente, vertiginosamente, hacia la superficie del mar. He reducido la superficie de mis alas. Mis piernas bien alineadas, soy un obús, un kamikaze. Recobro el control. Fácil. Mis alas se tienden de nuevo, recupero progresivamente mi equilibrio, planeo. Un temblor delicioso agita las extremidades de mis miembros.
Mi sistema nervioso central todavía no está habituado a tomar el relevo de mi voluntad para vigilar el automatismo de mi vuelo. Si mi atención se fija en otra cosa, dejo de volar y caigo. Pero ahora, después de más de una hora de mantenerme en el aire, he adquirido seguridad. Puedo mirar al suelo, puedo verlo. Limpia la costa, como alargada, blanca. La ciudad, devorada por la selva sobre el flanco de las colinas; cristales incrustados en su cárcel. Más lejos, las blancas colgaduras de las nieves, pegadas aún a las cimas de los Alpes. Nueva cosmogonía. Mis sentidos turbados un instante por esta nueva percepción del universo, alteran la regularidad de mi vuelo. Caracoleo y me elevo rápidamente. Sensación exquisita de dominar una disciplina desconocida. Tan sólo un poco fatigado por el esfuerzo de concentración que he de realizar para conseguirlo. Mañana podré partir y explorar la esfera submarina que abandoné hace diez años.
Extender mis alas sobre el viento y planear sin ningún esfuerzo, regulando mi esfuerzo según las corrientes que se crean: embriaguez, felicidad. Soy anfibio. Soy el que puede vivir y moverse en tres de los elementos primordiales. ¿Tendré algún día valor para atravesar el fuego, para saber si soy el ser perfecto que soñaron los hombres?
Cielo azul, cielo blanco, deslizarse, picar, suelo vertical, oblicuo, horizontal, curvatura del globo, allá abajo, más lejos, en el infinito, otro infinito respondiendo al cielo: la selva, copos verdes de las cimas. Alegría de existir distintamente y de expresarlo. Embriaguez del cuerpo y del pensamiento en simbiosis. Desear vivir en la luz, esplendor de las imágenes sin cesar renovadas a medida que el sol juega con las sombras y los reflejos tornasolados. Allá se ven algunos arrecifes débilmente asaltados por las olas, y a partir de este punto, la extensión del mar, viejo cocodrilo de seda, gama infinita de sus ritmos. Con un movimiento doy la vuelta, la ciudad muerta vibra al calor del mediodía, deformaciones sutiles en su arquitectura, prismas desplegados en un caleidoscopio. Delirio, serenidad. Paso de la mayor exaltación a la más intensa paz interior. Amplios movimientos de mis alas en el viento que se levanta con el ardor del día. Geometría secreta de la naturaleza vista en conjunto. Me deslizo hacia la tierra, desciendo hasta el muelle que se recorta. Una noche de descanso. Mañana volaré para reanimar las máquinas.
Desde que partí, hace dos meses, he utilizado todos los medios de desplazamiento alternativamente, franqueando los estrechos a nado, escalando a pie las montañas —pues es peligroso volar a partir de cierta altura, debido a las turbulencias y a que mi vuelo aún no es bastante seguro—, volando por encima de las selvas. Cambio también, según mi humor o según el clima, los sistemas de locomoción, prefiriendo nadar cuando llueve, volar con buen tiempo, caminar cuando el día es gris y fresco. Mi equipaje es ligero, una brújula y un mapa del mundo, algunos cassettes de trivisión tomados en una cinemateca de actualidades, escogidos según su fecha, probablemente la del último mes de presencia de los hombres sobre la Tierra. Espero encontrar allí datos importantes, a condición de poder volver a poner en marcha las instalaciones de la esfera submarina. He guardado estos objetos en un pequeño saco, sujetándolo en el cinturón, sobre mi vientre. Nada de alimentos; el pillaje y la pesca aseguran suficientemente mi alimentación. Para evitar la fatiga, prescindo de borracheras. En cambio, me entrego con frecuencia al amor de las flores, incumpliendo así mi calendario de continencia. Placer permanente del descubrimiento, cada corola, cada pétalo, cada pistilo, tienen una textura, una carnación, un calor diferente. Me convierto en experto catador, sensible a los menores contactos. Ciertas flores son voraces y otras negligentes. Las más desarrolladas alcanzan la mitad de mi talla y puedo revolearme con ellas. Caricias. Inventamos sabios juegos amorosos.
Al principio de esta peregrinación de regreso, observé pocos cambios en el aspecto de las ciudades que reconocía. Luego, a medida que me alejo del punto de partida, y que el período transcurrido entre mis dos estancias aumenta, compruebo hasta qué punto se han degradado bajo el asalto de la vegetación. Observo además las mutaciones operadas en las plantas trepadoras; la mayoría adoptan medios de ataque contra los insectos, ya que se convierten en carnívoras. A ciertas horas favorables para la caza, bajo los bosques sólo se oyen chasquidos apagados.
El viaje también me incita a la reflexión. Creo haber descubierto el motivo de la desaparición de todos los vertebrados. Ya lo intuía, pero se ha confirmado. Los mamíferos, los reptiles y los pájaros murieron bajo la acción de un nuevo gas introducido en la atmósfera terrestre por un cataclismo desconocido. Este gas no se disuelve en el agua, por lo que se salvan las especies marinas, exceptuando cetáceos y demás especies que respiran. Mi metabolismo habría sido modificado para tolerar ese gas. Cuando pueda verificaré esta hipótesis.
En Estambul he descubierto un mojón amarillo similar al de Niza. No parece funcionar. ¿Se transmite la señal a la misma fecha y hora en todos los puntos del globo? Si las máquinas que me han enseñado a vivir no se hubieran detenido, probablemente conocería la respuesta a esta pregunta.
Majestad de las ruinas roídas por la selva. Todas las civilizaciones se mezclan en un fantástico caos. De la tierra apisonada a la piedra, del hormigón al plástico, los materiales específicos de las construcciones humanas a través de las edades, son atacados indistintamente por las raíces y los zarcillos, corroídos por los ácidos que segregan algunas plantas, recubiertos por las hojas y las flores en descomposición. En algunos lugares la capa de humus llega ya a las ventanas de los pisos bajos, nivelando los escombros bajo una tierra negra y esponjosa.
La nueva atmósfera terrestre es prodigiosamente benéfica para la flora. La vegetación se halla en pleno esplendor. Las mutaciones son innumerables. Adivino en la forma metamorfoseada de esta cimbalaria de muchos metros de altura, una nueva especie de drosera. Estas «bocas de dragón» tienen un aspecto singularmente animal. ¿Acaso las plantas hacen juegos de palabras? Por ahora ya saben jugar con mi deseo. Desprovistas de sistema nervioso en un medio favorable a la fauna, ¿lo desarrollarán acaso bajo la influencia de esta nueva atmósfera? Los perfumes mefíticos me ofenden. Estoy seguro de que si no me hubiesen preparado para sobrevivir en estas condiciones, mi organismo no lo resistiría. Jungla tumultuosa que recubre la Tierra poco a poco; sombría es la selva. Desde las más altas cimas hasta las hierbas que tapizan el suelo, la oscuridad se extiende con sabios matices, de la penumbra a las tinieblas. A veces tengo ganas de huir hacia los espacios abiertos, tan poderoso es el pánico que produce la noche verde. Entonces me encaramo a lo alto de un tronco para respirar, para respirar a la luz. A pesar de la oscuridad me oriento fácilmente a través de la espesura, mis ojos perciben lo esencial: las ramas, los helechos y los troncos, y mi sonar concreta los detalles. Mejor que el camino terrestre, podría nadar o volar con frecuencia; pero no quiero dejar pasar demasiados días sin regresar a la selva. El amor de las flores se ha convertido en una necesidad, más que en un placer. Sin duda el amor sexual es siempre voluptuoso, pero no lo busco sólo por esta razón. Al introducir mi pene en las tibias corolas, experimento la sensación de participar en el renacimiento de la Tierra, dios Pan redivivo, realizo orgías elegiacas a la gloria de la nueva naturaleza. Pobre y solitario humano, único representante de una especie desaparecida, sacrifico mi lubricidad en un altar vegetal donde se dilapida mí descendencia.
Durante los ocho meses que ya dura mi viaje de regreso, he adquirido una maravillosa maestría del aire. Mis músculos dorsales soportan vuelos de cinco o seis horas seguidas, y sólo necesitan un ligero descanso antes de volver a ser utilizados. El problema más delicado es el del aterrizaje en medio de la selva. Imposible posarme sobre la cima de las copas demasiado flexibles; difícil penetrar en la espesura con mis alas desplegadas. Y cuando no veo un macizo rocoso, una fuente, un lago, un estanque, un camino o una ciudad, me veo obligado a plegar mis alas cayendo en el lugar exacto, un claro entre dos bosques que he reconocido con el sonar; abrirlas a envergadura reducida algunas decenas de metros más abajo, revoloteando entre los troncos, dando vueltas hasta donde pueda para aliviar la caída y caer sobre un matorral. Con frecuencia, al aterrizar de este modo, me he lastimado con arbustos espinosos, cornudos, con pequeñas coníferas provistas de espinas de varios centímetros. Algunas veces me poso sobre árboles de copa plana, cedros gigantes de centenares de metros de alto, pero son ejemplares raros. Entonces, en el silencio insólito de estas alturas que ningún insecto frecuenta, llego a gozar horas de adorable indolencia, mecido en la ligera sombra que produce el follaje. A medida que se aleja en el tiempo mi estancia en Niza, distingo cada vez más difícilmente mis recuerdos reales de los inventados, o mejor dicho, confundo la enseñanza recibida de las máquinas, hasta los diez años, con la realidad. Creo que he sido un niño como los demás, viviendo en Niza y jugando con sus camaradas en los parques, en la playa. La nostalgia de este paraíso perdido aumenta con el tiempo. Es necesario que luche para no refugiarme definitivamente en el corazón de esta infancia ilusoria.
Pronto concluirá el primer año de mi retorno; he señalado los días en uno de los botes de plástico donde guardo los cassettes por grupos de treinta unidades. ¿Esto suma realmente un año? Digamos una alternancia de trescientos sesenta y cinco días y trescientas sesenta y cinco noches de duración variable. Esta magnitud representa una vigésima parte de mi vida. La comparación es imposible. El año de viaje me parece tan largo como los diez años que tardé en llegar, andando y nadando, desde la esfera marina hasta Niza. He vivido un año de diez años, que es absolutamente igual a los primeros diez años de mi infancia. El tiempo se dilata.
Atravesé el golfo de Bengala a nado. Me he divertido practicando largas partidas de pesca. En ese terreno mis progresos son considerables; ahora consigo vencer a ciertas especies veloces a nado. Esta súper velocidad la he adquirido gracias a mis alas. Mis membranas dorsales, que se ahuecan en el agua, pueden servir de propulsores auxiliares a todas las profundidades. Pero este aumento de velocidad va acompañado de un intenso esfuerzo que no puedo prolongar mucho tiempo.
Comiendo la carne de esta dorada, sentado sobre un pequeño arrecife de piedra pómez, creo cometer un acto de canibalismo. Pero el pez está muerto, basta sacarlo del agua para que se inmovilice después de un extraño temblor. Mañana llegaré a mi destino. Cierta tristeza me sobrecoge.
Tengo dificultades para volver del medio marino al aéreo. Necesito cultivar el arte de las transiciones, sincronizar la súbita erección de mis alas con el momento de alzar el torso. Después de una zambullida de diez o quince metros de profundidad, tomo impulso batiendo mis seis miembros, acelerando al máximo. Entonces, en el momento de salir a la superficie, debo evitar que la punta de mis alas roce el oleaje; de lo contrario, me desequilibro y caigo. Esta mañana he practicado este despegue anfibio para recorrer más rápidamente los últimos kilómetros y sobrevolar el emplazamiento de la esfera. Alegrías profundas que procura el dominio físico del cuerpo. Por fin, desde el comienzo de mi viaje, noto la armonía perfecta entre mis órganos, mis músculos y mi cerebro. Digamos que soy una hermosa máquina funcional, producto de una tecnología avanzada. Adaneva. ¡Qué ironía! ¿Para qué he sido construido? ¿Para guardar las ciudades vacías roídas por una lepra verde, o procrear millares de niños-flores?
El eco de mi sonar localiza perfectamente los contornos de la esfera. Algunos minutos después está ante mí, translúcida, luminosa, inerte. Giro lentamente alrededor de la esclusa de entrada. Cerrada. ¿Cómo es posible, si las máquinas se detuvieron después de mi expulsión? ¿Un último mecanismo de seguridad? Pero la luz, ¡la luz! ¡La central funciona! Me aproximo al lugar desde donde solía enviar la señal de sonar: tres largas, dos cortas, una larga. La pared se abre poco a poco. Una emoción intensa. Me descompongo, me desorganizo, flotando inmóvil. No puedo recobrar el control de mis órganos. Necesito entrar en la esclusa. Estoy paralizado y subo poco a poco hacia la superficie sin poder evitarlo. De pronto noto una minúscula forma rosada, delicada, en el interior de la burbuja, a través de la transparencia de las paredes. Esta visión desencadena una serie de reflejos: penetro en la esclusa, emito la segunda señal que la vacía y entro en la esfera.
Dulce ronroneo, atmósfera cálida, dulzona, infancia. Mis madres, las máquinas. Recorro con la mirada las hileras de pasadizos, recreo mis ojos en el verde-azul diáfano de las paredes que se espesan en capas progresivas hasta volverse casi opacas del otro lado de la burbuja. Sólo distingo las configuraciones electrónicas en el corazón del plástico, el brillo de los muebles de metal. Sí, allí, en la sala de vigilancia médica, distingo una mancha rosada. Instintivamente hallo el camino que conduce allí. Imágenes de la infancia. Largas auscultaciones cotidianas a las que estaba sometido; en aquella época el crecimiento de mi organismo era corregido por la quimioterapia.
Conteniendo el aliento me acerco a la puerta; no hacía falta. La joven tendida duerme. Sus cabellos y el vello de su sexo, de color caoba, dibujan dos sombras sobre su cuerpo de un rosa acidulado. La puerta, al abrirse, la descubre del todo. No debe tener más de diez años. Su cuerpo rollizo palpita en la luz azulada. Un metro cuarenta, aproximadamente; pies y manos que no están palmeados como los míos; brazos, pantorrillas, muslos, armoniosamente desarrollados por el ejercicio físico, con músculos largos. Caderas generosamente ensanchadas hasta la cintura irrealmente delgada. La guedeja de su sexo es demasiado espesa para su edad. Su desarrollo es más acelerado que el mío. A mis diez años era adulto, gracias a lo cual sobreviví a mi contacto brutal con el universo exterior, pero era impúber. Ella seguramente ya es núbil.
Más arriba, un tórax delgado sobre el que destacan dos senos redondos y firmes, amanzanados a pesar de la posición tendida de la joven. Cuello grácil, nariz traviesa, labios tan frescos que parece que el rocío acabe de depositarse en ellos. Y su cabellera salvaje, de largos bucles, cayendo en amplios pliegues sobre sus hombros, repartidos a su alrededor como una oleada de cobre. Un mechón describe una curva sobre su vientre.
Sus párpados tiemblan a veces imperceptiblemente. Las sondas láser la auscultan centímetro a centímetro.
Tiemblo de pies a cabeza. Tendré que sentarme si no quiero desfallecer. Aguardo apoyado en una pared. La esfera habla solamente para enseñar o para corregir un error. Mis madres, las máquinas, no están programadas para una conversación; no sacaría la menor enseñanza de sus altavoces. Muda, la vida. Silencio ronroneante. Las máquinas me explicaban por qué medios los pájaros pueden volar, cómo Fleming descubrió la penicilina, cuándo apareció el hombre sobre la Tierra; pero jamás respondían cuando les preguntaba si estaba obligado a vivir, por qué vivían los hombres. Sin embargo, esta pregunta la encontraba repetida mil veces, bajo mil formas diferentes, en los libros, los discos y las películas trivisuales a mi disposición. El meollo de una pregunta. «¿Y cuál es la razón de mi presencia en el fondo del océano, en este mundo cerrado?»
—Lo sabrás el día de tu salida.
—¿Y cuándo saldré?
—Cuando estés preparado.
¿Salí realmente en el momento exacto? En tal caso, habría confundido la programación de la esfera con una avería energética. Era posible que las máquinas me hubieran expulsado para someterme a las nuevas condiciones de vida sobre el planeta. O realmente la central sufrió una avería y un mecanismo retardado la reparó de nuevo. De todos modos, faltaba crear el segundo elemento de la pareja. Y si el primer macho no hubiese sobrevivido, quizás habría elaborado otro. Ahora que dispongo de un material informativo que pienso renovar tan a menudo como sea preciso, y los medios de visualizarlo, no cesaré hasta dilucidar el enigma.
Adaneva. Me divido. Ahora se ha materializado la segunda parte de mí mismo. Puedo perpetuarme en ella. Contemplo largo rato a la joven. Es hermosa. Duerme bajo el flujo neurónico que la esfera le proporciona. ¿Me está destinada? Antes de nacer ya llevamos mutuamente nuestro sello. Es necesario que la toque. Al incorporarme, mis articulaciones crujen. La esfera no parece notar mi presencia. O tal vez ha previsto mi regreso, día más o menos, lo que explicaría su falta de reacción. Pongo la mano sobre el muslo de Eva. Ni un temblor; ella también me ignora. Llevo mi mano hacia su cadera. Ni un temblor. No siento nada. Y, no obstante, estoy tocando un ser humano, una hembra; debería estremecerme de excitación. Todo mi organismo debería estar sometido a extraordinarias descargas químicas que me perturbarían profundamente. Entonces me vería obligado a dominar estas alteraciones, elevación de la tensión, taquicardia, disnea, a eliminar las toxinas descargadas por mis intercambios orgánicos. No siento el menor deseo. Con los labios, rozo su seno, elasticidad de la piel bajo mi beso, con las manos palpo sus caderas, la carne de sus muslos. Ninguna emoción. Si yo la abrazase, si me echara sobre este cuerpo que se me ofrece, debería sentir un deseo brutal, exultante. La beso más, con besos ligeros, rápidos, recorriendo su vientre, sus ingles y la guedeja resplandeciente de su sexo. Duerme todavía. Y yo no siento ningún vértigo, no me siento empujado por la violencia del deseo. Me echo atrás para contemplarla por entero. ¿Una sonrisa en sus labios? Imperceptible. ¿Sueña que existe, que existimos?
Me apoyo de nuevo contra la pared transparente. Soy incapaz de experimentar las emociones que acabo de imaginar. ¿Cómo ordenar a esta pasión que debería agitarme? ¿Se ha extinguido en mí el instinto de reproducción? ¿Han olvidado las máquinas el dotarme de él? Desde el día en que me turbó la primera emoción sexual, no he dejado de imaginar el acto según los libros y las películas que había visto. Luego las flores supieron seducirme. He confirmado mil veces mi virilidad.
Hoy no sufro ninguna reacción; siento tan sólo el inmenso consuelo de verme aliviado en mi soledad. El origen de mi indiferencia sexual está seguramente en el choque emotivo tan poderoso provocado por este encuentro. Estoy atiborrado de referencias, ahíto de informaciones sobre la sociedad, sobre las relaciones con los demás, sobre las pasiones, las esperanzas, los pensamientos, los sentimientos del hombre, pero jamás he tenido ocasión de utilizar mi saber. Adán, Eva, será necesario que invente otra vez las relaciones humanas.
Me levanto, lanzo una última mirada sobre la que debería inspirarme. Tengo urgente necesidad de visionar las bobinas que recogí. Encuentro sin la menor dificultad el camino de la sala de trivisión. Gestos aprendidos y repetidos inconscientemente, costumbres. Esto es lo que más me ha faltado desde que hace diez años fui expulsado de la esfera, las costumbres. En la actualidad soy dueño de mi destino, me he desembarazado por fuerza de todas las manías y tics inculcados, soy libre. Ahora voy a saber por qué \a no lo soy. Apenas introduzco el primer cassette en el trivisor, estoy seguro de mi acierto. Son en efecto las informaciones que busco.
Mensaje solemne del presidente. Hombre de trazos enérgicos, mejillas teñidas por la sombra azul de su barba. Estoy fascinado por el movimiento de sus labios que preparan el discurso. Aparecen sus dientes. ¿Yo sería así si hablase en público? Horas de contemplación ante un espejo, riendo, hablando, gritando, murmurando, no han podido enseñarme jamás. Creo que abriría demasiado la boca y que mi manera de pronunciar sería más desangelada, menos controlada.
«Por primera vez hace diez años, el planeta gaseoso rozó la Tierra. La primera vez este cataclismo causó diez millones de muertos. Dentro de algunos meses su órbita cruzará de nuevo la nuestra. Pero esta vez, el planeta gaseoso pasará tan cerca de la Tierra, que su masa será definitivamente captada por la de nuestro planeta natal; nuestra atmósfera quedará contaminada para siempre. No existe ningún medio técnico para evitar este encuentro, y no poseemos el secreto que permitiría evitar la acción de este gas. Todos sabéis que nos es fatal. No podemos aceptar sin luchar el fin de la humanidad. También, como todos sabéis, hemos decidido tantear nuestra suerte en otros lugares. Una larga marcha empieza hoy. Os pido que conservéis la sangre fría; cada uno de vosotros tiene su plaza en una astronave. Desde hace diez años, hemos preparado nuestra marcha sin dejar nada al azar, y hemos construido aparatos suficientes para que nos lleven a todos. En estos diez años, el esfuerzo de la humanidad ha alcanzado su objetivo. Nuestro potencial energético es enorme; además del carburante que hemos acumulado, utilizaremos el de todas las centrales. Dejaremos una Tierra ya en la agonía.
»Cada uno de vosotros conoce la dirección que debe tomar, el lugar que ocupa y las funciones que debe asumir. Tenemos grandes probabilidades de encontrar planetas habitables en los diferentes itinerarios que hemos elegido a través de la galaxia. La humanidad va a dispersarse, a colonizar el cosmos; vamos a conquistar pacíficamente el universo.
»De ahora en adelante, los atolones de nuestra civilización estarán separados por millones de años luz. Recordad y transmitid este recuerdo a vuestros descendientes: todos los hombres proceden de un mismo planeta; a través de las edades, todos los hombres han contribuido a constituir una patria única, la Tierra. Dentro de cien años, dentro de mil años quizá, cuando nos encontremos de nuevo después de vencer las dificultades que nos esperan, seremos siempre hermanos; deberemos amarnos como hoy.»
A continuación contemplo otras cintas que contienen detalles complementarios sobre el gran éxodo, detalles técnicos, instrucciones de extrema precisión que no me suministran ningún dato sobre mi propia situación. También algunos testimonios sobre el «gran suicidio», una epidemia depresiva que padecieron muchos millones de personas. Ante la idea de embarcarse hacia lo desconocido, los espíritus débiles no resistieron; ante la urgencia de la marcha, el gobierno mundial tampoco podía dedicarse a contener este desastre, minúsculo en comparación con el cataclismo que se acercaba.
Tampoco encuentro la menor información sobre la esfera submarina y los mojones amarillos. Deslizo los dos últimos cassettes en el proyector pero antes de visionarios voy a echar una ojeada por la sala de examen. La muchacha acaba de despertarse. Me mira atentamente, sin moverse, como si yo fuese un extraño animal surgido de las profundidades. Ninguno de los dos tiene ganas de hablar, estupefactos al comprobar de repente que ya no estamos solos, que debemos salir de nuestra intimidad para enfrentarnos al desconocido: al otro. ¿Cómo expresarme, cómo comunicar a este ser tan parecido, pero tan diferente, todos los sentimientos que en este momento me agitan? ¿Cómo podríamos comprendernos, cuando mi pensamiento es tan rápido que a veces llego a perder el hilo? Aprovechar el instante de las convergencias, esperar hasta que la sienta aproximarse a mí, y rápidamente cambiar una idea que nos sea común. Sólo percibimos el eco de nuestras personalidades, sólo conocemos del otro una sombra fugitiva, reflejo de una realidad interior inalcanzable. Entonces nos acercaremos a los recuerdos, a las costumbres, que habremos escogido porque corresponden a los raros segundos en que nos hemos acercado y que nos serán más caros que nosotros mismos, proyecciones del uno hacia el otro.
Sin embargo me turba un sentimiento onírico, irracional, ¿el amor quizá? Me incita a abdicar de mi personalidad para fundirme con la suya, a dejar el cálido capullo de mi cerebro. Me siento conmovido hasta las entrañas. Ella está aquí, Eva, ante mí, en pie y me mira. Y yo querría abrazarla, apretarla hasta perder el aliento. ¿Porque la deseo, o porque quiero matarla? Incorporada también, ella parece todavía más graciosa. Sus senos amanzanados se han alzado, sus botones se erigen en el centro de la areola rosada, como un pistilo en el centro de su corola. El dulce liquen entre sus muslos me emociona. Estoy enteramente dispuesto a amarla, a desearla; pero parece que ciertas conexiones de mi cerebro no funcionan, y el choque emotivo que recibo no se transforma en reacción sexual.
Ella da algunos pasos hacia mí. Avanzo hacia ella. Eva. Sonríe. No parece extrañada de mi presencia. Pongo mi mano sobre su hombro, dulce, exquisita diferencia de nuestras epidermis. La conduzco hasta la sala de trivisión. Me sigue sin vacilar. ¿Estará ya advertida de nuestro encuentro? ¿Habrán programado las máquinas mi partida, previsto mi regreso en el momento escogido? ¿Ha sido planeado anteriormente todo hasta este momento, nuestros gestos, nuestras miradas, nuestras actitudes? ¿No seré libre de decidir mi porvenir? Es indispensable que descubra el secreto de la esfera y de la experiencia para la que fui concebido.
Eva me acaricia las alas; las suyas son invisibles, ni el más pequeño embrión. Adivino un comienzo de admiración en su mirada. Mis membranas se hinchan ligeramente. Felicidad. Todavía no hemos intercambiado ni una sola palabra. Es necesario que le diga por qué estoy aquí, cómo he llegado, que le cuente el mundo exterior, la selva, las ciudades devastadas. Después le mostraré las películas que recogí. Las palabras parecen atascarse en mi garganta, mal pergeñadas, ásperas; no se parecen ya a las que me han enseñado las máquinas. Han estado demasiado tiempo dentro de mí, una química interior las ha transformado. Sin embargo, debo aplicarme a transcribir lo más exactamente posible mi pensamiento. Ella me contempla con grave atención, siguiendo el esfuerzo de concentración que realizo. Tras este penoso comienzo, las palabras brotan, las frases se organizan, pronto me oigo hablar. Alegría de jugar con mi pensamiento, de transportar la realidad. Hablar y hablar. Incluso consigo distanciarme intelectualmente de mi discurso, vigilarlo, rectificarlo, decorarlo sin participar en él.
Arrebatados por mi alegría oral, mis ojos abandonan el rostro de Eva. De pronto vuelvo a verla y apercibo una infinita angustia en el fondo de su mirada. Ella me observa todavía. Sin verme. Sus pupilas indiferentes miran un punto situado lejos, detrás de mí. ¿Me oye? Ceso de hablar, pero continúo moviendo los labios, luego me detengo, espero unos minutos en silencio, grito súbitamente:
—¡Responde, dime algo, habla!
Eva ni se estremece, mi grito no ha provocado reacción. Tan sólo le extraña mi actitud. ¿No oye? ¿Las máquinas no le han enseñado el lenguaje? Me acerco a ella, me señalo y digo:
—Yo soy Adán, ADÁN. Repite, Adán.
Me parece cumplir un rito que miles de seres debieron realizar antes, en ocasión de un primer contacto. Ella no responde. Pongo mi índice sobre su boca y la obligo a mover los labios; pronuncia: Adán, pero ningún sonido sale de su garganta. Eco simulado de mi nombre, imitado por Eva; por primera vez otro ser humano ha tomado conciencia de que yo existo. Los pétalos rosas de sus labios.
¿Será posible que sea sorda y muda? ¿Cómo la constante vigilancia de las máquinas no ha logrado detectar esta enfermedad de nacimiento? ¿Por qué no la han podido remediar? Dudo de que un plan tan meditado para procurar descendencia a la humanidad pueda fracasar en un detalle tan importante. Vivir sin comunicarse. Atroz. Cada vez más creo que mi expulsión de la esfera fue debida a una avería; en este momento Eva estaba en incubación. La central auxiliar se disparó en seguida, pero la joven sufría ya un daño irreparable. ¡Si en vez de huir hubiera regresado a mi burbuja! Mi intimidad con Eva niña; modelarla desde el nacimiento hasta la pubertad.
Le indico que se siente para mirar la trivisión. Gradúo al máximo el relieve. La imagen se detiene a algunos centímetros de nosotros. Y el espectáculo apocalíptico se desarrolla por segunda vez. Eva se hunde en el fondo de su asiento, su cuerpo saturado por los violentos colores que emanan de la trivisión, encogida sobre sí misma. Dos ojos llenos de espanto en la penumbra. Comprueba nuestra soledad. Le he enseñado la desesperación. Tomarla entre mis brazos. Me acerco a ella, instintivamente se acurruca contra mí. Me siento a su lado. Asistimos impotentes al fin del mundo.
Visionamos a continuación la serie de cassettes que todavía no conozco. La mayoría están dedicadas a estudios sobre puntos teóricos del éxodo e informaciones sobre la ecología de las distintas biosferas que pueden encontrar. También instrucciones para el caso de un encuentro con extraterrestres y una iniciación a los materiales de supervivencia de que dispondrán los viajeros. Por fin, la última cinta hace alusión a la experiencia, a nuestra experiencia.
La esfera submarina fue construida precipitadamente, sólo dos años antes de la llegada del planeta gaseoso. Como había supuesto, la nueva atmósfera destruye el sistema nervioso de los vertebrados, acelerando el proceso de degeneración de las células cerebrales Las máquinas debían operar una serie de modificaciones sobre los genes que poseía en reserva y efectuar varias tentativas para elaborar un ser humano capaz de sobrevivir en la superficie de la Tierra. La primera tuvo lugar hace más de veinte años, algunos meses después de la partida de los hombres; la segunda diez años más tarde. El principio era alternar los sexos, ya que la unidad experimental era pequeña y difícilmente podía asegurar el mantenimiento a largo plazo de dos individuos. Este sistema ofrecía también la ventaja de economizar los «nuevos humanos», enviándolos a probar la atmósfera unos tras otros y mejorando sus aptitudes de supervivencia cuando regresaban después de un período experimental de diez años. De este modo, si el primer humano sobrevivía, debía aportar a las máquinas preciosas informaciones sobre las condiciones biológicas de la vida sobre la Tierra, ya que estaba condicionado para volver a la esfera después de diez años. Transcurrido este lapso debía encontrar una hembra, cuyo crecimiento había sido artificialmente acelerado, para reproducirse. Sus genes podían ser modificados de nuevo si el examen del primer sujeto experimental indicaba que cabía proceder a una mejora. Con un plan que abarcaba un siglo, la esfera debía producir muchas generaciones de parejas capaces de perpetuar la especie humana.
Eva se inclina hacia mí y posa sus labios sobre los míos. Sin duda con este gesto quiere hacerme comprender que estamos encadenados a nuestro destino, que hemos sido programados por nuestros antepasados los hombres para darles una descendencia. Respondo a su beso. La acaricio y cumplo los gestos rituales del amor, tal como los aprendí de las flores. Sin embargo, no la deseo, nada en mi organismo corresponde a las reacciones amorosas que suscita en mí la carne de los pétalos. Sus tanteos se hacen más precisos, ella querría obtener de mí la cópula. Cedo a la invitación y empiezo una secuencia sexual esperando llegar a su lógico fin. Intelectualmente saboreo el episodio. Pero es en vano; no puedo cumplir el apareamiento que espera mi hembra. Mi sistema nervioso no responde a las solicitaciones de Eva. Tan sólo mis alas se despliegan y nos recubren. Palpitan. Querría volar a la selva.
Sus labios hinchados me llaman, se retuerce, presa de un deseo exacerbado, su vientre se agita, cálido, incitante. Toda ella es fuego, feminidad. Hundo mi boca en la seda roja de su sexo y la alivio.
Terminamos de pasar una semana en la esfera, entre agotadores intentos que cada vez me dejan más solo y más amargado.
En mi imaginación soy capaz de vivir todos los placeres del amor, pero siempre me resulta imposible alcanzarlos. La ternura de Eva no puede templar mi confusión. Entonces pienso en las flores, mi delicia.
Eva no puede soportar estas evocaciones, entonces huye a su celda. He descubierto que capta todos mis pensamientos, que es telépata. En cambio no posee doble sistema respiratorio ni sonar, y no puedo descubrir ningún brote de alas en sus hombros. Diferimos profundamente. A decir verdad, ahora que la veo y puedo verme a su lado, si Eva es totalmente humana en apariencia, mi aspecto se parece muy poco al suyo. Y no son detalles lo que nos separa. Nuestras caras, nuestros cuerpos, nuestros miembros son muy distintos. Nariz, ojos, boca, orejas, brazos, piernas, manos y pies; sí, poseemos estas características comunes, pero cuando veo mi corta nariz, mis ojos largamente rasgados, con tres párpados, mis labios espesos y azules, mis dos hileras de minúsculos y" acerados dientes, mis brazos y piernas pecosas, mis branquias, las membranas que adornan mis pies y manos, difícilmente puedo creer que seamos de la misma raza. ¿De la misma especie?
A pesar de todo, decido vivir con Eva. No podría soportar más la soledad. Pienso que con el tiempo conseguiremos descubrir un medio de comunicación más simple que la escritura. Pues nos vemos obligados a conversar por escrito. Yo no soy telépata y ella no me oye. Sin embargo, yo debería ser telépata. Para que la experiencia de la esfera submarina fuese un éxito, era indispensable que el primer espécimen lanzado a la nueva atmósfera de la Tierra pudiera comunicar sus impresiones y sus observaciones a las máquinas y ulteriormente a sus hermanos. Sin esto, ¿en qué se basarían para modificar el segundo sujeto, si el primero no vivía lo suficiente para regresar?
Eva y yo hemos decidido salir a la superficie. Ella quiere ver esta Tierra que ha aprendido en sueños. Temo su primer contacto con este universo en ruinas. Le he descrito cien veces la superficie del planeta, pero algunas líneas emborronadas en un papel no pueden darle sino una imagen conceptual de la Tierra, sin relación con el tumultuoso ataque realizado por las plantas sobre los restos de la civilización. ¿Cómo reaccionará Eva ante este naufragio? Algunos restos de un sueño milenario.
Desde hace algunos días Eva evita tocarme, acariciarme, abrazarme. Se resigna a mi impotencia y adivina cómo me entristecen sus provocaciones amorosas; procura atemperar sus pasiones. Por lo tanto, nuestras relaciones son más dulces, una ternura excepcional nos une. Ella cree que nuestras diferencias fisiológicas son debidas a modificaciones realizadas por las máquinas sobre nuestras características genéticas; para multiplicar las probabilidades de éxito, han diferenciado exageradamente los dos primeros prototipos destinados a repoblar el mundo. Yo no comparto sus conclusiones, pero le oculto mis razones. No creo ser humano. He nacido en la esfera y las máquinas me enseñaron la vida como habrían hecho con quien era destinatario de esa educación. He aprendido a ser humano, llevo en mí la memoria de la humanidad, intelectualmente soy su heredero, pero he hurtado indebidamente la herencia, he suplantado al hijo legítimo. Este se halla ahí, muerto bajo mis pies. Lo vi un día que bajé a visitar los locales técnicos, hibernado en un ataúd transparente. Es un recién nacido de algunas semanas, pero tiene veintiún años. Al principio, en el momento de mi primera sorpresa, pensé que la esfera había creado un nuevo individuo para el experimento en curso, después de un tercer plazo de diez años. Mediante comprobaciones ulteriores, he descubierto al verdadero nuevo recién nacido, que vive. El pequeño cadáver que yace en las partes inferiores de la esfera, fue asesinado por los que me han colocado en este mundo. Soy el gusano en la fruta.
Eva ha muerto en mis brazos esta mañana, algunas horas después de nuestro desembarco en el continente. Sus sufrimientos fueron horribles. Su cuerpo entró en licuefacción.
La sostengo entre mis brazos, vibrando aún por su último estertor. Dentro de poco caerá la lluvia; un cielo gris, monótono, se extiende sobre el océano hasta el infinito. La carne de la joven ha palidecido, un rictus deforma su rostro, sus pies quieren agarrarse a la tierra en una última contracción. Estoy solo, más solo que nunca.
Las máquinas han fracasado. Eva no ha podido soportar la nueva atmósfera terrestre. He decidido no enterrarla para que su cuerpo testimonie la presencia del hombre sobre la Tierra.
Yo vuelo hacia la próxima ciudad donde halle un mojón amarillo. La película en trivisión sobre la esfera submarina y la experiencia en curso no mencionaba para nada estos mojones de llamada. Decía simplemente que los hombres volverían a visitar la Tierra cuando pudieran. Estos jalones fueron colocados por los seres que me introdujeron en la esfera, los mismos que cambiaron la atmósfera terrestre y que esperan a que yo responda para venir a colonizar el planeta forestal.
Singapur. Acabo de oír la señal. Con toda la violencia de que soy capaz, grito:
—¡Os odio!
Cuánta duplicidad en ese grito. Sé que provocará la invasión de los extranjeros. ¿Quién soy yo?
¡Ah! ¡Morir de amor entre perfume de flores!
Fin