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marzo 28, 2017
Para Neb y Eoz
1. ESTADÍSTICAS
EL NÚMERO DE SUICIDIOS aumenta en época de vacaciones. Es un hecho curioso, que tiene su explicación. Durante el resto del año, la gente anda atareada, agobiada, muy cansada para pensar las cosas despacio. Pero, cuando está lejos de casa y del trabajo, el individuo tiene tiempo para cavilar sobre sus penas y abandonarse a la desesperación. Sólo entonces encuentra la energía necesaria para sacudirse la inercia y hacer algo fuera de lo corriente.
Al cabo de una semana de descanso en la playa, Jim Taylor estaba tan inquieto que no podía dormir. Amargado por los disgustos, se pasaba la noche dando vueltas en la cama y tratando de imaginar qué sentiría uno al ahogarse.
Recordaba los insomnios de su niñez. «¡No puedo dormir!», gritaba, y su madre subía corriendo, se sentaba en la cama y se ponían a charlar o se leían libros en voz alta el uno al otro. Al rememorar aquellos momentos de dicha completa, le pareció oír la voz risueña de su madre y sentir en la cara la caricia sedosa de su pelo castaño cuando se inclinaba a darle un beso. Durante un momento, pensando en su niñez, se sintió feliz; pero luego recordó el resto de su vida.
¿Estaría fría el agua?, se preguntaba. ¿Y por qué había tanta luz fuera?
Se levantó, procurando no despertar a su esposa, que dormía plácidamente, sin sospechar sus intenciones. La doble puerta cristalera de la terraza estaba replegada, para que entrara el aire puro. El chapoteo de las olas en la playa ahogaba el ligero ruido que hacía él al moverse. Cuando se puso las gafas, pudo ver perfectamente, al resplandor de la clara noche. Sintió la tentación de mirar a Lesley por última vez, pero no se atrevió. Llevaban casados treinta años y estaban tan compenetrados que podían despertarse el uno al otro con la mirada. Lesley era hipersensible; tenía una piel tan susceptible que notaría en los brazos el paso de sus ojos.
Pero no se decidía a dejarla, y se había quedado de pie, descalzo en el frío suelo de mosaico, escuchando su respiración y mirando el borde de la cama. Ya le parecía verla por la mañana, amodorrada, extender la mano hacia él, sentarse en la cama, mirar en derredor, llamarle, suponiéndole en el baño. Estaban acostumbrados a levantarse juntos, y lo echaría de menos, lo buscaría por el apartamento, llamaría a recepción. ¿Para entonces la corriente ya habría devuelto su cuerpo a la playa? ¿Cómo le darían la noticia?
¡No; ésta no era forma de poner fin a un matrimonio! Ella era una buena esposa y merecía algo mejor. ¿Cómo se las arreglaría para hacer los trámites del entierro en un lugar extraño? Era su primer viaje a Florida, vacaciones de Navidad. ¡Pobre muchacha! ¿A quién llamaría para pedir ayuda? Sus padres y su hermana mayor hubieran acudido a su lado en el primer avión, pero no podía llamar a las tumbas. Ni él ni Lesley tenían parientes próximos; por lo menos, con los que se trataran. Los dos estaban en la cincuentena y ninguno podía contar con nadie más.
¡Si hubieran tenido hijos!
Este pensamiento aguijoneó su sensación de culpabilidad; Lesley no tenía hijos a los que acudir. Se le llenaron de lágrimas los ojos al pensar en lo sola que se sentiría cuando le dijeran que habían encontrado el cadáver de su marido. Pero no se le ocurrió volver a la cama para ahorrarle la aflicción.
Se oyó roce de sábanas y el ruido que hace una persona al darse la vuelta en la cama. ¿Notaba que se había levantado? Contuvo la respiración un momento y salió del dormitorio sin mirarla. Estará triste una temporada, se dijo, pero antes o después se acordará del niño y dejará de llorarme. Se fue al baño, sin hacer ruido en las baldosas con los pies descalzos. Era una noche tan clara que, con lo pequeña que era la ventana del baño, no tuvo que encender la luz. Es imposible que siga queriéndome, imposible, simple obstinación, pensaba mientras se embutía en el bañador, tensando el elástico con el abdomen. Pensó que, cuando lo incineraran, toda aquella grasa repugnante ardería, y se alegró.
LA NOCHE en la que Jim Taylor decidió suicidarse figura en los anales de la Historia Natural entre huracanes, inundaciones, terremotos, erupciones volcánicas y cometas. Los lectores que habitan en el hemisferio boreal, entre los 17 y los 32 grados de latitud y que tuvieran la suerte de estar despiertos, sin duda recordarán vividamente el espectacular fenómeno cósmico que tuvo lugar en la madrugada del 12 de enero de 1994.
En el sur de los Estados Unidos, México y el Golfo duró desde la 1.56 hasta las 2.47 horas.
Hacía varios días que el Centro Espacial de Houston había captado la veloz columna de gases incandescentes y minúsculos meteoritos con la nueva cámara planetaria que los astronautas de la NASA habían instalado en el telescopio Hubble el mes anterior; pero los técnicos supusieron que algo habría vuelto a averiarse, y revisaban y volvían a revisar los instrumentos, para no dar una falsa alarma y exponerse a que les recortaran el presupuesto. El aviso se dio sólo diecinueve minutos antes de que el haz de detritos cósmicos inflamados —una columna de explosiones nucleares que viajaba a gran velocidad— atravesara el sistema solar lamiendo nuestra luna.
Tal como disponen las normas de procedimiento fijadas para casos de emergencia nacional, se interrumpieron todas las emisiones de radio y televisión, para transmitir el aviso de la NASA de que iba a producirse un «fenómeno cósmico que no debía tener efectos adversos en la Tierra». Se pedía a la población que permaneciera en casa y conservara la calma. Esto provocó el pánico general.
«¿Que no debe...? ¡¿Luego no están seguros?!», fue la exclamación que se oyó en los hogares que escuchaban los informativos de última hora. Después del anuncio, hubo emisoras norteamericanas y mexicanas que difundieron el himno nacional.
Con la cara oscura de la luna vuelta hacia la Tierra, la noche era negra, pero en un momento una claridad diurna disipó la oscuridad. Las pocas nubes que había en el cielo parecían arder. Pese a la recomendación de que todo el mundo se quedara en casa, cientos de miles de personas se precipitaron a la calle; quizá por curiosidad, quizá por el deseo de formar parte de una multitud, de no tener que enfrentarse solos a lo que tuvieran que enfrentarse. Los alarmistas hicieron correr el rumor de que las centrales nucleares de Florida se habían desintegrado y que las informaciones de la radio y la televisión eran mentira.
Hasta este momento, después de múltiples conferencias científicas en las que los especialistas en la materia han disertado sesudamente sobre la «cola de cometa, sin el cometa», su origen y trayectoria galáctica siguen siendo un misterio. Las teorías sin confirmar sobre el hecho aún ayudan a vender periódicos.
En Gulf Views nadie se enteró de la Gran Luminaria; clientes y empleados dormían, todos salvo Jim Taylor, y él estaba muy ocupado en hacerse recriminaciones para prestar atención a aquella asombrosa luminosidad.
El pánico duró poco.
La luz no quemaba, ni siquiera despedía calor, no arrastraba polvo, no hacía variar la temperatura del aire; parecía sólo luz, pura, fresca, diáfana e inofensiva.
Y la gente, no se sabe exactamente por qué, quizá por simple alivio, se sintió tranquila, animada, alborozada por la visión. No; había algo más. Al ser alcanzados por una luz procedente del espacio exterior, que no era el centelleo lejano de las estrellas sino una luz potente, capaz de hermanar como nos hermana la luz del sol, los espectadores tuvieron un atisbo de la inmensidad del universo, que no hay número que pueda sugerir, por más ceros que lleve. Una inmensidad que no puede imaginarse, pero que puede sentirse. Aquella noche, los que miraban el cielo la sintieron.
Cuando contemplamos el universo, forzosamente tenemos que ser conscientes de nuestra insignificancia. A la escala de la Creación, nuestra Tierra es una mota de polvo, y nosotros, una parte infinitesimal de ella. No obstante, aquella noche, a pesar de no ocupar más que los pocos centímetros cuadrados de terreno que cubrían sus pies, los habitantes de la Tierra se sentían gigantes. Se sentían parte de la inmensa totalidad de materia y espacio. Les inundaba el gozo de percibir todo el Cosmos. Estaban en contacto con todas las galaxias. Era un sentimiento tan elemental y estimulante, una alegría tan profunda, que miles de personas que sufrían depresión crónica se curaron definitivamente.
TAMBIÉN JIM TAYLOR fue afectado. Al salir del apartamento a la galería descubierta que discurría por la fachada posterior del edificio, se encontró bajo un cielo extrañamente radiante, y su luz lo sacó bruscamente del pasmo de la desesperación.
En el luminoso jardín, se duplicaban las palmeras de abundante y lustrosa fronda, al cobrar sus sombras, de tan oscuras, densas y nítidas, tanto relieve como los mismos árboles. Jim advirtió por fin que algo mágico ocurría: todos los pájaros estaban despiertos y cantando sus tres notas musicales. Nunca había visto una noche tan clara. Aquella extraña luminosidad le agudizó los sentidos y le levantó el ánimo.
¡Por qué no ha de volver a casarse y ser feliz!, se dijo con súbito optimismo pensando en el futuro de su esposa. Es una mujer valiente y luchadora, seguirá enseñando y todos los días verá a ese profesor de matemáticas. Hace años que la mira con ojos tiernos, ¡y es viudo!
Se sintió en paz con su conciencia mientras se escabullía en plena noche: lo que hacía era propio de un marido considerado. Vivo, no era de ninguna utilidad para su esposa; pero podía convertirla en una viuda rica, con casa propia en una de las mejores zonas de Londres. Le dejaba dinero suficiente para liquidar la hipoteca del gran piso de South Kensington y aún le quedaría algo para imprevistos. Tenía un seguro de vida de trescientas mil libras.
Si se suicidaba, no valdría la póliza; pero nadie podría demostrar que no se había ahogado accidentalmente. ¡El plan perfecto!
Él, que nada sabía de estadísticas de suicidios, suponía que la compañía de seguros no sospecharía que se había ahogado deliberadamente mientras estaba de vacaciones en un complejo de lujo de una isla situada frente a la costa del golfo de Florida.
2. LA LLAVE
TERESA RAMOS, CONSERJE de noche de Gulf Views, una joven de pelo y ojos oscuros y tez pálida, que estaba en el octavo mes de gestación, dormitaba detrás del mostrador en un sillón giratorio traído del despacho del director, dando un descanso al niño que llevaba en su seno, cuando la despertó una aparición alarmante.
El reluciente vestíbulo, todo cristal, cromados y mármol rosa, tenía empaque, sobre todo vacío y a la media luz del alumbrado nocturno, por lo que nada podía resultar más incongruente que aquel hombre obeso, en bañador y con una toalla amarilla al cuello que le llegaba a la mitad del peludo pecho. Ni más sorprendente. Porque el huésped de la 406 les hacía mucha gracia a todos los empleados del hotel, por su extremo pudor. En cuanto salía de la piscina, se ponía el albornoz y hasta para pasear por la playa se vestía. Y ahora se presentaba en el vestíbulo, donde era obligatorio ir vestido, casi tan desnudo como su cráneo, con una sonrisa de oreja a oreja y las gafas torcidas. La joven fue a preguntarle si le ocurría algo, pero desistió.
—Voy a nadar un poco, Teresa —dijo—. Si mi mujer se despierta y pregunta por mí, dígale que no tardaré.
—¡Pero, Mr. Taylor, no puede ir a la playa a esta hora!
—¿Qué dice?
—Por la noche está cerrada la verja, por seguridad. Para que no entre nadie desde la playa en el recinto del hotel.
—Pues déme la llave de la verja.
—No estamos autorizados a dar la llave.
—¿Por qué?
—Porque los clientes podrían dejar abierta la verja. O perder la llave, para que la encontrara un indeseable. ¿Y si entra un drogadicto a robarle y le corta el cuello mientras duerme?
La mujer pensó que había convencido al huésped de la 406, que pareció sobresaltado por su observación y se quedó mirándola, pensativo, con sus gafas torcidas. ¿Cómo iba ella a apinar que aquel hombre pensaba que ojalá alguien le hubiera cortado el cuello mientras dormía, de un tajo rápido y limpio, que le hubiera matado sin despertarle? ¡Ahora estaría muerto y no tendría que tomarse la molestia de ir a ahogarse!
—Mr. Taylor, si no puede dormir, me permito sugerirle que vaya a la sala de televisión y saque una cinta de la videoteca.
—Teresa, le he pedido la llave —dijo él con impaciencia, temiendo que le flaquearan las fuerzas.
—Es que es peligroso nadar en el mar sin que alguien le vigile. Es por su seguridad, ¿comprende?
Las mejillas redondas y el pecho carnoso de Jim Taylor se tiñeron color de rosa. Se enderezó las gafas, asió los dos extremos de la toalla que llevaba colgada del cuello y les dio un tirón amenazador.
—¡Ya no soy un niño y puedo cuidar de mi propia seguridad! —dijo secamente—. Soy muy buen nadador. Y tenía la impresión de que esto era un hotel, no una cárcel. ¡No me entretenga más!
A Teresa se le crispó la cara. Abrió un cajón, revolvió entre bolígrafos, llaves y clips y le entregó una llave plana de cabeza cuadrada un poco mellada.
—¡No la pierda, por favor! —dijo con voz de hastío, permitiéndose demostrar que estaba ofendida—. Y devuélvamela cuando regrese.
Instantáneamente apaciguado, él le dio las gracias por la llave y prometió devolvérsela.
—Mire, la pondré en el bolsillo del bañador. Como tiene cremallera, no se perderá.
Teresa no contestó.
—¿Y para cuándo espera el niño, Teresa? —preguntó él, solícito, tratando de reparar su exabrupto.
—Seguiré aquí por la mañana —respondió ella secamente sin mirarle.
—¡Bien, hasta luego! —Para demostrar que estaba pletórico de vida y alegría, le dedicó lo que él creía una sonrisa cordial y en realidad parecía una mueca espantosa—. Hace una noche tan hermosa que da pena desperdiciarla durmiendo. Pero, si mi esposa pregunta...
Teresa se ablandó un poco al verle tan preocupado por su esposa.
—Esté tranquilo, Mr. Taylor —le dijo, dignándose mirarle por fin—. Si llama, le diré que ha ido usted a nadar.
—Gracias, Teresa. ¡Trate de volver a dormir!
Taylor cruzó el vestíbulo en dirección a la puerta trasera pisando garbosamente con sus pies descalzos el frío suelo de mármol y canturreando una alegre melodía. Quería que Teresa pudiera decir a la policía que estaba de buen humor cuando salió del hotel. No le importaba que el bañador y la toalla dejaran al descubierto la mayor parte de su cuerpo. Ya se sentía por encima de las preocupaciones terrenas y no se le ocurrió atormentarse con la idea de que aquella bonita mujer debía de haberle encontrado asquerosamente gordo y viejo.
¡Gordo y viejo! Bien es verdad que un hombre de cincuenta y dos años puede tener muchas razones para querer suicidarse.
3. UNA NIÑEZ PRIVILEGIADA
JIM TAYLOR fue educado con grandes expectativas. Nació y se crió en Chicago, donde tuvo una niñez privilegiada: cuando él nació, su madre dejó el trabajo.
Ilona Taylor era una mujer morena y llenita, de cara redonda, cutis suave y cetrino y ojos vivaces. Tenía un carácter dulce, pero la maternidad despertó en ella una voluntad firme, y cuando decidió quedarse en casa para cuidar de su hijo, su marido no pudo disuadirla, a pesar de las escenas que le montaba porque no traía dinero a casa. Ilona pasaba horas contemplando a Jim. La asombraba lo lejos que el niño podía tirar los juguetes. La admiraba su habilidad para gatear. Cuando el pequeño Jim empezó a hablar, no se cansaba de escucharle. Tocaba la guitarra y le cantaba canciones con su voz fina y clara. Le ponía los discos de su colección —Bach, Händel, Mozart, Beethoven, Schubert, Boccherini, Liszt, Kodaly—, que escuchaban los dos mientras ella hacía la comida. Lo nutría de platos alimenticios, amor, canciones, buena música de todas clases, chistes, relatos de la Biblia, cuentos de hadas, confianza en sí mismo, entereza...
El padre y la madre de Jim eran farmacéuticos y los dos habían nacido en Europa y emigrado a Estados Unidos con sus familias siendo adolescentes: Ilona Mohos era natural de Budapest y Pieter Kleermaker (después Taylor), de La Haya. Luego resultó que poca cosa más tenían en común. Ilona era culta, inteligente y cariñosa, tres cualidades que no siempre van juntas. Su marido, un hombre de piel y ojos descoloridos, orgulloso poseedor de una llave de la exclusiva asociación universitaria Phi Beta Kappa, reservada a los estudiantes más distinguidos, era culto pero no inteligente ni cariñoso. Solía mirar a la gente con gesto grave en un silencio de autocomplacencia, a no ser que se le ocurriera una observación demoledora. Cuando bajó la marea de la pasión, Ilona descubrió que aquel aire de pedantería no era simple amaneramiento juvenil, sino la máscara de una fría estupidez. Fue el suyo un destino común a muchas mujeres: cuando llegó a conocer a su hombre, ya estaba casada con él y embarazada. La historia de su matrimonio puede deducirse del reproche que Taylor solía hacer a su esposa: «¡Eres excesivamente sentimental con tus emociones!»
En la actualidad, la mujer que se encontrara en su triste situación seguramente pediría el divorcio, y quizá Ilona Taylor hubiera dejado a su marido incluso entonces, de haber estado más adaptada a la forma de vida americana, a la idea de que tenía derecho a la felicidad. Pero procedía de una cultura en la que se admiraba a las personas por su manera de sobrellevar las desgracias. Además, tenía un temperamento alegre y bastaba muy poco para hacerla feliz. Hay personas que hacen inventario de los agravios, pero ella llevaba la cuenta de las alegrías, de los esporádicos momentos de buen humor de su marido y, sobre todo, de las sonrisas y las gracias de su hijo. Vivía para él. Madre e hijo habitaban un mundo en el que nadie más tenía entrada. Como Jim era la única persona con la que ella podía mostrarse sentimental con sus emociones, con él compartía todos sus gustos y aficiones. En cuanto el niño tuvo edad para empezar a aprender a tocar un instrumento, le compró una mandolina y, más adelante, un violonchelo, y juntos tocaban y cantaban con abandono, aunque nunca por la noche ni durante los fines de semana, porque había que guardar silencio para no molestar a papá. Uno de los primeros descubrimientos de Jim fue constatar que su padre amaba la televisión y su madre lo amaba a él.
LE HACÍA SENTIRSE capaz de obrar prodigios. A una edad en que los niños sueñan con ser bombero, Jim creía que podía hacer milagros. Por aquel entonces, aún eran pobres, y en la casa de al lado, habitada por puertorriqueños, vivía un niño llamado Jesús. Jesús tenía un año más que Jim y golpeaba el balón con una puntería infalible: siempre acertaba al gato. Solía ir a casa de los Taylor a jugar y a comer. Ilona Taylor quería al vecinito, pero a veces levantaba en brazos a Jim y lo estrechaba con fuerza diciendo: «¡Tú te pareces a Jesús más que ese diablillo!»
Lo que a Jim más le gustaba de Jesucristo era que pudiera andar sobre el agua y calmar la tempestad. ¡Hacía que el viento y las olas le obedecieran! A Jim también le hubiera gustado dominar los vientos, pero el día en que lo intentó, su padre le dio dos soberanas bofetadas. Un domingo por la tarde, mientras paseaba con sus padres por el parque a orillas del lago Michigan, se levantó de repente un vendaval que removió el agua. Jim se soltó de la mano de sus padres y corrió hacia el lago agitando los brazos y gritando al viento y las olas: «¡Quietos! ¡Quietos!»
Su padre le dio tan fuerte que la cabeza estuvo zumbándole durante varios días, pero él no desistió. Preguntó a su amigo puertorriqueño si había probado de andar sobre el agua.
Jesús no le entendía.
—Como te llamas Jesús...
—¿Jesús andaba sobre el agua? —preguntó Jesús—. Ah, bueno. Sí, ya sé. Pero yo no. No quiero mojarme los zapatos.
Más adelante, Jim trató de andar sobre el agua de la piscina, pero pronto aprendió a nadar y decidió que más valdría hacer milagros con el chelo.
—No importa lo que diga tu padre —le dijo su madre—. No hay nada malo en intentar las cosas.
Madre e hijo siguieron siendo uña y carne durante la adolescencia de Jim, una época de mucho ajetreo para él, entre la escuela, los amigos, la natación y las clases y el estudio diario del chelo. Su madre había vuelto a trabajar, ayudaba a llevar la gran farmacia que había comprado con el dinero que le habían dejado sus padres, pero no le faltaba tiempo para supervisar los trabajos escolares de Jim, escucharle tocar y charlar con él. Si tenía un problema, acudía al muchacho antes que a su marido. «Eres muy listo», le decía. Al principio, él quería ser un gran violonchelista, como Pau Casals. Después, cuando le dio por leer con voracidad y escribía poesías y cuentos que eran publicados en la revista de la escuela, decidió ser escritor. Más adelante, como sacaba las notas máximas en Física y Biología, pensó en hacerse médico y descubrir el remedio contra el cáncer.
Por alguna oculta razón, las ambiciones de Jim de hacer algo grande irritaban a su padre. «¡El chico imagina que puede calmar las aguas del lago Michigan!», decía con sarcasmo cada vez que oía a Jim contar a su madre lo que estuviera haciendo.
Al muchacho no le importaba que su padre le criticara; todo lo contrario, porque entonces su madre salía en su defensa. «Tiene imaginación, eso es lo que te molesta —decía Ilona a su marido—. Un hombre debe pretender más de lo que puede alcanzar o, si no, ¿para qué está el cielo? ¡Él podrá hacer todo lo que se proponga!» Y lanzaba a su hijo una sonrisa y una mirada de orgullo que le hacían sentirse capaz de cualquier proeza.
La juventud de Jim estaba iluminada por el futuro de gloria que brillaba en los ojos de su madre.
PERO TODO TIENE sus inconvenientes. Jim Taylor, al no haber podido ser músico profesional, ni escritor, ni médico, no se sentía plenamente satisfecho con haber llegado a ser un alto directivo. La música y la literatura habían ensanchado su horizonte; conocía la nobleza del pensamiento; creía haber nacido para algo más que hacer dinero. No obstante, había pasado la vida en Quantum, la multinacional de la informática. Tenía a miles de personas trabajando a sus órdenes y, en cuanto de él dependía, las trataba con justicia y consideración. A fin de cuentas, ¿no era, a su manera, tan útil como un buen médico? Pero le repugnaban los compromisos que impone el poder y sólo se sentía a sus anchas cuando estaba fuera del despacho.
Y a pesar de todo, cuando lo despidieron fue peor. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en la calle. Estaba en la calle y no era nada.
¿Qué había realizado?
¿Qué había conseguido al cabo de cincuenta y dos años?
¿Y qué iba a hacer con el resto de su vida?
Era demasiado joven para retirarse y demasiado viejo para empezar de nuevo.
Bajo el resplandeciente cielo nocturno, con el aire poblado de gaviotas y pelícanos, cruzó el jardín del hotel, por entre las densas sombras de las palmeras, dejó atrás la piscina y llegó a la verja de la playa. Maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, abrió la verja, la cerró tras de sí y guardó la llave en el bolsillo de cremallera del bañador que le oprimía el dilatado vientre.
Amargado y desesperado —viejo, gordo, calvo e inútil—, deseó que aún viviera su madre. Así podría echarle en cara que le hubiera engañado, que le hubiera hecho creer que había venido al mundo para hacer cosas grandes.
4. TRAICIONES
LA CURVA ASCENDENTE del destino de Jim se truncó la fría y oscura tarde de noviembre en que su madre fue asesinada en la farmacia. Un adicto a las anfetaminas sacó una pistola y le disparó a bocajarro a la cara porque se negó a venderle unas pastillas sin receta.
Por aquel entonces, Jim estudiaba tercero de preparatorio de Medicina en la Universidad Northwestern y tocaba el chelo en la orquesta estudiantil. Todavía vivía con sus padres, aunque tenía un ala para él solo en la nueva casa que se habían comprado en Euclid Avenue, una calle arbolada, de casas de tres plantas y grandes jardines. Salía con una estudiante de Historia del Arte que tocaba el fagot y que pasaba los fines de semana con él. A pesar de que Jim defendía celosamente su nuevo estatus de persona mayor, no dejaba pasar un día sin mantener una buena charla con su madre. Una o dos veces a la semana, entraba en la farmacia al volver de la Universidad y los dos iban al cine o a un concierto de la Sinfónica de Chicago, o se sentaban en el coche de ella a contarse los sucesos del día, antes de ir a casa. Aquella tarde, cuando Jim llegó a la farmacia, la ambulancia ya se había llevado el cadáver de su madre.
Jim, que en sus veintiún años de vida no había sufrido graves pérdidas ni dolores, no podía aceptar que su madre hubiera muerto. No podía creer que ya no volvería a verla. La agente de policía que atendía al público en la comisaría no sabía nada de Mrs. Ilona Taylor y, cuando encontró a un sargento que estaba enterado, éste se negó a decir dónde la habían llevado. «No es necesario —dijo, tratando de calmar al agitado joven—, tu padre ya ha identificado el cadáver.» Jim fue enviado aquí y allá y tuvo que discutir con varios policías recalcitrantes antes de que le permitieran ver a su madre. Su indignación con la policía y los empleados de bata blanca del depósito había amortiguado un poco el primer impacto de la espantosa noticia. Pero, al ver la carne desgarrada y el hueso astillado de la cabeza de su madre, todavía con sus pendientes de perlas, se desmayó. «¡Él se lo ha buscado!», gruñó el empleado del delantal de goma, asiendo al desvanecido muchacho por las axilas para llevárselo a rastras.
PETER TAYLOR, ahora acomodado viudo cuarentón, parecía buscar en el espejo el consuelo por la pérdida de su esposa. Pasaba horas mirándose. Parecía que, con los años, se le habían adelgazado los labios, y se los mordía y retorcía para darles más relieve. También levantaba el mentón para tensar la piel del cuello y los músculos de la cara.
En la farmacia, cuando no había fórmulas que preparar ni clientes que vigilar, Peter seguía con sus pálidos ojos a las dependientas, preguntándose cuál de las más atractivas querría optar a un aumento de sueldo. Durante un momento de calma, exponiéndose a ser acusado de acoso sexual, oprimió las nalgas a la pechugona rubia oxigenada que despachaba en el mostrador de perfumería. La chica hizo como si no lo notara, y él, envalentonado, desde aquel día no perdía oportunidad de achucharla, hasta quedar entontecido por su juventud, su frescura y su docilidad. Pero, cuando empezaron a hablar, resultó que Penny conocía sus derechos. No se acostaría con él si no se casaban y ella no se casaría si él no hacía testamento dejándoselo todo, la tienda, la casa y el dinero.
—Créeme, Jimmy, yo no quería esto —le confesó el novio la víspera de la boda—. Si tu madre hubiera hecho testamento, yo hubiera podido dejarte la mitad de la casa y del negocio.
Jim estaba blanco. Era la primera noticia de que su padre pensara volver a casarse, y la idea de que llevara a otra mujer a la casa de su madre lo indignaba de tal modo que la pérdida de su herencia parecía no tener importancia.
—¡Por lo menos, hubieras podido tener el decoro de esperar un poco antes de traer a casa a otra mujer!
—Penny no quería esperar.
—Bien, pues te deseo que seas muy feliz —dijo Jim, asqueado—. Pero compra otra cama.
—Soy tu padre, Jimmy. ¡Deberías ser más comprensivo! —exclamó Taylor, padre, con indignación. Él se había perdonado a sí mismo y no veía por qué no podía perdonarle su hijo.
—Compra otra cama, papá —insistió Jim con una amenaza de muerte en la voz.
—De acuerdo... si asistes a la boda y te comportas como es debido.
Jim aceptó el chantaje. Asistió a la boda, disimuló sus sentimientos y trató de mostrarse cortés; pero pronto pudo darse cuenta de que la nueva Mrs. Taylor parecía molesta con él. Cuando se cruzaban en la casa, volvía la cara, ofendida. A los pocos días de que ella se instalara, Jim tuvo que marcharse: la nueva esposa no quería vivir con un hijastro que tenía dos años más que ella.
—Penny es muy tímida; dice que está cohibida —explicó a Jim su padre una mañana en la cocina, mientras ella dormía en el piso de arriba—. A la larga, será mejor para ti —agregó palpándose las mejillas y el mentón. Era un nuevo hábito nervioso: continuamente comprobaba si necesitaba un afeitado—. Cuando estés solo, Jimmy, te curtirás, aprenderás a valerte por ti mismo. ¡Y, si necesitas ayuda, ya sabes dónde encontrarme!
Le dio a Jim un puñado de billetes y dejó que se llevara el coche de su madre.
JIM NUNCA VOLVIÓ a ver a su padre. Todas las noches se le aparecía en sueños la cara mutilada de su madre, y el horror lo despertaba instantáneamente. ¿Quién sabe cuándo me tocará el turno a mí?, pensaba. Encontraba alivio en la idea de que también él pudiera tener una muerte violenta, y próxima. Seguía yendo a clase, por las noches fregaba platos en un restaurante y dormía en las casas de los amigos. Veía ante sí años de dieciséis o dieciocho horas diarias de trabajo y estudio, siempre sin dinero, y se sentía demasiado deprimido para encontrar sentido a tanto sacrificio. Hubiera podido pedir a su padre que le pasara una cantidad para complementar la beca, seguir estudiando y hacerse médico... si vivía. Todos los días pensaba en la muerte. Si no le mataban, de todos modos tendría que morir, con la muerte lenta de la vejez. Abandonó los estudios y se puso a trabajar con un buen sueldo. Quería tener casa propia y tiempo para sí mismo y sentirse libre de obligaciones y afanes de superación. Con frecuencia le acudían a la memoria unos versos que solía citar su madre:
Mientras el mundo sea tan infame,
seré clemente conmigo mismo.
A pesar de su juventud, pronto fue subdirector de Material de Oficina Continental. Seguía trabajando de firme, pero sólo de nueve a cinco, y con lo que ganaba pudo alquilar y amueblar un pequeño apartamento en el piso 27 de un nuevo rascacielos, con vistas lejanas al lago Michigan. Por las tardes y los fines de semana, se sentaba frente al gran ventanal y contemplaba el reflejo del sol en el agua mientras tocaba una de las suites para chelo de Bach. Se sabía de memoria las seis suites —solía tocarlas para su madre—, pero no hacía grandes progresos. El chelo, el segundo que tenía, regalo de su madre en su decimosexto cumpleaños, salía del estuche cada vez menos. Poco a poco, cedió paso a un equipo estéreo, discos y chicas.
Así es como los jóvenes traicionan los sueños de su niñez. Un antiguo condiscípulo al que Jim encontró por casualidad le preguntó por qué había dejado los estudios de Medicina. «Quiero disfrutar de la vida antes de ser demasiado viejo para hacerlo», le respondió.
Lo mismo le dijo a Lesley cuando ella le dio la noticia de que estaba embarazada.
5. UNA AVENTURA INTRASCENDENTE
—¡QUIERO DISFRUTAR de la vida antes de ser demasiado viejo para hacerlo! —protestó Jim, presa de pánico.
Tenía entonces veintidós años y Lesley MacFarlane, veintiuno. Era un domingo de julio por la tarde, el sol entraba por el ventanal y estaban en la cama, boca arriba y destapados. Lesley se había reservado la noticia hasta después de hacer el amor. Él empezó a dar vueltas, tratando de encontrar una postura más cómoda para poder pensar. Finalmente, se subió la sábana.
—¿Estás segura?
Ella tiró de su parte de sábana: también le apetecía taparse.
—Esta mañana me han dado los resultados del análisis.
—¡Por qué no te pondrías algo!
—Debió de ser la primera noche —dijo ella con remordimiento, pero inmediatamente se sublevó—: ¿Por qué no te lo pusiste tú?
—¿Estás segura de que es mío? —preguntó Jim, agarrándose al último vestigio de esperanza.
Ella se apartó cuanto podía sin caer al suelo y lo miró como si se hubiera convertido en sapo.
Jim saltó de la cama y empezó a vestirse.
—¡Por qué has tenido que echarlo a perder!
—¿Echar a perder qué?
—¡Con lo bien que iba todo! —protestó él acercándose a la ventana para mirar al lago Michigan entre los edificios—. ¡Era perfecto!
—Lo mismo pensaba yo —dijo Lesley, concentrando sus esfuerzos en contener las lágrimas.
SE HABÍAN CONOCIDO hacía unos dos meses, en un concierto en los jardines Ravinia. Una tibia noche de verano, música selecta, música al aire libre, entre árboles... Se sentían eufóricos incluso antes de verse. Estaban sentados en la misma fila, con un par de sillas vacías entre los dos, y a Jim se le aceleró el corazón al descubrir a la pelirroja pecosa de bien dibujado perfil. Sintió un afán casi irresistible de reseguir con la yema de los dedos la curva de sus labios y besar la punta de la naricita respingona. Ella sintió su mirada y se volvió. Al principio, sus ojos castaños parecían mirar hacia adentro, pero de pronto lo enfocaron con un fuerte destello. Al momento, ella enderezó la cabeza, pero ya no dejaron de mirarse a hurtadillas durante todo el conmovedor Concierto para tres pianos en fa mayor de Mozart. Lo interpretaba el trío Casadesus, padre, madre e hijo, y la extraordinaria suerte de aquella familia francesa de grandes músicos les brindó el primer tema de conversación mientras paseaban por los jardines durante el descanso.
—El que es capaz de tocar así debe de sentirse en la gloria aunque esté solo en el mundo. ¡Imagina lo que será para ellos poder tocar los tres juntos toda la vida! —dijo Jim pensando en su madre.
—Nuestra familia no es como los Casadesus, pero todos somos, o vamos a ser, maestros —reveló Lesley. Hablaba con acento escocés, y Jim se enteró de que en primavera había hecho los exámenes finales en la Universidad de Glasgow y en otoño iría a la escuela de Magisterio de Londres.
—¡Entonces no piensas quedarte! —exclamó él con una decepción que la llenó de alegría.
Durante el verano, ella recorría los Estados Unidos con los autobuses Greyhound. Al igual que los miles de estudiantes europeos que aquel año habían emprendido el mismo viaje de descubrimiento, Lesley quería ver Nueva York, Chicago, San Francisco, Berkeley, Los Ángeles: el futuro. Pero no había pasado de Chicago. Temiendo quedarse sin dinero, entró a trabajar de dependienta en los almacenes Marshall Field's, con intención de ahorrar lo suficiente para el resto del viaje.
Después del intermedio se sentaron juntos y estuvieron cogidos de la mano durante la Séptima sinfonía de Bruckner. Lesley pensaba que su madre lo aprobaría. «Los mejores sitios para conocer a un buen muchacho son las bibliotecas, las salas de conciertos y las galerías de arte —le dijo Mrs. MacFarlane a su hija antes de dejarla en el avión que la llevaría a América—. Por lo menos, no será un rufián ni es tan probable que trate de violarte como el que pudieras conocer en una hamburguesería. Y, si tienes suerte, hasta quizá sea una persona sensible e inteligente que, además, se cepilla los dientes.»
Después del concierto, Jim, que había ido en el viejo Packard de su madre, se ofreció a acompañar a Lesley y se fueron a tomar café. Al principio, Lesley temía no poder juzgar a Jim con objetividad, por lo guapo que era. ¡Dios mío, que sea inteligente!, pedía. La literatura era su religión, del mismo modo que las películas son la religión de los fanáticos del cine y, mientras esperaban su primer café, preguntó a Jim cuál era su autor preferido. Afortunadamente, Jim pudo hacerle un pertido resumen de Un yanqui en la corte del rey Arturo, que ella no había leído, y de Carta del Ángel Registrador, obra de la que ella ni había oído hablar. No hubiera querido tratos con él, de no ser aficionado a la lectura, pero le pareció que una persona que había leído tanto a Mark Twain tenía que ser de fiar.
Fueron al apartamento de Jim. El estuche del chelo, que ocupaba un ángulo de la pulcra habitación de paredes blancas y gran ventanal, fue el detalle tranquilizador que confirmó la buena impresión de la personalidad del muchacho. Jim consiguió satisfacer su deseo de besarle la punta de la nariz y reseguir con la yema de los dedos la curva de sus labios, pero ella se desasió e insistió en que tocara algo. Mientras él afinaba el chelo, ella hizo que le contara su historia: la muerte de su madre, el nuevo matrimonio de su padre, la necesidad de marcharse de casa.
Es el punto crítico para la mayoría de los que dan los primeros pasos en el amor:
...Hablé, sí, de un golpe doloroso
que sufrió mi juventud.
Lesley pudo ver la tristeza en sus ojos. Le pareció que necesitaba consuelo. El chelo quedó arrinconado, y ella se quedó sin ver el Gran Cañón, el desierto Mojave, San Francisco y Los Ángeles.
AHORA EL MUY CANALLA estaba en la ventana, de espaldas a ella, mirando la silueta de Chicago en el cielo y el lago Michigan. ¡Como si el que tuviera que gestar y parir la criatura fuera él! ¿Qué iba a hacer ella con un hijo? ¿Cómo se lo diría a sus padres? ¿Tendría que abandonar sus estudios de magisterio?
Jim no se volvía porque temía que, si la miraba, se ablandaría y quedaría atrapado. Lesley era bonita, con ella el sexo era fabuloso. Era una chica inteligente, divertida, leal, congeniaban los dos, podían hablar. Era perfecta. Pero, antes o después, él se cansaba de las chicas con las que salía. Además, el mundo estaba lleno de chicas perfectas. Precisamente, había quedado con una para el otoño. Al recordar su promesa, se sintió con la suficiente fortaleza de espíritu para dar media vuelta y señalarla con un dedo acusador.
—¡Tú regresas a Escocia a últimos de agosto! ¡Eso dijiste!
—¡Y tú dijiste que deseabas que no regresara!
Es cierto, pensó Jim sofocado, pero no dijo nada.
Lesley se volvió de espaldas para que él no la viera llorar.
—¡Creí que te apenaba no tener familia!
—¡No quise decir hijos!
—Comprendo —dijo ella como si hablara con la almohada—. Te duele que tu padre no sea un padre para ti, pero tú no quieres ser un padre para tu hijo.
—¿Dónde íbamos a poner a una criatura? —refunfuñó Jim. La perspectiva de un crío llorón y un montón de pañales sucios ahogaba todo el afecto de su corazón—. Esto es un apartamento de soltero. La cocina y el baño son tan pequeños que no puedes ni dar media vuelta.
—No te entiendo. Deberías estar contento. No tienes a nadie en el mundo.
—No se trata de eso. Tengo un único armario empotrado con unos cuantos cajones, y está lleno. Ni siquiera tengo sitio para tus cosas.
—¡Podríamos mudarnos!
Lesley había hecho planes: ella estudiaría en Chicago y Jim volvería a la universidad. Ella haría que se reconciliara con su padre, y el viejo les ayudaría. Estaba convencida de que el nieto neutralizaría la mala influencia de la segunda esposa. Daba por descontado que el sexo era cosa de jóvenes y estaba segura de que el padre de Jim, a sus casi cincuenta años, preferiría a un nieto con el que pudiera jugar a una esposa joven e inútil.
Sus pecas parecían más oscuras que de costumbre en su piel blanca, y a Jim le dio horror pensar en la posibilidad de tener que verlas durante el resto de su vida.
—¡Yo no te dije que quisiera casarme contigo!
—¡Dijiste que me querías!
—No es lo mismo.
Él se sentó en su butaca sueca tapizada de piel y con la mirada buscó consuelo en sus pequeños dominios. Le gustaba mirar en derredor y pensar: ¡Todo es mío y todo está pagado! Nadie podía decirle que se fuera. El apartamento era pequeño pero elegante, con el espacio justo para su equipo de música, sus discos, la butaca, el chelo y la gran cama. Todo, pulcro, moderno, confortable, invitador. Todas las chicas a las que llevaba allí quedaban prendadas.
—¡No eres más que la undécima muchacha que ha estado aquí! —exclamó.
¡Ni a la docena había llegado! Estaba tan disgustado que casi esperaba que ella le diera la razón y reconociera que once eran pocas.
—¡Tú no me has querido nunca! Ni siquiera sabes qué es el amor.
—Quizá estés en lo cierto —reconoció él con una rapidez que a ella le hizo el efecto de una coz en el estómago—. Pero tú eres una gran chica, nos llevamos bien. Estoy seguro de que seremos amigos toda la vida —agregó para consolarla.
—¡Ya verás cuando estés enfermo! —estalló Lesley volviéndose a mirarle. Estaba tan furiosa e indignada que ya no le importaba que la viera llorar—. ¡A nadie le importarás ni un pimiento!
Convencido más por su cólera que por sus palabras, él sintió vergüenza.
—Lo siento —murmuró—, pero me gustaría divertirme un poco, antes de tener un hijo.
—¿Y cuándo te habrás divertido lo suficiente? —Ahora le aborrecía, pero estaba asustada y aún conservaba la leve esperanza de que la respuesta fuera menos de ocho meses.
—Pues no sé... Un día. ¡Pero no ahora!
La cara de Lesley se puso tan roja como su pelo. Saltó de la cama. Su cuerpo juvenil temblaba mientras se vestía.
—Les, tu tío es ginecólogo —argumentó Jim, tratando de hacerla razonar—. ¿No podría hacerte un aborto?
—¿Un aborto? —susurró ella roncamente. Del sofoco, se había quedado sin voz.
—En Inglaterra es legal, ¿no?
Lesley lo miró con odio.
—¡Tu padre, por lo menos, no trató de matarte antes de que nacieras!
Jim casi no la oyó, pero se picó, y mientras buscaba una respuesta que le permitiera sentirse en buen lugar, ella se había ido.
—¿Adonde vas? —preguntó corriendo tras ella por el pasillo—. ¡Cálmate, hablémoslo de modo racional! —gritó cuando ya se cerraban las puertas del ascensor. Oprimió el pulsador de llamada, confiando en que, antes de llegar a la planta baja, se le habría pasado el enfado. El ascensor volvió a subir, pero ella no estaba dentro.
Eso es chantaje sentimental, pensó. Bien, no voy a dejarme dominar, mi querida Les. ¡No voy a correr detrás de ti! Hemos tenido una aventurita muy agradable, cariño. No será la última para mí, ni para ti tampoco, a pesar de las pecas, por lo que no hay razón para sacar de quicio las cosas. ¡Un embrión no es un niño! Le hubiera gustado que se le hubiera ocurrido esta idea cuando ella aún podía oírle. Volvió al apartamento, esperando que ella recapacitara y regresara desde la parada del autobús. No regresó; pero como siempre dormían juntos durante el fin de semana, estaba seguro de que volvería para la cena. ¡No iría a enfadarse tanto sólo por una pequeña discusión!
Lesley sentía tal horror de Jim, de Chicago y de América, que volvió a la residencia femenina sólo a recoger sus cosas. Mientras Jim, confiado, la esperaba a cenar, ella pasó volando sobre su cabeza en el avión de la noche con destino a Londres.
¿QUÉ HABÍA HECHO? ¿Por qué no había salido corriendo tras ella? Se despertó en plena noche y no pudo volver a dormirse. Todo lo que él le había dicho le horrorizaba. A primera hora de la mañana, antes de que despertara el tráfico, fue a la residencia femenina. Cuando la encargada de noche le dijo que Lesley se había marchado, él sintió que algo le estallaba en el pecho. ¿Qué le pasaba? ¿Se moría? Tuvo miedo. Tardó un minuto en darse cuenta de que no tenía una hemorragia interna. Pero algo le retorcía las vísceras. Ya no era dueño de sí; en aquel momento, comprendió —y nunca había visto algo con tanta claridad— que, si la perdía, no podría volver a estar contento.
La encargada de noche, una afroamericana enorme que se oprimía el muslo como si le doliera, al ver la expresión de desconsuelo del joven, le reveló que Lesley MacFarlane había tomado un taxi para ir al aeropuerto.
—Lesley está en Chicago —dijo Mrs. MacFarlane por la línea transatlántica con una voz idéntica a la de su hija—. Si es algo urgente, quizá pueda localizarla o dejar el recado en casa de su amigo Jim Taylor. Un momento, le doy el número. —Jim anotó su propio número y le dio las gracias varias veces.
Después de la infructuosa llamada, salió hacia el despacho, pero el viejo Packard de su madre se averió por el camino. Lo hizo remolcar al taller, y el mecánico que se había encargado de repararlo otras veces le dijo que esta reparación le costaría más de lo que valía el coche. «Es preferible que lo venda para el desguace. Le doy doscientos.» Vaya, hasta el coche de mamá me abandona, pensó Jim. ¿Qué diría ella si lo supiera? No estaría muy contenta. La pobre Les tenía razón; yo no sabía qué es el amor.
En lugar de ir a trabajar, volvió a su apartamento y se calentó una lata de espagueti. Cuando estaba disgustado, no bebía, comía. Mientras jugaba con la comida del plato, empezó a contar las chicas que le habían dado el número de teléfono, y, a cada nombre, separaba con el tenedor un espagueti que colocaba en el borde del plato. Cuantos más espagueti separaba, más nítidamente veía la cara pecosa de Lesley; no comprendía cómo había podido preocuparle perder sus posibilidades con otras chicas. Aunque consiguiera a mil chicas, ello sólo me serviría para comprobar mil veces que Lesley es la única para mí. No me explico cómo no me di cuenta, si está tan claro. ¿Y cómo pude defraudarla? ¡La dejé cuando más me necesitaba! Y tiene razón, estoy solo, no tengo a nadie en el mundo.
Dejó el tenedor, se levantó de la mesa de la cocina y salió a la sala donde tenía espacio para pasearse. Estaba poniéndose histérico. Se mordía los labios, se mesaba el pelo, se golpeaba las sienes con los puños. Tropezó con la butaca sueca y se dio un golpe en la rodilla. El dolor le alegró momentáneamente; estaba demostrado que el apartamento era pequeño para tres personas. Y entonces recordó que le había propuesto que abortara.
—¡No soy mejor que mi padre! —exclamó en voz alta.
Este horrible descubrimiento colmó su desesperación. Entonces pensó en el suicidio por primera vez.
—Espero que sepa dónde está Lesley —le dijo al tío de la muchacha, el ginecólogo, después de conseguir de Información de Londres el número de su consultorio de Harley Street—. Tengo que hablar con ella urgentemente. Está embarazada y no sabe que quiero casarme con ella y que tenga el niño. ¡No tuvimos tiempo para hablar de ello despacio!
—Le daré su recado si llama —dijo secamente Sir Alistair Kerr-Love, FRCP.[1]
Las otras veces que llamó Jim no se puso al teléfono.
SI ALGUIEN le hubiera dicho a Jim cuando era niño que un día se marcharía de Estados Unidos para siempre, le hubiera parecido inconcebible. Estaba tan contento del lugar en el que le había tocado vivir, que la idea de irse a otro país le hubiera parecido tan absurda como la de mudarse a otro planeta. Se consideraba a sí mismo un típico norteamericano, se sentía integrado y orgulloso; Chicago era su ciudad y Estados Unidos, su mundo. No se sacó el pasaporte hasta que decidió ir a Inglaterra a buscar a Lesley. Pero a los veintidós años se es romántico, y había decidido empezar una vida nueva en un país nuevo y vivirla mejor.
Un día de septiembre húmedo y gris, Jim estaba en la puerta del Goldsmith College en New Cross, viendo entrar y salir a los estudiantes. Era su cuarto día en Londres, y había dedicado casi todo aquel tiempo a tratar de encontrar a Lesley. Para entonces, había conseguido convencerse a sí mismo de que ella le perdonaría, aunque sólo fuera para dar un padre al niño. Mientras estaba delante de la escuela, había acabado por sentirse ilusionado por la idea de tener a un pequeñajo —o pequeñaja, le daba lo mismo—, sentado en el pecho por la mañana. Ya hacía planes para el futuro y pensaba que, con el talento musical de su madre, su propio medio talento y la afición de Lesley por la música, había probabilidades de conseguir la combinación genética adecuada para hacer de la criatura un músico de verdad. Decidió volver a estudiar. Se preguntaba si sería conveniente tocar obras de Schubert al futuro hijo durante los últimos meses de gestación.
Cuando por fin apareció Lesley, tuvo que mirarla durante varios segundos para reconocerla. Tenía la cara pálida, delgada y larga, y miraba al suelo.
¡Espero que no haya hecho una estupidez!, pensó, alarmado.
—¡Sorpresa, sorpresa! —exclamó con toda la animación que le fue posible—. ¡Apuesto a que no esperabas verme esta mañana!
Ella levantó la mirada pero sus ojos no reflejaron sorpresa ni sentimiento alguno y pasó por su lado sin decir palabra.
—Les, pero ¿no me conoces? —gritó corriendo tras ella y sujetándola del brazo.
—Suéltame —dijo ella en voz baja pero firme.
Jim la soltó.
—¿Cómo estás, Les? ¿Te encuentras bien?
Ella se sonrojó y en sus grandes ojos castaños se encendió su antiguo brillo.
—¿Por qué no iba a encontrarme bien?
—Me refiero al niño —susurró él.
—Hice lo que tú querías —respondió ella llanamente volviendo la cara como si la llamara alguien—. Ahora déjame en paz.
Jim, aturdido, se hizo a un lado involuntariamente y ella entró en el edificio.
—Cásate conmigo, Les —dijo Jim cuando ella salió horas después—. Vamos a casarnos y a tener hijos.
6. ¿NO TE LO ADVIRTIERON?
LA PROPOSICIÓN no le valió a Jim el perdón: Leslie pasó por su lado sin decir palabra. Él la siguió hasta la parada del autobús, sorteando a la gente por la concurrida acera sin dejar de hablar. Le contó que había dejado el empleo y el apartamento y que había vendido los muebles, el estéreo, todo lo que no podía traer en el avión.
—No pienso volver a Chicago si no es contigo —agregó bajando la voz. Ya estaban en la parada y Jim tenía varios oyentes muy interesados, pero Lesley no era uno de ellos. Mantenía la mirada fija ante sí y los labios apretados con expresión despectiva.
—¡Hasta mañana! —gritó Jim cuando ella subió al autobús.
Él estaba todos los días en la puerta de la escuela, pero ya había renunciado a hablar. La seguía tenazmente hasta la parada del autobús, a un paso de distancia, como un guardaespaldas. Por fin, una noche ella se paró y volvió ligeramente la cabeza, invitándole a andar a su lado.
—¿De verdad piensas quedarte en Inglaterra?
—Ya tengo empleo.
Lesley agrandó los ojos con gesto de sorpresa.
—¿Qué clase de empleo?
—El único que he encontrado, con las prisas —dijo avergonzado—. Soy aspirante a vendedor.
Ella suspiró, pensando que era una lástima que no hiciera algo mejor.
—¿Has traído el chelo?
Se casaron poco después. Para entonces, Lesley se reprochaba no haberle dado tiempo de hacerse a la idea de ser padre. Una condiscípula que había quedado embarazada, se negó a abortar, el novio la dejó y, después de jurar solemnemente que no quería saber nada del niño, en el octavo mes de embarazo, se casó con ella. Las chicas del Bedford College decían que la reacción más natural del joven macho a la noticia de una paternidad inminente era el pánico y el horror ante la idea de que se le había terminado la juventud, pero que, al fin, todo el que no era «un auténtico mierda» dejaba de despotricar y se convertía en un padrazo. Esta romántica sentencia exoneró a Jim a los ojos de Lesley, que empezó a reprocharse haber obrado a la ligera, a impulsos del miedo y la cólera. Jim, a su vez, pensaba que toda la culpa del aborto recaía en él, que había sido el inductor. Cada uno pensaba que el otro era inocente: estaban enamorados.
El desagrado que inspiraba a Lesley el trabajo de su marido no era nada comparado con la frustración que le causaban las enseñanzas de la Escuela de Magisterio. Lo que Jim hiciera para ganarse la vida nunca sería tan inútil y tan estúpido como aquellas clases de unos imbéciles engreídos que disertaban sobre sus áridas teorías y exponían obviedades. Un día tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse a dar un puntapié en la espinilla a un profesor que les dijo que «la lectura tiene por objeto adquirir información». Pero, por la noche, se reían al lamentarse de los horrores del día. También se leían en voz alta y, a veces, ella le convencía para que tocara el chelo.
Lesley, en vista de que seguía menstruando, fue al médico, que la envió a un ginecólogo, que, a su vez, le recomendó una clínica de fertilización. Durante más de diez años, los médicos probaron en ella todas las técnicas. Le dilataron el cuello de la matriz y le practicaron raspados. Le insuflaron aire en las trompas de Falopio. Le clavaron agujas hipodérmicas en los ovarios. Le extrajeron óvulos, los pusieron en una probeta con semen de Jim y se los reimplantaron. Pero ni con todas estas angustias y sufrimientos pudo quedar embarazada.
—¿No te advirtieron de este peligro? —preguntó su tío, implacable.
—No nos quejemos —dijo Lesley a Jim después de una noche de llanto—. La Tierra no puede alimentar a mil millones más de habitantes cada década. Tiene que haber parejas sin hijos.
—Claro, claro —dijo Jim abrazándola con fuerza.
7. UN REMEDIO
VARIOS DÍAS DESPUÉS de la última visita al ginecólogo, en la que éste les dijo que se habían agotado las posibilidades, una noche, Jim se despertó y, con su ademán habitual, extendió la mano para acariciar a Lesley. Ella no estaba. Jim dejó el brazo atravesado en la cama para enterarse de cuándo volvía ella del baño y se quedó dormido otra vez. Cuando, al cabo de un rato, se dio la vuelta y pudo mover el brazo sin encontrar obstáculo, despertó de pronto, alarmado por su ausencia y palpó la sábana vacía, con miedo.
Se había ido. Le había dejado. Había tratado de perdonarle, pero no podía. Para evitar una escena, había hecho la maleta y se había marchado mientras él dormía. ¿Quién podría reprochárselo?
Cuando, echado de espaldas en la cama, pensaba que su vida carecía ya de sentido, oyó ruido en la habitación contigua. ¿Se marchaba ahora? Se levantó y, de un salto, llegó al estudio.
Se paró en el umbral. Evidentemente, ella no le había oído. Lesley, con su querida y vieja bata de franela azul encima del camisón y las zapatillas de piel de cordero, estaba sentada al escritorio en el que solía corregir las redacciones de sus alumnos, escribiendo afanosamente. Su melena roja cubría parcialmente el papel sobre el que el bolígrafo se movía a gran velocidad. ¡La carta de despedida! Él dio unos pasos en la habitación, decidido a pedir explicaciones y se paró otra vez, desconcertado. Ella sonreía, ensimismada, con la expresión del escritor satisfecho de lo que acaba de trasladar al papel. Que era una frase de resonancia universal y perenne: «Sólo una persona de la más tosca ignorancia tiene opción a formar parte de este Gobierno.»
Lesley acababa de decidirse a escribir un libro acerca de su experiencia en la enseñanza de Literatura Inglesa y Redacción a estudiantes de 14 a 18 años, y empezaba con un ataque contra el ministro que, en un discurso, había tachado los libros de obsoletos, aduciendo que «hemos entrado en una nueva Era en la que la gente aprende con imágenes, con la televisión, el cine, el vídeo. El sistema de comunicación más importante que existe en la actualidad es el audiovisual». Aquel ministro le había recordado a algunos de sus alumnos más descarados, que se negaban a leer y estaban convencidos de ser más listos que su maestra porque eran gente moderna, adaptada a los medios «de la imagen», mientras que ella, partidaria de los libros, era una reliquia de otro tiempo. «Me compadecen —escribió—, como si ellos viajaran en automóvil y yo tuviera que trasladarme en carreta de bueyes.»
Aunque era lo bastante anticuada como para hacerse llamar Lesley Taylor en lugar de usar su apellido de soltera, no dudaba en arremeter contra el medio de vida de su marido: «Los ordenadores son máquinas maravillosas, pero no pueden sustituir a los libros. Los libros son instrumentos hechos a la medida de los niños. Comparados con los ordenadores, son increíblemente compactos, ligeros y casi irrompibles. Caben en un bolsillo o en la cartera, y sus datos son accesibles en el Metro, en el comedor y en la cama. A diferencia de lo que ocurre con las pantallas de ordenador, nada indica que una prolongada exposición a los libros comporte riesgos para las mujeres embarazadas y los niños en edad de crecimiento...»
Cuando por fin vio a Jim de pie al lado del escritorio, le enseñó las tres páginas que había escrito.
—¿Te molesta? —preguntó, refiriéndose a la alusión a los ordenadores.
—¿Por qué iba a molestarme? —exclamó Jim, infinitamente aliviado porque lo que escribía su mujer no fuera una carta de despedida—. Es fantástico.
Ella rió satisfecha, con los ojos tan brillantes como en sus primeros tiempos de enamorados. Se levantó de la silla, le tomó los papeles de la mano y se sentó en el escritorio balanceando una pierna encima de la otra.
—Voy a leerte una cosa.
—Soy todo oídos —dijo él con vehemencia, preguntándose si sería posible que, de tanta ansiedad y frustración como ella había tenido que soportar, saliera algo bueno, algo útil.
Ella le miró con un aire de solemnidad en sus ojos color avellana y, después de decidir que él estaba realmente interesado, empezó a leer:
—«La palabra impresa nunca podrá ser superada por ningún otro medio; ella es y será siempre el supremo instrumento de aprendizaje y comunicación social, por una simple razón —aquí hizo una pausa e inspiró profundamente, para dar más énfasis a su voz—: sólo las palabras pueden comunicar el pensamiento con precisión, y la forma más segura de transmitir y preservar las palabras es la imprenta. Ni siquiera los más ignorantes ministros han sugerido que las leyes se publiquen en vídeo.» —Bajó el papel—. ¿No es cierto, Jim?
—Es más que cierto, es una verdad profunda —dijo Jim con convicción.
—Espera, te leeré un poco más —dijo ella, animada por su respuesta.
—Sigue, sigue.
—¿Estás seguro?
—No, si vuelves a preguntármelo —dijo Jim sonriendo ampliamente.
—De acuerdo, adelante. Sigo: «Por lo que se refiere a la idea de que vivimos en una época en la que prima lo visual y aprendemos de las imágenes, lo que aprendemos de las imágenes es lo que aprendería incluso un gorila o un gato, percepciones puramente sensoriales, conocimientos desligados de la palabra. Pueden ser mucho, pero no lo suficiente como para crear a un ser humano civilizado y forjar una sociedad sólida. Los medios visuales, que forzosamente deben utilizar un número de palabras limitado, reducen nuestro vocabulario y, por consiguiente, nuestra facultad de pensar. Porque es imposible pensar sin palabras...»
—¡Verdad! —exclamó Jim.
—Luego pondré por escrito lo que siempre repito a los chicos en clase —dijo ella confiadamente dejándose resbalar de la mesa—. Vendrá a ser un compendio de todas mis estratagemas para interesarles por la literatura. —Jim la abrazó por la cintura y le dio un beso en el cuello, pero el gesto no tuvo más efecto que el de dejarla pensativa—. Podría ser un libro útil, ¿no te parece? —dijo con repentina duda.
—Indiscutiblemente.
Volvieron a la cama, comentando las ideas que Lesley tenía para el libro y, por primera vez en meses, fue ella quien lo sedujo a él y no a la inversa.
UNA VEZ HUBO EMPEZADO, Lesley estaba decidida a terminar la tarea. Se levantaba al amanecer y escribía un par de horas antes de ir a la escuela y, después de cenar, volvía a escribir hasta entrada la noche. Dormía poco, pero estaba rejuvenecida, y Jim pensaba con alivio que, después de todo, iba a convertirse en madre dando el ser a una criatura de su cerebro.
Lesley terminó Literatura en la clase en cuatro meses y la envió a los editores, y a renglón seguido se puso a escribir otro libro que tituló Por la madriguera abajo.
—Cuando Alicia cae por la madriguera del conejo, entra en un mundo en el que las leyes de la lógica no tienen aplicación, y así es nuestro sistema educativo —explicó a Jim—. Hoy en día, tenemos tres burócratas por cada cuatro maestros, que no sólo chupan el dinero de la escuela sino que nos obligan a perder el tiempo leyendo las tonterías que nos mandan y contestando cuestionarios. Se dedican a imprimir normas inútiles y disparatadas y luego las cambian...
—Es la política que utilizamos nosotros para vender ordenadores —la interrumpió Jim riendo.
—¡Más despilfarro de dinero público!
El entusiasmo de Jim la ayudó a sobrellevar la primera docena de rechazos de Literatura en la clase, pero al fin los volantes de devolución le hicieron dejar de escribir. Un editor encontró el libro lo bastante interesante como para invitarla a almorzar. «Me gusta su libro —le dijo—. Lo malo es que trata de un tema serio y usted no es una autoridad ni tiene un nombre. Si fuera catedrática o famosa por algo, aunque ello no tuviera que ver con el tema, por ejemplo, si fuera presentadora de televisión, tendríamos posibilidades de cubrir gastos. Lo malo de su libro es que usted es desconocida. Así que no se deprima. No es la única buena escritora que no publica. Mándenos una novela.»
—Estoy bien, lo resistiré —dijo a Jim que trataba de animarla—. Es sólo que quería hacer algo más de lo que hago.
—¿Te parece poco conseguir que todos tus alumnos aprendan a leer y a escribir sin faltas de ortografía? —le recordó él.
—Todos, no —suspiró ella.
Unos días parecía haber recobrado la vivacidad; otros, volvía a estar decaída e insatisfecha. En la época en que Lesley tenía estos altibajos, nombraron a Jim director comercial de Sistemas Quantum, y se mudaron a un piso grande, situado en un edificio fin de siglo, con habitaciones espaciosas, techos altos, balcones, tribunas y hasta paz, silencio y aire puro. La mayoría de los balcones daban a una hectárea de jardín privado, circundado por otras alas del mismo conjunto residencial.
No gastaron casi nada en muebles; Jim había dejado atrás la etapa de la butaca sueca. Pero Lesley invirtió mucho tiempo y dinero en arreglar una de las habitaciones que daban al jardín. La moqueta era la más suave y mullida de la casa, y toda la pieza estaba decorada con tonos pastel y texturas vaporosas. En la acolchada cuna y el parque aguardaban ositos de felpa, conejos peludos, corderos de rizada lana y un cerdito de terciopelo rosa que hacía «Oink».
8. DIOS NO PEGA CON BASTÓN
UNA LLUVIOSA TARDE de septiembre, varias semanas después de que los Taylor presentaran su solicitud a las autoridades competentes, recibieron la visita de un asistente social llamado Terry Ross que debía informar de su aptitud para ser padres adoptivos. Era un hombre famoso porque recientemente se había publicado un artículo sobre su persona. A raíz de la aparición del artículo, fue entrevistado por televisión e inspiró repugnancia en millones de personas. Desgraciadamente para los Taylor, el artículo apareció en uno de los diarios que ellos no leían, y la noche en que fue entrevistado en el telediario habían ido al teatro. Estaban desprevenidos. Por una extraña coincidencia, habían ido a ver Coriolano, representada por la Royal Shakespeare Company, obra en la que hay un pasaje que bien pudieron considerar una advertencia: Lo que él ordena hacer, con su orden se termina... No hay en él más clemencia que leche en un tigre macho.
¡CUIDADO CON EL HOMBRE adulto que hace declaración de principios con el peinado! Terry Ross, con más de treinta años y cobrando aún sólo el doble de la media nacional (una de las causas de su resentimiento permanente), llevaba coleta y barba de ocho días para manifestar su solidaridad con las clases menos favorecidas de la sociedad. Él estaba convencido (porque nada sabía de sí mismo) de que dedicaba su vida a ayudarles. Si se cruzaba con jóvenes artistas callejeros en el Metro, se sentía íntimamente solidario. No obstante, por una razón u otra, los menos favorecidos que tenían la desgracia de conocerlo en misión oficial no lo pasaban mejor que los más favorecidos.
El artículo relataba el triste caso de un matrimonio que cobraba el subsidio de la asistencia social, al que se había retirado la custodia de sus dos hijos porque el padre insultó a Terry Ross cuando éste se presentó sin avisar, para comprobar si el hombre estaba en casa en horas hábiles y tenía derecho a percibir subsidio de paro. Aquel hombre ignorante, un simple peón sin trabajo, se irritó por las impertinentes preguntas del intruso y, sin imaginar el poder y autoridad de un asistente social, hizo una cruda sugerencia de lo que Ross podía hacer con su persona, afrenta que Ross castigó con un mandato judicial que facultaba al departamento de Servicios Sociales a ejercer la tutela de los dos niños. En virtud de la ley antilíbelo, el periódico sólo pudo informar del caso haciendo constar que esto era lo que el matrimonio afirmaba que había ocurrido. Mr. Ross aseguró que él nunca prestaba atención a lo que decía la gente cuando estaba enojada. No negaba que aquel matrimonio fueran unos padres solícitos y cariñosos (el médico, el párroco y los vecinos así lo atestiguaban), pero declaró que «el departamento había intervenido porque los padres no podían brindar a sus hijos un ambiente intelectualmente estimulante».
¡Cuidado con las personas refractarias a utilizar el pronombre «yo»! Cuando quiera y donde quiera que intervenía Terry Ross, con el estropicio consiguiente, quien actuaba era «nosotros» o «el departamento». Y lo peor es que era verdad: él era el departamento. Las reuniones que se mantenían para revisar el tratamiento de cada caso y corregir errores de apreciación personal resultaban infructuosos a causa de la desgana de los colegas a estorbarse unos a otros y al toma y daca del trabajo de comité («Yo apruebo tu propuesta y tú apruebas la mía»). La política de despacho, la inercia, la indiferencia hacia las víctimas y la solidaridad del funcionariado, magistrados incluidos, hacían que, en la práctica, Ross pudiera separar a dos niños, de tres y cinco años, de unos padres solícitos y cariñosos, en bien de su desarrollo intelectual.
En su artículo, Kate Greenall preguntaba: «¿Cuándo nos han informado nuestros representantes, elegidos por nosotros, de que habían dictado unas leyes que facultan a pequeños funcionarios a decidir que hay padres demasiado estúpidos para ocuparse de sus hijos?» Proponía que «si la estupidez es razón para arrebatar a unos niños a sus padres, el magistrado que firmó la orden de rapto de los dos niños tampoco debería poder conservar a sus hijos». El director del periódico suprimió estas frases, por considerarlas muy fuertes, y suprimió también bastantes cosas más. La preocupación por el libelo, los prejuicios de los lectores, la presión de asociaciones profesionales, sindicatos, industrias y políticos, hace a los periódicos parcos en noticias y comentarios, y algunas de las más reveladoras observaciones de Ms. Greenall acerca de Ross no vieron la luz. Fue una lástima, porque antes de estar felizmente casada, adquirió una profunda experiencia con cabritos. Pero la verdad completa sobre alguien o sobre algo sólo puede ser contada en una novela; razón por la cual Kate Greenall se destapó como novelista.
No obstante, el artículo incluía una breve entrevista con la esposa separada de Terry Ross: Kate Greenall había grabado sus palabras, y la grabación protegía al periódico de cualquier demanda por libelo, en el caso de que Mrs. Ross se arrepintiera de lo dicho y negara sus declaraciones. Dijo que había sorprendido a su marido y a la hija del vecino, una muchacha de dieciocho años, haciendo el amor abajo, en el sofá de la sala, mientras su niñita estaba desatendida y sola en el piso de arriba. «¿Está capacitado para juzgar a los demás un hombre semejante?», preguntaba la indignada Mrs. Ross.
La respuesta fue un rotundo «Sí» de Eunice Dunnett, la maternal jefe del departamento de Servicios Sociales del distrito, que trataba a sus subalternos como si fueran hijos suyos. «Es vergonzoso sugerir que la vida privada de Mr. Ross pueda influir en su actuación de asistente social —dijo a Ms. Greenall—. Él siempre se ha esforzado por alcanzar el más alto nivel en su labor profesional, en el marco fijado por el departamento de Sanidad.»
Si los Taylor hubieran leído el artículo de Kate Greenall o visto por televisión a Terry Ross, le hubieran tratado con más precaución. «¡Debimos decirle que no estábamos en casa!», dijo Jim después con una mueca.
TERRY ROSS LLEGÓ de mal humor y con la gabardina chorreando. Era éste un mal humor añadido a otros malos humores que iba acumulando desde que su mujer le había echado de casa. No contenta con gritarle delante de los vecinos, le había puesto como un trapo cuando habló con los periodistas. También se había quedado con el coche, y como él vivía ahora en un apartamento de una habitación que había alquilado en Crouch End, todos los días laborables tenía que pasar casi dos horas en autobuses v metros para atravesar todo Londres. Y, como los Taylor trabajaban los dos, tenía que ir a verlos por la noche, y perder más tiempo. ¿Para qué querrían un niño, si sólo estaban libres por la noche y los fines de semana? Por si no era suficiente, por el camino pisó mierda de perro y, cuando frotaba la suela del zapato contra el bordillo, se puso a llover. ¡Y su mujer, naturalmente, se había quedado con todos los paraguas! A Ross se le habían atragantado los Taylor antes de ponerles la vista encima.
Sin pedir disculpas por el retraso ni presentarse siquiera, pasó por delante de los Taylor con las manos en los bolsillos y un seco: «Soy del consejo», y empezó a inspeccionar el piso, dejando un rastro de gotas en el parquet.
La cabeza estrecha, los labios finos, la barba de rastrojo, la gabardina chorreante, la coleta y los modales del recién llegado ofuscaron a Lesley, que cometió el error de decir con su voz de maestra: «Un poco de cuidado con el suelo, por favor. Si me da la gabardina, la colgaré en el recibidor.»
Ross se sintió mortificado por la observación y por el tono, desprovisto de todo deseo de congraciarse. ¡Y esta mujer esperaba que él le hiciese un favor! Se paró, apretó los labios y miró al techo. ¡Me ha reñido! Pero, ¿qué se ha creído?, rabió mentalmente. ¡Imagina que lo que digan los periódicos o la tele cuenta para algo, que tengo miedo de perder el empleo, que puede ser grosera y yo voy a darle un niño! La miró y sacudió la cabeza con gesto de reproche, esparciendo más gotas.
—Me mojé al venir hacia aquí, para ayudarles; aunque no creo poder informar favorablemente de sus aptitudes de padres adoptivos —dijo casi con pesar—. ¿Cómo va a cuidar con cariño de una criatura, alguien que se desvive por sus suelos? Los niños ensucian, ¿sabe?
Desde luego, no importa si se moja el suelo, Mr. Ross, no sé qué me hizo mencionarlo. Perdóneme, se lo ruego. Moje, moje usted cuanto quiera, hubiera sido la respuesta más sensata. Pero, en lugar de pedir perdón, los Taylor le miraban mudos de asombro y en su mirada no se veía el menor deseo de desagraviarle. Esto hizo aumentar su resentimiento. De todos modos, hay que reconocer que le gustaba recolectar agravios y cobrárselos después de golpe. De pequeño, cuando iba al urinario de la escuela, disfrutaba dirigiendo el chorrito hacia el niño que tuviera a su lado y, si orinaba en unas matas, procuraba mojar al pájaro, el perro o el gato que tuviera a su alcance. Era muy aficionado a estas travesuras y ahora gozaba rociando a gatos, perros y personas con el chorro de su mal genio. Prosiguió su gira de inspección, limpiándose los pies en una alfombra persa al pasar.
—Veo que son gente acomodada —comentó con manifiesto desagrado—. El niño que se criara aquí no podría saber cómo vive la mayoría de la gente.
Lesley pidió silencio a Jim con la mirada.
Ross no mostró el menor interés por la habitación preparada para el niño, pero miró con curiosidad el estudio de Lesley. Allí estaba el chelo de Jim; a veces, él tocaba mientras ella escribía.
—No me gusta este instrumento tan pesado apoyado en la pared. Podría hacer mucho daño a una criatura, si se cayera. —Ross empujó el estuche, para demostrar cuán fácilmente podía caer. Efectivamente, el estuche cayó de lado con un golpe seco—. ¿Ven lo que quiero decir? —agregó con mal disimulado regodeo.
Con un gesto reflejo, Jim y Lesley se abalanzaron a sujetar el estuche, pero ya era tarde.
Ross, creyendo que iban a atacarle, se volvió a mirarles.
—¿Por qué quieren adoptar? —preguntó secamente—. Porque no pueden tener hijos, supongo. Pues no me parece razón suficiente.
Se dirigió a la sala, se quitó la gabardina mojada, la arrojó a una silla, se instaló en una butaca y les dio a entender con un ademán que tenían su permiso para sentarse.
Los Taylor se quedaron de pie.
—¿Estarían dispuestos a adoptar a una criatura disminuida? —preguntó.
—Naturalmente, nos gustaría una criatura sana —respondió Jim.
—¿Qué dice usted, Mrs. Taylor?
—Opino lo mismo. Pero nos alegraría adoptar a una criatura de cualquier raza o color, niño o niña.
—¡O sea, una criaturita mona y sana que les divierta! —exclamó Ross riendo con sarcasmo—. ¡Y, si el niño mojaba su precioso suelo, le gritarían! —Acariciándose la barba de tres días, hizo caso omiso de las protestas de los Taylor y se puso a asaetearlos a preguntas. ¿Les habían declarado convictos de algún delito?—. Comprenderán que no podemos confiar niños a cualquiera. Tenemos que investigar a todos los solicitantes.
¡Habla como si por su boca respirara la sociedad!, pensó Jim, a quien resultaba cada vez más difícil dominarse, a pesar de las severas miradas de Lesley.
—¿Han tenido alguna enfermedad venérea? —preguntó Ross mirando primero a Jim y luego a Lesley. ¿Alguno de ellos tenía un amante que pudiera ir a la casa y causar confusión a la criatura? Quiso saber si Lesley había tenido algún aborto. Para entonces ella estaba tan alterada que dijo que sí.
—Ya —hizo Ross con acento inquietante—. Ya.
Al ver que Lesley se demudaba, Jim lanzó al asistente social una mirada que le hizo palidecer, levantarse de un salto y retroceder.
—¡De mí depende! —gritó con voz insegura agitando un dedo—. ¡De mí depende que ustedes puedan adoptar a una criatura!
—¡Eso lo veremos! —gruñó Jim, incapaz de creer que aquel indeseable tuviera la facultad de decidir sobre la aptitud de nadie para nada. Había vendido miles de ordenadores al Gobierno, pero no estaba mejor informado del poder del funcionariado que el peón sin trabajo.
Ross, al advertir que no había peligro inminente, dejó caer el brazo y adoptó un tono casi cortés.
—Si no quieren adoptar a un niño, Mr. Taylor, no hay motivo para que les haga perder más tiempo. Ahora mismo me marcho y no les entretengo más.
—Nada de eso, Mr. Ross, estamos deseosos de colaborar —dijo Lesley rápidamente.
Con un destello de triunfo en los ojos, Ross asintió, fue al dormitorio del matrimonio y miró en derredor, como si buscara algo.
Cuando empezó a abrir cajones y a revolver en la ropa interior de Lesley, Jim le pegó.
—¡Tomo buena nota de esto! —balbuceó Ross, dejando caer las bragas de seda cuando Jim lo empujó fuera del dormitorio. Al principio se dejaba empujar, pero de pronto se paró y dio media vuelta. Con súbita valentía y decisión en la mirada, se mordió los finos labios y apretó los puños, dispuesto a luchar hasta la muerte—. ¡No me iré sin mi gabardina!
Lesley corrió a la sala a buscar la prenda.
—¡Ustedes nunca adoptarán a un niño, se lo garantizo! —dijo Ross cuando recuperó el aliento—. En su expediente figurará esta violencia y esta agresión. ¡Y no se moleste en quedar embarazada, Mrs. Taylor! —ladró cuando ella le dio a gabardina—. ¡En cuanto nazca la criatura, se la quitaremos y no volverá a verla!
Parecía una amenaza estúpida y patética, pero, según decía Kate Greenall en su artículo, sólo durante aquel año, mueve criaturas fueron separadas de sus padres por recomendación de Mr. Ross y, en ningún caso, por razones que ludieran parecer válidas a personas sensatas».
En cuanto el hombre se fue, Lesley corrió al dormitorio, sacó el cajón de la ropa interior, lo llevó al cuarto trastero y lo vació en la bolsa de los desechos.
CUANDO RECIBIERON la carta en la que el Ayuntamiento lamentaba comunicarles que su solicitud de adopción había sido desestimada, los Taylor fueron a ver a la maternal Ms. Dunnett, que se levantó y salió a su encuentro con amables sonrisas, les ofreció té en vasos de plástico y no les creyó.
—Mr. Ross tiene un máster en asistencia social —dijo con firmeza, recalcando el «máster» como si fuera la garantía divina de que Mr. Ross siempre se esforzaría por mantener su actuación profesional al más alto nivel, en el marco fijado por el departamento de Sanidad.
Ella tenía mucha fe en los títulos de máster (ella misma poseía uno) y creía que purgaban a sus poseedores de cualquier inclinación poco ética. Además, ella sabía que Ross no robaba a las personas a las que en teoría debía ayudar. Desgraciadamente, entre los mil cuatrocientos asistentes sociales del distrito, había algún que otro desaprensivo, pero todos los robos de los que ella tenía noticia habían sido cometidos por gente que no tenía títulos de tanta garantía. Y, si nada había hecho contra los ladrones (aunque lamentaba sinceramente sus tropelías), no iba a escuchar ahora descabelladas acusaciones contra uno de sus asistentes mejor cualificados y de probada honradez.
—De todos modos, aunque su informe hubiera sido favorable, ustedes no podrían adoptar a una criatura —dijo a los Taylor—. Superan la edad límite. Preferimos que los padres adoptivos tengan menos de treinta años.
Lesley se indignó.
—Entonces, ¿podría explicarme por qué se nos sometió a la visita de Mr. Ross? —preguntó—. ¿Y por qué se permitió él registrar nuestros cajones?
—Me cuesta trabajo creerlo —dijo Ms. Eunice Dunnett con amabilidad pero con firmeza.
—Pues eso es justamente lo que hizo.
Ms. Dunnett se limitó a sonreírles durante un rato, con un brillo de comprensión y simpatía en sus ojos grises, dejando pasar el incidente de la ropa interior.
—¿Más té? —preguntó al fin—. ¿No? Comprendo su estado de ánimo, es natural que estén disgustados —agregó en tono consolador—. Con el tiempo lo comprenderán.
Jim lo comprendía. Comprendía que Ms. Dunnett siempre protegería a los suyos porque estaba segura de ser protegida a su vez. Cuando salían del Ayuntamiento, dijo a Lesley que más valdría renunciar, pero ella (quizá por los diez años de infierno que le habían hecho pasar los especialistas en fertilidad, y para nada) no estaba dispuesta a aceptar la derrota. Él pensó entonces que quizá juzgara al mundo con excesivo cinismo, y se avino a seguir insistiendo. Unos amigos les hablaron de Kate Greenall, ellos le expusieron el caso y ella lo publicó. Cuando apareció el artículo, invitaron a cenar a la periodista y a su marido, para darle las gracias y celebrar la ansiada victoria sobre Mr. Ross y Ms. Dunnett.
KATE GREENALL, nada más llegar, disipó la tensión que pudiera haber en el ambiente, en una primera reunión entre personas que en realidad no se conocían: rompió el hielo presentando a Michael, su marido, como asistente social.
—¡No! —exclamó Lesley.
—¡No puedo creerlo! —dijo Jim.
—Es verdad —reconoció Michael Johnson con una amplia sonrisa—. Es una suerte para mí que firme con su nombre de soltera. Si mis colegas supieran que es mi mujer, ya habría perdido el puesto.
—¿Cómo puede seguir casado con ella? —preguntó Jim.
—Por el sexo. Me chiflan las rubias pechugonas.
—No seas ordinario —le amonestó su mujer con una sonrisa de satisfacción.
Lesley había preparado su comida especial para las fiestas; Jim era el encargado de servir. Michael Johnson, corpulento, de sonrisa jovial y pocas palabras, comía por él y por su esposa: ella estaba a régimen y se nutría principalmente del sonido de su propia voz.
—Por supuesto, las personas decentes e inteligentes como Michael pueden hacer mucho bien —dijo, después de tomar un par de bocados de salmón ahumado y un sorbo de vino—. Pero sólo en su distrito hay más de dos mil asistentes sociales. ¿Cuántos de ellos les parece que poseen el discernimiento para decidir a quién otorgar la custodia de una criatura? ¿Se imaginan a dos mil reyes Salomón en el departamento de Asistencia Social de un solo distrito?
—Yo no soy el rey Salomón, pero no tengo ansias de poder —apostilló su marido—. Casi nunca abro la boca.
—¡En fin, los asistentes sociales no son los peores! ¿Han leído lo del delegado de Educación de Birmingham que creía en el satanismo?
—Sí, sí...
—Y mató a su amante porque no estaba de acuerdo con él —recordó Jim.
—Lo cierto es que hay muy pocas personas a las que se pueda otorgar sin peligro poder sobre sus conciudadanos —prosiguió Kate—. No obstante, los funcionarios siguen multiplicándose y quitándonos más y más y más dinero y más y más libertades. Se reúnen, redactan informes, valoran, aconsejan, asesoran... Dictan normas. Es asombroso comprobar la cantidad de gente perezosa que está ansiosa por sentarse detrás de una mesa y decir a los demás lo que tienen que hacer: es el motor de la historia contemporánea.
—Kate, estos señores te han invitado a cenar, no a dar una conferencia —dijo Michael, temiendo que su mujer aburriera a los anfitriones—. ¿Por qué no dejas que Lesley o Jim metan baza para variar?
—¡No sea injusto, Michael! —dijo Lesley—. ¡Hace sólo un minuto dije sí, sí...
—¿Estaba disertando? —dijo Kate fingiendo sorpresa—. Lo siento.
Jim y Lesley le rogaron que continuara, pero ella movió negativamente la cabeza con una mueca de compungida contrición y tomó un bocado de pastel de crema. Estaba delicioso y miró a Lesley con un suspiro.
—No debió tomarse tantas molestias. Hace que tenga remordimientos por el artículo. Les hará más daño que bien.
—No se me ocurre cómo —dijo Lesley.
—Muy sencillo. Cualquier crítica es un desafío a su poder. ¿Se cree usted con derecho a decirles lo que tienen que hacer? ¿Por qué han de permitirnos a usted y a mí marcarles la pauta? ¿Cuáles son sus cualificaciones? Intolerable, querida.
Su marido se limitó a sonreír, pero Jim y Lesley no pudieron contener la risa ante los visajes de la periodista.
—Sí, muy divertido —dijo otra vez seria—; pero esos dos niños de los que hablaba en mi artículo, cuyos padres no fueron lo bastante listos para agradar a Mr. Ross, todavía están bajo la tutela del Gobierno.
—¡No es posible! —exclamó Lesley.
Kate agrandó los ojos de sorpresa ante la ignorancia de su anfitriona.
—¿En qué mundo vive, guapa? ¿Es de los que piensan que estamos gobernados por el Gobierno? ¿O por la gran empresa? ¿O por los medios de comunicación? Ahora la clase dirigente es la de los burócratas. Antes tuvimos la monarquía absoluta y ahora tenemos la burocracia absoluta. Ross está en uno de los peldaños de más abajo, pero es uno de ellos y siempre le apoyarán, porque reconocer que, a pesar de su máster en ciencias sociales, es un cretino de mierda, podría hacer que mucha gente se diera cuenta de la gran mentira.
—¿Qué gran mentira? —preguntó Jim.
—La verdad oficial. La simulación de que el país tiene millones de funcionarios deseosos de ayudar a la gente, no de mearse en ella.
—Excusen su lenguaje —terció su marido—. Cursó ciencias políticas en Oxford.
—Está bien, ya he terminado... Muchas gracias por su atención —agregó con una pequeña inclinación hacia sus anfitriones—. Sólo quería advertirles de que, por lo que respecta a nuestro funcionariado, están marcados. Si quieren adoptar, váyanse al extranjero.
LOS TAYLOR DIERON las gracias a Kate Greenall por el consejo, pero cuando se quedaron solos convinieron en que, si bien era una mujer brillante, exageraba. Contrataron a un abogado, se entrevistaron con su diputado en el Parlamento, mantuvieron entrevistas con funcionarios, vieron al ministro de Sanidad, hicieron declaraciones por escrito y recibieron gran cantidad de hipócritas muestras de solidaridad y muchas decepciones que, finalmente, les hicieron sentirse muy viejos para adoptar a una criatura. De modo que, a fin de cuentas, a su manera, los funcionarios les resolvieron el problema.
Una tarde de verano, cuando por fin se habían dado por vencidos, Jim miraba cómo Lesley recogía los ositos, los conejos, los corderos y demás juguetes para enviarlos a beneficencia y sintió el peso aplastante de una década de falsas esperanzas y decepciones.
—¡Qué hemos hecho para merecer esto! —suspiró, pero en seguida le pesó haberlo dicho, al ver la mirada de Lesley.
9. EL REGRESO DEL NATIVO
JIM ESTABA EN LA PLAYA, petrificado. Un pelícano, al que mantenía despierto la noche clara, cruzó por delante de él en vuelo bajo. La sombra siniestra de sus grandes alas le encogió el corazón. Trastornado, le parecieron las alas de la muerte. Trató de mover las piernas y no pudo.
Entonces, con Florida a la espalda, recordó que éste era su país.
Hacía décadas que no significaba nada para él. Durante varios años después de instalarse en Londres, siguió considerándose norteamericano, pero no se le ocurrió preguntar a Lesley si le gustaría vivir en Estados Unidos. Era como si el asesinato de su madre le hubiera desarraigado. Aunque en un principio apenas era consciente de su cambio de actitud y perspectiva, poco a poco adquirió una identidad nueva, la de emigrado, una de esas personas que nacieron en una parte del mundo y viven en otra. Es un contingente cada vez más numeroso y tiene tantos rasgos en común que podría optar a ser reconocido como nación, cuya población por cierto superaría a la de la mayoría de Estados. Son gentes que alteran el lugar en el que se instalan y están configurando el mundo del siglo XXI. Son el motor de los cambios históricos y, no obstante, todavía son, o se creen, extraños. No saben adonde pertenecen ni si pertenecen a algún sitio. Jim podía considerarse más afortunado que la mayoría, puesto que sólo había cambiado de país y de continente pero no de lengua; de todos modos, seguía siendo un forastero. Después de que lo nombraran director de ventas, hizo varios viajes de negocios a Estados Unidos, pero tampoco allí se aclimataba. Y sacó la triste conclusión de que, durante el resto de su vida, se sentiría extraño en todas partes.
—Mis padres eran emigrados en América y yo soy emigrado en la Gran Bretaña. Puede decirse que soy un emigrado de segunda generación —solía decir—. Pero en realidad no creo que importe mucho dónde vives. El nacionalismo es un concepto anticuado. Todo el mundo es un país.
No obstante, aquella noche extrañamente luminosa en que todos los pájaros estaban despiertos, cuando dejó atrás la hierba y sintió la fría arena en la planta de los pies, y se detuvo, paralizado por el miedo a ahogarse, un arranque de patriotismo le reafirmó en su propósito.
En América nací y en América he de morir, pensó. Y tiene que ser ahora. ¡Quién sabe si podré permitirme volver!
Echó a andar por la arena detrás de su sombra obesa y se metió en el mar.
10. EL FIN Y EL PRINCIPIO
JIM PERDIÓ EL EMPLEO la víspera de sus vacaciones. Fue despedido cuando salía del despacho para un viaje de dos semanas —Navidad y Año Nuevo— en Florida.
Hacía dieciséis años que era director de ventas de la Quantum Systems. La Quantum era la mayor empresa de informática del Reino Unido y, hasta el inicio de su súbita y espectacular caída, había empleado a más de diecisiete mil personas. En aquella época, Jim Taylor, al frente de la división de Ventas y Marketing, tenía bajo su responsabilidad a casi cuatro mil vendedores, product managers, diseñadores, grafistas y personal auxiliar. De ellos, novecientos trabajaban literalmente debajo de él, en las plantas inferiores de la torre Quantum, sede de las oficinas centrales de la empresa, un austero rascacielos edificado al sur del Támesis durante los años del desastre arquitectónico, en los que privaba el hormigón escueto.
Detrás de su fea e insípida fachada, el interior de la torre Quantum era grato y hasta lujoso, sobre todo la planta 16, la de los despachos de los directivos. Las paredes de los corredores estaban recubiertas de mármol rosa y la gente caminaba silenciosamente sobre gruesas moquetas. Jim, en su calidad de Número Tres de la empresa, ocupaba el tercer despacho en importancia, dotado de baño privado. Desde su sillón, detrás de una mesa de palo rosa y ébano, dominaba una vista panorámica de un recodo del río, el magnífico palacio de Somerset House y la cúpula de San Pablo. Disponía de un lujoso BMW de la empresa y hasta hubiera podido tener chófer, pero prefería conducir él mismo.
A las seis y media de la tarde del jueves, 23 de diciembre (volaba con Lesley a Florida el 24), cuando se disponía a entrar en el ascensor para bajar al garaje, Jim vio llegar corriendo a Janice, secretaria y consuelo corporal del presidente, que le dijo que Mr. Norton quería verle un momento.
JEREMY NORTON, PRESIDENTE y director general de Quantum, un hombre alto, corpulento y bien parecido, había sido compañero de trabajo y aliado de Jim durante casi tres décadas. Tenían la misma edad y —¡qué mayor lazo de unión podía existir!— se estaban quedando calvos al mismo tiempo. Entraron a trabajar en la empresa cuando aún se llamaba Máquinas de Oficina Quantum y ellos no habían cumplido los veinticinco años. Jim era aspirante a vendedor y Norton auxiliar de contabilidad cuando empezaron a almorzar juntos una o dos veces a la semana. En aquel entonces, en la empresa nadie se fijaba en ninguno de ellos, lo que tal vez fuera la base de su amistad.
Antes de casarse con Lady Margaret o, mejor dicho, de que Lady Margaret decidiera casarse con él, Norton era un tipo simpático, uno de esos muchachotes que tienen la risa pronta, incluso a costa de sí mismos.
Los dos jóvenes solían gastarse bromas sin picarse nunca. Norton se impresionó cuando se enteró de que Jim había estudiado violonchelo. «¡Y nada menos que en América!», agregó con sonrisa burlona. «Pero, ¿qué te imaginas, Jeremy? —respondió Jim—. Chicago es una de las capitales musicales del mundo, y me parece que tú no sabes ni cómo se escribe Beethoven. No entiendes más que de números, de tenis y de chicas, y crees que eres civilizado porque te has criado en Inglaterra.» Norton agradeció el cumplido. «Tienes razón —concedió riendo—. Entiendo de chicas.»
Norton tenía varios parientes ricos de los que nada iba a recibir, por lo que podía reírse de ellos a placer. A veces le invitaban a sus fiestas, «para hacer bulto», decía él. Cuando conoció a Lady Margaret, tenía veintiocho años y seguía siendo contable, pero ya trabajaba a las órdenes de Jim, que estaba al frente del departamento que gestionaba las operaciones de Quantum con Estados Unidos y Canadá, Seguían almorzando juntos, y Jim no armaba jaleo si Norton perdía alguna que otra mañana de trabajo por haber trasnochado. Norton le juraba que nunca lo olvidaría.
Eran íntimos amigos: Jim era la única persona a la que Norton hablaba de Lady Margaret.
—Piernas largas y pechos grandes y blancos como la leche —le dijo un día, tratando de describir el fenómeno, mientras esperaba que se le enfriara la zuppa di verdura en la trattoria toscana próxima al despacho—. Es atractiva, es animada, pero está desesperada. Es estresante ser hija de un duque, Jim, muy estresante. Imagina, muchos de los chicos con los que jugaba al tenis ahora son embajadores, o grandes terratenientes, o altos funcionarios, personajes importantes. Pero todos se han casado con otra. Ella sigue yendo a todas partes, no le importa volar miles de kilómetros para asistir a un baile o a una cena. Debe de tener cuarenta años, es decir, que lleva más de veinte cenando y bailando con hombres importantes. Lee en los periódicos que se casan, se divorcian, vuelven a casarse, pero siempre con otra. Y, a veces, la otra es una simple secretaria o una enfermera. Entre sus ex amantes hay un ministro, un conde, el propietario de una cadena de televisión por cable, un alto empleado de la Casa Blanca, un arquitecto internacional, una estrella de Hollywood, bueno, quizá una estrella no, pero sí un actor bastante famoso: hombres ricos, atractivos e influyentes que se han casado con otra. ¡Y, ésos, que yo sepa! Porque habrá habido otros, que tampoco se han casado con ella. Por miedo, supongo —agregó con una sonrisa.
—¿Miedo? —preguntó Jim. Era buen oyente y sólo hacía preguntas para demostrar que escuchaba.
Norton tenía la cabeza grande y la boca en proporción, por lo que su sonrisa siempre era amplia.
—Mira, Jim, es la mujer más arrogante y voluntariosa que conozco. Lo nuestro no es serio, desde luego, yo no soy persona importante. Por cierto, no pasa hora sin que use esta expresión. Para ella es muy importante ser importante, es esencial. Porque, si no puedes casarte con un hombre importante, ¿de qué sirve tener antepasados que fueron personajes de las obras de Shakespeare? ¿De qué sirve ver tu apellido en los mapas? Algunas de las tierras más valiosas del mundo llevan el nombre de su familia. Supongo que eso desquiciaría a cualquier mujer.
POCO DESPUÉS, NORTON se marchó de Quantum para reaparecer al cabo de un año en calidad del miembro del consejo de administración y dueño de un gran paquete de acciones, regalo de boda de su esposa. Evidentemente, Lady Margaret había decidido que, puesto que no podía encontrar a un hombre importante para sí, se fabricaría uno.
Norton reanudó sus almuerzos con Jim. No se veían mucho fuera de las horas de oficina, pero almorzaban juntos una o dos veces al mes. Era el rito de una amistad circunscrita; pero hasta las pequeñas cosas llegan a tener cierta entidad si se mantienen durante años. Ahora Norton se empeñaba en almorzar en Alexander's, un restaurante de Westminster que servía comida griega en un decoroso y rancio ambiente inglés; era un local lujoso y caro, frecuentado por gente importante, aunque pocos clientes tenían un porte tan digno como los camareros.
Antes del año, el consejo de administración de Quantum había elegido a Norton presidente y, poco después, director general. A los pocos meses, él nombraba a Jim director de ventas, con lo que ayudó a su compañero de almuerzos a subir varios peldaños de una vez.
—No me des las gracias, Jim —dijo rodeando con el brazo los hombros de su viejo amigo—. Si no podemos contar el uno con el otro, ¿con quién vamos a contar?
11. CUESTIÓN DE ESTATURA
TODO FUE BIEN hasta que la torre Quantum empezó a tambalearse a causa del desequilibrio de la economía mundial: la gente trabajaba por menos dinero en el Este que en el Oeste. A Quantum, que fabricaba sus ordenadores en Inglaterra y Escocia, el desastre llegó con la proliferación de la tecnología del microchip. Ya era tan fácil fabricar ordenadores como radios de transistores; en el Este, las cadenas de montaje automatizadas los hacían a manta y baratísimos, por quattro soldi, como se lamentó un directivo de Olivetti. Todas las grandes empresas del sector tenían dificultades, todas vendían cada vez menos y cada vez más barato. IBM perdía miles de millones al año, Olivetti, cientos de millones, y Quantum, más de cien millones.
Si los tiempos eran malos, Quantum tenía el presidente y director general idóneo para hacerlos peores. Quiso la fatalidad que el declive de la empresa coincidiera con la hipertrofia del ego de Jeremy Norton. Su propia sospecha de que se había casado por dinero y la altanería implacable de su esposa minaron su propia estimación y, al igual que tantos hombres y mujeres que se enfangan el alma para alcanzar la cima, tenía la imperiosa necesidad de verse a sí mismo como un ser superior, para el que no regían las normas. En resumen, la desastrosa combinación de duda de sí mismo y poder alteró su personalidad: empezó a darse mucha importancia y, con gran ayuda de sus subordinados, descubrió que era un gran hombre. El descubrimiento no pareció hacerle más feliz. Ahora se reía mucho menos y siempre estaba haciendo reformas en los despachos. El mármol rosa de los corredores fue idea suya. También dispuso que uno de los ascensores se destinara a uso exclusivo de la dirección. En todas las plantas, se sustituyó el pulsador de llamada de este ascensor por una ranura para tarjetas de plástico que sólo se distribuían a los jefes. Norton podía subir a su despacho y bajar al parking sin tener que tropezarse con los simples empleados. Desde que se sentía importante, tenía otro empaque. A veces, sin más ni más, su ancha cara se inmovilizaba con expresión de gran dignidad, como si estuvieran retratándolo. «¡Eh, Jeremy, que no soy fotógrafo!», le hubiera dicho Jim de buena gana. Pero ya habían pasado los tiempos en los que Norton encontraba gracia a las bromas a costa suya. Era imposible criticarle y hasta discutir con él. «La única conclusión que saca de cualquier discusión es la de que estás desafiando su autoridad», le dijo Jim a Lesley.
No obstante, Jim no podía evitar las discusiones: él era responsable de unas ventas en constante disminución. «Tenemos que cambiar de orientación —porfiaba con Norton cuando todavía no era tarde—. Hay que fabricar cosas que no se hagan masivamente en Taiwán.»
Hubieran podido superar la crisis. Los jóvenes de Investigación y Desarrollo de las plantas 8 y 9 realizaron una serie de inventos y perfeccionamientos que hubieran dado a Quantum una ventaja sobre la competencia. Entre otras maravillas, idearon una pantalla provista de un revestimiento especial que aumentaba la nitidez de la imagen y protegía de radiactividad al usuario. También perfeccionaron, varios años antes que nadie, un miniordenador con selector de tensión automático (una novedad incluso hoy) y una impresora por inyección que cabían en una bolsa de bandolera acolchada, lo que permitía utilizarlos en cualquier sitio, incluso en un avión, lo mismo que una máquina de afeitar eléctrica.
Pero Quantum nunca pudo ser la primera en comercializar una innovación en tecnología informática. Norton desechó la pantalla protectora aduciendo que la publicidad haría que el público mirara con prevención los ordenadores en general. «¿Y por qué vamos a tirar el dinero en una mejora que no podemos anunciar?», preguntó con aquel tono firme y sosegado en el que algunos miembros del consejo de administración veían gran prudencia y sabiduría y Jim había llegado a considerar como una mortífera mezcla de arrogancia, autosuficiencia y pusilanimidad.
Cuando se examinó el prototipo del conjunto de miniordenador e impresora en la reunión de directivos del martes por la mañana, Jim argumentó que, dado que el ordenador y el viaje se habían convertido en una forma de vida, la demanda del PC portátil tenía que aumentar forzosamente. Propuso comercializar el conjunto de ordenador e impresora como «la oficina de bolsillo». Cuando, cuatro años después, se les ocurrió la idea a los americanos, el combinado tuvo un gran éxito; pero, en el momento en que lo propuso Jim, Norton consideró que «si realmente existiera mercado para la oficina de bolsillo de Jim, americanos y japoneses ya estarían haciéndola».
—Aún no la hacen, pero la harán, y nos quitarán a los clientes —insistió Jim.
Norton levantó la mirada al techo, se quedó un rato contemplándolo y luego se volvió hacia Jim.
—Tengo que pensarlo.
«Tengo que pensarlo» eran las últimas palabras de Norton siempre que se hablaba de innovaciones. Lo curioso era que, cuando trataba de rehuir una decisión, adoptaba su aire más augusto. Le gustaban los atavíos del poder, el lujo y las reverencias y, temeroso de perderlos, no invertía en nada que no hubiera sido probado ya por la competencia. Lo pensaba hasta que ya era tarde. Naturalmente, le encantaban las ideas nuevas cuando todo el mundo creía en ellas. En cuanto el mercado estuvo inundado de ordenadores portátiles y de bolsillo y agendas electrónicas, dio el visto bueno para que Quantum los fabricara. Estos retrasos obligaban a hacer regulaciones de plantilla.
ÉSTOS SON DETALLES ÁRIDOS, que no hablan al alma, pero pueden contribuir a explicar la creciente sensación de impotencia e insatisfacción consigo mismo que aquejaba a Jim y que llegó a dominar su mente hasta hacer que se sintiera «mortalmente asqueado» según la manida pero gráfica expresión.
La última oportunidad de la compañía fue el minimolino. Era un pequeño molino de viento generador de electricidad, del tamaño de una antena parabólica, ideado por dos científicos de Cambridge, Mary y Jonathan Chisholm, marido y mujer, licenciados en física y química, respectivamente. Las centrales eólicas dotadas de multitud de altos molinos de viento eran ya tan numerosas en Gales y Escocia como en California; pero la particularidad del modelo de los Chisholm era su tamaño. Con poco más de medio metro de diámetro, podía proveer de electricidad a casas aisladas situadas en lugares de la costa y terrenos elevados del interior expuestos al viento, sin más gastos que el desembolso inicial para la compra del aparato. La energía que no se consumía directamente cargaba el acumulador que, con una potencia de cinco kilovatios hora, aseguraba el suministro en los días de calma.
Lionel Harron, jefe de Investigación y Desarrollo, hombre entusiasta y batallador, había estudiado en Cambridge con los Chisholm y mantenía contacto y amistad con ellos, lo que le permitió seguir el proceso de desarrollo del mini— molino, e instó a los inventores a ofrecer a Quantum la licencia de fabricación, a cambio de un tanto por ciento de los beneficios. El pequeño generador no presentaba dificultades técnicas, y para su producción podía equiparse una parte de la fábrica Quantum de Glasgow. Era una oportunidad ideal para diversificar, en un momento en que las ventas se habían estancado en el saturado mercado de la informática. Jim recurrió a toda su elocuencia para apoyar a Lionel Harron. Estaba convencido de que el aparato tendría un éxito espectacular que, al tiempo que ayudaba a mantener puestos de trabajo, fomentaría la utilización de energía no contaminante. Era una de las pocas veces que estaba seguro de poder hacer algo útil, y trató de convencer a Norton durante el almuerzo.
Como Jim sabía que Norton tomaría toda alusión al bien común o al interés de las personas que habían consagrado a la compañía la mayor parte de su vida profesional como una indicación de que el minimolino no era negocio, planteó la proposición desde una perspectiva práctica.
—Si despedimos a miles de profesionales de primera (de los menos buenos ya nos hemos librado), no podremos volver a levantar cabeza, Jeremy —dijo a Norton—. Si nos limitamos a hacer lo que hace todo el mundo, no volveremos a tener beneficios. Tenemos que adoptar la mentalidad de Henry Ford cuando empezó a fabricar su Modelo T. Es la única filosofía válida para una empresa de tecnología punta como la nuestra: producir algo nuevo, algo para lo que haya una necesidad universal no satisfecha. —Hablaba con énfasis, tratando de grabar el concepto en el cerebro de Norton—. Y un pequeño generador que puedes montar en el tejado de tu casa es ideal. No tendríamos competencia en todo el mundo para un producto que evitaría a millones de personas tener que pagar la factura de la luz. Además, atraería a clientes para los ordenadores.
—Es tentador, sí, muy tentador. Pero, dime una cosa, Jim... —Norton adoptó un gesto pensativo y sus mejillas anchas y sus facciones grandes compusieron una sonrisa triunfal—. Si tantas ventajas tiene, ¿por qué no lo ha comprado nadie, hmmmmm?
Jim levantó las manos en ademán de capitulación. Tenía la respuesta, pero le pareció más prudente guardársela.
TEÓRICAMENTE, TODAS las decisiones importantes se tomaban en las reuniones de directivos del martes por la mañana, que se celebraban en la sala de juntas, una pieza sin ventanas en la que los asistentes se sentaban alrededor de una larga mesa rectangular, respirando aire acondicionado. Cada uno de los hombres y la única mujer presentes tenía delante un bloc amarillo, un bolígrafo Quantum y una bandejita de plata con un vaso y dos botellines de agua mineral, con gas y sin gas. El propósito de las reuniones era que cada cual pudiera dar su opinión, a fin de adoptar de común acuerdo la decisión más conveniente. E1 futuro de miles de personas dependía de lo que dijeran o no dijeran, y Norton les apremiaba a exponer sus ideas. Quiero hurgar en vuestro cerebro», decía Norton jovialmente, pero lo que quería era oír un eco de su propia voz.
Los situaba ante el dilema moral que tan bien define George Jonas:
Todo acto entraña una elección final
a despecho de su complejidad
entre el silencio y la voz.
Desde luego, hacía tiempo que los ejecutivos que tomaban asiento alrededor de la mesa habían dejado de ver ante sí la posibilidad de elegir, incapacidad que traduce el verdadero sentido de la expresión «ceguera moral». Los que veían alternativas y tenían por costumbre discutir con Norton no duraban mucho, por lo que los supervivientes se alineaban detrás de él y se dedicaban a enumerar los obstáculos con que se encontrarían si trataban de hacer algo que no se hubiera hecho antes. Jim nunca cayó tan bajo. Él daba su opinión, aunque luego optaba por callar y mostrarse «buen perdedor» tratando de adoptar una expresión de conformidad, como si creyera que las opiniones de los demás eran tan buenas como la suya, si no mejores.
La reunión en la que se trató del minimolino tomó el rumbo que solían tomar tales reuniones, lo cual demostraba que aconsejarse con expertos cuyo cargo depende de la persona a la que han de asesorar, es tirar el dinero. Al principio, todos los asistentes se mostraron partidarios del proyecto, incluido el Número Dos, el director financiero, que creía poder disponer de tesorería suficiente para su financiación.
—Podríamos cubrir parte de los costes de desarrollo con el ahorro de electricidad que consiguiéramos aquí mismo —dijo Lionel Harron—. Una docena de molinos de viento en la azotea de la torre Quantum nos permitirían autoabastecernos de energía.
—Lo mismo puede decirse de los demás rascacielos. ¡Y ése sería otro gran mercado! —abundó Jim.
No obstante, una vez Norton, que incluso sentado los dominaba a todos con su corpulencia, empezó a pensar en voz alta en los peligros y dificultades del proyecto, sus objeciones fueron recibidas alrededor de la mesa con gestos de asentimiento y un murmullo de aprobación. Virginia Cunningham, la rubia y esbelta jefa del departamento Jurídico, que solía arengar a los grupos de feministas sobre la necesidad de introducir una perspectiva femenina en las salas de juntas de la nación, y que era la más obsequiosa cobista de Norton, se volvió inmediatamente hacia Harron:
—¿Realmente crees ser del todo objetivo en esto, Lionel? —preguntó clavándole el cuchillo con voz acariciadora y sonrisa acaramelada—. Pienso que quizá inconscientemente puedas dejarte llevar por el deseo de ayudar a tus amigos.
Lionel Harron, un fornido irlandés del Ulster, de mejillas coloradas y cejas hirsutas, tenía el genio vivo y respondió a la sibilina insinuación de Ms. Cunningham con un ataque frontal. Rebatía todas las objeciones con sentido común, pero con excesiva vehemencia. Sus gruesas cejas se movían como si tuvieran vida propia, creando un contraproducente efecto cómico.
—¡Sois estúpidos! —gritó, cometiendo el error definitivo de perder los estribos. En la gran empresa, toda exhibición de sentimientos y, sobre todo, de indignación, desacredita al que habla e invalida sus argumentos—. Este pequeño molino de viento es tan grande que podría incluso sustituir la energía nuclear. ¡Pensadlo! ¿Hasta cuándo vamos a estar generando residuos nucleares?
—¿Qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó Norton ásperamente. Miró a Harron de arriba abajo sacudiendo su gran cabeza con expresión de asombro—. Lionel, no me digas que tienes tanto interés en esto porque te ha picado la mosca de los residuos nucleares. Tú hablas de política, no de negocios.
—¡Hablo de crecimiento, de beneficios! —vociferó Harron, soltando un surtidor de saliva.
La reunión duró tanto que los presentes se bebieron toda el agua de los dos botellines. Estaban contrariados porque sabían que, si no adoptaban el proyecto del minimolino, habría despidos en masa. Pero comprendían que Norton estaba en contra y que, si insistían en contradecirle, los primeros despedidos podían ser ellos. Ganaban de ocho diez veces la media nacional y no tenían intención de renunciar a la buena vida, si podían evitarlo. Hubieran podido recitar a coro la poesía de Jonas:
No soy libre porque valoré
más la comodidad que la verdad.
—¿Y el ruido? —preguntó alguien con voz de preocupación—. ¿Sabemos el ruido que hace?
—¡Sí, el ruido! —exclamó el director de finanzas, agarrándose a la palabra para justificar su retirada.
—Como puedes ver, Lionel, no soy yo sólo —dijo Norton abriendo los brazos y mostrando las palmas de sus manazas en ademán de impotente resignación.
Harron ya tenía pensado pedir la jubilación anticipada si Quantum decidía renunciar a fabricar el generador, de modo que no se calló lo que pensaba del presidente.
—Sí que eres tú sólo, Jeremy. Siempre has sido tú sólo Tú estás hundiendo a la compañía.
Su acusación desató murmullos de protesta en toda h mesa, aunque no en el presidente, quien modestamente dejó su defensa a la apasionada elocuencia de Virginia Cunningham.
¿Por qué no puedo ser un héroe y decir a esa zorra que deje ya de lamerle el culo?, se preguntaba Jim. De todos modos, un pequeño acto de valor sí realizó: no defendió a Harron cuando éste empezó a insultar al jefe, pero tampoco le atacó.
Norton, apaciguado al ver al excitable irlandés reducido a una rabia incoherente, se sintió inclinado a la generosidad.
—Evidentemente hay buenos argumentos en las dos caras de la moneda —concluyó. Al igual que tantos otros presidentes, era muy aficionado a las frases hechas y las metáforas híbridas. Echó el sillón hacia atrás y se irguió en toda su estatura, dedicando a la mesa una ancha sonrisa de despedida—. Lo pensaré.
—DESPUÉS FUI a su despacho —le dijo Jim a Lesley por 1a noche. Cambiaban impresiones sobre la respectiva jornada mientras preparaban la cena. Jim limpiaba, pelaba, picaba, cortaba y rallaba hortalizas y Lesley hacía lo demás—. Pensé que valía la pena hacer otro intento, en privado. Le dije que no debía dejar que la excitabilidad de Harron le hiciera perder de vista lo esencial. Apelé a su vanidad. Le dije que, si el minimolino tenía éxito, podía valerle un título de nobleza, que Lady Margaret estaría contenta. Hasta le dije que esto debía pensarlo de verdad.
—Ahí no estuviste muy diplomático.
—Lo sé, metí la pata. Pero te pone frenético tratar de razonar con él. Me temo que ya sospeche que me considero más listo que él.
—¡Es que eres más listo que él! —dijo Lesley, convencida de que Norton debía aceptar los hechos.
—¡Sería mejor para todos que el más listo fuera él! De todos modos, no sé por qué me molesté. En una empresa en la que el presidente y el director general son una misma persona, los demás podrían renunciar a pensar.
—Recuerda que Norton me cayó mal desde el primer día —dijo Lesley.
—En un puesto sin importancia no tenía nada de malo, pero como presidente y director general es un desastre. Para él reflexión equivale a dilación. Antes de dar el salto, quiere que Dios le garantice que va a caer de pie.
—Reconoce que cuando se casó con Margaret cayó de pie.
—Su mujer le consiguió un sillón en el consejo. Eso no hubiera tenido consecuencias graves. Lo que lo hace peligroso es su estatura. —Jim dio tal cuchillada al nabo que estaba picando que lo hizo salir disparado—. La gente ve a un tipo alto y piensa que es un líder. Cuando miras su cara ancha, sus hombros robustos, sus manos grandes, lo último que pensarías es que ese castillo de hombre es estrecho de mente y pobre de espíritu. De no ser tan alto, nunca hubiera llegado a presidente ni a director general y, mucho menos, a las dos cosas.
—¿Cómo habéis quedado?
Jim mordió una zanahoria.
—Me ha dicho que lo pensará.
Norton estuvo pensando en el minimolino durante un tiempo y después llamó a los «exterminadores».
12. AMISTAD EJECUTIVA
NORTON DECIDIÓ SALVAR la empresa despidiendo gente. Aligerar la nómina le parecía una forma segura de salir de los números rojos. Contrató a una empresa de consultores de Nueva York especializada en la reducción de plantillas (una de las pocas ramas en expansión en aquel tiempo). Por recomendación de los especialistas, toda la fabricación fue trasladada a Corea del Sur, se cerró la planta de Birmingham y se convirtió la de Glasgow en centro de servicios. Al cabo de seis meses, de las catorce mil personas que trabajaban en los centros de producción que la Quantum tenía fuera de Londres, habían sido despedidas once mil.
Los consultores tenían fijada su llegada a la torre Quantum para el primero de junio. Lionel Harron y sus mejores colaboradores de Investigación y Desarrollo no los esperaron. Se marcharon a la empresa californiana que compró el minimolino. Los que quedaban parecían haber envejecido. El aire de la torre Quantum estaba envenenado de miedo. Tres mil personas asustadas fingían trabajar, mientras se preguntaban hasta cuándo tendrían un puesto de trabajo.
Jim estaba indignado por ellos. Cuando Lionel Harron se fue, él era el único de los directores que no utilizaba el ascensor de los jefes sino que subía y bajaba la torre Quantum con los empleados, por lo que podía hacerse una idea de lo que sentían. La gente le hablaba porque él escuchaba; con los años, había llegado a conocer a cientos de ellos lo suficiente como para saludarles por su nombre de pila. No hacía falta más para ser el director más popular de la empresa. Los demás se hacían antipáticos por la fría arrogancia con la que daban las órdenes.
Ante la inminente llegada de los consultores, Jim se veía rodeado dondequiera que iba. Todos querían saber qué posibilidades tenían: ¿cuántos de ellos saltarían? Jim estaba sorprendido y hasta conmovido por aquellas pruebas de confianza y por la convicción que demostraban de que él estaba de su parte. De todos modos, poco consuelo podía ofrecerles. «Me parece que también quieren prescindir de mí», mentía, para no poner una barrera entre ellos. Era una mentira plausible: los consultores tenían fama de eliminar a unos cuantos directivos, tanto para ahorrar dinero a la empresa como para preservar la moral del personal, demostrando que la crisis afectaba a todas las categorías.
EN NINGÚN MOMENTO Jim llegó a pensar que su cargo pudiera peligrar. Por lo que a su propia posición se refería, confiaba en Norton. Durante el último año, la compañía había trabajado gracias a los pedidos conseguidos personalmente por Jim, que había convencido a dos nuevos bancos árabes para que instalaran ordenadores Quantum y había comercializado más de tres millones de ejemplares de un programa Quantum diseñado según sus especificaciones, mejor dicho, las especificaciones de Lesley. Ella se lamentaba de que el ordenador tenía parte de culpa de la pésima ortografía de sus alumnos. «Los padres no ayudan, dicen que los chicos no necesitan aprender ortografía, que el ordenador ya corrige los errores —dijo—. Hasta los de último curso cometen faltas.» Jim pidió a Investigación y Desarrollo que idearan un programa pedagógico con una guía ortográfica que, antes de corregir un error, obligara al usuario a elegir entre varias alternativas. Con este nuevo programa, Jim vendió cuarenta mil ordenadores a los centros de enseñanza del Reino Unido. Su posición era inatacable: trabajaba de firme, se atenía a las normas y cultivaba la amistad de Norton. Estaban en inmejorable armonía, esto no había cambiado aunque ahora Jim aborreciera al presidente.
Jim tenía lo que se llama «conciencia social», le preocupaban el bien común, el derecho y la justicia. Mucho antes de decidir suicidarse, había matado a muchos canallas con la imaginación. No podía leer un periódico sin desear emprenderla a tiros con algunos de los protagonistas de las noticias. Y, cada vez que el personal le interrogaba, con la angustia y el miedo en la cara, sentía el vivo deseo de estrangular a Norton.
Pero seguía almorzando con él una o dos veces al mes, en su mesa del rincón del Alexander's.
Aquel reducto masculino con aire de club privado, con sus maderas oscuras y sus servilletas y manteles bordados, se había convertido en una parte de su pasado común, un monumento a su larga alianza. Lo mejor del establecimiento era el silencio. No se oía el guirigay de los concurridos restaurantes de moda. Estaban ocupadas todas las mesas, pero no había demasiadas, y estaban lo bastante separadas unas de otras como para que pudieras hablar sin que el de la mesa de al lado se enterase de lo que decías. Esto era crucial para Norton, que necesitaba desahogarse con Jim de sus penas conyugales. Tenía de sí mismo una doble imagen: por un lado, gran hombre y, por el otro, víctima indefensa de una esposa irritable, excéntrica, mandona y vieja.
—Que quede entre nosotros, Jim —dijo, dejando cuchillo y tenedor—, pero si tuviera que volver a vivir mi vida, me casaría con una mujer más joven.
Margaret siempre estaba cansada. No quería salir. No quería tomar hormonas. (Esta información fue acompañada de una mirada que insinuaba lo que Norton era demasiado caballero para decir con palabras.)
Jim se asombraba de lo mucho que Norton confiaba en él. ¿Porque era extranjero? ¿Porque no se relacionaban socialmente? Lo cierto era que Norton parecía necesitarle como a una especie de psiquiatra para la hora del almuerzo.
Almorzaron juntos la víspera de la llegada de los consultores, y lo natural hubiera sido que hasta Norton se hubiera preocupado sobre todo de la suerte de sus empleados, pero el principal tema de conversación fue otra vez Lady Margaret.
—Esto no se lo contaría a nadie más que a ti, Jim —dijo Norton después de un largo y triste soliloquio, interrumpido para dar cuenta de la lubina rellena de ostras—. ¡No entiendo qué me hizo casarme con ella!
La codicia, fue a apuntar Jim; pero Norton, con los años, había conseguido olvidar que su riqueza y su posición se las debía a su mujer. A veces le decía a Jim que no quería divorciarse porque ella se quedaría con la mitad de todo.
—Doce años no parecían mucha diferencia cuando ella tenía cuarenta bien llevados, pero ahora... Te contaré lo de anoche —prosiguió Norton, impaciente por exponer el caso que había estado preparando desde el principio del almuerzo. Pero entonces preguntó por Lesley, cambiando de tema mientras dos jóvenes mozos de comedor se afanaban en torno a ellos. Uno se llevó los platos con los restos del pescado y el otro cambió el mantel con la rapidez de un prestidigitador.
Jim estuvo tentado de felicitar al chico por su destreza —siempre le producía placer ver algo bien hecho—, pero no quiso perder la ocasión de llevar la conversación por el camino que él deseaba.
—Lesley está bien, sigue dando clase, todavía tiene la plaza segura —dijo.
Norton captó la insinuación y asintió varias veces, mientras su expresión se ensombrecía a cada movimiento.
—Es muy triste —comentó cuando se quedaron otra vez solos—. Si por lo menos los bancos nos hubieran dado tiempo para capear el temporal, hubiera podido evitarse todo este sufrimiento.
Jim recordó sus discusiones sobre la «oficina de bolsillo», el minimolino y la docena de innovaciones que Norton había rechazado, pero no dijo nada. Era lo bastante perspicaz como para comprender que la frase «¡Ya te lo advertí!» no tiene la menor utilidad.
En aquel momento llegaba su viejo camarero empujando el carrito del café y el postre.
—¡Ajá, nuestro ghalaktoboureko! —exclamó Norton en voz alta, para demostrar lo bien que pronunciaba el nombre del fino y crujiente pastel de crema almibarado—. Para mí un trocito pequeño, Charles —le dijo al camarero—. Corren malos tiempos y hay que ser morigerados —agregó sentenciosamente dirigiéndose a Jim—. Es el momento de apretarse el cinturón. Bien, mañana es el gran día. A propósito ¿está enterada la gente de la llegada de los consultores?
—No hablan de otra cosa.
—¿En serio? ¿Y qué dicen?
—Los llaman los «exterminadores».
Norton arqueó las cejas.
—¿De verdad? Pues no me parece la actitud más correcta —dijo con severidad mientras sus grandes mejillas se teñían de rojo—. No importa, una vez suprimamos a otras mil personas de la nómina, vendamos el edificio y nos mudemos a una oficina más pequeña, tendremos el tamaño justo para el volumen de negocio que realizamos.
—¿Mil personas? —preguntó Jim, consternado, al comprender que no podría salvar ni siquiera a muchos de sus colaboradores más íntimos—. Eso supone uno de cada tres empleados leales y trabajadores. De los otros ya nos hemos librado.
Los ojos azules de Norton le miraron sin pestañear.
—Jim, no irás a ponerte sentimental —dijo finalmente—. Los bancos no aceptarán menos.
Concentró su atención en el ghalaktoboureko,saboreándolo con deleite.
Jim casi no se dio cuenta de que comía el pastel: se preguntaba si en un mundo ideal Norton podría ser enviado al patíbulo por privar a la gente de su medio de vida, por autocomplacencia, frialdad, cobardía e incompetencia para su cargo. Y entonces aún no sabía que, mientras despedía a la mayoría de las personas que habían ayudado a forjar la empresa, Norton pensaba concederse otro aumento de sueldo de ciento cincuenta mil libras.
Después de saborear el último bocado, Norton se limpió los labios con la servilleta y la arrojó sobre la mesa.
—Me siento fatal —anunció solemnemente.
Jim abrió los ojos con aire de sorpresa. ¿Norton le habría adivinado el pensamiento? ¿O era posible que el presidente y director general tuviera remordimientos por privar del pan a toda aquella gente?
Charles, el solícito camarero, que se mantenía a cierta distancia, intuyó que algo fallaba, lanzó una mirada crítica a la mesa, se acercó, llenó las copas de efervescente agua Malvern, hizo una pequeña reverencia y se retiró.
—Quiero contarte lo de anoche —dijo Norton lúgubremente—. Ya sabes que Margaret no quiere ir nunca a ningún sitio. Hace desaparecer todas las invitaciones que llegan antes de que yo pueda verlas. Si le hablas de una reunión, te mira como si fueras un gusano. Cualquiera diría que no ha ido a una fiesta en toda su vida. En fin, ayer íbamos a salir a cenar. Me llevó toda una semana convencerla para que fuera a la cena de su propia hermana. Por fin dijo que sí, pero no paraba de quejarse de todos los sacrificios que tiene que hacer por mí. Fue un suplicio.
—¡Me lo imagino!
—Es un milagro que no me volviera loco de tanto oírla refunfuñar. Tardó dos horas en vestirse, porque a cada momento se paraba para lamentarse. Era la última vez, decía, la última vez que salía a cenar por mí. Por fin estuvo lista, ya íbamos a abrir la puerta, ya salíamos... Y entonces... no podía creerlo, ¡dio media vuelta y volvió a subir a su habitación! Yo subí tras ella, gritando un poco, qué pasa, qué pasa, por el amor de Dios, vámonos ya. No quiso. Había cambiado de idea. Le pregunté por qué. ¿Y sabes qué dijo? ¿Lo imaginas?
—¿Qué dijo?
Norton echó hacia atrás su gran cabeza pobre de pelo y alzó las cejas para dar más énfasis a sus palabras.
— Dijo: «¡Necesitaría hacerme la cirugía estética para salir de casa!» ¿Qué te parece?
—Tienes una vida muy aperreada, Jeremy —suspiró Jim, con aire de conmiseración. Pese a la indignación que sentía por el recorte de mil puestos de trabajo en la Torre, no quería hacer ni decir algo que pudiera hacer peligrar su amistad con el presidente y director general. Sólo mostraba su odio cuando estaba entre las cuatro paredes de su casa.
Hubiera sido preferible decir lo que pensaba. Entonces todavía estaba en forma, con veinte kilos menos. ¡Hubiera tenido que marcharse entonces! Sólo medio año de diferencia y hubiera dormido mejor durante todos estos meses. No hubiera engordado de este modo. Y nadie hubiera intentado atropellarle.
13. SI NO LO HACES TÚ LO HARÁ OTRO
—QUIERO QUE INTERVENGAS, Jim —dijo Norton sentándose detrás de su enorme mesa vacía—. Quiero que supervises el trabajo de los consultores. ¿Quién es prescindible? ¿Cuál es la gente que sólo nos cuesta dinero? ¿Quién es indispensable? No podemos dejar estas cuestiones vitales en manos de personas ajenas a la empresa. —Norton, fiel a su costumbre de mezclar las metáforas, todos los días dejaba cuestiones vitales en manos de alguien—. Los consultores harán el trabajo de batalla para que tú puedas dedicarte a tu labor principal, pero debes ayudarles a decidir quiénes no son necesarios en estos momentos. Tú has subido con la empresa, conoces al dedillo nuestra estructura y nuestros problemas. Quién se queda, quién se marcha: te encargo de la selección. Tú tendrás la última palabra, mientras saques del edificio a las mil personas que sobran.
Aquí no sobra nadie más que tú, pensó Jim. ¿Quién nos ha metido en este atolladero?
—Yo no puedo involucrarme. En mi calidad de presidente y director general, no puedo verme envuelto en una situación potencialmente conflictiva —declaró Norton con su voz más campanuda—. Pero sé que en ti puedo confiar plenamente, tú sabrás desenvolverte —agregó magnánimamente, como si otorgara una gracia.
Jim recordó a la joven llenita, chata y con el pelo negro y corto que parecía saber de antemano que él intervendría en la criba. Aquella mañana había salido del ascensor detrás de él y, cuando Jim le aseguró que no tenía nada que ver con los despidos, no le creyó y se empeñó en enseñarle la foto de su hijito de dos años. Mientras avanzaban por el pasillo, le dijo que su marido había perdido el empleo y que tenían dificultades para pagar los plazos de la hipoteca y del coche. Emily Chalmers se llamaba. Dada la lamentable situación de la compañía, lo más seguro era que se pudiera prescindir de Emily.
—Confío en ti, confío en tu criterio —prosiguió Norton—, confío en tu experiencia. Y, lo que es más importante, los empleados confían en ti. Tengo entendido que te tuteas con cientos de personas. Tomas sus ascensores. Te confieso que eso me pareció una afectación, pero todo tiene su utilidad. La gente te aprecia. Tienes más credibilidad que nadie de la planta de Dirección. Todos saben que, si pudiera evitarse, no despedirías ni a un solo empleado. Eres popular...
Soy popular, pensó Jim, la gente me aprecia y eso me convierte en la persona ideal para echarlos a la calle. En el despacho de paredes paneladas de madera había bastante distancia entre el sofá de piel en el que Jim estaba sentado y la mesa del presidente, pero su interlocutor pudo darse cuenta de su falta de entusiasmo.
—No tenemos dinero para pagar la nómina, Jim —dijo Norton en tono más apremiante—. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Declararnos en quiebra y dejar que todo el mundo pierda el empleo, incluidos tú y yo? Nuestro barco va sobrecargado y hay que echar por la borda a algunos pasajeros para no hundirnos todos. —Levantó el brazo derecho y barrió el aire ante sí—. Es un reto, Jim, un reto. Tú nos mantendrás a flote. ¡Esta triste operación no tiene por objeto eliminar puestos de trabajo, sino defenderlos!
—A propósito de barcos sobrecargados, ¿piensa Giles seguir con nosotros? —preguntó Jim con voz áspera.
La cara de Norton se endureció. Se levantó, se acercó al sofá y miró a Jim de arriba abajo, dando a entender que la pregunta le parecía improcedente. El primo de Lady Margaret ostentaba el título de «asesor especial para las relaciones con los medios de comunicación» y casi nunca se molestaba en dejarse ver por la torre Quantum.
—Pagamos a Giles lo que nos cuestan tres técnicos de mantenimiento —insistió Jim, sin darse por enterado del disgusto del presidente—. Quantum aún tiene fama de dar servicio al día. Si renunciamos a ella iremos a la quiebra.
Norton trató de tomarlo a risa. Fue una risa breve.
—¡Ya veo tu problema! También yo me libraría de Giles de buena gana, pero no podemos ofender a Margaret. A propósito, cuidado con sus parientes, no vayamos a despedirlos por equivocación. De todos modos, no son muchos. Tres, ¿verdad?
—Cinco. Los otros cuatro no tienen nada de malo, trabajan un poco; pero en la casa todos saben que Giles Orbiton cobra sesenta mil libras al año por dignarse visitarnos una o dos veces al mes. No puedes despedir a mil personas y conservar a Giles. Eso provocaría resentimiento entre el personal.
—No veo por qué —dijo Norton malhumorado, balanceándose sobre las plantas de los pies—. Giles no tiene nada que ver con ellos, no es uno de tantos. ¿Es que esa gente no puede ver la diferencia?
Jim trató de poner en su voz una nota de pesar.
—Me temo que no. Y, si ven alguna diferencia, no es en favor de Giles.
—Lo pensaré —dijo Norton con su acento más grave. Sus gruesas mejillas se tensaron cuando levantó la mirada al techo: señal de que preparaba una solemne decisión—. Hay que cuidar la moral y las relaciones públicas, en eso estoy de acuerdo. Quiero que hables personalmente con tantos despedidos como sea posible. Crcunstancias ajenas a nuestra voluntad nos obligan a prescindir de sus servicios, pero ello no significa que no valoremos su colaboración, su lealtad, etcétera, etcétera. Cuando les expliques que los bancos han dejado de prestarnos dinero para pagar los intereses de los créditos, lo comprenderán. Y puedes darles la seguridad de que les pagaremos todas las indemnizaciones que exige la ley. ¡Va a costamos una fortuna! —agregó con un suspiro—. Debes decirles que esto nos duele tanto como a ellos.
—Estoy seguro de que les servirá de consuelo —dijo Jim ásperamente.
Norton no pareció reparar en el sarcasmo de Jim.
—¡Te sorprendería! Estos consultores, que utilizan los más modernos métodos americanos, dicen que las palabras son importantes. En Birmingham y en Glasgow ni uno solo de los trabajadores recibió una nota de despido. No queremos que se sientan despedidos. Los descontratamos. Los desplazamos. No estarán parados, estarán disponibles.
—¡Eso es añadir la burla al daño!
—Puede que tengas razón. Tampoco a mí acaba de gustarme lo de descontratar —concedió Norton rápidamente—. Lo dejo en tus manos. Puedes ser tan educado y amable como quieras. Tienes total libertad para utilizar las expresiones que prefieras, mientras los eches.
—¡Gracias!
—Y, naturalmente, Seguridad tendrá que escoltarlos hasta la calle.
—¿Es que quieres sacarlos del edificio como a criminales?
—Los consultores dicen que actualmente es el procedimiento normal.
Jim no se hubiera sentido más indignado de haber oído que iban a acompañarlo a la calle a él. Pero la vehemencia desacredita cualquier argumento, por lo que respiró profundamente y procuró hablar con frialdad.
—¿Por qué someterlos a semejante indignidad? ¡Piensa en el efecto que eso tendría, no ya en los despedidos, sino en los que se quedan! No querrás desmoralizar a las personas que siguen trabajando para ti.
Norton se mostró impresionado.
—En eso tienes razón —dijo lentamente—. ¡Ya lo ves, necesitamos tu tacto! Tú puedes contribuir a hacer que el trance sea menos doloroso para unos y otros.
EN LAS OFICINAS, las noticias viajan más aprisa que la luz. Cuando Jim volvió a su despacho, encontró a la mitad de su personal en el antedespacho, alrededor de la mesa de la secretaria. Su llegada los paralizó. En sus caras se alternaban el pánico y la esperanza; le miraban como los niños miran al padre o a la madre, sin saber si va a darles un caramelo o un cachete. Al entrar, oyó que Ellie decía: «¡No os preocupéis, Jim protegerá a los suyos!» Pero también ella estaba asustada. Ellen Singer era una mujer gruesa y desgarbada, de cara abotargada y pelo castaño y escaso que no usaba gafas porque creía que no la favorecían; pero, por lo demás, era inteligente y eficaz. Al ver a Jim, el blanco de sus ojos gris pálido, ya sonrosado por efecto de las lentillas, enrojeció más aún, de miedo.
Jim envió a todo el mundo a trabajar e indicó con una seña a su secretaria que entrara en el despacho.
—¿Me va a dictar? —preguntó la mujer con una ansiedad que la hacía realmente fea.
Ellie solía decir que su madre le «había dado la vida dos veces. Una, cuando me parió, y la otra cuando me tiró del tren». Ellie, judía húngara, tenía dos meses cuando su madre la arrojó a un margen nevado desde el tren ganadero que la llevaba a Auschwitz. La niña fue recogida por un obrero ferroviario cuya esposa la crió con sus propios hijos. Su padre sobrevivió y la encontró dos años después, y él, su hermana Eszter y la pequeña Ellie, acabaron en Inglaterra.
Jim seleccionó a Ellie de la sección de mecanografía en recuerdo de su propia madre que también era húngara.
—Ellie, ¿cuánto tiempo hace que trabajamos juntos? —le preguntó.
—Veintidós años al final del verano.
—Entonces, ¿de qué diablos se preocupa?
—Bueno, quizá usted desee cambiar.
—¿Cómo está su padre?
La vida privada de Ellie consistía en cuidar de su padre enfermo.
—Mal. Cada vez peor.
—Lo siento. Déle recuerdos y dígale que su empleo está asegurado. Por lo tanto, ¿le importaría dejar de mirarme como si fuera a degollarla?
Cuando ella se fue, Jim estuvo un buen rato quieto detrás de su mesa, mirando sin ver la vista panorámica del Támesis, Somerset House y la cúpula de San Pablo.
Le sorprendía lo mucho que le desagradaba sentirse temido.
—¡DESCONTRATADOS! —COMENTÓ Lesley por la noche—. Es un crimen lo que hacen con el idioma.
—Por más que cuides el lenguaje, ¿cómo le dices a una persona que está de más? —preguntó Jim, abatido.
Lesley sacudió la cabeza.
—No hay manera. Es como pedirles que se dejen morir. No importa cómo lo expreses.
—Gracias; eso me anima mucho.
—Es terrible. ¿Por qué no te despides? Márchate mañana.
—¿Adonde quieres que vaya? No hay mucha demanda de ejecutivos de más de cincuenta años.
Quedaron en silencio un rato, calculando mentalmente ingresos y gastos, y atascándose al pensar en la hipoteca.
Lesley se apartó del fogón y dio la vuelta a la mesa de la cocina para besar a Jim en la nuca.
—Quizá puedas hacer algo bueno. Podrías librarte de esa zorra que está siempre bailándole el agua a Norton.
—¡Virginia Cunningham! ¡Aaaaaaahh! —dijo Jim levantando el cuchillo cebollero—. Tendremos que despedir por lo menos a un jefe de sección, y ella es ideal. También conseguiré eliminar a Giles Orbiton, aunque sea lo último que haga.
La perspectiva de poner en la calle a aquellos dos fue ana inyección de alegría.
—De todos modos, es mejor que te encargues tú que otra persona.
—¡Sí, eso es cierto! —dijo Jim agarrándose a la idea—. Por lo menos, podré proteger a la gente de insultos y humillaciones innecesarios. Alguna diferencia supondrá.
UN PAR DE SEMANAS después, Colin Beckford, un joven subjefe de contabilidad, que había sido despedido con la aprobación de Jim, se fue en el coche al cottage de la familia en la Isla de Wight y se ahorcó. Lo encontraron en el suelo del garaje con la mitad de la cuerda de saltar de su hija atada a1 cuello; la otra mitad colgaba de una viga.
14. TIEMPOS DIFÍCILES
DURANTE LOS SIETE MESES que precedieron a su propio despido, Jim dio el cese a novecientas cincuenta y ocho personas. Los exterminadores, que confeccionaban las listas de las víctimas para su aprobación, trabajaban en los dos despachos de la planta de Dirección contiguos al suyo. Eran catorce, todos ellos jóvenes, como los médicos de las salas de cáncer de los hospitales. Despedir a gente es tarea de jóvenes. Jim no tenía su temple y le resultaba difícil circular por la torre Quantum. Tanto los viejos colegas como personas a las que sólo conocía de vista, se acercaban a preguntar por Lesley y cuándo podrían almorzar juntos. Parpadeaban, bizqueaban y movían los labios con extrañas convulsiones. Hasta los perfectos desconocidos le saludaban ahora con sonrisas amistosas y angustiadas. Los había que, con un simple «¡Buenos días!», conseguían hacerle llegar el mensaje de que tenían una fuerte hipoteca y, si perdían el empleo, perderían la casa.
Un día volvió a coincidir en el ascensor con Emily Chalmers, la joven madre que le había abordado para enseñarle la foto de su hijo. Ahora le saludó como si fueran íntimos amigos.
—¡Me alegro mucho de que se encargue usted de la reestructuración! —le dijo con una brillante sonrisa de entusiasmo.
Jim la saludó moviendo la cabeza y sonrió sin decir nada. No quería mostrarse ni muy amistoso, para que ella no se hiciera ilusiones, ni muy frío, para no asustarla.
—He tenido suerte. Ahora soy la secretaria de Mr. Nicholson.
Jim frunció las cejas. El traslado no podía ser más desafortunado. George Nicholson era su director adjunto, y se había acordado despedir a todos los directores adjuntos y a sus secretarias. ¿De qué sirve una secretaria sin el jefe?
—¿Y el antiguo secretario de George? —preguntó.
—¿Alex? Optó por la baja voluntaria.
Jim trató de aparentar despreocupación.
—¿Su esposo todavía no tiene trabajo?
Instantáneamente, la cara afable y redonda de Emily Chalmers quedó blanca y demudada.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada en particular. Simple curiosidad.
—¿No me lo preguntará porque...? —empezó ella, pero se quedó sin voz.
—¡Nada de eso! —dijo él, irritado con aquella mujer que le obligaba a mentir. Las puertas del ascensor se abrieron en la planta de Dirección y Jim fue a salir, pero ella le cerró e1 paso con la fuerza de una histeria súbita, arrimándole la;ara y empujándolo hacia atrás con sus grandes pechos.
—Le enseñé la foto de mi hijo, y me dijo que era un chico muy guapo —suplicó en tono de reproche y con un temblor de desesperación en la voz—. Usted no me engañaría, ¿verdad? ¿No querrá que el niño vaya a parar a un albergue?
Él contestó que no.
Ella, al tranquilizarse un poco, descubrió que lo tenía acorralado con su cuerpo y retrocedió, colorada. Pero las puertas ya se habían cerrado y el ascensor volvía a bajar.
Fue la última vez que Jim se dejó atrapar por una madre angustiada. En lo sucesivo, para evitarse encuentros violentos, utilizó el ascensor de los directivos.
¿ERA RESPONSABLE del suicidio de Colin Beckford?
Beckford dispuso de toda una tarde para vaciar su mesa. Nadie lo azuzó ni le metió prisa; Jim había conseguido evitar a la gente la humillación de ser escoltados hasta la calle, Beckford fue tratado con la misma consideración que todos los que llevaban más de cinco años en la empresa. Jim habló con él durante más de media hora, le enseñó los gráficos del descenso de las ventas y del precio de las acciones, la exigua cartera de pedidos y el libro balance, y le prometió ayudarle a conseguir la mejor combinación posible de medidas de compensación. Le dio la carta de recomendación que había redactado, y llamó a Ellie para que la rectificara, cuando Beckford pidió que se hiciera constar que él nunca fue un empleado de los «de nueve a cinco», sino se quedaba a trabajar hasta tarde cuando era necesario sin que se lo pidieran. «Por favor, ponga también que no bebo ni fumo», dijo aquel muchacho pálido mirando a Jim con unos ojos azul intenso.
A pesar de que disponía de un presupuesto limitado para ello, Jim le ofreció a Beckford una asesoría de reciclaje; pero a Beckford sólo le hubiera interesado si los asesores hubieran podido sugerir buenos puestos de trabajo para quienes se reciclaran. En realidad, Jim se mostró más amable con él que con otros muchos, después de ver en el expediente que Beckford era padre de una niña de cinco años y que su esposa ambicionaba mucho para él.
—Si su esposa lo lleva mal, dígale de mi parte que está usted entre los diez primeros que readmitiríamos si mejorase la situación —dijo a Beckford mientras lo acompañaba a la puerta—. Pero probablemente ya tendrá un empleo mejor. Usted es joven, inteligente y capaz, y tiene que abrirse camino. Pero, si a su esposa le cuesta encajarlo, dígale que me llame.
Jim no vio a la esposa y la hija de Beckford hasta el día del entierro. Mrs. Beckford, rubia, alta y con el pelo rizado, no quiso darle la mano. La niña, al lado de su madre, con un elegante vestido negro y zapatos de charol, miraba fijamente a Jim con unos ojos tan azules como los de su padre.
JIM TRATÓ DE ALIVIAR su conciencia convenciendo a Gerald Lacey, el jefe de los exterminadores, un tipo grueso de veintiséis años, para que le recomendara por escrito el despida de Virginia Cunningham y Giles Orbiton. Jim aprobó rápidamente ambas propuestas. Norton lo llamó a su despacho para poner objeciones.
—Un hombre bueno se ahorcó porque lo despedimos para ahorrar dinero —dijo Jim con firmeza—. No podemos seguir pagando a Giles un buen sueldo por no hacer nada. ¿Quieres que todos los de la casa nos aborrezcan? ¿O quieres ser asesinado?
—¡Qué dices!
—Se dan casos en los que una persona que ha sido despedida vuelve a la empresa con un arma.
—¡Eso será en América! ¡En tu país! Esto es Inglaterra. Aquí no tenemos esa clase de violencia —dijo Norton tajantemente—. De todos modos —agregó adelantando las manos con las palmas hacia afuera en ademán de rechazo—, yo no intervengo en la reestructuración, no tengo nada que ver. Es responsabilidad tuya.
—Bien, eso tenía yo entendido. En cuanto a Virginia Cunningham, en su mismo departamento tenemos elementos mejores que ella, y recuerda que tú aún estabas indeciso con lo del minimolino cuando su intransigencia cerró el camino a cualquier posibilidad de acuerdo. El precio de las acciones de la empresa de California que lo compró se ha duplicado sólo por los rumores. ¿Lo has leído? La buena de Virginia nos costó una fortuna.
Norton se echó hacia atrás en su sillón, adelantó su maciza mandíbula y frunció los labios con gesto pensativo.
—En eso tienes razón —dijo al cabo de un momento—. Yo todavía estaba pensándolo.
EN SU VIDA, Jim había despedido a muchos subordinados suyos, por incompetencia, absentismo, irresponsabilidad o desidia; sabía reprimir la compasión para quienes no la merecían. Pero despedir a gente buena era diferente. El día en que se enteró del suicidio de Beckford, tomó dos almuerzos y tres raciones de pastel de manzana con crema de leche para postre. Así empezó a acumular veinte kilos de sobrepeso. Cuando estaba nervioso, le daba por comer, y ahora comía como nunca, entregándose a la comida como otros se dan a la bebida.
John Howe fue otro fracaso. John era un forzudo mozo de reparto que llevaba quince años en la empresa. Parecía que se tomaba el despido a la ligera, porque le dijo a Jim que aquello no le preocupaba.
—Me importa un carajo. ¿Y por qué había de importarme? Vale más que cobre el subsidio y me divierta mirando vídeos, ¿no le parece? No; no quiero otro trabajo. Tampoco iba a durarme. Hoy lo único que quieren las empresas es echar a la gente, ¿no? Así es como esperan prosperar. Los patronos imaginan que pueden hacer que las empresas marchen solas. De ahí viene la crisis, ¿no? ¿A usted le parece que esto es lógico?
—No espere de mí una discusión —dijo Jim.
—No es que yo entienda mucho de estas cosas, no he estudiado economía, pero a ver si puede usted decirme cómo va a prosperar la industria si todos nos quedamos sin trabajo. ¿Quién comprará los productos?
—En eso tiene razón, John, tiene razón.
—Da gusto que te comprendan, muchas gracias —dijo John tendiendo la mano—. A lo mejor un día nos vemos en el bar o por ahí. No les guardo rencor.
Howe salió del despacho de Jim de buen humor, volvió al almacén a recoger sus cosas y empezó a destrozar ordenadores. Cuando sus compañeros consiguieron reducirlo, había destruido máquinas por valor de cuarenta mil libras.
Norton, informado del incidente, se presentó en el despacho de Jim para refocilarse.
—¡Y a ti que te preocupaba herir los sentimientos de la gente! —dijo con una sonrisa de triunfo—. ¡Tendría que cargártelo en cuenta! Y, a propósito, Giles se queda.
A la mañana siguiente, Jim encontró a seis jóvenes desconocidas esperándole en el despacho de Ellie. Todas tenían la cara ancha e inexpresiva, sonrisa impersonal y llevaban el pelo muy corto e idénticos conjuntos de chaqueta y pantalón gris. Aquella uniformidad resultaba inquietante. La más corpulenta del grupo, que parecía la jefa, saludó a Jim con una leve inclinación de cabeza y un escueto «Buenos días».
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Jim, sintiendo una inmediata antipatía.
—Somos el personal de escolta —respondió la jefa con voz profunda y vibrante de orgullo profesional.
—¡El personal de escolta! ¿Y qué hacen en mi despacho?
—Perdón, Mr. Taylor, debí informarle de antemano —se disculpó Gerald Lacey, el orondo y joven jefe de los exterminadores entrando apresuradamente. Explicó que las escoltas trabajaban por parejas, que todas eran cinturón negro de karate y que llevaban el pelo corto para que nadie les tirara de él si había pelea.
—Utilizamos a estas encantadoras señoritas para quitar hierro a la situación —sonrió—. No obstante, pueden ponerle a la gente en la calle en un santiamén.
—¿Qué quiere decir ponerme? —protestó Jim—. Que se marchen. Ahora.
Las escoltas escuchaban impasibles, con la mirada ausente, como si fueran ajenas a la discusión.
Lacey levantó las manos con ademán de resignación, pero siguió sonriendo para dar a entender que, personalmente, a él le daba lo mismo.
—Sí; ya dijo Mr. Norton que usted pondría objeciones, pero no podemos permitir que ocurra otro incidente como el de ayer. Estas señoritas forman parte del proceso, Mr. Taylor.
—Creí que yo me encargaba de esto.
—Sí; Mr. Norton confirmó que usted se encarga, salvo por lo que respecta a este punto.
Jim estaba blanco de ira. ¡Y ni aun entonces se fue! Éste era otro de los momentos que rumiaba en Florida; su recuerdo le hacía desear la muerte.
SI SE HUBIERA IDO entonces, no hubiera tenido que ver a su subdirector destrozarse las manos. George Nicholson estaba en la cincuentena, lo mismo que Jim, pero conservaba una cabellera espesa y negra, sin apenas canas. Anne, su esposa, trabajaba en una asociación benéfica, y tenían dos hijos que estudiaban en la universidad. Jim había elegido a George para el cargo hacía ocho años y no tenía queja de él.
Mientras Jim le explicaba que se habían suprimido los puestos de todos los subdirectores y que él nada podía hacer, Nicholson permanecía inclinado hacia adelante en el sillón, con los codos apoyados en las rodillas y mirando al suelo. Se frotaba las manos, flexionando y acariciando sus dedos largos y huesudos, como si estuviera fascinado por ellos mientras hablaba de otra cosa.
—Cuando el negocio va mal, hay que despedir gente, eso está claro —dijo con entereza—. No tienes que darme explicaciones, Jim, lo comprendo.
Jim exhaló un suspiro de alivio y le dio las gracias.
—George, a veces pienso que tú y yo somos las únicas personas inteligentes del edificio.
—Lo comprendo. Pero, dime, ¿por qué yo? —Nicholson levantó la cabeza para mirar a Jim a los ojos—. ¿Por qué yo, Jim?
—¡Todos hacen la misma pregunta! —exclamó Jim.
Nicholson se asió el pulgar derecho con la mano izquierda como si quisiera arrancárselo.
—Yo no he trabajado sólo por dinero, Jim, sino por la casa. Y no me refiero a la Quantum sino a la gente, a ti, a los otros. Creí que yo formaba parte de esto. —Se le hinchaban las venas del cuello, de la fuerza con que se tiraba de los dedos, tratando de descoyuntarlos uno a uno—. ¡Aquí me sentía como en mi casa! —gritó.
¡Déjalo ya, o te vas a hacer daño!, quería decirle Jim, pero le violentaba hacer una observación que pudiera sonar a reproche. Parecía más discreto no decir nada y hacer como si no lo viera. De todos modos, si los dedos le dolieran realmente, George lo dejaría, pensaba Jim. El dolor le avisaría a tiempo. Meses después, cuando lo despidieron a él y tuvo la curiosa sensación de estar completamente disociado de su cuerpo, comprendió que Nicholson hubiera podido dislocarse todos los dedos sin darse cuenta.
Finalmente, Nicholson se dejó en paz los dedos y se puso en pie. Jim lo acompañó a la puerta, pero su ex adjunto se resistía a salir.
—He visto a esas brujas en el despacho de Ellie —suspiró—. Esperan para acompañarme hasta la puerta, ¿verdad?
—Yo las había vetado, pero cuando John Howe destrozó cuarenta mil libras en ordenadores quedé desautorizado.
—Son gente de fuera, ni siquiera conocen la Torre, ¡y yo me siento aquí como en mi casa! —se rebeló Nicholson, sin decidirse todavía a abrir la puerta.
—Yo me opuse y luché contra eso, George, es estúpido y denigrante.
—¡Esto son las gracias por veintidós años de servicio!
—Créeme, George, si de mí dependiera, preferiría perder unos cuantos ordenadores que humillar de este modo a la gente.
—Ya sé que tú te limitas a obedecer órdenes —dijo Nicholson con sarcasmo. El desprecio que sentía por Jim le dio valor, aspiró profundamente, abrió la puerta y salió.
Dos escoltas de traje gris se pegaron a Nicholson y lo acompañaron al que había sido su escritorio, observaron cómo recogía sus efectos personales, comprobaron que no se llevaba carpetas y vigilaron que no dañara la propiedad de la empresa, tomaron sus llaves de puertas, ordenadores, copiadoras y archivadores y lo sacaron rápidamente del edificio, sin darle tiempo para hablar con sus compañeros. Todo el proceso duró unos veinte minutos.
MÁS ADELANTE, CUANDO Norton decidió demorar indefinidamente el pago de las indemnizaciones, aduciendo falta de dinero, Jim no veía cómo iban a poder salir adelante los despedidos. Estaba seguro de que el suicidio de Colin Beckford no sería la última mala noticia, y se preguntaba quién sería el siguiente en ceder a la desesperación.
Cada vez le resultaba más difícil concentrar la atención en lo que estuviera haciendo.
Aparte de «reestructurar» la compañía, tenía que seguir dirigiendo las operaciones de marketing, para lo que contaba cada vez con menos gente. Su cabeza no siempre estaba por la labor. A veces, en una reunión, descubría de pronto con un sobresalto que no tenía idea de qué se hablaba. Estaba pensando en Colin Beckford, o en George Nicholson, o en el viejo contable que se le había desmayado en el despacho. O sentía lástima de sí mismo. «He desperdiciado la mayor parte de mi vida en ganarme la vida», se decía con amargura, y no obstante seguía desperdiciándola porque tenía que quedarse trabajando hasta muy tarde para poner los papeles al día.
Le parecía que la gente empezaba a despreciarle. Ya nadie le sonreía, excepto Ellie y Emily Chalmers, a la que había tomado de segunda secretaria, para que ayudara a Ellie con el trabajo extra.
Norton canalizaba todo el resentimiento hacia su viejo amigo, diciendo a todos que él nada tenía que ver con la reestructuración, que todo estaba en manos de los consultores que le habían impuesto los accionistas, y que Jim era el único directivo de Quantum que intervenía en el proceso. Para distanciarse más todavía, se tomó unas largas vacaciones. Jim tenía que soportar toda la hostilidad y amargura de la gente. Adondequiera que iba, se sentía envuelto de un helado ambiente de miedo y odio. Cuando intuía que alguien andaba detrás de él sin hacer ruido en la gruesa moqueta del corredor, rompía a sudar de angustia y tensaba los músculos de la espalda, esperando sentir el impacto de] cuchillo o la bala.
Teatro, ópera, conciertos, todo se olvidó, y ni en casa podía relajarse. Era incapaz de leer un libro. A las pocas páginas, se levantaba a buscar otro en la estantería. Lesley dejaba a la vista fuentes de zanahoria cruda y apio y llenaba el frutero de manzanas, pero él ni miraba los vegetales y se iba a la nevera, en busca del helado o del pastel de queso que había comprado al venir. Se sentaba a la mesa de la cocina y se comía todo un pastel de queso o un cartón entero de helado de chocolate, cavando su tumba con los dientes, como el personaje de los Cuentos droláticos de Balzac. Dormía poco o nada, pero cuando dormía era peor, porque soñaba. ¿Son profecías los sueños? Soñaba que iba conduciendo el BMW y el coche estallaba. Veía volar por los aires su cabeza, sus brazos, sus pies, todavía con los calcetines y los zapatos, entre el volante, las ruedas y trozos de chatarra. Era una pesadilla que se repetía una y otra vez, incluso cuando ya había despedido a todo el personal sobrante.
Cuando le atacaron realmente fue sin explosivos. Una mañana de noviembre, delante de Collingham Court, al bajar de la acera para cruzar la calle hacia su coche, se le vino encima un Granada blanco que estaba parado en la esquina con el motor en marcha. Jim saltó hacia atrás, pero el coche siguió su movimiento y lo alcanzó. En la fracción de segundo que precedió al atropello, Jim vio la cara del conductor. Era la viuda de Colin Beckford.
Cuando recobró el conocimiento, en la sección de Traumatología del Chelsea & Westminster Hospital, una mujer policía estaba inclinada sobre su camilla y le preguntaba si recordaba algún detalle del coche o del conductor fugado.
—No vi nada —contestó.
15. LA DESPEDIDA
JIM SUFRIÓ CONMOCIÓN, trauma, cortes y magulladuras y, cuando no era sometido a pruebas en uno u otro departamento del hospital, permanecía en la cama, en un cubículo inpidual en el que se libraba de la maldición de las salas hospitalarias: el parpadeo y el ruido constantes de la televisión. No tenía más que volver ligeramente la cabeza para ver las nubes surcar el cielo de noviembre. En cuanto Lesley se marchaba, ya empezaba a echarla de menos.
Una tarde fue a visitarle Norton. Casi no cabía en el cubículo. Al ver que para sentarse no había más que una sillita de plástico, decidió quedarse de pie. Como sabía lo goloso que era Jim, le llevaba una gran caja de bombones belgas surtidos hechos a mano, con un suntuoso envoltorio de Fortnum's. El regalo horrorizó a las enfermeras.
—¿Así que no tienes idea de quién lo hizo? —preguntó dejando caer el abrigo encima de la cama.
—No; perdí el conocimiento.
Era evidente para Norton que el atacante tenía que ser un ex empleado resentido, y que Jim, bien asesorado, podía exigir a Quantum una fortuna en concepto de daños y perjuicios.
—Un conductor borracho, seguramente —apuntó con deliberada indiferencia.
—Esta vez, no.
—¿Cómo lo sabes? ¡No lo viste! Tuvo que ser un borracho. O alguien que perdió el control del coche. Nadie tiene motivos para matarte.
Jim miró a Norton con muda sorpresa.
—¿Por qué iban a querer matarte? —preguntó Norton con impaciencia.
Jim no dijo nada. Se preguntaba durante cuánto tiempo podría Norton mantener aquella pose de ignorancia e incredulidad. Por Ellie sabía que el presidente ya no utilizaba su Rolls beige sino un Ford blindado, con cristales antibalas, el coche de su guardaespaldas, un ex sargento de policía al que contrató en cuanto se enteró del atentado contra la vida de Jim.
—¡Qué calor hace aquí dentro! ¿Es que no pueden abrir las ventanas? —se lamentó Norton, para cambiar de tema, pero en cuanto lo hubo dicho advirtió que, efectivamente, estaba sudando, y se aflojó la corbata y desabrochó la americana.
—Resulta que hemos traicionado a un montón de gente, ¿no? —dijo Jim al fin.
El cubículo no tenía puerta, sólo una cortina, y Norton, involuntariamente, volvió la cabeza para ver si alguien les escuchaba.
—¿Traicionado? ¿Traicionado? —repitió dominando la irritación y manteniendo baja la voz—. ¿Se puede saber qué ideas son ésas? En primer lugar, todo este asunto ya pasó, está olvidado. ¡No comprendo por qué te empeñas en seguir machacando! En segundo lugar, ¿cómo puedes hablar de traición sabiendo que pensábamos indemnizar a todo el mundo? Me preocupas. ¡Quizá sí que estés realmente mal, después de todo! —estalló, cuando la indignación le hizo olvidar que aquello era lo último que deseaba decir.
—Es posible. Todavía están buscando lesiones.
—¡Vamos, vamos, no digas eso! Lesley dice que dentro de un par de semanas estarás como nuevo. No me preocupas en absoluto —declaró Norton con su vozarrón mientras pensaba que, aunque Jim se recuperara físicamente, un abogado hábil podría alegar daños psicológicos e inventarse secuelas.
¡No, no! Jim tenía que estar sano y creerse sano, o no firmaría la declaración.
—Tienes razón, chico —dijo quitándose la americana y dejándola encima del abrigo—. Incluso ahora me cambiaría por ti. ¡Tú no tienes una esposa que ha cruzado las piernas definitivamente! ¿O sí?
Jim no contestó. Los enfermos no tienen obligación de hablar.
—¡Ay, Jim —suspiró Norton—, soy como el toro que escarba en el suelo! ¡Debí casarme con una mujer que tuviera doce años menos que yo, no doce años más! ¡Dios, lo que yo daría por una esposa joven! —exclamó, olvidando que tenía cincuenta y tantos años. Ni siquiera la calva le preocupaba; la consideraba signo de virilidad.
Siguió lamentándose hasta que le pareció que Jim no podría menos que compadecerle y firmar la declaración que había traído consigo.
—Es sólo para tranquilizar al consejo —dijo tendiéndole el papel, la estilográfica y una revista a modo de soporte— Sé perfectamente que no hay nadie más leal a Quantum que tú, Jim, pero algunos de los consejeros están paranoicos.
La declaración consistía en una carta dirigida a Norton por Jim, por la que éste eximía a Quantum de cualquier responsabilidad en el «accidente» y renunciaba a pedir compensación. Jim, que no pensaba demandar a nadie, firmó rápidamente.
—Sabía que no me defraudarías —dijo Norton, guardando el papel en el bolsillo interior de la americana—. Ahora lo que te conviene es descansar.
—Estoy cansado, lo reconozco. Duermo mucho.
—Bien, te debemos tres semanas. Tómate unas buenas vacaciones de Navidad y Año Nuevo en un lugar soleado. Te mereces un descanso. Quiero que vuelvas en plena forma. Has hecho un excelente trabajo, Jim, redujiste gastos con tanta eficacia que casi hemos equilibrado las cuentas. Has salvado a la compañía.
DESGRACIADAMENTE PARA JIM, lo mismo pensaban cuatro de los miembros del consejo de Quantum que representaban a accionistas corporativos. Poco antes de Navidad, invitaron a Norton a almorzar en el Savoy para decirle que temían que tuviera que soportar una carga excesiva y que no deseaban que un infarto lo arrebatara a la compañía en la flor de la vida. ¿Qué le parecía la idea de nombrar director general a James Taylor, para que él, Norton, quedara libre del fárrago de la tarea diaria? Seguiría siendo presidente y tendría mucho más tiempo para la labor creativa de diseñar la política de la empresa a largo plazo.
—¿Ha sido idea de Taylor? —preguntó Norton—. ¿Se ha ofrecido él?
—No, no, en absoluto —respondió uno de los consejeros que representaba un fondo de pensiones—. Se nos ocurrió al repasar las cifras. Él no sabe nada. Antes hemos querido hablar con usted.
Norton pareció complacido por la sugerencia.
—Debo felicitarles, caballeros; pocos de nuestros directivos se toman la molestia de estudiar mis informes —dijo jovialmente mientras sus ojos lanzaban destellos de aprobación hacia cada uno de los cuatro hombres a los que en adelante miraría como enemigos—. Estoy de acuerdo al cien por cien. Taylor es el hombre ideal para ayudarme a soportar la carga. —Tenía un montón de cosas que decir en favor de Jim antes de que su ancha cara se ensombreciese—. La única duda es si su accidente tendrá secuelas. Estoy seguro de que recuperará sus facultades, pero un golpe en la cabeza... Necesitaremos algún tiempo para cerciorarnos.
Cuando volvió a su despacho y hubo cerrado la puerta, se puso a pasear por la alfombra maldiciendo a su antiguo amigo. Podría ser que Jim no tuviera nada que ver con el asunto, pero no por ello era menos peligroso. ¡Había albergado a una víbora en su seno!
JIM SÓLO ESTUVO diez días sin ir al despacho, pero aun así encontró mucho trabajo atrasado. Ya no tenía director adjunto y con frecuencia tampoco tenía a Ellie, cuyo padre se estaba muriendo en el hospital. Emily Chalmers, la que fuera secretaria de George Nicholson, hacía lo que podía, pero era nueva en el puesto. Cuando Ellie le pedía un día de permiso para estar con su padre, a Jim ni se le ocurría negárselo, pero cuando el anciano se murió por fin y ella volvió a trabajar con regularidad no pudo menos que sentir alivio.
Los Taylor salían para Florida el 24 de diciembre por la mañana. La tarde del 23, Jim dio una fiesta al personal de su sección, les deseó feliz Navidad y Año Nuevo y entregó a cada uno un regalo, elegido por Lesley.
—Me alegro de que tome usted las riendas durante estas tres semanas —le dijo Jim a Ellie—. Así no tendrá tiempo para llorar.
A las tres los envió a todos a casa, para que pudieran hacer sus compras, y dedicó el resto de la tarde a repasar papeles, para comprobar que no había pasado por alto nada urgente. Después de dejar en el dictáfono más instrucciones y unas cuantas cartas para Ellie, finalmente, con un suspiro de alivio, salió del despacho. Pensaba que lo peor de su vida profesional quedaba atrás y que, cuando regresara, podría dedicarse a hacer un buen trabajo para levantar la compañía.
A eso de las seis y media, estaba en el corredor, esperando el ascensor para bajar al parking, pensando en el mar y el sol y en si valdría la pena sacar billete de avión para el chelo. Iba a entrar en el ascensor cuando Janice llegó corriendo. Norton quería verle un momento.
—Desea decirle adiós —jadeó la mujer.
Norton le recibió con una amplia sonrisa.
—¡Jim, Jim! —Salió de detrás de la mesa con las dos manos extendidas—. No irías a marcharte sin despedirte, ¿verdad? —dijo con acento de reproche. Con un ademán, invitó a Jim a sentarse e inmediatamente dio media vuelta y empezó a pasearse por el despacho.
—Creí que ya nos habíamos despedido esta mañana —dijo Jim sentándose—. Además, estaré de vuelta antes de que te vayas de vacaciones.
Norton se oprimió el entrecejo con el índice.
—¿No has recibido mi carta?
—No entiendo. ¿Qué carta?
—Antes dime, ¿adonde vas de vacaciones?
—Lesley reservó habitación en un hotel de una isla del golfo de México, isla Magdalena, me parece.
—¡No! ¡No puedo creerlo! ¡Los grandes cerebros tienen las mismas ideas! —exclamó Norton, jubiloso—. Margaret y yo estuvimos en Magdalena en diciembre del año pasado. Su hermana Biddy tiene una casa allí. Es una isla pequeña, con unas cuantas casas particulares y un único hotel en la playa. Había millonarios alemanes, por lo que debe de estar bien. Os encantará.
—¿Qué carta, Jeremy?
—¡Espera, antes quiero hablarte de la isla! —prosiguió Norton, alborozado al pensar que sus amigos iban a tan maravilloso lugar—. Un kilómetro de arena blanca delante del hotel... Podrás dar largos paseos con Lesley... ¡Cómo te envidio! No tendrás que avergonzarte de ella, que todavía tiene una figura espléndida. Esas islas del Golfo son un paraíso. Gracias a los causeways, tienen todas las ventajas de la tierra firme, verduras frescas, la prensa del día y todo lo que quieras; pero estás en una isla, pocos coches, aire limpio, paz y silencio. Es el sitio ideal para que te pongas en forma y te prepares para nuevos desafíos.
—¿Qué nuevos desafíos? —preguntó Jim, sintiendo que se le aceleraba el corazón—. No te entiendo. ¿De qué carta me hablas?
La jovialidad de Norton se evaporó al instante.
—La verdad, yo soy el que no lo entiende. Janice tenía que entregar mi carta a Ellie hace horas. ¿De cuál de las dos es la culpa? Aunque vosotros estabais de fiesta, ¿verdad? Supongo que, con el jaleo, se habrá extraviado la carta. De todos modos... —Se interrumpió para sacudir la cabeza, pesaroso—. Te escribía que me duele mucho el cariz que han tomado las cosas. —Extendió las manos con ademán de impotencia—. Como sabes muy bien, tú no eres muy popular en la casa. No creo que alguien quiera matarte, qué absurdo, pero a nadie le caes bien. Y en Quantum necesitamos espíritu de equipo. Espero que no lo consideres una traición... —agregó con jovial desprecio. Siempre despreciaba a la gente a la que maltrataba; el desprecio le ahorraba la vergüenza y la compasión.
Norton siguió hablando y andando en círculos, evitando mirar a los ojos a Jim que, poco a poco, descubrió que estaba despedido, con efectos inmediatos. Estoy tranquilo, no noto nada, pensó, sorprendido. Se sentía completamente ausente. Tenía la extraña sensación de estar fuera de su cuerpo, viéndose a sí mismo escuchar a Norton. ¿De verdad ha dicho que no soy popular en la casa?, se preguntaba. ¿Y por qué no lo soy? ¿Quién me obligó a hacer el trabajo sucio?
—Y no debo ocultarte que tienes al consejo en contra —agregó Norton con un suspiro.
Jim seguía dando vueltas a la cuestión de su impopularidad. ¿Cómo pudo aceptar aquel trabajo? ¿Y cómo pudo esperar que se lo agradecieran?
—Uno de los consejeros soliviantó a todo el consejo diciendo que se había enterado de que hace años a ti y a tu mujer se os denegó la adopción de una criatura. Hace mucho tiempo de eso, ¿verdad? Yo lo había olvidado. ¡No sé cómo se las ingenia la gente para desenterrar estas cosas! De todos modos, consideran que nuestros directores deberían estar bien conceptuados moralmente en su comunidad...
Jim se oía a sí mismo discutir, tratar de convencer a Norton para que recapacitara, aunque sabía que era inútil. ¿Por qué me humillo?, se preguntaba mientras seguía hablando.
—¡Un momento! —le atajó Norton—. El consejo también está preocupado por lo del accidente. Algunos piensan que podrías sufrir una depresión nerviosa o algo así. Tonterías, desde luego, pero son voces que no puedo desoír.
—¡Si estoy bien, Jeremy, me encuentro estupendamente!
—¡Pues claro! —convino Norton con convicción—. Lo único que necesitas es un buen descanso. Tres semanas en Magdalena, y estarás tan fino que las empresas se te disputarán.
—Tengo cincuenta y dos años, Jeremy, cumplo cincuenta y tres dentro de un par de meses.
—¡Eso lo superas en Florida, créeme! —exclamó Norton, tratando de chasquear los dedos para demostrar lo fácil que tenía que ser superar los cincuenta y dos, los cincuenta y tres o lo que fuera—. Seguro que encuentras un empleo mejor que éste. ¡Quizá en Amstrad! No a todo el mundo le va tan mal como a nosotros. Y puedes contar con mi recomendación. A propósito, no hace falta que devuelvas el coche hoy —agregó—. Mañana lo necesitarás para ir al aeropuerto. Déjalo en el parking y mandaremos a recogerlo.
Jim comprendió que se esperaba de él que diera las gracias, pero no pudo.
—¿Y mis secretarias? —preguntó, como si no lo supiera.
—Se les entregó la carta de despido cuando salían del despacho.
—Ellen Singer es muy competente —arguyó Jim—. No abundan las secretarias tan buenas como ella.
—Lleva contigo demasiado tiempo. No podría adaptarse a otro jefe.
—¿Sabes que hace poco perdió a su padre?
—¿Y qué tiene eso que ver con el negocio de vender ordenadores? —preguntó Norton alzando las cejas con aire de reprobación—. No nos dedicamos a las obras de caridad, Jim.
LESLEY NO SE INMUTÓ POR LA NOTICIA.
—¡Me alegro de que ya no trabajes para ese cabrón!
—¡Si por lo menos hubiésemos ahorrado!
Aún debían más de ciento veinte mil libras de la hipoteca. El sueldo de maestra de Lesley apenas alcanzaba para pagar los gastos fijos del mes. Con la indemnización por despido aún por negociar, no podían permitirse unas vacaciones de lujo en Florida, pero tanto el viaje en avión como el hotel ya habían sido cargados a la tarjeta Visa, y no se podía recuperar el dinero.
—Esa asquerosa sabandija de Norton tiene razón —dijo Lesley cuando Jim sacaba las maletas del armario—. Vale más que te tomes un buen descanso antes de ponerte a buscar otro empleo. ¡Y vamos a divertirnos, aunque no sea más que para fastidiar a Norton!
16. UN PASEO POR LA PLAYA
ISLA MAGDALENA, una franja de tierra larga y estrecha con playas a uno y otro lado y una carretera en el centro, era un lugar aislado y anticuado, sin drogadictos, atracadores ni asesinos que turbaran la paz. El causeway de casi un kilómetro que comunicaba la isla con la península de Florida tenía una dotación de guardias de seguridad que hacían que los visitantes ocasionales se sintieran incómodos. La prohibición de lanchas y motos acuáticas que en el resto de la costa ahogaban el murmullo de las olas y llenaban el aire de gases hacía de isla Magdalena un pequeño paraíso de sol, mar y tranquilidad.
Gulf Views (nombre superfluo, ya que todos los edificios de la isla tenían vistas al golfo de México) era un bloque de apartamentos de una comunidad de propietarios, con servicios de hotel y un restaurante anejos. La dirección del hotel alquilaba los apartamentos por cuenta de los propietarios. El complejo estaba lleno, con motivo de las vacaciones de Navidad, y los clientes procedían de todas las partes del mundo. El recepcionista, un joven de origen italiano, más comunicativo de lo que suelen ser los de su gremio, explicó a los Taylor cuando se inscribían que un director de cine alemán estaba rodando una película en la isla y que los intérpretes se alojaban en el hotel. Entre los otros clientes había una pareja de nuevos millonarios rusos. Durante los pocos minutos que los Taylor estuvieron en el vestíbulo, oyeron hablar inglés con acento de Nueva York, Inglaterra e Irlanda, además de español, holandés y un par de idiomas que no reconocieron. En el ascensor, una pareja negra hablaba una lengua que no era inglés ni francés; evidentemente, habían venido de África. Jim se sentía en casa, como extranjero y como americano.
En cuanto llegaron a su apartamento del segundo piso, salieron a la terraza, a ver el mar y la playa. El aire era cálido, pero una brisa estimulante les refrescaba la piel y secaba el sudor de la cara. Ante ellos se extendía una inmensidad de agua centelleante y cielo límpido. La playa de fina arena blanca y casi un kilómetro de longitud no estaba muy concurrida. El rumor del oleaje en la orilla se mezclaba con excitadas voces infantiles, graznidos de gaviotas y batir de pelotitas de goma en palas de madera. Mientras estaban apoyados en la barandilla de la terraza, por delante de ellos cruzó volando un pelícano. De haber alargado la mano a tiempo, hubieran podido tocar la punta de su gran ala parda. El gran pájaro viró y, sin mover las alas, llevado por una corriente de aire, planeó mar adentro, explorando las olas con el radar de sus ojos. A unos doce o catorce metros de altura, plegó las alas y se precipitó en el agua a una velocidad increíble, para emerger al instante con un pez plateado coleando en el pico.
Lesley, entusiasmada por la asombrosa precisión del pelícano, se alzó sobre las puntas de los pies y dio media vuelta con ojos brillantes.
—Propongo que no nos entretengamos en deshacer maletas. Vamos a sacar los bañadores y a bañarnos ahora mismo.
El calor repentino, el aire límpido y salobre, el orgullo de ver a Lesley caminar delante de él con su bañador azul fluorescente sin espalda, distrajeron a Jim al principio y le impidieron reparar en ciertos detalles. Empezó a nadar confiadamente, decidido a pertirse y olvidar los seis últimos meses, pero a los pocos minutos le faltó el aliento, lo que le causó no poca preocupación.
Aparte de los niños, había poca gente en el agua. La mayoría de los adultos paseaban por la arena, como si hubieran acudido a la costa del Golfo a caminar y no a nadar. Los Taylor se unieron a los paseantes y fue entonces cuando Jim tuvo su primera sorpresa desagradable. ¡La playa estaba llena de cuerpos jóvenes y esbeltos!
Hombres atractivos, incluso hombres atractivos de su edad, se cruzaban con ellos en bañador. Eran delgados y musculosos. Jim sabía que había engordado mucho, desde luego, pero en Londres llevaba trajes de hombre de negocios, no bañador. Y ahora, caminando por la playa al lado de Lesley, tuvo la revelación de la verdad desnuda: era una ruina de hombre, blancuzco, gordo y viejo.
—¡Has hecho mal en repetirme a todas horas que tengo buena facha! —le dijo a su mujer, malhumorado.
—¡La tienes, cariño! —respondió Lesley en el tono de voz apaciguador que utilizaba en clase con sus alumnos más excitables—. Deja ya de preocuparte por el peso. La tienes. Eres el hombre más guapo que he visto en mi vida.
¡Y hablaba en serio! No le importaban los veinte kilos de más, con lo que demostraba que el amor conyugal, cuando existe, es el más fuerte del mundo.
Jim tomó a mal la cariñosa frase de su mujer: era mentira, pretendía engañarle.
—¡Claro, como tú sigues tan bonita y tan delgada como siempre! —gruñó.
Lesley sonrió plácidamente, sin molestarse por su tono. Las arruguitas que tenía junto a la boca y los ojos eran tan finas que él apenas podía verlas y, con su cuerpecito flexible de pechos pequeños y su andar ligero, parecía una jovencita que aún tuviera que acabar de crecer, a la que el pelo rojo y las pecas daban una encendida vitalidad. Jim contó cinco hombres, todos más jóvenes que él, que la miraban con insistencia.
¿Y quién se fijaba en él?
Tratando de rememorar viejas actitudes de virilidad, en aquella playa internacional crepitante de chispas de sexualidad, enfocó con la mirada a una escultural morena que venía andando por la orilla en sentido contrario. Era tan espectacular como una estrella del cine. Quizá lo era. Cuando iban a cruzarse con ella, Jim la miró con todo el deseo que fue capaz de recordar. Ella correspondió con una expresión de asombro entre divertido y desdeñoso, que él tradujo sin la menor dificultad:
¿Pero quién te crees que eres?
17. LA GOTA QUE COLMA EL VASO
OTRA COSA TERRIBLE ocurrió en la playa: Lesley se enamoró de un niño que llevaba una gorra de béisbol roja y blanca demasiado grande, en la que desaparecía casi toda su cabeza. Lloriqueaba en la orilla mientras un hombre grueso de cara ancha y colorada y pelo rubio chapoteaba frente a él en aguas someras, animándole a entrar. El niño seguía gimoteando sin moverse. Los Taylor pasaron junto a él, pero a los pocos pasos Lesley retrocedió rápidamente, se agachó y empezó a hablarle.
Jim se quedó donde estaba. La mirada inmisericorde de la morena le había hecho sentirse depravado, repugnante y ridículo, y su primer pensamiento fue que ahora hasta su mujer lo encontraba aborrecible y aprovechaba cualquier pretexto para apartarse de su lado.
El niño, sorprendido, dejó de llorar y miró a Lesley con cara seria e inquisitiva. Era una criatura frágil y apagada bajo su gorra de visera; se le podían contar las costillas, y en su carita, chupada y cetrina, sus ojos parecían enormes. Lesley se enamoró de él cuando consiguió que le sonriera.
—Se llama Luke —dijo el hombre del pelo rubio, saliendo del agua. Pero no trató de intervenir en la conversación de Luke con aquella simpática señora y se mantuvo apartado. Le dijo a Jim que habían traído al niño a Florida por su quinto cumpleaños—. Alto para su edad, ¿no? —preguntó—. Soy su padre, Lewis Mayberry —dijo tendiendo la mano a Jim, que se presentó a su vez.
—Su esposa es muy amable —dijo Mayberry en voz baja—. La mayoría de la gente prefiere no acercarse. Piensan que han venido a divertirse.
Hace décadas que es maestra y todavía la vuelven loca los niños, pensó Jim. ¡Qué magnífica madre hubiera sido!
Mayberry, interpretando erróneamente el sombrío silencio de su interlocutor, trató de rectificar:
—Perdón, ¿la señora no es su esposa?
—Sí que lo es.
—¡Enhorabuena! —Mayberry estaba deseoso de tener con quien hablar y casi imponía a Jim la conversación. Se dedicaba a cultivar manzanas en Kent y dijo envidiar a Jim su tranquila vida con los ordenadores—. Tiene suerte, no ha de preocuparse de si los gusanos se le comen los chips —suspiró.
—No crea, los ordenadores tienen virus.
—Este año no hemos fumigado y hemos perdido la mitad de la cosecha.
—Ni la tercera parte —le rectificó una mujer alta y delgada de piel oscura y bañador púrpura que acababa de levantarse de una toalla cercana. Tenía una cara hermosa pero inquietante, que recordaba la de una diosa hindú, con el círculo rojo de su casta en la frente. No miró al padre de Luke.
Mayberry se puso rígido al oír su voz: él tampoco la miró.
—Le presento a Anita, mi mujer —dijo secamente, volviendo la cabeza para mirar a Luke que, de pie al lado de Lesley, seguía con la mirada el vuelo de una garza blanca—. Anita lo sabe todo mejor que yo.
—¡Pero nunca me escuchas! —bufó ella, tratando de sonreír a Jim, para demostrar que la acritud de su tono no iba con él.
Mayberry hizo subir y bajar sus rubias cejas en una parodia de espanto, mientras decía en un susurro sarcástico:
—Piensa que soy un asesino.
—Y lo eres —siseó ella, lanzando otra sonrisa a Jim—. Se cree que delante de los desconocidos voy a callarme. ¡Ja!
—Me lo repite a cada momento.
Aunque se dirigían a Jim, la pareja se atacaba mutuamente, y al parecer no era la primera vez que se dedicaba a lanzarse dardos. Jim se preguntó cómo podían ponerse en evidencia de aquel modo delante de un perfecto desconocido.
Una pelota de playa amarilla cayó en medio del grupo y tuvieron que apartarse para dejar paso a la niña que corría tras ella, pero los Mayberry seguían sin mirarse. Hablaban en voz baja, para que no les oyera su hijo, pero se notaba en ellos esa necesidad de hablar propia de las personas que están sometidas a una gran tensión; tenían que desahogarse con quien estuviera dispuesto a escucharles. La madre culpaba al padre de la leucemia del niño, porque creía que se la habían causado los pesticidas y herbicidas que usaba Mayberry en sus huertos.
—Soy un asesino porque traté de salvar mi cosecha, lo mismo que cualquier campesino —dijo el hombre, expresando con el gesto y la voz todo el comentario que a su juicio requería el caso—. Ni que decir tiene que mi mujer no sabe absolutamente nada de química.
—¡Leo los periódicos!
—Ya lo ha oído —le dijo Mayberry a Jim con voz incolora—. Tengo una esposa que me atormenta porque lee los periódicos.
Ella sacudió la cabeza y las manos al unísono para dar a entender que su marido decía tonterías.
—Por supuesto —prosiguió el hombre—, Luke nunca ha estado cerca de un pulverizador ni ha tenido contacto con productos remotamente tóxicos...
—¿Y el viento? —preguntó Anita Mayberry a Jim, con sonrisa de triunfo.
—Ahí lo tiene —suspiró Mayberry—. Ahí lo tiene. ¡El viento! Hemos dejado de fumigar para complacerla, pero es inútil. Tiene que echar la culpa a cualquiera que esté por debajo de Dios.
EN AQUEL MOMENTO, ocurrió algo extraordinario: Luke se echó a reír. Su risa fina y fatigada, tan diferente de los confiados gritos de los niños que jugaban en la playa, tenía algo inquietante; era una risa de viejo en voz de niño. Su sonido hizo estremecer a Jim, pero operó un cambio milagroso en los padres: sus caras tensas se suavizaron, sus ojos brillaron de alegría e intercambiaron una mirada.
Los dos hombres se reunieron con Luke y Lesley, y Jim, finalmente, miró detenidamente al niño. Al verle tan impresionado, Anita Mayberry empezó a darles detalles de la enfermedad de su hijo y del tratamiento que seguía. Hablaba con deliberada animación, como si describiera una aventura apasionante.
—¡A Luke ya le han hecho el segundo trasplante de médula! —anunció triunfalmente.
—Antes estaba peor —comentó el propio Luke, siguiendo con interés y hasta con orgullo las explicaciones de su madre—. Voy mucho al hospital, pero no tengo miedo. ¡Los médicos y las enfermeras son mis amigos!
Cuando levantó la cara, su gorra de béisbol roja y blanca resbaló dejando al descubierto su cráneo desnudo. Lesley lanzó una mirada de angustia a Jim mientras ponía la gorra al niño. Pero Luke deseaba enseñarles la cabeza, y se quitó la gorra para demostrar que la quimioterapia te deja sin pelo temporalmente. Conocía el significado de la palabra «temporalmente». Comprendía casi todo lo referente a su enfermedad, salvo que era terminal.
—¡Jim, fíjate cómo le brillan los ojos! —dijo Lesley.
Pero Jim miraba los ojos de Lesley: también brillaban de alegría cuando la sonrisa de Luke se ensanchó revelando dientes blancos, pequeños e iguales. Jim sintió una punzada de pena por el niño, pero también de celos. Recordó que Lesley solía mirarle a él con aquel arrobo hacía mucho, mucho tiempo. Hace años que no me mira así, pensó. ¡Ni en la cama!
Cuando se despidieron de los Mayberry, Jim comprendió que su mujer pensaba en el aborto.
—¿En qué piensas? —le preguntó levantando arena al andar mientras regresaban al hotel. Ella no contestó y él se puso tan nervioso que casi se quedó sin aliento—. Vamos, Les, dime en qué piensas —insistió con voz temblorosa.
—No pienso en nada, sólo camino.
¡Si por lo menos le hubieran publicado el libro!, pensó Jim. Todo lo relacionado con el hijo nonato fracasaba y la causa primera de todos los desastres era él.
Cuando subieron al apartamento, él se puso a deshacer las maletas. Lesley, todavía callada, se sentó en el borde de la cama, de cara al mar y al cielo.
Jim no pudo soportar su silencio durante mucho tiempo.
—¡Ese niño te ha trastornado! —le gritó, furioso consigo mismo por aquellos celos.
—Me alegro de haber podido hacerle reír —dijo Lesley en voz baja—. Por muy enfermo que esté un niño, siempre puedes hacerle feliz.
—¡Sí, ya lo he visto!
Los ojos color avellana se empañaron.
—¿Crees que si hubiéramos dicho a los Servicios Sociales que estábamos dispuestos a adoptar a un niño disminuido, lo hubiéramos conseguido?
—¡Nunca dejarás de desear haber tenido un hijo!
—No es verdad —protestó ella, pero tardó algún tiempo en poder seguir hablando—. La decisión fue mía. Yo fui al médico, no tú, de modo que no debes darle más vueltas —le dijo por milésima vez.
—Yo no le doy vueltas —suspiró Jim sentándose a su lado y oprimiéndole una mano—. Ni quiero que se las des tú.
—¿Te has fijado en cómo se odian los padres de Luke? —preguntó ella.
—Sí.
—Hubiéramos podido tener un niño que tuviera leucemia y ahora lo único que nos quedaría de él sería una pequeña tumba.
Quizá lo crea así, pensó Jim. Vale más que no la contradiga.
EL VIAJE DESDE Londres les alargó cinco horas el día, y se acostaron temprano, nada más cenar. Durante la noche, él ni dormido soltaba a su mujer; se abrazaba a ella como un náufrago a un madero. Si la despertaba, ella se desasía y se deslizaba hasta el borde de la enorme cama de matrimonio. Al notar su ausencia, él se agitaba y la buscaba hasta apretarse otra vez contra ella.
Jim, que había dormido más profundamente, fue el primero en despertar al fresco de la mañana. Se habían acostado desnudos, tapados sólo con la sábana, que ahora estaba arrugada a los pies de la cama. Lesley dormía en un extremo con medio cuerpo fuera del colchón. Suavemente, tratando de no despertarla, Jim la atrajo hacia el centro, pero ella despertó de todos modos cuando él empezó a recrearse la vista contemplándola. Al abrir los ojos, ella le sonrió, tomó su pecho izquierdo y le ofreció el pezón. Él olvidó todas sus inquietudes. Una vez más, se sentía hombre y le parecía que la vida valía la pena. Pero, mientras él le acariciaba un pecho con la boca y el otro con la mano, ella se acordó de la hora.
—¡Cariño, no puede ser! —exclamó tristemente—. Prometí a Luke que desayunaría con él, y no podemos defraudarle.
Le dio un fuerte beso, lo apartó y saltó de la cama.
—¿Y a mí sí se me puede defraudar? —preguntó Jim mirando al techo, pero ella ya había salido de la habitación.
Después, sentado junto a la piscina con su obeso cuerpo envuelto en un albornoz, mientras observaba cómo Lesley ayudaba a Luke a dibujar una garza en el reverso de un menú del bar de la playa, Jim comprendió por primera vez que la persona más importante de la vida de Lesley siempre había sido el hijo que no llegó a tener. Se sintió tan solo como si la isla fuera un desierto.
La desesperación, como cualquier pasión, se nutre de todo. Cada vez que Lesley se marchaba bruscamente con un «He prometido a Luke» o «No puedo defraudar a Luke», la mente de Jim entraba en barrena al evocar todos los recuerdos dolorosos. Rememorando su pelea en Chicago por el embarazo de Lesley, podía oír su propia voz juvenil preguntándole: «¿Estás segura de que es mío?»
¡Muere, muere!, se decía a sí mismo cada vez que oía a Lesley y a Luke reír en la playa o al borde de la piscina. ¡Muere!
FUE LA MADRE de Luke, Anita Mayberry, quien le espoleó a convertir la idea en acto. Sucedió un atardecer, entre un grupo de clientes anglófonos, en la terraza del restaurante del hotel. Estaban sentados en la terraza del restaurante, a una gran mesa blanca de hierro forjado, tomando café y tratando de recuperarse de la cena. Eran parejas de mediana edad para arriba que habían trabado amistad e intercambiaban confidencias con la libertad que da pensar que, una vez terminadas las vacaciones, era poco probable que volvieran a verse.
Jim, un poco apartado de la mesa, semiescondido detrás de la silla de su mujer, no tomaba parte en la conversación. Al fin, los presentes notaron su taciturno silencio y le miraban con extrañeza. ¿Qué le pasaba?
Anita Mayberry, heroicamente bulliciosa, trató de soltarle la lengua con su más eficaz recurso de conversadora.
—Jim, si tuvieras la oportunidad de volver a vivir tu vida, ¿qué harías de un modo distinto?
—¡Todo! —estalló él.
Todos menos su mujer pensaron que hablaba en broma y celebraron la salida. ¡Conocían la sensación! Algunos prolongaron la risa más allá de lo espontáneo para demostrar su satisfacción con la compañía. La risa era otro nexo.
—¿Lo dices en serio, Jim? —preguntó Anita Mayberry con una risita insinuante—. ¿Todo?
Lesley le oprimió la mano, para indicarle que comprendía lo que quería decir. Pensaba que se refería al niño, pero él se refería a todo. Se sentía aplastado por una sensación de fracaso total. Había traicionado a Lesley, había traicionado a sus colegas, se había traicionado a sí mismo. Se había equivocado en todo. Y mostrar su amargura a estas personas era otra equivocación. ¿Y si se acordaban de su respuesta cuando las olas arrojaran su cadáver a la playa? Si los de la compañía de seguros se enteraban de que estaba deprimido pensarían que quizá se había suicidado, y Lesley no cobraría. Pero las risas que sonaban en torno a la mesa le tranquilizaron y sonrió para acentuar la impresión de que bromeaba. Pensó que podría disimular.
Anita Mayberry no quería dejarlo solo. Llevaba un sari de seda azul y oro y sus mejores joyas: varios hilos de perlas impecables, grandes pendientes, multitud de pulseras y media docena de anillos, y se sentía animada y maliciosa, tratando de olvidar mientras durase la cena que su hijo se estaba muriendo. Se sentía dispuesta a desconcertar a cualquiera.
—Jim, Jim, si pudieras actuar de otro modo, ¿quieres decir que no te casarías con Lesley?
Sin saber qué contestar, Jim miró a su mujer.
—Él no tuvo nada que ver con nuestro matrimonio —dijo Lesley acudiendo rápidamente en su ayuda—. Fue sólo obra mía.
Más risas: se convino en que los Taylor tenían sentido del humor.
Pocas horas después, durante aquella noche asombrosamente clara en la que ni él ni los pájaros podían dormir, Jim Taylor se encaminó al golfo de México, al que los mexicanos llaman golfo de Florida.
18. LA DIFICULTAD DE AHOGARSE
LA LUNA, ENORME, brillaba como el sol.
El mundo era un milagro, y Jim no se explicaba por qué seguía vivo. ¿Cómo es posible que no esté sin aliento?, se preguntaba. Con cada brazada prolongaba sus últimos momentos, pero ni siquiera empezaba a cansarse, a pesar de haber nadado más de kilómetro y medio mar adentro y retrocedido la mitad de la distancia. Los árboles de isla Magdalena tenían un verde brillante y la playa era una fosforescente cinta blanca festoneada de espuma rutilante. La mole del hotel, amarillo fuego, con charoladas cristaleras oscuras, destacaba sobre el gris plata del mar y el azul intenso del cielo. Jim quería ahogarse, pero las olas, bajas y pausadas, lo devolvían a la vida, a la resplandeciente playa blanca. Vio pescar a los pelícanos. Las grandes aves planeaban en fila india, casi inmóviles, con las alas extendidas y el pico perpendicular al agua.
Jim, que ya había dejado de esperar la muerte, se relajó un momento y entonces, con un agotamiento súbito, se hundió. Sintió pánico y, al bracear violentamente tratando de subir a la superficie, se mordió la lengua y una ola se le llevó las gafas. Tragó agua y sintió un dolor insoportable en los pulmones. Ahora quería volver junto a Lesley, pero no podía moverse.
—¡Socorro! ¡Socorro! —oyó gritar no sabía dónde—. ¡Socorro!
Empiezo a tener alucinaciones, esto es el fin, pensó Jim, notando el sabor a sangre de la herida de la lengua.
—¡Socorro, socorro, socorro!
Aquel grito, que señalaba la presencia de otro ser humano en las inmediaciones, hizo que a Jim le latiera el corazón como si fuera a salírsele del pecho, enviando sangre nueva a sus entumecidas extremidades. Subió a la superficie y aspiró una bocanada de aire.
—¡Socorro! ¡Socorro!
¿Alguien se ahogaba por allí? ¿Otro suicida?
La curiosidad es el motor de la vida. Ni su apego a Lesley ni el miedo a la muerte habían podido hacer reaccionar a Jim para tratar de salvarse: había agotado las fuerzas. Pero ahora se puso a nadar, ansioso por descubrir de dónde llegaba la voz. Le ayudaré, pensaba, le ayudaré, haré algo útil antes de morir.
—¡No te ahogues, que te necesito! —gritó la voz.
Pero Jim volvía a hundirse.
—¡Estoy debajo de ti! ¡Mira hacia abajo! ¡¡¡Abre los ojos, por favor!!!
Sin saber cómo, Jim notó que sus párpados obedecían, y miró a través de un agua que aquella luna con brillo de sol hacía transparente. Un objeto grande, redondo y reluciente descansaba en el fondo, un par de metros por debajo de él. Jim vio su propia sombra deslizarse por su superficie plateada. La sorpresa le hizo olvidarse del dolor y le infundió nueva energía. Volvió a mover los brazos y consiguió levantar la cabeza para tomar aire.
—¡Eh! ¿Estás sordo? ¿Vas a contestarme? ¿Hola? ¿Hola?
Jim, mientras hacía esfuerzos por respirar, se preguntó si aquel objeto reluciente sería una especie de submarino.
—¡No es un submarino!
¿La voz salía del submarino?
—Está bien, de acuerdo, un submarino, si insistes en llamarlo así. —La voz denotaba extrema irritación—. Y sí, estoy dentro de este chisme estúpido. ¡Ten cuidado! Y no te preocupes, no dejaré que te ahogues.
Al momento, Jim se sintió ligero y descansado.
Respiraba con normalidad y flotaba casi sin esfuerzo. Había dejado de sentir dolor. Si no me duele nada es que me he muerto, pensó con profundo alivio.
Entonces volvió a oír la voz. Esta vez era quejumbrosa.
—¡Eh! No me haces caso. Eso no es de buena educación, ¿sabes? ¿Te importaría decirme algo? ¿O te molesta que te haya salvado la vida?
Jim miró el objeto plateado y, muy confuso para hacer algo más que obedecer, trató de articular palabras con su lengua hinchada y sangrante. Sólo le salió un susurro afónico.
—¿Eres americano?
—No.
—¿Eres inglés?
—¿Eres estúpido? —La voz parecía decepcionada—. No importa. Tienes que sacarme de aquí.
¿Estoy vivo?, se preguntaba Jim, intrigado por no sentir cansancio ni dolor. No se había dado cuenta de que la voz había respondido a frases que él sólo había formulado con el pensamiento y a débiles susurros. Tampoco le sorprendía poder oír a alguien que le hablaba desde dentro de una nave submarina que estaba a varios metros por debajo de él, en el fondo del mar. El incidente era inexplicable y su mente, con una táctica de autodefensa, había optado por desentenderse de todo lo que no podía comprender.
Pero reparaba en que la voz era la de una persona joven: atiplada, impaciente, insolente.
—Si quieres que te ayude —dijo Jim severamente, con cierto afán pedagógico—, debes cuidar tus modales.
—Sí, señor —fue la pronta y humilde respuesta—. Sí, señor. ¿Tendría la bondad de arrastrar mi disco a la playa y dejarme salir? Hay una amarra sujeta a una anilla del costado. Si nada alrededor la verá. Le ruego que me remolque a tierra y abra la escotilla superior. Se lo agradeceré mucho, señor.
—Pero, ¿qué clase de submarino es ése?
Desde las profundidades se filtró el sonido de un profundo suspiro.
—¿Has oído hablar de platillos voladores?
—Veo que tienes sentido del humor.
—¿De verdad te lo parece? Mi padre dice que me esfuerzo demasiado por hacer gracia. Pero tienes razón —dijo la voz, contrita—, esto no es exactamente un platillo volador. Ya nadie vuela, es muy lento. Ahora usamos discos que vuelan y giran a la vez. Esta máquina recorre sesenta años luz a cada giro. No está mal, ¿eh?
Jim se quedó impasible ante esta absurda pretensión.
—Sí —se jactó la voz—; este juguete puede girovolar sesenta años luz en menos de lo que tú necesitas para darte la vuelta.
—¿Y cómo te caíste ahí? —preguntó Jim maliciosamente.
—Eso no tiene que ver —dijo el joven con impaciencia—. Me caí al tratar de esquivar un jodido tubo. No he visto planeta con tanta basura flotando alrededor.
—Tu lenguaje indica que vienes de por aquí. Tienes que ser de la Tierra. En nuestro sistema solar no hay otro planeta del que puedas haber venido.
Ahora la voz tenía un deje de burla.
—¡Vuestro sistema solar! No soy ni de vuestra galaxia. ¡No me escuchas! Este chisme hace sesenta años luz de un solo giro.
Jim, cuando estaba en secundaria, se había interesado mucho por la velocidad de la luz; ahora se preguntó si recordaría lo suficiente como para calcular el calibre de la mentira que le decía el chico. ¿Cuánto era? La luz viaja a casi trescientos mil kilómetros por segundo, mil ochenta millones de kilómetros por hora, casi diez billones de kilómetros al año. Le complacía mucho recordarlo. ¡Era fantástico! En comparación, su conversación con el muchacho del disco plateado parecía casi normal.
—¡Eh, calvito! ¿Te has olvidado de mí?
—¡No deberías decir esas mentiras a la gente! Ese disco no podría recorrer jamás sesenta años luz, y menos, en lo que yo me doy la vuelta.
—Pues los hace, tienes que creerme.
—Tan crédulo no soy. Yo prefiero una explicación racional que pueda comprender.
—Está bien. Verás, en realidad, éste es el disco de mi padre, que tiene la manía de la velocidad. Siempre compra el modelo más rápido.
Jim evolucionaba sobre el disco plateado sin esfuerzo. Sin duda, todo esto eran sólo imaginaciones suyas. Empezaba a sospechar que su cuerpo flotaba sin vida en el agua y que esto eran las últimas débiles convulsiones de su cerebro. De su época de estudiante de medicina, recordaba que el cerebro de las víctimas de accidente seguía mostrando actividad durante algún tiempo después de la muerte clínica: en el escáner parpadeaban fugazmente las líneas de los impulsos eléctricos que seguían circulando por entre las neuronas. Hubiera preferido poder oír la voz de Lesley en lugar de la de un adolescente imaginario, pero temía que, si trataba de despejar la mente, le quedaría en blanco y nunca volvería a ver ni oír.
¡Hasta soñar era vivir!
19. LA ESCAPADA
A INSTANCIAS de la voz adolescente, Jim Taylor buceó para asir la amarra sujeta al borde del disco plateado. El «cabo» era de un material tan flexible que pudo atárselo a la cintura con la misma facilidad que si fuera el cordón de un hábito franciscano. Empezó a nadar hacia la playa, remolcando el disco. A pesar de su tamaño, no le pesaba, era de una ligereza increíble. Yo tenía razón, decidió. Esto no está pasando, lo que ocurre es que me muero y nada más.
—Todo objeto sumergido en agua pierde un peso igual al del volumen del agua que desaloja —dijo el mozalbete con triunfal condescendencia desde dentro del disco—. ¿Es que aún no lo habéis descubierto?
—¿Así que vas al colegio?
—No por mi voluntad.
—¿Cuántos años tienes?
—Depende de cómo cuentes el tiempo.
Ahora me dirá que tiene mil años luz, pensó Jim.
—¡Ni hablar! Aquí dentro rige el tiempo del nivel del suelo. Y a nivel del suelo vuestro tiempo tiene que ser igual que el nuestro. Tenía trece años y medio cuando despegué, y cumplí los catorce la semana pasada. ¡Pensé que vendrían a rescatarme el día de mi cumpleaños, pero todos se olvidaron de mí!
—Pues feliz cumpleaños.
—Celebrar el cumpleaños solo y en el fondo del mar no es muy divertido que digamos. Sin nadie que se acuerde...
—¿De dónde vienes?
—He tenido cumpleaños mejores.
—Te he preguntado de dónde vienes.
—¿De verdad quieres saberlo? —fue la quejumbrosa respuesta. —Sí.
—¿Por qué? Aborrezco el fisgoneo. Está muy lejos. Si te lo dijera, te quedarías igual que antes.
—Tú dímelo.
—¿Por qué ese empeño? ¡Es un sitio del que no has oído hablar!
—Si no me dices de dónde vienes, no te llevo a la playa —dijo Jim con la firmeza de un funcionario de inmigración en un puerto de entrada.
—Bueno, está bien... Soy del Centro del Universo.
— ¿Del centro del universo?
—¡Ya te dije que no habías oído hablar del sitio!
Jim empezaba a disfrutar del baño, remolcando el ligerísimo disco por el agua quieta. ¿Dormirá Lesley todavía? ¡Si esto no es un sueño, volveré a verla! ¿Lo creerá cuando se lo cuente?
Nadaba con la mirada en la playa. La luna ya se había puesto, pero la arena blanca aún tenía un resplandor fosforescente.
—Eh, no es que quiera ser exigente o algo así, pero ¿no podrías ir un poco más aprisa? ¡Llevo tanto tiempo en el fondo del mar! Si te dieras un poco más de prisa, ya podríamos estar en la playa.
«Durante todos estos años, hubiera podido tener a mi lado a un chico despierto y vivaz como éste azuzándome. Quizá ahora no estuviera tan gordo, ni tan viejo.»
—Me llamo Neb —dijo la criatura del espacio, apaciguada.
—¿Neb?
—Sí, Neb. ¿Tiene algo de malo? —inquirió el chico, agresivo.
—No, no, nada. Era sólo una pregunta.
—De acuerdo entonces. Tú me llamas Neb y yo a ti, Jim.
—¡Si aún no te he dicho cómo me llamo!
—Es que soy muy listo. ¿No te has dado cuenta de que puedo leer lo que tienes en la cabeza? Si consigo concentrarme, puedo leer lo que cualquiera tiene en su pantalla mental. Pero es difícil concentrarse.
—Eso es ser listo, desde luego. ¡Eres un genio!
—Te estaba tomando el pelo, no tienes que ser listo para leer pantallas mentales. Eso lo hace cualquiera, hasta mi hermanita Eoz, con lo tonta que es.
—Pues si de donde vienes os leéis el pensamiento unos a otros, tendréis muy poco de qué hablar.
—No es así —dijo Neb, poniéndose a la defensiva—. No puedes leer la pantalla mental de una persona muy próxima a ti. Con la familia y la gente con la que vives tienes que hablar y tienes que escuchar lo que te dicen para saber lo que piensan. Y pueden mentirte. Eso está mal, pero también puedes mentirles tú a ellos. Hace tiempo, nuestros antepasados podían leer el pensamiento de todo el mundo, y las familias estaban siempre peleándose, los maridos y las mujeres no querían procrear y nuestra especie estuvo a punto de extinguirse. Por eso, durante eones de evolución, nuestra configuración genética cambió. Ahora no podemos leer el pensamiento de los parientes porque ello destruiría la familia. ¡Sería terrible para nosotros, los chicos!
—¿Y cómo es que hablas mi idioma?
—Porque lo he deseado.
—Desde luego, eso da ciento y raya a la Berlitz —reconoció Jim.
—También he escuchado a los que pasaban en barco por encima de mí —dijo Neb—. Leía el vocabulario de sus pantallas mentales. Eran muchos, pero ninguno oía la palabra socorro en ninguna lengua. Tú has sido el primero que tenía el oído atento.
—No lo entiendo. ¿Y por qué no deseabas que la gente oyera tu llamada de socorro?
—Nadie puede conseguir eso —respondió Neb—. Si la gente no oye la palabra socorro, no hay nada que hacer. Eso no lo consigue ni mi madre, con lo buena que es para estas cosas. Pero tú, Jim, tienes buen corazón y por eso me has oído. Y, para demostrarte mi agradecimiento, te diré que no hace falta que hables. Basta con que pienses lo que quieras decir y yo lo leeré en tu pantalla mental. Yo hablo y tú te concentras en nadar y remolcarme.
¿Así que esta máquina es de tu padre?
—La tomé prestada sin permiso —confesó Neb. Aunque odiaba el fisgoneo, no tenía inconveniente en contar todos sus secretos, siempre que no se le preguntara—. Quería salir a dar una vuelta.
¿Pensabas estar fuera un par de años luz?
—Sí, pero luego me entusiasmé —suspiró Neb—. Mi padre se pondrá furioso. Tiene muy mal genio. Sobre todo, conmigo. ¡Me odia! Está embobado con la tonta de mi hermana, pero a mí me odia.
Estoy seguro de que no.
—Sí que me odia. Tú no le conoces. Me vio despegar y selló la salida cuando estaba todavía dentro de su radio de influencia.
¿Su radio de influencia?
—Sí. Y me gustaría que dejaras de repetir todo lo que digo. Puso el mecanismo de salida «a prueba de Neb», que es como él llama a hacer que las cosas no me obedezcan.
Pero, ¿por qué iba a querer encerrarte dentro de este artilugio?
—Me encerró para que lo necesitara a él para salir. Le gusta que la gente lo necesite. Y supongo que también debía de temer que, si salía del disco por mis propios medios, me quedara a vivir en algún otro planeta y no volvieran a verme. Quería asegurarse de que volvía a casa. ¡Nunca me da la oportunidad de elegir!
¡Ya lo ves, te quiere! Quiere que regreses.
—Sólo para echarme broncas. ¡Siempre está gritándome! Pero a mi hermana, nunca. Me odia, sí. ¡Y no se le ocurrió pensar que podía ocurrir un accidente como éste! ¿Cómo iba a salir del disco para repararlo, si hubiera ido a parar a un planeta desierto? ¿Qué posibilidades tenía de encontrar a seres inteligentes que pudieran ayudarme? Sí, papá dice que me quiere, naturalmente. ¡Pero, por él, hubiera podido morirme en este disco, loco de soledad! —gritó Neb cediendo al histerismo, ante la visión de su trágico final.
¿Y los víveres?
—Puedo conseguir comida sólo con desearla, pero, ¿durante cuántos años luz querrías estar comiendo solo?
Jim se paró a descansar. Ya hacía pie; el agua le llegaba por el pecho.
—¡No te pares, anda, sigue, date prisa! Tienes que sacarme de aquí para que pueda reparar los paneles y regresar a casa, o mi padre se pondrá hecho una fiera.
Necesito descansar un poco.
—¡No lo necesitas! Como te vi tan viejo y gordo, pensé que tenía que desear algo para remediarlo, o nunca llegaríamos a la playa.
Por primera vez, Jim notó que ya no le sangraba la lengua. Ni tan sólo la tenía hinchada. Paseó la lengua por la boca, tratando de palpar la herida, pero no pudo encontrar ni rastro. ¡Y estaba mucho mejor de la vista! A pesar de que había oscurecido de repente, podía ver perfectamente sin las gafas.
—Ya podrías decir: ¡Gracias, Neb!
Jim no le escuchaba. Se palpó la cabeza con la palma de la mano: la calva seguía allí. Se tocó el pecho: sus tetillas eran casi tan grandes como los pechos de una mujer. Se miró la barriga, que seguía tan asquerosamente abultada como siempre.
—Oye, eso requiere tiempo —protestó Neb—. No olvides que no soy más que un chico. Si pudiera tocarte, sería más rápido...
No te preocupes. Pero gracias por la buena intención.
—¡Caramba, qué impaciente!
Al principio, Jim se sintió defraudado pero, al palpar las adiposidades de su cuerpo, notó también un extraño alivio. Soy viejo y feo, pensó, y eso quiere decir que quizá esté vivo... que quizá esté despierto. Que todo esto esté ocurriendo de verdad. ¿Y por qué no? ¿No dicen los científicos que tiene que haber vida inteligente en otros astros? Incluso es posible que este mozalbete bocazas sea una persona real. ¿No presumen los niños de poder hacer cosas imposibles?
—He dicho que soy un chico, no un niño. ¡Y no he dicho que sea un inútil! —protestó Neb, ofendido—. He deseado que seas joven y fuerte, y lo serás, ya verás. Ahora tira, hombre. ¡Tira, tira!
20. RECUERDO DE UN VIEJO CUENTO
CUANDO JIM SACÓ por fin el disco plateado a la arena, notó que ya no tenía los brazos flácidos. Eran unos brazos jóvenes, fuertes y musculosos. No podía creerlo, pero al fin lo hizo. A sus pies, el mar avanzó y cubrió la arena, luego retrocedió y avanzó otra vez; y del mismo modo, su escéptica mente de adulto quedó bañada, seca y bañada de nuevo por la crédula confianza de la niñez que hacía posible cualquier cosa, incluso calmar las olas del lago Michigan.
Al oír a la criatura clamar por salir del disco, recordó un viejo cuento.
—Está bien, está bien —gruñó Neb—. Pero date prisa. Tengo que regresar a casa, o mi padre me matará. Y ya te he concedido un deseo, ¡acuérdate!
—¿Qué dices? —exclamó Jim. Le resultaba más fácil decir las cosas de viva voz.
—Vuelves a ser joven.
—¡Pero ese deseo ha sido tuyo! —dijo Jim secamente—, ¡Has querido asegurarte de que era lo bastante fuerte como para arrastrarte hasta la playa!
Parecía que su simpatía por Neb se había evaporado. Era mucho lo que estaba en juego como para dejarse llevar por sentimientos amistosos.
Caminó alrededor del disco examinándolo atentamente. Se había apagado el resplandor y todavía no había salido el sol, pero podía ver bien la nave a la luz del amanecer. Medía unos diez metros de diámetro por tres de alto en el centro. El agua, la espuma y las algas se escurrían por su reluciente superficie (¿metálica?). Le recordó una película de ciencia ficción en la que unos alienígenas devoraban a la gente.
—¡Vamos ya, que no soy un insecto! —gimió Neb desde dentro.
—¿Qué aspecto tienes? —preguntó Jim con cautela—. ¿Cómo es tu cabeza?
—¿Cabeza? —preguntó Neb en tono de extrañeza—. ¿A qué te refieres? ¿Qué es una cabeza?
Sin decir palabra, Jim empezó a arrastrar el disco hacia el mar.
—¡Eh, que era broma! ¡Para, para! ¿Es que no sabes aceptar un chiste? Soy un chico normal. Soy exactamente igual que tú, quiero decir igual que los humanos.
—¡Y un cuerno!
—Hace mucho tiempo, teníamos pequeñas antenas en la cabeza, pero desaparecieron a lo largo de eones de evolución. No eran prácticas.
Jim siguió tirando.
—Eh, ¿qué haces? ¡Era broma, era broma! De verdad que tengo tu mismo aspecto. Pero más joven. Y más guapo.
—Has dicho que antes de llegar hasta aquí has viajado durante años luz. Y tienes un nombre muy raro.
—¡Ya estás otra vez! Neb no tiene nada de raro. ¡No conozco ninguno mejor, es un nombre perfecto!
Jim dio otro fuerte empujón al disco.
—En el universo, todo el mundo tiene aspecto humano —protestó Neb, que empezaba a estar asustado—. Arriba, una cabeza con un cerebro, no muy grande, una boca, dos ojos, dos orejas, una nariz, después, un cuerpo, no muy alto, dos brazos con manos al extremo, dos piernas que acaban en pies y esa cosita entre las piernas. ¡Es la forma ideal! La mejor para la supervivencia. El universo no ha podido encontrar otra más funcional. Es el diseño ganador. En casa tenemos un libro que se titula precisamente así. El diseño ganador, y trata de todas las razas que existen en las galaxias conocidas. ¡Todas se parecen a nosotros!
La mayor parte del disco estaba otra vez en el agua cuando Jim se detuvo. ¡El diseño ganador! La frase le hizo acordarse de Lesley y de su bañador azul. Sintió un súbito deseo de ella y soltó una fuerte carcajada.
Utilizó la amarra para volver a sacar el disco a la arena. No había peligro en averiguar qué aspecto tenía la criatura. Gateó por la parte superior del disco hasta la trampilla, que era de material transparente. Allí estaba Neb, mirando hacia arriba y agitando una mano. Era, tal como había asegurado, «un chico normal». De todos modos, antes de dejarle salir, Jim puso una condición.
—La juventud, tres deseos y además una condición previa. ¿Te parece justo?
—Tengo que poder leerte el cerebro para saber si puedo confiar en que cumplirás tus promesas.
—Ya te he dicho que algunas cosas no puedo hacerlas.
—Lo único que quiero es que me des tu palabra de que harás cuanto esté en tu mano.
—¡Quieres leer pantallas mentales, pero eso no es una condición previa, es un deseo extra!
—¿Quieres salir o no?
Neb podía tener poderes extraordinarios, pero en las tácticas de la negociación no podía medirse con un director de empresa; al fin tuvo que transigir.
Jim abrió la escotilla y la criatura del Centro del Universo saltó a tierra. Tenía la cara larga y delgada, ojos castaños, pestañas largas de un rubio oscuro y una corta melena rubia, con una onda sobre la frente. En su persona todo parecía largo, menos la nariz. Sus brazos y piernas eran larguiruchos, el cuello esbelto y los dedos finos, con bonitas uñas que necesitaban un buen repaso. A Jim le dio un vuelco el corazón al observar que el chico tenía unas pecas como las de Lesley, pero más pequeñas, unas motitas marrón claro salpicadas en su breve nariz.
—¡Aquí me tienes! —dijo Neb sonriendo—. ¿Estás asustado? —Estiró los brazos y agitó las piernas, contento de verse libre de su encierro. Pero entonces pensó en el hogar—. Vengan esos tres deseos —dijo perentoriamente—. Acabemos cuanto antes.
—Necesito tiempo para pensarlo.
—¿Pensar qué? ¿No sabes lo que quieres?
—No estoy seguro.
—Eres estúpido.
—Precisamente por eso he de tener cuidado —dijo Jim. No quería dejarse avasallar. Tenía la mentalidad del hombre de mediana edad que ha cometido en su vida muchas torpezas; no se fiaría de su primer impulso, de la primera idea que se le ocurriera... No pensaba precipitarse.
—¡Date prisa, que tengo que irme!
—No me atosigues —dijo Jim. Entonces, con gran regocijo de Neb, se atragantó. La placa de las muelas postizas que suplían las piezas que le faltaban en la parte de arriba se había desprendido, empujada por las muelas nuevas que le estaban saliendo. Casi se la traga. Se la sacó de la boca y la arrojó tan lejos como pudo. El incidente le hizo pensar en su cuerpo. Hacía rato que se había convencido de que estaba despierto y cuerdo, y de que estaban ocurriendo realmente cosas que no podían ocurrir; pero, de vez en cuando, volvía a asaltarle la incredulidad, por lo que se llevó una sorpresa cuando, al tocarse otra vez la cabeza, palpó pelo fuerte y rizado. Se puso la mano en el tórax y lo notó liso. La bajó a la barriga; había desaparecido. Y el bañador, también. Le había caído a los tobillos.
Lo peor de la vida es no poder volver atrás; no hay manera de volver al pasado y borrar lo dicho y lo hecho. Pero mientras contemplaba su cuerpo joven, Jim se sintió aliviado del terrible peso de una vida irrevocablemente arruinada. Era incomprensible pero cierto, tan cierto como el sol que, todavía debajo de la línea del horizonte, iluminaba el cielo con sus primeros rayos: estaba vivo y era joven.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó. Pensó en rehacer su vida. Pensó en Lesley, en Jeremy Norton, en el amor, en la venganza...
Neb le miraba boquiabierto.
—¿Cristo? ¿Te refieres a Jesucristo? ¿Es que también estuvo aquí? —preguntó, asombrado a su vez—. ¡Increíble!
21. UN DESCONOCIDO
TERESA RAMOS, la conserje embarazada de Gulf Views que hacía el turno de noche, salió de su plácido duermevela con un sobresalto cuando una llave golpeó el timbre con estridente y molesto tintineo. Ante sí vio a un muchacho esbelto y moreno, desnudo hasta donde le alcanzaba la mirada, que era el ombligo.
—Le devuelvo la llave de la verja, Teresa, gracias —dijo el joven dejando la llave en el mostrador.
Teresa le miraba, desconcertada. ¿Cómo sabía su nombre? Ella ignoraba el de él, desde luego. El equipo olímpico de esgrima de Estados Unidos tenía alquilada una de las grandes mansiones privadas de la isla, y la mujer se dijo que aquel joven podía ser uno de ellos.
Jim, al observar el asombro de la mujer, comprendió de pronto, con una fuerte impresión, que se había convertido en un desconocido para el mundo. ¡Lo era hasta para sí mismo! ¿Qué aspecto tenía en realidad? Espoleado por la curiosidad, se volvió de espaldas al mostrador buscando un espejo con la mirada, al tiempo que se sujetaba el enorme bañador. Una pared del vestíbulo estaba cubierta de pequeños espejos cuadrados, a modo de baldosas. Se acercó a aquella pared y se vio tal como era a los veintidós años.
La extraña conducta del desconocido alarmó a Teresa: se apartaba del mostrador bruscamente, como si tuviera prisa, y luego se quedaba plantado delante del espejo durante una eternidad. Finalmente, volvió al mostrador.
—Nadar de noche rejuvenece —dijo Jim con una sonrisa tímida, enturbiada su alegría ante la perspectiva de verse obligado a dar muchas explicaciones tan poco convincentes como ésta.
Teresa miró la llave y lo miró a él, entornando sus ojos oscuros con una perplejidad rayana en hostilidad. La llave reluciente de cabeza cuadrada y mellada parecía la misma que había entregado al huésped del 406. Pero, ¿cómo había llegado a manos de este muchacho? ¿Se la había robado a Mr. Taylor?
—Veo que no me reconoce con el peluquín —comentó Jim, tratando de despistar y tocándose el pelo que ahora cubría su calva—. Esta tarde lo olvidé al lado de la piscina y ahora, al volver de la playa, lo he recogido. Al salir le pedí que dijera a mi esposa que había ido a nadar. Si preguntaba, claro. ¿Ha llamado?
La cara pequeña y ovalada de Teresa se alargó y oscureció.
—Vamos, vamos, Teresa —dijo Jim impacientándose—. Tiene usted que reconocerme, es su trabajo. Soy James Taylor del 406. ¿Hace el favor de darme otra llave del apartamento? Olvidé llevármela y no quiero despertar a mi esposa.
—¡Usted no es Mr. Taylor, no se le parece en nada! —estalló Teresa, mirándole con ojos de obstinación. Usted es joven y guapo, pensó, y Mr. Taylor es gordo y viejo.
Jim se ofendió en nombre de su anterior aspecto.
—¡Ahora la pillé! —exclamó, señalándola con un dedo acusador—. ¡El otro día, cuando le dije que me sentía viejo, me respondió que no aparentaba más de cuarenta años! Usted atendía el bar de la piscina y acababa de servirme un zumo de naranja, ¿lo recuerda? Conteste, ¿me dijo, sí o no, que no aparentaba más de cuarenta años? ¡En realidad pensaba que era un viejo gordo y feo! ¡Adula usted a los clientes descaradamente, diciéndoles cosas que no piensa! ¿Qué ejemplo va a dar a su hijo? —Hizo chasquear los dedos—. ¡La llave del 406, por favor!
La mujer le dio la llave sin decir palabra.
—No te preocupes, Teresa, no te estás volviendo loca —la tranquilizó Jim agitando la llave en ademán de despedida—. Esas cosas ocurren en el último mes del embarazo.
Cuando cruzaba el vestíbulo sujetándose el bañador, Jim se vio reflejado en los cristales y los cromados y se sintió el hombre más guapo del mundo. Después de saber lo que era verse gordo, calvo y arrugado, ahora admiraba su piel tersa, su pelo espeso, su cuerpo delgado y el brillo de sus ojos, rasgos que daba por descontados en su primera juventud. Apretó el paso; estaba ansioso por dar la sorpresa a Lesley.
Teresa Ramos se recostó en el sillón giratorio y apoyó las manos en el vientre, para recordarse a sí misma lo que importaba realmente.
El niño pateaba, todo iba bien.
22. LOS OJOS DEL AMOR
YA ERA DE DÍA cuando Jim se detuvo en el umbral del dormitorio. Procurando no mirar a Lesley, escuchó su respiración. ¿Se habría levantado, habría notado su ausencia? Parecía que no. Respiraba profunda y acompasadamente, entregada al sueño. Sonrió involuntariamente al pensar que era muy propio de ella concentrarse por entero en lo que estuviera haciendo.
Jim salió de su bañador gigante y se metió en la cama, lentamente, para no despertar a su mujer. Lesley se agitó, suspiró, se volvió hacia él, siguió durmiendo y al poco respiraba otra vez rítmicamente.
Cuando, por fin, él decidió arriesgarse a despertarla y se volvió a mirarla, sintió horror. ¡Era vieja! Había canas en su melena roja, menos abundante que antaño, y tenía en la cara arrugas que él no le había visto antes ni con las gafas de leer. Y las que veía eran más profundas de lo que creía. Al igual que la mayoría de personas que ya han cumplido los cincuenta, Jim había adquirido la costumbre de pasar por alto los signos de la edad, pero ahora que miraba a su esposa con los ojos de un hombre joven sintió el deseo de volver a levantarse de la cama. ¡Pobre señora!
¿Cómo había podido encontrarla todavía hermosa? Se incorporó sobre el codo izquierdo, apoyando la mejilla en la palma de la mano. Tenía bolsitas debajo de los ojos y la piel del mentón flácida. Hacía calor, y se había bajado la sábana hasta los tobillos. Al registrar su cuerpo con la mirada, Jim descubrió pequeños pliegues en la parte interior de los muslos, en sus brazos y hasta debajo de sus pechitos bien formados. Sintió compasión.
Entonces descubrió algo anormal.
Lesley siempre se despertaba cuando él la miraba, y ahora seguía durmiendo profundamente. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no notaba que él la miraba? ¿Por qué no sentía sus ojos en la piel? ¿Por qué no se movía?
¡Lo desconocía en sueños!
¡Ya no le amaba!
El miedo le hizo sentir remordimientos. ¿Qué otra cosa podía esperar, cuando él había despreciado sus arrugas? ¿Le despreciaba ella cuando era calvo y asquerosamente gordo? ¡No; ella besaba y acariciaba su fea barriga! ¿Y quién había puesto arrugas en aquella cara? Creía recordar exactamente cuándo advirtió en ella por primera vez aquel rictus de las comisuras de los labios: el día en que fue a recogerla a la salida de una de sus espantosas visitas a la clínica de fertilidad. Todavía apoyándose en el codo izquierdo, Jim levantó la mano derecha para hacer reparación.
Poniendo todo su amor en las yemas de los dedos, acarició paciente y suavemente los pliegues de la boca de Lesley hasta hacerlos desaparecer. Después palpó las bolsas de los ojos, que también se borraron. Una mancha de hígado que había en la mejilla se desvaneció al contacto de su dedo. Le pasó el índice por las arrugas que le surcaban el mentón desde las comisuras de los labios hasta el cuello, y en un momento desaparecieron. Resiguió con el dorso de la mano la curva de la mandíbula, dejándosela fina y tersa.
Se estaba divirtiendo. No. Se sentía conmovido, humilde, reverente. Sólo sabrá lo que experimentaba Jim quien haya acariciado una cara que ya no es joven, con el deseo de tener la facultad de borrar las huellas del tiempo y del dolor con un toque mágico.
—¡Deja ya de hacerme cosquillas! —dijo Lesley despertando con una sonrisa.
Jim le tapó los ojos con la palma de la mano, para que no le viera, y de paso, eliminó las patas de gallo y las arrugas de la frente.
Lesley besó la mano que le tapaba la cara.
—Está bien, cariño, yo me duermo y tú me pillas desprevenida —dijo, esperando que por fin hubiera vencido la depresión y quisiera jugar a uno de los juegos que se habían inventado. Ella fingía dormir, mientras los dedos de él, sin apenas rozar su piel, recorrían su cuerpo, deteniéndose a acariciar el sitio justo.
Dios mío, rogaba ella, ¡que tenga una erección!
Cuando notó su mano en los pechos, se preparó para sentir un dolor pasajero. Desde que había entrado en la menopausia tenía los pezones más sensibles; pero, puesto que besarlos, acariciarlos y chuparlos había sido siempre la manera en que Jim la excitaba, ella no quería que se enterase de que su cuerpo había cambiado. Las píldoras de estrógenos habían sustituido las hormonas de su juventud, ahora era capaz de fluir y estallar tan profusamente como siempre, aunque no con tanta frecuencia, y sus pezones, al ser excitados, desencadenaban el flujo, pero al principio dolían. Luego el dolor se diluía en sensaciones agradables, que crecían hasta formar una avenida, o se convertían en pequeñas fuentes de placer; el goce del intercambio carnal, el contento de la esposa enamorada que da satisfacción y paz de espíritu al marido, sensaciones que sus colegas de la escuela, feministas militantes, despreciaban profundamente.
Al cabo de una semana de playa, no obstante, tenía el sol en la sangre; ella deseaba algo más que contento, y hasta la expectación la ponía suave y húmeda. Esperaba con impaciencia el dolor, quería dejarlo atrás y seguir. Pero esta vez no sintió dolor; sus pezones lanzaron rayos de alegría por todo su cuerpo, precursores de una tormenta de placer.
Copularon, caballo y jinete alternativamente, y galoparon de vuelta a su juventud, un imposible que se realiza en millones de camas todas las noches, incluso sin ayuda de un delincuente juvenil llegado del espacio exterior.
Lesley no se asustó ni se sorprendió siquiera cuando, al abrir los ojos, vio un rizo negro y reluciente sobre la frente ancha y tersa de su marido. Se sentía tan colmada que le parecía tener el mundo dentro de sí, y cuando se abrieron las nubes que tenía dentro, hundió los dedos en el grueso pelo de Jim apretándose contra él y mirándose en sus ojos brillantes. Después, empezó a estamparle besos en la frente, en las firmes mejillas, en la nariz recta, en los labios frescos.
—Mi vida —dijo—, para mí siempre serás joven.
23. SEGUNDA JUVENTUD
EL JOVEN ESTABA todavía anclado en su cuerpo y ella le peinaba los espesos rizos con los dedos cuando, de pronto, se dio cuenta de que aquella juventud no era una ilusión de sus sentidos: tenía pelo de verdad y el vientre liso. Volvió la cabeza buscando a su querido Jim, calvo y grueso, que tenía que estar a su lado, y no estaba.
En fin, ya está hecho, de nada sirve ponerse histérica, pensó, trastornada todavía, moviendo las caderas para expulsar al joven.
—Vamos, Les, ¿no te acuerdas de mí? —preguntó él llamándola por el nombre que no usaba nadie más que Jim. Había un brillo de alegría en sus ojos, que la invitaba al amor y a la risa.
El pánico llegó cuando ella trató de encontrar una explicación. Le dio un empujón, agarró la sábana, se tiró de la cama y, poniendo la sábana a modo de escudo, trató de salir de la habitación. Jim la tomó por los brazos con firmeza y la obligó a estarse quieta y escucharle. Omitiendo sólo la razón por la que había decidido ir a bañarse en plena noche, se lo contó todo. Mientras le escuchaba, a su cara joven y bonita, radiante de felicidad hacía unos segundos, asomó una expresión de profunda tristeza.
Jim la tomó en brazos, todavía envuelta en la sábana, la llevó al baño y la depositó delante del espejo de cuerpo entero. La mujer de Lot hecha estatua de sal no hubiera podido estar más rígida que Lesley Taylor, una maestra de literatura inglesa de mediana edad, cuando se vio convertida en una muchacha. Como parecía que no iba a moverse de allí durante un rato, Jim pensó que no había peligro en dejarla sola, para volver a la habitación a ver si encontraba ropa que ponerse.
Después de sujetarse a la cintura sus enormes calzoncillos con ayuda de una corbata, Jim fue al armario y se probó los cuatro pantalones que había traído de Londres. Todos se le caían. Con ayuda de un imperdible, cogió un pliegue en la cintura del pantalón de algodón más fino y dio unos pasos por la habitación, muy satisfecho, hasta que el imperdible se abrió, saltó al suelo de baldosas con un ping y el pantalón le cayó a los pies. Se lo subió sujetándolo con las dos manos, sin saber qué hacer. Finalmente, vacilando y dudando de que el experimento diera resultado, pasó la mano por la cintura del pantalón, que al momento se acopló perfectamente a su cuerpo. Fue a sacar del armario una camisa, pero decidió ir a ver qué hacía Lesley.
Ella seguía delante del espejo, tan agarrotada como antes, sujetándose la sábana al cuerpo. En el espejo, volvía a verse como en sus tiempos de estudiante, salvo por el pelo, que seguía siendo pobre, mate y canoso. Jim, al ver que se había olvidado del pelo, se acercó y estuvo acariciándolo hasta hacerle recuperar su antigua abundancia y fulgor.
—Deseo Número Uno —explicó él—. En realidad, pensé en mis manos por el viejo chelo.
Lesley, todavía en estado catatónico, no parecía oírle.
—No te preocupes, ya te acostumbrarás a sobrellevarlo —le aseguró él, pero ella no se rió. Jim volvió al dormitorio y se puso una camisa polo, perdiéndose en sus holgados pliegues—. Te has creído que vas a poder conmigo, ¿verdad? —murmuró tocándola aquí y allá hasta que la prenda adquirió dócilmente el tamaño apropiado. Después, Jim levantó las manos y flexionó los dedos, pensando que ojalá tuviera allí el chelo. Pero entonces se acordó de Lesley, que se había quedado petrificada delante del espejo, envuelta en la sábana. ¡No debía dejarla sola! ¿Y si la impresión de verse otra vez joven la trastornaba? Corrió al cuarto de baño, a rescatarla de un acceso de locura.
Lesley había dejado caer la sábana, que estaba a sus pies, en las baldosas. Se miraba de perfil, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, y se pellizcaba las posaderas para comprobar su firmeza.
—¡De todos modos, me conservaba bastante bien, no es tanta la diferencia! —anunció triunfalmente.
Jim se inclinó a darle un beso y mordisquearle las nalgas.
—Ahora sé que eres tú —dijo ella con una risita gutural. Cuando la encontraba vistiéndose o desnudándose Jim no podía resistir la tentación: la visión del trasero desnudo de su esposa era uno de los mayores deleites de su vida.
—Declaro que éste es el diseño ganador en todo el universo —dijo él enderezándose y recorriendo el cuerpo de ella con las manos—. Las mejores formas para el placer —añadió acariciando sus senos firmes.
Lesley le tomó las manos, delgadas y suaves como las de un muchacho, sin venas que se transparentaran, y se las besó amorosamente, despacio, con reverencia.
—¿Crees que esta mañana habré quedado embarazada? —preguntó.
—Si no has quedado, quedarás pronto —dijo él abrazándola más estrechamente. Ella notó su erección, ¡otra vez! Fue otra sorpresa, una nueva demostración de su segunda juventud.
¿Por qué no enloquecieron? ¿Cómo pudieron mantenerse en su sano juicio, tras su súbita liberación de la ley de la gravedad del tiempo? Enloquecieron en la cama, pero era locura de enamorados, pasajera. Después se sintieron satisfechos y completamente normales. Y muy hambrientos.
Jim llamó al servicio de habitaciones y pidió desayuno con ración doble de todo.
—¿Y cuáles han sido tu segundo y tercer deseos? —preguntó Lesley, mientras esperaban el desayuno, en la cama.
—Te parecerán bien.
—Sinceramente, así lo espero —dijo ella ásperamente, esperando que no hubiera desperdiciado un deseo en alguna estúpida cuestión de hombres, como la de vengarse de Norton—. ¡Vamos, James, oigámoslo!
Jim puso las manos en la nuca y miró al techo, saboreando el triunfo de antemano.
—Le he dicho que estoy casado y que tengo que consultar con mi esposa.
Ella le dio un abrazo para hacerse perdonar su desconfianza.
—Nuestro segundo deseo debería tener por objeto ayudar a la gente —propuso.
—No nos precipitemos. Antes quiero buscar un casino y tirar los dados.
Lesley frunció el entrecejo. Jim parecía haber adquirido un aire jactancioso y lanzado, y no estaba segura de que bromeara.
—Eso sería hacer trampas. No desearás hacer algo deshonroso, ¿verdad?
—Ya veo que esto va a ser una batalla entre el bien y el mal.
Lesley, con un súbito cansancio, dijo que iba a dormir un poco, pero al momento saltó de la cama, en busca de su falda de algodón: quería comprobar que su figura no había cambiado entre los veinte y los cincuenta años. Quien hubiera podido observar a la joven pareja —la esposa que se probaba una falda y el marido que la contemplaba desde la cama—, nunca hubiera sospechado que les había ocurrido algo fuera de lo corriente. La falda le sentaba perfectamente, y Lesley se la quitó y volvió a la cama arrimándose a Jim. Después habría momentos en los que tendrían una inquietante sensación de vivir más allá de los límites del destino humano, pero, en conjunto, se tomaron su rejuvenecimiento con bastante ecuanimidad. ¿Hubieran reaccionado de otro modo otras personas? En general, la gente acepta los más fantásticos golpes de suerte como algo natural, Los milagros llegan siempre con retraso.
No obstante, la tensión nerviosa era grande. Lesley apenas se había acostado cuando volvió a levantarse de un salto.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¡Si esa pobre criatura de otro planeta tiene que concedernos dos deseos más, todavía estará aquí!
—Sí; le he dicho que tendrá que esperar hasta que nos decidamos.
—Pero dices que ya lleva meses fuera de casa. Es una crueldad obligarle a esperar.
—Él estaría de acuerdo contigo.
—Jim, no seas malo. Vamos a decidir qué queremos y a dejarle marchar.
—¿Antes de saber si estás embarazada?
Lesley se puso colorada y guardó silencio, y descubrió que, llegado el caso, ella podía ser aún peor que Jim.
Sonó una especie de sirena, fuerte, grave e insistente. Se levantaron de la cama y salieron a la terraza, a ver qué ocurría. Al mirar al Golfo, les hirió los ojos el reflejo del sol en un disco plateado que flotaba en el agua. Deslumbrados, apenas distinguían al muchacho que estaba sentado encima y que miraba en dirección a ellos con el entrecejo fruncido.
24. CAMBIO DE COLOR
DESPUÉS DE ESPERAR hasta ponerse furioso, Neb nadó a la playa, decidido a encontrar a los Taylor y convertir sus vidas en un infierno, para que le dijeran de una vez qué querían de él y le dejaran marchar. Para Neb, el infierno era el bochorno, y pensaba hacer que Jim volcara copas, que se le cayera la comida de la boca, que se manchara de café el pantalón, que olvidara el nombre de la persona con la que estuviera hablando, que lanzara ventosidades en público... Tenía intención de abochornarlo hasta hacerle perder la cabeza.
Cuando llegó a tierra, olvidó la prisa y se puso a pasear por la playa. Con su bañador negro, parecía uno de tantos adolescentes rubios y espigados, y no desentonaba de la concurrencia. No leía en las pantallas mentales de la gente nada que pudiera hacerle desear quedarse en la Tierra; pero los terrícolas despertaban su interés: tan familiares y, al mismo tiempo, tan extraños, tan inferiores.
Le hubiera gustado que su hermanita Eoz estuviera allí, corriendo a su lado y parloteando sin parar. Sería divertido oír sus estúpidos comentarios. Estaba convencido de que, en este momento, Eoz estaría volviendo locos a sus padres, atosigándoles a preguntas, exigiendo que le dijeran cuándo volvería. ¡No había tiempo que perder, tenía que regresar a casa cuanto antes y sacarles de encima a aquella mocosa!
Entró en el recinto del hotel por la verja abierta, buscó a Jim en la piscina y se encaminó al edificio principal. Mientras empujaba la puerta vidriera, deseó vestir shorts y camiseta en lugar del bañador y cubrir sus pies descalzos con calcetines y zapatillas deportivas. Las prendas se materializaron en su persona en una fracción de segundo, mientras aún no se había cerrado la puerta. Le salió tan limpio el cambio de ropa que pensó que era una lástima que nadie se hubiera dado cuenta.
POCO MÁS O MENOS a la misma hora, los Taylor salían del apartamento en su busca.
—¡Ay, Dios mío! —gimió Lesley cuando Jim abría la puerta de la galería exterior—. ¡Estamos muy jóvenes! No podemos dejarnos ver en el hotel. ¿Cómo vamos a explicar este cambio a la gente que nos conoce?
Jim recordó las dificultades que había tenido con Teresa y se detuvo en la puerta abierta.
En aquel momento, llegaba la camarera con el desayuno, del que ya se habían olvidado. Lesley retrocedió y se escondió en el baño y Jim se metió en el ropero y empezó a mover las perchas a derecha e izquierda, como si buscara una prenda. «Haga el favor de dejarlo en la terraza», dijo a la camarera sin volverse.
—¿Y cómo vamos a viajar? —preguntó Lesley saliendo del baño cuando se fue la camarera—. Estamos treinta años más jóvenes que en las fotos de los pasaportes. ¡Aunque eso sería lo de menos! ¿Cómo podemos explicar la desaparición de los viejos Taylor que ayer estaban aquí? ¡Tendremos suerte si no sospechan que nos hemos asesinado mutuamente!
—¡Pensemos! —suspiró Jim.
El olor a café y tostadas les hizo volver a sentir hambre, pero no fueron capaces de tocar la comida. Lo más sencillo hubiera sido que Jim utilizara sus manos para devolverles su aspecto de matrimonio maduro y después los hiciera jóvenes otra vez, pero a ninguno de los dos se le ocurrió la posibilidad de volver a los cincuenta años, ni siquiera transitoriamente. Cuando por fin dejaron de sonar pasos en la galería, salieron corriendo hacia el ascensor, pensando que, fuera del apartamento, no los asociarían con los Taylor y los tomarían por recién llegados a aquel concurrido lugar.
Al salir al vestíbulo, se tropezaron con el gerente de Gulf Views, un hombre de pelo negro, cara delgada, piel tostada y vigilantes ojos azules.
—¡Mrs. Taylor, tiene un aspecto formidable, veo que Florida le sienta admirablemente! —exclamó el hombre, parándose a conversar, para halagar a sus clientes—. ¿Vieron el gran espectáculo cósmico que les organizamos anoche? —bromeó, pero entonces lanzó una segunda mirada al joven que acompañaba a Mrs. Taylor, hizo un gesto de perplejidad, esbozó una rápida reverencia y se fue.
—Como solía decir mi pobre madre, la mitad de las cosas que más temes no llega a suceder —comentó Lesley un instante antes de que Neb empezara a chillar.
—¡Jim, Jim, déjame volver a casa! —imploró Neb cuando entraban en el salón. Entonces, mientras deseaba que se bajara la cremallera del pantalón de Jim, su voz pasó de la tristeza al triunfal regocijo al exclamar—: ¡Se te ve la cosita, Jim!
Los matrimonios mayores que pasaban las vacaciones en el silencio y el aire fresco del salón, hacía tiempo que se habían resignado a la conclusión de que los jóvenes siempre estaban haciendo tonterías, y siguieron leyendo sin inmutarse. No levantaron la cabeza hasta que Jim soltó un pedo fenomenal que se oyó hasta el último rincón.
Esto es el colmo, pensó Jim, apretando el paso para agarrar a Neb, decidido a estrangularle.
—JIM —GRITÓ NEB—. ¡Jim, tienes el sida!
Los matrimonios mayores, temerosos de contagiarse por el pedo, se levantaron de sus cómodas butacas de piel y huyeron dejando caer las revistas. La impresionante morena de la playa, la de la mirada despiadada, que ahora vestía un equipo de tenis blanco, dejó caer la raqueta y se volvió a mirar al apestado. Otros clientes que cruzaban el salón denotaban por la crispación de su cara lo difícil que era fingir no haber oído. El recepcionista miraba a Jim desde detrás del mostrador con una expresión que decía: ¡Vete de aquí y muérete!
Jim agarró ferozmente del brazo a Neb y lo llevó a un rincón, donde, de espaldas a la gente, se subió la cremallera del pantalón y miró fijamente a los ojos al chico, para que pudiera leer claramente su pantalla mental.
—No me importa —declaró Neb—. No voy a dejarte en paz ni un momento hasta que pueda volver a casa.
Se hubieran liado a puñetazos, de no interrumpirles el gerente, que tocó el brazo de Jim y le preguntó si podían hablar unos minutos a solas.
Neb se instaló cómodamente en uno de los profundos butacones del vestíbulo, muy satisfecho del jaleo que había organizado, hasta que advirtió que la gente daba un rodeo para no pasar por su lado y le lanzaban miradas de hostilidad. ¿Cómo sabía él que aquel hombre tenía el sida? ¿Y por qué lo proclamaba a voces? Al fin, un guardia de seguridad vino a preguntarle si se hospedaba allí y le pidió cortésmente que saliera del recinto del establecimiento.
Aunque tampoco les sirvió de mucho a los Taylor ser huéspedes del hotel. Al gerente, que vagamente hacía cébalas sobre qué habría sido de la calva y la barriga de Jim, ya no le importaba si los Taylor eran jóvenes o viejos, y sólo quería perderlos de vista. Les ofreció condonar todos los extras no incluidos en la cantidad adelantada si se marchaban inmediatamente.
—No es que yo comparta el histerismo general —agregó después de pedir mil perdones—, pero hay que tomar en consideración a los otros clientes.
No había forma de desmentir la acusación de Neb, es más, Jim no podía ni explicar quién era Neb. Hicieron el equipaje rápidamente y se fueron, diciendo que después volverían a buscar las maletas.
—¡Y pensar que hace un par de horas pensábamos que se nos habían acabado los problemas! —dijo Jim a Lesley al salir de Gulf Views.
De todos modos, su expulsión del hotel fue sólo un pequeño incidente de un día muy movido, en el transcurso del cual se convirtieron en multimillonarios y, lo que es más, encontraron un antídoto para el aburrimiento, aflicción ineludible de los que lo tienen todo.
NEB LES ESPERABA en la entrada y, cuando salían, se acercó con una mirada amenazadora, pero, antes de que pudiera proferir más amenazas o hacer algo desagradable a Jim, Lesley le invitó a probar un poco de comida terrena en la pizzería del puerto deportivo. Él consintió y hasta prometió no abochornarlos durante la comida.
La pizzería estaba a unos ochocientos metros y por el camino hablaron de sus planetas respectivos. Los Taylor se asombraron al oír que Jesucristo volvía al Centro del Universo todos los años, para presidir las sesiones del Tribunal Supremo; Lesley le dijo a Neb que Jesucristo sólo había venido a la Tierra una vez y lo crucificaron.
—¿Y os sorprende que no haya vuelto? —preguntó Neb, horrorizado.
Los habitantes del Centro del Universo no sabían lo que era el racismo. Tuvieron que explicar a Neb el significado de la palabra. A pesar de su aspecto normal, de su «diseño ganador» universal, Neb pertenecía a una especie de humanidad más avanzada que tenía, entre otras ventajas, la facultad de cambiar de pigmentación. Nacían blancos, negros, amarillos, cobrizos y con infinidad de gradaciones, lo mismo que en la Tierra, pero podían cambiar de color a voluntad. Salieron a hablar de ello cuando Neb trataba de explicarles lo ridícula que era su hermanita. Eoz tenía el disparatado afán de gustar a todo el mundo, y siempre tomaba el color de la persona con la que estuviera hablando. Era muy difícil localizarla en una fiesta, porque podía estar sonrosada, negra, canela, amarilla o cobriza; cambiaba de color tan a menudo que nunca se sabía dónde estaba. Neb consideraba que aquel constante cambio de color denotaba falta de clase y de principios, pero él mismo recurría también a estas artes cuando quería agradar.
Al ir a sentarse en la pizzería, Neb se inclinó, aparentemente sin querer, rozando con su brazo desnudo el de la bonita pelirroja. Al contactar la piel de ambos, la del chico se sonrosó, y su cabello rubio ceniza, sus pestañas y sus cejas se tiñeron de rojo en un instante.
Aquella demostración de sus dotes de camaleón no era la mejor manera de convencer a Lesley de que tenían muchas cosas en común, aunque la tranquilizaba que hubiera enrojecido por ella.
25. GULA IMPUNE
TODO AQUEL ASUNTO era imposible, y Jim tuvo de pronto la terrible sospecha de que estaba soñando. No se encontraba en la pizzería del puerto deportivo, sino que había sido arrojado por el mar y estaba tendido en la playa, medio muerto. O quizá hasta el intento de suicidio había sido un sueño. Aún era de noche y estaba durmiendo en su cama de Gulf Views. Pronto despertaría y volverían a estar como antes, sin hijos y sin dinero para pagar la hipoteca, y cuando regresaran a Londres, la viuda de Colin Beckford volvería a tratar de matarle; y si no ella, otro cualquiera. ¿Y por qué no? Norton demostró mucha desfachatez al decirle que no era popular, pero ¿qué podía ser más cierto? Había traicionado la confianza de la gente, ¿por qué no iban a odiarle? Pensó en las grandes manos huesudas de George Nicholson; tenía muy vivo el recuerdo de su ex adjunto tirándose del pulgar como si quisiera arrancárselo. Estaba seguro de que Nicholson no se daba cuenta de lo que hacía. Cuando Norton me dijo que yo no era popular, pensó, hubieran podido cortarme el brazo y no lo hubiera notado. Si George estaba en el mismo estado de ánimo que yo, hubiera podido dislocarse los dedos sin sentir nada. Deseó hallarse en Londres para ver cómo estaban las manos de Nicholson.
—¿Es tu segundo deseo? —preguntó Neb, anhelante.
Jim movió negativamente la cabeza y puso la mano en el brazo del muchacho, para convencerse de que era de carne y hueso.
—¡Ni pensarlo!
—Era sólo una pregunta.
—No importa, me gusta tu compañía —dijo Jim.
—¡Pues no te encariñes conmigo! No pienso quedarme mucho tiempo.
Neb iba por la tercera ración de pizza crujiente, con doble capa de queso, tomate, bacon y pimiento verde y rojo; era lo primero que le había impresionado de nuestra civilización. Después de estar encerrado en el disco durante meses, surcando el espacio en absoluta soledad, sin la presencia de otro ser vivo en millones de kilómetros a la redonda, ahora se sentía muy a gusto al lado de aquella bonita pelirroja, comiendo pizza y charlando, aunque seguía deseando volver a casa.
—Calma, por favor —dijo Lesley—. Aquí nadie va a desear nada sin contar conmigo.
Su cara irradiaba tanta alegría y seguridad que Jim sintió que todas sus dudas se disipaban.
No soñaba.
Y seguro que Lesley estaba embarazada.
UN RESPLANDECIENTE YATE blanco, con altas antenas y dos pantallas parabólicas, atracó frente a la pared de vidrio junto a la que ellos estaban sentados.
—Eso me recuerda algo —dijo Jim—. Ahora que somos jóvenes, también tendríamos que ser ricos.
—¿Es tu segundo deseo? —preguntó Neb, mirando primero a Lesley y luego a Jim.
Lesley movió la cabeza negativamente.
—Tendría que ser idiota para no poder hacer una fortuna con mis propias manos —dijo Jim.
— ¡Tus propias manos! —protestó Neb con desdén.
Jim empezó a jugar con la servilleta de papel, planchándola con la palma de la mano. Pero por más que alisaba el suave papel blanco, seguía siendo una servilleta.
Neb hizo una mueca para expresar su asombro por la inocencia de Jim.
—El dinero tiene su propia magia, que resiste todas las demás. ¿Es que no sabes ni eso?
Pero hubiera hecho falta mucho más sarcasmo para desmoralizar a Jim aquel día.
—No importa —dijo alegremente—. Supongo que aún nos queda lo suficiente para pagar la comida.
Lesley sugirió tomar postre y aconsejó a Neb un gelato de sabores surtidos, mientras ella se limitaba a dos bolas de nocciola Jim examinó la carta con atención. Pidió Morte per Cioccolata.
La camarera anotó: Un corte de MPC.
—No, no, no, la tarta entera, por favor —dijo Jim con firmeza.
EL DESTINO de los Taylor parecía estar regido por encuentros fortuitos. Cuando la camarera les servía el postre, entraron en la pizzería Ward Banting (58 años), el dueño del yate, y Amanda Minton (25 años), su compañera, que se sentaron a unas mesas de distancia. A pesar de la diferencia de edad, hacían buena pareja. Los dos eran altos y tenían el pelo negro, aunque escaso él, y ella, por el contrario, una melena negra magnífica, larga, espesa y reluciente que enmarcaba el óvalo de su cara perfecta y le acariciaba el fino cuello. Vestían de forma idéntica: camisa de batista y shorts de lino blanco, bien planchados. La suya era la clase de elegancia que se consigue con no llevar nunca una prenda durante más de unas horas. Los dos tenían el aspecto sano, lustroso y bronceado de los que pasan la mayor parte del tiempo en climas templados al aire libre. Y los dos eran delgados, aunque, evidentemente, sus sacrificios les costaba: pidieron sólo ensaladas.
No era, pues, de extrañar que Banting no pudiera apartar la mirada de aquel joven de la otra mesa que se comía él solo todo un pastel de chocolate de tres pisos, con escarcha al chocolate, sin que la mujer y el chico que lo acompañaban mostraran sorpresa ni preocupación.
Aquel suculento pastel marrón oscuro debía de llevar harina y, desde luego, una libra de mantequilla y otra de azúcar, además de ocho huevos por lo menos, pero, sobre todo, era exquisito chocolate, tres mil calorías por cada bocado. Y Jim se deleitaba con cada uno. Notaba la diferencia entre este pastel y los que había devorado en el pasado, que siempre tenían un amargo regusto de culpabilidad, una capa de remordimiento por la estupidez que estaba cometiendo, que debilitaba el corazón y dilataba el estómago, que demostraba que era un hombre sin voluntad, el peor enemigo de sí mismo. Pero ahora, mientras el delicioso chocolate se le fundía en la boca y le resbalaba por la garganta, se sentía más ligero; no había extraños sabores de culpa en aquel suculento regalo y sí el placer añadido de saber que podía comer todos los pasteles del mundo sin engordar ni una onza. ¡Podía ser un cerdo con impunidad!
—Joven —dijo Banting desde su mesa, en un tono divertido y paternalista—, ¿con qué frecuencia se da esos atracones?
Jim no sabía quién era aquel hombre, pero podía leer en su pantalla mental que renegaba del destino porque, con sus cientos de millones de dólares, no podía permitirse tocar algo que tuviera un contenido de calorías de cuatro dígitos.
—No llevo la cuenta, pero me comeré por lo menos otro esta noche —respondió Jim con aire de satisfacción.
La cara delgada, un tanto ajada y blandengue de Banting acusó la información con un espasmo nervioso.
—¿Y cómo no se le nota? ¡Parece vivir de lechuga!
Jim se golpeó el estómago.
—Pues será que lo quemo.
EL YATE DE WARD BANTING había causado sensación. La gente se levantaba de las mesas y salía al muelle para contemplar el Challenger. En cubierta se podían contar siete marineros. ¿Habría abajo alguno más? La gente estaba impresionada por aquella sólida evidencia de riqueza. Los que seguían sentados en la pizzería lanzaban miradas furtivas al dueño del yate y a su compañera y los ojos les ardían con la admiración que no es sino envidia sublimada.
Huelga decir que nadie prestaba atención a la joven pareja que la víspera tenía treinta años más, ni al adolescente pelirrojo y larguirucho llegado de una lejana galaxia. Lo que demuestra lo difícil que es acertar con qué hay que encandilarse.
26. EL INFARTO
A PESAR DE QUE parecía respirar salud, Ward Banting padecía un mal que amenazaba su vida: una compañera joven. Probablemente moriría antes que su venerable tío, que vivía en la isla de Santa Catalina de las Bahamas con una esposa que tenía la mitad de su edad. El anciano, convencido de que el dinero era la única satisfacción que debía procurar a la ex bailarina que se había casado con él por interés, no ponía en peligro su salud para dar gusto a su esposa, y ella, que estaba chapada a la antigua, no pedía más.
Pero tanto Banting como su veinteañera amiguita pertenecían al mundo moderno. Amanda Minton era feminista. Una feminista con toda la convicción que da una combinación de ideas ajenas y amarga experiencia propia. Sabía lo que era la ingratitud y la perfidia de los hombres; un matrimonio poco satisfactorio y varias relaciones con jóvenes egoístas le habían demostrado lo poco que los hombres valoran la abnegación, la lealtad y el amor. Ahora ya no se conformaba con ser utilizada, sino que quería hacer valer sus derechos en lo sexual, tanto por el placer en sí como por una cuestión de imagen. Se hubiera sentido explotada, de haber tenido que conformarse sólo con la buena vida, la ropa, el yate y los viajes en Concorde; el conseguir, además, el placer sexual le deparaba la satisfacción de saber que nadie volvería a aprovecharse de ella. Y Banting, hombre de nuestro tiempo, estaba ansioso por complacerla. Le preocupaban la vejez y la impotencia, y quería que ella le amara no por los millones, sino por los orgasmos.
Uno de los inconvenientes de la riqueza es que deja al individuo inerme ante su propia estupidez. El idiota pobre que tiene que trabajar no dispone de tiempo, energía ni dinero para hacer tonterías. La fatigosa lucha por la subsistencia le impide hacerse excesivo daño a sí mismo; los únicos medios de autodestrucción que están a su alcance son la bebida y las drogas baratas. Pero un millonario, que puede hacer lo que se le antoje, encontrará mil y una maneras de destrozarse. Los que viven de un subsidio, con poco dinero y mucho tiempo, conocen los inconvenientes de los ricos y los de los pobres, desde luego, pero ésta es otra historia.
Ward Banting, que hacía más de una década que vivía de renta, no tenía más distracciones que la de ver envejecer su cuerpo y preocuparse por su virilidad. Es una aflicción bastante corriente entre los hombres de su edad, pero la ansiedad de Banting estaba exacerbada por el glorioso recuerdo de haber sido en su juventud un amante envidiable. Él y su hermano heredaron una pequeña cadena de gasolineras en California. El hermano se hizo cargo del negocio y Ward compró una pequeña participación en una agencia de Bolsa de Los Ángeles y dedicaba casi todas sus energías al deporte y a las cenas, hasta que una estrella de cine se encaprichó de él. Durante un año, fue el famoso acompañante de una sex symbol, y con ella aparecía en diarios, revistas y televisión, en los restaurantes y las galas cinematográficas. En realidad, su propia secretaria era más sexy que la estrella, pero todos los hombres que él conocía —y la mayoría pertenecían al mundo financiero— le envidiaban y le tenían por un gran amante, que podía contar los secretos de alcoba de la mujer más deseada de América. Los hombres que juegan con dinero suelen ser niños grandes, con una vida sexual aburrida, y pedían a Banting con insistencia información privilegiada. Un alto empleado de un banco, intercambiando secreto por secreto en una fiesta, le dijo confidencialmente, en el apartado rincón de un gran salón, que los bancos casi nunca concedían préstamos multimillonarios sin una comisión para los empleados que intervenían en la operación. «¡Vaya, así es cómo los bancos acumulan tantas deudas!», susurró Banting, impresionado. No forzosamente, le aseguró el banquero, agregando, más confidencialmente aún, que a veces él mismo prestaba millones a amigos de confianza, sin aval, a cambio de un dos y medio por ciento del importe total, y nunca había tenido que lamentarlo. En correspondencia, Banting obsequió al lascivo banquero con picantes reminiscencias de su ex secretaria, atribuyéndolas a la actriz. Después consiguió de él un préstamo de veinticinco millones para un negocio prometedor. Una vez hubo aprendido a obtener préstamos sin garantía, la más esquiva de todas las gangas financieras, ya estaba en el camino de conseguir varias fortunas.
Fortunas y mujeres. Bien parecido, rico, ex amante de una diosa, atraía a más mujeres de las que podía manejar. Unas se lanzaban en sus brazos por pura curiosidad: querían descubrir si podían compararse con la diosa. Ward llegó incluso a casarse, aunque pronto se separó de su mujer; no era mala, pero el matrimonio ataba mucho. Vivió tres grandes décadas y, a su modo de ver, había triunfado en la vida rotundamente por ser todo un hombre. También era un hombre sin escrúpulos, miserable, artero, mezquino, duro y despótico, pero él estaba convencido de que todas estas virtudes dimanaban de la misma fuente que sus placeres. A su modo de ver, lo más extraordinario de su persona era el pene, y en este frente no quería, no podía claudicar.
Lo cual no era tan divertido como pudiera parecer. En su desesperado afán por levantarlo y mantenerlo en alto, pasaba alternativamente de las inyecciones en el pene a la cocaína, y de la coca a las píldoras. Pensaba que alternar los riesgos era suficiente precaución, pero en la pizzería Napoletana de isla Magdalena le pasaron cuenta sus excesos. De repente, se le secó la boca, sintió ahogo, los pulmones se le vaciaron de aire y el restaurante empezó a darle vueltas. Se levantó bruscamente, decidido a luchar contra la opresión. «¡La nota!», jadeó golpeándose el pecho, y se desplomó en el suelo de baldosas.
Así mueren muchos ricos cincuentones, dejando sus fortunas a mujeres veinteañeras.
BANTING, QUE QUEDÓ inmóvil en el suelo, tuvo suerte de caer donde cayó. Jim Taylor ya se había levantado incluso antes de recordar que quizá pudiera ayudar realmente. Impresionado por la mortal lividez de la cara y el arrugado cuello del caído, se agachó, le desgarró la camisa y empezó a darle masaje en el pecho, que también empezaba a amoratarse. «¡Ay Dios mío, Dios mío!», gritaba histéricamente la joven detrás de él.
Mientras manipulaba el inanimado cuerpo de Banting, Jim se preguntaba si su broma acerca del pastel habría tenido algo que ver con el infarto.
—¿Llamo a una ambulancia? —preguntó el camarero, dando por descontado que Jim era médico.
Jim, que no estaba seguro de si sus manos harían el prodigio, hizo caso omiso de la pregunta.
—¡Dios mío, Dios mío! —sollozaba la joven, fuera de sí—. ¡Dios mío, que no se muera!
Parecía que iba a tener un ataque de nervios, y cuando Banting empezó a respirar, Jim volvió la cabeza, para ver si podía hacer algo por ella. Tenía relucientes mechones de su pelo negro pegados a las mejillas húmedas de llanto y estaba sentada sobre los talones, golpeándose las rodillas con los puños y gimiendo: «Ay, Dios mío, Dios mío.» Pero en su pantalla mental Jim leyó: ¡Dios mío, este hombre se muere y no ha cambiado el testamento! ¡Todo será para esa vieja bruja!
Jim la dejó apesadumbrarse.
27. EN BUSCA DE PROBLEMAS
WARD BANTING YACÍA en el sofá de piel color crema del salón del yate. El capitán y los dos marineros que lo habían subido a bordo en una camilla permanecían cerca de la puerta con gesto de preocupación. Amanda Minton, que no soportaba estar poco favorecida, desapareció un momento, para arreglarse la cara y el pelo. Cuando volvió ya no tenía señales de llanto, pero no podía estarse quieta y a cada minuto preguntaba: «¿Se pondrá bien?»
Jim estaba inclinado sobre su paciente y, mientras movía las manos sobre la arrugada frente y el cráneo moteado del hombre, poco a poco, la piel iba perdiendo su azul amoratado y la cara su inerte expresión. Banting ya respiraba con regularidad y ahora, más que inconsciente, estaba dormido.
Jim se asombró. Debo de haber reparado el daño del cerebro, pensó. ¡O sea que, al fin y al cabo, me he convertido en una especie de médico!
El enfermo se movió y su pantalla mental se iluminó de pronto: su inconsciencia se convirtió en una pesadilla. Banting, asido al extremo de una larga cuerda, oscilaba en círculos sobre un vacío inmenso y negro. Se oía el siseo de la cuerda al cortar el aire. Entonces aparecieron las primeras palabras: ¡No puedo soltarme, no puedo soltarme!
Jim puso la palma de su mano en la frente del hombre, que se quejó y abrió los ojos.
—¡Ward, por fin, por fin! —exclamó Amanda Minton precipitándose al sofá y apartando a Jim de un empujón.
Mortalmente pálido bajo el bronceado y sin saber aún si estaba vivo o muerto, Banting la miraba sin verla. Pero cuando en sus vacuos ojos azul claro se hizo la luz, volvió la cara, como rehuyendo una visión repelente.
—¡Vete, vete! —dijo con voz débil.
Ella se arrimó para hacerle oler su perfume y sentir el calor de sus pechos.
—¡Ward, soy yo, Amanda, A-man-da!
—Vete —gimió Banting, moviendo la cabeza a derecha e izquierda para escapar.
Ella se levantó y entornó los ojos, a pesar de saber que ello descomponía la perfecta simetría de su cara, pero tenía que entornarlos porque, de lo contrario, no podía pensar. Trató de recordar si había hecho algo que hubiera podido disgustarle. Pero no. Su «Gallo», como cariñosamente llamaba a Banting, no tenía por qué estar enfadado; hacía meses que ni tonteaba con nadie. Sólo había una explicación: un ataque cerebral. Miró al capitán y le ordenó que llamara a un helicóptero-ambulancia.
—¡Mr. Banting ha sufrido un derrame cerebral! Tenemos que llevarlo a un buen hospital. Rápido, no hay tiempo que perder. Vaya ahora mismo a la radio.
—No es necesario —dijo Jim con calma, sentándose en una de las butacas de color crema y poniendo una pierna encima de la otra. El capitán y los marineros se miraron sin saber a quién obedecer—. Mr. Banting está perfectamente —aseguró Jim—. Mírenle: color y respiración normales.
Amanda Minton se volvió a mirarle con el desdén que reservaba para la gente que no sabía hacer su trabajo.
—¡Es que ha perdido la memoria!
—Me parece que no.
—¡No me reconoce!
—¡Vete, vete! —suplicó Banting con voz quejosa. Levantó la mano para alejarla y, cobrando fuerzas, empezó a gritar—: ¡Sacadme de encima a esta zorra!
—Quizá sí que la reconoce —apuntó Jim.
Amanda Minton puso ojos redondos de sorpresa. Le temblaban los labios. No estaba acostumbrada a que le hablaran en aquel tono. Buscó ayuda con la mirada, pero no la había.
La palabra zorra había galvanizado a los tres hombres de la tripulación. Esto era serio: había que obedecer a Banting. El capitán abrió la puerta para acelerar la salida de Ms. Minton, aunque, no deseando indisponerse con ella, porque suponía que no tardaría en recuperar el favor, con la mano en el picaporte, suspiró, hizo una mueca de resignación y la miró con ojos implorantes, como diciendo: No estoy de acuerdo, pero no debemos llevar la contraria a un enfermo. Los marineros, que la aborrecían porque los trataba como a trapos, no podían disimular la alegría por aquella humillación, fuera temporal o definitiva, y la miraban sonriendo de oreja a oreja.
Ella volvió a agacharse al lado del sofá, sin poder creer que Banting no la quisiera a su lado.
—Ward, soy yo, Amanda, ¡Amanda!
—¡Lleváosla de aquí! —masculló Banting agitando la mano.
Los sonrientes marineros se acercaron. Ella se puso en pie y se volvió a mirar a Jim con la cara descompuesta de rabia.
—¡Le hago responsable de esto! —siseó con todo el odio de que era capaz. Cuando uno de los marineros iba a asirla del brazo, ella agitó la melena con un movimiento de desafío y salió taconeando con fuerza—. ¡Y todos vosotros seréis despedidos! —oyeron que decía en el pasillo.
Jim casi sintió compasión por ella.
—¿Ya se ha ido? —preguntó Banting agriamente; el respaldo del sofá le impedía ver la puerta.
—¡Sí, señor! —respondieron los dos marineros al unísono.
—Está bien —dijo Banting, pero aún estaba de mal humor, como el que acaba de sufrir una experiencia muy desagradable—. Si estoy enfermo, ¿por qué no me habéis llevado a la cama? —preguntó con voz quejumbrosa.
—El doctor dijo que no era necesario —respondió el capitán.
—Ha tenido un ataque al corazón, pero ya está bien —dijo Jim—. Puede sentarse, si quiere.
Banting, creyéndose muy enfermo, se incorporó con precaución, y pareció sorprendido del poco esfuerzo que le costaba. Luego buscó una postura cómoda y, después de despedir al capitán y a los dos marineros, se quedó mirando su destrozada camisa de Giorgio Armani durante un rato antes de levantar la cara y decir con voz burlona:
—¿Dice que es médico, y se come las tartas de chocolate enteras?
Evidentemente, su memoria estaba indemne.
Jim, con una súbita inspiración, decidió hacerse pasar por osteópata.
—Ni que decir tiene que le estoy muy agradecido por haber tratado de ayudarme —dijo Banting rápidamente—. De todos modos, creo que debería ir a que me viera un médico propiamente dicho. —Ahora que había recuperado la lucidez, se preguntaba cuánto debía ofrecerle.
Jim sentía una natural simpatía por un semejante al que casi había visto morir y se alegraba de haber podido salvarlo. Se hubiera dado por satisfecho con un muchas gracias, pero las sumas en que las pensaba Banting le irritaron y le hicieron reflexionar. ¿Por qué no resolver de una vez para siempre la cuestión económica?
—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó.
Banting hizo como si no hubiera oído la pregunta y se manoseó la desgarrada camisa.
—¡Mire cómo me ha dejado la camisa! —dijo, como si lamentara la pérdida de una fortuna.
Eres tan previsible que ni merece la pena leerte el pensamiento, se dijo Jim. A fin de agilizar las cosas, explicó a Banting que el método osteopático que había utilizado para reanimarlo también servía para repararle el corazón y rejuvenecerlo.
Banting miraba al joven con recelo, pero, al no poder verle con la claridad suficiente y olvidando que quizá estuviera muy débil para moverse, se levantó y fue en busca de sus gafas. Con el ojo derecho aún veía lo suficiente como para transitar sin ellas, pero ahora quería estar seguro de que no se le escapaba nada. Las encontró al lado del televisor, se las caló firmemente sobre su recta nariz, cruzó hasta donde estaba el joven y estudió su cara largamente.
Era una cara normal, que denotaba inteligencia, seriedad y confianza, de ojos brillantes y mirada franca: no había indicios de trastorno mental.
—¿Se puede saber de qué diablos habla? —preguntó con suspicacia.
—Me resulta más fácil hacerlo que explicarlo —dijo Jim. Se levantó y pasó la mano por la mejilla izquierda de Banting, pero al ver que Banting pensaba: ¿Qué hace? ¡Pero si esto no es nada!, le dio un cachete que le hizo caer las gafas. Luego le frotó la mejilla izquierda varias veces, procurando hacer daño, hasta borrar las arrugas, la bolsa del ojo izquierdo y un lunar que tenía debajo de la fosa nasal de aquel lado.
—¡Ahora mírese al espejo!
Banting, un poco intimidado, se agachó a recoger las gafas, se acercó a un espejo de pared y se contempló largamente. Le hubiera gustado poder creer lo que veía, pero no podía. Se volvió a mirar a Jim con una expresión de perplejidad distinta en cada media cara.
—¿Qué ha hecho?
—Todo consiste en estimular los nervios y los músculos.
Banting seguía perplejo, y Jim le dio varios golpes más en la mejilla izquierda. El dolor le aclaró las ideas.
Banting empezaba a creer que el osteópata dominaba realmente un tratamiento que podía rejuvenecer. Se sentó a pensar. No le preocupaba que el proceso fuera doloroso; estaba convencido de que uno tiene que estar dispuesto a sufrir para conseguir lo que desea. Pero aquel interés del osteópata por la cuantía de su fortuna era otra cuestión. Sacó del bolsillo un pañuelo de lino, se limpió los cristales de las gafas, volvió a calárselas, suspiró profundamente, se levantó y volvió al espejo. Era indiscutible, del lado izquierdo de su cara habían desaparecido las arrugas y el lunar. Y, bajo la piel tirante, volvía a dibujarse el pómulo.
¡Podría recuperar sus pómulos! Una sacudida de alegría le recorrió el cuerpo al pensar que podía volver a ser joven. Pero, pero... —aunque parezca increíble es verdad— su gozo se extinguió instantáneamente cuando sospechó que tendría que pagar muy caro el tratamiento. Es difícil desprenderse de los hábitos mentales.
—¡Sólo me ha arreglado el lado izquierdo de la cara!
—dijo con la voz severa que utilizaba cuando la tripulación sólo fregaba un lado de la cubierta—. ¡Y mi ojo izquierdo sigue tan mal como antes!
Jim volvió a sentarse con una pierna encima de la otra.
—Puede tener una visión normal por veinte millones.
—No puedo pagarlo —respondió Banting malhumorado, volviendo al sofá—. Seguiré usando gafas.
—¿Cuánto dinero tiene?
Banting asumió un aire de profundo abatimiento, incluso en el lado joven de su cara. Sus anchos hombros cayeron; parecía haber encogido. Nadie que tuviera ciento ochenta millones de dólares en bonos municipales exentos de impuestos y doscientos cuarenta millones en otros valores hubiera podido aparentar mayor tristeza y desvalimiento.
—Estoy retirado —suspiró—. Tengo que administrarme.
—¿Y cuánto administra?
Banting cometió el error de hacer inventario mental de su patrimonio y preguntarse cuánto debía confesar, llegado el caso.
—Vaya, si tiene cuatrocientos veinte millones y pico —comentó Jim—, bien puede permitirse pagar un millón por cada mes de edad que yo le reste.
Banting estuvo a punto de tener otro infarto.
—¿Qué dice? —jadeó poniéndose la mano en el pecho. Temiendo excitarse, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y respiró sosegadamente, mientras esperaba que se le calmaran las palpitaciones. Cuando se recuperó, se puso en pie—. ¡Yo no he dicho, ni a usted ni a nadie, que tuviera tanto! —dijo con firmeza y con su aire de mayor dignidad.
—No; lo he dicho yo.
Banting siguió negando con vehemente elocuencia que poseyera semejante fortuna ni cosa parecida, y Jim esperó a que se le acabara la cuerda. Empezaba a aburrirle aquel hombre, pero resistió la tentación de marcharse pensando: ¡Después de esto, no tendré que desperdiciar ni un segundo de vida en conseguir dinero! La idea era poderosa y hubiera podido seducir hasta a un filósofo. Empezó a hacer planes. Se llevaría de Quantum a su amigo Stanley Rosenfeld, que era un contable brillante, y llamaría a Ellie Singer y a Emily Chalmers, que probablemente aún estarían sin trabajo por haber tenido la mala suerte de ser secretarias suyas. Les encargaría la gestión de sus finanzas, todas las compras, pagos y transacciones; él no querría ni enterarse. Se dedicaría a tocar el chelo para Lesley y el niño, y tocaría mucho mejor que hasta ahora.
A Banting estaba resultándole difícil regatear con un individuo que ni le escuchaba.
—Aunque me dejara hecho un adolescente —objetó, irritado, doblando las comisuras de los labios—, al día siguiente podría morir atropellado.
—¡Por supuesto! —dijo Jim saliendo de su ensueño.
—O podría contraer una enfermedad incurable. Por lo tanto, la juventud no es un valor sólido, ¿verdad? —preguntó Banting, con bastante sagacidad, a su modo de ver—. No es algo duradero, ¿no cree? ¡Estamos hablando de mercancía perecedera!
—Quizá deba volver a dejarle el lado izquierdo como estaba. No querrá ir por el mundo con dos caras, ¿verdad? —sugirió Jim, que empezaba a estar ansioso por reunirse con Lesley y Neb en la pizzería. El futuro perfecto podía esperar, pero si Lesley no había sido capaz de mantener distraído al chico, pronto podría hacerles otra de sus horrendas trastadas, para conseguir que deseasen que se fuera al otro extremo del universo.
Banting fue derrotado por la impaciencia de Jim por marcharse. Decidió pagar el exorbitante precio de un millón por mes. Jim le dijo que podía dejarle tan joven como quisiera, con veinte y hasta cuarenta años menos, pero Banting dijo que no podría pagarlo.
—¡Tendría que vender el yate! —suspiró mirando a Jim con expectación, como si esperase que se ablandara y le hiciera una rebaja.
—Tiene razón —convino Jim—. ¿Qué es la vida sin un yate?
Banting decidió comprar sólo diez años, porque recordaba que a los cuarenta y ocho aún era joven. Entonces no necesitaba inyecciones.
Al no conseguir descuento, pidió pagar a plazos, con intención de interrumpir los pagos a la mitad, a ver si el osteópata lo demandaba. Era una práctica muy extendida en la industria del cine, pero la otra parte se empeñó en cobrar a tocateja, y no hubo más remedio que descolgar el teléfono. No se hubiera sentido más desgraciado si Jim le hubiera propuesto hacerle diez años más viejo.
Una serie de llamadas telefónicas y faxes transfirieron ciento veinte millones de dólares en bonos y acciones de las islas Caimán a la cuenta conjunta de James y Lesley Taylor en Londres mientras Jim todavía estaba dándole manotazos a Banting. En tiempos de la Biblia, en que los mares se abrían, los ciegos veían y los muertos se despojaban del sudario, el verdadero milagro hubiera parecido hacer viajar una cuantiosa fortuna a través de medio mundo en cuestión de minutos.
Los dos hombres se arrepentirían de la transacción.
Jim se arrepintió casi inmediatamente. Cuando Banting salió del salón, Amanda Minton le echó los brazos al cuello y apretó la cara contra su pecho murmurando:
—Oh, Gallo, ya estás bien. ¡Qué alegría, qué dicha tan grande!
—Es el nuevo tratamiento osteopático de Jim —dijo Banting con indiferencia y una ligera sonrisa. Le halagaba que los de cubierta la vieran derretirse por él.
Ella, envalentonada al no verse rechazada, frotó su vientre contra él, moviendo ante la concurrencia su firme trascrito bajo los prietos shorts blancos.
—Amor mío, cómo te quiero, no me importa si me oyen. ¡Te adoro!
Los dos marineros que le habían sonreído con insolencia observaban la escena alarmados, despidiéndose del empleo. Pero, al cabo de un minuto, Banting se desasió con una firmeza que no dejaba lugar a dudas.
A Amanda Minton se le dilataron las pupilas y le temblaron los labios, pero siguió sonriéndole y sólo dijo: «¡Cariño!» En su pantalla mental se leía: Gusano, hampón indecente, polliblando, carne de presidio, ¿qué te has creído, rechazarme a mí? ¡Te apesta la boca!
¿Me habrá pagado con dinero robado?, se preguntó Jim, intranquilo, pero también él iba a llevar su ración cuando Amanda le dijo con una sonrisa radiante: «¡Nunca podré agradecerle lo suficiente el que me haya salvado a Ward!», mientras pensaba: Todo es culpa tuya, cerdo. No sé cómo, lo has vuelto contra mí. Pero no soy tan tontita como crees. ¡Me las pagarás!
Jim le dio las gracias por sus gracias.
28. DIFERENCIAS
MIENTRAS ESPERABAN a Jim en la pizzería del puerto deportivo de isla Magdalena, Lesley distraía a Neb haciéndole hablar de sí mismo. Neb le dijo que tenía muchas habilidades innatas, aparte de la facultad de conseguir las cosas con sólo desearlas. A modo de demostración, puso los ojos bizcos y se miró la peca de la punta de la nariz. También se jactó de saber tocar todos los instrumentos musicales.
—¿Todos? —exclamó Lesley—. ¡Pues tienes que ser un genio!
—¡Lo soy, sí! —dijo Neb ofreciéndole el perfil con el mentón levantado, como si posara para un retrato.
—¿Y cómo no te confundes? —preguntó Lesley.
Su admiración disminuyó cuando supo que en el Centro del Universo no tenían más que cuatro instrumentos. Por lo que pudo deducir, eran parecidos a la flauta, la guitarra, la trompeta y el tambor. La flauta expresaba melancolía y añoranza, la guitarra, amor y alegría, la trompeta, triunfo y exaltación, y el tambor, cólera. Para no herir los sentimientos de Neb, Lesley no dijo nada, pero el chico se sintió desconcertado al leer en su pensamiento que en la Tierra tenemos otros muchos medios para hacer música.
—No serán tan buenos como los nuestros —dijo él, dubitativo, y sus pecas se acentuaron.
—No importa, Neb; vosotros tenéis el poder de realizar los deseos.
—Pero no todo el mundo —puntualizó Neb, volviendo a animarse—. Sólo los que se lo ganan. ¡Y yo me lo gané!
—¿Qué quieres decir?
—Delante de ti, Les, tienes a una persona muy inteligente que en el colegio saca por lo menos nueve sobre diez en cualquier asignatura.
Ella estaba impresionada.
Neb irguió la espalda y la miró de arriba abajo con una sonrisa de burla de sí mismo. «¡Para que te hagas una idea de con quién hablas!» Adoptaba una actitud de fingido orgullo, pero en realidad se sentía aún más orgulloso de lo que aparentaba. Explicó que los niños del C del U no podían realizar deseos hasta los doce años y sólo si sacaban por lo menos siete sobre diez en todas las asignaturas o veinte sobre diez por lo menos en una. Sólo los buenos estudiantes podían realizar deseos.
—¡Qué fácil deben de tenerlo vuestros maestros! —suspiró Lesley con envidia—. Pero, ¿y los pobres niños que no son lo bastante listos?
—Tienen que repetir curso.
—Pero, ¿y si ni aun así lo consiguen?
—Mira, si eres tonto, el poder de realizar deseos tampoco va a hacerte ningún bien, ¿no crees?
—¿Y lo de cambiar de color?
—Eso es distinto. Hasta los niños pueden cambiar de color. Eso sirve para hacer amigos, y todo el mundo tiene derecho a hacer amigos. Claro que también hay quien exagera, como mi hermana. Eoz exagera en todo.
Lesley no dijo nada, pero no pudo menos que compadecer a los niños que fracasaban.
—Te equivocas —le reconvino Neb—; no es un sistema cruel, es el mejor sistema posible. Casi ningún niño fracasa. Todos se esfuerzan de verdad por mejorar su intelecto, porque la inteligencia y el conocimiento dan muchas ventajas.
—¡En nuestro planeta, las cosas son muy diferentes, desde luego!
Era la primera vez que Lesley utilizaba la expresión nuestro planeta, pero al hablar con un chico que venía de tan lejos, le salió espontáneamente. En compañía de Neb se sentía más terrícola que escocesa.
Lesley estaba deseosa de saber y Neb no se hacía rogar para dar explicaciones. El poder de realizar deseos se desarrollaba con el cuerpo, pero dentro de unos límites. Hacía eones, todo el mundo podía realizar todos los deseos, incluso los deseos asesinos, y estuvo a punto de extinguirse la especie. Ahora sólo podían desear una cosa al día, y tenían que ser amables unos con otros, dentro de lo razonable.
—¡Pero tú estás siempre criticando a tu hermana! —objetó Lesley.
— ¡He dicho dentro de lo razonable!
Mientras esperaban a que Jim regresara del yate de Ward Banting, Neb le dijo también —por si no se había dado cuenta de todo su poder— que los habitantes del C del U podían hacer muchas más cosas cuando estaban fuera de su astro. Cuando hacían turismo en otras galaxias, podían realizar tantos deseos como quisieran.
—Entonces mejor estás aquí y no deberías tener tanta prisa por marcharte —dijo Lesley imprudentemente.
Al recordar que estaba retenido contra su voluntad, Neb se enfureció súbitamente y se levantó de la mesa.
—¡Me marcho! —anunció apartándose el mechón rojo de los ojos de un manotazo—. ¡Me marcho ahora mismo! ¡Pido la receta de la pizza para mi mamá y me voy!
Y se fue a hablar con el cocinero.
—Te asusté, ¿verdad? —preguntó sonriendo cuando volvió de la cocina, con la receta, a un tiempo satisfecho por haber asustado a Lesley y cabreado (no hay otra expresión que exprese la combinación de abatimiento y rabia adolescente, impotente y reprimida). Neb estaba cabreado porque había dado su palabra de que no se iría sin cumplir su promesa. Cuando Jim volvió del yate, todavía sin tener la menor idea de cuáles serían su segundo y tercer deseos, Neb decidió que, si no le dejaban marchar pronto, desearía un tambor y los volvería locos con él.
CUANDO VOLVIERON al vestíbulo de Gulf Views a recoger el equipaje, Neb pensó durante un momento que había tenido suerte: Jim descubrió a la hermosa morena, la que había herido su amor propio cuando era viejo, gordo, calvo e inútil. La mirada que ella le había lanzado en la playa estaba aún viva en su recuerdo; lo mismo que su horror cuando creyó que tenía el sida. Ahora llevaba un vestido de playa azul eléctrico con un papagayo de vivos colores impreso en el delantero, que dejaba al descubierto sus magníficas piernas. Al ver a Jim desde lejos, movió los labios —podía ser en una sonrisa o en una mueca— y dijo algo a la mujer que estaba con ella.
¡Ahí va la muchacha que piensa que no sirvo para nada!, pensó Jim. La miró a los ojos cuando se cruzó con ella y la siguió con la mirada.
—¿Es tu segundo deseo? —preguntó Neb, esperanzado.
—Nunca te das por vencido, ¿verdad? —rió Jim, pero se reía más de sí mismo que del muchacho—. ¡Olvídalo!
Neb, decepcionado, estuvo a punto de hacer caer al suelo los pantalones de Jim, pero cambió de idea. En la pizzería, Lesley le había hecho comprender que era preferible no llamar la atención, porque si los terrícolas sospechaban que no era uno de ellos, tendría muchos problemas.
Cuando todo el equipaje de los Taylor estuvo a bordo del disco de Neb, embarcaron. Para darle más aspecto de embarcación, se sentaron encima, alrededor de la escotilla abierta, con las piernas colgando en el interior de la nave. Se alejaban de Gulf Views, derivando hacia México. Pensaban despegar y volar a Londres en cuando perdieran de vista tierra: hubiera bastado un solo giro para que salieran del sistema solar, pero, afortunadamente, el disco tenía un dispositivo para planear. En un principio, Neb se negó a llevarlos si no hacían del viaje su segundo deseo, pero, antes que desperdiciar un deseo en algo tan prosaico como el transporte, Jim estaba dispuesto a tomar un avión en Tampa.
—Si nos llevas, ahorraremos tiempo, pero llévanos sólo si tú quieres —dijo Lesley dulcemente con mirada suplicante poniendo la mano en el brazo de Neb. Pobre muchacho, pensó, no debería coquetear con él.
—Menos mal que por lo menos sientes remordimientos —refunfuñó Neb haciéndole una mueca.
—¿Qué pasó en el yate? —preguntó Lesley a Jim cuando salían a mar abierto.
—Él es más joven, y nosotros más ricos —dijo Jim lacónicamente.
—Eso fue una guarrada —se lamentó Neb—. Me pediste algo que te permite conseguir todo lo que quieras sin gastar tus deseos.
—¡Naturalmente, ésa era la idea!
—A este paso, cuando llegue a mi casa, mis padres ya habrán muerto.
—¡No, Neb, de ninguna manera! —dijo Lesley, compadecida—. Te prometo que pronto podrás irte a tu casa. No dejaré que Jim te retenga mucho tiempo.
Había mar rizada en el Golfo, y los Taylor tenían que sujetarse con las dos manos para no caerse del disco, y también entrecerrar los ojos por el reverbero del sol en el agua. Neb estaba encantado de verles sufrir un poco.
Por aquí encontré a Neb, pensó Jim. ¡Y pensar que fue sólo anoche!
—Sí. ¡Te salvé cuando ibas a ahogarte! —comentó Neb.
—Y yo te saqué del disco de tu padre.
—Debí dejar que te ahogaras y esperar a alguien que fuera más agradecido.
—No puedo precipitarme con mis deseos, Neb. Estoy tan cansado que no sé ni quién soy.
Porque a Jim y Lesley les habían ocurrido tantas cosas aquel día que, a pesar de su segunda juventud, se sentían completamente agotados y tenían que hacer un esfuerzo para asirse a la escotilla. Durante un rato nadie habló hasta que Lesley rompió el silencio.
—¡Pero cómo hemos podido olvidarnos! —exclamó de pronto.
—¡Ya podías habérmelo recordado! —dijo Jim airadamente, como suelen hablar los maridos.
Neb dirigió el disco hacia la playa. «¡La pareja de los tres mil deseos!»
—¡Eh, un momento! —dijo Jim, alarmado—. ¡Eso no fue un deseo! Puedo volver perfectamente nadando.
—¡No importa! —dijo Neb con un suspiro de mártir—. Por desgracia, tengo que quedarme hasta que os decidáis.
—Neb, tú tienes buen corazón, no querrás que... —empezó Lesley.
—¡No lo entiendo! —gritó Neb atajándola—. Este planeta está a miles de años luz de mi casa, y vosotros no os parecéis en nada a mi hermana, pero hacéis exactamente lo mismo que ella para aprovecharos de las circunstancias. ¡Jesús!
—¿Sabes qué es lo más extraño de Neb? —preguntó Lesley a Jim cuando se quedaron solos después de desembarcar.
—Sus poderes, supongo.
—No; eso no. ¿Te das cuenta de que, a pesar de sus protestas, lo del pedo y todas esas cosas, no se le ha ocurrido ni una vez faltar a su palabra?
—Tienes razón. Eso demuestra que es de otro planeta.
29. GRACIA SALVADORA
LOS MAYBERRY no habían salido de su apartamento de Gulf Views en todo el día. Aquella noche Luke se despertó lloriqueando, y cuando su madre acudió, vio que tenía la cabeza muy colorada y los ojos vidriosos. Estaba ardiendo. Ella le dio sus pastillas con limonada, pero el niño las vomitó. Estaba casi a cuarenta grados. Llamaron al médico del hotel, que le puso una inyección, y el pequeño se aletargó. Sus padres se quedaron junto a su cama, dando cabezadas. Por la mañana todavía tenía fiebre alta.
Anita Mayberry solía dominar sus nervios delante del niño, pero esta vez el cansancio y el pánico pudieron con ella. «¡Odio a los médicos! —gritó dirigiéndose a su marido, golpeando el tocador con el puño—. ¡Nos engañaron! ¡Los mataré! ¡Nos dijeron que durante un mes iba a estar bien! ¡Pero mentían, mentían, cerdos! ¡No saben nada! ¡Mentían!»
Luke callaba. Estaba asustado porque creía que había hecho enfadar a su madre. Con la mirada suplicaba que le explicaran qué había hecho mal.
El padre se inclinó sobre él moviendo las orejas, algo que siempre hacía sonreír y hasta reír a Luke, si se sentía con ánimo, y le preguntó: «¿Verdad que mamá da risa cuando grita de ese modo?»
Las palabras de su marido sirvieron de aviso a Anita Mayberry, que comprendió que el niño escuchaba y no necesitó más para controlarse. Corrió a la cama.
—No te apures, tesoro, hoy mismo volvemos a Inglaterra, y ya verás como allí los dos nos ponemos bien.
—A mí me gusta estar aquí —protestó Luke, que empezó a hacer pucheros con sus labios resecos y rompió a llorar, a pesar de no tener lágrimas—. Me gusta estar aquí. No quiero irme.
No se calmó hasta que le prometieron que se quedarían, y cuando su madre le cantó una canción se quedó dormido.
Despertó al cabo de una hora, casi sin fiebre, y no devolvió la medicina ni la macedonia que le dio su madre. Entretanto, los padres habían hecho las maletas, pero ahora no sabían si dar por terminadas las vacaciones o quedarse, confiando en que Luke hubiera superado la crisis. Estaban sentados cerca de la cama, sin más vestigio de vida en la cara que el dolor, que se hacía más evidente cada vez que trataban de sonreír a Luke. Ningún tratado, ningún sermón medieval, ni Dante, ni el Bosco han pintado un infierno tan atroz como el de unos padres que ven morir a su hijo.
Luke, al intuir que sus padres estaban pensando en romper su promesa y llevarlo a Inglaterra, se echó a llorar otra vez. Quería levantarse de la cama y salir.
CUANDO LOS TAYLOR volvieron a tierra en busca de los Mayberry, éstos estaban en la piscina. A pesar de que en Gulf Views no había ninguna vacante, estaban solos. El niño demacrado y sus padres, que llevaban la muerte escrita en la cara, habían vaciado los alrededores de la piscina. Todos pasaban de prisa por el lado de Luke, como si no le vieran, y no se volvían a sonreír y saludarle hasta que estaban a cierta distancia. Te queremos mucho, lo sentimos mucho, parecían decir sus sonrisas, pero no podemos soportar tanto horror.
Lewis Mayberry estaba de pie al borde de la piscina, de espaldas a su esposa e hijo, con la mirada fija en el agua desierta de bañistas. Luke, echado en una tumbona, debajo de un gran parasol, casi desaparecía entre almohadones de plástico, y su madre se paseaba detrás de él con la cabeza inclinada. De vez en cuando, miraba la espalda de su marido y pensaba: ¡Asesino!
¡Bruja estúpida!, pensaba Mayberry al mirar a su mujer.
Jim deseó no poder leer sus pensamientos.
Los Taylor saludaron a los Mayberry, que correspondieron con un movimiento de cabeza y una ligera sonrisa, como se saluda a unos desconocidos, pero a Luke se le iluminó la carita al ver a Lesley. Movió alegremente sus brazos de palillo y quiso levantarse para correr hacia ella, pero tuvo que dejarse caer en la tumbona, sofocado por el esfuerzo.
—Hola, amiguito —dijo Lesley agachándose para situar su cabeza al mismo nivel que la del niño.
¿Qué es la leucemia? Auschwitz. Unos ojos enormes en una calavera viviente, piel y huesos que a veces se mueven. Lesley trataba de sonreír, pero no podía, por la impresión de ver cómo había empeorado el niño de un día para otro. Para disimular la tristeza, señaló unas nubes que habían aparecido repentinamente.
—Hoy no hace muy buen día, ¿verdad?
—No —fue la respuesta casi inaudible que llegó desde debajo de la gorra de béisbol roja y blanca.
—¿Aún somos amigos? —preguntó ella.
—Te conozco —susurró Luke—; pero no sé quién eres.
Jim estaba furioso. Ya no creía en Dios, pero le odiaba. ¿No había dicho Jesús: «No es voluntad de Nuestro Padre del Cielo que muera uno solo de estos pequeños»? Le diría a Neb que preguntara a Jesucristo sobre ello la próxima vez que fuera a presidir su tribunal supremo. Y si Neb no tenía acceso a Él, que le escribiera una carta. A Jim le gustaría saber qué mentirosa contestación obtenía Neb.
—¡Pero si son Lesley y Jim! —exclamó Anita Mayberry, vacilando un poco. Corrió hacia Jim y le estrechó las dos manos, agradecida de que no los rehuyeran como los demás.
Su marido también se acercó a darles la mano. El hombre robusto y colorado que Jim había visto la víspera estaba pálido y demudado como si también él estuviera muriéndose. Los dos Mayberry asieron la mano de Jim con desesperada urgencia, como si fuera la única rama de un árbol solitario al borde de un precipicio.
—Perdonen, no les habíamos reconocido —dijo Mayberry—. Parecen rejuvenecidos.
Anita miró a su marido con desprecio fulminante y se volvió hacia los Taylor.
—¡Él nunca reconoce a nadie! —dijo temblando de pies a cabeza de rencor y amargura.
Jim y Lesley recibieron en silencio aquella absurda explicación, sonriendo amistosamente, para calmarla. Mayberry levantó la cabeza como si viera algo a lo lejos.
—Nos marchamos, sólo hemos venido a decirles adiós, a ustedes y a Luke —dijo Lesley al fin.
¡Si supieran el poco tiempo que le queda de vida!, pensó la madre echándose a llorar.
—No se aflija, Anita —dijo Jim, dándole una palmadita en el brazo—. Luke se pondrá bien.
—¿Qué dice? ¿Cómo lo sabe? —preguntó ella con tanta ansiedad, dolor y esperanza en la voz que Jim se quedó momentáneamente paralizado.
—Pensábamos llevárnoslo a Inglaterra hoy mismo —dijo Mayberry en voz baja, para que Luke no le oyera.
—Me parece que pronto estará bien —dijo Jim, que se volvió hacia Luke y se agachó a su lado, como buscando confirmación a su impresión. Luke le miró con suspicacia sin reconocerle y volvió los ojos hacia Lesley, preguntándose por qué se había ido de su lado dejando el sitio a este desconocido.
Recordando una frase del propio Luke, Jim dijo acariciándole el cráneo suavemente:
—Veo que se te cayó el pelo, pero es sólo temporal.
— No es temporal —dijo el niño, sin voz y con terror en sus ojos enormes. Ahora sabía que se moría; no quería mentiras.
Jim empezó a acariciarle el pecho con un movimiento circular, casi sin rozarle las costillas, pero Luke trataba de hurtar el cuerpo.
—¡Me haces daño! —gimoteó.
—¡No le toque, por favor, que tiene la piel muy sensible! —protestó la madre—. No comprendo cómo puede... un hombre mayor... ¡Haga el favor de dejarle tranquilo!
Jim, sin hacerle caso, siguió acariciando a Luke. Al ver cómo el niño se retorcía de dolor en la tumbona, Anita hubiera saltado sobre Jim como una leona en defensa de su cachorro, de no haberla sujetado Lesley.
—¡Déjelo ya, por el amor de Dios! —estalló Lewis Mayberry abalanzándose sobre Jim.
Lesley soltó a la madre y se puso delante del padre asiéndolo por los brazos e inmovilizándolo con la sorpresa. El hombre no comprendía nada. ¡Parecían una pareja tan agradable!
—No le hace daño, créame —suplicó Lesley.
Los padres miraron a Luke, que había dejado de lloriquear. Esto fue otra sorpresa, que dio a Jim veinte o treinta segundos más.
Mayberry miró a su mujer.
—¡Ya te dije que no debíamos traerlo!
—Él quería ver gente. ¿Por qué te empeñas en negárselo todo?
—Voy a llamar a la compañía aérea. Tú acuéstalo.
Jim dio un paso atrás y levantó las manos.
—No se lo lleven por causa nuestra, por favor. Ya nos vamos.
—¡No es temporal! —le gritó Luke a Jim airadamente y con voz algo más fuerte.
—Está bien, está bien, tranquilo —dijo Jim con una amplia sonrisa al tiempo que retrocedía agitando la mano—. ¡Adiós!
Pero Luke no estaba dispuesto a dejarle marchar tan fácilmente. Saltó de la tumbona y corrió tras él gritando:
—¡No es temporal! ¡No es temporal!
Sus padres le miraban estupefactos. Después, mientras el pequeño Luke corría por todo el hotel, tomaba un gran almuerzo y chapoteaba en la piscina, Anita Mayberry afirmaba que aquella pareja no podían ser los Taylor. Los Taylor eran mucho más viejos. Aquellos dos eran los dioses hindúes Shiva y Ganga, encarnados en un joven matrimonio de Londres.
Jim en su vida había sentido tanta satisfacción, nunca había sentido tan intensamente que merecía vivir. Esta plenitud espiritual que ahora sentía lo salvaría de una innoble vida de molicie.
—Nos vamos a divertir —le dijo a Lesley cuando volvían al disco.
30. UNA VOCACIÓN
MENOS DE UNA HORA después, entraban en su piso de Collingham Court, al suroeste de Londres. En enero y en Inglaterra, a pesar de no ser más que media tarde, ya estaba oscuro, y Lesley iba delante encendiendo luces y la calefacción. «Tu cuarto. Es nuestra mejor vista al jardín», le dijo a su recalcitrante invitado llevándolo a la habitación, amueblada ahora como dormitorio, que nunca habían usado desde que sacaron los ositos, los conejos, los corderos y el cerdito de terciopelo rosa que hacía «Oink».
Neb, al leer lo que ella tenía en su pantalla mental, exclamó, consternado:
—¡Yo no quiero ser tu hijo! ¡Muchas gracias, pero ya tengo madre! —Tenía las pecas más rojas que nunca—. En primer lugar, no soy un niño, en segundo lugar, tú no eres mucho mayor que yo. No hay tanta diferencia entre los catorce y los veinte. Y, en tercer lugar...
—¡Tengo cincuenta años de recuerdos, Neb!
—Líbrate de ellos, di a Jim que me lo pida —sugirió Neb, malhumorado, casi seguro de que tampoco esta vez se aceptaría su proposición—. ¡Jim, Jim —gritó—, ven, ya tenemos tu segundo deseo!
—¡Yo no quiero librarme de mis recuerdos!
Jim había ido directamente al estudio de Lesley, donde guardaba el chelo, dejándole a ella la tarea de atender a Neb. Estaba impaciente por descubrir si había mejorado su forma de tocar. Cuando oyó que Neb le llamaba desde la otra habitación, se levantó y cerró la puerta, para poder afinar en paz el viejo instrumento.
—En tercer lugar —prosiguió Neb, irritado porque Jim no le respondía—, ¿por qué me dais una habitación? No voy a necesitarla, no pienso quedarme.
—Vamos, Neb, una temporadita podrás soportarlo. La Tierra no es un sitio tan terrible. Te gustan las pizzas, los helados... y hay otros buenos platos que debes probar. Aquí cerca tenemos un restaurante francés excelente. Podríamos ir a cenar.
—¡Eso son añagazas, me tomas por estúpido! —gritó Neb, paseándose por la habitación y enfureciéndose por momentos—. Os doy un día más y después me pondré desagradable. Un día más, y desearéis no haberme encontrado. ¡Éste será vuestro segundo y vuestro tercer deseo! —rió triunfalmente—. Tú espera y verás. ¡Piensas que tuvisteis suerte al encontrarme! ¡Qué risa!
Se echó al suelo para reír más cómodamente. Agitaba los pies en el aire y se daba en el vientre unas palmadas tan fuertes que Lesley exclamó:
—¡Ten cuidado, te harás daño!
Neb se sentó en el suelo y la señaló con dedo acusador.
—¡Te has creído que por ser la mujer más hermosa del universo vas a poder hacerme bailar a tu antojo! ¡Pues te equivocas!
La miró fijamente y Lesley soltó un pedo grande y apestoso que le hizo arrugar la nariz de asco.
Neb volvió a dejarse caer en el suelo para seguir riendo y agitando los pies.
—¡La bella huele mal, jajaja! ¡La bella huele mal, jajaja!
—Neb, que ya no eres tan niño. ¿No te da vergüenza?
—¡Tú eres quien se ha peído, jajaja!
—No le veo la gracia.
Él dejó de reír y volvió a sentarse.
—¡Ya has visto lo que os espera mañana! Aunque, bien pensado, ¿por qué esperar hasta mañana? —La miró fijamente, se sonrojó y a Lesley le cayó al suelo la blusa, después, la falda y estuvo a punto de tropezar con las bragas al salir corriendo, temerosa de que él la siguiera para violarla.
Pero Neb se quedó donde estaba, y ella se puso rápidamente lo primero que encontró, fue al estudio, entró y cerró la puerta.
—Escucha esto! —dijo Jim al verla entrar, levantando el arco.
—¡Ahora no hay tiempo para eso! —dijo Lesley con un susurro trémulo—. Pídele lo que quieras y que se marche. ¡Ha hecho que me cayera al suelo toda la ropa! De eso a intentar violarme no hay más que un paso. Y, si se empeña, no podremos impedírselo. No se puede vivir con alguien que, si se enfada contigo, puede dejarte suspendido en el aire. Quiero que ese alienígena se marche. Esta noche.
Jim suspiró.
—¿Para cuándo esperas la regla? Sería interesante saber si estás embarazada.
—¡Yo quiero un hijo tuyo! Y aunque no esté embarazada ahora mismo, creo que tú y yo podremos arreglárnoslas —agregó sonriendo sin darse cuenta. En aquel momento, estaba muy disgustada para pensar en el placer, pero su cuerpo lo recordaba espontáneamente.
—Está bien, decidamos —dijo Jim tristemente. No le gustaba decidir su futuro con precipitación. Mientras meditaban, volvió a empuñar el arco y empezó a tocar la Suite numero tres en do mayor de Bach, la pieza que mejor se sabía..Al principio tocaba mecánicamente, del modo como la gente juega con una sarta de cuentas cuando algo la preocupa, pero luego se interrumpió y volvió a empezar. Hizo que sus manos trasladaran al arco y las cuerdas todo el caudal de emociones que brotaba de su interior al tocar la melodía con el pensamiento y, por primera vez en su vida, sus manos le obedecieron durante largos pasajes. El noventa por ciento del arte es concentración, y Jim se volcaba en las notas con tanta devoción que tardó en oír a Neb aporrear un tambor dos habitaciones más allá.
El primer impulso de Lesley fue ir a pedir a Neb que dejara de meter aquel ruido horrible, pero se contuvo, temiendo que volviera a desnudarla. A medida que Jim seguía tocando, poco a poco, se apagaban los redobles de tambor, aún se avivaron un par de veces, pero al fin cesaron. Lesley oyó unos pasos que se detenían delante de la puerta.
¡Ay, Dios, qué hará ahora!, pensó, alarmada, cuando se abrió la puerta y entró Neb sin hacer ruido. Pero le bastó una mirada para tranquilizarse. Neb estaba transfigurado y era evidente que no deseaba molestar a Jim. Se acercó a ella andando de puntillas y le susurró:
—¿Qué es eso?
Ella, que ya había empezado a hacerse a la idea de que él podía leer el pensamiento, se limitó a volver la cabeza y mirarle a los ojos mientras pensaba: Este instrumento se llama violonchelo, y Jim toca una suite de Johann Sebastian Bach. Él movió la cabeza afirmativamente, para dar a entender que había recibido el mensaje. Se tendió en el suelo con las manos en la nuca, cerró los ojos y aspiró los sonidos.
Cuando acabó su interpretación, Jim levantó la cara con una sonrisa serena que se desvaneció al ver a Neb. El chico seguía en el suelo, con los ojos cerrados, oyendo la música todavía.
—Johann Sebastian Bach... —dijo con reverencia, sin moverse ni abrir los ojos. De pronto, un terrible pensamiento le hizo levantarse de un salto—. ¿También lo crucificasteis?
Al ver cómo la música afectaba a Neb, Lesley decidió hacerle escuchar también a Händel. Fueron al salón y ella puso un CD de la Oda del día de santa Cecilia, y Neb volvió a tenderse en el suelo a escuchar («Necesitáis alfombras más gruesas», les dijo). Cuando Felicity Lott dio el do de pecho sostenido en la última aria, alzó los brazos lo mismo que los santos de las pinturas antiguas cuando el cielo se abre sobre ellos y aparece un ángel.
Después les dijo que, mientras escuchaba a Bach y a Händel, no se sentía «tan lejos de casa», lo cual quizá no sea una mala definición de la gran música.
Neb creció en una hora a una velocidad mayor que la desarrollada por el disco girovolador de su padre. Ya no era un adolescente sino un joven: había descubierto una vocación. Sentía el ardiente deseo de ser músico y convertirse en benefactor de su pueblo. Los habitantes del Centro del Universo no tenían nada que pudiera compararse a nuestra música, y él había decidido almacenarla toda y dársela a conocer.
Para bien o para mal, la pasión de Neb por la música daba tiempo a los Taylor, que pudieron emprender su nueva vida sin hacer ventosidades más que por causas naturales. Lesley volvió a sus clases y explicó a sus colegas que en Florida se había hecho la cirugía estética. Todos sus alumnos se enamoraron de ella y, algunos, hasta empezaron a leer. Jim andaba muy ocupado descubriendo todo lo que podían hacer sus manos. Quería dedicarse de lleno a estudiar el chelo, pero también quería ser sanador, «para divertirse». Al igual que en su primera juventud, tenía demasiadas dotes y quería hacer demasiadas cosas.
31. LA AMENAZA CHINA
LA PRIMERA MAÑANA después de su regreso a Londres, fiel a su decisión de no malgastar más vida en ganar dinero, Jim encomendó la administración de sus millones a su amigo Stanley Rosenfeld, el contable. Cuando hubo despachado con Rosenfeld, fue a ver a George Nicholson, su ex director adjunto, cuyas huesudas manos tanto le habían preocupado. Llevaba mucho tiempo siendo un directivo de empresa como para dejar pendiente algún asunto de su vida anterior.
Nicholson, que salió a abrir en camiseta y calzoncillos, tomó al joven recién llegado por un funcionario del juzgado.
—¡No nos acosen! —protestó a modo de saludo—. La asistencia social todavía no nos ha encontrado alojamiento.
—Hola, George —dijo Jim, asombrado por la transformación de su antiguo colega. No habían transcurrido más que seis meses desde la última vez que había hablado con Nicholson en su despacho y, por su aspecto, cualquiera hubiera dicho que habían pasado décadas.
Estaba desconocido, más viejo y hasta más bajo de lo que Jim recordaba. Lo que antes fueran pequeñas arrugas se habían convertido en profundos pliegues en su cara sin afeitar, y de su porte erguido no quedaba ni el recuerdo: encogía el cuello y los hombros como si tratara de llevarse una cuchara a la boca con mano temblorosa. Más que viejo lo encontró raro. Sí; estaba en su casa y tenía la calefacción puesta, pero en el pasado nunca hubiera abierto la puerta en camiseta y calzoncillos, exhibiendo sus peludas extremidades. Ni que estuviera borracho; pero no lo estaba.
—¿Por qué quieren echaros? —preguntó Jim.
—Por no pagar el alquiler, listo... Pero, ¿quién eres? —preguntó Nicholson con suspicacia. Sus ojos, grises y saltones, tenían un brillo intenso—. ¿Nos conocemos?
—¡Pues claro que nos conocemos! Soy Jim. Jim Taylor. Es que me he hecho la cirugía plástica.
—Tú no eres Jim Taylor. Jim Taylor tiene menos pelo que yo.
—Me han hecho un trasplante.
—¿Cuántos años tienes?
—Vamos, George, por Dios, esta piel tan fina que ves me la han sacado del culo.
Nicholson se encogió de hombros; el aspecto de Jim Taylor le tenía sin cuidado.
—Anne está trabajando —dijo haciéndose a un lado para que entrara Jim—. Y, puesto que me encuentras en casa por la mañana, huelga decir que no he encontrado empleo —agregó, en tono acusador.
Jim extendió la mano para dar una palmada en la encorvada espalda de Nicholson en señal de condolencia.
—Lo siento.
Ya puedes sentirlo, cerdo. De no ser por ti, aún estaría trabajando. ¡No pienso ofrecerte nada, ni una taza de té!, eran las palabras que aparecieron en la pantalla mental de Nicholson. No dio ni la menor oportunidad a la mano que le tendía Jim, rehuyéndola como si quemara y luego empujó fuertemente en la espalda a su visitante, para dirigirlo hacia la sala.
¿Se habrá vuelto loco?, se preguntó Jim dando un traspiés, del empujón. Si seis meses en el paro te ponen en ese estado, hubiera hecho bien suicidándome a las dos semanas.
Los Nicholson, al igual que los Taylor, vivían en un bloque de pisos de principios de siglo, situado en uno de los más apetecibles rincones del centro de Londres. Ya no se encontraban pisos de alquiler como aquéllos —todos se vendían, y a precios astronómicos—, pero los Nicholson se habían instalado hacía treinta años, una época en la que estos pisos sólo se alquilaban. La raída y manchada alfombra color hueso y los muebles de mimbre desentonaban en las habitaciones espaciosas de techo alto, suelos de parquet y grandes puertaventanas.
—Como puedes ver, hemos tenido que vender los muebles que heredamos de la madre de Anne —dijo Nicholson con amargura—. No es que eso importe mucho, ahora que tampoco hubiéramos tenido donde ponerlos.
Quantum había «aplazado» indefinidamente el pago de las indemnizaciones por despido, el alquiler se había cuadruplicado, y el salario simbólico que percibía su esposa de la asociación benéfica para la que trabajaba y su propio subsidio de paro no lo cubrían ni remotamente. Durante los últimos meses, todo el día solo en el piso, Nicholson no hacía más que pensar en que iban a echarlo de su casa, donde había pasado la mayor parte de su vida.
—No sé si te habrás enterado...
—¿De qué? —preguntó Nicholson con impaciencia.
—A mí también me despidieron. Pero las cosas me van mejor y voy a abrir un despacho propio. Me gustaría que vinieras a trabajar para mí —dijo Jim, con la esperanza de que la noticia apaciguara a su antiguo amigo.
Pero Nicholson sólo oyó que también habían echado a Jim. Era tan buena la noticia que su entendimiento no pudo captar nada más.
—¡Así que te han echado! —dijo sorbiendo el aire entre los dientes, loco de alegría—. ¿Y también os han desahuciado?
—No; nosotros compramos el piso hace unos años, ¿recuerdas?
—¿Y cómo vas a pagar la hipoteca, si no tienes trabajo?
—Tuve un golpe de suerte en Florida.
Los surcos de la cara de Nicholson se retorcían como serpientes. Se sentó y empezó a darse masaje en las sienes; el pensar que él no tenía suerte le daba un dolor de cabeza lacerante.
—Hace treinta y dos años que vivimos aquí —dijo con voz temblorosa—. Hemos pagado más de doscientas mil libras en alquiler, y ahora nada les impide aumentárnoslo de modo que no podamos pagarlo y puedan echarnos a la calle.
—Tranquilízate, George, no te preocupes, no os echarán.
—¿Te refieres a que la ley nos protege? —preguntó Nicholson con sarcasmo—. ¿El control de alquileres y todo eso? —Eres un imbécil, Jim, un imbécil, pensó, no tienes ni idea. No me explico por qué en Quantum estabas siempre por encima de mí.
Jim se sorprendió al descubrir lo mucho que Nicholson le odiaba, y empezó a dudar de la conveniencia de involucrarlo en la gestión de sus asuntos. Decidió no volver a hablar del empleo.
Nicholson asía los brazos de su sillón de mimbre como si temiera que lo sacaran de él.
—¡Nos echan del piso, ¿sabes lo que eso quiere decir?!
—George...
—¿Y por qué nos echan? ¡Porque ya no hay fronteras!
Jim se sintió tan intrigado por esta enigmática explicación que no pudo reprimir la curiosidad por el razonamiento que la inspiraba.
—¿Y qué tienen que ver las fronteras?
Nicholson juntó las cejas; le costaba creer que su ex colega no viera lo que para él era de una claridad meridiana.
—¿Tú crees que todavía existe un país llamado Gran Bretaña? —preguntó.
—La última vez que miré el mapa, aún había un Reino Unido.
—Entonces, dime —conminó Nicholson escudriñando a Jim con sus ojos saltones—, dime dónde está Inglaterra.
—Debajo de tu sillón.
—¡Te equivocas! —exclamó Nicholson triunfalmente con una risa tétrica—. Estamos en territorio chino.
Jim sintió cierto alivio cuando, al enterarse de que el edificio había sido adquirido por un multimillonario de Hong Kong, comprendió que las diatribas de su otrora sensato adjunto no eran tan disparatadas.
—El Gobierno devuelve Hong Kong a China y vende Londres a los chinos de Hong Kong, y lo mejor que puedo hacer yo es cortarme el cuello.
Jim, que no se había sentado, se acercó a Nicholson, le tomó las manos y se las palpó.
—¿Se nota? —preguntó Nicholson, molesto por la interrupción—. Tengo dolor reumático en las articulaciones, de tanta preocupación. Es casi constante, pero no importa, estoy acostumbrado. —Retiró las manos de las de Jim, al tiempo que una explosión de amargura le hacía levantarse del sillón—. ¡A lo que no me acostumbro es a no tener derechos como ciudadano inglés! ¡Mi padre cayó en la última guerra, dio su vida para que la Gran Bretaña no fuera ocupada por extranjeros, pero Anne y yo ahora, a nuestra vejez, nos encontraremos sin hogar porque nuestro casero de Hong Kong ya tiene a un potentado árabe esperando para comprar este piso por medio millón de libras! Haber nacido y vivido siempre aquí ya no significa nada. Dentro de unos cuantos años, no quedará un solo inglés normal y decente que tenga una casa decente en la capital. Los ingleses ya no pueden permitírselo, como no sean unos ricachos. ¡Esto ya no es la capital del Reino Unido, es la capital de los ricachos!
—¿Qué tal las manos? ¿Aún te duelen?
Pero Nicholson no prestaba atención a las manos y, mucho menos, a Jim. Se paseaba por la habitación con paso irregular, parando y arrancando inopinadamente, de modo que Jim no podía tocarlo. Quería preguntar a Jim por qué había ido a verle, pero hubiera tenido que escuchar la respuesta; llevaba demasiado tiempo encerrado a solas consigo mismo para no aprovecharse de un auditorio y estaba demasiado indignado como para dejar de hablar.
—Cuando la Gran Bretaña era para los británicos, hasta la gente de la clase media como nosotros podía vivir en un piso como éste. En el país no había tantos ricos que ocuparan todas las casas buenas, y quedaban algunas para los demás. Pero ahora los ricos de los lugares menos agradables del mundo pueden venir a comprar todo lo que merezca la pena.
El pelo de la cabeza de Nicholson se hacía más oscuro y espeso por momentos, al tiempo que le desaparecía el vello de brazos y piernas. Como estaba en calzoncillos, hubiera podido verse las piernas, pero él sólo veía a jeques del petróleo que bajaban de Rolls-Royces.
—Londres es demasiado bueno para los ingleses. ¡Ya no podemos permitírnoslo! Tiene un clima benigno, nunca hace tanto calor como en el desierto, no hay cabras en la calle, puedes comprar de día y de noche... es el lugar ideal para el que tiene a un montón de mujeres a las que contentar.
—¡Despierta, George! —dijo Jim, golpeando la frente a Nicholson con la palma de la mano, para que aquellos ojos saltones vieran mejor.
Nicholson dio un paso atrás y bajó la cabeza involuntariamente. Al cabo de un momento, levantó una de sus piernas sin vello para mirarla mejor. Luego levantó las manos y movió los dedos.
Jim lanzó un suspiro de alivio; empezaba a cansarle la filípica de George.
—Espero que hayas notado algún cambio en tu persona. ¿Te sientes diferente?
—¡Tienes razón, me siento diferente! —exclamó Nicholson con acento de asombro—. Estoy más furioso que cuando llegaste. —Señaló a Jim acusadoramente—. ¡Me cabreas, porque todo esto te tiene sin cuidado! Se me había olvidado que eres americano. Eres un extranjero y te importa un bledo lo que pase en estas islas. Vosotros, los americanos, nunca tuvisteis un país. Lo único que tenéis es una ensalada.
—Verás, tengo la impresión de que todo el mundo es un solo país.
—Qué típico. Sí, y con esa retórica se nos traiciona. Vosotros, los americanos, sois el pueblo más confuso del mundo. Todos creéis en la fraternidad y os matáis constantemente los unos a los otros.
No; a los veinte años sería demasiado irascible, decidió Jim. Lo dejaré en los veinticinco.
Nicholson no hubiera estado más furioso de haber sabido que, por su manera de despotricar, había perdido un buen empleo y cinco años de una vida nueva.
—En los viejos tiempos —prosiguió—, el que se encaprichaba de un país ajeno, tenía que conquistarlo a sangre y a fuego, porque no había ningún pueblo tan estúpido que entregara su territorio sin luchar. Genghis Khan, Atila, Guillermo el Conquistador, Napoleón... todos necesitaron grandes ejércitos. En aquellos tiempos, nadie pensaba que su país fuera suyo y de todo el mundo. Hitler no pudo invadir la Gran Bretaña porque no tenía una flota lo bastante grande. Hoy, para conquistar un país, no necesitas más que un talonario de cheques o la prueba de que no tienes otro sitio adonde ir, y nuestro Gobierno te recibe con los brazos abiertos. Pero no te ceden sus sedes ministeriales, eso no. ¡Te ceden nuestros hogares!
—Los extranjeros no te han hecho ningún daño, George. La persona que te perjudicó es Jeremy Norton, un inglés de pura cepa.
—¿Y qué me dices de ti mismo?
—Yo también, desde luego.
—¡Y eres extranjero! ¿Ves lo que quiero decir? Si no hubieras venido a este país, yo hubiera ocupado tu puesto en Quantum y no me hubieran echado. Norton es inglés, sí, pero encaja en el cuadro. Todas estas cosas están interrelacionadas. ¡Así es como se pierde un país! Sus líderes lo minan para que otros puedan conquistarlo. —Al principio se había conformado con odiar a Jim y a Norton, pero ya se había cansado; su amargura era tan honda, su miedo a la pobreza tan grande, que le parecía que la causa no podía ser un hombre ni dos—. Yo estoy arruinado, Jim, arruinado, pero no soy el único. Toda nuestra civilización está arruinada. La gente que va a quedarse con este piso, que me echa de mi casa, está apoderándose del mundo.
—¿Quién? ¿Quién se apodera del mundo? —preguntó Jim. Ni leyendo la pantalla mental de Nicholson acababa de entender de quién le hablaba.
—¡Los árabes! ¡Los musulmanes! Como si no lo supieras... Los iraníes han puesto precio a la cabeza de un ciudadano británico e incitan públicamente a su asesinato. Esto es un acto de guerra. ¿Y qué hace nuestro Gobierno? Deja entrar a toda la ignorancia de África y Asia, de modo que ahora también nosotros tenemos nuestros propios bárbaros que piensan que es correcto matar a cualquiera que ofenda a sus creencias. ¡Imagina lo que costó a Europa librarse de todo eso! Tras siglos de sanguinaria intolerancia, por fin habíamos conseguido edificar una sociedad relativamente civilizada, algo virtualmente imposible, y ¡zas!, en el período de una década o dos, hemos retrocedido a la Edad Media, al nivel de las aldeas de Irán o de Pakistán.
No habla como una persona que madure joven, se dijo Jim. Lo dejaré de treinta años.
—Mira, George, los mejores estudiantes de la Gran Bretaña son los asiáticos —explicó pacientemente—. Lo sé de buena tinta, por Lesley. La Edad Media nos la traen los chicos ingleses, que no se dignan aprender a leer ni a escribir. Y a los pakistaníes, que tienen abiertas sus tiendas de comestibles hasta la medianoche, para que tú puedas hacer tus compras cómodamente, maldito lo que les importa Rushdie. Los médicos indios y pakistaníes que hacen funcionar nuestro Servicio Sanitario tampoco tienen nada que ver con la Edad Media... ¡Pero no sé por qué discuto contigo, si no sirve de nada! —exclamó, irritado consigo mismo—. Quieres odiar a alguien porque tienes problemas... George, George, yo te recordaba como a una persona lúcida y tolerante.
—Y soy tolerante, Jim, pero no creo en la tolerancia unilateral. No me considero mejor ni más inteligente que ellos. Creo que el Islam es una religión tan buena como el cristianismo. ¡Pero ellos no opinan así! ¿Imaginas que podrías comprar una Biblia en Riyad? Tenemos un amigo, ingeniero, que estuvo trabajando en Arabia Saudí. Había allí unos pobres trabajadores filipinos que eran católicos fervorosos y oían misa en una casa particular, en secreto, desde luego. Alguien los denunció, la policía religiosa hizo una redada, fueron arrestados y encarcelados durante semanas, y del sacerdote que decía la misa no volvió a saberse. Ahora bien, los saudíes pueden levantar una mezquita en Regent's Park. ¡Y qué digo en Regent's Park, están construyendo una mezquita en Roma! ¡Y se quejan porque el sitio no les parece lo bastante bueno! ¿No lo has leído en los periódicos? ¡Y no digas que soy racista! Todavía me siento culpable de muchas de las cosas que los británicos hicieron en Asia y en África. Admiro a Gandhi, él tenía razón: la India pertenece a los indios. Admiro a Juana de Arco, hizo bien al echarnos de Francia: Francia es para los franceses. Pero, ¿por qué la Gran Bretaña no puede ser para los británicos? Los únicos pueblos que fueron tan hospitalarios con los extranjeros como hoy lo somos nosotros fueron los indígenas de las Américas. Colón, Cortés, los Peregrinos del Mayflower, todo ese hatajo de hambrientos codiciosos, fueron recibidos con regalos. ¿Y dónde están ahora esos indios tan hospitalarios y liberales? Hasta sus lenguas se han extinguido...
Siguió despotricando, pero Jim había oído más que suficiente. Empezó a golpear a Nicholson con la palma de la mano, y no precisamente con suavidad, para poder terminar y marcharse lo antes posible.
Nicholson cayó al suelo.
—¿Tú también, Jim? —preguntó poniéndose en pie y enderezando la espalda con leves quejidos—. ¿Quieres matarme porque he ofendido tus creencias? Y en mi propia casa.
—Anda, ve a vestirte antes de que pierdas los calzoncillos.
Jim aún estaba solo en la sala cuando Anne Nicholson llegó del trabajo. Al saludar a la mujer, comprendió que también tendría que rejuvenecerla, si no quería romper su matrimonio. Un poco aburrido ya de todo aquel asunto, no perdió tiempo en preámbulos y procedió a frotar y palmear en los sitios precisos, haciendo caso omiso, primero, de los gritos y, después, de las risitas de la mujer.
Nicholson salió vestido con un traje demasiado holgado y una camisa de cuello abierto.
—De modo que lo de la cirugía plástica era un camelo, ¿no? —preguntó hoscamente.
—Es un método osteopático. Muy complicado para explicarlo.
—No lo dudo.
Al ver a su marido con su aspecto de los treinta años y sentir cosas que hacía muchos años que no sentía, Anne Nicholson se dejó caer en uno de los sillones de mimbre, incapaz de seguir de pie ni de articular palabra.
Jim no podía creerlo. ¡Nicholson se había mirado al espejo y seguía de un humor de perros!
—George, ¿no te das cuenta de que tienes otra oportunidad de vida?
—Pues claro que me doy cuenta —respondió Nicholson airadamente—. No soy idiota.
—Entonces, ¿se puede saber qué te pasa, en nombre de Dios? Eres un hombre joven con la experiencia de un viejo profesional, seguro que conseguirás un buen empleo, y Stanley Rosenfeld comprará este piso para vosotros. Dadme el nombre y dirección del propietario.
Anne Nicholson, todavía aturdida, se sobrepuso lo suficiente para decir: «¡Tengo una carta suya!», y fue a buscarla.
La total falta de gratitud de Nicholson sublevaba a Jim.
—Miserable bellaco, te doy la oportunidad de volver a empezar y soy un extranjero. ¿Qué opinas de eso?
Cuando leyó el pensamiento de Nicholson, Jim no se quedó a esperar la respuesta sino que tomó la carta del casero y se marchó. Se sentía furioso y asqueado, pero también humilde. Había descubierto los límites de su magia; no podía curar la rabia, no podía curar el sufrimiento mental.
Después de despedir a Jim, Anne Nicholson volvió corriendo. Su marido seguía en el centro de la sala.
—¡George, George, ya no nos echarán a la calle! ¿Te parece que podemos fiarnos de él? Yo diría que sí. ¡Podemos quedarnos! ¿No es fantástico? —Le dio un rápido abrazo, retrocedió un paso, abrió los brazos y giró sobre sí misma como una modelo—. Mírame, nos ha hecho otra vez jóvenes. ¡Somos jóvenes, George, somos jóvenes!
—Lo mismo que millones de personas —respondió él con lúgubre impaciencia—. ¿Y de qué sirve eso? ¿Nos devolverá nuestro país?
32. EL DESEO DE ELLIE
AL SALIR DE CASA de los Nicholson, Jim se fue a ver a Ellen Singer, su antigua secretaria. Estaba casi seguro de que, a pesar de ser una persona tan seria y competente, aquella mujer de mediana edad y tan poco agraciada físicamente no habría encontrado otro empleo en tan poco tiempo, y se sentía impaciente por comunicarle que podía volver a trabajar para él. Además, deseaba rejuvenecerla. Había dedicado sus mejores años a cuidar a su padre y tenía derecho a una vida propia.
La encontró en casa, limpiando. Ellen vivía en Fulham, en una travesía de North End Road, en una minúscula casita adosada que ella limpiaba y limpiaba mientras esperaba que sonara el teléfono en respuesta a sus solicitudes de empleo, y abrió la puerta con el plumero en la mano. Inmediatamente reconoció a Jim y le saludó exclamando:
—¡Jim! ¿Qué le ha pasado?
—Lo mismo que a usted, Ellie —respondió Jim. De la cara de la mujer habían desaparecido las ojeras y otras señales de fatiga y tensión. Parecía diez años más joven. Jim supuso que, desde la muerte de su padre, dormía las horas necesarias.
Al entrar en la casa, Jim vio un aspirador en el centro de la sala.
—¡Ellie, por Dios, en mi vida he visto una casa tan limpia! —exclamó—. ¿Se puede saber por qué no para de limpiar?
—Es para hacer ejercicio.
Llamó la atención de Jim una colección de viejas fotos que cubría una de las paredes.
—¿Puedo mirar? —preguntó.
—Por supuesto. Son fotos de Hungría. Mi padre las mandó enmarcar para conservarlas mejor. De eso hace siglos. Y yo las he dejado tal como las puso él.
Jim sintió el impacto de los ojos penetrantes de una mujer de aspecto severo, pelo oscuro y liso, peinado con raya en medio y moño en la nuca, con un vestido largo de tela rígida y reluciente y cuello alto y un camafeo en la garganta; a su lado había un hombre bajo y grueso con lentes de pinza y bigotes de morsa. Contempló a una belleza de pelo negro con polisón y moño alto, a dos jóvenes oficiales de cara tersa y mirada despejada, con uniforme de húsar y la mano en el puño de la espada, señoritas de pelo à la garçon y faldita corta años veinte, más señoritas con ondulación Marcel y falda larga años treinta, mozos gallardos con pantalón bombacho y chaqueta con cinturón, un joven de aspecto solemne, con traje oscuro y gafas sin montura: cuatro generaciones de judíos asimilados de clase media urbana centro— europea. En el centro de la exposición había una foto relativamente reciente: el padre y la tía de Ellie, muy parecida a su sobrina, con su cara redonda y nariz ancha, delante de un león de Trafalgar Square.
—Todos han muerto —dijo Ellie secamente—. Tengo una familia de fotos. ¿Quiere té? ¡Pero si es mediodía! ¿Se queda a almorzar?
Una hora después, Ellie gozaba de una vista normal y, riendo como una loca, trituraba las lentillas en el suelo con el tacón del zapato.
PERO NO DESEABA ser joven. Lo ocurrido a sus ojos no dejaba lugar a dudas de que Jim podía hacer con sus manos todo lo que quisiera, pero ella se negó rotundamente a dejar que hiciera malabarismos con su edad.
—Usted no sabe cómo murió mi padre. Deje que se lo cuente —dijo con una firmeza que no admitía réplica. Desde que veía bien había adquirido una gran seguridad en sí misma. Sirvió a Jim una copa de Châteauneuf du Pape y le hizo sentarse a escuchar. Pero ella estaba muy excitada para sentarse y se quedó de pie en el centro de la sala, con la copa en la mano—. Al final, mi padre tenía cáncer, además de todo lo imaginable. Pasó sus últimas semanas en el hospital. Yo pedí varios días de permiso, como recordará. El pobrecito se consumía a ojos vistas. No hacía más que repetirme que debíamos mantenernos unidos, porque sólo quedábamos nosotros dos. La mitad del tiempo me hablaba en húngaro y yo no le entendía. Es terrible, ¿no le parece?, que tu padre te esté hablando en su lecho de muerte y no le entiendas.
—Hubiéramos tenido que aprender húngaro —suspiró Jim—. Mi pobre madre decía que valía la pena, aunque no fuera más que por la poesía.
—Menos mal que cuando quería algo lo pedía en inglés. Un día me pidió agua y le puse un vaso del jarro que había en la mesita de noche. El médico, que casualmente estaba allí, me dijo que no se la diera. «Bebe demasiada agua, vamos a tener que reducírsela», dijo. «¡¿Demasiada agua para quién?! —le grité—. ¡¿Para quién?!» ¿Para un moribundo?, quería decir, pero no podía porque mi padre estaba delante. De todos modos, imagino que aquel idiota me entendió, porque se marchó sin decir palabra. ¿Qué puede importar cuánta agua beba un hombre que se está muriendo?
Estaba en el centro de la habitación, mirando las viejas fotografías de la pared.
—Un par de semanas antes de su muerte —prosiguió, con voz temblorosa de indignación—, los médicos decidieron que, si le cortaban los testículos, podría vivir un poco más. No me consultaron, de modo que nada pude hacer para impedirlo. De haberlo sabido, lo hubiera sacado del hospital, aunque hubiera tenido que llevármelo en brazos, bien sabe Dios que, con lo poco que pesaba, no hubiera tenido que esforzarme mucho. Por lo menos aquí hubiera podido morir en paz. Pero no me dijeron nada, sólo fueron y se los cortaron. ¡Y luego querían hacerme creer que él lo había autorizado! ¡Seguro que mentían, los muy nazis! Yo iba a verle dos veces al día. Él estaba echado boca arriba, desnudo y cubierto sólo con una sábana. ¡Cómo apretaba aquella sábana entre las piernas, quejándose y retorciéndose! Así pasó las dos últimas semanas de vida, en una agonía. Yo pensaba que, para eso, no valía la pena haber salido vivo de Auschwitz.
—Es terrible, Ellie, espantoso. Pero no es razón para...
—¿No se da cuenta? —dijo la mujer mirándole con sus ojos pálidos y relucientes—. Por muy joven que me hiciera, volvería a envejecer, y podría acabar como un animal torturado.
Jim trató de protestar, pero ella le atajó.
—¿No le he contado cómo murió mi tía Eszter?
Jim movió la cabeza negativamente.
Ellie tomó un sorbo de vino y se sentó.
—La tía Eszter perdía la memoria, pero vivía contenta y, físicamente, se encontraba bien. Adoraba su casa y se pasaba el día limpiando. —Ellie soltó una risita burlona, al reparar por primera vez en la similitud entre su propia conducta y la de su tía—. Un día los médicos decidieron que había que llevarla al hospital para hacerle pruebas. Enviaron una ambulancia a buscarla. Mi tía tenía terror a los hospitales y no quería dejar su casa. Se negó a ir, no quería moverse. La agarraron y ella se resistió con todas sus fuerzas. Debió de ser toda una pelea; mi tía era muy robusta, ya ha visto la foto. Al final, la bajaron por la fuerza, delante de todos los vecinos. El gusano de su marido no se opuso. Si los médicos querían hacerle pruebas, no tenía nada que objetar. Era uno de esos ingleses débiles y estúpidos que están convencidos de que los especialistas siempre saben lo que se hacen. La tuvieron en el hospital tres días. Cada vez que la dejaban sola, ella recogía sus cosas para irse a casa. A los tres días se murió, de pena, seguramente. Aunque usted me hiciera joven, yo podría acabar así. Es lo que más miedo me da. No me asusta la muerte, sino ser torturada antes de morir.
Dejó la copa en la mesita de centro, se levantó bruscamente, se sentó en el suelo y abrazándose a las piernas de Jim, le miró con ojos implorantes y sonrisa coqueta:
—No me haga joven, Jim, pero por favor, se lo ruego... —Se interrumpió, se mordió los labios y aspiró profundamente, para que el aliento le durase hasta que hubiera dicho todo lo que tenía que decir—: Hágame muy sana, inmune a las enfermedades terribles, para que pueda morirme sin sufrir a los noventa y cinco años. ¿Puede? —dijo rápidamente con voz ronca. Era algo muy grande para pedirlo despacio.
Jim miraba asombrado su cara transfigurada: con la mejora de la visión también las facciones habían mejorado, y ya no resultaba poco atractiva. Pero ahora resaltaba más el lunar peludo de la barbilla. Con un ligero roce de la uña lo hizo saltar.
—No sé si puedo hacer lo que me pide, aún no lo he intentado —dijo—. Tendríamos que mirar al futuro para saber si ha dado resultado. Pero podría hacerla joven y sana y tratar de hacerla inmune a ciertas enfermedades degenerativas. No creo que fuera muy difícil.
—No, no; no quiero otra vida. Sólo quiero estar segura de que no acabaré de mala manera. De modo que arrégleme lo que ahora tenga mal. No me importa si, de paso, me quita unos cuantos kilos...
Cuando Jim se dispuso a marcharse, Ellie estaba en excelente forma. Lo que ahora necesitaba un arreglo era el vestido, pero Jim no quiso encargarse de eso. Ahora que Ellie volvía a trabajar para él, podría comprarse todo un equipo.
Al despedirse en la puerta, él le oprimió las manos, y las venas hinchadas y las manchas del hígado de Ellie desaparecieron.
33. DIVERTIRSE
JIM SE ENTERÓ por Ellie de que Philip German estaba muriéndose del sida en el hospital. El sida no era su enfermedad predilecta. Tenía la impresión de no poder abrir un periódico sin encontrar un absurdo artículo sobre la nueva plaga, que daba a entender que, en cierto modo, el sida era un mal más refinado y mortífero, y una experiencia más heroica, que otras enfermedades mortales. Además, en un principio, el nombre de Philip German no le dijo nada. Pero cuando Ellie le explicó que era el chico de la sección de envíos que llevaba mechas teñidas y un pendiente distinto en cada oreja, Jim se acordó de quién le hablaba. Lo había contratado él, y aún recordaba lo contento que se había puesto el chico al conseguir trabajo, aunque fuera de simple embalador. Su forma de vida le había hecho perder muchas posibilidades de empleo, le dijo a Jim, pero no quería renunciar a ella. A Jim le parecía una estupidez presentarse ante posibles futuros patronos con una pinta tan provocativa, pero le gustó el valor de aquel muchacho y se alegró de poder darle una oportunidad, porque comprendía que no debía de andar sobrado de ellas. Después, cuando le tocó presidir la hecatombe de la torre Quantum, le dolió especialmente tener que despedir a aquel desafiante bicho raro, que tendría más dificultades que la mayoría para encontrar trabajo en una época de desempleo generalizado. Pero German era el embalador menos veterano, y tampoco había ya tanto que embalar.
PHILIP GERMAN se encontraba en una sala de casos avanzados con otros siete pacientes. La habitación estaba ventilada y la puerta, abierta, pero el olor invencible a desinfectante, mierda, orina y líquidos limpiadores paró a Jim en el umbral. Olió la muerte y sintió el deseo de dar media vuelta y salir por piernas del edificio.
Un hombre de unos treinta años y expresión alerta le observaba con sonrisa irónica. Estaba en el hospital sólo para dos días, porque tenían que cambiarle la medicación, y arrugó la nariz, dando a entender que estaba de acuerdo con Jim en lo del olor.
Algunos de los pacientes estaban demacrados, otros tenían llagas en todo el cuerpo y todos sufrían de incontinencia. Tres parecían dormir, pero los demás estaban despiertos y aburridos, y sus ojos, velados por la morfina, se volvieron con ligera curiosidad hacia el recién llegado.
George Nicholson se burlaba de Jim por creer en la hermandad universal; pero Jim no estaba tan seguro de albergar tal creencia. Desde luego, no sentía especial simpatía por los homosexuales y, menos, por los drogadictos; ni siquiera los heterosexuales promiscuos le agradaban. No obstante, le parecía que volver la espalda a aquellos ojos inquisitivos sería la acción más vil que podía cometer. Entró en la sala.
Si a Philip Germán le costó trabajo reconocer a Jim, éste no hubiera podido identificar en aquel espectro de mejillas hundidas al animoso muchacho al que había admitido en Quantum, de no ser por los pendientes. El espectro tenía una gran llaga debajo del ojo izquierdo.
—Estoy bien, voy tirando —dijo.
Jim le tendió la mano, pero Philip retiró la suya antes de que se la tocara.
—Perdón, ¿le duele?
Philip tenía otra llaga en la mano.
—No siento dolor. Pero, ¿no le da miedo tocarla?
—¿Por qué miedo?
—Es una mano asquerosa. Le hará vomitar.
—Vamos a probar —bromeó Jim, no sin esfuerzo. Apoyó la palma de la mano en la llaga tumefacta y amoratada.
—¡Vaya, uno que no tiene miedo! —dijo el vecino de Philip Germán, alzando la voz cuanto podía para llamar la atención de los demás; la voz seguía siendo débil pero pareció sacarlos de su letargo.
Jim había ido sólo a ver a Philip, pero ahora se acercó a la cama del vecino y le palpó manos y brazos. Aquel hombre no podía tener doscientos años, pero los aparentaba.
—¿Quiere darme la mano también a mí? —susurró un esqueleto negro con una risa que se convirtió en un violento acceso de tos que le hizo vaciar el intestino en la sábana. El hedor se acentuó.
Jim se acercó a la cama, tratando de no respirar, y vio que era un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años con cicatrices en todo el antebrazo izquierdo.
—¿Qué te metías? ¿Heroína?
—Me gustaría matar al cabrón —gruñó el chico, aunque apenas tenía fuerzas para hacerse oír. Unas veces se refería al cabrón que le dio la primera dosis y otras, al que le dio la aguja infectada. Jim, dominándose para no retroceder cuando el chico volvió a toser salpicándole de saliva, le sostuvo la mano hasta que acudieron rápidamente dos enfermeras a cambiar la sábana.
Las enfermeras baijanesas sonrieron al chico con tanta alegría como si estuvieran en una rosaleda. Mientras ellas limpiaban, nadie hablaba. Había un silencioso pero palpable deseo común de no querer saber. Unos cerraban los ojos fingiendo dormir, otros miraban al techo.
Por qué no vaciar la sala, pensó Jim, y pasó a la cama siguiente tratando de sonreír como las enfermeras.
—En realidad, yo no debería estar aquí —dijo el hombre de los ojos vigilantes, haciendo una mueca que denotaba su repugnancia por los casos desesperados—. Me han puesto en esta sala porque no había otra cama libre. Pasado mañana me voy a casa.
—Sí; tiene usted un firme apretón —dijo Jim.
—No sé qué decirle, Mr. Taylor —comentó Philip Germán siguiéndole con la mirada—. No creía que fuera usted así. Pensaba que era un tipo con prejuicios.
—Napoleón en Jaffa —dijo el que parecía tener doscientos años.
—¿Cómo dice? —preguntó Jim.
—¿Es que no sabe Historia? —preguntó el anciano con una débil sonrisa, satisfecho de poder enseñar algo al sano—. El general daba la mano a todos los soldados que tenían la peste. Quería ser emperador. ¿Usted qué quiere?
—Sólo vine a ver a Philip y expresar a todos ustedes mis mejores deseos.
—¡Hace la competencia a la princesa Diana!
—¿Dónde está el fotógrafo? ¿Lo veremos en los periódicos?
—Seguramente, es que quiere presentarse a las elecciones.
—¿Estás loco? ¿En este país? Esto le haría perder votos.
Entre comentarios jocosos y hostiles, Jim recorrió toda la sala estrechando manos y tocando llagas. Trató de recordar cuánto había tardado Ward Banting en volver en sí del ataque cardíaco. Con el olor de la muerte en su olfato, empezó a desalentarse; su toque no estaba produciendo cambios visibles. El sida resultaba una enfermedad resistente.
—Quiere poner a prueba su valor.
—Es sólo que se aburre.
—A lo mejor también lo ha pillado y quiere ver lo que le espera. Cuando tú vengas ya nos habremos ido, habrá cama libre.
Se oyó el sonido escalofriante de varios hombres muy enfermos que reían.
34. DIVERTIRSE (continuación)
JIM, DESEOSO DE DIVERTIRSE al modo convencional, cuando llegó a casa propuso a Lesley y a Neb ir los tres a La Scala de Milán, a ver el nuevo montaje de Nabucco.
—¡Magnífico! —exclamó Lesley—. ¿Cuándo iremos?
—Esta noche, por supuesto.
—¿Qué dices? —Ya eran las cinco de la tarde en Londres, las seis en Milán—. No puedes pedir a Neb que saque el disco de debajo de la hierba de Holland Park. Querría hacer de ello tu segundo deseo.
—Me parece que tiene razón —corroboró Neb.
Jim mantuvo la mente en blanco un momento, para que ni Neb descubriera su propósito.
—Y, aunque Neb estuviera de acuerdo, ¿no te parece que atraeríamos a una multitud? —preguntó Lesley, irritada. Lo mismo que en su primera juventud, se impacientaba cuando Jim decía tonterías—. Lo más seguro es que esta vez no estuviera vacío el parque. Ya veo la escena: un gran objeto redondo y reluciente surge de la tierra en pleno Holland Park... Saldríamos en las noticias de la noche y no volveríamos a tener ni un momento de tranquilidad. ¡Y piensa en el pobre Neb! Serían capaces de disecarlo.
—Es lo más probable —convino Jim—. Será preferible ir en coche.
— ¿Cómo, en coche?
—Tenemos coche —le aseguró Jim—. Stanley me ha prestado su Rover. Lo he tenido todo el día.
—No discutas, Les, vámonos —suspiró Neb, molesto porque la solución no se le hubiera ocurrido a él.
El discreto sedán gris oscuro estaba aparcado frente a Collingham Court; por aquel entonces, aún podían moverse libremente, sin que nadie los persiguiera. Jim tomó por la M4 como si fuera a Heathrow, enfiló la primera salida que conducía a campo abierto y, cuando dejó de ver coches delante y por el retrovisor, levantó la mano derecha y tocó el techo, del que salieron unas alas. El motor se paró y el coche se elevó silenciosamente por el aire.
—Vamos con oxígeno, Les, no te preocupes, que no contaminamos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Lesley, malhumorada, mirando el canal de la Mancha que empezaba a quedar atrás—. De todos modos —suspiró, satisfecha, arrellanándose en el asiento—, es muy agradable no tener que esperar en el aeropuerto ni hacer colas.
—Tienes razón. Para hacer colas no vale la pena viajar.
—Jim no hubiera podido transformar el coche si yo no hubiera dado el poder a sus manos —comentó Neb hoscamente desde el asiento de atrás.
—Sí; todo te lo debemos a ti, y te queremos mucho por ello —dijo Lesley volviéndose hacia él con una sonrisa radiante—. Y, puesto que puedes leerme el pensamiento, sabes que soy sincera.
Neb no se dio por satisfecho.
—Jim no dice nada. Ni siquiera piensa nada.
—Neb, déjame respirar, es la primera vez que piloto un objeto volador y olvidé traer un mapa. ¡Espero que esas montañas de ahí abajo sean Suiza!
Descendió sobre Milán buscando la catedral para orientarse, y cuando la encontró, vio muy cerca el teatro de la ópera. Planearon sobre la hilera de coches atascados en la avenida adyacente a la Piazza della Scala hasta que Jim vio un hueco entre dos coches, cerca de la entrada a un parking subterráneo. Convirtió el avión en coche al tiempo que lo hacía aterrizar insertándolo limpiamente en el hueco y dejando sólo unos centímetros delante y detrás. El conductor del coche de detrás hizo sonar el claxon furiosamente, quizá del susto de ver bajar un Rover del cielo, o quizá de indignación porque le había cortado el paso. Jim bajó rápidamente su aerocoche al garaje, sumergiéndolo en un mar de cientos de vehículos, y los tres viajeros subieron a la superficie y cruzaron la plaza.
En taquilla ya no quedaban entradas para Nabucco, y tuvieron que comprarlas a un revendedor. Aquella noche Neb descubrió, primero, a Verdi y, después, durante la cena, el minestrone y la cotoletta Milanese. A medianoche estaban de regreso con las recetas. Al día siguiente, en Londres, el muchacho compró las partituras y grabaciones de todas las óperas de Verdi.
Con ayuda de muchas mentiras y documentos falsos, Neb se matriculó en el Royal College of Music en calidad de alumno especial, bajo el nombre de Gary Clearwater, de los Estados Unidos. Aprendió a leer música por el mismo procedimiento que había utilizado para aprender inglés: el de desearlo. Con el mismo método fácil aprendió también a tocar el piano, pero su estilo era deficiente. Al parecer, por un acto de voluntad, podía adquirir conocimientos, pero no sensibilidad artística, cuyo desarrollo exige la magia que se destila de la sangre, el sudor y las lágrimas. Sin embargo estaba dispuesto a trabajar con ahínco, y estudiaba continuamente. Un obsesivo amor por la música, unido a un talento natural, buen oído, ambición, aplicación y también un poco de poder oculto le permitieron hacer grandes progresos en poco tiempo.
Su vida con los Taylor entró en una especie de rutina, si puede utilizarse esta palabra para describir las actividades de personas que vuelan propulsadas por oxígeno puro. Neb estudiaba y practicaba, Lesley daba clases en la escuela y corregía deberes en casa y Jim salía de casa por la mañana temprano (costumbre de toda una vida), sólo que, en lugar de irse a trabajar a la torre Quantum, como en su vida anterior, ahora iba en busca de personas a las que ayudar.
Jim había dicho siempre que el mundo entero era un solo país; ahora era una sola ciudad. Con frecuencia, asistían a espectáculos en Buenos Aires o en Tokio, y no invertían en el viaje más tiempo que otras personas en cruzar la ciudad.
El aerocoche, que al principio era un lujo agradable, se convirtió en una necesidad cuando Jim formuló su segundo deseo y mucha gente empezó a buscarle para matarlo.
35. UN VIEJO AMIGO
JEREMY NORTON HABÍA encontrado comprador para la torre Quantum, y lo que quedaba de la compañía se trasladaría a la Isle of Dogs, a uno de los nuevos edificios de oficinas que sustituían a los viejos tinglados de las orillas del Támesis. Como dijo un product manager que todavía trabajaba para Quantum: «Ahora ya es oficial, la empresa se va al agua.» Su posición era sólida, ahora que había despedido a Jim Taylor y la venta de la Torre había reducido las deudas de Quantum en una tercera parte. Puesto que la marcha del negocio ya no era una amenaza para su supervivencia inmediata, su problema personal había pasado a ocupar un lugar preeminente en sus pensamientos.
¿Qué se puede hacer con una esposa vieja y gruñona?
A esta cuestión le daba vueltas una tarde de enero, apoltronado el sofá de cuero de su despacho de la torre Quantum (no se trasladaban hasta la primavera). Fuera estaba casi oscuro, pero sólo tenía encendida la lámpara de sobremesa; le parecía que con poca luz podía concentrarse mejor.
Se quedó dormido y tuvo un sueño muy hermoso: estaba en la sala de espera de un hospital con Bootsie, la duquesa de..., hermana de Margaret, que lloraba copiosamente. Su médico personal les decía que la mastectomía no encerraba el menor riesgo, pero que el anestesista se había equivocado en la dosis, y Lady Margaret había muerto en la mesa de operaciones. «Ha habido negligencia, indiscutiblemente, y puedes demandar a Sanidad», dijo el médico.
«Desde luego que pienso demandarlos», dijo Norton. Después se veía tendido en el sofá de su despacho y Janice se inclinaba sobre él y le decía que ahora podrían casarse. «Ni loco; si vuelvo a casarme, será con una nueva», le contestó él, condensando en su sueño el destino de muchas amigas de hombres casados en todo el mundo. En los sueños se esconden muchas tristes verdades.
Janice no era un sueño: sí que estaba inclinada sobre él, hablándole animadamente. Había encendido todas las luces, y le hirieron en los ojos cuando los abrió. Volvió a cerrarlos rápidamente, tratando de regresar al sueño. Pero ya era tarde: había recordado que su mujer gozaba de perfecta salud.
«Jim Taylor» fueron las primeras palabras que le llegaron. Se levantó del sofá y se situó detrás de su mesa, como hacía siempre que quería distanciarse de alguien.
—No quiero verle. ¡Dile que estoy reunido!
—No está aquí... —trató de explicar Janice.
—¡Tampoco quiero hablar con él por teléfono!
Janice tardó algún tiempo en conseguir hacerle entender que Jim Taylor no estaba en el despacho ni en el teléfono, y que ella sólo había oído una noticia sobre él. Era una noticia tan extraña que Norton se soltó el cinturón y el botón de arriba del pantalón para respirar más a sus anchas, y ordenó a Janice que buscara a Philip Germán y lo llevara al despacho.
—USTED PARECE la viva estampa de la salud —observó Norton mirando, malhumorado, al chico de los pendientes, uno distinto en cada oreja, y los mechones rubio platino en la frente—. ¿Y dice que se estaba muriendo del sida?
—Eso creían los médicos. —¿Y qué pasó?
—El viernes Mr. Taylor vino al hospital —dijo Germán—. Al principio no le reconocí... —¿Por qué? —interrumpió Norton. —No sé. Ya no está tan gordo. —¡Bueno, vamos, siga! ¿Qué le dijo? El joven se encogió de hombros y miró en derredor.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
Norton le invitó a sentarse con un ademán.
—Bien, ¿y qué le dijo?
—Me dijo hola.
—¡Ya imagino que le diría hola! ¿Qué le dijo después?
—Me preguntó cómo estaba. Y me estrechó la mano.
—Vamos, vamos, ¿qué más?
—Pues nada más, en realidad... no sé.
—¿Sabe que podría recuperar su empleo? —dijo Norton con voz neutra, dominando la impaciencia—. Es más, creo que podríamos ofrecerle algo mejor que la sección de envíos. El trabajo de embalador no es muy gratificante. Podríamos entrenarlo para vendedor. Pero siga, intente recordarlo todo.
—Ah, sí. ¡Nos insultó!
—¿Les insultó?
—Bueno, es lo que pensamos. Dijo que no nos ocurría nada. Mike le llamó imbécil.
—¿Quién es Mike? No importa.
—Bueno, Mr. Taylor se limitó a reír y se marchó. Agitó la mano, así, y se marchó. Estuvimos diciendo pestes de él durante un rato. Luego el viejo de la cama de al lado, que en realidad no era tan viejo, dijo que ya no soportaba más el olor, que iba a pedir a las enfermeras que lo pusieran en otra habitación. Nosotros nos reímos, porque sabíamos que no podía dar un paso. No se esperaba que durase ni una semana. Pero él se levantó y se fue. Yo pensé entonces, qué cuernos, yo también salgo, que sea una protesta en masa. —Philip Germán, al recordar la escena, se excitó y empezó a hablar de modo incoherente—. ¡Hubiera tenido usted que verlo! ¡Y cómo estaban las enfermeras! Nunca había visto a nadie tan fuera de sí. Andaban como locas diciendo: «¡Pero hay que ver cómo estáis! ¡Cómo estáis! ¿Qué os ha pasado? ¿Qué os ha pasado?»
—Eso mismo pregunto yo —dijo Norton, cada vez más irritado—. Todavía no me has contado qué pasó.
Pero, incluso después de que el chico le contara todo lo que sabía, Norton seguía en ayunas.
—Me parece que lo que tú tenías no era el sida —dedujo.
—Hubiera tenido que traerle fotos.
—¿Quieres decir que te estabas muriendo y que Jim Taylor te curó?
—Bien, todos nos recuperamos después de su visita. Al día siguiente, nos hicieron un reconocimiento y nos mandaron a casa a todos los de la sala.
Norton vacilaba entre la duda y la incredulidad total.
—Supongo que habrán cerrado la sala del sida —observó con sarcasmo.
—Al día siguiente volvía a estar llena —suspiró Philip Germán.
Norton lo despidió diciendo que fuera a ver al encargado de la sección de envíos.
No sé por qué pierdo el tiempo, pensó.
Aquella misma tarde, le llamó Virginia Cunningham. Lo último que le había dicho era que no le perdonaría jamás que consintiera que Jim Taylor la despidiera y que no volvería a dirigirle la palabra.
—¿Se ha enterado ya de lo de George Nicholson? —preguntó, excitada.
UNA HORA DESPUÉS, Norton tocaba el timbre del piso de los Taylor en Collingham Court. Salió a abrir Lesley, joven y bonita. ¡De modo que era verdad! Norton no pudo evitar pensar en la cara arrugada y flácida de Margaret.
—Hola, Lesley, encanto —vociferó jovialmente, metiendo el pie antes de que ella pudiera cerrarle la puerta en las narices—. Pasaba por aquí y pensé entrar a preguntar qué tal os ha ido por isla Magdalena. ¡Veo que te ha sentado de maravilla! —Con un movimiento rápido, que le facilitaban su estatura y sus brazos largos, tomó a Lesley por la cintura y la atrajo hacia sí, estremeciéndose al contacto de su cuerpo joven—. Estás treinta años más joven y un millón de veces más atractiva... si no te ofende que te lo diga un viejo amigo —agregó cuando ella se desasió.
—¿Quieres ver a Jim? —preguntó Lesley secamente, sin devolverle el saludo.
Norton se sintió mortificado.
—Vamos, Lesley, ¿qué quieres decir? He venido a veros a los dos. Treinta años de amistad... Claro que quiero verle.
—¿Estás seguro?
Norton se inclinó para mirarla a los ojos con todo el magnetismo de su poder de persuasión.
—¡Treinta años, Lesley, treinta años!
—No me parece muy prudente de tu parte recordarle que existes —dijo Lesley—. Jim tiene mal genio, ¿sabes?
—¡No digas eso de tu marido! —protestó Norton levantando un dedo en ademán de reproche—. No hables así de mi mejor amigo. Le conozco hace casi tanto como tú. Probablemente, le conozco tan bien como tú, y sé que es un hombre bueno y leal, una excelente persona.
Encogiéndose de hombros con resignación, Lesley lo llevó al estudio, en el que un joven afinaba un chelo. Cuando el joven se volvió, Norton vio a Jim Taylor tal como estaba cuando los dos habían empezado a trabajar en Quantum. Sintió un vahído y se le nubló la vista. Debí nombrarle director general y marcharme yo a Florida, pensó con amargura. Pero, tras una breve lucha interior, consiguió volver a hablar con jovialidad.
—¡Bienvenido a Londres, Jim!
Jim dejó el chelo. No saludó a Norton, no se levantó y no le invitó a sentarse.
—Tienes un aspecto soberbio, desde luego. Os recomendé un buen sitio, ¿verdad?
—No nos recomendaste nada, yo compré los billetes —le rectificó Lesley—. El sitio nos lo recomendó la agencia de viajes.
—Creí que habríais recordado lo que os dije de isla Magdalena, pero por lo visto me equivocaba —concedió Norton, y miró a Jim—: Veo que sigues molesto, y no te lo reprocho. En aquel momento no podía decírtelo, pero yo no tuve nada que ver con tu despido. El consejo quería deshacerse de ti, y perdí la votación. Pero mientras has estado fuera, he convocado un par de reuniones más y he conseguido convencerles de que no podemos prescindir de ti. De modo que queremos que vuelvas.
—Pierdes el tiempo, Jeremy; no pienso rejuvenecerte.
—Queremos que seas nuestro director general —prosiguió Jeremy, subiendo el envite. Y recalcó, para que no quedara lugar a dudas—: Queremos que me sustituyas en el cargo de consejero delegado director general. Yo seguiré de presidente, para asegurarte el apoyo del consejo en la dirección de la empresa.
—¿Y piensas seguir robando a Quantum cuatrocientas cincuenta mil libras al año?
—¿Qué dices? ¡Yo no he robado un penique en mi vida! —protestó Norton, indignado.
—Cuatrocientas cincuenta mil libras al año es lo que cobras, ¿no?
—Bien, si crees que, dadas las circunstancias económicas actuales... Estaría dispuesto a aceptar un recorte... —Tan tremendo sacrificio a la fuerza tenía que ser recompensado, y agregó con naturalidad—: ¿Dónde me siento?
—En ningún sitio. No vas a sentarte.
—¡Te lo advertí! —dijo Lesley que sí se sentó. Por una vez, no le importaba que Jim fuera rencoroso; estaba divirtiéndose enormemente.
Norton soltó una risa forzada.
—Pensé que me ofrecerías una taza de té, en recuerdo de nuestros almuerzos en el Alexander's...
Se acercó a Jim y trató de asirlo por los hombros, pero Jim levantó el arco y apoyó el extremo contra el pecho de su visitante.
Norton retrocedió.
—De acuerdo, si no quieres volver, habré de respetar tu decisión. Pero ahora hablemos de tu regalo de despedida. Tenías tanta prisa por marcharte de vacaciones... aunque no es que te lo reproche, por supuesto... Pon la cifra que quieras, no voy a discutir. Eres mi mejor amigo y deseo para ti lo mejor.
—Francamente, no comprendo por qué quieres ser más joven —dijo Jim fingiendo perplejidad—. Tu problema es que eres demasiado joven. No hace ni un mes que te lamentabas de ser excesivamente joven, como el toro que escarba en el suelo con las pezuñas. Corrígeme si me equivoco, pero creo recordar que decías que no hay peor suerte que la del hombre que se siente pletórico cuando su esposa ya ha cruzado las piernas a la diversión y los juegos. Pienso que deberías desear ser más viejo; entonces no te sentirías tan frustrado.
La carnosa caraza de Norton se tiñó de rojo. Sonrió ampliamente como si le divirtiera el chiste, pero empezaba a sudar.
—Bien, lo que dije no es exactamente eso.
—Sí, y tienes razón. Ahora lo recuerdo, dijiste que darías cualquier cosa por tener una esposa joven. Si pudiera vivir otra vez, dijiste, me casaría con una mujer más joven. Eso dijiste.
Norton se dejó caer en una butaca sin darse cuenta de lo que hacía.
—Jim, Jim, ya eres lo bastante mayor para comprender que lo pasado, pasado está.
—Nunca me perdonaré haber soportado durante todos esos almuerzos tus lamentaciones acerca de tu anciana esposa. Recuerdo que, mientras estabas poniendo en la calle a miles de personas, sentías lástima de ti mismo porque Margaret no había querido ir a la cena de su hermana.
—Sé justo, Jim, sé justo. No era sólo una cena. ¡Hace décadas que se niega a salir de casa! ¡Desde la menopausia!
—Si el problema es que Margaret es demasiado vieja, ¿por qué no me pides que la rejuvenezca a ella?
Norton abrió los brazos y miró a Jim con sonrisa cómplice de hombre a hombre.
—En fin... ya sabes lo que ocurre.
—Márchate.
—Jim, soy un viejo amigo. Tú eres amigo mío. Bueno, lo eras. Lesley, mujer, intercede por mí. Significaría tanto para mí que...
Jim le atajó:
—No nos dedicamos a las obras de caridad, Jeremy.
Norton suspiró y se levantó.
—De acuerdo, me marcho. Ya te he dicho que no fue culpa mía, fue el consejo, cuatro consejeros me invitaron a almorzar para comunicarme que habían decidido que tenías que marcharte, pero, si insistes en culparme, en fin, tendré que respetar tu decisión. Pero trabajamos juntos durante décadas, Jim, fuimos amigos durante décadas. Si hemos de despedirnos —dijo acercándose otra vez a Jim con el sigilo de un gato que ronda a un pajarito dormido—, si hemos de despedirnos, por lo menos démonos la mano. —Le tendió la diestra—. Está bien, si no quieres darme la mano, pégame. ¡Anda, pégame! No me defenderé. ¡Dame un bofetón!
Jim tuvo que echarse a reír.
—Ya veo que has hablado con George Nicholson. Pero el bofetón no te serviría de nada, la cosa no funciona así. Y no pienso tocarte. Y, ahora, adiós, Jeremy. Adiós.
Lesley pensó que su marido era excesivamente benévolo con Norton, pero Jim tenía pensada una venganza terrible.
36. EL ÁNGEL VENGADOR
POR UNA VEZ, Norton tenía prisa por llegar a casa, y ordenó al chófer que se mantuviera en el carril rápido. Él y Margaret vivían en Buckinghamshire, a dos horas de coche de Londres con tráfico denso y menos de una hora con la carretera despejada, la excusa ideal para salir tarde de Londres, después de pasar unas horas con Janice. Pero aquel día regresaba a casa más temprano de lo habitual. Después de hablar de Jim Taylor con su amiguita, ahora quería hablar de él con su mujer.
¿Qué hacer para convencer a Jim Taylor? ¿Y si Hugh y Serena los invitaran para un fin de semana? Indudablemente, incluso una persona nacida en Chicago tenía que estar encantada de tener la oportunidad de pasar un fin de semana en un palacio con un duque y una duquesa... o, mejor, dos duques y dos duquesas, si iban también Bootsie y su marido. ¡Y, además, con todos los Van Dycks y los Tizianos!
—Avisa a Lady Margaret de que ya he llegado —dijo a la doncella que le abrió la puerta. Se fue a la biblioteca (una de esas bibliotecas de gran mansión campestre en las que nunca se lee ni un libro), se sirvió un trago y se sentó en su sillón junto a la chimenea, a esperar que apareciera su esposa. Margaret aborrecía salir de casa, pero le gustaba que le contara cosas. Y hoy tenía una historia asombrosa para ella. Podrían hablar y hacer planes; ella no se quejaría de aburrimiento. Y, si todo salía bien, podría eliminar las arrugas y la papada.
Al cabo de unos minutos, Norton se levantó y empezó a subir la escalera, sin darse cuenta de que aún llevaba el vaso de whisky en la mano. Al ver que la puerta de la habitación de su esposa estaba abierta, gritó desde la escalera:
—¡Margaret, tengo que decirte una cosa!
—Ahora no puede ser. Me marcho.
Norton no aflojó el ritmo y siguió subiendo, convencido de que había oído mal.
—¡No te lo vas a creer!
— Ahora no, tengo prisa.
Norton se paró en la escalera.
—¿Margaret? —dijo con un gran interrogante en la voz.
No llegó respuesta, y él siguió andando.
—Escucha, no te lo vas a creer —dijo, entró en el vestidor y dejó caer el vaso en la alfombra. Los ojos de Margaret estaban más brillantes y luminosos de lo que él los había visto nunca y en su cara no había ni una arruga. Estaba más joven de lo que él la había conocido. ¡Y cómo le brillaba el pelo! Llevaba una chaqueta negra de escote pronunciado y mallas negras que realzaban su cutis cremoso, sus bien torneadas piernas y sus pechos turgentes.
—Ahora siento no haber conservado más ropa de antes, pero me parece que esto servirá —comentó ella lanzando una mirada a la alfombra al pasar junto a él y diciendo a la doncella—: Rose, el abrigo negro y limpia esto, por favor.
—¡Así que Jim Taylor ha venido a verte! —exclamó Norton cuando recuperó el habla—. ¿Cuándo ha sido?
—Acaba de irse. Un muchacho encantador. Tiene unas manos asombrosas.
Su pelo de seda, su perfume, toda su figura, le impresionaban. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida. ¡Y era su mujer!
—¿Te ha tocado por todas partes? —gruñó.
Ella soltó una risa que él no le conocía.
—Aquí y allá.
Aquella risa le provocó una erección de cólera.
—¿Te ha follado?
—¡Estaba tan sorprendida que ni se me ocurrió!
Ninguno de los dos se sentía coartado por la presencia de la doncella. Tenían la suerte de poder vivir entre criados porque no les prestaban más atención que a los gatos.
—Margaret, quedémonos a pasar la velada tú y yo solos, tranquilamente, y exploremos juntos esta nueva situación.
—Cariño, ¿ya se te ha olvidado? Acabo de decirte que salgo. ¿Es que ya empiezas a chochear?
Norton perdió la erección.
—Bien... vaya... ¿se puede saber qué te ocurre? ¿Por qué eres tan dura conmigo? ¿De qué sirve ponerse insultante?
—Dura lo he sido siempre —dijo ella con orgullo.
—No de este modo.
Ella no se molestó en responder.
—Rose, no te quedes ahí pasmada. ¡El abrigo!
Norton hablaba y hablaba, pero ella no parecía oírle; buscaba las llaves del coche y, cuando las encontró, salió de la habitación, dejándole con la palabra en la boca.
—¡Si son más de las ocho! —argumentó Jeremy corriendo tras ella—. ¿Adonde vas tan tarde? Si quieres salir, salgamos juntos.
—No me esperes levantado, Jeremy, quizá pase la noche en Londres.
Salió disparada en su Jaguar. Norton se quedó anonadado: se había enamorado de ella.
UN PASAJE, UNA CALLE, una plaza, una avenida y un barrio de Londres, además de toda una región de Inglaterra, ostentaban el nombre de la familia de Lady Margaret. La pequeña Margaret, hija menor de un duque, consentida por sus padres y objeto de los mimos y las bromas de dos hermanos y tres hermanas, tenía habitaciones propias, niñera, después institutriz, doncella y caballo propios. Criada en la casa solariega de la familia, en la que el resto del mundo estaba representado por aparceros, pronto adquirió la convicción de que era superior a prácticamente todo el mundo que no fuera su familia. Desde que empezó a caminar, la gente corriente, incluso personas ancianas, la llamaban Lady Margaret y le hablaban con un respeto rayano en la veneración. Los otros niños la miraban mudos de envidia cuando se enteraban de quién era. ¿Cómo no iba pensar que era un ser privilegiado y superior? Y aunque en ella no hubieran hecho mella ni la veneración ni la envidia, sus hermanos le hubieran contagiado el orgullo de casta: los seis vástagos del duque estaban convencidos de que habían salido a su padre, y miraban con cierta condescendencia a su madre, porque era de clase media, hija de un alto funcionario, subsecretario vitalicio de Hacienda, sí, pero, al fin y al cabo, una persona que tenía que ganarse la vida, clase media, clase media. La pequeña Lady Margaret sabía que ella no era de clase media. Por parte de padre, tenía un tátara tátara... tataratío que había sido decapitado en el siglo XV por haber apoyado al rey perdedor y otro que consiguió un condado en el siglo XV por aliarse con el ganador. Nunca se le ocurrió dudar de que estaba destinada a una vida mejor que la de la mayoría de la gente.
La mayoría de la gente no tenía la ascendencia apta para ser feliz. O, sencillamente, no tenía lo suficiente. «No hay ni un solo pueblo que lleve su nombre» o «Sus muebles son comprados» eran la clase de displicentes observaciones que había oído desde que empezó a entender el significado de las palabras. Era como si en el país sólo hubiera unos miles de personas enteras y el resto fueran tullidos. Eran seres humanos, pues claro que sí, lo mismo que un duque o un conde y, muchos, mejores y más inteligentes... sólo que, en fin, por una terrible fatalidad, habían nacido disminuidos.
Ella no estaba disminuida, pero estaba gorda. Por más hambre que pasara, engordaba y engordaba. Su gordura la atormentaba tanto, sus hermanos la mortificaban tanto que Margaret achacaba todos los sinsabores de su niñez, incluso el haberse roto la clavícula cuando se cayó del caballo, a sus kilos de más.
¿Qué pensarán dentro de cien años los lectores, de esta obsesión nuestra por el peso, que aflige hasta a los niños? A pesar de todos sus privilegios, la pequeña Lady Margaret adquirió una opresiva sensación de injusticia: la vida la había tratado injustamente, sin tener en consideración quién era ella.
—Tienes un cutis precioso y, además, esto es grasa infantil que desaparecerá cuando crezcas —decía su madre para consolarla. ¡Pero qué podía saber ella, si era de la clase media!
Al fin la duquesa de la clase media tuvo razón, y a los diecisiete años Margaret tenía una figura esbelta y bien formada y todos los amiguitos que pudiera desear. Pero, aunque perdió la grasa infantil, conservó el resentimiento contra la vida, que aún no era lo que hubiera debido ser. Un orgullo desmesurado y una sensación de agravio formaban una combinación venenosa que la hacía insensible y hasta cruel cuando la acometía el afán irresistible de arremeter contra cualquiera que le negara el derecho que le otorgaba su alcurnia a ser más feliz que el común de las gentes. Y lo peor de todo eran los hombres: o eran unos amantes detestables o unos engreídos, y tanto los unos como los otros, muy infantiles. No comprendía por qué tenía ella que fingir que eran perfectos. Ninguno resistía ni un ápice de sinceridad o de verdad, armas que ella esgrimía con saña.
Con los años se suavizó bastante, desde luego.
Margaret ya había cumplido los cuarenta, la edad de la transigencia, cuando conoció a Norton, que no se explicaba por qué ninguna de sus aventuras había acabado en boda; pero, ahora que ella volvía a ser joven, empezaba a comprender la razón. Hay mujeres que hacen que los hombres se sientan dioses; Lady Margaret podía hacer que se sintieran gusanos.
CUANDO SU MUJER se marchó en el coche, Norton supuso que iba al encuentro de un antiguo amante o en busca de uno nuevo. En realidad, fue a ver a su hermana Bootsie, y pasó los días siguientes visitando a sus otras hermanas y a sus viejas amigas, para atormentarlas con su belleza pimpante y volverlas locas de envidia.
También Norton enloquecía, pero de celos. Cuando llamaba a sus cuñadas, Margaret ya se había ido a otra parte. Nunca sabía dónde estaba. Durante toda una semana, imaginó a otros hombres manosear aquel cuerpo sublime.
Cuando, por fin, oyó subir el coche por la calzada —reconoció su forma de frenar, chirriando y levantando un surtidor de grava— salió corriendo a la fría noche de enero sin siquiera ponerse una chaqueta y llegó a tiempo de abrirle la puerta del coche.
—Bienvenida a casa, amor mío —dijo con voz risueña, procurando no demostrar enojo ni ansiedad. Una vez dentro, la ayudó a quitarse el abrigo y, ansioso de hacer valer sus derechos conyugales, le dio un beso en el cuello y empezó a manosearla él.
—Veo que estabas esperándome —dijo ella con su voz nueva, contenta de que no le hiciera preguntas ni le montara una escena—. A veces eres muy amable, querido. Es agradable estar en casa.
Aquella voz nueva —grave, serena, cálida y melodiosa— le corría por las venas con un efecto que ningún otro sonido le había producido nunca. Lo galvanizaba y le daba una fuerza increíble: la tomó en brazos y la subió al dormitorio sin el menor esfuerzo. (Después hasta preguntó al médico. «Nuestro cuerpo todavía es un misterio —respondió la eminencia clínica—. Probablemente, experimentaste una reacción bioquímica. Alguna particularidad de tu estructura celular o tu sistema nervioso te hace sensible a su voz. Es como una alergia a la inversa.») La depositó en la cama y ella dejó que la desnudara. Él no se cansaba de acariciar aquella piel suave y blanca como la leche.
—¡Cómo me alegro de que no te hayas ido con otro! —declaró triunfalmente cuando al fin estuvo dentro de ella.
—No; no me he ido —suspiró Margaret—. No encontré a nadie interesante. —Su voz fosca, aterciopelada y mágica, tenía una nota de auténtico pesar.
Esto desinfló a Norton para el resto de la noche.
A VECES ESTABA simpática y a veces no: todavía no había decidido lo que haría.
Durante el desayuno, una mañana en que el Daily Telegraph volvía a referirse a un ex director de empresa que, supuestamente, poseía unos poderes curativos misteriosos, Norton sugirió proponer a Hugh y a Serena que invitaran a los Taylor a pasar el fin de semana con ellos.
—No es necesario que se lo pidamos —dijo Margaret—; nos lo piden ellos. Como puedes suponer, Serena está rabiando por que Jim Taylor le ponga las manos encima. Pero piensa que es más fácil que acepte si hacemos nosotros la invitación, puesto que ya le conocemos.
—Creo que le impresionaría más si le llamara una duquesa. De todos modos, ya sabes que para mí es violento...
Margaret no sentía el menor deseo de ver a su cuñada rejuvenecida, pero aquella mañana estaba de buen humor.
—Si quieres, yo le llamaré un día de éstos —dijo.
Margaret no tenía más que emitir un sonido amable para que Norton se sintiera feliz. Pero también se sentía impaciente.
—¿Por qué no le llamas ahora? ¿A qué esperamos? Podrías llamarle ahora mismo.
—No hay prisa —dijo ella con su voz mágica, y hasta se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Tan viejo no eres.
Pero aquel día, cuando Norton volvió de la torre Quantum (inmediatamente después del almuerzo: Janice con su piel áspera y su voz chillona, ya pertenecía al pasado), encontró a su mujer arreglada para salir de nuevo. Entró en el momento en que Rose la ayudaba a ponerse el abrigo de martas. Iba a un cóctel. Norton quería acompañarla, pero ella dijo que prefería ir sola.
—La cosa podría prolongarse con una cena y baile, de modo que no me esperes levantado —le dijo.
Él estaba tan indignado que decidió ponerse firme.
—Mira, Margaret —dijo ásperamente—, yo no creo en el matrimonio de manga ancha.
Lady Margaret le miró, divertida:
—Pues, por el lío que te traes con tu secretaria, yo imaginaba que sí creías.
Norton se quedó estupefacto. Ni remotamente sospechaba que ella lo supiera.
—Margaret... yo... yo...
—No te preocupes, nunca me importó.
—¡Recuerda que tú habías renunciado al sexo!
—¿En serio? Bien, ya no tiene importancia. La cuestión es que tú no renunciaste. De todos modos, nunca me molestó lo más mínimo; aunque hubiera preferido que no me mintieras.
—¡No te mentí! No te dije nada para no herirte. No tienes por qué estar celosa.
Ella echó la cabeza hacia atrás y sacudió su magnífica melena rubia, exhibiendo su fino cuello blanco y su delicado perfil y rió:
—¿Celosa de un carcamal como tú?
Lástima que el «personal sobrante» despedido de Quantum no pudiera ver a su presidente y director general lívido y petrificado en el vestíbulo de la mansión campestre de su esposa. Hubiera sido un consuelo.
NORTON PASÓ la noche en vela esperando a su mujer (que no durmió en casa) y pensando en la manera de hacer las paces con su viejo amigo. Por fin creyó encontrarla y, maldiciéndose a sí mismo por no haberlo pensado antes, a la mañana siguiente se hizo llevar a Collingham Court. A pesar de que aquel día de febrero soplaba un viento helado, había grupos de gente paseando por delante de la puerta. Desde hacía más de una semana, el portero decía a todo el que preguntaba por los Taylor que se habían ido a dar la vuelta al mundo, pero siempre había quien no le creía. Norton tampoco le creyó y pulsó el timbre de la puerta. No le contestaron.
Norton tuvo que creer al timbre y volvió al vientre cálido de su Rolls. Camino de Quantum, llamó al nuevo director de marketing para decirle que sacara a Philip Germán de la sección de envíos. «Déle una mesa y dígale que es aprendiz de vendedor. Cuando se haya convencido de que tiene un puesto mejor, me lo envía al despacho.»
Pero, a pesar de que, finalmente, Norton cumplió su promesa de ascender a Philip Germán, éste no pudo ayudarle. Él tampoco sabía cómo ponerse en contacto con Jim.
—He llamado a Mr. Taylor a su casa, su número está en la guía, y luego a su oficina —dijo Germán, sentado en el borde de la silla y pensando con inquietud que, si no podía ayudar a Norton, quizá lo enviaran otra vez a hacer paquetes—. Hablé con Miss Singer. Me dijo que Mr. Taylor está fuera del país la mayor parte del tiempo.
—Es decir, ¡que no sabe usted nada!
—Pues... ayer volví al hospital. Sólo para un chequeo... ¿Sabe? ¡Sigo estando bien! ¿Qué le parece?
—¡Fantástico! ¡Fantástico! —exclamó Norton rechinando los dientes de impaciencia.
—Los médicos me preguntaron lo mismo que usted: cómo encontrar a mi amigo. ¡Creen que Mr. Taylor es amigo mío porque fue a verme a mí! —explicó el muchacho con una risa provocada por un acceso de orgullo.
—Sí; se molestó bastante por ti. ¡Contigo hablaría, desde luego! —comentó Norton cobrando nuevas esperanzas.
—Di a los médicos el nombre y el número de teléfono de Mr. Taylor, llamaron delante de mí, pero todavía estaba fuera del país. Miss Singer tomó nota y dijo que él les llamaría.
Norton tamborileó el escritorio con los dedos. ¡Por fin llegaban a algo!
—¿Cuándo? ¿Cuándo le esperan?
—Ella no lo sabía.
Norton tuvo la sensación de que cada partícula de su ser envejecía. ¿Actuaba la magia en ambos sentidos?
—Entre tus nuevas obligaciones, Philip —dijo con voz cansada—, está la de avisarme en cuanto sepas algo de Mr. Taylor. O de alguien que sepa algo de él.
Se sentía tan abatido que estaba seguro de que el joven Germán también tenía que sentirse disgustado. Ya no le molestaba que llevara pendientes. Por qué no ha de llevarlos, si eso le hace sentirse menos desgraciado, pensó al despedirse del chico. Dios sabe que todos necesitamos nuestras muletas para andar por la vida.
NORTON NO VIO a su mujer hasta la noche siguiente. Había pensado quedarse en el piso de Londres y desentenderse de ella, pero quería saber si volvía a casa o dormía fuera otra vez. Se instaló en su estudio, fingiendo leer informes de la empresa, y no se movió cuando oyó detenerse el coche en la avenida con estrépito. Casualmente, ella volvía de buen humor.
—¿Cómo estás? —preguntó con su voz grave entrando en el estudio.
Norton le lanzó una mirada breve y volvió a sus papeles.
—¿Enfadado? —preguntó ella sentándose en el borde de la mesa—. Después de tantos años de vivir juntos, no deberías ser tan susceptible. Mmmmmmm... —hizo, consciente del poder de su nueva voz, de su piel de seda, de su olor—. Mmmmmmm... mmmmmmm... —insistió, arrimándose y envolviéndolo en aquel sonido sedante. A pesar de ser tan mayor, Norton experimentaba el mismo contento y bienestar que siente el niño al mamar del pecho de la madre. Aun a sabiendas de que rendirse era un error, no pudo evitarlo.
Ella lo llevó arriba y le infundió una euforia tal que él sintió que ni siquiera Jim Taylor podría resistírsele durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, no había prisa: todavía era un toro. ¡Y qué toro! Tenía una erección tan perentoria, tan potente, tan pétrea que, de ser necesario, hasta hubiera podido violarla.
Mientras la desnudaba, ella le dijo que hubiera tenido que hacerle caso y tomar píldoras de hormonas.
—Bootsie las toma y me ha dicho que un periodista que fue a entrevistar a Hugh estuvo haciéndole el amor ¡durante dos horas sin parar! Tuvo, por lo menos, una docena de orgasmos...
Hablaba y hablaba, describiendo con todo detalle las proezas del periodista de Bootsie para calentarse, pero sus palabras produjeron en Norton el efecto contrario, según pudo comprobar ella cuando estuvieron en la cama.
—¡Pedazo de carcamal! —gimió.
Durmieron cada cual en su habitación y, durante una semana, ella pasó las noches fuera. Después algo debió de torcerse en su aventura y volvió a casa.
Durante varios días, se portó bien y no perdía ocasión de acariciar a Norton con la voz. Aunque él trató de resistirse, al fin terminaron en la cama y ella volvió a hacerle entrar en acción.
La montaba triunfalmente, él podía competir con cualquier periodista, estaba quedando como un campeón... pero todavía no había terminado cuando la expresión de beatitud de la cara sudorosa de Margaret se trocó en una mueca de repugnancia.
—¡Apestas! —le gritó, apartándolo de un empujón.
37. UNA FÓRMULA DE COMPROMISO
EN AQUEL PRECISO instante Jim Taylor formulaba su segundo deseo.
Estaba en Londres. Lo de que los Taylor se habían ido a dar la vuelta al mundo era la excusa que daban sus empleados para protegerlos del acoso. A consecuencia de la afición de Jim a divertirse curando y rejuveneciendo a la gente, al cabo de un mes de su regreso de Gulf Views, su vida se había hecho intolerable. Al principio docenas, después cientos y más adelante miles de personas trataban de acercarse a él para «charlar un momento», o le pedían ayuda sin rodeos. James Taylor aparecía en la guía telefónica de Londres; y cuando el padre de un niño al que curó de meningitis le tomó una foto y la vendió a los periódicos, les era imposible, a él y a Lesley, entrar o salir de Collingham Court sin que los rodeara una multitud. Finalmente, se escondieron, pero conservaron el piso para tener una dirección que dar a la gente, a los bancos, a las compañías de las tarjetas de crédito, a las empresas de ventas por correo y a los distintos departamentos del Gobierno que se empeñan en estar enterados de dónde está cada cual.
El teléfono de Collingham Court estaba conectado al despacho de Jim, situado en un edificio futurista próximo al paso elevado de Hammersmith, que tenía forma de arca y, naturalmente, se llamaba El Arca. Diariamente, Ellie y dos ayudantes recogían el correo en Collingham Court y lo llevaban a El Arca, donde un equipo de veintiséis personas, la mayoría de ellas antiguos empleados de Quantum a los que Jim se había visto obligado a despedir, contestaban las cartas, faxes y llamadas telefónicas de un creciente número de individuos que trataban desesperadamente de ponerse en contacto con el hombre del toque mágico.
En realidad, los Taylor y Neb vivían ahora en una mansión de cuatro plantas con vistas a Holland Park, adquirida para ellos por Stanley Rosenfeld a nombre de una hermana suya que residía en Barcelona. Allí hacían una vida más o menos regular. Todos los días laborables, Jim recorría todo el país en su aerocoche, visitando hospitales infantiles, y Neb asistía a clase en el Royal College of Music. Tenía un apartamento cerca del conservatorio en el que se suponía que vivía, aunque casi nunca estaba allí. Él había tenido suerte: nadie relacionaba a la joven promesa de la música Gary Clearwater con Jim Taylor.
Lesley no tuvo tanta suerte. Un periodista la siguió hasta la escuela y el día en que The Sun publicó su artículo, la escuela fue sitiada por una multitud que pedía, suplicaba, exigía que los llevara hasta su marido. Al cabo de varias horas de tumulto, el director le pidió que se fuera. Una de sus compañeras la sacó de la escuela en el maletero del coche, y ella se escabulló en el Metro, pidiendo al cielo que nadie la hubiera seguido.
SENTADO A UN PEQUEÑO escritorio de la sala de la casa de Holland Park, mientras leía el correo que le había llevado Ellie, Jim se sintió abrumado por el desánimo que a veces aflige al que trata de hacer el bien. La sensación de triunfo y júbilo que le producía curar y rejuvenecer a la gente estaba amargada por la convicción de que, por más que hiciera, en el mundo siempre habría más y más dolor y sufrimiento.
—Es como tratar de vaciar el océano con un cubo —dijo a Ellie—. ¿Cómo voy a ayudar a todos los que me lo piden? ¿Y cómo saber si deseo ayudarles?
En el correo había las ya habituales amenazas de muerte. Algunos de aquellos anónimos le condenaban por «interferir en el ciclo vital natural» (probablemente, los enviaban los decepcionados herederos de ancianos ricos a los que él había rejuvenecido). Otros prometían eliminarlo por curar a los enfermos del sida. Dios decidió castigar con el sida a los pervertidos y tú interfieres en Sus designios. ¡Morirás! También había amenazas de las personas a las que se había negado a tocar. Tú no tuviste compasión de mí y yo no tendré compasión de ti. Y había docenas de cartas que relataban vidas llenas de sufrimiento, provocado, en gran parte, no por la enfermedad, sino por la pobreza y por otras personas.
Jim ya estaba de muy mal humor cuando llegó Lesley, magullada, despeinada y lamentándose entre sollozos de que tendría que dejar la enseñanza. Jim se levantó rápidamente de la mesa y corrió a consolarla usando las manos para calmarla, mientras le preguntaba qué había ocurrido.
—De modo que ésas tenemos —dijo con amargura—. No puedo ayudar a todo el mundo, y el mundo al que no puedo ayudar está dispuesto a despedazarnos. —Cuando era gordo, viejo, calvo e inútil, sólo desesperaba de sí mismo; ahora desesperaba del género humano. El poder acarrea sus propias penas y éstas engendran ideas asesinas. En su vida anterior, cuando sentía deseos de matar a las personas que causaban las desgracias que leía en el periódico, no hacía sino dejarse llevar de la imaginación para desahogar la indignación. Ahora era distinto. Ahora quizá pudiera hacer algo realmente. Empezó a preguntarse qué alcance podían tener sus deseos—. No hay manera de convertir este mundo en un sitio mejor —dijo con profunda convicción—. Lo más útil que puedo hacer es librarlo de los que lo empeoran. ¡Neb, llegas a tiempo! —dijo al ver entrar al muchacho.
Lesley no daba crédito a sus oídos.
—¿Qué dices, Jim? ¿Es que quieres matar a la gente?
—No; sólo quiero desear que mueran.
Neb se había puesto blanco de la impresión.
—¿Lo que quieres es que dejen de respirar?
—¡Lo que me temía! —exclamó Lesley levantando las manos en ademán de desesperación—. Tu segunda juventud y la magia de tus manos... El poder se te ha subido a la cabeza.
—¡Lesley, no te apures! ¡No habla en serio! —dijo Ellie. Secretaria leal, tenía más fe en Jim que su esposa.
—Bien, no creo que se echara mucho de menos a Terry Ross —prosiguió Jim, cada vez más seguro de que matar a los malos era lo más práctico—. ¿Y tus burócratas del Ministerio de Educación? Todos esos funcionarios parásitos que no hacen nada, o nada más que daño. ¿Y los directores de empresa que despiden a la gente y se suben el sueldo? ¿Y los narcotraficantes? ¿Y el Gobierno?
—¿Has perdido el juicio? ¿Quieres matar a mansalva? —preguntó Lesley.
—¿Quién habla de matar a mansalva? Sólo quiero librar a este mundo de la gente que lo convierte en un lugar que apesta.
—Hablas de millones de seres —dijo Lesley, que era buena persona pero no una tonta.
Neb zanjó la discusión.
—Jim, me es imposible darte el poder de matar a la gente con el deseo. Ni yo mismo puedo hacerlo. Eso en mi mundo no se hace. Ya no. —Movió la cabeza con énfasis—. Lo siento, Jim, pero no puedo ayudarte.
—¡Bien! —exclamó Lesley, con alivio.
—Tienes que abandonar la idea —prosiguió Neb—. Si estás cabreado, toca el chelo. No puedes matar a la gente.
—En fin, entonces no hay esperanza para el mundo —suspiró Jim.
—¡Lo que sí podrías es hacer que la gente oliera mal! ¿Qué dices a esto? —sugirió Neb, animándose—. ¿Es éste tu segundo deseo?
38. LA PRINCESA Y LA DONCELLA
LA PRIMERA PERSONA de la que se tuvo noticia de que fuera atacada por la enfermedad que pronto se convertiría en epidemia mundial fue la princesa Latifa Jaalver. La princesa Latifa se trasladaba a Londres cada vez que su marido tomaba una nueva esposa o concubina, cosa que solía ocurrir una vez al año, y residía durante varios meses en su casa de Holland Park. Todos los días, el chófer la llevaba a Sainsbury's o a Harrod's en un Rolls-Royce blanco.
Una tarde de primeros de marzo, una semana después de que Lady Margaret echara de casa a su marido por lo mal que olía, la princesa Latifa estaba admirándose en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Era una mujer pequeña, de treinta y tantos años, con una cara estrecha que ella misma encontraba poco atractiva, pero tenía unos ojos negros profundos y fulgurantes. Estaba completamente vestida y cubría todo lo que no le gustaba de su persona con uno de sus elegantes chadors de finísima seda negra. La excitaba la idea de que no se viera de ella nada más que aquel par de vivos diamantes negros. Imaginaba que reflejaban la hermosura de su alma. Y, en aquel instante de vulnerable narcisismo, la princesa vio en el espejo a su doncella filipina que la observaba por la rendija de la puerta con una sonrisita burlona.
Con un chillido de furor, la princesa se abalanzó sobre la filipina tratando de sacarle los ojos con el fino tacón de su zapato, pero sólo consiguió hacerle un agujero en la mejilla antes de que la mujer lograra huir y encerrarse en un cuarto de baño. Allí estuvo toda la noche, delirando de fiebre, porque, al no recibir atención médica, se le infectó la herida y se le hinchó y amorató el lado derecho de la cara.
DURANTE LOS CUATRO meses que llevaba a su servicio, aquella estúpida ignorante no había hecho más que poner a prueba la paciencia de la princesa. María Santos, esposa de un campesino, con siete niños en edad escolar, nunca había salido de las Filipinas y no tenía idea de lo basta que era. Era una perra criada y una perra cristiana y, sin embargo, observaba a la princesa sin el menor respeto cuando la creía distraída, y a veces hasta la miraba cara a cara, de igual a igual. No sabía cuál era su sitio. Al principio, cuando llegó al emirato, la princesa Latifa trató de educarla sin pegarla, intentó ayudarla a situarse en el nivel que le correspondía por el procedimiento de obligarla a comer del suelo de la cocina. La comida era el medio del que se servía la princesa para enseñar y corregir, era la manifestación material de su poder, y en la casa se guardaba más celosamente que el oro y las piedras preciosas. Joyas que valían millones se dejaban encima de los tocadores y en cajones abiertos, pero todos los frigoríficos tenían cerradura. Sólo la princesa titular (Latifa, cuando estaba en su residencia del emirato) tenía las llaves. Aparte del príncipe, que disponía de su propio frigorífico para sus tentempiés y bebidas, nadie, ni siquiera los otros miembros de la familia ni, en teoría, los mismos cocineros, podía tomar un solo bocado que no procediera de las graciosas manos de la princesa. Una vez la familia había terminado su ágape, los cocineros y sus ayudantes reaparecían con lo que había quedado, colocaban las cacerolas y las sartenes delante de la princesa y formaban cola con el resto de la servidumbre, aguardando, plato en mano, la generosidad de su señora. La princesa manejaba el cucharón juiciosamente y daba a cada cual lo que hubiera merecido aquel día. El príncipe, si tenía tiempo, permanecía sentado a la mesa y observaba con gesto de aburrimiento esta confirmación ritual de que el personal de la casa era mantenido entre los vivos gracias a la generosidad de la princesa.
María Santos, a quien la princesa ponía su ración directamente en el suelo de la cocina, no recibía más alimento hasta que había limpiado el suelo con la lengua. Pero la muy tozuda lo vomitaba todo. ¡Y hasta tuvo el descaro de parar al príncipe en el pasillo para quejarse!
El príncipe la escuchó un momento acariciándose la gruesa mejilla pero en seguida levantó la mano para exigir silencio.
—No vuelvas a dirigirte a mí —dijo con severidad—. Si tienes quejas, habla con la princesa. Perteneces a la princesa Latifa.
—¡Es que no puedo comer del suelo, Alteza, me dan arcadas!
El príncipe hizo una mueca de disgusto, y uno de sus asistentes apartó de un empujón a María Santos, que cayó contra la pared.
—¿No has oído lo que te ha dicho Su Alteza, de que no debes dirigirte a él? —ladró ásperamente el lacayo, antes de alejarse rápidamente en pos de su señor.
El príncipe dejaba que sus esposas maltrataran a los criados por la misma razón por la que algunos padres consienten que sus hijos atormenten al gato: quería que lo dejaran en paz. Desde su punto de vista, por supuesto, no hacía sino seguir la tradición islámica: la casa era dominio de la esposa. La práctica corrompe todos los ideales.
Lo único que conseguía María Santos quejándose al príncipe, era que le administraran un correctivo a base de bofetadas y puntapiés. Era ésta una tarea muy pesada para la pobre princesa, delicada flor del desierto que, por la noche, tenía los brazos y los dedos de los pies doloridos.
EN LONDRES, en la casa de Holland Park, había un servicio permanente compuesto por cinco personas: ama de llaves, mayordomo, cocinera, chófer y camarera. Ellos no suponían para la princesa ni el menor quebradero de cabeza: no eran asiáticos ignorantes sino británicos, sabían cuál era su sitio y servían a la princesa con reverencia, mostrándose en todo momento conscientes de su propia inferioridad y de la alta categoría de su señora. Ellos se guardaban bien de mirarla a la cara: cuando estaban en su presencia, bajaban la cabeza y doblaban la espalda. Sólo María Santos, su doncella personal, seguía creando dificultades. La princesa sospechaba que quería escapar. Había entrado en el Reino Unido con visado de transeúnte, en calidad de doméstica de la princesa Latifa y, si dejaba su empleo, sería deportada a las Filipinas. Pero muchas criadas que estaban en su misma situación dejaban a sus señores y se quedaban a vivir ilegalmente en la Gran Bretaña, y la princesa temía que María hiciera lo mismo. Por lo tanto, guardó bajo llave el pasaporte de la mujer, dejó de pagarle el sueldo para impedir que ahorrara y dio orden de que no se le permitiera salir de casa.
Un domingo, la princesa miró casualmente por la ventana y vio a María en la calle con la cocinera. «¡Detened a esa mujer! ¡Detened a esa mujer!», chilló histéricamente corriendo a las dependencias de la servidumbre.
—¡Ladrona, eres una ladrona! —siseó la princesa abofeteando a la mujer cuando el mayordomo y el chófer se la trajeron—. ¡Intentabas robarme una fortuna!
—Sólo iba a la iglesia con la cocinera.
—Es verdad, Alteza —dijo la cocinera, decidiendo hacer una buena obra, ya que era domingo.
—¿Es que pretendes insultarme? —exclamó la princesa volviéndose contra la cocinera—. ¿Quieres insultar al Profeta? —Pero se interrumpió al recordar la advertencia de su marido, de que en la Gran Bretaña el cristianismo aún era legal—. Tú puedes ir a la iglesia, no te lo impediré —dijo a la cocinera—, pero esta ladrona no va a ningún sitio.
Nada había sido robado, pero la princesa contaba la comisión pagada a la agencia de colocación de Manila y los billetes de avión de María al emirato y a Londres: de haber conseguido escapar, la filipina le hubiera robado toda aquella inversión. Aquel día, en castigo por haber salido de casa, no se le dio de comer.
Aquella noche, la princesa, cuando iba a quedarse dormida, fue asaltada por el temor de que María hubiera forzado la cerradura del frigorífico. Se tiró de la cama y bajó corriendo a la cocina. La cerradura parecía estar intacta, pero, ¿y si María se había agenciado una llave extra, había robado alimentos y se los estaba comiendo abajo, en su cuarto? Decidida a pillarla in fraganti, la princesa bajó de puntillas al sótano y arrimó el oído a la puerta, tratando de oír masticar o chupar. Pero los sonidos que oyó se parecían a los que ella misma trataba de proferir en las raras ocasiones en que su marido se acostaba con ella. ¿Por qué finge esa mujer?, se preguntó. ¿Estará con un hombre?
¿O estaba llorando? La princesa se estremeció de alegría ante la idea. Abrió la puerta al tiempo que encendía la luz. La filipina estaba en la cama, sola; tenía la cara colorada pero no lloraba, y respiraba como si hubiera estado corriendo.
—¿Qué haces?
La criada sacó las manos de debajo de la manta y no contestó.
La princesa Latifa se acercó a la cama y levantó la mano amenazadoramente.
—¿Qué hacías? ¡Contesta!
—Me siento muy sola —dijo hoscamente la doncella, sin mirarla—. No me dejó ir a la iglesia.
—¡¿Por qué no tienes hambre?! —preguntó la princesa con acento acusador.
—No tengo hambre —fue la obstinada respuesta.
La princesa, con viva repugnancia, salió corriendo de la habitación. Su familia había llegado al emirato procedente del norte de África y observaba las viejas tradiciones, por lo que a Latifa se le había extirpado el clítoris cuando era niña. A ella no le importaba: estaba orgullosa de su cuerpo purificado, libre de un engorro que hacía a otras mujeres susceptibles a la lujuria animal. Ella estaba por encima de esas cosas y se sentía muy satisfecha. Experimentaba goces sensuales más refinados, como el que le proporcionaba su perfume francés, el más caro que existía. Nunca olvidaba darse un toque en los lóbulos de las orejas y en la nuca antes de ir de compras a Sainsbury's, escoltada por el chófer y la cocinera. Se sentía húmeda de placer cada vez que veía que a un hombre se le iluminaba el semblante y le tremolaba la nariz al olfatear el aire al paso de su velada persona. Su inmunidad al frenesí de la sensualidad y su facultad para deleitarse sólo con aquel leve cosquilleo de placer —y, además, a distancia: ante todo, comedimiento— era, a los ojos de la princesa Latifa, lo que la hacía superior tanto a las princesas inglesas como a las otras esposas de su marido.
No la tentaban las prácticas antinaturales; ni siquiera le interesaban. Pero el descubrir que su doncella tenía un medio para olvidarse del castigo la tuvo despierta toda la noche. De todos modos, al ver en días sucesivos a María cohibida y temerosa y con la mirada baja, la princesa se apaciguó y empezó a pensar que la filipina, más que insolente era una estúpida que en realidad la respetaba más de lo que era capaz de demostrar. Y hubo paz entre las dos hasta que la princesa Latifa sorprendió aquella sonrisita burlona en el espejo, perdió los estribos y trató de sacar los ojos, desfigurar y matar a la mujer.
Por la mañana parecía que lo había conseguido. Cuando, finalmente, María salió del cuarto de baño, tenía una cara tan monstruosa que, a pesar del miedo que les inspiraba su señora, los otros criados no se atrevieron a impedir que saliera a la calle. Al fin y al cabo, estaban en Londres y, aunque temían a la princesa, también temían a la policía.
María Santos consiguió recorrer sólo una distancia muy corta con su paso vacilante antes de caer delante de otra mansión de Holland Park, cuya puerta abrió un compatriota que la levantó del suelo y la entró en la casa.
39. LOS APESTOSOS
LOS BUENOS CRIADOS tienen nariz leal. Por mal que huelan sus señores, no se dan por enterados. La servidumbre de la princesa Latifa le preparó y sirvió el desayuno con su habitual solemnidad y esmero, evidenciando por su manera de doblar la espalda que se sentían muy honrados de encontrarse en su presencia.
Tampoco el olfato de la princesa Latifa detectó nada anormal. Una de las particularidades de la nueva enfermedad era la de que los afectados no se daban cuenta de lo que les ocurría. En palabras de un informe aparecido en la revista médica británica The Lancet, «los aquejados no advierten su fetidez, ellos no se huelen, tienen que decírselo las otras personas».
La princesa Latifa, que no tenía idea de su lamentable afección, sólo estaba contrariada porque su doncella filipina había escapado «robándole» el desembolso que había hecho para contratarla. Después del desayuno, fue a Harrod's, y causó una desbandada general en los grandes almacenes. Los compradores, los vendedores y los guardias de seguridad salieron corriendo del edificio, dejando los mostradores sembrados de fastuosas mercancías, a disposición del que se parase a cogerlas. Pero nadie se paraba. Cientos de personas pasaron disparadas por la sección de joyería sin mirar siquiera la pulsera de brillantes de diez mil libras que un dependiente estaba enseñando a un cliente y que dejó caer en el mostrador cuando él y el cliente escaparon. La princesa pensó que el pánico se debía a un incendio o a una amenaza de bomba del IRA y huyó a su vez.
En aquel momento, nadie la había identificado todavía como fuente del hedor asfixiante, no obstante lo cual aquel día los periódicos hablaron de ella. La última edición del Evening Standard, que salía a las cinco de la tarde, publicaba una foto de la cara desfigurada de María Santos y un artículo acerca de su señora. Pero la princesa no leía los periódicos de Londres y no se enteró de que ocurría algo anormal hasta que fue al banco al día siguiente.
Nicole Lebas, corresponsal de Le Fígaro en Londres, que había seguido al Rolls-Royce de la princesa hasta el Barclay's Bank de Knightsbridge con la esperanza de conseguir una entrevista, fue testigo del tumulto que se originó en el banco. Ello tuvo como consecuencia que —aunque parezca increíble— un periódico de París publicara un artículo elogioso sobre los británicos. He aquí la traducción del francés:
¡Hay que descubrirse ante los ingleses!
Por Nicole Lebas.
Se les ha llamado una nación de tenderos, pero el dinero no lo es todo para los ingleses. En el día de ayer, la princesa Latifa Jaalver, miembro de la inmensamente rica familia Jaalver, fue expulsada del Barclay's Bank de Knightsbridge, dans le West End, después de que los diarios de Londres publicaran la fotografía de una criada filipina con la cara terriblemente desfigurada e hinchada, después de que la princesa le desgarrara la mejilla con el tacón de aguja de su zapato. Esta corresponsal se encontraba casualmente en el banco en aquel momento y fue testigo de la dramática escena, que fue toda una lección de solidaridad con el débil. No sé cómo pudo ser reconocida la princesa, que se cubría con un chador del que sólo asomaban los ojos; lo cierto es que, nada más entrar ella en el banco, cajeros y clientes manifestaron su horror. En un primer momento, quedaron paralizados, como si hubieran echado raíces en el suelo, pero en seguida varias personas se abalanzaron sobre la princesa y la empujaron hacia la salida. El chófer trató de acudir en ayuda de su señora, pero también él fue expulsado del banco. Los clientes y los empleados gritaban:
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!
Llegó el gerente con las llaves de la puerta principal y, cuando la princesa y su chófer estuvieron en la calle, cerró el establecimiento y no volvió a abrirlo hasta que el Rolls-Royce blanco desapareció. Consultando después los archivos, esta corresponsal pudo averiguar que la familia de la princesa tiene más de cincuenta millones de libras esterlinas en el Barclay's Bank. Ello no obstante y pese a la casi seguridad de perder tan considerable depósito, el gerente y el personal del banco no pudieron reprimir un arrebato de coraje. Por lo visto, con toda su flema, los ingleses no son inmunes a la justa indignación. ¿Haríamos nosotros otro tanto? ¡Repito que hay que descubrirse ante los ingleses!
Este bello tributo se debe a una enfermedad que Nicole Lebas padecía sin saberlo: anosmia. A consecuencia de una infección de las vías respiratorias superiores, Nicole Lebas había perdido el sentido del olfato y, por consiguiente, tampoco ella podía oler a la princesa. Pero la mayoría de la gente la olía, y el hedor que emitía dondequiera que estuviese fue causa de ciertos comentarios que en nada favorecían la tolerancia religiosa. De hecho, al día siguiente, la epidemia no se propagó por entre las comunidades musulmanas de la Gran Bretaña, sino por Whitehall, Westminster, los tribunales de justicia y los ayuntamientos de todo el Reino Unido. Entre sus hediondas víctimas se contaban miles de asistentes sociales, concejales y consejeros. Terry Ross, que por fin había podido volver a casarse, fue expulsado de su casa también por su segunda esposa. Y ni siquiera tenía una amiguita.
La revista satírica Prívate Eye apuntó la posibilidad de que el mal olor se debiera al mal carácter de los afectados, sugerencia que se consideró de muy mal gusto, especialmente cuando la misteriosa enfermedad se convirtió en epidemia mundial que hacía estragos en ciudades tan distantes entre sí como Madrid, Estocolmo y Toronto. No se tardó en dar noticia de brotes en todas las grandes ciudades de Europa y América.
En un principio, se pensó que la enfermedad podía estar causada por los gases de los coches, y se cerraban a la circulación calles y más calles. Luego, cuando se supo que los funcionarios que trabajaban en grandes oficinas modernas parecían especialmente vulnerables, los especialistas manifestaron la opinión de que la nueva plaga, al igual que la legionela, podía propagarse por los sistemas de aire acondicionado. La verdadera causa era inconcebible, y no se sospechó durante varios meses: Jim daba la vuelta al mundo deseando que la fetidez afectara a todos los funcionarios que cobraban de los fondos públicos más de lo que realmente valían sus servicios. Washington y Bruselas, la capital del nuevo superestado europeo, parecían ser las ciudades más afectadas: el aire de aquellas infortunadas urbes estaba impregnado de las emanaciones más pestilentes que jamás hayan ofendido una pituitaria.
La hipótesis de que la epidemia tuviera relación con el aire acondicionado fue desechada cuando unos periodistas informaron de que por las filas del ejército serbio en Bosnia se extendía un olor nauseabundo. Salvo los generales, pocos oficiales y soldados serbios habían pasado mucho tiempo en ambientes climatizados. Se sabía, eso sí, que los apestosos habían participado en la matanza de la población musulmana, y que todos los asesinos de mujeres y niños sin excepción despedían un olor que tumbaba de espaldas. Empezó a esbozarse una nueva teoría, que fue corroborada por las noticias de las guerras de África. Los hutus y los tutsis de Ruanda-Burundi, que se quemaban las aldeas unos a otros, exhalaban un olor tan repelente que ponía en fuga hasta a los animales de la jungla.
Pero, ¿asesinaban a mujeres y niños los narcotraficantes colombianos? Éstos eran delatados a la policía por las emanaciones que escapaban por las puertas y ventanas de sus lujosos escondites. También empezaron a apestar ciertos prestigiosos editores londinenses, personas que no tenían las manos manchadas de sangre ni traficaban en mercancía más letal que libros aburridos. Sólo Jim sabía que aquellos editores no habían contestado a las cartas de Lesley ni le habían devuelto los manuscritos.
Finalmente, se comprobó que los apestosos procedían de los ámbitos más diversos, y minuciosos estudios revelaron que el único denominador común, salvo unas cuantas excepciones desconcertantes, era que se trataba de individuos que ya eran repelentes antes de empezar a oler. Fue ganando terreno la opinión de la revista satírica: el mal olor salía de la mala gente. A pesar de todo, la clase médica seguía mostrándose contraria a la hipótesis. Las publicaciones científicas señalaban que, si bien se sabía que el rencor, la codicia, la envidia y el odio figuran entre los factores que contribuyen a la hipertensión y la trombosis coronaria, nunca se había dado ni un solo caso en el que el carácter de un individuo afectara a su olor corporal.
Pero no todo fueron inconvenientes en aquella epidemia. Se eliminaron la mayoría de las plazas inútiles de los servicios de Sanidad y Educación: los burócratas no soportaban tener que olerse unos a otros y se marchaban. Muchos apestosos se trasladaban al campo, para pasar inadvertidos, con lo que mejoró sensiblemente la calidad del aire de las ciudades.
La primera señal de que la enfermedad no era incurable se detectó por el caso de una delegada regional de Sanidad que había robado millones a los hospitales de su demarcación. El robo no había sido descubierto y nadie sospechaba de ella, pero el olor echó de su lado a todos sus amigos y conocidos y la mujer cayó en una profunda depresión que le impedía disfrutar de sus riquezas. Al fin se presentó voluntariamente en la comisaría de policía más próxima, confesó su delito y dio a la policía la lista de los bancos en los que había depositado el dinero. Inesperadamente, mientras esperaba el juicio, dejó de oler. ¿Fue coincidencia? ¿O existía una relación? Al principio, nadie estaba seguro, pero ella no fue la única que se curó. Algunos de los apestosos trataban de hacerse agradables a los demás, para compensar su repulsivo olor. Estaban tan ansiosos de compañía que empezaron a mostrarse considerados y respetuosos con sus semejantes. Ciertos portavoces dejaron de fastidiar al personal con sus mentiras descaradas. Se hablaba de ejecutivos que se habían bajado el sueldo y de ministros que hacían sus desplazamientos a pie. Muchos abogados cambiaron de actividad. Algunos borrachos hediondos dejaron de beber y de pegar a sus hijos...
Muchos de los malolientes reformados se curaron por completo; otros olían de un modo menos ofensivo. Poco a poco, se puso de manifiesto que el camino hacia la curación pasaba por la regeneración moral. No obstante, los órganos legislativos de todo el mundo asignaron miles de millones de dólares a la búsqueda de un remedio menos oneroso y de más fácil aplicación. Urgía encontrar una terapia simple para la enfermedad, según dijo un senador de los Estados Unidos, si se quería que la vida en la Tierra volviera a ser tolerable.
El primer objetivo de los investigadores debía ser la identificación del origen de la plaga. ¿Cómo podía una cosa tan intangible —para no decir insondable— como el carácter de una persona empezar de repente a generar un hedor? ¿Qué virus, qué bacteria, qué gen asociaba el mal carácter con el mal olor? Para eliminar el agente del cambio había que empezar por identificarlo.
Huelga decir que los investigadores no encontraron en sus laboratorios ningún indicio que los condujera hasta James Taylor. A pesar de la perturbación que éste estaba causando en el mundo, su vida y la de su familia se mantuvo relativamente apacible hasta bien entrado el verano. Lesley se sentía desconsolada sin sus alumnos, la escuela y la rutina cotidiana de las clases, pero el hijo que crecía dentro de ella la salvó de la depresión.
40. UNA LEY INMUTABLE
LA PRIMERA PERSONA que señaló con el dedo a James Taylor fue Ward Banting, el multimillonario dueño de cierto yate.
Aquel día de enero, cuando acababa de pagar ciento veinte millones por tener diez años menos, Banting aún se sintió como un anciano. La idea de haber gastado tanto dinero en pocos minutos le hacía verse como un viejo idiota al que cualquiera podía embaucar. Y la imagen de Amanda Minton, con su melena oscura oscilando sobre sus hombros y sus sonrisas invitadoras, le producía un hastío indescriptible.
Pero pronto se fue la jaqueca, y Amanda Minton se fue también. La desembarcó antes de que el Challenger zarpara del puerto deportivo de isla Magdalena. Mientras costeaba por el Golfo, rumbo al sur, anclando en bonitas playas, Banting descubrió que podía nadar durante una hora seguida sin cansarse. Y dormía ocho horas seguidas cada noche. La pérdida de los ciento veinte millones le afligía cada vez menos, a medida que se sentía más joven y fuerte en nuevos y variados aspectos. En la playa de Cayo Hueso encontró a una nueva amiga, y emprendió un crucero paradisíaco. Desechó la caja de las jeringuillas y el mejunje que se inyectaba en el pene; ya no los necesitaba. Para un hombre joven de cuarenta y ocho años, el sexo era diversión, no desafío.
¡Y podía comer de todo! Harto de ensaladas, ahora se regalaba con aquello que más le apetecía, salsas y cremas, pasteles y golosinas, sin que la báscula se enterara. ¡Qué gusto daba quitarse diez años de encima! ¡Nunca había sentido algo parecido!
Ni él ni nadie.
Era un placer exclusivo, lo que lo hacía doblemente grato. Banting siempre había estado convencido de su superioridad respecto de la gente corriente, pero ahora —después de un almuerzo delicioso y abundante, cómodamente sentado en su sofá de piel color crema, con una copita de licor en una mano y el otro brazo alrededor de Tessa— ni el mismo rey de Arabia Saudí hubiera merecido de él más que un gesto de condescendencia: «¡Pobre tío!»
Indudablemente, había hecho un buen negocio, y estaba muy satisfecho de sí mismo por no haber comprado más que diez años. Aún le quedaba bastante dinero para disfrutar de la vida, y cuarenta y ocho años era la edad ideal para hacerlo. No le hubiera importado quedarse para siempre en los cuarenta y ocho.
La vida fue perfecta hasta una noche de últimos de julio, en que Tessa, sintiendo que entre ellos empezaba a existir una verdadera compenetración, le preguntó cuál era su signo del Zodíaco. Ella era Libra, ¿y él? Escorpión, respondió. «Vaya, el que sigue al mío. ¿Qué día naciste?», preguntó, muy animada, arrimándose contra él. El cuatro de noviembre, pero Banting no sentía deseos de decirlo. Estaba pensando que dentro de tres meses cumpliría los cuarenta y nueve. Uno más, y cincuenta.
A la mañana siguiente, Ward Banting descubrió, angustiado, que estaba peor de la vista. Ya no se quitó las gafas para nada y empezó a examinarse atentamente. Perdía pelo. ¡Y empezaba a engordar otra vez! Ya no podía darse un banquete sin aumentar un kilo. No tenía sosiego, no podía dormir. Le atormentaba pensar que, dentro de nueve años y nueve semanas, volvería a tener cincuenta y ocho años.
Cada día que pasaba era una tragedia.
Al cabo de un tiempo, empezó a desear no haberse tropezado con el osteópata. Llegó a ponerse tan insufrible que una mañana, cuando el Challenger estaba anclado en Coconut Grove, Tessa abandonó el yate sin dejar señas. Al descubrir su marcha, Banting voló a Londres el mismo día.
En sus intentos por acercarse al osteópata, no pudo pasar de las dos secretarias, Ellen Singer y Emily Chalmers, que estaban al frente de sus oficinas del Arca. El detective privado contratado por Banting trató de sobornar a todos y cada uno de los miembros del personal de Jim, para conseguir el número de teléfono o la dirección particular de su jefe, pero no pudo averiguar sino que a todos ellos se les ofrecían sobornos a diario, inútilmente. Estaban muy bien pagados y tenían contrato de trabajo vitalicio, salvo en caso de mala conducta, además de una pensión de jubilación equivalente al sueldo íntegro, ajustada automáticamente al coste de la vida. Y, si caían gravemente enfermos, no tenían más que avisar a Ellen Singer, y el jefe les daba un abrazo.
Banting rabiaba al pensar que la legión de empleados, la dirección secreta imposible de obtener y todas aquellas barreras insalvables, habían sido compradas con su dinero. Finalmente, se vio reducido, al igual que todos los demás, a escribir cartas a la oficina de Taylor. «Veo que hace buen uso de sus bien ganados honorarios —escribía en su primera carta—. Deseo aceptar su oferta de ampliar el tratamiento. No quiero turbar su intimidad, que me parece un lujo indispensable, pero estoy seguro de que una entrevista de media hora ha de resultarle tan beneficiosa como nuestro primer encuentro. O tal vez más. Estoy abierto a todas las sugerencias.» Indicaba la dirección de su pied-á-terre de Mayfair y los números de sus teléfonos normal y celular, «a fin de que usted o uno de sus empleados puedan localizarme a cualquier hora del día o de la noche». Una semana después, escribió otra carta en el mismo tono.
Entretanto, Stanley Rosenfeld había investigado el pasado de Ward Banting. A los cuarenta años, Banting había fundado en Nueva York su propia sociedad de inversiones, la Worldwide Trust, que llegó a manejar miles de millones. Cuando fue denunciado, seis años después, había ganado más de dos mil millones con una variedad de especulación fraudulenta consistente en comprar acciones a su nombre, hacer subir el precio vendiéndolas caras al trust y dejar tirados a sus inversionistas, cuando caía otra vez la cotización. Fue procesado y sentenciado a tres años de prisión, reducidos posteriormente a dieciocho meses, que cumplió en un centro deportivo y de recreo denominado «correccional» en el falaz léxico oficial. También fue condenado a pagar una indemnización de mil quinientos millones, a pesar de lo cual, después de pagar a sus abogados, aún le quedaron varios cientos de millones. Y es que Nueva York recompensa la iniciativa, y al que es lo bastante avispado como para robar miles de millones siempre le deja lo suficiente para que pueda vivir sin agobios.
No obstante, Banting recibió al fin su justo castigo. Jim no se perdonaba el haber rejuvenecido a un estafador sin entrañas (él conservaba intactos sus escrúpulos) y no quería tener más tratos con aquel individuo. Ya había regalado casi todo el dinero de Banting (eran más las peticiones de ayuda económica que las de salud o juventud) y, para hacer nueva provisión, encargó a Stanley Rosenfeld que examinara las peticiones de los millonarios ancianos o enfermos, a fin de seleccionar a unos cuantos a los que Jim pudiera tratar sin remordimientos. Algunos se encontraron, principalmente actores e inventores, pero Stanley tenía que buscar mucho.
De todos modos, aparte de los pocos millonarios a los que trataba por dinero, Jim dedicaba casi todo el tiempo a visitar hospitales infantiles. Por lo que Banting, aunque no hubiera sido un estafador, tampoco hubiera tenido probabilidades de verle, pese a permanecer en Londres varias semanas y seguir bombardeando el Arca con el teléfono y el fax. Cada fax era más cortés, más humilde y, finalmente, más desesperado que el anterior. «¡Usted, que un día me ayudó, ayúdeme otra vez! —escribió en el penúltimo—. No me tome a mal el no haber aceptado su oferta inmediatamente. Recuerde que acababa de sufrir un infarto y tenía mermadas las facultades mentales. No puede dejarme entrever una vida nueva y luego negarse hasta a hablar conmigo. ¡No puede hacerle eso a un ser humano!» (Banting ya empezaba a verse a sí mismo más como ser humano que como todo un hombre.) «Esto es un tormento. Peor que un tormento. Si un día me ayudó, ¿por qué ahora no? ¿Qué ha ocurrido...? Todo lo que tengo, valores, depósitos, el Challenger, las casas, los apartamentos... puede ser suyo... Lo digo en serio...» Después de esto, durante varias semanas, no hubo noticias de Banting: evidentemente, ya había desesperado. Luego llegó otro fax, éste, de Florida: «Cochino sádico, yo en su lugar no dormiría tranquilo. ¡Dios le castigará!»
EN REALIDAD, JIM dormía bien. En el gran esquema de sus intenciones de mitigar sufrimientos y aislar a la mala gente (ya que liquidarla no podía) incidían poco las amenazas de muerte y las molestas precauciones que suponía vivir escondido. Aunque había amenazas que le indignaban, ninguna llegaba a preocuparle seriamente. Tampoco le quitaban el sueño las consecuencias que pudiera acarrearle el dar mal tufo a malvados poderosos. Era joven, podía hacer prodigios e iba a ser padre. ¿Qué podía preocuparle? Nadie sabía dónde vivía; sólo hablaba con su despacho desde el aerocoche; y nadie sospechaba que tuviera algo que ver con la epidemia del mal olor. Ni él mismo acababa de creerse que pudiera hacer oler mal a cualquiera dentro de su radio de influencia de ochenta kilómetros, y no le parecía posible que alguien pudiera atribuir tal poder ni a él ni a nadie. Desgraciadamente, Jim no pudo sustraerse a una de las leyes inmutables que gobiernan el destino humano: la verdad siempre acaba por salir a la luz, aunque sea por medio de una mentira.
ERA WARD BANTING el que no podía dormir por la noche. Sufría como un condenado, de tal modo que hasta empezaba a creer en Dios, y un día se convenció de que Dios le había enviado una señal.
Una noche de agosto, en el boletín de noticias, vio un reportaje sobre la misteriosa curación de todos los pequeños pacientes de la sala de cáncer de la sección de pediatría del Northwestern University Hospital de Evanston, Illinois. Los niños decían que un médico joven, con bata blanca, al que no habían visto nunca, había entrado en la sala y les había tomado el pulso o palpado la piel. La dirección del hospital no tenía idea de quién podía ser el joven médico, pero Banting, sí. A la noticia de los niños seguía otra de unos maleantes que habían atracado a unos ancianos en un centro comercial situado cerca del hospital de Evanston. Al parecer, los atracadores habían empezado a exhalar inmediatamente un olor fétido, con lo que se habían convertido en las últimas víctimas de la epidemia de las que se tenía noticia. Esto fue para Banting una revelación divina. Sin duda, era la primera vez que alguien asociaba las dos grandes noticias del año.
Al día siguiente, el Miami Herald publicaba una entrevista con Banting, realzando en gruesos caracteres sus declaraciones de que: «El hombre que me rejuveneció, el hombre que cura a la gente imponiéndole las manos, es el único que puede hacer también que la gente huela mal. ¡Yo acuso a James Taylor!» Todas las noticias relacionadas con la epidemia eran recogidas por los periódicos de todo el mundo, pero la afirmación de Banting no tardó en ser relegada a las páginas interiores: al fin y al cabo, no era más que una suposición, y completamente inverosímil.
De todos modos, la acusación de Banting dio una idea a Amanda Minton, que la leyó en Nueva York. Ella trataba de abrirse camino como modelo, y vio en ello la posibilidad de hacerse una muy necesaria publicidad y, al mismo tiempo, vengarse del que había desbaratado su relación con un hombre rico. Amanda, que contaba con un buen agente de publicidad, convocó una rueda de prensa y acudió a los programas de entrevistas de la televisión para anunciar que había tenido una relación sentimental con James Taylor en Florida, y que había sido maravillosa. «Jimmy» le había dicho que podía hacer oler mal a las personas sólo con desearlo. «Supongo que hace eso porque es desgraciado», comentó en tono compasivo. Nadie hubiera podido aparentar mayor inocencia que la Minton mientras acusaba a Jim de provocar una epidemia. Estaba magnífica en televisión, los periódicos publicaron unas fotos suyas sensacionales, y su versión tuvo mucha resonancia.
Afortunadamente para Jim, las autoridades de los países en los que él actuaba, asesoradas por profesionales, no lo tomaban en serio, lo consideraban un simple «curandero», la mayoría de cuyas supuestas curaciones y milagros eran pura ilusión, y tampoco dieron crédito a las declaraciones de Amanda Minton. Pero había personas más crédulas, y la próxima vez que Jim fue al Arca, un joven bien vestido que esperaba en el vestíbulo se desabrochó la americana, sacó un arma automática de fuego rápido y le disparó una docena de balas.
41. AMISTAD CREATIVA
DURANTE LA PRIMAVERA y el verano, Neb hizo progresos tan asombrosos que John Eliot Gardiner, al verle dirigir su concierto de prueba en el Royal College, lo tomó en calidad de alumno y ayudante, un honor excepcional, ya que el gran director no tenía tiempo para la enseñanza. La gente empezaba a hablar de aquel muchacho pelirrojo y larguirucho como de un superdotado. Para ellos, desde luego, era Gary Clearwater, el joven prodigio llegado de los Estados Unidos.
Sólo a Ellie Singer se había confiado el secreto de su verdadera identidad y ella, que no tenía más familia que una pared de fotografías, concibió hacia aquel turbulento adolescente un afecto mayor que el que sentía por él la propia Lesley. Neb, al verla tan buenaza y sentimental, le dijo que había escapado del Centro del Universo porque también era huérfano y no tenía a nadie que le quisiera. «¡Pobre Gary, pobre muchacho!», gemía él cuando Ellie no estaba, remedando su gesto de tristeza y su voz compasiva; y luego se tumbaba en el suelo pataleando de risa.
—¡Y la pobre Ellie que cree que la quieres! —protestaba Lesley moviendo la cabeza con aire de reproche.
—¡Si la quiero! Es sólo que la encuentro muy graciosa.
—Espero que te des cuenta de lo mucho que trabaja por ti.
Todos los meses, Ellie recopilaba para Neb cientos de calendarios musicales, y él asistía a los conciertos más atractivos, dondequiera que se celebraran, a los que acudía en su propio aerocoche. Para orientarse, llevaba un holograma del mundo en el salpicadero, en el que parpadeaba un indicador de situación. Él no tenía que preocuparse de si las montañas que estaban debajo eran Suiza o los Pirineos; Jim tuvo que copiarle el sistema. El aerocoche de Neb era un Volvo furgoneta, con espacio suficiente para los instrumentos, partituras y grabaciones que adquiría en sus viajes. En la gran casa de Holland Park, Neb disponía para él solo de las dos plantas superiores, donde podía ensayar hasta la madrugada con su Steinway y familiarizarse con sus otros instrumentos y su creciente colección de partituras y compactos. En aquellos dos pisos, y con la misma avidez que un conquistador español amasando el oro de los incas, reunía los tesoros musicales de la Tierra.
Su talento, su dedicación y su extrema juventud (que era una excelente baza publicitaria) hicieron de él un solista y director invitado muy solicitado. «Ese muchacho llegará muy lejos», decían los músicos, sin sospechar que aquel muchacho llegaría tan lejos como para dar a conocer la música de la Tierra en los confines del universo.
NEB YA NO PENSABA que Lesley fuera la mujer más hermosa del universo; se enamoraba de todas las grandes cantantes e instrumentistas que conocía. En Roma se entusiasmó por Cecilia Bartoli y por Rossini al mismo tiempo. En La Fenice de Venecia descubrió a Anna Sophie Mutter, que lo enloqueció con su arte interpretativo y con sus hombros desnudos. Aquella noche, Neb no regresó a Holland Park hasta casi la una, y Lesley, intranquila, lo esperaba levantada. Él estaba perfectamente, pero tenía el pelo, las cejas y las espesas pestañas de un brillante castaño dorado.
—¡No me digas nada, déjame adivinar! —dijo Lesley otra noche al verle volver de un concierto en el Wigmore Hall—. Has oído a Jessye Norman.
—Fallaste. Kathleen Battle —le respondió el atractivo muchacho negro.
Los enamoramientos de Neb favorecieron el desarrollo de una perfecta amistad entre él y Lesley. En cuanto dejó de soñar con seducirla, pasaban juntos muy buenos ratos mientras Jim estaba fuera curando a la gente o haciéndola oler a rayos. Neb le mostraba sus últimas adquisiciones, ponía las baladas country and western y las canciones gospel que había traído de Estados Unidos y le pedía su opinión sobre su interpretación del concierto para piano de Chopin que iba a tocar con la Sinfónica de Birmingham en Valencia.
Y Lesley le demostraba una tan apasionada curiosidad que a él le encantaba hablarle de la vida en su planeta. Desde que le diera el poder de leer el pensamiento como regalo de cumpleaños, podían mantener largas conversaciones sin decirse ni una palabra. Si hablaban en voz alta era sólo por el placer de oír cada uno la voz del otro.
Lesley se llevó una sorpresa cuando se enteró de que en el Centro del Universo el trabajo de los niños no sólo no era ilegal sino obligatorio. Los niños y los adolescentes tenían que hacer dos horas diarias de servicio a la comunidad; de los doce a los dieciocho años, eran reclutados para recoger papeles y envases usados en las calles y en los parques y arrancar hierbas de los parterres en los jardines públicos. Esta práctica estaba avalada por el principio de que un trabajo físico moderado fomenta la autodisciplina y el sentido de responsabilidad, y de este modo los jóvenes se sentían mejor dispuestos a arreglar su propia habitación en casa. Lesley quedó tan fascinada por la idea que tomó nota de ella y, una vez empezó a escribir, ya no pudo parar.
DESGRACIADAMENTE, ha tenido que suprimirse la que hubiera sido la parte más interesante e instructiva de este libro, porque ya la escribió Lesley Taylor. Mientras esperaba el nacimiento de la criatura, ahora que ya no daba clases, se mantenía ocupada escribiendo todo lo que le contaba Neb. La vida en un planeta lejano, trágicamente inacabada y publicada con los últimos capítulos en forma de esbozo, hace, no obstante, una descripción detallada del Centro del Universo y sus gentes, su sistema social, su política, sus escuelas, su religión y sus ciento veinte leyes. Éste era el número máximo autorizado: los legisladores no podían dictar una nueva ley sin rescindir una vieja, porque creían que demasiadas leyes son contrarias al orden público.
Después del gran alivio que sintiera Lesley al ver que Neb no podía ayudar a Jim a matar con el deseo porque su gente ya no tenía tal poder, no pudo reprimir su asombro al enterarse de que en el Centro del Universo existía la pena de muerte, aunque para un solo crimen: el abuso de un cargo público. Mientras que en la Tierra la lista de los criminales ejecutados está compuesta principalmente de pobres e ignorantes, en el Centro del Universo, la mayoría de los infortunados reos de muerte eran miembros del Gobierno. La crueldad del sistema judicial iba más lejos: los políticos que no cumplían sus promesas electorales eran torturados. Y no existía auténtica democracia. El derecho al voto estaba limitado a los ciudadanos que eran capaces de reírse de sí mismos, ya que se consideraba que sólo ellos eran poseedores de sano juicio...
Pero todas estas cosas y muchas más pueden encontrarse en el libro de Lesley Taylor que (dentro de los límites de lo que podía aprender de Neb) hace una descripción clara y precisa de la sensata manera en que los habitantes del C del U resuelven el conflicto entre el poder de realizar sus deseos individuales por un lado y la paz y la justicia sociales por el otro. Relata cómo entre ellos Jesucristo estaba mucho mejor tratado que entre nosotros y cita algunos de sus fallos en su calidad de Presidente del Tribunal Supremo. Su libro explica todo lo que en un principio le parecía desconcertante o incomprensible en nuestros lejanos parientes: por ejemplo, cómo, a pesar de su poder para realizar sus deseos, siguen envejeciendo y muriendo. Describe sus plantas y animales, sus ropas y sus casas, su comida y su bebida, sus peculiares modales y sus costumbres, además de otras cuestiones a un tiempo interesantes y útiles. Varios críticos y lectores consideran la obra una nueva Utopía y elogian la fértil imaginación de la autora, pero en realidad hasta el último detalle que se relata en el libro se debe a Neb.
Lástima que La vida en un planeta lejano, al igual que Literatura en la clase y Por la madriguera abajo no se publicaran y obtuvieran el elogio de la crítica y la popularidad hasta que la autora ya no estaba entre nosotros para disfrutar de su éxito.
42. LA MÚSICA DE LAS ESFERAS
SI PENSAMOS QUE JIM había dado a medio mundo motivos para odiarle, es sorprendente que le durase tanto la suerte. El atentado del vestíbulo del Arca no fue un éxito completo. Jim, que leyó la pantalla mental del pistolero, dispuso de una fracción de segundo para lanzarse al suelo antes de que las balas surcaran el espacio en el que había estado su cuerpo. Quedó tendido en el suelo, sangrando, y el asesino, seguro de haber cumplido su misión, se dirigió hacia la puerta.
Dos de las balas alcanzaron a Jim, una le fracturó el omóplato derecho y la otra le arañó el cuero cabelludo. Aunque aturdido y paralizado por el dolor, Jim no por ello dejó de contraatacar: ¡Hiede, cerdo, hiede!, deseó. El elegante, frío e impasible asesino salió del edificio sin sospechar la vida de soledad que le aguardaba.
Aunque herido y sangrando, Jim seguía sin creer que pudiera ocurrirle algo malo. Haciendo un esfuerzo, consiguió llevarse la mano derecha a la ensangrentada cabeza y luego dio la vuelta sobre sí mismo y apoyó la mano en el hombro. La sangre dejó de brotar, el hueso destrozado y la carne desgarrada quedaron otra vez enteros y el dolor se desvaneció.
El portero, que había acudido corriendo, miraba boquiabierto el charco de sangre del suelo y al joven que se levantaba como si nada.
—Lo siento, van a tener que limpiar esto —dijo; y, más irritado que colérico, se fue directamente a sus oficinas.
Encontró a todo el personal esperándole en el vestíbulo con caras de ansiedad: el portero les había puesto al corriente por teléfono. Algunos le tocaron, para convencerse de que estaba bien. Para la mayoría de ellos, Jim no había hecho nada extraordinario, pero el cáncer de mama de Emily Chalmers había desaparecido, Julia Rosenfeld, que se había roto una pierna esquiando, nunca tuvo que cojear y Jennie Fairburn, que estaba paralizada por una enfermedad de las neuronas motrices, podía volver a saltar y correr tanto como le apeteciera. Para aquellas personas que ahora le rodeaban, Jim significaba una vida sin ansiedad por el futuro.
—Por lo que más quieras, no vuelvas por aquí —le imploró Stanley Rosenfeld, sin su habitual ecuanimidad de hombre de despacho—. Pueden tener a un pistolero esperándote cada día del año.
Había otras malas noticias. Ellie había descubierto que todos los teléfonos de las oficinas estaban pinchados. Otros se quejaban de que los seguían:
—A mí también me siguen —dijo Rosenfeld—. Y a Ellie. Imagino que esperan que los llevemos hasta ti.
Stanley y Ellie estaban ideando un complicado plan para llegar a Holland Park sin ser observados, cuando los interrumpieron dos detectives de Scotland Yard que venían a interrogar a Jim acerca del atentado.
—Lo único que puedo decirles es que ese hombre llevaba una pistola muy pequeña con mucha munición —les dijo Jim.
—¿No fue usted herido?
—Juzgue usted por sí mismo. Estoy vivito y coleando.
—El portero creía que le habían dado. Tiene un agujero en la chaqueta, y está manchado de sangre.
—Un rasguño en el hombro, probablemente.
—¿Tiene inconveniente en enseñarnos el rasguño? —insistió el más joven de los dos policías, un sargento flaco y ambicioso.
—Sí que lo tengo; empiezo a estar harto de este asunto.
—Tenemos que hacer un informe, compréndalo —dijo el detective de más edad, en tono apaciguador—. ¿Observó algo especial en el pistolero? ¿Algún detalle que nos ayude a encontrarlo?
—¿Hemos de buscar a un hombre fétido? —preguntó el policía joven con una expresión perfectamente inocente.
—¡Sargento, no me dirá usted que cree todas esas absurdas bobadas de los periódicos! —respondió Jim.
¡No tendría ni la menor dificultad en creérmelas!, pensó el joven, pero no dijo nada.
—Muchas gracias por su ayuda. Nos vamos —dijo el policía mayor cerrando el bloc y guardándoselo en el bolsillo—. Por cierto, ¿dónde vive? Quizá tengamos que volver a hablar con usted.
Jim les dio la dirección de Collingham Court.
¡Mentira!, leyó en la pantalla mental de los dos policías. ¿Imagina que no hemos ido a buscarle allí? Pero se limitaron a darle las gracias y se fueron.
—Esto no me gusta nada —dijo Stanley cuando los policías se marcharon y Jim le dijo lo que pensaban—. ¡Cielos! Has hecho que huela mal todo el Gobierno y la mitad de los funcionarios del país. Si llegan a sospecharlo, tendremos que preocuparnos por algo más que un puñado de asesinos particulares.
Jim comprendió que se habían acabado sus visitas al Arca y, por si no podía volver a ver a su personal, decidió dar una fiesta de despedida.
—¡Damos una fiesta! ¡Deja lo que estés haciendo y, si es necesario, despídete de tu trabajo, pero ven cuanto antes! —Éste fue, en síntesis, el mensaje de las llamadas telefónicas que recibieron los maridos, esposas y amantes. Jim tenía por norma no rejuvenecer nunca sólo a un miembro de la pareja, a no ser que quisiera fastidiar al otro. Ellie envió a buscar pasteles y champaña y, al final de la fiesta, todos eran jóvenes.
Menos Ellie.
—Prefiero quedarme tal como estoy —decía a sus compañeros con una sonrisa radiante, convencida de que nunca contraería una enfermedad grave y que moriría a los noventa y cinco años, mientras dormía.
AQUELLA NOCHE, cuando Jim llegó a casa, no dijo a Lesley que habían intentado matarle; no quería preocuparla y, además, sabía que ella daría al incidente una importancia excesiva. Tendría que ser un poco más precavido en lo sucesivo, nada más. No ir a ningún sitio en el que se le esperara. No podría volver al Arca, pero aún podrían salir de noche. ¿Quién iba a enterarse de adonde iban?
Pero su amor a la música había trascendido más allá de lo que él suponía. Aquella misma semana, fueron a ver una representación de Fidelio en la Royal Opera y, después, entraron en un café del Covent Carden. Les tomó el pedido un camarero que llevaba un cuidado bigote, pero el chocolate con galletas se lo sirvió una bonita camarera.
Neb la miraba fijamente mientras ella les llenaba las tazas, para descubrir qué pensaba de él. Pero la muchacha pensaba en Lesley. Al instante, Neb se abalanzó sobre Lesley y le tiró la taza al suelo, salpicándole de chocolate el vestido. Jim, que aún tenía en la cabeza la música del concierto, levantó la mirada, sobresaltado y, al ver lo que ocurría, agarró del brazo a la muchacha.
—¿Qué hay en el chocolate?
Ella parecía asustada, pero sólo pensaba: ¡No soy tan estúpida como para decírtelo!
—¿Qué te ha hecho sospechar? —preguntó Jim a Neb, sin soltar a la muchacha.
—Estaba disgustada porque no le habían dicho que Les estaba embarazada —repuso Neb, limpiando de chocolate el vestido de Lesley con un simple ademán.
La muchacha se retorcía tratando de desasirse, pero ni un campeón de lucha libre hubiera podido zafarse de la mano de Jim. Doblándole el brazo, la obligó a sentarse.
—¿A qué debemos el placer? —le preguntó.
La muchacha no contestó, pero en su pantalla mental aparecieron fotos recientes de Jim y Lesley.
—¿De dónde vienes y quién te envía?
—Por favor, señor, suélteme —suplicó ella cuando al fin recuperó la voz—. Tenemos prohibido sentarnos con los clientes.
Acudió un camarero a limpiar el chocolate del suelo y recoger los fragmentos de la taza y, en respuesta a la pregunta de Jim, confirmó que la muchacha no trabajaba en el café. Fue a buscar al camarero del bigote que sí trabajaba en el café, pero había desaparecido.
Los clientes de las otras mesas los observaban con excesiva curiosidad. Entonces llegó el dueño a ver qué ocurría, y preguntó si querían que llamara a la policía.
Lo último que deseaba Jim era atraer a la policía.
—De ninguna manera, ha sido una broma —dijo, soltando el brazo de la muchacha.
La falsa camarera se levantó y salió corriendo.
Jim pagó rápidamente la cuenta y también ellos se fueron. El obeso griego dueño del café aún seguía de pie al lado de la mesa, sin saber qué pensar, cuando Neb volvió sobre sus pasos y le dijo con afabilidad:
—A propósito, no dé ese chocolate a nadie; está reforzado con cianuro.
La estupefacción que se pintó en la cara del dueño del café complació sobremanera a Neb.
—ES ABSURDO —protestó Lesley cuando iban en busca del coche—. Me niego a seguir viviendo así. Ya ni podemos entrar en un café a tomar una taza de chocolate. No podemos ir a ninguna parte sin que haya jaleo. ¿Qué haremos cuando tengamos el niño?
Tanto Jim como Neb pensaron que exageraba.
Para asegurarse de que no les seguían, Jim se dirigió a campo abierto y luego voló a Holland Park. Aterrizaron en el jardín, sin luces. Lesley no había dejado de lamentarse durante todo el trayecto.
Ni cuando estuvieron en casa los dejó en paz.
—¡Por lo menos Neb tendría que marcharse! —dijo en la cocina, mientras tomaban chocolate sin cianuro—. Esta noche me ha salvado la vida. Ha salvado al niño. Yo quiero salvarle a él. De nada servirá hacer que nos maten a los cuatro.
—A él no lo asociarán con nosotros, él no corre peligro —le aseguró Jim.
—¡Eso quisieras creer tú! —dijo Lesley—. Apuesto a que, mientras estábamos en ese café, alguien nos ha retratado a los tres juntos.
—¿Y de qué iba a servirles? —preguntó Jim, mirando al atractivo joven negro. Para no desconcertar a sus profesores y compañeros de música, Neb siempre se volvía pelirrojo y pecoso cuando aparecía como Gary Clearwater, pero durante el resto del tiempo estaba todavía en su fase de enamorado de Kathleen Battle.
—¡Hay que pensar en su madre! —insistió Lesley—. Debe de estar loca de ansiedad. ¡Imagina lo que debe de estar sufriendo!
—Pobre mamá —suspiró Neb—. ¡No me lo recuerdes!
—Jim, deberíamos decirle cuál es nuestro tercer deseo y dejarle marchar.
—¿Hablas en serio? Piensa en toda la música que va a llevarse consigo. ¡Va a dar a su pueblo toda una cultura musical! ¿Qué son las preocupaciones de una madre comparadas con el proyecto de universalizar la música?
—Eso es lo que tú piensas, Jim. Estoy segura de que Neb opina de otro modo.
Neb se levantó de la mesa bruscamente.
—Vamos a ver, ¿de qué estamos hablando? ¡Yo aún no estoy preparado para marcharme! ¡Aún no tengo todo el material que necesito! No he aprendido lo suficiente. ¡Pensad que, cuando llegue a mi casa, voy a tener que enseñarles a todos!
Lesley se sentía indignada.
—Ni tú ni Jim sabéis lo que os decís. No sabéis lo que significa tener hijos.
—¡Les, sé lo que sientes, pero me parece que no te das cuenta de lo importante que es la música de la Tierra! —exclamó Neb. Trató de explicar que, al decir que no se sentía tan lejos de casa cuando escuchaba a Bach y a Händel eso era justamente lo que quería decir. Mientras viajaba por las galaxias, su disco recogía una vibración rítmica, el mismo ritmo, el mismo compás en cada galaxia. Evidentemente, el universo tenía una «pulsación», un latido básico, y toda la gran música de la Tierra tenía ese mismo latido—. Vuestra música no es algo local como la nuestra —les dijo—. Te pone en armonía con las vibraciones de los astros.
—¡La música de las esferas! —agregó Jim.
—Y la quiero toda —dijo Neb con la ferocidad del joven que está decidido a hacer historia.
PARA TRANQUILIZAR a Lesley, Jim empezó a pasar más tiempo en casa, estudiando el chelo, ocupación que no le deparaba nuevos enemigos. Aunque dejaron de asistir a espectáculos en Londres, siguieron yendo a la ópera y a los conciertos en otras partes del mundo. De todos modos, sus salidas musicales con Neb terminaron cuando nació su hija.
Ahora para ellos no había música como los gorjeos, los gorgoritos, los arrullos, los sollozos, los chillidos, los berridos, los sorbetones y los eructos de Sylvia.
43. UN DÍA ACIAGO
ERA UNA TARDE fría y lluviosa de octubre en Londres. Las farolas de la calle se encendieron en el momento en que Jim abría la puerta de la casa de Holland Park para despedir a Ellie Singer. Había sido una visita triste, un adiós; no sabían cuándo volverían a verse. Las oficinas del Arca habían sido convertidas en una fundación benéfica que no requería la intervención de Jim: la intensa vigilancia y el acoso constante que sufría el personal hacía imposible atender a los asuntos de Jim sin delatarlo, y él tendría que volver a empezar por su cuenta o con gente a la que nadie pudiera asociar con su persona.
Si alguna vez el destino nos concede un deseo es por una vía horriblemente tortuosa. Ellie Singer se salvó, sí, del suplicio de una muerte lenta. Cuando ella y Jim llegaron a la acera, un pequeño Renault que estaba aparcado delante de la casa explotó con tal fuerza que destrozó ventanas y lanzó bloques de metal caliente en todas las direcciones. Un pesado fragmento del motor alcanzó a Ellie de lleno matándola instantáneamente.
Jim, que había escapado ileso de la bomba destinada a él, tomó en brazos a Ellie, la llevó a la casa y la dejó en el suelo. «¡La he matado yo, la he matado yo!», murmuraba, mientras trataba de enderezarle el torcido cuello con manos trémulas.
Clarita, el ama de llaves, llegó corriendo de la cocina y prorrumpió en lamentaciones en tagalo. Neb bajó del cuarto piso como una exhalación y, al ver aquel cuerpo roto e inmóvil, palideció, sacudió la cabeza tratando de dominarse y se agachó al lado de Jim, que aún tenía la mano en la gran herida del pecho de Ellie y trataba de devolverle la vida con toda la fuerza de su voluntad.
La cara de Ellie, marcada sólo por unos cortes superficiales, tenía una expresión de sorpresa, y sus ojos castaños, muy abiertos, parecían mirar fijamente algo que estaba oculto a los vivos.
A pesar de todos sus viajes por el universo, Neb nunca había visto un muerto. Puso la mano en la frente de Ellie y, al recordar cómo se había reído de ella, se levantó de un salto y, ahogándose en sollozos, corrió escaleras arriba para ir a llorar a solas.
Lesley estaba de pie cerca de Jim, grave y callada. Apreciaba a Ellie y sentía lo ocurrido, pero su egoísmo de madre le hacía pensar que también ella hubiera podido acompañar a Ellie y Jim hasta el coche, y ahora su niña estaría muerta. Contenta en brazos de su madre, Sylvia contemplaba la terrible escena con sus grandes ojos llenos de curiosidad y una expresión feliz en su carita redonda. Lesley se puso a jugar con ella, cosquilleándole en la barbilla, para que se riera, y también ella se echó a reír de un modo extraño, que hizo que Jim se levantara alarmado: era lo único que le faltaba, después del horror de ver a su secretaria asesinada en su lugar.
—Hoy en día mucha gente es asesinada con coches— bomba —dijo el policía, que encontró a los Taylor muy turbados y deseaba hacerles comprender que lo ocurrido no tenía nada de insólito—. Es moneda corriente. Algunos de los hombres más grandes de nuestra época han muerto de este modo. Rocco Chinnici, Giovanni Falcone, Paolo Borsellino... Una vez vi a Falcone, en el Palacio de Justicia de Palermo...
Esta referencia a los valerosos magistrados italianos que perseguían a los criminales entre las filas de la clase política en el poder, pese a la virtual seguridad de que ello les costaría la vida —hecha con la mejor intención, como la que anima al médico que dice al enfermo que no está cebándose en él un destino cruel, que hay infinidad de seres humanos inocentes que sufren injustamente—, hizo nacer en Lesley el invencible anhelo de vivir en un mundo en el que los coches-bomba no fueran «moneda corriente».
ES MUY TRISTE que muera una persona que deja a una familia desconsolada, pero es más triste todavía que el que se va no deje a nadie que le llore. Es como si los muertos que ya no tienen lazos con los vivos murieran de un modo más inexorable, como si nunca hubieran vivido. Estas muertes nos hacen presentir lo que será el enfriamiento del Sol, la fría eternidad en la que no quede señal de que existió nuestra especie.
El miedo a la extinción común se cernía sobre el grupo de amigos que seguían al féretro de Ellie Singer en el cementerio de Golders Green otro día frío, gris y lluvioso de Londres. Los Taylor, deseosos de proteger a Neb, le dijeron que no asistiera, pero él, que recientemente había visto a Seiji Ozawa ensayar con la Sinfónica de Boston, les acompañó con aspecto de joven japonés. Los que portaban el féretro lo depositaron en el suelo cuatro veces camino de la tumba, y cada vez que se paraban el rabino rezaba una breve oración. Jim no sabía lo que aquella oración significaba para los demás, pero para él era una protesta, una negativa a separarse, la declaración de que aquel acto se hacía por coacción; era un no a la muerte, ¡cuatro veces no!
Jim no soportaba la idea de que la familia de fotografías de Ellie acabara en un montón de desperdicios, y mandó poner en un marco a las cuatro generaciones de Singer, formando un solo retrato, representación de ochenta años de historia social. Lo donó al Museo Judío de Bloomsbury, donde está expuesto. Neb, informado por Stanley Rosenfeld, compró velas jahrzeit y prometió encender una en cada aniversario de la muerte de Ellie.
La fatal explosión hizo cristalizar todos los rumores y comentarios acerca de los misteriosos poderes de Jim, y su foto apareció en las primeras planas de los periódicos y en la televisión, primero en Londres, después en Nueva York y, finalmente, en todas partes. La policía no había terminado con Jim, como tampoco los que querían su muerte, ni los que buscaban su ayuda. Pero cuando consiguieron forzar la verja del jardín y derribar la puerta de la casa de Holland Park, los Taylor ya no estaban.
Desaparecieron después del funeral. El enorme cráter que se abrió de la noche a la mañana en el centro de Holland Park aún es un misterio.
44. ESTRÉS
—NEB, ¿DE VERDAD tardaste seis meses en llegar hasta aquí? —preguntó Lesley mientras el disco giratorio se elevaba de Holland Park en plena noche. La máquina funcionaba en modo de precrucero, sin potencia real, y la ascensión era tan suave y silenciosa que Sylvia, que dormía en su cuna, no se despertó.
Neb, a los mandos, pensó que Lesley deseaba saber el tiempo exacto invertido en el viaje para indicarlo en su libro y miró una de las esferas del cuadro de instrumentos.
—Llegué en ciento ochenta y siete días exactamente de tiempo convencional.
Lesley estaba nerviosa y triste. El miedo constante e irracional era una experiencia nueva para ella. Siempre había sido una persona valiente, pero su hija la había convertido en una cobarde. La aterraba pensar que Sylvia pudiera ser la víctima siguiente, y desde la explosión no había tenido ni un momento de paz.
—¿No podrías ir más aprisa?
—¿Más aprisa? ¡Shiiish...! —Neb emitió una serie de inarticulados sonidos de exasperación—. ¿Más aprisa de sesenta años luz a cada giro? ¡Tienes suerte de que mi padre no pueda oírte insultar a su tesoro! —Levantó la mirada de los instrumentos para ver qué pensaba Lesley y se le iluminó la cara—. ¡Ah, eso es distinto! —exclamó—. Les, no tengas miedo. Es formidable. ¡Y podrás conocer a Eoz! —Estaba tan contento que olvidó desear que la tierra y el césped volvieran a su sitio y dejó a los londinenses aquel cráter inexplicable en su parque.
Lesley le sonrió nerviosamente y recorrió la cabina con la mirada, mientras se preguntaba cómo podrían vivir durante seis meses en un espacio tan pequeño. Aparte del asiento del piloto, sólo había otros dos, parecidos a los de los coches. Ella ocupaba uno, Clarita el otro y Jim viajaba sentado en un cajón. Sus pertenencias llenaban casi todos los huecos: los instrumentos musicales, partituras, discos compactos y magnetófonos de Neb, los manuscritos de Lesley, los libros indispensables, ropa, artículos de tocador, el chelo de Jim y los aerocoches. Naturalmente, todo, a excepción de la cuna, había sido miniaturizado. Neb llevaba el Steinway en el bolsillo del pecho, cerca del corazón, y su furgoneta estaba encima del edredón de Sylvia.
El disco, en modo de espera, planeaba en silencio, mientras Neb probaba sus dotes de persuasión.
—No tenemos por qué tardar seis meses. Vine dando rodeos, buscando cosas interesantes. Si vamos a casa directamente, podríamos llegar en menos tiempo.
Quizá nosotros lo consiguiéramos, pensó Lesley. Podríamos despejar la litera y dormir por turnos, pero Sylvia es muy pequeña para hacer un viaje tan largo.
—Vamos, Les —protestó Neb—, no te preocupes tanto. Dentro de unos meses Sylvia lo resistiría perfectamente. Los críos son fuertes, sobre todo, las niñas. Sylvia me parece tan fuerte como Eoz a su edad. No hay más que ver cómo aprieta los labios.
—Neb, no digas tonterías y deja ya de tentarla —dijo Jim ásperamente.
—¿Te das cuenta de que serías el único violonchelista del C del U? —preguntó Neb, para tentar también a Jim—. ¡Podrías dar conciertos, enseñar y, si estudias un poco más, incluso tocar en mi orquesta!
Lesley miraba a Jim con ojos encendidos, y, en vista de que él no decía nada, se volvió hacia Neb.
—Tú conoces bien el camino y puedes llevarnos, ¿verdad?
—¡Desde luego! ¡Que sea vuestro tercer deseo!
Ella sentía frío y calor a la vez: podía ser ahora mismo.
—¡Vámonos ya!
—¿Ahora? —preguntó Neb, incómodo. Tenía conciertos programados en Toronto, Edimburgo y Barcelona. La verdad era que se sentía muy a gusto en la Tierra y no estaba dispuesto a marcharse tan bruscamente.
Clarita les miraba aterrada. Los sucesos del día y aquella extraña máquina que había salido de debajo de la hierba la habían trastornado, y ahora pensaba que iban a secuestrarla. Nadie le había hablado de abandonar la Tierra.
—No te preocupes, Clarita, volverás a ver a tu familia —le aseguró Jim—. Neb, ¿cuánto tiempo piensas seguir planeando sobre el parque?
Con un suspiro de alivio, Neb puso velocidad de crucero; el disco giró, y ya estaban sobre el Atlántico, rumbo a Hilton Head en Carolina del Sur.
Lesley estalló:
—¡Jim, eres un déspota! Siempre crees tener razón. No entiendo cómo puedes estar tan satisfecho de ti mismo. Quieres que nos pasemos la vida corriendo de un lado al otro, escondiéndonos, preocupados por el chocolate...
—A ti te deshizo la moral aquel chocolate, ¿eh?
—¿Y te parece gracioso? ¿Quieres que nos quedemos para ver a Sylvia saltar por los aires lo mismo que Ellie?
—Está bien, Les, está bien —dijo Jim, empezando a ponerse histérico también él—. A Sylvia no le pasará nada. He encontrado un lugar en el que a nadie se le ocurrirá buscarnos. Estaremos seguros. Además, ya has leído todos esos artículos: ¿quieres que tu hija sea una enana? Recuerda que ocho semanas en el espacio le destruirían las hormonas del crecimiento. Y que a nosotros se nos licuarían los huesos. No estamos hechos para vivir fuera de la Tierra, y no hay más que hablar. Aunque Neb parezca igual que nosotros, su sangre y sus huesos tienen que ser diferentes. Él tiene su planeta, nosotros tenemos el nuestro y hay que conformarse.
—¡Yo nunca permitiría que Sylvia se quedara enana! —protestó Neb—. Y vosotros no tenéis que preocuparos por vuestros huesos ni por nada. Yo me encargo de arreglar eso. Os garantizo que puedo llevaros por las galaxias sanos y salvos... si ése es vuestro tercer deseo.
—¡Neb, quieres hacer el favor! No la tientes, te digo.
—No es que yo quiera entrometerme —insistió Neb, imperturbable—, pero creo que de vez en cuando deberías dejarle salirse con la suya. Hasta mi papá escucha a mi mamá alguna que otra vez.
La fuerza de gravedad de la Tierra no es sólo una cuestión de física; la Tierra tiene también una fuerza de atracción emocional. Aunque hasta entonces Jim se había contenido y había hablado poco, la sola idea de abandonar su planeta natal le aterraba y le hacía temblar en su interior, por lo que las últimas palabras de Neb le hicieron saltar:
—¡Cierra ya la boca, pequeño borde!
Neb se sintió tan dolido y furioso que amerizó bruscamente, y la niña se despertó llorando. No estaban en Hilton Head, sino en el puerto de Nueva York. Un barco cercano hizo sonar la sirena.
—Muy bonito, hombre —dijo Neb con amargura, mirando el holograma del planeta instalado en el cuadro de instrumentos, para ver dónde estaban y dónde tenían que ir—. ¡¿Me mantienes alejado de mi mamá y mi papá y encima me llamas borde?! —gritó mientras volvían a elevarse—. ¡Yo no te pedí quedarme aquí! Me retuviste contra mi voluntad. Te he hecho joven, te he hecho rico, te he dado poderes que no tiene nadie más en este planeta, ¿y me hablas así? ¡Ya verás cuando se lo cuente a Eoz, no se lo va a creer! Eres la persona más desagradecida que he conocido.
Jim trató de pedir perdón, pero Neb no se dejó apaciguar.
—Eso no se arregla con palabras. Ya es hora de que muestres un poco de consideración. Todavía no estoy listo para marcharme, pero cuando lo esté más vale que tengas preparado tu deseo.
—Yo también te pido perdón —dijo Lesley, muy colorada—. Tienes razón, somos egoístas y desagradecidos. Después de todo lo que has hecho por nosotros... De no ser por ti, no tendríamos a Sylvia. Yo también tengo voz en esto, y digo que no nos debes nada. Puedes marcharte cuando quieras.
Neb se sintió tan conmovido por la consideración que ella le demostraba que adoptó un aire magnánimo:
—¡Está bien, está bien, Les, no exageres! No debes ser tan generosa. Jim te mataría si le dejaras sin su tercer deseo. ¡Eres tan tierna de corazón como mi mamá!
Jim suspiró al recordar que lo mismo le ocurría en su primera juventud: perdía los estribos, soltaba una barbaridad y luego tenía que derrochar simpatía para compensarlo.
—Lo siento, Neb. No te retendremos, te lo prometo.
—¡Procura cumplir tu promesa como yo estoy cumpliendo la mía!
Después de decir lo que tenía que decir, Neb hizo un aterrizaje perfecto entre los árboles, y cuando salieron del disco y respiraron el aroma de los pinos y el mar, le dio un abrazo a Lesley. Hasta perdonó a Jim en atención a ella.
SU NUEVO HOGAR era la mansión de una vieja plantación situada cerca de Hilton Head, con vistas al mar desde las ventanas del primer piso, rodeada de treinta hectáreas de bosque. La casa, escondida entre los pinos, no tenía más acceso que un camino particular, y la cerradura de la verja del camino estaba oxidada; muy pocas personas sabían que allí vivía alguien.
Neb tenía sus habitaciones en el piso de arriba, pero su programa de estudios, audiciones y recopilación de composiciones musicales era tan apretado que, más que residente en la casa, era un visitante asiduo. La mayor parte del tiempo, los Taylor estaban solos, sin más ayuda que la de Clarita. Jim descubrió otra aplicación para su toque mágico: la limpieza.
Era evidente que, mientras durara su fama, tendrían que vivir escondidos. Su seguridad dependía de que se les olvidara, pero él no podía dejar de recordar al mundo su existencia. Se había convertido en adicto a aquella emoción que sintió cuando curó a Luke, y dedicaba por lo menos dos días a la semana a recorrer hospitales infantiles. Los médicos, las enfermeras y, sobre todo, los niños, lo recibían con sentimientos que rayaban en la adoración, pero después hablaban.
A menudo, la gente lo reconocía en la calle, y esto a veces hasta le gustaba, siempre que no se formara corro. Un día lo paró en una calle de Tampa un entusiasta empleado de la Oficina de Turismo de Florida, que quería que le vendiera fotos suyas y de su esposa de «antes» y «después», para utilizarlas en un anuncio con el eslogan: «¡En Florida nos quitamos treinta años!»
Otro día, delante de un hospital infantil de Catania, lo abordó un hombre bajito de piel atezada y traje de seda que tenía a una hija hospitalizada, pero no podía entrar a visitarla porque era un maloliente. Como sabía que Jim era aficionado a la música, le dijo que también él era artista.
—Usted no es artista —respondió Jim.
El hombre se miró los relucientes zapatos, pensativo, y levantó la cabeza con sonrisa de triunfo.
—¿Es que los fotógrafos no son artistas?
—Los fotógrafos pueden ser artistas, pero los gangsters no son fotógrafos.
El hombre del traje de seda, que hablaba inglés, ofreció a Jim millones, casas, apartamentos, barcos.
—¡Pero ayúdeme, ayúdeme! —le decía. Tú ayúdame, pensaba, y te llevaré flores a la tumba.
—¿Quiere decir que si le ayudo me llevará flores a la tumba? —preguntó Jim con aire inocente.
El hombre le miró estupefacto. No entendía nada. ¿Pensaba en voz alta? Cuando se rehizo, Jim ya se había ido.
ERA UNA SOLEADA mañana de marzo. Primavera. Olor a bosque, cantos de pájaros y, a lo lejos, la lámina reluciente de un mar silencioso. Lesley estaba sentada junto a una ventana abierta del piso alto, amamantando a Sylvia con felicidad cuando pisó una caravana de coches y furgonetas en el camino particular de la casa.
Del susto, se le retiró la leche.
La niña se soltó del pecho llorando.
Lesley no tenía ni fuerzas para llamar a Jim, pero él, sin saber por qué, subió corriendo para ver si estaba bien. Al verla tan pálida le quitó a la niña.
—No te apures —le dijo al ver la caravana—. Hoy mismo nos vamos.
—Si aún vivimos.
Los intrusos, que avanzaban lentamente por el camino lleno de baches, estaban todavía a kilómetro y medio, pero dentro del radio de influencia de Jim. Para demorarlos, deseó que todos olieran mal.
Sosteniendo a Sylvia con el brazo izquierdo, Jim puso la mano derecha sobre el corazón de Lesley para normalizar sus latidos.
—Tranquila, Les, tranquila. Respira hondo. Mira, Sylvia no se inquieta, sólo tiene hambre... Te prometo no hacer nada que llame la atención, la gente nos olvidará y no nos pasará nada malo. ¡Nunca volveré a ayudar a nadie!
La caravana se paró. La gente saltaba de los vehículos y corría de un lado al otro tapándose la nariz o levantando los brazos al cielo.
Jim hizo volver la cabeza a Lesley hacia la ventana, para que pudiera verlos.
—Mira, les hemos dado una buena sorpresa. Tenemos tiempo de bajar, llamar a Clarita y marcharnos antes de que lleguen.
Lesley se levantó y le sonrió, para que viera que ya estaba bien, y volvió a tomar en brazos a la niña.
—Vamos.
Cuando iban a apartarse de la ventana, la caravana volvió a ponerse en marcha y, cuando dobló un recodo del camino, pudieron ver el letrero pintado en el costado de los vehículos. Era el logo del programa Sesenta minutos de la CBS. Los intrépidos soldados de la televisión seguían avanzando con tesón por la exclusiva.
Jim juró entre dientes; pero comprendía que, puesto que su paradero ya no era un secreto y de todos modos tendrían que marcharse, de nada serviría salir corriendo ni esconderse.
Dejando a Sylvia con Clarita, los Taylor recibieron al equipo delante de la casa, y Jim dio la mano a todos sus componentes, para eliminar el mal olor. La entrevista tuvo lugar en el porche. Lesley, que no quiso sentarse, exhortó a los telespectadores a leer a Mark Twain en lugar de mirar la televisión, y Jim habló del arte de la osteopatía. En la pantalla mental del entrevistador había inquisitivas preguntas acerca de la extraña experiencia sufrida por el equipo cuando se acercaban a la casa, y la acusación de que detrás de la epidemia del hedor estaba el propio Jim, pero la mirada que éste le lanzó le hizo pensar que más valdría no exponerse a oler mal durante el resto de su vida. El ambiente fue glacial hasta que el entrevistador tuvo la feliz ocurrencia de preguntar a los Taylor si tenían hijos. Lesley, olvidando la necesidad de mantener el secreto, fue rápidamente en busca de Sylvia; quería que todo el mundo viera a su niña.
Pero no le duró mucho la euforia.
—¡No quiero saber qué nos espera después de esto! —dijo tristemente cuando se marchaba el equipo de Sesenta minutos.
PARA ANIMAR UN POCO a Lesley, Jim le dijo que se fuera a la sala con la niña y Clarita a esperar la llegada de «un gran benefactor de la Humanidad» que les encontraría casa en sitio realmente seguro. Bromeaba para ahogar su propio pánico: aunque ahora era un joven de veintitrés años, tenía décadas de recuerdos de las veces que había encontrado apoyo en Lesley. Al igual que muchas parejas sin descendencia, ellos dos habían sido padres e hijos el uno para el otro; Lesley, además de esposa, había sido para él como una madre que le daba fuerzas en los momentos críticos. Y ahora, desde que tenían la niña, esto había cambiado. ¿Podría él recuperar con su magia aquella relación de antaño?
Se encerró en el dormitorio e imprimió con sus manos forma achinada a sus facciones y tinte ámbar a su piel. A George Nicholson debía la idea; recordaba la indignación de Nicholson contra los potentados de Hong Kong que compraban todas las buenas fincas de Londres.
Mientras él cambiaba de aspecto, Lesley había tratado de volver a dar de mamar a la niña sin conseguirlo, y ahora le calmaba el hambre con un biberón que había preparado Clarita. Estaban sentadas en el sofá de la sala y, absortas en el drama de alimentar a Sylvia, se habían olvidado de Jim, cuando las sorprendió la llegada de un caballero chino que dijo venir directamente de Hong Kong. El visitante hizo una profunda reverencia y se presentó como Lu Ping Fu, de la poderosa dinastía de industriales y financieros Fu. Clarita se ahogaba de risa, y hasta Lesley sonrió. La niña gorgoteaba y palmoteaba de alegría.
—Dime, Les, ¿quién me reconocería ahora? —preguntó Jim, muy satisfecho de sí mismo—. Debería usted acompañarme a buscar casa, Mrs. Fu. También podríamos llevarnos a Miss Fu. Parece que la idea le gusta. Creo que con la tez dorada y los ojos oblicuos estaría aún más bonita. ¡Hola, ojos de chinita!
—No le hace ninguna falta estar más bonita —dijo Lesley con frialdad—. Deja de hacerte el gracioso. No se te da bien.
Jim levantó los brazos.
—¡Por Dios, ¿qué he hecho yo?!
No debió decirlo.
— \A mí nunca se me hubiera ocurrido hacer oler mal a la gente! —siseó Lesley con una cólera repentina, convirtiendo lo que debía ser una escena jocosa en un duelo de recriminaciones.
—¡Pues en su momento estuviste de acuerdo!
—¡Bueno, eso era preferible a tu primera idea de matarlos!
—No se enfaden ustedes, por favor —dijo Clarita levantándose del sofá, para dar más énfasis a la súplica. También a ella la había rejuvenecido Jim, en Londres, pero conservaba el carácter de un ama de llaves de mediana edad—. Denme la niña y hagan las paces.
Lesley le dio la niña, pero no tenía intención de hacer las paces.
—Quiero que cuando se marche Neb nos vayamos con él —dijo ásperamente. En aquel momento odiaba a Jim porque sabía que no accedería—. No deseo seguir viviendo como un animal acosado. Esto es peor que ser vieja. Pero tú estás tan orgulloso de ti mismo y de tus poderes de mago... Seguro que ya te has olvidado de Ellie, a la que tanto decías querer...
—Nosotras nos vamos para no oír estas cosas, ¿verdad, tesoro? —dijo Clarita saliendo con la niña en brazos.
Jim y Lesley ni se dieron cuenta.
—Me parece que vale más que te lo advierta —dijo Lesley inclinándose hacia adelante en el sofá para mirar a los ojos a su marido. Deseaba herirle en lo más sensible—. Si quieres quedarte, quédate, pero Sylvia y yo nos vamos con Neb.
Jim la miró, muy blanco, perdiendo su disfraz de chino.
—¿Quieres decir que te irías sin mí?
—Ni en sueños sacrificaría a mi hija por ti —le escupió ella, metiendo el dedo en la llaga—. Ya lo hice una vez. ¡Y no lo haré nunca más!
Jim se quedó sin aliento y tardó en poder hablar.
—Así que aún me odias por ello... —¡Sí!
No era cierto, pero decirlo la ayudaba a desahogarse. El susto que le había retirado la leche había provocado en su interior un terremoto. Todo se había removido en su interior. Y estos arranques de cólera eran las consecuencias del seísmo.
SU NUEVO HOGAR era una pequeña isla hawaiana, con una casa grande y confortable, viviendas para el servicio, puerto, pista para helicópteros y un hangar. Pertenecía a una estrella de cine que había ido en busca de la soledad y luego se había cansado de ella y sentido nostalgia de la fama y los aplausos. Lu Ping Fu compró la casa amueblada y lista para ser habitada, con el personal correspondiente: un matrimonio que cuidaba de la casa y recortaba la exuberante vegetación del jardín y cuatro guardias de seguridad bien armados que también se dedicaban a la pesca y se encargaban de las reparaciones. Jim compró su lealtad y silencio a cambio de un buen sueldo y de rejuvenecerlos progresivamente en sesiones mensuales.
Los Taylor llevaban una existencia idílica en su dulce paraíso tropical, salvo por la circunstancia de que apenas se dirigían la palabra.
Sylvia hacía todo lo que podía para reconciliarlos. Durante un almuerzo más tenso de lo habitual, trató de meterse todo el puño en la boca, sin conseguirlo; y al verla hacer tantos esfuerzos para comerse los nudillos con sus encías sin dientes, empapando el babero, su madre reía y reía.
—¡Mírala, Jim! —exclamó, olvidando que no se hablaban—. ¡Si no fuera por este pequeño personaje, no sabríamos lo que es la risa!
—Pues me parece que antes nos reíamos —rezongó Jim.
La niña lanzó un sonido de enojo y tiró el zumo de manzana, como si comprendiera que sus esfuerzos habían sido en vano.
Jim se aburría; no le bastaba con nadar, pescar, cuidar el jardín, leer y tocar el chelo. El precio de la paz y seguridad eran la inactividad y el aislamiento en todos los aspectos. Fiel a su promesa, no curó ni hizo oler mal a nadie más. Al principio, su abstención volvió a hacer de él centro de atención, porque los periodistas especulaban sobre la relación que podía haber entre su desaparición y la circunstancia de que la epidemia de hedor hubiera dejado de extenderse. «No sirve de consuelo a quienes tienen la enfermedad —escribía un articulista—, pero los canallas que aún huelen a rosas respiran aliviados.» Sin embargo, con el tiempo, las referencias a Jim en los periódicos fueron espaciándose hasta cesar por completo.
—Ya lo ves, tenía yo razón, nos olvidarán y podremos vivir en paz —dijo a Lesley una tarde mientras leían los periódicos en el estudio—. No hace falta que huyamos de aquí. Mientras nos dediquemos a nuestros propios asuntos, nadie nos molestará.
—Por eso odio este sitio —respondió ella amargamente. Al decir «este sitio» se refería a la Tierra. Había estado trabajando en La vida en un planeta lejano y tenía el pensamiento lleno de comparaciones—. ¿Qué mundo es éste en el que no puedes preocuparte por los demás si te preocupas por tu hijo?
Alguna que otra vez podríamos arriesgarnos a ayudarles, pensó Jim, a quien irritaba que ella no se lo permitiera. ¿No había de sentirse frustrado quien tuviera sus poderes y no pudiera utilizarlos? A veces le parecía que no hacer nada era un crimen.
Jim, convencido de que su aspecto de chino le protegía, iba de vez en cuando en la lancha a Maui disfrazado de Lu Ping Fu. Era muy precavido. Sólo una vez tuvo un desliz.
Ayudaba a un viejo hawaiano ciego a cruzar la calle y, al ver que nadie le observaba, no pudo resistir la tentación de pasarle la mano por los ojos. Luego se alejó rápidamente, antes de que el viejo pudiera ver quién le había devuelto la vista.
Le pareció más prudente no mencionar el incidente a Lesley.
NEB PODÍA DISFRUTAR plenamente de su fama; él no tenía que esconderse. «El director de orquesta más joven del mundo», «el genio políglota, que habla con cada músico en su propia lengua», «el prodigio de misterioso pasado» gozaba aprendiendo, interpretando y recibiendo las felicitaciones de los colegas y la adulación de sus jóvenes admiradoras, y constantemente aceptaba invitaciones a festivales de verano, con lo que demoraba su regreso al C del U. Para entonces los periódicos ya habían averiguado que todo lo que Gary Clearwater había dicho acerca de su pasado era mentira, pero ello aumentaba aún más su atractivo. «Si he mentido sobre mi pasado es porque mis padres odian la publicidad —explicó—. No quieren verse involucrados.»
Pese a aquellas mentiras, que en el fondo le divertían, y al igual que todas las personas realmente dotadas, Neb se sentía más enriquecido que disminuido por el contacto con los grandes genios, y comprendía lo mucho que debía a los músicos que habían sido sus maestros y su inspiración. Durante aquella primavera y verano dedicó su tiempo libre a visitarlos uno a uno y, en prueba de agradecimiento, ejercitó en ellos cierta magia personal. Puesto que su imagen era conocida del público y no quería causar confusión cambiándoles el aspecto, los rejuveneció varias décadas interiormente.
—Considérese un joven de veinte años —le dijo a John Eliot Gardiner, su primer mentor y maestro.
—Así es precisamente como me siento —respondió el gran director.
En agosto, Neb fue a visitar a los Taylor para advertirles de que pensaba convertir su inminente debut en el Lincoln Center en concierto de despedida.
—No quiero desaparecer dejando un misterio a mis admiradores —les dijo mientras bebían zumo de pina y papaya, sentados en el patio, en shorts y camiseta—. Les diré unas palabras y me marcharé. Prometiste que podría marcharme cuando estuviera preparado —agregó, mirando severamente a Jim.
—Espero que podremos ir contigo —dijo Lesley significativamente.
Jim no dijo nada. Su pantalla mental permaneció vacía durante mucho rato. Neb, que no la perdía de vista, vio aparecer al fin la fotografía en color de una gran cascada.
—Márchate cuando quieras, Neb —dijo Jim finalmente—. No te retendremos.
—¿Qué significa eso? —preguntó Lesley levantándose del sillón como si la hubiera picado una avispa. Se plantó delante de él en actitud combativa, con las piernas abiertas y los brazos en jarras.
—¿Te das cuenta de que no hemos visto las cataratas Victoria? —dijo Jim—. ¿Ni siquiera las del Niágara? ¡Ni el Amazonas! ¡Ni el Himalaya! ¡No hemos estado en China!
—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó ella con voz hostil.
—No estoy dispuesto a dejar que me echen de la faz de la Tierra —gruñó Jim—. No quiero ser un alienígena en otro planeta. Bastante malo fue dejar los Estados Unidos para venir a Inglaterra.
—¡Yo prefiero ser un alienígena que vivir entre semejantes que tratan de matarnos! —exclamó Lesley.
—No pueden ser tantos los que quieran matarnos.
—¿No tantos? ¿Y ese dictador al que no quisiste tocar? ¡Todavía está en el poder! ¿Y todos los peces gordos que querían que los rejuvenecieras? ¿Y las personas malolientes que perdieron sus buenos cargos por tu culpa? Y... —Aquí hizo una pausa, para mayor énfasis—. ¿Y qué me dices de la gente que quiere impedir que les hagas oler mal?
Jim se removió en su asiento, sacudió la cabeza, balanceó el vaso lleno de zumo, hizo toda clase de movimientos para disipar su frustración.
—No te comprendo. Somos jóvenes y tenemos la experiencia de cincuenta años a nuestro favor. Gozamos de buena salud; y si caes enferma, puedo curarte. Somos tan ricos como podíamos haber soñado. Tenemos un medio de transporte que mataría de envidia al presidente de los Estados Unidos. Nadie tiene menos motivos para quejarse que tú. Somos las personas más privilegiadas de la Tierra. Si no podemos ser felices y sentirnos satisfechos, ¿quién podría?
—Observo que no mencionas a Sylvia.
—Aquí nadie nos ha molestado —dijo Jim con obstinación—. Qué importa si hay algún peligro. También te pueden atropellar al cruzar la calle.
—¿Vamos a nadar? —propuso Neb.
Fueron a nadar y, antes de subir a su aerocoche para ir a Venecia, Neb aconsejó a Lesley que procurase ser especialmente amable y seductora con su marido, para tratar de convencerle. Pero ella se sentía tan decepcionada de que Jim no hubiera cambiado de idea (cada uno esperaba que cediera el otro) que no soportaba ni verle.
—Bueno, si quieres irte sin mí, vete —murmuró Jim para sí después de que ella se alejara airadamente—. Mejor. Así podré hacer alguna cosa sin tener que preocuparme por ti y por tu hija.
Estuvo cavilando un rato, subió a su aerocoche y puso rumbo al norte. Y así fue cómo, en plena noche, encontró a Amy d'Amboise en el Hospital Infantil de Montreal.
JIM IBA POR UN PASILLO débilmente iluminado cuando vio a la espectacular morena de la playa de isla Magdalena —la misma que le había aniquilado con una mirada entre pertida y desdeñosa cuando, siendo gordo y viejo, se atrevió a mirarla fijamente—, la que era tan impresionante como una estrella de cine y que resultó ser pediatra.
La reconoció por el andar.
Entonces recordó la sensación de bochorno y desesperación, el trauma de saberse repugnante. Tuvo que sacudir la cabeza, y sacudirla con energía, para librarse del repentino terror de imaginar que su liberación de la ruina fuera un sueño del que ahora había despertado, sin más perspectiva que la de ahogarse.
La muchacha caminaba por el desierto pasillo del hospital con aquella misma gracia majestuosa con que se movía por la playa. Estaba tan guapa como siempre, sólo que ahora no llevaba bikini, sino bata blanca —había transcurrido el tiempo, a Dios gracias— y, al salir del terror que le había producido el recuerdo de su pasado de desesperación, sintió el afán de demostrarle que se había equivocado al despreciarle.
Pero también esta idea pasó. Él había ido al hospital en plena noche porque no quería ser visto; tenía intención de curar a los niños mientras dormían, para que pensaran que habían sanado espontáneamente y nadie pudiera tener la certeza de que él había intervenido. A fin de pasar inadvertido, había convertido la americana en bata blanca y la corbata en estetoscopio, y va era tarde para hacer algo más. Ahora ya no cabía sino bajar la cabeza cuando se cruzaran. Pero no era fácil que alguien pudiera tomar por un interno a un hombre que había sido portada de Time y de Newsweek, ni siquiera en un pasillo de hospital poco iluminado.
—Hola, Mr. Taylor, ¿por qué vuelve la cara? —preguntó la doctora d'Amboise con voz cálida, estrechándole la mano con dedos largos y delgados—. No había perdido la confianza de que viniera también a nuestro hospital.
Le miraba, ¡con aquellos ojos!, y con tanta seriedad, incluso con tanto afecto, que casi se borró el recuerdo de su primer y segundo encuentros. Aunque no del todo.
—¿Recuerda dónde nos vimos por primera vez? —preguntó Jim.
—En el vestíbulo de Gulf Views. Alguien dijo que tenía usted el sida.
—No; ya nos habíamos visto otra vez —dijo Jim.
—¿Sí? ¿Dónde?
Jim no se lo dijo, pero mientras estaban en aquel pasillo dándose la mano, se sintió obligado a vindicar al hombre viejo y gordo que había recibido aquel chasco cruel. Le oprimió la mano, deseando despertar su cuerpo, encenderlo, provocarle unas sensaciones como nunca conociera. Al principio, ella le miraba, sorprendida; luego, agrandó los ojos y trató de sonreír. Su mano se calentó y empezó a temblar. Echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y su cara se tiñó de rojo, como por una fiebre repentina. A pesar de que Jim adoraba el deporte del amor, correr y hacer un quiebro, nadar y saltar por el premio del placer compartido, se estremeció al ver que podía provocar el éxtasis en una mujer sólo con oprimirle la mano. Pero la vanidad pronto dio paso a la admiración. El regio porte de la doctora Amy d'Amboise no era sólo cuestión de postura. ¡Qué fortaleza de carácter! ¡Con qué entereza resistía el asalto de sus sentidos! Se mantenía erguida, a pesar del temblor de su cuerpo. Un niño gritó en una habitación cercana, pero ella no le oyó. Después gritó ella, de un modo casi inaudible, cuando apoyó la cabeza en el hombro de Jim.
Luego, sin soltarse las manos, fueron a las unidades de cuidados intensivos y a otras salas. Ojalá Lesley hubiese visto a los niños, pensó Jim; comprendería por qué no podían marcharse. Pero no, a ella no le preocupaban mucho otros niños, solamente pensaba en su hija. En cualquier caso, se había mentalizado a su manera, y era obstinada. ¡Incluso trataba de extorsionarle con su mal humor! No le apetecía volver a casa en estas condiciones.
Su hermosa acompañante se dio cuenta de que algo no funcionaba.
—¿Estás enfadado? —preguntó ella, un poco ofendida.
—No, sólo perplejo —dijo él—. No creo que aquí te necesiten mañana. Vámonos a la playa.
En lugar de ir a la playa, pasaron tres días en el apartamento de Amy, sin vestirse para nada.
—He disfrutado mucho de mis vacaciones —dijo Amy al despedirlo con una mirada maliciosa y un beso—. Y me parece que sé más cosas de tu mujer que de mi propia hermana.
DURANTE TRES DÍAS, Lesley estuvo preocupada por Jim —se había ido sin dejarle ni una nota— y cuando él entró en el cuarto de la niña la encontró arreglando la ropa de Sylvia por centésima vez.
—¿Dónde has estado? —le preguntó, aliviada y enfadada. —¿Es que me echabas de menos?
Ella no podía leerle el pensamiento, pero por su aire de culpabilidad supo lo ocurrido.
Lo apartó de un empujón, corrió al dormitorio y cerró la puerta con llave. Allí lloró de rabia y decidió —antes no hablaba en serio— que ella y Sylvia se irían con Neb, tal como le había anunciado. ¡Entre ellos habría miles de millones de kilómetros! ¡Qué alivio! Sólo de pensarlo dejó de llorar.
Al cabo de un rato, Lesley era capaz de contemplar su matrimonio como si lo mirara desde otro planeta. La maternidad nubla el cerebro y, a pesar de ser una mujer inteligente, hasta aquel momento no se le ocurrió pensar que Sylvia no era tan importante para Jim como para ella. Él no la había llevado en su vientre nueve meses. Estaba celoso de la niña, ¡el muy idiota!
Le oía jugar con ella, pero ahora ya sabía que eso no quería decir mucho.
Jim jugó con Sylvia hasta que se quedó dormida; entonces dio un rodeo a la casa y volvió de nuevo para quedarse al acecho junto a la puerta del dormitorio. Escuchó con creciente desesperación, sin oír nada, comprendiendo que de haber actuado como ella quería, no habría tenido el valor de abandonarla.
¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que ella pudiera olvidarse de él? Mucho, si se medía en unidades de ira, odio, odio hacia uno mismo, desesperación. Y luego, el largo viaje por el Sahara del sombrío pesar, y la certeza creciente de que nunca se libraría de ello a menos de que ella hiciera algo impensable.
Por fin, Lesley se levantó de la cama y, sin molestarse siquiera en lavarse la cara, abrió la puerta del cuarto de la niña y le invitó a entrar con una seña.
—Está bien, canalla —dijo—. Vamos a ver si todavía podemos divertirnos tú y yo.
45. EL TERCER DESEO
EL CONCIERTO de Gary Clearwater en el Lincoln Center acabó en desastre. Dirigió Les preludes, Los planetas y la Symphonie fantastique, utilizando toda su magia para conseguir que la orquesta tocara con un solo corazón, con un mismo latido. Las primeras notas disiparon el letargo del auditorio. La música liberó al público de la soledad, del cansancio, de las penas y las frustraciones; les hizo percibir la grandeza de la vida, más allá de la vida que llevaban ellos. Al final de cada pieza, se hacía un silencio y, después, estallaba el entusiasmo del público. Ya no tenían grilletes en el alma, eran libres, podían moverse, ir a cualquier sitio, salvar cualquier distancia. Neb quería hacerles sentir que, aunque se marchara, no iba a estar tan lejos de ellos.
Las muchachitas que habían comprado varias localidades de las últimas filas chillaban:
—¡Gaa-ry! ¡Gaa-ry!
Corrían hacia el podio y lanzaban ramos de flores con sus números de teléfono. Y no eran sólo las niñas, ni el público de la sala. El concierto era televisado, y Neb percibía lo que sentían los oyentes en sus casas. Estaba seguro de que todos le querían. ¡Qué sensación la de ser amado por miles, por cientos de miles de personas!
Había llegado el momento de decírselo.
Con la cara encendida, en un éxtasis de felicidad, Neb agitó las manos para pedir silencio y, mirando aquel mar de caras expectantes, les dijo que aquél sería su último concierto. Les dijo que había llegado a este planeta hacía más de un año, por pura casualidad, y que ahora se disponía a volver al Centro del Universo, llevando consigo toda la música de la Tierra que pudiera transportar. Era la música de las esferas, les dijo, y que pensaba dedicar su vida a introducirla en todos los planetas habitados. En ninguno había nada que se le pudiera comparar. «Vuestra música es la mejor —les dijo—. Dentro de unos años, cuando levantéis la mirada hacia las estrellas, podéis estar seguros de que en algunas se estará tocando vuestra música y se pensará bien de la Tierra. Y espero que penséis bien de mí.»
Se sentía muy emocionado por su discurso y, al terminar, aguardó una ovación tumultuosa, gritos de «¡No nos dejes!» de las niñas y exclamaciones de admiración y gratitud.
Al principio, hubo un silencio sepulcral.
Esto no le inquietó; muchas veces, la gente callaba de la emoción. Pero entonces oyó risitas nerviosas en las filas de las niñas. Y también sonó una carcajada de hombre. Pensando que tenía que estar equivocado, Neb se retiró rápidamente, para dar tiempo a la gente de reaccionar y asimilar la buena noticia. Como de costumbre, se quedó esperando entre bastidores, con la cabeza inclinada y las manos a la espalda, a que volvieran a sonar los aplausos. Siempre volvían. Pero ahora sólo se oía un apagado murmullo de voces y el sonido de cientos de personas que se levantaban de las butacas y se dirigían a las salidas.
—Eso es lo malo de los niños prodigio —dijo alguien a su espalda—. Les aprietan demasiado y pierden la chaveta.
Para escapar de aquella voz, sin saber bien adonde iba, Neb volvió a salir al escenario. Al ver la sala se quedó helado. El público subía por los pasillos en dirección a las puertas. Cuando se corrió la voz de que había salido otra vez, algunos se pararon y se volvieron a mirar al muchacho vestido de frac y corbata blanca.
Hacía tiempo que Neb experimentaba una gozosa sensación de inmortalidad, ese sentimiento tan poderoso que, durante un tiempo, puede hacer que un artista viva hasta sin comer. Él esperaba que en la Tierra se le recordara con veneración. Ahora comprendía que, a pesar de sus esfuerzos, de su arte, de su empeño por llevar la música de la Tierra al resto del universo, no sería para esta gente más que un muchacho raro que había perdido la razón. ¡No estoy loco!, quería gritar. ¡Los locos sois vosotros! ¡Locos, estúpidos que no comprendéis nada!
Como no decía palabra y seguía allí de pie, la gente continuó saliendo del auditórium.
Pero los músicos permanecían en sus puestos. Con solidaridad de profesionales, contemplaban a su joven maestro que ahora, desconcertado, parecía más niño que en sus momentos de triunfo. Estuviera loco o no, el chico sabía de música. Había obtenido de ellos sonidos que antes nunca habían dado. Los músicos se pusieron en pie y aplaudieron. Por sistema, los músicos aplauden con precaución para proteger sus muñecas y sus dedos, que han de comunicar sutiles mensajes a sus instrumentos. Pero en aquella ocasión, no se reservaron las manos.
Él se volvió hacia ellos, llorando por primera vez desde la muerte de Ellie. «Gracias», dijo, y se marchó rápidamente.
LESLEY Y JIM estaban entre el público en el Lincoln Center. Acudieron allí como una pareja de chinos, pues Lesley finalmente accedió a cambiar de color por la seguridad de Neb. Cuando él terminó su discurso, aplaudieron en medio del silencio hasta dolerles las manos. Luego se levantaron y aplaudieron con los músicos. Cuando todo hubo terminado, corrieron a su camerino para darle apoyo, pero cuando llegaron ya se había marchado.
—Pobre Neb, pobre Neb —decía Lesley en su camino de vuelta a la isla—. ¿Cómo han podido tratarlo así? ¡Después de un concierto tan magnífico! ¡Y su precioso discurso!
—Bastardos —murmuró Jim—. Me pregunto qué podríamos hacer para darle ánimos.
—¡Dejemos que se vaya! —dijo Lesley con firmeza.
Cuando aterrizaron en la isla fueron a la casa para ver a Sylvia, con la esperanza de encontrar a Neb allí. El bebé dormía tranquilamente, pero Neb no aparecía por ningún lado. Fueron al hangar. El disco de su padre estaba todavía allí.
—Debe de haber ido a ver a otros amigos —suspiró Lesley, dolida de que Neb hubiese podido elegir a otros al sentirse desgraciado.
Desde que ella había vencido su reticencia a cambiar de color y se había arriesgado a ir a Nueva York, Jim estaba seguro de que había abandonado la idea de marcharse con Neb.
—Le echaremos de menos —dijo Jim, cogiéndole la mano.
Lesley no dijo nada; no sabía qué pensar. Dieron un paseo por la playa cogidos de la mano y balanceando los brazos como niños, y se detuvieron a contemplar las hileras de blanca espuma que serpenteaban por la arena. El mar, la isla, el cielo sin nubes y la luna en cuarto creciente, todo estaba en paz. Ella se sentía a salvo hasta que vio una silueta a lo lejos y le asaltó miedo por el bebé.
—¿Quién es? ¿Están todavía en casa los guardianes? —preguntó ella con voz temblorosa retirando la mano.
—Vamos, Les, no seas tan alarmista. ¿No lo reconoces? ¡Es Neb!
—¡Sí, es Neb, ha vuelto! —exclamó ella jovialmente, y corrió hacia él diciendo—: Neb, ¿por qué no nos esperaste en el camerino? ¡Estábamos tan preocupados por ti!
Neb no respondió. Ni se volvió a mirarles. Estaba de pie en la orilla, todavía con su frac y su corbata blanca, y tenía enlodados los bajos del pantalón y mojados los zapatos de charol que le lamían las olas. No parecía notar su presencia, no parecía oírles. Estaba quieto, mirando el cielo azul oscuro lleno de estrellas brillantes.
Lesley rodeó los hombros del muchacho con su brazo.
—¿Estás bien, Neb? Te queremos. ¿Qué te ocurre?
—Nada —dijo él encogiéndose de hombros—. Sólo me preguntaba si podía ver mi casa.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, mientras desayunaban y Sylvia, en su sillita acolchada colgada de la mesa, agitaba un sonajero, Jim pidió a Neb que le pasara la leche.
—¿Es tu tercer deseo? —preguntó Neb.
—Ya veo que estás dispuesto a marcharte —suspiró Jim.
—Sí; no creo que pueda aprender algo más hasta que empiece a enseñar —dijo Neb.
En su pantalla mental aparecía la gente dándole la espalda mientras abandonaba la sala.
—No te reprocho que quieras marcharte —dijo Jim—. Mantenemos nuestra promesa. Puedes irte. Pero antes terminemos de desayunar.
Lesley esperaba que Jim dijera que todos se marchaban con Neb, y Jim esperaba que ella se aviniera a su proposición de permanecer en la Tierra, camuflados de chinos. El sabía que no podía abandonar la Tierra, y ella sabía que no podía quedarse, y los dos sabían que nunca podrían separarse. Incluso sabían también que no había manera de conciliar lo uno con lo otro.
—Bien, así que no venís. ¿Por qué no pides algo para Sylvia? —sugirió Neb pasándole la leche.
Jim empezó a echar leche en los cereales pero de pronto se inmovilizó. Se oía un lejano pero claro zumbido de helicóptero. Todos levantaron la cabeza, esperando que el sonido se alejara, pero oyeron con angustia que crecía, que el helicóptero se acercaba a la isla.
Se miraron. Jim arrancó a la niña de la sillita y se metió con ella debajo de la mesa; Lesley y Jim se refugiaron tras él.
Afortunadamente, era una robusta mesa de refectorio hecha de roble macizo y resistió la explosión que hizo volar la mayor parte del tejado, y la lluvia de tejas, cascotes, trozos de yeso y polvo que siguió.
Se quedaron un buen rato sentados debajo de la mesa, muy aturdidos para hablar, oyendo caer fragmentos de ladrillo y de yeso y viendo posarse el polvo al sol que entraba por los boquetes del tejado y las paredes.
—¿Y usted pensaba que le habían olvidado, Mr. Lu Ping Fu? —preguntó Neb con su voz más sarcástica, saliendo a gatas de debajo de la mesa. Le sangraba la boca, pero se la curó con la mano—. ¿Quieres hacer el favor de decirme cuál es tu último deseo para que pueda largarme de aquí antes de que nos maten a todos?
—Tranquilo, tranquilo —dijo Jim.
El helicóptero había dado la vuelta y se acercaba otra vez.
—De acuerdo, Les —dijo Jim—. El tercer deseo te lo brindo.
Cuando el runrún de las aspas aumentó, Neb cerró los ojos y formuló un deseo por cuenta propia. Hubo una explosión en el aire, y después silencio.
—El único peligro es toda esa chatarra que gira alrededor de la Tierra —observó Neb sacudiéndose el polvo de la ropa—. No puedo controlar los desperdicios. Nadie puede controlar los desperdicios. Si, al salir de la atmósfera, no chocamos con algún satélite gastado, todo irá bien.
Oían gritar a los guardias: «¿Están bien? ¿Están bien?» El helicóptero sólo había bombardeado el edificio principal, y el personal estaba ileso.
—Nos vamos —les dijo Jim, y se sentó a la mesa de refectorio para escribir una nota por la que dejaba su cuenta bancaria en Hawai a Clarita y la isla, con sus edificios y embarcaciones, a sus empleados hawaianos. Luego, aunque Lesley opinaba que no merecía la pena, fue a buscar los manuscritos de Literatura en la clase, Por la madriguera abajo y La vida en un planeta lejano y los entregó a Clarita con el testamento para que los llevara a Stanley Rosenfeld a la Fundación del Arca en Londres.
Los tesoros de Neb aún estaban en el disco; no los había desembalado. Mientras Jim se ocupaba del testamento, Lesley, con ayuda de Neb, recogía la parafernalia de Sylvia, los libros, el chelo de Jim y otras cosas imprescindibles. Neb iba miniaturizándolo todo y metiéndolo en cajas que el personal llevaba al disco.
Jim salió de las ruinas con la niña en brazos. Antes de seguir se paró y miró en derredor. Seguía sin querer marcharse de la Tierra. Sylvia gorgoteó para llamarle la atención y él le acarició la punta de la nariz.
—En fin, mi vida, serás una extranjera de tercera generación.
Los aerocoches habían quedado destrozados, pero el disco, que estaba en el hangar situado a cierta distancia de la casa, no había sufrido ningún daño. Lo sacaron del hangar, lo cargaron, se despidieron otra vez y dieron su último abrazo a unos habitantes de la Tierra. Luego subieron al disco. Cuando estuvieron todos dentro, casi no podían moverse de su sitio; pero los refugiados raramente viajan con comodidad.
Neb cerró la escotilla, oprimió pulsadores y tiró de palancas. El disco plateado se elevó verticalmente, quedó un momento suspendido y empezó a girar. Lesley dio el pecho a la niña para tranquilizarla.
Jim se sentía desfallecer; notaba un vacío en el estómago. Lesley le miraba, alarmada: se había puesto muy pálido. Tenía la sensación de estar muriéndose. Toda su vida se le antojaba ahora un solo instante: casi no había tenido tiempo de mirar a su alrededor. Le ahogaba la congoja. ¡Se iba de la Tierra para siempre y sabía tan poco de ella!
Neb pulsó otra serie de mandos.
Se oyó rugir un fuerte vendaval y girovolaron hacia un astro mejor.
Fin
[1] Fellow of the Royal College of Physicians.
Cubierta: detalle de «La fragua de Vulcano», cuadro de Velázquez
Título original: The man with the magic touch
Primera edición: octubre 1994
Traducción: Ana Mª de la Fuente
© Stephen Vizinczey, 1994
© 1994: Editorial Seix Barral, S. A. Córcega, 270 — 08008 Barcelona
ISBN: 84-322-4722-7
Depósito legal: B. 32.607 — 1994