Publicado en
septiembre 15, 2013
"¿A quién voy a conquistar, qué van a decir mis amantes cuando se me empiecen a ir los pechos para abajo y las encías para arriba?", pensaba la flaca de la esquina, deprimida porque había cumplido los 35 años, y le había entrado pánico a envejecer. Y en su angustia, se puso a comer como condenada a muerte.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Al cumplir los 35 años, la flaca de la esquina cayó en una depresión profunda. Le entró pánico a envejecer. Mal que mal, su juventud era su capital. Bueno, su flacura también, pero si envejecía, ¿de qué iba a servirle tener la cintura de avispa y los pechos levantados, y esas piernas largas y ese traste a la altura justa? ¡De nada! ¿Quién iba a decir ahí va la flaca de mis sueños, como dijo Roberto la primera vez que la vio por la ventana de un bus? "Ay, Dios mío", se lamentaba sola en su casa, frente al espejo, buscando arrugas, canas y otras señales del tiempo, "¿qué voy a hacer, a quién voy a conquistar, qué van a decir mis amantes cuando se me empiecen a ir los pechos para abajo, la cintura para los lados y las encías para arriba?".
La flaca miraba la tele, y al ver a esas mujeres de cabellos color miel, piernas de gacela, cutis tersos y sin surcos, ni arrugas, ni manchas, ni bolsas debajo de los ojos, con los párpados como de mármol, narices de diosas griegas, muñecas de porcelana, esbeltas y atractivas, odiaba a los diseñadores, a los publicistas, a los dueños de los canales y se ponía a llorar.
Roberto intentaba calmarla. Que no fuera mala de la cabeza, le decía. Si se sentía vieja a los 35, ¿qué le quedaba para los 50? Y ni hablar de los 60 y los 70, y hasta los 80 y los 90. Porque con los nuevos descubrimientos ya nada era como antes. Una mujer bien cuidada podía vivir para siempre.
—¡A mí no me interesa vivir para siempre! —gritaba la flaca—. Lo que me interesa es ser joven para siempre.
—Estás hablando puras tonteras. Hay que saber cumplir años, flaca, hay que saber llevar los años. No hay nada peor que una mujer amargada, porque tiene experiencia y ha vivido. Cada arruguita tuya es un momento que viviste, feliz o desdichado, pero vivido por ti, maduro. ¿No te parece hermoso?
—Me parece horrible. No quiero haber vivido. Quiero estar comenzando. Quiero tener el futuro por delante, no por detrás. No quiero tener pasado. La experiencia no me interesa para nada. ¡Aborrezco la madurez!
—Una mujer madura es mucho más interesante que una jovencita...
—Eso es lo que dices tú, zanguango —respondía la flaca, sintiendo que le hervía la sangre—. A ustedes no les importa envejecer, porque gordos son más atractivos, canosos son más interesantes y pelados son más sabios. Pero nunca se ha dicho que una mujer calva, por ejemplo, sea interesante.
La cosa es que se angustió de tal manera, que se puso a comer como condenada a muerte. ¡Oh, desgracia! Por las noches se escondía en el clóset y se atiborraba con chocolates. Se levantaba a las dos de la madrugada y abría el refrigerador, y se preparaba un pan con jamón y queso derretido. Dejó de tomar Coca light, y por primera vez en su vida le echó mantequilla al pan.
Sobra decir que a los cuatro meses la flaca había desaparecido para dar paso a una mujer robusta, una especie de campesina rusa que Roberto vio un día por la calle y no reconoció.
—¡Oye! ¿Es que ahora no me saludas? —preguntó ella con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Eres tú? Pero flaca, por el amor de Dios, ¿qué has hecho con tu cuerpo? Estás irreconocible, ¡madre mía!
Se abrazaron. Lloraron juntos. Roberto, que siempre tuvo un lado histriónico, se puso a gritar. Su flaca adoradase había esfumado; esta "cosa" llena de grasa no era el amor de su vida, ¿qué iba a hacer ahora, qué sería de él? Maldita comida, malditos dulces, malditos nervios, maldita angustia, él quería a su flaca de vuelta, ¿dónde estaba su sílfide, su anguila deliciosa?
—¿Así que lo que te gustaban eran mis kilos? —reaccionó con violencia la flaca—. ¿Eso fue lo que te enamoró de mí? ¿Mi flacura? ¿Y qué pasa con mi alma? ¿Mi carácter? ¿Mi sentido del humor? ¿Mi inteligencia? ¿Mi goce por las cosas ricas de la vida? ¿Mis dotes de cocinera? ¿Mi libertad? ¿Todo eso te dio lo mismo? ¿Me tiras por la borda, porque engordo 50 kilos?
Roberto la miraba boquiabierto.
—No, flaca, no lo tomes a mal, no es eso —le dijo en voz baja.
—¡Eso, eso!—chilló la flaca—. Lo que querías era una modelo, no un amor, una modelo, no una mujer, una modelo, no una compañera. ¿Sabes? Acabo de ver la luz. Me busco un gordo y no te vuelvo a ver. Lo único que quiero es ser feliz, ser flaca ya no me interesa. ¡Adiós!
Y partió en busca de su felicidad.
A todo esto, la tía Eulogia no entendía nada de lo que había ocurrido en su familia. Roberto se había puesto a comer como un desaforado. El, que cuidaba sus kilos como su cuenta bancaria, él, que andaba siempre preocupado por los kilos de más, que no comía nada con grasa, ni carnes rojas, ni helados de crema, ni bebidas con azúcar. De pronto se había puesto a comer todo lo prohibido.
—¿Se puede saber qué te pasa, Rober? —preguntaba mi tía sin obtener nunca una respuesta satisfactoria.
La Domitila se lo explicó.
—Lo que pasa es que esa flaca desatinada se puso a engordar, se convirtió en ballena y ahora anda en busca de un gordo para ser feliz.
La tía Eulogia, que siempre había emulado a la flaca, recibió la noticia con alegría. Por fin podía comer a su antojo. Volvería a pecar, a las tortas de café con crema batida, a los pasteles que adoraba y que habían salido de su vida el mismísimo día de su cumpleaños número 38. Se puso a comer, a la par con Roberto, y al cabo de cuatro meses se convirtieron en unos globos. La tía Eulogia se veía rozagante y Roberto estaba encantado, pues la flaca no necesita buscarse a otro gordo. Lo tenía a él. Lo que no tomó en cuenta fue que él había nacido con el pie cambiado. Nunca tuvo buena suerte. Lejos de encontrarlo a su gusto, la flaca lo miró con desprecio.
—Pareces una luna llena. No te encuentro nada atractivo.
—Pero dijiste que querías encontrar a un gordo, flaca de mi vida.
—Sí, a un gordo natural, con alma de gordo, con historia de gordo, con estructura sicológica de gordo, no a un goloso lleno de chocolate que se ha convertido en gordo por angustia de un querer. Eso no me sirve, me quedo con Pancracio.
—¿Y quién es Pancracio?
—Mi nuevo novio —dijo la flaca, y le enseñó la foto de una especie de armario, de unos ciento y tantos kilos, mecánico de camiones, que había conocido en un bar. —Es un amor de tipo. Tiene tanta grasa como ternura. Lo adoro. Y está tan contento de haberse encontrado conmigo y yo con él, que hemos decidido hacer la dieta del globo de agua.
—¿Y cómo es esa dieta?
—La más fácil del mundo. Para el desayuno se revienta un globo de agua y se toma el agua; para el almuerzo se revientan dos globos de agua y se toma el agua, y para la cena se revientan cuatro y se hace lo mismo. Se pierden 5 kilos (11 libras) a la semana.
Seis meses más tarde, la flaca había recuperado su peso y Pancracio, delgado por primera vez en su vida, le ofreció matrimonio. Se habían convertido en una pareja de cuentos... Y a la flaca se le había pasado la depresión. Ya no le importaba envejecer, pues Pancracio era 15 años mayor que ella.
—¡Eres el perejiliento más grande que he visto en mi vida! —dijo la tía Eulogia, a punto de padecer un infarto.
La gordura no la dejaba respirar. Le costaba subir las escaleras. Y cuando miraba a Roberto, hecho un globo, le daban ganas de llorar.
—¿Cómo pude haberme casado con un zafarrancho como tú? ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Cómo vamos a perder estos kilos? ¿No ves lo ridículos que nos vemos? ¿Así que cada vez que a esa flaca se le ocurra cambiar de vida, tú y yo tenemos que seguirla? ¡Ahora me tienes que pagar una estadía en la Clínica Mayo para recuperar mi figura!
Roberto hizo el cheque y se puso a llorar. Esa noche le rogó a Dios que se lo llevara del mundo, porque él, jamás de los jamases, entendería a las mujeres.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 08 DEL 2003