LA VENGANZA DE GRUZELDA (Carter Scott)
Publicado en
octubre 31, 2015
El castillo de Weiser había sido construido para la guerra. Cada una de sus piedras cumplía una misión defensiva, todas sus almenas se hallaban provistas de las armas más mortíferas, su gigantesco puente levadizo era capaz de resistir el impacto de cualquier tipo de proyectil o de ariete, ya fuese lanzado por la mayor catapulta o arrastrado por un numeroso grupo de empuje formado por guerreros y por bestias, y sus estancias reunían la severidad y la falta de gusto que era normal en unos leones humanos que sólo pasaban allí los inviernos y algunas semanas durante las otras épocas del año.
Sin embargo, en el jardín y en unas escasas habitaciones del ala sur, se encerraba un chispazo de excepcional sensibilidad, de belleza y poesía, que hubiese dejado estupefacto a cualquier visitante, de no ser porque constituía un recinto aislado, impresentable, un refugio privilegiado que el rey Rodorico había cedido a Arnaldo, «su débil hijo».
Realmente esta concesión resultaba minúscula si la comparamos con las dimensiones del castillo, ya que éste podía ser considerado un pueblo amurallado o una fortaleza medieval en la que se daba cobijo a una comunidad formada por más de cinco mil personas. Quien dominaba sobre todo aquel universo era el violento, hermoso y analfabeto Conrado: la espada sin piedad que ya había arrebatado la vida a dos centenares de enemigos, a pesar de que sólo contaba veinticinco años, por eso se le consideraba el «fiero orgullo de su padre». Aquella mañana, bajo un sol de castigo y con el coro gimiente que formaban las voces de los últimos prisioneros, se celebró la «corrida de botarga», que iba a contar con el brutal aliciente de que el espantajo de madera, trapos y barro cocido a decapitar había sido reemplazando por ocho cuerpos humanos, totalmente inmovilizados y cada uno de ellos con el rostro descubierto y la boca libre, para que pudiesen gritar sus miedos y sus insultos. El mejor aliciente para quien iba a actuar de verdugo, despreciando el derecho de que las víctimas deberían haber sido llevadas ante los jueces. El mejor premio para el ejecutor de la cruel ceremonia debía mostrarse al ser capaz de cercenar las cabezas de sus víctimas de un único tajo de espada.
Sin embargo, ninguno de los cientos de guerreros y nobles que se encontraban en el gran patio de armas cruzó apuestas, lo que había resultado norma común en otras exhibiciones similares, debido a que el verdugo iba a ser Conrado de Weiser. Y de éste siempre se esperaba la más certera demostración de que sus hábiles brazos continuaban siendo los del mejor y más sanguinario de los caballeros.
Pero sí se le recibió con una morbosa expectación, a la vez que se saludaba con una tormenta de carcajadas y bromas su aparición en la seca arena, sobre la que los cascos del caballo levantaron un polvo amarillento.
Pronto este indómito y blanco animal se alzó sobre sus patas traseras, piafó al sentirse dominado por la férrea mano izquierda de su amo y, nada más sufrir el doble castigo de las espuelas, se lanzó a la carrera ya controlado por la voluntad del que manejaba las riendas. Sus cascos se escucharon como pequeños truenos, que se detuvieron, nada más que unos segundos, para que el cruel jinete descargase el golpe mortal, sin hacer caso de las súplicas o de los insultos de sus prisioneros. Porque se diría que las voces le servían de aliento.
Tan rápido y macabro juego se repitió hasta llegar al último de los reos. Entonces todos pudieron escuchar una amenaza que tardarían bastante en comprender:
—¡Nuestras cabezas no serán tus trofeos, monstruo sanguinario, sino la gangrena que infectará todo este maldito castillo!
El grito fue tan estentóreo que Conrado se vio obligado a detener su montura antes de tiempo, por eso falló el tajo del acero. Aunque tardó sólo un instante en rectificar su error, lo que significó un elemento inesperado, una breve sorpresa, que hizo más prolongada la recompensa de los aplausos de su público sediento de sangre.
Aquella misma noche, mientras en el comedor del castillo se celebraba una cena-orgía, que iba a suponer la despedida de los guerreros, ocho cadáveres eran arrojados en el calvero de los lobos, para que éstos también dispusieran de su festín. Pero nadie se llegó a preguntar cuál era el nombre del desgraciado que había vomitado la amenaza antes de que la espada del más fiero hombre de Weiser le rebanase el pescuezo.
Quizá este nombre ya sólo le importara a Gruzelda, la bruja del bosque de los Helechos Cenagosos, porque ella misma lo había elegido para su único hijo, al que llamó Zorcano.
Llevaba pocas horas en el castillo. Por eso sus agrietados labios aparecían mordidos, lo mismo que ocultaba mil arañazos en las palmas de las manos, al verse sometida a un autocastigo, mientras veía impotente la macabra diversión que había supuesto el asesinato de los ocho prisioneros. Sin embargo, consiguió sobreponerse en el momento que la muerte de su hijo, unido al grito de éste «¡...la gangrena que infectará todo este maldito castillo!», le devolvió todos sus poderes y el autodominio propio de quien contaba ciento cuarenta años. Bajo unos raídos vestidos, con un negro pañuelo sobre sus largos y blancos cabellos y dejando que todo su cuerpo descansara sobre la seca y dura rama que la servía de cayado, era materialmente imposible que alguien pudiese adivinar el gran peligro que ella representaba, especialmente cuando, como en aquel preciso momento, le dominaba un odio de proporciones infinitas.
No obstante, a la espera del momento más lujurioso de la fiesta que celebraban sus enemigos, se sintió atraída por el tañido de un arpa y por una voz masculina que cantaba a los amores imposibles de una alondra y de un ruiseñor. Escuchando el canto embriagador, la caricia que su corazón estaba recibiendo cual gotas de un rocío inesperado, se dio cuenta de que había venido a ocultarse en un cuidado jardín, que no había visto antes debido a la espesa oscuridad de la noche; pero que sí percibió por el aroma de las flores y por el susurro del viento entre los rosales y demás arbustos portadores de una belleza natural.
Hasta tal extremo llegó su asombró, que no dudó en aplazar la venganza, durante unos minutos, para encontrar la explicación de aquella singularidad tan desconcertante. No tardó en verse muy cerca de Arnaldo, el hermosísimo poeta, al que no quiso interrumpir hasta que la balada se apagó con la dulce entonación de la última estrofa.
—Trovador, estoy comprobando que eres real y no una quimera nacida de lejanos recuerdos de mi juventud —dijo la bruja Gruzelda, haciendo su aparición en el cenador del príncipe—. ¿Cómo es posible que tú puedas sobrevivir en este castillo que se ha edificado con sangre, miedo, odio y tanta violencia?
—¿Quién eres, anciana? —preguntó Arnaldo, sin sorprenderse.
—Soy la venganza y la ira de las palabras que nadie puede desoír cuando son proferidas como flechas envenenadas.
—Hablas igual que los códices de guerra, tu porte me revela que no necesitas ese cayado, y veo que la arrogancia de tu mirada no se halla en consonancia con las ropas miserables que vistes. ¿Cuál es la recompensa que pretendes obtener con tu disfraz?
—Deja que la respuesta te la brinden posteriores acontecimientos, de los que oirás hablar durante muchísimo tiempo. Ahora permíteme que alabe tu comportamiento, aunque no ablandará el mío, porque mereces todos mis respetos. En este infierno de violencia, donde la mugre y la ignorancia conceden títulos y coronas, te encuentras tú, ángel irreal, fuera de la época, ya que cantas a las aves y a la belleza, tan escasas por estos parajes, negándote a aceptar las más bajas pasiones, aunque ellas generen cientos de injusticias y de asesinatos.
—Soy demasiado débil para hacerme adalid de una causa imposible como la que tú me estás describiendo. Vete de aquí anciana de lengua apocalíptica, y deja que las artes de la música y de la poesía sigan dando a este lugar su carácter de templo de la sensibilidad.
—Supongo que debes ser el hijo del rey cuando se permite esta excepción en el castillo. Por eso te anuncio que ya no podrás vivir ajeno a los demás... Sé que no me crees, porque habitas en otro mundo, el cual es pura fantasía no terrenal. Quizá nos parezcamos algo en eso, en lo irreal... ¿Sabes que hace unos treinta años yo me enamoré de un hombre como tú, a pesar de mis cientos diez inviernos de entonces, y me hice tan joven que hasta llegué a parir el fruto de nuestra sublime pasión? Luego perdí todos mis poderes de bruja... Porque yo soy una bruja, ¿sabes? Sólo hace unas horas, en el instante que el odio inundó de veneno la negra savia de mi cuerpo, he vuelto a ser la terrible amenaza de antaño... Bueno, bellísimo e incrédulo jovenzuelo, ya veo que no me escuchas. ¡Quédate aquí, en la antesala del teatro del horror, pues la cólera no me permite aplazar ni un segundo más mi venganza!
Al mismo tiempo, en el inmenso comedor real, se estaban consumiendo cientos de quintales de vaca, cerdo, carnero y venado, así como las glotonas gargantas aliviaban sus tragaderas con decenas de tinajas de vino, hidromiel y espesa cerveza.
Tamaña comilona contaba con la lujuriosa compañía de veinte docenas de muchachas desnudas, la mayoría de las cuales ya habían conocido el vigor sexual de hasta cuatro de aquellos leones de la guerra. Por eso no dudaban en bailar encima de las mesas, dejándose besar por las barbas grasientas, manosear por los dedos repletos de aceites y restos de alimento o se convertían en recipientes, donde los más lascivos no vacilaban en comer, en beber y en gozar de la forma más salvaje.
Toda esta masa de bestias humanas se encontraba borracha, enloquecida. Sin embargo, cuando la colérica bruja se plantó en medio de la gigantesca «U» invertida que formaban las mesas, alzando los brazos y gritando, ni uno solo dejó de sentirse como si le hubieran arrojado a un lago de aguas a punto de convertirse en hielo.
—¡Oídme, basura! ¡Oíd la venganza de una madre que no parió a Zorcano, su único hijo, a los ciento diez años para que vosotros se lo arrebataseis con la muerte sin juicio! ¡Yo os maldigo, bastardos de la violencia y de la ignorancia! ¡Por eso os anuncio que pereceréis, cada uno de vosotros, de la forma más cruel que podáis imaginar! ¡Ahora seguid comiendo y gozando, porque todavía os quedan unas horas de normalidad!
Mientras la totalidad de los comensales y de las rameras seguían paralizados por ese horror que se había sobrepuesto a la locura de los instintos, sólo Conrado de Weiser logró reaccionar de una forma defensiva. Saltó en busca de una ballesta y de una flecha, que montó en la posición de tiro a pesar de que sus nervios carecían de la habitual serenidad. No obstante, al ir a disparar el mortal acero, se quedó inmóvil, atónito, debido a que la bruja se acababa de transformar en una urraca, que ya se alzaba con un vuelo rápido en dirección a uno de los ventanales, sin dejar de reír de una manera escalofriante.
Desde aquel momento concluyó definitivamente la cena-orgía. Porque debían ser los sabios y los eclesiásticos quienes formulasen las siguientes palabras. Todos éstos se reunieron con Rodorico, su monarca; sin embargo, después de largas horas de discusión, únicamente pudieron decidir que se representara una farsa, mediante la cual se ocultaría el desconocimiento que se tenía de la magnitud de esa amenaza a la que iban a enfrentarse. Porque no les cabía la menor duda de que la vieja que había aparecido en el comedor, dejando el azufre de sus palabras antes de transformarse en urraca, era una bruja auténtica.
A la mañana siguiente, se celebraron varias misas de desagravio por los excesos de la cena-orgía, se realizaron los convenientes exorcismos y todos los hombres y mujeres aceptaron someterse a una dura penitencia.
Días más tarde, el riente y triunfal ejército abandonó el castillo para entregarse a una larga temporada de guerras y saqueos. Este era el «trabajo» que imponía la tradición.
Pero fue derrotado sorprendentemente en su primer enfrentamiento bélico, pese a que el enemigo era muy inferior. A la vez se produjo una circunstancia que nadie pasó por alto: la más leve herida de cualquiera de ellos se convertía en una infección gangrenosa, para la cual no existía un remedio conocido. De esta forma murieron, después de una agonía demencial y aulladora, más de trescientos hombres. Entonces acabaron las risas y las esperanzas de triunfo de los guerreros de Weiser, al haberse hecho realidad la venganza de la bruja, sin que hubieran servido como escudos las misas y los exorcismos.
Cuando la noticia de esta inconcebible tragedia llegó al castillo, el rey Rodorico exigió de nuevo que se reunieran el consejo de sabios y eclesiásticos, todos los cuales volvieron a demostrar su incompetencia frente a un maleficio de aquella índole. Pero dos de ellos pretendieron obtener provecho del desconcierto de los demás. Sin embargo, luego de aconsejar que se entregaran altos donativos a la iglesia y a los pobres, que ambos se cuidarían de administrar, no supieron demostrar de una forma y convincente la seguridad de los resultados. De esta forma se acabaron siendo ejecutados allí mismo: ocho dagas se hundieron en el vientre del obispo, y el mismo número de aceros atravesó el pecho del tesorero mayor. Con esta nueva muestra de crueldad se dejó clara la indefensión de los verdugos.
Lo extraño fue que ninguna de las dos víctimas murió en el acto, como debía haber sucedido normalmente, sino que cayeron en el suelo, retorciéndose al verse sometidas a una agonía de alaridos, vómitos de sangre y carnes corrompidas, que se prolongó por espacio de veinte horas.
El rey y sus consejeros habían pretendido que las ejecuciones sumarísimas no transcendieran, algo que resultó imposible por culpa de unos gritos que llegaron hasta el más lejano y profundo rincón de la fortaleza.
Preñados de terror, buscando enemigos en las sombras y hasta en las acciones más extrañas de sus familiares, resultó lógico que los acosados descargasen sus represalias sobre Arnaldo, debido a que era el único que se mantenía ajeno a la maldición de la bruja.
—¿Cómo te atreves a seguir cantando y riendo cuando todos sufrimos las más injustas calamidades? —preguntó el monarca, sintiendo por primera vez que había sido muy blando al permitir la existencia de aquel hijo «tan diferente».
—Siempre he vivido lejos de vuestros asuntos, padre. ¿Por qué he de cambiar una conducta que en nada os perjudica?
—¡Claro que nos perjudica, «mujerzuela»! —exclamó el cardenal, señalando a Arnaldo con sus dedos sarmentosos, y rojo de una ira exterminadora—. ¡Tú eres la cizaña que el amor equivocado de tu noble padre no supo arrancar a su debido tiempo! ¿Cuándo se ha visto a un noble que sepa leer, cantar, escribir poesías... y hasta que se lave todas las mañanas? ¡Naciste del vientre de una reina para adiestrarte en el manejo de la espada, del caballo y de los hombres; pero has preferido aprender las artes de los picaros y de los vagabundos! ¡Mientras tu hermano no se quita la armadura durante semanas, porque los piojos y la mugre endurecen la piel del héroe, tú buscas el enfermizo deleite del agua, el jabón y los perfumes! ¡Eres la aberración, el tumor que debe ser sajado de inmediato!
—¿Por qué, señor eclesiástico? Ya mostré mis «diferencias» al cumplir los cuatro años. Entonces se me hizo sufrir mil tormentos, la mayoría salidos de su iluminado magín, con el fin de «endurecer» mi voluntad. Pero, al final, se decidió que yo no tenía cura y que, como se impone a todo aquello que avergüenza, se me ocultara en el ala menos frecuentada de este castillo. A lo largo de dos décadas he cultivado mi espíritu y mi sensibilidad, sin hacer daño y sin procurarme amigos o simpatizantes. Amo la palabra, la imaginación y la naturaleza. ¿Se puede considerar que peco al alimentar estas pacíficas aficiones? ¿Acaso vais a atreveros a decirme, como aquella terrible bruja, que soy algo irreal...?
—¿A qué «terrible bruja» te refieres? —bramó el rey la pregunta, levantándose del trono y temblando de rabia...
—A una que llegó a mi cenador hace unas diez noches...
—Entonces Arnaldo tuvo que callarse, porque estaba viendo la violenta reacción de su padre, al que preguntó sin poder entender lo que ocurría—: ¿Por qué estáis arrojando espuma por la boca...?
—¡Mi hijo la vio... y no nos previno...! ¡Maldito... Maldito seas... Maldito... Aagg...!
—¿Cómo iba a hacerlo... y en base a qué acusación...? Padre, ¿qué te sucede...? ¡¡Por favor, haced algo por él!! ¿Es que no veis que se está ahogando...?
Los gritos del «hijo débil» no lograron que reaccionasen aquellos que ya se encontraban dominados por la fatalidad. Además todos consideraban que el monarca se había hecho merecedor del castigo por permitir la existencia en el castillo de un afeminado.
Al mismo tiempo, el viejo señor de aquellas frías piedras y de los no menos gélidos hombres se retorcía en el suelo. Presa de un mortal ahogo y con la boca llena de espuma. Pero, a pesar de este castigo insufrible, aún le quedaron fuerzas para hacer patente su rechazo a toda posible ayuda de su hijo cuando le vio agacharse para socorrerle:
—¡¡Nooo... Nooo...!! —susurro con un ronco estertor nacido de sus infectadas cuerdas vocales.
Al momento varios soldados apresaron el cuerpo del gimiente poeta, para sacarlo de allí a rastras, sin dejar de propinarle un sinfín de patadas y puñetazos.
La agonía del rey Rodorico se prolongó durante cuatro días y cuatro noches, sin que nada consiguieran los médicos en sus múltiples empeños de quitarle la vida en vista de que eran infernales sus dolores y el aspecto de su cuerpo: una gangrena iba devorando lentamente la piel, la carne, los músculos y los huesos, hasta convertirlos en una inmensa purulencia, en la que bullían y engordaban millares de gusanos.
Y apareció el comportamiento incomprensible, demencial, del agonizante. Porque el cuerpo gangrenoso, casi el de un leproso en la última fase de la putrefacción, encontraba fuerzas para incorporarse en la cama, luego para arrastrarse por el suelo y, finalmente, para arrojarse sobre la mujer que se hallaba más próxima. Queriendo violarla con la desesperación del macho en celo, que siente más necesario el placer carnal que el agua, la comida o la paz de espíritu que corresponde a los moribundos.
En medio de los dolores más espantosos, con las carnes y la piel cubiertas de llagas repletas de pus y gusanos, el rey Rodorico buscaba la posesión de las hembras igual que las limaduras corren a pegarse a los brazos del imán.
Y cuando se prohibió que fémina alguna entrase en los aposentos reales, debido a que el agonizante había conseguido violar a más de cuatro damas, una de ellas en avanzado estado de gestación, se forzó al desenlace final. Y es que la necesidad enloquecida de la satisfacción, había llevado al monarca a arrastrarse por las estancias cercanas a la suya, en busca de una mujer.
Su muerte resultó tan indigna, que los eclesiásticos estuvieron a punto de no administrarle la extremaunción por «endemoniado». Sin embargo, después de muchas discusiones, se prefirió imponer penas de muerte y de excomunión a todos aquellos que hubiesen contado la agonía, infecta y pecaminosa, del personaje más importante del castillo de Weiser. Se prefirió decir que Rodorico «era merecedor del honor de unas honras fúnebres solemnes», con la unción de los óleos que se otorgaban a todo monarca que había «llevado una existencia repleta de santidad».
Días más tarde, el fiero Conrado llegó al castillo para presidir el entierro de su padre. Acababa de sufrir una segunda derrota incomprensible, a consecuencia de la cual perdió a otros trescientos hombres, cada uno de los cuales falleció después de una agonía interminable. Hasta los enterrados permanecieron gimiendo debajo de la tierra. Esto no fue obstáculo para que a Conrado se le proclamara el nuevo rey de Weiser.
La primera orden que dio fue el destierro de su hermano, luego de cubrirle con la mortaja del desprecio y amenazar con el castigo de la horca a todo aquel que se atreviera a darle cobijo o a mostrarle el más mínimo afecto. De esta manera justificó su decisión:
—¡Es la condena que merece un parricida! ¡Vivirá en la más absoluta soledad, ya que su rechazo de las costumbres de los hombres verdaderos le llevó a no querer prevenirnos de la presencia de esa bruja endemoniada..., y a provocar la muerte del llorado Rodorico, mi noble padre!
El poeta fue conducido al bosque, donde se le abandonó sin ninguna provisión de agua y alimentos. Al principio, él continuó queriendo convencer a sus vigilantes de que era víctima de una errónea interpretación de los hechos; luego, suplico que no se le dejara lejos del jardín y de sus instrumentos musicales. Hasta que abandonó las suplicas al entender que todos sus esfuerzos por ser comprendido ya eran inútiles.
Una vez que se halló en medio de la penumbra de unos parajes desconocidos, los ojos se le llenaron de lágrimas, y la desesperación le hizo creer que jamás conseguiría sobrevivir. Pero, con la llegada del alba, el estallido de la vida que representaba la Naturaleza en los últimos días de la primavera, modificaron por completo su talante. Siempre había amado las flores, los árboles, los animales y el aire libre. Por eso dejó que una urraca se acercara a sus pies; y al ver que este negro pájaro de brillante plumaje no dejaba de mirarle, le tendió la mano para que se posara en la palma abierta; luego, le permitió que saltara a uno de sus hombros, de donde pocas veces se separaría en el futuro. Entonces se hizo este pensamiento:
«¿Dónde encontraré mejor mundo para mi felicidad si estoy en el universo real y no en el reducido teatro casi artificial, que suponía el espacio que se me había concedido en el castillo? Al menos aquí me veré lejos de la incomprensión humana.»
Cuarenta y ocho horas más tarde pudo convencerse de que se hallaba en un ambiente ideal, donde su supervivencia y el goce artístico eran posible. Gracias a su cultura y a su habilidad manual, no le costó encontrar los elementos para fabricar la tinta y la pluma, una corteza en la que escribir sus poesías y hasta los maderos y los juncos suficientes para construir un tosco instrumento musical. Como si la presencia de la urraca, siempre sobre uno de sus hombros, le diera unos ánimos que no dejaban de sorprenderle.
También se cuidó de su cuerpo al proveerse de hojas secas y de otros elementos Vegetales, que le proporcionaron abrigo y lecho durante las frías noches. Su comida se ciñó a las bayas, moras y otros frutos silvestres, porque le horrorizaba matar a cualquier animal aunque fuese para ampliar la variedad de sus alimentos.
Una tarde que acaba de salir del río, luego de uno de sus frecuentes baños, se vio ante una joven de una belleza deslumbrante, tan desnuda como él, que le tendía sus brazos amorosamente. No lo dudó. Desconocía el contacto físico con mujer, aunque lo hubiese leído y soñado, por eso debió ser entrenado por quien era algo más que un hada generosa. Satisfacer la pasión y brindarla pronto se hizo tan real para él como el mismo hecho de vivir en el bosque, sin que le importara que en ocasiones, cuando el encuentro carnal se alargaba durante horas, aquella criatura brotada de los rayos del sol o de las matas de flores más hermosas, recobrase la forma de urraca en una lenta transformación, casi similar a los largos atardeceres, cuando se diría que la luminosidad del día se niega a dar paso a la noche por clara que ésta sea.
—Lástima que ya no pueda ser sembrada por ti, mi amor —dijo Gruzelda, sin pena, la única vez que utilizó la voz para comunicarse con el bello poeta—. Pero nadie podrá destruir nuestra unión. Como no tendremos descendencia, seremos tú y yo los que perduraremos por los siglos...
Al mismo tiempo, en el castillo de Weiser la muerte gangrenosa seguía cebándose en sus habitantes, con lo que los alaridos sobrehumanos, las agónicas convulsiones y los estertores de los que exigían que se les diera muerte de una manera fulminante se convirtieron en el único sonido que allí se podía escuchar.
No obstante, la necesidad sexual de los moribundos se hizo más insufrible que la purulencia y los gusanos qué se cebaban en sus cuerpos. Porque esta «necesidad» era otro castigo de los impuestos por la bruja Gruzelda. La mujer embarazada, a la que el rey Rodorico poseyó durante los últimos días de su enfermedad gangrenosa, había parido una criatura deshecha por la infección y, después ella misma fue víctima de la misma epidemia, de ese retorcerse en aullidos de dolor, suplicando la propia muerte, encadenada a un terrible alargamiento de su agonía.
Lo único que se pudo hacer fue prohibir que mujer alguna se acercara a los moribundos. Pero la «necesidad sexual» de éstos halló infinidad de recursos para burlar toda vigilancia y superar cualquier barrera. Ya que cada uno cumplía la «obligación» de extender la ponzoña infecciosa de la que era portador. Dado que la maldición de la bruja era una realidad indiscutible e inevitable, las jerarquías eclesiásticas, militares y civiles decidieron poner a salvo a Conrado, su joven monarca, antes de organizar el definitivo abandono de aquel lugar infecto.
Se le hizo partir a la pequeña fortaleza de Ñames, donde esperaría la pronta llegada de Berenilce, la princesa que iba a ser su esposa. Porque la boda tendría que acelerarse, con el fin de que el heredero del trono de Weiser fuese engendrado en un vientre al que no afectara la maldición de la bruja.
Dos emisarios partieron a entrevistarse con el rey de Burdoes, el cual, desconociendo la tragedia que asolaba el castillo de Weiser, se dejó cegar por el cofre repleto de oro que se le regalaba.
A las pocas fechas, partió la numerosa comitiva de la novia, yendo ésta en un palanquín protegido del sol con sedas y damascos y tirado por seis caballos. Era la doncella más hermosa del continente, por eso le habían cantado cien trovadores y la dominaba el engreimiento y la coquetería propios de la bella que únicamente vivía para el cuidado de su físico.
Pero quiso el destino que, en una de las paradas de avituallamiento, a la hermosa le llegase el canto de Arnaldo. Se hallaba éste muy distante, lo que no impidió que unas ráfagas de viento llevaran el sonido melodioso y acariciador a los oídos de quien gustaba del arte de la música.
—¿Dónde vais tan presurosa, señora, que hasta olvidáis a vuestras amas? —preguntó la más importante de éstas, sin ocultar su disgusto.
—Parece que anda un trovador por aquí cerca.
—«Ese trovador» nunca cantaría a vuestra belleza, como anheláis. ¡Es un parricida que ha sido arrojado a este bosque por vuestro futuro esposo! ¡Nadie puede verle ni hablarle y mucho menos una princesa como vos!
—¿Cómo se llama el cantante y por qué no ha sido ahorcado como correspondería a un villano? ¿Acaso es de noble cuna?
La vieja ama contó todo lo que sabía, pero sin hablar de la peste gangrenosa porque lo ignoraba, procurando cargar las tintas con el fin de apagar el repentino entusiasmo de su joven señora. Lo consiguió de una manera rápida y efectiva, aunque fue incapaz de impedir que quedara un poso generador de futuros recuerdos.
La boda del rey Conrado de Weiser y la princesa Berenilce de Burdoes se celebró en una ermita, la ofició un simple sacerdote y los invitados fueron los mínimos. Esta huida del boato, la aparatosidad y las multitudes alarmó profundamente a la joven coqueta, a pesar de que se la había explicado que la reciente muerte de las dos más altas jerarquías religiosas del reino aconsejaba la moderación y la sencillez.
Claro que ella era una yegua en celo, repleta de una sensualidad gozada a través de la imaginación, por eso no tardó en volcar todo su ser y su voluntad en lo mucho que aquella noche le aguardaba. Al principio fueron cálidos y brutales los brazos que la acogieron, devoradores los besos que vistieron de ardores toda su piel, y abrasadora y honda la espada carnosa que la llenó. Después, apareció el dolor y una sensación de sometimiento muy distinta a todo lo anhelado. Se notó avasallada, desnuda y vencida; pero no le quedó el recurso de la protesta, debido a que se hallaba completamente dominada. De pronto...
Unos alaridos de muerte atravesaron las puertas del regio dormitorio. Conrado de Weiser se aupó en el lecho y volvió la cabeza, adivinando lo que estaba sucediendo.
Entonces Berenilce pudo saltar al suelo, una vez se vio libre del peso que la inmovilizaba. Se vistió con rapidez e intentó ir en busca de una respuesta. Sin embargo, su marido la detuvo con unas palabras torpemente amorosas:
—¿Qué nos importa a nosotros, señora mía? Volvamos a gozar de esta noche única...
—Pero ¿no escuchas a esos desgraciados? ¡Se diría que las alimañas están devorando sus vientres!
Eran gusanos los que se cebaban en los cuerpos gangrenados de los dos vigilantes. Ambos se habían desplomado en el suelo, heridos por unos dolores repentinos e insoportables y, al llevarse las manos a las zonas dañadas, se encontraron con la purulencia y con esos bichos diminutos y repugnantes que se alimentaban de lo corrompido.
Por eso la joven Berenilce se quedó anonadada ante un espectáculo tan pavoroso; y a punto estuvo de caer desmayada. Pero la sostuvo en pie el rostro desencajado del montero mayor, cuyos ojos desorbitados, su boca jadeante, unida a la crispación que mostraban sus manos y su agitado respirar, denunciaba que venía a comunicar un horror superior al que ella y su marido acababan de presenciar.
—¡Majestad, majestad... Sobre el castillo ha terminado por desatarse la peste gangrenosa! ¡Nadie sabe qué hacer! ¡Se han levantado el puente levadizo y el rastrillo para que escapen los supervivientes... Pero éstos se niegan a abandonar a sus familiares y amigos, a pesar de que los están viendo agonizar en medio de esa locura carnal... Como nadie cuenta con un eficaz remedio contra la maldición de la bruja...!
—¿De qué estáis hablando, señor de Layoz? —preguntó la reina de Weiser, empezando a comprender que había sido víctima de un terrible engaño.
—Querida esposa, tranquilizaos... —La confusión de Conrado era evidente; a la vez, sus pupilas daban cobijo a un horror retenido, que no le impidió seguir hablando—: Ya os lo contaré todo más adelante... Ahora, ¿os importaría dejarnos solos, señora mía?
Las últimas palabras del fiero guerrero tuvieron su continuación en los ayes agónicos de los moribundos vigilantes. ¡Además, la reacción de éstos fue la de arrastrarse en busca de Berenilce, de cuyas largas ropas tiraron lujuriosamente!
—¡¡Pero... ¿Qué...? ¿Qué es esto...?!! —gritó la reina, aterrorizada.
Momento en el que su esposo desenvainó la espada del señor de Layoz, su montero mayor, para comenzar a descargarla salvajemente sobre los cuerpos que se retorcían por el suelo. Tuvo que masacrarlos materialmente, cortándoles los brazos, las piernas, la cabeza y el tronco en múltiples fracciones, porque todas parecían no querer alejarse de Berenilce. Ya que la sola idea de que ésta, la joven y hermosa princesa que debía proporcionarle un hijo fuerte y lleno de salud, pudiera verse infectada le había transformado en una máquina aniquiladora.
Luego, una vez conseguido su propósito, se enfrentó a la muda pregunta de su esposa, a la que dijo:
—Eres demasiado bella e inocente, querida... Yo no podía consentir que te tocasen... ¿Verdad que lo comprendes?
Ella se había quedado sin palabras. Prefirió volver al dormitorio, porque necesitaba ordenar sus ideas. Una vez cerró la puerta, se sintió empujada a la huida, debido a que en ningún momento había cesado de escuchar los lamentos agónicos de los vigilantes, ya que seguían incrustados en los oídos de su mente. Pero al comprender lo difícil que le sería escapar de la fortaleza se entregó a pensar en el engaño que la había traído a un reino infectado por la peste... ¿Estaba atrapada en aquella repugnante prisión?
Sus lógicos razonamientos la llevaron a deducir que la rapidez de la boda, la sobriedad de la ceremonia y el hecho de que estuvieran viviendo allí, en lugar de en el castillo de Weiser, obedecía que ella debía proporcionar un heredero sano.
—Es posible que el fermento de esa criatura, de mi futuro hijo, ya se encuentre en el interior de mi vientre —se dijo, asustada—. Por lo mismo..., ¿no me veré atacada por esa horrible enfermedad de la que se me ha querido mantener ignorante?
Pese a sus diecisiete años, la reina conocía la política y las astucias de las cortes medievales, gracias a que había contado con los mejores profesores desde el mismo instante que se supo que su gran belleza y limpieza de sangre le concedían el derecho a ser apetecida por los reyes más poderosos del continente. Conrado de Weiser había contaba en este grupo reducido, pero debieron separarle del mismo por culpa de la peste gangrenosa.
A lo largo de los días siguientes, la astuta reina supo informarse amplia y sagazmente de todo lo que había sucedido en la región. También se cuidó de organizar su escapatoria, porque anhelaba poder eliminar la ponzoña que pudiera anidar en su cuerpo. Mientras tanto, no dejaba de recibir noticias de las nuevas muertes que se iban produciendo: de los cinco mil habitantes del reino ya sólo sobrevivían unos mil ochocientos.
Aquella madrugada las gentes que eran fieles a Berenilce consiguieron llevarla a las caballerizas de la fortaleza, desde donde a ella le resultó muy sencilla la huida. Se hizo acompañar por dos guías, en especial por uno que conocía a la perfección el bosque. Ya que la reina necesitaba seducir a Arnaldo, para que la savia regeneradora de éste, propia del hijo de un rey y hermano del que le había inoculado el veneno en el vientre, le permitiese parir un hijo sano. Había llegado a tales extremos su desesperación, que esa conjetura demencial le resultaba lógica, tanto como para obsesionarle el hecho de hacerla realidad.
No le resultó complicado localizar al poeta, debido a que de nuevo le llegó su canto con las ráfagas de viento. Se aproximó sin ningún tipo de compañía. Pronto comprobó que el parricida era guapo, joven y parecía algo tímido. Por eso se exhibió ante él, empezando a desnudarse. Quería provocarle el deseo carnal. Pero Arnaldo prosiguió con su papel, igual que una flor que nunca puede devolver la admiración y la pasión que despierta. Sobre todo porque su único amor estaba posado, bajo la forma de urraca, en una rama próxima.
Berenilce se sentó al lado del hombre cargada con toda su sensualidad; y completamente desnuda. En seguida se entregó a retirar las raídas vestimentas masculinas. Tardó muy poco en convertir a Arnaldo en un Adán en el paraíso; luego, se entregó a besarle y a acariciarle el cuerpo. Cada vez se notaba más excitada.
Pero la respuesta del poeta no pudo mostrar una mayor frialdad e indiferencia. Esto supuso que ella tuviera que echarse materialmente sobre él, sin que esta iniciativa fuese correspondida con un gesto o una palabra del impasible Arnaldo.
—¿De qué estás hecho tú, infeliz, que el poder de tu noble sangre y la pasión de mujer no te despiertan ningún interés?
Esperó una respuesta, convencida de que sus palabras deberían encender los últimos rescoldos de la fogata de la hombría; sin embargo, el silencio del poeta fue para ella la respuesta más desalentadora.
De repente, brotando de las entrañas de la venganza, apareció Conrado de Weiser blandiendo su espada exterminadora. Para su mente violenta la escena no merecía otra interpretación que el adulterio. Por eso arrancó a su esposa del fallido encuentro sexual, dispuesto a asestar el tajo de muerte sobre su hermano.
No obstante, desde un cielo sin nubes, fue descargado un rayo cegador, que al tomar contacto con el arma pareció haberla devuelto a la fragua donde fue templada, para, de inmediato, derretirla hasta hacerla cenizas en el momento que tocó la fresca hierba del suelo.
—Nada os he hecho a vosotros dos —se lamentó Arnaldo—; pero ya veo que ni en el bosque me dejaréis vivir en paz. Ahora alguien ha detenido tu ataque injusto, lo que no frenará en ti el deseo de querer matarme. De no conseguirlo tú, detrás vendrán otros y otros, hasta que uno me sorprenda... —En aquel momento se volvió hacia donde se encontraba la urraca, a la que dijo—: ¿No te parece que ha llegado el momento de que encontremos la manera de perpetuarnos libres de la amenaza de la incomprensión humana?
De repente, el atónito y frustrado verdugo, sosteniendo la mano que le había sido abrasada, pudo asistir, junto a su desesperada esposa, a un prodigio sobrenatural: Arnaldo de Weiser, el poeta que amaba las Artes y la Naturaleza, se estaba convirtiendo en un árbol de tronco grueso e indestructible, el cual quedó provisto de unas ramas cargadas de hojas, las cuales se abrieron para formar una copa majestuosa.
Al mismo tiempo, la pareja de seres carnales retrocedía en un inútil deseo de escapar de allí, aterrorizados, sin creer lo que estaban contemplando. Pero cayeron en una ciénaga purulenta, abrazados y poseyéndose brutalmente, en un rabioso deseo de infectar al otro. A la vez que se hundían en un fango repleto de gusanos, gritaban como dementes entregados a un delirio mortal. Por eso fueron incapaces de contemplar el vuelo rasante de una urraca, que no cesaba de reír diabólicamente...
Cuenta la leyenda que la urraca instaló su nido en lo más íntimo del hermoso árbol, dando a pie a un encuentro que ha perdurado a lo largo de más de siete siglos. Por lo que aún hoy día la urraca y el árbol, o Arnaldo y la bruja Gruzelda, deben seguir gozando de su amor en el corazón de algún bosque, uno de los menos frecuentados de la Europa central.
FIN
Carter Scott nació en Los Ángeles (17 de noviembre de 1941), cerca de Hollywood; sin embargo, la influencia de su abuelo Joseph, que había sido brigadista en la Guerra Civil le invitó a venir a España hacia 1960. Pero el panorama literario de nuestro país no le gustó demasiado, por lo que volvió a su hogar norteamericano, para comenzar a colaborar como guionista para algunas productoras cinematográficas como la « Universal» y la «Metro», aunque pocas veces apareció su nombre en los títulos de crédito. Sus primeras novelas en castellano, idioma que domina a la perfección, las publicó en la editorial «Diana» de México en 1968: La muerte nunca será tu amiga, Poliface y Riendo y muriendo, entre otras.
En 1976, volvió a España, donde se ha quedado para siempre, al menos es su propósito al haber contraído matrimonio con una sevillana, a cuyo hogar han venido cinco hijos. Escritor de los considerados «todo terreno» ha pasado por el erotismo, el «porno», las novelas del «Oeste» y las de Terror. Algunos de sus mejores relatos los adquirió Ediciones V, pero no fueron publicados al desaparecer por una crisis editorial.
Conviene resaltar que Carter Scott ha escrito, también, El Diccionario esotérico y varios libros de Enigmas para nuestra Editorial.