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noviembre 03, 2014
Cucupa (Búho), Técnica mixta, 160cm x 110cm, 1996.
Correspondiente a la edición de Diciembre de 1996
Texto: Manuel Esteban Mejía. Fotos: Kira Tolkmitt.
Tengo un particular recuerdo de Mellington Oña como alumno en la Facultad de Artes. Era callado, atento, poco afecto a preguntar o responder. Disciplinado en el trabajo, nada faltón, era inconfundible con sus largos cabellos negros.
De alguna manera ha seguido siendo igual, aunque algunos cambios pueden advertirse en la madurez de su carácter, en cierta gravedad de temperamento, en una más profunda necesidad de interiorización vital, lo que, también, se refleja en su obra pictórica.
Desde 1992 en que egresó de la Facultad, Oña continúa realizando una actividad plástica que no sólo es coherente y evolutiva con relación a los niveles demostrados cuando fue estudiante, sino también más densa y firme, con logros marcados y positivos.
Como todo alumno, pasó por las distintas instancias de aprendizaje hasta desembocar, en los últimos semestres, en una concepción en que ingresaban elementos del mundo circundante pero bajo la visión de su ojo. Suele suceder con algunos estudiantes, en quienes, a tiempo del egreso, profesores y compañeros advierten particularidades de concepto y de técnica que van a definirse en la obra posterior. Este fue el caso de Oña, que, por lo realizado y por lo que hará (estamos seguros) deberá convertirse en miembro destacado de la generación de los años 90.
Montaña, Técnica mixta, 170cm x 130cm
LOS INICIOS
Oña estudió en la Facultad de 1986 al 92. No procedía de un colegio de especialización, pero su inclinación lo llevó a optar por una carrera en que, con libertad y creatividad, pudiera expresarse. Habilidad dibujística, paciencia, tesonero esfuerzo por asimilar conocimientos teóricos y técnicos, frecuentación de obras de arte, voluntad para el trabajo, fueron algunos de los factores que le permitieron pintar y grabar (sus dos especialidades). Lo llevaron también, con solvencia técnica y seguridad en los logros, a participar en el salón Mariano Aguilera, de pintura, en 1991, ganando una mención. Igualmente mereció mención del premio Alberto Coloma Silva para estudiantes que egresan de la Facultad de Artes (92); en el concurso convocado por la Fundación Exedra (92), frente a Tomás Ochoa y Roberto Carrera fue uno de los finalistas, alcanzando mención. Ese mismo año logró el premio Ciudad de París, viajando a Francia, país en el que permaneció unos meses y visitó talleres de artistas y museos.
Con treinta y dos años de edad, su evolución conoce dos fases. La primera que arranca desde los últimos años de estudiante y que se extiende hasta la época del concurso Mariano Aguilera y una segunda que desde ese tiempo se proyecta hasta los presentes días.
PAISAJE Y ABSTRACCION
Las raíces culturales indígenas se hacen presentes ya en las primeras obras de Oña, aunque en sus años de Facultad pude percibir una cada vez más abierta propensión hacia el paisaje. Esta inclinación suya tenía una razón de ser: Oña, alumno, comenzó a vincularse visual, anímica y estéticamente con el mundo físico del cual forma parte y que es también el de sus ancestros. No sólo lo ve sino lo siente. De este sentimiento surgirá un paisajismo cuya característica más notoria estará dada por la no fijación del detalle, sacrificado en aras de una visión interior, de consistencia panorámica, en que no prima el aspecto sino la vastedad, la soledad de montañas y pueblos.
Esta visión se liga con un segundo valor, de orden conceptual y plástico, que es la abstracción. Su afán de reflejar el paisaje abierto lo lleva a establecer una síntesis del mismo, apoyándose en forma y color. Oña señala entonces su poco interés en reflejar una realidad de orden naturalista, en dejarse atrapar por el color "natural" que ese paisaje muestra, tentación evidente para muchos. Su visión es menos exterior y más personal, íntima, lo que la abstracción le facilitaba. No se trataba, en consecuencia, de rehuir la forma concreta sino -por la necesidad de expresar lo que sentía y veía del mundo físico y humano- de encontrar, por así decirlo, las formas que tradujeran su visión. El resultado fue una pintura en que reducción y asimilación dominaban las imágenes plásticas.
Esa abstracción se verificaba en la línea, que se volvía escueta, insinuadora de montañas, valles y caseríos. De igual modo transformada el color -de dominante monocromática-, con tonalidades rojizas o azulencas, en que otros valores actuaban para definir la imagen y en proporción ínfima, como zonas de luz o de sombra, masas de equilibrio en la composición del cuadro. Texturaciones de diversa envergadura acentuaban la importancia del color. En definitiva, Oña no rechazaba el impacto sensible de la naturaleza en su trabajo, pero mediatizaba ese impacto a través de la simplificación que imponía a su imagen.
Yaya (Padre), Técnica mixta, 90cm x 120cm, 1996
LO RECIENTE
Sin abandonar este lineamiento y, antes bien, estableciendo un mayor compromiso con él, el pintor viene desarrollando una obra en la que, el concepto, como síntesis de su cosmovisión, alcanza un lugar preponderante. Pero como a Oña le interesa de manera fundamental el mundo circundante y la problemática humana y social de ese mundo; como él da singular importancia a los hechos de lo cotidiano; como ha comprendido que los valores básicos no son del orden de una exterioridad efectista; como se reconoce en la cultura indígena y en los aspectos bajo los cuales se manifiesta (fiestas, ritos, costumbres, etc.), este bagaje incidió para determinar su nueva actitud plástica.
Lo anterior actuará en su obra como una realidad y una verdad de sentido vital y no meramente intelectual, por lo que no abandonará la pintura para experimentar con otras materias, y tampoco la someterá al predominio excluyente de una idea, de una propuesta formal, de una búsqueda que pudiera minimizar la participación emotiva y hondamente sensible en que fundamenta su vida. La suya es una pintura seria, sobria, de densidad en algunos casos, pero no fría, o yerta, o carente de dinamia.
Sus trabajos de los últimos cuatro años ratifican lo que señalamos, y lo ratifican de manera plena, consciente. En ellos, la forma (aún la escueta de su trabajo anterior) prácticamente desaparece por la directa acción del color, convertido en el gran protagonista de esta obra, pero no porque sea superflua o por un capricho de moda o situación, sino porque pierde su función de señalizadora de la realidad, transformándose en manchas de color que, algunas veces, son masas con peso específico en la composición. A ratos sugieren un aspecto exteriorizante de la visión de Oña, pero en general recrean una realidad de orden interno, otros paisajes del alma y no sólo de la mente del autor.
En consonancia con esto se acentúa el uso del color en su aplicación monocroma. Ampliando los valores, aparecen el naranja, el blanco, el azul profundo y el negro, que mezclados con grises, rojos, amarillos y otros confluyen a imponer una resolución ricamente visual.
Otro elemento que insurge con palpable eficacia son los signos y grafismos, discretamente empleados, únicas "formas" visibles en su obra. El pintor, cediendo a su verdad vital, cóntinúa con los empastes, hasta generar texturaciones densas, a veces, y en otras insinuadoras del peso de la materia.
Su obra es aún parca en número y el camino que sigue no podemos decir que esté agotado. Tiene por delante una vasta perspectiva que a él le toca explorar y analizar. Está al inicio de una aventura que es su vida misma. Esta aventura debe depararle lo que, sin dudas, anhela con su trabajo: la afirmación de su personalidad a través de una mayor comprensión de un mundo que es el suyo.
Analogía No. 2, Técnica mixta, 150cm x 150cm, 1992
EI conocimiento de la obra de Mellington Oña me fue dado de una manera ritual, por sugerencia del artista. Ritual del cual el pintor pidió se diera cuenta en la nota sobre su trabajo. Pero no fue compromiso: fue acercamiento a una realidad inédita para un extraño que, a pesar de serlo doblemente –extranjero en la comunidad y en el país–, llegó a ella por vínculos circunstanciales aunque sinceros. No fui el único, empero. Ximena llevó la gracia morlaca, y Manuel –autor de la nota crítica– y su familia, los aires costeños. Pero todos, incluida la bella compañera francesa de Juan Flores, lider de la pequeña comunidad de Tambo Lulubamba, en Rumicucho, fuimos una gran familia de la que, para el momento, fueron expresamente excluidos algunos visitantes ocasionales por "no pertenecer" a ella. El honor fue grande, pues, por lo exclusivo.
La comunidad, formada por unos tres mil habitantes, desciende de la etnia Caranqui, asentada por siglos en estas y vecinas comarcas hacia Cayambe. Las palabras de su líder Juan Flores, hablaron del orgullo de su raza, y de su rechazo y el de toda la comunidad a las celebraciones ajenas que para esa noche se anunciaban en la cumbre de Rumicucho, con ocasión del día: el solsticio del 22 de septiembre, cuando se han terminado de sacar de la tierra los últimos productos y se empiezan a preparar los campos para las nuevas siembras. Lo que para la familia era ritual de agradecimiento, para los celebrantes de la noche sería ocasión folclórica, y eso desagradaba a los comuneros.
Sin embargo, una ceremonia religiosa previa y la presencia de su oficiante en el ritual indígena, puso una nota extraña y aculturante en la reunión. Pastor protestante o sacerdote católico, gurú oriental o brujo africano, la simbiosis entre las antiquísimas creencias indígenas y las religiones llegadas en la mochila de los conquistadores y en los navíos mercantes o esclavistas, cualesquiera que hubiese sido su procedencia, no acaba de cuadrar en una ceremonia ancestral en donde la cultura indígena no requiere de ornamentos ajenos para manifestarse trascendente, válida, hundida en lo más profundo de la tradición. Pero cada quien es dueño de su fe y del objeto de ella.
La chicha bajó espesa por el gaznate, luego del ritual chorro agradecido a la madre tierra. prodigadora de beneficios. Después, el chancho hornado, una dosis adicional de chicha y la belleza de Galia y de Cuenca, terminaron de alegrar un medio día en el que el sol no dio respiro.
La obra del artista, vista luego del rito, adquirió entonces un valor substancial: el de su integración con una cultura y un hacer ancestrales que le dan al ejecutante una cosmovisión más telúrica, más rica en contrastes y texturas. Pero esto es tema de Manuel y no soy yo quien pueda invadir espacios que tienen sus propios ocupantes. (oog).