EL GRAN SITIO DE CONSTANTINOPLA
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marzo 19, 2015
EI Imperio Romano subyugó por mucho tiempo a casi todo el mundo conocido. Su primera sede fue Roma, y su segunda y última la esplendorosa capital oriental de Constantinopla. Con el correr de los siglos, el poderoso dominio de los Césares quedó reducido a unos cuantos miles de hectáreas. Sin embargo, en 1453 aún ostentaba el título de Imperio, y su soberano, Constantino XI, era reconocido como el sucesor número 168 del primer emperador romano.
Su contrincante era el joven sultán turco Mahomet II, gobernante férreo y absoluto del nuevo y vasto Imperio Otomano, que se había extendido por el continente europeo hasta hacer de Constantinopla una isla cristiana en un mar islámico. Cada vez más débil y pobre, la ciudad había buscado durante años el apoyo de Occidente... pero en vano, debido a que su iglesia ortodoxa se negaba a admitir la supremacía del papa romano.
Por eso, los últimos emperadores habían tenido que tragarse su orgullo y aceptar la soberanía del pontífice a cambio de ayuda militar. Mahomet ll sabía que era preciso actuar con rapidez. La batalla que esta situación originó jamás ha sido superada en dramatismo y tensión. A continuación la relatamos tal y como lo hubiera hecho un grupo de corresponsales en aquel entonces.
Por Gordon Gaskill.
Constantinopla, 15 de abril de 1452. Hoy, violando abiertamente los acuerdos concertados con la ciudad, el sultán Mahomet II empezó a levantar una enorme fortaleza a ocho kilómetros de las murallas de la urbe, en el lado europeo del estrecho del Bósforo. El soberano turco, de 20 años de edad, ya tiene construida otra en la orilla asiática, donde el estrecho mide apenas 800 metros. Cuando los 1000 maestros albañiles y sus 2000 ayudantes empezaron la obra, todos los habitantes de Constantinopla, desde el Emperador hasta el más humilde súbdito, se agolparon en las murallas para mirar hacia el norte, embargados por el temor.
Constantinopla, 30 de junio. El emperador Constantino (de 48 años, esbelto, moreno, de porte militar) y su Consejo decidieron enviar una embajada al Sultán. Han hecho todo lo posible por aplacarlo. Para empezar, enviaron víveres a los constructores de la fortaleza. A pesar de ello, algunos soldados turcos metieron sus caballos a pastar en los huertos de los cristianos. Los aldeanos que protestaron fueron muertos. Al quejarse un representante imperial, Mahomet le contestó que él haría lo que le viniera en gana, y advirtió que si llegaban otros mensajeros, los mandaría decapitar. Ahora, el Emperador espera con nerviosismo los resultados de su última misión.
Edirne (campamento base de los turcos), 15 de julio. El Sultán escuchó con impasible dignidad a los embajadores, quienes mencionaron los últimos tratados y con el mayor tacto pidieron garantías de que la nueva fortaleza no era señal de que proyectaba atacar la ciudad. Cuando terminaron de hablar, ordenó que les cortaran la cabeza.
Constantinopla, 30 de julio. Toda la población se dedica a reunir materiales para el inminente sitio: armas, piedras, aceite, los ingredientes secretos del "fuego griego", un líquido inflamable y pegajoso que quema horriblemente y que aquí se ha utilizado durante siglos. Los herreros y los armeros se aplican a forjar armas. Constantino considera que 50 puertas son demasiadas para la ciudad, y ha ordenado tapiar muchas de las pequeñas. Dentro de las murallas, han sido abandonadas tantas tierras, que es posible cultivar alimentos en cantidades considerables. No obstante, el Emperador ha enviado varias naves en busca de víveres. El agua potable no será problema: hace siglos se cavaron gigantescas cisternas, que contienen agua suficiente para abastecer a la capital durante cien años.
Constantinopla, 31 de agosto. Hoy quedó terminada la colosal fortaleza. Los otomanos la llaman "el Estrangulador del estrecho", nombre acertado, pues ahora, con fortificaciones en ambas riberas, controlan todo el tráfico entre el Oriente y Constantinopla. Es un golpe muy duro para la ciudad, que ha perdido casi toda esperanza de recibir ayuda. Sólo podrá llegar del oeste y por vía marítima.
Edirne, 30 de septiembre. Esta mañana los turcos estrenaron con éxito el cañón más grande del mundo. Su constructor, un cristiano húngaro, de nombre Urbano, había ofrecido sus servicios al Emperador; como este no pudo cubrir el salario que exigía ni suministrar los materiales necesarios, se dirigió a Mahomet, quien le pagó el cuádruplo y le proporcionó todos los elementos. Quedó tan complacido con los ensayos de hoy, que ordenó a Urbano hacer un cañón dos veces mayor.
Constantinopla, 26 de octubre. La ciudad recibió con vítores las naves que hoy trajeron la primera ayuda verdadera de Occidente: 200 arqueros napolitanos enviados por el papa Nicolás V. En cambio, el pueblo demostró poco regocijo al ver llegar a dos altos prelados latinos que representarían al Pontífice: el cardenal Isidoro, legado papal, y un arzobispo genovés procedente de la cercana Quíos, llamado Leonardo. La gente los miró con frialdad, y algunos lanzaron maldiciones a su paso, pues han venido a imponer la prometida "unión" con Roma, rechazada por la mayoría cristiana de Oriente.
Edirne, 20 de noviembre. Hoy un barco veneciano se negó a detenerse en el Estrangulador del estrecho, y la guarnición lo hundió con un solo disparo del nuevo cañón. Trajeron a Edirne al capitán y a 30 tripulantes; a estos los decapitaron y a aquel lo ensartaron vivo en una estaca afilada.
Constantinopla, 12 de diciembre. A instancias del legado papal, Constantino aceptó, aunque a regañadientes, celebrar hoy una misa "por la unidad" en la basílica de Santa Sofía, construida hace 900 años. La mayoría de los feligreses se escandalizaron al oír la ceremonia en latín, en vez de griego, y al ver que se emplearon vestiduras latinas. El gran duque Notaras, el máximo funcionario de Constantinopla después del Emperador, comentó, según varios testigos: "Sería preferible tener aquí el turbante del Sultán que el capelo de un cardenal o la tiara del papa".
Edirne, 28 de enero de 1453. Se rumorea que Mahomet ha resuelto atacar la "Manzana Escarlata", sobrenombre que dan los turcos a Constantinopla. Hace poco mandó despertar a su primer ministro, Jalil Pachá. Este, que creía haberlo disuadido de atacar la ciudad, se puso a temblar; pero encontró al Sultán de buen humor.
—¡No puedo dormir! —gritó—Tienes que hacerme un gran regalo: ¡Constantinopla!
El ministro, aturdido, no tuvo más remedio que hacer una profunda reverencia:
—Vuestros deseos son órdenes.
Constantinopla, 29 de enero. La ciudad recuperó hoy el optimismo al arribar unos barcos genoveses con 700 soldados al mando del gran capitán Giovanni Giustiniani. Este especialista en asedios goza de tanta fama en Europa, y de tanto respeto aquí, que hasta los venecianos (enemigos inveterados de los genoveses) lo han aceptado como comandante en jefe.
Edirne, 30 de enero. En su primera prueba, el nuevo cañón de Urbano lanzó una bala de granito de 550 kilos de peso a una distancia de casi dos kilómetros. La pieza, de bronce macizo, tiene ocho metros de longitud y más de uno de calibre. Mahomet colmó al húngaro de monedas de oro y le pidió que hiciera muchos más cañones gigantes.
Venecia, 18 de febrero. El Senado aprobó el envío de dos naves de transporte para aprovisionar a Constantinopla. Luego, se sumarán 15 galeras de guerra, en cuanto estén equipadas. Los escépticos no han olvidado que en agosto pasado el Senado veneciano prometió mandar ayuda, pero no hizo nada.
Constantinopla, 27 de febrero. Anoche, 700 italianos, al parecer por miedo, levaron anclas silenciosamente, y partieron hacia un lugar más seguro. La población reaccionó con asombro y desprecio. El comandante de los venecianos, Gabriel Trevisano, ha jurado que las tripulaciones de sus seis potentes naves permanecerán aquí y, si es necesario, morirán "por el honor de Dios y de toda la cristiandad".
Constantinopla, 28 de marzo. Esta mañana, el mar de Mármara se vio invadido por la nueva arma del Sultán: ¡una armada! Constituye un tremendo revés para los cristianos, pues hasta ahora los turcos nunca habían tenido buques de guerra. Mahomet ha construido las naves en secreto, y hoy las mostró para impresionar al adversario. Su número asciende quizá a 50 navíos de gran calado y a unos 350 más pequeños. Ahora está amenazada también la única vía de enlace que le queda a la ciudad con el exterior: la ruta marítima de occidente.
Constantinopla, 30 de marzo. Entristecieron al Emperador los resultados de un censo hecho discretamente para averiguar cuántos hombres están dispuestos a luchar "como los antiguos romanos". (En realidad, la mayoría de los 60.000 habitantes, incluso el Emperador, son griegos por idioma, religión, sangre y cultura.) Según la encuesta, sólo 4983 griegos son aptos para el combate, a más de unos 2000 extranjeros. Es decir, la ciudad cuenta con menos de 7000 hombres para defender sus 22 kilómetros de murallas y 400 torres contra un sultán que "tiene al mundo entero en su ejército".
Constantinopla, primero de abril. Hoy es Domingo de Pascua, la festividad más jubilosa del calendario ortodoxo. Los templos están repletos; sólo Santa Sofía se encuentra desierta, pues la gente se resiste a asistir a los "ritos unitarios". El pueblo se ve triste y pensativo: ¿será esta su última pascua?
"Constantinopla en estado de sitio", pintura de un artista francés de aquella época.
Constantinopla, 2 de abril. Hoy empezó el tan temido sitio, al concentrarse las tropas turcas frente a las murallas, bajo cientos de estandartes verdes. El Emperador ordenó destruir los puentes y cerrar las puertas de la urbe. Luego cabalgó en torno a las murallas para comprobar que todo y todos estuviesen en su puesto.
La ciudad tiene más o menos forma de triángulo, y dos de su lados están protegidos por el agua. Uno da al mar de Mármara, y es tan difícil de atacar que nadie lo ha intentado nunca. El otro da al Cuerno de Oro, estrecho brazo de mar en forma de media luna, que sirve de puerto. Cierra su paso una enorme cadena, sostenida a flote por 10 pontones y defendida por 26 naves de guerra.
Desde hace mil años, la mayoría de los ataques se han realizado por el único acceso terrestre, pero jamás adversario alguno ha logrado atravesar la formidable triple barrera que defiende esta parte a lo largo de ocho kilómetros: primero, un foso de 18 metros de anchura y casi 10 de profundidad, reforzado por una pared fuerte, aunque relativamente baja; en seguida, otro muro de ocho metros de altura; y por último un tercero de 13 de altura y cuatro de espesor en la base, con 96 torres, algunas de 18 metros. Las fortificaciones son magníficas, pero muy viejas.
Cuartel general turco, frente a las murallas, 5 de abril. Se presentó hoy el Sultán, entre redobles de tambores y toques de trompetas. Levantó sus tiendas rojas y doradas a menos de 500 metros de lo que siempre se ha considerado el punto más vulnerable de la ciudad: la Puerta de San Romano.
Mahomet dirigió personalmente la disposición de sus tropas y el emplazamiento de su artillería. Cerca de las tiendas colocó los cañones con los que espera derribar los muros. El más grande tardó dos meses en llegar hasta aquí desde Edirne; lo montaron en 30 carros atados entre sí y tirados por 60 bueyes. Durante el trayecto centenares de hombres aplanaban el camino y cuidaban de que no se volcara.
Alrededor del Sultán acampan 12.000 jenízaros, quizá los mejores soldados del mundo. Arrebatados en su mayoría a familias cristianas cuando eran adolescentes, recibieron una educación musulmana y adiestramiento en las armas. Son absolutamente leales al Sultán.
A su derecha, están desplegados 80.000 soldados de línea, casi todos turcos de Anatolia, aunque también hay algunos serbios cristianos, ligados por juramento al soberano, a quien deben servir incluso combatiendo contra sus correligionarios.
Detrás de estas fuerzas se despliegan 100.000 bashi-bazouks ("soldados irregulares"), que, en realidad, son simples saqueadores mal armados y peor adiestrados. La mayoría son otomanos, pero hay miles de otras razas, incluso cristianos atraídos por la paga y la esperanza de lograr un rico botín.
Al caer la noche, un heraldo llevó a los defensores el ultimátum formal de Mahomet: si estos se rinden inmediatamente, ocuparán la ciudad, y respetarán la vida y las propiedades de sus habitantes. De lo contrario, pasarán a todos a cuchillo. La respuesta del Emperador no fue otra que la esperada: Dios le ha confiado la defensa de la fe cristiana, de su imperio y de su ciudad. El honor le impide rendirse.
En el interior de Constantinopla, 6 de abril. Esta mañana los cañones turcos iniciaron el ataque. Como el principal objetivo del Sultán es sin duda la Puerta de San Romano, Constantino instaló allí su cuartel general, junto al comandante en jefe Giustiniani. El cañón enemigo de mayor calibre disparó sólo siete u ocho veces, pero cada bala tiró grandes trozos de mampostería. Protegidos por este fuego, los musulmanes han estado rellenando el foso. Los defensores no disponen más que de cañones pequeños y de poquísima pólvora.
Cuartel general turco, 7 de abril. Mahomet, algo decepcionado de su artillería, ordenó interrumpir los ataques mientras llegan más cañones. Los defensores reparan las murallas con asombrosa celeridad; emplean árboles, cajas, barriles de tierra, y hasta pacas de lana y algodón, para amortiguar el efecto de las balas. Durante la espera, los turcos tomaron dos castillos fuera de la ciudad. Sus cañones derribaron los muros y mataron a todos los defensores, menos a 76. A estos los empalaron a la sombra de las murallas para mostrar a los cristianos la suerte que les espera.
En el interior de Constantinopla, 19 de abril. En los últimos días no se ha hecho más que acometer, defender y derramar sangre. Los turcos han luchado ferozmente (en caso de no hacerlo, los matan) y muchos han muerto con valentía. Pero, por cada soldado que pierde, el Sultán dispone de decenas de sustitutos, mientras que cada cristiano que cae es irreemplazable. El enemigo ya ha rellenado el foso en varios puntos y ha tomado el primer muro, destruido por los cañones a lo largo de 450 metros. Por su parte, los sitiados han hecho llover flechas, dardos de ballesta, balas de plomo y el terrible fuego griego. Todos los que no pueden combatir acarrean cajas, tablas y barriles repletos de tierra, para reemplazar la barrera derruida.
Cuartel general turco, 20 de abril. Al amanecer, los centinelas turcos divisaron cuatro grandes embarcaciones cristianas que navegaban con viento fuerte hacia la ciudad. Cesó de pronto el viento y los navíos occidentales quedaron a merced de unos cien barcos turcos pequeños. En el último instante, el aire volvió a soplar y los cristianos lograron evadir a sus atacantes y refugiarse en el Cuerno de Oro. Por su error, el almirante otomano fue azotado con una varilla de oro.
En el interior de Constantinopla, 21 de abril. El Emperador inspeccionó hoy las naves que trajeron alimentos y soldados. Agradeció a los capitanes y les preguntó ansioso qué otros auxilios vendrían de occidente. La respuesta no fue alentadora: el Papa había costeado diez naves, pero las puso al mando del rey español de Nápoles, quien traidoramente las trasladó a otra parte, porque aspira a convertirse en emperador de Constantinopla. Los venecianos siguen prometiendo auxilio, pero todo se queda en promesas. Nadie sabe cuándo zarpará la flota... si es que zarpa.
Cuartel general turco, 22 de abril. El Sultán se las ha ingeniado para introducir 70 barcos pequeños en el Cuerno de Oro. Tras dos intentos malogrados de romper la cadena, mandó transportarlos por tierra, sobre plataformas rodantes, a lo largo de un "camino" de tablas de 15 kilómetros, y salvando un collado de 75 metros de altura. En este momento, están fondeados en la bahía superior, en aguas demasiado bajas para que puedan atacarlos las naves cristianas; varios cañones de grueso calibre los protegen desde cerca. Mahomet rebosa de alegría: ya puede atacar por dos flancos al mismo tiempo; las defensas del Cuerno de Oro han sido siempre las más débiles.
En el interior de Constantinopla, 4 de mayo. El Consejo intentó convencer a Constantino de que huyera hacia Europa al cobijo de la noche, pues sólo su presencia podría acelerar el envío de ayuda. "Bien sabéis lo que está a punto de ocurrir", replicó. "¿Cómo abandonar las iglesias, y a los sacerdotes del Señor? ¿Cómo dejar este trono y a mi pueblo? ¡Jamás saldré de aquí; jamás! ¡Estoy dispuesto a morir con vosotros!"
Los cañones turcos están disparando de día y de noche. Comienzan a escasear los víveres; ha surgido un mercado negro para los pocos que tienen dinero.
Cuartel general turco, 19 de mayo. Hace dos noches, los hombres de Mahomet armaron una colosal torre rodante, con troneras para los arqueros y plataformas voladas para saltar a las murallas. Ayer la acercaron hasta la Puerta de San Romano, casi destrozada ya por el fuego de la artillería. Al oscurecer, los sitiadores suspendieron el ataque. Aprovechando las tinieblas, los cristianos quemaron la torre y repararon la puerta casi por completo. El Sultán prorrumpió: "¡Aunque me lo hubieran asegurado 37.000 profetas, jamás hubiera creído a los cristianos capaces de hacer tanto en tan poco tiempo!"
Cuartel general turco, 20 de mayo. Los otomanos han intentado asaltos en pequeña y en gran escala. En uno de los ataques masivos un soldado cristiano partió en dos al alférez turco, y el venerado estandarte cayó a tierra, lo que se considera mal presagio. Por si fuera poco, han llegado informes de que grandes armadas vienen navegando de occidente al rescate de la ciudad. El Sultán ha decidido llevar a cabo una última tentativa. Hoy pidió a su astrólogo favorito que averiguara la fecha más propicia y declaró que levantaría el sitio si fracasaba este último esfuerzo.
En el interior de Constantinopla, 23 de mayo. Anoche algún espía o tal vez un cristiano amigo de las fuerzas musulmanas, disparó una flecha hacia la ciudad, con una misiva: atacarán el martes 29 de mayo. Hoy volvió, pero sin noticias, un barco explorador que había zarpado hace 20 días en busca de la prometida flota veneciana.
En el interior de Constantinopla, 27 de mayo. Algunos ancianos se acordaron de que existe una poterna, la Puerta del Circo, cerrada desde hace muchos años. Con la intención de estorbar a los turcos en sus preparativos, un grupo de cristianos forzó los cerrojos y salió a efectuar una escaramuza.
Cuartel general turco, 28 de mayo. Hoy ha sido para los mahometanos un día de reposo y penitencia; lo han dedicado a orar y a hacer las siete abluciones rituales; los derviches y los imanes incitan a pelear, y prometen que si caen combatiendo a los infieles y con el santo nombre de Alá en los labios, irán directamente al paraíso.
El Sultán, montado en un caballo árabe de color blanco, paseó entre las tropas y les aseguró que tomarían Constantinopla. Les prometió doble paga y les dio permiso de saquear la ciudad, durante tres días. "Pero", advirtió, "no dañéis ni un solo edificio o monumento, porque la Manzana Escarlata es mía y yo haré de ella mi capital".
En el interior de Constantinopla, 28 de mayo. Miles de personas desfilaron por las calles con iconos sagrados y cruces. Iban cantando himnos y el grandioso Kyrie Eleison: "¡Señor, ten piedad de nosotros!" Todos concurrieron a la maravillosa iglesia de Santa Sofía, donde millares de lámparas y velas iluminaban los mosaicos dorados de Cristo, su madre, docenas de santos, y antiguos emperadores y emperatrices. En la penumbra perfumada de incienso, el pueblo se confesó y comulgó sin preocuparse, al menos por esta ocasión, de si el sacerdote era católico u ortodoxo. Es la víspera de la gran batalla, y nadie repara en las diferencias.
Hoy una extraña luz pareció brillar sobre la cúpula de Santa Sofía; quizá fue un reflejo de las hogueras turcas, o la Luna, o un fuego de Santelmo. El pueblo, la interpretó como señal funesta, y todos empezaron a gritar: "¡Dios ha abandonado la ciudad!" Al ver la luz, el Emperador estuvo a punto de desmayarse. En palacio, se despidió de sus servidores y les rogó perdón por cualquier ofensa que hubieran recibido de él. A eso de la medianoche, acompañado únicamente de su más íntimo amigo, el gran chambelán Frantzos, se encaminó a Santa Sofía para confesarse y comulgar. Ambos cabalgaron luego hasta la Puerta de San Romano, donde el ataque empezará muy pronto. Se abrazaron llenos de emoción y cada uno ocupó su puesto de combate.
Cuartel general turco, martes 29 de mayo. Al amanecer, el mundo estalló. Miles de atabales redoblaron, las trompetas alzaron su clamor, los címbalos entrechocaron, y el Sultán ordenó avanzar a sus harapientas hordas de bashi-bazouks, esperando cuando menos que fatigaran y debilitaran a los defensores. Entre salvajes alaridos, se precipitaron contra los muros en masas tan compactas, que los disparos de los cristianos siempre daban en el blanco. El fuego griego mataba a los atacantes e incendiaba las ramas que llenaban el foso; el calor se volvió insoportable; y después de dos horas de inútiles esfuerzos, los bashi-bazouks retrocedieron.
Alrededor de las 8 de la mañana, el jefe mahometano mandó avanzar a sus tropas regulares. Un cañonazo fortuito derribó parte del muro-palizada, y cientos de turcos se lanzaron por allí, pero los sitiados los mataron o los hicieron retirarse. Algunos lograron apoyar escaleras contra el muro y trataron de subirlas, pero los defensores los acribillaron a flechazos. Al cabo de dos horas, ni siquiera las tropas de línea habían avanzado. Preocupado, el Sultán les ordenó retroceder.
Poco antes de las 10 de la mañana, el monarca musulmán jugó su mejor carta: los terribles jenízaros. Descansados e invictos, estos espléndidos soldados marcharon con paso firme, indiferentes al fuego de los defensores. Si un hombre caía, otro ocupaba al instante su lugar. Mahomet había prometido el gobierno de la provincia más rica al primero que pusiera pie en lo alto de la muralla. Un jenízaro gigantesco, llamado Hassán, condujo a 30 de sus compañeros hacia lo alto de una maltrecha torre, y el ejército mahometano lanzó un grito de triunfo al verlo de pie sobre la fortificación, reclamando el premio. Pero no pudo disfrutarlo: los cristianos lo hicieron caer y lo remataron con una lluvia de piedras y flechas.
En el interior de Constantinopla, 29 de mayo. A media mañana, los defensores se tambaleaban después de cinco horas ininterrumpidas de pelea sangrienta. De pronto un grito de alarma atrajo las miradas hacia una bandera verde que ondeaba en una torre cercana a la Puerta del Circo. Unos 50 jenízaros la habían encontrado mal cerrada, y entraron por ella para escalar la torre y plantar su bandera. Mientras los defensores corrían a detenerlos, surgió otro grito de consternación entre los cristianos.
El gran Giustiniani, que hasta ese momento se había mostrado sereno y valeroso, acababa de recibir una herida mortal. Desanimado, pidió que lo llevaran a una nave genovesa para ser atendido. A pesar de que Constantino le rogó que se quedara, alegando que la noticia de su retirada derrumbaría toda la defensa, se negó. El incidente cundió como el fuego: el comandante había renunciado; todo estaba perdido. Y la defensa se vino abajo.
Cuartel general turco. El Sultán, que ya se había acercado con sus jenízaros al borde del foso, advirtió en seguida la confusión. "¡La ciudad es nuestra!" gritó, y ordenó atacar por todos los puntos. La resistencia fue casi nula; un enjambre de otomanos escaló las maltrechas murallas y abrió las puertas. En 15 minutos, por lo menos 30.000 penetraron y comenzaron a matar a hombres, mujeres y niños. Pronto corrió la sangre por las calles que bajan al Cuerno de Oro.
Constantino, casi solo, había defendido la Puerta de San Romano, pero al ver entrar a un mar de turcos comprendió que todo se había acabado. No ignoraba que Mahomet había ofrecido una espléndida recompensa por su captura, y que lo prefería vivo, para humillarlo y exhibirlo por todos sus dominios. Se despojó de sus adornos imperiales, y se puso a gritar con angustia: "¿No hay un cristiano que me corte la cabeza?" Luego se lanzó a lo más encarnizado de la refriega, para buscar una muerte digna del último emperador romano.
En Santa Sofía. Miles de cristianos se refugiaron en este sagrado lugar; casi todos fijaron la vista en la columna de mármol erigida frente a la iglesia, en la plaza. Según una antigua profecía, si algún enemigo penetraba hasta ese lugar, un ángel bajaría blandiendo su espada para rechazarlo. Pero a fin de cuentas no apareció ni el ángel ni la espada.
La gente se apretujó en la iglesia y atrancó las enormes puertas. En unos cuantos minutos, sin embarga, los turcos las derribaron a hachazos y se lanzaron a saquear. Para entonces la sed de sangre se había apagado; los soldados comprendieron que era preferible capturar a matar, ya que un esclavo siempre significa dinero. Se dedicaron a acumular las mejores presas: monjas, senadores, mujeres ricas y sacerdotes. Destrozaron los grandes altares y tomaron cruces enjoyeladas, cálices de oro macizo y ricas vestiduras sacerdotales.
En otros puntos de la ciudad. Gritos de terror y lamentos de moribundo resuenan por las calles manchadas de sangre. Los vencedores irrumpen en casas, iglesias y monasterios; violan a las mujeres, y después las matan o las hacen cautivas. En la fiebre del vandalismo, algunos cristianos han logrado escapar. Los marineros turcos, temerosos de perder su parte del botín, dejaron los barcos y corrieron a reclamar su parte. El mar quedó desguarnecido y algunas naves cristianas pudieron zarpar hacia la salvación con las cubiertas colmadas de gente.
Por la tarde, el Sultán hizo su entrada triunfal en la ciudad, después de 53 días de violenta resistencia. Los vítores frenéticos de los soldados se mezclaban con el estruendo de tambores, trompetas y címbalos. El monarca se apeó del caballo, y entró en Santa Sofía. Allí vio a uno de sus soldados desencajando un pedazo de mármol del pavimento. Lo golpeó con la hoja de su cimitarra: "¿Acaso no prohibí que dañaran los edificios? ¡Esta ciudad es mía!" Miró con orgullo a aquella iglesia, la más grande del mundo, y ordenó que la convirtieran en mezquita. Dispuso que se le construyeran alminares y que cubrieran los mosaicos, pues la ley islámica prohíbe representar la forma humana. A continuación un muecín convocó a la oración, y el caudillo, con la cabeza cubierta de polvo en señal de humildad ante Alá, ejecutó el namaz de oración y acción de gracias por su victoria.
Desde Santa Sofía, cabalgó lentamente hacia el palacio imperial, la última morada del último emperador romano. Mientras recorría las salas desoladas, musitó algunos versos de un poema persa sobre la fugacidad de la gloria: La araña ha tejido sú tela en el palacio imperial y el búho ha cantado su canción de vigilia en las torres de Afrasiab. Preguntó con insistencia por Constantino. Dos hombres le mostraron una cabeza que algunos griegos afirmaban ser la de su señor, pero muchos dudaban. Otros encontraron un cuerpo descabezado, que llevaba las botas imperiales. En ambos casos la identificación era dudosa.
Afuera, los guerreros musulmanes, cargados de oro y plata y dueños de sartas de prisioneros, aclamaron con entusiasmo a aquel hombre de acerada voluntad que había hecho posible la victoria. Hasta entonces había ostentado únicamente los títulos tradicionales: Sultán Mahomet II, Emperador de Turquía, Señor de los Tres Mares, Hermano del Sol, Sombra del Universo, Comandante de los Fieles, Vicario del Profeta en la Tierra; ahora, aquellos clamores estruendosos le conferían un nombre que lo distinguiría para siempre: Mahomet-el-Fatih, es decir, Mahomet el Conquistador.
Constantinopla se llama hoy Estambul, pero el gran sitio no ha caído en el olvido. La vieja Puerta de San Romano es ahora Topkapi, o sea, Puerta del Cañón; muy cerca, se yergue la Torre de Hassán, en honor del gigantesco jenízaro que escaló los muros. Cada 29 de mayo los otomanos celebran el aniversario de la conquista con discursos patrióticos, música marcial y salvas de cañón.
La antigua batalla ha legado también una eterna enemistad entre griegos y turcos. A lo largo de cinco siglos, esa hostilidad ha estallado periódicamente en forma violenta. La Manzana Escarlata sigue siendo el último bastión oriental de Europa contra la amenaza del Este, tal y como lo era hace más de 500 años. Y ahora, también como entonces, su posición se ve debilitada por las hondas divisiones que aquejan a Occidente, legado sombrío de aquel sangriento martes de 1453.