EL LIBRO DE LOS ¿POR QUÉ?
Publicado en
noviembre 10, 2013
Desde que aprendió a hablar, Carolita no dejaba de hacer preguntas: "¿Por qué la luna no se cae?", "¿Por qué las mujeres no tienen barba?", "¿Por qué?"... Y la tía Eulogia, que pensaba regalarle un libro de preguntas y respuestas, se inspiró y decidió escribir uno con temas de la vida cotidiana, sobre las amantes, la esposa engañada, los jefes que abusan de sus secretarias...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Carolita, la ahijada menor de la tía Eulogia, aprendió a hablar un año más tarde que todos los niños del mundo, y desde que supo juntar la Pe con la A y decir PA, no dejó de hacer preguntas. Que si en la luna había perros, que si los gatos podían aprender a hablar inglés. ¿Y por qué la tierra es redonda? ¿Y por qué las mujeres no tienen barba?
Tenía a la familia vuelta loca.
Cuando cumplió los seis años, su mamá le organizó una gran fiesta, y el día antes la tía Eulogia partió a comprarle un regalo. No le costó nada saber qué le regalaría: el Libro de los "¿por qué?". Entró en la librería de la esquina, y ahí estaba el libro. Esperándola. Lo abrió... ¿Por qué no se cae la luna?, ¿por qué las estrellas no se apagan en la noche?, ¿por qué no se sale el mar?... El libro contenía páginas y páginas de preguntas, todas por el estilo, con la respuesta al lado. Preguntas sobre la naturaleza, la electricidad, la atmósfera, el fuego y el agua de los mares. El sabio volumen tenía una respuesta para todo.
Se lo llevó a casa pensando que lo envolvería en un precioso papel de regalo.
—¿Y eso, qué es? —preguntó la Domitila al verla entrar con el paquete.
—El Libro de los "¿por qué?" —dijo la tía Eulogia muy seria.
—A ver, déjeme echarle una miradita. La Domi era enferma de curiosa. Tomó el libro y lanzó una carcajada.
—¿De qué te ríes?
—De esta pregunta, mire, ¿por qué Dios lee con anteojos?
—¿Eso dice? ¿Y cuál es la respuesta?
—Porque es corto de vista —inventó la Domi ahogada en risa...
Obviamente, en el libro se decía que Dios leía sin anteojos, porque no se enfermaba de nada, ni se le acortaba la vista con los años, pues no tenía años, ni tiempo, ni nada que el limitado ser humano pudiese medir.
La cosa es que el libro les sirvió para pasar un buen rato y, al final de la tarde, mi tía decidió quedarse con él. Le compraría una Barbie a Carolita, total, a la niña le gustaría mucho más una muñeca que ese libro que te dejaba con el alma confundida. Antes de guardarlo, se fijó en el nombre del editor, Faustino Rojas, Barcelona. Y apuntó su teléfono.
Esa noche, muy tarde, Roberto roncaba a su lado, encendió la lamparilla y volvió a leer el libro. Al cabo de un rato se preguntaba por qué los editores se empeñaban en contestar preguntas que a nadie le importaban un comino. ¿Qué le importaba a ella por qué la luna no se caía? La luna nunca se había caído y lo más probable era que no se cayera jamás, al menos mientras ella estuviera viva, y si se caía, mala suerte, querría decir que hasta ahí, no más, llegaba la humanidad. ¿Y eso del mar? Otra estupidez. ¡Cómo iba a salirse el mar si ya se había salido hacía millones de años ahogando a cuanto pobre dinosaurio andaba dando vueltas por ahí! Y si Dios usaba anteojos... eso sí que era una soberana tontería. Todo el mundo sabe que Dios no usa anteojos.
—Oye, Roberto, despierta.
—¿Qué? ¿Qué pasa? Son las tres de la madrugada, Eulogia. ¿Qué animalito te ha picado? ¡Déjame dormir!
—Es que esto es muy serio —insistió ella—. Mira este libro de los "¿por qué?". ¿No te parece ridículo que se contesten preguntas como por qué no se cae la luna en lugar de contestar las que nos hacemos todos los días? ¿No te gustaría saber, por ejemplo, por qué te despierto a las tres de la madrugada para hablarte de este libro?
—¡Me encantaría! ¿Por qué lo haces?
—¿Y no te gustaría saber por qué tengo un amante? En el caso de que lo tuviera, por supuesto.
—Bueno, sí, también me gustaría.
—¿Ves lo que te digo? ¿No entiendes lo importante que es que yo llame a este editor, en Barcelona, y le diga que tengo una idea estupenda?
—Tú y tus ideas estupendas... haz lo que quieras, pero ahora déjame dormir.
En Barcelona eran seis horas más tarde, las nueve de la mañana, perfecta hora para llamar al editor. La tía Eulogia agarró el teléfono y marcó.
Cuando sonó el teléfono en su oficina de la rambla de Cataluña, Faustino Rojas estaba tomándose un café con un chatito de coñac.
—¿Diga?
—Usted no me conoce, le dijo la tía Eulogia, lo estoy llamando desde un país de Sudamérica.
Y acto seguido le explicó su genial idea. Un libro sobre los ¿por qué?, pero de la vida cotidiana, nada de lunas, ni mares, ni fuegos, ni estrellas. Había que hacer un libro en donde los sujetos de las preguntas fueran la flaca de la esquina, el perejiliento del marido, la esposa engañada, los jefes que abusan de las secretarias, las secretarias que se sientan en las piernas de los jefes, las crespas impúdicas que andan dejando sus chalecos en el auto de la señora, las rubias frescas, los flacos de la moto, en fin, la gran variedad de personajes del zoológico del mundo y de la familia.
—¿Qué le parece?
—¡Fantástico! gritó entusiasmado Faustino Rojas—. ¿Y cuándo piensa comenzar, señora?
—Mañana mismo —dijo la tía Eulogia, y enseguida le anunció que dentro de seis meses tendría el libro en sus manos. Las autoras serían ella y la Domitila, una muchacha del campo, sabia por naturaleza y fresca como lechuga, que era su empleada.
—¡De acuerdo! —exclamó el editor, quien por algo era tan exitoso, tenía un ojo único para los best sellers.
Dicho y hecho. Seis meses más tarde, el libro estuvo listo. Cómo lo hicieron, fue un misterio que Roberto nunca pudo explicarse. El hecho es que la Domi y la tía Eulogia no levantaron cabeza. Se la pasaban todo el día y hasta bien entrada la noche sentadas a la mesa de la cocina, llena de papeles, diccionarios, libros de consulta y otras cosas necesarias para su trabajo.
El libro partió a Barcelona.
Vino la espera.
El nerviosismo.
El teléfono mudo. El editor no llamaba. Y no llamaba. Y cuando por fin la tía Eulogia llamó a su oficina en la ciudad condal, uno de sus socios atendió el teléfono y de un bufido le dijo que Faustino Rojas no podría atenderla, porque estaba preso.
—¿Preso? ¿Pero por qué? —preguntó la tía Eulogia.
—Por tonto, por no hacerme caso, por publicar esa porquería, por burro, maja, por eso...
—¿Cuál porquería? —le preguntó la tía Eulogia con el alma en un hilo.
—El libraco ese, que le mandó una loca de Sudamérica, maja...
Y acto seguido, el socio le explicó que el libro había salido a la venta hacía 10 días, y cuando empezó a conocerse, una manada de maridos furibundos se hizo presente en la editorial. Andaban buscando al editor. Querían matarlo. Ante el alboroto que se armó, el jefe de la Policía había optado por meter al editor en la cárcel, para salvarlo de que lo lincharan.
—¿Se puede saber qué fue lo que pusiste en ese libro? —preguntó Roberto, frenético, esa noche, luego de que Eulogia le anunciara que, probablemente, la Confederación de Maridos Ibéricos se querellaría contra ella.
—Aunque eso debiera quedar en el secreto del libro, por ser mi marido de toda la vida te voy a pasar un ejemplar —le dijo, y sacando un ejemplar que tenía guardado en el clóset, se lo entregó.
Roberto lo abrió en cualquier parte y leyó en voz alta:
—¿Por qué los maridos no se enteran de que en la pieza de al lado está su señora con el flaco de la moto?
Y la respuesta era: porque en cada hombre hay un perejiliento que no se da cuenta de nada.
—¿Por qué es más fácil ser la amante que la esposa?
Y la respuesta era: porque es más fácil decir cosas bonitas de vez en cuando que ser ingeniosa todos los días.
—¿Por qué muchas mujeres tienen amantes hoy en día?
Y la respuesta era: porque es bueno para los músculos del estómago, el cutis y las rodillas.
Roberto leyó el libro desde la primera hasta la última página, y quedó espantado. Su Eulogia, su querida Eulogia... ahora se daba cuenta, ¡lo engañaba! ¡Tenía un amante! El libro entero estaba dedicado a las mujeres y sus infidelidades. ¡Ahora lo veía todo claro!
Se volvió y la vio como hacía siglos que no la veía. Con su cara de ángel. Su pelo liso cayéndole sobre los hombros. Sus ojos tan claros. La boca que había besado tantas veces. Ahí estaba... Sintió unas lágrimas agolpadas en la garganta. Y la punta del miedo... el miedo de perderla.
La tía Eulogia sonrió. El libro había logrado su objetivo.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 05 DEL 2003