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agosto 17, 2014
Aquí vemos la corpulencia de una ballena azul comparada con un elefante, un toro y un hombre. El modelo, de tamaño natural (28 metros), está en exhibición en el Museo de Historia Natural de Londres. Es obra de Percy y Stuart Stammwitz (padre e hijo), construida con yeso y tela de alambre sobre armazón de madera.
Una implacable e irracional cacería está acabando con los más valiosos y gigantescos habitantes del mar.
Por Arthur Bourne (Naturalista especializado en la fauna marina, figura en Inglaterra entre las principales autoridades en conservación de la ballena. Ha hecho importantes investigaciones acerca de la vida de este cetáceo en el océano Ártico; tomó parte en varias expediciones balleneras; y ha asistido en calidad de observador enviado por el Fondo Mundial de la Fauna Salvaje y por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos Naturales a las reuniones de la Comisión Ballenera Internacional.)
DESDE el puente del buque ballenero avistamos en la superficie gris verdosa del mar el arqueado lomo de la inmensa ballena azul hembra. Estaba a unos 10 metros de la proa, por el costado de estribor. El capitán corrió a quitar el seguro del cañón lanzaarpones. La confiada ballena, llenos ya de aire los pulmones, se deslizó descuidadamente bajo las olas. Pasaron 15 minutos. "¡Allá sopla!" oí gritar al vigía desde la cofa. El buque avanzó ganando velocidad hacia ese punto, distante unos 200 metros.
Atenta ahora al peligro, la ballena buceó en precipitada huida. Pero, ¿qué valdría su gran capacidad de resistencia contra el andar de un barco ballenero con máquinas de 2000 caballos de fuerza? Jadeante y agotada, prontó le fue preciso sobreaguarse cada dos minutos para respirar. Al acercarse más el buque, llegaba a mí distintamente el angustioso silbido del resuello del animal.
A distancia de 10 metros disparó el capitán. Con sordo retumbo reventó dentro del cuerpo de la ballena la cabeza del arpón-granada que le segó la vida.
A la vista del ensangrentado cadáver, que los marineros estaban atracando al costado del buque, experimenté la invencible repugnancia que siempre he sentido ante la destrucción de uno de esos portentos de la creación. De cuantos seres habitan en los mares o en la tierra, la ballena o rorcual azul es el de mayores dimensiones. El corazón tiene más o menos el tamaño de un buey; la lengua, el peso de un elefante. El formidable cuerpo de hasta 30 metros de largo y 120 toneladas de peso guarda en su curvilíneo contorno el secreto que los ingenieros navales se esfuerzan aún en descubrir. Cerca de un millón de años hace que estas ballenas surcan los mares del mundo. La mayoría de las veces van solas; algunas en unido grupo de familia compuesto de padre, madre y ballenato.
La ballena azul es un vasto y rico depósito de alimentos y de materias primas. Del cuerpo se obtienen hasta 20 toneladas de aceite propio para la fabricación de jabones, margarinas y ungüentos. Los huesos se usan para abono; los tendones, para hilo de suturas quirúrgicas y cuerdas para raquetas de tenis; la gelatina, para pegamentos, película fotográfica, gelatina de mesa y dulces. Otros derivados entran en la preparación de comprimidos de sopa, cosméticos, betún para calzado, carboncillos, cerdas de cepillos de ropa o de tocador, látigos de montar y botones. De las glándulas se extraen hormonas para uso terapéutico. La carne de ballena formó parte de la alimentación de los ingleses durante la guerra; en la actualidad se destina principalmente a la de animales.
A la gran abundancia de materiales que ofrece al hombre; o mejor dicho, según lo expresa el naturalista Peter Scott, a "el fantástico ejemplo de humana imprevisión y codicia" dado por el hombre, se debe que la ballena azul se halle hoy en peligro de desaparecer. Tan brutal mortandad hicieron en estos cetáceos los balleneros, que de unas 100.000 ballenas azules que había en 1935 apenas 600 quedan hoy. Dispersas estas solitarias sobrevivientes en millones de kilómetros cuadrados de océano, poquísimas probabilidades (y cada vez más remotas) tendrán de encontrarse machos y hembras para perpetuar la especie. Tal ha sido el estrago causado por el hombre que, aun cuando se suspendiese por completo su caza, habrían de transcurrir no menos de 50años para que la población de ballenas azules recobrase su nivel.
No son estas ballenas los únicos cetáceos cuya especie corre grave riesgo de quedar extinguida. Otros que, como ellas, pertenecen al grupo de los cetáceos sin dientes, o mistacocetos, se hallan en igual caso; y también los que, como el gigantesco cachalote, impropiamente llamado ballena de esperma, forman parte del grupo de los cetáceos con dientes, u odontocetos. De este último grupo son, asimismo, los platanístidos, habitantes de los estuarios y los ríos, todos ellos de muy pequeño tamaño, si se les compara con los grandes cetáceos como el cachalote, pues unos, como el delfín del Plata, o franciscana, no llegan a dos metros de largo; y otros, como el susú, o delfín del Ganges, tienen a lo más dos metros y 75 centímetros. A unos 40 grupos de cetáceos se les conoce vulgarmente en algunos países con el nombre de ballenas. Muchos de ellos son seres inofensivos, retozones, inclinados a curiosear, para los cuales transcurre gozosamente la vida en el ámbito marino. He visto ballenatos de yubarta, o ballena de giba, divertirse por espacio de una hora al saltar todos a turno por encima del lomo de uno de ellos, y a yubartas adultas elevarse de un salto fuera del agua, voltear en el aire y dejarse caer de plano con estruendo igual al de una descarga de artillería. Los grandes cetáceos, particularmente los odontocetos, se comunican unos con otros mediante sonidos. Se ha observado que chillan, ladran, gañen, gruñen, silban, emiten chasquidos. Durante la locomoción, y también al buscar alimento, emplean, en forma semejante a como lo hacen los murciélagos, un sistema de localización por eco, emitiendo una nota continua de alta frecuencia que, al reflejarse en el obstáculo que han de evitar o en la presa que quieren coger, les sirve de guía.
Pocos animales igualan al cetáceo en la solicitud para con los de su misma especie. Al grito de socorro de uno de ellos suelen acudir sus congéneres a prestarle auxilio. Caso registrado por la cámara fotográfica fue el de 27 cachalotes hembras que salvaron una distancia de kilómetros para venir en ayuda de una cría maltratada por la tripulación de un buque ballenero. Una orca hembra a la que enlazaron unos científicos a fin de cazarla viva, lanzó agudos gritos en respuesta a los cuales se presentó a poco una orca macho Juntas nadaron hasta donde alcanzó a dar la cuerda que sujetaba a la cautiva y, desandando entonces camino, ambas embistieron contra la embarcación de los científicos.
El instinto de familia está muy desarrollado en algunos de los grandes cetáceos. Se sabe de cachalotes que han abrigado tiernamente en la descomunal boca armada de tremendos dientes al hijuelo herido. Yo mismo he visto a un rorcual común, o ballena de aleta, permanecer a la vera del compañero al que habían arponeado. De esta arraigada tendencia protectora se aprovechan los balleneros cuando al encontrar una pareja de rorcuales procuran arponear primero a la hembra, para que el macho, conforme a lo que calculan ellos, acuda en auxilio de la compañera y presente así fácil blanco a un segundo arpón.
Ante la inminencia de la desaparición de la ballena azul, los balleneros enderezaron la puntería del cañón lanzaarpones hacia otros dos rorcuales: el común y el sardinero, o ballena del sey. De una población de unos 200.000 que en el año de 1946 había en el océano Antártico, quedan apenas hoy, según los cálculos de los científicos, alrededor de 35.000 rorcuales comunes. A falta de estos, que miden 28 metros de largo, los balleneros persiguen al rorcual sardinero, de tamaño menor.
Aunque tanto el Fondo Mundial de la Fauna Salvaje como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) se esforzaron para impedirlo, la implacable persecución de los balleneros continuó sin tregua, y acercó con ello más y más el día en que habrá desaparecido hasta el último de los grandes cetáceos. Faltarán las especies mayores de rorcuales, y al faltar se llevarán muchos secretos relativos a su género de vida; por ejemplo, cómo transforma el rorcual los camarones y otros diminutos animales planctónicos de que se alimenta en la energía y el músculo que le son indispensables para mover su enorme y pesado cuerpo en las aguas, frecuentemente glaciales, de los mares que habita.
Durante siglos había perseguido el hombre a la ballena y granjeado pingües rendimientos de ello. En el siglo XVIII los navegantes norteamericanos, ingleses, portugueses y franceses buscaron por todo el Atlántico la llamada ballena de esperma: el cachalote. A estos cetáceos de 15 metros de largo e índole poco agresiva —salvo en casos excepcionales como el de Moby Dick, el novelesco cachalote de La Ballena Blanca de Herman Melville— los arponeaban desde embarcaciones balleneras, para atraerlos cerca de las cuales empleaban a veces como señuelo una cría llevada a remolque. Sujeto el cachalote por el arpón y la cuerda que iba unida a este, se le alanceaba repetidamente, aun durante horas seguidas, tratando de herirle en los pulmones. Cuando la sangre teñía de rojo el surtidor del cachalote, la gente del ballenero gritaba: "¡Fuego en la chimenea!"
Los antiguos balleneros habían perseguido —y acabado virtualmente con ellas— a la ballena de Groenlandia y a la ballena de Vizcaya, especies ambas de menor tamaño, y que por menos veloces eran presa más fácil para las embarcaciones de aquel tiempo. A principios del siglo XIX el buque de vapor y el arpón-granada pusieron a los veloces rorcuales al alcance de los balleneros. El número de estos grandes cetáceos que podían aprovechar quedaba, sin embargo, restringido; porque, una vez muertos, era menester remolcarlos hasta las estaciones balleneras de la costa. A resolverles esta dificultad —y a apresurar, de paso, la extinción de los rorcuales— vino por los años del decenio de 1921 la invención del buque-factoría, verdadero taller o fábrica flotante equipado con el personal y los elementos necesarios para llevar a cabo en alta mar el descuartizamiento del cetáceo y la extracción de sus productos. Las rápidas embarcaciones de la flotilla ballenera, de la cual formaba parte el buque-factoría, remolcaban la presa hasta el portalón que en la popa o en los costados de ese buque daba acceso a la rampa especialmente adecuada para izar por allí el cetáceo hasta la cubierta y proceder luego a su aprovechamiento. A más de esta ventaja contaron los modernos balleneros con las que les proporcionaron el helicóptero e inventos de guerra como el radar y el sonar.
Así las cosas, cuando en 1946 saltó a la vista que era urgente reglamentar la caza de esos gigantes del mar, se creó la Comisión Ballenera Internacional. Los delegados de las naciones principalmente interesadas en la industria de la ballena* convinieron: en establecer épocas de veda; en que los buques-factorías no frecuentasen aguas de determinadas regiones; en que no se diese caza a cetáceos cuyo tamaño y peso fuese inferior a cierto límite, ni tampoco a hembras con cría. Igualmente quedó convenido que el total de cetáceos que las flotillas balleneras con buques-factorías cazaran en el Antártico se limitaría cada año a cierto número de ejemplares de ballena azul. (Esta unidad de medida adoptada por la industria ballenera equivale a una ballena azul, dos ballenas de aleta, dos y media ballenas de giba o seis ballenas del sey. Se designa comúnmente con la sigla BWU.)
En lo que no ha convenido la industria ballenera, lo que nunca ha hecho pese a las serias advertencias que acerca del particular ha recibido de sus propios científicos, es: reducir la caza del cetáceo a un límite lo bastante bajo para que las ya mermadas especies de estos animales puedan repoblar las aguas en que habitan. No ha faltado quien dijera, a propósito de esto, que "la Comisión Ballenera Internacional es como un arpón sin cabeza".
En 1963 un grupo de peritos extraños a la Comisión Ballenera Internacional fue de parecer que, hallándose la ballena azul reducida a la categoría de especie rara de la fauna marina, se debía cesar en absoluto de perseguirla. Los de la comisión acabaron conviniendo en ello; en realidad, sólo por rareza se encontraba ya en la mar una ballena azul. Opinó, asimismo, el grupo de peritos que, para evitar que la ballena de aleta corriese riesgo de desaparecer, debía limitarse en el Antártico la caza a 4000 unidades de ballena azul durante la temporada de 1964 a 1965, e irla disminuyendo gradualmente hasta dejarla en 2000 unidades para la temporada que concluiría en febrero de 1967.
Diez de las naciones afiliadas a la Comisión Ballenera Internacional convinieron en proceder conforme a lo indicado por el grupo de peritos. Otras naciones, que tenían grandes intereses comprometidos en la caza de cetáceos en las aguas libres del Antártico, se negaron; por acuerdo celebrado entre ellas fijaron el límite de 8000 unidades de ballena azul. Fácil de prever era el resultado. En 15 expediciones balleneras, el Japón obtuvo un rendimiento de 4125 unidades; Noruega, de 1273; Rusia, de 1588. Total: 6986. Estaban acabándose las ballenas...
Pero la industria ballenera no quería ver lo que saltaba a la vista. Los asesores científicos de la Comisión Ballenera Internacional recomendaron que, para la temporada de 1965 a 1966 en el Antártico, se fijase el límite de 2500 unidades de ballena azul. Ante las insistentes peticiones del Japón y de Noruega, la Comisión elevó ese límite a 4500 unidades. Después de esto, el rendimiento obtenido por el Japón fue de 2340 unidades; por Noruega, de 829; por Rusia, de 920. Total: 4089.
La agonía de una ballena herida por un arpón-granada. Foto: Arthur Bourne
Sidney Holt, funcionario de estadística de la FAO, puso de manifiesto lo absurdo de semejante estado de cosas en la reunión del año de 1966. Si las naciones interesadas en la industria ballenera hubiesen seguido en tiempo oportuno el consejo de los científicos, la cuota anual hubiera podido ser de 7000 a 8000 unidades de ballena azul. En vez de esto, las flotillas balleneras fueron en pos de 3500 unidades solamente.
¿Cómo se explica la desdeñosa indiferencia de los balleneros frente a los hechos? Aunque solo fuese por lo que eso significa para el porvenir de su propio negocio, parece que habrían de ser los balleneros los más interesados en tener en cuenta la realidad para precaver la extinción de la ballena. Ocurre, sin embargo, que puestos en la dura necesidad de tener que decirles al político, al accionista, a los miles de trabajadores de la industria ballenera, que es indispensable proceder con más mesura, los de la Comisión Ballenera Internacional empiezan a flaquear, se engañan a sí mismos diciéndose que los datos presentados por los científicos son incompletos, y piden que se investigue de nuevo el asunto antes de tomar una resolución.
Sucede algo peor todavía. Hay fundadas sospechas de que las naciones balleneras burlan las restricciones que ellas mismas se han señalado. Conforme a lo convenido en la Comisión Ballenera Internacional, la caza del cachalote en alta mar está permitida siempre y cuando se trate de ejemplares que midan por lo menos 11,5 metros de largo, salvedad esta encaminada a resguardar las hembras. Ahora bien, en el año de 1963, al volver del océano Índico las flotillas que estuvieron cazando cachalotes en esas aguas, informaron haber cobrado 2004 de estos cetáceos, de los cuales hubo 1210 que medían justamente 11 metros y medio de largo. "Que 60 por ciento de los cachalotes tuviesen justamente el largo requerido denota que a muchos de menor tamaño debieron de aumentarles el largo a 11 metros y medio para los efectos administrativos", comenta el profesor E. J. Slipjer, una de las mayores autoridades en cetología de Holanda.
En una época de tanto adelanto tecnológico como la nuestra, habrá necesidad ni razón para que continúe la general matanza de la ballena? Con la sola excepción de la carne, todos los demás productos que se obtienen de los grandes cetáceos pueden obtenerse, por síntesis, de materias vegetales o minerales. Los japoneses sostienen que, por carecer su nación de tierras de ganadería, han de sacar del océano las proteínas que necesitan. Pero otras naciones marítimas tan densamente pobladas como el Japón importan gran parte de sus mantenimientos. Australia y Nueva Zelandia abastecerían al Japón de cuanta carne de vacuno o de cordero fuese menester para su creciente población.
Habrá que emplear medidas enérgicas si se quiere evitar que desaparezcan la ballena y otros grandes cetáceos. Peter Scott, presidente del Fondo Mundial de la Fauna Salvaje, opina que "se debe reemplazar la Comisión Ballenera Internacional por un organismo internacional revestido de autoridad e integrado por funcionarios que no tengan nexos de intereses con la industria de la ballena y hagan cumplir los reglamentos".
Para un organismo administrativo de tal amplitud se cuenta ya con el plan esbozado por el científico John Gulland. Una agencia de las Naciones Unidas regularía la caza y aprovechamiento de la ballena. Ninguna nación podría llevarla a cabo, sea desde estación de tierra firme o sea desde buque-factoría, sin haber obtenido previamente la debida licencia, mediante pago de una fuerte suma. El producto de las licencias serviría para compensar a las naciones que se abstuvieron de cazar. Actuarían en las flotillas balleneras observadores independientes y con amplias facultades para practicar visitas de inspección, y cuidarían de que se ajustasen a las cuotas estipuladas.
Aparte de esto habrá que trabajar con decidido empeño en la investigación científica encaminada a resolver el urgente problema de la conservación de las riquezas del océano. Un conocimiento más completo de la ecología del mar indicará cómo se ha de proceder para que los grandes cetáceos marinos gocen de condiciones óptimas de vida que aseguren su continuidad.
Proceder sin discernimiento al cazar cualquier clase de animales es conducta impropia de un ser racional como el hombre. A menos que se ponga en práctica —y sin tardanza— un riguroso programa de conservación de la ballena y de otros grandes cetáceos, será probable que el día de mañana miren los hombres despectivamente —y no sin sobrado fundamento— a la humana generación que en nuestros días, cediendo a los impulsos de una codicia torpe, aniquiló la especie de los seres más gigantescos y más valiosos que tenía el mundo.
EL CASO de la ballena gris del Pacífico (Eschrichtius gibbossus) demuestra que, donde hay cooperación y buena voluntad entre las naciones, es muy posible salvar una especie animal que se halla en peligro de extinción. Se calcula que, desde la firma del convenio internacional de 1938 por el cual se prohíbe el exterminio de aquel cetáceo, la población de la ballena gris ha aumentado desde unos 300 ejemplares hasta una cifra de 5000 a 7000.
La ballena gris, en grupos de dos y tres, emigra todos los inviernos de los mares septentrionales y se congrega en grandes manadas, para aparearse y procrear, en varias bahías situadas en las costas oriental y occidental de la península de Baja California. Se ha llegado a contar hasta 800 ballenas de esta familia en la laguna Ojo de Liebre; otras muchas continúan su movimiento migratorio hacia el sur, de donde vuelven hacia el norte para guarecerse en diversas bahías del golfo de Baja California.
El gobierno de México ayuda a la protección permanente de la ballena gris prohibiendo estrictamente su captura una vez que entra en aguas territoriales mexicanas.
*En 1967 eran 16: la Argentina, Australia, el Canadá, Dinamarca, los Estados Unidos, Francia, Holanda, Inglaterra, Islandia, el Japón, México, Noruega, Nueva Zelandia, Panamá, Rusia y la Unión Sudafricana.