LOS REFUGIADOS NO TIENEN HOGAR
Publicado en
febrero 09, 2014
En un campamento somalí, un niño bebe en una lata agua potable obtenida de un manantial.
Foto de Arild Vollan, para Unicef.
Abrumada por una enorme marea humana, Somalia, empobrecida nación africana, necesita ayuda con desesperación. Sin embargo, es tan sólo una muestra del grave problema que afecta a todo el mundo.
Por Jeff Davidson.
DOS DE los cinco hijos de Fatuma han muerto; y el bebé, afiebrado y escuálido, se retuerce en el suelo polvoriento de la sofocante choza. A cuatro kilómetros de distancia, la hija de Fatuma, Hawa, de seis años de edad, excava en busca de un hilillo de agua contaminada en el cauce reseco del río mientras su hermana camina hacia un lugar aún más lejano, para tratar de conseguir arbustos espinosos con el fin de avivar el fuego. Más cerca, se encuentran las pilas de rocas donde están enterrados cientos de niños como los de Fatuma. Muchos otros yacen en tumbas sin identificación, cavadas precipitadamente durante la noche para que la noticia del deceso no prive a la familia de una ración de comida extra.
Al igual que la mayoría de la gente de su aldea, devastada por la guerra que se abate sobre la región del Ogaden, en el este de Etiopía, Fatuma caminó durante tres semanas para llegar a este campamento de refugiados en Somalia, llamado Las Dhure. Allí, ella apenas sobrevive cada jornada. La comida escasea, las enfermedades imperan, y no hay trabajo ní perspectivas de conseguirlo. Sin embargo, más de 60.000 personas desarraigadas, como Fatuma, han empezado a considerar como su hogar a este pequeño campamento.
En ningún otro lugar del mundo es tan desesperante el problema de los refugiados como en Somalia, donde aproximadamente una de cada cuatro personas carecen de casa. Pero este es sólo un ejemplo de un desastre que se extiende por todo el continente, y que será una de las realidades potencialmente explosivas del próximo decenio. Africa tiene una nueva nación, sin nombre, ni ciudad capital ni líder. La mitad de su población, de cinco millones, son niños menores de 16 años. Todo su territorio pertenece a otros países; su economía se basa en la caridad; sus principales exportaciones son el hambre y la enfermedad; y como única meta nacional: la mera supervivencia.
Este es el enorme ejército de refugiados que se dispersa a través del continente, azotado por las oleadas de hambre y sequía, guerra y temor. El Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (UNHCR, por sus siglas en inglés) estima que de cada dos refugiados que vagan por el mundo, uno es africano. Con cada nueva revuelta, el número de personas sin hogar aumenta en cientos de miles y el costo en dólares para su mantenimiento asciende a cientos de millones.
El problema de los refugiados de Somalia radica en una típica disputa territorial africana. El Ogaden, con sus fértiles praderas, pertenece a Etiopía, pero la mayoría de sus habitantes son étnicamente somalíes, y la mayor parte de ellos, pastores nómadas. Virtualmente desde que Somalia se independizara de Gran Bretaña y de Italia en 1960, su gobierno ha considerado el Ogaden como "Somalia Occidental".
En 1977 estalló entre los dos países una guerra de gran envergadura. Rusia, junto con Cuba, proporcionó a Etiopía la fuerza militar suficiente para expulsar al Ejército somalí del Ogaden. Los tanques soviéticos rodaron sobre campos calcinados, los pilotos cubanos bombardearon poblados y ametrallaron al ganado, y empezó un nuevo éxodo africano. Aunque la guerra se declaró en forma oficial desde hace más de tres años, la lucha aún destruye la región y las tenaces guerrillas somalíes combaten a los etíopes y a sus aliados comunistas.
Así, la melancólica marcha de refugiados sigue, a veces, a razón de varios miles por día. Treinta y cuatro campamentos —cinco de ellos más grandes que la segunda ciudad de Somalia—, con una población estimada en casi un millón, se distribuyen por el árido territorio. La enorme mayoría de estos refugiados son mujeres y niños, ya que los hombres que han logrado sobrevivir se han quedado a luchar o a cuidar lo que queda de sus rebaños. Por lo menos una cantidad igual de gente sin hogar rueda por los caminos y poblados, en busca de los medios para conseguir una simple subsistencia.
Como es comprensible, esta inmigración masiva amenaza con hundir las ya precarias finanzas del país. Bajo la dirección del UNHCR, unas 25 agencias de voluntarios de diez países trabajan para combatir el hambre y las epidemias, mientras los campamentos entran en un estado que los voluntarios de la asistencia internacional describen como de "urgencia permanente".
Cierta tarde fría, me detuve sobre una colina rocosa en las afueras del pueblo fronterizo de Borama, y pude ver abajo un conjunto de 8.000 chozas construidas con ramas y harapos, en un pedazo de tierra que apenas un mes antes estaba deshabitado. Cuatrocientas nuevas familias habían llegado durante la noche, y en toda la colina podía escucharse el eco de los martillos, palas y hachas al tiempo que cada familia limitaba con estacas unos cuantos metros cuadrados. Mañana será el turno de la próxima colina.
En su tienda de campaña, Bernd Wilcke, un joven médico de la Cruz Roja alemana, se inclina sobre un radiotransmisor, esperando comunicarse con su cuartel general en Hargeisa, 120 kilómetros al sur, para que le envíen ayuda urgente. El joven galeno informa: "Somos dos médicos para atender a 65.000 personas. Las instalaciones están sobrepobladas; las condiciones sanitarias son peligrosas. Una epidemia sería..." Deja incompleta la frase, pero la imagen es aterradora.
Somalia es uno de los países menos preparados para afrontar este tipo de invasión. Su ingreso anual per cápíta de 110 dólares hace de esta nación una de las más pobres del mundo. Sus ingresos provenientes del exterior son insuficientes para cubrir su cuenta anual por concepto de petróleo importado. La mayoría de sus habitantes son nómadas cuyos rebaños han sido arrasados por las recientes sequías africanas, generando así otra clase de refugiados somalíes. Además, la ineficiencía y la corrupción impiden lograr los esfuerzos de ayuda.
A pesar de todo, Mohamed Siad Barré, presidente y gobernante de Somalia desde 1969, hace frente a la crisis con tenacidad. Su, rostro, orgulloso y curtido, muestra rastros de la enorme tensión que le provoca el haber guiado a su nación a través de todo el ciclo africano de independencia reciente, revolución, dominio soviético y guerras fronterizas. "Por razones simplemente humanitarias", me dijo, "debemos seguir recibiendo a los refugiados y hacer todo lo que esté a nuestro alcance para aliviar su sufrimiento".
Los médicos somalíes, muy mal remunerados, han sido enviados a colaborar en los campamentos. Los maestros organizan escuelas improvisadas en donde los pequeños pueden aprender a leer y a escribir. Son pocos los hogares que no alojan a algún pariente refugiado del Ogaden, pues ni las privaciones han logrado disminuir la natural hospitalidad de los somalíes. Este pueblo gentil y herido está representado para mí en el mendigo callejero que, en su afán de incitar mi dubitativa generosidad, me explicó que esperaba invitados para la cena. Somalia espera un millón y medio de invitados a cenar, y está implorando al mundo que responda ante esta crisis.
Los problemas para implantar una operación de asistencia masiva son enormes. Tan sólo proveer a los campamentos de una ración básica de subsistencia requiere de 550 toneladas diarias de alimentos. La mayoría de los campamentos se encuentran en distritos fronterizos, accesibles únicamente tras agotadoras travesías por senderos polvorientos que ante la más leve tormenta se convierten en pantanos intransitables.
Los dos puertos más importantes, el de Berbera y el de Mogadisho están atestados de tráfico, y en medio de ese caos los barcos a veces tienen que pasar varios días anclados. Cierto capitán, ya exasperado, se negó a perder ocho días de navegación y siguió su viaje a Durban (Sudáfrica), con 400 toneladas de aceite vegetal y 100.000 mantas destinadas a refugiados.
La rotura de cualquier eslabón en la cadena de abastecimiento de comida, se refleja de inmediato en el aumento de casos de desnutrición. El médico británico Ran Laurie, asesor del Ministerio de Salud somalí para asuntos de refugiados, pasó horas, durante la semana en que lo visité, tratando de lograr que niños apáticos ingirieran unas gotas cruciales de potaje. "Aquí consideramos la comida como una medicina", me explicó, "porque la desnutrición combinada con la enfermedad puede ser letal. Para estos pequeños, hasta un poco de frío en la cabeza resulta peligroso".
En el campamento Agabar, situado al noroeste, murieron 700 niños durante la primavera de 1980, período en el que la escasez de comida fue muy aguda. Horseed, en el sur, calculaba un promedio de 40 muertes por semana. Esa misma primavera, un solo cargamento de 440 toneladas de dátiles proveniente de Irak, permitió que los refugiados sobrevivieran durante unos días. Una de las prioridades más importantes ha sido la creación de los Centros de Terapéutica y Alimentación Suplementarias para los casos más graves de desnutrición: recintos rudimentarios con techo de paja donde un enorme caldero es meneado sobre un fogón, mientras grupos de niños beben, tosen y esperan, con su abdomen protuberante y ojos hundidos, llenos de temor.
Observé como Isabella Luethi, una enfermera del equipo suizo de Ayuda de Urgencia, pesaba a un inquieto pequeño mientras le daba instrucciones precisas a la madre en sorprendente buen somalí. Estas agencias de voluntarios —como Medicina Sin Fronteras, de Francia; la Asociación Católica Universitaria, de Italia; la Asistencia Eclesiástica, de Suecia— son las que han asumido la mayor responsabilidad respecto a la asistencia médica. Trabajando en dispensarios con paredes de barro, llevan adelante una guerra de guerrillas para combatir desnutrición, bronquitis, diarrea, tuberculosis, sarampión, paludismo, hepatitis y —según me dijo un interno alemán— "muchas otras cosas que jamás vimos en la escuela de medicina".
Uno de estos voluntarios es Rainer Parzefall, un robusto farmacéutico del pueblo alemán de Etzenricht-bei-Weiden. En un Land-Rover salpicado de barro, recorrimos cientos de kilómetros del agreste distrito de Gedo, revisando los purificadores de agua que su equipo había instalado en las riberas del salobre río Juba.
"Sin problemas", dice Rainer usando su expresión favorita mientras sube de nuevo al Land-Rover. Las tuberías contienen agua clara y potable. La tasa de disentería ha descendido en casi un 50 por ciento en los sectores donde se encuentran estos dispositivos. Pero hay dos problemas: ¿cómo encontrar nuevas fuentes de agua para abastecer a la corriente de refugiados, aparentemente interminable? Y, ¿cómo mantener dichas fuentes libres de la contaminación que produce esta sobrepoblación? Y como todos los problemas que aquí se presentan, este crece, inexorablemente, más que sus soluciones temporales.
Pregunté a Siad Barré qué deparaba el futuro. "Los etíopes no tienen nada que ganar con la lucha en el Ogaden", respondió. "Todo lo que logran es matarse unos a otros. Estamos profundamente agradecidos por la ayuda internacional que recibimos, pero no es suficiente: la gente debe alzar su voz en todas partes. Sólo la opinión pública mundial puede ayudar a encontrar una solución política a esta tragedia".
El mayor peso en la tarea de alertar a la opinión pública recae en el Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas, el ex primer ministro danés Poul Hartling, cuya misión es encontrar soluciones para muchas Somalias que existen en el planeta. Opina que debe evitarse que los campamentos se conviertan en algo permanente. "Establecerse en un campamento es una necesidad temporal, pero no una solución", me dijo. Hartling cree que sólo hay dos soluciones duraderas: la repatriación voluntaria (cuando los refugiados regresen a los hogares que tuvieron que abandonar) y la integración (cuando les permitan establecerse en el país de refugio ).
En Somalia será necesaria una combinación de ambas, pero con cierto grado de flexibilidad. El Gobierno somalí sostiene, haciendo frente a una realidad que se mofa de ellos diariamente, que los refugiados son "visitantes" que algún día recobrarán las tierras de donde fueron expulsados. Pera mientras Somalia siga reclamando derechos sobre el Ogaden, puede esperarse que Etiopía siga aplicando su política de tierra arrasada, dejando pocas esperanzas de soluciones políticas. Muchos observadores están convencidos de que podría organizarse una administración regional independiente para los habitantes del Ogaden, si Somalia renunciara a sus pretensiones territoriales (la Organización para la Unidad Africana ha declarado injustificables tales pretensiones). A través de negociaciones, por lo menos podrían reafirmarse los viejos derechos de los nómadas de habitar el Ogaden y tratar de implementar un fondo económico para rehacer sus rebaños. En junio de 1980, Siad Barré dio el primer paso en esa dirección al señalar que estaba preparado para entablar de inmediato conversaciones de paz con Etiopía, acerca del territorio en disputa.
También es hora de que los somalíes se enfrenten con las realidades de la integración. En vez de promover la proliferación de centros de urgencia, el Gobierno podría otorgar más fondos para proyectos destinados a dotar a los refugiados de un mejor nivel de vida. El dinero —y el trabajo de los refugiados— se podría aplicar en la mejora de carreteras, escuelas y hospitales, que beneficiarían también a la población local.
Todos los que conocen las dificultades del problema de los refugiados en Somalia, están de acuerdo en lo siguiente: el progreso será lento y costoso. Mientras tanto, sólo podemos confiar en que no decaiga la generosidad del resto del mundo ante las realidades económicas del decenio de 1980, y en que quienes gozan de seguridad continúen proporcionando a los desposeídos dinero, asilo y calor humano. Haríamos bien en escribir en una de nuestras cuatro confortables paredes las palabras de Said Gase, ex vicecomisionado de la Comisión Nacional para Refugiados de Somalia: "Los refugiados no tienen hogar; nos pertenecen a todos".