CÍCLOPES (Lannah Battley)
Publicado en
agosto 13, 2020
Me encontraba descansando del servicio en mi rincón favorito del bar de la Estación Espacial 40, cuando vi por primera vez a Nella Nelby. Ocupaba yo un asiento situado al extremo del gran ventanal y me hallaba disfrutando de un refresco y de la magnífica vista sobre el cosmos, cuando entró ella en el salón de viajeros.
Nella era una mujer alta, delgada, morena y muy guapa. Hubiera tenido que avanzar majestuosa hacia el bar, erguida la cabeza, altiva e indiferente a la ruidosa muchedumbre que atestaba el salón, pero, en cambio, entró furtiva, con expresión inquieta, y lanzando en derredor miradas nerviosas por encima del hombro. Pese a ello, consiguió extraer de algunos de los presentes miradas de inequívoca admiración.
Era inevitable que tan espléndida mujer, una vez servida su bebida, escogiese compartir mi mesa y a su lado me hiciese destacar por baja, rechoncha, descolorida y más fea que un pecado.
El hecho de sentarse no calmó su patente nerviosismo. Se colocó en la rodilla su bolsa de viaje y la agarró con fuerza, como si a aquel objeto fuesen a crecerle rotores y un propulsor que lo hiciesen salir volando. Comenzó a beber dando traguitos cortos y desconfiados, tratando de abarcar con la mirada a la gente que la rodeaba, yo incluida, sin cruzarse con los ojos de nadie. Yo, por mi parte, intentaba clasificarla, procurando no mirarla con excesivo descaro y aumentar así su evidente malestar.
En realidad, no se debe iniciar conversaciones con desconocidos en los bares de las estaciones espaciales, pero he de confesar que de vez en cuando lo hago.
Convencida de que tener a alguien con quien hablar aliviaría su inquietud, en un alarde de pasmosa originalidad le pregunté:
—¿Viaja usted muy lejos?
Ella sufrió un leve sobresalto y con un hilo de voz me contestó:
—Voy a la Tierra.
—Creo que es un lugar fascinante, ¿pero no resulta un poco primitivo?
—No. A mí me gusta mucho. Es precioso. ¿No ha estado usted nunca?
—No cae dentro de mi ruta —respondí.
—Lástima. Es muy bonito. Posee todavía zonas muy salvajes.
—¿Le gustan a usted los sitios salvajes?
—Sí.
—Irá usted de vacaciones, me imagino.
—No. Por trabajo. También me gusta mucho mi trabajo.
—Igual que a mí, aunque a veces resulta un poco rutinario. No podía albergar dudas acerca de mi profesión porque vestía yo mi uniforme de piloto con sus galones y charreteras. La verdad es que no tenía otra cosa que ponerme, ya que mi equipaje había sido inadvertidamente desviado, yendo a parar a Sandergate Phi.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy especialista en idiomas y traductora —me contestó—. Trabajo para el Servicio Arqueológico Planetario.
—Entonces, visitará usted la Tierra a menudo.
—He estado ya en dos ocasiones.
—Y supongo que su especialidad son los idiomas terráqueos.
—Así es. También domino el idioma de Vectis, el paládico y el porterano.
Su preparación profesional me impresionó profundamente, y así se lo manifesté. Ella, a su vez, declaró que le admiraba que yo fuese piloto. Hay que decir que, aunque actualmente las tripulaciones femeninas probablemente superan en número a las masculinas, no hay muchas mujeres que ostenten el grado de capitán.
Fue entonces cuando se presentó y, tras decirle yo mi nombre, empezamos a tutearnos. Viendo que nada más empezar a hablar de su trabajo comenzaba a tranquilizarse, le rogué que me hablase con más detalle sobre sus actividades.
En este momento me dedico especialmente al estudio del latín y del griego, en particular el griego antiguo.
Creía que todas esas lenguas eran antiguas.
—Algunas son más antiguas que otras —replicó con una sonrisa—. En este momento se están llevando a cabo excavaciones en... en una isla del Mediterráneo, es decir, ese mar interior donde, si recuerdas tus estudios terráqueos, nacieron numerosas civilizaciones. Nuestro estudio tiene por objeto demostrar que la Tierra fue la cuna de la humanidad.
—Pensaba que no había duda alguna sobre ello.
—Es, efectivamente, una teoría muy extendida, pero casi imposible de demostrar científicamente. En Vectis, las investigaciones cronológicas basadas en la utilización de las técnicas del carbono 14, idénticas a las efectuadas en la Tierra, demuestran que hubo en ese planeta una civilización mucho más reciente que cualquiera de las culturas terráqueas. Para algunos historiadores, una comparación particular de este tipo constituye de por sí prueba irrefutable, mientras que otros la califican de pura fantasía —y con expresión dolida añadió—: Pero aquí dentro tengo la prueba que lo demuestra irrebatiblemente —al tiempo que señalaba la bolsa que des cansaba aún en sus rodillas.
—¿Ahí dentro? He creído oírte decir que era casi imposible de demostrar.
—Casi. Pero lo que llevo ahí dentro no demuestra que la Tierra fuese la cuna de la humanidad.
—Perdona, me ha parecido que decías lo contrario.
—Esta prueba demuestra irrefutablemente que no lo fue — y se le contrajo el rostro en una mueca de desesperación—. Beck, titular de la cátedra, está como una furia y dice que mis fuentes son espurias.
—Eso rima —dije yo.
—Me miró desconcertada, sin comprender.
—Furia, espurias —precisé. -Ah, sí.
—¿Y son falsas tus fuentes?
—No, en absoluto.
Acercó las manos a la bolsa y pareció vacilar, como dudando si abrirla. Luego hizo una mueca y, alzándose de hombros al tiempo que la abría, sacó de su interior una carpeta que me tendió diciendo:
—Mira, esto es una parte de la prueba. Es sólo un facsímil, por supuesto, pero te aseguro que el original es de una autenticidad irreprochable.
—¿No vas a revelar de qué fuente se trata?
—No, a una perfecta desconocida no.
—Lo comprendo — comenté mientras hojeaba rápidamente el contenido de la carpeta—. Por otra parte, no entiendo por qué me cuentas a mí, una perfecta desconocida, tantas cosas de este asunto.
Supongo que, como la reacción de Beck me ha causado tal disgusto, tengo necesidad de desahogarme.
La carpeta contenía la copia impresa de un diario de navegación de una nave espacial. Fundamentalmente era idéntico al que llevábamos en mi ruta transplanetaria o, si vamos a mirar, en cualquier otra nave, pero había en éste ciertos elementos que lo diferenciaban. El tipo de letra y de caracteres parecía corresponder a uno de los primeros modelos de impresora adaptados a sistemas informatizados y aparecían ciertos topónimos similares, aunque no exactos, a algunos que yo conocía.
—¿Es muy antiguo? —pregunté.
—El original tendrá unos tres mil años de antigüedad — contestó.
—¿Años estándar?
—Sí. No puedo fecharlo con absoluta precisión porque Beck se niega a darme las facilidades necesarias para datarlo.
—Vaya, parece que ese hombre no tiene más deseo que hacer abortar cualquier proyecto — repliqué —. Supongo que está celoso. Es el director y, claro, quiere toda la gloria para él.
—Ese hombre, como tú dices, es una mujer — dijo Nella—, y gloria no hay demasiada. He demostrado justamente lo contrario de lo que pretendíamos probar.
—No te preocupes. Al final resplandecerá la verdad —sentencié, disponiéndome a dar lectura al documento.
Examiné los datos técnicos, detalles de navegación desprovistos de significado para un piloto actual, y los turnos de tripulación. Carecían de excesivo interés, de modo que pasé rápidamente a la sección encabezada con el título de "Observaciones del capitán".
Al principio el vuelo se desarrolló sin incidentes y el capitán se permitía el lujo de ser parco en palabras. La mayoría de apartados decían: "Todos los sistemas funcionan con normalidad. Toda la tripulación, en buen estado de salud". De vez en cuando, como para mantener el interés, aparecía el acostumbrado "contacto con estaciones de emergencia, 004 horas".
Así siguieron las cosas hasta que hicieron su aparición los meteoros, momento en que las estaciones de emergencia pasaron a ocupar el primer plano.
Recibieron numerosos avisos con la suficiente antelación para evitar la colisión, pero se trataba de una masa particularmente densa y de gran volumen, a pesar de lo cual el capitán, que debía ser un individuo extraordinariamente hábil o increíblemente afortunado, consiguió que la nave avanzase en zig-zag, cubriendo así la mitad del recorrido antes de ser alcanzada. Una masa de considerables dimensiones abrió un boquete en el casco y destruyó dos de las cabinas de carga de popa. Las cabinas adyacentes se sellaron automáticamente, impidiendo la salida del oxígeno y salvándoles así la vida.
Los otros daños que sufrieron resultaron menos espectaculares pero causaron estragos. Innumerables fragmentos de menor tamaño bombardearon el casco y penetraron en zonas desprovistas de sistemas de sellado automático, sembrando la muerte y la destrucción. Me alegra poder decir que actualmente todas las escotillas están dotadas de sistemas de sellado automático.
Con la misma rapidez con que aparecieron, desaparecieron los meteoros. La nave permaneció en estado de emergencia hasta que todas las señales de alarma quedaron bajo control y se restableció la calma.
"La tripulación ha sido literalmente diezmada", escribía el capitán; "del total de los cuarenta miembros que la integraban, han muerto cuatro, cuyos cadáveres han sido lanzados al vacío durante la primera guardia. De los restantes, nueve sufren heridas de distinta consideración. Los ordenadores han sufrido cierto deterioro, pero afortunadamente los sistemas de navegación permanecen intactos. También se han producido daños en los propulsores y en la dirección, a lo cual hay que añadir la pérdida del material de emergencia y reparaciones que transportábamos en las cabinas de carga afectadas. Nuestra situación, no obstante, hubiera podido ser mucho más apurada. En nuestra presente condición podemos dirigirnos, aunque sea lentamente, al planeta más próximo, BK3, utilizando energía solar como potencia auxiliar."
El capitán y la tripulación supieron por el banco de datos informático que BK3 había sido objeto de una exploración de superficie llevada a cabo tres o cuatro generaciones atrás, hallándose entonces escasamente poblado, y perteneciendo sus habitantes a tribus primitivas de subsistencia basada en la caza y la recolección. Un grupo más avanzado de pobladores habitaba a orillas de un mar interior, habiéndose asimismo establecido en sus numerosos archipiélagos e islas. Conocían la agricultura y probablemente el comercio, puesto que existían asentamientos portuarios y rudimentarios astilleros. Sus viviendas eran permanentes y de sólida construcción y poseían hermosas estructuras construidas en piedra y destinadas, al parecer, a edificios públicos. El planeta poseía una extraordinaria riqueza y variedad de minerales escasamente explotados por la población indígena.
"¿Pero nos proporcionarán los elementos apropiados para obtener mediante un proceso de fusión la cantidad de plasticita suficiente para reparar la dirección, así como duracerit, aleación lo bastante resistente para subsanar la avería del propulsor principal?", se preguntaba el capitán.
Una vez llegada a su punto de destino, la nave entró en órbita mientras se solicitaba información suplementaria sobre la superficie del planeta; la información les obligó a un inesperado y primordial problema: la atmósfera del planeta era irrespirable, circunstancia no mencionada por el informe de la anterior expedición. El capitán había supuesto que las condiciones de la superficie eran compatibles con la fisiología humana, porque, de lo contrario, los problemas de índole práctica que ello hubiese planteado habrían merecido al menos una breve mención.
"Podrían explicar tal discrepancia los daños provocados por el meteoro en los sistemas informáticos", añadía el diario. "Si bien cabría esperar que el impacto hubiese suprimido un disco entero, y no parte de él, es posible que la colisión eliminase de los datos almacenados la información relativa a la composición atmosférica de BK3. Como segunda alternativa, la omisión podría significar que la superficie es perfectamente compatible, de lo cual se deduciría que los ordenadores proporcionan en este momento una lectura errónea. En beneficio de una mayor seguridad de la tripulación, me veo obligado a ignorar esta segunda posibilidad. El personal ha recibido instrucciones de utilizar trajes y cascos de seguridad en la superficie, en tanto los datos continúen siendo adversos."
Se envió, pues, a la superficie un vehículo de inspección pilotado por el segundo de a bordo, Polson, que iba acompañado por tres miembros de la tripulación, llamados Grant, Vectan y Kirilli.
La nave continuaba entretanto girando alrededor del planeta, y el diario de navegación no hubiese aportado más que detalles intrascendentes, desprovistos de interés, de no ser porque al final de cada día el capitán transcribía los siguientes informes recibidos del vehículo de inspección:
"Día 1: Hemos descendido en una zona en la que existe una gran extensión de agua que rodea una escarpada punta de terreno bordeada de promontorios y entrantes rocosos. Este mar se halla salpicado de masas de tierra montañosa que han dificultado considerablemente las operaciones de aterrizaje, si bien hemos logrado tomar tierra sin incidentes en una de las islas de mayor tamaño. Los datos relativos a la obtención de minerales aptos para la fabricación del duracerit son favorables.
Por lo que hemos observado hasta el momento, la población, escasa y dispersa, está constituida por una tribu de pastores. Hemos divisado a sus animales, cuadrúpedos de pelaje grueso y rizado y patas frágiles, que emiten unos extraños sonidos guturales.
Tenemos la absoluta certeza de no haber sido observados durante las operaciones de aterrizaje y hemos aprovechado la fragosidad del terreno y una cueva natural para reforzar nuestro camuflaje, que, sin temor a exagerar, calificaría de perfecto. Ni el más ortodoxo programador de operaciones de este tipo hallaría en él el menor detalle censurable.
Hasta el momento todo está saliendo a pedir de boca, exceptuando los datos de la atmósfera exterior, que continúan manteniéndose en índices de riesgo elevados, lo cual dificulta nuestra tarea. Hemos empezado a taladrar en el interior de la cueva, iniciando de inmediato la extracción de minerales. Abundante material adecuado para la fabricación de duracerit, pero nada todavía para la elaboración de plasticita.
Día 2: Hemos divisado numerosos cuadrúpedos y también hemos podido contemplar de cerca a sus propietarios. Ellos no nos han visto. Los pastores son de baja estatura e innegable aspecto humanoide. Cuesta creer que no se trata de mamíferos que respiren oxígeno, como nosotros, pero los contadores muestran todavía niveles insuficientes de oxígeno, así como un peligroso índice de radiactividad. Fuera, pues, del vehículo seguimos vistiendo trajes y cascos protectores que, a causa del calor y engorro que suponen, dificultan las tareas de extracción, tornándolas lentas y fatigosas. Aún no hemos encontrado ningún componente apto para elaborar la plasticita y, detalle más alarmante, los datos recogidos no parecen indicar que puedan hallarse en las inmediaciones de la zona. Agradeceríamos a la nave la localización más próxima de dicho material para ahorrar tiempo cuando decidamos ampliar el sector de exploración.
Día 3: Las tareas de taladro y extracción realizadas con trajes y cascos protectores a la elevada temperatura reinante en la superficie avanzan con notable lentitud y agotadora laboriosidad. No obstante, los trabajos progresan. Dentro de dos días contaremos con suficiente material para elaborar duracerit en cantidad sobrada para reparar el propulsor principal.
Hoy estamos rodeados de animales que pastan en las cercanías y también hemos visto a un humanoide a corta distancia; era bajo, delgado, de miembros débiles e iba vestido con una túnica corta.
Para lectura exclusiva del capitán: Código 448321967. Tomo nota de sus declaraciones confidenciales relativas a la inexistencia en este planeta de material adecuado para la fabricación de plasticita. Cuando hayamos concluido la extracción de mineral para la producción de duracerit, que tendrá lugar dentro de dos días, efectuaremos, siguiendo sus instrucciones, una exploración de altitud mínima con el fin de detectar depósitos de bajo contenido de plasticita ilocalizables a altitud orbital.
Día 4: La entrada de la cueva es amplia y hoy ha entrado un cuadrúpedo. Kirilli dijo en broma que iba a aplicar el contador al animal para averiguar si contenía sustancias adecuadas para la obtención de plasticita. La muchacha acercó el aparato y con asombro descubrimos que marcaba un índice bajo, pero claramente perceptible. Grant y Vectan quedaron boquiabiertos al oírme ordenar subir al animal a bordo del vehículo para someterlo a otras pruebas. Con mucho regocijo, Kirilli empezó a perseguirlo por toda la cueva. Cuando vi que pretendía escaparse, bloqueé la salida y agitando frenético los brazos le impedí la huida. Creyendo los otros que me había vuelto loco, tuve que explicarles que las investigaciones llevadas a cabo desde la nave indicaban que no existían en el planeta materiales adecuados para la fabricación de plasticita.
Introdujimos al animal en el vehículo para someterlo a análisis. El hedor que exhalaba era tan insoportable que los extractores han tenido que funcionar a la máxima potencia. Si el mal olor no disminuye, nos veremos obligados a vestir trajes y cascos protectores en el interior del vehículo. El índice de plasticita se halla localizado en un largo tendón, resistente y correoso, que forma parte de los sistemas internos del animal. Extraer la cantidad suficiente para nuestro propósito constituirá, sin duda, una ardua y laboriosa tarea, por lo hedionda y sanguinaria, razón por la que espero sus instrucciones al respecto.
Día 5: Los humanoides no parecen echar en falta al animal que tenemos en nuestro poder. Hacen gala de descuido e ineficacia en la forma de cuidar a sus animales. Hemos apresado a cuatro cuadrúpedos más en las inmediaciones de la cueva, y en el interior del vehículo hemos extraído las fibras que necesitamos. He decidido que a partir de mañana, protegidos con trajes y cascos, realizaremos esta labor en la cueva.
Más tarde hemos conducido a seis animales más al interior de la cueva. Aunque nuestra eficiencia progresa con la práctica, no hemos podido operar a todos ellos, por lo que hemos cegado la entrada con peñascos a fin de que no escapen los que faltan todavía por tratar.
Día 6: Hoy dos pastores andaban en busca del ganado. La verdad es que tenemos a varios animales más dentro de la cueva. Pese a que, hasta no aturdirlos a golpes, los cuadrúpedos armaban un grandísimo alboroto con sus roncos gritos guturales, no los han descubierto. Grant ha confeccionado una valla camuflada con la que hemos cerrado la entrada de la cueva.
Vectan ha sugerido que, en vista de lo escasos que son los pastores, y que los pocos que hay son criaturas primitivas y desprovistas de armas, no sería mala idea disponer de una serie de cercas en las inmediaciones de la cueva. Si lográsemos reunir aproximadamente un centenar de cuadrúpedos, podríamos iniciar un método más rápido y eficaz de extraer la plasticita, basado en los procedimientos rutinarios empleados hasta el momento. Como dicha operación evidenciaría nuestra presencia en la superficie, me creo obligado a solicitar autorización para poner en práctica dicho proyecto.
Día 7: El proyecto progresa sin incidentes. Hoy hemos encerrado a unos cincuenta animales y, de haber contado con más cercas, hubiésemos podido aumentar considerablemente esa cifra. Durante un breve período hemos divisado a dos pequeños humanoides recortados en una línea de colinas sobre el horizonte.
Día 8: Todo funciona a pedir de boca. Hemos instalado nuevas cercas, consiguiendo llenar de animales el sector ampliado. Kirilli y yo nos hemos encargado de perseguir, atraer y finalmente introducir en el nuevo cercado a los cuadrúpedos peor dispuestos a dejarse atrapar. Debíamos tener un aspecto de lo más ridículo al cumplir con nuestra obligación. Mientras ella y yo andábamos de aquí para allá dando saltos como verdaderos dementes, Grant y Vectan trabajaban a buen ritmo. Hemos procedido a incinerar los deshechos inservibles de los animales.
Día 9: Vectan ha informado hoy de que, atisbando por encima de la cerca, han aparecido dos humanoides. Tan pronto como él los divisó, escaparon corriendo por el áspero terreno con la agilidad y ligereza de animales de montaña.
Mi temor es que informen de nuestras actividades y regresen en compañía de hordas de pastores, tal vez armados. He dado orden de que si los intrusos aparecen de nuevo, hay que aturdirles a golpes y detenerles para impedir tal eventualidad, pero quizá mis órdenes lleguen ya demasiado tarde. Nos hacen falta tres días más para concluir nuestra tarea.
Día 10: No han llegado pastores a interrumpir nuestro trabajo ni han vuelto a verse los dos humanoides que ayer nos espiaron. El trabajo progresa.
Día 11: Grant ha capturado en el interior mismo de la cueva a uno de los espías. La muchacha propinó al humanoide un golpe que lo aturdió inmediatamente, y luego lo ató con una cuerda a una de las cercas. Vectan está seguro de que se trata de uno de los espías que vio el noveno día.
Día 12: Vivimos con el temor de que acudan en tropel turbas de pastores, pero hasta el momento nada ha ocurrido. Quisiéramos comunicar con ese pequeño ser ahora que ha recobrado el conocimiento, pero es imposible. Fuera del vehículo no podemos quitarnos los cascos protectores y el miedo a la contaminación nos impide introducirlo en el vehículo. Creemos que todavía no ha alcanzado su máxima estatura, pero, aun cuando la alcance, seguirá siendo bajo comparado con nosotros. El trabajo avanza a buen ritmo y, con un poco de suerte, si no se producen interrupciones, quedará concluido mañana.
Día 13: El trabajo ha quedado concluido. Hemos soltado al humanoide, que desapareció corriendo por los riscos. Kirilli permaneció en la cima para asegurarse de que no regresaba a ver despegar el vehículo. Grant, Vectan y yo hemos despejado la zona haciendo lo posible por eliminar todos los rastros de nuestra temporal ocupación.
Kirilli ha regresado al vehículo; estamos a punto de despegar, esperando ilusionados el momento de encontrarnos de nuevo en la nave."
Aquí terminaba el informe.
Alcé los ojos hacia Nella, que tomaba despacio su segunda bebida.
—Es una lectura apasionante —observé —, pero no veo qué demuestra.
—BK3 es la Tierra, desde luego, y si una expedición visitó la Tierra en la época en que su población indígena estaba constituida por pastores primitivos, está claro que la Tierra no es la cuna de la humanidad.
—Pero aquí no hay nada que pruebe que BK3 es la Tierra. Aún más, parece poco probable. No posee oxígeno y sí en cambio un elevado índice de radiactividad.
—Posee un bajo nivel de oxígeno y un elevado índice de radiactividad — corrigió Nella—. Pero sospecho que, a consecuencia del impacto recibido, el ordenador quedó deteriora do. Creo que los trajes y cascos protectores que llevaron en la superficie eran innecesarios. Considero muy interesante que en la clasificación del planeta aparezca el número 3, ¿tú no? Al fin y al cabo, la Tierra es el tercer planeta del sistema solar contando a partir del Sol.
—Pero eso no es concluyente —repliqué —. Sustancialmente proporciona una base muy endeble. No hay dato alguno que indique el nombre de la nave, su trayecto, el destino o la fecha en que se efectuó el viaje.
—Sí aparecen nombres de lugares —contestó Nella —, aunque, como tú has dicho, la ortografía no coincide exacta mente con la actual. Encajaría con el hecho de que la nave hubiese tenido que efectuar un aterrizaje de emergencia en la Tierra, pero eso es secundario. Lo que realmente termina de demostrarlo es el manuscrito que enlaza con el informe de la nave o, mejor dicho, con el informe del vehículo de inspección. Y empezó a rebuscar en la bolsa de viaje, pero se detuvo, como si hubiese cambiado de idea.
—El original de este documento, por un imprevisible y afortunado capricho del destino, se salvó de perecer allá en la Tierra. Perderlo seria una catástrofe, porque no dispongo de otra copia. Creo honradamente que la profesora Beck me mataría con tal de recuperarlo. Estoy segura de que con esta intención me han seguido por media galaxia.
Alzó la vista, lanzó una mirada en derredor y de pronto quedó petrificada, clavando una mirada de horror en la entrada del bar.
—¡Oh, no! —murmuró con desaliento.
—¿Qué ocurre? —pregunté contemplando a la persona que acababa de entrar.
Era un hombre de descomunal tamaño. Era también el ser humano más repulsivo que hubiera visto en mi vida. Tenía una complexión piramidal y la punta de su cabeza triangular descendía ensanchándose y formando pliegues carnosos que se derramaban por el cuello de la camisa.
—Es el doctor Roskopf, el ayudante de la profesora Beck — tartamudeó Mella—. Si existiera algún modo de salir de aquí sin que me viera...
—Tranquilízate. Existe —repliqué señalando con el pulgar por encima del hombro.
Escapamos por los aseos de mujeres, suspirando con profundo agradecimiento de que para ciertas cosas perdurase todavía la segregación sexual. Mi conocimiento de la distribución de la Estación Espacial facilitó la tarea de guiar a Nella a través de una intrincada maraña de escaleras de incendios, remotas salidas de emergencia, disimulados compartimentos estancos y angostas conducciones de fluido energético. No sólo era improbable que el doctor Roskopf pudiera seguirnos por aquel laberinto, sino que, de conseguirlo, su colosal volumen se lo impediría en ciertos puntos. De todos modos, al llegar a la plataforma 22, sugerí a Nella que se quedase escondida mientras yo comprobaba que no hubiera nadie en los alrededores.
Entramos en mi apartamento sin ser vistas y allí nos encerramos, echando dos vueltas a la llave. Tras una leve vacilación, Nella me tendió el documento causante de nuestro tortuoso recorrido. Llevaba por título: Relato de mi infancia.
—Me pareció oírte decir que se trataba de un manuscrito. Esperaba que estuviese escrito a mano, en la antigua caligrafía.
—El original lo está, pero esto es la traducción que he hecho yo del griego — contestó Nella.
Y leí lo que sigue a continuación:
Yo, Eneas, hijo de Filipo, aproximándose el fin de mis días, deseo dejar escrito un relato verídico de ciertos sucesos acontecidos durante mi infancia, mediante los cuales hicieron los dioses que siguiera yo la misma senda que recorrió mi padre mientras que mi hermana se tornó una errante vagabunda, dando así cumplimiento a su propio destino.
También quisiera dejar constancia de que mi hermana Homa y yo, aunque separados desde la juventud, nos reunimos y nos reconciliamos poco antes de su reciente muerte.
Mi relato se inicia con los tiempos felices en que, en compañía de Homa, cuidaba de los rebaños de mi padre durante los apacibles días del verano. De ese modo desearía recordar siempre mi infancia, ignorando los feroces vientos del invierno y la fatiga, borrando el miedo y la vergüenza que después sobrevinieron.
Homa era cuatro años mayor que yo, y era ágil y de gran fortaleza física. Ello no impedía que a veces el rebaño se dispersase, pues a ella le agradaba sentarse a la sombra de un árbol y dejar correr las horas sumida en sus ensoñaciones.
—Homa — le suplicaba yo —, vayamos a buscar las ovejas descarriadas. Padre se enojará con nosotros y nos dará de azotes con el látigo si perdemos alguna.
—Ve tu, si quieres —contestaba ella —. Yo iré más tarde. Bien ha de dispersarse el rebaño para encontrar pastos frescos. De lo contrario, las ovejas no hallarían qué comer y padre nos azotaría por dejarlas morir de hambre.
Pero luego caía en la cuenta de que se había entretenido demasiado y entonces comenzaba la ardua tarea de reunir el rebaño. Rebosante de energía, Homa echaba a caminar dando grandes zancadas mientras yo, vencido por la fatiga y e desánimo, procuraba seguirla arrastrando mis cortas piernecitas.
Era inevitable que las ovejas sufriesen accidentes y que nosotros recibiésemos palizas. Homa era la que más sufría. Era la hija mayor y, por lo tanto, responsable no sólo del rebaño sino también de mí. He de confesar que yo también recibí una sarta de azotes, pero sólo una vez, y no me agradó en absoluto. Homa recibía más azotes de los que merecía, pues era una rebelde y una deslenguada que provocaba las iras de nuestro padre, sin que las súplicas de nuestra madre pudiesen hacer nada por salvarla.
El verano que siguió a la muerte de nuestra madre fue muy caluroso. El menor gesto o movimiento provocaba cascadas de sudor. Como es natural, lo más sensato que podíamos hacer mientras guardábamos los rebaños era sentarnos a la sombra de un árbol, a lo cual no oponía yo reparo alguno.
A menudo llevábamos provisiones para varios días y pasábamos la noche al raso, durmiendo bajo las estrellas. En una de esas ocasiones, Homa me contó que había tenido un extraño sueño en el que aparecía un monstruo que profería un atronador rugido y provocaba unas violentas ráfagas de viento. En su sueño veía cómo el monstruo devoraba a todas nuestras ovejas.
La pesadilla impresionó a Homa, pues a la mañana siguiente, al despuntar el día, salimos a comprobar que no faltase ninguna oveja. La verdad es que pasamos varios días dedicados a esta tarea. No era cosa de cercar a los animales, pues estábamos en la época del año en que había que dejarlos sueltos para que hallasen por sí solos los pastos más jugosos, pero, a pesar de ello, Homa condujo a los más alejados a la zona donde pacía el grueso del rebaño. Yo no quería, a causa del calor, realizar tan fatigoso esfuerzo, pero tuve que plegarme a los deseos de mi hermana. Si nuestras ovejas desaparecían devoradas por un monstruo, Homa tenía asegurados los azotes para el resto de sus días.
Pocos días después, la pesadilla se convirtió en realidad. Cerca del pico más alto de la isla divisamos a un monstruo, y el miedo que sentí hizo que la sangre abandonara mis mejillas. Clavados en el lugar donde nos hallábamos, nos dispusimos a observar. No hacía ningún ruido aterrador. Era completamente silencioso, lo cual, en cierto modo, era mucho más terrorífico. Aunque lo contemplábamos a cierta distancia, vimos que era inmenso, un gigante de enorme volumen y desmesurada estatura. Tenía forma de hombre y la piel reluciente, de color gris. Sus movimientos eran lentos y torpes. Cuando volvió la cabeza en nuestra dirección, vimos que tenía un rostro horrible, desprovisto de rasgos salvo un gran ojo oscuro en el centro de la cara.
Jamás me ha latido el corazón con tal violencia como el día en que por vez primera vi a aquel ogro. Al principio sentí que las piernas se negaban a sostenerme, pero pronto me había recobrado lo bastante como para ponerme en pie de un salto con la intención de huir de aquel lugar a la carrera. Pero no había de ser así. Con sus largos dedos huesudos, Homa me agarró por un brazo y me obligó a agacharme de nuevo, ocultándome tras un reseco matorral del agostado páramo.
—Agáchate, estúpido —susurró apretándome el brazo con tal fuerza que me dejó los dedos marcados —. Que no nos vea.
De modo que continuamos agachados. Homa me ordenó que me quedase donde estaba y ella avanzó reptando como una serpiente a vigilar más de cerca a aquella terrorífica criatura. Entonces me convencí de que mi hermana era la persona más valiente del mundo. Al cabo de poco rato regresó diciendo que el gigante había desaparecido oculto tras unos peñascos. Procurando no levantar la cabeza, nos retiramos, regresando al lugar donde habíamos pasado la noche.
—Homa, vayamos a casa a contarle a padre lo que hemos visto —dije yo—. No podemos quedarnos aquí.
—Tú irás a casa a contarle a padre lo que hemos visto — murmuró—. Yo me quedaré aquí a guardar el rebaño. Dile a padre que venga a toda prisa y que traiga el arco y las flechas. De lo contrario, ese monstruo devorará a todas las ovejas, como ocurrió en el sueño.
Me alegré de volver a casa, de alejarme del ogro, aunque me apenaba dejar a Homa allá sola. También me asustaba la idea de quedarme solo.
—Ven tú también —le dije—. Tengo miedo de hacer el camino solo. Pero ella no quiso acompañarme.
—Padre me azotará si abandono el rebaño —me contestó—. Ve tú a decirle que necesitamos ayuda.
Y, así, me puse en camino solo, sintiéndome más seguro y tranquilo a medida que me acercaba a nuestra casa. De imaginar la acogida que me aguardaba, no me hubiera sentido tan contento. Mi padre no quiso creer lo que le expliqué. Le rogué y supliqué que viniera conmigo y que tomara el arco y las flechas. Le conté el sueño de Homa y también que después nos habíamos acercado a donde estaba el monstruo y lo habíamos visto en carne y hueso.
Pero él empezó a pegarme hasta que me castañetearon los dientes.
—¿Qué tonterías son éstas? —rugía —. ¿Es acaso Homa la que te envía con este cuento porque ha perdido más ovejas que las de costumbre? Vuelve ahora mismo a los pastos y dile a Homa que si falta una sola oveja, recibirá más azotes de los que ha recibido en toda su vida.
—¡Es verdad, padre! —le aseguraba yo entre sollozos —, ¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Un monstruo grande y altísimo!
Y abrí los brazos en toda su extensión para dar idea de su descomunal tamaño. Sujetándome por mis apenas perceptibles bíceps, en el mismo lugar donde Homa me dejara los dedos marcados, mi padre me agarró con tal fuerza que me hizo gritar de dolor.
—¿Con mentiras venimos, muchacho? Verás tú el reme dio que tengo yo para los embusteros.
Entonces fue cuando experimenté mis primeros y únicos azotes. Fue un momento decisivo en mi vida. A partir de entonces, dije siempre única y exclusivamente lo que la gente deseaba oír, y sospecho que eso es lo que ha hecho de mí el hombre próspero y poderoso que he sido en la vida. Rara vez decía lo que pensaba y pocas veces hacía lo que decía.
Pero el éxito y la prosperidad permanecían en el futuro y parecían harto improbables durante aquel penoso regreso a los pastos de la montaña que, a rastras con mi cuerpo, hube de realizar para comunicar las espantosas noticias a Homa.
—Estamos entre Escila y Caribdis —declaró al escuchar mi relato. ¿Entre qué? —repliqué yo.
Por un lado tenemos a ese horrendo monstruo —me explicó— y por otro la cólera de padre y la airada fuerza de su brazo.
Yo me estremecí.
—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Homa clavando unos ojos muy abiertos en mi cara sucia de polvo y de lágrimas—. Hemos de matar al monstruo y llevar su cadáver a casa. Sólo así padre creerá lo que le decimos.
Me quedé horrorizado.
—¡Matarlo! ¿Cómo podemos matarlo?
—Con los cuchillos. Nos acercaremos sin ruido mientras duerma. Hasta los monstruos tienen que dormir.
Yo puse en duda esta afirmación y así lo manifesté.
Nuestros cuchillos eran pequeños y no estaban muy afilados. Los usábamos principalmente para cortar pan, queso y frutas y también, de vez en cuando, para librar a alguna oveja atrapada entre los brezos, después de lo cual los afilábamos más para cortar los zarcillos que no podíamos desgajar a mano.
Homa se puso a aguzar el cuchillo, afilando no sólo la hoja sino también la punta, hasta dejarlo más cortante que nunca.
—Esto puede matar a cualquiera — declaró —. Hasta a los cíclopes.
—¿Los qué? —inquirí.
—Los cíclopes. Así llamo yo al monstruo porque tiene un único ojo, grande y redondo.
Temblando de miedo, acompañé a mi hermana al lugar donde por vez primera avistamos al gigante, y allí volvimos a verle. Su mole descomunal iba de aquí para allá construyendo una empalizada de madera plateada y muy brillante que no era de abedul, ni de cedro, ni se parecía a ninguna madera conocida. Cuando la empalizada quedó terminada, vi que encerraba una amplia porción de terreno, así como la boca de una cueva que era la guarida del monstruo.
Fácil será imaginar nuestro horror cuando de la cueva vimos salir a un segundo gigante que empezaba a ayudar al primero.
—Dos cíclopes —susurró Homa con un hilo de voz.
La mayor parte de nuestros rebaños se encontraban pastando en los alrededores y los dos monstruos comenzaron a rodear a las ovejas obligándolas a entrar en la cerca, como si fuese época de esquilarlas. A pesar de que los monstruos se movían con torpeza y lentitud, lograron introducir en la cerca a una veintena de ovejas o tal vez más. Homa contemplaba la escena horrorizada. Yo, presa del pánico, no podía apartar la vista de lo que tenía ante mis ojos.
Luego, de entre las ovejas que habían capturado, escogieron a un par y las obligaron a penetrar en el interior de la cueva
—¿Qué estarán haciendo con nuestras ovejas? — se preguntó Homa—. Tenemos que averiguarlo.
La acción más valerosa que he realizado en mi vida fue seguir a Homa, arrastrándonos sin ser vistos hasta llegar a la empalizada y, conteniendo el aliento y agarrando con fuerza mi cuchillito, trepar por ella.
No pudimos llegar a ver el interior de la cueva y, por lo tanto, nos quedamos sin averiguar lo que hacían, pero, en cambio, vimos de cerca a los monstruos. Al principio creí que eran ciegos, porque su horripilante ojo único reflejaba la tierra y el cielo y no enfocaba nada en especial ni parecía poseer los medios para hacerlo. Este detalle explica mi descuido. Por gestos intenté indicarle a Homa que creía que no veían y al gesticular se me cayó el cuchillo de la mano. Al caer golpeó contra la empalizada con tal estrépito que el monstruo más cercano giró en redondo y avanzó dando bandazos hasta nosotros. Homa y yo bajamos de la empalizada de un brinco y echamos a correr saltando sobre peñas y zarzales con la velocidad del miedo.
Aquella noche dormí poco. Me estrujé el seso pensando cómo podríamos convencer a padre de la existencia de aquellos cíclopes sin tener que matarles. Decidí que Homa juzgaría imposible matar a los dos, de lo cual me alegré sobremanera Así no tendríamos que poner en práctica nuestro desesperado proyecto.
Pero Homa insistió en que se sentía perfectamente capaz de llevar a buen fin su plan original, el de dar muerte a ambos gigantes con rapidez y en silencio mientras durmiesen. Le hice ver a mi hermana lo descabellado de su idea: el primer monstruo, al ser atacado, gritaría y despertaría al segundo y a ella la apresarían y seguramente la matarían. Hacían falta dos personas, actuando al unísono, para que el plan tuviera éxito, pero, por más que quise, no tuve fuerzas para ofrecer voluntariamente mis servicios. Homa, en cualquier caso, dejó muy claro que no quería mi colaboración, porque seguramente tendría un descuido y dejaría caer el cuchillo como antes. Dijo, pues, que mataría al primero y que si el otro se despertaba, le clavaría en el ojo un palo puntiagudo dejándole ciego antes de que él pudiera atraparla.
El palo fue aguzado y, al caerla noche, Homa se acercó sin ruido hasta la empalizada dispuesta a penetrar en la cueva aprovechando la cobertura de las sombras. Me dijo que más tarde precisaría de mi ayuda para arrastrar hasta casa a uno de los cadáveres y mostrárselo a padre.
Y yo permanecí en la colina, solo, en la oscuridad y muerto de miedo. La llegada del amanecer hubiera debido aliviar mi ansiedad, pero sólo consiguió aumentarla, puesto que Homa no había regresado todavía de la guarida de los monstruos.
Durante todo aquel día, aquel largo y caluroso día, permanecí sin moverme, observando la entrada de la cueva sin divisar rastro alguno de mi hermana, y deduje con inconmovible convencimiento que los cíclopes la habían devorado.
Si hubiese podido imaginar siquiera el terror que sentiría aquella segunda noche pasada a solas y en la oscuridad, hubiese regresado a casa antes del anochecer. Con los ojos desmesuradamente abiertos, pasé la noche sumido en las tinieblas, imaginándome rodeado de cíclopes dispuestos a saltar sobre mí.
Al despuntar las primeras luces del alba, inicié el regreso a casa; al principio andando despacio, asegurándome de no hacer ningún ruido; luego más aprisa y con menor cuidado; y finalmente eché a correr a todo lo que daban las piernas.
Mi padre me acompañó de regreso al lugar que yo había mencionado; andaba a mi lado con expresión adusta, fruncidos los labios, sin dar crédito a mis palabras, suponiendo tan sólo que un buen número de ovejas habían desaparecido o sufrido algún daño. Sus suposiciones resultaron ciertas. Los monstruosos gigantes habían desaparecido, los apriscos por ellos construidos se habían desvanecido y de Homa no se veía rastro por ninguna parte. Yo estaba convencido de que los cíclopes la habían devorado, pero no quise decírselo a mi padre sabiendo que no iba a creerme.
Homa reapareció al cabo de un par de días. Los cíclopes la habían tenido cautiva, pero no le habían hecho ningún daño. Habían asado y consumido docenas y docenas de corderos y luego la habían conducido al otro extremo de la isla. Cuando reunió el suficiente valor para regresar a la cueva, todo rastro de los monstruos había desaparecido.
Mi padre, desdeñoso, no dio crédito alguno al relato de monstruos y gigantes de mi hermana, y yo, franqueada la decisiva e irreversible barrera, no quise corroborar su historia. Homa recibió insultos, azotes y un puntapié que la arrojó contra la chimenea, donde se golpeó la cabeza contra un caldero. Mi padre jamás volvió a dirigirle la palabra.
La pérdida del rebaño constituyó un gran revés para la fortuna de la familia, del que, sin embargo, con el tiempo nos recuperamos. Al cabo de unos meses, Homa y yo estábamos de nuevo en los pastos guardando las ovejas.
Homa no volvió a perder una sola oveja en su vida. Trabajaba sin descanso desde el alba hasta la puesta de sol. Poseía una inusitada fortaleza física. Comenzó a sentir dolores de cabeza que de vez en cuando le afectaban la vista, pero ello no influía para nada en su trabajo.
Cuando mi padre murió, me legó a mí todos sus bienes. Quisiera dejar constancia de que no fui yo quien obligó a partir de mi casa a una mujer medio ciega, forzándola a ganarse el sustento como mejor pudiera. Fue Homa la que prefirió marcharse.
Tardó más tiempo que yo en aprender la lección que tan pronto asimilara de jovencito, pero al final también ella la aprendió. Y empezó a decir a la gente lo que la gente deseaba oír. Mi hermana, como todo el mundo sabe, se convirtió en una famosa y solicitada narradora de cuentos y leyendas. Es mucho más conocida que yo, aunque yo soy en muchas millas a la redonda el hombre más rico del lugar.
Ahora lloro de gozo, alegrándome de que mi hermana haya regresado al hogar antes de morir y de que nos hayamos reconciliado. Siempre la recordaré como la joven, fuerte y ágil muchacha que era en aquellos días felices en que guardábamos las ovejas en los pastos del verano.
Nella me estaba mirando fijamente cuando, al concluir la lectura, levanté la vista.
—Ahora lo ves claro, ¿no? —inquirió.
Yo trataba todavía de ordenar mis pensamientos y encajar mentalmente ¡as piezas de aquel rompecabezas.
—Veo clarísimo el problema si este texto es verídico — contesté.
—Lo es, lo es. La profesora Beck y el doctor Roskopf no se tomarían tantas molestias si creyesen lo contrario.
—Sí. ¿Qué es exactamente lo que traman? —pregunté —. Creía que estos documentos eran copias, transcripciones.
—El diario de la nave espacial es, en efecto, una copia directa, pero el otro texto es una traducción realizada por mí. No existen muchas personas que puedan traducir un texto como ése con tanta precisión. Beck y Roskopf se sentirían bastante tranquilos si pudiesen destruir eso —añadió señalando los folios mecanografiados que yo sostenía aún en la mano— y acabar conmigo.
—¿Serían capaces de llegar hasta el asesinato para ocultar la verdad? Si en este asunto hubiese dinero de por medio, lo comprendería perfectamente, pero a la mayoría de la gente le importa muy poco la historia y el pasado.
—Hay dinero de por medio, becas, subvenciones, sueldos, pero lo que principalmente está en juego es la reputación académica y la opinión de las futuras generaciones.
—Dices que vas a la Tierra, pero si realmente tienen intenciones criminales, ¿no es un poco arriesgado?
—Sí, aunque, en realidad, debo confesar que no te he dicho toda la verdad. La verdad es que estoy huyendo de la Tierra. Pienso regresar a ella, pero sólo cuando pueda difundir masivamente estos documentos acompañándolos de un comentario mío acerca del descubrimiento que suponen. Circularán entonces demasiadas copias y, por lo tanto, poco ganarían con liquidarme a mí.
—¿Y adonde piensas huir?
—No me importa el lugar, siempre y cuando ellos no lo descubran y no puedan seguirme. Ha de ser un sitio lo bastan te avanzado como para poseer instalaciones capaces de producir copias de mi estudio en cantidades masivas.
—Yo no estaba completamente convencida de que la situación fuese cuestión de vida o muerte, pero, ante la posibilidad de un eventual asesinato, preferí pecar por exceso de cautela.
—Mira, te ofrezco una plaza en mi nave —le dije—. Vamos a Sandergate Theta. Pero tendré que examinar tus documentos de identidad.
—No tendría inconveniente en mostrártelos, pero no puedo arriesgarme a que aparezca mi nombre en una lista de pasajeros, y por otra parte, la rutina normal del embarque resulta para mí demasiado peligrosa. Estoy segura de que están controlando todos los vuelos.
—Por eso precisamente tengo que examinar tus documentos de identidad. Tu nombre no aparecerá en ninguna lista, te lo aseguro, y embarcarías evitando el procedimiento normal. Serías invitada personal mía, lo cual te da derecho a compartir la intimidad de mi cabina sin ser vista por los demás pasajeros si las circunstancias así lo exigieran.
Se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa y me tendió sus documentos para que los examinase.
—La verdad es que, aunque quisiera —dije —, no podría conseguirte pasaje porque el vuelo está completo. Los recientes descubrimientos de ricos yacimientos minerales han con vertido últimamente a Theta en un lugar muy solicitado. La gente se precipita hacia ese planeta con la esperanza de amasar una fortuna.
Exceptuando un par de hábitos ligeramente molestos, Nella resultó una compañera de viaje excelente. No perdía nunca el buen humor, siempre estaba dispuesta a colaborar y durante mis ratos libres de servicio sabía adaptar su estado de ánimo al mío. Me daba conversación cuando intuía que yo tenía ganas de charlar, y cuando yo necesitaba paz, era capaz de guardar silencio sin mostrarse opresiva. El viaje nos ofreció tiempo sobrado para yo descubrir fallos en su tesis y para que ella refutase con vehemencia mis argumentos.
La ayudé a desembarcar discretamente en Sandergate Theta, mucho después de que lo hicieran los restantes pasajeros de la nave. Nunca más he vuelto a saber de ella.
A veces me pregunto si la historia de Nella no fue más que una complicada y astuta estratagema para obtener un pasaje gratis para Theta. En aquel momento había gente dispuesta a cualquier cosa con tal de poder llegar a aquel planeta, aunque ahora la afluencia de viajeros ha disminuido bastante. Confieso que me asaltan dudas; sin embargo, falsificar aquellos documentos no debía ser cosa fácil, aparte de que parecían verdaderamente auténticos. A mí, francamente, el hecho de haber grabado en cinta todo este asunto y relatarlo aquí me tranquiliza, porque nunca se sabe, tal vez hubiera algo de verdad en todo ello. No es preciso que diga que este episodio me ha hecho meditar con frecuencia sobre los orígenes de la especie humana.
No se debe entablar conversación con desconocidos en los bares de las estaciones espaciales, pero yo en ocasiones lo hago. Cuando una ha visto cien veces todos los vídeos, ha jugado ya a todas las maquinitas y agotado todos los entretenimientos, una conversación interesante parece un regalo del cielo. Sin duda alguna resulta mucho más estimulante que pasar el rato con la vista fija en el espacio.
Fin
Lannah Battley vive en un pueblo de Northamptonshire con su marido y su hija de catorce años y trabaja en la sección de archivos médicos de un hospital psiquiátrico. Ha sido, entre otras cosas, auxiliar de laboratorio, actriz de teatro, escenógrafa, entrevistadora y bibliotecaria.
La idea central de este relato surgió, hace más de quince años, "de aquellas famosas imágenes televisadas de Neil Armstrong y Buzz Aldrin avanzando lentamente por la superficie de la Luna".