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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
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      1.5  
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      2.1  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.5  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

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    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
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    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    VENGANZA Y AMOR (Stella Cameron)

    Publicado en abril 03, 2010
    Argumento :
    El marqués de Granville estaba decidido a vengar el asesinato de sus dos familiares, y el objeto de tal venganza era Bernard Leggit. Matarlo sería demasiado fácil, así que Granville decidió seducir a su joven esposa, Hattie, y después hacer público el affaire. Aquel escarnio público; sería la destrucción de Leggit.
    Hattie Leggit se había casado sólo, para salvar a sus padres de los deudores que tarde o temprano iban a mandarlos a la cárcel. Pero tenía un plan para alcanzar la libertad... Un plan que tuvo que cambiar por la oportuna llegada de Granville: comenzaría con él una discreta aventura y después lo amenazaría con hacerla pública si él no la ayudaba a liberarse de su esposo.
    Ninguno de los dos sospechaba que nada saldría según lo planeado...


    Acerca de la autora :
    Stella Cameron es una gran autora de ficción romántica, tanto histórica como contemporánea. A sus lectores les encantan sus historias llenas de emoción y sentimiento. Stella se basa en personas de su entorno para crear sus inolvidables personajes. Esta es su quinta novela publicada en Harlequin Mira; los títulos de las anteriores son:
    .-El Embrujo de su Sonrisa,
    .-Un Gran Deseo,
    .-La Huérfana
    .- Fuera de su Alcance.


    CAPITULO 1
    Al cuerno con la gratitud. Cuando saliera de aquel penoso ataúd, ¡ay!, cuando abandonara aquel coche fúnebre conducido por su supuesto rescatador, sus puños hablarían por él.
    Si salía vivo.
    Y si no, estaría en el lugar oportuno en el momento oportuno...
    Hizo una mueca en la negrura, y apretó los dientes cuando las ruedas que giraban bajo su cuerpo se elevaron del suelo. Un nuevo bache sacudía todos los tablones y hierros del coche fúnebre... y todos los huesos de John Elliot, más conocido como marqués de Granville.
    Incluso dentro del ataúd, podía oír el incesante martilleo de la lluvia. Y del viento. Aullaba como si viajara por un túnel, y se arremolinaba en torno al Shillibier. Unos caballos negros tiraban del voluminoso carruaje, y sus cascos retumbaban y arañaban la piedra y el barro.
    La niña que estaba acurrucada junto a su pecho, tapándose los oídos con las manos, no aliviaba el angustioso encierro de John. Debía resguardar a su sobrinita de cualquier golpe que pudiera sufrir dentro del magnífico pero tambaleante Shillibier. También estaba desesperado por mantenerla caliente después del chapuzón en el Canal, que por poco les cuesta la vida. Y debía rezar para que Chloe no escogiera un momento letalmente peligroso para recuperar la voz y gritar.
    -Chloe -le susurró al oído-, estaremos a salvo. No hagas ruido y confía en el tío John -murmuró.
    Maldición, no sabía cómo tratar a los niños. ¿Se tragaría aquellas tonterías una niña de seis años? Ignoraba si estarían a salvo.
    Tras ser arrojados al mar por un contrabandista sanguinario, John y su sobrina segunda, Chloe Worth, habían sido rescatados del Canal de la Mancha por otro marinero perseguido por la ley. Una vez en la orilla, este último, Albert, según lo llamaban los rufianes que lo obedecían, había insistido en que sólo podrían escapar viajando como cadáveres.
    Alto y delgado, Albert mascullaba cosas ininteligibles sobre su conciencia y sobre cómo el Señor y alguien llamado Nievecilla lo recompensaran por ir en contra de los otros, y de «ese viejo malvado, Leggit», por una buena obra. De haber estado solo, John habría luchado por su libertad nada más poner el pie en la orilla, pero no había querido poner en peligro a Chloe.
    El joven contrabandista había prometido sacarlos de allí con la tranquilidad de que sólo los «suyos», los remeros, sabían que John y su sobrina seguían vivos. Su secreto estaba a salvo, había insistido con una voz potente digna de un asaltador de caminos. Tras un trayecto frenético en carromato desde la costa a una posada aislada, John y la niña habían sido confinados en un coche fúnebre conducido por Albert. A fin de cuentas, había dicho su protector, nadie se atrevía a detener a los muertos de camino a su descanso eterno.
    Aquel féretro se le quedaba pequeño. John era más alto que la media, y más corpulento, pero no imaginaba a ningún conocido suyo llenando aquella caja sin que pareciera una sábana retorcida en un día de colada. Seguramente lo habían construido para una mujer. Una mujer gruesa, porque la caja era más honda de lo normal.
    Estaban frenando. Albert gritó y los caballos parecieron bailar, haciendo temblar el Shillibier.
    -¡Alto! ¡Alto ahí, te digo!
    John oyó la voz de otro hombre entre el ruido de los cascos y las ruedas.
    «Para que luego digan que los muertos son sagrados».
    Había decidido aceptar la ayuda de un contrabandista, de un delincuente que juraba estar arrepentido, para no exponer a Chloe a la amenaza de una muerte inmediata. Habrían tenido más posibilidades si John hubiese optado por salir corriendo con ella.
    El Shillibier tembló de nuevo. Las ruedas hundían las piedras en la tierra blanda y llena de surcos. Los caballos relincharon y John imaginó las plumas negras de avestruz oscilando en sus cabezas. Oyó los cascabeles de los jaeces, y notó que unos objetos pesados rodaban y golpeaban el ataúd. ¿Barriles de contrabando? ¡Malditos fueran Albert y sus secuaces! No habían podido resistir la tentación de introducir parte del botín en el país, poniendo en peligro aquella huida.
    Debía haberlo imaginado. El ataúd era hondo porque su verdadero propósito era transportar mercancía de contrabando. No le extrañaba que a Albert se le hubiera ocurrido aquel ardid.
    John oyó un disparo entre la cacofonía nocturna. Abrazó con fuerza a Chloe y le pasó la mano por el pelo.
    - ¡Te he dado el alto! -rugió el recién llegado-. La próxima vez que dispare, no lo haré por encima de tu cabeza.
    -¿Es que no tiene respeto por los muertos? _ bramó Albert-. ¡Apártese! ¡Apártese le digo!
    -¿A quién llevas ahí dentro? ¿Al condenado rey Jorge?
    John acercó el rostro de Chloe a su cuello.
    -No hagas ruido -le dijo-. Y no llores -a decir verdad, la niña no había abierto la boca desde que los habían sacado del mar. John no sabía en qué punto de la costa había sido, ni dónde se encontraban en aquellos momentos.
    -Es usted un deslenguado, señor -le dijo Albert al intruso-. Menos mal que el rey no puede oírlo desde su castillo. No me dicen quién es el fallecido. Yo sólo conduzco. Los parientes aguardan, desolados. Enviarán a alguien a buscarme si me retraso -hizo una pausa, y prosiguió-. Pero, si se queda más tranquilo, señor, adelante. La caja no está claveteada. Eche un vistazo.
    John sonrió débilmente y contuvo el aliento, admirando el farol de Albert, pero preparándose para oír que abrían las puertas. Había perdido la pistola en el mar. Su única defensa sería hacerse el muerto y, después, «resucitar» con un espeluznante aullido, con la esperanza de que la sorpresa jugara en su favor.
    La lluvia golpeaba los cristales del carruaje. Unas botas tocaron el suelo.
    -Lo he pensado, y creo que haré lo que sugieres y presentaré mis respetos a los muertos -el desconocido hablaba con más osadía que antes-. Es la procesión funeraria más rara que he visto, la verdad. Sin carruajes detrás y sólo con un mocoso al frente.
    John adoptó una pose de cadáver.
    -No te muevas -le susurró a Chloe. Claro que nada los ayudaría si sus sospechas eran ciertas y había toneles de licor en tomo al ataúd.
    Unas fuertes pisadas se acercaron al Shillibier. Oyó que el hombre forcejeaba con los picaportes de las puertas. La suerte estaba echada.
    -¡Albert! -llamó una voz femenina-. Albert, hombre de pacotilla. ¿Qué haces? ¿Cómo permites que un rufián perturbe a los muertos? Te pudrirás en el infierno. Y yo también. Y, usted, alto ahí, violador de cadáveres, amigo del diablo...
    -¡Nievecilla! -le gritó Albert desde el pescante-. ¡Este no es lugar para ti, flor mía!
    -Tú cierra el pico y no te muevas, Albert Parker - gritó Nievecilla-. Y usted, apártese de ese coche y dígame su nombre. Y sea sincero, porque mi padre y sus hombres están al llegar. Le harán trizas en cuanto lo vean. Pick el Carnicero no hace preguntas, actúa casi sin pensar.
    Por fin se resolvía el misterio de Nievecilla y las lamentaciones de Albert. Debía de ser su esposa.
    -No hace falta que conozca mi nombre, señorita, sólo que trabajo para el patrón de un barco que fue atacado por un fugitivo desesperado llamado John Elliot. Quizá le interese saber que han puesto precio a su cabeza, y que lo están buscando por toda la costa.
    La mujer no contestó, y a John se le cayó el alma a los pies. Su desolación creció a medida que el silencio se prolongaba sin que oyera ninguna palabra del bueno de Albert. John, que había usado el apellido de la familia Elliot para viajar, era ese fugitivo del que hablaban, aunque no había cometido ningún delito. La intuición le decía que Albert y Nievecilla estaban planteándose cobrar la recompensa.
    Un caballo relinchó, resopló, y sus cascos bailaron sobre el barro.
    -¡Sujételo! -gritó Albert-. Sujételo o se escapará.
    Los cascos resonaron con más fuerza. El relincho del caballo se agudizó y los cascabeles tintinearon con frenesí. El desconocido rugió, pero John no entendió ni una palabra.
    Pasaron más segundos repletos de ruido antes de que se oyera el fragor de un caballo a galope tendido. Un galope tendido que alejaba al animal y a su jinete del Shillibier. Se hizo el silencio.
    -¡Nievecilla! -al oír el rugido de Albert, John se sobresaltó y apretó a Chloe contra su pecho-. ¿Qué has hecho, flor mía? ¿Cómo lo has conseguido?
    -No hagas preguntas y no oirás mentiras, Albert Parker. Al parecer, ese caballero tenía otras personas más importantes con las que tratar. ¿A qué se debe todo esto?
    -Cosas de Leggit, seguro. Ya te he hablado de él. Ha costeado el viaje del barco que he salido a esperar esta noche. El capitán de El botín, debe de ser secuaz de Leggit, y está asustado porque ahora sabe que John Elliot no está muerto, ahogado como debería. Leggit es un hombre cruel y poderoso.
    -Albert...
    -Vamos, dime -la interrumpió Albert-. ¿Le has hecho algo al caballo para que se espante?
    -Tal vez sí, tal vez no. Ahora, saca ese cacharro del camino y escóndelo entre los árboles. Vamos a la casita de campo.
    -Tengo que asegurarme de que están bien. En fin, prometí ponerlos a salvo. Oye, ¿cómo has sabido dónde encontrarme?
    -Uno de tus hombres, que no se quedó en la posada, me dijo que venías hacia aquí. No debería extrañarte, todo el mundo sabe cómo encontrarte. Esconde el coche en la cabaña de Lock y lleva los caballos a la cueva.
    -Sí -dijo Albert enseguida.
    John cerró los ojos y se preparó para un trayecto aún más incómodo en cuanto salieran del camino.
    Las puertas del carruaje se abrieron de par en par, golpeadas por el viento. La tapa del ataúd empezó a moverse, y John se dispuso a abalanzarse sobre quienquiera que la estuviera retirando. La tapa cayó junto al ataúd, y sintió la oleada de aire fresco.
    -Salid de ahí -ordenó Nievecilla-. Deprisa, y sin hacer ruido. Tenemos que desaparecer antes de que llegue alguien o de que ese bufón decida dar media vuelta.
    John levantó la cabeza con cuidado, y no se habría sorprendido de que se la volaran. Pero nadie disparó.
    -Salid, deprisa.
    -Vamos, Chloe -dijo con la voz más normal que podía-. Vamos a conocer a unas personas que van a ayudarnos.
    Dicho aquello, movió sus piernas agarrotadas y salió del ataúd. Cómo no, varios toneles de coñac confirmaron sus sospechas. Se habían roto las cuerdas que los sujetaban. Con Chloe en los brazos, John apartó el contrabando y salió al exterior.
    Era una noche sin luna, pero distinguió un camino serpenteante que se adentraba en el bosque. Los árboles cargados de lluvia se erguían a ambos lados. Sus botas chapotearon en el barro. La lluvia lo abofeteaba y le helaba la ropa mojada. Debía hacer entrar en calor a Chloe.
    -Ay, mira qué pequeñina -dijo Nievecilla, y John vio a la mujer por primera vez-. Albert Parker, no tienes remedio. ¿Por qué no me has dicho que había una niña aquí dentro?
    -Estaba intentando protegerlos de un enemigo, flor mía.
    Una criatura tan diminuta que casi podía pasar por una niña se acercó corriendo a John y a Chloe, despojándose de su capa mientras avanzaba. Separó a la pequeña de John, la envolvió con la capa y se la devolvió.
    -Suba al caballo, ¡deprisa!
    -Señora, no puedo llevarme su caballo.
    Aquella criatura pálida y menuda de ondeantes cabellos negros lo miró con semblante compasivo y, llevándose dos dedos a la boca, emitió un silbido penetrante, Un segundo después, un caballo sin ensillar emergió de entre los árboles y Nievecilla montó sobre la grupa.
    -Venga, vámonos.
    John no necesitaba más persuasión. Montó el ruano sobre el que Nievecilla había llegado y se adentró en el bosque detrás de la mujer, dejando a Albert farfullando y obedeciendo las órdenes que su esposa le había dado.

    CAPITULO 2

    La casita de campo era sorprendentemente cómoda, y los muebles estaban limpios y relucientes.
    -Es una hermosa pieza de seda -dijo John, indicando una alfombra roja extendida sobre el suelo de piedra. Le extrañó hasta que recordó el negocio en que estaban metidos Albert y el padre de Nievecilla-. Bonito cobre, también -unas lustrosas vasijas adornaban la repisa de madera cruda de la chimenea.
    Nievecilla asintió.
    -Gracias, señor -se dio la vuelta, pero volvió la cabeza-. Es usted corpulento, y apuesto. Parece todo un caballero, aunque tenga la ropa empapada.
    John enarcó las cejas y ella miró hacia otro lado.
    La mesa estaba puesta para dos, con vajilla de porcelana. Aquella habitación, la principal, daba a otra en la que sólo cabía una estrecha cama. El fuego calentaba toda la casa. El olor de un guiso le recordó que hacía mucho tiempo que no comía.
    -Quítese la ropa -dijo Nievecilla-. Yo me ocuparé de la niña.
    John le entregó a Chloe pero no hizo ademán de desnudarse. Atrapó una manta que Nievecilla le arrojó.
    -Es usted tímido, ¿no? Envuélvase en eso y siéntese junto al fuego mientras le seco la ropa.
    Un poco sonrojado por el enojo, John obedeció.
    Nievecilla ya había desnudado a Chloe y la había envuelto en un suave edredón blanco. Se la plantó a John en las rodillas mientras ella colocaba las prendas en un colgador delante del fuego. Después, le pasó una copa de lo que parecía coñac del bueno y un vaso de leche caliente para Chloe. Por fin, se sentó en una banqueta, un poco alejada de John. La melena oscura que éste había visto en el bosque era ondulada y le llegaba por la cintura. Tenía la piel blanca, los ojos grandes y castaños. Una joven bonita, pero demasiado frágil para su gusto.
    Pensó en el pequeño catre que había visto. Del tamaño ideal para ella, pero ni lo bastante ancho ni lo bastante largo para Albert.
    Nievecilla lo señaló con el dedo índice. Ella también estaba tomando una copa de coñac.
    -Voy a contarle una historia -dijo con voz nada frágil-. Si me equivoco, haga una seña y le permitiré que me corrija. No tenemos tiempo para una conversación tranquila. Acerque la leche a los labios de la niña, no se la está tomando.
    John obedeció, mientras Nievecilla le daba su interpretación de lo ocurrido.
    -Albert no es un contrabandista de verdad -le dijo-. Él cree que lo es, pero no está hecho para el trabajo. Tiene buena cabeza y debe sacarle provecho. Cuando lo haga, veré si me caso con él.
    John gruñó de placer. El coñac le sentaba bien. De modo que Albert todavía no había cazado a su Nievecilla.
    -Dejo que haga algunos viajes para que saque algo de dinero y se labre un futuro. Usted estaba en ese barco esta noche, El botín, creo que Albert lo llamó.
    Vio algo que no debía y ellos intentaron matarlo. Sospecho que la pequeña es su hija y que los dos acabaron en el mar. Ahora los persiguen por lo que saben y necesitan escapar o los matarán.
    -Casi -dijo John-. Ésta es mi sobrina segunda. Se llama Chloe -la pequeña Chloe, que seguía sin decir nada desde que John se había arrojado con ella al agua, mantenía sus ojos azules muy abiertos y remotos.
    -Venía de Francia. ¿Dónde están sus...?
    John se llevó el dedo a los labios rápidamente para silenciar a Nievecilla. Era demasiado pronto para hablar de los padres de Chloe, el primo de John y su esposa. Nievecilla no era tonta. Sacó su propia conclusión y la tristeza se reflejó en su rostro.
    -¿Adónde necesita ir, señor?
    -¿Dónde vive Leggit? -preguntó John sin pensar. Nievecilla abrió los ojos de par en par.
    -¿Albert le ha hablado de él? Seguramente. Bernard Leggit, terrateniente, es un pomposo comerciante de Bath, y allí es donde vive con su hermosa y joven esposa. Yo no la he visto, pero Albert me ha contado cosas. La mujer de Leggit podría ser su nieta, y es su posesión más preciada. Presume de ella por todas partes, sólo para demostrar que tiene lo que hay que tener... Ya me entiende.
    John la entendía, pero no lo dijo.
    -Se cuentan mil rumores sobre ellos. Se dice que la esposa de Leggit se casó con él por su dinero. Que a Leggit lo aterra que ella lo avergüence delante de sus presuntuosos amigos.
    -¿Cómo podría avergonzarlo?
    -No lo sé. Albert cree que finge adorar a ese viejo verde para que él no la castigue. Él la obliga.
    La puerta de la casa se abrió y Albert hizo acto de presencia. Era un hombre delgado de considerable estatura y rostro inteligente. Tenía los cabellos de punta y las lentes torcidas. Nievecilla se puso en pie de inmediato y corrió a acercarlo al fuego.
    -Ha sido tu último viaje -le dijo, y levantó una mano cuando él quiso discrepar-. Hablo en serio. Ahora debes buscar un buen trabajo, Albert, y creo saber dónde está.
    Albert la miró con interés. John también.
    -Señor... -miró a John.
    -Elliot. John Elliot -dijo.
    -El señor Elliot necesita un ayudante, un hombre de letras de mente aguda. Ése eres tú, Albert. Lo acompañarás a Bath.
    Así que Nievecilla había adivinado que pretendía ir allí.
    -El señor Elliot va a instalarse allí y estará muy ocupado, así que se alegrará de poder contar contigo. Tendrá que encontrar un alojamiento adecuado, ropa nueva, y una niñera para Chloe. Y, después, tendrás que prestarle muchos otros servicios. ¿No es así, señor Elliot?
    No iba a insinuar que le parecía un chantaje.
    -Es muy posible.
    -Pensaba dirigirse a Bath, ¿verdad?
    -Sin duda -tras los acontecimientos de aquella noche-. Por fortuna, tengo una casa en la ciudad, aunque hace más de un año que no me paso por allí. En ella viven mis dos tías solteras.
    -Ah -Nievecilla se quedó abatida, sin duda, porque pensaba que aquel inesperado hogar en Bath reducía las oportunidades de Albert.
    -Mis tías son ancianas, igual que el servicio. Necesitaré a una persona de confianza.
    -Nievecilla -dijo Albert-, no puedo dejar...
    -Puedes y lo harás. Es tu oportunidad para enmendarte, para ganarte el derecho de pedir mi mano en matrimonio.
    -Eso ya lo he hecho -dijo Albert, perplejo. Nievecilla suspiró ruidosamente.
    -Sí. Bueno, puedes ganarte el derecho de volver a pedírmela y quizá te acepte esta vez. Ahora, tienes que entrar en calor. Guardaremos provisiones en ese bonito carruaje que yo no puedo usar porque llamaría demasiado la atención en estos lugares, y te irás. Al norte, a Bath. Antes de que amanezca.
    Era evidente que Albert había dejado de pensar desde que Nievecilla había insinuado que quizá accediera a casarse con él. Tenía los ojos vidriosos y esbozaba una sonrisa. Observaba a la mujer con adoración.
    -Gracias, señora... quiero decir, señorita -dijo John-. Estaremos preparados para partir en cuanto sea la hora.
    Bernard Leggit, comerciante de Bath, era el responsable de la muerte del primo de John y de su esposa. Y daría la orden de que mataran a John y a Chloe en cuanto supiera que se habían fugado. John era un hombre de mundo y se movía en círculos elevados, por lo que no ignoraba de lo que un hombre era capaz por ambición y codicia. Sí, iría a Bath. No era vengativo por naturaleza, pero Leggit debía pagar por aquellas muertes perdiendo lo que más valoraba.
    -Me alegrará tenerte de ayudante, Albert -dijo. A fin de cuentas, se consideraba un buen juez de carácter, y el joven no lo había traicionado, ni siquiera con la promesa de una bolsa llena de monedas-. Ahora, démonos prisa, y preparémonos para el viaje.
    Sólo podía desear que la señora Leggit fuera tan bella como su reputación sugería, y que sucumbiera a las atenciones de un hombre noble y viril a quien consideraban apuesto. Entornó los ojos. Sí, la mujer parecía el talón de Aquiles de Leggit. Quizá ella pudiera ayudarlo... sin saberlo, por supuesto.
    Saldaría su cuenta con Leggit.

    CAPITULO 3

    -Apártate, Bea, por favor -dijo Hattie Leggit-. Me pones nerviosa -la irritaba más que otra cosa, pero Hattie intentaba no herir los sentimientos de la doncella.
    Bea no respondió. Tampoco dejó de dar vueltas delante de Hattie, que estaba sentada en una banqueta de madera, con un pequeño caballete delante, tratando de pintar una acuarela aceptable del bullicioso puente Pultney de Bath. Los vestidos neoclásicos de las damas, sus brillantes tirabuzones, los sombreros de seda y paja decorados con alegres plumas y lazos de raso creaban un remolino de color y de vida. Ah, y las sombrillas adornadas con encaje girando ociosamente en las manos enguantadas de esas mismas damas. Por no hablar de los apuestos caballeros, todos ellos exquisitamente trajeados, compitiendo por su atención.
    -En serio, Bea, no haces más que taparme. ¿Cómo voy a pintar un cuadro que agrade a la señora Dobbin si no puedo ver lo que hago? -la señora Dobbin instruía a Hattie en los pasatiempos propios de una dama. También hacía las veces de consejera.
    Bea continuó, un poco más despacio y de puntillas, rodeando a Hattie.
    -¡Ya basta! -Hattie perdió la paciencia-. Haz el favor de sentarte allí, en ese muro. Bájate el ala del sombrero para que no te dé el sol.
    -Perdone, señora Leggit -Bea, una joven robusta de Dorset, de ojos grandes azules y luminosos que sugerían una naturaleza dócil, separó un poco más sus recios zapatos negros y prosiguió-. El amo me haría picadillo si no permaneciera a su lado, señora. No está bien visto que una preciosa dama esté sola en la calle.
    Hattie inspiró despacio. Al otro lado de la estrecha calle flanqueada por tiendas se encontraba Mead, el cochero, envuelto en un abrigo demasiado grande. Mead conseguía vigilarla sin mirarla directamente.
    -Soy una mujer casada -le recordó Hattie-. Y no estoy sola contigo sentada ahí y Mead fingiendo no conocernos. Lo hace fatal.
    -Hace lo que puede, señora Leggit. Es una buena persona, y se toma sus obligaciones en serio -Bea entornó los ojos hacia el sol, después, miró a Hattie-. Tenga cuidado con la piel, señora.
    -Gracias -estaba sentada a la sombra-. Ahora, por favor, siéntate y déjame que me concentre.
    Debería intentar ser más razonable. Al menos, el señor Leggit le permitía entrar y salir a su voluntad siempre que Bea o la señora Dobbin la acompañaran.
    -Me preocupa que se manche de pintura su precioso vestido blanco -dijo Bea. Si el señor Leggit no le hubiese prohibido ponerse un delantal en cualquier parte, y menos aún en público, Hattie se habría puesto uno.
    ¡Ay!, debía plantarle cara al señor Leggit. Lo que éste más temía era que su joven esposa no pareciera obediente y enamorada. Debía ser admirada por todos sus amigotes, quienes le envidiaban porque, a sus sesenta y cinco años, tenía una encantadora esposa de veintiuno. Lo adulaban diciéndole que debía de ser muy fogoso, un corcel en la cama.
    Después, mirándose con malicia sin que Leggit se percatara, decían que todo Bath estaba ansioso por festejar el nacimiento de su hijo. Y que Hattie, por supuesto, le daría un hijo.
    Notó que se sonrojaba y que se quedaba fría. Debía idear un plan para liberarse de Bernard Leggit. Un carruaje se acercó demasiado a la acera de baldosas y Hattie se inclinó hacia atrás. Se puso en pie y esperó a que Bea se colocara delante de ella.
    -¿te parece atractivo Mead? -preguntó, consciente de que estaba siendo perversa
    -¿El señor Mead? -Bea se mostró horrorizada-. Pues no lo sé, señora Leggit.
    -Es evidente que él tiene una gran opinión de ti.
    Bea bajó la cabeza e intentó mirar de soslayo a Mead.
    -¿Lo ves? -dijo Hattie-. Te observa a todas horas. Toma... -arrancó una hoja de su cuaderno de bocetos y escribió algo en ella. La dobló con cuidado y se la pasó a Bea-. Llévale esto a Mead, por favor. Debo completar el encargo que me hizo la señora Dobbin.
    Con semblante de incertidumbre, Bea miró alternativamente a Hattie y a Mead, como si estuviera calculando cuánto tardaría en realizar el encargo de su señora. Se alejó a paso rápido, sorteando el tráfico.
    Un carruaje verde oscuro se acercó al puente, despertando rumores entre los paseantes y abriéndose paso entre vehículos más humildes. Hattie se fijó en él porque era grandioso, tanto como el del señor Leggit, incluso más. Llevaba un escudo nobiliario pintado en
    las puertas, y de él tiraban dos magníficos caballos mohínos.
    Vislumbró a un hombre dentro del carruaje, mirándola, y rápidamente desvió la atención a su cuadro. Sentada allí, al sol primaveral, con las exuberantes colinas verdes que descendían hacia el río Avon, estaría disfrutando de un día perfecto de no ser por sus guardianes y porque tendría que regresar a Leggit Hall.
    El carruaje verde se detuvo delante de Mead y de Bea, impidiéndoles ver a Hattie. La puerta más próxima a ésta se abrió a la bulliciosa calle, y un hombre alto y corpulento ataviado con un traje impecable, aunque un tanto severo, se apeó sin esperar a que su cochero bajara los peldaños. No debería mirarlo, se dijo Hattie. El recién llegado podría confundir su mirada de curiosidad con... atracción. El corazón le dio un pequeño vuelco al ver el pelo grueso y rizado de color negro y el rostro delgado y moreno.
    No era el primer hombre corpulento que había visto, cuyo pecho llenaba la levita verde oscura que llevaba y que, cuando el viento se la abría, dejaba entrever un vientre plano. Hattie clavó la mirada en su pintura con resolución. Unas pinceladas doradas en los tejados de la iglesia animarían el paisaje. Humedeció el pincel y lo acercó al caballete.
    -Buenos días, señora Leggit -dijo una agradable voz masculina a su espalda-. Es usted la señora Leggit, ¿verdad?
    No debía darse la vuelta, aunque supiera quién era. La semana anterior se había armado un gran revuelo en Bath con su llegada. Era el marqués de Granville, joven, apuesto y soltero, y las madres casamenteras no habían hecho más que hablar de él. Considerar que el marqués era un buen partido ni siquiera rozaba la verdad. Su elevada posición catapultaría a su esposa a un mundo privilegiado.
    Granville seguía detrás de ella; Hattie estaba sola. Él era un desconocido para su marido, y Hattie no entendía por qué se había acercado a hablar con ella de forma tan poco decorosa.
    No debía dirigirle la palabra. Pero tenía la teoría de que a las mujeres seguras de sí pero distantes, por supuesto, se las respetaba más.
    -Buenos días tenga usted, lord Granville. Al menos, por su carruaje deduzco que es usted el marqués de Granville. Su reputación lo precede. Le recomiendo, respetuosamente, por supuesto, que se prepare para recibir un diluvio de invitaciones.
    -Es usted extraordinaria -dijo, como si no hubiera oído una sola palabra de lo que Hattie había dicho-. Jamás había visto un color de pelo como el suyo. Ni rojo, ni castaño, ni rubio. Increíble.
    Hattie se inclinó sobre su caja de pinturas. ¿Qué vería aquel hombre en ella? ¿Y por qué se tomaba la molestia de halagarla cuando podría tener a cualquier mujer que se le antojara? ¡Y sabía que estaba casada! A no ser que tuviera segundas intenciones... No, no podía ser.
    John cruzó los brazos y contempló el casquete del bonito sombrero de paja. Tenía el ala levantada por delante, forro de raso blanco y una lustrosa pluma verde. Además, la pluma hacía juego con la chaqueta. O tenía un gusto excelente o una buena consejera. Él se había quitado el sombrero y la brisa lo despeinaba; la misma brisa que movía los cabellos de Hattie Leggit, y que eran tan maravillosos como le había dicho. No le gustaba hacer falsos halagos, pero debía recordar que aquélla no era una dama cuyos tiernos sentimientos debiera proteger. Era una oportunista que había vendido un cuerpo voluptuoso a un anciano.
    -El verde y el blanco la favorecen -dijo-. ¿De qué color son sus ojos?
    Hattie Leggit levantó su trasero, un trasero deliciosamente redondeado, y volvió a acomodarse en la banqueta de manera que pudiera mirarlo directamente. Frunció el ceño.
    -Ni siquiera nos han presentado, milord. Pero es evidente que sabe algo sobre mí.
    -Sí -dijo él, calibrando a su presa. No tenía un pelo de tonta-. La conozco de lo mismo que usted a mí. En Bath corren rumores sobre los dos. Por favor, perdone mi osadía, pero la he visto y he sentido el impulso de detener mi carruaje y presentarme. Me avergüenza reconocer que quería comprobar si era tan hermosa como sugiere su reputación. Lo es aún más.
    La pregunta sobre el color de sus enormes ojos almendrados fue contestada. Los tenía de color gris intenso, con gruesas pestañas negras.
    John le sonrió, y las comisuras de la bonita boca de Hattie Leggit estuvieron a punto de elevarse, pero se reprimió a tiempo.
    -Me acompañan mi doncella y mi cochero, milord.
    Aquellos ojos grises reflejaban más interés que desdén. John giró en redondo y miró en todas direcciones.
    -Están al otro lado de su carruaje -dijo Hattie Leggit.
    -¿Quiere que los llame? -se ofreció John. Había un momento para seducir y otro para retirarse. Era evidente que ella lo encontraba interesante. Era un buen comienzo.
    -Déjelos -dijo Hattie-. Sólo quería que supiera que no estoy sola -rió de forma repentina. Al parecer, su maestro de voz, pues era evidente que tenía uno, no había logrado templar aquel sonido alegre y vibrante y reducirlo a la esperada risita estridente.
    -¿Ciñéndose al decoro? -se inclinó sobre ella y habló con suavidad-. No tiene nada que temer de mí, señora. Soy un tipo aburrido, transparente e incapaz de flirtear.
    Su siguiente carcajada fue, más bien, un resoplido.
    Sería mejor que se anduviera con ojo. Era una joven ingeniosa y no caería en la trampa tan fácilmente... a no ser que quisiera.
    -Ríase -le dijo John, y suspiró, cerciorándose de mostrarse abatido-. Mi frágil amor propio está acostumbrado a recibir heridas mortales -inclinado como estaba sobre ella, sus senos lo distrajeron. No pasaba un día sin que diera las gracias al cielo por el placer de desvelar los encantos de una mujer. Era una práctica de la que disfrutaba enormemente.
    Resguardados en el exiguo corpiño de un vestido blanco de batista, y con una hermosa perla en una cadena de oro rodando sobre. sus florecientes curvas, sus senos lo hechizaron. Llevaba una chaqueta verde vaporosa que trasparentaba el vestido blanco. La señora Leggit poseía muchos atributos atrayentes.
    -Discúlpeme -dijo Hattie-. Por favor, no ponga esa cara de... de atormentado. Ya sabrá que soy de origen humilde. No soy refinada y me equivoco. Me ha hecho cumplidos y le doy las gracias.
    Atormentado, había dicho. ¿Tenía cara de atormentado? Desde luego, se sentía así. Notaba la presión en los pantalones, y ansiaba averiguar si ella era tan suave y completamente femenina como parecía.
    Le tendió una mano y esperó a que ella le pusiera los dedos en la palma, unos dedos manchados de pintura, para acercárselos a los labios.
    Le gustaría pintarla. Desnuda. Y no desperdiciaría una oportunidad así con colores llamativos y un lienzo. No, extendería leche tibia endulzada con miel directamente sobre cada curva de su cuerpo. Y emplearía un pincel grueso, no demasiado suave, pensó, para hacerla retorcerse de placer cuando las cerdas le atormentaran los pezones y el lugar sensible de entre sus piernas. No tardaría en dejar el pincel y emplear las manos sobre la mezcla dulce y suave, sin saltarse ni un centímetro de su piel, pero sin demorarse. Después, lamería el néctar de su piel. Humedecería sus senos hasta que ella le suplicara más. Y la acariciaría entre sus muslos con la lengua hasta que ella le exigiera que la hiciera suya.
    -¿Milord? -su voz lo sobresaltó, pero camufló rápidamente su reacción. Ella ladeó la cabeza y frunció el ceño ¿Se encuentra bien?
    -Desde luego -mintió, y se habría regañado por su instinto animal de no ser porque había disfrutado de cada segundo de su ensoñación.
    -¡Señora Leggit! -se oyó un chillido femenino-. ¡Señora Leggit, ya llegamos!
    -Cielos -murmuró Hattie Leggit. John se enderezó.
    -Por favor, dígale a su marido que nos hemos conocido hoy y que estoy impaciente por disfrutar de su compañía. Vivo en Worth House con mi sobrina segunda y las dos hermanas de mi madre. Es hora de dedicar un poco de atención a la casa y de cerciorarme de que mis tías están bien atendidas.
    -De modo que ésa es la niña que ha traído con usted -adoptó un semblante de disculpa-. Ya le he advertido cuánto chismorrea la gente.
    John sonrió y sintió la tibieza en sus propios ojos.
    -Sí, Chloe. La he traído de Francia para que pueda mejorar su inglés -aunque la niña seguía sin decir palabra.
    -¡Usted! -gritó Mead con voz atronadora-. ¡No se acerque ni un centímetro más! Y no intente escapar si sabe lo que le conviene.
    -Aquí llegan mi cochero y mi doncella -Hattie Leggit se puso en pie y John percibió una fragancia de rosas-. No se inquiete, milord. Los aplacaré.
    Aquello estuvo a punto de hacerlo estallar de risa. Mead tropezó en la acera. Se tambaleó, pero evitó la caída y se irguió ante ellos, resoplando. Bea se colocó junto a él.
    -Ni una palabra -dijo Hattie, con la espalda muy recta-. No querría que hicierais el ridículo.
    -Señora -dijo Mead con su voz aguda- - Tengo un deber que cumplir. El señor Leggit es mi amo y me ha dicho que aleje a cualquier desconocido que ose hablar con usted.
    John lamentó la incomodidad de Hattie, que percibía, pero debía interpretar aquella farsa si quería trabar amistad con Leggit y llevar a cabo su plan.
    -Estoy mortificada, milord -dijo Hattie, volviéndose hacia él, de modo que el sol y la sombra moteaban su rostro y sus senos de forma encantadora. Se enderezó y se dirigió a sus criados-. Éste es el marqués de Granville. Ha venido a Bath a visitar a sus tías. El señor Leggit confía en que lord Granville sea un invitado de Leggit Hall. Ahora, si no queréis que el señor Leggit os regañe, y ya sabemos lo severo que puede ser, será mejor que os disculpéis por vuestra grosería de inmediato
    El hombre, Mead, tragó saliva y, sin mirar a John a la cara, masculló:
    -Discúlpeme, milord.
    -Sí, milord, se lo ruego -dijo Bea, sin apartarse de Mead.
    -Ahora -dijo Hattie, jugando con el- cuello de su chaqueta-. Debemos darnos prisa antes de que envíen a alguien a buscarnos.
    En lugar de volverlo a mirar, la señora Leggit dirigió la vista hacia unos cubos de hojalata lleno, de flores que estaban a la venta ante el escaparate de una tienda cercana.
    John llamó la atención de un muchacho rubicundo vestido con delantal de cuero y gorra de tila, que caminaba delante de los cubos contemplando su contenido con ojo crítico. Se detenía con frecuencia para añadir agua. John sabía que lo que estaba a punto de hacer desafiaría las convenciones, pero lo haría de todas formas. Hizo una seña al muchacho y señaló un cubo lleno de rosas amarillas. El muchacho empezó a sacarlas una a una, pero él lo negó con la cabeza y le indicó que las quería todas.
    El chico no tardó en envolver las rosas y en llevárselas a John, quien se las pasó inmediatamente a Hattie mientras pagaba por ellas. Se preguntó si Hattie se las arrojaría en la cara o si las dejaría caer sobre la acera. No hizo ni lo uno ni lo otro.
    -Sabe que no debo aceptarlas -dijo, pero las abrazó y enterró el rostro en los capullos olorosos-. Gracias por el detalle pero, por favor, lléveselas.
    -¿Qué haría yo con ellas? Le aseguro que al señor Leggit no le importará.
    Hattie frunció el ceño y levantó la mirada. Y, mientras él la observaba, la determinación desapareció de su hermoso rostro. Hattie vio algo situado detrás de John, entreabrió los labios y jadeó un poco.
    -¿Se encuentra bien, señora Leggit? -preguntó. Ella asintió, pero John sabía que no se encontraba bien. Los dos criados volvieron un poco la cabeza para ver lo que llamaba la atención de su señora, y ambos palidecieron.
    -¿Señora Leggit? -dijo la doncella-. Dirá algo, y usted lo sabe.
    -En efecto -corroboró Mead-. Ya sabe cómo es.
    John quería saber de quién estaban hablando.
    -Debemos irnos, milord -dijo Hattie-. Me encargaré de saludar al señor Leggit de su parte. Le deseo un buen día -se dispuso a recoger las pinturas y la doncella corrió a ayudarla.
    John no quería marcharse como si lo hubieran despachado. Se dio la vuelta y buscó el origen de tanta angustia. Detenido detrás de su carruaje, había otro de color burdeos y hermosos caballos. Un cochero cargado de hombros envuelto en una capa del mismo color que el carruaje sostenía las riendas holgadamente entre los dedos y contemplaba los adoquines del suelo. En el cristal de la puerta se veía claramente la cara pálida de facciones hundidas de un hombre. Estaba inclinado hacia delante, observando a John con absoluta concentración.
    -¿Quién es? -le preguntó en un murmullo a la señora Leggit.
    -No sé de quién me habla -dijo ella, que ya no observaba al recién llegado-. Mead, por favor, recoge la banqueta y el caballete. Y no te olvides de la mesa. Yo llevo la caja de pinturas. No me había dado cuenta de lo tarde que es.
    -Si ni siquiera es mediodía -señaló John con suavidad-. Y le da miedo el hombre de ese carruaje…
    -Por favor -la señora Leggit hablaba entre dientes-. Si no me desea ningún mal, váyase, Quizá sea demasiado tarde, pero no agrave mi situación.
    John no podía seguir provocando aquel pánico.
    -Que tenga un buen día -dijo, haciendo un gesto con el sombrero antes de cubrirse otra vez-. Espero que le agrade la perspectiva... No, claro, no estaba en casa, así que no lo sabe. Esta mañana he visitado a su marido para invitarlos a cenar conmigo y con mi familia el próximo sábado.

    CAPITULO 4

    Lionel Smythe llegó a la entrada principal de Leggit Hall varios segundos antes que Hattie. Lo vio descender del carruaje, con su rostro hundido inclinado hacia delante.
    -¿Cree que le dirá algo de...? Bueno, ya sabe - dijo Bea, que estaba sentada frente a Hattie en el exquisito carruaje que el señor Leggit le había regalado. Pintado de gris y con adornos de color burdeos, el preferido de su marido, todo el mundo volvía la cabeza al verlo pasar.
    Muy pensativa, Hattie dijo:
    -El señor Smythe es un problema. Es un gusano y un espía y cree que puede ganarse la gratitud del señor Leggit contando patrañas sobre mí.
    No permitiría que personas como Smythe la amedrentaran. Vio que se había detenido en mitad de los peldaños curvos para volver la cabeza hacia ella. Muy alto y delgado, tenía fino pelo gris que ondeaba bajo el ala curva de un sombrero bien calado.
    -¡Ay, señora Leggit! -gimió Bea-. Parece tan malvado... Irá a contárselo todo al amo, ya lo verá. Después, la bronca estará asegurada.
    Incluso desde aquella distancia, Hattie vio cómo Smythe entornaba los ojos. Después, éste le dio la espalda y prosiguió su camino hacia el interior de la casa. Sus piernas, envueltas en anticuados pantalones a franjas, parecían palos de escoba.
    -Calla -le dijo Hattie a su doncella, que temía el castigo por no haber protegido bien a su señora-. Yo me ocuparé del señor Smythe -sólo esperaba poder hacerlo.
    -Debe deshacerse de esas rosas -dijo Bea-. El señor Smythe le contará al amo quién se las ha dado.
    -Y tanto -Hattie levantó la barbilla-. Y yo le diré que es cierto. Confía en mí, Bea. Nunca se me han dado bien las mentirijillas. De hecho, se me escapa la verdad cuando una mentira piadosa sería mejor para todos.
    -Lo sé, señora Leggit -dijo Bea, abatida.
    Un criado de librea salió corriendo de la casa para abrir la puerta del carruaje y ayudar a Hattie a descender. Tenía un semblante preocupado, un elemento más del uniforme del servicio de Leggit.
    -Buenas tardes, señora Leggit -dijo sin mirarla a los ojos-. Confío en que disfrutara pintando y que el tiempo acompañara.
    -Ha sido muy entretenido, gracias -dijo Hattie. Llevaba su enorme ramo de rosas amarillas en las manos. Se las pasó al criado para retocarse el pelo, alisarse la pluma del sombrero y la chaqueta. Inmensa, gris, y con gárgolas en el tejado, Leggit Hall se erguía, amenazadora, ante ella. La mera perspectiva de dejarse engullir por sus espacios oscuros y silenciosos la abrumaba.
    Sólo cuando el señor Leggit ofrecía uno de sus lujosos convites, se convertía en un lugar sofocante y ruidoso, plagado de personas a menudo borrachas y demasiado vestidas... antes de que el alcohol las hiciera creer que no necesitaban ropa, Al prefería que Hattie oído quedara Bea, pues el señor Lera en sus habitaciones en tales ocasiones.
    Oyó que el carruaje se alejaba.
    -Vamos, Bea -dijo Hattie, y tomó las rosas de manos del lacayo.
    -Señora Leggit -dijo Bea en voz baja ¿Por qué no me deja que yo me ocupe de las flores y me deshaga de ellas? Si me preguntan, diré que un desconocido nos obligó a aceptarlas.
    -Ni hablar -dijo Hattie -. ¿No te he dicho que detesto las mentiras? Además, como el señor Smythe ya le habrá dicho al señor Leggit que las tengo, parecería culpable de algo si las escondo.
    Siguió al lacayo por las amplias escaleras de mármol blanco, a través de las puertas de roble tachonadas de cobre, hacia el interior de la cavernosa casa.
    Años atrás, poco antes de que el señor Leggit hubiera anunciado su peligroso ultimátum, que se casara con él o que arruinaría a sus padres, Hattie había soñado con casarse y tener hijos algún día. Había imaginado a un hombre sencillo pero bueno, que la querría por lo que era más que por su belleza. Hattie también lo habría amado, y su hogar habría sido un lugar cálido y acogedor.
    El rostro y la sonrisa del marqués de Granville eran fáciles de recordar. Hattie nunca había soñado con un matrimonio de alto nivel, y el marqués distaba de ser un hombre sencillo, pero el humor y el interés de su mirada habían despertado los anhelos a los que se había aferrado hacía no tanto tiempo.
    Las puertas de la entrada se cerraron con estrépito detrás de Hattie y de Bea.
    -¡Por fin! -la señora Silvia Dobbin, ataviada con un elegante vestido negro y el pelo rubio recogido en un moño en la nuca, salía con paso rápido de las entrañas oscuras de la casa con las manos extendidas-. Hay tanto revuelo... Tantos ruidos y criados que suben y bajan las escaleras... Ha venido a verla una modista con sus ayudantes, y han mandado llamar al joyero. ¡Ay, cuánta emoción! Y el señor Leggit no hace más que requerir su presencia.
    Los criados subían y bajaban las amplias escaleras que partían del centro del vestíbulo de columnas negras. Llevaban piezas de rica tela, bandejas cargadas con pociones y lociones. Un lacayo forcejeaba bajo el peso de las botellas del coñac favorito del señor Leggit y de los platos cargados de panecillos rellenos de jamón, su capricho diario.
    -Ven, Bea -dijo Hattie-. Me gustaría subir a mis habitaciones a descansar.
    -¿Descansar? -gimió la señora Dobbin con sus enormes ojos azules llorosos por la preocupación-. Lo dice como si éste no fuera un día muy señalado. El señor Leggit la espera, y debe reunirse con la modista.
    Hattie se quitó los guantes verdes y se retocó el pelo.
    -No puedo ver a nadie hasta que no haya descansado -lo que en realidad quería era tiempo para pensar.
    El mayordomo, Bartholomew, apareció por la puerta de servicio.
    -Por fin la encuentro, señora Leggit. La cocinera quiere que repase unos menús, si dispone usted de tiempo.
    Teniendo en cuenta que la cocinera hacía todo lo que a ella le agradaba y sólo pedía la opinión de Hattie por deferencia, Hattie no tenía intención de adentrarse en los dominios de aquella fiera señora.
    -Ten la amabilidad de decirle a la señora Sweet que confío plenamente en ella y en su criterio.
    -Concéntrese, por favor -dijo la señora Dobbin, enderezando la espalda-. Esta casa es un gallinero. No puede retirarse a sus habitaciones como si no pasara nada -de pronto, su hermoso rostro se arrugó de forma alarmante-. Señora Leggit, el señor Leggit me ha encargado que la llevara a sus habitaciones en cuanto apareciera.
    Silvia Dobbin no era mala persona, y resultaba vergonzoso que sufriera tanto cuando al señor Leggit le apetecía desahogarse. Hattie resopló con dramatismo y puso los ojos en blanco.
    -Está bien, iré a verlo ahora mismo. Imagino que estará en sus habitaciones.
    -Sí -dijo la señora Dobbin con evidente alivio.
    Leggit Hall tenía muchas zonas en las que su dueño se repantigaba, como la vulgar sala de baños termales situada debajo de la casa. Hattie había recibido la advertencia de no hablar de aquella sala, ni de las habitaciones privadas que rodeaban los baños. Tenían un arroyo en la finca, que provenía del mismo que nutría los famosos baños romanos de la ciudad, y un complicado sistema hacía circular el agua.
    A menudo, el señor Leggit intentaba atraer a Hattie a las aguas misteriosamente cálidas y burbujeantes. Pero ella se resistía. Cuando insistía tanto que no le quedaba más remedio que obedecer, permanecía apartada de los baños, donde el agua manaba de las bocas abiertas de extraños animales de piedra, y alegaba que tenía miedo al agua. En el centro, las esculturas de hombres y mujeres desnudos, con los cuerpos retorcidos, adornaban una plataforma. Hattie eludía pensar en la creencia del señor Leggit de que las aguas acrecentaban su virilidad.
    -Acompáñame, Bea, por favor -dijo Hattie-. Usted también, señora Dobbin -no le apetecía estar a solas con su marido, aunque no siempre podía evitarlo.
    Subió las amplias escaleras con la señora Dobbin delante y Bea detrás. Había tres tramos, cada uno separado del siguiente por un rellano que, a su vez, comunicaba con una galería de balaustrada negra que rodeaba toda la planta. Aquella impresión grandiosa hacía que Hattie se sintiera minúscula. Había pinturas y estatuas lujosas adornando las tres galerías. En conjunto, a Hattie le parecía de muy mal gusto, claro que la hija de un pobre pastelero no tenía mucha experiencia en arte.
    Presa de un mal presentimiento, subió dos tramos manteniendo la vista clavada en las elegantes faldas de la señora Dobbin, que ascendían resbalando por los peldaños. Los zapatos recios de Bea resonaban por detrás.
    La señora Dobbin se detuvo y esperó a Hattie.
    -Dígame, ¿dónde ha estado? -le preguntó-. Sabe que él se lo preguntará.
    -Pintando acuarelas en el puente Pultney -respondió Hattie rápidamente-. Usted me dijo que debía ir allí a practicar.
    La señora Dobbin solía juzgar bien el ánimo del señor Leggit. Aquel día, su marido debía de estar petulante y exigente. En tales ocasiones, Hattie solía fingir que la había descuidado o que no se había fijado en su marcha.
    -¿Qué le parece? -Hattie tomó la pintura de manos de Bea y se la enseñó a la señora Dobbin-. Es un día precioso, lleno de color y de vida. ¿Cree que he sabido plasmarlo?
    La señora Dobbin estudió el cuadro con ojo crítico y murmuró:
    -Muy bonito. Lo estás haciendo bien.
    La señora Dobbin era una mujer hermosa de figura suntuosa, y su historia seguía siendo un misterio. En Leggit Hall circulaban rumores sobre su escabroso pasado. Hattie no sabía qué pensar, pero la señora Dobbin sabía mucho sobre muchas cosas, y ella se alegraba de que el señor Leggit hubiera contratado sus servicios. Tenía la responsabilidad de «educar» a Hattie.
    La mujer ralentizó sus pasos hasta quedar a la altura de Hattie. La miró de soslayo.
    -No debería decirle esto y quizá lo lamente, pero creo que es mi deber -dijo en voz queda-. No es usted lo bastante mundana para sobrevivir en esta casa. Temo que no esté a salvo.


    CAPITULO 5
    Las lujosas habitaciones del señor Leggit ocupaban prácticamente toda la tercera planta de la casa. Hattie tenía allí tres habitaciones: un boudoir, un vestidor y el dormitorio. El vestidor del señor Leggit se interponía entre la alcoba de Hattie y la suya, y le permitía reunirse privadamente con su esposa.
    Los criados entraban y salían del dormitorio del señor Leggit, y Hattie, con una sonrisa forzada en los labios, entró en la amplia habitación junto a Bea. La señora Dobbin la había precedido y se había situado junto a Lionel Smythe. Su semblante impertérrito no hacía sospechar que acababa de hacerle una grave advertencia.
    ¿Cómo podía correr peligro allí?, se preguntó Hattie. Y, si la señora Dobbin lo sabía, ¿sería capaz de protegerla?
    Lionel Smythe y la señora Dobbin centraban toda su atención en Bernard Leggit, quien se erguía ante unos espejos tolerando los esfuerzos de un sastre y de sus ayudantes. Sostenía una copa de coñac en una mano y un panecillo de jamón a medio comer en la otra. Varias mujeres rondaban a su alrededor, sosteniendo metros de hermosas sedas y rasos, brocados y encaje. Sin lugar a dudas , eran la modista y las ayudantes que Dobbin había mencionado.
    -Hattie -dijo el señor Leggit al verla en el espejo-. Nadie sabía que habías salido de casa.
    Ella avanzó hacia él, manteniendo la barbilla alta y una expresión de perplejidad.
    -Por supuesto que lo sabían, señor Leggit. Tenía el encargo de pintar en el puente Pultney -tomó el papel que todavía sostenía la señora Dobbin-. ¿Lo ve? ¿Qué le parece? No tengo mucho talento, pero es divertido. Gracias por las lecciones.
    Aunque de estatura media, Bernard Leggit irradiaba poder. Un poco grueso de cintura, tenía, sin embargo; hombros anchos y pecho sólido. Las piernas eran recias. Contempló el pequeño, alegre pero inhábil dibujo que Hattie le enseñaba.
    -Por supuesto que tienes talento -dijo, y tragó el bocado de comida-. Smythe, asegúrate de que lo enmarcan y lo cuelgan en mi alcoba.
    Smythe tomó el papel con dos dedos y se lo llevó. Hattie rodeó el ramo de rosas con los dos brazos.
    -Es usted muy amable, señor Leggit -dijo-. Quería que viera estas rosas. Un caballero me las ha dado para que las traiga, junto con sus saludos. Ha venido a verlo esta mañana, al menos, eso ha dicho. ¿El marqués de Granville?
    Sin ningún cambio en su voz nasal, el señor Leggit dijo:
    -Mi esposa y yo querríamos estar solos. Los demás, largaos.
    El sastre y sus ayudantes abandonaron las cintas métricas, la tiza, los libros de moda masculina y salieron volando. La modista y sus ayudantes llegaron antes que ellos a la puerta, seguidas de otros criados. La señora Dobbin precedió a Lionel Smythe, que sostenía el cuadro de Hattie como si no oliera bien. Con sobresalto, Hattie advirtió que Bea no se había movido.
    -Gracias, Bea -le dijo. La doncella entreabrió los labios, aparentemente incapaz de moverse.
    -¡Fuera! -le ordenó el señor Leggit y, en aquella ocasión, levantó la voz. Bea miró a Hattie, quien sonrió y asintió, aunque tenía miedo de lo que ocurriría en cuanto se quedara a solas con su marido.
    -Sí -susurró Bea, y retrocedió hasta la puerta.
    -Impúdica -dijo el señor Leggit cuando por fin se quedaron solos-. Suelta eso y desnúdate -caminó hasta la puerta para echar el cerrojo y se despojó de la levita azul de vestir que sus sastres le estaban confeccionando-. Decidiré de qué te harán el vestido.
    Hattie tembló y sostuvo las rosas con más fuerza.
    -Ya tengo muchos vestidos.
    -Vamos a movemos en círculos más elevados - dijo-. El marqués me ha invitado este sábado a ir a su casa. Es evidente que ya le gusta lo que ha visto de ti; su osadía lo demuestra. Pero cuando te vea entrando de mi brazo en su casa, se pondrá celoso. Las atenciones que me dedicarás lo harán enloquecer. Me gustará. Déjate puesta la combinación.
    Siempre que Leggit le ordenaba desnudarse, añadía que conservara su ropa interior. Hattie lo agradecía, porque no podría soportar permanecer desnuda ante él.
    El señor Leggit le arrancó las flores de las manos y enterró la nariz en los capullos mientras la observaba. Grandes, de color azul pálido, sus ojos sobresalían bajo unas espesas cejas grises y descansaban sobre bolsas de arrugas. Pequeñas venas de color púrpura manchaban sus mejillas, consecuencia de sus excesos nocturnos con la bebida. Hattie recordó lo amable que había sido al ver su pintura.
    De inmediato, evocó lo que les había hecho a sus padres y a ella. Los había llevado a la ruina, hasta un punto en que sólo él podía impedir que fueran a la cárcel. Y ella, Hattie, era el precio de su libertad.
    -Eres demasiado inocente -dijo el señor Leggit, señalándola con un dedo grasiento. Tenía los labios brillantes de los panecillos de jamón-. No conoces los ardides de los hombres. Debes aprender lo suficiente para ser mi ayudante, mi socia. Ahora, quítate la chaqueta. Después, el sombrero... que es bien bonito, querida. Y el vestido. No me hagas que te ayude; prefiero mirarte.
    Llevaban casados más de un año. Durante los primeros tres meses, Leggit no se había comportado de aquella forma tan extraña, de hecho, la había tratado como si no existiera. Después, encontró maneras de humillarla casi a diario. Durante las últimas semanas, había dejado de hacerlo, y Hattie se había atrevido a confiar en que se hubiera aburrido de sus juegos pero, al parecer, había recuperado su necesidad de dominarla. Sería mejor que obedeciera rápidamente para que todo aquello acabara cuanto antes. Se quitó la chaqueta verde, el sombrero y los guantes, y buscó con la mirada un lugar donde dejarlos.
    -Déjalos caer al suelo. Ya es hora de que conozcas mejor esta habitación. Ya es hora de muchas cosas.
    Hattie soltó la ropa. A continuación, aflojó las cintas de su vestido y lo dejó caer a sus pies. La boca lustrosa del señor Leggit se amplió con una sonrisa.
    -Buena chica.
    Hattie cerró los ojos, no podía evitarlo, y esperó a que empezara a acariciarla.
    -Ya he decidido el estilo del vestido. Tengo un gusto impecable, así que te encantará. Vamos a ver cómo queda esto.
    En lugar de sus manos, una tela suave resbaló por sus senos, y Hattie abrió los ojos. El señor Leggit, con la cabeza ladeada y la punta de la lengua entre sus dientes, la envolvió con brocado negro y plateado. Movió la cabeza en señal de negativa y la retiró.
    -Demasiado oscuro para ti. Vuélvete hacia el espejo -le dijo.
    Hattie obedeció, detestando verse en la combinación de linón transparente que dejaba ver sus pezones sonrosados y duros y la vergonzosa redondez de sus senos. Ansiaba cubrirse, pero no se atrevía.
    Tarareando, el señor Leggit escogió una gasa de seda de color miel.
    -Tal vez -murmuró. Mostrar debilidad garantizaba el desprecio del señor Leggit y lo volvía más beligerante.
    -¿A qué viene todo este revuelo? -le preguntó Hattie, rezando para que no notara con qué fuerza le latía el corazón-. Bastará con uno de los vestidos que tengo.
    -El marqués puede ser útil como amigo. Introducirse en su círculo social no tiene precio. Aunque no tenga pedigrí, soy un hombre muy, muy rico. Me ayudarás a demostrarle lo rico que soy. El dinero siempre ha podido comprar amigos en posiciones elevadas.
    Hizo una cuerda con la pieza de gasa de color miel, y se concentró en deslizarla entre los senos de Hattie.
    -Muy bonito. Sí, muy bonito -lo que había hecho no le cubriría los pezones, pero Hattie no dijo nada. Ni siquiera él le permitiría ir medio desnuda a la casa de otro hombre-. Les dirás a las modistas que has escogido esto. Ellas harán el resto - sujetó la cadena que Hattie llevaba al cuello como si fuera a romperla, pero la soltó-. Nada de baratijas el sábado. Te ayudaré a vestirte y me aseguraré de que parezcas una joven lujosa pero recatada. Quiero que hagas creer al marqués que puede tenerte, pero jamás, jamás dejes que alguien te vea tontear con él. Si llega a mis oídos el más leve rumor de que goza de tus favores, lo lamentarás. ¿Me has entendido?
    -No -no podía estar insinuando lo que Hattie creía. Leggit tiró hacia abajo de la combinación para colocarla bajo la gasa, y observó el efecto. Era vulgar, pero sonrió.
    -Me aseguraré de que lo entiendas. Anoche vino un matasanos. Un tipo famoso de Londres.
    Hattie apretó las rodillas y dijo:
    -¿Está enfermo, señor Leggit?
    -Si la decepción es una enfermedad, entonces soy un hombre enfermo. Le he consultado sobre tus insuficiencias como esposa.
    No podía existir un frío más intenso que el que ella estaba experimentando en aquellos momentos.
    -No finjas no comprender, mujer. Mírate, estás madura. Y serías complaciente con algún hombre en alguna parte, estoy seguro. Bueno, eso va a cambiar. Por fin, seremos socios por nuestro mutuo beneficio. Me ayudarás a conseguir lo que quiero, y quiero los contactos que Granville puede darme. Me merezco el respeto de los nobles, y voy a conseguirlo.
    La hizo girar hacia él.
    -Y quiero que me des un hijo. Ya deberías haberlo hecho. No queremos que la gente piense que eres estéril.
    Hattie lo miró directamente a los ojos sin permitirse reaccionar. Había visto lágrimas en sus ojos anteriormente. En una ocasión, sin pensar, incluso intentó consolarlo. El señor Leggit la había despachado al instante.
    -¿Es eso todo lo que tienes que decirme al respecto? -le preguntó a Hattie, y ésta tragó saliva.
    -Digo que no sé coquetear. Y que no lo haré -sin duda, su reacción lo complacería.
    -Estaba hablando de mi hijo -sonrió Leggit de forma extraña-. Coquetearás con el marqués. Hablaremos primero de tus deberes con él, después volveremos al otro tema. Ese hombre puede presentarme a los nobles más influyentes de Inglaterra. Y si te desea intensamente, lo hará para estar contigo.
    Hattie cruzó los brazos para reprimir un temblor.
    -¿Por qué iba a interesarse por mí el marqués? No entiendo cómo se le ocurren esas cosas cuando ha venido a verlo a usted antes de conocerme.
    -Muy fácilmente, mi querida tontorrona. Todo Bath habla de tu belleza. Todo hombre que te ve me envidia, y los tipos como Granville piensan que pueden conseguir lo que se les antoja. Es un hombre apuesto, ¿no te parece?
    Hattie frunció el ceño; el corazón le latía deprisa.
    -Es un tiarrón.
    -¡Un hombre «corpulento»! -bramó el señor Leggit-. He pagado bien para que hables como una dama. Otro desliz como ése sería una insensatez. Silvia Dobbin sabrá lo que pienso de sus lecciones.
    Aunque intentaba ser fuerte, Hattie sentía el sudor entre los omóplatos.
    -Lord Granville es un hombre corpulento -dijo, concentrándose en su acento.
    -Y apuesto, ¿eh?
    Hattie fingió recordar.
    -Bastante agradable.
    Leggit le tocó los labios y ella se estremeció.
    -¿Por qué crees que detuvo su magnífico carruaje para hablar contigo, cosa que un hombre respetable jamás haría con la esposa de otro? -con suavidad le acarició la mejilla y el pelo.
    - Sólo pretendía ser cortés, estoy segura - «aunque ojalá fuera por otra cosa». Cielos, soñar despierta con un desconocido no la ayudaría.
    El brillo que Hattie tanto temía apareció en los ojos del señor Leggit. Éste le atrapó una muñeca con la mano.
    -El matasanos ha dicho que los baños me están ayudando mucho. Ha notado... mejoría. Pero necesito ayuda de ti. ¡Entusiasmo, ingrata! Debes ser diestra en ciertas artes.
    La atrajo hacia él con fuerza, hasta que Hattie tuvo que levantar el rostro para mirarlo. Leggit tomó una de sus manos y se la puso entre los muslos.
    -Estruja. Al principio, con suavidad... hasta que notes una reacción... Después, con más fuerza, con más insistencia. Demuéstrame cuánto me deseas.
    Lo que la había obligado a sostener estaba flácido, como siempre. Leggit cerró los dedos de Hattie con los suyos, retiró la presión y volvió a apretar. Afloraron gotas de sudor en su frente y sobre el labio superior. Respiraba ruidosamente, y frunció el ceño sin dejar de sujetarle la mano.
    -Más fuerte -le ordenó, y acercó su rostro al cuello de Hattie-. Esto es culpa tuya. Ya debería tener un hijo. Me avergüenzas delante de mis amigos. Sé que murmuran.
    Hattie se quedó inmóvil y completamente fría. No podía moverse. Él le movía la mano, pero ella no sentía nada. Su cuerpo se había convertido en una estatua.
    -¡No hagas eso! -le gritó Leggit-. No emplees tus trucos conmigo. ¡Prepárame, te digo!
    Hattie bajó la vista al suelo.
    -Muy bien -retrocedió, jadeando, con la piel sudorosa y el rostro enrojecido-. Te he dado más de una oportunidad de hacer esto fácilmente. Me han sugerido otros remedios y los emplearé, pero no ahora. El sábado le demostrarás a Granville cuánto me adoras, pero buscarás momentos privados en los que le harás saber que eres una mujer apasionada a la que no le importaría un pequeño devaneo.
    Hattie apenas podía hablar.
    -¿Quiere que muestre afecto por el marqués? Leggit levantó una mano como si fuera a golpearla, pero la bajó.
    - Jamás, jamás me serás infiel, pero te encargarás de que desee mi compañía para poder tener la tuya.
    Aquél era el momento apropiado. Debía olvidarse de su temor y recordar lo que quería, y rápido.
    -¿Cuanto me pagará si hago esto? -preguntó, inclinando la cabeza hacia atrás y controlando los temblores que la recorrían. No debía olvidar la importancia de sacarle dinero. El dinero la liberaría.
    -Eres demasiado estúpida para saber cómo me incitas a hacerte daño. Eres codiciosa y tus pequeños chantajes me aburren. ¿Qué es lo que quieres comprarte ahora?
    Hattie se llevó las manos a la espalda y se balanceó hacia delante y hacia atrás. Se obligó a sonreír.
    -Todavía no lo sé -había reunido una cuantiosa suma a cambio de obedecer al señor Leggit, pero aún no era suficiente para garantizar su fuga. El creía que quería el dinero para comprarse caprichos caros, pero Hattie tenía cuidado de adquirir baratijas que camuflaran su engaño. Ahorraba casi todo lo que le daba. Del cajón de un armario de boticario chinesco, Leggit sacó dos guineas, y Hattie reprimió una sonrisa de triunfo.
    -Ven aquí -le dijo-, y trae tus amadas rosas.
    Se le revolvió el estómago al oír su tono de voz, pero obedeció. El señor Leggit tomó las rosas y les arrancó el envoltorio. Después, cortó los tallos en dos y los arrojó al suelo, todos menos uno grueso y espinoso. A Hattie se le resecó la garganta
    -Abre las manos.
    Hattie obedeció y extendió las manos con cautela. Leggit no le haría daño.
    -Sujeta esto con fuerza.
    - ¡No! -cerró los puños. Leggit dijo:
    -Si sabes lo que te conviene, me obedecerás.
    Hattie lo creía capaz de hacer algo terrible si volvía a rechazarlo. Tomó el tallo con suavidad y las espinas le arañaron la piel.
    -Te he dicho que lo aprietes.
    Ella lo negó con la cabeza, y Leggit cerró una enorme mano en torno a las suyas y apretó.
    -¡Basta! -gimió Hattie, sin atreverse a desasirse. Notaba su propia sangre-. ¡Por favor, señor Leggit!
    La soltó enseguida, y cuando el tallo de la rosa cayó al suelo, le plantó una guinea en cada palma. A Hattie se le escaparon unas lágrimas por el rabillo del ojo, pero no emitió ningún sonido.
    -Ahí tienes tu botín -dijo Leggit-. Recoge tu ropa y sal por mi vestidor.
    Hattie se aferró al dinero, pero se inclinó para recoger sus prendas.
    -Si alguien te lo pregunta, sujetaste el ramo con demasiada fuerza.
    Secándose las lágrimas, Hattie corrió hacia el tocador, pero su marido la interceptó. Ella bajó la mirada, consumida por el dolor de las manos.
    -Dile a tu doncella que te lave las manos ahora mismo -dijo, y su voz cambió, se volvió trémula-. Si pudieras amarme...
    Leggit le dio la espalda y se frotó la cara. Hattie lo oyó mascullar:
    -Perdóname, Hattie.


    CAPITULO 6
    John cerró los ojos un momento. Le dolía la cabeza. Estaba en una casa de locos llamada Worth House.
    -John -dijo la tía Enid. A pesar de las idas y venidas de los criados y de sus gruñidos, el graznido de la tía Enid se oyó con claridad.
    -¿Sí, tía? -vagó hasta la chimenea alta del salón ricamente amueblado, y se apoyó en la repisa. Sus tías estaban sentadas con las espaldas rígidas a ambos lados del fuego-. Esta noche estás encantadora, tía Enid. Ese tono rosa te favorece. Y tú, tía Prunella, estás espléndida vestida de púrpura.
    -Escarlata -le informó la tía Prunella con acritud.
    Prunella era la más alta y ancha de las dos hermanas . Translúcida y tersa, la piel blanca de su rostro lucía una mancha de colorete en cada pómulo. Enid, que usaba un bastón pero insistía en caminar a toda costa, parecía una figura tallada en corcho marrón con una hoja fina. Las arrugas de su delgado rostro y cuello caían cono un drapeado, pero conservaba la exuberancia de la juventud en sus luminosos ojos oscuros. Le dio un golpecito a John en el brazo con el abanico.
    -Chloe no dice una palabra. Lleva aquí dos semanas y todavía no nos ha dicho nada, ¿no es así, hermana?
    Prunella asintió.
    -Claro que no hemos conocido a la madre. No sabemos si era una criatura desgarbada y silenciosa.
    - Simonne... es airosa y encantadora -dijo John, recordando que no debía enfadarse sino tener cuidado con lo que decía.
    -Y hasta ahora no conocíamos a Chloe -señaló Enid-. Es muy tímida, y está en un lugar extraño. Pero, puesto que tu idea era mejorar su inglés, sobrino, será mejor que consigas tirarla de la lengua.
    Las dos mujeres se quedaron mirando a Chloe, que estaba sentada en una silla dorada de respaldo recto y asiento de mimbre, y que sostenía un gato negro en el regazo. John se había inventado la excusa de que les habían robado el equipaje y no habían tardado en remediar la falta de ropa. Aquella noche, Chloe llevaba un vestido de terciopelo azul cobalto, con escarapelas rosadas en el cuello. El terciopelo hacía juego con sus ojos. Los cabellos cobrizos le caían sobre los hombros.
    La señora Gimblet, la doncella de rostro dulce de sus tías, se erguía detrás de Chloe, con las manos regordetas entrelazadas por delante. Haría las veces de niñera hasta que pudieran encontrar una. Después, John contrataría a una institutriz. Sentía el peso de su responsabilidad hacia Chloe. No sabía nada de niños, pero aprendería.
    -Mírala -dijo Enid con voz más suave-. Qué tranquila y bonita. Claro que Francis es callado y amable o, al menos, lo era la última vez que lo vimos. Y eso fue hace años.
    -Sí -dijo John, y lanzó una mirada penetrante a Chloe. La niña debía de haber oído la alusión a su padre, pero no reaccionó. John había intentado hablar con ella de lo ocurrido y de la importancia de no revelar los detalles de la tragedia hasta que él le diera permiso. Chloe no había dicho nada, se había limitado a apoyar la barbilla en el pecho y a suspirar. El primo de John había sido un hombre inmejorable, demasiado bueno para morir por la cruel codicia de Leggit. Y Simonne...
    -¿Dónde están tus invitados? -dijo Enid, girando la cabeza sobre un cuello excesivamente largo-. No nos gustan los desconocidos, ¿sabes? Además, Prunella y yo estamos cansadas de esperar. Tenemos hambre y cosas importantes que hacer.
    -Dormir -se apresuró a decir Prunella-. Necesitamos descansar.
    John tenía una idea bastante clara de lo que sus ancianas tías querían hacer. Creían que su divertido secreto era sólo suyo, pero John sabía más de lo que se imaginaban. Más tarde, vestidas con voluminosos camisones y albornoces, con el pelo blanco recogido dentro de sus gorros de dormir, se reunirían para un encuentro singular.
    Los Leggit llegaban tarde. Sólo quince minutos, cierto, pero bastaba para incomodar a sus tías y para irritar a un servicio ingobernable.
    Una doncella alta de rostro rubicundo llamada Dolly entró en el salón con dos bandejas de entremeses.
    -¿Dónde los pongo? -preguntó-. No puedo entretenerme. A la señora Whipple le ha dado uno de sus arrebatos.
    -Es demasiado pronto para los, entremeses -le dijo John a Dolly.
    La doncella lo miró con los ojos muy abiertos.
    -Bueno, tendré que hacer lo que diga la señora Whipple, ¿no? Me ha encargado que los traiga -acto seguido, plantó una de las bandejas en una mesa rococó, haciendo que varias figuritas de porcelana de Dresden temblaran peligrosamente. Después de mirar a izquierda y a derecha, depositó la segunda bandeja en el asiento de una silla de brocado-Ya está. Y ahora, esa gente, los advenedizos, ¿cuándo llegarán? La señora Whipple está de los nervios porque la sopa lleva demasiado tiempo al fuego.
    -Tía Prunella -dijo John, inclinándose hacia ella-. Tu servicio...
    -Delante de los criados, no -dijo Prunella, y levantó una nariz afilada en la que descansaban unos quevedos de montura dorada.
    -Hablaremos de esto por la mañana, tía. Pareces haber olvidado quién da trabajo a quién.
    Dolly se marchó con una mueca. John había hablado con sus tías sobre la deplorable actitud de los criados, pero se negaban a escucharlo.
    -Esto es lo que pasa cuando te mezclas con la chusma -anunció la tía Enid-. Se aprovechan. ¡Mira que hacer esperar a sus anfitriones...! Bah. Prunella y yo nos hemos despertado antes de tiempo de la siesta para estar preparadas cuando llegaran. No está bien.
    -Vendrán -dijo John, y se sentó en uno de los sillones de tapicería roja que siempre había admirado-. E intenta recordar que Bernard Leggit es uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
    -Dinero -comentó Prunella, y resopló-. Supongo que hablará de su dinero. Es propio de la gente de su condición. Son criaturas vulgares.
    Boggs, el mayordomo, entró y avanzó con paso ligero hacia John. Tenía los pies pequeños para su considerable estatura.
    -¿Qué ocurre, Boggs? -preguntó John, con el infeliz temor de que sus invitados hubieran decidido no aparecer. Boggs se inclinó hacia delante, haciendo crujir su chaleco, y dijo con discreción:
    -Tenemos problemas, milord. La señora Whipple intenta controlar un motín en las cocinas.
    John se lo quedó mirando.
    -¿Un motín? Vive Dios que es hora de poner en orden esta casa. Dile a la señora Whipple que su trabajo es mantener la armonía en las cocinas y preparar comidas que deleiten a sus patrones y a los invitados de éstos. La cena de esta noche se servirá cuando yo lo diga y será excelente. Y, ahora, Boggs, asegúrate de que no vuelvo a ser molestado con niñerías del servicio.
    A Boggs se le había corrido la peluca, que le quedaba pequeña, hasta dejar al descubierto la raíz de su pelo de color arena. Se la ajustó, pero se le volvió a subir.
    -Y, ahora, haz el favor de llevarte esa bandeja de entremeses de la silla.
    No habían transcurrido ni dos minutos cuando oyeron un revuelo en el vestíbulo y en la puerta principal. John se puso en pie al instante. En lugar de seguir su instinto e ir a recibir a sus invitados, se acomodó junto a Chloe en una banqueta y acarició al gato.
    -¿Cómo se llama?
    -Azabache -dijo la señora Gimblet-. Lo trajeron para que acabara con los ratones de las cocinas, si los había, pero le interesaba más trabar amistad con el ratoncillo de turno que matarlo.
    Una visión increíble irrumpió en la habitación. Acababa de llegar Nievecilla Pick, ataviada con un recatado vestido negro de rica tela, pero con la melena negra cayéndole hasta la cintura. Llevaba un sombrero negro de tafetán, con pluma del mismo color, y una bolsa de viaje que sostenía con ambas manos. La dejó caer en el suelo de mármol.
    John se levantó de inmediato y miró a Chloe. La niña había visto entrar a Nievecilla pero volvía a estar absorta en el gato.
    -Por fin lo encuentro, señor Elliot -anunció Nievecilla-. No sabe cuánto me ha costado llegar aquí. Si su hermano no me hubiera acompañado, seguramente, estaría perdida en la calle.
    -Mis sales, Gimblet -gimió Enid, llamando a la doncella que les había servido durante cincuenta años-. ¿Señor Elliot? Que familiaridad más indecorosa. Creo que me voy a desmayar. John, ¡haz algo!
    - Nievecilla... -empezó a decir John.
    Nievecilla lo interrumpió.
    -Cielos, cuánto alboroto. He venido porque usted me lo dijo, señor Elliot -guiñó el ojo con tan poco disimulo que John estuvo a punto de reír-. Ya sabe, para ayudar con Chloe.
    La señora Gimblet, que no parecía notar nada insólito en Nievecilla, dijo:
    -Es una niña muy buena, pero demasiado callada para su edad.
    Nievecilla se acercó e hizo una reverencia.
    -Lo sé, el señor Elliot me lo ha dicho. Pero se me dan bien los churumbeles, ¿verdad, señor Elliot?
    John carraspeó.
    -Así es -y se sintió obligado a explicarse-. Nievecilla es del sur, donde creo que llaman a los niños, eh... « churumbeles » -Albert ya se había retirado a su cuarto, claro que juntarlo con Nievecilla no mejoraría la situación-. Seguramente debería explicar todo esto... ¿Has dicho «mi»' hermano? ¿Qué hermano?
    -Se llama Nathan, y cualquiera puede ver que es pariente suyo. También es apuesto. Me ha encargado que le diga que ha subido a instalarse en sus habitaciones, pero que se reunirá con todos ustedes para cenar.
    -¡Nathan! -exclamaron las tías-. ¡Qué maravilla! Es un muchacho tan poco complicado... -y las dos miraron a John.
    -Te refieres al conde de Blackburn. Lord Blackburn para ti, jovencita -le informó la tía Prunella a Nievecilla.
    Le informó la tía Prunilla a Nievecilla.
    ¿Nathan? El colmo de una situación imposible .
    Boggs, acompaña a la señorita Pick y dile a Albert que la ayude a instalarse en la habitación de la niñera. El escribió las cartas relativas a la colocación y sabrá lo que hay que hacer. Díselo, ¿quieres? Que el sabrá lo que hay que hacer. Y ten la amabilidad de llevar la bolsa de la señorita, Boggs. Buenas noches, señorita Pick. Hablaremos mañana por la mañana.

    Mascullando, Boggs intentó levantar la bolsa con una mano y mantenerla a distancia. Como era demasiado pesada, la bolsa le golpeó las rodillas, y mantuvo penas el equilibrio. Nievecilla profirió una risita y Boggs salió de la habitación precediéndola.

    Pese a los obstáculos que surgían en su camino, pondría orden en aquella situación disparatada y llevaría a cabo su plan. Lo principal era mantener la cabeza fría.

    Pero Nathan...
    -¿Viene Nathan a visitaron muy a menudo, tías?-preguntó. Las ancianas lo negaron con la cabeza.
    -Casi nunca -dijo Enid-.Le enviamos una carta diciendo que estabas aquí y que confiábamos en que viniera. Como puedes ver, nuestras oraciones han sido escuchadas. Tus hermanos, incluido el joven Dominic, no pasan suficiente tiempo juntos.
    Ocultarle a Nathan la verdad sobre la muerte de Francis y -de Simonne era impensable. Lo único que podía hacer, concluyó John, era persuadir a su hermano para que apoyara su plan.
    Dolly, la doncella, entró en la habitación precediendo a Bernard Leggit y a Hattie. Dolly mantuvo la cabeza bien alta y dijo:
    -El señor Boggs está ocupado, así que yo haré las veces de mayordomo. Han llegado los advenedizos -anunció, y leyó con atención una tarjeta-. El señor Bernard Leggit y su esposa.


    CAPITULO 7
    El hermoso salón se quedó inmóvil al instante.
    A Hattie no le molestó la grosera presentación; a fin de cuentas eran advenedizos en aquellos círculos. Sospechaba que el señor Leggit estaba en lo cierto, y que el marqués se aburría en Bath y buscaba una distracción. Al parecer, estaba pensando en Hattie para el puesto. Lo que no entendía era cómo esperaba Leggit que ella coqueteara con un hombre de mundo como el marqués de Granville.
    Sabía que había más personas en el salón, pero sólo veía al marqués. Éste también la miraba, y una leve sonrisa elevó las comisuras de sus labios. Hattie bajó la vista a la alfombra.
    -Mi querido lord Granville -dijo Leggit, y se apartó de Hattie-. Es un honor venir aquí. Tiene una casita preciosa. Una joya... -profirió una risotada-. ¿O debería decir bijou? -hizo una reverencia, dio una palmadita a la niña de dulce rostro que estaba sentada junto al marqués, e incluso acarició al gato negro que ésta sostenía en su regazo. El gato levantó la cabeza y enseñó los dientes. El señor Leggit retiró rápidamente los dedos. Cuando se irguió, una de las damas que estaban sentadas junto al fuego dio un golpecito en el brazo de sillón con su abanico. Era una mujer menuda pero se sentaba con la espalda muy recta.
    -Tenga la amabilidad de acercarse, señor, y de presentase a mi hermana y a mí.
    Cuando el señor Leggit se acercó a ellas, añadió: Worth House no es una casita. Es una mansión muy hermosa. Asi lo reconocen todos los que saben apreciar el buen gusto.
    Hattie se sonrojó. Tanto ella como su marido estaban fuera de lugar y , aunque no hubiera abierto la oca, las bravatas obsequiosas de su marido la abochornaban. El señor Leggit estaba equivocado; no podía comprar su aceptación en aquel círculo.
    Queridas-Es un honor y un placer estar aquí queridas señoras -dijo con una reverencia.
    Hattie dejó de escuchar. Jugó con los cordones dorados de su bolsito y volvió a fijarse en el marqués. Este seguía observándola de pies a cabeza, como si fueran las únicas personas del salón.. Le hizo una seña.
    .
    Hattie miró al señor Legg. El marques no podía estar llamándola. No de forma tan abierta y con su marido presente, estaba viendo visiones.

    Cuando volvió a míralo, el marqués sonrió claramente en aquella ocasión y volvió a apremiarla para que se acercara. Hattie controló su respiración agitada y fingió no haber visto el ademán.
    Señora Leggit dijo el marqués. También deberíamos saludarnos, ¿No le parece?, se acercó a ella, y hattie le sonrió rápidamente.
    -Buenas noches, Milord dijo y notó que respiraba hondo por primera vez desde que había entrado en aquella casa. Hizo una reverencia que enorgullecería a la señora Dobbin, y lord Granville, por su parte, le envolvió la mano con sus dedos tibios y firmes y se inclinó para besársela con más presión de la aceptable. Hattie confiaba en que nadie se hubiera dado cuenta.
    Abrió la boca para poder respirar. Granville tenía el pelo negro, grueso y brillante, y le gustaba cómo se le rizaba a la altura del cuello. Iba vestido de negro, salvo por la impecable camisa de lino blanco, y cuando levantó el rostro y la miró, tan cerca que sintió su aliento en la cara, el corazón le latió con fuerza.
    -Levántese -dijo con suavidad, sonriendo y ayudándola a incorporarse-. ¿Recuerda que le dije que tenía el pelo extraordinario, ni castaño, ni rojo, ni rubio? Esta noche muestra todos esos colores. Y el vestido... -su lento escrutinio la hizo sonrojarse-. Bueno, creo que es de color dorado pálido, y realza maravillosamente su piel.
    Ante ella se erguía un adulador nato, seguramente, un seductor nato, pensó Hattie, y era tan apuesto, tan masculino, que reaccionó a él a pesar de su reserva. De hecho, si no fuera del todo indecoroso, le encantaría que siguiera halagándola.
    Debía decir algo.
    -Hace una noche agradable, aunque un poco fresca. El señor Leggit y yo hemos disfrutado del trayecto desde Leggit Hall.
    -¿Ah, sí? -él ni siquiera pestañeó-. Magnífico. Me alegro de que pudiera venir a verme.
    No «a vernos» sino «a verme». Y su bienvenida no incluía al señor Leggit. Los ojos de color azul oscuro del marqués estaban... ¿candentes? Sí. La observaba como si estuviera hambriento y hubiera decidido que ella podía ser su festín.
    -Ésta debe de ser su sobrinita -dijo Hattie, y se volvió hacia la niña-. Soy la señora Leggit, Hattie Leggit. ¿Cómo te llamas?
    La única indicación que dio la niña de que había oído a Hattie fue una leve pausa mientras acariciaba al gato negro que tenía en el regazo.
    -Chloe -dijo el marqués- es muy tímida y, seguramente, la abruma tanta compañía, pero quería... - redujo su voz a un susurro-. Quería que la conociera.
    -Entiendo -Hattie se inclinó sobre Chloe y acarició el gato, que se puso a ronronear al instante y le lamió la mano.
    Hattie sonrió al marqués, quien no hizo intento de disimular que había aprovechado la posición de Hattie para mirar dentro de su corpiño. Se le contrajo el vientre, así como el lugar íntimo de entre sus piernas, y sintió un ansia... deliciosa. «Santo Dios».
    -Milord habla muy bien de ti, Chloe, y ya veo por qué -le dijo Hattie a la niña.
    Los ojos de la pequeña no reflejaban ninguna reacción. Granville siguió mirando a Hattie.
    -Estoy seguro de que al señor Leggit no le importará que le diga que está arrebatadora. Su modista es muy hábil.
    El señor Leggit se volvió hacia ellos y le tendió la mano a Hattie.
    -Yo diseño sus trajes -dijo, con los ojos puestos en los senos demasiado expuestos de Hattie-. Primero escojo el material, después la envuelvo con él hasta que quedo satisfecho -lanzó a su anfitrión una mirada de complicidad masculina-. Cuando me aseguro de que su belleza está debidamente realzada, es el momento de dejar que las costureras hagan su trabajo. Todos los vestidos de Hattie son originales.
    El marqués de Granville contrajo los músculos de la cara.
    -Cualquier vestido sería original simplemente porque su esposa lo llevara -dijo con cierta temeridad en opinión de Hattie.
    Sabía lo que tenía que hacer. El señor Leggit le había encargado que coqueteara, de lo cual había sido incapaz hasta el momento, aunque el marqués no había necesitado su ayuda. Avanzó rápidamente para rodear el brazo del señor Leggit con las manos y mirarlo a la cara. Inclinó la cabeza para sonreírle y se aseguró de mostrarse adorable. El señor Leggit respiró pesadamente y le besó la mejilla.
    -Buena chica -murmuró-, pero no olvides mi advertencia.
    -¿Señor Leggit? -dijo la señorita Enid Worth con su voz nasal-. No sé en que está pensando. Queremos conocer a su hermosa esposa.
    Leggit la acompañó.
    -Señoras -dijo cuando se detuvo ante ellas-. Les presento a mi mujer, Hattie Leggit.
    Hattie permaneció donde estaba, con la barbilla bien alta, mientras la señorita Prunella se ajustaba los quevedos y la estudiaba de arriba abajo, y la señorita Enid profería ruiditos de aprobación.
    -Es un placer conocerlas -dijo Hattie, como le había enseñado la señora Dobbin-. Worth House nos parece grandiosa, ¿verdad, señor Leggit?
    -Ya lo creo -Leggit bajó la voz-. Ya te has rebajado bastante -y hundió sus dedos carnosos en el brazo de Hattie.
    John avanzó para tirar de la campanilla, la señal para las cocinas de que sirvieran la cena.
    -Espero que todos tengamos hambre -dijo. Lo sorprendía la fuerza de su odio hacia Leggit. Detestaba a aquel hombre y deseaba matarlo, aunque ciñéndose a su plan lo haría sufrir mucho más.
    La mujer, que no era más que una jovencita madura, lo inquietaba. No tenía necesidad de fingir interés por ella. Ya había urdido maneras de quedarse a solas con Hattie Leggit, brevísimamente en aquella primera ocasión. No debía proceder demasiado deprisa, pero ¿qué culpa tenía si deseaba besarla? Besarla y acariciarla, deslizar las manos por sus senos, tumbarla y enterrarse muy dentro de ella.
    Se pasó el pulgar por la frente y notó finas gotas de sudor. Estaba ardiendo y con el corazón desbocado. Su autodominio era admirado por muchos; no era el momento de perderlo.
    La tía Prunella exclamó de forma inesperada:
    -Mi enhorabuena por conseguir que una joven tan dulce accediera a casarse con usted, señor Leggit -dijo-. Encantadora, ¿verdad, Enid?
    -Y refrescante -dijo Enid, sumando su sello de aprobación.
    John dio un beso mentalmente a sus dos días en la mejilla. Aunque a veces eran obcecadas, siempre le habían parecido buenas juezas de carácter y defensoras de los desvalidos.
    Boggs abrió la puerta.
    -La cena está lista, milord. Aunque la señora Whipple ha tenido que retirar trocitos quemados de la sopa de langosta.
    John lanzó al mayordomo una mirada furibunda.
    -Entonces, pasaremos al comedor. Ofreció el brazo a sus tías mientras los Leggit avanzaban apoyándose el uno en el otro. En el umbral, John se volvió hacia Chloe y hacia la señora Gimblet, que habían cenado temprano.
    Si les apetece comer algo más, por favor díganselo a Bogas. . Y quizá quiera preguntarle a la señorita Pick si ha cenado.
    -Lo haré -le aseguró la señora Gimblet.
    Mientras seguía a los Leggit vestíbulo y , a continuación al comedor, a John le resultó imposible fijarse en otra cosa que no fuera el provocativo balanceo de las caderas de Hattie Leggit.


    CAPITULO 8
    John advirtió con irritación que los lacayos que flanqueaban las puertas del comedor llevaban las libreas sucias y las pelucas despeinadas y desempolvadas. Y proferían risitas de vez en cuando. Puso los ojos en blanco y se abstuvo de señalárselo a sus tías, pero al día siguiente, al día siguiente...
    -Cielos -dijo la tía Enid-. Prunella, deberíamos haber sugerido el comedor pequeño. Somos pocos y esta mesa es demasiado grande. ¿Qué vamos a hacer?
    John contempló la interminable mesa en la que seis servicios estaban dispuestos a metros de distancia unos de otros.
    -Haremos que cambien los servicios de sitio.
    -No podemos -dijo la tía Prunella, y apretó el brazo de John-. A Boggs no le hará gracia. No se lo pidas, John, por nuestro bien.
    John abrió la boca para decir lo que pensaba de que los criados gobernaran la casa, pero la cerró con fuerza. El mayordomo segundo le estaba ofreciendo una silla a Hattie. Si no le fallaba la voz, John podría lanzarle un comentario desde la cabecera de la mesa.
    Hattie y Leggit estaban sentados uno frente al otro. La tía Prunella ocupó la silla situada a la derecha de Hattie, entre ésta y John, y la tía Enid se instaló entre Leggit y su sobrino. John recorrió con la vista la mesa hasta la silla vacía situada en el extremo opuesto.
    -Para lord Blackburn -dijo Boggs, que había seguido su mirada.
    John apretó los dientes. En aquella casa todo estaba fuera de control. Curtido en su trabajo, Boggs sabía perfectamente cómo disponer cualquier mesa para sentar a los invitados de la manera más agradable posible.
    También estaba el problema de Nathan. Cuando se enterara del asesinato de Francis costaría trabajo contenerlo. Los tres hermanos Elliot, incluido Dominic, el más pequeño, habían sido maldecidos con temperamentos que los volvían temerarios y peligrosos. John había aprendido a controlarse. Sabía que Nathan había madurado, pero se encendía enseguida. Y Dominic... Dominic, el inescrutable, prefería batallar con el cerebro antes que con el músculo.
    -Boggs -empezó a decir-. Esta mesa...
    -Está preciosa -se adelantó la tía Enid-. Siempre me ha gustado la vajilla de Sévres, con su hermoso color azul. Y la cubertería de plata...
    -La usamos todos los días -concluyó John en su lugar.
    Al menos, no tenía que preocuparse de que sus invitados oyeran sus comentarios, aunque Hattie había vuelto la cabeza hacia él. John inclinó la suya y sonrió. Era una criatura realmente encantadora. ¿Por qué se habría casado con aquel canalla? Claro que se alegraba, teniendo en cuenta el papel que pretendía interpretar con ella.
    Boggs se adelantó y se dispuso a servir la sopa.
    Cuando John bajó la vista al cuenco, pudo ver pequeños flecos negros flotando en ella. Olía a quemado.
    -Deliciosa -declaró la tía Enid, acercando la cuchara a sus labios-. ¿No te parece, Prunella?
    -Exquisita, hermana -cuando la luz de las velas se reflejaba en las lentes de Prunella, éstas lanzaban prismas de colores en todas direcciones.
    -Exquisita, sin duda -repitió Hattie, y sonrió a las tías, que parecían embelesadas con ella. ¿O sería curiosidad y fascinación lo que veía en sus miradas penetrantes?
    -Una sopa realmente buena -comentó Leggit con su voz atronadora-. Mi enhorabuena a la cocinera. He oído cosas magníficas sobre ti, Granville.
    Leggit no conocía a John lo bastante para tutearlo. John pretendía que siguiera llamándolo lord Granville, pero no quería avergonzar a Hattie bajándole los humos a su marido.
    Leggit no permitió que la falta de respuesta de John sofocara su entusiasmo.
    -Confían en ti en círculos muy elevados, es lo que he oído decir, y recurren a ti para llevar a cabo misiones peligrosas.
    Sólo Dios sabía cómo Leggit había descubierto tantas cosas.
    -No debemos aburrir a las damas con esas cuestiones -dijo John-. Señora Leggit, me impresionó su pintura del otro día.
    Hattie bajó la mirada a la sopa.
    -Gracias.
    -Mi madre pinta un poco -dijo John-. Es una mujer muy reservada, así que nunca vemos sus obras -John quería y respetaba a su excéntrica progenitora.
    -Henrietta tiene mucho talento -dijo Prunella-. Es una lástima que se haya aislado tanto desde la muerte de tu padre. La hemos invitado muchas veces a que venga a vivir con nosotras, pero finge no comprender nuestro ofrecimiento.
    Su madre, pensó John, era una mujer inteligente.
    -Desearía que no llevara una vida tan solitaria - comentó John-. Pero, ya sabéis, en cuanto mi padre murió, se trasladó a la casa de Heatherly que había recibido en herencia, y ahora vive allí. Ha dicho que no piensa volver a viajar.
    -Dicen que dedicas mucho tiempo a viajar -le gritó Leggit a John-. Por todo el continente, he oído. Y alguna que otra escapada a Sudamérica, África y otros lugares.
    Con sólo mirar a Leggit, a John se le revolvía el estómago.
    -Pareces saber mucho sobre mí -dijo.
    -Por supuesto. En todo Bath se habla de ti. Serás el héroe de la ciudad, muchacho.
    John apretó los dientes ante aquella falta de respeto.
    -Hattie y yo vamos a ofrecer una fiesta la próxima semana, ¿verdad, Hattie? Pocas personas saben que tengo baños termales en los sótanos de mi casa. Encontré un arroyo que a todo el mundo se le había pasado por alto. Es toda una experiencia, la verdad - profirió una carcajada-. No hay muchas casas que organicen galas de baños privados.
    Hattie Leggit bajó la mirada a su regazo. Había palidecido y, cuando levantó la cara, los ojos le brillaban como carbones oscuros. ¿Galas de baños privados? Le parecía inconcebible.
    -Esperamos que os unáis a nosotros -le dijo Leggit a John-. Nos divertimos bastante, como te podrás imaginar -Leggit le guiñó el ojo.
    _-¿Qué se pone uno para asistir a una gala de baños, John? -preguntó la tía Enid, con ojos brillantes por el interés.
    __¿Qué hace uno en ellas? -dijo la tía Prunella-. No se referirá a esos desagradables baños sulfurosos que todo el mundo viene a tomar a Bath. ¿Has visto las monstruosidades de lona que se ponen los pobrecitos sólo para poder moverse en esa agua hedionda? ¿Con cerdos y perros enfermos nadando con ellos? Y la chusma asomándose por encima de los muros para verlos, reírse y arrojarles objetos, ni más ni menos.
    John compartía la opinión de Prunella sobre los famosos baños de Bath y sus célebres propiedades curativas.
    Bernard Leggit rió como si las tías hubiesen contado un chiste tremendamente divertido. Se dio palmadas en los costados y tosió; después, apuró una gran copa de vino. Las lágrimas resbalaban de los rabillos de sus ojos.
    -Ay, son unas ancianitas encantadoras -les dijo a las tías de John. Hasta los criados inspiraron con brusquedad ante aquella falta de decoro-. En mi casa no ocurre nada de eso, se lo aseguro. Nada en absoluto. Todo es muy elegante, con música de buen gusto e invitados a los que les gusta mojar los dedos de los pies en agua tibia si les apetece. Yo los llamo Baños de Luna porque, cuando la luna los alumbra, atraviesa una vidriera y hace que las aguas adquieran mil colores.
    La tía Enid actuó como si Leggit no existiera. Arrugó la nariz y le dijo a su hermana:
    -¿Baños de Luna?
    -¿Mojar los dedos de los pies? -repuso la tía Prunella con indignación.
    Retiraron la sopa y les llevaron minúsculas porciones de sorbete de limón.
    -¡Buenas noches a todos!
    John se volvió y vio a su hermano, Nathan, entrando en el comedor de suelo de piedra.
    -Hola, Nathan. Así que las tías te han coaccionado para que vengas -John se levantó para estrechar la mano de su hermano y darle una palmada en su considerable espalda. En lugar de estrechársela, Nathan le dio un fuerte abrazo y rió con ganas mientras se daban palmadas en la espalda, como tenían por costumbre.
    -No ha hecho falta coacción alguna -dijo-. Me gusta verte una vez cada tantos años, y ésta parecía una oportunidad perfecta. Tengo entendido que te has traído a la pequeña Chloe. No entiendo cómo Francis y Simonne te han confiado a su angelito.
    -Tenemos invitados -le dijo John a Nathan al oído, y porque sería imposible excluir a su hermano de lo que ocurría, le explicó-. No he venido por placer, sino por algo muy serio. Ya te contaré.
    - Ah -sin alterar su semblante de felicidad, Nathan se dirigió a los comensales-. Buenas noches a todos. Tía Enid, tía Pru...
    La tía Prunella se sonrojó profusamente y balbució sobre su sorbete medio derretido. Nathan, con los faldones de su levita azul oscuro ondeando tras él, echó a andar hacia Leggit.
    -Lord Blackburn, señor. Encantado de conocerlo -Nathan tenía un aire de poeta, pero no había escrito ni una sola línea que no fuera correspondencia de negocios. Su pañuelo cuidadosamente anudado jamás había visto el almidón y caía en forma de lazo. Mientras caminaba, el pelo, largo, oscuro y con reflejos rojizos, se apartaba de un rostro marcadamente atractivo.
    -Bernard Leggit -barbotó Leggit, y se puso en pie-. La dama es mi esposa.
    Estrechó la mano de Nathan, pero éste no tardó en fijarse en Hattie. John no pudo evitar contener una sonrisa. El instinto de su hermano en lo relativo a las mujeres era acertado. Dejando a Leggit con la mano derecha todavía en el aire, Nathan rodeó la mesa para
    inclinarse sobre Hattie. Lo que le murmuró al oído hizo que Hattie inclinara la cabeza y los hombros hacia delante... sin que pudiera ocultar una sonrisa.
    Maldito fuera por ser tan granuja.
    John se puso en pie.
    - Boggs, ya basta. Tenemos una compañía deliciosa y nos gustaría disfrutar de ella. Ahora, haz lo que te digo, por favor, y deprisa. Acerca a la tía Enid al señor Leggit, y coloca a Nathan junto a la tía. Yo me sentaré al otro lado de la mesa con la tía Prunella a mi derecha y la señora Leggit a mi izquierda. Rápido.
    Dudaba que el servicio de Worth House se hubiera movido nunca tan deprisa. Cambiaron platos y sillas a gran velocidad, y todo el mundo volvió a sentarse con un revuelo mínimo. John sorprendió la mirada de Nathan y le lanzó una sonrisa angelical en respuesta a su expresión furibunda.
    Hattie miró con cautela a lord Granville y a lord Blackburn. Eran, pensó, abrumadoramente... viriles.
    El señor Leggit mantenía sus ojos saltones clavados en ella, como si la desafiara a mirar a su anfitrión y al hermano de éste. Hattie le sonrió, le lanzó un beso por encima de la mesa y comprobó, con alivio, que se relajaba un poco. ¿Cómo iba a coquetear con lord Granville si no tenía permiso para mirarlo? No le entraba en la cabeza. Dedujo que Leggit había cambiado de idea y sintió un gran alivio.
    El marqués estaba tan cerca que podía sentirlo o, al menos, eso creía Hattie. Tenía un aire indómito. En su apuesto hermano la osadía se hacía evidente, pero en lord Granville la madurez había añadido un sutil aire de peligro. Hattie sentía un hormigueo por la piel y contracciones en algunas partes de su cuerpo.
    Lord Granville la miró de soslayo, con la cabeza ladeada y las gruesas pestañas negras entrecerrando sus ojos de color azul oscuro. Su tía Enid le dijo algo y él empezó a volverse hacia la derecha, pero se interrumpió y se quedó mirando algo situado delante de Hattie, sobre la mesa. Hattie también miró, y comprendió que se había fijado en sus manos heridas. Rápidamente, se las llevó al regazo. Cuando le había dicho a la señora Dobbin que pensaba conservar los guantes toda la noche, incluso durante la cena, su consejera había estado a punto de desmayarse. Debía quitarse los guantes en la cena, le había dicho, y tener cuidado de no enseñar las palmas. Incluso podría apoyar una mano en la mesa si lo hacía con cuidado.
    La quiche de ternera con verduras estaba sabrosa, así como el conejo al curry. Hattie los habría saboreado más si no hubiera sido objeto de la sombría atención de lord Granville. Lord Blackburn le sonreía con abierto interés, pero no se sentía amenazada por él.
    -¿No trabajas para el gobierno en Asuntos Exteriores, Blackburn? -dijo Leggit.
    Lord Blackburn miró alrededor, como si quisiera asegurarse de que Leggit estaba hablando con él, y dijo:
    -En realidad, no. Trabajo en algo que no se menciona en círculos educados.
    El señor Leggit profirió varias risotadas, escupiendo migas de panecillo, y dijo:
    -Algo relacionado con las damas, ¿verdad?
    Hattie se encogió en la silla, avergonzada por que aquellas personas creyeran que era como su marido. Lord Blackburn dijo con completa seriedad:
    -No. Si fuera eso, me encantaría contarlo. No, mi ocupación tiene que ver con problemas y dinero.
    Hattie se interrumpió cuando se estaba llevando un pedacito de conejo a la boca.
    -No haga caso a mi hermano -dijo lord Granville-. Lo que quiere decir es que se mete en problemas y le cuesta trabajo salir de ellos.
    -Yo negocio con barcos -dijo Leggit-. Importaciones y exportaciones. Es muy lucrativo, la verdad - clavó su mirada en lord Granville-. Muchos hombres han hecho fortuna conmigo. Soy generoso. Nada me gusta más que saber que he cambiado la fortuna de un hombre, que lo he hecho diez veces más rico de lo que era. Todo lo que toco se convierte en oro, de lo cual me alegro, porque me gusta despilfarrar.
    Se levantó de la mesa y la rodeó para colocarse detrás de Hattie. De sus bolsillos sacó un puñado de relucientes soberanos.
    -A mi deliciosa esposa le encantan los perifollos, ¿verdad, pichoncito? Y lo que Hattie quiere debe tenerlo -acto seguido, soltó el dinero por el frente del vestido de Hattie, y las monedas fluyeron como un río de oro entre sus senos-. La llamo mi pequeña urraca, porque le encanta todo lo que brilla, sobre todo, el dinero.
    Mortificada, Hattie intentó atrapar los soberanos contra su vientre y se quedó muy quieta.
    -¿No vas a darme las gracias? -dijo Leggit. Ella no contestó. Quizá estuviera en deuda con él y bajo su poder, pero padecería cualquier humillación a la que la sometiera cuando regresaran a casa antes que rebajarse en presencia de aquellas personas-. Bueno -dijo Leggit-. En ese caso, quizá deba recuperarlas.
    Hattie se cerró el frente del vestido.
    -Vergonzoso -masculló la tía Enid-. Qué vulgaridad.
    -No le aconsejo que lo intente -dijo lord Granville poniéndose en pie. Leggit no era un hombre de corta estatura, pero el marqués lo hacía parecer blando y patético.
    -¿Me está diciendo lo que tengo que hacer con mi esposa? Tiene gracia. ¡Como yo! -le pareció tan divertido que retrocedió a trompicones hasta su silla y se dejó caer en ella. Su semblante se relajó y paseó la mirada por la mesa. Se secó los labios-. Santo cielo, no sé qué me ha pasado. Últimamente, me agobian las responsabilidades. Les pido disculpas por mi lamentable comportamiento. Lo siento mucho, lo siento mucho -concluyó en un murmullo.
    Lord Blackburn echó la silla hacia atrás y cruzó las piernas. Por primera vez, no sonreía.
    -Es a su esposa a quien debe pedir disculpas, señor -dijo lord Granville-. Es muy afortunado por estar casado con una mujer tan recatada y considerada con su marido.
    -No sé qué me ha pasado -volvió a mascullar el señor Leggit.
    En lo único que Hattie podía pensar era en los soberanos que debía retirarse del vestido sin hacer el ridículo.
    Boggs, que se encontraba de pie junto a un aparador de caoba, inclinó la cabeza para escuchar lo que una doncella tenía que decirle. A continuación, salió del comedor, y regresó rápidamente para acercarse al señor Leggit. Le habló en voz baja, de modo que Hattie no podía oír lo que decía. El señor Leggit se puso en pie.
    -Cielos, esto es un desastre. Ay, mis queridos amigos, debo apelar a su merced y pedirles que me ayuden. Ha ocurrido algo que requiere mi atención inmediata. Debo partir enseguida.
    Hattie hizo ademán de echar la silla hacia atrás, pero lord Granville la detuvo poniéndole una mano en la espalda.
    -Espero no tardar mucho -dijo Leggit-. Pero mi cochero no tendrá tiempo de dejar a mi señora en casa antes de llevarme a mi destino. Debo pedirles, si es posible, que se quede aquí hasta que vuelva a buscarla.
    Hattie se puso en pie y las monedas cayeron en cascada al suelo. Una vez más, lord Granville le impidió que reaccionara instintivamente. La frenó cuando se inclinó para recogerlas y lo hizo él. Dejó las monedas en la mesa, delante de ella.
    -Ese amable Albert Parker que conduce ahora para ti, John -dijo Enid-. No le importaría llevar a la señora Leggit a su casa.
    -Es usted muy amable -dijo Leggit-. Pero preferiría que me esperara aquí, donde sé que está a salvo.
    Lord Granville hizo un ademán al señor Leggit para que no se entretuviera.
    -Por favor, atienda sus asuntos. Nosotros, los hombres, sabemos lo que es la llamada del deber. No tema, cuidaremos de su esposa.
    Lo que Hattie sentía desafiaba cualquier descripción. Aquel acontecimiento inesperado era una treta de Leggit para dejarla en Worth House y que pudiera coquetear con el marqués.
    -Querida -dijo su marido, que ya abandonaba el comedor-. Te dejo bajo la protección de Granville. Ten cuidado de no contrariarlo.

    CAPITULO 9

    Como John había imaginado, poco después de que Nathan y él acompañaran a las damas a un saloncito situado al pie de la escalera, sus tías se disculparon y se retiraron a sus habitaciones. Dijeron que estaban cansadas, pero se las veía muy descansadas.
    A solas con dos hombres a los que apenas conocía, Hattie Leggit no quería sentarse.
    -Por favor, atiendan sus asuntos. Si no van a utilizar esta habitación ahora mismo, esperaré aquí al señor Leggit.
    John pensó que Leggit era aún más tosco de lo que había imaginado. ¿Qué razón podía existir para que un hombre insistiera en dejar a su esposa entre desconocidos hasta su regreso?
    -Seria un placer llevarla a casa, señora Leggit - dijo Nathan con ánimo servicial.
    Una fina capa de humedad brilló en la piel de Hattie, que tembló visiblemente.
    -Es usted muy amable, pero el señor Leggit prefiere que siga sus instrucciones. No querría contrariarlo. A no ser que suponga mucha molestia que me quede.
    John estuvo tentado a preguntarle qué haría Leggit si ella lo contrariaba.
    -No hay ningún problema en que se quede, y nos gustaría que se sentara -le indicó un cómodo sillón de zaraza próximo al fuego-. Aunque los días sean templados, esta vieja casa tiene muros gruesos y no se calienta fácilmente. Necesitamos encender el fuego por las noches, ¿verdad, Nathan?
    -Cierto -Nathan miró a John con el ceño fruncido-. ¿Le apetecería una taza de chocolate caliente, señora Leggit?
    Hattie Leggit lo negó con la cabeza, pero se sentó en el sillón que John había sugerido.
    -Podría esperar en el vestíbulo -dijo-. He visto allí una silla, y me horroriza entretenerlos de esta manera.
    -No se sentará en el vestíbulo -anunció John-. Nathan, ¿crees que a la señora Leggit le interesaría ver el salón de baile? Podría enseñárselo para pasar el tiempo, y quizá la colección de miniaturas de las tías, y sus caracolas de mar. Podría enseñarle la casa o, al menos, lo que dé tiempo hasta el regreso del señor Leggit.
    Nathan se encontraba de pie detrás de Hattie. Enarcó las cejas hasta que, prácticamente, le rozaron la raíz del pelo.
    -Podría ser ameno -dijo-. Tengo un libro entre manos; me sentaré a leer aquí y, cuando llegue su marido, señora Leggit, la avisaré -la mirada que lanzó a John era demasiado sagaz.
    -¿Le apetecería, señora Leggit? -dijo John, y el corazón le latió con fuerza por temor a su rechazo. Ella lo miró, pensativa, antes de ponerse en pie y sujetar con fuerza los cordones de su bolsito.
    -¿Por qué no? Si dispone de tiempo, me encantaría ver Worth House.
    Nathan puso los ojos en blanco, y John le ofreció el brazo a Hattie Leggit. De nuevo con los guantes puestos, ésta apoyó una mano en la muñeca de John y salieron juntos del saloncito. John se detuvo en el vestíbulo.
    -Chloe está en su cuarto, durmiendo, si no, le enseñaría la casa de muñecas que hicieron para mi madre y mis hermanas. Es perfecta en todos los sentidos. Pero ya sé lo que haremos. Hay algo más interesante que quiero enseñarle. Mi abuelo, el padre de mi madre, era aficionado a los secretos. Le gustaba entrar y salir sin que nadie se percatara. Le enseñaré una de las entradas secretas a sus habitaciones. ¿O le da miedo la penumbra? -le sonrió.
    -Pocas cosas me dan miedo -dijo Hattie, y John creyó detectar, como ya había hecho en un par de ocasiones, un rastro de acento plebeyo en su voz. Le resultaba encantador.
    -Muy bien. Entonces, vamos.
    Regresó al salón y condujo a Hattie por una puerta que daba a la biblioteca, su habitación favorita de la casa. En un rincón, donde confluían los muros interiores y exteriores, tras unas gruesas cortinas verdes que hacían de pantalla, John metió la mano debajo de un estante y presionó una hendidura. Toda una estantería retrocedió, lo justo para permitir el paso de una persona. Le indicó a Hattie que lo precediera y, cuando la siguió, cerró de nuevo la estantería.
    -Vaya -fue lo único que dijo Hattie.
    John encendió una de las palmatorias que había allí para alumbrar el camino y se guardó una vela de reserva en el bolsillo.
    No era un pasadizo de tierra, mohoso; las paredes estaban revestidas de madera y había mosaicos en el suelo. Avanzaron hasta que el túnel empezó a estrecharse, y sus sombras temblaban por encima de sus cabezas.
    -Parece un poco tonto -dijo Hattie en voz queda-. Este pasaje debe de conocerlo todo el mundo.
    -Le aseguro que no. Pero ésta no es más que una entrada. Hay otra en el pasillo del último piso de la casa. Ésa es la entrada que todo el mundo conoce. En otra ocasión, le enseñaré cómo acceder desde el exterior sin que la vean.
    -Será mejor que volvamos.
    -Tenemos que seguir. Esa estantería no se abre desde dentro.
    John midió la reacción de Hattie y la oyó tragar saliva. Le ofreció la mano y ella la aceptó. Subieron un tramo de escaleras, después otro y otro. John admiraba su valor. No podía haber imaginado aquella situación, pero mantenía la compostura.
    -Por ahí -le dijo, y señaló un hueco en sombras - se llega a un tramo de escaleras que desciende a una puerta del costado de la casa.
    -Y todo para dar un aire de misterio a unas habitaciones. Qué raro.
    Raro, sí, y muy útil en los días venideros. Lo único que John debía hacer era ganarse el afecto de la dama y planear el momento oportuno para llevarla a la cama. No desperdiciaría la oportunidad que le procuraba aquella noche para acercarse a su objetivo. -Se entra por aquí -sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta a la que habían llegado. Condujo a Hattie al interior de lo que había sido un hermoso salón de baile.
    -Creía que, al final, no íbamos a venir al salón de baile -Hattie le soltó la mano.
    -No me he explicado bien. Quería decir que vendríamos por otro camino.
    -¿Y las habitaciones de su abuelo? ¿Dónde están?
    John hizo un gesto vago.
    -En esta misma planta.
    Ella lo miró con incertidumbre.
    -Qué extraño. Y un salón de baile en lo alto de la casa me resulta insólito. ¿Por qué parece abandonado?
    -Porque lo está -John se dispuso a encender varias palmatorias de pared y, poco a poco, la habitación fue cobrando vida. John retiró sábanas de sillas y sillones de terciopelo azul y las dejó caer al suelo. Los espejos cubiertos de polvo reflejaban una habitación fantasmal-. Ahí es donde tocaba la orquesta -dijo, señalando una galería con balaustrada dorada situada en el fondo de la habitación-. ¿Ve la pista de baile? Es grandiosa. La vi de niño, una vez que mis padres vinieron de visita y aquí todavía se celebraban bailes. Los espejos reflejaban la escena, el remolino de vestidos y los trajes elegantes de los caballeros, muchos de ellos militares. Las tías no tienen motivos para mantenerla en uso. ¿Sabe bailar el vals?
    Ella lo negó con fuerza.
    -Por supuesto que no.
    -Apuesto a que aprendería fácilmente.
    -El vals no está bien visto.
    -El príncipe regente lo baila a todas horas, y muchas otras personas. A mí me encanta, aunque no suelo tener tiempo para bailes. No importa. Se lo enseñaré en otro momento, quizá -regresó a su lado. ¿Bailar el vals con Hattie Leggit? Eso sí que era buena idea-. ¿Se imagina lo que solía ser todo esto?
    -Sí, me lo imagino perfectamente.
    La suave sonrisa de Hattie no lo ayudó a mantener el control.
    -Ahora, sígame. Le enseñaré qué más hay aquí arriba.
    -¿Por qué quería su abuelo disponer de una puerta secreta en un salón de baile?
    -Ya le he dicho que le encantaban los misterios. Quizá también disfrutara impresionando a algún que otro visitante. Reconozco que yo confiaba en intrigarla trayéndola por aquí.
    La condujo a una habitación situada por debajo de la galería de los músicos. Había sillas polvorientas apiladas y varios atriles de música olvidados.
    -Créame, esto es un secreto absoluto que ha pasado de abuelo a yerno. Los padres de mi madre no tenían hijos, y no era algo que debiera revelarse a una dama - «acabo de soltar una estupidez»-. Quiero decir...
    -Sé lo que quiere decir -dijo Hattie con una tenue sonrisa-. He conocido a algunas damas que realmente lo eran. También he conocido a bastantes que se hacen llamar así -se mantuvo firme y lo miró directamente a los ojos-. Es una vergüenza que los privilegiados suelan ser tan hipócritas.
    -Le aseguro, señora Leggit, que estaba pensando en mis tías solteronas y en mi inocente madre.
    -Sí, lo sé. No estaba pensando en mujeres vulgares. Gracias por traerme a ver todo esto. Me resulta una interesante distracción.
    Existían sabios consejos sobre cómo salir de situaciones imposibles. John decidió seguir el más evidente y dejar de intentar arreglar su desliz. Hattie estaba bonita con aquella leve sonrisa, pero sus ojos grises se habían vuelto de acero.
    -Mi padre me habló del pasadizo. Nadie más lo sabe, salvo mis hermanos.
    -Entonces, ¿por qué me lo enseña a mí? -preguntó.
    Preparándose para que ella lo abofeteara, acercó los labios al oído de Hattie y susurró:
    -Porque quiero impresionarla. Y porque no me traicionará para no poner en peligro su reputación.
    Ella no lo abofeteó.
    Lord Granville creía que era como muchas mujeres casadas de su condición, pensó Hattie, que fingían ser esposas leales mientras entretenían a otros hombres. Y se sentía aún más osado con ella que con otras porque no la consideraba una dama. Se lo había dicho.
    -¿Señora Leggit? -el marqués parecía regocijado por su silencio-. Me encantaría saber lo que está pensando.
    Hattie balanceó su bolsito dorado y paseó la mirada por la triste habitación.
    -Debo decir que estoy decepcionada. Después de todo lo que ha dicho, esperaba mucho más que un salón de baile sucio y este almacén.
    John se dio la vuelta con brusquedad, pero no antes de que ella viera cómo apretaba la mandíbula, irritado.
    -Esto no es más que el principio, señora. Veremos cuánto tiempo permanece indiferente.
    Otra puerta, tan visible como la que acababan de traspasar, daba a un lugar húmedo lleno de accesorios de teatro. Había perchas con disfraces, sucios pero llenos de adornos fulgurantes. El marqués cerró la puerta y se dirigió a un voluminoso espejo de una pared.
    -Mire esto -dijo, y empujó el espejo. Hattie oyó un clic y observó cómo el cristal era reemplazado por un espacio oscuro-. Entremos -dijo lord Granville con aspereza. Había cambiado por completo de actitud. Hattie apretó los dientes, y lo siguió.
    El espejo se cerró detrás de' ellos; lord Granville sostuvo en alto la vela y apretó una hendidura de otra pared para que se abriera nuevamente. En aquella ocasión, hizo una reverencia y dejó que lo precediera.
    Hattie pensó en las circunstancias terribles que había vivido y obedeció. Era una superviviente. El lugar en el que entró apenas tenía cabida para una persona.
    -Gire a la izquierda y siga -dijo lord Granville.
    No había sido muy inteligente ridiculizar su secreto, pensó Hattie. Siguió sus instrucciones, y al final de un estrecho pasadizo apartó unas gruesas cortinas verdes adornadas con borlas doradas.
    Lentamente, Hattie se adentró en una habitación en la que abundantes velas alumbraban un fresco pintado en el techo. Unas mujeres con los senos desnudos y los vientres redondeados reposaban entre cielos azules. El fuego ardía con viveza en una chimenea de mármol blanco. Hattie giró en redondo y vio dónde estaba ubicado el pequeño pasadizo: tras una enorme cama tallada en caoba.
    -¿Qué le parece? -preguntó lord Granville. Permanecía con las manos en las caderas, las piernas largas y fuertes separadas, y una sonrisa de satisfacción en el rostro.
    -Creo que debería volver al saloncito. El señor Leggit debe de estar buscándome.
    -En ese caso, mi hermano habría venido a buscarla.
    - Sí, pero me gustaría irme ya.
    -Todavía no lo ha visto todo -dijo lord Granville-. Y no me ha dicho lo que le parece esta habitación.
    -Es abrumadora -había sido una estúpida, una ingenua. El señor Leggit la había puesto directamente en las garras del marqués, y de aquello no saldría nada bueno. Lord Granville sólo había estado buscando la manera de quedarse a solas con ella-. Abrumadora de forma grandiosa, por supuesto. Era el dormitorio de su abuelo, pero los criados aún encienden las velas y la chimenea. Debió de ser muy querido.
    -Y lo fue -la carcajada de lord Granville no tranquilizó a Hattie-. Mi ayudante, Parker, se encarga de encender las velas y demás estos días. Ahora, es mi habitación.
    ¿Acaso creía que no lo había adivinado? Su actitud condescendiente la enfurecía.
    -¿Ah, sí? -dijo con los ojos muy abiertos y sorpresa en la voz-. Cielos -y profirió una risita.
    Aparte de su padre, nunca había conocido a un hombre que no quisiera algo de ella. Intentó lanzar una mirada coqueta a lord Granville y, por la manera en que se le movieron las aletas de la nariz, pensó que lo había hecho bastante bien. Aprendería a coquetear y, mientras conservara la sangre fría, no le pasaría nada.
    -Me gusta este lugar -le dijo, balanceándose un poco y alisándose las faldas-. Veamos qué hay aquí.
    Atravesó un arco y entró en una habitación muy masculina revestida de libros y amueblada con sillones de cuero negro lustrosos por el uso. Un amplio escritorio ocupaba buena parte del espacio.
    Por fin tenía un plan, un plan osado. Se le ocurrió de forma tan inesperada que las piezas encajaban con cada segundo que pasaba.
    Sabía lo que el señor Leggit quería. Y lo que no quería.
    Sabía lo que lord Granville ansiaba. Y lo que detestaría.
    Sabía lo que ella necesitaba.

    CAPITULO 10

    -Me gustaría hacerle una proposición.
    Aquello, pensó John, no era lo que había esperado oír decir a Hattie Leggit. Había ocasiones en las que compensaba guardar silencio. Aquélla era una de ellas.
    Jugó con su bolsito, que debía de pesar, teniendo en cuenta el número de soberanos que contenía. En lugar de desentonar entre los muebles de cuero de su abuelo, parecía el adorno perfecto. Estaba encantadora con su suave vestido revelador.
    -Me está mirando fijamente.
    -Sí -él se encogió de hombros levemente y sonrió.
    Hattie Leggit le dio la espalda pero no antes de que él viera el comienzo de una sonrisa.
    -¿Por qué me mira así?
    -¿De verdad no lo sabe?
    -Quizá sí -se llevó la mano a la nuca para retocarse el pelo.
    Vaya, con aquella mujer no era indiferente. Los detalles que advertía lo inquietaban. El brazo pálido levantado, el ángulo de su esbelto cuello, la forma en que el brazo, cuando la manga corta caía hacia abajo, dejaba entrever el costado desnudo de un seno.
    - Mire -Hattie giró en redondo-, hay algo de lo que me gustaría hablar con usted.
    Se refería a su «proposición».
    -La escucho.
    -En primer lugar, ¿pretende perjudicarme, milord, o tiene por costumbre jugar con las mujeres?
    -No a las dos cosas -no era una mentira completa.
    -Muy bien. Lo creeré porque no tengo elección. -Es usted muy amable.
    -Sí -dijo-. Bueno, siempre me he considerado amable, y normalmente lo soy... a no ser que me fuercen, y me están forzando. Pero lo que voy a pedirle no me resulta fácil. Se negará si no quiere hacerlo, ¿verdad?
    Le retorcería su precioso cuello si no iba al grano. -Le sugeriría que lo debatiéramos si no me pareciera sensato.
    -Sí... Bueno, no lo es. Hay cosas que no puedo decirle, al menos, todavía. ¿Me entiende?
    -¿Por qué podría decirme cosas más adelante si no puede decírmelas ahora?
    -Aún no lo conozco muy bien.
    ¿Estaría insinuando que con el tiempo podrían conocerse mucho mejor? Así sería, si él se salía con la suya. Sólo lamentaba no tener razones diferentes, pero debía vengar a Francis y a Simonne. De lo contrario, no estaría con aquella mujer.
    -Seré paciente -le dijo. Una mentira de primer orden en aquella ocasión, pero necesaria.
    -Me encuentro en un terrible aprieto -dijo Hattie Leggit, y la barbilla perdió su perfil insolente. John la vio tragar saliva... pero no recurrió a las lágrimas, como otras mujeres cuando querían ganarse el afecto de otros-. No puedo hablar mucho; en realidad, no. Pero si no soy amable con usted, el señor Leggit se enfadará conmigo.
    -¿Cómo dice?
    -Tengo que ser amable con usted y hacerlo desear ser... ser amable con el señor Leggit.
    John se guardó las manos en los bolsillos del pantalón y se balanceó sobre los talones.
    -Será mejor que me explique eso con más detalle.
    -El señor Leggit quiere caerle bien -el ceño de Hattie se intensificó-. Tengo una vida muy complicada, milord.
    Más complicada de lo que él había imaginado, por lo que parecía. La calmaría y llegaría al fondo de aquella cuestión.
    -Querida señora Leggit, no suelo compartir tantos secretos con otras personas; de hecho, nunca lo hago. ¿Ve esa caja de latón que hay junto a la puerta? Da al pasillo principal, así que no tiene razón para pensar que está perdida y sola con un desconocido.
    -¡No lo pienso! En absoluto. Pero gracias por tranquilizarme. Sí, ya veo la caja de latón, la que tiene números y campanillas.
    - Sí. Bueno, es parecida a la que usan en las cocinas. Si quiero, me alerta de ciertas cosas. Por ejemplo, de cuándo llega alguien a la puerta principal. A mi abuelo, como ya sabe, le encantaban los secretos. También le encantaba cerciorarse de que los demás no albergaban ninguno que él necesitara conocer.
    -No sé si me habría caído muy bien -dijo Hattie.
    John abrió una rejilla del costado de la caja.
    -Dé las gracias ahora, porque sabremos cuándo llega alguien a casa, y el único posible candidato esta noche es su marido -ella no parecía muy convencida, pero relajó los hombros-. Así que, quizá quiera terminar de hacerme esa proposición... Dígame qué es lo que la preocupa. Con detalle.
    Lo sorprendió retrocediendo hasta una silla y dejándose caer en ella.
    -Por favor, ¿puedo coquetear con usted? ¿Cuando nadie más pueda vernos? Aparte del señor Leggit, por supuesto.
    Leggit debía de ser más retorcido de lo que John había imaginado. Echó a andar por la habitación mientras pensaba en cómo utilizar aquella novedad para su beneficio. Se detuvo, y avanzó hasta que las puntas de sus botas quedaron a escasos centímetros de los zapatos de seda de Hattie.
    -¿Y me lo pregunta porque su marido quiere caerme bien?
    -Sí -murmuró.
    -¿Por qué?
    -Contactos.
    John movió la cabeza.
    -No lo he hecho bien -se apresuró a decir Hattie-. No debía revelar las intenciones de mi marido, pero ¿cómo si no puedo lograr lo que no me sale de forma natural? Espero que mi indiscreción esté a salvo con usted.
    -¿Qué es exactamente lo que no le sale de forma natural? -preguntó John. Hattie contrajo el rostro.
    -No finja no saberlo. No tengo ninguna experiencia en alentar las atenciones de los hombres. El señor Leggit quiere que usted lo incluya en su círculo porque cree que le resultará provechoso. Para sus negocios. Y porque eso lo hará sentirse mucho más importante.
    Se aseguraría, pensó John, de que Leggit se convirtiera en el centro de atención, pero no como él buscaba.
    -¿Y quiere que yo me deje manipular, y que haga el ridículo delante de su marido?
    -Sí... -la incomodidad de Hattie no le produjo ningún placer-. No. No creo que pretenda avergonzarlo. Sólo quiere lo que quiere.
    Pero Leggit no deseaba que nadie más lo supiera. En otras palabras, pensó John, su plan original mejoraba por momentos. El punto flaco de Leggit era su amor propio. Ansiaba reconocimiento, especialmente entre los nobles. La posibilidad de destruir públicamente a aquel hombre se hacía cada vez más real.
    -¿Ama a su marido?
    Hattie elevó unos ojos cargados de tristeza.
    -No deberíamos hablar de cosas íntimas.
    -No, pero me debe algo a cambio de mi colaboración.
    -Tengo poco que ofrecer.
    ¡Eso creía ella!
    - Conteste a mi pregunta.
    -No, no lo amo, pero no es como usted piensa. No me casé con el señor Leggit porque quisiera su fortuna. No me quedó otro remedio.
    -¿Por qué? -si lograba su objetivo sin perjudicarla demasiado, lo haría... si su historia demostraba ser cierta. Al margen de sus protestas, se había casado con él, y había aceptado una vida de comodidades a cambio. Una nueva idea lo tomó por sorpresa-. ¿Cuánto tiempo hace que se casaron?
    -Poco más de un año.
    -¿Qué edad tiene su hijo?
    Hattie se lo quedó mirando.
    -No tengo hijos -se humedeció los labios y se llevó la mano a su escote sonrojado-. Yo no he mencionado ninguno, y el señor Leggit tampoco. ¿Por qué me hace esa pregunta?
    - Estaba buscando un motivo por el que se hubiera visto obligada a casarse con él.
    Hattie se levantó y se puso en jarras.
    -¿Cree que, porque soy de origen humilde, soy una cualquiera? Es usted despreciable.
    -Aun así, quiere tenderme una trampa. No es una cualquiera, como usted dice, pero haría el papel de amante predispuesta estando casada con otro. ¿No la he oído juzgar a las mujeres que hacen esas cosas?
    -Tengo una idea -saltó Hattie-. No hace falta que hagamos nada salvo en presencia del señor Leggit. Y usted podría desairarme. Eso no sería culpa mía, ¿no?
    No sería culpa suya, pero tampoco ocurriría. La idea de que Leggit contribuyera a su propia destrucción era demasiado bonita para ser verdad.
    -Perdóneme por ser brusco con usted -dijo John-. Debía asegurarme de que no existía una razón oculta para esta descabellada sugerencia.
    Tintineó una campanilla.
    -¡El señor Leggit! -el rostro aterrado de Hattie impidió que John siguiera atormentándola-. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo lo haré?
    -No es la puerta principal -John concluyó que la dama jugaba con él, al menos, hasta cierto punto. Estaba convencido de que la había sorprendido mirándolo con interés, y no porque le impresionara el corte de su traje.
    Como para demostrarle que decía la verdad sobre la campanilla que habían oído, la puerta del estudio se abrió, centímetro a centímetro, arrojando un haz de luz pálida procedente del pasillo. Lo primero que vieron fue un pequeño pie asomando por debajo de un camisón blanco. A continuación, el pelo cobrizo de Chloe, suelto y revuelto, seguido del resto de su cara.
    John corrió hacia ella y la levantó en brazos. Las lágrimas que derramaba en silencio le mancharon el cuello de la camisa.
    -Chloe, no pasa nada, pequeña. Estoy seguro de que has tenido una pesadilla, pero el tío John está ahora contigo -la abrazó con fuerza y la meció-. Eres muy valiente por haber venido sola hasta aquí.
    El inglés de Chloe no era bueno. Si contestaba, lo haría en francés, y dudaba que Hattie entendiera algo. La miró con el rostro pegado a la mejilla de Chloe y vio lo preocupada que estaba. Era una mujer inteligente. Sin duda aprendería lo que quisiera con escasa dificultad.
    -¿Qué voy a hacer contigo? -le dijo a Chloe-. Llevarte otra vez a la cama, supongo. Claro que me encanta cuando me abrazas así.
    Y lo abrazaba con fuerza. Se le encogió el corazón por el deseo de arrebatarle su dolor. Había insistido en partir de Francia a bordo de ese condenado barco sólo para ahorrarse la molestia de tratar con una mujer oportunista que se creía despechada. Y, al hacerlo, su primo y su esposa habían perdido la vida, y la infancia de aquella niña se había echado a perder.
    -Tranquila, tranquila -la consoló-. Siempre cuidaré de ti -de eso jamás habría duda. Pese a las vueltas que diera su vida, Chloe estaría bien cuidada. Hallaría la manera de curar aquel corazón roto y de arrancarle el temor que la mantenía en silencio.
    ¿Dónde estaban los padres de Chloe?, se preguntó Hattie. Vio a John con la niña y su corazón se enterneció. En aquellos momentos, no sólo veía su aspecto, el hombre apuesto y seguro de sí, sino la dulzura de su alma. Chloe se fue calmando, pero no soltó a su tío John.
    Otra campanilla tintineó, y alguien llamó con los nudillos a la puerta, en aquella ocasión, una mujer diminuta que llevaba uno de los camisones más horrorosos que Hattie había visto nunca. Hecho de franela marrón salpicada de toscos bordados, la prenda ocultaba por completo la figura de la mujer, aunque no su abundante pelo negro. Si la prenda pretendía camuflar lo encantadora que era no lo lograba.
    Unos lustrosos ojos negros miraron alternativamente al marqués y a Hattie, y aunque la mujer estaría sacando sus propias conclusiones, no los contempló con malicia. Saludó a Hattie con una inclinación de cabeza y dijo:
    -Señor Elliot... Quiero decir, milord. Me engañó haciéndome creer que era una persona tan corriente como Albert y como yo. Debería haber seguido mi instinto. Cuando se quitó la ropa y pude verla bien, vi que era de calidad.
    Hattie disfrutó de la incomodidad que se reflejó en la frente del marqués.
    -Me preguntaste mi nombre y te lo di. Me llamo John Elliot. No veía por qué tenía que mencionar mi título. ¿Qué haces aquí, Nievecilla?
    De modo que así trataba el marqués a las mujeres que ya no deseaba. Hattie dudaba que hubiera sido tan brusco cuando se estaba desnudando delante de la tal Nievecilla.
    Frotando la espalda de Chloe, la recién llegada habló con firmeza.
    -Vi que la señorita Chloe había decidido levantarse de la cama y dar un paseo. Ven aquí, cariño, Nievecilla te llevará otra vez a tu habitación.
    La mujer, que era sorprendentemente fuerte para su aspecto, arrancó a Chloe de los brazos del marqués y se la llevó.
    -Voy a prepararte un poco de leche caliente, pequeña. La leche caliente de Nievecilla es famosa porque relaja a personitas que están disgustadas. Después, me meteré en la cama contigo y te contaré una historia hasta que te duermas.
    -Buena idea -dijo el marqués-. Aunque disfruto de la compañía de Chloe.
    Hattie cruzó su mirada con la de Nievecilla y recibió un gran guiño antes de que ésta saliera con Chloe.
    En cuanto se quedaron solos, el marqués cerró la puerta con llave.
    -Se lo ruego, no ponga cara de que voy a violarla. No tenemos mucho tiempo. Intentemos concluir nuestros asuntos rápidamente. Haga lo que le digo. Colóquese junto a mí como si fuéramos a bajar las escaleras del vestíbulo, y apoye la mano en mi muñeca como si nuestro trato fuera formal.
    -Y es formal -dijo Hattie en tono sombrío.
    -En efecto. Ahora, ladee la cabeza. No, no tanto. Concéntrese. He dicho un poco. Eso es. Ahora, incline ligeramente la cabeza. Bien. Míreme de soslayo y baje las pestañas al tiempo que esboza una sonrisa.
    Hattie intentó seguir las instrucciones, pero con resultado ridículo.
    -No, señora Leggit, no. Siga respirando y mueva la cara. Intenta cautivarme, no romperse el cuello.
    -No puedo...
    -Hágalo otra vez.
    Hattie se enderezó, inspiró hondo, exhaló el aire y volvió a intentarlo. John se relajó.
    -Ya está. ¡Perfecto! Es lo único que tiene que hacer. El señor Leggit nos estará observando y le aseguro que le complacerá.
    -Ay, gracias, gracias. ¿Cómo puedo pagárselo?
    « ¿Hace falta que le diga cómo?».
    -Voy a darle otra sencilla lección en estos asuntos, por si acaso la necesita alguna vez.
    La mirada confiada de Hattie debería avergonzarlo, pero no lo hacía. John le sujetó el brazo. Aunque ella se opuso, le desabrochó el guante y se lo retiró con cuidado.
    -Por favor, no te resistas, Hattie. ¿Puedo llamarte Hattie?
    -Al señor Leggit no le gustará.
    -¿Mientras él no esté presente?
    Ella seguía intentando retirar la muñeca de su mano. -Dudo que volvamos a estar a solas.
    John le abrió la palma de la mano y echó un vistazo a las heridas que ya había visto antes.
    -Son profundas -dijo.
    -No es nada. Fui descuidada con una cosa. -¿Con un ramo de rosas, tal vez?
    Hattie dejó de forcejear pero no lo miraba a los ojos.
    -Rosas amarillas entregadas por un imprudente.
    -Usted sólo quería ser amable. Las sujeté con demasiada fuerza, nada más. Y ya casi estoy curada.
    -Bastardo -dijo, no tan entre dientes como habría querido-. Te lo ha hecho tu marido, ¿verdad? Se puso furioso al ver las rosas, así que hizo que las sujetaras con fuerza hasta que se .te clavaran. No es difícil para alguien más grande y más fuerte que su víctima.
    - Se equivoca -dijo ella con terquedad. Pero no se equivocaba. De eso John no tenía ninguna duda.
    -Mírame, Hattie -la persuadió, y cuando lo hizo, a John se le inflamó el pecho-. Me gusta ver tu cara, sobre todo, desde tan cerca -el abuso de Leggit con su mujer era un incentivo más para hacerlo sufrir. Bajó la mirada de sus suaves ojos a sus húmedos labios, al pecho que ascendía y descendía deprisa, y más abajo. El resultado fue que se le inflamó algo más que el pecho.
    -Has dicho que te gustaría hacer algo por mí -no podía sonreír, ni hacer nada que detuviera la oleada de atracción sexual.
    -Sí -ella entreabrió los labios y, con la punta de la lengua, se los humedeció.
    John la soltó y le puso la mano en el hombro, entre la exigua manga del vestido y el collar de diamantes que llevaba. Y esperó a que ella protestara. No sólo no protestó, sino que se quedó inmóvil, como si estuviera petrificada y hechizada al mismo tiempo.
    Sujetándole la cabeza con las dos manos, acercó su boca a la de ella y se detuvo a escasos milímetros de sus labios, compartiendo su aliento. John se inclinó un poco más, pero ella volvió el rostro enseguida y, en cambio, le besó la mejilla. Percibió la rigidez del cuerpo de Hattie. Se reprimía, pero no se apartaba.
    John levantó la cabeza y esperó a que ella volviera a mirarlo. Cuando lo hizo, vio miedo en sus ojos, pero John le levantó la barbilla y deslizó el pulgar por sus labios.
    Hattie lo miró con expresión confusa pero, como si estuviera experimentando, le acarició el pulgar con la lengua. En aquella ocasión, fue él quien tembló. La deseaba. No sólo sus besos, sino a ella por entero. Creció la evidencia de su erección. La atrajo hacia él y la apretó contra la cresta de sus pantalones.
    El vestido de gasa no era escudo suficiente. Si hubiera dudado de la intensidad de la reacción de Hattie, el rubor de sus mejillas, sus jadeos, habrían sido prueba suficiente.
    Si no paraba, la haría suya en aquellos momentos, allí, sobre la alfombra, y por los estremecimientos de deseo que recorrían a Hattie, su pasión sería salvaje.
    No podía ceder a su propia debilidad, ni a la de ella. Todavía no.
    Se irguió y la miró a los ojos. Las pupilas se habían dilatado, reduciendo el color gris. Deliberadamente, John decidió robar un placer más para él. Con suavidad, le acarició las curvas de los senos por encima del escote del vestido. Hattie profirió una exclamación y cerró los ojos.
    Cuando John abrió las manos, la carne de Hattie las llenaba. Se tomaría otra libertad.
    Se inclinó y deslizó la lengua por la curva superior de cada seno, sintiendo cómo a ella le fallaban las rodillas. Hattie se aferró a su chaqueta con fuerza. John notaba los estremecimientos que recorrían su frágil cuerpo.
    Sin saber cómo, los pezones de Hattie quedaron al descubierto, y estaban contraídos. ¿Cómo podía negarle el placer de tomarlos, uno a uno, dentro de la boca y deslizar la lengua por las puntas, lamiéndolos con fuerza y viendo cómo ella gemía y se dejaba caer en sus brazos?
    La endiablada campanilla volvió a sonar.
    La expresión de Hattie cambió poco a poco y dio paso al pánico.
    -Ése debe de ser el señor Leggit -le dijo John-. ¿Recuerdas lo que te he dicho que hagas?
    Hattie se apoyó en él y John le acarició la espalda y los hombros. Momentáneamente, se dio permiso para abrazarla, con la mano dispuesta en tomo a un seno. Ella estaba insólitamente pasiva.
    -Hattie, ¿te acuerdas?
    -Sí -susurró-. Lo recuerdo todo.
    John no se paró a analizar lo que había querido decir. Tras enderezarse la chaqueta y ajustarse el pañuelo del cuello, la miró con ojo crítico y concluyó que no había nada en su aspecto que delatara lo que acababa de ocurrir entre ellos. Ella bajó la vista y se subió un poco el escote del vestido. John abrió la puerta y le ofreció el brazo.
    Boggs los encontró cuando se dirigían a la planta baja, y anunció al señor Leggit. El mayordomo no intentó ocultar su ávida curiosidad.
    -Gracias -le dijo John, y siguió bajando con Hattie. Los tramos de escaleras les ocuparon varios minutos, pero cuando llegaron al rellano que conducía al vestíbulo, John se detuvo con Hattie a su lado. Leggit se erguía al pie de la escalera, con un semblante demasiado impasible y relajado para haber salido corriendo a resolver asuntos urgentes.
    -Espero que haya resuelto sus asuntos, Leggit - dijo John.
    -Sí, todo ha ido bien, gracias, Granville. Muy bien.
    -Aquí también. Le devuelvo a su encantadora esposa. Ahora -le indicó a Hattie en voz baja.
    Hattie inclinó y ladeó la cabeza, lo miró con ojos entornados y sonrió como si hubiese coqueteado con muchos caballeros de aquella manera. Que él supiera, lo había hecho. Pero ésa no era la cuestión.
    Con una sonrisa que sugería que había olvidado que hubiera otra persona presente aparte de ellos dos, John tomó la mano enguantada de Hattie, se inclinó, y se la besó largamente.

    CAPITULO 11

    Los silbidos irritaban a John; siempre lo habían irritado... ¿no?
    Albert Parker estaba silbando. Solía hacerlo cuando se sentía especialmente contento, como parecía ser el caso aquella mañana.
    -Me duele la cabeza -le informó John.
    -Eso es terrible, milord -dijo Albert con su potente voz, y siguió silbando.
    -Sabes que has hecho mal escribiendo a Nievecilla y ofreciéndole aquí un puesto de niñera, ¿no?
    Albert dejó de cepillar la chaqueta que John pensaba ponerse y enarcó las cejas. Se ajustó las lentes sobre el estrecho puente de su nariz y carraspeó.
    -No quiero discrepar, milord, pero yo no he escrito a Nievecilla para ofrecerle trabajo. Usted lo dijo porque necesitaba explicar su repentina aparición sin que nadie sospechara lo que trama.
    -Gracias, Albert -le espetó John-. Eres muy amable al recordármelo. El perfecto caballero de un caballero, y un hombre de letras. Pero un hombre diestro en tu trabajo aceptaría voluntariamente la responsabilidad de cualquier cosa que exasperara a su patrón.
    -Quién lo iba a decir -repuso Albert-. Entonces, lo anotaré y lo leeré cuando sea diestro -siguió silbando y cepillando la chaqueta negra de John. El negro se adecuaba a su estado de ánimo.
    Vestido con camisa, pantalones y chaleco, John se puso en jarras.
    -¡No muestras respeto! -gritó-. Debería aterrarte la posibilidad de perder tu puesto y, en cambio, me hablas con insolencia.
    -Lo siento, milord -repuso Albert.
    Con expresión pensativa, se bajó las mangas y se abotonó los puños. Tomó su propia chaqueta y se la puso. John se lo quedó mirando, sin saber por qué se aferraba a su malhumor. El pelo claro de Albert, bien peinado, sus lentes y su aire de erudito lo irritaban. Pero no entendía por qué. En cuestión de unas semanas, el jefe toscamente vestido de una banda de contrabandistas se había convertido en un ayuda de cámara discreto. Y tenía una letra excelente, sabía llevar los libros de cuentas, organizaba el día a día de John, y seguía absorbiendo las costumbres de la alta sociedad como un camaleón ambicioso.
    Y no debía olvidar a Nievecilla, esa deslenguada que pretendía que Albert le resultara indispensable mientras se colaba en Worth House con la misma naturalidad que si siempre hubiera vivido allí.
    Manipulación. Interferencias. ¡Mujeres!
    Lo cual lo hizo pensar en Hattie Leggit. Ella no era más que un medio para conseguir un fin, nada más.
    John contempló con cierto anhelo la amplia cama de cortinajes verdes. Era cómoda y en ella dormía bien. Y cuando dormía, olvidaba. Aunque si estuviera en ella con Hattie Leggit, no necesitaría olvidar...
    ¡Rayos y centellas!
    -Creo que tiene compañía -dijo Albert-. Me parece que no ha oído la campanilla.
    -No ha sonado ninguna -le espetó John, volviéndose hacia él.
    -Sí ha sonado, milord, pero estaba gritando.
    -Tengo que terminar de vestirme -dijo John-. Es evidente que el que venía se ha ido. Menos mal.
    Albert carraspeó y señaló con la cabeza el umbral del estudio.
    Con una fatídica sensación, John echó un vistazo y vio a Chloe, acicalada con un vestido rosa y una profusión de lazos del mismo color entre tirabuzones recién hechos. Frunció la frente y la niña parpadeó, como si intentara decidir si se había convertido en algo temible.
    -Buenos días, señorita -dijo John con una sonrisa.
    La pequeña no le devolvió la sonrisa, pero relajó el rostro y avanzó con vacilación hacia él. A unos pocos pasos de distancia, se detuvo y volvió la cabeza. Un golpe de nudillos precedió a la voz de Nievecilla.
    -¿Está visible, milord?
    Por el bien de Chloe, John siguió sonriendo.
    -Pasa, Nievecilla. Todos lo hacen.
    Nievecilla apareció milagrosamente engalanada con un uniforme gris de niñera, un delantal blanco almidonado y un gracioso adorno de encaje blanco en la cabeza. Su presencia no lo tranquilizaba.
    -Albert Parker -dijo-. Me asombras. Creía que tenías más coraje para afrontar cuestiones desagradables pero, como siempre, debo hacerlo yo. Ahora, lleva a la señorita Chloe al escritorio y hazle un dibujo. A ella le gusta.
    La expresión embelesada de Albert sugería que no había oído ni una sola palabra. Contemplaba a su amada con adoración.
    -¡Albert! Haz lo que te digo.
    -Sí, mi amor. Lo haré. ¿Qué era?
    -Tengo asuntos que tratar con el marqués. Dibújale algo a Chloe. Utiliza el escritorio.
    -Por supuesto, flor mía -se inclinó hacia Chloe y la condujo al estudio. Al pasar junto a Nievecilla murmuró- ¿Dibujar? No sé dibujar.
    -Albert, puedes hacer cualquier cosa. Estoy segura de que encontrarás papel en la mesa, y sabes que a Chloe le encantan los gatos. Hazle un dibujo de Azabache.
    -Lo haré, mi amor -se volvió y descubrió que Chloe no se había movido.
    John hincó una rodilla en el suelo ante la niña y le besó la mejilla. No lo sorprendió que ella le rodeara el cuello con sus bracitos y lo estrechara con fuerza.
    -Sé buena, princesa -le dijo en francés-. Albert te hará un dibujo de tu gato negro -redujo la voz a un susurro-. Me alegro de que lo rescataras de las cocinas. Es demasiado sensible para una posición tan humilde.
    Chloe le tocó el rostro con suavidad; después, se volvió hacia Albert.
    Nievecilla se movía por el dormitorio como si fuera lo más natural del mundo. John se colocó detrás de ella, y cuando se dio la vuelta, Nievecilla lo miró. O, mejor dicho, miró los botones de su camisa. Nievecilla levantó la vista hacia su rostro.
    -Siéntese. -susurró-. No pienso romperme el cuello por su culpa.
    -Te estás excediendo -le dijo John-. Pero hasta que descubra que me equivoco confiando en ti, te complaceré... e insistiré en que mejores tus modales en el futuro.
    John se sentó en una silla hindú. No tenía brazos y estaba tapizada en una tela gruesa de color castaño y dorado que parecía una alfombra. Nievecilla se irguió junto a él y, al instante, se inclinó para hablarle al oído. John percibió de nuevo, como había hecho en la casita de campo, su olor dulce y limpio.
    -Ingrato -le dijo-. Sin mi Albert estaría muerto en el fondo del mar, igual que esa preciosa niña -al pensarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.
    -Por favor, no llores -le espetó John-. No tolero a las mujeres lacrimosas.
    -No tolera a las mujeres que se comportan como tales, querrá decir. Esto es lo que tengo que decirle. Me alegré de poder ayudarlo cuando estaba en apuros. Hasta podría ser un buen hombre y espero que lo sea. Ha hecho una buena acción trayendo a Albert a esta casa elegante y dándole una oportunidad, pero eso no significa que pueda hablarle como lo ha hecho esta mañana. Estaba gritando tanto que ni siquiera me oyó llegar con Chloe. Y no crea que no asusta a la pequeña con sus malos modales.
    John le dio un momento o dos antes de preguntar:
    -¿Hemos terminado?
    -Puede que usted sí, yo no. No iba a mencionarlo pero he decidido que es mi deber. La señora Leggit. Sé que era ella la que estaba aquí anoche, a solas con usted. En su dormitorio...
    -Así es, era la señora Leggit, y estábamos solos.
    -Conozco a una buena mujer cuando la veo. Esa señora Leggit es una buena mujer, y no es feliz. Si le hace daño por el odio que siente hacia su marido le... le aseguro que lamentará no haberse ahogado en el Canal.
    El rostro de Nievecilla estaba a sólo unos centímetros del oído de John. Éste volvió el rostro y la miró a los ojos. La miró fijamente. Hinchó las aletas de la nariz y bajó las comisuras de los labios. Por último, enarcó una ceja.
    En lugar de retroceder, Nievecilla se acercó un poco más para decir:
    -La hija de Pick el Carnicero sabe un par de cosas, entre ellas, cómo tratar a los matones -giró en redondo y habló al tiempo que salía de la habitación-. Ahora, llevaré a Chloe a desayunar. Albert, ¡sal con nosotras al pasillo, por favor!
    John oyó a Nathan hablar con Albert y con Nievecilla cuando éstos salieron, y decidió aprovechar su visita para contarle la tragedia acaecida a los padres de Chloe.

    -¿Que Francis y Simonne han muerto? -exclamó Nathan en cuanto John, sin rodeos, le dio la noticia-. Nuestro primo y esa mujer dulce y paciente... ¡Dios mío!
    -No, no -dijo John, moviendo la cabeza una y otra vez-. Te necesito, y te necesito con la cabeza fría.
    Nathan estaba boquiabierto.
    -Puedo actuar solo, pero me gustaría saber que puedo contar contigo si te necesito.
    -Válgame Dios, ¿qué ha ocurrido? Cuéntamelo todo. ¿Y por qué Chloe no habla? Porque no habla, ¿verdad?
    John contestó con la cabeza. Se acercó al carrito de los licores, sirvió dos copas de coñac y le pasó una a Nathan.
    -Lo necesitas -dijo-. Bebe. Empezaré contándote el papel que han jugado Albert y Nievecilla en todo esto -su hermano tenía fama de tomarse la justicia por su mano, con resultados desastrosos-. Son buenos amigos míos y de Chloe. Albert me ayudará en lo que haga falta. Nievecilla es una deslenguada pero tiene buen corazón. Ahora, escúchame... y bebe.
    -No puedo creerlo -murmuró Nathan.
    John movió la cabeza despacio

    -Me siento culpable, aunque no lo sea. Íbamos a partir de Francia un día después del que lo hicimos, pero alguien me comentó que El botín zarpaba un día antes y Francis accedió a adelantar el viaje. Confieso que había tenido un devaneo con cierta encantadora dama. Me había asegurado que estaba soltera, pero se presentó con un marido, dispuesta a chantajearme... o a algo peor.
    -Por eso tuviste tanta prisa por irte -dijo Nathan-. Yo habría hecho lo mismo.
    A John no lo consolaba la comprensión de su hermano.
    -Subimos a bordo de El botín, y resultó que el capitán era un contrabandista que trabajaba para un inglés inhumano. Su parte del botín no le bastaba, así que nos acogió a bordo... por una buena suma.
    Los dos guardaron silencio. Ninguno tocó su coñac.
    -No tenía pensado llevarnos a Inglaterra. Cuando se detuvo para soltar la carga de contrabando, ordenó a un grupo de sus hombres que se deshiciera-de nosotros. No lo vimos venir hasta que no sentimos que el barco se inclinaba y subimos a bordo para ver lo que ocurría. Fue... fue... -las imágenes eran demasiado vívidas. Nathan se acercó a él y le puso un brazo en el hombro.
    -Tómate el tiempo que necesites, hermano. Has sufrido mucho.
    -También ha sufrido Chloe, y ahora, tú. Mataron a Francis de un disparo delante de Simonne y de Chloe, y lo arrojaron por la borda; después, apuntaron a Simonne. Yo eché a correr para intentar impedirlo, pero Simonne se volvió hacia mí, y prácticamente, arrojó a Chloe a mis brazos. Sus últimas palabras fueron: «Sálvala». Después, sufrió el mismo destino que Francis. Yo salté por la borda con Chloe en los brazos al tiempo que arrojaban al agua a Simonne. Había sangre por todas partes.
    -Dios mío -gimió Nathan, y dejó caer la cabeza hacia delante.
    -Al poco conocí a Albert y a Nievecilla. Albert dirigía una banda en uno de los botes que se acercaron a recoger el contrabando. En cuanto tomaron lo que querían, se marchó con los demás, y El botín se perdió entre la niebla. Pensé que era el final, pero Albert Parker dio media vuelta y nos recogió. El y Nievecilla nos pusieron a salvo.
    John terminó la historia explicándole la participación de Leggit como promotor de aquella actividad oscura e ilegal.
    -¡Lo mataré! -«como era de esperar», pensó John. Nathan apuró el coñac y se sirvió otro-. Anoche lo tenías sentado a tu mesa -dejó la copa y se acercó rápidamente a John-. Me dejaste comer con el asesino de mi primo. Voy a darte una paliza. Después, me ocuparé de ese gusano.
    John no tuvo tiempo de soltar la copa antes de que Nathan se abalanzara sobre él. El cristal se hizo añicos, el coñac salió despedido, y Nathan agarró a John por el cuello.
    Con un único movimiento, John levantó los brazos por debajo de los de Nathan para separárselos, y le asestó un puñetazo en la barbilla. Lo sujetó antes de que cayera hacia atrás.
    -Contrólate. Voy a ocuparme de Leggit a mi manera. La cena de anoche era parte de un plan. Francis y Simonne no tenían familia inmediata. Chloe es responsabilidad mía y debo asegurarme de que no se queda otra vez sola por una estupidez.
    Resoplando y sosteniéndose la mandíbula, Nathan se tambaleó. Respiraba ruidosamente, y maldecía cada vez que exhalaba.
    -A veces, el mercenario puede hacer más daño que la caballería -dijo John-. Mata a Leggit y todo se habrá acabado. Sólo se muere una vez. Francis y Simonne merecen una venganza mejor. En cuanto a Chloe, me aseguraré de que ese hombre sufra hasta que desee la muerte. Para ti y para mí, ésta será una prueba de fortaleza. ¿Estás de mi parte?
    -Tendré que pensarlo -Nathan tenía los ojos vidriosos; a causa del alcohol, pensó John.
    -La posesión más preciada de Leggit es su esposa, aunque la humille -John tomó otro sorbo de coñac-. A su edad, y con una esposa joven y hermosa que hace lo que le complace, se siente un hombre fuerte y poderoso. Indómito. Y se infla como un pavo cuando presume de su leal y dócil esposa.
    -Entonces, en lugar de matarlo, quieres seducirla y propagar el rumor entre los amigos de Leggit. ¿Estoy en lo cierto? Quieres que se comente que Leggit es un cornudo. ¿Es ése tu plan?
    John reconoció, con repentina y enloquecedora claridad, que habría hecho bien dejando a un lado sus escrúpulos la noche anterior y haber seducido a Hattie a la primera oportunidad. A aquellas alturas, ya estaría corriendo una tormenta de rumores por todo Bath y todo Londres, y Leggit sería el hazmerreír.
    -Habla -le exigió Nathan-. Harás el sacrificio de yacer con esa mujer, y ya está. No basta, hermano, ni mucho menos.
    -No -reconoció John-. No bastará.
    Nathan lo miró con aspereza y John se dio la vuelta. No había pretendido insinuar que disfrutaría acostándose con Hattie muchas veces.
    -Quería decir que lo que planeo será peor que una muerte lenta paraleggit -deseaba disfrutar de los favores de Hattie Leggit e iba a hacerlo, y si ocurría en más de una ocasión, no tendría por qué no ser placentero.
    -Eres el cabeza de familia -dijo Nathan-. Seguiré tus instrucciones, aunque no sé qué papel quieres que juegue en esto.
    -Me ayudarás a lisonjear a Leggit hasta que lo abrume su nueva posición en la alta sociedad.
    -Y durante ese tiempo, tú...
    -Haré de la señora Leggit mi amante.
    No le contó a Nathan lo que Hattie le había confiado sobre su matrimonio, aunque no entendía muy bien qué lo detenía.


    CAPITULO 12
    Su dinero, pensó Hattie, no estaba a salvo en Leggit Hall. El señor Leggit era lo bastante perverso para ordenar que registraran sus habitaciones, en particular desde el ataque de ira que había sufrido porque ella había seguido al pie de la letra sus indicaciones en Worth House. Encontraría un nuevo escondite para el tesoro con el que pensaba ayudar a sus padres cuando ideara la manera de escapar de su marido.
    -Esta mañana no parece usted misma, señora Leggit -dijo Bea-. He hablado con Merna y va a traerle una bandeja. El señor Leggit se ha puesto hecho una furia porque no ha bajado a desayunar.
    -Mírame, Bea -le dijo Hattie a su doncella-. Gracias. No suelo decirte cuánto aprecio tu amabilidad y lealtad, pero te lo digo ahora.
    -No, no -Bea movió la cabeza, y algunos mechones de su lustroso pelo castaño empezaron a escapar de su gorra blanca-. Cualquier chica estaría encantada de ser su doncella. Y agradecida. Usted sí que es buena conmigo -a pesar de sus continuos esfuerzos, Bea nunca lograba estar impecable. Hattie, envuelta en una hermosa bata blanca con bordados y un camisón, estaba sentada en el sillón de terciopelo de color rosa palo que consideraba su refugio.
    -Señora Leggit -dijo Bea, sonrojándose-. Si alguna vez puedo hacer algo por usted, lo que sea, sólo tiene que pedírmelo. Y soy de las que cumplen su palabra -se recogió los mechones caídos-. Espero no parecer irrespetuosa cuando digo que, aunque es el señor Leggit quien me paga, trabajo para usted. Me preocupo por usted, señora Leggit. Es la mujer más valiente que he conocido.
    A sus veintiún años, Hattie no era mucho mayor que Bea, salvo por ciertas experiencias que no le deseaba a su doncella. Impulsivamente, Hattie abrió los brazos, y Bea vaciló antes de estrecharla con entusiasmo.
    Llamaron a la puerta y Merna entró con la bandeja del desayuno. En su rostro se reflejaba su enojo por la tarea.
    -Aquí tiene -dijo, y se dispuso a colocarla a los pies de la cama de Hattie.
    -Aquí, si haces el favor -dijo Bea-. Pásamela -sonrió pero recibió una mirada de contrariedad de Merna.
    Se abrió la puerta que comunicaba el vestidor del señor Leggit con el dormitorio de Hattie, y Leggit hizo acto de presencia. Junto con su pésimo humor.
    -Tú -dijo, señalando a Bea-. Fuera. Enseguida -Bea, sosteniendo la bandeja del desayuno, no sabía qué hacer-. Dásela a Merna -dijo el señor Leggit-. Rápido.
    Con la cabeza gacha y sin atreverse a mirar directamente a Hattie, Bea obedeció y salió en silencio de la habitación. Hattie contempló los ojos inyectados en sangre y el rostro hinchado de su marido y le sonrió. Este frunció el ceño.
    -Merna, deja la bandeja donde la señora Leggit pueda desayunar.
    La doncella se comportaba como si la orden que había recibido fuera humillante, y avanzó hasta dejarla sobre el regazo de Hattie.
    -Me alegro de que estés aquí, Merna -dijo el señor Leggit-. Quiero que tomes nota de ciertas instrucciones. Son tremendamente importantes.
    Hattie había descubierto que el señor Leggit daba su aprobación final a todos los criados a los que contrataba. Con ciertas excepciones, los hombres eran jóvenes, recios, y las mujeres tenían algunos atributos en común: rostros bonitos y a menudo petulantes, pechos abundantes y traseros redondeados. Voluptuosas, sería la descripción apropiada. La mayoría de ellas adulaban al señor Leggit y trataban a Hattie con forzada deferencia.
    En cuanto soltó la bandeja en las rodillas de Hattie, Merna se puso en pie y sonrió a su patrón.
    -Vamos a celebrar una gala de baños -le dijo-. Una gala muy especial -no hizo ademán de disimular un guiño.
    -Lo entiendo, señor Leggit. Estése tranquilo, cumpliremos con nuestro deber. Iré a hablar con Crispín y con Bartholomew enseguida. Estoy segura de que se lo comunicarán al señor Smythe. ¿Ha pensado ya en una fecha, señor?
    -El próximo sábado.
    -Pero... -empezó a decir Merna con el ceño fruncido.
    -Sí, será dentro de muy pocos días. Ya es tarde para enviar las invitaciones con la debida antelación. Pero vendrán todas las personas a las que deseo reunir, aunque tengan que liberarse de otro compromiso. Tendréis que trabajar más de la cuenta, porque en ciertos círculos esta fiesta será recordada en el futuro. Nada de rumorear sobre esto, ¿entendido?
    -No, señor. Puede confiar en mí -Merna hizo una reverencia y se marchó rápidamente.
    Hattie contempló la comida que tenía delante con escaso interés. Escogió un panecillo salpicado de azúcar y dio un mordisco.
    -Espero que aprecies la consideración que te mostré anoche -dijo su marido-. Sabía que estabas exhausta, así que postergué esta conversación hasta esta mañana.
    Aunque hubiera tenido la consideración de no decir nada, las miradas malévolas de Leggit durante el trayecto de regreso a Leggit Hall, y la forma en que se alejó de ella cuando llegaron a casa, evidenciaban su furia. De todas formas, Hattie seguía agotada. Se había despertado muchas veces, y había pasado la noche recordando cada detalle de lo ocurrido con el marqués de Granville: la cena, la conversación, el comportamiento del marqués... Y, mientras daba vueltas en la cama, se le había ocurrido un plan maravilloso.
    -Te he hablado, Hattie.
    -Sí. Gracias.
    El señor Leggit acercó una silla y ella pudo oler los perfumes que empleaba para no bañarse. No creía en el aseo excesivo. Era malo para la piel, le había dicho.
    En lugar de consolarla, su sonrisa la alertó de que debía prepararse para algo desagradable.
    -Mermelada -dijo, examinando el contenido de la bandeja-. Sé que te encanta -sirvió un poco en el plato, tomó una tostada triangular y la untó rápidamente. Se la acercó a Hattie a la boca-. Hemos estado enemistados mucho tiempo, Hattie. Déjame que cambie eso. Da un mordisco, mi amor.
    ¿Qué plan tendría? ¿Qué seguiría a aquella repulsiva muestra de atención? Hattie dio un mordisco a la tostada. La mermelada le sabía a salmuera, y se preguntó si podría digerirla.
    -He estado pensando en ti, querida, y en la oportunidad que tenemos de disfrutar de una gran felicidad -Leggit paseó la mirada por el dormitorio-. ¿Te agradan tus habitaciones? ¿Los colores? Podemos cambiarlos, ¿sabes? Si hay algo que me sobra es dinero. Puedes tener lo que quieras; lo único que debes hacer es decirlo.
    En cuanto tragó el bocado, y antes de que él la obligara a tomar más, Hattie dijo:
    -Es la habitación más hermosa que he visto nunca, y mi boudoir me hace tan feliz que me río cada vez que entro.
    A decir verdad, las habitaciones eran bonitas. Unos cortinajes de color verde y rosa adornaban la cama con dosel. Una exquisita meridiana que el señor Leggit había sacado de un palacio francés, presidía el boudoir contiguo. Allí, hasta los azulejos de la chimenea hacían juego con los querubines de color azul y plata de la tapicería.
    El señor Leggit la observaba con tanta atención que a Hattie se le humedeció la frente.
    -Gracias por todo lo que ha hecho por mí y por mis padres -dijo.
    Hattie no se sorprendió cuando Leggit desvió la mirada. Cualquier mención a Tom y a Alice Wall le recordaba que había comprado a su esposa con un ardid cruel y perverso. Hattie no quería que creyera que a ella se le había olvidado.
    Leggit carraspeó y se metió la mano en uno de los abultados bolsillos de la levita de color rojo que llevaba sobre un chaleco verde con bordados y unos pantalones a franjas.
    -Esto es para ti -dijo, y extrajo un estuche de terciopelo-. Lo estaba reservando para el momento más oportuno, y por fin ha llegado.
    Observó la reacción de Hattie, y ésta juntó las palmas fingiendo expectación. Si no le costara tanto reunir el dinero suficiente para pagar las deudas de sus padres... Pero le costaba, por eso contaba con el seductor Granville.
    El señor Leggit le acercó el estuche al oído y lo movió.
    -¿Qué crees que es? -preguntó, acercando su rostro al de ella-. Adivínalo.
    -Ay, no puedo.
    -No importa. Quiero que cada vez estemos más unidos, querida. Y quiero que empieces a llamarme Bernard... cuando estemos a solas. Como yo te llamo Hattie.
    Sabía que era valiente pero, en aquella ocasión, Leggit empezaba a asustarla.
    -Sí... Bernard -dijo.
    -Bien -los labios húmedos de Leggit descendieron sobre los de ella, y padeció su presión dolorosa y la ausencia de finura. Leggit retiró la cara-. Ahora, dime si el marqués te besó así.
    Hattie todavía sentía el sabor rancio de Leggit en la boca, pero se recompuso y fingió quedarse horrorizada.
    -¿El marqués? -Granville podía ser culpable de muchas cosas, pero de besarla como el señor Leggit, no-. Es una broma cruel, señor... Bernard. ¿Por qué eres tan amable y luego me sugieres una cosa así? Como si un hombre de su posición impusiera sus atenciones a una mujer casada. Además, podría tener a cualquier joven casadera que quisiera.
    -Hattie, querida, los hombres de su posición no hacen más que imponer sus atenciones a las mujeres casadas. Es la moda entre los suyos. De hecho, muchas mujeres aristocráticas desean contraer matrimonio, en parte, porque así tienen más libertad para abrirse de piernas con los hombres que se les antojan.
    Le repugnaba su lenguaje vulgar, aunque ella ya conocía las costumbres de la alta sociedad. Al principio, el comportamiento del marqués le había parecido ultrajante, pero durante la noche, había recordado precisamente aquellas supuestas convenciones sexuales a las que Leggit se refería.
    -Y otra cosa, Hattie. ¿Crees que un hombre de mi posición escogería a una esposa que no fuera la criatura más irresistible que ha visto nunca?
    Sonreír como si lo que le decía la complaciera era una de las cosas que más le costaban, pero le sonrió en aquellos momentos. Y pensó en cómo había conseguido su mano en matrimonio. Había amenazado con exigir el pago de los préstamos que, prácticamente, había obligado a aceptar a los padres de Hattie, si ésta no lo aceptaba. Ellos no tenían manera saldar la deuda, y Hattie les había desobedecido accediendo a ser la esposa de Leggit.
    -¿Quieres decir que Granville no te besó anoche? -le preguntó el señor Leggit.
    -No soporto que pienses tan mal de mí.
    -Mmm... Supongo que podría estar equivocado. Pero quiere besarte, sin duda -sonrió de forma pedante y calculadora-. Quiere hacer muchas cosas con mi esposa. Lo vi por la manera en que te besó la mano anoche.
    -¡Cielos! -Hattie logró mostrarse angustiada-. Y te disgustó mucho, así que no debo acercarme a él otra vez -contuvo el aliento por temor a que Leggit accediera.
    -Bueno, no nos precipitemos. Eres mía y soy un hombre celoso, nada más. Vamos a seguir adelante con el plan, pero quería estar seguro de tu lealtad, y lo estoy.
    -Gracias -con el tiempo, le daría motivos para lamentar sus palabras.
    -No he sido tan paciente contigo como debería. Eres joven e inocente, y al contrario que la mayoría de las damas de alta sociedad, no te han enseñado las artes femeninas de excitar a un hombre. Ésa es la única razón por la que... no hemos... ya sabes. Pero aprenderás. Mi matasanos es un hombre sensato, y me ayudará a cerciorarme de que cumples con tus obligaciones como es debido.
    -¿Como es debido? -Hattie no había tenido intención de replicar.
    -Pobrecita -le abrió el frente de la bata e introdujo dentro la mano-. Como eres de origen humilde, no sabes cómo encender y enardecer a un caballero - tomó un seno en la mano y lo levantó para que apareciera por encima del escote, después le abrió la bata y el camisón hasta la cintura-. Hay muchos hombres que me envidian estos exquisitos globos, incluido Granville. Quizá tengas que soportar que te manosee un poco, pero será por una buena causa, nuestra fortuna, y siempre que pienses que soy yo quien te toca, no estarás cometiendo ningún pecado, sino obedeciendo a tu marido.
    Hattie se retorció bajo su ávida mirada, pero la irreverencia la dominó. Quería, más que nada, burlarse de la idea de que pensaría en Leggit si el marqués la estuviera acariciando. Se cubrió la cara. Como esposa que era, sólo cierta perversión de su carácter podía hacerla desear que aquello ocurriera.
    -Vamos, vamos -dijo el señor Leggit-. No te tortures. Todo saldrá bien, y vamos a sacarle a Granville lo que queremos. También, antes de lo que imaginas, estarás esperando un hijo mío -levantó una mano-. Pero no te presionaré. Hay tiempo de sobra.
    -Lo que tú digas, Bernard.
    -Hice bien en casarme contigo. Eres una buena compañera, y no tardarás en corregir la vacilación que has traído aquí -se dio una palmada entre las piernas y se bajó los pantalones hasta su miembro. Hattie se sonrojó y desvió la mirada-. Eres tan ingenua... -dijo Leggit-. El próximo sábado asistirás a la gala. Será instructiva.
    -No puedo -balbució antes de poder contenerse-. Quiero decir, que nunca querías que asistiera, y me dan miedo, hay mucho alboroto. A veces oigo el ruido desde mi habitación.
    -No te preocupes por los demás -dijo Leggit, complacido consigo mismo-. Si no me equivoco, Granville asistirá, y sólo porque querrá pasar más tiempo contigo.
    -Cielos -dijo Hattie y, en aquella ocasión no le avergonzó la expectación que sentía.
    -Lo único que debes recordar es que cuando estéis a solas, debe ser donde nadie pueda sorprenderos. Ya he urdido un plan perfecto para conseguirlo.
    -Sí, Bernard -fue lo único que Hattie se atrevía a decir.
    -No necesito advertirte que no debes permitirle hacer nada indebido.
    Hattie deseó poder cubrirse.
    -Me has dicho que tendría que sufrir sus caricias, y que si lo hace debo pensar en ti.
    Leggit enrojeció.
    -Eso es. Me refiero a lo otro, a lo que con el tiempo me entregarás a mí y sólo a mí.
    Se refería a lo que, en varias ocasiones, había intentado hacer con ella entrando en su cuarto por la noche. Hattie bajó la vista.
    -Por supuesto, Bernard -habrían hecho eso tan horrible si algo en ella no hubiera provocado flacidez en él. Al menos, podía dar las gracias porque sólo había ido a su cama en la oscuridad, y no había tenido que ver la frustración de Leggit
    La recompensó con otro largo beso, tras lo cual abrió el estuche de terciopelo.
    -Para ti, querida esposa. Un anticipo porque vas a ser la madre de mis hijos -frunció el ceño-. Y tal vez, hasta de una hija.
    El brillo de las piedras preciosas que descansaban dentro del estuche cegaba a Hattie.
    -¡Un collar de diamantes! -dijo, aunque había estado a punto de exclamar: «¡otro collar de diamantes!».
    Leggit rompió a reír.
    -No es un collar -sacó la reluciente joya y se la colocó sobre la cabeza, dejando que el diamante de mayor tamaño adornara el centro de la frente de Hattie-. Irresistible. Claro que tú harías cualquier cosa irresistible.
    Momento a momento, el temor le iba contrayendo la boca del estómago. Los hombres de la edad de Leggit no cambiaban de naturaleza. Todo lo que decía era parte de una estratagema para lograr su objetivo.
    Leggit se levantó y tomó un espejo del tocador de Hattie.
    -¿Qué te parece?
    -Es precioso -le dijo con sinceridad-. Gracias.
    -Sí. Muy bien. Te lo pondrás para la gala. Hay quienes me maldicen por dar ideas caras a sus esposas -volvió a sentarse y entrelazó las manos sobre el vientre-. O a sus cortesanas.
    -Gracias -repitió Hattie, preguntándose si podría convertir aquella valiosa baratija en algo de dinero.
    -Éste ha sido un encuentro delicioso -dijo Leggit, y volvió a levantarse-. Espero impaciente muchos más - se inclinó para lamer las puntas de sus senos desnudos y ella estuvo a punto de empujarlo.
    Cuando volvió a enderezarse, Leggit se palpó en ese lugar en que Hattie no quería pensar. Se palpó a un lado a otro y estrujó su cosa. Parecía complacido.
    -Muy ingenioso, ese matasanos. Si no siento cierta mejoría, es que no soy el mejor hombre de Bath. Al cuerno con Bath... ¡de toda Inglaterra!

    CAPITULO 13
    John bajó la cabeza para resguardarse los ojos de los rayos del sol y de la aspereza del viento y escudriñó la calle. El caballo que montaba, un buen ejemplar, obedeció su repentino cambio de dirección hacia Barton Fields sin rechistar.
    Al regresar a casa, corría un riesgo.
    Llevaba toda la mañana escondido entre unos árboles para observar las idas y venidas en Leggit Hall. Debía ver a Hattie Leggit, impedir que levantara un muro de resistencia contra él. John sabía muy bien que, al mostrar su interés por ella delante de Leggit, había contradicho los deseos de la dama y, muy posiblemente, había puesto en peligro su confianza en él.
    No hacía mucho, había visto salir a Hattie y a una mujer que debía de ser su acompañante de Leggit Hall en un carruaje que emprendió el camino hacia el centro de Bath. John había esperado el tiempo justo para seguirlo de cerca.
    Seguramente, era un idiota por suponer que Hattie se dirigía a Worth House, o que esa visita lo beneficiaría.
    Desde luego, el carruaje avanzaba en esa dirección, y era crucial que llegara a su casa antes que Hattie. Por eso, había decidido tomar un atajo por Barton Fields. Pensaba saludar a Hattie antes de que llamara a la puerta e inventarse una excusa, como la de enseñarle una flor especialmente hermosa, para llevarla a los jardines.
    Su montura cambió el golpe sólido de los cascos sobre la hierba y la tierra por el ensordecedor estrépito de una calle pavimentada. John se inclinó sobre el cuello del animal y lo hostigó, sin dejar de mirar en la dirección por la que aparecería el carruaje. Todavía no había ni rastro de él.
    Cuando llegó a la senda que conducía a los establos de la parte posterior de la casa, se preguntó si su hermosa presa estaría probándose sombreros o escogiendo pastelillos en un salón de té. Un mozo de cuadra corrió a hacerse cargo de la montura. John recorrió a pie el costado de Worth House, quitándose los guantes mientras avanzaba. Maldición. No quería dar la sensación de que había estado paseando y oliendo las endiabladas flores. Corrió hacia el cobertizo de herramientas y se alegró al no encontrar a nadie dentro. Dejó los guantes en un banco, se quitó la chaqueta, la enrolló y la dejó encima. Se dejó el sombrero puesto y se remangó la camisa mientras regresaba a la senda de piedra y continuaba su camino hacia la fachada.
    No había ningún carruaje delante de la casa.
    Con fuertes tirones, se soltó el pañuelo del cuello y se lo dejó colgando. De todas formas, hacía demasiado calor para llevarlo.
    Oyó que la puerta se abría y, momentos después, Nathan salió a su encuentro. John fingió estudiar las hojas de una hortensia.
    -Ya veo que te has aficionado a la jardinería - comentó Nathan. Aquella mañana lucía una levita azul con botones dorados, unos pantalones de ante ajustados y botas altas. John sonrió y elevó la vista al cielo, como si disfrutara de los dulces aromas de la primavera.
    -Me he aficionado bastante a las cosas naturales, sí -y lanzó una mirada hacia el camino de entrada.
    -¿Esperas a alguien? -le preguntó su hermano.
    -En realidad, sí. Y podrías ayudarme si vienen. Me gustaría separar a Hattie Leggit de la señora con la que viaja. Le diré que quiero enseñarle algo en el jardín. ¿Te comportarías como si mi idea no tuviera nada de particular y entrarías con su acompañante?
    -Se me olvidó preguntarte hasta dónde llegó anoche esa fresca -preguntó Nathan-. Imagino que hasta el cielo.
    John sofocó un impulso ridículo e inexplicable de aplastarle la nariz a su hermano.
    -No, no ocurrió -dijo, aunque, de todas formas, era su objetivo final.
    Contempló el hermoso perfil de su hermano.
    -Sabes que no soy partidario de tu plan. En realidad, no. Deberíamos resolver este asunto rápidamente, y eso significa deshacernos de Leggit.
    -Vivir con la vergüenza de ser un cornudo será peor que la muerte para ese canalla arrogante -dijo John-. En la ciudad se rumorea que debe de ser un amante consumado para mantener a una mujer como ella colgada de su brazo y mirándolo con adoración. Ese gusano jactancioso vive para el qué dirán.
    -¿No has pensado que quizá pueda estar enamorada de él? En el mundo ocurren cosas extrañas.
    -Creo que es más probable que lo tema y que haga lo que debe para complacerlo.
    Nathan encogió los hombros y arrancó una rosa anaranjada para prendérsela en la solapa.
    -En ese caso, le estaríamos haciendo un favor dejándola viuda y rica.
    -A mí no me basta -dijo John. Se pasó las manos por el pelo y dio gracias por la brisa que lo refrescaba. Desde la noche de la muerte de Francis y de Simonne, no había experimentado un solo momento de paz, y su acuciante deseo de venganza le calentaba la sangre.
    -¿Te has parado a pensar en lo que le ocurrirá a Hattie cuando logres tu objetivo? No pensarás que Leggit permitirá que os paseéis juntos por Bath, ¿verdad?
    John lo había pensado, seguía pensándolo día tras día.
    -Me aseguraré de ponerla a salvo.
    -No tendrá futuro, salvo como la amante de un hombre, y tendrá una vejez pobre -señaló Nathan.
    -Te he dicho que la mantendré a salvo. Ella no comparte la culpa de Leggit. Pero eso es otro tema. Ahora, si viene Hattie, ¿me ayudarás?
    -Creo que ese magnífico carruaje gris que aparece por la curva podría ser tu presa -dijo Nathan.
    John siguió la mirada de Nathan y, cómo no, vio aparecer el carruaje de Hattie.
    -Han tardado mucho en venir -masculló.
    -Vaya. ¿Tienes prisa por ver a la dama? -dijo Nathan sin apenas mover los labios-. Ten cuidado, querido hermano. Leggit no es ningún caballero y ese puede ser tu fin -le dio una palmada a John en el hombro para contener sus protestas-. Haré lo que me pides. Ya sabes que estoy unido a ti por respeto y por sangre.
    John no tuvo tiempo de responder, porque el carruaje se detuvo a sólo unos metros de distancia. El cochero se apeó y ayudó a bajar a una mujer rubia vestida de negro. Esta se enderezó el sombrero y se dispuso a avanzar hacia la casa.
    -Buenos días -la saludó John-. ¿Podemos ayudarla en algo?
    La mujer se dio la vuelta y John vio un rostro elegante.
    - Soy Silvia Dobbin. Vengo con mi señora, Hattie Leggit. Confía en poder visitar a las señoritas Worth.
    «¿En serio?», pensó en John.
    -A mis tías les encantará verla- dijo-. Y a usted, por supuesto. Soy el marqués de Granville y éste es mi hermano, el conde de Blackburn. Permítanos que la acompañemos dentro -le habló a su hermano en un murmullo-. Vamos, Nathan. Podemos hacerlo.
    Hattie salió del carruaje, pero no vio a John en un primer momento. Permaneció inmóvil, con las franjas suaves de su chaqueta y vestido refulgiendo a la luz del sol. El sombrero, decorado con flores que combinaban con el vestido, ocultaba todo su rostro salvo por la barbilla. Los tirabuzones de color castaño claro, con vetas rubias y rojas, le acariciaban el cuello.
    Su complexión menuda no le impedía mantenerse erguida. John se permitió el lujo de estudiar rápidamente su figura. Arrebatadora.
    -Por el amor de Dios, John -murmuró Nathan-. Despierta y deja de engullirla con los ojos.
    -Sí -repuso John, y recordó cuál era su verdadero objetivo con aquella mujer-. Buenos días, señora Leggit. Es muy amable al visitamos.
    Hattie giró hacia él y se ruborizó. John dudaba que llegara a olvidar, pese a lo larga o corta que fuera su vida, sus insondables ojos grises.
    -He venido a visitar a sus tías -dijo con una dulce sonrisa-. En realidad, tengo varios encargos, pero quería darle las gracias a usted y a su familia por su generosidad de anoche. He traído una nota -Hattie llevaba una cesta con lazos de seda malva y de ésta sacó un sobre.
    -Es usted muy amable -le dijo-. El placer ha sido todo nuestro, ¿verdad, Nathan?
    Con sus modales más galantes, Nathan hizo una pequeña reverencia:
    -Esta vieja casa no suele tener el honor de recibir a una hermosa dama -dijo.
    -Cuidado -masculló John. Continuó en voz alta-. ¡Señora Leggit! Tengo algo que me gustaría enseñarle. Como sé que le encantan las flores, sé que querrá verlo.
    La mujer de negro se acercó al instante a su señora para cumplir con su deber de centinela.
    -Venga, señora Dobbin -Nathan le ofreció el brazo a la dama, quien lo aceptó con cierta vacilación-. Mis tías pasan mucho tiempo solas. Les encantará tener compañía.
    Hattie frunció sus bonitas cejas, indecisa, pero John hundió las manos en los bolsillos de los pantalones y sonrió de forma tan amigable que ella se relajó visiblemente.
    -Un momento -dijo, y sacó otro sobre de la cesta, que entregó a su compañera-. Señora Dobbin, por favor, pase y presente mis disculpas. Llegaré enseguida, y preferiría que no ofreciera mi pequeño tributo hasta que yo no esté presente.
    La señora Dobbin no estaba muy conforme, pero entró con Nathan.
    Sujetando con fuerza la cesta, Hattie avanzó despacio hacia el marqués, con el corazón latiéndole con más fuerza con cada paso. El estado de semidesnudez de Granville la desconcertaba. El chaleco de color gris oscuro se adhería a su pecho, y las mangas remangadas dejaban al descubierto unos antebrazos musculosos salpicados de vello oscuro.
    -Estoy encantado de verla -le dijo-. Más de lo que se imagina.
    Su rostro delgado y llamativamente hermoso, y los ojos, tan azules, le daban la bienvenida. Parecía alegrarse de tenerla allí. Pero, claro, era lo que ella quería, ¿no? ¿Durante cuánto tiempo lo alentaría? ¿Cuándo llegaría el momento de amenazar al señor Leggit con revelarle al mundo que tenía un amante y con aludir a su incapacidad de hacerla realmente su esposa?
    -Hola, rayo de sol -dijo el marqués con una suave sonrisa-. Me gustaría darte la mano, pero sé que no debo.
    Hattie tenía el corazón desbocado.
    -Ha dicho que quería enseñarme algo.
    -Es verdad -la miró a la cara durante largo tiempo, con temeridad-. No he dejado de pensar en ti desde anoche. No he pegado ojo.
    -Yo tampoco -Hattie cerró los ojos y bajó la cabeza. ¿Cómo se le podía haber escapado aquello?
    -Gracias -le dijo él en voz baja-. Por favor, no te avergüences de tu sinceridad. Me has hecho un regalo y te lo agradezco. Ahora, sígueme, si quieres.
    Hattie abrió los ojos y descubrió que Granville había echado a andar por una senda de piedra que conducía a un costado de la casa. Hattie lo siguió, incapaz de arrancar la mirada de su amplia espalda y estrechas caderas. El sol le había tostado la nuca, y el cuello de la camisa era de un blanco cegador. El marqués tenía unos andares firmes, y reparó en el movimiento de los músculos de sus sólidas piernas.
    -Ya hemos llegado -dijo-. No me diga que éstas no son las flores de color más vivo que ha visto nunca.
    Hattie se reunió con él en un lugar donde el muro de la casa se metía hacia dentro para formar un pequeño patio cuajado de tiestos con flores. Le estaba enseñando unas rosas rojas con motas amarillas en el centro.
    -Es una lástima que estén escondidas aquí - comentó Hattie, sin pensar que podía resultar una grosería-. Quiero decir...
    -Tienes razón. Casi nadie se fija en ellas -la interrumpió John. Le tendió una mano y Hattie miró alrededor, temiendo que alguien pudiera verlos.
    -Estamos solos -dijo John en voz baja-. No tenemos mucho tiempo, porque las tías y tu acompañante te están echando en falta, pero permíteme que te enseñe lo que te prometí anoche.
    Se sacó unas llaves del bolsillo, esperó a que ella le diera la mano, y la condujo hacia un rincón del patio oculto tras un acebo.
    -Esto no es buena idea, milord -dijo Hattie-. Seguro que puede enseñarme estas cosas sin poner en peligro... en fin, es arriesgado.
    -No, no lo es. No lo permitiría si lo fuera.
    Tras el acebo quedaba oculta una puerta de madera gastada que se abrió cuando John insertó una de las llaves. Hizo pasar a Hattie y ésta vio un tramo de escaleras, después, un rellano del que partían otras escaleras hacia la izquierda.
    -Quiero volver -declaró.
    El rápido beso de John en la comisura del labio, y otro en la punta de la nariz, le produjeron un hormigueo en la piel, y Hattie lo siguió, subiendo a paso rápido varios tramos de escaleras hasta uno que reconocía.
    -¿Sabes dónde estamos? -le preguntó, y encendió la vela de una palmatoria de la pared.
    -Delante de la puerta secreta que da al salón de baile... y a sus habitaciones.
    Correcto -sacó otras dos llaves y se las plantó en la mano-. Una es de la puerta de fuera, la otra de ésta. Ya sabes cómo encontrarme. Si alguna vez me necesitas, por cualquier motivo, acude a mí al instante.
    Hattie se llevó una mano al pecho.
    -¿Por qué iba a necesitar acudir a usted?
    -No lo sé, pero ¿qué mal puede haber en saber que tienes un amigo que te protegerá en cualquier circunstancia?
    Hattie se quedó pensativa. - Ninguno, supongo.
    -Y si me permites la osadía -dijo el marqués-.
    Podrían existir otros motivos para que quisieras venir aquí. Si te apeteciera.
    De nuevo, Hattie se recordó que le estaba ofreciendo exactamente lo que ella deseaba. La dificultad podría ser mantenerlo satisfecho con encuentros íntimos que no incluyeran lo otro. Ocurriera lo que ocurriese, no pretendía hacer lo que, al parecer, su marido no podía... en especial, cuando ni siquiera sabía si a ella le agradaría. Asintió.
    -Sí. Gracias, milord. Es usted generoso por ofrecerme su amistad. Vivimos en un mundo incierto y la vida no siempre es fácil.
    Granville le acarició la mejilla con el dorso de un dedo y acercó el pulgar a su labio inferior.
    -¿Por qué no me cuentas exactamente lo que quieres decir con eso?
    Ella lo negó con la cabeza.
    -No quería decir nada. Sólo estaba divagando. A veces, lo hago. Me han dicho que tiendo a ser melodramática.
    -Lo dudo -le dijo John, y le rodeó la cintura con el brazo para atraerla hacia él-. Eres una mujer sensata, Hattie, pero yo creo que hay algo que te preocupa. Por eso debes guardar la llave... por si acaso necesitas mi ayuda. Y si no me encuentras cuando vengas, espérame.
    Cuando Hattie se atrevió a mirarlo a la cara, él la puso de puntillas y la besó con fuerza en los labios. John respiraba con dificultad, y un sonido, mitad lamento, mitad gemido, brotó de su garganta.
    Hattie no quería pensar. Tras sus reacciones torpes de la noche anterior, la intrigaba que Granville siguiera seduciéndola como si ella lo hubiese alentado. Le acarició el torso y le devolvió el beso con todas sus fuerzas. John le puso las manos en los costados, con los pulgares por debajo de los senos.
    -Sabes que me siento atraído por ti -susurró John junto a su boca.
    -No debería.
    John levantó el rostro y la miró.
    -¿Quieres decir que no te atraigo?
    -En absoluto.
    John rió, y ella le dio un golpecito juguetón de reproche.
    -Pero, por lo menos, podemos ser amigos.
    -Sí -le dijo Hattie, y él la volvió a besar.
    John se detuvo de forma repentina y apoyó la frente en la de Hattie.
    -No eres tonta, Hattie. No voy a mentirte sobre lo que deseo, pero no te presionaré.
    Hattie se apartó de él a regañadientes, pero inclinó la cabeza y le puso una mano en la mandíbula.
    -Es un hombre muy apasionado, milord, pero por encima de todo, es un buen hombre. Creo que no deberíamos avergonzarnos de las emociones sinceras. Por favor, debemos irnos ya -se cercioró de que la viera guardar las llaves en el bolsito.
    -Por supuesto. ¿Son esas cartas para mí? Quizá debas dármelas antes de que se arruguen demasiado y ya no se puedan leer.
    Hattie intentó, sin mucho éxito, alisar los sobres, y se los entregó.
    -Los leeré fuera, donde podrán vernos caminar inocentemente desde cualquier ventana de la casa.
    -No somos inocentes -murmuró Hattie. El marqués se detuvo justo cuando iba a apagar la vela.
    -Quizá debas aprender que, en ciertos círculos, la gente ve lo que quiere ver. Eso los lleva a pensar lo que quieren pensar.
    Nuevamente en los jardines, el marqués arrancó una rosa roja y, con cuidado, le quitó todas las espinas del tallo.
    -Ten -le dijo-. Quizá las demás damas quieran verla -rodearon el costado de la casa y se detuvieron delante de las ventanas del salón manteniendo cierta distancia entre ellos.
    John notaba más calmada su erección, pero seguía palpitando. Aquella joven tenía poder sobre él. Miró sus labios mientras abría el primer sobre. Contenía una hoja plegada en la que Hattie le daba las gracias en nombre de su marido y de ella por la cena de la noche anterior.
    -No te imaginas cuánto me alegré de que vinieras. ¿Y qué es esto? -el segundo sobre era más lujoso, de pergamino gris con borde de color burdeos. En el anverso estaban escritos su nombre y el de Nathan. Sacó una gruesa tarjeta y leyó lo que, formalmente, estaba escrito en ella.
    -El señor Leggit quería que se la trajera personalmente.
    John mantuvo los ojos puestos en la tarjeta.
    -Una gala de baños. Exótico, diría yo. Pero este sábado es un poco pronto.
    -Sí -dijo ella en voz queda-. Al señor Leggit le dan estos caprichos. Le encanta celebrar fiestas. Si no puede venir, estoy segura de que lo comprenderá.
    Su tono de voz sugería que no le agradaría transmitir la negativa de John a su marido.
    -¿Asistirás tú? -le preguntó. Ella tragó saliva.
    -Sí. El señor Leggit quiere que asista esta vez.
    -¿Esta vez? Entonces, ¿ha celebrado otras fiestas similares en las que no has estado presente?
    -No se me dan muy bien las fiestas. No tengo mucha experiencia, ¿sabe? De todas formas, mi marido no había insistido en que asistiera... hasta hoy.
    -Muy bien -dijo John, y le ofreció el brazo para avanzar con ella hacia la puerta principal-. En ese caso, tendré que ir.

    CAPITULO 14

    -¿De dónde es usted? -le preguntó Enid Worth a Hattie.
    -De Londres -contestó. Las hermanas habían enviado a la señora Dobbin a tomar el té con Nievecilla-. ¿Y ustedes? -añadió Hattie con educación. La señorita Enid y la señorita Prunella se miraron entre sí.
    -¿Que de dónde somos? -dijo Prunella-. De Bath, por supuesto. Nacimos en esta casa.
    -Sí -corroboró la señorita Enid-. De Bath. ¿De dónde si no? Detestaría haber nacido en Londres. Es una ciudad tan ruidosa y sucia...
    Lord Granville estaba repantigado en un sofá rojo y verde, mientras que Hattie se había sentado en una silla verde, cerca de las señoritas Worth. Las ancianas parecían no haberse movido de su sitio desde la noche anterior. Hattie sabía que habían cenado y que, sin duda, se habían acostado, pero parecían estar clavadas en sus sillones.
    -¿Cuántos años tiene? -preguntó Prunella. -No creo...
    -Yo, sí -le espetó Prunella al marqués, cortando en seco su leve reproche-. Cuando llegas a nuestra edad, hijo mío, puedes preguntar lo que se te ocurre y dar gracias de poder usar la cabeza. ¿Cuántos años, señora Leggit?
    -Veintiuno -dijo, y sonrió a pesar de su incomodidad.
    -¿Cuánto tiempo lleva casada? -preguntó la señorita Enid, jugando con su bastón.
    -Un año -dijo el marqués en nombre de Hattie. Las dos mujeres le lanzaron una mirada furibunda.
    -¿Hijos? -preguntó la señorita Enid.
    -No -Hattie abrió los dedos de la mano y jugó con los anillos, que no le agradaban.
    -¿Y es posible que la situación cambie en un futuro próximo? ¿O incluso en un futuro lejano?
    -Tía Prunella, eso es imperdonable -el marqués hablaba con fiereza, pero Hattie detectó regocijo en sus ojos.
    -Lo sé -dijo la señorita Prunella-. ¿Qué me dice, señora Leggit?
    -Que estoy de acuerdo, es imperdonable -le dijo Hattie a la anciana. El marqués rió al momento. Las señoras miraron a Hattie con intensidad, pero esbozaron sonrisas de satisfacción.
    -Se dice que su marido es uno de los hombres más ricos de Inglaterra -dijo Prunella-. Rico pero no noble.
    -¿Qué hace que una persona sea noble? -preguntó Hattie-. ¿Su círculo de amistades? ¿O el bando en el que lucha en una guerra?
    -La sangre, jovencita -declaró la señorita Enid-. Quiénes son y eran sus padres, y los padres de sus padres. Y está en lo cierto al sugerir que es importante conocer a personas apropiadas. Pero, desde luego, no tiene nada que ver con el dinero. Directamente, no.
    A Hattie aquello le parecía absurdo.
    -Puede que yo sea noble. A fin de cuentas, nací pobre, y seguiría siéndolo si no me hubiera casado - cerró la boca con fuerza y deseó poder desaparecer. El señor Leggit se enfurecería si averiguara que había revelado sus orígenes humildes a las señoritas Worth y a lord Granville... en más de una ocasión. La gentil huérfana de padres militares. ¿Por qué no recordaba lo que debía decir?
    Porque era mentira.
    Las señoritas Worth carraspearon.
    -No queríamos decir que había que ser pobre para ser noble, ¿sabe? -dijo Enid-. Los Worth no eran pobres. Esta casa tiene un pasado memorable, aunque nuestro sobrino, como Elliot que es, no lo valore. ¿No tienes asuntos que atender, John? -le dijo al marqués-. Prunella y yo querríamos conocer mejor a la señora Leggit...
    -Ya las he entretenido mucho -se apresuró a decir Hattie, horrorizada ante la perspectiva de quedarse a solas con las tías del marqués.
    Hattie vio algo que brillaba. La señorita Prunella se había sacado un pañuelo de encaje de la manga del vestido malva y, al hacerlo, una gema de intenso color rojo había caído del pañuelo a la alfombra, a sus pies. Hattie lanzó una mirada al marqués, que ya se había levantado del sofá. Con una leve sonrisa en el rostro, no daba muestras de haber visto nada inusual. Hattie volvió a mirar a la señorita Prunella justo cuando ésta escondía la gema bajo sus faldas con el pie.
    -Albert y yo tenemos cosas que hacer -dijo el marqués, y dirigió a Hattie una mirada pensativa-. Me alegro de haberla visto otra vez, señora Leggit. Tenga cuidado. Es muy fácil para los astutos aprovecharse de los ingenuos.
    -Sí -dijo Hattie sin comprender.
    -John, ¿cómo se te ocurre decir esas tonterías? - le preguntó Enid, pero el marqués ya se había alejado con paso firme hacia la puerta.
    -Bien -dijo la señorita Prunella, y se sentó en el borde del sillón. La luz se reflejaba en los cristales de sus quevedos e impedía verle los ojos-. Ahora podemos hablar. ¡Ay!, qué emocionante, ¿verdad, Enid?
    -Eso espero -dijo la señorita Enid, y miró a Hattie con intensidad-. Lo será si no hemos juzgado mal a esta joven, y si Boggs no averigua lo que tramamos y pone el grito en el cielo.
    Hacer un comentario, cualquier comentario, no tendría sentido, concluyó Hattie.
    Empleando un bastón, Enid se levantó, tomó una delicada campanilla de porcelana de la mesa y caminó despacio hacia la puerta. Con sorprendente agilidad, se inclinó y dejó la campanilla en el suelo, en la rendija entre la puerta y la jamba.
    -Ya está -dijo, y se irguió-. Que alguien intente entrar sin ser oído.
    -No olvidemos el ojo de la cerradura -comentó Prunella. Llevaba las mejillas pintadas con colorete, pero la agitación añadía un tono rosado a todo su rostro.
    -Boggs podría escucharnos simplemente pegando el oído a la puerta, hermana. Debemos hablar en voz baja.
    -Ahora, señora Leggit -dijo Prunella-, se lo explicaremos todo, por supuesto. Pero lo primero que debe aprender es a no decir nunca nada delante de Boggs. ¿Podrá recordarlo?
    -Creo que ha quedado claro -dijo Hattie. Tenía un poco de frío y se sentía abrumada por la fragancia de lavanda de sus anfitrionas. La chimenea no estaba encendida y, como lord Granville había señalado la noche anterior, la mansión tenía muros gruesos que no dejaban traspasar la tibieza del sol.
    -Verá, Boggs lleva con nosotros mucho tiempo, y aunque a veces nos exaspera, no queremos herir sus sentimientos... Aunque es culpa suya que nos veamos obligadas a ponernos en sus manos -dijo Prunella-. Se inquieta por nada, ¿entiende?
    Perpleja, Hattie sonrió, confiando en que fuera la reacción apropiada. Advirtió que a la señorita Prunella se le había caído el pañuelo, y se inclinó para recogérselo. Antes de que pudiera enderezarse, Prunella dijo:
    -Hay un rubí debajo de mi falda. ¿Le importaría...?
    Hattie palpó la alfombra hasta que encontró la gema.
    -¿Este? -dijo sosteniéndolo entre dos dedos.
    - ¡No haga eso! -exclamó Enid, y paseó la mirada por las ventanas, temiendo que alguien pudiera estar mirando-. Podría verlo alguien. Déselo a mi hermana, rápido.
    -No haga caso a Enid -dijo Prunella. Extendió la mano y esperó a que Hattie le pasara la gema-. Se preocupa demasiado. Acerca la silla, mi querida Hattie. ¿Podemos llamarte Hattie? A fin de cuentas, eres una chiquilla.
    Hattie se limitó a asentir. La señorita Enid dijo:
    -Ahora, ¿qué era exactamente lo que teníamos que preguntarle, hermana?
    Prunella movió la cabeza y suspiró.
    -Nos hemos pasado la noche hablando, ¿sabes? -le dijo a Hattie en un murmullo-. Solemos hacerlo cuando estamos entusiasmadas con algo. Y, a veces, acabamos tan agotadas que, al día siguiente, no nos acordamos de lo que habíamos decidido.
    Las tres se acercaron poco a poco hasta que sólo unos centímetros separaban sus cabezas.
    -¿Quieren decir que anoche no durmieron? -preguntó Hattie.
    -La vida es corta -dijo Prunella-. Durmiendo se malgasta mucho tiempo.
    -Preferimos echarnos la siesta -añadió Enid-. Casi todas las cosas interesantes ocurren de noche. Ahora, concentrémonos. Tenemos un problema y esperamos que puedas ayudarnos. Primero, debemos cerciorarnos de que te hemos juzgado correctamente. ¿Eres honrada?
    A Hattie empezaron a sudarle las manos.
    -Sí.
    -¿Temerosa de Dios?
    -Por supuesto.
    -Si engañaras alguien, ¿esperarías arder en el infierno? -era Prunella quien lo decía y, desde tan cerca, sus pálidos ojos azules eran tan grandes como sus lentes.
    -No está bien hacer trampas -dijo Hattie-. Las personas que engañan, al final, no ganan.
    Enid metió la mano en un cuenco de la mesa y sacó un enorme bombón. Se lo metió en la boca y masticó con energía. Le dijo algo a Prunella en un murmullo.
    -Cierto -corroboró ésta-. Eres exactamente la persona que estamos buscando. Necesitamos saber si estarías interesada en participar en un proyecto que hace mucho bien a muy buenas personas.
    -¿Qué personas? -preguntó Hattie.
    -Nosotras.
    -Y tú -añadió Enid-. A ti también te hará bien. No te gusta el señor Leggit, ¿verdad?
    Se encontraba en una casa de locos, concluyó Hattie.
    -El señor Leggit es mi marido.
    -¿Y eso qué tiene que ver? -dijo la señorita Prunella-. Tenemos que darnos prisa, Hattie, ¿verdad, hermana?
    -Sí -dijo Enid-, o ese sobrino nuestro aparecerá de nuevo siguiendo tu rastro, Hattie. Será mejor que tengas cuidado con él. Al parecer, las mujeres lo encuentran irresistible. Te desea, y si tú no lo deseas, será mejor que mantengas el corpiño bien subido y las faldas bien bajadas.
    -Gracias por el consejo -Hattie se mordió el labio inferior. Aquélla era la conversación más extraordinaria que había mantenido nunca.
    -Pero, por supuesto, tú lo deseas -dijo Prunella-. Sabemos que los dos estuvisteis solos en sus habitaciones anoche.
    Hattie se llevó la mano a la garganta.
    -¿Cómo lo han sabido? ¡Se habían acostado!
    -¡Ajá! -dijo Enid, triunfante-. No estábamos seguras, pero ahora, sí. Claro que no pensamos contárselo a nadie. Aunque tu marido parece muy celoso. Imagino que no le importaría que John te enseñara la casa, pero llevarte a sus habitaciones...
    Hattie estaba en llamas. Había caído en la trampa.
    -Necesitas dinero, ¿verdad? -le susurró Enid a Hattie-. Vi cómo mirabas esas guineas que tu repugnante marido te dio anoche. Si hubieras podido, habrías dicho lo que pensabas de él, pero querías el dinero. Lo necesitabas.
    Al ver que Hattie guardaba silencio, las dos ancianas acercaron tanto la cabeza que casi rozaron la de Hattie.
    -Entendemos lo que es necesitar dinero de uso personal -dijo Enid-. Y no tener que suplicar unos peniques. Nosotras hemos encontrado la manera de reunir dinero en abundancia. Por desgracia, el señor Boggs, que ha sido de incalculable ayuda para nosotras, no se atreve a cumplir con su parte mientras John esté aquí. Cree que es demasiado peligroso. ¡Tonterías! Por eso te necesitamos. Debes sustituir a Boggs hasta que recupere el sentido común.
    -Tú también te beneficiarás de esta empresa - dijo Prunella - . Todas por el dinero y dinero para todas. Ya pensaremos qué parte te corresponde. La cuestión es que Enid y yo creemos juzgar bien a la gente, y pensamos que careces de... sentimientos delicados... o de escrúpulos.
    -Basta -dijo Enid-. Mi hermana no siempre es sutil. Quiere decir que no te desmayarás al pensar en llevar una cosa o dos a una persona.
    Habían decidido, pensó Hattie, que podían chantajearla para que hiciera lo que ellas querían.
    -Soy una hija honrada de padres honrados. Jamás he robado nada.
    -No estamos hablando de robar -dijo Prunella-. Más bien... de encontrar. Lo que tenemos fue encontrado por una persona, por dos personas, y dado a nosotras. Jamás se supo quiénes eran los dueños legítimos.
    -No entiendo.
    -¡Cielos! -se lamentó Enid, y se recostó en la silla con los brazos caídos a los costados-. Se está resistiendo más de lo que pensaba. Existe una explicación del todo conmovedora para nuestra situación -se sorbió las lágrimas y se secó el rabillo del ojo-. Algún día podremos decírtelo, cuando dispongamos de tiempo. Digamos que dos personas maravillosas hicieron lo posible para asegurarse de que Prunella y yo jamás careceríamos de nada. Gracias a ellas, no nos ha faltado nada, y no vamos a empezar ahora. Así que, ¿conoces o no conoces a un comprador de confianza?
    -He ahí la cuestión -dijo Prunella con los ojos llorosos.
    Hattie tragó saliva. Maldición, la habían atrapado en una complicada red.
    -Los prestamistas no son dignos de confianza, y no conozco a ninguno. Debe existir otra manera de resolver sus problemas. Sin duda, su sobrino...
    -No, ya hemos dicho que él jamás debe enterarse -dijo la señorita Enid-. Ya tenemos a alguien que satisface nuestras necesidades. Si pudiéramos ir nosotras mismas a verlo, lo haríamos, pero eso es impensable. Lo único que tienes que hacer es presentarte en la dirección que te daremos y cambiar bienes por dinero. Sólo muy de vez en cuando, por supuesto. Quizá sólo esta vez. Tu desafío será asegurarte de que te dan un buen precio. Compartiremos el dinero contigo. Pero habíamos confiado en que conocieras a otro comprador. Ya sabes, la competencia sube los precios... -suspiró-. No importa.
    Hattie recuperó la compostura y el sentido común.
    -Aunque crean saber algo que podría perjudicarme, ¿qué las ha impulsado a pedirme a mí, una perfecta extraña, que sea su cómplice?
    Las dos hermanas rieron y agitaron las manos como si no hubieran oído nada más chistoso en toda la vida.
    -Díselo tú -dijo Prunella. Enid se llevó las manos a las mejillas.
    -Lo haré. Desde la repentina llegada de John, hemos estado de los nervios. Nuestro sobrino ha alterado nuestros planes, ¿entiendes? No sabíamos qué hacer, y al verte anoche, se nos ocurrió la solución perfecta.
    -Estás casada con un hombre al que no amas - intervino Prunella-. Necesitas dinero. No sabemos muy bien por qué, pero no hace falta. Y conoces a las clases inferiores... ya que has nacido pobre. Después, vimos cómo te miraba nuestro sobrino durante la cena, y cómo lo mirabas tú. Sí, vimos que os sentíais muy atraídos el uno por el otro. Y John no es dueño de sus sentimientos hacia ti. Lo, conocemos desde que era niño y nunca se había comportado como ahora.
    -Así que, querida, tienes motivos para ayudamos, y nosotras te ayudaremos, y no sólo con dinero. Pero debes prometer que no le contarás nunca a John nuestro secreto. No le gustaría, y no nos daría más dinero. Cree que recibimos bastante, pero no sabe nada de... nuestras inversiones. No queremos correr el riesgo de que intente prohibírnoslas.
    La lujosa habitación, con sus techos altos y espacios abiertos, pareció encoger ante los ojos de Hattie. Se sentía débil, tanto de expectación como de temor. ¿Qué elección tenía?
    -Haré lo que me piden.
    -Buena chica -Prunella estaba radiante.
    -Lo harás muy bien -dijo Enid-. Trabaja con nosotras, vende lo que te damos y te ayudaremos a conseguir lo que deseas. «Todo» lo que deseas.
    -¿Crees que el señor Leggit se opondría a que te tomáramos bajo nuestra protección y nos visitaras con regularidad?
    -No -dijo Hattie. Quizá pudiera sacar provecho de aquella situación.
    -Perfecto. Si tiene alguna reserva, recuérdale que podríamos elevar su posición social. Su acceso a la alta sociedad estaría garantizado.
    -Sí -dijo Hattie. Qué vulgares y evidentes debían de ser ella y el señor Leggit. Círculos dentro de círculos. Hattie suspiró por la ironía de la situación.
    -Esto es perfecto -Prunella se puso en pie-. Tendremos que empezar a invitar a gente a casa, hermana. Ahora, Hattie, te encomendaremos tu primera misión. Debes ocuparte del medio de transporte, pero eres una mujer de recursos, estamos seguras. E insistimos en que tengas mucho cuidado. No soportaríamos que te ocurriera algo. Ahora, unamos las manos mientras pronunciamos nuestra promesa.
    Con la sensación de haber entrado en otro mundo, Hattie permitió que las dos ancianas le dieran la mano mientras las tres formaban un pequeño círculo.
    -Usaremos lo que los demás ya no quieren - entonó Enid-. Por el bien de los necesitados -tanto ella como Prunella levantaron y bajaron los brazos con brusquedad, arrastrando los de Hattie.
    Con gestos ceremoniosos, la señorita Prunella abrió el pañuelo y le enseñó el voluminoso rubí. Lo envolvió de nuevo y se lo entregó a Hattie.
    -Llévaselo a Porky -dijo-. Lo encontrarás en el número diez de Farthing Lane.

    , CAPITULO 15
    -Ya veo que nos deja, señora Leggit.
    Hattie giró en redondo. Acababa de escapar del salón y la cabeza le daba vueltas. Ver a lord Granville de pie en el vestíbulo, apuesto e impecable, no la ayudó a calmarse.
    Se había puesto una chaqueta verde oscura, pantalones de ante, y llevaba el pañuelo perfectamente anudado al cuello. Hattie no sentía más deseo que el de observarlo.
    -¿Ha disfrutado de la compañía de mis tías? ¿O la han agotado? -entrelazó las manos bajo los faldones de la chaqueta, y la miró como si quisiera calibrar su reacción. A decir verdad, aquella actitud inesperadamente reservada la hizo preguntarse si su encanto seductor no habría sido más que una fachada. Quizá, el verdadero lord Granville fuera aquel hombre de rostro grave y enigmática sonrisa. A fin de cuentas, no sería el primer hombre que hubiera empleado los halagos y la simpatía para conquistar a una mujer. Sólo que a ella todavía no la había conquistado; así que, a no ser que hubiera decidido que su falta de pedigrí era un motivo para renunciar a la caza, sería mejor que cambiara de actitud.
    -La señorita Prunella y la señorita Enid son unas damas encantadoras -dijo, sabiendo que tal entusiasmo hacia sus desabridas tías lo dejaría perplejo-. No me extraña que le guste venir a verlas. Sí, son maravillosas, y quieren tomarme bajo su protección -rió-. Son muy generosas.
    Balanceó el bolsito sujetándolo por los cordones y le sonrió. ¿Qué diría si supiera que llevaba un rubí del tamaño de un huevo de codorniz en el bolsito? ¿Y cómo se tomaría la noticia de que aquella misma noche se adentraría en Bath para vender la gema?
    En una ocasión, su madre le había dicho que la mejor manera de mantener el interés de un hombre era sorprenderlo... a menudo. ¡Lástima que milord no pudiera enterarse de que iba a visitar a Porky!
    Lord Granville se acercó y se detuvo ante ella.
    -¿Qué quieren decir mis tías exactamente con eso de que van a tomarla bajo su protección?
    Hattie elevó los hombros y parpadeó más veces de las necesarias.
    -Simplemente, eso. Nos llevamos tan bien que voy a venir a visitarlas a menudo. Han dicho que invitarán a personas a su casa, y a mí me parece acertado, ¿no? Se mantendrán jóvenes si tienen proyectos que las ocupen.
    El marqués desvió la mirada de su rostro hacia la escalera. Parecía estar a punto de decir algo, pero se interrumpió con los labios entreabiertos.
    -No quiero seguir reteniéndolo -dijo Hattie-. Dobbin aún estará arriba, con esa agradable Nievecilla.
    -Sí -dijo Granville despacio, mirándola otra vez-. Venga y le enseñaré dónde están. Le gustará ver los cuartos infantiles. La casa de muñecas de la que le hablé se encuentra allí.
    Hattie echó a andar hacia la escalera y lord Granville se reunió con ella.
    -No olvide las llaves, ¿quiere? -dijo en voz baja-. Recuerde. Estoy a su servicio en cualquier momento del día y de la noche.
    Granville estaba muy cerca; Hattie percibía la tensión de su cuerpo. Los dos sabían por qué quería que fuera a verlo. Juntos eran como madera seca y fuego. Hattie se sintió avergonzada de su reacción, y echó a andar hacia el primer rellano. Cuando llegaron, Granville la sujetó del codo y la condujo a un pasillo desde donde nadie podía verlos.
    -Me tienes hechizado, Hattie. Te encuentro más cautivadora que cualquier otra mujer que haya conocido.
    -Por favor, no haga esos comentarios impulsivos. La galantería es encantadora, pero innecesaria. Soy una mujer casada, ¿recuerda?
    -Sí, lo recuerdo -dijo, y la amargura de su voz la dejó atónita-. No bromeaba, Hattie. Te deseo.
    Agitada, Hattie bajó la cabeza.
    -No puede decir esas cosas.
    -Acabo de hacerlo, y las volveré a decir. Y tanto si es tu intención como si no, y yo creo que sí, alientas mi interés. Y lo logras. Te deseo y pretendo perseguirte hasta hacerte mía. Eres una mujer de mundo. Estos asuntos de alcoba no son misterio para ti.
    ¿Asuntos de alcoba?
    -¿Ya tienes un amante?
    Tonta como era, le dolió que se le hubiera ocurrido. No sentía nada por ella; sólo tenía un objetivo en mente. Muy bien, ella tenía otro.
    -No hay ningún amante -dijo.
    Granville inclinó la cabeza. Su reserva se intensificó. No había duda de que era un hombre impaciente. Había decidido que la deseaba y, tras un mínimo de halagos, estaba dispuesto a hacerla suya.
    Si Granville pensaba que aquellos silencios la inquietaban, se equivocaba. Debía obrar con cautela, y el tiempo que le daba le permitía sopesar lo que decía. Hattie lo miró de la cabeza a los pies, sin saltarse nada entre medias. Los ceñidos pantalones de ante revelaban que estaba bien dotado. Debería avergonzarse de observarlo de aquella manera, pero lo único que lamentaba era haber sucumbido a sus poderes de seducción en un primer momento. Había leído bastante para saber que lo que lo motivaba era el afán de conquista.
    A John no le pasó desapercibida la mirada de Hattie, ni dónde la prolongaba, y disfrutó de la sacudida de calor en su entrepierna. Apostaría cualquier cosa a que era una amante apasionada. Se alegraba, puesto que quería convertirla en su amante.
    -Necesito saber cuándo podré verte otra vez... a solas.
    -No lo sé. Ya llevo aquí mucho tiempo. El señor Leggit me estará buscando.
    -Contesta a mi pregunta -le dijo el marqués-. No puedo esperar hasta el sábado.
    -Quizá tenga que hacerlo -dijo Hattie-. Cuando estemos juntos otra vez, espero que recuerde que ha prometido ser mi amigo. Los amigos no se ponen en peligro los unos a los otros.
    Su tono de voz, su respiración agitada, lo conmovían. Hattie tenía el poder de afectarlo, quizá profundamente; debía poner freno a sus emociones.
    ¿Emociones? ¡Ja!, se decía que no tenía ninguna.
    -No permitiré que te ocurra nada -y lo decía en serio, maldición. Descubrir que la joven le gustaba era una complicación añadida.
    -Gracias -dijo Hattie-. Cometí la indiscreción de contarle que mi marido deseaba que yo fuera amable con usted para que, a su vez, usted lo fuera con él, con la condición de que nadie más nos viera juntos.
    -Sí, lo dijiste.
    -Pero lo que no le he dicho antes, y debería, es que el señor Leggit no quiere, por nada del mundo, que... que... -bajó rápidamente la mirada-. Mi marido es un hombre orgulloso. Le importa lo que piensen los demás casi más que cualquier otra cosa. Tener... tener una esposa joven parece aumentar su reputación como hombre. Una esposa fiel y satisfecha, claro.
    John contempló la lucha interna de Hattie con interés. Aquella era una advertencia, aunque no una que ella quisiera dar.
    -¿En serio? ¿Quiere que te insinúes a mí, para aprovechar mis contactos, pero no piensa permitir que te haga mía?
    -Por supuesto que no -dijo Hattie.
    John le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo.
    -¿Y tú? ¿Insinúas que no quieres yacer conmigo?
    Y aquello, pensó Hattie, era el problema. Quizá disfrutara en los brazos del marqués, en la oscuridad, besándolo, incluso haciendo lo que el señor Leggit no podía, gracias a Dios... pero era impensable. Por otro lado, si le decía a Granville que no lo deseaba, quizá quisiera dirigir sus atenciones a otra mujer. Y eso no le convenía, y no sólo porque echaría a perder sus planes para escapar pronto de Leggit.
    -Milord -dijo, y tuvo que tragar saliva porque le dolía la garganta-. Me gustaría mucho que pudiéramos disfrutar de la amistad de la que me ha hablado. En cuanto a lo demás, no puedo decirle.
    -Pero ¿lo que ocurra deberá ser a su manera?
    Se apartaría de ella, estaba segura. Hattie asintió.
    Su leve sonrisa, incluso la mirada pensativa, la tomaron por sorpresa.
    -Que así sea -dijo el marqués-. Ya veremos lo que ocurre.

    CAPITULO 16
    Chloe vio a John en cuanto éste entró en el aula. Estaba sentada ante un pequeño pupitre, dibujando, mientras Nievecilla y la señora Dobbin, con las cabezas muy juntas, parloteaban y reían tomando el té en una mesa situada al otro lado de la habitación.
    La niña bajó de la silla y echó a correr hacia John. Por un momento, éste creyó que hablaría. No lo hizo, pero le rodeó las piernas con fuerza. John la levantó en brazos.
    -Buenos días, pequeña Chloe. He traído a la señora Leggit para que la veas. La conociste anoche, ¿recuerdas? Estás teniendo un día muy ajetreado con tantas visitas.
    -Hola, Chloe -dijo Hattie-. Ya veo que has estado dibujando. A mí me gusta dibujar, y pinto un poco. La señora Dobbin me enseña -señaló a su dama de compañía.
    -¡Señora Leggit! -la señora Dobbin vio a Hattie y se puso en pie-. ¿La he hecho esperar?
    -No, no; he estado ocupada -dijo Hattie, y John la miró pero logró mantener el semblante neutro. Ella nunca sabría la rabia que sentía, muy dentro, porque hubiera burlado su plan de seducirla cuanto antes y acabar rápidamente con Leggit.
    -La señora Dobbin lo sabe todo, milord -le dijo Nievecilla. Había aprendido el tratamiento correcto, pero seguía hablándole igual que al John Elliot desnudo y envuelto en una manta en su casita de campo-. Acuérdese de consultar con ella si alguna vez necesita saber algo. He aprendido todo lo que hay que saber sobre la realeza, y son una panda de rastreros.
    La señora Dobbin no logró disimular del todo una sonrisa, y John la miró con interés. Era una mujer elegante, de rostro hermoso e inteligente.
    -Conque una panda de rastreros, ¿eh? -dijo John.
    -No ha sido ésa mi descripción, pero se le parecía -dijo la señora Dobbin-. Claro que no me refería a «todos» los miembros de la familia real.
    -Dobbin es divertida cuando quiere -dijo Hattie-. O cuando necesita serlo, diría yo. Consigue hacerme reír.
    Y John se preguntó con qué frecuencia necesitaba Hattie Leggit que alguien la hiciera reír en aquella enorme casa sofocante en la que vivía con un marido lascivo y asesino lo bastante viejo para ser su abuelo.
    -Termínense el té, señoras -dijo-. No se den prisa. Estoy seguro de que la señora Leggit querrá ver el resto de las habitaciones infantiles antes de irse. Primero, la casa de muñecas -dijo, y dejó a Chloe otra vez en el suelo-. Está en la habitación contigua, en el cuarto de juegos. Ésta es el aula. Y, al otro lado, están las habitaciones de la niñera.
    -Y son encantadoras -dijo Nievecilla. Regresó a la mesa y rellenó las tazas de té para ella y la señora Dobbin.
    John entró en el cuarto de juegos con una sensación de dejá vu. Sus hermanos y él habían dormido allí cuando, de niños, iban a visitar a sus abuelos. Todo estaba prácticamente igual. Había cuatro camas de madera alineadas en una pared, y una cuna junto a la ventana que daba al patio de atrás. La puerta del cuarto de la niñera estaba abierta, y una luz agradable mostraba un saloncito cómodo.
    El gato negro, Azabache, pasó junto a ellos y saltó sobre la primera cama, donde dio vueltas y más vueltas hasta que se instaló. Mantuvo bien abiertos sus ojos amarillos, clavados en John y en sus acompañantes.
    -Imagino que ésa es tu cama, Chloe -dijo Hattie -. Ya veo que has guardado en ella tu muñeca.
    Chloe bajó la vista al suelo.
    Hattie se refería a la muñeca que John le había comprado.
    -Ahí está la casa de muñecas -dijo John-. Lo creas o no, la hizo el abuelo Worth... con la ayuda del jardinero, según me han dicho. Mis tías se han encariñado mucho con ella. Les he sugerido que la trasladen a sus habitaciones, pero insisten en que éste es su sitio, donde siempre ha estado.
    -Se parece mucho a Worth House -dijo Hattie.
    De hecho, el abuelo de John había hecho una réplica perfecta de su casa. Estaba colocada sobre un armarito con cajones.
    -Es una copia de la casa -dijo el marqués-. Como puede ver, está completamente amueblada, pero en los cajones hay un sinfín de piezas más. Yo creo que debería estar protegida con cristal y tener los cajones cerrados con llave. Algún día valdrá una fortuna como recuerdo histórico de otra época.
    -Bajo llave, no -Hattie rodeó la casa de muñecas-. Su abuelo hizo esto para sus hijas, y éstas comprenden que es para los niños. Yo me hice mi propia casa de muñecas cuando era niña.
    -¿En serio?
    -Sí -sonrió ella, como si lo estuviera evocando-. Mi padre me dio un armarito de boticario que había encontrado en los muelles. Era pequeño, estaba viejo y dañado por el agua. Pero cuando saqué los cajones y me imaginé que los huecos que quedaban dentro eran habitaciones, hice muebles con cualquier cosa que encontraba. Jugaba durante horas -miró a Chloe-. Cuando no se tienen hermanos, uno aprende a inventarse sus propios juegos.
    Chloe miró a Hattie. John confiaba en que estar en Bath, con personas que la aceptaban y amaban, la ayudara a recuperarse.
    Las paredes de la casa de muñecas, con ventanas y puertas, estaban unidas con bisagras. Hattie dijo:
    -¿Puedo echar un vistazo dentro? -y John asintió. Levantó un minúsculo enganche y abrió un mundo en miniatura. Con el pulgar y el dedo índice, tomó la minúscula figura tallada de un niño que se encontraba de pie en las cocinas del sótano.
    -Me gustaría comer un trozo de tarta, por favor, cocinera -dijo, sólo que su voz estaba completamente cambiada. Una cocinera sostenía una cuchara en alto ante una olla suspendida sobre el fuego. Hattie giró esa figura hacia el niño-. Tú sube a donde perteneces, pequeño, o le diré a la niñera que has vuelto a bajar a mendigar comida.
    John rompió a reír.
    -Es usted una joya. ¿Cómo hace eso?
    El rubor de Hattie lo cautivó.
    -Me he olvidado de dónde estaba. Como le he dicho a Chloe, cuando no tienes más niños con los que jugar, inventas cosas. Yo inventaba a gente de otros países que vivía aventuras y hablaba de distintas maneras.
    Chloe no había desviado la mirada de Hattie, quien acercó una silla al armario y levantó a Chloe para que pudiera ver mejor la casa. Se la veía cómoda con los niños, otro indicio de que había sido pobre. La mayoría de las nobles se relacionaban poco con sus hijos, aparte de para presumir de ellos cuando estaban limpios y bien vestidos.
    -Subamos al niño arriba -dijo Hattie, y movió la figurita peldaño a peldaño, a través de un agujero entre las plantas, hasta un salón. Hattie se inclinó hacia Chloe y la niña se apoyó en ella, absorta-. Aquí hay una niña que se parece a ti -Hattie señaló una figurita de pelo cobrizo que estaba leyendo sentada en el suelo-. Y ésta debe de ser su madre -la voz de Hattie cambió a otra completamente distinta a la suya-. Chloe, tu primo ha venido a vernos. Búscale un libro para que lo lea.
    Chloe se quedó mirando a Hattie, después, alargó el brazo para tomar la figurita de la madre. John se puso rígido.
    -¡ Attendez ! ¡Fáites attention!
    Cuando cerró la boca, el daño ya estaba hecho. Chloe soltó la figurita y se bajó de la silla. Pálida, con los labios apretados, pegó la espalda al armario.
    -¿Qué le ha dicho? -preguntó Hattie y, aunque hablaba con normalidad, echaba chispas por los ojos.
    John inspiró hondo y sonrió a Chloe y a Hattie. Había temido que Chloe hablara y dijera algo sobre la muerte de su madre.
    -Le he advertido que tenga cuidado -dijo-. Ya he dicho que la casa de muñecas está para admirarla, no para jugar. Ven, Chloe, enséñanos lo que estabas dibujando.
    La niña se alejó, pero se fue a su cama en lugar de regresar al aula. Subió a ella y se recostó junto al gato, quien se acurrucó, satisfecho, contra su pecho.
    Sin decir palabra, Hattie salió del cuarto de juegos y no se detuvo hasta que no dejó atrás un tramo de escalera. John la alcanzó.
    -Chloe no pretendía ser grosera -le dijo- últimamente ha tenido ciertas dificultades.
    Hattie levantó un dedo en el aire, lo miró y volvió a bajarlo.
    -No habla, ¿verdad?
    -Su inglés no es muy bueno. Más que nada, se expresa en francés.
    -Tampoco habla en francés. ¿Qué le pasa?
    Decir que no era asunto de Hattie sería una manera fácil de poner fin a la conversación, pero John sabía que, más tarde, sufriría las consecuencias.
    -Ya le he dicho que ha tenido que afrontar algunos... sucesos desagradables. Le agradecería que no hablara de esto con nadie.
    El dedo reapareció y, en aquella ocasión, se lo clavó en el pecho.
    -No debe preocuparse por que yo sea una chismosa. Antes de casarme, estaba demasiado ocupada para malgastar el tiempo con esas tonterías, aunque parece un pasatiempo bastante popular en los círculos que frecuento ahora. A mí los chismes no me resultan ingeniosos, sino crueles. No son más que una distracción para mentes ociosas.
    -Bueno, sí. Coincido con usted. Gracias. Ya que su dama de compañía está ocupada, quizá...
    -¿Quizá qué? -Hattie bajó la voz-. ¿Quizá quiera llevarme a alguna parte para enseñarme algo... «a solas»?
    -Es usted presuntuosa -la balanza de poder se estaba inclinando de forma poco conveniente.
    - Soy sincera y entiendo mucho más de lo que cree. Chloe no ha hecho nada malo. Usted la asustó y ella fue en busca de consuelo. El gato no le pide nada, pero la quiere, así que buscó al gato.
    -Creo que ya ha dicho bastante.
    Ella cuadró los hombros.
    -¿Por qué? ¿Porque lo obligo a pensar? ¿O porque cree que las mujeres no deberían hablar a no ser que sea para gemir mientras les hace el amor?
    - Hattie.
    -Señora Leggit, si no le importa. Esa niña es desgraciada. Durante unos momentos, empezaba a ser una niña otra vez, pero usted estaba tan preocupado con los objetos y con su valor que ha olvidado que lo que más importa son las personas.
    No le hacía gracia su tono de voz, ni que lo regañara. Tampoco recordaba sentirse tan impresionado por la sabiduría de una persona tan joven y, además, mujer.
    Había demasiadas cosas pendiendo de un hilo. Un desliz en aquellos momentos y tendría que alterar sus planes de forma drástica.
    La tristeza embargó la mirada de Hattie, y le temblaron sus preciosos labios.
    -No tengo derecho a decirle cómo debe tratar a su sobrina, pero creo que es un hombre justo, así que no la castigará por mi audacia. La negligencia, unas palabras dichas sin pensar o una mirada de enojo pueden costarle el cariño de una persona, a veces, para siempre. Y yo creo que quiere ganarse el cariño de Chloe.
    John se sentía incapaz de hablar. Hattie había logrado inundar su cerebro de tal manera que le costaba trabajo concentrarse en cualquier otra cosa. Pero tenía una deuda de honor que saldar. Sabía que si no actuaba como había planeado, Nathan exigiría la muerte de Leggit. Ya habían muerto muchos y John prefería eludir esa solución.
    -¿En qué piensa?
    -¿Pensar? -ladeó la cabeza-. Lamento haber sido duro con Chloe. No he sido padre y cometo errores. A partir de ahora, intentaré hacerlo mejor.
    Vio el destello en los ojos de Hattie. Ésta asintió y le miró el pelo, después, la boca. John se pasó la lengua por los dientes. Ella entreabrió los labios y se los humedeció. Se fijó en la mandíbula de John, y éste contuvo el impulso de comprobar lo rasurada que la tenía.
    La había aplacado diciéndole que tendría más cuidado con Chloe. Eso había bastado para fijar toda su atención en él.
    Hattie. Una mujer sincera sin pretensiones. Una mujer inteligente que no dudaba de sus propios razonamientos. Una mujer hecha para el amor, para la pasión salvaje o dulce. Con cada aliento que exhalaba, John creía sentir la calidez en sus labios. Sus senos ascendían y descendían con suavidad, como si hubiera entrado en lugar en el que se sintiera a salvo. Él podría quedarse allí con ella, sin decir nada, eternamente.
    John fue el primero en desviar la mirada. Tomó la mano de Hattie y se la besó, sintiendo que la estaba tocando por primera vez. Ella no se apartó y él notó que lo estaba observando.
    Fugazmente, John apoyó la mejilla allí donde la había besado. Ella le tocó el pelo con los dedos de la otra mano, conmoviéndolo. Pero después, emitió un sonido, una especie de gemido, y se apartó de él.
    Bajó corriendo las escaleras.

    CAPITULO 17
    El señor Leggit estaba obsesionado con la grandeza, y no le importaba mezclar periodos y estilos en su afán por alardear de su riqueza. Hattie detestaba los muros opresivos y la forma de Leggit Hall. Era de estilo gótico, había dicho Dobbin, y el pabellón construido sobre una pequeña loma en el que estaban sentadas en aquellos momentos, contemplando la finca, era griego.
    -Los griegos construían templos de estructura semejante a ésta para venerar a sus dioses -le informó a Hattie-. Ya le enseñaré algunos dibujos en la biblioteca.
    Hattie miraba por entre las columnas que sostenían el tejado a dos aguas del edificio de piedra blanca abierto por un costado. Los árboles se perdían hacia el norte. A los lados, las ovejas pastaban en los prados, y Hattie podía ver un perro, tan pequeño como una mota negra, corriendo en zigzag entre los animales.
    -En realidad, no está tan mal -dijo-. Pero no entiendo por qué lo ha construido aquí.
    -Porque podía -dijo Dobbin con rotundidad-.
    Para eso sirve el dinero. Si lo tienes, puedes hacer lo que quieras. Si no, debes hacer lo que quieran los demás -se sonrojó y se ajustó los lazos del sombrero.
    -Entiendo perfectamente lo que quiere decir - dijo Hattie con sentimiento-. Al menos, me alegro de que podamos venir aquí, porque así sabremos si alguien se acerca lo bastante para oírnos.
    Dobbin la miró con curiosidad.
    -Pero no deberíamos tardar mucho en volver - dijo, y se retiró de la cara un mechón rubio movido por el viento-. Podrían vernos, si alguien se fijara mucho.
    Era cierto. Sólo que Hattie no se imaginaba que al señor Leggit lo preocupara que estuviera allí con Dobbin. Además, Leggit y Smythe estaban muy ocupados con los preparativos de la gala del sábado por la noche. Contempló los jardines ornamentales que rodeaban la casa con el ceño fruncido, detestando la perspectiva de visitar los Baños de Luna.
    Después, recordó el plan de Leggit de dejarla a solas con Granville durante la fiesta, y sintió un hormigueo por toda la piel. Su último encuentro la había dejado perpleja e intrigada. ¿Cuánto tiempo habían permanecido en pie, a sólo centímetros de distancia, con tanto sentimiento vibrando entre ellos? Al menos, ella había sentido muchas cosas. Y cuando Granville le había besado la mano... Hattie se tocó la mano y volvió a sentir los labios del marqués con tanto realismo que se estremeció.
    -Le preocupa algo -dijo Dobbin-. No debería mencionarlo, pero me extrañó que lord Granville subiera al aula y dijera que estaba saliendo de Worth House. Algo la había disgustado.
    -Es que me di cuenta de que nos habíamos entretenido demasiado, nada más -mintió Hattie, sin mirar a Dobbin. Le gustaría confiar completamente en ella, y quizá lo hiciera con el tiempo, pero todavía no estaba segura de su lealtad. Sin embargo, se le había presentado la oportunidad de ponerla a prueba, porque no sabía cómo llevar a cabo la misión que Prunella y Enid Worth le habían encomendado-. ¿No ha sido un detalle por parte de Nievecilla invitarla a tomar el té otro día? Debe ir... si le apetece.
    -Lo haré. Es divertida. Ojalá no tuviera un nombre tan absurdo.
    -Dobbin, querida... necesito ir a Bath esta noche -dijo rápidamente, antes de poder cambiar de idea-. Debe ser un secreto absoluto, y bajo ningún concepto ha de llegar a oídos del señor Leggit. Eso significa que no puedo usar mi carruaje.
    Como, transcurridos unos momentos, Dobbin seguía callada, Hattie la apremió.
    -Sé cómo salir de la casa y llegar a la carretera sin que me vean. Pero no puedo ir y volver andando a Bath sin que me echen en falta. Tardaría demasiado.
    -No lo dirá en serio. Diga que es una broma.
    -Hablo en serio. Y le pido que confíe en mí y que no me haga muchas preguntas. Quizá más adelante pueda contarle algo. ¿Se le ocurre de qué manera puedo llegar a Bath?
    Dobbin apoyó la barbilla en el puño y dio vueltas hasta que Hattie creyó enloquecer de nerviosismo.
    -No es posible, ¿verdad?
    -Sí, lo es -Dobbin se levantó un poco las faldas y echó a andar hacia las gradas del templo-. Me han contado algo que me sorprendió un poco. No le di mayor importancia, pero le permitirá hacer el trayecto... Espero -se detuvo en seco-. Pero el señor Leggit... ¿Cómo sabe que no descubrirá su ausencia y organizará una búsqueda?
    -No me iré hasta que él no crea qué estoy acostada. Hasta que no se haya emborrachado y esté durmiendo la mona, quiero decir.
    -Muy bien -dijo Dobbin-. Tenemos que actuar deprisa. Déjeme explicarle lo que voy a hacer. Cómo no, iré a Bath con usted.
    -No -repuso Hattie con firmeza-, iré yo sola.
    Envuelta en una capa oscura, Hattie salió de Leggit Hall por una puerta del invernadero. La llave siempre estaba en la cerradura y no tenía más que girarla.
    Delgada y pálida, la luna apenas brillaba a través de las finas nubes. Hattie dio gracias por la oscuridad y apretó el paso, con el corazón latiéndole con fuerza. Incluso a través de sus botines, la hierba mojada le humedecía los pies. Sin embargo, su única preocupación era no tropezar y alcanzar la carretera de la entrada de la finca.
    Primero, sorteó las rosaledas para dirigirse a la fachada. Una vez en el camino de acceso a Leggit Hall, se camufló entre las sombras de los árboles que lo flanqueaban. Pensar en lo que debía hacer en Bath la ayudaba a controlar el miedo. ¿Cómo era posible que una niña que se había criado en las traicioneras callejuelas de Londres le tuviera miedo al aire libre?
    Una última curva, y la amplia entrada de piedra apareció ante su vista. Un arco coronado con la escultura de un murciélago unía los dos pilares de la puerta. El señor Leggit insistía en que era un halcón. El cuerpo demasiado pequeño del animal inducía a Hattie a pensar que el cantero había engañado a su marido vendiéndole un murciélago con las alas abiertas. Lo detestaba.
    Hattie oyó cascos y el chirrido de unas ruedas y se detuvo. Quizá se hubiera precipitado un poco en llevar a cabo aquella misión, pero había hecho una promesa a sus ancianas amigas.
    Apretó el paso, tratando de sofocar sus dudas, alcanzó uno de los pilares de piedra y franqueó la entrada...sin levantar la vista para mirar al temido murciélago. Los setos altos que bordeaban toda la finca seguían procurándole cobijo, y se ocultó tras ellos para avanzar.
    Hattie se sobresaltó y se llevó la mano al corazón. Dos caballos se detuvieron, resoplando, justo delante de ella. Asomando la cabeza por detrás del seto, recibió otra sorpresa. Los caballos tiraban de un carruaje amarillo, con forma casi redonda. Las lámparas despedían una luz muy tenue, pero podía distinguir los adornos de flores pintadas en el coche. Cuando Dobbin le había dicho quién lo conduciría, Hattie había estado a punto de negarse pero, al fin, se había dejado convencer por su dama de compañía.
    La persona que, prácticamente, saltó del pescante llevaba una chistera y varias capas. Debía de haber visto la cara pálida de Hattie en la oscuridad, porque las botas crujían sobre la grava en línea recta hacia ella.
    -Por fin la veo, señora Leggit -dijo Nievecilla, adoptando una pose masculina a pesar de su cuerpecillo-. No sé en qué lío se ha metido, pero haré lo que pueda para ayudarla -se había retirado el pelo hacia atrás y lo llevaba recogido en la nuca. Por desgracia, como tenía tantos rizos, le costaba dominarlos, y muchos mechones habían escapado del moño. Hattie desplegó una sonrisa pesarosa y dijo:
    -Gracias, Nievecilla. Dobbin te ha juzgado bien al pensar que me ayudarías. Pero no quiero causarte problemas.
    Nievecilla rió, y se llevó la mano a la boca para controlarse.
    -Señora Leggit -dijo-. No sabe nada de mí, pero sé cuidar de mí misma. Y de usted, si es necesario. Adelante, suba al carruaje.
    Hattie obedeció y sonrió cuando Nievecilla le ofreció la mano para que subiera al lujoso interior tapizado en rojo del carruaje. Las cortinas de las ventanillas tenían adornos de encaje y bordados de flores. Dobbin no le había descrito el vehículo, sólo había dicho que Nievecilla tenía uno. En otro momento, tendría que averiguar por qué era tan llamativo.
    -Ya está -dijo Nievecilla-. ¿Adónde vamos?
    -Al número diez de Farthing Lane -respondió Hattie, sintiéndose un poco absurda-. No está muy lejos de la abadía de Bath, ni de los baños.
    Hattie pensó que Nievecilla conducía demasiado deprisa, sobre todo, porque su carruaje era ligero y alto, pero en ningún momento corrieron peligro.
    Hattie tenía la garganta tan seca que no paraba de toser. Había prescindido del bolsito y se había guardado el rubí envuelto en el pañuelo en un viejo bolsillo que se había atado a la cintura. Con dedos trémulos, comprobó que la gema seguía en su poder.
    Tras cruzar el puente Pultney, Nievecilla tomó varias bocacalles y, por fin, tiró de las riendas. Los muelles apenas cedieron cuando se apeó y abrió la puerta de Hattie.
    -Es aquí -dijo Nievecilla, y señaló una placa manchada de carbonilla con el hombre de la calle-. En realidad, no es más que un callejón. Las casas están tan poco separadas unas de otras que nadie podría decir nada sin que lo oyeran los vecinos.
    -Está bien construida -dijo Hattie-. Pero no me gusta que tenga tantos rincones en sombra entre casa y casa. Mmm... Veo la nueve y la once. ¿Dónde está el número diez?
    Nievecilla escudriñó la oscuridad y dijo:
    -Es ahí. Está un poco retirada de la acera, en lo alto de unos peldaños.
    Dejaron el carruaje y avanzaron sin hacer ruido. La luz no llegaba al suelo, ni a los costados de las casas nueve y once.
    -Quiero que vuelvas al carruaje y me esperes allí -dijo Hattie-. Iré más rápido yo sola.
    -No -dijo Nievecilla.
    -Pero...
    -No, señora Leggit. No me quedaría tranquila si no la acompañara. Démonos prisa.
    Desconcertada, Hattie dijo:
    -Lo que hago es un secreto. Debe serlo. Ni siquiera Dobbin lo sabe.
    -Pues descuide que yo tampoco lo sabré.
    Hattie sabía cuándo debía desistir.
    -Muy bien. Gracias.
    Apretaron el paso. Unos peldaños irregulares construidos junto al muro exterior del número once de Farthing Lane conducían al número diez, que se sostenía sobre las dos casas vecinas. Nievecilla los subió corriendo, pero Hattie se demoró un poco. Conocía los peligros ocultos de lugares como aquél.
    No podía quedarse allí. Puso el pie en el primer peldaño, y una mano le rodeó la cabeza y le cubrió la boca y la nariz. Hattie pataleó e intentó chillar, pero su atacante era mucho más alto y fuerte... y desprendía todo tipo de olores hediondos. Sin decir nada, el hombre la arrastró hasta el hueco de la escalera y la tumbó en el suelo, boca arriba, todavía cubriéndole la boca. Tirando de la mano, Hattie intentaba respirar.
    -¿Señora Leggit?
    Oyó el susurro de Nievecilla, pero no podía contestar. El hombre le acercó los labios al oído y le susurró:
    -Venías a verlo a él. Tienes algo que vender. ¿O es la otra quien lo lleva?
    A Hattie le habría resultado imposible contestar, aunque hubiese querido. Aquello era culpa suya. No podía permitir que Nievecilla sufriera. Dio unos golpecitos al hombre en la mano.
    -¿Vas a gritar? -le preguntó. Ella lo negó con la cabeza.
    -Bien. ¿Lo llevas tú o ella? -y relajó la presión de la mano lo justo para que Hattie susurrara: -Yo.
    -Vaya, vaya, vaya -le dijo al oído-. Eso ha sido una estupidez. Ahora tendré que vérmelas contigo. ¿Qué llevas y dónde lo guardas?
    Empezó a palparla, y Hattie intentó escurrirse.
    -No te muevas. No me digas que es la primera vez que estás en un callejón con un hombre. No te pasearías sola por aquí si así fuera. Tengo un cuchillo, encanto, así que dame lo que quiero.
    Hattie oyó dos cosas: el ruido de unos cascos en Farthing Lane y a Nievecilla levantando la voz para llamarla con más fuerza. No se la oía muy lejos, así que debía de estar bajando la escalera. Los cascos indicaban que los caballos se habían espantado y se alejaban con el carruaje.
    -¿Dónde se ha metido? -preguntó Nievecilla, con las botas resonando en los adoquines. Un momento después, el atacante de Hattie profirió una maldición ahogada y movió una parte de su cuerpo, una pierna.
    -¡Suéltala ahora mismo! -siseó Nievecilla-. O desearás no haber nacido, sabandija.
    -¡Ay! -gritó el hombre, y dio un manotazo hacia atrás. Se movió con violencia y soltó a Hattie. Esta se apartó de inmediato y salió de debajo de la escalera.
    Nievecilla le estaba mordiendo la pierna. Hattie vio un destello y se acordó del cuchillo. Se arrojó sobre el brazo del rufián, le rodeó la cintura con las manos y se aferró a él... hasta que éste la arrojó al suelo.
    -Tiene un cuchillo -le dijo Hattie a Nievecilla con una vocecita desesperada que apenas reconocía Apártate de él.
    Otro cuerpo, que había llegado sin hacer ruido, se arrojó sobre ellos.
    -Esto es por ti, canalla -anunció una nueva voz masculina-. Me quedaré con el cuchillo, si no te importa.
    Nievecilla ya estaba en pie y Hattie no tardó en incorporarse. Permanecieron juntas.
    -Es mi Albert -dijo Nievecilla-. El cabeza de chorlito debe de haberme seguido. ¿Cuándo aprenderá que puedo cuidarme sola?
    Hattie sonrió en la penumbra. Nievecilla tenía mucho temperamento.
    Presenciaron una fiera pelea hasta que, de improviso, el ladrón se quedó inmóvil. Yacía boca abajo, y masculló:
    -Eh, lo siento, señor. No volveré a robar. Suélteme y cambiaré de vida.
    -No lo hará -dijo Nievecilla.
    -Estoy de acuerdo -corroboró Hattie. Albert dijo:
    -Levántate -y el hombre obedeció, todavía quejándose de dolor-. Tengo tu cuchillo y he visto tu feo rostro. Y lo, he olido, por desgracia. Ahora, quiero saber cómo te llamas.
    -Fred Smith -dijo, demasiado deprisa.
    -Sí, claro -repuso Albert-. Y yo soy tu hermano Tom. Bueno, tendré que distinguirte de entre la masa de alguna manera -para desconsuelo de Hattie, Albert le hizo un corte por encima del ojo y permaneció en pie, sosteniéndolo, hasta que el ladrón dejó de moverse-. Vete -le ordenó-. Antes de que cambie de idea. Y, recuerda, hay tres personas que pueden reconocerte.
    Sin decir una palabra más, la criatura se llevó la mano al corte sangrante de la frente y se alejó corriendo, cojeando.
    -Lo de la pierna ha sido obra mía -dijo Nievecilla, no sin orgullo-. Se la he mordido. Y lo volvería a hacer. Y Hattie hizo lo posible por quitarle el cuchillo, pero era demasiado fuerte.
    -Un comportamiento temerario -declaró Albert con una voz nítida-. Si no le importa, quiero llevar a mi prometida a donde debe estar, pero primero la dejaré a usted en su casa.
    Muy alto y delgado, Albert usaba gafas. Hattie podía ver la montura de alambre y la delgadez de su rostro. Pero tenía hombros anchos e irradiaba aplomo.
    -Fue Albert quien me consiguió el trabajo de niñera -dijo Nievecilla, mirándolo-. Es el ayudante personal de lord Granville.
    -Soy su ayuda de cámara y me ocupo de algunas gestiones del marqués -dijo Albert.
    Hattie no sabía qué decir. De pronto, recordaba haber visto a aquel hombre en Worth House. ¡Estaba al servicio de lord Granville!
    -Debo pedirte que me des unos minutos, Albert -le dijo-. Cuando pueda, te diré exactamente por qué. Por favor, confía en mí y déjame terminar lo que he venido a hacer.
    Nievecilla se acercó a él y le susurró algo al oído.
    -Está bien -dijo Albert-. Pero tendremos que acompañarla.
    Hattie no intentó detenerlos, pero se devanaba los sesos buscando la manera de asegurarse de que Albert no le contaría ni una sola palabra a lord Granville sobre lo ocurrido aquella noche. Si el marqués se preocupara más por el bienestar de sus tías, ella no tendría por qué estar allí.
    En lo alto de la escalera, leyó en gastadas letras doradas la palabra «Boticario» grabada en un escaparate repleto de botellas y frascos. Una luz muy tenue alumbraba el interior.
    Hattie se dio la vuelta, levantó la barbilla y le dijo a Albert:
    -Por favor, no le cuentes esto al marqués. He venido aquí por otras personas, más que por mí, pero, de todas formas, no quiero que se entere.
    Al ver que Albert no contestaba de inmediato, Nievecilla dijo:
    -Puede confiar en Albert, señora. ¿Verdad, Albert?
    Éste suspiró y puso los ojos en blanco.
    -Sí, por supuesto. Pero insisto en que no vuelva a correr riesgos como éste.
    -No lo hará -dijo Nievecilla con regocijo en la mirada, como si le hiciera gracia la petición-. ¿Verdad, señora Leggit?
    -No, por supuesto que no -¿qué otra cosa podía decir? Además, las señoritas Worth le habían dicho que vendían las gemas muy de vez en cuando. Quizá ya no tuviera ningún trato con ellas cuando volvieran a necesitar dinero-. No te preocupes, Albert. Ahora, vamos a ver si consigo hablar con la persona que vive aquí.
    Hattie entró en el hueco que quedaba entre la puerta del establecimiento, el escaparate y la pared. Albert y Nievecilla entraron con ella, y aunque no había suficiente espacio para todos, Hattie no protestó. Levantó la mano para tocar el timbre de la puerta, pero se interrumpió.
    -¿Qué pasa ahora? -dijo Albert.
    Incapaz de explicarlo con palabras, Hattie señaló. Había una nota escrita en un trozo rígido de papel y encajada debajo del timbre. Decía: Esta noche estoy borracho y violento. Vuelva mañana.
    -
    CAPITULO 18
    -Deja de gastarme las alfombras y siéntate -le dijo John a Nathan-. Te he invitado a tomar una copa antes de salir, pero puedo retirar la invitación. Me estás sacando de mis casillas.
    -¿Por qué siempre tienes que decidir lo que hay que hacer? -le espetó Nathan-. Yo también sé pensar, ¿sabes?
    John meció su copa de coñac y contempló cómo el licor bañaba el cristal. Nathan tenía la costumbre de constatar lo evidente.
    -Mira, no pienso tolerarlo. Francis también era primo mío, y quería a Simonne como a una hermana.
    -¿Y a mí no me importan sus muertes tanto como a ti? -John levantó la vista con brusquedad-. Hay cosas que llevan tiempo, y ésta es una de ellas. Si actúo demasiado deprisa, podría echarlo todo a perder -claro que no podía actuar muy deprisa desde que Hattie había decidido ponerle problemas.
    -Si no sabes cómo seducir a una mujer, déjamela a mí.
    -No seas grosero -le espetó John. Aquello hizo sonreír a Nathan. Le gustaba sacar de quicio a su hermano.
    -Dominic querrá dar su opinión sobre este asunto.
    -¡No! -John se sostuvo la cabeza entre las manos-. No me digas que va a venir.
    -Sí. Tiene problemas con mamá, así que le insinué que a las tías les encantaría verlo.
    John levantó un brazo.
    -Esto es el colmo. Me matará con sus razonamientos... -Dominic preferiría batallar con el cerebro antes que con los músculos, aunque andaba sobrado de ambos-. Y tú me matarás con tu insistencia. Las únicas personas satisfechas en esta casa son las tías:
    Nathan gesticuló.
    -No te he dicho que Dominic quiere sorprenderlas, así que no digas nada. Llegará dentro de tres días -volvió a subir el tono de voz-. Seremos dos contra uno, y no toleraremos que te mantengas de brazos cruzados cuando hay que actuar. Y rápido.
    Nathan se quedó boquiabierto al ver a Albert, porque no había oído el golpe de nudillos en la puerta ni el tintineo de la campanilla que habían precedido su aparición en el estudio. Sólo oía su propia voz, claro.
    -Dispone de menos de una hora para salir, milord -dijo Albert, y ajustó una de las mangas de la chaqueta de John-. Tendrá el coche listo delante de la puerta a su hora.
    Nuevamente alterado, dando vueltas por la habitación, Nathan estalló:
    -Un ayuda de cámara. ¿O es un cochero? ¿Un hombre de letras? Entra en tus habitaciones sin llamar, y tú no dices nada. Te comportas como si tuviera todo el derecho del mundo a estar aquí mientras nosotros mantenemos una conversación privada.

    -Albert es todas esas cosas que dices -sonrió John-. Si no hubieras estado gritando, habrías oído la campanilla y el golpe de nudillos. Y de no, ser por Albert, ni Chloe ni yo estaríamos ahora aquí. l no me oculta nada y yo no le oculto nada a él -«excepto cuestiones privadas».
    En lugar de mostrarse humildemente agradecido por las amables palabras de John, Albert se entretuvo enderezando libros, un trabajo que correspondía a otro criado.
    -Bueno -el tono explosivo de Nathan preparó a John para lo peor-. Todavía no sé por qué tenemos que ir esta noche a la «gala», o como se llame, de ese gusano si no es para matarlo -cegado por la ira, había vuelto a olvidar la presencia dé Albert, pero cayó en la cuenta y se quedó horrorizado.
    -La muerte es demasiado benigna para algunos - señaló Albert con voz monótona. Nathan se lo quedó mirando como si quisiera hacerlo desaparecer-. Quizá deba mencionar una nota que la señora Dobbin les ha entregado a sus tías, milord -dijo Albert, sin aparente incomodidad por el cambio de tema-. Esta tarde, cuando vino a tomar el té con Nievecilla.
    -¿De qué se trataba? -preguntó Nathan.
    -Diablos, ¿cómo voy a saberlo? -replicó John-. ¿Y por qué debería importarnos? -pero le importaba porque la nota debía de ser de Hattie, aunque no se atrevía a interferir. Vigilaría más de cerca a sus tías.
    Nathan se sirvió otra copa, pero no se atrevió a tocarla. Miró a John con dureza.
    -Lo que estaba diciendo cuando nos han interrumpido -dijo- era que esta noche deberíamos zanjar este asunto.
    -Pareces haber olvidado mi plan -dijo John, cansado de la discusión.
    -Eres tú quien parece haberlo olvidado -le espetó Nathan-. No veo que hayas hecho nada.
    -En ese caso -dijo John-, quizá quieras pedirle prestadas a Albert las gafas.
    John y Nathan fueron agasajados casi desde el momento de su llegada. Atravesaron las impresionantes puertas principales de Leggit Hall y fueron recibidos por una doble hilera de trompetistas engalanados con uniformes de colores gris y burdeos, y adornos dorados. Una ele dorada brillaba en sus pechos.
    Nathan se inclinó hacia John y le murmuró al oído:
    -Exagera un poco, ¿no crees? Es una exhibición muy ostentosa.
    Al oír la música, dos mujeres salieron para acompañar a los recién llegados. Sus vestidos no eran más que piezas de muselina plisada con la que se envolvían el cuerpo. Con cada movimiento que hacían, el tejido se abría y enseñaban la piel.
    Nathan miró a John por encima de las cabezas de las mujeres y enarcó las cejas. John deseaba hacer un comentario sobre la caída de Roma, pero se mordió la lengua. Levantó la mirada y recorrió los tres tramos de peldaños curvos. Si hubiera construido él la casa, cosa impensable, el mármol no habría sido negro sino verde claro. Y no habría puesto aquellas grotescas columnas.
    Las mujeres los condujeron por un pasillo contiguo a la escalera principal, y descendieron por otros peldaños de mármol, blancos en aquella ocasión. Los trompetistas habían dejado de tocar, y se oía música de arpa y de violín en el sótano.
    -Previsible, ¿no te parece? -preguntó Nathan en voz baja.
    -Hasta ahora -le dijo John-. Aunque quizá nos aguarde una sorpresa -acercó los labios al oído de su apuesto hermano-. Mi consejo es probar todo lo sugerente pero no bajarse los pantalones.
    Nathan lo miró con regocijo. Juntos siguieron a las mujeres hasta un lugar extraordinario en el que rayos de luz azul, roja, verde y amarilla alumbraban los baños de forma aleatoria. John vio en una esquina del techo los dos discos de cristal emplomado por los que se filtraba la luz de la luna.
    John no se había equivocado respecto a la música. Hombres y mujeres, todos ellos exiguamente vestidos, tocaban violines y arpas en una plataforma situada por encima de las aguas burbujeantes y vaporosas. Unos peldaños de piedra descendían hacia los baños, que circundaban una escultura gigantesca de hombres y mujeres entrelazados en una desenfrenada orgía sexual. Los invitados reposaban en las escalinatas, y algunos nadaban entre velos de vapor.
    -Mira eso -Nathan dio unos golpecitos a John en el brazo y señaló con la cabeza. Una mujer voluptuosa se erguía, desnuda, mientras dos hombres le extendían aceites por el cuerpo. Su piel firme refulgía, y movía su negra cabellera. Uno de los hombres se sentó, la sujetó por la cintura y la atrajo a su regazo. Frente a frente, sus cuerpos se fundieron, y la mujer rodeó con las piernas la cintura del hombre. Apoyándose en los brazos, los dos empezaron a moverse, emitiendo grititos estridentes. El segundo hombre les bajó los brazos, y ellos cayeron hacia atrás, pero seguían embistiéndose, incluso cuando el otro hombre los hacía mecerse como un barco de carne trémula. John dijo:
    -Quizá esperen que arrojemos monedas y aplaudamos.
    -No se puede decir que no se estén esforzando.
    -¡Milords! -Leggit se acercó a ellos con los brazos extendidos. Tenía el rostro colorado y brillante por el deleite y los efectos de la bebida, pero sus recias piernas lo propulsaban con vigor. Cuando llegó a su lado abrió los brazos y se inclinó; parecía una bailarina rechoncha haciendo una reverencia.
    -Buenas noches -saludó John.
    -Honran mi humilde morada -dijo Leggit con su potente voz-. Claro que aquí hay muchos hombres notables.
    -Ya me he dado cuenta -corroboró Nathan-. Notables, sin duda.
    Leggit levantó un brazo y chasqueó los dedos, sonriendo y exhibiendo unos dientes grandes.
    Otras dos mujeres voluptuosas envueltas en muselina avanzaron y se arrodillaron ante John y Nathan para ofrecerles copas doradas llenas de lo que parecía ser pálido vino dorado.
    -Coñac -dijo Leggit, riendo-. Coñac francés, vino francés, exquisiteces francesas de todo tipo... incluidas algunas de las mujeres.
    Contrabando, el mismo que llevaba el barco en que habían asesinado a Francis y a Simonne. John aceptó su copa y tomó un sorbo. El coñac era bueno, pero no disfrutó de su fuego.
    A continuación, Leggit dio unas palmadas y las mujeres que estaban de rodillas se pusieron en pie. Una tomó a Nathan del brazo, la otra, a John, y los condujeron en direcciones opuestas.
    John lanzó una última mirada a Nathan y tuvo la impresión de que al conde de Blackburn no lo contrariaba mucho aquella inesperada novedad. Tenía fama de sentir debilidad por bonitas rubias.
    La mujer que conducía a John bajo los banderines de fiesta colgados entre las columnas tenía el pelo negro azulado y piel acetrinada. Sus generosos labios formaban una mueca perpetua, y sus opacos ojos azules parecían reírse de él.
    -Debo mostrarle a milord un lugar especial -dijo con voz grave y sonora-. Me han dicho que lleva una vida -muy seria, y que necesita relajarse. Se me da muy bien relajar a hombres serios.
    John no iba a poner en duda la veracidad de su afirmación.
    En el fondo de la sala de baños, la mujer se dirigió a una puerta de la pared de mármol, una de varias colocadas a cierta distancia entre sí, y John entendió entonces por qué Leggit decía que sus baños se hallaban en más de una habitación. No tardó en encontrarse dentro de una habitación íntima que tenía sus propias aguas termales, una prolongación de la sala principal, a la que el agua llegaba mediante unas tuberías.
    -Siéntese y póngase cómodo -dijo la mujer, señalándole un diván cubierto de almohadones de seda. Era el único mueble de la habitación, aparte de una mesa de mármol cargada de comida y de bebida.
    -Me llamo Lucia -le tocó el codo y, cuando John la miró, se quitó la capa de muselina y se irguió, desnuda, ante él. Una cintura minúscula acentuaba unos senos y caderas abundantes. Se acarició y se acercó a él humedeciéndose los labios con la punta de la lengua.
    Lucia le acarició el pecho por debajo de la chaqueta e hizo ademán de soltarle el pañuelo del cuello.
    -Por favor, échese y permítame hacerlo feliz.
    -Gracias, pero prefiero estar de pie.
    -No le gusto -bajó las manos al instante-. Me marcharé por otra puerta para que no me vean. Pero, por favor, espere un rato antes de salir, o me castigarán por haber fallado con usted.
    John asintió y vio cómo recogía la muselina y rodeaba el agua para alcanzar una segunda puerta. Cómo no, existía una manera discreta de salir de allí si era necesario. Lucia volvió la cabeza y sonrió.
    -Gracias por hacer lo que le pido.
    Salió, pero la puerta no se cerró del todo. De hecho, se abrió casi de inmediato y Hattie entró en la habitación.

    CAPITULO 19
    «Monedas de oro. Debo engañar a este hombre para que haga lo que mi marido me pide por unas monedas de oro». Hattie aprovechó los momentos que tardó en cerrar la puerta para recuperar la compostura.
    -Hola, Hattie -la saludó John. Un puñetazo en el estómago no podría compararse con el impacto que le había producido verla-. Hermosa mujer de verde.
    El vestido de color verde pálido de lustrosa seda tenía las mangas cortas y abollonadas, y una cinta ancha de terciopelo verde más oscuro la ceñía por debajo de los senos, excesivamente expuestos.
    -Hola -Hattie ya había estado en una de aquellas habitaciones en una ocasión, cuando el señor Leggit quiso seducirla allí. Lo habría hecho, ella no podría habérselo impedido, pero otros factores conspiraron en contra de su marido.
    -Deduzco que este encuentro no ha sido idea tuya -John lo sospechaba, pero deseaba que ella lo negara. No lo hizo.
    -No, no ha sido idea mía. Estoy avergonzada, milord. Por favor, perdóneme.
    Si él estaba avergonzado, no lo reflejaba. El marqués tenía la cara pálida y tensa, pero sus ojos le daban la bienvenida, llenos de placer y deseo.
    -Esa mujer era parte del plan -dijo-. Debía traerme aquí.
    -Me lo he imaginado. La he visto salir.
    John hizo una mueca al pensar que Hattie había visto a una mujer desnuda alejándose de él.
    -No ha habido nada...
    -Calle -dijo Hattie-. Lo sé. No sería capaz de algo así.
    Confiaba en él, lo consideraba un hombre de honor incapaz de aprovecharse de escarceos planificados. Cielos, se dijo John, en realidad, actuaba motivado por el engaño. Intentó no pensar en ello, pero la idea no dejaba de rondarlo.
    -¿Quieres sentarte? Te serviré algo de beber. ¿Has cenado ya?
    Hablaba con tanta educación, pensó Hattie, como si fuera una invitada de Worth Hall, y no una mujer a la que habían enviado allí para fingir que se dejaría seducir por un hombre que no era su marido.
    -No tengo hambre -le dijo a John-. Pero tomaré un poco de vino -el calor del alcohol la ayudaría a templarse.
    Quizá Nathan tuviera razón, pensó John, y Leggit debiera reunirse con su hacedor aquella noche. Merecía morir por el papel que había jugado en el asesinato de los padres de Chloe, y por cómo trataba a aquella joven inocente.
    Mirándola repetidas veces, sirvió vino en dos copas. El vestido no sería precioso si ella no lo llevara, y los elegantes diamantes que circundaban su cabeza no podrían refulgir si no llamaran la atención sobre su hermoso rostro. Estuvo a punto de caérsele la botella, pero la dejó con cuidado sobre la mesa y llevó las copas al diván.
    -Siéntate conmigo -dijo-. Aunque viniera alguien, no podrían culparnos por compartir este diván cuando no hay otro sitio donde sentarse.
    A Hattie se le pasó por la cabeza negarse, pero no quería. Lo único que deseaba realmente era estar allí con él, mirarlo y oír su voz, observar sus manos fuertes y el movimiento de su ropa sobre su magnífico cuerpo. Hizo lo que Granville le pedía y se sentó con la espalda muy recta en el borde del diván.
    -Me siento estúpida -el sorbo de vino le calentó un poco las venas-. ¿Qué pensará de mí? Primero, lo acompaño a sus habitaciones cuando apenas nos conocemos. Después, sucumbo a sus caricias, incluso las aliento.
    -Siempre te has comportado como una dama, como una dama de verdad -se sentó junto a ella-. No sabías que te estaba llevando a mis habitaciones.
    -Seguramente habría ido de todas formas -se sentía conmovida por los cumplidos de John, pero el rubor persistía en su rostro-. Me pareció apuesto, y todavía me lo parece. Pensé que era todo lo que podía desear en un hombre. Debe existir alguna perversión en mí... No debería decir estas cosas.
    Él le cubrió una mano con la suya.
    -La sinceridad no es un pecado. ¿Qué tiene de malo decir que te atraía? Tú me embrujas, Hattie. Desde que te vi por primera vez, cuando estabas pintando cerca del, puente, no te has alejado mucho de mis pensamientos.
    Hattie inclinó la cabeza, pero no antes de que John viera el brillo de las lágrimas.
    -Soy una mujer casada.
    -Y detesto que lo seas. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué accediste a casarte con Leggit? Has sido ambigua y me gustaría que me dieras una explicación.
    Hattie lo miró.
    -Jamás lo comprendería y, de todas formas, no quiero hablar de eso -nunca, nunca, porque los hombres poderosos como el marqués no tenían paciencia con los problemas de la gente humilde-. Tenía una vida antes de que el señor Leggit se obsesionara conmigo, una vida sencilla pero buena. No quería dejarla. Es lo único que puedo decir.
    -Muy bien. Dime lo que tu marido espera que hagas esta noche.
    Hattie quería llorar por lo humillante de la situación.
    -Hattie -murmuró John, y deslizó el dorso de un dedo por su cuello-. Dulce muchacha, por favor, no te sientas incómoda conmigo. Nunca. Me destruirías - quizá lo destruyera de todas formas. Con cada momento que pasaba con ella le costaba más concentrarse en los motivos de su visita a Leggit Hall aquella noche.
    -Estoy avergonzada -dijo Hattie, y apoyó la mejilla en la mano de John-. Ninguna mujer digna soportaría estar en mi lugar. Pero me ha preguntado qué debo lograr esta noche. Se lo diré.
    John sufría viendo cómo cerraba los ojos con fuerza, dejando que las lágrimas le humedecieran las pestañas.
    -Tranquila -le dijo-. No hay nada que no puedas pedirme -dejó las copas de vino y apoyó la cabeza de Hattie en su hombro-. Dilo de una vez.
    Quedarse allí donde estaba, en el hueco del hombro de Granville, sería el paraíso. John le acarició la cabeza con la barbilla.
    -Déjame que te haga la vida más fácil -¿dónde estaba el tipo frío que se suponía que era? Sería mejor que recuperara a ese hombre, y deprisa.
    -Hay algo que puede hacer -dijo Hattie. Se volvió hacia John, le besó el cuello por encima del pañuelo y a él se le aceleró el pulso. ¿Cuánto debía resistir un hombre? Aquello no era sólo un plan para poner en ridículo a un hombre vicioso y arrogante que debería ahogarse en su vanidad. Ya no era tan sencillo. En aquellos momentos, John tenía un doble propósito. Seducir a la joven, desde luego, pero también salvarla de la ira posterior de Leggit.
    -Si pudiera facilitarle al señor Leggit la asistencia a un par de celebraciones importantes, y a reuniones íntimas de personas de cargos elevados...
    -¿Por qué lo ansía tanto? -dijo John. Frotó los brazos fríos de Hattie y, después, la soltó para despojarse de la chaqueta-. No protestes o me enfadaré contigo -dijo, y la envolvió en su chaqueta. Al hacerlo, apoyó los pulgares sobre los generosos senos de Hattie, por encima del escote que apenas cubría sus pezones. Ella no dejaba de mirarlo a la cara.
    -Milord -dijo Hattie.
    -No -replicó-: Cuando estemos a solas, debes llamarme John. Ese es mi nombre, y tú, más que nadie, debes usarlo.
    -John -dijo Hattie con suavidad por primera vez-. El señor Leggit quiere conocer a todas esas personas influyentes porque espera ser aceptado en sus círculos sociales y establecer alianzas lucrativas con sus nuevas amistades.
    John no imaginaba a Leggit codeándose con la nobleza. Él despreciaba a muchos nobles, pero sabía que reconocían rápidamente a un intruso. Aun así, podría organizar algo, si así le hacía la vida más agradable a Hattie, al menos, hasta que completara su misión.
    -¿En qué piensas? -dijo Hattie.
    -En que eres una joven muy valiente. Se te podría perdonar que huyeras de todo esto.
    - No - Hattie se aferró al chaleco de John No puedo huir. No hasta que no haya hecho lo que debo.
    -¿Y qué es? -¿podría ser que le importaran demasiado el dinero y la posición social?
    -Lo único que te puedo decir es que no puedo pensar sólo en mí misma, sino que debo proteger... - elevó el rostro para mirarlo-. Hay personas en mi vida que han sufrido mucho, en parte, por mi culpa. No puedo abandonarlas.
    -Pero ¿podrías abandonarme a mí? -dijo John, sin avergonzarse de su manipulación.
    -No -dijo ella despacio-. No, no podría abandonarte si existiera otra salida. Pero no podemos seguir así.
    John respiraba cada vez más deprisa. Hattie ya le había dicho que Leggit esperaba que lo tentara pero que no lo satisficiera.
    -Tienes razón -dijo-. Pero tampoco podemos negarnos un poco de placer.
    Hattie se estremeció. Cubrió las manos de John y las apretó con fuerza contra su pecho.
    -No hay razón para que hagas sacrificios por mí. Si sigues tu camino y no vuelves a ver al señor Leggit, me las apañaré. Me han... Conozco las necesidades de los hombres. Un encuentro como éste sólo puede dejarlo sintiendo... dolor, imagino. Y cierta inflamación de la mente.
    «Inflamación de la mente». Ése era un término interesante para explicar la frustración y la excitación que sólo podía calmar, aparte de con otra mujer, montando a caballo hasta agotarse.
    ¿Qué hacía que Leggit estuviera tan seguro de que su esposa no podría sucumbir a otro hombre... o ser forzada por él? Lanzó una mirada a la puerta y adivinó la respuesta. Había ruidos que no podían evitarse, e imaginó que alguien estaba escuchando al otro lado, dispuesto a entrar.
    Pero él era un simple mortal.
    Se le nublaban los sentidos allí donde ella apretaba las manos contra su pecho, y sentía el anhelo de saborearla, de hacerle el amor hasta que se quedaran dormidos. Sería una manera más agradable de agotarse que montando a caballo.
    Pero, a pesar de que la abrazaba, ella estaba fuera de su alcance.
    Hattie no lograba descifrar las expresiones de John. Cambiaban pero todas ellas eran intensas. Había tomado las yemas de los dedos de Hattie entre los suyos mientras le acariciaba los senos, y no apartaba los ojos de ella. Su intensidad la asustaba y la excitaba al mismo tiempo.
    -Necesito abrazarte -dijo, y la estrechó entre sus brazos, apoyando el rostro de Hattie en su cuello. Tenía las manos en la espalda de ella, la acariciaba, la tranquilizaba, la sujetaba con tanta fuerza que parecía un escudo contra el mundo. John le besó el cuello, los hombros, y ella se aferró a él con los ojos cerrados-. Hattie -le murmuró al oído.

    CAPITULO 20
    Hattie no quería abrir los ojos y ver dónde estaba... ni sentir cómo la magia se le escapaba. No quería afrontar la realidad de que aquellos podían ser sus últimos momentos de intimidad.
    John la besó en la barbilla. No lo miraba, pero él percibía su desesperación. Él tenía la culpa. Antes de planear utilizar a la esposa de Leggit para acabar con éste debería haber conocido a la mujer. Se vengaría, pero ¿y luego? ¿Viviría el resto de su vida atormentado por el rostro de Hattie?
    -¿Me estás escuchando? -murmuró John. Ella asintió-. Me gustaría besarte en la boca.
    -¿Haría que te sintieras mejor?
    -Creo que sí -mintió.
    Con las manos en la cintura de John, Hattie acercó los labios a su poderosa mandíbula y deslizó la lengua por su piel hasta el oído. Siguió avanzando hacia la sien, pero era demasiado alto para ella. Crujió su vaporoso vestido, y antes de que John pudiera adivinar sus intenciones, Hattie se arrodilló sobre el diván, junto a
    él, con los codos apoyados en los hombros de él y la cabeza de John atrapada entre sus antebrazos y manos. Sólo tenía que moverse unos centímetros para enterrar el rostro entre sus senos... y arriesgarse a poner fin al momento.
    Hattie acariciaba el pelo grueso de John entre los dedos. Las cejas se arqueaban sobre unos ojos muy azules. Quería explorarlo despacio, y se sentó de lado en sus rodillas para acercar los labios a su entrecejo, a los rabillos de los ojos, a la nariz, a los pómulos.
    No lograba acercarse bastante. Retorciéndose, levantó una rodilla para poder llegar al mentón y besarlo allí.
    Era un simple mortal, se dijo John una vez más. Los besos y abrazos de Hattie le aceleraban la sangre. El movimiento apremiante de sus glúteos sobre su ingobernable virilidad era casi insoportable. Agitó las manos en el aire, y se alegró de que ella tuviera los ojos cerrados.
    -Ahora me toca a mí -dijo, y la besó en la boca con el doble de fuerza de la pretendida. Le separó los labios y hundió la lengua en su interior.
    Y Hattie se balanceaba sobre la punta de su pene. La sangre que palpitaba por todo su cuerpo se concentró en una única parte o, al menos, eso parecía. Estaba mareado, ¿no? ¿O conmocionado?
    Por mucho que lo intentaba, y el esfuerzo era patético, no podía reprimir la necesidad de hundirse en la boca de Hattie una y otra vez. Rezaba para que aquella parodia de la penetración suavizara el anhelo que lo hacía elevar las caderas hacia ella cada vez que Hattie se movía.
    Aquella caricia frenética enardecía a Hattie. Jamás había experimentado nada igual. Dobbin le había hablado de momentos como aquél, y Hattie empezaba a creerla.
    Con tanta brusquedad que Hattie se olvidó de respirar, John la levantó en brazos y se puso en pie. Ella volvió a besarlo y él le devolvió la caricia. Eran como animales devorándose el uno al otro. Su fuerza, la facilidad con que la sostenía, le derretía los huesos y, de haber podido, habría desaparecido dentro de él para siempre.
    -¿Hattie? -no era un susurro ni un grito, sino un ruego entrecortado-. Para mí no ha cambiado nada desde que te conozco, salvo que cada vez estoy más desesperado por hacerte mía. No tiene sentido ser sutil. Tú no amas a tu marido. Prácticamente, eres su esclava, y él no te merece. Te adoro, mi amor. Por favor, ¿me permitirás que busque la manera de estar juntos?
    -Juntos ¿cómo? -Hattie sabía lo que John estaba sugiriendo, pero debía recomponerse para tomar una sabia decisión.
    -Como si fuéramos marido y mujer -no podía ser más explícito. Estaba convencido de que no había tenido una aventura antes y quería que comprendiera exactamente lo que le estaba pidiendo-. Podría pedirte que fueras mi querida, pero no es así como deseo pensar en ti.
    -Pero sería tu querida -dijo Hattie, sorprendiéndolo con su franqueza.
    Fingir no la llevaría a ninguna parte. Postergar el acostarse con él prolongaría su desdicha y le robaría los contados momentos de éxtasis de que podría disfrutar. Y aunque él no lo sabía, sus encuentros le proporcionarían suficiente dinero para rescatar a sus padres y para mantenerse durante la vida solitaria que la aguardaría.
    En esa vida siempre sería una esposa, porque no albergaba la esperanza de obtener el divorcio, pero nunca una amante, nunca más. Un hombre como John podía disfrutar de una aventura con una mujer que
    fuera de su agrado pero, con el tiempo, tendría que casarse y tener hijos, y la aventura tendría que cesar. Hattie no consideraría otra posibilidad después del matrimonio de John y, de todas formas, él ya no la desearía en cuanto le confesara que lo había utilizado.
    -Contéstame, Hattie -le suplicó-. ¿Me dejarás que te haga mía? ¿Me dejarás que te proteja de tu marido?
    -Déjame de pie -dijo Hattie, haciendo acopio de valor. John obedeció enseguida. Ella se alisó las faldas y se retocó el pelo. Los diamantes de la cabeza se le habían torcido, y se los ajustó.
    -Ya es hora de que vuelva a mis habitaciones. El señor Leggit querrá saber si he tenido éxito en mi misión.
    -No te vayas todavía.
    Hattie retrocedía con la mirada baja. -Deberás ser tú quien me guíe. John frunció el ceño. -¿Quien te guíe?
    -Nunca he sido la querida de nadie.

    CAPITULO 21
    -Llámeme Porky. Todo el mundo me llama así.
    La segunda incursión nocturna a Farthing Lane había transcurrido como la primera, sólo que en aquella ocasión, Nievecilla y Hattie habían descolgado las lámparas del carruaje y las habían sostenido en alto para asegurarse de que no las acechaba ningún bribón. Después, Nievecilla había regresado al carruaje para vigilar si aparecía algún rufián mientras Hattie se encontraba en la botica.
    -Gracias -dijo Hattie. Habían transcurrido dos días y medio desde que había dejado a Granville de pie en el cuarto privado de los baños, y no había recibido noticias suyas. Él, que había querido protegerla... y convertirla en su amante-. Entonces, lo llamaré así, Porky. Encantada de conocerlo.
    Estrechó la mano de un anciano imberbe y octogenario. La piel lisa de su rostro redondeado caía en forma de pliegues por debajo de la barbilla y se apergaminaba en las manos de gruesas venas de color púrpura. Se balanceaba sobre los pies detrás de un mostrador repleto de botellas, frascos, envases de hojalata y de madera, morteros y majadores, y un cuenco semiesférico suspendido sobre la llama de una vela. Un líquido verde azulado bullía dentro del cuenco, y delgadas serpientes de vapor ascendían y propagaban un olor. similar al del ruibarbo.
    -Me han sugerido que viniera a verlo -dijo Hattie-. Vine la otra noche, pero estaba borracho y violento -cerró los ojos y movió la cabeza-. Discúlpeme, soy demasiado franca.
    -Yo diría que sí, jovencita -Porky hablaba como un caballero-. Nunca tome nada que no sea té. ¿Le apetece un poco? Té de raíces del río... de raíces recogidas del lecho del río Avon, por supuesto. Es muy bueno para las mujeres. Calma la histeria, los mareos y demás. Sí, ya veo que necesita té de raíces.
    Si aún no las necesitaba, no tardaría en hacerlo.
    -Señor Porky, no he venido a pedir pociones. Pensaba que regentaba otro negocio.
    - ¡No se altere! -el balanceo se convirtió en saltitos-. No se quite el sombrero. El té de raíces está casi listo. Venga aquí y siéntese. Y me llamo Porky, no señor Porky.
    Salió corriendo de detrás del mostrador para tomarla del brazo con dedos sorprendentemente fuertes y la condujo hacia el interior de la tienda. La borla plateada del sombrero redondo de seda que cubría sus rizos blancos se balanceaba delante de sus ojos negros.
    -Siéntese ahí -en la trastienda, la instaló en un sillón amplio y blando-. Y cálmese.
    -Estoy calmada, Porky.
    -¿Lo está? -tomó un hervidor del fuego y vertió agua hirviendo en una tetera-. Tiene que reposar -le dijo-. Así que, si no está alterada ni histérica, y no tiene mareos, ¿qué hace aquí?
    Hattie respiró para serenarse.
    -Ya se lo he dicho; pensaba que tenía otro negocio -señaló la tienda con la mano-. Aparte de ése.
    Porky frunció el ceño. Sirvió un té pálido en unas tazas de porcelana de color rosa y le pasó una a Hattie.
    -Beba.
    Las personas sensatas no tomaban nada que estuviera hecho con raíces recogidas en el lecho del río Avon. Porky apuró su taza, chasqueó los labios y se sirvió un poco más. Hattie tomó un sorbo de té.
    -Está bueno, ¿verdad? -dijo Porky.
    -Exquisito. Sabe a...
    -Lavanda. Es cierto que tengo otro negocio. O puedo tenerlo, si quiero. ¿La envían Prunella y Enid?
    Tras un primer momento de perplejidad, Hattie metió la mano en el bolsillo que llevaba atado a la cintura y sacó el rubí envuelto en el pañuelo de la señorita Prunella Worth.
    -Así es -le dijo-. Lamento que se encuentren en una situación apurada.
    Porky la taladró con sus luminosos ojos negros.
    -Tiene usted buen corazón. Ellas lo saben. Por intuición. Es una habilidad femenina.
    -Tengo entendido que puede comprar y, después, revender.
    -Así es. ¿Que trae esta vez?
    -Un rubí -contestó Hattie, mientras abría el pañuelo.
    -¿Por qué no ha venido Boggs?
    Hattie carraspeó. La minúscula trastienda, separada del mostrador por un biombo de bambú, resultaba asfixiante.
    -El marqués está de visita en Worth House y Boggs no quiere venir por si acaso milord lo averigua y lo despide.
    -¿El marqués? Ése debe de ser el chico de Henrietta. El primogénito. Comprendo a Boggs. No puede correr riesgos a estas alturas de la vida. Yo sé lo que es correr riesgos peligrosos -Porky, que era muy delgado, tomó el rubí entre dos dedos y lo sostuvo ante sus ojos. Con tal rapidez que Hattie se preguntó si lo habría imaginado, también le arrebató el pañuelo y se lo guardó en la manga de su chaqueta de terciopelo verde. Hattie no consideró oportuno mencionar la desaparición del pañuelo-. Muy, muy bonito -dijo Porky-. Había sacado una lupa para estudiar con más detenimiento la joya-. Aquí tiene -de un cacharro de loza con tapón de corcho sacó quince soberanos. Cuando se los entregó a Hattie, ésta los examinó. No parecía suficiente por un gran rubí.
    -Porky, el otro día, las señoritas Worth me estaban explicando cuánto les cuesta mantenerse. Tuve la impresión de que, puesto que la vida se ha vuelto muy cara y usted lleva años pagándoles lo mismo, no les da para mucho.
    -Qué traviesas -dijo, y sonrió como un niño satisfecho-. No pierden su espíritu. Ahora, váyase y déles el dinero, pero no les diga que ha pedido más. Ya conocen nuestras reglas.
    -¿Porky? -preguntó una voz atronadora desde otra habitación-. ¿Con quién hablas? ¿No será...?
    -¡No! -gritó Porky-. No es más que un cliente. Ya se marcha. Ya, ya -dijo, e hizo un gesto para que Hattie se levantara y recogió la taza al mismo tiempo-. Salga, sea quien sea. Salga.
    Hattie salió precipitadamente de la tienda y bajó corriendo los peldaños de piedra, escudriñando la oscuridad. La cabeza le daba vueltas por la escena tan extraña que acababa de vivir.
    El dinero le pesaba en el bolsillo y tintineaba mientras corría.
    -Ya lo he hecho -le dijo a Nievecilla, y abrió la puerta del carruaje.
    -Y tanto que lo has hecho, inconsciente.
    La voz pertenecía a John, al igual que el carruaje. Con los nervios, había estado a punto de subir al coche verde oscuro del marqués. Giró en redondo y chocó con un pecho sólido; dos brazos fuertes la instalaron, sin ceremonias, en uno de los asientos del carruaje.
    - Nievecilla - graznó Hattie -. Nievecilla me está esperando.
    -Está sentada en ese horrible carruaje suyo, y Albert lleva las riendas. No conseguía conciliar el sueño, y lo vi salir corriendo hacia los establos. Lo seguí y, como es un hombre honrado, me lo ha contado todo. No entiendo por qué los hombres honrados tenemos que soportar a mujeres exasperantes como tú -hizo una seña a su ayudante-. Vete, Albert. Yo me ocuparé de esto.
    El carruaje amarillo se alejó, y John subió para sentarse frente a Hattie.
    -Puesto que me has despojado del medio de transporte con que pretendía volver a casa -dijo Hattie-, lo menos que puedes hacer es llevarme allí. Bastará con que me dejes en la carretera que pasa por delante de la finca. Yo iré andando hasta la mansión.
    -Dios mío -John se quitó el sombrero y lo arrojó a un rincón del carruaje-. Estás loca. ¿Quieres tropezar con algún villano? -cerró la puerta con fuerza y bajó los estores.
    -Puedo cuidarme sola -dijo Hattie, sintiéndose tan temeraria como él había sugerido-. Me he criado en Londres y sé cómo evitar el peligro.
    -Entonces, ¿qué ha ido mal? ¿Cómo es que sabes evitar el peligro pero vienes aquí esta noche y entras en ese, ese...? ¿Qué es?
    -Una botica -dijo.
    John la miró a la tenue luz del carruaje. En su rostro, Hattie reconoció, primero incredulidad, después enojo y por último una emoción más profunda.
    -¿Te ocurre algo, Hattie? -el cambio de tono de voz la sorprendió, y vio cómo John la observaba con atención, como si pudiera leer en su rostro la respuesta-. ¿Estás enferma?
    -No, por supuesto que no.
    -Yo creo que sí. Por eso has venido a esa tienda. No tienes a nadie en quien confiar en esa gélida casa en la que vives.
    Hattie bajó la cabeza. Era evidente que Albert no había dado detalles sobre su primera visita a Farthing Lane. Cómo no, quería proteger a Nievecilla.
    -Háblame -la apremió John con suavidad, y se movió en los estrechos confines del carruaje para sujetar las piernas de Hattie entre las de él-. Por favor. No te arriesgarías tanto si no creyeras que es tu única elección. Sea lo que sea, te ayudaré. Te llevaré conmigo y me aseguraré de que recibas los mejores cuidados.
    Estaba preocupado por ella. Hattie inclinó la cabeza, parpadeó, e intentó frenar las lágrimas. Aunque estaba conmovida, no podía permitir que John siguiera imaginando cosas terribles.
    -Té de raíces -dijo, lamentando no tener una provisión en el bolsillo-. He oído que era bueno para... para los problemas de las mujeres. Para esos momentos en los que nos sentimos tristes o enojadas y no podemos evitarlo.
    John parpadeó. Era cierto que sufría durante sus días del mes, pensó Hattie, pero jamás había imaginado que hablaría de ello con un hombre.
    -Y dolor -dijo en voz queda-. Raíces del lecho del río Avon. Sabe a lavanda y hace que una mujer se sienta más fuerte -¡y se sentía más fuerte!-. Me habían dicho que éste era el mejor establecimiento para adquirirlo.
    El suspiro de John agudizó la culpa de Hattie. John se inclinó hacia delante para apoyar su frente en la de Hattie.
    -Me habías asustado. No soportaba imaginarte enferma. Eres una mujer muy valiente, ¿lo sabías?
    -Para algunas cosas. Las ratas no me hacen mucha gracia.
    Guardaron silencio y se miraron a los ojos hasta que sus sonrisas se desvanecieron. John tomó el rostro de Hattie entre las manos y la besó con tanta ternura que ella profirió un gemido. La volvió a besar, una y otra vez, y Hattie notó que él se contenía.
    A continuación, John se concentró en sus dedos, y no dejó sin acariciar ni una pizca de espacio entre ellos. Terminó con besos profundos en las palmas de las manos.
    Los hormigueos que John despertaba en ella la hacían sentirse extrañamente maravillosa. Sentía los senos llenos, los pezones endurecidos, y deseaba que él se los tocara. Pero lo más preocupante de todo era que notaba humedad entre las piernas. Para colmo, era incapaz de mantener inmóviles las caderas.
    Los besos se volvieron más apasionados. John le soltó la capa y se la retiró de los hombros. Abrió más las piernas y la sentó en uno de sus muslos.
    -He permanecido despierto toda la noche pensando en hacer esto... contigo -el sonido de sus respiraciones llenaba el interior de la carroza-. Tengo que hacerte mía.
    Con los brazos en tomo al cuello de John, Hattie le permitió que deslizara los dedos por su cuello, después, más abajo, hasta que abrió las manos sobre las curvas superiores de sus senos. Bajo los glúteos notó que su miembro crecía y se endurecía. Aquello era lo que el señor Leggit no lograba hacer con su propio cuerpo. No quería pensar en eso. John estaba cada vez más excitado y ella sentía un latido a través de la ropa.
    John cerró los labios y los dientes por encima de uno de sus pezones, y Hattie no podía parar quieta. Se incorporó y desnudó sus senos para él; se los levantaba, embriagada por la sensación que él le producía cuando los tomaba dentro de su boca.
    -Hattie -murmuró-. Eres tan hermosa... Déjame entrar.
    Hattie bajó la cabeza para besarlo en los labios con la boca abierta e imitó lo que él hacía cuando le introducía la lengua.
    La risa retumbó en la garganta de John de forma inesperada. Debía de estar haciéndolo muy feliz. Hattie se puso frenética al pensarlo y lo besó con desesperación.
    Por fin, volvió a sentarse en el muslo de John y descubrió que éste había deslizado una mano por debajo de sus faldas. John le acariciaba la cara interior de las piernas, deslizando los dedos hacia arriba. Cerró los dedos, salvo el pulgar, debajo de ella. Con el pulgar, se abrió paso entre el vello que la cubría y encontró un punto en su carne que le produjo sensaciones intensas. Hattie volvió a elevar sus senos hacia él, y John se los mordisqueó. La acarició allí mientras seguía tocándola con el pulgar.
    -Ah -gimió-. Ay, John -sentía sacudidas, y lo buscaba con su cuerpo. De pronto, se convulsionó y saltó hacia delante, aferrándose a su otro muslo. Una tras otra, fue absorbiendo las sensaciones más extraordinarias de fuego, palpitación y placer-. Aaah -por fin, se quedó inmóvil y en silencio.
    El fragor que la había sacudido remitió, y se quedó sin fuerzas.
    -John -murmuró-. Ha sido maravilloso. Gracias.
    -Tú has sido maravillosa -le dijo John, que seguía respirando con dificultad. Le levantó las faldas hasta las caderas y la besó... «allí». A Hattie le gustaba, pero estaban en un carruaje y podía aparecer cualquiera en cualquier momento.
    John volvió a tocarla.
    -John -dijo en voz baja-. Es demasiado pronto. Quiero hacer eso pero, justo ahora, no.
    -Justo ahora, no? -la sonrisa de John era perversa-. Éste es el momento justo, mi amor -con una mano empezó a abrirse los pantalones, sin dejar de besarla en todos aquellos lugares en los que ella no volvería a pensar sin recordar las caricias de John en ellos.
    -Eres tan dulce conmigo... -susurró Hattie-. Esa sensación te quita las fuerzas. ¿Te has dado cuenta?
    -Mmm... sí. Al final. Voy a hacerte el amor, Hattie. Ponte de pie y siéntate a horcajadas sobre mis caderas. Hattie, no sabes cuánto he deseado esto. Eres mi sueño.
    Hattie observó cómo se bajaba los pantalones y se revelaba ante ella. Ver su carne pujante le produjo una oleada de calor por toda la piel. Estaba en llamas.
    -Vamos -la apremió John-. Levántate y ven a mí.
    El carruaje tembló, y Hattie oyó el viento aullando por la estrecha calle. Volvió a mirar el miembro de John.
    -¿Hattie?
    Lo tocó con mucho cuidado, lo acarició, apoyó la mano donde podía sentir la sacudida de respuesta en su carne. Hattie lo deseaba.
    Pero no allí. No en un carruaje, en medio de una calle lúgubre, con el viento ululando y la lluvia golpeando los cristales. No podía hacerlo.
    -¿Hattie? -insistió John-. No puedes hacerme esto, mujer. Aceptar tu placer y dejarme así.
    -Querías hacerme el amor -dijo Hattie, mientras se ajustaba las faldas. Intentó ayudarlo a subirse los pantalones, pero él le apartó las manos-. Lo siento. Es que me siento vulnerable así, aquí.
    -No te has sentido vulnerable hasta que yo no he terminado contigo.
    -Bueno, entonces no podía pensar. Y no esperaba perder la cabeza de esa manera. Bueno, no he perdido la cabeza, pero me lo pareció cuando...
    -Sí -se había ajustado la ropa y se estaba inclinando para recoger el sombrero-. Lo entiendo perfectamente -la miró directamente a los ojos-. Mañana por la tarde, Leggit está invitado a asistir a una reunión de caballeros. Son personas muy influyentes. Hablarán de cuestiones internacionales, cenarán, y jugarán a las cartas. Dudo que regrese a casa antes de la madrugada. ¿Tienes las llaves?
    Hattie asintió.
    -¿Sabes montar a caballo?
    -No muy bien, pero sí.
    -¿Tienes montura propia?
    -Un poni.
    -El tirano no estará en casa. Encuentra la manera de sacar el poni y de venir a verme antes de que oscurezca. Espera en el camino que pasa junto a Worth House hasta que se haga de noche. Ata allí el poni, justo detrás del seto. Usa las llaves y deja todo lo demás en mis manos.
    Hattie inclinó la cabeza.
    -No pienso ir.
    John rió, y aquella carcajada le heló el corazón.
    -Yo creo que sí. Entiendo tu lealtad hacia tu marido; es admirable. Pero hay otras maneras de darme placer... como ya sabrás. No me hagas esperar mañana.

    CAPITULO 22
    Lo que había hecho, fuera lo que fuera, lo había hecho mal. ¿Cómo debería haber correspondido a lo que John le había hecho de forma tan maravillosa? Bueno, quizá no estuviera siendo del todo sincera consigo misma. Sabía lo que él quería, al menos, la última parte, porque Dobbin se lo había descrito y el señor Leggit había intentado hacerlo con ella.
    -¿Señora Leggit? ¿Se ha despertado ya? -Dobbin había entrado en el dormitorio de Hattie varias veces para hacerle la misma pregunta y, como antes, Hattie había permanecido boca abajo sobre la cama, con las sábanas cubriéndole la cabeza-. Dios mío, ¿qué ha hecho?
    Hattie se quedó inmóvil. Dobbin no le había preguntado eso antes.
    -¿Es cierto? El señor Leggit me ha dicho que vendría a verla cuando volviera de hablar con su abogado, y hace rato que salió. El servicio del desayuno lo ha oído y algunos han sonreído entre sí. Como si no les hubiera extrañado.
    Hattie se tumbó boca arriba pero mantuvo las sábanas sobre la cara.
    -El señor Leggit va a ver a su abogado regularmente -murmuró-. No tiene nada de particular.
    -Estaba enfadado.
    - Siempre está enfadado por las mañanas, y las dos sabemos por qué.
    Las cortinas se abrieron, dejando entrar raudales de luz en la habitación. Hattie asomó la cabeza por encima de las sábanas y parpadeó.
    -No quiero que sea de mañana -dijo-. Ni hoy ni ningún otro día.
    -Le traeré una buena taza de té -dijo Dobbin. Tenía las cejas fruncidas por la angustia, y estaba pálida.
    -¿Tiene algunas raíces? -quizá el té de Porky fuera muy conocido y ella no hubiera oído hablar de él porque no había vivido en Bath. Dobbin se la quedó mirando.
    -¿Está pensando en envenenarse? Por favor, ni se le ocurra. No hay nada lo bastante terrible para eso. La ayudaré. Sea lo que sea lo que ocurra, estaré de su parte.
    Hattie bajó las sábanas y se incorporó para recostarse en las almohadas. No se había molestado en ponerse un gorro de dormir y el pelo le caía sobre la cara.
    -¿De qué hablas, Dobbin, querida?
    -De lo que los criados comentan sobre el señor Leggit y usted.
    Hattie se retiró el pelo de la cara y entornó los ojos. -¿Y qué es, exactamente? -Dicen que el señor Leggit está enojado con usted. -¡Dobbin! - Hattie tuvo un pensamiento repentino-. A veces, no pienso. No pienso en absoluto. ¿Por qué no se me ocurrió ir a Bath a caballo?
    -Por favor, concéntrese en los problemas de hoy -Dobbin puso los ojos en blanco y suspiró-. No se le ocurrió ir a Bath a caballo porque lo tiene prohibido, por eso. El señor Leggit jamás lo consentiría.
    -¿Y cómo se habría enterado? Lo habría hecho igual que ayer, sólo que habría montado a Jolly en lugar de utilizar el carruaje de Nievecilla.
    - ¡Calle! - Dobbin se acercó a Hattie y le habló en un susurro-. Debemos tener cuidado. Alguien se ha enterado. Eso significa que han estado espiándola y siguiéndola. No se le ocurra montar en poni en la oscuridad. Podría caerse... o algo peor.
    Hattie se la quedó mirando.
    -¿El señor Leggit está al corriente de mis escapadas a Bath?
    -No lo sé. Pero el servicio, sí. Algunos. Y a Smythe se lo veía satisfecho esta mañana, lo cual no es propio de él. Estaba sonriendo. Creo que el señor Leggit sabe lo que ha hecho.
    -Si lo sabe, lo he echado todo a perder - temblando, Hattie se levantó de la cama y metió los brazos en la bata que Dobbin le ofrecía.
    ¿El señor Leggit se había enterado de sus viajes nocturnos? Hattie se sentía indispuesta, fría y desesperada. Le resultaba imposible imaginar que Leggit pudiera saber que había estado en el carruaje con John y que él... que él había hecho lo que había hecho con ella. Había disfrutado de cada momento. Pero ¿que el señor Leggit se hubiese enterado?
    -Es horrible.
    -Vamos, vamos -dijo Dobbin, acariciando la espalda de Hattie-. ¿Tan terrible puede ser que fuera a una tiendecita?
    Hattie giró en redondo y se encaró con ella.
    -Lo sabe -susurró-. Sabe adónde fui -Nievecilla debe de habérselo contado.
    -No lo sabía hasta que no se lo he oído comentar a dos doncellas. Así que es cierto. Es allí adonde fue,
    ¿a una tienda?
    -Sí -dijo Hattie con aspereza-. Alguien ha tenido que seguirme. Pero ¿cómo es posible, si no se lo he dicho a nadie?
    Sin previo aviso, Dobbin rompió a llorar.
    -Me lo ha... me lo ha dicho a mí.
    Hattie se quedó pensativa.
    -Calla. Necesito pensar.
    -Cree que se lo he contado al señor Leggit - gimió Dobbin-. Pero no lo he hecho.
    -Tranquilízate -pese a lo asustada que estaba, no toleraba el pánico, ni suyo ni de otra persona-. ¿Se lo has contado al señor Leggit?
    -No -Dobbin movía la cabeza una y otra vez-. Se lo prometo, señora Leggit, jamás se lo contaría.
    -Entonces, no lo has hecho. No tengo ninguna duda de quién es el gusano que me ha seguido.
    -¿El señor Smythe?
    -El mismo.
    -Pero no la seguiría si el señor Leggit no se lo hubiese encargado.
    -Sí, lo haría. No le agrado. Y haría cualquier cosa para deshacerse de mí. Cree que me interpongo entre él y el señor Leggit. Quiere ser su hombre de confianza.
    Dobbin se estremeció.
    -Podría tener ese honor -Dobbin se quedó boquiabierta y tragó saliva-. Ay, señora Leggit, ¿qué he dicho? No quería insinuar...
    -Sí, lo has insinuado. Calla, tengo otras cosas en que pensar.
    Como en un corazón roto, o casi roto. Lo estaría si no se sintiera tan furiosa con John. Se había comportado como si ella lo hubiera obligado a hacerle «eso»,cuando Hattie ni siquiera sabía que existía. A fin de cuentas, el único hombre que se había acercado a ella era el señor Leggit y, desde luego, no la había acariciado como John.
    -Los hombres pueden ser tan irrazonables, Dobbin...
    -Cierto, señora Leggit -Dobbin se sorbió las lágrimas.
    -Bueno, quizá las cosas no siempre sean fáciles aquí, pero vivimos resguardadas -de pronto, hablaba como una esposa resignada dispuesta a hacer de tripas corazón-. Creo que las cosas mejorarán -quizá, cuando el señor Leggit envejeciera tanto que no pudiera seguir dándole la lata... Se estremeció-. Debo vestirme. El vestido amarillo de tafetán será perfecto para hoy, y al señor Leggit le gusta cómo me sienta ese color.
    - ¡Ay, señora Leggit! -Dobbin echó a andar hacia el armario, sorbiéndose las lágrimas mientras se alejaba-. Es usted tan buena y tan valiente...
    Bea llamó a la puerta y entró con la bandeja del desayuno. Sonrió a Hattie y a Dobbin.
    -No debería contarles lo que ha dicho la cocinera cuando le he pedido el desayuno para usted, señora Leggit -profirió una risita-. Pero tiene tanta gracia que lo haré. Ha dicho que pronto será la hora de comer, y que es una lástima que la cabeza de la señora no sea un reloj, porque lo llevaría a arreglar.
    Hattie sonrió. Bea se dio unas palmadas en las rodillas.
    -¿A que es una descarada? -dijo, y se dispuso a ayudar a Dobbin a vestir a Hattie-. Está preciosa, señora Leggit -dijo Bea-. Como el día. Caray, hará juego con los narcisos.
    Hattie se ajustó el corpiño.
    -¿Quizá un pañuelo? Hay uno de encaje con bordados de florecillas amarillas.
    -Si se lo pone, el señor Leggit se lo quitará -dijo Dobbin en tono práctico-. Lo hizo la última vez, y usted lloró cuando se fue.
    Hattie no dijo que solía llorar después de ver al señor Leggit, independientemente de lo que éste hiciera o dejara de hacer.
    La puerta se abrió de par en par y por ella entró el señor Leggit vestido con una chaqueta a franjas blancas y amarillas, un chaleco plateado con lujosos bordados y unos pantalones de color carne que se adherían a todas las curvas de su piel. Hattie sospechaba que aquel día se había puesto un poco de relleno.
    A Hattie no le impresionaba.
    - ¡Fuera! -ordenó con un ademán. Se adentró con paso ligero, sosteniendo un gran pañuelo de encaje entre los dedos. Dobbin y Bea no se movieron lo bastante deprisa para él-. Sacad vuestras deplorables personas de la habitación de mi esposa -cuando Bea pasó junto a él, le pellizcó la oreja. Lanzó una mirada de desagrado a Dobbin mientras salía-. Ahora - dijo-, tú y yo tenemos muchas cosas de que hablar. Querida, todavía no te has peinado. Ven, siéntate delante del espejo y déjame que te cepille el pelo.
    Hattie sintió náuseas, como si hubiera tragado renacuajos, pero se sentó en la banqueta, delante del tocador, y Leggit le acarició la melena.
    -Eres tan bonita... -suspiró-. Mi mejor decisión ha sido casarme contigo.
    Era un truco. Pretendía relajarla para luego regañarla de forma repentina. Leggit le retiró el pelo de la nuca y la besó allí. Ella se obligó a tocarle la mano que le había puesto en el hombro, y él se inflamó de placer. Le cepillaba el pelo con firmeza pero con suavidad. Los pases largos disolvieron los tirabuzones del día anterior, y se quedó en ondas que le llegaban a media espalda.
    -Mmm... -el señor Leggit enterró el rostro en su pelo, extático-. Hattie, has sido una niña mala, ¿verdad?
    Mareada, Hattie se aferró al borde del tocador.
    -Lo sé todo, ¿sabes? ¿Cómo se te ocurrió pensar que podrías ocultármelo?
    El señor Leggit apoyó la cabeza de Hattie en su vientre redondo y le pasó los dedos por el cuello. Moviendo la cabeza, abrió las manos para rodearle los senos por debajo del vestido. Rió, y dijo:
    -Las cosas por orden -se humedeció los labios-. Lo has hecho de maravilla con Granville.
    Hattie creía que sus pulmones no volverían a llenarse de aire. Leggit estaba siendo sumamente perverso con ella.
    -De maravilla. Esta tarde voy a asistir a una reunión de caballeros. Unos caballeros que pertenecen a la alta nobleza. ¿Qué te parece?
    Decirle que ya lo sabía no era aconsejable.
    -Es magnífico.
    -A Granville se le caía la baba el otro día, después de estar contigo. Me di cuenta. Hasta me aduló -Leggit volvió la cabeza y estudió su perfil en el espejo-. Bernard Leggit adulado por la nobleza. ¿Y por qué no? Puedo comprar y vender lo que quiera.
    -Sí -dijo Hattie, todavía aguardando la ira de Leggit. Éste movió la cabeza para observar su perfil por el otro lado.
    -Esta tarde hablaremos de cuestiones importantes de Inglaterra, después cenaremos en Gaythorpe. Pertenece a un tal sir Percival.
    -Caramba, eso es maravilloso... Bernard -sería terrible que se presentara alguien diciendo que la invitación quedaba anulada. No le parecía propio de John ser cruel, pero la noche anterior lo había sido un poco con ella.
    Hattie frunció el ceño. No lograría manipularla; además, quería tener la oportunidad de decirle lo que pensaba de los hombres que intimidaban a las mujeres. Aunque aquella noche, no. No iría a verlo por la sencilla razón de que le había ordenado que lo hiciera.
    -Después de cenar, seguiremos hablando de cuestiones importantes -dijo el señor Leggit-. No te preocupes por mí, querida, pero no espero regresar hasta muy tarde. Seguramente de madrugada.
    -Ten cuidado -dijo Hattie con lengua de trapo.
    -Gracias, querida. Podrás refulgir otra vez el próximo viernes, cuando asistamos a un baile organizado por el honorable Simmington Partridge y su esposa. No recuerdo cómo se llama ella. Ya han llegado las invitaciones. ¡Quién lo iba a decir!
    -Quién lo iba a decir -repitió Hattie. Estaba desesperada por que aquella entrevista tocara a su fin.
    -Y Granville habló de invitarnos a su casa de Oxford. Una grandiosa residencia, según me ha .dicho mi abogado. Pero eso no será hasta julio, creo. Lo has conseguido, preciosa mía, mi pichoncita. Has conseguido que nos movamos a donde está el dinero de verdad. El dinero viejo -le sonrió, pero se puso serio al instante y bajó las comisuras de los labios-. Pero has sido mala y no me gusta.
    Hattie no lo miraba.
    -¿Por qué has ido a ver a un boticario?
    ¿Que podía decir? Hattie se mordió la lengua.
    -Eres una mujer encantadora, una esposa dulce, y te agradezco lo que has intentado hacer.
    Hattie mantuvo la frente gacha, pero lo miró.
    -Podrías haber resultado herida. Podría haberte atacado un rufián, y haberte robado... o algo peor. Pero me has dado que pensar.
    Si no decía nada, pensó Hattie, no podría darle información que él no poseyera.
    -Sé cuánto ansías darme un hijo. Smythe piensa de otro modo, pero eso son cosas de Smythe. Sólo quiere protegerme de las decepciones. Has ido a ese sitio a pedir ayuda. Vamos, reconócelo. Pediste ayuda para cumplir con tus deberes de esposa -la miró-. No quiero que tomes ninguna poción fabricada por un loco, ¿está claro? Podrías envenenarte y morir. No, debes dejar estos asuntos en mis manos.
    Se abrió la chaqueta y jadeó mientras se levantaba el chaleco y dejaba al descubierto una gruesa banda que llevaba atada sobre la cintura. Se la quitó, y Hattie oyó el inequívoco tintineo de unas monedas.
    -Lo he estado pensando. Has sido pobre. Cuando se es pobre, uno no quiere volver a serlo. Te lo digo yo.
    Hattie ni siquiera podía asentir.
    -Yo me he hecho a mí mismo. Tú querías sacarme dinero porque querías estar segura de que nunca te faltaría. Y lo comprendo. Ahora sé que me habrías mostrado respeto conyugal de todas formas, pero quiero que te quedes tranquila. Aquí hay doscientos soberanos, ni un penique menos. Guárdalos con el resto de tu tesoro. Te quiero tan serena y feliz como sea posible -dejó el cinturón del dinero a los pies de Hattie.
    Hattie volvía a respirar; tomó aire para llenar los espacios que se habían quedado vacíos.
    -Gracias.
    Leggit sonrió y le colocó la melena hacia un lado, sobre un hombro.
    -Preciosa -dijo-. Hattie, estás desesperada por darme un hijo y ese anhelo te ha llevado al borde del desastre. Es culpa mía. Por favor, perdóname. He hablado con ciertas personas que me han explicado lo que puede ocurrir en estos casos, cuando los miedos de una esposa la vuelven poco receptiva.
    -Sí, claro -cómo no, había encontrado otra excusa para su impotencia. De pronto, era el miedo de Hattie lo que hacía que no se le levantara el gusanito. Siguió sonriendo. No le importaba que le echara la culpa a ella si dejaba de comportarse de forma horrible.
    -No hace falta ningún brebaje para lograr lo que la naturaleza hace por sí sola -dijo Leggit-. Confía en mí.
    Le habían aconsejado una nueva forma de tortura para Hattie.
    -He descubierto una manera de remediar la situación. Ahora, quiero que te hagas a la idea y seas valiente. Te daré un poco de tiempo. De todas formas, tengo que proceder con cautela. Y recuerda que nadie más lo sabrá. Buscaré a un hombre viril, un desconocido en estos lugares. Le ofreceré dinero suficiente para asegurarme de que sus sensibilidades no le impedirán disfrutar de ti... hasta que podamos prescindir de él.

    CAPITULO 23
    Nathan había visto a su hermano disgustado, furioso, incluso con ánimo asesino, pero no recordaba haberlo visto como aquella noche.
    Y todavía no le había dado ninguna explicación.
    ¿Se sentiría culpable? ¿Aunque fuera por una menudencia? ¿Sería ése el motivo de su mal humor?
    -No habrás olvidado lo que te dije y les habrás dicho a las tías que va a venir Dominic, ¿no?
    -No.
    -Bien.
    John había subido a la habitación de Nathan cuando éste dormía profundamente, lo había sacado de la cama y había insistido en que era el momento perfecto para una charla fraterna.
    Al cuerno con la charla fraterna. Su hermano estaba obsesionado con esa mujer, y no sabía qué hacer con lo que sentía.
    -Una mujer interesante -dijo Nathan, consciente de que estaba jugando con fuego. La explosión de mal genio podía tener lugar de un momento a otro.
    Pero John no le hizo caso. Seguía contemplando las luces de Bath por las ventanas de la habitación de Nathan.
    -Necesito introducir a alguien en esa casa -oyó decir a su hermano-. Ella no puede seguir allí sin un amigo... un amigo capaz de enfrentarse con cualquiera que la amenace.
    Nathan se frotó el pelo. Desnudo salvo por la bata, bostezó y se colocó de costado sobre el sillón. Intentó levantar las piernas, pero eran demasiado largas y los talones derribaron la silla.
    -¡Por el amor de Dios, despierta! -le gritó John-. Lávate la cara con agua fría, si hace falta. Esto es serio.
    Nathan señaló a John con un dedo acusador, haciendo acopio de fuerzas... y de ingenio.
    -Eres tú quien debería lavarse con agua fría, hermano. Me has sacado a rastras de la cama para delirar sobre la necesidad de proteger a una mujer con la que quieres vengarte de Leggit.
    -Ese hombre es un villano -dijo John-. La está utilizando frívolamente para introducirse en la alta sociedad.
    -Mmm... -Nathan estiró las piernas y se miró los pies. Eran grandes, sí, pero elegantes.
    -Nathan.
    -¿No querías tú utilizarla frívolamente para otra cosa?
    - ¡Que el diablo te lleve!
    -Maldices demasiado, hermano.
    -¿Quieres vivir mañana? -le espetó John, y a Nathan no le gustó el brillo letal de su mirada.
    -Como no estoy borracho, pienso amanecer ingenioso y encantador -dijo Nathan. Se inclinó hacia delante y dejó caer la cabeza-. Está bien. ¿Qué es lo que quieres? Suéltalo de una vez.
    -Quiero contar con una persona de confianza en Leggit Hall. Alguien de quien no recele lo más mínimo. La única razón de que ella no haya venido esta noche tiene que ser...
    Nathan mantuvo las manos entrelazadas entre las rodillas, pero levantó la cabeza para mirarlo.
    -¿Con «ella» te refieres a la señora Leggit? ¿La esperabas esta noche? ¡Serás granuja! -rió-. ¿Y aún no ha llegado? Habrá visto la luz y habrá comprendido que me desea a mí y no a ti.
    -Habría venido si hubiera podido. Ese horrible marido suyo ha debido de dejarla encerrada antes de salir a pasar la velada que le había organizado.
    Nathan empezaba a ver las cosas con claridad.
    -Así que la señora Leggit debía venir a verte. Entiendo. ¿Cómo iba a llegar hasta aquí y entrar en casa, sola, sin que todo el mundo se enterase?
    -Ya lo tenía todo planeado -dijo John. Nathan notó la palpitación en el cuello de su hermano y el leve rubor de su rostro.
    -¿Qué tenías planeado?
    -No es asunto... Iba a montar en su poni al atardecer, esperar a que cayera la noche y, después, entrar en casa por una ruta que yo había ideado.
    -Magnífico -Nathan se dio una palmada en las mejillas, con lo que logró un doble objetivo: se despertó y pudo ocultar su risa-. En ese caso, hay varias posibilidades. Cambió de idea y no ha venido. Ha venido pero cambió de idea y ha regresado. Ha venido, pero se ha quedado dormida donde debía esperarte...
    -No. Ya lo he comprobado varias veces y no está allí.
    -Eso nos conduce a la última posibilidad. Ha venido. Alguien le ha robado, la ha violado y asesinado, y se ha deshecho del cuerpo y del poni.
    John se acercó a él de una sola zancada, lo levantó del sillón por el cuello de la bata y acercó su rostro al de él. Nathan sonrió.
    John lo soltó de nuevo sobre el sillón y rompió a reír. Dobló la cintura y rió entre dientes hasta que no pudo más.
    -Eres un bastardo, Nathan.
    -A nuestra madre le gustará conocer tu opinión.
    John se dejó caer en una silla y estiró las piernas.
    -La cuestión es que no ha venido. Aunque se lo ordené.
    Aquello fue la gota que colmó el vaso. Nathan se convulsionó y rodó por el suelo, desternillándose de risa. John guardaba silencio.
    -¿Que le has ordenado que viniera? -dijo Nathan-. ¿Y estás enojado porque no ha venido? Apenas la he visto, pero no es tu esposa y dudo que le haga gracia acatar tus órdenes.
    John seguía guardando silencio.
    Nathan se sentó con las piernas cruzadas y se ajustó la bata para estar visible.
    -No es asunto mío cómo tratas a las mujeres - dijo-. Me estoy comportando así por tu culpa, porque me has sacado de un sueño profundo. Retomaré la cuestión inicial. ¿Qué quieres que diga cuando hablas de introducir en Leggit Hall a alguien que proteja a la señora Leggit?
    -Que Dominic es el candidato perfecto.
    -¿Dominic?
    -Dominic -John frunció los labios.
    -Es una idea absurda.
    -En absoluto -replicó John-. Esto no puede seguir así. Hace tiempo que Leggit merece su castigo.
    ¿Seguiría siendo la principal preocupación de John, se dijo Nathan, o su hermano se habría obsesionado con Hattie Leggit?
    -¿Qué ocurre? -dijo John-. ¿Por qué me miras con pena?
    Nathan cambió el semblante.
    -Estás viendo visiones.
    -No estoy de humor para tus tonterías -dijo John-. Hay que actuar deprisa. El hombre que consiga infiltrarse en Leggit Hall no permanecerá allí mucho tiempo. Leggit no conoce a Dominic y no tiene por qué averiguar quién es si tenemos cuidado.
    -Necesitas dormir. Estás trastornado. Cualquiera que conozca a Dominic se lo dirá a Leggit y te descubrirá. Nuestra única ventaja es que Leggit no sabe lo que planeamos. Podría pasar cualquier cosa si desenmascarara a Dominic.
    John se puso en pie, y Nathan deseó haberse tomado la molestia de levantarse del suelo.
    -No estoy trastornado, hermano -dijo John-. Soy el mismo de siempre. No hace falta que me digas lo obvio. Ahora, basta de charla. Tenemos que interceptar a Dominic antes de que llegue a Bath. Así, oiréis a la vez mi plan.
    -Me lo contarás ahora o no te ayudaré. Y como no conoces los planes de Dominic, no podrás encontrarlo -se ciñó la bata y se puso en pie-. Ahora estoy completamente despierto.
    -Muy bien -John había logrado su propósito y el tono jactancioso de su voz lo demostraba-. Dominic tiene un aire a nosotros, pero es el menos parecido de los tres. Si le damos ropa de criado, no lo relacionarán con los Elliot.
    -No estoy de acuerdo -Nathan no quería seguir adelante con un plan que podía poner en peligro a Dominic. ¿Todavía lleva el pelo largo? Seguro que sí. Se lo recogerá en una coleta, gastará ropa barata pero respetable, y se convertirá en Walter Stack, anteriormente, criado de un terrateniente del norte. Se presentará en Leggit Hall e insistirá en hablar personalmente con el señor Leggit. A Leggit le hablarán de este misterioso visitante, y como le podrá la curiosidad, lo recibirá. Walter reconocerá que es audaz pero que está buscando trabajo. Por lo que he oído hablar de Leggit, éste verá el potencial de Walter y lo contratará.
    John hizo una pausa, y Nathan se congratuló de no hacer ningún comentario.
    -Walter dirá que es mayordomo segundo, que tiene mucho talento pero que hará cualquier cosa. Si Leggit le pregunta si tiene referencias del terrateniente, Walter le suplicará indulgencia, porque su anterior patrón tenía una hija que había intentado seducirlo, y el caballero culpa a Walter por ello. Imagínatelo.
    -Leggit no se tragará eso -dijo Nathan.
    -No, no lo hará -reconoció John-. Pero echará un vistazo a nuestro apuesto hermano pequeño...
    -Dominic no es pequeño.
    -No constates lo evidente. Leggit lo contratará, ya lo verás. Le encantará su insolencia, las mentiras osadas, y la idea de que sea un lujurioso, como él. Y verá las posibilidades. No es fácil encontrar a hombres bien dotados. Estoy seguro de que las mujeres de la gala de baños del otro día habrían disfrutado más si hubiera habido más hombres disponibles
    -¡Por el amor de Dios!
    -¿Salimos al encuentro de Dominic?
    -No funcionará. Además, pienso volver a la cama.
    -¿Le has contado a nuestra madre algo sobre tu última... empresa? Y las pérdidas que has tenido. Perdona, quería decir logros.
    -Soy un hombre cambiado, John, maldita sea. He visto mis defectos.
    John cruzó los brazos y esperó.
    -Está bien. Dominic iba a visitar a unos amigos suyos, los Trambys. Si salimos mañana a las nueve de la mañana, lo encontraremos en su casa.

    CAPITULO 24
    John no pensaba dormir. Ni siquiera pensaba intentarlo porque no funcionaría.
    Dobló una carta del servicio de aduanas, la guardó en el doble fondo del cajón del escritorio y cerró éste con llave. Hasta el momento no había acusado a Leggit, pero había advertido a Aduanas que estuvieran preparados para efectuar una importante detención. Cuando hubiese terminado con él, lo dejaría en manos de la justicia.
    Buscar ropa para Dominic sería sencillo; Albert se ocuparía de ello. También necesitarían prepararle una maleta. No haría falta suplicar ayuda al menor de los Elliot; querría ir a Leggit Hall. Pero tendría que dar su palabra de que no mataría a Leggit nada más verlo.
    John se levantó y avanzó despacio hasta su dormitorio. Se detuvo, con las piernas separadas, y contempló la cama vacía. Aquella noche había planeado estar allí con Hattie. Movió los hombros e inclinó el cuello hacia atrás. ¿Por qué tenía los músculos agarrotados cuando lo único que había hecho era dar vueltas durante horas?
    Si Hattie no hubiese querido hacer el amor, John se habría conformado con abrazarla, quizá con besarla, como la noche anterior. Había estado tan dispuesta...
    Que el diablo lo llevara. ¿Se conformaría con abrazarla? No, por supuesto que no. John tenía fama de terminar lo que empezaba, y debía consumar la conquista. Si Hattie Leggit se decidiera de una vez e hiciera lo que ella realmente deseaba...
    Sus pies lo guiaron hasta los cortinajes verdes situados detrás de la cama, que ocultaban el estrecho espacio que conducía al almacén de disfraces y al salón de baile. ¿Qué otra cosa podía hacer sino dar vueltas hasta que llegara el sueño o la mañana? Estuvo a punto de saltarse la primera entrada, presionó el resorte y atravesó el umbral hasta el lugar situado detrás del espejo.
    Llegaron ruidos a sus oídos. John pegó la oreja a la parte posterior del espejo y escuchó. Algo se movía por el suelo. Alguien podría pensar que eran ratones, pero parecían ratones del tamaño de personas, que movían objetos sólidos, los arrastraban y chocaban contra ellos.
    Deshizo el camino andado rápidamente, sacó una pistola del cajón de su dormitorio y regresó hasta colocarse nuevamente detrás del espejo. Sonrió y se sintió estúpido. Si pudiera estar seguro de que era Hattie... pero no podía.
    Apuntando al techo con el arma, empujó el espejo con una levísima presión. Había velas titilando en el almacén de disfraces. Nadie se abalanzó sobre él.
    Los ruidos habían cesado y el movimiento no era más que un suave crujido de tela. Con cautela, John se asomó para mirar hacia la derecha, hacia las perchas de disfraces, la única fuente de posibles crujidos.
    Hattie estaba delante de las vistosas prendas. Sujetaba una manga y tenía la frente apoyada en las manos. John vaciló. Si hablaba, quizá se sobresaltara.
    -Estás ahí, ¿verdad? -dijo Hattie de improviso, y fue John quien se sobresaltó-. Te siento. Por favor, di algo.
    - Soy yo - se apoyó en la pared para serenarse-. ¿Qué quieres decir con que me sientes?
    -Eso -se irguió-. Una corriente de aire me advirtió de tu llegada y, después, sentí tu presencia.
    Sería mejor no insistir, pensó John.
    -Llegas con varias horas de retraso.
    -No pensaba venir.
    -¿Has cabalgado de noche?
    -No se me ocurría otra manera de llegar aquí.
    Era una mujer impetuosa. Sería difícil controlarla; claro que John no tenía por qué preocuparse por eso.
    -Me alegro de que hayas cambiado de idea. Al final has venido a mí.
    Por fin, Hattie lo miró.
    -Has estado llorando, Hattie. Dios mío -abrió los brazos, pero en lugar de correr hacia él, ella retrocedió, con los ojos muy abiertos-. Maldita sea -dijo, acordándose de la pistola, y la soltó-. Había oído ruidos y no sabía si eras tú, así que venía armado. Perdóname. Ven aquí y déjame que te abrace. Te llevaré a un lugar más cómodo y te serviré un poco de coñac.
    -He llorado porque me asusté cuando cabalgaba entre los árboles, en la oscuridad. Soy muy tonta -su traje de amazona de color azul oscuro la favorecía.
    -Por supuesto que te asustaste. Cuando regreses a Leggit Hall, te acompañaré. No temas, nadie me verá.
    Hattie dio un paso adelante.
    -Gracias, pero es imposible. Me voy ya.
    -¿Ya? -¿creía Hattie que le permitiría echarse atrás otra vez?-. Has venido porque querías estar conmigo. Me alegro mucho, Hattie, y no puedo permitir que te vayas tan pronto.
    -No he venido a verte.
    -Pero... -«no digas nada sin pensarlo antes»-. ¿Por qué has venido entonces?
    Hattie frunció los labios y cruzó los brazos con fuerza.
    -Estoy aquí porque no se me ocurría otro lugar al que ir -dio unos golpecitos en el suelo con el pie-. Está bien. Has oído al señor Leggit hablar de mis frecuentes peticiones de dinero. Lo viste dándome unas monedas... de forma bochornosa. Sí, le pido dinero, pero no para comprar perifollos. Tengo un asunto importante que resolver. Lo que he reunido dista de ser suficiente, pero debo guardarlo en un lugar seguro. Si me lo robaran, no sé lo que haría.
    Antes de que John pudiera reaccionar, Hattie apartó encajes, terciopelos, rasos, lentejuelas y pedrerías, y caminó a gatas entre los disfraces.
    -Tenía que sacarlo de Leggit Hall -dijo Hattie con la voz amortiguada por las telas-. Así que lo he traído aquí.
    John contempló el movimiento de su trasero con interés. ¿Te verdad había llevado a Worth House su dinero?
    -¿Pensabas usar mis llaves y esta habitación, entrar y salir de aquí cuando te hiciera falta, pero no tener nada más que ver conmigo?
    Su única respuesta fue más movimiento de glúteos, después golpes secos y sonidos metálicos hasta que Hattie sacó a rastras una caja de madera. El pequeño sombrero le colgaba del cuello sujeto por los lazos, y tenía las mejillas sonrojadas. Se había despeinado un poco. Con esfuerzo, Hattie sacó dos bolsas de la caja. Estaban bien atadas, seguramente porque las había colocado a lomos del poni, y el tintineo de las monedas hablaba por sí solo.
    -Antes de que digas nada -dijo, y soltó las bolsas-, escúchame. No soy una mala persona, pero estoy desesperada. No tengo nada con lo que negociar, pero te suplicaré, John. ¿Me permitirías guardar esto aquí? También podrían robarlo en tu casa, pero no se me ocurre nada mejor.
    -Por supuesto que puedes -dijo-. Y tu dinero estará a salvo.
    -Gracias -sonrió, y estuvo a punto de acercarse a él. A punto.
    -¿De verdad no querías verme esta noche?
    Hattie lo miró a los ojos.
    -Quería verte; no me imagino un momento en que no lo desee. Si no te hubieras enfadado conmigo anoche... y no me lo hubieras exigido... habría venido.
    A Nathan le encantaría oír aquello.
    -Estoy avergonzado -dijo John con sinceridad-. Estaba un poco... en fin, no era yo. Quiero estar contigo aunque tú no ...
    -Yo también quiero. Lo he dicho. Estar contigo es increíble. Sólo con mirarte experimento sensaciones nuevas para mí. Nunca he amado a nadie, pero si lo hubiera hecho, creo que habría sido algo parecido -se interrumpió, con una expresión de horror en el rostro.
    John sintió que el corazón se le inflamaba, pero tuvo miedo al mismo tiempo. Sentirse dividido era una maldición.
    -No estoy diciendo que te ame, John -las palabras salieron con torpeza de su boca, y sus luminosos ojos las negaban-. A fin de cuentas, estoy casada. Pero me gustas muchísimo.
    -Gracias. Yo también pienso mucho en ti.
    Hattie inclinó la cabeza y se dispuso a guardar las bolsas de monedas en la caja. John se adelantó y lo hizo por ella. En lugar de volver a esconderla debajo de los disfraces, se puso de rodillas y levantó dos tablones cortos. Debajo, en el hueco entre las viguetas, había un revoltijo de bultos envueltos en papel o en tela y una colección de pequeñas cajas. Colocó el tesoro de Hattie encima y lo tapó con los tablones.
    -Sólo tú y yo conocemos este lugar -se quedó pensativo-. Y mis hermanos, si se acuerdan de él.
    Solíamos utilizarlo de escondite.
    Hattie tenía las pestañas húmedas, y en lugar de su acostumbrada sensación de pánico ante las lágrimas inminentes de una mujer, John disfrutó pensando que la había conmovido con un sencillo acto de bondad que no le había costado nada.
    -¿Por qué necesitas reunir tanto dinero? -preguntó-. Lo proteges con desesperación, y dices que no sabrías lo que harías si lo perdieras. ¿Para qué es, Hattie?
    Las lágrimas se acumularon en sus párpados inferiores.
    -No podría decírtelo.
    -¿Por qué no?
    Hattie entreabrió los labios, como si quisiera decírselo a pesar de todo, pero movió la cabeza.
    -Cuando pueda explicártelo, lo haré.
    John sabía que no debía presionarla.
    -Quería preguntarte sobre una nota que Albert vio a la señora Dobbin entregar a mis tías. ¿Hay algo más que deba saber? ¿Otro problema?
    -No. La señorita Prunella y la señorita Enid son muy amables conmigo, así que les envié una nota.
    Una vez más sería mejor que no hiciera más preguntas... de momento.
    -Si es una debilidad, que lo sea, pero ansiaba verte esta noche, Hattie. No recuerdo haber deseado nunca estar con una mujer como ansío estar contigo.
    Y era cierto, pero debía tener cuidado con lo que decía.
    -Estoy casada -murmuró Hattie, aunque parecía una respuesta motivada por la costumbre y el deber.
    -Lo sé. Ven conmigo, por favor. No soporto que te vayas tan pronto.
    -Estaría mal decir que sí. Según la ley, tal vez.
    -Sólo para estar contigo un rato. En el mismo espacio, respirando el mismo aire. No te pido nada más.
    Aquello era una locura.
    Hattie miraba a todas partes menos a él. Su bonito pecho se elevó con el enorme suspiro que exhaló.
    -No voy a ir a tus habitaciones. Me quedaré aquí contigo. Sólo unos minutos.
    John pensó en replicar. Pero, a veces, lo más sabio era aceptar lo poco que a uno le ofrecían. Levantó varios montones de disfraces y los colocó sobre el suelo. Albert había aireado el lugar y había quitado el polvo al sinfín de telas lujosas.
    -Un lugar donde sentarse, querida señora -dijo John, e hizo una reverencia formal.
    Hattie parecía estar al borde de las lágrimas. Avanzó y, desplegando la falda del traje de amazona, se sentó con gracia sobre aquel asiento improvisado. Lo miró con una suave sonrisa que no sirvió para serenarlo.
    -¿Puedo sentarme contigo, Hattie?
    -Sí. Por favor.
    Se dejó caer junto a ella, por desgracia con mucha menos soltura. El peso de su cuerpo hizo que su grandioso diván se hundiera y que Hattie resbalara hasta chocar con su brazo. Ella se llevó la mano a los labios.
    -No te atrevas a reír -le dijo John-. Para tu información, esto me resulta cómodo.
    -A mí también -mantenía la mano sobre los labios.
    Durante varios momentos, se contentó con observarla y con repeler pensamientos sobre sus motivos para estar con ella.
    -Anoche dijiste que podía hacer algo por ti -dijo Hattie, mirándolo-. Dijiste que yo sabría lo que era, pero no 10 sé. Me gustaría hacer cualquier cosa que pudiera hacerte feliz.
    -Olvídalo - «por favor, no. Ahora, no».
    -Insisto. Cumplo con mi palabra.
    -No me diste tu palabra de hacer nada ni me debes nada -y menos aún, el tipo de favor sexual que él, torpemente, había sugerido.
    -Por favor, John. Eres muy bueno conmigo y yo no tengo nada que darte -incluso a la tenue luz la vio sonrojarse-. Tú... lo que hiciste por mí... para mí... fue maravilloso, y del todo inesperado. No tenía ni idea. Bueno, nunca había sentido nada igual.
    ¿Que no tenía ni idea? Eso sólo podía significar que el único interés de Leggit era tomar su propio placer sin preocuparse por devolver el favor. Estúpido sin finura. Al parecer, no conocía las alturas de éxtasis que una mujer podía procurarle si primero la excitaba suficientemente.
    -¿Puedo hablar de esto? -dijo Hattie.
    -Puedes, pero no es preciso.
    -Quiero hacerlo. Y ahora te exijo que me cuentes qué es lo que puedo hacer por ti. Haré exactamente lo que tenías pensado anoche.
    Su sinceridad lo avergonzaba y despertaba un clamor frenético dentro de él.
    -Fui yo la que hice algo mal -continuó Hattie-. Lo eché todo a perder.
    John sentía un hilillo de sudor por la espalda.
    -¿No sabes cómo dar placer a un hombre? -se despojó de la chaqueta. La expresión perpleja de Hattie la hacía aún más adorable-. ¿Nunca has llevado al señor Leggit al límite, y más allá, sin... lo otro? ¿Sin yacer con él? ¿O...yaciendo con él pero sin realizar... las obligaciones conyugales? -maldición, parecía un idiota.
    Los ojos grandes de Hattie se abrieron aún más. -No -susurró-. ¿Cómo haría eso? «Eres un granuja, Granville».
    -Algún día confío en poder explicártelo, pero esta noche, no. Es algo íntimo, Hattie, pero creo que ya lo sabes.
    Hattie asintió.
    John se inclinó sobre ella y la levantó en brazos. La depositó sobre el diván improvisado y se tumbó a su lado. Cara a cara, estaban a escasos centímetros de distancia. La vio morderse el labio inferior. ¿No sabía que pequeños gestos como aquél podían endurecer las partes de un hombre y encogerle el vientre? O, al menos, eso parecía. Ella le puso una mano en la mejilla y él cerró los ojos. Ocurriría. Seguramente, aquella noche. Notaba cómo ella se entregaba a él. Un poco más de paciencia, y quizá pudiera minar las pocas defensas que le quedaban.
    Volvió a mirarla y descubrió que había cerrado los ojos. Tenerla a su lado, con su hermoso rostro vulnerable, despertaba en él un anhelo desesperado. ¿Y por qué no iba a anhelarla? En cuanto su marido estuviera arruinado en todos los sentidos, alguien tendría que ocuparse de ella. ¿Por qué no John Elliot?
    -Hattie -dijo, y la hizo tumbarse boca arriba. Le pasó una pierna por encima, y aunque esperaba que protestara, no lo hizo-. Podemos disfrutar de tantas cosas... Te he pedido que me dejaras... Que fueras mi amante. Si no te atrajera un poco, no estarías aquí. Has dicho que te atraigo. Por favor, sé mía. No tendrás nada que temer. Siempre cuidaré de ti.
    Hattie abrió los ojos y los fue cerrando mientras deslizaba una mano por la nuca de John para atraer su boca a la de ella. Se besaron con toda la pasión acumulada de las últimas horas, y la lengua insaciable de Hattie, la manera en que le mordisqueaba el labio inferior y profundizaba el beso, no le dejaba ninguna duda a John de que deseaba lo mismo que él.
    El cuerpo de Hattie emanaba calor.
    -Quítate esto -le dijo John-. Tienes demasiado calor. Te resfriarás cuando salgas si no tenemos cuidado.
    Hattie dejó que la ayudara a despojarse de la capa y él aprovechó la oportunidad para deshacerle los lazos del sombrero y quitárselo. Después, volvió a tumbarla y apoyó la cabeza en una mano para poder mirarla. John le plantaba besos frecuentes y firmes en los labios y ella intentaba capturarlos y prolongar la caricia.
    Jadeando, Hattie volvió la cara y John sintió que su ánimo cambiaba.
    -¿Qué ocurre, Hattie?
    -Es imposible -dijo ella-. No puedo hacerte feliz.
    Deslizando los dedos por la mandíbula de Hattie, John dijo:
    -Si estar conmigo te resulta demasiado doloroso, lo entenderé. Te dejaré ir, aunque no de buena gana.
    ¿Qué estaba pensando, qué estaba diciendo? Cielos, ¿se habría enamorado de Hattie Leggit? Acababa de decirle la verdad... la dejaría marchar si sus atenciones la hacían desgraciada.
    John se incorporó, se sentó y enterró el rostro entre las manos. Le daría todo lo que quisiera... salvo el perdón de Leggit. En eso no podía ceder.
    Hattie sollozaba suavemente; apenas la oía.
    -John -Hattie resbaló sobre los trajes y se apretó contra él. Deslizó una mano junto a la cadera de John y movió los dedos por la cara interna de su muslo. John sentía la presión de sus senos en la espalda, y apretó los dientes.
    -No llores -le dijo John. Tenía los músculos de la mandíbula agarrotados. Hattie le decía que no podía hacerla suya, pero utilizaba su cuerpo para demostrarle que lo deseaba. ¿Qué debía creer?
    -No puedo seguir así -dijo Hattie-. Mereces saber lo que pretendía hacer. Quería tener un escarceo amoroso contigo para conseguir el dinero que tanto necesito -hizo ademán de retirar la mano, pero John se la retuvo-. Eres demasiado generoso, John. Has creído que soy mejor de como realmente soy. Necesito el dinero para poder saldar una deuda que tienen mis padres. Después, pretendo dejar al señor Leggit. Tardo mucho con las pequeñas cantidades de dinero que él me da. Se me había ocurrido chantajearlo con mi infidelidad, amenazarlo con contárselo a sus amigotes para que me pagara una generosa suma por mantener la boca cerrada.
    John no podía moverse ni hablar. ¿Que ella había intentado utilizarlo? Eso sí que tenía gracia. Era irónico, cómico incluso, pero no le apetecía reír.
    -Estás enfadado -dijo Hattie-. Por supuesto. Pero no se me ocurrió la idea hasta después de que mostraras interés por mí.
    -Entiendo -quizá lo entendiera-. Chantaje. Tu silencio a cambio de dinero.
    -Así es.
    -Pero has cambiado de idea -dijo John-. Aunque hay algo desagradable en el señor Leggit, algo que no llegas a revelar, has decidido serle fiel.
    -He decidido que estaría mal utilizarte para conseguir lo que quiero. Mi marido es, poderoso, y si le revelara que habíamos dormido juntos, es probable que intentara castigarte. Ordenaría que te... que te hicieran daño, y jamás me lo perdonaría.
    Una vez más, intentó retirar la mano, y una vez más, John la retuvo. Le escocía que considerara a Leggit un enemigo más peligroso que él. Lo rechazaba para poder protegerlo, maldición.
    -No necesitas preocuparte por... mí -contuvo el aliento; Hattie había abierto la mano y le estaba presionando la pierna con las yemas de los dedos. No podía apartarla, pero tampoco podía soportar la caricia-. Soy un hombre fuerte y capaz, y también poderoso. De hecho, te ordeno que no malgastes tu ... compasión conmigo
    -Me siento llena -dijo Hattie.
    ¿Que ella se sentía llena? Él lo estaba, y peligrosamente cerca de perder la compostura.
    -No quieres escuchar mis problemas ni mis sentimientos. Sé que no tenemos futuro, pero cuando estoy contigo mi corazón se llena y me siento de maravilla.
    -Déjame que te ayude.
    -Ojalá pudieras. Esta noche he venido para esconder el dinero, y me decía que no existía otro motivo. Pero deseaba venir a verte, porque tengo miedo.
    John se puso rígido. En contra de los deseos de su cuerpo, se volvió hacia ella y la miró.
    -Explícate enseguida.
    -No puedes hacer nada para impedirlo. El señor Leggit quiere un hijo. Está cansado de esperar a que yo le dé uno.
    -No entiendo.
    -Cree que es culpa mía porque... porque no puedo hacer con él lo que una mujer debe hacer con un hombre.
    -¿El qué? -John contenía el aliento mientras repasaba las posibilidades en su cabeza.
    -No he concebido porque no he cumplido con mis obligaciones de esposa como es debido.
    -Hattie, a veces estas cosas no ocurren de inmediato, ni siquiera pronto -se sentiría bien dándole un puñetazo a Leggit en la boca, aunque no bastaría.
    -El señor Leggit y su médico están convencidos de que yo soy la responsable.
    Pobrecita. Se le ocurrió la loca idea de retenerla a su lado, de huir de Bath con ella y no parar hasta que no hubieran perdido de vista aquel lugar.
    -Te ayudaré con ese problema -le dijo-. No discutas, porque no servirá de nada.
    Hattie se incorporó y se puso de rodillas. Apoyó las manos en los hombros de John.
    -Pertenezco a un mundo diferente del tuyo, pero desearía que no fuera así. Ya está, ya lo he dicho, y soy sincera. Ojalá nos hubiéramos conocido antes... antes de que el señor Leggit entrara en mi vida.
    «Cuidado, cuidado», se dijo John.
    -Eso habría estado bien. Puedes confiar en mí.
    -Muy bien -tomó el rostro de John entre las manos como si así él fuera a concentrarse más en sus palabras-. Te necesito. Me aterra lo que el señor Leggit tiene pensado hacer. Ha tomado una decisión. Quiere un niño al que pueda llamar hijo. Eso significa que debo quedarme encinta.
    John estaba contemplando los luminosos ojos de Hattie cuando experimentó una repentina y honda conmoción. No podía ser... Sí, si podía.
    -Quiere que concibas aunque sea con otro hombre -«conmigo, en realidad»-. Y fingir que el niño es suyo.
    -Sí -susurró Hattie-. Está buscando a alguien, a un desconocido, para que duerma conmigo en Leggit Hall. Debo permitirlo hasta que mi marido consiga lo que quiere.

    CAPITULO 25
    -¿Según lo acordado? -Hattie había entrado corriendo en su boudoir y estaba cerrando la puerta con firmeza-. ¿Qué quieres decir con que has venido «según lo acordado»? La señora Dobbin me ha dado tu mensaje en cuanto has llegado. Estoy encantada de verte, pero no entiendo por qué has venido.
    Nievecilla, ataviada con un precioso vestido de paseo de color melocotón, con tres volantes en la falda, miraba directamente a Hattie.
    -Quizá debamos hablar en voz baja, por si acaso. Podríamos sentarnos junto a la ventana.
    El asiento de la ventana estaba tan lejos de la puerta como cualquier otro rincón del boudoir.
    -Muy bien. Llevas un vestido precioso, Nievecilla. Y el sombrero. Te quedan de maravilla.
    -Un regalo de mi Albert -dijo Nievecilla y, por un momento, su mirada se volvió remota-. Querría que me pusiera ropa caprichosa a todas horas. No es lo correcto, pero cuando vamos de paseo, quiere que vaya a tono con él. Es una tontería.
    -Es lo natural, diría yo.
    Desde la noche anterior, cuándo había pasado varias horas envuelta por el cuerpo sólido y tranquilizador de John, Hattie se había obligado a creer que la protegería de cualquier mal. Pero por mucho que lo intentaba, no podía evitar que los retazos de duda empañaran su esperanza.
    -He venido en uno de los carruajes de lord Granville -dijo Nievecilla. Más que hablar, burbujeaba-. Me ha traído Albert, y me esperará hasta que esté lista para irme. Estaban todos de acuerdo en que el señor Leggit no iba a fijarse mucho en quién conducía el carruaje, y que Albert no iba a ser más que un hombre sin rostro para esta gente. Aunque a mí no me gusta eso. Mi Albert es un hombre apuesto y muy inteligente. No debería ser invisible para los que piensan que son mejores que los demás.
    -Las preocupaciones de los ricos son, a veces, desafortunadas -comentó Hattie, aunque estaba de los nervios. Esperaba poder contenerse para no exigirle a Nievecilla que le explicara inmediatamente el motivo de su visita.
    -Me ha enviado lord Granville -cuanto más se entusiasmaba Nievecilla, más impredecible era su cháchara-. Es un hombre encantador, señora Leggit. Nunca he visto uno más apuesto, salvo por mí Albert, pero puede ser temible cuando pierde los estribos. Como hoy, que estaba de un humor de perros. Todo el mundo lo rehuía y hablaba en susurros. Cuando me hizo llamar, me preparé para lo peor. Nievecilla, me dije. Va a echarte. No le gusta el trabajo que estás haciendo. Después, me enfadé un poco, porque hago un trabajo maravilloso con la señorita Chloe.
    Hattie pensó que iba a estallar de un momento a otro de la tensión.
    -Pero resulta que lord Granville está muy contento con mi labor como niñera. Dice que ve a la señorita Chloe mucho más relajada, como una niña, desde que está conmigo.
    -Por supuesto. Yo misma he visto cuánto te quiere Chloe -dijo Hattie, y bajó la vista para contemplar las zapatillas de color morado, que hacían juego con su vestido de seda de lunares. ¿Debía apremiar un poco a Nievecilla para que le contara el motivo de su visita?
    -Lord Granville me ha pedido que venga a verla -dijo Nievecilla, y dejó de balancear las piernas, que no tocaban el suelo. Frunció el ceño-. Me pidió que le dijera que todo saldrá bien y que no debe preocuparse.
    -¿Eso es todo? -a Hattie se le agotaba la paciencia.
    -No.
    Durante lo que parecieron horas, Nievecilla paseó la mirada por los muebles azules de la habitación.
    -Nievecilla...
    -No sé lo que significa, pero espero que usted sí -dijo la joven-. «Ya no estás sola allí». Es lo que me pidió que le dijera. «Ya no estás sola allí. Me ocuparé del problema». Dijo que usted sabía adónde ir si lo necesitaba, o si quería. Tengo buena memoria y ésas fueron sus palabras exactas. ¿Qué significa, señora Leggit?
    -Por favor, llámame Hattie.
    -¿Qué significa, Hattie?
    Moviendo la cabeza, sostuvo la mano de Nievecilla y la estrechó con suavidad.
    -Cuando pueda, te lo explicaré. De momento, debo darte las gracias por ser tan buena conmigo y venir aquí, con el miedo que has debido de pasar.
    -¿Miedo? -Nievecilla rió con ganas-. ¿Yo? Pick el Carnicero se partiría de risa si te oyera.
    Hattie la miró con interés.
    -Mi padre -dijo Nievecilla-. Pick el Carnicero. No tuvo un hijo. Me tuvo a mí, sólo que no pareció darse cuenta de que no era chico. El mundo acecha a los tontos, solía decir, para acabar con ellos. Tú no eres tonta, Nievecilla. Eres dura como la que más.
    Hattie estaba fascinada.
    -Pero te puso un nombre... delicado.
    -No -Nievecilla miró a Hattie, y no parecía tan dura-. Mi madre quería llamarme así, y mi padre habría hecho cualquier cosa por ella, o eso me han dicho. Por eso recibí este nombre.
    -Creo que te pega -dijo Hattie-. Y Albert se derrite cada vez que lo pronuncia.
    -Mira -dijo Nievecilla, y se arrodilló sobre el asiento de la ventana-. Ahí está mi Albert en ese lujoso carruaje. Tengo mucha suerte. Solía hacerle poco caso porque era uno de los nuestros. Ahora miro a otros hombres... y hay muchos muy engalanados en Bath, pero ninguno es comparable con mi Albert.
    A Hattie le escocieron los ojos, y parpadeó deprisa. El carruaje que señalaba era verde, como el que utilizaba John, pero no tenía el escudo de armas en las puertas.
    -Creo que es el carruaje de las tías, aunque nunca las he visto usarlo -dijo Nievecilla.
    «Las tías».
    -Eso me recuerda que debo pedirte un favor, otro favor. ¿Te importaría llevar un paquete a las tías de mi parte? Debería haberlo hecho yo misma hace un par de días. Ya les envié una nota diciendo que me retrasaría un poco.
    -Lo haré encantada.
    -Entonces, te lo daré. Después, te enseñaré cómo entraba y salía de la casa cuando tuviste la amabilidad de llevarme a Bath en tu carruaje.
    Hattie había guardado los quince soberanos, envueltos en un prieto pañuelo para que no tintinearan, en su bolsito. Los había llevado consigo desde su visita al boticario. Los sacó y se los pasó a Nievecilla.
    -Guárdalo con mucho cuidado y ve a ver directamente a las tías cuando regreses a Worth House.
    -Lo haré -Nievecilla contempló con curiosidad el paquete antes de guardarlo en su bolsito.
    -¿Te apetece tomar algo?
    -No, gracias. Será mejor que vuelva a Worth House. No me gusta dejar a Chloe sola mucho tiempo. Enséñeme tu salida secreta y me marcharé ya.

    CAPITULO 26
    Saltando de peldaño a peldaño, Nievecilla llegó al final del último tramo de escaleras de la planta principal. Riendo, miró a Hattie y, después, volvió la cabeza hacia las numerosas escaleras por las que acababan de descender.
    -¿Por qué un hombre tan rico hace tan difícil trasladarse de un lugar a otro de su propia casa? Con toda la tierra que tiene tu marido podría haber construido toda la casa en una sola planta. Eso sí que sería novedoso.
    -Quizá debamos hablar en voz baja -señaló Hattie.
    -Cielos -murmuró Nievecilla-. Tienes razón.
    Atravesaron varias habitaciones hasta alcanzar el invernadero, y Hattie se dirigió a la puerta que tenía la llave en la cerradura.
    -Ésta es -dijo-. ¿Vendrías a buscarme otra vez si te necesitara? -añadió enseguida.
    -Por supuesto -dijo Nievecilla. Lanzó miradas a los árboles de caucho, plataneros y palmeras del invernadero, e inclinó la cabeza hacia atrás para ver cómo las hojas de los árboles más grandes rozaban los techos de cristal-. Fíjate. Parece que hubieran pintado hojas en el cielo.
    Oyeron unas pisadas fuertes cerca de la entrada, y Hattie se cercioró de apartarse de la puerta.
    -Por fin te encuentro, Hattie, querida -dijo el señor Leggit, que entraba en aquellos momentos en el invernadero. Las lentejuelas de su chaleco reflejaban la luz del sol-. Te estaba buscando. Sé que has querido implicarte más en el gobierno de la casa, así que voy a empezar a contar contigo en la toma de decisiones - pareció advertir por primera vez que Hattie no estaba sola-. ¿Quién es esta persona?
    -La señorita Nievecilla Pick -dijo Hattie antes de que su acompañante lo echara todo a perder con demasiada sinceridad-. Nos hemos conocido en Bath y la había invitado a venir -no era exactamente una mentira.
    -Mmm -el señor Leggit perdió interés al momento-. Señor Stack, acérquese, por favor -giró en redondo con el brazo derecho extendido, como si estuviera sacando a bailar a una dama.
    Un hombre que había permanecido rezagado hasta aquel momento dio un paso al frente y se colocó junto al señor Leggit, quien dijo:
    -Este es Walter Stack, Hattie. A alguien podría extrañarle que lo haya contratado cuando no estoy buscando criados ahora mismo, pero cualquiera que haya hecho ese comentario demostraría que no sabe aprovechar las oportunidades.
    Nievecilla emitió un leve sonido. Hattie intentó no mirar fijamente a Walter Stack. Tenía una melena gruesa y negra que debía de caerle por debajo de los hombros, pero que llevaba recogida con un trozo de lazo negro. La ropa le sentaba bien, y aunque no era de calidad, el hombre en sí hacía que pareciera espléndida.
    -Walter ha estado trabajando en una finca del norte. Sabe hacer cualquier cosa. Bueno, sólo las tareas propias de un criado de alto rango. Es un hombre de mi agrado y llegará lejos.
    -Sí, estoy segura -Hattie asintió-. ¿Qué tal está, Walter?
    -Bien -dijo el hombre, e inquietó a Hattie observando cada centímetro de su persona con sus increíbles ojos de color azul verdoso. Era alto, mucho más alto que el señor Leggit, y se mantenía erguido pero no rígido. Tenía unos hombros anchos y muy rectos, pero a Hattie le recordaba a un poderoso animal, relajadamente sentado pero dispuesto en todo momento a abalanzarse sobre su presa. Advirtió que el señor Leggit también la estaba mirando fijamente.
    -Entonces, ¿apruebas mi decisión, querida Hattie?
    -Sí, por supuesto.
    Aquel hombre tenía algo que la inquietaba. Su mirada era amable, pero la afilada inteligencia de sus ojos la hacía preguntarse qué estaría pensando en realidad.
    -Si deseas algo de una naturaleza especial, algo que no pueda llevar a cabo cualquier criado, llama a Walter -dijo el señor Leggit-. Yo creo que podría satisfacerte en cualquier cosa que le pidas.
    -Gracias -dijo Hattie, mientras el señor Leggit salía del invernadero precediendo a Walter Stack.
    Walter volvió la cabeza, y el semblante curioso de su apuesto rostro impactó a Hattie. La miró directamente a ella y sólo a ella antes de alejarse con su nuevo patrón.
    Nievecilla estaba boquiabierta. Se había quedado mirando el umbral por el que habían desaparecido los dos hombres.¿Qué pasa? -preguntó Hattie. Nievecilla se acordó de cerrar los labios. Tragó saliva con dificultad, como sí se le hubiese resecado la garganta.
    -Qué hombre más bello -dijo, y le guiñó el ojo a Hattie-• Deberías pensar en muchas necesidades especiales. Necesidades de una naturaleza especial, como ha dicho el señor Leggit -y volvió a guiñar el ojo.
    Hattie buscó en su mente la clave del código que Nievecilla utilizaba.
    ¿Qué clase de necesidades especiales? -preguntó. Nievecilla balanceó su bolsito y dijo en un susurro: -Bueno, a mí se me ocurrirían algunas.

    CAPITULO 27
    -Albert está montando guardia allí -dijo John, y señaló un grupo de árboles situados más abajo-. De todas formas, debemos darnos prisa.
    Dominic y John estaban sentados en un tronco de una pequeña hondonada situada en la linde de un bosque desde el que se divisaba Leggit Hall.
    -En menudo lío nos has metido -dijo Dominic-. Llevo tres días en la guarida de Leggit, observando su odioso comportamiento y escuchando sus repugnantes planes para mí. ¿Por qué sigues oponiéndote a que nos lo quitemos de en medio de una vez por todas?
    John soslayó la pregunta.
    -¿Qué tal te las arreglas? Debe de haber surgido algo o no me habrías hecho- llamar.
    La hondonada estaba situada en un lugar perfecto; John no sabía cómo Albert la había encontrado. La casa estaba lejos pero visible. Podrían ver a cualquiera que se acercara.
    -Te he hecho una pregunta, John.
    -He tenido mis dudas sobre el plan que me había marcado. Pero ya no y, de todas formas, es demasiado tarde para hacer lo que sugieres -si Leggit moría de forma repentina, víctima de una agresión, Hattie siempre sospecharía de él. Conociendo lo bondadosa que era, no lo aprobaría... ni se lo perdonaría. Aunque fuera una estupidez, no quería que Hattie tuviera un mal concepto de él.
    -No entiendo...
    -Has de creerme -interrumpió John a su hermano-. Vamos al grano. Albert decía que estabas desesperado por verme.
    -¿Creías que podrías enviarme a esa casa vulgar y dejarme que me enfrentara yo solo con ese monstruo? Porque es un monstruo. ¿Creías que me quedaría de brazos cruzados en la habitación que me han asignado, también vulgar pero terriblemente cómoda, y esperaría a que Leggit me encomendase una vulgar tarea? ¿Sabes que después de decirle a su esposa que me había contratado, ha hecho creer a los empleados que he rechazado el trabajo? Ha corrido la voz de que tenemos conocidos en común y de que, por el bien de éstos, va a permitir que me quede hasta que encuentre otra colocación.
    John miró a los ojos a su hermano menor, unos ojos que no eran azules, sino verdes, pero que podían ver dentro de la cabeza y del corazón de una persona, o al menos, en eso coincidía toda la familia. Dominic tenía la habilidad de leer el pensamiento.
    Dominic bajó la mirada.
    -Es un infierno, John.
    -Lo sé. ¿No te han presionado para que amenices las galas de baños de Leggit? -sabía que no debía reír.
    -No. Pero ya sé todo lo que hay que saber sobre ellas. Leggit me envió a una mujer para que me distrajera. Me habló de las fiestas, y me hizo una pequeña demostración de los deleites que allí se ofrecen.
    -¿Te has acostado con ella? -John sonrió-, y veo que no has cambiado mucho.
    -Sí, he cambiado mucho. Es hora de que dejes de pensar que me comporto igual que tú. No es así. Si una mujer de hermoso cuerpo disfruta enseñándomelo, ¿quién soy yo para rechazarla? Si quiere bailar desnuda para mí, ¿quién soy yo...?
    -¿Para rechazarla? -terminó John en su lugar-. Tu contención me impresiona.
    -Leggit me ha pedido que viole a su esposa. Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo.
    John bajó la cabeza y cerró los ojos.
    -Quizá se te revuelva el estómago, pero yo sufro mortalmente al imaginarlo utilizándola de esa manera.
    -¿Estás enamorado de Hattie Leggit, John?
    -Maldita sea tu impertinencia.
    Dominic volvió el rostro y bajó la vista.
    -Perdóname. No culparía a un hombre por amarla. Es hermosa y encantadora.
    A John se le retorcieron las entrañas.
    -Los atributos de Hattie no son asunto tuyo.
    -Ahora, sí -dijo Dominic.
    -Siempre has sabido aprovechar una ventaja - dijo John-. Crees que tienes poder sobre mí porque te he pedido ayuda.
    -Si fuera un granuja, tendría poder sobre ti. Pero no lo soy.
    John se apoyó en un árbol.
    -No, no lo eres. Te pido disculpas -si no se calmaba, no podría ayudar a Hattie-. Maldición, estoy fuera de mí. Leggit es responsable de la muerte de nuestro primo y de su esposa. Mi plan para vengarme era perfecto, pero no estaba preparado... No había analizado todas las consecuencias.
    -Ahora es fácil que te mortifiques por eso -dijo Dominic-. Pero no estás solo, John. Nathan y yo te apoyamos y, aunque no sé muy bien por qué, creo que ese extraño Albert morirla por ti.
    John miró a Dominic, pero no pidió una explicación de su comentario sobre Albert. Estaban eludiendo el motivo de la nota urgente que su hermano pequeño le había hecho llegar.
    -Tienes algo que decirme. ¿Qué ha pasado?
    -Leggit me ha encomendado una misión en una habitación privada de los baños.
    Cielos. Estaba ocurriendo justo como John había querido, pero el horror se hacía más cercano, y las náuseas lo abrumaban.
    -Sigue -dijo.
    -Mañana por la noche no habrá criados en la casa. Yo tengo que bajar a los baños y hacer exactamente lo que me han dicho. Leggit me ha asegurado que no me interrumpirán, y que podré tomarme el tiempo que necesite para completar...
    -Ve al grano -lo interrumpió John-. Cuantas menos palabras, mejor
    -Mañana por la noche, a las ocho, debo esperar allí abajo. La habitación estará oscura y permanecerá así. Me enviarán a Hattie Leggit. Leggit dijo que debía seducirla con suavidad si podía, o tomarla por la fuerza si no. Cuando se haya quedado encinta, después de que hayamos estado juntos las veces que sea necesario, seré generosamente recompensado y enviado lejos de aquí. Una forma delicada de decir que Leggit piensa liquidarme. Cree que soy el candidato perfecto para su propósito porque, supuestamente, no tengo familia.
    -Voy a matarlo ahora mismo -John hizo ademán de levantarse de la hondonada, pero Dominic lo detuvo-. Has dicho que debería haberme deshecho ya te él.
    -Está rodeado de su guardia personal. Deberías conocer a Smythe. Repta más que camina, y mantiene la cabeza gacha, como si estuviera preparado para recibir un golpe. Si vas en busca de Leggit ahora, te meterán un tiro, y habrá suficientes testigos que dirán que el ataque fue injustificado. Nathan y yo lo remataríamos, pero tú habrías muerto innecesariamente.
    Cada palabra que decía su hermano era verdad. John no recordaba haber sentido nunca tanta sed de venganza, ni tanta desesperación por proteger a alguien.
    -¿Qué piensas hacer? ¿Y cómo voy a quedarme de brazos cruzados esperando a saber qué es de mi Hattie?
    -¿Tu Hattie?
    -No me busques las cosquillas -dijo John-. Estás en lo cierto al pensar que significa algo para mí.
    Dominic le dio una palmada en el hombro.
    -Créeme, haré lo que pueda por ayudar. Pero tenemos una complicación. Leggit tiene su propio matasanos. Hoy me ha revisado la vista, los dientes... y otras partes, como si fuera un caballo que Leggit quisiera comprar.
    -¿Y te ha encontrado sano?
    -Evidentemente.
    Pasara lo que pasara, Hattie estaría asustada.
    -John -dijo Dominic-. Sería incapaz de hacer lo que Leggit me pide, pero el médico la examinará en cuanto se vaya de mi lado.
    -¿Por qué? -dijo John, y se sintió estúpido-. ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡Por supuesto que querrá una prueba! La humillará para conseguirla. ¿Sabes que Leggit culpa a Hattie de que no haya concebido?
    -Podría ser, ¿sabes?
    -Tonterías. Podría ser que a ella le repugna... Pero no quiero hablar de eso más de lo necesario.
    -John, no me odiarás por el papel que debo interpretar en todo esto, ¿verdad?
    -No -el corazón le latía como un tambor
    ¿Qué piensas hacer?
    -Asegurarme de que no haya dudas de que Hattie ha estado con un hombre.
    John inclinó la cabeza hacia atrás y las manchas azuladas de cielo que veía entre los árboles se emborronaron.
    -No, no, no.
    -¿Qué elección tenemos?
    John reprimió un aullido, pero empezó a dar puñetazos a la corteza áspera de un arce. Dominic lo rodeó con los brazos por detrás y lo apartó.
    -Hay personas que te necesitan sereno. Si sigues así, no servirás de nada. Mira lo que te has hecho -le levantó las manos para que las viera. Tenía los nudillos ensangrentados. John se desasió.
    -Al diablo con mis manos. Hablemos de cómo proceder. Enseguida.

    CAPITULO 28
    Hattie se desasió de Smythe. Éste encogió sus estrechos hombros e inclinó la cabeza hacia delante más de lo acostumbrado.
    Las náuseas, y la bilis que había ascendido por su garganta, la dejaban sin fuerzas, y se apoyó en la pared de la entrada a los baños.
    -No pienso ir -dijo-. Déjeme -le palpitaban la cabeza y el corazón, y se sentía enferma.
    -Tantos remilgos -repuso Smythe, mirándola de soslayo desde su considerable altura. El fino pelo gris se le abría en torno al cuello-. Una esposa hace lo que su marido le dice. Sin rechistar. Recuérdelo y las cosas le irán mejor. Cuanto antes obedezca, antes dejará de hacer esto. Y será feliz. Tendrá un hijo del que cuidar.
    -Basta. Cállese ahora mismo -aquel horrible hombre lo sabía todo. El señor Leggit se lo había contado, y Hattie no podía soportarlo.
    Smythe la sujetó por el codo y tiró de ella. Hattie se resistió hasta que estuvo a punto de caer sobre las escaleras de mármol. La reacción de su acompañante fue enderezarla y arrastrarla hasta el final de la escalera.
    Su marido había enviado a otro hombre a hacer el trabajo sucio.
    -Está oscuro -dijo ella-. Encienda las luces.
    -No -dijo Smythe-. Conozco el camino, y la luna nos alumbra. Cuando la deje, subiré arriba y la esperaré en el vestíbulo. Venga directamente a mí cuando haya salido.
    Siguieron avanzando entre los haces de luz de colores de las vidrieras. Hattie veía la enorme piscina como tinta pulida e inmóvil. No despedía vapor. Aquello la sorprendió.
    Smythe la condujo a la puerta de la habitación en la que había estado con John. «Por favor, dame fuerzas para soportar lo que ha de venir». Si hubiera albergado alguna sospecha de los planes que el señor Leggit tenía para ella aquella noche, habría intentado comunicarse con John, pero Smythe había llamado a la puerta de su boudoir sin previo aviso. Aquel hombre horrible la había sentado delante del espejo y le había retirado todas las horquillas del pelo antes de pasarle un cepillo. Hattie se había peinado con manos trémulas, pidiéndole que le ahorrara aquella humillación. Smythe no le había contestado. Al menos, no le había pedido que se pusiera una prenda reveladora.
    Pero no tenía escapatoria, y cuando aquello acabara, la vergüenza le impediría volver a ver a John.
    -Debe alentar a ese hombre, se lo advierto -dijo Smythe con su voz nasal-. Pero no con conversación. No necesita conocerlo. El señor Leggit me ha pedido que le dijera que está orgulloso de que sea tan valiente. Ahora, pase, no tiene nada que temer. Su marido no le elegiría un hombre de quien no se fiara.
    Hattie no podía articular palabra.
    -Está bien. Entre y no haga aspavientos. Será mejor que intente disfrutar -giró el picaporte y le dio un empujoncito a Hattie al mismo tiempo. Después, cerró la puerta tras ella.
    El único ruido que se oía era el del surtidor de las aguas termales.
    Aunque diera media vuelta y saliera corriendo, la alcanzarían y tendría que regresar, como un animal que debía obedecer a su amo. Leggit tenía toda la autoridad y la ley de su parte, la ley que decía que una mujer pertenecía a su marido. Aunque Hattie pudiera revelarle a un hombre influyente lo que el señor Leggit estaba haciendo, no la creerían. O la creerían, pero no harían nada, porque su marido era un hombre rico e influyente y podía cerrar todas las bocas con dinero.
    Hattie cruzó los brazos con fuerza y apretó la espalda contra la pared. Aunque chillara, no le serviría de nada.
    Sería una estupidez, pero ansiaba estar con John. Al recordar la cama que había hecho con seda, raso y terciopelo en el almacén de disfraces, el anhelo se convirtió en una súplica urgente y sincera de que la apartara de todo aquello.
    Mareada, se sentó en el suelo de piedra de forma tan repentina que se arañó la espalda. Se frotó la frente. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, distinguió la piscina y la silueta del diván. La mesa cargada de comida estaba donde el otro día.
    -¿Hay alguien ahí? -dijo con la voz desgarrada.
    -Soy yo, Hattie. John. Ven a mí.
    Un truco. Aquel hombre de voz rasposa no era John.
    -Túmbate en el diván -dijo-. No tengas miedo. Sabes que jamás te haría daño -hablaba con rapidez, casi sin resuello.
    Hattie se puso en pie y caminó pegada a la pared curva hasta que se acercó a la cama. Escudriñó la penumbra pero no distinguía la silueta del hombre.
    -Enciende una vela -dijo Hattie-. Déjame verte la cara.
    -Hay órdenes de que la habitación permanezca a oscuras -dijo-. Ordenes de tu marido.
    -Tengo miedo -dijo Hattie. No podía evitarlo.
    -Lo sé. ¿Quieres beber un poco de vino? -preguntó.
    -No.
    -No es momento de ser obstinada. Bebe un poco. El pánico se adueñó de ella. Se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta. Un brazo, un brazo de acero, se cerró en torno a su cintura. El hombre la levantó del suelo y la trasladó al diván. En cuanto la depositó allí, le plantó una copa de vino en las manos.
    -¡No! -exclamó Hattie. Arrojó la copa, y observó cómo los añicos de cristal saltaban por los aires, brillando con la luz-. No voy a hacer esto de buena gana. Y no voy a permitir que me abotarguen los sentidos con mentiras y con bebidas para que sea más receptiva a esta... a esta violación.
    -Hattie, Hattie, soy yo, John -le acarició el pelo. Ella no podía moverse-. ¿Hattie?
    -No hablas como John -temblaba tanto que le castañeteaban los dientes.
    -Claro que sí -dijo el hombre-. Estoy sin aliento porque yo también temo por ti y por cómo acabará esto.
    Hattie no podía frenar el chorro de lágrimas. Era él, lo sentía en aquellos momentos.
    -¿Cómo has venido? ¿Qué ha sido del otro hombre? ¿0... o mi marido recurrió a ti directamente? ¿Has sido su primera elección? -inspiró con brusquedad-. ¿Soy un premio por la satisfacción que le has procurado?
    John seguía deslizando los dedos por el pelo de Hattie.
    -No. No vino a verme, y no soy su elección. No tardaré en contártelo. ¿Por qué has permitido que las cosas llegaran a este punto? ¿Por qué no te has ido antes?
    -Ya te lo dije.
    -Necesitas dinero para saldar la deuda de tus padres y para vivir cuando abandones a Leggit. No me has dicho cuánto dinero necesitas, ni cuánto tienes ya, ni cuánto tiempo crees que tardarás en poder marcharte.
    -Mucho.
    -Entonces, es demasiado. Sé que eres orgullosa y que deseas liberarte por ti misma, pero deja que yo me ocupe del dinero, por favor.
    Hattie rompió a llorar con suavidad. John se contuvo antes de pedirle que se secara las lágrimas.
    -Amor mío, si te consuela, podrás devolverme el dinero cuando puedas, y no redactaremos ningún contrato oficial.
    -Sí, eso te gustaría -dijo Hattie elevando la voz-. Otro hombre dispuesto a comprar mi cuerpo con dinero. Y sabes muy bien que jamás podría devolvértelo.
    La ira, como una estela roja en la mente John, le contrajo todos los músculos del cuerpo.
    -Sabes que no soy así.
    -¿Lo sé? ¿Qué has querido que haga contigo desde que nos conocemos?
    Rápidamente, John se inclinó sobre ella, tomó su cabeza entre las manos y acercó su rostro al de Hattie.
    -Maldita seas -dijo-. Reconozco que te deseo, pero jamás te habría obligado -en aquellos momentos, la deseaba más que nunca.
    Hattie percibía sus temblores. El temblor de la ira a duras penas controlada.
    -Pero me obligarás ahora -cerró los ojos con fuerza-. Mi marido te ha hecho una oferta. ¿Cómo si no podrías estar aquí? A saber cuánto te dará por este favor. Pobre idiota, no sabe que estás burlando mi negativa de ir a tu cama. Le pagarías por el placer de humillarlo, ¿verdad? Lo que no sé es por qué. Pero hay un motivo y me gustaría que me lo contaras.
    John seguía sujetándola sobre el diván con el peso considerable de su cuerpo, y hundía los dedos en su melena, a ambos lados de su cabeza.
    -Piensa lo que quieras de mí -dijo John, atormentado por que no confiara en él ni siquiera un ápice-. Y, de paso, piensa cómo vamos a engañar a tu marido para que crea que lo hemos obedecido.
    -Es un hombre perverso. Cuando me hayas hecho tuya, me vigilará para ver si espero un hijo. Si no, podrás vivir un poco más y repetir tus actos de esta noche, pero creo, y lo digo sinceramente porque no soporto la idea de que te hagan daño, creo que, después, te matará. Y cuando te busquen tu hermano y tus tías, no encontrarán ninguna pista porque tú no les habrás hablado de esto.
    A John le gustaría contarle la verdad sobre la implicación de sus hermanos, pero no sería sensato. De pronto, Hattie lo sujetó por las muñecas.
    -Déjame que me levante. Debes irte enseguida, antes de que corras peligro. John, por favor, sálvate. No permitas que mi destino sea sentirme responsable de tu muerte.
    Una oleada semejante a agua y hielo fluyó por los miembros de John. Hattie sentía algo por él, aunque lo creyera capaz de tomarla por la fuerza y aceptar dinero de su marido a cambio. La frustración lo sacudía.
    -Hay un hombre aquí, en Leggit Hall -dijo-. Un criado, y creo sinceramente que era el elegido de tu esposo. Tú sólo has sacado la conclusión lógica. Averigüé quién era e hice un trato con él. Como para él era un sacrificio no poder disfrutar de ti, se mostró muy codicioso. Entrará en cuanto hayamos acabado, y yo me iré. No será difícil.
    -Me has preguntado cómo podíamos convencer al señor Leggit de que has hecho lo que él quería. No entiendo de estas cosas, John. Ayúdame.
    ¿A qué dios demoníaco había enojado?, se preguntó John.
    -¿Me permitirás que te muestre cuál es la mejor manera?
    -Sí -susurró Hattie, y volvió el rostro.
    -Toma -y desdobló una manta de pieles-. Entra en calor. Créeme que jamás heriría tu sensibilidad si existiera otra manera. Deja que me tumbe contigo un rato. Recuerda que soy tu amigo y que me preocupo mucho por ti.
    Se quitó la chaqueta, el chaleco y la camisa, y se deslizó por debajo de las pieles junto a ella. Se acomodó como lo había hecho la última vez en Worth House, pasándole una pierna por encima y un brazo por debajo de los hombros de Hattie. Abrazarla de aquella manera lo hacía sentirse fuerte.
    -Te has soltado el pelo -dijo John.
    John se había desnudado de cintura para arriba. El calor de su cuerpo traspasaba la tela del vestido de Hattie. Ésta le tocó el torso desnudo y se quedó sin aliento. Estaba firme y cálido. Las sensaciones que experimentaba en sus partes femeninas eran casi dolorosas.
    -Smythe me lo soltó. También me dijo que debía alentarte - ¡qué ridícula se sentía repitiendo cada detalle del trato vulgar que había recibido!
    -Hattie, Hattie -dijo John, con los labios a apenas un aliento del oído de ella-. Voy a tocarte.
    Hattie se quedó inmóvil y callada.
    -Por favor, te pido que te relajes. Seré suave - pagaría una fortuna por montarla sobre su caballo y llevarla lejos de allí para siempre-. Voy a besarte porque no puedo seguir esperando.
    ¿Relajarse? Hattie no podía relajarse. John era alto y corpulento, y le gustaba sentir lo fuerte que era. Se estremeció para sus adentros. John podría hacer lo que quisiera, que ella no lo detendría... aunque quisiera.
    John la besó, pero ella no hizo nada para alentarlo, así que la volvió a besar, despacio, suavemente al principio, después, entreabriendo los labios de Hattie y hundiendo la lengua en su boca. Ella le rodeó el cuello con los brazos y deslizó los dedos por sus cabellos oscuros. Con los ojos muy cerrados, John amoldó su cuerpo al de ella.
    Hattie fue dándose la vuelta en los brazos de John, acariciándole la espalda desnuda como si la piel masculina fuera nueva para ella. Introdujo las manos entre sus cuerpos para deslizar los dedos por el vello de su torso.
    El vestido de color claro que llevaba tenía un escote bajo y cuadrado y mangas cortas.
    -Me gustaría volver a ver tus senos -dijo John, e hizo una mueca por aquella petición tan poco familiar-. Me gustaría sostenerlos en mis manos y besártelos - deslizó los pulgares dentro del cuerpo del vestido y trazó pequeños círculos sobre las puntas de sus senos.
    -Puedes hacerlo -dijo Hattie sin aliento-. Sí, me gusta.
    John sonrió en la oscuridad. Era una joven apasionada que aún no había aceptado su propio apetito sexual. Bajó la cabeza y tomó un pezón entre los dientes. Hattie gimió y sujetó el rostro de John sobre su pecho. A él ya no le apetecía sonreír. Abrió la boca y succionó, tiró con fuerza de la carne y notó que se excitaba hasta rozar el dolor. Le acarició los pezones con la punta de la lengua y ella se retorció.
    Los botones del vestido cedieron fácilmente. John desnudó sus senos por completo, los juntó, los cubrió de besos. Y deslizó la mejilla sobre ellos, aplastando cada pezón, observando cómo se erguían bajo su rostro. Los mordisqueaba y lamía, y deslizaba el muslo por entre las piernas de Hattie.
    Hattie abrió los brazos, impotente. Arqueó la espalda para acercarse más a él. No podía hacer nada para intensificar aquellas sensaciones, y su mente enardecida entregó el control a John.
    John se apartó de ella y se puso en pie junto al diván pero, a los pocos segundos, le quitó la ropa, la dejó desnuda, y volvió a tumbarse, también desnudo, junto a ella. Le pasó un brazo por el cuerpo, justo por debajo de los senos. Ella podía verse los pezones erectos. John le acercó los labios al oído y deslizó la lengua por el lóbulo, provocando sensaciones extáticas que fluían por su cuerpo y la hacían retorcerse.
    -Escúchame -susurró John-. No puedo hacer lo que Leggit me pide porque está mal. Y no debo hacer lo que me gustaría hacer porque pensarías que sólo lo hago para satisfacer un deseo egoísta.
    Ella volvió la cabeza.
    -¿Sabes lo que debemos hacer? -le preguntó John.
    -No.
    Maldición. Una mujer no debía ser iniciada por un hombre egocéntrico que sólo se preocupaba por su objetivo final.
    -Hattie, me has fascinado desde el día que te vi. Tu rostro me embrujó, y reconozco que tu cuerpo se aseguró de acaparar mi atención eternamente. Abrazarte volvería loco a cualquier hombre. Conocerte y abrazarte me llena.
    Nadie le había dicho nunca aquellas cosas. Oírlas de boca de un hombre al que amaba... porque lo amaba, aunque no tuviesen posibilidades de estar juntos.
    - No creo que pueda ser tu querida -le dijo.
    -No debería habértelo pedido, pero ¿quién podría culparme? Ahora, amor mío, debes ayudarme a producir la prueba que Leggit exige. Debes tocarme, excitarme.
    -Sí -dijo Hattie, pero permaneció con los brazos caídos. John imaginaba con horrible claridad que aquello era lo único que Leggit requería de ella mientras jadeaba y resoplaba sobre su hermoso cuerpo.
    -Dame la mano -le dijo, y cuando ella se la dio con vacilación, guió sus dedos hasta cerrarlos en torno a él-. Acaríciame.
    El tamaño de John, la forma en que su virilidad se erguía, recta y dura, el vello de la base, las partes redondas que lo hacían gemir cuando las sopesaba... todo ello hizo que a Hattie le bajara la sangre a los pies. No se sentía mareada, sino extrañamente fría y necesitada. Se acordó de respirar, y una oleada de calor reemplazó al frío. Cerró la mente a los recuerdos de los forcejeos del señor Leggit y de cómo lo había sentido en su mano.
    Hattie se incorporó, pero empujó a John con la otra mano, indicándole que se tumbara. Con un brazo en torno a los muslos de John, y los senos rozándole el vello de su pecho, sacó la lengua y tocó la punta de su miembro. John gimió y ella se apartó de él. ¿Por qué habría hecho eso? John volvió a acercar la cara de Hattie a su sexo, que ella había tocado con tanta naturalidad.
    Hattie no podía reír ni llorar, pero conocía la respuesta a su pregunta. El instinto la había ayudado a hacer algo que agradaba a John.
    Se formó una gota allí donde lo había tocado con la punta de la lengua, y la lamió. El sabor salado la sorprendió.
    -¿Hattie? -la voz áspera de John la excitaba aún más. Éste le puso una mano en la espalda y la apremió para que continuara con lo que estaba haciendo mientras le acariciaba los glúteos.
    Un hombre de verdad, pensó John. Era lo único que necesitaba Hattie para convertirse en un sueño apasionado dispuesto a reaccionar con todo el misterio maduro de su deseo. La hizo incorporarse, y la sujetó por la cintura para sentarla sobre él. Su parte resbaladiza le rozó el calor húmedo de entre los muslos. Hattie bajó la mano y encontró el extremo grueso que buscaba. Ardiente, palpitante, rezumaba la esencia del cuerpo de John. Hattie hincó las rodillas a ambos lados de sus caderas, se inclinó hacia atrás y se sentó sobre él. Volvió a inclinarse y tomó en su boca todo lo que pudo de su virilidad.
    John gimió, después, se incorporó sobre las manos y la besó una y otra vez. Le gustaba lo que ella hacía, pensó Hattie. Una excitante sensación de dominación la hizo querer reír.
    Cuando John la apartó, se sintió despojada y forcejeó con él. Un esfuerzo fútil. En aquella ocasión, John la tumbó junto a él, con sus rostros próximos. La besó en la boca con desesperación contenida.
    -Ahora -dijo John en un susurro-.
    Creo que puedo derramarme sobre ti y darle Leggit la prueba que quiere de que hemos yacido juntos. Por favor, no quiero repugnarte. No hay otra manera.
    Las explicaciones de Dobbin la ayudaban a comprender lo que John quería decir. Supo que el deseo de Leggit había sido ponerse duro como John e introducirse dentro de ella para poder dejarle su semilla. Le gustaba jugar con el cuerpo de Hattie, pero perdía interés cuando no podía lograr su objetivo.
    Ella no le había dado a John el respeto que merecía. No se uniría a ella mientras no estuviera convencido de que ella lo deseaba.
    John frotó su miembro contra el vello de entre las piernas de Hattie.
    -John, yo...
    -Ayúdame, Hattie. Esto es insoportable.
    -Ven -susurró Hattie, y lo rodeó con los brazos para colocarlo sobre ella-. Creo que así será más fácil -lo abrazó y separó las piernas.
    John gimió, no podía evitarlo. Había hecho cosas difíciles, pero aquélla podría ser la más costosa de todas. Deslizó los dedos por los pliegues carnosos de Hattie y buscó el botón de carne que arrancó un gemido de ella. Las caderas de Hattie bascularon automáticamente.
    Le daba placer y la besaba en la boca al mismo tiempo. Hattie se convirtió en una gata salvaje que alargaba la mano y buscaba lo que quería: el pene de John. Éste no quería que ella chillara. Se inclinó, y utilizó la lengua donde antes había usado los dedos, lamiéndola rítmicamente, aunque no por mucho tiempo. El dique estalló, y John se incorporó para ahogar el grito de Hattie con un beso; le lamió la cara interna de sus mejillas hasta que, poco a poco, los espasmos la abandonaron.
    -Amor mío -dijo, abrazándola-. ¿Cómo es posible que te hayas visto en este aprieto? Eres maravillosa.
    -Tú eres maravilloso -repuso Hattie mientras las oleadas de intensas sensaciones continuaban causando estragos en sus sentidos. Y ya sólo quedaba una cosa por hacer-. Entra dentro de mí, John.
    El vientre se le contrajo como si lo hubiese golpeado.
    -No me lo pongas más difícil. Ahora te estás dejando llevar por tu reacción. Si hiciera lo que sugieres, mañana me odiarías.
    El hombre que había estado desesperado por convertir a Leggit en un cornudo sostenía a la esposa de Leggit en sus brazos mientras ésta le suplicaba que le hiciera el amor. ¿Qué podía ser más perfecto?
    Que ella nunca se hubiera casado con Leggit y pudiera convertirse en la mujer de John.
    Francis y Simonne aún no habían sido vengados. Nathan y Dominic no permitirían que Leggit escapara del castigo.
    -Por favor, John.
    Se sentó a horcajadas sobre ella y bajó la cabeza.
    -¿No quieres? -preguntó Hattie. Forcejeó bajo el cuerpo de John-. Déjame que me incorpore. No soporto el bochorno que nos causo a los dos.
    -Detente -John la inmovilizó-. Muestras tu inmadurez. Sería fácil para mí aceptar lo que me ofreces. Pero estaría mal.
    Hattie suspiró y John pudo ver cómo su pecho ascendía y descendía. Besó sus senos cremosos, los tomó en las manos y los movió, disfrutando de lo firmes y pesados que eran. Ella había vuelto el rostro otra vez. La sangre, el calor y un anhelo hondo lo desgarraron. Se tumbó sobre Hattie y se colocó a la entrada de su cuerpo.
    -Sí -susurró Hattie, jadeando-. Sí, John, por favor.
    No se lo volvería a pedir si no estuviera segura. Con una única embestida, John la penetró... e intentó detenerse. Era tan pequeña... ¿Cómo podía ser? Él no conseguía contenerse y Hattie no daba señales de angustia.
    John la llenaba. Y rompió algo dentro de ella. Hattie inspiró con brusquedad pero tragó el grito de protesta. Era como si la hubiese quemado, o herido. Estaba sudando y tenía un velo de lágrimas. ¿Por qué se había quedado tan quieto?
    -¿Qué pasa? -le preguntó Hattie -. ¿Ya está?
    John intentó no proseguir, pero cada segundo que se contenía le costaba demasiado. Ella era virgen.
    -No entiendo -dijo, y sus caderas se movieron por propia voluntad-. ¿Por qué no me lo has dicho? -el ritmo se marcó sólo, y sus embestidas frenéticas se adueñaron de él. Aunque quiso tener cuidado, necesitaba su orgasmo y necesitaba hacer suya a Hattie. Ella envolvió las piernas en torno a la cintura de John y se entregó, se abrió todo lo que podía.
    -Eres una amante espontánea, Hattie.
    Retorciéndose sobre el diván, ella lo incitaba, pero no contestaba a sus preguntas.
    -Te he hecho daño. No habría sido tan brusco si lo hubiera sabido -¿o no?
    -Hazme el amor, John.
    Lo hizo. Y cuando se derramó dentro de ella, enardecido e insaciable, quiso chillar. Cayeron sobre el diván en una maraña jadeante, murmurando, besándose, tocándose y, por fin, se abrazaron mientras yacían luchando por respirar.
    -¿Te ha dolido mucho? -dijo John.
    -No -mintió Hattie-. No cambiaría lo que ha pasado. ¿Podemos hacerlo otra vez? -y lo decía en serio.
    El diablo quería adueñarse de su alma, pensó John.
    -Esta noche no, querida. Debes ponerte paños calientes y dar tiempo a tu cuerpo para que se adapte -pero deseaba a Hattie otra vez, y mucho-. Todavía eras virgen. ¿Puedes contarme por qué? -la ternura que sentía por ella le cerraba la garganta. La peinó y esperó a oír su respuesta.
    Si se había quedado embarazada, pensó Hattie, su hijo sería el hijo de John. Sería parte de él para siempre. Se alegraba de la oscuridad que escondía el escozor de sus ojos.
    -Hattie, querida.
    -Leggit no puede clavármela.
    -¡Hattie! ¿Qué te ha hecho usar esa palabra?
    Hattie se quedó pensativa.
    -El señor Leggit lo llama así, y no puede hacerlo.
    -Por favor, no vuelvas a referirte con ese término a hacer el amor. ¿Que Leggit no puede hacerlo? ¿Por qué? ¿Padece alguna... enfermedad?
    -Si ser incapaz de... de levantar la parte pertinente, de ponerla rígida, es una enfermedad, entonces, sí. Pasa horas en los baños, y su médico le asegura que está mejorando, pero no mejora. La tiene flácida, y aunque se pusiera dura, dudo que creciera lo suficiente.
    Si le quedaran fuerzas y fuera un hombre cruel, John se reiría. En cambio, apretó a Hattie contra él. No había estado con ningún otro hombre. No la habría tenido en menos consideración si lo hubiera hecho, pero ser el primero lo hacía desear ser también el único.
    -Debemos vestimos y cercioramos de que salimos de aquí rápidamente.
    -¿Te volveré a ver? -preguntó Hattie. John sonrió en la oscuridad.
    -No tengo fuerza de voluntad para apartarme de ti. Seguiremos como antes. Organizaré más reuniones selectas para Leggit, y tú y yo cruzaremos nuestros caminos con frecuencia. Déjame que te ayude a vestirte.
    John se puso en pie antes de que Hattie pudiera intentar retenerlo otra vez. Recogió sus ropas, pero ella lo sorprendió incorporándose sobre el diván e inclinándose sobre él. John sintió sus senos en el rostro y cerró los ojos.
    - Hattie, Hattie -dijo -. ¡Qué he creado!
    -Una mujer... una mujer que ha despertado -rió. La ayudó a vestirse, reprimiendo la risa y la tentación de volverla a tomar cada vez que hacía un movimiento sugerente.
    Completamente vestida por fin, la levantó del diván y la dejó de pie con el siguiente rapapolvo:
    -No intentes tocarme otra vez. Hemos estado aquí más tiempo del que imaginas. Si vinieran en tu busca, podría ser terrible. No tienes aspecto de haber sufrido una experiencia humillante.
    -No -dijo Hattie, y le dio la espalda-. Porque no la he sufrido.
    John se puso la camisa y se la abrochó. Después, se ató el pañuelo como pudo. Se puso los pantalones, el chaleco, la chaqueta y, por fin, las botas.
    -Ahora, pequeña, tranquilízate y piensa -hablaba con voz serena, pero el beso inmediato que dio a Hattie no lo ayudaba. La apartó de él-. El futuro depende de nosotros. No voy a renunciar a ti, sino a intentar que pasemos juntos el mayor tiempo posible, y nuestra situación debe permanecer en secreto. Hattie, querida, cuando salgas de aquí, debe parecer que has sufrido una terrible experiencia. Al menos, llora. Tu pelo sugerirá que... en fin, que ha ocurrido. Y sufrirás la revisión del matasanos sin disimular tu angustia. ¿Estás preparada?
    -Sí -dijo Hattie. Si ella le suplicaba que la llevara con él, John tendría que negarse. Como ya le había dicho, su futuro dependía de seguir fingiendo ante el señor Leggit. Pero ella estaba pensando en otra cosa-. Si concibo, creo que podré engañarlos para que piensen lo contrario.
    «Para prolongar su aventura».
    -Eres ingeniosa -dijo John-. ¿Para qué poner fin a algo maravilloso?
    Hattie se apoyó en su pecho.
    -John, ¿querías hacerme el amor porque tienes motivos para odiar al señor Leggit?
    John ansiaba contarle la verdad, pero no quería ponerla en peligro.
    -Te deseo porque eres irresistible. Ahora, debes partir.
    John abrió ligeramente la puerta del fondo de la sala y, después, la condujo a la puerta por la que ella había entrado. La besó en la mejilla, giró el picaporte y la hizo salir por el hueco justo. Volvió a cerrar la puerta y retrocedió sobre sus pasos. Dominic estaba recostado en la pared.
    - Hattie estará bien -dijo John.
    -¿Y tú, John?
    John frunció el ceño, pero dijo:
    -Bastante bien, gracias.
    Dominic profirió un suave resoplido.
    -Apuesto a que sí.
    Su hermano, pensó John, estaba celoso.
    -Me estás prestando un gran servicio en esta casa -pasó junto a él, salió de la habitación y recorrió un estrecho pasillo que su hermano conocía: Conducía a un tramo de escaleras y a una salida oculta al jardín.
    Utilizando la llave que Dominic le había procurado y de la que sacaría una copia, John salió al aire nocturno de una noche bañada por la luna. Rezó para que Hattie pudiera resistir, para que superara cualquier reconocimiento médico sin excesivo bochorno. Y rezó para poder volver a abrazarla, desnuda y dulce, la amante de sus sueños. Empezó a excitarse y tropezó al mismo tiempo.
    Le había dicho a Dominic que estaría bien, y lo estaría siempre que no perdiera a Hattie.
    Su caballo aguardaba pacientemente en un camino contiguo a la propiedad, y John montó sobre la silla. ¿Quién podía culpar a Dominic por sentirse tremendamente celoso?

    CAPITULO 29
    -Hoy vengo muy arropada, señorita Prunella, señorita Enid -dijo Hattie al entrar en el salón de Worth House acompañada de la señora Dobbin y de Bea-. Traigo a mis dos ayudantes conmigo.
    Dobbin y Bea hicieron una reverencia, arrancando sonrisas de las tías, cuyos rostros habían mostrado una irritación apenas disimulada a la llegada de Hattie.
    -Nievecilla nos espera para tomar el té -dijo la señora Dobbin, y se dirigió a Hattie-. No se olvidará de hacernos llamar si nos necesita, ¿verdad?
    -Por supuesto que no -la irritaba la sofocante atención que le estaban dedicando desde hacía días; en concreto, desde la noche más maravillosa de su vida.
    -Siéntate, Hattie -dijo la señorita Prunella. La señorita Enid se dirigió a Dobbin y a Bea.
    -Hagan el favor de cerrar la puerta al salir. Gracias -su tono reflejaba la misma impaciencia que Hattie sentía casi a diario.
    La puerta se cerró con firmeza y Hattie se sentó en un sillón rojo a la misma distancia de las dos señoritas Worth. Una distancia casi inexistente.
    La señorita Prunella levantó la nariz y examinó a Hattie a través de los quevedos.
    -¿Qué es lo que te pasa, querida?
    Hattie se sonrojó y se enojó consigo misma.
    -Nada. He tenido un leve resfriado y el señor Leggit se preocupa demasiado por mí -no entendía por qué las palabras no se le quedaban atravesadas en la garganta y la ahogaban. La mera idea de que el señor Leggit se presentara en su dormitorio al menos tres veces al día la apesadumbraba. Se presentaba con caros caprichos, y le había dado una pequeña fortuna en monedas de oro. Hattie había guardado el dinero en el bolsito antes de salir de Leggit Hall aquella tarde, y los cordones le habían dejado marcas en la muñeca-. Bueno, no vendría si aún estuviera resfriada -balbució Hattie. Quizá hubiera sido mejor excusa un dolor de cabeza. Cualquier cosa salvo la verdad, que al señor Leggit se le había metido en la cabeza que si estaba esperando un hijo, debía estar en cama. Tonterías.
    -Te agradecemos que fueras a ver a Porky en nuestro nombre, Hattie -empezó a decir la señorita Enid.
    La puerta se abrió unos centímetros y Chloe asomó la cabeza.
    -¡Chloe! -exclamó Hattie; después, recobró la compostura y miró a las señoritas Worth-. ¿Les importaría que Chloe se reuniera con nosotras?
    Las dos mujeres no parecían muy entusiasmadas. Carraspearon y, por fin, dijeron:
    -Por supuesto. Pasa, Chloe, cariño -la señorita Prunella hacia gestos de bienvenida exagerados. Hattie logró abstenerse de decir que Chloe no estaba sorda.
    Hattie se apresuró a tomar a Chloe de la mano y vio que sostenía cuatro figuritas pintadas en la mano: la niña de pelo cobrizo, el niño, la madre, y otra más.
    -Chloe, ¡llevas las figuritas de la casa de muñecas! Qué bien.
    Regresó con ella al sofá, se sentó, y la niña se apoyó en el brazo del sillón, junto a ella.
    -Debería haber traído algo para nuestra obra de teatro -dijo Hattie-. Creo que necesito mi propio personaje.
    Chloe tomó una de las figuritas, la del niño, y se la plantó a Hattie.
    «No, no estaba sorda».
    -Gracias -dijo. Hizo girar la figurita del niño, lo hizo caminar por su pierna y, después, saltar al brazo del sillón. Habló con la voz que había creado para él-. Por fin te encuentro, prima Chloe. ¿Podemos ir hoy al parque? -después, cambió de tono, y habló por Chloe-. Tendré que preguntárselo a mamá.
    Hattie había olvidado la cuarta figurita, pero Chloe la sostuvo en alto. Era un hombre con calzas, medias, y chaqueta amarilla con encaje en el cuello y en las mangas. También le habían pintado una lujosa peluca.
    -Hoy tenemos aquí al papá de Chloe. Siento no haberlo visto, señor -dijo el primo con educación-. Bah... -dijo el padre-. Qué falta de respeto de un mozalbete.
    Miró a Chloe a los ojos. Las lágrimas que vio en ellos la silenciaron.
    -Vaya, ¿qué tenemos aquí?
    La voz de John, y el ruido de sus botas al entrar en el salón, paralizaron a Hattie. Apretó los labios y bajó la vista a la alfombra.
    -Lo que tenemos es una agradable reunión de mujeres.
    -Magnífico -dijo John, y Hattie sintió su presencia a sólo unos centímetros de su hombro-. ¿Creéis que un hombre podría sumarse a la reunión?
    Hattie era incapaz de mirarlo. El rubor se propagaba por su cara y el cuello.
    -¿No me dais la bienvenida? -rió John al percibir el silencio-. Chloe, cariño, ¿qué pasa?
    Chloe tenía los ojos anegados en lágrimas.
    -Vamos, vamos -John se colocó detrás de Hattie e hincó una rodilla en la alfombra, junto a su sobrina-. ¿Estás pasando un mal día? ¿Necesitas un abrazo de tu tío cascarrabias?
    ¿Cascarrabias? Hattie sonrió al pensarlo.
    Chloe se apretó contra él y escondió el rostro en la chaqueta de John. Éste la levantó, acercó otra silla al grupo y se sentó con la pequeña en los brazos. Al ver las figuritas que sostenía en las manos, le dijo a Hattie:
    -Tenía razón. Estas cosas están hechas para los niños. Ahora, Chloe las lleva consigo a todas partes.
    Hattie era incapaz de mirarlo, y de moverse. Se fijó en las tías y descubrió que éstas, a su vez, estaban lanzando miradas fulminantes a su sobrino.
    -Tenéis cara de cansadas, tías -dijo John-. Hacéis demasiadas cosas. Dejadme que llame a la señora Gimblet para que podáis echaros la siesta.
    -Ni hablar -le espetó la señorita Enid-. No estamos nada cansadas, aunque quizá Hattie necesite reposar dentro de poco, porque ha estado enferma y en cama varios días.
    «Si pudiera desaparecer...», pensó Hattie.
    -No es más que un dolor de cabeza -dijo.
    -Querrás decir un resfriado, ¿no? -intervino Prunella, con las cejas enarcadas hasta que casi le rozaban la raíz de su pelo canoso.
    -Sí -dijo Hattie, convencida de que todos los presentes debían de considerarla una mema.
    De improviso, John se puso en pie y se interpuso entre Hattie y sus tías; se volvió hacia ella. Tenía los ojos azules entornados, y una expresión temible, inquisitiva y confusa. Hattie temió que fuera a exigirle respuestas de un momento a otro. Se hundió un poco más en su asiento.
    El chaleco negro le caía sin una arruga sobre un vientre completamente plano. Hattie lo imaginó desnudo y exhaló un suspiro.
    -Me gustaría que me acompañara -dijo en voz baja. La forma en que su cuerpo lucía la ropa debía irritar a muchos caballeros, pensó Hattie-. ¿Ha oído lo que le he dicho?
    -Yo no -dijeron Prunella y Enid al unísono. La señorita Prunella prosiguió.
    -Y tanto mejor. Eres un patán, sobrino. ¿Cómo te atreves a dirigirte así a nuestra invitada?
    -Señora Leggit -dijo John-. Tenemos asuntos de interés mutuo de que hablar. Soy un hombre ocupado, pero podría dedicarle unos minutos.
    Hattie lo miró en aquellos momentos a la cara.
    -Es usted muy amable, milord.
    -John -dijo la señorita Prunella, en tono áspero y malhumorado-. ¿Qué haces? ¿Cómo se te ocurre? A Hattie no le importa lo ocupado que estés. Y no estás ocupado desde que has dejado de servir al Rey para prestar atención a tu familia. Signifique eso lo que signifique.
    -Justo lo que dice -repuso John, y se volvió hacia sus tías-. En particular, es Chloe quien necesita mi atención. Y, lo creáis o no, me alegro de pasar tiempo en esta casa. Aunque sea una vergüenza, y esté gobernada por criados completamente descontrolados. No entiendo cómo no despedís a Boggs. Ni por qué me suplicáis que no lo despida.
    Hattie podía entenderlo. Boggs conocía demasiados secretos de sus señoras y no vacilaría en amenazarlas con delatarlas, estaba segura.
    Sosteniendo a Chloe como si no pesara nada, John rodeó el grupo de sillas, lanzando miradas a Hattie que pasaban del enojo, a la preocupación, a la desesperación y nuevamente a la preocupación.
    -John -dijo la señorita Prunella con voz estridente-. Por favor, vete. Hattie ha venido a visitarnos. Eres muy grosero.
    John balbució para sí, dio varios pasos, se detuvo para mirar a Hattie con semblante suplicante en aquella ocasión y repitió su comportamiento hasta que, por fin, giró sobre sus talones y salió del salón como una exhalación.
    -Menos mal -la señorita Prunella se recostó en su silla-. Ese chico ha asumido demasiadas responsabilidades desde muy joven. Cree que puede controlar a todo el mundo. Ahora, Hattie, si no te importa, nos gustaría comentarte algunas cosas.
    A Hattie le costaba concentrarse.
    -No me importa -dijo.
    -Una vez más, debemos darte las gracias por el recadito que nos hiciste.
    Un «recadito» que podría haber dejado a Hattie y a Nievecilla gravemente heridas.
    -Me alegro de haber sido de utilidad.
    -Cuéntanoslo todo -Prunella y Enid se inclinaron hacia delante-. No te saltes ni un detalle.
    -Me imaginé a Porky... En fin, no me lo imaginaba tan esbelto.
    -Sí -un semblante distante envolvió el rostro de Prunella, y sonrió un poco-. Bastante esbelto -frunció el ceño-. Eso nos ha contado Boggs.
    -Una persona bastante amable. Insistió en prepararme un té en la trastienda. Té de raíces; me gustaría comprar más. Era muy vigorizante.
    -Entonces, tendrás que volver -dijo Enid rápidamente-. ¿Podríamos pedirte que nos compraras un poco de ese té tan maravilloso?
    Aquello olía a manipulación, pensó Hattie.
    -Si voy, les compraré un poco. Por cierto, me sorprendió que fuera una botica.
    -¿Es que olvidamos decírtelo? -Prunella se dio unas palmadas en las rodillas y profirió una carcajada seca-. Enid, nos estamos haciendo viejas. Olvidamos decirle a Hattie que iba a ir a una botica. ¿Te gustó, querida?
    -Fue interesante -contestó Hattie.
    -¿A que Porky es muy ágil y tiene los ojos muy luminosos? -preguntó Enid a pesar de la ruidosa tos de Prunella.
    -Pues sí -dijo Hattie, tremendamente curiosa-. Y preguntó por ustedes.
    Las dos ancianas profirieron risitas.
    -¿Y el hermano de Porky se encuentra bien? - preguntó Prunella.
    -¿Se refiere al otro caballero? ¿El que llamó desde otra habitación? No lo vi.
    -Ah -Prunella entrelazó los dedos en el regazo-. Entonces, no vio sus insólitos ojos.
    La señorita Enid tocó a su hermana en el brazo, y las dos se miraron a los ojos.
    -Hablan como si los hubieran visto -dijo Hattie. Prunella volvió a mirar a Enid.
    -En absoluto. Es que Boggs nos dijo que uno tenía un ojo verde y otro gris oscuro. Me pareció interesante.
    -Bueno, la verdad es que salimos poco -dijo la señorita Enid-. Podríamos ir a la botica personalmente si tú nos acompañaras, Hattie. Nuestra vida es bastante aburrida
    .
    -Estaré encantada de acompañarlas -repuso Hattie .El rubí era muy hermoso
    -Y hay muchas más piedras preciosas -dijo Enid .De hecho esta es para ti para demostrarte nuestra gratitud -sostuvo el bastón con una mano y se inclinó hacia delante, extendiendo el puño cerrado.
    -No podría aceptar nada -dijo Hattie. La señorita Prunella elevó la voz.
    -Puedes y lo harás... o entristecerás a dos ancianas.
    Hattie extendió la mano enseguida y la señorita Enid le entregó una bolsita de cuero marrón.
    -Ábrela, deprisa -dijo Enid-. ¿No es emocionante, Prunella?
    -Mucho -pero las hermanas intercambiaron una mirada de preocupación.
    En el interior del bolsito descansaba una esmeralda del tamaño de un pulgar. Hattie profirió una exclamación y dijo:
    -Es fabuloso, pero excesivo.
    -En absoluto. Y aquí tienes una guinea. Prometimos compartir nuestras ganancias.
    -No...
    -Y que no se hable más de esto. Te estamos muy agradecidas por tu amabilidad.
    Hattie sonrió a las tías.
    -Prunella -dijo la señorita Enid-. ¿Crees que deberíamos contarle a Hattie toda la historia?
    Tras permanecer reflexiva unos segundos, la señorita Prunella dijo:
    -Sí, cuéntasela si te parece. Yo no podría hacerlo.
    -No hace falta -dijo la señorita Enid-. Cuando éramos jóvenes conocimos a dos hombres maravillosos, Charles y Philip. En realidad, no es nada del otro mundo. Nos enamoramos, pero eran pobres y nuestro padre no quería saber nada de ellos. Los seguimos viendo a sus espaldas, por supuesto. Después, ellos hicieron algo increíble.
    -En los baños termales -dijo Prunella.
    -Así es -asintió Enid, pero incluso su rostro moreno palideció-. Descubrieron que, muy a menudo, los que se bañaban en las aguas perdían anillos y otras piezas de joyería. Resbalaban de sus dedos. A veces, toda la pieza, otras, sólo las gemas, porque se desprendían de los engarces.
    Hattie no las interrumpió, pero se sorprendió inclinándose hacia delante en la silla.
    -Uno de nuestros amigos consiguió un trabajo en los desagües. Sabía cómo funcionaban; era muy instruido. Los dos lo eran. Y estoy segura de que ya imaginas lo que ocurrió.
    -No, no me lo imagino. Ah... -Hattie levantó una mano-. Las joyas y las gemas se quedaban atascadas en los desagües, y...
    -Sí, sí, exacto -dijo Enid-. Nuestros amigos trabajaban juntos para recuperar lo que los demás habían perdido para siempre. Los dueños legítimos renunciaban a sus joyas porque no sabían cómo encontrarlas.
    -Y así es como llegaron a nosotras -dijo Prunella-. Montones de ellas. Nuestros pretendientes nos las entregaron para que se las guardáramos antes de partir hacia América para hacer fortuna y poder impresionar a nuestro padre a su regreso.
    Hattie suspiró.
    -Y cuando regresaron, ¿qué ocurrió?
    -No regresaron. Transcurridos los años, utilizamos las joyas siguiendo sus instrucciones. Si no regresaban, debíamos vender su tesoro para obtener ingresos adicionales para nuestros gastos, y así no tener que depender de nuestra familia.
    Prunella se secó una lágrima.
    -Boggs, el condenado de él, también conoce la historia.
    -¡Hermana! -la regañó Enid.
    -Sí, lo condeno. Nos ha servido bien durante años, pero últimamente ha decidido aceptar una parte del dinero, y eso no está bien.
    La triste historia de amor perdido abatió un poco a Hattie. No obstante, creía que Boggs se merecía una pequeña recompensa por el servicio que realizaba. Además, las gemas pertenecían a otras personas y los pretendientes de las señoritas Worth deberían haber informado de su hallazgo.
    -¿Podríamos ir a la botica contigo? -preguntó la señorita Enid.
    -Tendré que pensarlo -les dijo a las hermanas-. Primero, debo hablar con una persona, alguien cuya ayuda necesitaremos. Y tendremos que ir al anochecer, porque no puedo salir cuando me place.
    -Haremos lo que nos digas -dijo Enid-. Sencillamente, danos instrucciones.
    -Les haré llegar un mensaje hoy mismo.
    -Pero recuerda -le dijo la señorita Prunella a Hattie-. No menciones nada de esto a John. Es un chismoso y está empeñado en conocer la vida oculta de todo el mundo. Es igualito que su abuelo. Nos espía para averiguar nuestros secretos y emplearlos en nuestra contra.
    -Pues no podrá -anunció la señorita Enid-. Esta mañana he abierto una de sus cartas por error. Se la habían remitido de su despacho de Londres. Al parecer era de una dama francesa.
    -No deberías haberlo hecho -la regañó Prunella, claramente incómoda y crítica.
    -¡Ja!, sé cómo abrir y sellar una carta sin que nadie se dé cuenta. No lo sabrá nunca... a no ser que necesitemos mencionar el contenido. Oh lá lá!, y todo eso. Esa carta no es lectura apropiada para una dama, os lo aseguro. La mujer tuvo el detalle de recordarle, con pelos y señales, sus encuentros amorosos, y de advertirle que su marido intentaba darle caza.

    CAPITULO 30
    Hattie tenía las mejillas en llamas. La carta de la mujer francesa la atormentaba. Quería leer lo que había escrito, pero jamás podría mencionar que conocía su existencia. De hacerlo, pondría en apuros a las señoritas Worth o, al menos, a la señorita Enid, la responsable de esa mala acción. Y John jamás hablaría de aquellos asuntos con Hattie.
    Había salido del salón para ir en busca de la señora Dobbin y de Bea. Subiendo despacio la escalera, se preguntó si John habría regresado ya a sus habitaciones, o si habría salido de Worth House porque Hattie se había negado a hablar con él.
    La señorita Enid había dicho que la carta describía lo ocurrido entre la mujer francesa y John. ¡Ay, ella no podía soportarlo! Quería saber lo que decía, y no quería. En cuanto viera a John, encontraría la manera de castigarlo y...
    -Hola, señora Leggit. Digo... Hattie -Nievecilla bajaba la escalera hacia ella-. ¿La han agotado las ancianas señoras?
    Cuando se detuvo junto a ella, Hattie dejó a un lado sus estúpidos celos y le habló a Nievecilla en voz baja.
    -¿Podrías llevarnos a la señorita Prunella, a la señorita Enid y a mí al boticario esta noche? -le preguntó en voz baja. A Nievecilla se le iluminaron los ojos y dio unos saltitos.
    -Yo creo que sí. Pero alguien tendrá que estar pendiente de Chloe. No quiero abusar de la señora
    Gimblet.
    -La señora Dobbin podría quedarse aquí cuando me vaya. Confiaremos en que nadie se dé cuenta de que no regresa conmigo. En cuanto anochezca, instala a las tías en tu carruaje y conduce a Leggit Hall. A partir de ahí, procederemos como siempre.
    La sonrisa de Nievecilla animó a Hattie.
    Oyeron un ruido en el piso de arriba y las dos levantaron la vista. Bea estaba en el descansillo con las manos en las faldas y su mirada nerviosa clavada en Hattie.
    -Me voy -dijo Nievecilla. Se despidió de Bea con la mano y bajó corriendo la escalera para dirigirse a las habitaciones del servicio.
    Hattie subió los peldaños para reunirse con Bea en la planta de los cuartos infantiles, y juntas doblaron un recodo tras el que quedaban fuera de la vista. Al final del pasillo, unas cortinas azules adornaban una ventana y un cómodo asiento. Hattie lo señaló y las dos se apresuraron a sentarse, sólo que Bea se detuvo justo a tiempo. La capa de polvo convertía el azul de los cojines en un color grisáceo. Les dieron la vuelta y se sentaron, atentas a cualquiera que pudiera aparecer.
    Bea estaba temblando. Hattie contempló los puños cerrados de la joven, después, su rostro sonrojado y sudoroso. Parpadeaba para contener las lágrimas.
    -Bea, cariño, ¿por qué estás tan disgustada?
    Cuéntamelo.
    -Temo por usted.
    Hattie se quedó helada y muda. Bea tomó la mano de Hattie con vacilación y la sostuvo con fuerza entre las suyas.
    -Tiene un corazón de oro, señora. Nunca la he oído hablar mal de nadie. Los criados de los baños, en cambio, se pasan el día chismorreando. Hacen cosas vergonzosas y dicen otras que no deberían -Bea tenía los ojos rebosantes de lágrimas, y se las sorbió-. Hay personas que sólo piensan en sí mismas y que se ríen de usted. Dicen que es como una niña. Que se cuelga del brazo del señor Leggit y lo mira como si lo adorara cuando saben que es imposible. Que lo hace sólo por dinero. Yo no creo que el señor Leggit la merezca, y no deberían hablar así de usted.
    A Hattie se le contrajo todo por dentro, y el corazón empezó a latirle con desenfreno.
    -Hay personas a las que les encanta chismorrear.
    -Pero hay gente contando chismes sobre usted - dijo Bea. Hattie sintió un escalofrío por la espalda-. Se los cuentan a los que les gusta contar cosas feas de usted al señor Leggit.
    Hattie contuvo el aliento y dijo en un susurro:
    -¿Qué cosas feas?
    -Dicen que... ¡Ay, no puedo! -Bea tragó saliva y prosiguió a duras penas-. Dicen que tiene un amante y que está poniendo en ridículo al señor Leggit. Dicen que ése es el motivo real de que le dé tanto dinero, para que no cuente la verdad y lo humille delante de sus amigos. Sobre todo, ahora que está codeándose con personas tan distinguidas.
    -Bea -Hattie la abrazó-. Sabes que te aprecio, y que te necesito. Siempre he sabido que podía contar contigo... y con la señora Dobbin.
    En lugar de recuperar la compostura, Bea rompió a llorar en el hombro de Hattie. Cuando recuperó el aliento, dijo:
    -Debe mirar por usted. Si cree que es hora de marcharse de Leggit Hall, me iré con usted y la ayudaré. Nos las arreglaremos.
    Hattie combatió sus propias lágrimas.
    -Ya miro por mí.
    -Tengo que decirlo claramente. Tiene que ser el señor Smythe el que cuenta todos esos chismes, porque no se me ocurre quién más podría ser sino él. Y todavía hay más. Dicen que hay un criado al que el señor Leggit ha dado alojamiento mientras busca otra casa. Dicen que es el hombre que se reúne a solas con usted... Su amante.
    -Eso no es cierto -Hattie no pudo evitar ser brusca.
    -Si el señor Smythe insiste en ello, el señor Leggit lo creerá.
    Puesto que había sido el señor Leggit quien había dispuesto que Walter Stack estuviera con ella, aquello no tenía mucho sentido.
    -Al parecer, el hombre, que se llama Walter Stack, desaparece durante horas y creen que es en ese tiempo cuando está con usted. Ay, señora, dicen que el señor Leggit no querrá perderla, que la hará desaparecer.
    -¿Desaparecer? Quieres decir que me matará.
    -No quiero hablar de eso. Pero un hombre ha venido a visitar al señor Smythe. No estaba muy limpio pero llevaba ropa cara. Unas botas lustrosas que hacían mucho ruido en la piedra. Encaje en el cuello y en los puños, y una chaqueta de terciopelo negro con bordados dorados. Los rizos le llegaban hasta los hombros, tenía un gran bigote y barba y un sombrero de tres picos. Y llevaba una pistola en la cintura, y un machete en el costado. Era ruidoso, y no nos gustaba cómo miraba a las muchachas -se estremeció-. El señor Smythe lo llevó a ver al señor Leggit. Yo creo que ese hombre era un pirata.
    - Podría tratarse simplemente de un marinero -señaló Hattie-. Puede que incluso un capitán de barco.
    Bea no parecía muy convencida.
    -Hay rumores de que el señor Leggit lo llevó a los baños y cerró las puertas de piedra de lo alto de la escalera cuando entraron. Pero se podían oír los gritos, dijeron, y cuando las puertas se abrieron otra vez y alguien se atrevió a bajar, había piezas rotas y aplastadas.
    -No hay que prestar mucha atención a los chismes -dijo Hattie con amabilidad.
    -El señor Leggit maldijo cuando volvió a subir. Decía que no volvería a costear ningún botín. El hombre ya no estaba, pero encargó que le prepararan una habitación.
    Hattie se quedó pensativa.
    -El señor Leggit negocia con barcos -le dijo a Bea-. Es lógico que conozca a algún que otro capitán.
    -Este escupió en el suelo de la cocinera y ella le echó la bronca, en serio. Lo llamó pirata malhablado -Bea se cubrió los labios con la mano-. Los piratas se deshacen de la gente, ¿no? Se los llevan al mar y se encargan de que no vuelvan.

    CAPITULO 31
    Cuando Bea regresó a los cuartos infantiles, Hattie aguardó unos momentos antes de seguirla. ¿Y si Smythe había persuadido al señor Leggit de que se deshiciera de Walter Stack? Había que salvarlo.
    John sabría cómo proceder. Mejor aún, entre los dos, encontrarían una solución. Y deprisa, porque podrían liquidar al señor Stack de un momento a otro.
    Hattie regresó a la escalera y subió los peldaños. Ver a John no era tan fácil. Se acercó a su puerta pero cambió de idea y permaneció con la espalda pegada a la pared de enfrente. Lo amaba, lo amaba de verdad.
    El sentido común le decía que, si ella fuera una mujer libre, el marqués jamás la habría mirado dos veces. Para algunos hombres, o al menos eso le habían dicho, el atractivo residía en el riesgo de conquistar a una mujer casada. La carta que la señorita Enid había tenido la osadía de interceptar sugería que John tenía por costumbre seducir a mujeres inaccesibles.
    La puerta se abrió de forma tan brusca que Hattie se sobresaltó.
    -Me había parecido que eras tú -dijo John-. Ya era hora.
    _-¿Cómo has sabido...? Sí, claro, esa campanilla tuya te ha avisado. No he venido por tu vergonzoso comportamiento en el salón. No te corresponde a ti...
    -¿Has oído tú la campanilla, Hattie? No, porque no está conectada -John salió del umbral, la sujetó por la cintura y la arrastró al interior de la habitación-. Te he sentido -cerró la puerta.
    -¿Qué quieres decir con que me has sentido?
    -Lo que acabo de decir. He percibido tu presencia, como tú la noche que viniste a esconder el dinero.
    -Sí... Bueno, como decía -los hombres no eran tan intuitivos como' las mujeres, pero no jugaría con él-. No te corresponde a ti decirme lo que debo hacer. Y los hombres civilizados esperan a que una mujer utilice los pies en lugar de arrastrarla, como tú.
    John se frotó la cara. Hattie advirtió que no se había rasurado recientemente.
    -Te he tratado bien -le dijo-. Y tengo todo el derecho a decirte cosas y a hacer otras por tu bien. Ahora soy responsable de ti. Debo velar por ti, Hattie.
    -Tú... -Hattie se interrumpió y entornó los ojos-. Me asombras. ¿Qué quieres decir? Por supuesto que no eres responsable de mí -por maravillosa que fuera la idea.
    John abrió los brazos.
    -Verás, eso es exactamente lo que quiero decir. No puedo dejar que tomes tus propias decisiones porque no comprendes la realidad de nuestra situación - se llevó el puño a la frente-. Y tenía que obligarte a entrar rápidamente en la habitación porque no conviene que hablemos de asuntos privados en el pasillo.
    -Ya no hay asuntos privados entre nosotros. Eso ha quedado atrás.
    -¿Que ha quedado atrás? -John rió y caminó hacia ella hasta que Hattie retrocedió. La condujo hasta el enorme sillón de cuero de su abuelo, se aseguró de que se sentaba en él y le puso un escabel para los pies. Lo pensó un poco, volvió a levantarle los pies, se sentó él en el escabel, y apoyó los tobillos de Hattie en sus muslos.
    A Hattie le gustaba sentir los muslos de John bajo los tobillos.
    Hattie, pensó John a su vez, tenía unos tobillos y pies esbeltos. Nunca le habían parecido eróticas aquellas partes del cuerpo femenino, pero cambió de opinión en aquel preciso momento. Hattie llevaba unas medias de seda muy finas con bordados de rosas rojas allí donde el empeine de cada pie empezaba a desaparecer dentro de la zapatilla.
    -Gracias por venir -le dijo, fascinado por las rosas-. Sabía que vendrías, pero siempre hay un momento en que uno duda.
    Ella se acomodó en el sillón y cerró los ojos. Era perfecto, pensó John, los dos solos, y él la había hecho suya. Intentó concentrarse nuevamente en el bordado, pero fracasó. Su plan había sido dormir con la esposa de otro hombre, no arrebatarle la virginidad. ¿Leggit impotente? ¿Cómo podría haber previsto algo así?
    -Olvidas -le dijo Hattie- que una mujer que ha conseguido cuidar de sí misma en un lugar como Leggit Hall no necesita que nadie se sienta responsable de ella.
    -¿Lo dices porque has hecho un trabajo excelente cuidando de ti misma? -¿cómo podía sugerir que no se hallaba en un terrible aprieto?-. ¿Y cómo es que te has visto obligada a entrar en una habitación con un supuesto desconocido al que habían pagado para... para...?
    -¿Violarme? -Hattie cerró los puños sobre los brazos del sillón-. Tienes una manera horrible de hacer que las cosas terribles parezcan absolutamente...
    -Terribles -concluyó John en su lugar-. Hattie, menos mal que contaste los planes de Leggit y que Dominic estaba en disposición de intervenir y de ser mis ojos dentro de la casa.
    -¿Dominic?
    John parecía un animal acorralado. La miró como si deseara retirar el nombre que acababa de pronunciar.
    -No sé por qué he dicho esa tontería -dijo John por fin.
    -Lo que no sabes -replicó Hattie- es cómo evitar explicarme quién es Dominic. Y has pronunciado su nombre por algún motivo. Por favor, dime quién es.
    -Mi hermano -¿para qué intentar eludir la verdad? Hattie no lo dejaría tranquilo hasta que no se la sonsacara-. Mi hermano Dominic es el hombre que hace de criado... Es Walter Stack.
    -Dios mío, John. ¡Oh, no! ¿Es tu hermano? - movió la cabeza-. Ha sido amable conmigo, pero me he enterado de unos rumores que circulan sobre él. Dicen que me lleva a un lugar en el que los dos estamos solos.
    John la miró sin comprender, pero Hattie no lo culpaba.
    -Sé que fue el señor Leggit quien dispuso que tuviera relaciones con Stack, o Dominic, pero no formaba parte del plan que los criados se enteraran, o que la historia se contara de este modo. Si hay algo que el señor Leggit no tolera es cualquier posible mancha en su reputación. Mataría por quitarse de encima el problema. Estoy preocupada por Walter Stack... Por Dominic.
    -Sólo hace...
    -Lo sé, John. Sólo hace una semana que está en Leggit Hall, pero eso es lo que se rumorea.
    -Buscaré a mi hermano -John había quedado en reunirse con Dominic en un par de horas. Analizarían juntos la situación-. Él sabrá cómo están las cosas en Leggit Hall.
    -¿Lo verás pronto?
    -Sí, ya está todo dispuesto. De todas formas, no te preocupes. Dominic sabe cuidar de sí mismo.
    -No me extraña que tenga un porte tan distinguido -comentó Hattie-. Ni que sea tan apuesto.
    John la miró con el ceño fruncido, pero sonreía al mismo tiempo. Hattie vio con claridad el camino que debía seguir. Afrontaría el presente, cumpliría con su deber para con las hermanas Worth, y se marcharía de Bath.
    -Creo que ya es seguro guardar el dinero en Leggit Hall -le dijo a John de improviso-. Venía a hablarte de eso. En el bolsito llevó algunas monedas que añadir al resto. Pretendía dejarlas todas aquí, pero será mejor que me las lleve otra vez.
    John vio el momento justo en que Hattie tomaba una decisión por su cuenta. No le agradaba que lo excluyera.
    -Bueno, si quieres, adelante. Pero no sería buena idea que cargaras ahora con todo el dinero, ¿no? Aunque yo te permitiera llevar tanto peso.
    -No soy un alfeñique -le espetó.
    -Insisto -dijo John-. Te enviaré el dinero personalmente. Leggit va a asistir a una pequeña reunión esta misma semana. Ya se nos ocurrirá la mejor manera de devolvértelo.
    Hattie lo quería ya. Pero presionar a John no serviría de nada. Todavía tenía la llave del pasadizo secreto, y volvería sola para recuperar su dinero.
    -¿Te parece bien? -preguntó John.
    -Sí, claro -el dedo índice de John, que seguía el dibujo de una rosa en sus medias, la distrajo. Vio que lo deslizaba por debajo del empeine, y Hattie se estremeció.
    ¡Qué fácil sería caer otra vez en sus brazos! En aquella ocasión, podrían verse mientras hacían el amor.
    A ella le gustaría ver su rostro...
    -Debo irme -dijo Hattie-. Por favor, cerciórate de que Dominic conoce el peligro que corre.
    Se levantó del sillón, pero John ya estaba en pie, ayudándola.
    -¿Cuándo podré verte?
    La mente de Hattie volaba en direcciones diferentes.
    -Bueno, estoy segura de que vendré a visitar a la señorita Prunella y a la señorita Enid dentro de muy poco.
    -Ven a verme -le dijo John y le rodeó la cintura con el brazo para atraerla-. Ven esta noche. Iré a recogerte donde Nievecilla te esperaba con su carruaje.
    Podríamos pasar unas horas juntos .
    Era una perspectiva deliciosa.
    -Esta noche, no -dijo, principalmente porque no encajaba con sus planes más recientes-. Pero pronto.
    Pensaba llevar a las tías a ver a Porky aquella noche, y enseñarle algunas de las joyas que el señor Leggit le había regalado. Quizá Porky y su amigo pudieran venderlas. Dentro de dos o tres días, pensaba estar en Londres y persuadir a sus padres para que se marcharan con ella.
    -Hay algo que no me dices -dijo John-. No me lo estás contando todo.
    Hattie se sobresaltó.
    -Tienes demasiada imaginación. Ah, quería contarte algo muy extraño. Bea me ha hablado de un hombre que ha venido a Leggit Hall. Al parecer, armó mucho revuelo, escupiendo, gritando y pavoneándose por la casa. Vino buscando al señor Leggit y, al parecer, tuvieron una discusión terrible en los baños. Los criados los oyeron gritar y romper cacharros, aunque habían cerrado las puertas.
    A John se le erizó el vello de la nuca.
    -Y ese hombre ya no está.
    -Eso parece, aunque el señor Leggit ha encargado que le preparen unas habitaciones -profirió una risita-. Al parecer, escupió en el suelo de la cocina y la cocinera lo regañó. Le dijo... no sé qué le dijo, pero Bea me ha asegurado que parecía un pirata. Llamaba la atención con su sombrero de tres picos y su chaqueta de terciopelo negro. También llevaba un machete y una pistola, y enormes botas negras.
    A John sede heló la sangre.
    -Le dije a Bea que sería un marinero, no un pirata. Aunque también podría ser un capitán, ¿no?
    -Podría ser -dijo John. Aquel hombre no tenía por qué ser el capitán de El botín. John había dado por hecho que la historia de la fuga de dos testigos de un asesinato habría llegado ya a oídos de Leggit-. No te preocupes por eso.
    -No me agrada la idea de que esté en Leggit Hall -dijo Hattie-. Asustó a Bea... y a otros criados, por lo que me ha contado.
    ¿Podría ser el hombre que había ordenado los asesinatos de Francis y de Simonne?, pensó John.
    -Al parecer, el señor Leggit le dijo al pirata, o a quien sea, que tendría que convencerlo para que volviera a costear un botín.

    CAPITULO 32
    En cuanto Hattie puso el pie en Farthing Lane, la señorita Enid sacó la cabeza por la puerta del carruaje de Nievecilla. Arrugó la nariz y dijo:
    -Aquí no huele bien.
    -Vamos, señorita Enid, tenga cuidado al salir.
    Todavía no era de noche, pero la luna, una viruta blanca, se reclinaba sobre el cielo púrpura. Las sombras empezaban a congregarse en los portales y bajo los aleros de las siniestras casas de Farthing Lane.
    Hattie y Nievecilla ayudaron a bajar a las señoritas Enid y Prunella. Por primera vez aquella noche, a Hattie la abrumaba la tarea de llevarlas a la tienda de Porky.
    -Espero que no esté borracho y... -¿alguna vez conseguiría morderse la lengua?
    -¿Qué has dicho? -preguntó la señorita Prunella.
    -No era más que una broma -dijo Nievecilla-. La casa está construida como un puente, ¿ven? Se sostiene sobre las casas vecinas. A la señora Leggit y a mí nos pareció que... que...
    -Que podía hundirse -terminó Hattie en su lugar-. Esperemos que no. Démonos prisa. No conviene que nos vean -agradecida como estaba por el esfuerzo de Nievecilla de distraer a Prunella, Hattie se sentía ridícula.
    Una vez al pie de la escalera, las dos hermanas se detuvieron. Prunella se llevó la mano a los pliegues del pañuelo de encaje del cuello. Enid también tenía la mano en la garganta. Alarmada, Hattie dijo:
    -¿Se encuentran bien? -a fin de cuentas, las dos eran ancianas.
    -Ay, Prunella -dijo Enid-. Quizá no deberíamos haber venido. Quizá haya sido un antojo estúpido.
    -Yo soy quien tiene antojos estúpidos -replicó la señorita Prunella-, no tú, Enid. Tenemos que hacerlo, aunque sólo sea para estar seguras.
    -Pero hemos esperado demasiado -dijo la señorita Enid con suavidad-. ¿Qué conseguiremos ahora?
    -Guíanos, Hattie -dijo Prunella-. Vamos, Enid. Conseguiremos algo importante: quedarnos tranquilas.
    Dejaron a Nievecilla en el carruaje y subieron con paso lento pero decidido la escalera que conducía a la botica. De hecho, avanzaban tan despacio que ya era de noche cuando llegaron arriba del todo.
    -Me aseguraré de que está abierta -dijo Hattie, a quien ya la preocupaba cómo bajarían las dos ancianas los peldaños sin caerse en la oscuridad. Mientras se acercaba a la puerta contigua al escaparate, Hattie vio luz de velas en el interior. No había ninguna tarjeta encajada en el timbre, y el alivio la abrumó. Llamó a la puerta y probó a abrirla. Ésta cedió y Hattie asomó la cabeza.
    -¡Cielos, es usted! -dijo Porky, que aquella noche lucía un sombrero redondo de color púrpura-. Pase, pase. Disfruté de su última visita.
    -Gracias. He traído a dos queridas amigas. La señorita Enid y la señorita Prunella Worth. ¿Puede atendernos a las tres?
    A Porky se le iluminaron los ojos.
    -Por supuesto -dijo, aunque no parecía muy convencido. Hattie indicó a las tías que la precedieran, entró y cerró la puerta.
    El cuenco de cristal de líquido rosa burbujeaba sobre el mostrador, y volvió a oler a ruibarbo.
    -Huele de maravilla -dijo la señorita Prunella, con voz entrecortada-. ¿Verdad, Enid?
    Hattie no podía desviar la atención de Porky, que se había despojado del sombrero púrpura y lo sostenía, aplastado, contra su pecho. Contemplaba a Prunella y a Enid, que se acercaron en silencio.
    -¿En qué puedo ayudarlas? -dijo Porky-. Necesitan algo para dormir mejor, quizá.
    -Confiábamos en que nos invitara a tomar té de raíces -dijo Enid con voz trémula-. Hattie nos ha dicho que era muy vigorizante.
    Porky tenía grueso pelo blanco.
    -¿Té de raíces? Sí, sí, por supuesto. Por favor, pasen y siéntense. Por aquí, por aquí -indicó a las tías que pasaran a la trastienda, y las siguió como si se hubiera olvidado de Hattie. Ésta avanzó despacio, porque no había necesidad de darse prisa. Las tías y Porky estaban en pie, mirándose con lágrimas en los ojos. De pronto, Porky dijo:
    -Siéntense, por favor -y se balanceó sobre los pies-. Ahí y ahí. Los asientos más cómodos que tenemos -puso agua a hervir, sacó el té de raíces y las tazas. Dos. Vaciló, reparó en Hattie y añadió otra taza-. Y yo -dijo, y sacó una cuarta. Se irguió y miró hacia la puerta que conducía al interior de la casa. Sin decir palabra, añadió una quinta taza-. Discúlpenme un momento, por favor.
    Se marchó y no tardaron en oír el zumbido de unas voces masculinas.
    La señorita Enid y la señorita Prunella se dieron la mano. Hattie las veía cambiadas. Las dos sonreían y sus rostros se habían suavizado. Les brillaban los ojos. Porky regresó y se dispuso a preparar el té, lanzando miradas a Enid cada pocos segundos. Las manos le temblaban tanto que no hacía más que soltar el hervidor y secarse las manos en la chaqueta.
    -Déjeme a mí -dijo Hattie, y Porky no se resistió.
    Otro hombre, alto y de porte erguido, se acercó a ellas con paso firme. También tenía el pelo blanco, pero el rostro delgado, quizá un poco sarcástico. Las múltiples arrugas que circundaban sus labios y sus ojos sugerían que había reído mucho.
    Los cuatro se miraron entre sí hasta que el recién llegado dijo:
    -Prunella, no deberías haber venido, pero me alegro.
    -Y yo, Philip, y yo -dijo Prunella.
    -Verás -le explicó Enid a Hattie-. Hace tiempo que nos preguntábamos si eran Philip y Charles quienes vivían aquí, discretamente, y se aseguraban de que pudiéramos obtener dinero regularmente con los recursos que nos habían dejado. Saben para qué lo necesitamos -profirió una risita-. Y saben que no deben darnos más dinero, aunque siempre se lo pidamos, porque no nos procurará más placer del que ya recibimos.
    -Usted debe de ser Charles -le dijo Hattie a Porky, parpadeando-. Ojalá pudiera explicar lo que siento al verlos. Si sabían que sus amadas estaban tan cerca, ¿por qué no iban a verlas? ¿Y por qué no venían ustedes aquí, señoritas Worth? -les preguntó a las ancianas. Se abstuvo de decir lo terrible que le parecía que hubiesen tardado toda una vida en decidirse.
    Los cuatro contaron su historia. Philip y Charles habían hecho fortuna en América y habían regresado a Inglaterra con dinero suficiente para comprar la tienda, pero en aquel momento, el padre de las señoritas Worth aún estaba vivo. Si le hubieran pedido la mano de sus hijas diciendo que las mantendrían regentando una tienda, el señor Worth habría prohibido a éstas ver a sus pretendientes.
    -Pero, después, cuando su padre murió -le dijo Hattie a Enid-. ¿Por qué no se reencontraron entonces?
    -Esperábamos y confiábamos en que vinieran a vernos -dijo la señorita Prunella. Estaba junto a Philip y éste acercó el rostro de su amada a su hombro. Le dio unas palmaditas a Prunella en la espalda y dijo:
    -No deberíamos haber conservado las joyas que encontramos en los baños, pero era demasiado tarde para entregarlas. Habían detenido a varias personas que habían hecho lo mismo, pero mientras no llamáramos la atención, no nos pasaría nada.
    Charles, con la señorita Enid a su lado, dijo:
    -Estábamos esperando a que vinierais vosotras. Pero hicisteis justo lo que os indicamos. No nos parecía bien utilizar a Boggs para acercarnos a vosotras, así que hicimos lo posible por saber que estabais sanas y salvas.
    Hattie se sentía como una intrusa en una fiesta privada.
    -Ahora están juntos -dijo-. Lo mejor que pueden hacer es sacar provecho de cada día -quería decirles que habían sido estúpidos, pero también se abstuvo.
    Hattie terminó de preparar el té y los cinco se sentaron en torno a la mesita de centro para beber tranquilamente.
    -Queremos que vengáis a visitarnos a Worth House -dijo Enid-. El pasado ya ha quedado atrás.
    -Quién lo iba a decir -rió la señorita Prunella con voz muy juvenil-. Después de tantos años por cierto, os hemos traído una chuchería -Prunella dejó sobre la mesa un brazalete hecho de monedas, y todos rieron.
    -No has cambiado -dijo Charles, y contó quince soberanos-. ¿Sería mucho desear que hubierais encontrado la manera de hacer crecer nuestras inversiones?
    -A veces crecen, otras, encogen -dijo Prunella. Enid elevó los hombros como una niña y dijo:
    -Casi siempre encogen -las carcajadas que siguieron parecieron encantarla.
    Hattie empezaba a inquietarse. Debía resolver sus asuntos y llevar a las señoritas Worth de vuelta a casa. Podrían seguir reconciliándose en otro momento. Ella tenía que huir a Londres.
    Abrió su abultado bolsito.
    -Discúlpenme -dijo-, pero necesito su ayuda. ¿Podrían encontrarme un comprador para todo esto?
    Hubo varias exclamaciones de asombro cuando sacó el adorno de diamantes de la cabeza, un collar de diamantes, unos pendientes de esmeralda, varios anillos, al menos diez pares de pendientes y, por fin, la esmeralda que le habían regalado las tías. Las miró y dijo:
    -¿Se enfadarán si vendo esto? Ahora no puedo contarles por qué, sólo que necesito dinero.
    -Por supuesto que no nos enfadaremos -dijo Prunella-. Philip, esta joven es muy especial, y si dice que necesita vender estas joyas, deberíamos ayudarla. Si es posible.
    -Valen una fortuna -dijo la señorita Enid-. Sabiendo en cuánta estima te tiene John, no me importaría pedirle que...
    -No -dijo Hattie al momento, y empezó a recoger las joyas-. Ni se le ocurra.
    Charles la detuvo rápidamente, recogió las joyas y las guardó en una caja de madera tallada.
    -Las pondré en la otra habitación -dijo-. En un lugar seguro. Y te ayudaremos, Hattie. ¿Cuándo necesitas el dinero?
    Hattie bebió de su taza de té de raíces como si no pudiera aplacar la sed.
    -Lo necesitas enseguida, ¿verdad? -dijo la señorita Enid, y cubrió la mano de Hattie con la suya.
    -Para mañana -dijo, y cerró los ojos con fuerza porque no soportaba ver la reacción.
    Una ráfaga de aire refrescó las mejillas de Hattie, hizo temblar tazas y platos, y oscilar las llamas de las velas.
    -¿Dónde están? -Hattie oyó la voz de John en la tienda-. Tocadles un solo pelo de la cabeza y sois hombres muertos.
    Hattie se acobardó un poco y miró a Charles. Éste susurró:
    -Tendrás el dinero, tanto como podamos reunir para mañana. Lo tendrás a tiempo.
    -Gracias -susurró Hattie justo cuando John apartaba el biombo y se detenía un instante para impedir que cayera encima de Hattie. Entró en la trastienda con su hermano Nathan, y con Albert detrás.
    -¿Qué está pasando aquí? -inquirió John.
    Estamos tomando un té civilizadamente -contestó la señorita Enid. John la señaló con el dedo.
    -No me vengas con excusas. Hay té en Worth House y puedes tomártelo sin organizar reuniones clandestinas en este lugar inaceptable.
    La señorita Prunella hizo ademán de levantarse, pero Philip se lo impidió poniéndole una mano en el hombro.
    -Suelte a mi tía, le digo -rugió John.
    -Vamos, John -lo regañó Enid-. Deja de hacer el ridículo. Somos lo bastante viejas para ser bisabuelas y no necesitamos tu protección. Estos son amigos nuestros. Philip y Charles. Los conocemos desde... En fin, los conocimos cuando Prunella y yo teníamos dieciocho y diecinueve años. Philip y Charles rondaban los veinte. Hattie ha tenido la amabilidad de ayudarnos a reencontramos después de tantos años.
    -Estupideces románticas -dijo Nathan-. Deberíais estar avergonzadas.
    Philip, que ya se había puesto en pie, se dirigió a Nathan y dijo:
    -No le aconsejo que insulte a estas damas delante de mi hermano y de mí.
    -Dios mío -dijo John-. Ya basta de chácharas. Escuchadnos. Han estado a punto de tirarnos por la escalera. Un rufián salió corriendo de este lugar - señaló la tienda-. No fuimos tras él por temor a que hubiera hecho alguna fechoría aquí dentro. ¿Quién era?
    -Aquí no había nadie más -dijo Hattie, y se puso en pie-. No tendría que haber perdido el tiempo siguiéndonos, milord. Esto es una reunión social como cualquier otra. Si había alguien aquí, sería para espiar.
    -¿Para espiar? -John tenía las cejas enarcadas y los ojos azules casi negros-. Alguien podría estar siguiéndote.
    Hattie sintió un escalofrío.
    -Bueno, ahora ya se ha ido. Y yo también debo partir.
    -Vendrás conmigo -le dijo John, y Hattie sabía que no debía discutir delante de los demás-. Albert, por favor, ocúpate de que mis tías vuelvan a casa sanas y salvas y Nievecilla, por supuesto. Nosotros utilizaremos nuestro propio carruaje.
    Albert asintió pero no se lo veía tan taciturno como siempre. John se dirigió a Philip y a Charles.
    -Creo que es hora de que pongamos fin a estas tonterías clandestinas, ¿no les parece? -no esperó a oír una respuesta-. En el futuro, deberán visitar a mis tías en Worth House... si a ellas les parece bien.
    -Vaya, sobrino -dijo la señorita Enid-. Gracias por tu permiso. Eres muy generoso, sin duda. Pero ya habíamos invitado a nuestros viejos amigos a casa - se inclinó hacia la mesa y empezó a recoger los soberanos para guardarlos en su bolsito.
    -¡Que el diablo me lleve! -dijo John.
    -Vamos, hermano -repuso Nathan-. Contrólate, ¿quieres?
    John le dirigió una mirada borrascosa y volvió a centrarse en los mayores.
    -Señores, deben dejar de dar dinero a sus queridas amigas. Nos hemos preguntado de dónde lo sacabais, tías, porque no usabais vuestras asignaciones. Ahora, ya conocemos la fuente. ¿No sois un poco mayorcitas para andar buscando dinero por ahí para, después, perderlo?
    -No sé de que nos hablas -dijo Prunella.
    -Por supuesto que sí -repuso Nathan-. Mirad, comprendo la necesidad de tener emoción en la vida, pero no es apropiado para damas como vosotras enviar a Boggs a apostar en los caballos.
    -Exacto -dijo John-. Las damas como vosotras no apuestan en las carreras.
    -Entiendo -dijo Enid con los labios apretados-. Supongo que sólo las francesas tienen permiso para ser atrevidas y divertirse. Tengo entendido que las francesas pueden hacer lo que les agrada sin que a ti te preocupe un comino. De hecho, te gusta bastante. Estoy segura de que no te opondrías a que una «francesa» apostara en las carreras.
    Hattie contuvo el aliento. Estaba un poco mareada y sentía un sudor frío en la espalda.
    -¿Se puede saber de qué diablos hablas? -preguntó John. Ofrecía un aspecto más amenazador de lo normal, y la luz de las velas arrojaba sombras profundas bajo los ángulos afilados de su rostro. Prunella dio un paso adelante.
    -Enid dice lo que oyes. Pero no importa. Te has enterado mal, como siempre. No apostamos en las carreras de caballos... Hacemos minúsculas inversiones en pugilistas. A Enid y a mí nos encanta el pugilismo, aunque sólo hemos visto unos cuantos combates en toda nuestra vida.
    -Por desgracia -añadió la señorita Enid-. No hay nada más provocador que ver a dos buenos especímenes masculinos usando los puños.

    CAPITULO 33
    -No des un paso más -le ordenó John a Hattie cuando salió por la puerta de la botica y alcanzó la escalera-. ¿Por qué te marchas así?
    -Ten cuidado -dijo Nathan, que los había seguido-. No tiene buena cara. No querrás que se caiga por la escalera.
    Hattie se detuvo y se recostó en la pared del número once.
    -¡Espera! -John se abalanzó hacia delante y la atrapó justo cuando resbalaba hacia el suelo. Ella se opuso a su intento de levantarla en brazos.
    -Por favor, espera a que recupere el aliento. Hacía demasiado calor ahí dentro, y me incomodan los gritos.
    -Déjame que te ayude.
    -Sólo necesito apoyarme en tu brazo.
    John le dio la mano y la rodeó con el brazo.
    -Entonces, vamos.
    -Gracias -dijo Hattie, pero se mantuvo donde estaba-. Ya me he recuperado. Iré sola. Buenas noches.
    Las mujeres débiles, llorosas y quejicosas aburrían a John, pero la obstinación de Hattie empezaba a irritarlo.
    - ¿Adónde vas a ir sola? -masculló-. ¿No te das cuenta de lo absurdo que es fingir que dominas la situación?
    -John -dijo Nathan-• ¿Qué tal si la dama y tú vais al carruaje, o dejáis que vaya yo? Este no es lugar...
    - ¡Maldita sea! -John levantó a Hattie en brazos. -Matón -dijo Hattie-.Tirano malvado.
    John puso los ojos en blanco y mantuvo la boca cerrada. Nathan lo precedió y alcanzó el carruaje rápidamente.
    -Entra con ella -dijo Nathan-. No deberíamos demoramos.
    -No pienso entrar en tu carruaje -declaró Hattie-. ¿No quieres entender que no tienes ningún derecho sobre mí?
    -Entra -le ordenó John, que estaba preocupado por ella e iracundo al mismo tiempo-. ¿Te importaría conducir, Nathan?
    -No me importa nada siempre que nos vayamos de aquí -abrió la puerta del carruaje y se apartó-. No seas tonta, Hattie. ¿Crees que podemos irnos dejándote aquí?
    -Yo no podría haberlo dicho mejor -John la instaló en el carruaje y entró detrás de ella.
    -Quiero salir -Hattie intentó escabullirse-. Nievecilla me llevará a donde debo ir. Tú espera a tus tías.
    Nievecilla -dijo John en tono deliberadamente fiero- no te llevará a ninguna parte. A Albert se le ha agotado la paciencia -colocó a Hattie con firmeza pero sin brusquedad otra vez en el asiento.
    Nathan dio un portazo y el coche cedió cuando subió al pescante. Se alejaron con un revuelo de arreos y cascos.
    -Debo regresar a Leggit Hall -dijo Hattie.
    -No vas a volver allí. Nunca.
    -Debo. A veces no podemos pensar sólo en nosotros mismos. Debo sacar a Bea y llevarla conmigo. La señora Dobbin está en tu casa. Se quedará allí porque cree que iré por ella -lanzó una mirada por la ventana-. Debo hacerlo. Dile a Nathan que vaya a Leggit Hall. Déjame donde pueda entrar por el invernadero. Díselo, John.
    John vio su semblante horrorizado y obedeció.
    -¿Leggit Hall? -gritó Nathan-. ¿Por qué diablos vamos allí?
    . -¡Ya lo sabrá luego! -gritó Hattie, y estiró el brazo para cerrar la trampilla.
    Cuando John volvió la cabeza, ella ya estaba sentar da, con las manos cruzadas sobre el bolsito, en el regazo, y mirando por la ventanilla. Nathan dio media vuelta al carruaje.
    -¿Qué era todo eso que decía la tía Enid sobre las mujeres francesas? -John se despojó de la capa, la dejó a un lado, junto con el sombrero, y se colocó frente a Hattie-. Vi tu cara cuando lo dijo.
    -Pregúntaselo a ella.
    -¡Ajá! Así que lo sabes. Cuéntamelo.
    Ella se dignó a mirarlo y John supo que jamás le daría esa satisfacción. Muy bien, ya que algunos secretos debían salir a la luz, imaginaba que la condenada carta había sido abierta... en realidad, había reparado en ello. Seguramente, las responsables habían sido sus tías, quienes a su vez habían revelado a Hattie el contenido de la carta.
    -Ella me dijo que no estaba casada -dijo John. Hattie enarcó una ceja.
    -¿Desde cuándo te preocupa el matrimonio?
    Había cuestiones irrefutables.
    -He recibido una carta de una dama francesa, y sé que había sido abierta antes de llegar a mis manos. Podrías preguntarte qué tiene eso que ver contigo; sobre todo, ahora. Pues todo. Esa mujer, y mi mal criterio, nos han unido a los dos, y es por culpa de mi relación con ella por lo que estamos aquí ahora.
    -No me tienes que dar explicaciones -dijo Hattie y bajó los ojos-. No es asunto mío.
    -Claro que lo es. Mi primo, su esposa, su hija Chloe y yo subimos a bordo de un barco que zarpaba de Francia con rumbo a Inglaterra un día antes de lo planeado... para que yo pudiera desaparecer antes de que el insospechado marido de la francesa me alcanzara. El nombre de ese barco era El botín.
    John vio en el rostro de Hattie que comprendía la relación de aquel barco con lo que ella misma le había contado sobre el pirata.
    -Un barco llamado El botín -prosiguió-. Un capitán codicioso que nos aceptó a bordo a_ cambio de una pequeña fortuna, y que pretendía matarnos antes de que llegáramos a Inglaterra. Sólo que no todo salió de acuerdo con su plan. Asesinó a Francis y a Simonne, los padres de Chloe. Chloe y yo conseguimos sobrevivir, gracias primero a Albert Parker y después a Nievecilla.
    -Pobrecita Chloe -dijo Hattie, y se inclinó hacia delante, de modo que John no podía verle la cara.
    -No consta en ningún documento, pero el señor Leggit es el dueño de El botín. Se dirigía a Inglaterra cargado de contrabando, y el capitán, ese pirata del que me hablaste, no podía permitir que conociéramos sus actividades, así que ordenó matarnos. Decidió hacerlo cuando los contrabandistas se acercaron en sus barcas para recoger la mercancía.
    Le contó todo lo ocurrido. Hattie escuchaba cada palabra, de vez en cuando, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos fuertemente cerrados.
    Cuando ya había concluido el relato e hizo una pausa para idear la manera de contarle cómo encajaba ella en todo aquello, Hattie dijo:
    -Así que, en último término, la culpa era de mi marido. ¿Sabe él que Chloe y tú escapasteis?
    -Estoy seguro de que sabe que alguien escapó. Ése podría haber sido el motivo de su furia cuando habló con el capitán.
    -Si el señor Leggit sabe quién eres, y quién es Chloe... -tomó las manos de John- querrá deshacerse de ti. ¡John, mi marido es un hombre peligroso!
    -Yo también. Pero no conoce mi identidad. No utilicé mi nombre completo.
    -Lo averiguará, créeme -hundió los dedos en los de John-. Debes marcharte enseguida.
    -Jamás huiré de Bernard Leggit -pero necesitaría otro plan para hundirlo-. Los hombres que trabajan para él cuentan historias sobre ti. Los que lo temen chismorrean sobre su bella esposa, que sólo se casó con él por su dinero.
    -No sigas -dijo Hattie con suavidad.
    -El amor propio de Leggit es legendario. Su esposa debe mostrar al mundo que lo adora. Nada teme más que perder el supuesto respeto de sus conocidos. Tú eres su talón de Aquiles, Hattie.
    -Por favor, no sigas. Déjame salir. No podemos estar muy lejos, y conozco el camino.
    La reacción de John fue levantar el brazo y dar un puñetazo en la trampilla para llamar la atención de Nathan.
    -Detente a un lado -dijo cuando Nathan contestó-. No vas a ir sola a ninguna parte -le informó a Hattie, y le bloqueó la puerta-. Nos hemos detenido porque quiero que comprendas lo ocurrido antes de que sigamos.
    -¿Crees que no lo sé? ¿Tan pocas luces piensas que tengo? El señor Leggit sufriría más siendo un cornudo que muriendo, y durante mucho más tiempo.
    Lo dejó perplejo un instante.
    -Justo cuando creo que no puedes seguir sorprendiéndome, lo haces -dijo John-. No me gustaría tenerte como enemigo.
    -Nos hemos utilizado el uno al otro -repuso Hattie.
    -Pero tú te sinceraste antes conmigo. Y no se te ocurrió la idea hasta después de conocerme.
    -Los dos hemos obrado mal. Ahora estamos empatados. John, gracias por preocuparte por mí... porque te preocupas, si no, habrías difundido el rumor de nuestra aventura -lo miró de soslayo-. ¿O todavía piensas hacerlo?
    -Jamás. Esa pregunta sobra.
    Hattie inspiró hondo y enderezó la espalda.
    -Por favor, no discutas más conmigo. Debo irme ya. Estoy segura de que el señor Leggit todavía no sabe quién eres. Si lo supiera, ya me habría enterado. Y mientras no averigüe que hemos estado juntos, no corro ningún riesgo. Cuando lo haga, yo ya estaré lejos.
    - Hattie...
    -Estoy segura de que no hay ningún bebé, pero si lo hubiera, me encantará tener una parte de ti. Por favor, no me sigas reteniendo.
    -No puedes hablar en serio. Si crees que voy a abandonarte en mitad de la noche, has perdido el juicio. Vas a venir conmigo.
    -No. John, ¿qué hay de Dominic? ¿Ha salido ya de Leggit Hall?
    A Hattie no se le escapaba nada.
    -No tardará en salir.
    -Pero sigue ahí. Debí imaginarlo. ¿Por qué no se ha ido?
    John se sentó junto a ella.
    -Quería quedarse por si yo no te interceptaba antes de que regresaras a Leggit Hall. Después, pensaba ayudarte a escapar.
    -No deberías habérselo permitido. Ahora, comprende que debo regresar. No sólo por Bea, sino por Dominic.
    A John le dolían los músculos por la necesidad de actuar.
    -Te diré lo que haremos. Iré a Leggit Hall y sacaré a Dominic. NAthan esperará contigo.
    -Nathan dará media vuelta y me llevará de nuevo a Bath -replicó Hattie. Tenía lágrimas en los ojos-. Y tú no podrás sacar a Bea. Mientras estamos aquí, discutiendo, mis esperanzas de liberar a Bea y a Dominic se reducen. Voy a entrar en Leggit Hall, está decidido. Y mañana, en cuanto pueda, partiré hacia Londres y llevaré a mis padres a un lugar en el que el señor Leggit no pueda encontrarnos. Te lo suplico, John, déjame partir.
    -Jamás.
    Ella ladeó la cabeza para besarle el cuello y la parte inferior de la mandíbula, y susurró:
    -Hay cosas que no podemos controlar, cosas que ansiamos y no podemos tener. Lo superarás, John. -No -sentir el cuerpo de Hattie contra el suyo, sus besos, lo enloquecían-. Y no pienso hacer lo que me pides. Mira, hagamos un trato. Me debes el que te pueda ayudar.
    -¿Ah, sí? -su suspiro lo atravesó-. Tal vez
    .Antes de conocernos no tenía nada, nada que me ilusionara salvo mis patéticos esfuerzos por librarme de mi marido, y nada que recordar con placer. Tú has cambiado todo eso.
    -Entonces, ¿vendrás conmigo?
    -Dejaré que me ayudes. Nos acercaremos a Leggit
    Hall y dejarás que me asegure de que Dominic está a salvo y de que Bea está conmigo. El señor Leggit la mataría si creyera que sabe lo nuestro.
    John le pidió a Nathan que continuara, y lo hicieron a gran velocidad.
    -Esto es lo que te pido -dijo John-. Creo que verás a Dominic cuando entres en la casa, aunque no sé exactamente dónde. Pídele que te espere. Sube inmediatamente a tus habitaciones y enciende velas en todas las ventanas, en las tres, para que sepa que estás ahí y que sigues a salvo. Dile a Bea que espere unos minutos mientras te reúnes con Dominic. Después, ella deberá seguirte. El carruaje estará en el mismo lugar en que Nievecilla te esperaba.
    Al ver que ella no replicaba, se sintió más ligero y fuerte. Tocó la pistola que llevaba en la cintura y el cuchillo del tobillo. Nathan llevaba las mismas armas, al igual que Dominio, y habían peleado juntos contra peligrosos enemigos en otras ocasiones. Seguían vivos. El enemigo, no.
    El carruaje se detuvo junto al seto, cerca de los pilares de piedra de Leggit Hall. John abrazó a Hattie con fuerza.
    -Haz exactamente lo que te he pedido, ¿de acuerdo?
    -Sí -Hattie hablaba con voz ahogada-. Gracias.
    John se apeó del carruaje y la ayudó a bajar. Hattie le dio la espalda al instante, pero al poco, giró en redondo y corrió a abrazarlo. Despacio, se desasió y se alejó.
    -Hattie, no te vayas.
    -Debo hacerlo. Siempre te querré, John.

    CAPITULO 34
    Bernard estaba sentado en la única silla de la habitación en penumbra. Ante él, y sobre una plataforma tan ancha como la propia habitación, una pantalla de papel de arroz iluminada por detrás lo separaba del hombre y de la mujer cuyas siluetas se movían al otro lado.
    Su matasanos le había prescrito aquel «remedio» para su problema. El problema que le provocaba Hattie. Aquello, le había dicho, era lo que debía visualizar cuando abordara a su pétrea esposa. Bernard había dudado que aquella charada sin rostro le interesara, pero se había equivocado.
    Los intérpretes habían sido contratados para aquel propósito expreso, y Bernard se planteó convertirlo en un hábito.
    Se habían quitado la ropa. Mejor dicho, la mujer había desnudado al hombre; después, se había quitado la ropa y había deslizado cada parte desnuda de su cuerpo sobre la piel de su compañero, mientras éste permanecía inmóvil y permitía que ella le diera placer. Como debía ser.
    El coñac que Bernard paladeaba le abrasaba las venas y le encendía el rostro. El calor que sentía entre las piernas tenía otro origen.
    -Oblígala a darte placer -susurró a la sombra del hombre-. Oblígala a intentarlo. Castígala cuando no lo logre. Siempre fracasará. Sí.
    Los senos de la mujer se elevaban en las puntas. De espaldas al hombre, levantó los brazos por encima de la cabeza, se inclinó hacia atrás, y deslizó las manos por el cuerpo de él, hasta permitirle que le lamiera y succionara los pezones. Y permaneció así, el tiempo justo para que el miembro de él se irguiera en toda su potente virilidad.
    Bernard se retorció y se abrió los pantalones. Aquello podría ser su cura, su antídoto contra la frialdad de su esposa.
    Erguida una vez más, la amante guió a su amo al suelo, donde éste se tumbó, con los brazos a los costados, pasivo salvo por la única reacción que no podía controlar. La mujer se sentó a horcajadas sobre sus caderas y se inclinó para prepararlo con la boca. Hizo el pino, todavía sosteniéndolo entre los dientes.
    Notaba un cambio, concluyó Bernard, y estiró las piernas y se metió la mano en los pantalones para acariciarse. Sí, notaba movimiento. Aunque aún no era suficiente.
    El golpe de nudillos en la puerta lo alteró y enfureció.
    -¡Largo! -gritó, mientras se acariciaba con más fuerza. Volvieron a llamar, con más insistencia en aquella ocasión. Bernard se subió los pantalones-. Adelante, maldita sea.
    Fue Smythe quién se coló en la pequeña habitación. Se movía como un espectro alto y gris, y ni siquiera lanzó una mirada hacia la pantalla. Debía de ser un condenado eunuco.
    -La señora Leggit ha regresado a la botica, señor
    _dijo Smythe-. La seguí cuando salió furtivamente de la casa y la vi tomar una poción.
    -¿Una poción? Maldita sea, si intenta matar a mi hijo acabaré con ella yo mismo.
    Smythe descansó el peso de su cuerpo sobre una pierna.
    -Esa tienda también es una casa de empeños. Ha llevado allí algunas joyas, regalos que usted le ha hecho, y uno de los hombres que dirige la tienda las ha guardado en una caja.
    A Bernard le palpitaba la cabeza.
    -Pero sólo haría eso para conseguir dinero. No necesita más, le doy en abundancia.
    -Quizá tenga un secreto. Quizá esté pagando a alguien para que guarde silencio.
    Obligarla a yacer con un desconocido había sido un gran riesgo.
    -¿Es posible...? ¿Es posible que lo que la obligué a hacer haya afectado a su cerebro?
    Smythe resopló.
    -No pensaba decírselo, pero lo haré. Bajé una vez mientras estaban en los baños, sólo para ver cómo transcurría el encuentro. A ella le gustaba. Pedía más, y se reía. Sí, se reía.
    -¡Largo! -le ordenó Bernard-. Y si hablas de esto, será lo último que digas.
    -Complacerlo es el sentido de mi existencia - dijo Smythe. Dejó caer la cabeza hacia delante y entrelazó las manos-. Vivo para encargarme de que tenga todo lo que se merece.
    Nada podía consolar a Bernard. De modo que Hattie había disfrutado copulando con un desconocido. Aunque la hubiera enseñado a hablar como una dama, jamás podría superar su falta de pedigrí.
    -Déjame, te digo -gritó, y Smythe salió de la habitación tan en silencio como había entrado.
    Mientras encendía unas velas junto a la silla, Bernard le gritó a la pareja que se marchara, y cuando tardaron en interrumpir su apareamiento acrobático, arrojó la copa a la pantalla.
    -¡Ya basta! -gritó-. Idos. Ya os llamaré cuando os necesite otra vez.
    Recogieron rápidamente sus ropas y salieron del improvisado escenario.
    Leggit estaba resoplando, separó los pies e intentó serenarse. Una vez más, oyó un golpe de nudillos en la puerta y, en aquella ocasión, ésta se abrió antes de que Bernard pudiera responder.
    La estúpida zorra que entró pensaba que podía sustituir a Hattie. Sonreía como si él fuera a alegrarse de verla. Leggit volvió a sentarse, de espaldas a ella.
    -El señor Smythe me ha dicho que estaba solo.
    Bernard no le hizo caso.
    -Le he dicho que estaría con los ojos bien abiertos, ¿no? He esperado y he reunido información. No se imagina lo que la gente cuenta mientras toma el té.

    CAPITULO 35
    Antes de que Hattie pudiera cerrar la puerta del invernadero, una mano le cubrió los labios y una figura alta cerró la puerta y la arrastró hacia las sombras.
    -Soy Dominic -le retiró la mano-. Me conocías como...
    -Lo sé. John me ha dicho quién eres. Ya no deberías estar aquí.
    -No hay tiempo para hablar -dijo Dominic, y la hizo volverse hacia él-. Leggit se ha vuelto loco. Está en una habitación, en el fondo de la casa, rompiendo cosas.
    -Eso se le da bien -dijo Hattie.
    -Sigue mis instrucciones. Toma -le plantó una llave en la mano-. Quizá ya esté destrozando todo a su paso, buscándote.
    -¿Por qué? -¿qué habría pasado? Hattie estaba temblando, pero apretó las rodillas para mantenerse en pie-. Dime...
    -¿Has regresado con Nievecilla?
    -No, con John. Está esperando fuera, con Nathan.
    -Gracias a Dios. Baja a los baños con esta llave, Al salir de la habitación en la que estuviste con John, hay un pasillo que conduce a unos peldaños, y a una puerta en lo alto. Al pasar por delante no parece más que un almacén. Comunica con el exterior. Ve ahora mismo. Sal y busca a John.
    Hattie paseó la mirada alrededor, esperando ver a Leggit abalanzándose sobre ella.
    -Bea. Debo llevármela de aquí. Estará en su habitación, o en la mía. Saldré deprisa.
    -Yo iré a buscarla -dijo Dominic-. Tú sal de aquí enseguida.
    Para asegurarse de que hacía lo que le pedía, la condujo hasta el vestíbulo principal y detrás de la escalera. Sin decir palabra, la guió hacia abajo y ella obedeció, rezando para que todos pudieran ponerse a salvo. Cuando volvió la cabeza, Dominic ya había desaparecido.
    Incluso sus suaves zapatillas hacían eco en las paredes de mármol, un susurro que le crispaba los músculos. Al igual que en la última ocasión en que había estado allí, las velas no estaban encendidas, pero la pálida luz de la luna atravesaba las vidrieras y arrojaba haces de colores sobre las columnas y las esculturas de piedra, y sobre las bocas de las gárgolas.
    Pasó junto a los baños. Aquellas bocas abiertas deberían estar escupiendo agua, pero las piscinas estaban secas. Aun así, lo único que le importaba en aquellos momentos era reunirse con John.
    Siguiendo las instrucciones de Dominic, atravesó la sala en la que había estado con John y encontró el pasillo. Tenía la garganta reseca y le dolía con cada respiración. Menos mal que la señora Dobbin había permanecido en Worth House. Era una persona menos de la que preocuparse.
    El pasillo ascendía, como Dominic había descrito, y hacía una curva en lo alto de la escalera, tras las que se erguía una pesada puerta. Las manos no la obedecían cuando insertó la llave en la cerradura. Por fin la hizo girar. A un lado y al otro. Hattie sacó la llave y la miró; después, echó un vistazo a la cerradura antes de volverlo a intentar. La cerradura no cedía. Sudorosa, se quitó el sombrero y se retiró el pelo de la cara.
    Tenía que abrirse. Pero no, no cedía.
    Lo único que podía hacer era regresar a la planta principal y salir de la casa lo más deprisa posible... siempre que no tropezara con el señor Leggit.
    Oyó un estrépito atronador y después otro. Las puertas de los baños. Hattie nunca las había visto cerradas, pero el ruido no podía deberse a otra cosa.
    -¿Hattie? ¿Estás aquí abajo?
    La voz del señor Leggit retumbaba hacia ella como una pelota en una caverna. Había bajado a buscarla y había creído necesario encerrarse con ella en aquel horrible lugar.
    -¡Contéstame! -gritó.
    Hattie volvió a mirar la puerta, y la llave que sostenía en la mano. Había estado a punto, a punto, de salir al aire fresco y de reunirse con John. Si lo volvía intentar, la llave no funcionaría y el ruido atraería al señor Leggit. Recorrería el pasillo y las escaleras hacia ella, paso a paso, hasta que Hattie sintiera su aliento en la piel.
    Con cautela, levantándose las faldas por encima de los tobillos para asegurarse de no tropezar, Hattie retrocedió sobre sus pasos hasta llegar a la parte del pasillo situada tras las habitaciones privadas.
    -Tú ve por ahí -oyó decir a Leggit-. Yo iré por el otro lado.
    -Por supuesto -fue Smythe quien contestó.
    Hattie oyó cómo rodeaban la habitación, acorralándola entre ambos, bloqueándole toda huida salvo... giró
    el picaporte de la sala privada más próxima y estuvo a punto de gritar de alivio cuando se abrió. La cerró, se dirigió hasta el otro extremo y pegó el oído a la Pared, tratando de oír algo. Reinaba el silencio, pero eso no significaba nada. Aquel lugar había sido construido como una fortaleza. En las dos ocasiones que había estado allí tampoco había oído ruidos en el exterior. Seguramente, ya habrían entrado en el pasillo situado detrás de las habitaciones. Aquélla era su única oportunidad. Hattie entreabrió la puerta y se asomó.
    -¡Ahí está! -Smythe empujó la puerta hacia dentro y ésta chocó contra la pared. Sujetó a Hattie por el brazo y la sacó fuera a rastras. Mirándola con desprecio, hizo una mueca burlona pero no volvió a hablar.
    El señor Leggit se acercó con un semblante temible. Empleando todas sus fuerzas, Hattie bajó el brazo y se desasió. Rompió a correr, bordeando la piscina central, aterrada y cegada por las lágrimas.
    -Estúpida -dijo Leggit un instante antes de que ella chocara contra su sólido cuerpo. Smythe apareció, jadeando.
    -¿Cómo preferiría proceder? -le dijo al señor Leggit, quien extrajo una pistola y la movió como si estuviera enseñando un premio-. Yo estaría encantado...
    Smythe no terminó la frase. La pistola estalló y la sangre se extendió sobre el pecho del hombre. Smythe se quedó boquiabierto. Se tambaleó hacia atrás, mientras la luz, se iba apagando en su mirada perpleja. Cuando cayó, lo hizo despacio y con la cabeza por delante. Unos ruidos que no podía controlar brotaron de la garganta de Hattie.
    -Ya no lo necesito -dijo el señor Leggit-. Y sabe demasiado. Ahora, pequeña, entrarás en esa habitación donde te has divertido tanto con un criado, y reirás conmigo como te reías con él.
    _Por favor... -dijo Hattie.
    _No me supliques. Mi paciencia se ha agotado -la sujetó por la nuca y la arrastró-. Tengo entendido que puedes ser una amante muy entusiasta. Soy tu marido y es conmigo con quien deberías ser entusiasta e imaginativa.
    Hattie no albergaba ninguna esperanza.
    -Suéltame -bajó la cabeza y se encaró con él. Forcejearon y el señor Leggit perdió los estribos. La golpeó, primero con la mano abierta; después, con el puño. A Hattie se le inflamaron los labios y el ojo al instante, aunque lo aporreaba lo mejor que podía. Leggit cerró las manos en tomo al cuello de Hattie y apretó.
    Hattie no podía gritar. Leggit aumentaba la presión de las manos, y la negrura empezaba a invadir su visión.
    Hattie levantó la rodilla y lo golpeó entre las piernas, como su padre le había enseñado a hacer para defenderse de los rufianes. El hueso chocó contra las partes blandas de Leggit y éste cayó hacia atrás, gimiendo, jadeando, sujetándose.
    Era su oportunidad. Hattie giró en redondo hacia la salida, tropezó y cayó. El reborde de la piscina frenó la caída, pero Hattie rodó y aterrizó en el fondo, con una pierna torcida bajo su cuerpo.
    -Sigo sin ver luces -dijo John, mientras descendía del techo del carruaje, desde donde podía ver las ventanas de Hattie-. No debería haberla dejado ir.
    -Confía en Dominic -lo tranquilizó Nathan-. Quizá se haya olvidado de las velas.
    -Hattie, no -Hattie, que lo había dejado con su declaración de amor estrujándole el corazón-. Voy a ir en su busca.
    -¿Y si no os encontráis porque os buscáis a ciegas?
    John movió la cabeza.
    -Ha pasado demasiado tiempo -oyó unas pisadas demasiado fuertes para ser las de Hattie y se escondió detrás del seto-. Ocúltate detrás del carruaje -le susurró a Nathan.
    -¿John? ¿Nathan? -Dominic se detuvo en seco-. ¿Está Hattie con vosotros?
    Tanto Nathan como John corrieron a reunirse con su hermano.
    -No está aquí -dijo John-. ¿Cuándo ha salido?
    -Dios mío -dijo Dominic-. Si no está aquí es que sigue ahí dentro, pero bajó a los baños para utilizar el pasillo por el que tú saliste. Yo fui a buscar a Bea, pero uno de los criados me ha dicho que había salido a hacer un recado mucho antes, por eso he venido.
    -Deberíamos entrar por la puerta que da a los condenados baños de Leggit -dijo John-. Todavía tengo la llave.
    Los tres corrieron en silencio, al amparo de las sombras de los árboles que flanqueaban el camino de acceso. Se agazaparon y rodearon la fachada; después, echaron a correr hacia el montículo construido para ocultar la puerta secreta.
    -Que el diablo me lleve -dijo Nathan cuando tropezó a pocos pasos de la puerta y cayó de bruces
    -Calla -dijo John-. No hagas ruido.
    -He tropezado con... con un cuerpo -dijo Nathan.
    -No hay tiempo -insistió Dominic, pero John se agazapó junto a la masa oscura que había derribado a Nathan. La tocó e inspiró con brusquedad. Sí, era un cadáver, y como la cabeza no se movía con el resto del cuerpo, dedujo que estaba decapitado.
    -El capitán de El botín -dijo despacio-. Ha muerto con su propio machete.
    -Maldito sea -dijo Nathan-. Ha salido bien parado.
    -Déjalo -John se dirigió a la puerta e insertó su copia de la llave en la cerradura. Demasiados minutos más tarde, la arrojó al suelo-. No funciona.
    -Es la misma que te di a ti -dijo Dominic-. Antes funcionaba.
    -¿Es la misma que le has dado a Hattie? -conocía la respuesta. «Si hay un bebé, me alegraré de tener una parte de ti»-. Entraré. Voy a ver si esas vidrieras se pueden sacar -dijo. Dominic lo sujetó por la manga.
    -Aunque se pueda, no podrás levantarlas. Yo digo que entremos por la casa.
    -Sí -dijo Nathan-. Rápido, hermano.
    Si Hattie estaba allí abajo, John quería saberlo. Se desasió de Dominic y avanzó rápidamente, agachado, hacia el lugar en que calculaba encontrar los discos de cristal emplomado. Miraba a un lado y a otro, anhelando tener a mano una linterna.
    Aquella noche brillaba la luna, pero era muy débil... aunque destelló en una superficie lustrosa situada en el suelo, un poco más allá. John se abalanzó hacia delante y aterrizó a cuatro patas sobre uno de los discos. Miró a través, y distinguió el parpadeo de unas velas, pero el cristal era demasiado grueso para hacer de ventana.
    -Necesitamos los cuchillos -dijo John-. Los discos están encajados, nada más. Voy a sacar éste, pero quizá se me rompa la hoja.
    Se le partió la punta del cuchillo, pero se convirtió en una herramienta más eficaz. Poco a poco levantó el disco por un lado, y Nathan se apresuró a sacarlo con las dos manos.
    La abertura era casi tan amplia como los hombros de John. Acercó los labios al oído de Dominic.
    -Puedo bajar. Nathan y tú tendréis que ayudarme.
    Hasta sus oídos llegó un gemido espeluznante.
    -Levántate, Hattie. Levántate, rápido.
    John metió la cabeza en la habitación de mármol y parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a la escasa luz. Distinguió a Hattie. Los baños estaban vacíos y ella yacía en un extraño ángulo sobre el fondo seco de la piscina situada justo por debajo de la vidriera. Leggit era quien le gritaba que se levantara. De rodillas, frotándose sus partes, se mecía hacia delante y hacia atrás, pronunciando su nombre. Y cada pocos segundos, sacaba un reloj del bolsillo del chaleco y comprobaba la hora.
    -Meteré primero los pies y me dejaré caer hasta que me sostenga con las manos -le dijo John a Nathan, advirtiendo que Dominic ya había sacado otro disco y estaba viendo y oyendo lo que ocurría debajo-. Túmbate y descuélgame lo más que puedas. Después, reza para que aterrice sin romperme las piernas.
    Un chillido desgarrador los dejó helados. John se despojó de la chaqueta y se dispuso a descolgarse por el agujero.
    -¿Hattie? ¡Ay, señor Leggit, dígale que salga de ahí!
    John no podía comprender lo que Leggit estaba balbuciendo. La recién llegada, la doncella de Hattie, Bea, dijo:
    -¿Qué hora es? Ya casi debe de ser la hora. Hattie, sal de ahí.
    -¿Casi la hora de qué? -dijo Nathan con voz ronca. Leggit estaba consultando otra vez su reloj.
    -¡Hattie! -gimió Leggit.
    -Han vaciado la piscina para limpiarla -dijo Dominic-. Ya es casi la hora de que la vuelvan a llenar.
    -Se ahogará -John estaba sentado en el borde del agujero, con los pies y las pantorrillas colgando hacia dentro.
    -Antes se abrasará -dijo Dominic-. Lo que Leggit cuenta sobre un arroyo termal perdido es una mentira que se ha inventado para impresionar a la gente. Bombean el agua mediante una máquina de vapor que tiene en un túnel, y cuando sale a la piscina está hirviendo. No se mantiene así porque añaden...
    -Preparaos para descolgarme -lo interrumpió John. Respiraba por la boca y el fragor de su corazón lo sacudía.
    -¡Hattie! -gritó Bea. Se acercó a Leggit y le acarició la cabeza-. Seguramente, es mejor así. Un accidente. Se cayó y el agua la cubrió. Está subiendo. De todas formas, habríamos tenido que matarla.
    -¡Cállate! -dijo Leggit, y se puso en pie a duras penas.
    -En realidad, no tiene nada que ver contigo -le dijo Bea a Hattie-. Estaba en situación de ayudar al señor Leggit a averiguar lo que estabas tramando, así que lo hice. Ahora que él ya no te quiere, me querrá a mí. No puedes culparme por aprovechar la oportunidad.
    -¡Abajo! -dijo John, y se retorció hasta que se sostuvo por los codos.
    Hattie movió la cabeza y miró a Bea. Al menos, estaba viva, pero el miedo hacía sudar a John. Introdujo un codo por el aro de latón y se sostuvo con los dedos, después, muy despacio, introdujo el otro codo.
    -¡Estúpida, estúpida, estúpida! -la voz de Leggit se elevó hasta un chillido-. ¿Por qué querría a una mujerzuela como tú?
    Incapaz de detenerlo, John vio cómo Leggit sujetaba a la doncella por el cuello y la zarandeaba hasta que ésta pendía como una sábana mojada. La arrojó a un lado y se volvió hacia Hattie.
    -Estás despierta. Menos mal. Ven, ven hacia aquí y te ayudaré a salir.
    -¿Por qué no baja y la saca? -preguntó John con suavidad.
    -No sabe cuándo saldrá el agua -dijo Nathan-. Tiene miedo de quemarse.
    -Ah -John no podía bajar el hombro-. Empujad -dijo-. Con todas vuestras fuerzas.
    -¿Y romperte un hueso? -dijo Nathan-. ¿De que servirías entonces?
    -Empuja, te digo. Puedo derribarlo con un solo brazo.
    El vapor ascendía por las bocas abiertas de las gárgolas del muro situado por debajo de la grotesca estatua del centro de los baños.
    Leggit correteaba de un lado a otro, gritándole a Hattie que subiera. Hattie vio salir el vapor, y como si despertara de un sueño, intentó incorporarse. Intentó levantarse, pero desistió y empezó a arrastrarse, con demasiada lentitud, hacia el borde de la piscina.
    El hombro entró por el agujero y John profirió una exclamación, preparándose para saltar sobre la piedra. Leggit chillaba una y otra vez. Con los brazos extendidos, se inclinaba hacia Hattie como si pudiera rescatarla simplemente deseándolo.
    A través del vapor, John vio el primer reguero de agua saliendo por las bocas de piedra y, sin esperar la ayuda de sus hermanos, se dejó caer. Aterrizó bastante bien, aunque sintió el impacto de la caída por todo el cuerpo.
    Deteniéndose tras cada movimiento que hacía, Hattie forcejeaba por escapar del agua. Si Leggit lo mataba, que así fuera, pensó John. Moriría intentando salvar a Hattie y eso era lo único que importaba.
    El agua avanzaba a pocos centímetros de los pies de Hattie. John pasó de largo a Leggit, saltó al borde, dentro de la piscina y levantó a Hattie en brazos.
    Se oyó un fragor. Un fino chorro de agua caliente le salpicó el rostro y lo abrasó a través de la camisa. John volvió la cabeza y vio el agua borboteando y ascendiendo por el fondo. Con Hattie prácticamente inconsciente en los brazos, sintiendo el agua caliente traspasándole las botas, salió de la piscina.
    -¡Suéltala! -Leggit sostenía una pistola y apuntaba a John y a Hattie-. Si valoras en algo la vida de mi esposa, suéltala.
    John obedeció al instante, depositó a Hattie junto a una columna y le acarició la mejilla.
    -No, John, no -dijo ella en apenas un susurro.
    -Te quiero, Hattie -dijo John-. Te quise casi desde el momento en que te vi.
    Tras una última mirada, se volvió para encararse con Leggit. Éste le apuntaba el pecho con la pistola. Dio unos pasos hacia John y levantó el arma; John se encontraba cara a cara con la muerte.
    No se atrevía a mirar a Dominic, a quien Nathan estaba descolgando por el agujero, boca abajo. Dominic apuntó a Leggit.
    No se oyó ningún disparo, pero Leggit abrió la boca de par en par y su rostro se convirtió en una mancha cremosa con franjas púrpura. Se le amorataron los labios y experimentó una sacudida.
    La pistola resbaló de sus dedos, y Leggit se desplomó de costado sobre las olas de agua hirviendo.

    CAPITULO 36
    Cinco semanas después.


    -Miradlo por el lado bueno -dijo John-. Tengo un cincuenta por ciento de posibilidades.
    -Sí -dijo Nathan-. Un cincuenta por ciento de posibilidades de ganar, y un cincuenta por ciento de posibilidades de destruir todas tus esperanzas para el resto de tu vida.
    Dominic flanqueaba a John por el otro lado, y añadió:
    -Así es. Ahora mismo, la felicidad del marqués de Granville pende de un hilo, y es muy probable que él mismo lo corte.
    -Dominic -dijo Nathan-. Prométeme que me ayudarás a reducirlo y a trasladarlo a un manicomio cuando eso ocurra.
    -Te prometo...
    -Sois unos idiotas, y tenéis menos sentido común que cuando erais unos críos. De hecho, seguís siendo unos críos en todo menos en la estatura. Necesito vuestro apoyo, y vuestras estúpidas bromas no me ayudarán.
    Se encontraban de pie tras el pequeño laberinto del jardín de Riverview, la casa que Hattie había buscado para sus padres y para ella. La señora Dobbin también vivía allí, así como una doncella y un ayudante. Al parecer, la señora Alice Wall no quería que Hattie contratara a una cocinera porque tanto ella como su marido insistían en gobernar las cocinas.
    -Bromeamos porque estamos aterrados -dijo Nathan, con un aspecto indignantemente elegante, aunque acalorado bajo un sol que ya se elevaba por el cielo y realzaba los vivos colores de los parterres. Incluso la hierba, salpicada de tréboles, estaba tibia y fragante.
    Nathan dio un empujoncito a John con el hombro.
    -¿Estás seguro de que no hay otro modo de conseguir lo que deseas?
    -¿Como raptarla? -sugirió Dominic. Había cortado una flor de madreselva y la llevaba en la oreja.
    Un tirón en la mano le recordó a John que Chloe estaba con él. Nievecilla, en aquellos momentos la señora de Albert Parker, había vestido a la niña de rosa, y a pesar de las objeciones de John de que sería un desastre y de que el animal se escaparía, Azabache descansaba cómodamente en el brazo de Chloe. John sonrió a la niña y movió la cabeza al ver el lazo rosa atado en torno al cuello del gato. Chloe volvió a tirarlo de la mano y lo miró, con un mensaje en los ojos.
    -Creo que Chloe quiere que sigamos adelante - dijo. Sus hermanos suspiraron y Nathan preguntó:
    -Entonces, ¿todo el mundo está en su puesto?
    -Sí, están sentados en sillas detrás del seto del laberinto, del seto más próximo al césped. Saldrán en cuanto les dé la señal.
    -¿Crees que sabrán salir de ahí?
    -Sí, Nathan. Es un laberinto muy pequeño y el señor Wall lo está organizando todo.
    -Deben de estar muertos de calor -comentó Dominic.
    John se cambió el ramo de rosas amarillas de un brazo a otro. Aquellas rosas no tenían espinas.
    -¿Y qué quieres que haga? Se suponía que Hattie iba a salir al jardín hace una hora.
    -Quizá se haya echado una siesta y ya no piense salir.
    Aquél no era el momento ideal para asestarle a Nathan un puñetazo en la nariz. Chloe le dio otro tirón. Azabache emitió un débil maullido. John se llevó el dedo índice y el pulgar al puente de la nariz.
    -¡Escondeos! -susurró Dominic, en voz tan alta que, seguramente, se oyó en el condado vecino-. Ya viene.
    Se agacharon. Nathan sentó a Chloe sobre la hierba crujiente y le sonrió. John avanzó, agazapado, hasta que alcanzó la senda.
    Se irguió y vio a Hattie al otro lado, armada con tijeras de podar y una cesta, escogiendo flores. Con pasos medidos, empezó a recorrer el camino más largo de su vida hacia la extensión de césped situada delante de la casa de Hattie, en la que ella se erguía de espaldas a él, absorta en sus flores.
    Si lo rechazaba, todos sus allegados lo oirían. Sentirían lástima por él, y John detestaba la lástima.
    Diablos, ella lo había oído llegar. Habría preferido acercarse sin ser visto. John creía firmemente en el elemento sorpresa.
    -John, ¿qué haces aquí? -Hattie llevaba un viejo sombrero de paja atado con un lazo por debajo de la barbilla. El sol brillaba con tanta fuerza que, de todas formas, tuvo que resguardarse los ojos para mirarlo.
    -Buenos días, preciosa dama -dijo-. Estoy ahorrando dinero. Sale un poco caro dar propinas a los chicos de los recados todos los días, así que hoy he decidido traerte las flores personalmente -le había parecido una entrada excelente cuando la había ensayado delante del espejo, mientras se afeitaba.
    -Te envié un mensaje diciéndote cuánto me gustaban las flores, pero que me parecía excesivo recibirlas a diario -dijo Hattie. Llevaba un vestido amarillo muy bonito. Cada paso que daba le recordaba su tobillo herido, pero los golpes que había sufrido en la cara estaban casi curados y apenas le quedaban moretones.
    Un sonoro maullido lo dejó helado. Hattie miró alrededor, después, se encogió de hombros.
    -Te echo de menos, Hattie -le dijo él-. Toma, rosas amarillas. Te gustaban.
    Hattie dejó la cesta y las tijeras en la hierba y aceptó las rosas.
    -Gracias. Sí, y todavía me gustan, sobre todo cuando tú... -elevó los ojos al cielo-. No ha sido fácil rendir homenaje a los muertos, pero lo he intentado. Necesitaba estar sola para hacerlo.
    -¿Por eso te has negado a verme? Siempre que venía, le encargabas a la señora Dobbin que me dijera que estabas descansando. Pero me estabas esquivando.
    No tenía que preocuparse de que su público hiciera ruido. Seguramente, estarían atentos a todo lo que decían.
    -He tomado decisiones terribles -dijo Hattie-. No debería haberme casado con el señor Leggit, y si me hubiera sincerado con mis padres, en lugar de intentar resolver el problema yo sola, habríamos huido los tres juntos, aunque nos hubiéramos quedado sin nada.
    -Te preocupas mucho por ellos -le dijo John-. No querías que renunciaran a todo lo que conocían cuando no tenían ningún sitio adonde ir.
    Varios pájaros de picos amarillos se posaron en la hierba, a los pies de Hattie, y dieron saltitos, picoteando entre las flores de la cesta. Ella los observaba en silencio, y John notó lo delgada que estaba, y lo pálida, a pesar de sus paseos diarios por el jardín.
    -No puedo seguir -dijo John. Se había prometido tener paciencia, pero no podía evitarlo-. Me dijiste que siempre me amarías.
    -Y te amaré -dijo Hattie para sorpresa de John.
    -Y yo a ti -repuso cuando recuperó parte de la compostura-. Quiero que seas mi esposa. Cásate conmigo, Hattie, te lo suplico -al diablo con los que escuchaban detrás de los setos. Hattie lo miró con ojos entornados y labios trémulos, como si estuviera a punto de llorar-. Por favor -le rogó-. A los dos nos encanta Bath. Según parece, a tus padres también. Mis tías y mis hermanos te adoran. Iríamos a Londres de vez en cuando. Mi madre vive allí, y ya no le apetece viajar, y yo tengo negocios en la ciudad, pero nuestro hogar estaría aquí. ¿Hattie?
    Hattie se había puesto de cuclillas en la hierba para cortar una margarita. Si no podía tocarla pronto, pensó John, tendría que fingir un colapso. Entonces, Hattie lo atendería y cualquier roce suyo sería mejor que ninguno.
    -Todo esto es porque crees que estoy esperando un hijo tuyo, ¿verdad?
    -No sé si estás esperando un hijo -dijo, ruborizándose él mismo. Se puso en cuclillas junto a ella-. Sería maravilloso tener uno, pero si no es ahora, ya sabemos cómo hacerlo en el futuro, ¿no?
    -Qué franco eres -dijo Hattie, pero con una sonrisa-. No hay ningún hijo, así que no tienes que sentiste responsable de mí.
    -¿Cómo lo sabes?
    -No puedo hablar de estas cosas. Me da vergüenza.
    -¿Por qué? No hay nada vergonzoso en el comportamiento normal entre un hombre y una mujer, ni en sus resultados. Cásate conmigo. Di que sí y evítame que me marchite.
    -Marchitarse -balbució Hattie-. Podría ser.
    Chloe, todavía sosteniendo a Azabache contra su pecho, irrumpió entre ellos de improviso. La niña volvía la cabeza, y John sabía por qué. Había escapado de Nathan y de Dominic y temía que la persiguieran.
    -¡Chloe! -exclamó Hattie-. Me alegro tanto de que estés aquí... ¡Y has traído a Azabache! Estás preciosa.
    Hattie cerró los ojos y abrazó a Chloe. Hasta el gato pareció disfrutar.
    -¿Cuándo vas a abrazarme a mí? -masculló John-. A las niñas y a los gatos, sí, pero a mí no.
    Hattie le sonrió.
    -Hablas como un niño malcriado.
    -Mi inglés es bueno ahora, creo -dijo Chloe. John se la quedó mirando sin mover un músculo. No podía creer que hubiese hablado. Hattie no apartaba los ojos de la niña.
    -Así es. Y suena muy bonito con tu acento francés.
    Se oyó una exclamación, muy clara, detrás del seto más próximo.
    -¡Esto es maravilloso, increíble! -dijo John en voz muy alta, como si no hubiera oído nada más que la conversación sobre Chloe.
    -Yo lo he provocado todo -dijo Hattie, mirando fijamente el seto-. Ahora sé que Chloe sufrió por mi culpa.
    -No es así -dijo Chloe con toda claridad-. Debería haber hablado con el tío John. Fui muy tonta y estaba muy asustada, por eso no lo hice. No ha sido culpa tuya, Hattie.
    John ayudó a Hattie a incorporarse y dijo:
    -No puedo vivir sin ti, Hattie. Cásate conmigo.
    -Han ocurrido muchas cosas -replicó ella.
    -A los dos -le dijo John-. Juntos podremos afrontar el pasado. Cásate conmigo hoy mismo.
    - ¡Di que sí, por favor, di que sí! -dijo Chloe con sus luminosos ojos azules llenos de súplica.
    -No lo sé. No permitiré que te cases conmigo por un falso sentimiento del deber. No eres responsable de mí.
    -Muy bien, una última pregunta -un hombre que era realmente un hombre lo arriesgaba todo por lo que más quería-. ¿Todavía me quieres?
    Hattie enterró el rostro en las rosas amarillas que él le había regalado.
    -¿No lo quieres? -dijo Chloe-. Podrías ser mi tía.
    Hattie movió la cabeza y se sorbió las lágrimas. Se la veía pequeña y confundida.
    -Entonces, dime que no me quieres -insistió John.
    A Hattie se le contrajo dolorosamente el vientre, y las lágrimas se agolparon en su pecho.
    -Pues claro que te quiero. Es absurdo que sugieras lo contrario. Sólo quiero hacer lo correcto.
    -Lo correcto es que te cases conmigo.
    Hattie suspiró y, justo cuando John empezaba a derrumbarse, dijo:
    -Está bien. Sí, me casaré contigo.
    Chloe empezó a dar saltitos en torno a ellos hasta que Azabache forcejeó y tuvo que dejarlo en la hierba.
    -Todo está bien -dijo John, y se acercó para abrazar y besar a Hattie. Se detuvo y retrocedió-. No, no puedo besar a la novia hasta después de la ceremonia. Traed al reverendo. Las amonestaciones ya se han leído tres veces -le dijo a Hattie con fervor.
    -¿Cómo es posible? -preguntó Hattie.
    -Mis tías conocen al vicario, así que no ha sido difícil.
    -¿Y ha venido a casarnos aquí? ¿Con la facha que tengo? Mírate, vas vestido como un príncipe. ¿Qué dirá tu familia?
    -Dicen que es maravilloso, ¿verdad?
    En aquel momento, se oyó un estrépito de pisadas.
    -No se apresuren, damas y caballeros -dijo el padre de Hattie con autoridad-. Hemos esperado mucho, ¿para qué impacientarse ahora? Síganme.
    Hattie se mordió el labio inferior y sonrió.
    -No tengo vestido de novia -susurró.
    -Cualquier vestido que te pones lo parece.
    -John, eres un adulador empedernido.
    -Soy sincero en todo lo que digo.
    Nathan y Dominic avanzaron por la senda justo cuando la nueva doncella de Hattie salía de la casa. Ésta estuvo a punto de desmayarse. Dobbin apareció con una cesta llena de pétalos de rosa, que empezó a desperdigar por el césped. Chloe se dispuso a ver cuántos podía recoger.
    El señor Wall condujo a un grupo de personas fuera del laberinto para alinearlos al otro lado del seto mientras el ayudante de Hattie se daba prisa en colocarles unas sillas.
    -John -dijo Hattie-, ¿qué estamos haciendo?
    -Casarnos.
    -No te pases de listo conmigo.
    -Vaya, vaya -apretando los labios, la contempló con una sonrisa traviesa en la mirada-. ¿Tan pronto empiezas a practicar tus tácticas de arpía conmigo?
    -Te perdono por esa audacia, pero dime que no volverás a enojarme.
    -No volveré a enojarte.
    Ella le dio un codazo en las costillas y los dos rieron.
    Sólo entonces advirtió John cuántas personas se habían congregado para celebrar, o, mejor dicho, con la esperanza de celebrar, el casamiento. Hattie también los miraba en aquellos momentos, y sonreía. Saludaba y lanzaba besos a Boggs, Dolly, la cocinera, la señora Gimblet y varios criados de Worth House, las tías y sus caballeros amigos, Nievecilla, que lloraba y reía al mismo tiempo, y Albert, que se inclinó para besarle la mejilla y rodearla con los brazos.
    El señor Wall se acercó a su hija. Era un hombre delgado de cabellos grises, bigote abundante y mirada pensativa, y el placer que sentía parecía genuino. Con la pose de las personas distinguidas por naturaleza, Alice Wall atravesó el césped para colocarse junto a su marido. Se inclinó y le susurró a Hattie:
    -Somos tus padrinos. Aquí llega el reverendo.
    Aquella mañana soleada, en un jardín salpicado de flores, cerca del río Avon, Hattie Wall Leggit se convirtió en la marquesa de Granville.

    CAPITULO 37
    John condujo a Hattie por la habitación de los músicos y el almacén de disfraces, donde el raso, la seda, el terciopelo y el brocado permanecían amontonados en el suelo. Atravesaron la entrada oculta por el espejo y, por último, la pequeña abertura situada detrás de la cama de caoba y de la pared empapelada de verde. Hattie se detuvo allí y tiró de él.
    -¿Qué pasa? -dijo John, mirándola como lo había hecho desde la boda, como un hombre que había hallado la dicha.
    -Eres un romántico, ¿sabes? -dijo Hattie-. ¿Por qué si no me traes aquí por este camino?
    -Por ninguna razón en especial, cariño. No me atrevía a soñar con que llegaría este día. ¿Puedes seguir adelante?
    -Sí -no lo habían comentado, pero ella todavía estaba un poco débil por las heridas y avanzaba despacio. Hattie se había negado a permitir que John la levantara en brazos, así que se habían detenido a intervalos durante el ascenso por las escaleras.
    -Quena que pasáramos la noche de bodas aquí - dijo John-. En cierto sentido, es donde comenzó nuestra historia de amor. Ahora tendrás que dejarme que te levante en brazos, aunque sólo sea un momento.
    Hattie se lo permitió, y John franqueó con Hattie en brazos las pesadas cortinas verdes y entró en su dormitorio con ella.
    -Forma parte de la tradición -le dijo John-. Franquear el umbral con la novia en brazos.
    -¿El umbral de tu dormitorio?
    John rió entre dientes.
    -Cuando esté construida nuestra nueva casa, volveremos a hacerlo
    No la soltó de inmediato, y ella vio un camisón de seda blanco, exento de todo adorno, sobre la cama. A Hattie le temblaba todo. Aunque aquélla no fuera la primera vez, se sentía como una novia inexperta.
    -Un penique por tus pensamientos -dijo John, y esperó a que ella lo mirara otra vez.
    -Ya estás otra vez tratándome como si fuera una niña, llevándome en brazos de un lado a otro -le dijo, pero sonrió-. Tengo que comentarte una cosa.
    John la dejó de pie con evidente desgana.
    -¿Ahora?
    -Es de día, John; todavía falta mucho para ir a la cama -se interrumpió con los labios entreabiertos, incapaz de creer lo que había dicho-. Quería hablarte del futuro de Albert y de Nievecilla.
    -Cuando tengamos nuestra casa, vendrán a vivir con nosotros. No debes preocuparte, ya está decidido.
    Sobre la mesilla de noche descansaban una jarra de vino y dos copas. Era un extraño lugar para colocar vino. Hattie también creyó ver una bandeja de plata llena de exquisiteces. Sería mejor no mencionar que las había visto.
    John encendió unas velas sobre la repisa.
    -Qué desperdicio -dijo Hattie-. Aún no es de noche.
    Sin decir palabra, John se dirigió a los cortinajes de las ventanas y los corrió, convirtiendo la habitación en un lugar en sombras en que el resplandor de las velas parecía mágico. John contempló la chimenea con decepción, porque no tenía sentido encenderla aquel día. Hattie empezó a pasear por la habitación, tocando las telas finas y la madera gastada, intranquila.
    John se sentó en su silla hindú favorita, entrelazó los dedos y exhaló un suspiro de satisfacción.
    -¿Tienes miedo de mí, Hattie?
    -Por supuesto que no -ella rió, pero el sonido no era convincente.
    -¿Tímida, entonces?
    Unas lágrimas que no podía controlar inundaron los ojos de Hattie.
    -Eso sería ridículo, teniendo en cuenta lo que ya ha pasado entre nosotros.
    -No estoy de acuerdo -repuso John-. Creo que eres una mujer tímida por naturaleza, y dadas las desafortunadas circunstancias de nuestra primera vez, me sorprendería que no tuvieras miedo, además de sentirte cohibida.
    -Estar casada contigo es un sueño que no me había atrevido a tener -dijo Hattie-. Yacer contigo me resultó excitante, pero era inexperta y temí haberte ofendido con mi osadía. No parecía yo.
    La suave carcajada de John la hizo sonrojarse. Hattie ladeó la cabeza.
    -Aunque haya estado casada antes, no sé mucho de estas cosas. Mis experiencias anteriores han sido muy distintas, te lo aseguro.
    -Olvídalas, entonces, y compláceme.
    John se acercó a ella y desabrochó la hilera de botones que cerraba el frente del modesto vestido de Hattie.
    Le bajó las mangas de los hombros y dejó caer el vestido al suelo. Poco a poco, la fue despojando del resto de las prendas. A continuación, él también se desnudó por completo. Hattie intentaba mantenerse inmóvil, pero una y otra vez, se sentía atraída hacia él.
    Sin la menor incomodidad, John se acercó a la cama para recoger el camisón de seda. Cuando regresó, Hattie levantó los brazos por encima de la cabeza, se puso de puntillas y unió su boca a la de él. Sus cuerpos entraron en contacto, y ella cerró los ojos para concentrarse en lo que sentía. John le sujetaba las muñecas con una mano y le acariciaba la espalda hasta los glúteos. Gimió cuando ella le rozó el vello del torso con los senos.
    -No quiero hacerte daño otra vez -dijo John. Le puso una mano en el vientre y ella lo vio concentrarse y fruncir el ceño.
    -No estoy esperando un hijo -lo tranquilizó.
    -¿Estás segura?
    -Bueno, todavía es pronto para saberlo.
    -Entiendo -no parecía muy convencido-. Quizá debería dejarte dormir.
    -Mmm.
    -¿Quieres que te ayude a ponerte el camisón?
    -Nunca he dormido desnuda. Éste parece un buen momento para empezar.
    John emitió un silbido entre sus labios fruncidos y se apartó para permitir que Hattie se acercara a la cama. Necesitaba toda la ayuda que le ofrecían los peldaños, pero consiguió encaramarse al colchón. Tuvo que arrodillarse para abrir el edredón, consciente de que John observaba todos sus movimientos. Se dispuso a lanzarle una mirada furibunda, pero se incorporó bruscamente sobre las sábanas. ¿Miraban así los hombres a las mujeres? Ya no estaba. sonriendo. Al contrario, tenía los ojos azules casi negros y las venas hinchadas en las sienes.
    Anhelo. Era lo que brillaba en sus ojos, además de asombro. Hattie leía sus emociones.
    John inclinó la cabeza y dijo:
    -Quizá no sea buena idea que duerma contigo esta noche.
    A Hattie le latía el corazón con frenesí. La decepción disipó cualquier sensación de cansancio.
    -Por favor, ven -dijo Hattie-. No podré dormir si no estás conmigo.
    John elevó y dejó caer los hombros, y le dirigió la sonrisa más falsa que Hattie había visto en su rostro.
    -Por supuesto -dijo, y se metió en la cama al instante. Dejándola sentada junto a él, se tumbó boca arriba sin nada que lo cubriera, entrelazó las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos. El edredón se había arrugado bajo su cuerpo.
    Hattie no tenía costumbre de hacer pucheros, pero los hizo en aquel momento, mientras urdía todo tipo de perversidades con las que torturar a John. A los pocos momentos, éste respiraba rítmicamente. ¡Se había quedado dormido! No, no se lo consentiría.
    Apoyando la cabeza en una mano y acercándose a la cara de John, Hattie le sopló en los labios. John se los humedeció con la punta de la lengua y siguió durmiendo. Ella volvió a soplarle, en aquella ocasión en el oído.
    -Mmm -murmuró John.
    Hattie se arrimó a su costado y apoyó un brazo en la cintura de John... de modo que si lo deslizaba hacia abajo unos centímetros, tropezaría con la base de la única parte del cuerpo de John que no estaba dormida.
    -Un momento -masculló Hattie. Su experiencia con las partes masculinas erectas era limitada; en realidad, se limitaba a John, pero no tenía sentido que estuviera dormido en aquel estado.
    No, se estaba haciendo el dormido mientras disfrutaba de todo lo que ella hacía y fingía contener sus impulsos por deferencia a ella.
    ¡Quería jugar!
    «Veremos cuánto tiempo sigues durmiendo como un lirón».
    Se le ocurrió lavarlo con agua fría. No, eso provocaría un desastre. En la' mesilla, vio el vino y los pastelillos. Tomó la jarra, le quitó la tapa y olió el contenido. Era un vino afrutado e intenso. Debía de estar delicioso. Vertió un poco en una copa, dejó la jarra, y deslizó un dedo humedecido en el vino sobre los labios de John. Como era de esperar, éste se los lamió.
    Estar a su lado resultaba incómodo. Se sentó a horcajadas sobre él, donde podía hacer que su miembro descendiera, aunque no que se relajara. John se estremeció y ella sonrió. En aquellos momentos, no tenía cara de dormido.
    Inclinando la copa, Hattie dejó caer un reguero de vino por la garganta de John hacia el centro de su torso. Después, sujetando la copa sobre la cama, lamió el vino, empezando por el pecho y terminando con un último lametón por debajo de la barbilla.
    De la garganta de John emergió un sonido gutural, y cerró las manos con fuerza junto a la cabeza.
    -Un poco más de vino -dijo Hattie en voz baja-. Está tan rico...
    Y vertió un poco en el ombligo de John. El líquido resbaló hacia el vello de su vientre y siguió bajando hasta el lugar en que abundaba y se mezclaba con el de ella.
    Gimiendo, Hattie le lamió el ombligo y siguió hasta que tuvo que descender sobre los muslos de John para seguir encontrando algo que lamer. Vertió lo poco que quedaba en la copa en la palma de la mano, tomó el sexo de John y lo masajeó.
    -Eso podría escocer -dijo John de improviso, y se incorporó, pero ella estaba demasiado ocupada lamiendo el vino, y a él, con la boca, para prestar atención a su comentario-. Eres insaciable -añadió. Sus caderas se separaban de la cama cada vez que Hattie retiraba la boca-. ¿Tímida? Ja. Eres una mujer carnal, mi amor, y es mi. responsabilidad asegurarme de que quedas satisfecha.
    Mientras Hattie emitía risitas nerviosas, John invirtió sus posiciones y la besó durante largo tiempo. Tuvo cuidado de no presionarla demasiado en la parte de los labios que todavía tenía sensibles, pero consiguió embriagarla de deseo al mismo tiempo.
    John volvió a sentarse sobre los talones y acarició el cuerpo de Hattie con suavidad. Atormentó los pezones y deslizó los dedos por la carne resbaladiza y palpitante de entre sus muslos.
    -Creo que estás preparada -dijo-. ¿Tienes hambre?
    Hattie parpadeó.
    -¿Hambre?
    -No deberíamos desperdiciar unos pastelillos tan deliciosos -le metió uno en la boca y, mientras ella masticaba, aplastó dos más, uno sobre cada seno. Hattie tragó saliva y chilló.
    -Qué pegajoso. John, te deseo. Ay, esto es asqueroso.
    -¿Lo es?
    Siguiendo el ejemplo de Hattie, John lamió los pastelillos hasta que sólo quedó una porción de crema en cada pezón. Lamió la crema por un costado, después por el otro, y trazó círculos con la lengua, acercándose más y más pero sin llegar a hacer lo que ella tanto anhelaba.
    -¿Todavía te sientes pegajosa? -le preguntó John.
    Ella se estiró y gimió:
    -¿Hay más pastelillos?
    John rió mientras tomaba un pezón en la boca y lo lamía con la punta de la lengua. Hattie forcejeaba con fuerza. Alargó los brazos hacia él y lo guió hasta la entrada de su cuerpo.
    John la miró un instante y la penetró. Ella gritó, y John se quedó inmóvil. Hattie no quería que parara e inició el movimiento ella misma. Con cada embestida de John, resbalaba sobre la cama.
    -¡John! -si paraba, se moriría. Hattie hundió los dedos en sus glúteos y lo imitó, entrelazó las piernas en torno a sus caderas.
    John deslizó una mano entre ellos para tocarla, pero ella lo apartó. Gimió:
    -Ya ha empezado -y las olas de calor la hicieron estremecerse una y otra vez.
    John cabalgaba con ella, y utilizó la marea del éxtasis para llevarla al borde de la cordura. Al poco, Hattie sintió el fluido tibio que la llenaba.
    -Esto no puede estar bien -dijo Hattie cuando cayeron, todavía entrelazados, sobre el colchón-. Debes enseñarme a amarte como es debido.
    John acercó el rostro al cuello de Hattie y jugó con sus senos.
    -Esto es éxtasis. Y me amas de forma increíble. No cambies nunca.


    Había tardado mucho en oscurecer, pensó Chloe. Nievecilla todavía cuidaba de ella durante el día pero, por la noche, se marchaba con Albert para ser su esposa, así que una amable doncella dormía cerca de ella en la habitación de la niñera.
    Chloe recogió su almohada y una suave manta de lana. Tomó varias preciadas posesiones y salió de puntillas de su cuarto. Oyó un clic clac y supo que Azabache la seguía, con sus garras resonando en el suelo.
    Subir la escalera con los brazos llenos fue difícil, pero llegó a lo alto y recorrió de puntillas el pasillo hasta las habitaciones del tío John. Desde aquel día, también eran las habitaciones de la tía Hattie.
    En la casa reinaba el silencio.
    Chloe extendió la manta y colocó la almohada encima. En cuanto se tumbó con la espalda apoyada en el suelo del estudio, se cubrió con la mitad inferior de la manta y se acurrucó en el calor de la noche.
    El tío John y la tía Hattie se alegrarían de encontrarla esperándolos allí a la mañana siguiente. Azabache metió su naricita húmeda bajo la barbilla de Chloe y se acurrucó dentro de la cama improvisada, junto a su ama.
    Palpando, y aprovechando la tenue luz de la única vela que ardía en el pasillo, Chloe alineó las cinco figuritas de madera junto a la almohada.
    -El tío John -dijo, y guardó un hombrecito tallado en madera bajo la manta-. Y la tía Hattie -Hattie se reunió con la figurita de John, a la que siguió la de Chloe-. Chloe, tu tío John y tu tía Hattie quieren que duermas. Tu mamá y tu papá velarán por todos nosotros desde tu almohada.

    FIN

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