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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
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  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
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  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    UN ADIÓS PARA SIEMPRE (Ruth Rendell)

    Publicado en noviembre 04, 2012

    Título Original: Shake Hands Forever (1975).


    CAPÍTULO PRIMERO


    La mujer que estaba bajo el tablón de salidas de la estación Victoria tenía un cuerpo plano y rectangular y un rostro duro como el acero. Un sombrero estriado de color gamuza se ajustaba casi como una cáscara de nuez a su cabeza, llevaba unos guantes de algodón del mismo color y a sus pies se hallaba la vieja, aunque apenas usada, maleta de piel marrón que había llevado en su luna de miel cuarenta y cinco años atrás. Escudriñaba con la mirada a los huidizos viajeros mientras su boca quedaba cada vez más rígida y los labios se convertían en una delgada línea.

    Estaba esperando a su hijo. Ya llevaba un minuto de retraso y esa falta de puntualidad había empezado a proporcionarle una satisfacción exultante. Apenas era consciente de ese placer y, de haber sido acusada de ello, lo habría negado, así como habría negado el deleite que le producía todo fracaso o error de los demás. Pero ahí estaba el placer, como una sensación indefinida de bienestar que se desvanecería con la misma rapidez con que había nacido y sería sustituido, ante la presurosa llegada de Robert, por su habitual mal humor. Llegaba justo a tiempo, lo que hacía absurda cualquier observación sobre su tardanza, así que se contentó con ofrecer su mejilla diciendo:

    –Vaya, ya estás aquí.
    –¿Tienes tu billete? –preguntó Robert Hathall.

    No lo tenía. Sabía que él anduvo escaso de dinero durante los tres años de su segundo matrimonio, pero eso era culpa de Robert. Pagar una parte del billete habría sido una manera de humillarlo.

    –Es mejor que vayas a comprarlos –dijo ella–, a menos que quieras perder el tren –y agarró con más fuerza su bolso cerrado.

    Robert tardó un buen rato en comprar los billetes.

    Ella observó que el tren de Eastbourne, con parada en Toxborough, Myringham y Kingsmarkham, tenía su hora de salida a las 18.30 y eran poco más de las cinco. No pasó por su mente la idea, nada comprometedora, de que sería agradable perder el tren, ni tampoco se había dicho, conscientemente, que sería agradable encontrar a su nuera llorando, la casa sucia y la comida sin hacer. Una vez más, empezaron a germinar en ella las semillas de un placentero resentimiento. Había estado esperando este fin de semana con gran ilusión, aunque sabía que acabaría mal. En realidad, deseaba que todo empezase a salir mal a raíz de que llegaran tarde por culpa de Robert, provocando una disputa entre él y Ángela. Todo esto ardía silenciosamente en su interior, percibiendo que Robert estaba, una vez más, embrollándolo todo.

    Sin embargo, cogieron el tren. Estaba abarrotado de gente y tuvieron que permanecer de píe. La señora Hathall nunca se quejaba. Se habría desmayado antes que confesar su edad o aludir a sus varices como razones por las que un hombre tuviese que cederle el asiento. El estoicismo regía su vida, por lo que se plantó con su grueso cuerpo que, abotonado en el rígido abrigo de gamuza, tenía la apariencia de un armario, de tal manera que impedía al pasajero del asiento de la ventanilla mover las piernas o leer el periódico. Sólo tenía una cosa que decir a Robert y eso podía esperar hasta que hubiese menos oyentes, además, le costaba imaginar que él tuviera algo que decirle. ¿Acaso no habían pasado juntos, después de todo, un fin de semana tras otro durante los últimos dos meses? Pero la gente –observó ella con cierto asombro– era muy dada a charlar incluso cuando no tenía nada que decirse. Hasta su hijo pecaba de eso. Escuchaba con frialdad mientras él le hablaba de los hermosos paisajes que no tardarían en atravesar, los entretenimientos de Bury Cottage y lo mucho que Ángela deseaba verla. La señora Hathall se permitió una especie de resoplido, un ronquido de dos sílabas producido en algún lugar de la glotis, que podía interpretarse como una risa. Sus labios no se movieron. Estaba recordando la única vez que había visto a su nuera, en aquella habitación de Earls Court, cuando Ángela cometió la aberración de decir que Eileen era una perra hambrienta. Tendrían que cambiar muchas cosas antes de que pudiera olvidar tal indiscreción. La señora Hathall recordaba la forma en que había salido de la habitación y bajado las escaleras, decidiendo que nunca –bajo ninguna circunstancia– volvería a ver a Ángela. Sólo estaba demostrando lo indulgente que era al ir a Kingsmarkham.

    En Myringham, el pasajero de la ventanilla, con las piernas dormidas, salió a trompicones del tren y la señora Hathall consiguió sentarse. Robert se estaba poniendo nervioso. No había en ello nada sorprendente. Él sabía muy bien que Ángela no podía competir con Eileen como cocinera y ama de casa, y se preguntaba lo mal que quedaría su segunda mujer respecto a la primera. Sus siguientes palabras confirmaron las sospechas de la señora Hathall.

    –Ángela se ha pasado el fin de semana limpiando la casa para ti.

    La señora Hathall no entendía que alguien pudiera hacer un comentario así en voz alta en medio de un vagón lleno de gente. Le hubiera gustado sugerir, en primer lugar, que bajase la voz y, en segundo, que cualquier mujer decente mantendría la casa limpia en todo momento. Pero se contentó con añadir:

    –Estoy segura de que no necesitaba molestarse –y añadió autoritariamente que le bajase la maleta.
    –Aún quedan cinco minutos –dijo Robert.

    Ella respondió levantándose pesadamente y haciendo esfuerzos por coger la maleta. Robert y otro hombre intervinieron para ayudarla, la maleta estuvo a punto de caer sobre la cabeza de una joven que llevaba un bebé en brazos. En ese momento, el tren se detuvo en Kingsmarkham haciendo que se tambalearan, lo que provocó un pequeño alboroto en el vagón.

    Ya en el andén, la señora Hathall dijo:

    –Eso se podía haber evitado si hubieses hecho lo que te pedí. Siempre has sido muy obstinado.

    No podía entender por qué él no respondía y se defendía. Debía de tener un carácter más duro de lo que había imaginado. Para seguir fastidiándole, dijo:

    –Supongo que iremos en taxi.
    –Ángela vendrá a buscarnos en coche.

    Ya era demasiado tarde para que ella dijese lo que tenía que decir. Le pasó la maleta y le agarró el brazo como si fuera de su propiedad. No necesitaba un apoyo o soporte, pero le parecía esencial que su nuera –¡qué mortificante y lamentable era tener dos nueras!–, en la primera mirada que les dirigiese, los viese unidos y cogidos del brazo.

    –Eileen vino esta mañana –dijo ella, mientras entregaba los billetes.

    Él se encogió de hombros y contestó:

    –Me pregunto por qué no vivís las dos juntas.
    –Eso te pondría las cosas más fáciles, ¿verdad? No tendrías que mantenerla.

    La señora Hathall le apretó más fuerte el brazo que él había intentado soltar.

    –Me pidió que te diese recuerdos y te preguntase por qué no pasas alguna vez por su casa cuando estás en Londres.
    –Debes de estar bromeando –dijo Robert Hathall, hablando con vaguedad y sin mucho rencor. Estaba echando un vistazo al aparcamiento.

    Siguiendo con el tema, la señora Hathall comenzó de nuevo:

    –Es una verdadera lástima... –y se detuvo a media frase.

    Tenía una idea maravillosa. Conocía el coche de Robert, lo habría reconocido en cualquier parte, lo tenía desde hacía tiempo por culpa de sus problemas con las mujeres. Ella también recorrió con sus penetrantes ojos la superficie alquitranada y dijo con tono de satisfacción:

    –No parece que se haya molestado en venir a recibirnos.

    Robert parecía desconcertado.

    –El tren ha llegado con un par de minutos de antelación.
    –Ha llegado tres minutos tarde –dijo su madre. Suspiró felizmente. Eileen, sin duda habría estado allí, puntual para recogerlos, habría estado en el andén con un beso para su suegra y la alegre promesa del delicioso té esperándoles. Y su nieta también... La señora Hathall musitó en voz baja–: Pobre Rosemary.

    No era propio de Robert, su único hijo, dejar sin contestación este tipo de agravio, pero una vez más guardó silencio.

    –No importa –dijo él–. No está tan lejos.
    –Puedo ir andando –dijo la señora Hathall en el tono estoico de alguien que comprende que hay pruebas más difíciles de superar y que la primera y más suave debe afrontarse con valor–. Estoy muy acostumbrada a caminar.

    Fueron desde la estación a Station Road, cruzando Kingsmarkham High Street y siguiendo Stowerton Road.

    Era una agradable tarde de septiembre, el aire radiante de la puesta de sol, los árboles con abundante follaje, los jardines resplandecientes con las últimas y más delicadas flores del verano. Pero la señora Hathall, que podía haber dicho, como el amante de la balada: «¿qué son para mí los encantos de la naturaleza?», no prestaba a todo ello alguna atención. Su tristeza había dado paso a la certidumbre. La depresión de Robert solamente podía significar una cosa. Esa mujer, esa ladrona, esa destructora de un feliz matrimonio, iba a dejarle plantado y él lo sabía.

    Giraron hacia Wool Lane, un estrecho camino con árboles y sin acera.

    –Esto es lo que yo llamo una casa bonita –dijo la señora Hathall.

    Robert miró la casa de campo del período de entreguerras.

    –Es la única que hay aquí, aparte de la nuestra. Una mujer llamada Lake vive en ella. Es viuda.
    –Lástima que no sea tuya –dijo su madre–. ¿Está mucho más lejos?
    –La encontraremos al doblar la siguiente esquina. No se me ocurre qué le ha podido pasar a Ángela –la miró con desasosiego–. Siento lo que ha pasado, madre. Lo siento de verdad.

    Le sorprendía tanto que se apartase de la tradición familiar para pedir disculpas por cualquier cosa, que no supo qué contestarle y permaneció en silencio hasta que se divisó el chalé. Un ligero desencanto estropeó su satisfacción. Era una casa decente, aunque vieja, de ladrillo marrón con un limpio tejado de pizarra.

    –¿Es ésta?

    Él asintió y le abrió la puerta del jardín. La señora Hathall observó que éste estaba descuidado, las plantas de flores llenas de maleza y la hierba muy alta. Bajo un árbol de aspecto abandonado había unas cuantas ciruelas podridas. La mujer emitió un ruido característico que significaba que las cosas empezaban a salir de la forma que ella esperaba. Robert metió la llave en la cerradura de la puerta principal y la abrió.

    –Entra en casa, madre.

    Estaba molesto, no cabía la menor duda. Ella conocía esa forma de comprimir los labios mientras un pequeño músculo se movía en su mejilla izquierda. Había un duro tono de nerviosismo en su voz cuando exclamó:

    –¡Ángela, ya estamos aquí!

    La señora Hathall le siguió hasta el cuarto de estar. Apenas podía creer en lo que veía. ¿Dónde estaban las tazas sucias, la ropa revuelta, las migas y el polvo? Se detuvo con firmeza sobre la inmaculada alfombra y fue girando lentamente, examinando el techo en busca de telarañas, manchas en las ventanas y colillas en los ceniceros. Sintió, de pronto, un extraño e incómodo escalofrío, como un campeón que, confiando en la victoria, seguro de su propia superioridad, pierde ante un principiante.

    Robert se volvió y dijo:

    –No sé dónde se ha metido Ángela. No está en el jardín. Voy al aparcamiento a ver si se ha llevado el coche. ¿Quieres ir arriba, madre? Tu dormitorio es el cuarto grande del fondo.

    Tras comprobar que la mesa del comedor no estaba puesta y que no había señales de preparativos para la comida en la cocina, donde los guantes de goma y los del polvo reposaban junto al fregadero, la señora Hathall subió las escaleras. Recorrió con un dedo la barandilla del descansillo: ni una mancha. El enmaderado parecía recién pintado. Su habitación estaba tan exquisitamente limpia como el resto de la casa, la cama descubierta mostraba unas sábanas a rayas y un cajón abierto de la mesilla de noche estaba lleno de servilletas de papel. Lo observó todo con atención pero ni una sola vez, a medida que se sucedían las revelaciones, se permitió que la evidencia sobre las cualidades de Ángela mitigase su odio. Era lamentable que su nuera se defendiese así. Sin duda, sus otras faltas, como el no haber estado en la estación para recibirla, compensaban sobradamente esta pequeña virtud.

    La señora Hathall entró en el cuarto de baño. Esmalte pulimentado, toallas limpias y mullidas, jabón... Esbozó una mueca. El dinero no podía escasearles tanto como le había hecho creer Robert. Tan sólo se dijo que estaba resentida por su engaño, sin poder expresar en palabras que estaba haciendo frente a una segunda privación, la de no ser capaz de echarles en cara su pobreza y la razón de la misma. Se lavó las manos y salió al descansillo. La puerta del dormitorio principal estaba ligeramente entreabierta. La señora Hathall vaciló. Pero la tentación de echar un vistazo al interior y encontrar una cama deshecha y un revoltijo de cosméticos mugrientos, era demasiado fuerte para resistirse. Entró con cuidado en la habitación, la cama no estaba desarreglada, sino perfectamente hecha. Sobre la colcha yacía boca abajo una joven que parecía estar profundamente dormida. Su cabello oscuro, más bien despeinado, caía sobre sus hombros y tenía el brazo izquierdo extendido.

    –Humm... –exclamó la señora Hathall manifestando un cálido e inesperado placer. La mujer de Robert yacía dormida, tal vez incluso ebria. No se había molestado en quitarse los zapatos de lona antes de caer sobre la cama y vestía exactamente igual que aquel día en Earls Court, probablemente como vestía siempre, con vaqueros descoloridos y raídos y camisa roja a cuadros. La señora Hathall pensaba en los bonitos vestidos de tarde de Eileen, en su cabello corto con permanente, y en que sólo si hubiera estado a punto de morir se habría dormido de día. Se acercó a la cama y miró hacia abajo frunciendo el ceño.
    –Humm –volvió a exclamar para anunciar su presencia y obtener una inmediata respuesta de vergüenza.

    Sin embargo, la mujer no se movió. La auténtica ira de alguien que se siente insoportablemente despreciado invadió a la señora Hathall.

    Puso la mano sobre el hombro de su nuera y notó algo extraño. Estaba fría como el hielo y vio una mejilla hinchada y azulada, pálida.

    La mayoría de las mujeres habría gritado. La señora Hathall no emitió sonido alguno. Su cuerpo adoptó una postura rígida y firme cuando se enderezó y colocó su gruesa mano sobre el corazón de Ángela. A lo largo de su vida había visto muchas muertes, la de sus padres, tíos, tías, pero nunca antes había visto lo que evidenciaba la marca morada en el cuello: muerte por violencia. No le asaltó ninguna sensación de triunfo ni de miedo, pero se estremeció. Pesadamente, cruzó la habitación y empezó a descender las escaleras.

    Robert estaba esperando al pie de las mismas. En la medida en que ella era capaz de amar, le quería, y dirigiéndose hacia él, apoyó una mano sobre su hombro y le habló con voz vacilante, la más cercana a la ternura que podía manifestar. Empleó las únicas palabras que conocía para transmitir este tipo de malas noticias.

    –Ha habido un accidente. Es mejor que subas y lo veas por ti mismo. Es... es demasiado tarde para hacer algo. Intenta aceptarlo como un hombre.

    Él se quedó inmóvil, sin hablar.

    –Se ha ido, Robert. Tu mujer está muerta. –Repitió estas palabras porque él no parecía oírlas–. Ángela está muerta, hijo.

    Un vago e incómodo pensamiento la asaltó; debería abrazarlo, decir alguna palabra amable, pero había olvidado cómo hacerlo. Además, estaba empezando a temblar y su corazón latía irregularmente. En cuanto a Robert, parecía entero y seguro de sí mismo. Con decisión, pasó a su lado y subió las escaleras. Ella esperó allí, impotente, horrorizada, frotándose las manos y encorvando los hombros. Entonces gritó desde arriba con voz firme pero tranquila:

    –Llama a la policía, madre, y diles lo que ha pasado.

    La señora Hathall se alegró de tener algo que hacer, y cogiendo el teléfono de una mesa de poca altura, bajo un estante, se dispuso a marcar el número de la policía.


    CAPÍTULO II


    Era un hombre alto, de poco peso para su amplia constitución. Tenía un aspecto enfermizo, la barriga algo caída y manchas rojas en la piel. Aunque conservaba su color negro, se le estaba secando y cayendo el cabello, y sus rasgos eran marcados y duros. Estaba sentado en un sillón, hundido en él como si lo hubiesen herido. Por el contrario, su madre se mantenía erguida en el asiento, con sus sólidas piernas apretadas, las manos sobre el regazo con la palma hacia abajo y sus duros ojos clavados en su hijo con una mirada severa.

    El inspector jefe Wexford pensó en esas madres espartanas que preferían ver cómo llevaban a sus hijos sobre los escudos antes que saber que habían sido capturados por el enemigo. No le habría sorprendido que ella le hubiese ordenado que se incorporara, pero todavía no había pronunciado una sola palabra ni hecho señal alguna ni a él mismo ni al inspector Burden, aparte de asentir brevemente al dejarlos entrar en la casa. Se parecía, a su juicio, a una carcelera del viejo estilo o a la dueña de un taller.

    Desde el piso de arriba se oían los pasos de otros policías, yendo de un lado a otro. El cuerpo de la mujer había sido fotografiado, identificado por el viudo y trasladado al depósito de cadáveres. Sin embargo, aún tenían mucho por hacer. Estaban examinando la casa en busca de huellas dactilares, del arma, o de alguna pista sobre la manera en que esa mujer había encontrado la muerte. Para ser una casa de campo era muy grande, con cinco habitaciones espaciosas, sin tener en cuenta la cocina y el cuarto de baño. Llevaban allí desde las ocho y ya casi era medianoche.

    Wexford, de pie junto a la mesa donde se hallaba el permiso de conducir de la mujer fallecida, el monedero y otros objetos del bolso, estaba examinando su pasaporte. Éste la identificaba como súbdita británica, nacida en Melbourne, Australia, treinta y dos años de edad, ama de casa, cabello castaño oscuro, ojos grises, un metro sesenta y cinco de altura y sin marcas distintivas. Ángela Margaret Hathall. El pasaporte tema dos años de antigüedad y nunca había sido utilizado. La fotografía guardaba un evidente parecido con la mujer asesinada.

    –¿Su mujer estaba sola durante la semana, señor Hathall? –preguntó Wexford, alejándose de la mesa para sentarse.

    Hathall asintió. Respondió con voz baja, casi susurrando.

    –Yo trabajaba en Toxborough. Cuando conseguí un nuevo empleo en Londres, no podía viajar arriba y abajo. Eso fue en julio. He estado viviendo con mi madre, pero regresaba a casa los fines de semana.
    –Usted y su madre llegaron aquí a las seis y media, ¿no es así?
    –A la seis y veinte –dijo la señora Hathall, hablando por primera vez. Tenía una voz dura y metálica. Bajo el acento característico del sur de Londres se podía apreciar un deje del norte.
    –Así que no había visto a su mujer desde... ¿cuándo?, ¿el domingo o el lunes pasado quizá?
    –Desde el domingo por la noche –dijo Hathall–. Fui a casa de mi madre en tren el domingo por la noche. Mi... Ángela me llevó en coche a la estación. Yo... la llamaba por teléfono cada día. Hoy también la llamé, a la hora de comer. Ella estaba bien. –Hizo un ruido parecido a un gemido, e inclinó su cuerpo hacia adelante–. ¿Quién... quién podrá haber hecho esto? ¿Quién habrá querido matar a Ángela?

    Sus palabras tenían un tono teatral, falso, como si las hubiese extraído de alguna serie de televisión o de una película, pero Wexford sabía que la aflicción sólo puede expresarse con tópicos. Somos originales en nuestros momentos felices. La aflicción sólo tiene una voz, un lamento.

    Respondió a la pregunta con palabras igualmente trilladas.

    –Eso es lo que tenemos que averiguar, señor Hathall. ¿Estuvo usted en el trabajo durante todo el día?
    –Así es, en Marcus Flower, consultores de relaciones públicas. Calle Half Moon. Soy contable –Hathall tragó saliva–. Allí podrá comprobar que estuve todo el día.

    Wexford apenas levantó las cejas. Se acarició la barbilla y miró al hombre en silencio. La cara de Burden no denotaba nada, pero adivinaba que el inspector estaba pensando en lo mismo que él. Durante ese silencio, Hathall, que había pronunciado la última frase con impaciencia, soltó un gemido y se tapó la cara con las manos.

    Rígida como una piedra, la señora Hathall dijo:

    –Compórtate, hijo. Acéptalo como un hombre.

    «Pero debo sentirlo como un hombre...» Cuando el pasaje de Macbeth penetró en el pensamiento de Wexford, se preguntó fugazmente por qué sentía tan poca compasión por Hathall, por qué no estaba conmovido. ¿Se estaba volviendo como siempre se había jurado que no se volvería? ¿Se estaba volviendo al fin duro e indiferente? ¿O es que había algo de falso en la conducta de ese hombre que hacía que también parecieran falsos sus gemidos y su abandono ante la congoja? Quizá sólo estaba cansado y extraía significados de donde no los había; seguramente, la mujer había dejado entrar a un desconocido y éste la había matado. Esperó hasta que Hathall apartó las manos y levantó la cabeza.

    –¿Su coche ha desaparecido?
    –Cuando llegué a casa no estaba en el aparcamiento. –No había lágrimas en las duras y gruesas mejillas. ¿Sería capaz de llorar el hijo de esa mujer de piedra?
    –Quiero una descripción de su coche y la matrícula. El sargento Martin le tomará los datos dentro de un rato. –Wexford se levantó–. Creo que el médico le ha dado un sedante. Le aconsejo que se lo tome y trate de dormir un poco. Por la mañana me gustaría volver a hablar con usted, esta noche es muy poco lo que podemos hacer.

    La señora Hathall les cerró la puerta como si despidiese a un par de vendedores ambulantes. Durante unos instantes Wexford permaneció en el camino de la casa, examinando el lugar. La luz procedente de las ventanas del dormitorio le permitía ver unos recintos con césped que nadie había cortado durante meses y un ciruelo sin hojas. El camino estaba pavimentado, pero el sendero que iba de la casa a la valla era de alquitrán.

    –¿Dónde está el aparcamiento del que hablaba?
    –Debe de estar en la parte de atrás –dijo Burden–. No hay espacio para construir un aparcamiento en la parte lateral.

    Siguieron el camino hasta la parte posterior de la casa. Llegaron hasta una cabaña de amianto, una construcción que no se podía ver desde la calle.

    –Si salió con el coche –dijo Wexford– y trajo a alguien con ella, lo más probable es que se metieran en el aparcamiento sin que los viera nadie y entraran en la casa por la puerta de la cocina. Tendremos suerte si encontramos a alguien que los haya visto.

    Contemplaron en silencio los solitarios campos iluminados por la luna que subían hacia las colinas. Aquí y allá, en la distancia, parpadeaba ocasionalmente una luz. Mientras volvían hacia la carretera, pudieron ver lo aislada que estaba la casa, lo solitaria que estaba la calle. Sus altas lomas, coronadas por enormes árboles, hacían que de noche pareciese un túnel, un pasadizo silvestre no frecuentado durante el día.

    –La casa más cercana –dijo Wexford saliendo del coche– está en la carretera de Stowerton, y la otra es Wool Farm. Hay casi un kilómetro hasta allí. Creo que podemos despedirnos del fin de semana. Te veré a primera hora de la mañana.

    La casa del inspector jefe estaba al norte de Kingsmarkham al otro lado de Kinsbrook. La luz de su dormitorio estaba encendida y su mujer aún se hallaba despierta cuando llegó. Dora Wexford era demasiado tranquila y sensata para esperar levantada a su marido, pero había estado cuidando de su sobrino y acababa de volver. La encontró sentada en la cama, leyendo, con un vaso de leche caliente a su lado. Aunque sólo había estado alejado de ella cuatro horas, se le acercó y la besó cariñosamente. Feliz como era su matrimonio, contento con su suerte, a veces necesitaba entrar en contacto con la fatalidad externa para darse cuenta de su buena fortuna y lo mucho que quería a su mujer. La esposa de otro hombre estaba muerta, había muerto horriblemente... Dejó a un lado la aprehensión, su repentina sensibilidad y, mientras se desvestía, preguntó a Dora lo que sabía de los ocupantes de Bury Cottage.

    –¿Dónde está Bury Cottage?
    –En Wool Lane. Un hombre llamado Hathall vive allí. Su mujer ha sido estrangulada esta tarde.

    Treinta años de matrimonio con un policía no habían repercutido en la sensibilidad de Dora Wexford, ni habían endurecido sus palabras ni tampoco le habían restado ternura, pero era natural que ya no reaccionase ante un comentario así con el espanto propio de una mujer.

    –¡Dios mío! –dijo ella, y convencionalmente añadió–: ¡Qué terrible! ¿Se sabe quién ha sido?
    –Todavía no. –La suave voz de su esposa siempre le relajaba–. ¿Has visto alguna vez a esa gente?
    –La única persona que he visto en alguna ocasión en Wool Lane es a esa señora Lake. Vino un par de veces al Instituto Femenino, pero creo que estaba demasiado ocupada en otros asuntos para molestarse mucho en eso. Ya sabes, era muy aficionada a los hombres.
    –No estarás insinuando que el Instituto Femenino la vetó, ¿verdad? –dijo Wexford con fingido horror.
    –No seas tonto, cariño. No somos tan puritanas. Al fin y al cabo, ella es viuda. Lo que no me explico es por qué no se ha vuelto a casar.
    –Tal vez es como Jorge II.
    –En absoluto. Es muy atractiva. ¿Qué quieres decir?
    –Jorge II prometió a su esposa en su lecho de muerte que no volvería a casarse y que sólo tendría amantes.

    Mientras Dora reía, Wexford estudió su figura ante el espejo, encogiendo los músculos del estómago. El año pasado había perdido dieciocho kilos de peso gracias a la dieta, al ejercicio y al temor que le inspiró el médico. Por primera vez en una década podía observarse a sí mismo, si no con verdadero placer, sí con cierta satisfacción. Había merecido la pena la agonía de prescindir de lo que más le gustaba comer y beber. Il faut souffrir pour être beau. Si al menos hubiera algo de lo que uno pudiera prescindir, o algún deporte extenuante que pudiera practicar y que le sirviese para remediar la caída del cabello...

    –Ven a la cama –dijo Dora–. Si no dejas de pavonearte, creo que te vas a aficionar a tener amantes, y todavía no estoy muerta.

    Wexford sonrió y se metió en la cama. A lo largo de su carrera profesional había aprendido a no pensar en el trabajo durante la noche, así que raras veces le había mantenido despierto. Pero cuando apagó la lámpara y se abrazó a Dora –lo que resultaba fácil y placentero ahora que estaba delgado– se permitió unos minutos de reflexión sobre los sucesos del día. Deseaba que fuera un caso sencillo y claro.

    Ángela Hathall era joven y atractiva. No tenía hijos y, aunque estaba orgullosa de la casa, debía de tener mucho tiempo libre a lo largo de la semana. ¿No era acaso probable que hubiese invitado a algún hombre a visitar Bury Cottage? Wexford sabía que una mujer no necesita estar desesperada, ser ninfómana o hallarse en el camino de la prostitución para hacer eso. No es preciso ser infiel, pues la actitud de la mujer ante el sexo, pese a lo que pueda mantenerse hoy en día, no es la misma que la del hombre. Y aunque es generalmente cierto que el hombre que recoge a una desconocida siempre pretende lo mismo, ésta se aferrará a la generosa creencia de que él no quiere más que conversación y quizá algún otro beso. ¿Sería el mismo caso de Ángela? ¿Había recogido a un hombre en su coche, un hombre que la deseaba y que la estranguló porque no podía conseguir lo que quería? ¿La mató y la dejó en la cama y luego se escapó en el coche? Tal vez. Wexford decidió que trabajaría en esa dirección. Pensando en cosas más agradables, sus nietos, sus próximas vacaciones, se quedó dormido de inmediato.


    CAPÍTULO III


    Señor Hathall –dijo Wexford–, usted tiene sin lugar a dudas sus propias ideas sobre cómo debe llevarse este tipo de investigación. Quizá piense que mis métodos son poco ortodoxos, pero son mis métodos y le aseguro que con ellos se obtienen resultados. No puedo conducir mi investigación solamente a partir de pruebas circunstanciales. Debo saber todo lo posible acerca de las personas implicadas, de manera que si puede responder a mis preguntas con sencillez y concreción avanzaremos mucho más deprisa. Le puedo asegurar que lo único que pretendo es descubrir quién mató a su mujer. Si se ofende usted, iremos mucho más despacio y si insiste en que ciertos asuntos sólo conciernen a su vida privada y se niega a sacarlos a la luz, podemos perder un tiempo precioso. ¿Lo entiende? ¿Tratará de cooperar?

    Este discurso se desencadenó debido a la reacción que tuvo Hathall ante la primera pregunta que Wexford le hizo a las nueve de la mañana del sábado. Había sido una simple petición de información sobre si Ángela tenía la costumbre de llevar en coche a desconocidos, pero Hathall, que parecía estar más despejado, tras esa noche con somníferos, había estallado en una explosión colérica.

    –¿Qué derecho tiene usted a poner en duda la conducta moral de mi esposa?

    Wexford había respondido tranquilamente:

    –La gran mayoría de personas que recoge a gente que hace auto-stop no tienen otra idea que la de ofrecer su ayuda –y entonces, al ver que Hathall continuaba mirándolo con indignación, inició su discurso.

    El viudo hizo un gesto de impaciencia, encogiéndose de hombros y estirando las manos.

    –En un caso como éste imaginaba que habrían ido tras las huellas dactilares y... bueno, ese tipo de cosas. Quiero decir, es evidente que algún hombre estuvo aquí dentro y... tiene que haber dejado huellas. He leído algo sobre cómo se llevan estas cosas. Es cuestión de sacar deducciones a partir de cabellos, pisadas o huellas dactilares.
    –Ya he dicho que estoy convencido de que tiene usted sus propias ideas sobre cómo se debe conducir una investigación. Mis métodos incluyen, desde luego, todo eso que usted ha mencionado. Ya pudo comprobar usted mismo con qué meticulosidad se inspeccionó la casa, pero no somos adivinos, señor Hathall. No podemos encontrar una huella o un pelo y decirle de quién es, nueve horas más tarde.
    –Entonces, ¿cuándo podrán hacerlo?
    –No lo sé exactamente. Quizá hoy mismo averiguaré algo acerca de si un desconocido entró ayer por la tarde en Bury Cottage.
    –¿Un desconocido? Por supuesto que fue un desconocido. Eso se lo podía haber dicho yo ayer por la noche. Un asesino patológico entró por una ventana y... y luego me robó el coche. Por cierto, ¿han encontrado ya mi coche?

    Con absoluta frialdad, Wexford dijo:

    –No lo sé, señor Hathall, no soy Dios, ni tengo una visión divina. Ni siquiera he tenido tiempo de hablar con mis agentes. Por favor, piense en la pregunta que le he hecho, mientras tanto iré a hablar con su madre.
    –Mi madre no sabe absolutamente nada de todo esto. Nunca había pisado esta casa hasta ayer por la noche.
    –Mi pregunta, señor Hathall. Piense en ella.
    –No, no tenía la costumbre de recoger gente en el coche –gritó Hathall, con la cara enrojecida y descompuesta–. Era demasiado tímida y nerviosa incluso para hacer amistades por aquí. Yo era la única persona en quien podía confiar, y no es de extrañar, después de lo que le ha ocurrido. El hombre que entró en esta casa lo sabía, sabía que siempre estaba sola. Ahí tiene un buen motivo para investigar. Se trata de mi vida privada, como usted dice. Sólo llevaba tres años casado y adoraba a mi mujer. Pero la dejaba sola toda la semana porque no podía estar arriba y abajo todo el día, y al final ha acabado así. Le dije que esto no duraría siempre y que lo hiciese por mí. Bueno, pues no ha durado mucho más, ¿verdad?

    Sacó el brazo del respaldo del sillón y con él se tapó la cara, temblando. Wexford lo miró pensativo pero no dijo nada más. Se dirigió a la cocina y encontró a la señora Hathall en el fregadero, lavando los platos del desayuno. Había un par de guantes de goma sobre la repisa, pero estaban secos y la señora Hathall tenía las manos inmersas en el agua. Dedujo que era el tipo de mujer masoquista en el trabajo doméstico que probablemente emplearía una escoba antes que una aspiradora y que diría que las lavadoras automáticas no dejaban la ropa limpia. Observó que, en lugar de un delantal, llevaba una toalla a cuadros en la cintura, lo que le pareció extraño. Era obvio que no habría traído un delantal para pasar el fin de semana, pero con toda seguridad alguien tan amante de la casa como Ángela tendría varios. Sin embargo, no hizo comentarios al respecto, sino que le dio los buenos días y preguntó si le importaría responder algunas preguntas mientras trabajaba.

    –Humm... –murmuró la señora Hathall. Se aclaró las manos y se volvió lentamente para secárselas en una toalla que había colgada–. No servirá de nada que me interrogue. No sé lo que ella hacía mientras Robert estaba fuera.
    –Tengo entendido que su nuera era tímida y solitaria, que se ocultaba de los demás, podríamos decir. –El ruido que hacía aquella mujer le fascinaba, era una mezcla de atragantamiento, gruñido y un cierto estertor de muerte. Llegó a la conclusión de que era, en realidad, una risa–. ¿No lo cree así?
    –Erótica –dijo la señora Hathall.
    –¿Cómo ha dicho?

    Ella le miró con sorna.

    –Mi nuera era muy nerviosa. Más bien histérica.
    –Ah –dijo Wexford, saboreando esta nueva exageración–. Me pregunto por qué era así. ¿Por qué era... neurótica?
    –No podría decirlo. Solamente la vi una vez.
    –Pero ellos llevaban ya tres años casados... No la entiendo, señora Hathall.

    Ella dejó de mirarle para dirigir la vista hacia la ventana, y de ahí al fregadero, y a continuación cogió otro trapo y empezó a secar los platos. Su cuerpo fornido y rígido, con la espalda vuelta hacia él, era tan inexpresivo como una puerta cerrada. Secó todas las tazas, vasos, platos y cubiertos en silencio; restregó el desagüe, lo secó y colgó el trapo con la misma concentración que el que practica un difícil e intrincado deporte. Sin embargo, al final no tuvo más remedio que darse la vuelta y enfrentarse a la paciente figura que aguardaba sentada.

    –Tengo que hacer las camas –dijo ella.
    –Su nuera ha sido asesinada, señora Hathall.
    –Yo la encontré. Debería saberlo.
    –¿Sí? ¿Cómo fue exactamente?
    –Ya se lo he dicho. –Abrió el armario de las escobas, cogió una y un plumero, utensilios superfluos e innecesarios en aquella casa inmaculada–. Tengo trabajo, aunque usted no lo tenga.
    –Señora Hathall –dijo él suavemente–, ¿se da cuenta de que deberá comparecer en la investigación? Usted es un testigo de máxima importancia. Se la interrogará en profundidad y entonces no podrá negarse a responder. Comprendo que no había estado nunca en contacto con la ley, pero le recuerdo que hay graves sanciones para los que obstruyen la labor de la policía.

    Ella lo miró hoscamente, con un ligero temor.

    –No debería haber venido nunca –murmuró–. Dije que nunca pondría el pie aquí y debí haber cumplido mi palabra.
    –¿Por qué vino?
    –Porque mi hijo insistió. Quería arreglar las cosas.

    Caminó pesadamente hasta encontrarse a un metro de él y se detuvo. A Wexford le recordaba una ilustración de un libro de cuentos que pertenecía a uno de sus nietos, un dibujo de un armario con brazos y piernas y un rostro malhumorado.

    –Le diré una cosa –dijo ella–: era una lástima que Ángela fuera una persona tan inestable. Le avergonzaba haber roto su matrimonio y haberle hecho desgraciado. Y así tenía que ser porque arruinó la vida de tres personas. Eso es lo que declararé en el interrogatorio. No me importa decírselo a quien sea.
    –Dudo que se lo pregunten –dijo Wexford–. Le estoy interrogando sobre lo que pasó ayer por la noche.

    Ella levantó la cabeza y dijo con presunción:

    –Estoy segura de que no tengo nada que ocultar. Lo único que sé es que tenía que recibirnos anoche en la estación. –Un seco Humm ahogó la última palabra.
    –Pero estaba muerta, señora Hathall.

    Haciendo caso omiso a lo que decía Wexford, continuó hablando rápidamente.

    –Llegamos aquí y él fue a buscarla. La llamó. Miró por todas partes, abajo, en el jardín y en el aparcamiento.
    –¿Y arriba?
    –No fue arriba. Me dijo que subiese y dejase las cosas. Fui a su dormitorio y allí estaba ella. ¿Satisfecho? Pregunte a mi hijo para ver si coinciden nuestras versiones.

    El armario andante salió de la habitación y los escalones crujieron a su paso.

    Wexford volvió a la habitación donde estaba Hathall quien, casi a hurtadillas, andaba sin hacer mucho ruido. Había estado en la cocina durante media hora y tal vez Hathall creía que ya se habría ido, pues se había recuperado rápidamente de su afligido abandono. Se hallaba junto a la ventana mirando detenidamente la primera plana del periódico de la mañana. La expresión de su rostro inclinado y rubicundo era de extrema concentración, intensa, incluso calculadora, y su pulso bastante firme. Wexford tosió levemente.

    Hathall no se sobresaltó. Se giró y la angustia, de la que Wexford estaba seguro que sentía, volvió a convulsionar su cara.

    –No volveré a molestarle por el momento, señor Hathall. He estado pensándolo y creo que sería mucho mejor para usted hablar conmigo en otra ocasión. En estas circunstancias, su casa no es quizá el lugar más adecuado para la conversación que hemos de mantener. Por favor, ¿querrá venir a la comisaría sobre las tres de la tarde y preguntar por mí?

    Hathall asintió. Parecía aliviado.

    –Siento haber perdido los estribos hace un rato.
    –No tiene importancia. Es natural. Antes de venir a verme, ¿querrá echar un vistazo a los objetos personales de su mujer y decirme si cree que falta algo?
    –Sí, lo haré. ¿Volverán sus hombres a inspeccionar el lugar?
    –No, han terminado.

    En cuanto Wexford llegó a su oficina de Kingsmarkham echó una ojeada a los periódicos de la mañana y encontró el que Hathall había estado leyendo, el Daily Telegraph. Al pie de la primera página, había un párrafo que decía: «La señora Ángela Hathall, de treinta y dos años, fue ayer encontrada muerta en su casa de Wool Lane, Kingsmarkham, Sussex. Ha sido estrangulada. La policía cree que se trata de un asesinato.»

    Ésa era la noticia que Hathall leía con tanto interés. Wexford meditó un momento. Si su esposa hubiese sido asesinada, lo último que hubiese deseado habría sido leer sobre ello en el periódico. Cuando Burden entró en el despacho lo sorprendió repitiendo sus pensamientos en voz alta y añadió que no era bueno proyectar los sentimientos propios en los demás, ya que no todos somos iguales.

    –A veces –dijo Burden con cierto pesimismo– creo que si todos fuesen como usted y como yo, el mundo sería mejor.
    –¡Qué arrogancia la tuya! ¿Tenemos ya algo de los chicos en relación con las huellas dactilares? Hathall es muy aficionado a las huellas. Es una de esas personas que cree que somos como perros raposeros. Danos una huella dactilar o una pisada y pondremos la nariz en el suelo para seguir el rastro hasta que, al cabo de un par de horas, logremos dar con nuestra presa.

    Burden resopló. Puso un fajo de papeles bajo la nariz del inspector jefe.

    –Todo está aquí –dijo–. Les he echado un vistazo y hay datos interesantes, pero el zorro no va a aparecer en dos horas ni nada semejante.
    –Sea quien sea, está lejos, muy lejos de aquí y puedes contárselo a quien quieras.

    Sonriendo, Wexford añadió:

    –No hay rastro del coche, supongo.
    –Probablemente, aparecerá la semana que viene en Glasgow o en cualquier otro sitio. Martin comprobó lo de esa compañía de Hathall, Marcus Flower. Tuvo unas palabras con su secretaria. Se llama Linda Kipling y dice que Hathall estuvo allí todo el día de ayer. Los dos entraron sobre las diez y aparte de una hora y media para la comida, Hathall estuvo allí hasta que salió a las cinco y media.
    –Por cierto, aunque comentase que Hathall había estado leyendo sobre el asesinato de su mujer en el periódico, no quería decir que pensase que él lo hubiera hecho, ya sabes.

    Wexford dio una palmadita al respaldo de la silla que había junto a él y dijo:

    –Siéntate, Mike, y dime qué hay en ese... mamotreto que has traído. Resúmelo. Luego le echaré un vistazo más a fondo.

    El inspector se sentó y se puso sus gafas nuevas. Eran unas gafas elegantes con estrecha montura negra que otorgaban a Burden el aspecto de un próspero abogado. Con su larga colección de trajes a medida, su cabello rubio perfectamente cortado y una figura que no requería de dieta alguna para adelgazar, nunca había tenido el aspecto de un detective, lo cual estaba a su favor. Su voz era recatada y precisa, un poco más cohibida de lo habitual, porque todavía no estaba acostumbrado a esas gafas, que creía que cambiaban su apariencia y hasta su personalidad.

    –Yo diría que la primera cosa a tener en cuenta –empezó– es que no había tantas huellas como sería de prever. Era una casa excepcionalmente cuidada. Todo estaba muy pulido y ordenado. Debió de haberla limpiado muy a fondo porque apenas encontramos huellas del propio Hathall. Había huellas dactilares claras en la puerta principal y en las otras puertas y barandillas, pero ésas fueron hechas después de que llegasen a casa ayer por la noche. Había huellas de la señora Hathall en la repisa de la cocina, en las barandillas, en el dormitorio del fondo, en los grifos del cuarto de baño y en la cisterna, en el teléfono y, aunque parezca extraño, en la barandilla del descansillo.
    –No es tan extraño –dijo Wexford–, esa vieja arpía debió de pasar los dedos por la barandilla para ver si su nuera había limpiado el piso. Y si no lo hubiese limpiado, seguramente habría escrito la palabra «marrana» o algo así de provocativo en el polvo.

    Burden se ajustó las gafas, las manchó con la yema del dedo y las frotó con impaciencia con el puño de la camisa.

    –Encontramos huellas de Ángela en la puerta trasera, la que conecta la cocina con la sala, en la puerta de su dormitorio y en varias botellas y frascos de su tocador. Pero no había en ningún otro sitio. Al parecer para limpiar la casa usaba guantes y si se los quitaba al ir al cuarto de baño, después lo limpiaba todo otra vez.
    –Me parece casi obsesivo, pero supongo que algunas mujeres actúan así.

    Burden, cuya expresión parecía transmitir que aprobaba ese tipo de mujeres, dijo:

    –Las demás huellas encontradas en la casa pertenecen a un hombre y una mujer desconocidos. Las del hombre fueron halladas en algunos libros y en el armario de un dormitorio que no era el de Ángela. Hay una sola huella de esa otra mujer, de su mano derecha, muy clara, que muestra una pequeña cicatriz en forma de «L» en el dedo índice, ésta se encontró en el borde de la bañera.
    –Hummm –dijo Wexford, y como el sonido le recordaba a la señora Hathall, trató de cambiarlo. Hizo una pausa para pensar.
    –Supongo que no tenemos registradas esas huellas, ¿verdad?
    –Todavía no lo sé. Dales tiempo.
    –Sí, claro. No debo ser como Hathall. ¿Hay alguna otra cosa?
    –Algunos pelos negros y ásperos, tres en total, en el suelo del cuarto de baño. No son de Ángela. Los suyos eran más finos, sólo han aparecido en un cepillo del tocador.
    –¿De hombre o de mujer?
    –Imposible de saber. Ya sabes lo largo que algunos tipos llevan el cabello hoy en día. –Burden se acarició su cabello liso y se quitó las gafas–. No sabremos nada de la autopsia hasta esta noche.
    –Muy bien. Hemos de hallar ese coche y encontrar a alguien que la viese salir de casa en él y, además, a alguien que la viese llegar con un invitado, si realmente es así como sucedió. Tenemos que encontrar a sus amigos. Debía de tener amigos.

    Bajaron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo de baldosas blancas y negras. Mientras Burden se detenía para cruzar unas palabras con el sargento de servicio, Wexford se dirigió a las puertas batientes que daban a las escaleras y al patio. Una mujer estaba subiendo por ellas con decisión y seguridad, al estilo de alguien que no ha conocido nunca el rechazo. Wexford le abrió la puerta y cuando se encontró cara a cara con él, se detuvo y le miró directamente a los ojos.

    No era joven. Su edad rondaría los cincuenta, pero sin duda era una de esas escasas criaturas a quien el tiempo no parece marchitar ni envejecer. Cada una de las finas líneas de su rostro parecían marcas de sonrisa y de un gracioso ingenio, pero había pocas arrugas alrededor de sus grandes ojos, azules y sorprendentemente jóvenes. Esbozó una sonrisa insinuante, de las que convulsionan el corazón de un hombre, y dijo:

    –Buenos días, me llamo Nancy Lake. Quiero ver a un policía, alguien muy importante. ¿Es usted importante?
    –Me atrevo a decir que sí.

    Lo miró de arriba a abajo como ninguna mujer lo había hecho en veinte años. Una sonrisa iluminó su rostro, sus delicadas cejas se arquearon.

    –Realmente creo que puede serlo –dijo ella, pasando al interior–. Sin embargo, hemos de ser serios. He venido a decirle que creo que yo fui la última persona que vio viva a Ángela Hathall.


    CAPÍTULO IV


    Cuando una mujer hermosa envejece, la reacción de un hombre suele ser la de reflexionar sobre lo encantadora que debía de haber sido alguna vez. No era ése el caso de Nancy Lake, quien aún conservaba gran parte de su atractivo. Con ella no se pensaba más en su juventud y en su próximo envejecimiento de lo que se piensa en la primavera o en la Navidad cuando se está disfrutando del verano. Era una mujer especial que traía a la mente las fiestas de la vendimia, la fruta madura y las largas y cálidas noches. Esos pensamientos asaltaron a Wexford mucho más tarde. Mientras la hacía entrar en la oficina, sólo era consciente de lo extremadamente agradable que era esa distracción en medio de un caso de asesinato, con testigos recalcitrantes, huellas dactilares y coches desaparecidos. Además, era realmente una distracción. Feliz es el hombre que sabe combinar el placer y el trabajo...

    –¡Qué despacho más agradable! –dijo ella. Su voz era dulce y viva–. Pensaba que las comisarías eran grises y lóbregas, con fotografías en las paredes de grandes bestias buscadas por atracar a bancos.
    –Miró con aprobación la alfombra, las sillas amarillas y el escritorio de madera–. Es precioso. Y qué hermosa vista la de esos encantadores tejados. ¿Puedo sentarme?

    Wexford ya le estaba ofreciendo la silla. Recordaba que Dora le había dicho que era «muy aficionada a los hombres» y supuso que los hombres también lo serían para ella. Era morena, de abundante cabello castaño, probablemente teñido, pero su piel había conservado un brillo rosa y ambarino, tenía la textura de un melocotón y una delicada luz parecía desprenderse de su interior, como la que a veces se aprecia en la cara de los niños y que suele desaparecer con el tiempo. Sus labios rojos siempre parecían estar al borde de la sonrisa. Era como si conociese un delicioso secreto que estuviera a punto de divulgar. Su vestido era lo que, en opinión de Wexford, debía ser el vestido de una mujer: la falda holgada, de algodón malva y azul, ajustada a la cintura, y un insinuante escote mostraba las curvas superiores de su magnífico pecho. Ella se percató de que la estaban estudiando y pareció disfrutar con ello, regodeándose, comprendiendo aún mejor que él lo que eso significaba.

    Wexford apartó la vista bruscamente.

    –Usted vive en la casa del final de Kingsmarkham de Wool Lane, ¿no es así?
    –La casa se llama Sunnybank. Siempre he pensado que suena como un hospital psiquiátrico, pero, mi último marido escogió el nombre y supongo que tendría sus razones.

    Wexford hizo un último intento de parecer grave y al fin lo consiguió.

    –¿Era usted amiga de la señora Hathall?
    –Oh, no. Sólo iba por allí a buscar ciruelas.
    –¿Fue ayer a recoger ciruelas?
    –Cada año lo hago. Lo solía hacer cuando el viejo Somerset vivía allí, y cuando vinieron los Hathall dijeron que las podía seguir cogiendo. Hacía mermelada con ellas, ¿sabe?

    Tuvo una repentina visión de Nancy Lake de pie en una soleada cocina, revolviendo un tarro lleno de fruta dorada. Olió el aroma, vio su rostro mientras metía un dedo y se lo llevaba a sus encarnados labios. La visión amenazaba con convertirse en una fantasía y se la sacó de la cabeza.

    –¿Cuándo fue allí por última vez?

    La aspereza de su voz hizo que ella levantara las cejas.

    –Telefoneé a Ángela a las nueve de la mañana y le pregunté si podía ir a recoger las ciruelas. Había observado que ya estaban cayendo. Pareció alegrarse. No era una persona muy simpática, ¿sabe usted?
    –Yo no sé nada. Espero que usted me lo diga.

    Ella movió un poco las manos, tímidamente, como un descuido.

    –Me dijo que pasase sobre las doce y media. Recogí las ciruelas y me ofreció una taza de café. Creo que sólo me invitó para enseñarme lo limpia y arreglada que estaba la casa.
    –¿Por qué? ¿Es que no estaba siempre bien arreglada?
    –¡No, por Dios! No es que me importe, era asunto suyo. Yo misma no soy muy buena ama de casa, pero la casa de Ángela solía estar como una pocilga. En todo caso, la última vez que estuve el pasado mes de marzo, estaba muy desordenada. Me dijo que la había limpiado para impresionar a la madre de Robert.

    Wexford asintió. Tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir interrogándola en ese tono impersonal, pues estaba hechizado por su mágica combinación de fineza femenina y fuerte sexualidad. Sin embargo, tenía que seguir así.

    –¿Le dijo si estaba esperando alguna otra visita, señora Lake?
    –No, sólo comentó que iba a salir con el coche, pero no dijo adonde. –Nancy Lake se apoyó sobre el escritorio con expresión seria, acercando su cara a pocos centímetros de él. Su perfume era dulce y cálido–. Me pidió que pasara y me invitó a un café, pero en cuanto me lo tomé pareció querer deshacerse de mí. Eso es lo que quería decir cuando le expliqué que sólo me quería enseñar lo limpia que estaba la casa.
    –¿A qué hora se fue usted?
    –Déjeme pensar. Debió de ser antes de la una y media. Sólo estuve diez minutos en la casa. El resto del tiempo estuve recogiendo ciruelas.

    La tentación de mantenerse próximo a ese rostro rebosante de vitalidad, e irresistiblemente sensual, era enorme, sin embargo tenía que resistir. Wexford hizo girar la silla con fingida despreocupación, ofreciéndole a Nancy Lake su perfil severo y formal.

    –¿No la vio salir de Bury Cottage o volver allí más tarde?
    –No, fui a Myringham, donde estuve toda la tarde hasta que anocheció.

    Por primera vez notó algo oculto y secreto en su respuesta, pero él no quiso hacer comentarios.

    –Cuénteme algo sobre Ángela Hathall. ¿Qué clase de persona era?
    –Brusca, dura y descortés. –Se encogió de hombros, como si esos defectos en una mujer estuviesen fuera de su comprensión–. Quizá era ésa la razón por la que ella y Robert se llevaban tan bien.
    –¿Ah, sí? ¿Era una pareja feliz?
    –Muy feliz. Apenas se relacionaban con nadie –dijo Nancy esbozando una sonrisa–, todo se lo cocinaban ellos, ¿sabe? No tenían amigos, que yo sepa.
    –Otras personas me han dado a entender que era tímida y nerviosa.
    –¿Sí? Yo no diría eso. En realidad, creo que era una solitaria porque quería. Andaban muy escasos de dinero hasta que él consiguió ese nuevo trabajo. Ella misma me dijo que sólo tenían quince libras a la semana para vivir después de pagar sus gastos. Robert estaba pasando una pensión a su ex mujer. –Dejó de hablar y volvió a sonreír–. La gente es muy complicada, ¿verdad?

    Había un cierto pesar en su voz, como si alguna vez hubiese experimentado por sí misma lo que acababa de decir. Wexford se volvió de nuevo hacia ella porque se le había ocurrido otra cosa.

    –¿Puedo ver su mano derecha, señora Lake?

    Ella se la ofreció sin hacer preguntas, pero en lugar de ponerla sobre la mesa, la colocó sobre la suya. Era un gesto casi de amante, un gesto característico al inicio de una relación entre un hombre y una mujer, una muestra afectiva de bienestar y confianza. Wexford sintió su calor, observó lo suave y tierna que era, el débil brillo de sus uñas y el anillo de diamantes que llevaba en su dedo corazón. Absorto, permaneció quieto, sin mover un solo músculo, durante algunos segundos.

    –Si alguien me hubiese dicho –dijo ella con expresión viva– que esta mañana estaría haciendo manitas con un policía, no lo habría creído.

    Wexford dijo rígidamente:

    –Le ruego que me disculpe –le dio la vuelta a la mano.

    Ninguna cicatriz con forma de «L» estropeaba la delicada superficie de la yema de su dedo índice, y soltó la mano.

    –¿Es así como comprueban las huellas dactilares? Cielos, siempre había pensado que era un proceso mucho más complicado.
    –Lo es –dijo Wexford sin más explicaciones–. ¿Tenía Ángela alguna mujer que le ayudase a limpiar la casa?
    –No que yo sepa. No se lo podían permitir –dijo tratando de ocultar el placer y la incomodidad que él le provocaba, pero Wexford observó cómo contraía los labios y evidenciaba una sensación de bienestar–. ¿Puedo ser de utilidad para usted, señor Wexford? ¿No desea tomar muestras de mis huellas dactilares, por ejemplo, o de mi sangre?
    –No, gracias, no será necesario. Pero quizá tenga que hablar de nuevo con usted, señora Lake.
    –Espero que así sea. –Se levantó grácilmente y dio unos pasos hacia la ventana. Wexford, que se sentía obligado a levantarse cuando ella lo hiciera, se encontró de pie a un palmo de la señora Lake. Lo cierto es que sólo podía sentirse halagado de su comportamiento. ¿Cuántos años hacía que una mujer no había coqueteado con él, había querido estar a su lado y disfrutar del contacto de su mano? Dora lo había hecho, su esposa lo había hecho... Mientras se levantaba, consciente de su nueva y firme figura, se acordó de ella, pensando en que no era sólo un policía sino también un marido que debe tener en cuenta los votos del matrimonio. A pesar de ello, Nancy Lake había apoyado ligeramente su mano sobre el brazo, le estaba hablando de la puesta de sol en el exterior y de los coches de High Street que habían comenzado su largo viaje hacia la costa.
    –Hace un día espléndido para ir al mar, ¿verdad? –dijo ella. La observación parecía melancólica, como una invitación–. ¡Qué pena que tenga que trabajar en sábado! –Sin duda, era una lástima que el trabajo, el convencionalismo y la prudencia le impidiesen llevar a esa mujer en su coche hasta un tranquilo hotel. Champán y rosas, pensó él, y esa mano apoyándose cálidamente sobre la suya...–. Pronto llegará el invierno –dijo la señora Lake.

    Seguro que no era lo que quería decir, no buscaba ese doble significado, es decir, que pronto llegaría el invierno para los dos, la carne reposaría, se enfriaría la sangre...

    –No debo entretenerla más –dijo él, con una voz tan fría como la nueva estación que se aproximaba.

    La señora Lake se echó a reír, sin sentirse ofendida en absoluto, pero apartó su mano de su brazo y dio unos pasos hacia la puerta.

    –Al menos me podría agradecer que haya venido.
    –Se lo agradezco. Muy cívico por su parte. Buenos días, señora Lake.
    –Buenos días, señor Wexford. Espero que venga pronto por mi casa a tomar el té. Le invitaré a mermelada de ciruelas.

    Wexford mandó que alguien la acompañara. En lugar de sentarse una vez más tras su escritorio, volvió a la ventana y miró hacia abajo. Allí estaba ella, cruzando el patio con esa seguridad que otorga la juventud, como si el mundo le perteneciese. No se le ocurrió que pudiera volverse para mirarlo pero, de pronto, así lo hizo, como si sus pensamientos estuviesen conectados y hubiesen atraído su mirada. Ella le saludó con la mano, alzó el brazo y lo agitó. Era un gesto cálido e íntimo, como si fuesen viejos amantes que se despidieran tras un delicioso encuentro que, aunque rutinario, seguía lleno de ternura. Wexford levantó el brazo haciendo algo parecido a un saludo y cuando ella hubo desaparecido entre la multitud de compradores, bajó a buscar a Burden para ir a comer juntos.

    El Café Carrusel, frente a la comisaría de policía, estaba siempre atestado de gente a esa hora del sábado. Por suerte, la máquina de música no estaba en funcionamiento. El verdadero ruido empezaría cuando los niños entraran a las seis. Burden ocupó la mesa del rincón que tenían reservada y cuando Wexford se acercó, el propietario, un agradable italiano, vino hacia él con considerable respeto y deferencia.

    –Inspector jefe, me gustaría recomendarle el hígado con tocino, la especialidad de hoy.
    –Muy bien, Antonio, pero nada de patatas reconstituyentes, ¿eh? Y nada de glutamato monosódico.
    –Eso no está en mi menú, señor Wexford.
    –No, pero está en la comida. Confío en que no tengamos más numeritos como el último.
    –Gracias a usted, ya no tendremos más.

    Se refería a una gamberrada llevada a cabo un par de semanas atrás por uno de los jóvenes empleados de Antonio. Aburrido de la sobriedad de la clientela, había introducido en el depósito del zumo de naranja cien pastillas de anfetaminas, con lo cual provocó una especie de alegre disturbio en la mesa de un recatado ejecutivo. Wexford, que debido a su dieta se había arriesgado a pedir zumo de naranja, descubrió la causa de esa orgiástica alegría y, al mismo tiempo, al propio bromista. Recordando todo eso, se rió abiertamente.

    –¿Qué te resulta tan gracioso? –preguntó Burden ácidamente– ¿O es que esa señora Lake ha cambiado tu humor?

    Wexford dejó de reír pero no respondió. Burden dijo:

    –Martin ha alquilado una habitación junto a la iglesia, una especie de oficina de información. Se está dando a conocer al público la noticia, con la esperanza de que alguien que hubiera visto a Ángela el viernes por la tarde venga a contárnoslo. Y si se quedó en casa, queda la posibilidad de que alguien viese al visitante.
    –Ella salió de casa –dijo Wexford–. Le contó a la señora Lake que saldría con el coche. Me pregunto quién es la mujer de la cicatriz en forma de «L», Mike. No es la señora Lake y además me ha dicho que Ángela no tenía asistenta ni prácticamente amigos.
    –¿Y quién es el hombre que mancha con los dedos el interior de las puertas de los armarios?

    La llegada del hígado con tocino y de los espaguetis a la boloñesa de Burden los mantuvo en silencio durante unos minutos. Wexford se bebió el zumo de naranja, pensando en lo que disfrutaría si hubiesen puesto otra vez anfetaminas en el depósito y Burden empezase a sentirse alegre y desinhibido. Sin embargo el inspector, comiendo con toda corrección, mostraba la resignada expresión de alguien que había sacrificado su fin de semana al deber. Unas arrugas profundas, que iban desde la nariz hasta las comisuras de sus labios, se intensificaron cuando dijo:

    –Pensaba llevarme los niños a la costa.

    Wexford pensó que Nancy Lake tendría un buen aspecto en traje de baño, pero mitigó esta imagen antes de que se convirtiera en una fotografía mental a todo color y en tres dimensiones.

    –Mike, a estas alturas del caso, debemos preguntarnos si hemos notado algo raro, alguna contradicción o alguna mentira ¿Has observado algo?
    –Bueno, excepto por la falta de huellas, diría que no.
    –Ella había limpiado toda la casa para impresionar a la vieja, aunque parece extraño que volviera a limpiarlo todo antes de salir con el coche. La señora Lake tomó el café con ella sobre la una, pero las huellas de ésta no aparecen por ningún sitio. Sin embargo, hay otra cosa que me resulta aún más extraña, es el modo en que se comportó Hathall cuando entró anoche en la casa.

    Burden apartó su plato vacío, contempló el menú y, rechazando la idea de tomar postre, llamó a Antonio para pedirle un café.

    –¿Fue extraño?
    –Hathall y su mujer llevaban tres años casados. Durante ese tiempo la vieja sólo había visto a su nuera una vez, y había un antagonismo evidente entre ellas. Esto parece guardar relación con el hecho de que Ángela rompiese el primer matrimonio de Hathall. En cualquier caso (y estoy seguro de ello) Ángela y su suegra se llevaban a matar. No obstante, había un cierto acercamiento, habían persuadido a la anciana para que viniese el fin de semana y Ángela estaba preparándose para recibirla, hasta el extremo de dejar la casa mucho más limpia y arreglada de lo que solía estar. Ahora bien, Ángela tenía que ir a recibirles a la estación, pero no apareció. Hathall dice que era tímida y nerviosa, la señora Lake que era brusca y descortés. Teniendo todo esto en cuenta, ¿qué conclusiones crees que sacó Hathall cuando su mujer no apareció en la estación?
    –Que estaba resfriada, o demasiado asustada para hacer frente a su suegra.
    –Eso es. Pero ¿qué ocurrió cuando llegaron a Bury Cottage? No encontró a Ángela. La buscó por el piso de abajo y por el jardín. En ningún momento subió al piso superior. Para entonces ya debería haber sospechado del nerviosismo de Ángela y saber que una mujer de este tipo no se refugia en el jardín sino en su propio dormitorio. Sin embargo, en lugar de dirigirse a arriba, envió a su madre, precisamente a la persona que inquietaba a Ángela. Él debió de pensar que esa muchacha tímida y nerviosa a la que declara adorar estaría agazapada en su dormitorio, pero en lugar de subir a tranquilizarla para luego enfrentarse con su madre, estando él allí para protegerla, salió hacia el aparcamiento. Eso, Mike, es verdaderamente extraño.

    Burden asintió.

    –Bébete el café –dijo–. Dijiste que Hathall venía a las tres. Tal vez él te dará la respuesta.


    CAPÍTULO V


    Aunque Wexford parecía estudiar la lista de artículos desaparecidos –una pulsera, un par de anillos y un collar– que Hathall le había traído, en realidad, le estaba observando a él. Había entrado en la oficina con la cabeza baja y ahora estaba sentado en silencio, con las manos sobre su regazo. Sin embargo, la combinación de piel rubicunda y cabello negro le proporcionaba un aspecto enojado. Hathall, a pesar de su aflicción, parecía enfadado y resentido. Sus rasgos duros y escarpados parecían tallados en granito rosado, sus manos eran grandes y rojas, e incluso sus ojos, aunque no llegaban a estar inyectados en sangre, tenían un brillo rojizo. Wexford nunca lo habría juzgado atractivo para las mujeres, aunque hubiera tenido dos esposas. ¿Se debía, quizá, a que ciertas mujeres muy femeninas, nerviosas o inadaptadas, le veían como una roca a la que podían aferrarse, una fortaleza en donde refugiarse? Quizá buscaban en él esa apariencia de pasión, tenacidad y fuerza, además de mal genio.

    Wexford colocó la lista sobre la mesa y alzando la vista, dijo:

    –¿Qué cree que sucedió ayer por la tarde, señor Hathall?
    –¿Me lo pregunta a mí?
    –Es de suponer que usted conocía a su mujer mejor que nadie. Usted sabe quién podía visitarla o a dónde podía ir.

    Hathall frunció el ceño y su rostro se oscureció.

    –Ya se lo he dicho antes, un hombre entra en la casa con el propósito de robar. Cogió los objetos que figuran en la lista y cuando mi mujer le sorprendió ella mató. ¿Qué otra cosa pudo haber sucedido? Es evidente.
    –No lo creo. Lo que pienso es que quienquiera que sea la persona que fue a su casa, se molestó en eliminar la mayoría de huellas dactilares. Un ladrón no hubiese necesitado hacer eso, pues habría llevado guantes, y aunque hubiera golpeado a su mujer, no la habría estrangulado. Además, al parecer, usted valora la propiedad perdida en menos de cincuenta libras. Sí, ya sé que algunas personas han sido asesinadas por menos, pero dudo que alguna mujer haya sido estrangulada por eso. –Cuando Wexford repitió la palabra «estrangulada», Hathall volvió a agachar la cabeza.
    –¿Qué alternativa queda? –murmuró.
    –Dígame quién solía ir a su casa. ¿Qué amigos o conocidos visitaban a su mujer?
    –No teníamos amigos –comentó Hathall–. Cuando vinimos aquí estábamos prácticamente desahuciados. Hace falta dinero para relacionarte en un sitio como éste. No teníamos dinero para hacernos socios de clubes, ofrecer cenas u organizar fiestas. A menudo, Ángela no veía a nadie desde el domingo por la noche hasta que yo volvía el viernes por la tarde. En cuanto a los amigos que yo tenía antes de casarme con ella... bueno, mi primera mujer se encargó de que los perdiera. –Tosió con impaciencia y movió la cabeza como lo hacía su madre–. Mire, creo que es mejor que conozca la historia de nuestra relación, y después tal vez se dará cuenta de que toda esta charla en torno a los amigos que la visitaban es una tontería.
    –Tal vez sea mejor, señor Hathall.
    –Será la historia de mi vida –Hathall rió sin humor. Era la risa amarga de un paranoico–. Empecé como chico de los recados en una compañía de contables, Craig y Butler, en Gray’s Inn Road. Más tarde, mientras ejercía de administrativo, uno de los jefes quiso colocarme de aprendiz y me convenció de que estudiase para los exámenes del instituto. Poco después me casé y compré una casa en Croydon en régimen de hipoteca, por lo que no me sobraba mucho dinero. –Alzó la vista volviendo a fruncir el ceño–. Creo que nunca, excepto ahora, he tenido una cantidad razonable de dinero para vivir, y ahora que la poseo ya no me sirve para nada.

    »Mi primer matrimonio no fue feliz. Me casé hace diecisiete años y dos años más tarde comprendí que había cometido una equivocación. Pero para entonces ya teníamos una hija, de forma que no podía hacer nada. Supongo que habría continuado de no haber conocido a Ángela en una fiesta del trabajo. Cuando me enamoré de ella y me di cuenta de... bueno, de que lo que sentía por Ángela era correspondido, pedí el divorcio a mi esposa. Eileen, el nombre de mi primera mujer, lo complicó todo. Metió por medio a mi madre e incluso a Rosemary, una niña de once años. No soy capaz de describir lo que era mi vida y por ello no voy a intentarlo.

    –¿Eso fue hace cinco años?
    –Hace aproximadamente cinco años, sí. Al final me marché de casa y fui a vivir con Ángela. Ella tenía una habitación en Earls Court y trabajaba en la biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología. –Contradiciendo sus propias palabras, Hathall empezó a describir su vida–. Eileen inició una... campaña de persecución. Se presentó en mi oficina y en el lugar de trabajo de Ángela. Incluso vino a Earls Court. Le imploré que me concediese el divorcio. Ángela tenía un buen empleo y yo me defendía bien. Pensé que, fuesen cuales fuesen las demandas de Eileen, podía permitírmelo. No se obró con justicia y para colmo Ángela tuvo que abandonar la biblioteca. Estuvo al borde de un ataque de nervios.

    »Conseguí un trabajo de contable, a media jornada, en una empresa de juguetes, Kidd & Co., de Toxborough y alquilamos una habitación cerca de allí. No teníamos ni un céntimo. Ángela no podía hacer nada. El juez concedió a Eileen la casa, la custodia de mi hija y una parte importante de mis escasos ingresos. Pero tuvimos por fin lo que parecía un golpe de suerte. Ángela era prima de un hombre llamado Mark Somerset, que nos permitió instalarnos en Bury Cottage. Había pertenecido a su padre, pero, por supuesto, no se cuestionó que no le pagáramos el alquiler, a pesar de la relación de parentesco que guardaba con Ángela. No hizo nada más por nosotros, ni siquiera mantuvo amistad con mi mujer, aunque sin duda sabía lo sola que estaba.
    »Las cosas continuaron así durante casi tres años. Vivíamos, literalmente, con quince libras a la semana. Yo seguía pagando la hipoteca de una casa en la que no he puesto el pie desde hace cuatro años. Mi madre y Eileen habían envenenado la mente de mi hija contra mí. ¿Para qué sirve que un juez te permita ver a tu hija si ésta se niega a verte? Recuerdo que usted dijo que quería saber cosas sobre mi vida privada. Bien, eso es todo. En ella no ha habido más que hostigamiento y persecución. Ángela era lo único que me quedaba y ahora... ahora está muerta.

    Wexford, que creía que, salvo algunas excepciones, un hombre sólo sufre una persecución crónica si hay algo masoquista en él, apretó los labios.

    –El primo de su mujer, Somerset, ¿fue alguna vez a Bury Cottage?
    –Nunca. Nos enseñó el lugar cuando nos lo ofreció y, después de eso, aparte de encontrarlo por casualidad en una calle de Myringham, no volvimos a verlo jamás. Era como si, de pronto, hubiese decidido odiar a Ángela sin motivo alguno.

    Muchas personas le tenían antipatía. Wexford pensó que Ángela parecía tener tanta tendencia a la paranoia como su marido. Generalmente, la gente agradable tiene amigos. No era creíble que hubiera una conspiración de odio contra ellos, como Hathall parecía inferir.

    –Dice usted que esa antipatía no tenía motivos, señor Hathall. ¿Tampoco tenía motivo la falta de estima que su madre sentía por ella?
    –Mi madre adora a Eileen. Es conservadora y rígida y tenía prejuicios contra Ángela porque cree que ella me apartó de Eileen. Es una tontería decir que una mujer puede robar el marido de otra si éste no lo permite.
    –Ellas solamente se vieron una vez, según tengo entendido. ¿Cómo se desarrolló ese encuentro?
    –Convencí a mi madre de que viniese a Earls Court a conocerla. Aunque me equivoqué, pensé que cuando la viese superaría la idea de que era una mujer excéntrica. Mi madre pasó por alto la ropa de Ángela, llevaba pantalón vaquero y camisa roja, pero cuando comentó algo descortés sobre Eileen, se fue inmediatamente de la casa.

    El rostro de Hathall se sonrojó aún más al recordarlo. Wexford dijo:

    –¿Así que durante su segundo matrimonio no se dirigieron la palabra?
    –Mi madre se negó a visitarnos y a que fuésemos a su casa. Yo la veía durante la semana. Se lo diré con franqueza, me habría gustado desentenderme de ella por completo, pero me sentía obligado.

    Wexford siempre interpretaba esas manifestaciones de bondad con escepticismo. No podía dejar de pensar en si la anciana señora Hathall, que debía de rondar los setenta, tendría algunos ahorros para dejarle.

    –¿Cómo surgió la idea de reunirías este fin de semana?
    –Cuando cogí ese trabajo en Marcus Flower que, por cierto, doblaba mi sueldo en Kidd’s, decidí pasar las noches de la semana en casa de mi madre. Ella vive en Balham, de modo que no estaba muy lejos de la estación Victoria. Ángela y yo buscábamos un piso en Londres, por lo que esa situación no habría durado mucho. Sin embargo, como es habitual en mí, el desastre me alcanzó. Como ya le he dicho, de lunes a jueves dormía en casa de mi madre, lo que me permitió hablarle de Ángela y de lo mucho que me gustaría que se llevaran bien. Tardé un par de meses en persuadirla y al final accedió a pasar el fin de semana con nosotros. Ángela se puso nerviosa ante la idea, pues también deseaba, como yo, congeniar con mi madre. Limpió a fondo toda la casa para agradarle. Ahora nunca tendré certeza de si habría salido bien.
    –Explíqueme, señor Hathall, cuando usted llegó anoche a la estación y su mujer no se encontraba allí para recibirles como habían quedado, ¿cuál fue su reacción?
    –No le entiendo –dijo Hathall.
    –¿Cómo se sintió? ¿Alarmado? ¿Molesto? ¿O tan sólo desilusionado?

    Hathall vaciló.

    –La verdad es que no me sentí molesto –dijo–. Creo que pensé que era un mal comienzo para el fin de semana. Supuse que Ángela se encontraba demasiado nerviosa para venir, después de todo.
    –Ya entiendo. Y cuando llegó a casa, ¿qué es lo que hizo?
    –No comprendo a qué nos conduce todo esto, pero imagino que tendrá alguna finalidad. –Una vez más, Hathall movió la cabeza con impaciencia–. Llamé a Ángela. Al ver que no respondía la busqué en el comedor y en la cocina. No estaba allí, por lo que salí al jardín. Entonces le dije a mi madre que subiese mientras yo miraba si el coche se encontraba en el aparcamiento.
    –¿Fue quizá, en ese momento cuando supuso que podrían haberse cruzado, ustedes a pie y su mujer en el coche?
    –No lo sé. Lo único que hice fue buscarla por todas partes.
    –Pero no en el piso de arriba, señor Hathall –dijo Wexford tranquilamente.
    –Al principio, no. Lo habría hecho después.
    –¿No le parece probable que, de entre todos los sitios de la casa, una mujer inquieta y temerosa de encontrarse con su suegra, elegiría estar en su propio dormitorio? Pero usted no subió, como sería de esperar, sino que fue al aparcamiento y envió a su madre arriba.

    Hathall, que hubiera podido estallar de ira y exigir a Wexford una explicación, dijo, en cambio, con voz queda y tímida:

    –No siempre comprendemos nuestros actos.
    –No estoy de acuerdo. Yo creo que sí podemos comprenderlos si analizamos honestamente nuestros motivos.
    –Bueno, supongo que pensé que si no había contestado a mi llamada, era porque no estaba en casa. Sí, eso es lo que pensé. Imaginé que debía de haber salido en el coche y que no nos cruzamos porque ella habría tomado otro camino.

    Sin embargo, «otro camino» habría significado bajar un par de kilómetros por Wool Lane hasta el cruce con la carretera que va de Pomfret a Myringham, luego seguir esa carretera hasta Pomfret o Stowerton antes de dirigirse hacia la estación de Kingsmarkham, un viaje de ocho kilómetros en lugar de uno solo. No obstante, Wexford no mencionó el tema. Acababa de percatarse de un detalle en la conducta de ese hombre y quería pensarlo detenidamente para discernir si era un factor significativo o meramente el resultado de una peculiaridad de su carácter.

    Cuando Hathall se levantó, inquirió:

    –¿Puedo hacerle ahora una pregunta?
    –¡Cómo no!

    Hathall pareció vacilar, como si retuviera alguna pregunta apremiante u ocultara otra de menor importancia.

    –¿Ha recibido ya noticias del forense?
    –Todavía no, señor Hathall.

    Su sonrojado y endurecido rostro se puso en tensión.

    –Esas huellas dactilares... ¿Tiene ya alguna información sobre ellas? ¿No le dan ninguna pista?
    –Muy pocas, por lo que podemos saber.
    –Me parece un proceso muy lento, aunque yo no sepa nada de procesos. Me mantendrá informado, ¿verdad?

    Había hablado con autoridad, como el presidente de una compañía dirigiéndose a un joven ejecutivo.

    –En cuanto hayamos hecho alguna detención –dijo Wexford– puede estar seguro de que le informaremos de ello.
    –Eso está muy bien, pero también se informará a cualquier lector de periódicos. Desearía saber algo sobre este... –Interrumpió la frase como si se aproximase a un final que resultase imprudente mencionar–. Me gustaría saber algo del informe del forense.
    –Le veré mañana, señor Hathall –dijo Wexford–. Mientras tanto, procure mantenerse tranquilo y descanse todo lo que pueda.

    Hathall salió de la oficina inclinando la cabeza. Wexford no pudo sustraerse a la idea de que lo había hecho para impresionar al joven agente de policía que le había acompañado afuera. Sin embargo, su aflicción parecía auténtica, aunque ésta, como muy bien sabía Wexford, es mucho más fácil de aparentar que la felicidad. Exige poco más que una voz abatida, una explosión ocasional de auténtico enfado y la reiteración del propio dolor. Un hombre como Hathall, que creía que el mundo le debía una vida mejor y que se veía constantemente perseguido, no tendría dificultad en manifestarlo.

    Sin embargo, ¿por qué no mostraba señales de conmoción? ¿Por qué, sobre todo, no había mostrado nunca la incredulidad propia de alguien cuya mujer, marido o hijo ha sufrido una muerte violenta? Wexford reflexionó sobre las tres conversaciones que había mantenido con Hathall, pero no fue capaz de recordar ni un solo ejemplo de asombro sobre la horrible realidad. Recordó que, en situaciones parecidas, maridos desconsolados habían interrumpido sus preguntas gritando que no podía ser verdad, viudas histéricas habían exclamado que aquello no podía sucederles a ellas, que era sólo un sueño del que no tardarían en despertar. La incredulidad, sin embargo, aleja temporalmente la aflicción. A menudo pasan días enteros antes de que este hecho se pueda comprender, y mucho menos aceptar. Hathall lo había comprendido y aceptado de inmediato. Wexford tenía la impresión, mientras meditaba esperando los resultados de la autopsia, de que Hathall lo había asimilado incluso antes de traspasar el umbral de su puerta.

    –Fue estrangulada con un collar dorado y debió de ser con uno muy resistente.

    Alzando la vista del informe, Wexford dijo:

    –Puede haber sido el de la lista de Hathall. Aquí dice: «una ligadura dorada». Se encontraron algunos restos de color dorado en la piel de la víctima. No se halló tejido bajo sus uñas, así que al parecer no hubo lucha. Hora del fallecimiento: entre la una y media y las tres y media. Bueno, sabemos que no era la una y media porque a esa hora fue cuando la señora Lake se despidió de ella. Parecía una mujer sana, no estaba embarazada y no hubo agresión sexual. –Wexford dio a Burden una versión resumida de lo que le había contado Robert Hathall–. Todo el asunto empieza a resultar curioso, ¿no?
    –¿Quieres decir que sospechas que Hathall conocía al asesino?
    ––Sé que él no la mató. No pudo haberla matado. Cuando ella murió él estaba en Marcus Flower con Linda Whatsit y Dios sabe cuántas personas más. Además, no veo ningún motivo, y al parecer se llevaba bien con su mujer. Pero ¿por qué no subió a buscarla al piso de arriba?, ¿por qué no está conmocionado?, ¿y por qué le preocupan tanto las huellas dactilares? Es probable que el asesino se quedara allí después del crimen para limpiar las huellas. Debió de olvidar que había tocado algo en el dormitorio y en las otras habitaciones, de manera que tuvo que volver a limpiarlo todo para no correr riesgos. De lo contrario, las huellas de Ángela y de la señora Lake habrían aparecido en la sala de estar. ¿Eso no demuestra una cierta premeditación?
    –Probablemente. Puede que tengas razón. No creo que Ángela fuese tan obsesiva o que temiese tanto a su suegra como para dar brillo a toda la sala de estar después de que se marchara la señora Lake.
    –Sin embargo, es extraño que se ocupase de todo eso y dejase sus huellas en el interior de la puerta de un armario en el cuarto de invitados, un armario que, aparentemente no se usaba jamás. Creo que debemos empezar a suponer –concluyó Wexford– que esas huellas pertenecen a un tal Mark Somerset, el dueño de Bury Cottage. Averiguaremos su dirección en Myringham e iremos a visitarle.


    CAPÍTULO VI


    Myringham, donde está situada la Universidad del Sur, se encuentra a unos veinticinco kilómetros de Kingsmarkham. Cuenta con un museo, un castillo con fortaleza exterior y una de las ruinas romanas mejor conservadas de Gran Bretaña. Aunque se ha constituido un nuevo centro entre los edificios de la universidad y la estación de ferrocarril, un lugar con grandes bloques, zonas comerciales y aparcamientos de varios pisos, las construcciones de ladrillo rojizo y hormigón se han edificado alejadas del barrio antiguo, que se levanta, inalterado, en las riberas de Kingsbrook.

    Hay estrechas avenidas y tortuosas callejuelas que recuerdan al visitante las pinturas de Jacob Vrel. Las casas son muy antiguas, algunas de ellas –de adobe marrón y madera gris y carcomida– fueron construidas antes de la Guerra de las Rosas o incluso, se dice, antes de Agincourt. No todas están ocupadas por sus dueños o tienen inquilinos estables, pues algunas han caído en tal estado de deterioro, de lamentable decadencia, que sus propietarios no pueden permitirse restaurarlas. Los squatters, ocupantes ilegales de casas, han tomado posesión de ellas, seguros de sus antiguos derechos ante la interferencia policial, y a salvo del desahucio ya que sus «caseros» no pueden, por ley, demoler su propiedad ni pueden repararla por falta de dinero.

    Estas casas, sin embargo, constituyen tan sólo una pequeña colonia del barrio antiguo. Mark Somerset vivía en la parte más elegante, en una de esas viviendas junto al río. En los días en que Inglaterra era católica, había sido la casa de un sacerdote, y en una de las paredes de su jardín, colindante con la Iglesia de St. Luke, había una angosta y hermosa ventana de cristal al ácido. Los católicos de Myringham tenían ahora su iglesia en el nuevo barrio, y el presbiterio era una casa moderna. Pero aquí, donde confluían las paredes ocres alrededor de la iglesia y el molino, seguía perdurando el siglo XV.

    Sin embargo, no había nada del siglo XV que se reflejara en la personalidad de Mark Somerset, un hombre de apariencia atlética, entre cincuenta o sesenta años de edad, que llevaba un pulcro pantalón vaquero de color negro y una camiseta. Wexford intuyó su edad por las arrugas que rodeaban sus ojos azules claros y por las venas de sus robustas manos. No estaba gordo, su pecho era musculoso y tenía la suerte de conservar el cabello, aunque había dejado de ser rubio para convertirse en canoso.

    –Ah, ya están aquí –dijo. Su sonrisa y tono agradable disminuían la rudeza de su saludo–. Imaginé que vendrían a verme.
    –¿No teníamos que haber venido?
    –No lo sé. Eso lo tienen que decidir ustedes. Pasen, pero no hagan ruido en el recibidor, por favor. Mi mujer ha salido del hospital esta misma mañana y acaba de quedarse dormida.
    –Nada grave, espero –dijo Burden tonta, e innecesariamente, a juicio de Wexford.

    Somerset sonrió. Su rostro expresaba tristeza, conocimiento y resistencia, y presentaba un ligero desprecio. Habló casi susurrando.

    –Hace años que está inválida, pero creo que no han venido a hablar de eso. ¿Pasamos aquí dentro?

    La habitación tenía vigas en el techo y paredes artesonadas, había también un par de puertas de cristal –un añadido posterior pero acertado–, que daban a un pequeño jardín con los árboles del río al fondo. El follaje, bajo el sol poniente, parecía formar un encaje negro a contraluz. Junto a las puertas de cristal había una mesa con una botella de vino del Rhin en una cubitera.

    –Soy entrenador en la universidad –dijo Somerset–. El sábado por la noche es el único día que me permito beber. ¿Quieren un poco de vino?

    Los dos policías aceptaron y Somerset sacó tres vasos de un armario. El Liebfraumlich tenía esa delicada cualidad: sabor a flores líquidas, una peculiaridad de algunos vinos del Rhin. Estaba frío y era aromático y seco.

    –Es muy amable por su parte, señor Somerset –dijo Wexford–. Esto es excesivo. La verdad es que lamento tener que pedirle que nos deje tomar sus huellas dactilares.

    Somerset soltó una carcajada.

    –Por supuesto que pueden tomármelas. Supongo que han encontrado las huellas de algún misterioso desconocido en Bury Cottage, ¿no es así? Seguramente serán mías, aunque hace ya tres años que no he estado en esa casa. No pueden ser de mi padre. Hice decorar toda la casa cuando murió. –Extendió sus fuertes manos con un aire de audaz inocencia.
    –Tengo entendido que no se llevaba muy bien con su prima.
    –Bueno –dijo Somerset–, antes de que me interrogue y me formule un montón de preguntas innecesarias, ¿no sería mejor que les contase lo que sé y les hiciera una breve crónica de nuestra relación? Luego podrán preguntar lo que deseen.

    Wexford asintió:

    –Eso es exactamente lo que queremos.
    –Bien –Somerset tenía la forma de hablar sucinta y animada, propia de los buenos profesores–. No desearán que sea escrupuloso a la hora de hablar mal de los muertos, ¿verdad?, además tampoco es que tenga que hablar muy mal de Ángela. Lo sentí por ella. La conocí hace unos cinco años; entonces pensé que era débil, y no me interesan mucho este tipo de personas. Había venido a este país desde Australia y yo no la había visto nunca. Era mi única prima, la hija del hermano, ya fallecido, de mi padre, así que no podía albergar dudas sobre si era o no una impostora.
    –Ha estado leyendo demasiadas novelas policíacas, señor Somerset.
    –Tal vez –Somerset sonrió y continuó–. Me respetaba porque mi padre y yo éramos sus únicos parientes en este país, según dijo, y se sentía sola en Londres. Creo que andaba tras sus posibles pertenencias. Al parecer, la pobre Ángela era una chica avariciosa. Por aquellas fechas todavía no conocía a Robert. Cuando lo conoció dejó de venir por aquí y no supe nada de ella hasta que estaban a punto de casarse y no tenían dónde vivir. Yo le había escrito para contarle lo de la muerte de mi padre (aunque, por cierto, no me contestó) y por este motivo quería saber si les dejaría alojarse en Bury Cottage. Bueno, yo había intentado vender la casa, pero no había podido conseguir el precio que quería, así que accedí a alquilársela a los dos por cinco libras a la semana.
    –Un alquiler muy bajo, señor Somerset –dijo Wexford, interrumpiéndole–. Hubiera podido conseguir al menos el doble.

    Somerset se encogió de hombros. Sin preguntarles, volvió a llenar los vasos.

    –Creo que andaban muy escasos de dinero y al fin y al cabo se trataba de mi prima. Tengo algunas ideas tontas y anticuadas sobre el hecho de que la sangre es más densa que el agua, señor Wexford, y no puedo sacármelas de encima. No me preocupé lo más mínimo de amueblarles la casa por lo que no era más que un alquiler simbólico. Lo que me molestó fue que Ángela me enviase un recibo de la luz para que se lo pagase.
    –No habían acordado nada sobre eso, ¿verdad?
    –Desde luego que no. Le rogué que viniese por aquí para discutirlo. Bueno, pues vino y me contó la vieja y triste historia que ya me había explicado antes sobre su pobreza, sus nervios y su desdichada adolescencia con una madre que no le había dejado ir a la universidad. Le sugerí que si padecía tal estrechez económica podía buscar algún empleo. Ella era bibliotecaria y podía conseguir fácilmente ese trabajo en Kingsmarkham o en Stowerton. Alegó que estaba pasando una crisis, pero a mí me pareció que estaba completamente sana. Creo que no era nada más que simple pereza. En fin, salió corriendo de mi casa, diciendo que era un tacaño. No volví a verla, ni tampoco a Robert, hasta hace aproximadamente ocho meses. En esa ocasión, ellos no me vieron. Yo había salido con un amigo y vi a Ángela y a Robert a través de las ventanas de un restaurante. Era uno de esos caros y parecía que estuviesen gastando el dinero alegremente, así que llegué a la conclusión de que su economía había mejorado.

    »En realidad, volvimos a vernos, el pasado mes de abril. Nos encontramos por casualidad en Myringham, en esa monstruosidad que los arquitectos disfrutan llamando “centro comercial”. Iban cargados con bolsas repletas de cosas que habían comprado, pero parecían tristes, a pesar de que Robert había conseguido ese nuevo trabajo. Quizá se sintieron molestos al encontrarnos cara a cara. No supe nada más de Ángela, hasta que hace un mes me escribió para decirme que querían dejar la casa en cuanto encontraran otra en Londres, lo cual sería, probablemente, en Año Nuevo.

    –¿Era una pareja feliz? –preguntó Burden a continuación.
    –Mucho, por lo que se podía apreciar. –Somerset se levantó para cerrar las ventanas. La luz del sol disminuía y empezaba a levantarse un poco de viento–. Tenían mucho en común. Tal vez les parezca algo mezquino, pero creo que lo que les unía era la paranoia, la avaricia y una idea vaga acerca de que el mundo les debía una existencia mejor. Siento que esté muerta, me apena oír que alguien haya alcanzado una muerte así, pero no puedo decir que sintiese afecto por ella. Los hombres, si se lo proponen, pueden ser duros y desmañados, pero en una mujer siempre hay algo encantador, ¿no creen? Puede parecerles una idea muy subjetiva, pero a veces creo que Robert y Ángela se llevaban tan bien por la común desdicha que sentían ante el mundo.
    –Su colaboración nos ha sido muy útil, señor Somerset –dijo Wexford por cortesía. Somerset le había contado muchas cosas que desconocía, pero ¿había revelado algo que importase de verdad?–. Supongo que no se molestará si le pregunto qué estuvo haciendo ayer por la tarde.

    Wexford hubiera jurado que el hombre vaciló. Era como si hubiese ensayado lo que debía responder, aunque todavía tenía que prepararse para ello.

    –Me tomé la tarde libre para preparar las cosas ante la llegada de mi mujer. Lo siento, estuve solo y no vi a nadie, así que no creo que pueda usted comprobarlo.
    –Muy bien –dijo Wexford–. ¡Qué le vamos a hacer! ¿Tiene alguna idea acerca de los amigos de su prima?
    –En absoluto. Según ella, no tenía amistades. Me dijo que todos sus conocidos, excepto Robert, se habían portado mal con ella, por lo que hacer amigos era una forma de masoquismo. –Somerset vació su vaso–. ¿Quieren más vino?
    –No, gracias. Ya nos hemos aprovechado bastante de su ración semanal.

    Somerset les sonrió con franqueza.

    –Les acompaño a la puerta.

    Cuando llegaron al recibidor, se oyó una voz quejumbrosa procedente del piso superior.

    –Marky, Marky, ¿dónde estás?

    Somerset esbozó una mueca. Sin embargo, la sangre es más densa que el agua, y un hombre y su mujer forman una unidad. Fue al pie de las escaleras y abrió la puerta principal. Wexford y Burden le dieron rápidamente las buenas noches, pues la voz de su esposa se había transformado en un petulante gemido.


    Por la mañana, Wexford se dirigió de nuevo a Bury Cottage, como había prometido. Tenía noticias, algunas recientes, para Robert Hathall, pero no tenía intención de explicar al viudo lo que éste deseaba saber.

    La señora Hathall le hizo entrar y dijo que su hijo todavía estaba durmiendo. Le acompañó a la sala de estar y le pidió que esperara allí, aunque no le ofreció té ni café. Wexford concluyó que era el tipo de mujer que, seguramente, no había ofrecido un refresco en su vida, excepto a miembros de su propia familia. Los Hathall eran gente reservada cuyo aislamiento parecía contagiar a las personas que se casaban con ellos, pues cuando le preguntó a la señora Hathall si su primera nuera había estado alguna vez en casa de Ángela, ella dijo:

    –Eileen no se habría rebajado. Sabe mantenerse en su sitio.
    –¿Y Rosemary, su nieta?
    –Rosemary vino aquí una vez, y eso fue suficiente. De todas formas, está demasiado ocupada con el trabajo del colegio para ir de un sitio a otro.
    –¿Querrá darme la dirección de la señora Eileen Hathall, por favor?

    El rostro de la señora Hathall se sonrojó como el de su hijo, recordando la piel arrugada del cuello de un pavo.

    –¡No, no se la daré! Usted no tiene nada que ver con Eileen. Averígüela usted mismo. –Dio un portazo, dejándolo solo.

    Era la primera vez que estaba a solas, así que empleó el tiempo de espera en estudiar la habitación. Los muebles, que había supuesto que eran de Ángela y que le conferían buen gusto, eran en realidad de Somerset, aunque la antigua colección perteneció tal vez al padre de éste. Estaba formada por varias y preciosas piezas del período Victoriano tardío y por algunas más recientes, sillas altas y una elegante mesita ovalada. Junto a la ventana había una lámpara de aceite, veneciana, de cristal rojo y blanco, que nunca había sido adaptada a la electricidad. Una librería de cristal contenía, en su mayor parte, el tipo de obras de H. G. Wells; Padre e Hijo de Gosse; algunos libros de Ruskin y muchos de Trollope, aunque en el estante superior, donde quizá había habido anteriormente un adorno, estaban los libros, de Hathall. Había una media docena de novelas de acción; dos o tres obras de arqueología; un par de novelas que habían suscitado controversia por su contenido sexual en el momento de su publicación y dos enormes tomos hermosamente encuadernados.

    Wexford cogió el primero de éstos. Era un volumen con fotografías en color de antiguas joyas egipcias, apenas tenía texto, y llevaba en la contracubierta un distintivo que lo atribuía como propiedad de la biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología. Sin duda había sido extraído por Ángela, pero los libros, como los paraguas, las plumas y las cajas de cerillas, pertenecen a una categoría de objetos cuyo robo es un delito venial; por esta razón Wexford no centró su atención en ello. Volvió a colocar el libro y tomó el que se encontraba al final del estante. Se titulaba De los hombres y los ángeles. Estudio de las antiguas lenguas británicas. Cuando lo abrió vio que se trataba de una obra muy culta, acerca de los orígenes del galés, el gaélico, el gaélico escocés y la lengua de Cornualles y su origen céltico común. Costaba casi seis libras, y se preguntó si alguien tan pobre como los Hathall decían ser, habría gastado tanto dinero en algo que estaba, con seguridad, por encima de sus posibilidades.

    Todavía tenía el libro entre las manos cuando Hathall entró en la habitación. Vio cómo su mirada se detenía sobre el libro y luego la apartaba rápidamente.

    –No sabía que estudiase lenguas célticas, señor Hathall –dijo cortésmente.
    –Era de Ángela. No sé de dónde salió, pero hace tiempo que lo tenía.
    –Es extraño, pues se ha publicado este mismo año. Pero no importa. Pensé que le gustaría saber que hemos encontrado su coche, fue abandonado en Londres, en una bocacalle cercana a la estación de Wood Green. ¿Recuerda ese distrito?
    –Nunca he estado allí. –La mirada de Hathall seguía centrada, con una fascinación involuntaria o quizá inquieta, en el libro que había cogido Wexford. Por esa razón, el inspector jefe decidió mantenerlo y no sacar el dedo que había introducido al azar entre las páginas.
    –¿Cuándo me devolverán el coche?
    –Dentro de dos o tres días, cuando lo hayamos inspeccionado a fondo.
    –Lo examinarán y buscarán esas famosas huellas dactilares en las que está siempre pensando, ¿verdad?
    –¿Yo, señor Hathall? ¿No está más bien proyectando en mí lo que usted cree que debería hacer? –Wexford lo miró afablemente. No, no complacería la curiosidad de ese hombre, aunque resultaba difícil saber qué era lo que Hathall más anhelaba. ¿Quizá una revelación de lo que había descubierto gracias a las huellas dactilares? ¿O que dejase descuidadamente el libro?–. Mi consejo es que debería dejar de preocuparse por unas investigaciones que sólo nosotros podemos llevar a cabo. Espero que se tranquilice si le digo que su mujer no ha sido agredida sexualmente. –Wexford esperó cierta señal de alivio, pero sólo observó cómo se fijaban en el libro sus ojos sanguinolentos.

    No hubo respuesta alguna cuando, preparándose para marcharse, Wexford comentó:

    –Su mujer murió muy deprisa, quizá no tardó más de quince segundos. Tal vez, ni siquiera se enteró de lo que le estaba pasando.

    Levantándose, quitó el dedo de las páginas del libro y lo colocó en su sitio.

    –¿Le importaría prestármelo unos días? –preguntó Wexford. Hathall se encogió de hombros pero no respondió.


    CAPÍTULO VII


    La encuesta tuvo lugar el martes por la mañana, dictaminándose el veredicto de asesinato cometido por una persona o personas desconocidas. Después, mientras Wexford cruzaba el patio que separaba la sala del forense de la comisaría de policía, vio a Nancy Lake acercarse a Robert Hathall y a su madre. Observó cómo hablaba con él, parecía que le estuviese dando el pésame o que se ofreciera para llevarlos en coche a Wool Lane. Hathall le dijo algo preciso y definitivo, cogió el brazo de su madre y se fueron andando con rapidez, dejando a Nancy allí, con una mano en los labios. Wexford observó en silencio esta pequeña pantomima, y al aproximarse a la salida del aparcamiento un coche se detuvo y una voz dulce y vibrante dijo:

    –¿Está muy ocupado, inspector jefe?
    –¿Por qué lo pregunta, señora Lake?
    –Tranquilo, no tengo nuevas pistas para usted. –Sacó la mano por la ventanilla y le hizo señas para que se acercara. Era un gesto gracioso y seductor que a él le pareció irresistible. Fue hacia ella y se inclinó–. El hecho es –le comentó– que tengo reservada una mesa para dos en Peacock, Pomfret, y mi acompañante me ha dejado groseramente plantada. ¿Le parecería muy atrevido por mi parte si le invito a comer en su lugar?

    Estaba perplejo. No cabía duda de que esa mujer rica, hermosa y absolutamente encantadora le estaba haciendo insinuaciones, ¡a él! Le encantaba que fuese atrevida, hacía tiempo que no le ocurría algo semejante. Ella le miró con tranquilidad, las comisuras de sus labios se ladearon, mientras sus ojos brillaban.

    Sin embargo, estaba seguro de que no saldría bien. Sin tener en cuenta los senderos de fantasía a los que pudiese conducirle su imaginación, y fuesen cuáles fuesen las galerías pictóricas de erotismo que pudiesen albergar, no saldría bien. En otro tiempo, cuando era joven, sin ataduras, sin prestigio ni presiones, podía haber sido una historia diferente. En aquellos días él habría aceptado esa oferta, e incluso la habría propuesto sin darle excesiva importancia y con poca consciencia del placer. ¡Cómo hubiera deseado ser un poco más joven y tener su experiencia...!

    –Lo siento –dijo Wexford–, pero yo también tengo una mesa reservada para comer. En el Café Carrusel.
    –¿No quiere anularla y ser mi invitado?
    –Señora Lake, como usted dijo, estoy muy ocupado. ¿Le parezco atrevido si le digo que me distraería de mi trabajo?

    Ella se echó a reír, pero no de alegría, y sus ojos dejaron de danzar.

    –Bueno, supongo que ser una distracción ya es algo. Me pregunto si alguna vez he sido algo más que... una distracción. Adiós.

    Él se fue rápidamente y subió en el ascensor a su oficina, preguntándose si había sido estúpido, si alguna vez volvería a tener una oportunidad así. No concedió excesiva importancia a sus palabras, ni para meditar sobre ellas ni para intentar interpretarlas, pues no podía pensar racionalmente en Nancy Lake. Imaginaba su rostro seductor y esperanzado, y luego alicaído al rechazar la invitación. Intentó deshacerse de esa imagen y concentrarse en lo que tenía delante, el árido informe técnico del examen del coche de Robert Hathall, pero la señora Lake acudía de nuevo a su mente, con su encantadora voz, reducida ahora a un susurro insinuante.

    No había nada interesante en el informe. Un policía de servicio había encontrado el coche aparcado en una calle cercana al Parque Alexandra. Estaba casi vacío, exceptuando un par de planos y un bolígrafo en la guantera. Tanto el interior como el exterior se hallaban esmeradamente limpios y las únicas huellas eran las de Robert Hathall, halladas en la parte inferior del maletero y del capó; por lo demás, sólo encontraron dos cabellos de Ángela en el asiento del conductor.

    Mandó buscar al sargento Martin, pero éste no le aclaró nada interesante. No había aparecido ningún presunto amigo de Ángela, y tampoco nadie parecía haberla visto salir o regresar a casa el viernes por la tarde. Burden estaba fuera, haciendo averiguaciones –por segunda o tercera vez– entre los trabajadores de Wool Lane, así que Wexford se fue solo a comer al Café Carrusel.


    Era temprano, no mucho después del mediodía, y el café estaba medio vacío. Llevaba sentado en la mesa del rincón alrededor de cinco minutos y había pedido a Antonio la especialidad del día, cordero asado, cuando sintió un ligero contacto, parecido a una caricia, en su hombro. Wexford había recibido en su vida demasiados sustos para sobresaltarse. Se volvió despacio y dijo con una nota fría en su voz:

    ––Es un placer inesperado.

    Nancy Lake se sentó enfrente de él. Ella lograba que el lugar pareciera sucio. Su traje de seda color crema, su suave cabello castaño, sus diamantes y su sonrisa convertían en sórdidos los cubiertos y el recipiente de la salsa con forma de tomate.

    –La montaña –dijo ella– no iba a Mahoma...

    Wexford sonrió. No tenía sentido fingir que no estaba encantado de verla.

    –Ah, debió de haberme visto hace un año –dijo–. Entonces yo era una montaña ¿Qué desea comer? El cordero asado no es muy bueno, pero es mejor que el pastel de carne.
    –No quiero comer nada. Sólo tomaré café. ¿No se siente halagado de que no haya venido por la comida?

    Por supuesto que se sentía halagado. Observando el plato que Antonio le servía, dijo:

    –No es un gran cumplido. Café solo para la señora, por favor.

    Se preguntó si la evidente admiración de Antonio realzaba sus encantos. Ella era consciente de que uno de sus atractivos residía en los signos de su edad.

    Estuvo callada unos minutos mientras él comía. Wexford observó que su expresión era de tristeza, pero de pronto, cuando le iba a preguntar por qué Robert Hathall la había rechazado tan violentamente esa mañana, ella alzó la vista y dijo:

    –Estoy triste, señor Wexford. Las cosas no me van bien.
    –¿Quiere contármelo? –Resultaba extraño que su intimidad hubiera progresado hasta tal punto que le permitiese preguntarle eso...
    –No lo sé –dijo ella–. No, creo que no. Una se acostumbra a ciertas reservas y a la discreción, aunque no tenga mucho sentido.
    –Eso es verdad, o al menos puede serlo en determinadas circunstancias. –¿Las circunstancias a las que había aludido Dora?, pensó Wexford.

    Ella estaba a punto de decírselo. Tal vez fue la llegada del café y la admirada excitación de Antonio lo que la disuadió. Se encogió un poco de hombros, pero en lugar de las escasas palabras que él esperaba, comentó algo asombroso. Era tan sorprendente e intenso que apartó su plato y la miró a los ojos.

    –¿No cree que es horrible desear que alguien muera?
    –No –dijo él desconcertado–, si el deseo no pasa de ser un deseo. Muchos hombres lo han deseado, quizá yo mismo, no estoy seguro.
    –¿Cómo el gatito del refrán?

    Le encantó que aludiese a su refrán preferido.

    –¿Se halla este... enemigo suyo relacionado con esos hábitos de reserva y discreción?

    Ella asintió.

    –Pero no debería haberlo mencionado. He sido muy tonta. En realidad, tengo mucha suerte, sólo en ocasiones es duro alternar entre ser una reina y una... distracción. Volveré a ponerme mi corona pase lo que pase. Nunca abdicaré. ¡Cielos, todo este misterio! Y usted es demasiado inteligente para no saber de qué estoy hablando, ¿verdad? –Él no respondió–. Cambiemos de tema.

    Más tarde, cuando ella le dejó y se encontró, pensativo, en High Street, apenas podía recordar de qué habían estado hablando. Sólo sabía que había sido agradable y que se sentía culpable. Pero no la vería más. Si fuera necesario, comería en la cantina de la policía, la esquivaría, no volvería a quedarse solo con ella, ni siquiera en un restaurante. Era como si hubiese cometido adulterio, lo hubiera confesado y le hubieran dicho que «evitara la tentación». Pero no había hecho nada de todo eso, ni siquiera se había comprometido. Tan sólo había hablado y escuchado.

    ¿Le había servido de algo lo que había oído? Tal vez. Todos esos circunloquios, esas insinuaciones de un enemigo, el secreto y la discreción, habían sido indicaciones. Hathall lo sabía, no admitiría nada, sentiría crecer su ego con la compasión del forense. No obstante, consciente de ello recorrió High Street en dirección a Wool Lane. No tenía idea de que iba a ser su última visita a Bury Cottage ni de que, aunque vería a Hathall, transcurriría más de un año antes de que intercambiaran otra palabra.

    Wexford se había olvidado por completo del libro de las lenguas célticas y en realidad ni se había molestado en hojearlo, pero Hathall lo recibió pidiéndole que se lo devolviese cuanto antes.

    –Se lo enviaré mañana –dijo Wexford.

    Hathall pareció aliviado.

    –También está el asunto de mi coche. Lo necesito.
    –Lo tendrá mañana mismo.

    La antipática anciana estaba en la cocina encerrada tras la puerta. Había mantenido la casa en el mismo estado de pulcritud en que lo había dejado su nuera, aunque se adivinaba el toque de una mano extraña y de poco gusto. En la antigua mesa ovalada del señor Somerset se hallaba un jarrón con flores de plástico. ¿Qué impulso, festivo o funerario, había empujado a la señora Hathall a comprarlas y colocarlas allí? «Flores de plástico –pensó Wexford–, en plena temporada de las frutas maduras, cuando las verdaderas flores rebosan en los jardines y floristerías.»

    Hathall no le ofreció que tomara asiento. Se quedó de pie con un codo apoyado en la repisa de la chimenea y el puño apretado en su mejilla dura y sonrojada.

    –¿De manera que no encontró ninguna huella en el coche?
    –No he dicho eso, señor Hathall.
    –Bueno, ¿la encontró?
    –En realidad, no. Quienquiera que fuese, la persona que mató a su esposa era muy lista. No recuerdo haber encontrado a alguien que cubriese sus huellas con tanta habilidad. –Wexford lo exageró, dejando que su voz adquiriese un tono de insatisfecha admiración. Hathall escuchaba impasible. Si reconfortado es una palabra demasiado contundente para describir su expresión, satisfecho no lo era. Trató de relajarse y se apoyó en la chimenea con arrogancia–. Parece haber llevado guantes para conducir su coche –dijo Wexford– y haberlo limpiado a continuación, por si acaso. El viernes nadie lo vio aparcado, ni tampoco que alguien lo condujera. De momento, tenemos muy pocas pistas para seguir.
    –¿Encontrarán más? –preguntó tratando de disimular su ansiedad.
    –Todavía es pronto, señor Hathall. –Wexford se dijo que era cruel jugar con ese hombre. ¿Existe alguna ocasión en que el fin justifique los medios? Wexford no sabía adonde quería llegar o a qué agarrarse en todo aquel misterio–. Puedo decirle que encontramos las huellas de otro hombre en esta casa.
    –¿Están en el..., cómo lo llaman, registro?
    –Las han reconocido como las del señor Mark Somerset.
    –Muy bien... –De pronto, Hathall pareció más tranquilo de lo que el inspector jefe le había visto jamás. Quizá sólo fue una inhibición frente al contacto físico lo que le impidió realizar un paso adelante y darle una palmadita en su espalda–. Discúlpeme, pero estoy muy nervioso. Debería haberle pedido que se sentase. De manera que las únicas huellas que se encontraron fueron las del señor Somerset, ¿verdad? El querido primo Mark, nuestro severo patrón.
    –No he comentado eso, señor Hathall.
    –Bueno, y las mías y... y las de Ángela, desde luego.
    –Desde luego. Pero aparte de ésas, encontramos en su cuarto de baño la huella de una mano de mujer. Es la huella de una mano derecha, y en la yema del dedo índice hay una cicatriz con forma de «L».

    Wexford esperaba una reacción. Sin embargo, consideraba que Hathall tenía un buen dominio de sí mismo y estaba seguro de que esa reacción sólo se manifestaría en forma de indignación. Quizá protestaría, preguntaría por qué razón la policía no había seguido el rastro de esa prueba, o con un gesto de impaciencia señalaría que la huella era la de alguna amiga de su mujer, cuya existencia, en su aflicción, había olvidado mencionar. Jamás hubiera supuesto, desde la oscuridad en la que se hallaba, que sus palabras tuviesen un efecto tan devastador.

    Hathall se quedó perplejo. Parecía que la vida se le hubiese escapado, como si de repente hubiese sufrido un dolor tan intenso que le hubiese paralizado u obligado a permanecer inmóvil en espera de que su corazón y todo su sistema nervioso se recuperasen. Sin embargo, no dijo nada, no emitió sonido alguno y demostró un buen dominio de sí mismo. Pero su cuerpo, su físico, estaba triunfando sobre sus procesos mentales. Era el ejemplo más claro que había visto Wexford del triunfo de la materia sobre el espíritu. Al fin, el golpe tenía que llegar. El asombro, con su incredulidad, terror y comprensión de lo que a partir de entonces había de ser su futuro y que tenían que haberse manifestado la primera vez que vio el cadáver de su mujer, estaba surgiendo en él cinco días más tarde. Estaba destrozado.

    Por su parte, Wexford estaba nervioso pero actuaba despreocupadamente.

    –¿Quizá pueda decirnos algo acerca de la persona a quien pertenece esa huella?

    Hathall aspiró profundamente. Parecía tener mucha necesidad de oxígeno. Lentamente movió la cabeza.

    –¿Alguna idea al respecto, señor Hathall?

    Seguía moviendo la cabeza. Era un movimiento mecánico, de autómata. Wexford tuvo la sensación de que Hathall tendría que cogerse la cabeza con las dos manos para detener ese movimiento.

    –La huella de una mano en la bañera con una cicatriz en forma de «L» en el dedo índice derecho es, por supuesto, la pista principal de nuestra investigación.

    Hathall levantó convulsivamente la barbilla. Un espasmo le recorrió el cuerpo. Forzó una leve y constreñida voz a través de sus labios rígidos.

    –¿En la bañera, ha dicho?
    –Así es, en la bañera. ¿Tengo razón de pensar que usted sospecha a quién pertenece?
    –No tengo la menor idea –dijo Hathall. Su piel había adquirido una palidez veteada, pero la sangre volvía a ella y palpitaba en las venas de su frente. Lo peor del golpe había terminado. Había sido sustituido por... ¿qué?

    No era ira, ni tampoco indignación. Wexford pensó que se hallaba completamente inmerso en una pena profunda.

    Pero lejos de sentir lástima por él dijo despiadadamente:

    –He observado lo ansioso que ha estado a lo largo de mis investigaciones por saber lo que habíamos deducido de las huellas dactilares. De hecho, nunca había visto que un desconsolado esposo se tomase tanto interés por la ciencia forense. Por tanto, no puedo dejar de considerar que usted esperaba que se encontrase alguna huella. Si es así, y la hemos hallado, debo decirle que está obstruyendo la investigación al guardar para sí mismo lo que puede ser una información de vital importancia.
    –¡No me amenace! –Aunque las palabras eran duras, la voz que las pronunciaba era débil y el tono malhumorado, patético–. No crea que puede acosarme.
    –Más bien le aconsejo que reflexione sobre lo que le he dicho y, si es usted sensato, nos revelará con franqueza lo que estoy seguro de que sabe.

    Sin embargo, incluso mientras hablaba, mirando sus ojos consternados, sabía que esa revelación no sería en absoluto sensata, pues a pesar de la coartada que pudiese tener ese hombre, pese al amor y la adoración que podía sentir por ella, había matado a su mujer. Cuando salió de la habitación y abandonó la casa, imaginó a Robert Hathall derrumbándose sobre un sillón, respirando entrecortadamente, sintiendo su corazón acelerado y utilizando todos sus recursos para sobrevivir. El hecho de que hubieran encontrado la huella de una mujer le había provocado esa reacción. Él sabía quién era esa mujer. Hathall temía que la identidad de ella se revelara tras aquella huella... Sin embargo, su reacción no había sido la de un hombre que está a punto de confirmar sus sospechas, sino la de alguien que teme por su propia paz y libertad, así como por la paz y libertad de otra persona y, sobre todo, que teme que ambos no puedan disfrutar de dicha libertad.


    CAPÍTULO VIII


    Sus suposiciones habían apartado a Wexford de los recuerdos de la comida. Sin embargo, cuando poco más tarde de las cuatro entró en su casa, éstos regresaron a su mente manchados por la culpa. Si la compañía de Nancy Lake no le hubiese resultado tan placentera, tal vez no hubiera besado a Dora como lo hizo ni le hubiera preguntado lo que le preguntó.

    –¿Qué te parece si vamos a Londres a pasar un par de días?
    –¿Es que tienes que ir?

    Wexford asintió.

    –¿Y no puedes soportar estar alejado de mí? –Wexford sintió cómo enrojecía. ¿Por qué tenía que ser tan perceptiva? Era como si le leyese el pensamiento. Pero si hubiera sido menos perceptiva tal vez no se habría casado con ella–. Me encantaría ir, cariño –dijo Dora dulcemente–. ¿Cuándo nos vamos?
    –Si Howard y Denise nos ofrecen su casa, lo que tardes en preparar la maleta. –Sonrió, sabiendo la cantidad de ropa que desearía llevarse aunque sólo fuera a pasar dos días con su elegante sobrino–. ¿Unos... diez minutos?
    –Dame una hora –dijo Dora.
    –De acuerdo. Voy a llamar a Denise.

    El superintendente jefe Howard Fortune, el jefe de Kenbourne Vale CID, era el hijo de la hermana de Wexford, ya fallecida. Durante años, Wexford le había temido. Era un temor mezclado con envidia por ser una persona capaz, por haber recibido tanto sin apenas esforzarse: un diploma con matrícula de honor, una casa en Chelsea, un matrimonio con una hermosa modelo y rápidos ascensos, llegando incluso a superar ampliamente el rango de su tío. A sus ojos, los dos habían adquirido el brillo de la gente de alta sociedad, entrando, aunque él apenas los conocía, en la categoría de individuos que miran a los demás por encima del hombro y los desprecian si tratan de acercarse a ellos. Con infundados recelos había ido a pasar con ellos su convalecencia tras una enfermedad. Más allá de todo resentimiento, Howard y Denise fueron amables, hospitalarios y modestos. Cuando Wexford ayudó a Howard a resolver el caso de asesinato de Kenbourne Vale –Wexford lo resolvió solo, decía Howard– sintió que éste reconocía sus méritos y que nacía entre ellos una verdadera amistad.

    La solidez de dicha amistad quedó demostrada por el modo en que los Fortune disfrutaron de las navidades familiares en casa de Wexford y por el nuevo entendimiento entre tío y sobrino, que volvió a ponerse de manifiesto en el saludo que recibieron el inspector jefe y su mujer cuando el taxi los dejó en la casa de Teresa Street. Era poco más tarde de las siete y ya casi estaba lista una de las elaboradas cenas de Denise.

    –Pero si estás delgadísimo, tío Reg –dijo ella, dándole un beso–. Aquí estaba yo contándote las calorías y ahora parece que todo el trabajo ha sido en vano. Tienes muy buen aspecto.
    –Gracias, querida. Debo confesar que mi pérdida de peso ha eliminado uno de mis principales temores en Londres.
    –¿Y cuál era?
    –El de quedarme atascado en una de esas máquinas de billetes del metro, ya sabes, las de las barras metálicas, y ser incapaz de salir.

    Denise se echó a reír y los llevó a la sala de estar. Desde su primera visita, Wexford había superado el miedo a derribar uno de los jarrones con flores de Denise sustituyéndolo por el temor ante sus frágiles adornos de porcelana y por arruinar con manchas de café la tapicería de satén. La abundancia en todo su esplendor y la riqueza dejaron de intimidarle. Había aprendido a sentarse con tranquilidad en cualquiera de los numerosos sofás de seda que le recordaban a las fotografías de los interiores de un palacio real. Solía bromear sobre el sistema de calefacción central o comentar algo sobre el recién instalado equipo de aire acondicionado.

    –Me recuerda –dijo él– a esa descripción que hace Scott sobre el apartamento de lady Rowena: «Las ricas cortinas temblaron ante la ráfaga nocturna... la llama de las antorchas ondeaba en el aire como el pendón desplegado de un cacique.» Sólo que, en tu caso, lo que ondea son las plantas, no las llamas.

    Estuvieron intercambiando algunas citas. En el pasado, Wexford había hecho lo propio para defender su igualdad intelectual. Estaba seguro de que su sobrino contestaba para mantenerse discretamente al margen del trabajo que compartían.

    –¿Así que de palique, Reg? –dijo Howard sonriendo.
    –Tan sólo para romper el hielo, y habrá auténtico hielo en tus jarrones si sigues por ahí, Denise. No quiero contarte por qué he venido, pero te lo diré después de la cena.
    –¡Y yo que pensaba que habías venido a verme! –exclamó Denise.
    –Así es, querida, pero en este momento hay otra joven que me interesa todavía más.
    –¿Qué tiene ella que yo no tenga?

    Wexford le cogió la mano y, haciendo como si la estudiara, dijo:

    –Una cicatriz con forma de «L» en su dedo índice.


    Cuando Wexford estaba en Londres siempre esperaba que la gente le tomase por un londinense. Para mantener esa ilusión, adoptaba ciertas medidas, como permanecer en el asiento hasta que el metro se hubiese detenido del todo, en vez de saltar con nerviosismo treinta segundos antes de llegar a su destino. Además, reprimía los deseos de preguntar a otros pasajeros si ese tren iba realmente al lugar anunciado por los confusos indicadores. Como consecuencia, en una ocasión se encontró en Uxbridge en lugar de en Harrow-on-the-Hill. No es fácil ir desde Chelsea a West End en metro, por lo que Wexford cogió el autobús número 14, que conocía bien.

    En vez de una persona, Marcus Flower resultó ser dos: Jason Marcus y Stephen Flower. El primero parecía un joven Ronald Colman de cabello largo y el segundo un Mick Jagger de cabello corto y jubilado. Wexford rechazó una taza de café que estaban bebiendo –aparentemente, un remedio contra la resaca– y dijo que en realidad había venido para hablar con Linda Kipling. Marcus y Flower declararon al unísono que valía mucho más la pena ver a la señorita Kipling que a ellos, que nadie iba por allí para ver a alguien que no fuese a las chicas. De pronto, ambos adoptaron una actitud de seriedad y lamentaron, casi al mismo tiempo, la «pérdida del pobre Bob», por la que se sentían «profundamente apenados».

    Marcus condujo a Wexford a través de una serie de oficinas extrañamente exuberantes y desiertas; habitaciones con muebles de acero y piel, extravagantes cortinas de terciopelo y alfombras apiladas. En las paredes había pinturas abstractas con salpicones de salsa ketchup y arañas copulando, y en las mesitas, revistas de erotismo blando. Las tres secretarias se encontraban juntas en una habitación de terciopelo azul: la que lo había recibido, una pelirroja y Linda Kipling. Había dos más, comentó Linda, pero una de ellas estaba en la peluquería y la otra en una boda.

    Le condujo hasta una oficina vacía y se sentó en una especie de banco de cuero negro, como los que se encuentran en los vestíbulos de los aeropuertos. Tenía el aspecto de un maniquí en el escaparate de una tienda de moda, realista pero irreal, como si estuviese hecha de plástico de gran calidad. Contemplando sus uñas verdes, le dijo que Robert Hathall, desde que trabajaba aquí, telefoneaba a su mujer cada día a la hora de comer, bien llamándola directamente o pidiéndole que le pusiese con ella. Eso le había parecido «terriblemente dulce», aunque ahora, por supuesto, era «terriblemente trágico».

    –¿Diría usted que el de Hathall era un matrimonio feliz, señorita Kipling? Ya sabe a qué me refiero, ¿solía mencionar a su esposa, tenía su fotografía sobre el escritorio y ese tipo de cosas?
    –Bueno, tenía su fotografía, pero Liz le dijo que era un gesto burgués y decidió quitarla. No podría decir si era feliz. A diferencia de Jason y Steve, no era un tipo expresivo.
    –¿Cómo estaba el viernes pasado?
    –Igual que siempre, exactamente igual. Ya se lo he contado a un policía. No sé para qué sirve contar lo mismo una y otra vez. Estaba igual que siempre. Llegó un poco antes de las diez y estuvo aquí toda la mañana, estudiando los detalles de un proyecto de tratamiento hospitalario privado para el personal que quisiese apuntarse. Un seguro, ¿sabe? –Linda transmitía su desprecio hacia los ejecutivos que no podían permitirse el lujo de pagar un tratamiento en una clínica privada–. Llamó a su mujer un poco antes de la una y salió a comer con Jason. No estuvieron mucho tiempo. Volvieron a las dos y media. Me dictó tres cartas. –El recuerdo parecía agraviarla, como si hubiese sido una tarea excesiva e injusta–. A las cinco y media fue a buscar a su madre para llevarla a su casa, en algún lugar de Sussex.
    –¿Recibía alguna vez llamadas de alguna mujer?
    –Su mujer nunca le llamaba –dijo mirándole sin entender la pregunta. Era una de esas personas de imaginación tan limitada que reían ante cualquier insinuación inesperada de conducta sexual, social o emocional. Al cabo de unos segundos se le escapó una risita y añadió–: ya entiendo señor Wexford... No, ninguna mujer le telefoneaba. Nunca lo llamaba nadie.
    –¿Se sentía atraído por alguna de las chicas de aquí?

    Ella pareció asombrarse y se apartó ligeramente.

    –¿Las chicas de aquí?
    –Bueno, hay cinco chicas, señorita Kipling, y por lo que he visto, no son ustedes lo que se dice repulsivas. ¿Tenía el señor Hathall una relación especial con alguna de las chicas de aquí?
    –¿Quiere decir una relación? ¿Se refiere a si se acostaba con alguien? –preguntó temblorosa.
    –Si lo quiere expresar en esos términos... Después de todo, era un hombre solo, separado temporalmente de su esposa. Supongo que todas estaban aquí el viernes por la tarde, ninguna fue a la peluquería o a alguna boda, ¿verdad?
    –¡Claro que estuvimos todas! Y en cuanto a tener una relación con alguna de nosotras, puede que le interese saber que June y Liz están casadas. Clare está comprometida con Jason y Suzanne es la hija de lord Carthew.
    –¿Y eso la exime de acostarse con un hombre?
    –La exime de acostarse con un hombre de la clase de Bob Hathall. Y eso va por todas nosotras. Puede que no seamos «lo que se dice repulsivas», pero no nos hemos rebajado a tanto.

    Wexford se despidió de ella y salió del edificio, lamentando haber hecho ese pobre cumplido. En Piccadilly, se metió en una cabina telefónica y marcó el número de Craig y Butler, Contables, de Gray’s Inn Road. Le dijeron que el señor Butler estaba reunido en ese momento pero que le recibiría gustosamente a las tres de la tarde. ¿Cómo pasaría el tiempo entretanto? Aunque había conseguido la dirección de la señora Eileen Hathall, Croydon estaba demasiado lejos para visitarla antes de las tres. ¿Por qué no averiguar algo más sobre la propia Ángela, sobre los antecedentes de ese matrimonio del que todo el mundo decía ser feliz pero que había terminado en asesinato? Pasó las páginas del listín telefónico y lo encontró: Biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología, 17 Trident Place, Knightsbridge SW7. Resueltamente, se dirigió a la boca de metro de Piccadilly Circus.

    Trident Place no era un lugar fácil de encontrar. A pesar de haber consultado su guía en la intimidad de la cabina, se dio cuenta de que debía de nuevo recurrir a ella. Mientras se decía a sí mismo que era un viejo tonto por ser tan cohibido, encontró por casualidad Sloane Street, donde, según la guía, desembocaba Trident Place.

    Era una calle ancha, con casas victorianas de cuatro pisos elegantes y bien conservadas. El número 7 tenía un par de puertas macizas, con marcos de caoba. Wexford las cruzó, llegando a un vestíbulo con fotografías monocromas de ánforas y retratos de ruinas tenebrosas. Cruzó otra puerta hasta llegar a la biblioteca. El ambiente era el que cabía esperar, extremadamente tranquilo, y la atmósfera olía a libros eruditos, antiguos y modernos. Había muy poca gente. Uno de los socios estaba entretenido con uno de los grandes catálogos encuadernados en piel, otro estaba firmando por los libros que había sacado. Había, además, dos chicas y un joven absortos en su trabajo tras el pulido mostrador de madera de roble. Una de ellas condujo a Wexford al piso de arriba, atravesando la sala de lectura donde reinaba un silencio sepulcral, hasta llegar, por fin, al despacho de la bibliotecaria jefe, la señorita Marie Marcovitch.

    La señorita Marcovitch era una menuda viejecita, posiblemente de origen judío centroeuropeo. Hablaba un fluido inglés académico con un ligero deje extranjero. Tan distinta a Linda Kipling como puedan serlo dos mujeres, le pidió que tomara asiento y no se mostró sorprendida por el hecho de que hubieran venido a interrogarla sobre un caso de asesinato, aunque al principio no relacionara a la joven que trabajó para ella con la mujer muerta.

    –Se fue de aquí, claro, antes de contraer matrimonio –dijo Wexford–. ¿Cómo la describiría usted, brusca y descortés o nerviosa y tímida?
    –Bueno, era muy tranquila, podríamos decir... pero la pobrecilla está muerta. –Tras una corta vacilación, la señorita Marcovitch prosiguió apresuradamente–. No sé si puedo contarle mucho sobre ella. Era una chica bastante corriente.
    –Me gustaría que me contase todo lo que sabe de ella.
    –Era una chica alta. Vino a trabajar aquí hará unos cinco años. No es costumbre de la biblioteca contratar a gente sin título universitario, pero Ángela era una bibliotecaria cualificada y tenía también algunos conocimientos de arqueología. No tenía experiencia práctica, pero a decir verdad, tampoco la tengo yo.

    El estar rodeado de libros le recordó a Wexford uno que todavía conservaba en su poder.

    –¿Estaba interesada en las lenguas célticas?

    La señorita Marcovitch pareció sorprenderse.

    –No que yo sepa.
    –No importa. Continúe, por favor.
    –Apenas sé cómo seguir, inspector. Ángela hacía su trabajo satisfactoriamente, aunque solía faltar bastante por motivos médicos. Iba mal de dinero... –Una vez más, Wexford notó cierta vacilación–. Quiero decir que no podía arreglárselas con su sueldo y solía quejarse diciendo que era insuficiente. Creo que pedía pequeñas sumas de dinero a otros compañeros de trabajo, pero eso no era asunto mío.
    –Tengo entendido que trabajó aquí varios meses antes de conocer al señor Hathall.
    –No estoy segura de cuándo conoció al señor Hathall. Ángela trabó amistad con el señor Craig, que estaba empleado aquí, pero ya se fue. De hecho, todo el personal de entonces se ha ido, excepto yo. Me temo que no conocí al señor Hathall.
    –Pero conoció a la primera señora Hathall, ¿verdad?

    La bibliotecaria apretó los labios y encogió sus pequeñas manos en el regazo.

    –Parece que estemos chismorreando –dijo remilgadamente.
    –En eso consiste a menudo mi trabajo, señorita Marcovitch.
    –Bien... –Esbozó una inesperada y casi traviesa sonrisa–. Adelante, pues. Yo conocí a la primera señora Hathall. Me encontraba en esta misma biblioteca cuando ella vino. Habrá notado usted que éste es un lugar muy tranquilo. No hay voces fuertes ni movimientos rápidos, un ambiente adecuado a los lectores así como al personal. Debo confesar que me enfadé de verdad cuando esta mujer irrumpió en la biblioteca, fue precipitadamente al mostrador de Ángela y empezó a despotricar contra ella. Era imposible para los lectores no darse cuenta de que estaba reprochando a Ángela haberle robado a su marido. Pedí al señor Craig que la acompañara afuera intentando hacer el menor ruido posible, y luego hice subir a Ángela aquí arriba. Cuando se calmó le dije que, aunque sus asuntos personales no eran cosa mía, no podía permitir que volviese a ocurrir una cosa así.
    –¿Y volvió a ocurrir?
    –No, pero el trabajo de Ángela empezó a resentirse. Era el tipo de persona que se deprime bajo una fuerte presión. Al principio, lo sentí por ella, pero luego no tanto, cuando me dijo que tenía que dejar el trabajo por consejo de su médico.

    La bibliotecaria terminó de hablar, parecía como si hubiera dicho todo lo que tenía que decir y se puso de pie, pero Wexford, en lugar de levantarse, añadió con voz seca:

    –¿No hay nada más, señorita Marcovitch?

    Ella se ruborizó y rió con cierto nerviosismo.

    –¡Qué perspicaz es usted, inspector! Sí, hay algo más. Supongo que se ha percatado de mis vacilaciones. Nunca he contado esto a nadie, pero... está bien, se lo contaré a usted. –Volvió a sentarse, y sus gestos adoptaron un aire de soberbia–. Debido a que los socios de la biblioteca pagan una suscripción bastante elevada (veinticinco libras anuales) y a que cuidan bien de los libros, no cobramos suplementos cuando se retrasan en su devolución. Como supondrá, no lo hacemos público, y los nuevos socios se llevan una agradable sorpresa al comprobar que, cuando devolvían los libros que habían tenido quizá dos o tres meses, no se les cobraba recargo alguno.

    »Hace tres años y medio, poco después de que Ángela se hubiese marchado, me encontraba en el mostrador de devoluciones cuando un socio me entregó tres libros que pasaban seis semanas de la fecha de retorno. No hubiese dicho nada si el socio no hubiera sacado una libra con ochenta peniques, que me aseguró era el recargo exacto para los libros vencidos; diez peniques por cada semana y libro. Cuando le expliqué que en esta biblioteca no exigíamos pagos de recargo, dijo que era socio desde hacía un año y que sólo se había retrasado una vez en la entrega. En esa ocasión, una señorita, le había pedido una libra con veinte peniques y él no había protestado, porque le parecía razonable.
    »Por supuesto, hice averiguaciones entre el personal y todos parecían completamente inocentes, pero las dos chicas me dijeron que otros socios habían intentado recientemente que les aceptasen recargos por tardanza.

    –¿Cree usted que Ángela fue la responsable?
    –¿Quién pudo haber sido si no? Pero como ya se había ido, no me pareció oportuno llevar este asunto al consejo de administración, pues habría originado problemas y quizá habría acabado en una convocatoria de socios como testigos y todo eso. Además, la chica había estado trabajando bajo presión y era un fraude insignificante. Dudo de que ganara más de diez libras.


    CAPÍTULO IX


    Un fraude insignificante... Wexford no esperaba encontrarse con algo así, y aunque seguramente no tenía importancia, la sombría figura de Ángela Hathall empezaba, como una forma surgiendo de la niebla, a adquirir un contorno más definido. Tenía una personalidad paranoica con tendencia a la hipocondría, inteligente pero incapaz de perseverar en un trabajo fijo; su estado mental sucumbía fácilmente a la adversidad; económicamente inestable y sin escrúpulos para ganar dinero extra por medios fraudulentos. ¿Cómo si no subsistir con quince libras a la semana, que era todo lo que habían tenido para vivir ella y su marido durante un período de casi tres años?

    Salió de la biblioteca y cogió el metro en dirección a Chancery Lane. Craig y Butler, Contables, tenían sus oficinas en la tercera planta de un antiguo edificio cercano al Royal Free Hospital. Observó el lugar, tomó una ensalada y un zumo de naranja en una cafetería y a las tres menos un minuto le acompañaban a la oficina del socio más veterano, William Butler. Su despacho era tan anticuado y silencioso como la biblioteca, y el señor Butler casi tan arrugado como la señorita Marcovitch. Sin embargo, él mostraba una alegre sonrisa, el ambiente era más propio de trabajo que de erudición y el único retrato que había era un óleo de colores que representaba a un anciano, vestido con un traje elegante.

    –Mi antiguo socio, el señor Craig –dijo William Butler.
    –Supongo que sería su hijo quien presentó Robert a Ángela Hathall, ¿no es así?
    –Su sobrino. Paul Craig, el hijo, ha sido mi socio desde la jubilación de su padre. Es Jonathan Craig quien trabajaba en la asociación de arqueología.
    –Tengo entendido que la presentación tuvo lugar en una fiesta de trabajo celebrada aquí mismo.

    El anciano produjo un sonido parecido a la risa.

    –¿Una fiesta aquí? ¿Dónde pondríamos la comida y la bebida, por no hablar de los invitados? Esto les recordaría su declaración de la renta y se deprimirían. No, esa fiesta tuvo lugar en el domicilio particular del señor Craig, en Finchley, con motivo de su jubilación tras cuarenta años de trabajo.
    –¿Conoció allí a Ángela?
    –Fue la única vez que la vi. Una criatura atractiva, con un cierto aire salvaje, como muchas mujeres de hoy en día. Además, llevaba pantalón. Yo, personalmente, considero que una mujer debería ponerse falda para ir a una fiesta. Al principio, Bob Hathall estaba muy encaprichado con ella, eso saltaba a la vista.
    –Eso no debía de gustarle al señor Jonathan Craig.

    Butler volvió a soltar una fina risita.

    –No tenía intenciones serias con ella, eso es cierto. Su mujer no es precisamente guapa, pero está forrada, mi querido amigo, forrada hasta el cuello. Ángela no se habría llevado bien con la familia, no son sociables como yo. En realidad, hasta yo vi con malos ojos que se dirigiese a Paul y le comentase que tenía un trabajo buenísimo, ideal para evadir sus impuestos. Decir eso a un contable es como decir a un médico que te alegras de poder tener acceso a la heroína. –El señor Butler dejó escapar una alegre risa–. Yo conocí a la primera señora Hathall, ¿sabe usted? –añadió–, era muy activa. Tuvimos más de una escena, ella armó un gran escándalo para llegar hasta Bob, y éste se encerró en su oficina. ¡Y qué voz tiene cuando está de mal humor! En una ocasión se sentó en las escaleras durante todo el día esperando a que él saliera. Bob se encerró con llave y no salió en toda la noche. Sabe Dios cuándo se fue la mujer a casa. Al día siguiente volvió a presentarse por aquí y me pidió a gritos que hiciese volver a Bob con ella y con su hija. Fue un auténtico espectáculo. Nunca lo olvidaré.
    –Y como resultado –dijo Wexford–, usted lo despidió.
    –¡No lo despedí! ¿Es eso lo que él va diciendo?

    Wexford asintió.

    –¡Maldita sea! Bob Hathall siempre ha sido un embustero. Le contaré lo que sucedió y después podrá decidir si creerlo o no. Lo mandé llamar después de todo lo ocurrido y le dije que procurase llevar mejor sus asuntos personales. Tuvimos una breve discusión y el resultado fue que él salió como una fiera diciendo que nos dejaba. Intenté disuadirlo. Había entrado a trabajar como auxiliar cuando era un muchacho y se había formado aquí. Le dije que si iba a divorciarse necesitaría bastante dinero y que en Año Nuevo tendría un aumento de sueldo, pero no atendía a razones, no paraba de decir que todo el mundo estaba contra él y contra Ángela. Así que se marchó y encontró un trabajo de media jornada que le fue muy bien.

    Teniendo en cuenta el fraude de Ángela y la observación que hizo a Paul Craig, Wexford preguntó al señor Butler si Robert Hathall había hecho algo alguna vez que pudiese ser interpretado como ilegal, aunque fuera muy leve. El señor Butler pareció sorprenderse.

    –Pues no. Aunque antes he dicho que no siempre decía la verdad, era un hombre honrado.
    –¿Susceptible a las mujeres, diría usted?

    William Butler volvió a reír y movió la cabeza con vehemencia.

    –Tenía quince años cuando llegó aquí, y ya en esa época salía con la que sería su primera mujer. Estuvieron comprometidos durante Dios sabe cuánto tiempo. Le aseguro que Bob era muy estrecho de miras, muy reprimido y no se daba cuenta de que hay más de una mujer sobre la faz de la Tierra. Teníamos una mecanógrafa muy guapa, y por el caso que le hacía podía haber sido una máquina de escribir. Iba como loco detrás de Ángela, se chifló por ella como un escolar romántico. Se despertó de golpe, perdió la dimensión de las cosas. Suele ocurrir. Los que despiertan tarde son siempre los peores.
    –Quizá en esa situación buscase alguna otra...
    –Tal vez fuese así, pero no tengo medios de saberlo. Usted cree que él pudo haber eliminado a Ángela, ¿no es verdad?
    –No me importaría afirmarlo, señor Butler –dijo Wexford mientras se levantaba para irse.
    –Una pregunta tonta, ¿no? La verdad es que yo pensé que iba a asesinar a la otra, se lo aseguro. Allí es donde ella se plantó, justo donde se encuentra usted. Nunca lo olvidaré, mientras viva.


    Howard Fortune era un hombre alto y delgado, flaco como un esqueleto a pesar de su enorme apetito. Tenía el cabello claro de la familia de Wexford, la piel pálida como el papel y los ojos azul claro, pequeños y penetrantes. A pesar de las diferencias, él siempre se había parecido a su tío, y ahora que Wexford había perdido tanto peso, la semejanza era aún mayor. Sentados uno frente del otro en el estudio de Howard, podían haber pasado por padre e hijo ya que, aparte de su parecido, Wexford hablaba con su sobrino con la misma familiaridad con que hablaba a Burden, y Howard respondía sin la delicadeza y el tacto de los primeros días.

    Sus respectivas esposas habían salido. Después de pasar el día de compras, fueron al cine, y tío y sobrino se quedaron solos. Mientras Howard bebía coñac y Wexford se contentaba con un vaso de vino blanco, este último se extendió contando la teoría que ya había expuesto el día anterior.

    –Tal y como yo lo veo –dijo– la única manera de explicar el horror de Hathall (y era auténtico horror, Howard) cuando le conté lo de la huella de la mano, es que él preparó el asesinato de Ángela con la ayuda de una cómplice.
    –¿Una cómplice con quien mantenía una relación amorosa?
    –Es de suponer. Ése sería el motivo.
    –Un motivo que a estas alturas ya no se sostiene, ¿no es cierto? El divorcio es bastante fácil de conseguir y no había hijos de por medio.
    –No lo has comprendido –Wexford hablaba con una intensidad que antes le habría resultado imposible–. Incluso con este nuevo empleo, no podía permitirse el lujo de mantener a dos mujeres divorciadas. Es exactamente el tipo de hombre que consideraría justificado el asesinato para evitarse problemas.
    –O sea que esa amiga vino por la tarde a casa...
    –O fue recogida por Ángela.
    –Eso no lo entiendo, Reg.
    –Una vecina, una mujer llamada Lake, dice que Ángela le comentó que iba a salir. –Wexford bebió un sorbo para ocultar la ligera turbación que le provocaba la mera mención del nombre de Nancy Lake–. No hay que olvidar eso.
    –Bien, es posible –dijo Howard–. La chica mató a Ángela estrangulándola con un collar que no ha sido encontrado, luego limpió sus huellas dactilares pero dejó una en el borde de la bañera. ¿Es ésa la idea?
    –Sí. Luego fue a Londres en el coche de Robert Hathall y lo abandonó en Wood Green. Es probable que vaya allí mañana, pero no tengo muchas esperanzas en lo que pueda descubrir. Lo más seguro es que viva lejos de Wood Green.
    –Y luego irás a esa fábrica de, ¿cómo de llama, Toxborough? No entiendo por qué lo dejas para el final. Después de todo, él trabajó allí desde que se casó hasta pasado el mes de julio.
    –Ésa es la razón, Howard –dijo Wexford–. Es posible que conociese a esa mujer antes que a Ángela, o que la conociera a los tres años de casarse, pero no cabe duda de que estaba profundamente enamorado de Ángela (todo el mundo lo admite), así que, ¿crees que hubiese empezado una nueva relación al principio de su matrimonio?
    –No, no lo creo. ¿Tiene que ser necesariamente alguien que conoció en el trabajo? ¿Por qué, no una amiga que hubiese conocido en cualquier acto social, o la mujer de un amigo?
    –Pues porque no parece haber tenido muchos amigos, lo cual no es tan difícil de entender. Durante su primer matrimonio cabe suponer que él y su mujer habrían hecho amistad con otras parejas casadas, pero ya sabes cómo son esas cosas, Howard. En estas situaciones, las amistades de una pareja casada son los vecinos o las amigas de ellas con sus maridos. ¿No es probable que en el momento del divorcio todas esas personas mantuviesen la amistad de Eileen Hathall? En otras palabras, continuarían siendo amigos de ella y lo abandonarían a él.
    –Por tanto, esta mujer podría ser alguien que él hubiese conocido por la calle o en un bar. ¿Has pensado en eso?
    –Desde luego; si es así, las posibilidades de encontrarla son escasas.
    –Bien, mañana te toca ir a Wood Green. Yo tengo el día libre. Por la noche he de hablar en Brighton y después pensaba dar una vuelta, pero puede que primero vaya contigo.

    Una llamada telefónica cortó las muestras de agradecimiento de Wexford por este ofrecimiento. Howard cogió el auricular y sus primeras palabras, dichas cordialmente pero con frialdad, fueron para decir a su tío que le llamaba un conocido. Cuando le pasaron el teléfono, oyó la voz de Burden.

    –Las buenas noticias, primero –dijo el inspector–, si se pueden llamar buenas –y le explicó a Wexford que por fin se había presentado alguien que afirmaba haber visto el coche de Hathall por el camino de Bury Cottage, a las tres y cinco de la tarde del pasado viernes, pero sólo se fijó en la persona que conducía, que describió como una joven de cabello oscuro vestida con una camisa o blusa roja a cuadros. Estaba seguro de haber visto a otra persona, creía que se trataba de una mujer, pero no era capaz de dar más detalles. El testigo iba en bicicleta por Wool Lane en dirección a Wool Farm y por tanto conducía por el lado izquierdo de la carretera, por lo que sólo pudo ver con claridad al conductor. El coche se había detenido porque él tenía preferencia y, además, porque tenía puesto el intermitente de la derecha y estaba a punto de girar para introducirse en el camino de la casa.
    –¿Por qué no se presentó antes ese tipo?
    –Andaba por ahí de vacaciones, y dice que no había leído ningún periódico hasta hoy.
    –Algunas personas –comentó Wexford refunfuñando– viven como las malditas crisálidas. Si ésa es la buena noticia, ¿cuál es la mala?
    –Puede que no sea mala, no lo sé, pero el jefe ha estado aquí después de que tú te marcharas, quiere verte mañana a las tres en punto.
    –Eso nos impide ir a Wood Green –dijo Wexford pensativamente a su sobrino después de contarle lo que Burden le había explicado–. Tendré que volver y tratar de pasar por Croydon o Toxborough. No dispondré de tiempo suficiente para ir a los dos sitios.
    –Escucha, Reg, ¿por qué no te llevo a Croydon y luego a Kingsmarkham por Toxborough? Todavía me quedarán tres o cuatro horas para estar en Brighton.
    –Gracias, Howard, pero es excesivo.
    –Al contrario, tengo mucho interés por ver a esa fiera, la primera señora Hathall. Tú vienes conmigo y Dora se queda aquí. Sé que Denise quiere estar en casa el viernes para ir a alguna fiesta que otra.

    Wexford tuvo que convencer a Dora, que llegó diez minutos más tarde, para que aceptara quedarse en Londres hasta el domingo.

    –Pero ¿te sentirás bien tú solo?
    –Claro que sí, mujer, y espero que tú también. Personalmente, creo que perecerás congelada por el frío de ese horrible aire acondicionado.
    –Tengo mis reservas subcutáneas, querido, para mantener el calor.
    –No como tú, tío Reg –dijo Denise, que al entrar había oído la última frase–. Toda tu grasa se ha derretido por completo. ¿Seguro que se debe sólo a la dieta? El otro día leí en un libro que los hombres que tienen distintas relaciones amorosas conservan bien la línea, porque inconscientemente hunden el estómago cada vez que cortejan a una mujer.
    –Pues ahora ya sabemos qué pensar –dijo Dora.

    Wexford, que en ese momento había hundido el estómago inconscientemente, no se sonrojó como habría sido su reacción el día anterior. Se estaba preguntando qué ocurriría en esa reunión con el comisario jefe, y la respuesta no era en absoluto agradable.


    CAPÍTULO X


    La casa que había comprado Robert Hathall durante su primer matrimonio era una de esas casitas adosadas que proliferaron durante los años treinta. Tenía una ventana en el cuarto de estar, un aguilón sobre la del dormitorio y un decorativo dosel de madera, parecido a los que a veces se ven protegiendo los andenes en las estaciones provincianas de ferrocarril, sobre la entrada principal. Había otros cuatrocientos exactamente iguales en la calle, una ancha carretera donde el tráfico que iba hacia el sur se aglomeraba.

    –Esta casa –dijo Howard– fue construida por unas seiscientas libras.
    –Hathall habrá pagado unas cuatro mil por ella, diría yo.
    –¿Cuándo se casó?
    –Hace diecisiete años.
    –Quizá sí que pagó esa cantidad. Actualmente, alcanzaría las dieciocho mil libras.
    –Pero no puede venderla –dijo Wexford–. Yo diría que le vendría bien ese dinero. –Salieron del coche y subieron hasta la puerta principal.

    Ella no tenía aspecto de arpía. Tendría unos cuarenta años, buen color, poca estatura, su figura robusta y achaparrada apenas cabía en su ajustado traje verde. Era una de esas mujeres que el paso del tiempo había estropeado notablemente. Todavía se reflejaba en su piel y en su cabello rojizo, antaño rubio, las sombras fantasmales de la juventud marchitada. Los hizo entrar en el cuarto de estar. Sus muebles no tenían el encanto de los de Bury Cottage, pero relucían de la misma manera. Había algo opresivo en la pulcritud y en la ausencia de un solo objeto que no fuese totalmente convencional. Wexford buscó en vano cualquier cosa, tal vez un cojín con encajes hechos a mano, un dibujo original o una planta, que expresase algo de la personalidad de la mujer y de la niña que vivían allí, pero no encontró nada, ni un libro, ni siquiera una revista, ni tampoco los indicios de cualquier afición. Parecía un escaparate antes de que el dependiente le proporcionase un aire hogareño. Aparte de una fotografía enmarcada, el único cuadro era la reproducción de una gitana española con un sombrero negro sobre su cabello rizado y una rosa entre los dientes, que Wexford había visto en un centenar de bares. Pero incluso este cuadro estereotipado tenía más vida que el resto de la habitación; la boca de la gitana parecía evidenciar una mueca de desdén al contemplar los estériles alrededores en los que estaba condenada a pasar el tiempo.

    Aunque era media mañana y Eileen Hathall había sido avisada con anticipación de la visita, no les ofreció nada para beber. O bien había heredado los modales de su suegra o su propia falta de hospitalidad había sido uno de los rasgos que tanto apreciaba en ella la anciana. Sin embargo, la señora Hathall en algunos aspectos de su vida privada, lejos de mantenerse reservada, se mostró amargamente expansiva.

    Al principio parecía contenerse. Wexford empezó preguntándole cómo había pasado la noche del viernes, y ella respondió con voz bastante tranquila que estuvo en casa de su padre en Balham, porque su hija se había marchado a pasar el día a Francia, en un viaje con el colegio, del que no había vuelto hasta la medianoche. Dio a Wexford la dirección de su padre. Howard, que conocía bien Londres, se percató de que se trataba de una calle contigua a la de la anciana señora Hathall. Eso fue suficiente. Eileen se ruborizó y al mismo tiempo sus ojos ardieron con resentimiento, que era quizá la principal de sus características.

    –Bob y yo crecimos juntos. Fuimos al mismo colegio y no pasaba un día sin que nos viésemos. Después de casarnos no nos separamos ni una sola noche hasta que apareció esa mujer.

    Wexford, que creía imposible que alguien ajeno pudiera romper un matrimonio sólido y feliz, no hizo ningún comentario. Se había preguntado con frecuencia cuál era la actitud mental que considera a las personas como cosas y a los cónyuges como objetos que se pueden robar como si fueran aparatos de televisión o collares de perlas.

    –¿Cuándo vio por última vez a su marido, señora Hathall?
    –No lo he visto desde hace tres años y medio.
    –Pero supongo que, aunque usted tiene la custodia, él tiene algún contacto con Rosemary, ¿no es así?

    Su rostro se había agriado un poco más, como si un cáncer estuviese devorándola.

    –Se le permitía verla los domingos. Yo la mandaba a casa de mi ex suegra y desde allí él la recogía y se la llevaba a pasar el día por ahí.
    –¿Ustedes coincidían en esas ocasiones?

    Ella bajó la mirada, tal vez para ocultar su humillación.

    –Él comentó que no se presentaría si iba a encontrarme a mí allí.
    –Usted ha dicho que «la mandaba», señora Hathall. ¿Quiere decir que esos encuentros entre padre e hija ya no se producen?
    –Bueno, ella es casi una mujer, ¿no? Ya tiene edad para decidir por su cuenta. La madre de Bob y yo siempre nos hemos llevado bien, ha sido como una segunda madre para mí. Rosemary se dio cuenta de que su padre me había hecho sufrir, por lo que es lógico que estuviera resentida. –La arpía empezaba a hablar con el tono de voz que el señor Butler le comentó que no olvidaría jamás–. Ella se puso contra él. Pensó que había hecho algo mal.
    –¿Así que dejó de verle?
    –Ella no quería verle. Dijo que tenía cosas mejores que hacer los domingos, y su abuela y yo pensamos que no le faltaba razón. Sólo fue una vez a su casa y al volver se encontraba en un estado lamentable; llorando y gimiendo. No me extraña, ¿imagina usted a un padre, que deja a su hija pequeña, besando a otra mujer? Pues eso es lo que pasó. Cuando llegó la hora de marcharse, Rosemary le vio abrazar y besar a esa mujer. Y no fue uno de esos besos corrientes, sino de los que se ven en la televisión, dijo Rosemary. De todas maneras prefiero no entrar en detalles, aunque sentí repulsión, se lo aseguro. Concluyendo, la niña no puede aguantar a su padre, y no la culpo. Lo único que espero es que no le afecte psicológicamente.

    Se había ruborizado y no paraba de abrir y cerrar los ojos. En aquel momento, con la cabeza inclinada, tenía algo en común con la gitana de la pared.

    –A él no le gustó su reacción. Suplicó a Rosemary que le viese, le escribió cartas y Dios sabe qué. Le envió regalos y quiso llevársela de vacaciones. Bob, que decía no tener ni un céntimo, luchó con uñas y dientes para intentar impedir que me quedase con esta casa y con un poco de dinero para vivir. ¡Ah!, tiene dinero de sobra cuando se pone a gastar, tiene dinero para gastar en todo el mundo excepto en mí.

    Howard observando la fotografía enmarcada le preguntó si era de Rosemary.

    –Sí, ésa es mi Rosemary. –Todavía sin respiración tras la carga de invectivas, Eileen habló entrecortadamente–. Se la hicieron hace seis meses.

    Los dos policías miraron el retrato de una chica de rostro plano y pesado, que llevaba una pequeña cruz de oro sobre la blusa, cuyo cabello lacio y oscuro caía sobre sus hombros, y que guardaba un notable parecido con su abuela paterna. Wexford, que se sintió incapaz de mentir afirmando que era guapa, preguntó qué iba a hacer al acabar el colegio. Fue una buena pregunta, ya que tuvo un efecto relajante en Eileen, cuya amargura dio paso, aunque sólo brevemente, al orgullo.

    –Irá a la universidad. Todos sus profesores sostienen que tiene aptitudes y yo no quiero impedírselo. No necesita ganarse la vida. Bob ahora tendrá de sobra. Le he comentado a mi hija que no me importa si continúa estudiando hasta los veinticinco años. Voy a decirle a la madre de Bob que le pida a su hijo que le regale un coche cuando cumpla los dieciocho. Después de todo, ahora es como tener veintiuno, ¿no es verdad? Mi hermano la ha estado enseñando a conducir y se examinará cuando cumpla diecisiete años. Es deber de su padre regalarle un coche. Sólo por haberme arruinado la vida no es razón suficiente para arruinar la de mi hija, ¿verdad?

    Wexford le ofreció la mano cuando se iban. Ella se la dio con desgana, lo cual evidenciaba la falta de gracia que parecía ser un rasgo característico de todos los Hathall y de sus conocidos. Bajó la vista y la mantuvo durante el tiempo suficiente para asegurarse de que no había ninguna cicatriz en el dedo índice.

    –Debemos estar agradecidos por las esposas que tenemos –dijo Howard devotamente cuando estuvieron otra vez en el coche en dirección al sur–. En todo caso, Hathall no mató a Ángela para regresar con ésa.
    –¿Has notado que no mencionó la muerte de Ángela? Ni siquiera para decir que sentía su fallecimiento. Nunca había conocido una familia tan llena de odio. –Wexford pensó de pronto en sus dos queridas hijas, en cuya educación él había gastado dinero felizmente–. Debe de ser horrible mantener a alguien a quien odias y comprar regalos a quien han enseñado a odiarte –concluyó.
    –Desde luego. ¿Y de dónde salía el dinero para esos regalos y para esas proyectadas vacaciones, Reg? Con sólo quince libras a la semana...

    A las doce menos cuarto llegaban a Toxborough. Wexford estaba citado en la factoría Kidd’s a las doce y media, por lo que tomaron una comida ligera en un restaurante de las afueras antes de buscar la fábrica. Ésta, una gran estructura de hormigón, era de donde salían los juguetes que había visto a menudo en televisión y que se comercializaban con el nombre de Kidd’s Kits. El gerente, un tal señor Aveney, le explicó que tenían trescientos trabajadores en nómina, la mayoría mujeres que estaban a tiempo parcial. El personal de oficina era reducido, estaba formado por él, el jefe de personal, el contable –sucesor de Hathall–, su propia secretaria, dos mecanógrafas y la chica de la centralita.

    –Usted desea saber qué personal femenino teníamos en la oficina cuando trabajaba con nosotros el señor Hathall. Teniendo en cuenta lo que me contó por teléfono, he hecho lo posible por confeccionarle una lista de nombres y direcciones. Sin embargo, es asombroso cómo cambian de trabajo en pocos meses. No queda nadie en la oficina que estuviera aquí cuando se encontraba el señor Hathall, y sólo han pasado diez semanas. El jefe de personal hace cinco años que está con nosotros, pero su despacho está en el piso de abajo y no creo que se conociesen.
    –¿Recuerda si mantenía una relación especial con alguna chica?
    –No lo recuerdo –dijo el señor Aveney–. Estaba loco por su mujer, a la que asesinaron. Jamás he conocido a un hombre que estuviera tan enamorado de su mujer como él. Para Hathall, ella era Marilyn Monroe, la mujer del Sha de Persia y la Virgen María en una misma persona.

    Wexford estaba cansado de oír hablar de la locura que sentía Hathall por su mujer. Echó un vistazo a la larga lista, y encontró la clase de nombres que todas las jóvenes parecen tener últimamente. June, Jane, Susan. Linda y Julie. Todas ellas vivían en Toxborough y ninguna había permanecido más de seis semanas en Kidd’s. Tuvo la horrible visión de largas semanas de trabajo inútil, mientras media docena de sus hombres recorrían el condado en busca de Jane, Julie o Susan, y metió la lista en la cartera.

    –Su amigo comentó que le gustaría ver los talleres, de manera que, si le parece bien, podemos bajar a buscarlo.

    Encontraron a Howard custodiado por «una Julie» que le conducía entre los bancos, donde las mujeres vestidas con mono y turbante en la cabeza estaban arreglando la ropa de las muñecas de plástico. La fábrica estaba bien aireada y era agradable, exceptuando el olor a celulosa y un par de altavoces desde donde se oía la seductora voz de Engelbert Humperdinck implorando la libertad y que le permitiesen volver a amar de nuevo.

    –Ha sido más bien una pérdida de tiempo –dijo Wexford cuando se hubieron despedido del señor Aveney–. Ya imaginé que lo sería. De todos modos aún queda bastante tiempo para tu cita a la hora de cenar. No hay más de media hora de aquí a Kingsmarkham ¿Quieres que tome el camino más rápido para evitar el tráfico y enseñarte un par de puntos interesantes?

    Howard asintió, y su tío le explicó cómo llegar a la carretera de Myringham. Atravesaron la ciudad pasando por el centro comercial, cuya fealdad había ofendido notablemente a Mark Somerset, y donde éste se había encontrado con los Hathall en plena fiebre consumista.

    –Sigue las señales de Pomfret mejor que las de Kingsmarkham y luego te explicaré cómo llegar a Kingsmarkham pasando por Wool Lane.

    Obedientemente, Howard siguió las señales y en diez minutos se hallaban en la carretera comarcal. El paisaje permanecía intacto, las colinas ondulantes de Sussex estaban pobladas de árboles, de enormes bosques de abetos y granjas pequeñas con tejados de madera, situadas en las hondonadas. La cosecha estaba lista para la recolección y en los lugares en que el trigo estaba cortado los campos brillaban como hojas doradas bajo el sol.

    –Cuando estoy aquí –dijo Howard–, siento que es verdad lo que dijo Orwell acerca de que los hombres reconocen interiormente que lo mejor que se puede hacer en el mundo es pasar un buen día en el campo. Y cuando estoy en Londres estoy de acuerdo con Charles Lamb.
    –¿Quieres decir que prefieres ver a la gente haciendo cola en un teatro que a todos los rebaños de ovejas de Epsom Downs?

    Howard se echó a reír y asintió.

    –¿He de evitar esa curva de Sewingbury?
    –Has de coger la curva hacia Kingsmarkham, llegaremos dos kilómetros después. Es una pequeña carretera lateral que acaba convirtiéndose en Wool Lane. Creo que Ángela vino en coche por aquí el viernes pasado con su pasajera. Pero ¿de dónde venía?

    Howard tomó la curva. Pasaron Wool Farm y vieron la señal de Wool Lane, donde la carretera se transformaba en un estrecho túnel. De haberse cruzado con otro coche, su conductor o Howard hubiesen tenido que desviarse hacia la cuneta para permitir el paso del otro vehículo, pero no encontraron ninguno. Los conductores la evitaban por estrecha y peligrosa y pocos forasteros la tomaban como carretera de paso.

    –Bury Cottage –dijo Wexford.

    Howard aminoró la velocidad ligeramente, al tiempo que Robert Hathall apareció desde el lado de la casa con unas tijeras de jardín en las manos. No levantó la vista, sino que empezó a cortar las margaritas. Wexford se preguntó si su madre le habría ordenado esa desacostumbrada tarea.

    –Ése es –dijo Wexford–. ¿Lo has visto bien?
    –Lo suficiente para identificarlo otra vez –dijo Howard–, aunque supongo que no tendré que hacerlo.

    Se separaron en la comisaría de policía. El Land Rover del comisario jefe ya se encontraba aparcado en el antepatio. Había llegado temprano a su cita, al igual que Wexford. No tenía necesidad alguna de entrar corriendo compungido y sin respiración, por lo que anduvo despreocupadamente hasta donde se extendía la alfombra y le esperaba la bronca.

    –Adivino de qué se trata, señor. Hathall se ha quejado.
    –El que lo hayas adivinado –dijo Charles Griswold– no hace más que empeorar las cosas. Frunció el entrecejo y se irguió con toda su altura, que era bastante superior al metro ochenta de Wexford. El jefe tenía un extraño parecido con el general De Gaulle, cuyas iniciales compartía, y debía de ser consciente de ello. Sólo una casualidad puede explicar un parecido físico con un personaje famoso. Sólo el conocimiento de ello, y los continuos comentarios de amigos y enemigos, pueden explicar las semejanzas entre una personalidad y la otra. Griswold tenía la costumbre de hablar de Mid-Sussex, su tierra, con tonos muy similares a los empleados por el estadista al referirse a La France–. Me ha enviado una carta en la que se queja de tu actitud. Dice que has intentado cazarle con la utilización de métodos muy poco ortodoxos. Mencionó algo sobre una huella dactilar y que luego salió sin esperar tu respuesta. ¿Tienes motivos para pensar que él mató a su mujer?
    –No con sus propias manos, señor. Se encontraba en su oficina en Londres cuando sucedió todo.
    –Entonces ¿a qué demonios estás jugando? Estoy orgulloso de Mid-Sussex. Toda mi vida profesional la he dedicado a Mid-Sussex. Estaba orgulloso de la rectitud de mis subordinados, seguro de que su conducta no sólo estaría fuera de todo reproche, sino que además sería bien vista. –Griswold suspiró profundamente. «Dentro de un instante –pensó Wexford–, dirá “L’état, c’est moi”»–. ¿Por qué estás acosando a ese hombre, persiguiéndolo?, como él dice.
    –Perseguir –dijo Wexford– es el término que acostumbra a usar.
    –¿Y eso qué significa?
    –Es un paranoico, señor.
    –No emplees conmigo esa jerga de psiquiatras, Reg. ¿Tienes una sola prueba contra ese tipo?
    –No, únicamente la impresión personal de que él mató a su mujer.
    –¿Una impresión? ¿Una impresión? Últimamente se habla demasiado de impresiones y a tu edad deberías tener más juicio. ¿Qué quieres decir entonces? ¿Que tenía un cómplice? ¿Sabes quién puede ser ese cómplice? ¿Tienes alguna prueba contra él?
    –¿Qué otra cosa puedo decir más que «No, señor, no tengo pruebas»?, pero me gustaría poder ver esa carta.
    –No puedes. Ya te he explicado lo que pone. Agradece que te evite las desagradables observaciones sobre tus modales y tu táctica. Dice que le has robado un libro.
    –Por amor de Dios... ¿no se creerá eso?
    –Bueno, no, pero devuélveselo, y déjalo en paz a partir de ahora, ¿entendido?
    –¿Dejarlo en paz? –dijo Wexford horrorizado–. Debo hablar con él. No hay otro camino para la investigación.
    –He dicho que lo dejes en paz. Es una orden. No quiero oír hablar más de ello. No quiero tener la fama de sacrificar Mid-Sussex a tus impresiones.


    CAPÍTULO XI


    Aquel suceso marcó el final de la investigación oficial de Wexford sobre la muerte de Ángela Hathall.

    Más adelante, al volver la vista atrás, fue consciente de que a las tres y veintiún minutos de la tarde del jueves, dos de octubre, desapareció toda esperanza de resolver el caso de asesinato de una forma directa. Pero en aquel momento no lo sabía. Sólo sentía agravio y enfado, y se resignó ante los retrasos irritantes en la investigación provocados por el hecho de no poder perseguir a Hathall. Todavía pensaba que había vías abiertas para descubrir la identidad de la mujer sin necesidad de volver a molestar a Hathall. Podía delegar el trabajo. Burden y Martin procederían con más tacto. Pondría hombres que controlasen a las chicas de la lista de Aveney. Hathall se había traicionado a sí mismo, era culpable y, por tanto, el crimen acabaría llamando a sus puertas.

    Sin embargo, se sentía desanimado. De regreso a Kingsmarkham había dado vueltas a la posibilidad de telefonear a Nancy Lake, aprovechando la ausencia de Dora, pero incluso una inocente cena con ella, perdía el sabor que había tenido la perspectiva. No se puso en contacto con ella, ni tampoco telefoneó a Howard. Pasó un fin de semana en soledad, maldiciendo la suerte de Hathall y su propia estupidez por no haber tenido más cuidado al tratar esa personalidad quisquillosa e irritable.

    Le envió el libro De los hombres y los ángeles, acompañado de una amable nota lamentando haberlo tenido tanto tiempo. No recibió ninguna respuesta de Hathall, quien debía, pensó el inspector jefe, estar frotándose las manos con regocijo.

    El lunes por la mañana volvió a la fábrica Kidd’s de Toxborough. El señor Aveney pareció encantado de verle –las personas que no pueden ser incriminadas suelen colaborar con alegre placer en las pesquisas de la policía–, pero su colaboración no fue de mucha ayuda.

    –¿Cree que el señor Hathall hubiese podido conocer a otra mujer aquí? No sé, por ejemplo a una representante de ventas.
    –Todos los representantes trabajan desde nuestra oficina de Londres. Sólo hay una mujer entre ellos y él no la conoció. ¿Qué hay de los nombres que le di? ¿No ha habido suerte?

    Wexford meneó la cabeza.

    –Por el momento, no.
    –No encontrará nada allí. Así que sólo quedan las asistentas de la limpieza. Tenemos una asistenta que trabaja aquí desde que empezamos, pero ya tiene sesenta y dos años. Claro que tiene un par de chicas que la ayudan en su trabajo, pero siempre varían, como el resto de nuestro personal. Supongo que podría darle otra lista de nombres. Yo no suelo coincidir con ellas y el señor Hathall tampoco las veía. Siempre acaban de limpiar antes de que entremos nosotros. La única que recuerdo es una chica que era muy honrada. En una ocasión se quedó una mañana para entregarme un billete de una libra que había encontrado debajo de un escritorio.
    –No se moleste haciendo esa lista, señor Aveney. Es evidente que no encontraremos nada.
    –Tienes Hathallitis –dijo Burden durante la segunda semana tras la muerte de Ángela.
    –Suena a problema respiratorio.
    –Nunca te había visto tan... bueno, iba a decir obsesionado. No tienes la más mínima prueba de que Hathall saliese con otra mujer, y mucho menos que conspirase con ella para cometer el asesinato.
    –La huella de la mano –dijo Wexford obstinadamente– y esos pelos largos y oscuros, además de la mujer que vieron con Ángela en el coche...
    –El testigo no está seguro de que fuera una mujer. ¿Cuántas veces hemos visto a alguien en la otra acera de la calle y no hemos sido capaces de distinguir si era un hombre o una mujer? Siempre afirmas que la nuez de Adán es la única marca distintiva. ¿Puede fijarse un ciclista que echó una mirada rápida a un coche en si el pasajero tenía la nuez de Adán? Hemos investigado a todas esas chicas de la lista, excepto la que se encuentra en los Estados Unidos y la que estuvo en el hospital el día diecinueve. La mayoría apenas recordaba quién era Hathall.
    –¿Cuál es tu hipótesis, entonces? ¿Cómo explicas la huella de la bañera?
    –Te lo diré. Fue un hombre quien mató a Ángela. Ella estaba sola y lo recogió en el coche, como dijiste al principio. La estranguló (quizá por accidente) mientras intentaba quitarle el collar. ¿Por qué habría de dejar huellas?, ¿por qué habría de tocar algo más en la casa, excepto a Ángela? Si lo hizo, no habría muchas y las pudo haber limpiado. La mujer que dejó la huella no estaba ni siquiera involucrada. Era una automovilista que pasaba por allí y pidió usar el teléfono.
    –¿Y el cuarto de baño?
    –¿Por qué no? Estas cosas suelen pasar. Algo similar ocurrió ayer en mi propia casa. Mi hija se encontraba sola y llegó un joven que había venido andando desde Stowerton porque nadie lo cogía en coche, y le pidió un vaso de agua. Ella le dejó entrar, ya puedes imaginar cómo me puse al enterarme, y también le dejó usar el cuarto de baño. Tuvo la suerte de que era una persona normal y no pasó nada. Pero ¿por qué no pudo haber pasado algo semejante en Bury Cottage? La mujer no se ha presentado porque ni siquiera conoce el nombre de la casa ni el de la mujer que la dejó pasar. Sus huellas no están en el teléfono porque Ángela todavía estaba limpiando cuando llamó. ¿Acaso no es más razonable que la idea de una conspiración que carece del más mínimo fundamento?

    A Griswold le gustó la teoría y Wexford se encontró con la acusación de realizar una investigación basándose en un postulado insostenible. Se vio obligado a divulgar un mensaje por todo el país para localizar a una automovilista con amnesia y a un ladrón que mató por accidente para obtener un collar sin valor. No se encontró a ninguno de los dos, ninguno adoptó más forma que los vagos contornos que Burden y los periódicos hablaban de ellos como si existiesen. En cuanto a Robert Hathall, Wexford supo que había dado una serie de sugerencias útiles para seguir las pistas. El comisario jefe no podía comprender por qué Wexford creía que aquel hombre sufría de persecución o tenía mal genio. Nada podía ser más útil que su actitud después de haber impedido a Wexford el contacto directo con él.

    Wexford pensó que pronto se hartaría de todo el asunto. Las semanas pasaban sin nuevos progresos. Al principio es enloquecedor que se prescinda del conocimiento de lo que uno sabe. Luego, cuando aparecen nuevos trabajos e intereses, se convierte en algo simplemente molesto y al final, en un aburrimiento. Wexford se habría sentido satisfecho de haber considerado a Robert Hathall un pelmazo. Después de todo, era imposible resolver todos los casos de asesinato. A lo largo de la historia, cientos de ellos no han hallado solución. El derecho y la justicia, naturalmente, deberían prevalecer, pero el factor humano lo hace imposible. Algunos logran escapar, y Hathall iba a ser uno de ellos. Suponía que ya debían de haberlo relegado a las filas de los pelmazos, pues no era un hombre interesante sino esencialmente irritante y sin sentido del humor. No obstante, Wexford no podía pensar en él como tal. Quizá era aburrido, pero lo que había hecho no lo era. Wexford quería saber por qué lo había hecho, cómo y con qué ayuda, y también con qué medios. Por encima de todo sentía la justificada indignación de saber que un hombre podía matar a su mujer, llevar a su madre para que encontrase el cadáver y ser considerado por las autoridades un perfecto colaborador.

    No debía permitir que todo eso se convirtiera en una obsesión. Se recordó a sí mismo que era un hombre razonable, inteligente, un policía con un buen trabajo que desempeñar, no un verdugo a la caza del asesino por una misión política o una causa santa. Tal vez el hambre que había pasado para adelgazarse le había hecho perder su ecuanimidad, pues sólo una persona estúpida consigue una buena figura a costa de una mente desequilibrada. Teniendo esto en cuenta, se mantuvo tranquilo cuando Burden le dijo que Hathall iba a dejar Bury Cottage, y contestó con sarcasmo:

    –Supongo que se me permitirá saber adonde va.

    Burden, según Griswold, tenía buen tacto y había sido, durante el otoño, el vínculo con Hathall. Wexford lo llamaba «el enviado de Mid-Sussex», añadiendo que imaginaba que «nuestro hombre» en Wool Lane estaría en posesión de secretos del más alto nivel.

    –De momento está viviendo en casa de su madre en Balham y desea coger un piso en Hampstead.
    –El vendedor le estafará –comentó Wexford con amargura–, el servicio de trenes será pésimo. Le harán pagar un alquiler desorbitado por el aparcamiento y alguien construirá un bloque de viviendas que le arruinará las vistas. Concluyendo, será muy feliz.
    –No sé por qué lo describes como un masoquista.
    –Lo describo como un asesino.
    –Hathall no mató a su mujer, lo que ocurre es que tiene una desafortunada forma de ser que te saca de quicio.
    –¿Una desafortunada forma de ser? ¿Por qué no ser francos y decir que tiene ataques? Es alérgico a las huellas dactilares. Dile que has encontrado una en su bañera y padecerá un ataque epiléptico.
    –No llamarás a eso una prueba, ¿verdad? –dijo Burden con frialdad, y se puso las gafas con la intención de mirar, pensó Wexford, a su oficial superior con aire de censura.

    La idea de que Hathall se marchase para comenzar la nueva vida que había planeado y por la cual había asesinado, era perturbadora. El que sucediese algo así era debido casi enteramente a la forma de proceder en la investigación. Había estropeado las cosas al ser duro con el tipo de persona que nunca respondería a ese tipo de trato. Ahora no podía actuar de ningún otro modo porque la personalidad de Hathall era intocable y las pistas sobre la identidad de la mujer desconocida se hallaban en su sagrada mente. ¿Serviría de algo conocer la nueva dirección de Hathall? Si no se le había permitido hablar con él en Kingsmarkham, ¿qué esperanzas podía albergar de romper su intimidad en Londres? Durante mucho tiempo el amor propio le impidió pedir noticias sobre él a Burden, y éste no se las ofreció hasta un día de abril, mientras comían en el Carrusel. Durante la conversación, Burden dejó caer la nueva dirección de Hathall, empezando su observación con un «por cierto», como si estuviesen hablando de un conocido suyo, de un hombre por quien no profesaba más que un interés pasajero.

    –O sea, que me lo dices ahora –dijo Wexford a su botella de salsa de tomate.
    –No parece haber ninguna razón por la que no debieras saberlo.
    –Supongo que primero fue aprobado por el ministro del interior, ¿no?

    Tener la dirección tampoco servía de mucho y su situación decía muy poco a Wexford. Estaba preparado para sacar el tema de vez en cuando, sabiendo que las discusiones que ambos mantenían sólo servían para hacerles sentir molestos. Lo extraño es que fuese Burden quien sacase el tema. Tal vez había hecho caso omiso de la observación de Wexford, o más probablemente, no le disgustaba la idea de la importancia que pudiera otorgar a esta noticia si no la hubiese revelado.

    –Siempre he pensado que tu teoría carece de fundamento. Si Hathall hubiera tenido una cómplice con una cicatriz en el dedo, se habría preocupado de que llevase guantes, porque con sólo dejar una huella, nunca hubiera sido capaz de vivir o casarse con ella, ni siquiera de volver a verla. Y tú crees que mató a Ángela para conseguir eso. No puede ser. Es muy sencillo, si lo ves de este modo.

    Wexford no añadió comentario alguno, ni dejó traslucir su emoción, pero esa noche al llegar a casa estudió un plano de Londres, hizo una llamada telefónica y pasó un rato estudiando el estado de su cuenta bancaria.


    Los Fortune habían venido a pasar el fin de semana. Tío y sobrino bajaron caminando por Wool Lane y se detuvieron frente a la casa, que todavía no había sido alquilada. El ciruelo estaba lleno de flores blancas y detrás de la casa había unos corderitos paciendo en la colina, cuya cumbre estaba coronada por un anillo de árboles.

    –A Hathall tampoco le gustan los rebaños de ovejas –comentó Wexford, recordando una conversación que habían mantenido cerca de ese lugar–. Se ha ido lo más lejos posible de Epsom Downs, aun siendo del sur de Londres. Está viviendo en West Hampstead. Dartmeet Avenue. ¿Lo conoces?
    –Sé dónde se encuentra, entre Finchley Road y End Lane. ¿Por qué eligió Hampstead?
    –Sin duda porque está lejos del sur de Londres, donde vive su madre, su ex mujer y su hija. –Wexford acercó el rostro a una rama florida del ciruelo y olió su aroma–. Eso es lo que yo creo. –Tiró la rama, esparciendo los pétalos por la hierba. Pensativamente, añadió–: parece llevar una vida de celibato. La única mujer que ha sido visto con él es su madre.

    Howard pareció intrigado.

    –¿Quieres decir que tienes un... un espía?
    –No es un gran espía –admitió Wexford–, pero es lo mejor y más seguro que he podido encontrar. A decir verdad, es el hermano de un antiguo cliente mío, un tipo llamado Monkey Matthews. Se llama Ginge. Vive en Kilburn.

    Howard rió con simpatía.

    –¿Qué hace este Ginge?, ¿seguirlo?
    –No exactamente. Pero lo vigila. Le doy una remuneración. De mi propio bolsillo, naturalmente.
    –No me había dado cuenta de que ibas tan en serio.
    –No recuerdo haber procedido tan en serio por una cosa así en toda mi carrera profesional.

    Se marcharon de allí. Empezaba a levantarse brisa y a hacer frío.

    Howard volvió la vista atrás para contemplar el túnel de árboles y dijo tranquilamente:

    –¿En qué cifras tus esperanzas, Reg?

    Su tío no respondió enseguida. Habían pasado junto a la casita de campo, en cuyo aparcamiento se encontraba el coche de Nancy Lake, sin que él hablase. Estaba profundamente absorto en sus pensamientos, tan silencioso y meditabundo que Howard pensó que tal vez había olvidado la pregunta o que carecía de respuesta; sin embargo, al llegar a Stowerton Road, respondió:

    –Durante mucho tiempo me pregunté por qué Hathall se horrorizó tanto cuando le expliqué lo de la huella. El motivo era que no quería que se descubriese a la mujer, por supuesto, pero al recuperarse, no era sólo miedo lo que aparentaba, era algo así como una tristeza enorme. Llegué a la conclusión de que reaccionó de ese modo porque había hecho matar a Ángela para poder unirse con esa mujer, y entonces comprendió que no podría hacerlo.

    »Luego reflexionó. Escribió esa carta de protesta a Griswold para quitarme de en medio ya que sabía que yo lo había descubierto. Pero ahora se ha salido con la suya y ha conseguido lo que quería, vivir con ella. No es como lo había planeado, pues no podrá mudarse a Londres en secreto y después entablar una amistad con una joven, no podrá representar al viudo solitario buscando consuelo en una nueva amiga con quien, después de un tiempo, se casaría. Eso ya no le es posible. Aunque consiguiese desviar la atención de Griswold, no se atrevería a intentarlo. La huella fue encontrada y por mucho que parezca que no le prestamos atención, no podrá cortejarla públicamente y luego casarse con una mujer cuya mano la delataría. La traicionaría ante cualquiera, Howard, no sólo ante un experto.

    –¿Qué puede hacer entonces?
    –Tiene dos alternativas –dijo Wexford animadamente–. Él y la mujer pueden haber acordado separarse. Es de suponer que, aun cuando uno esté locamente enamorado, la libertad es preferible al amor. Sí, pueden haberse separado.
    –«¿Un adiós para siempre, olvidando nuestros juramentos?»
    –El siguiente trozo es aún más apropiado: «Y si volvemos a vernos, que no nos vean juntos, pues sólo así podremos querernos». O bien –continuó Wexford–, podrían haber decidido, más bien se diría que la pasión decidió por ellos, que el amor era superior a su voluntad, que seguirían viéndose clandestinamente. Sin vivir juntos, sin verse jamás en público, pero continuando como si cada uno de ellos tuviese un cónyuge celoso y suspicaz.
    –¿Y seguir así indefinidamente?
    –Puede ser. Hasta que se acabe o hasta encontrar una solución mejor. Yo creo que eso es lo que están haciendo, Howard. Si no es así, ¿por qué ha elegido el noroeste de Londres, donde nadie le conoce, para vivir? ¿Por qué no en el sur del río donde viven su madre y su hija? O en algún lugar cercano a su trabajo. Ahora está ganando un buen sueldo. También podía haber alquilado algo en el centro de Londres. Está escondido para reunirse por las noches con ella.

    »Voy a intentar encontrarla –dijo Wexford pensativamente–. Me costará algo de dinero y me quitará algo de mi tiempo libre, pero pienso intentarlo.


    CAPÍTULO XII


    Al considerar que Ginge Matthews era un espía mediocre, Wexford lo había infravalorado. Los escasos recursos de que disponía le amargaban. Estaba eternamente irritado por la poca disposición que mostraba Ginge a usar el teléfono.

    Ginge estaba orgulloso de su estilo literario extraído de las declaraciones de policías jóvenes desde la barra de los testigos, cuyas perífrasis había oído desde su banco. En los informes de Ginge, su presa nunca iba a ninguna parte, pero siempre se desplazaba; su casa era su domicilio y, más que ir a casa, se retiraba allí. Pero siendo justos con Ginge, Wexford tenía que admitir que, aunque no había descubierto nada sobre la evasiva mujer durante los pasados meses, sí había averiguado muchas cosas de la forma de vida de Hathall.

    Según Ginge, su piso estaba en un edificio de tres plantas de la época del rey Eduardo. Hathall no tenía aparcamiento y dejaba su coche aparcado en la calle. Tal vez era por tacañería o por la dificultad de encontrar plaza de alquiler. Wexford no lo sabía y Ginge tampoco podía decirlo. Salía hacia el trabajo a las nueve de la mañana e iba caminando o cogía un autobús desde West End Green hasta la estación de metro de West Hampstead, donde tomaba la línea Bakerloo hasta (presumiblemente) Piccadilly. Regresaba a casa poco después de las seis y, en varias ocasiones, Ginge, acechando desde una cabina telefónica frente al número sesenta y dos de Dartmeet Avenue, lo había visto salir de nuevo con el coche. Ginge siempre sabía cuándo se encontraba en casa por las tardes, porque se vislumbraba una luz en la ventana del segundo piso. Nunca lo había visto acompañado, excepto de su madre –por la descripción sólo podía ser la anciana señora Hathall–, a quien había llevado en coche a su casa un sábado por la tarde. Madre e hijo habían cruzado unas palabras, en una áspera discusión en la acera, antes de entrar por la puerta principal.

    Ginge no tenía coche, ni trabajo, pero la pequeña cantidad de dinero que Wexford se podía permitir pagarle no le compensaba para pasar más de una tarde a la semana, y quizá la tarde del sábado o del domingo, observando a Robert Hathall. Éste podía llevar a su chica a casa en una de las tardes restantes. Y sin embargo, Wexford seguía albergando esperanzas. Aunque no muy a menudo, sonaba con Hathall, y en sueños aparecía con la chica de cabello oscuro y la cicatriz en el dedo, o bien solo, como lo había estado cuando se hallaba apoyado en la repisa de la chimenea, paralizado por el miedo y la aflicción.

    «En la tarde del sábado, quince de junio, a las 3.05 p.m., el sujeto se desplazó desde su domicilio en el 62 de Dartmeet Avenue hasta el West End Lane donde realizó algunas compras en el supermercado...» A Wexford se le escapó una maldición. Casi todas eran así. ¿Qué prueba tenía de que Ginge había estado allí «en la tarde del sábado, quince de junio»? Naturalmente, Ginge afirmaría que le había seguido mientras se le pagara una libra por cada sesión de espionaje. Pasaron julio y agosto y Hathall, a juzgar por las palabras de Ginge, llevaba una vida sencilla y regular, yendo al trabajo, volviendo a casa, haciendo la compra los sábados y a veces en coche. Pero no estaba seguro de poder confiar en Ginge.

    Hasta cierto punto, poco antes del aniversario de la muerte de Ángela, quedó demostrado que se podía confiar en él. «Hay razones para creer –escribió Ginge–, que el sujeto en cuestión ha hecho uso de su automóvil, ausentándose de sus acostumbrados lugares de aparcamiento. En la tarde del jueves, diez de septiembre, habiendo llegado a su domicilio desde su lugar de trabajo a las 6.10 p.m., salió de éste a las 6.50 y tomó el autobús número 28 de West End Green NW6.»

    ¿Tenía alguna importancia? Wexford pensó que no. Con su sueldo, Hathall podía permitirse ir en coche, pero podía haberlo dejado debido a la dificultad cada vez mayor de encontrar aparcamiento. Aun así, desde su punto de vista era positivo. No podían seguir a Hathall.

    Wexford nunca escribía a Ginge. Era demasiado arriesgado. El pequeño espía pelirrojo podía chantajearle, y si las cartas cayesen en manos de Griswold... Le enviaba el dinero en un sobre sin membrete y cuando tenía que hablar con él, lo cual, debido a la escasez de noticias ocurría con poca frecuencia, solían citarse entre las doce y la una en un local de Kilburn llamado la Condesa de Castlemaine.

    –¿Seguirlo? –dijo Ginge–. ¿Cómo, en ese autobús?
    –No entiendo por qué no. Él nunca te ha visto, ¿verdad?
    –Quizá sí. ¿Qué sé yo? No es fácil seguir a un tipo en un maldito autobús. –La forma de hablar de Ginge era marcadamente distinta a su estilo literario, especialmente en el uso de adjetivos–. Si sube al piso superior, y yo entro, o viceversa...
    –¿Por qué tiene que haber viceversa? –inquirió Wexford–. Te sientas detrás de él y no lo pierdes de vista. ¿De acuerdo?

    Ginge no estaba muy convencido, pero aceptó el intento dubitativamente. Wexford no supo si lo había hecho o no, pues el siguiente informe no hacía referencias a autobuses. Sin embargo, cuanto más lo estudiaba con sus expresiones de magistrado, más le interesaba. «Estando en la vecindad de Dartmeet Avenue NW6, a las 3 p.m. del día veintiséis, me tomé la molestia de investigar el lugar de domicilio del sujeto en cuestión. En el curso de una conversación con el portero, al cual me presenté como un funcionario del Ayuntamiento, pregunté por el número de apartamentos y se me informó que sólo se alquilaban habitaciones individuales...»

    Ha actuado así, pensó Wexford al principio, sólo para impresionarme y hacerme olvidar todo sobre el ejercicio más arriesgado de seguirlo en el autobús. Pero no importaba. Lo que sorprendía al inspector jefe era que Hathall estuviese pagando un alquiler en lugar de haber comprado el piso y, además, que ni siquiera fuera un piso, sino una habitación. Extraño, muy extraño. Podía haber pagado un piso con una hipoteca. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Tal vez porque no pretendía estar permanentemente domiciliado (como diría Ginge) en Londres? ¿O porque tenía destinado su dinero para otras cosas? Quizá se debía a los dos motivos. Sin embargo, para Wexford era la circunstancia más extraña que había descubierto en la vida actual de Hathall. Incluso con los desorbitados alquileres de Londres, no podía estar pagando más de quince libras a la semana por una habitación, aun cuando, tras las deducciones, debería estar ganando sesenta. Wexford no tenía otro confidente que Howard, y fue con él con quien habló por teléfono.

    –¿Crees que podría estar manteniendo a otra persona?
    –Efectivamente –dijo Wexford.
    –Digamos quince libras a la semana para él y quince más para ella por la vivienda... Y si ella no trabaja tendrá que mantenerla también.
    –¡Por Dios! No sabes lo satisfactorio que es para mí oír a alguien hablar de «ella» como de una persona real. Tú crees que ella existe, ¿verdad?
    –No fue un fantasma quien dejó esa huella, Reg. No era ectoplasma. Ella existe.

    En Kingsmarkham se habían dado por vencidos y dejaron de investigar. Según Wexford, Griswold había declarado a los periódicos un montón de tonterías sobre que el caso no estaba cerrado, pero sí lo estaba. Hacía ese tipo de comentarios sólo para salvar el tipo.

    Mark Somerset había alquilado Bury Cottage a una pareja de jóvenes norteamericanos, profesores de la Universidad del Sur. El jardín estaba bien arreglado y hablaron de ajardinar la parte de atrás por cuenta propia. Un día el árbol estaba lleno de ciruelas y al siguiente completamente deshojado. Wexford nunca supo si Nancy las había cogido para hacer su mermelada, pues no la había visto desde que le dijeron que dejase en paz a Hathall.

    No hubo noticias de Ginge en dos semanas. Al final, Wexford le telefoneó a la Condesa de Castlemaine y él le contestó que en sus tardes de vigilancia había permanecido en casa. Sin embargo, volvería a vigilarlo esa noche y durante la tarde del sábado. El lunes llegó su informe. Hathall, como de costumbre, había ido de compras el sábado, pero la tarde anterior había bajado hasta la estación de autobús de West End Green a las siete. Ginge lo había seguido, pero sintiéndose intimidado por las miradas que Hathall dirigía hacia atrás, no había subido con él al autobús 28 que tomó a las siete y diez. Wexford arrojó la hoja a la papelera. Era lo que faltaba, que Hathall sospechara de Ginge.

    Pasó otra semana. Wexford estuvo a punto de tirar el siguiente comunicado de Ginge sin abrirlo siquiera. Creyó que no podría soportar otra crónica sobre las compras de Hathall. Sin embargo, abrió la carta. Y, por supuesto, encontró las explicaciones habituales sobre la visita al supermercado. Quitándole importancia, Ginge también escribió un par de líneas explicando que Hathall había visitado una agencia de viajes.


    –El sitio al que fue se llamaba Sudamérica Tours, Howard. Ginge no se atrevió a seguirle al interior, el muy idiota.

    La voz de Howard fue fina y seca.

    –Estás pensando en lo mismo que yo.
    –Por supuesto. Un lugar con el que no tenemos tratado de extradición. Habrá estado leyendo sobre ladrones de trenes y eso le habrá sugerido la idea. Estos malditos periódicos lo estropean todo.
    –Pero, Reg, por Dios, Hathall debe de estar muerto de miedo si está dispuesto a arrojar su trabajo por la borda y escapar a Brasil o a algún otro lugar. ¿Qué es lo que va a hacer allí? ¿De qué vivirá?
    –Vivirá como los pájaros, sobrino. Sólo Dios lo sabe. Escucha, Howard, ¿podrías hacerme un favor? ¿Podrías pasar por Marcus Flower y tratar de averiguar si lo envían al extranjero? Yo no me atrevo.
    –Bueno, pues yo sí me atrevo –dijo Howard–. Pero si es así, ¿no estarán organizándolo todo ellos?
    –No van a pagar también el viaje de la chica, ¿verdad?
    –Haré lo que pueda y te llamaré esta noche.

    ¿Era ésa la razón por la que Hathall había vivido tan modestamente? ¿Para poder pagar el viaje de su cómplice?

    Tendría que estar esperando un empleo, pensó Wexford, o bien desesperado por salvarse. En ese caso, debería conseguir el dinero para los dos pasajes de avión. En el Diario de Kingsmarkham, que habían dejado esa semana sobre su escritorio, recordó haber visto un anuncio de viajes a Río de Janeiro. Lo sacó de entre un montón de papeles y miró la última página. Ahí estaba, el viaje de ida y vuelta por sólo 350 libras, y añadiendo un poco más por dos pasajes individuales, ése era el motivo de los ahorros de Hathall...

    Cuando estaba a punto de dejar el periódico se fijó en un nombre en la columna de necrológicas. Somerset. «El quince de octubre, en Church House, Old Myringham, Gwendolen Mary Somerset, amada esposa de Mark Somerset. Funerales en la iglesia de St. Luke. No enviar flores, por favor, sino donativos para la Casa de Incurables de Stowerton.» De manera que la exigente y quejumbrosa mujer había muerto al fin. ¿La amada esposa? Tal vez había sido la amada esposa que no parecía, o tal vez era la hipocresía habitual que se manifestaba con una fórmula tan convencional y trillada como para dejar de ser hipócrita. Wexford sonrió secamente y después lo olvidó. Llegó temprano a casa, la ciudad estaba tranquila y decidió esperar la llamada telefónica de Howard.

    El teléfono sonó a las siete, pero se trataba de su hija menor, Sheila. Ella y su madre charlaron durante unos veinte minutos y después de eso no volvió a sonar el teléfono. Wexford esperó hasta las diez y media aproximadamente y luego marcó el número de Howard.

    –Seguro que está fuera –dijo malhumoradamente a su esposa. ¡Esto es el colmo!
    –¿Y por qué no va a poder salir por la noche? Seguro que trabaja bastante.
    –¿Es que yo no trabajo? Yo no voy perdiendo el tiempo de noche cuando he prometido hacer una llamada.
    –No, y si lo hicieses es probable que tu presión sanguínea no se alterase como lo está haciendo en este momento –dijo Dora.

    A las once intentó de nuevo ponerse en contacto con Howard, pero una vez más no obtuvo contestación y se fue a la cama malhumorado. No era de extrañar que tuviese otro de esos sueños obsesivos sobre Hathall. Estaba en un aeropuerto. El gran avión estaba a punto de despegar y cuando las puertas ya estaban cerradas, se abrieron y apareció arriba de las escaleras, una pareja real saludando graciosamente a la multitud, Hathall y una mujer. La mujer levantó la mano derecha en un gesto de despedida y él observó la marcada cicatriz con forma de «L». Pero antes de que pudiese subir las escaleras, como había empezado a hacer, éstas se desvanecieron, la pareja se retiró y el avión empezó a surcar el cielo azul invernal.

    ¿Por qué cuando uno envejece suele despertar en medio de la noche siendo incapaz de volver a conciliar el sueño? ¿Tiene algo que ver con los bajos niveles de azúcar en la sangre? ¿O con la llegada del alba que ejerce una atracción atávica? Wexford sabía que no podría volver a dormir, por ello se levantó a las seis y media y se preparó el desayuno. No le gustaba la idea de llamar a Howard antes de las ocho, y a menos cuarto estaba ya tan nervioso e intranquilo que le llevó a Dora una taza de té y se marchó a trabajar. A esa hora, por supuesto, Howard habría salido en dirección a Kenbourne Vale. Empezó a sentirse amargamente herido y volvieron a surgir los viejos sentimientos que tenía hacia su sobrino. Cierto, había escuchado por simpatía todas las cavilaciones de su tío sobre el caso, pero ¿qué es lo que pensaba en realidad? ¿Que se trataba de la fantasía de un anciano y de las tonterías de un cateto de pueblo? Parecía probable que le hubiese seguido la corriente para complacerle y hubiese retrasado esa llamada a Marcus Flower hasta conseguir un poco de tiempo de su importante trabajo metropolitano. Seguramente, todavía no lo había hecho. Aun así, de nada servía parecerse a Hathall en su paranoia. Debía humillarse, llamar a Kenbourne Vale y volver a preguntar.

    Lo hizo a las nueve y media. Howard todavía no había llegado, y se encontró metido en una charla anecdótica con el sargento Clements, un viejo amigo de los días en que habían trabajado juntos en el caso de asesinato del cementerio de Kenbourne Vale. Wexford era un hombre demasiado amable para interrumpir al sargento. Le comunicó que Howard estaba en alguna conferencia de alto nivel y se resignó a escuchar todo lo que le contaba sobre su hijo e hija adoptivos y su nueva casita. Dejaría un mensaje para el superintendente jefe, dijo Clements al final, porque no se le esperaba hasta las doce.

    La llamada llegó finalmente pasadas las diez.

    –Intenté llamarte a casa antes de salir –dijo Howard–, pero Dora me comentó que ya habías salido. No he tenido ni un momento desde entonces, Reg.

    Había una nota de disimulada emoción en la voz de su sobrino. Tal vez lo habían vuelto a ascender, pensó Wexford, y dijo con cierta frialdad:

    –Aseguraste que me llamarías por la noche.
    –Y te llamé. A las siete. Pero comunicaban. No pude volver a hacerlo. Denise y yo fuimos al cine.

    Había un tono de diversión –no, de regocijo– en sus palabras. Olvidándose del rango, Wexford explotó.

    –Encantador. Espero que las personas de la fila de atrás no dejasen de hablar, las de delante no te dejasen ver y las de los lados te echasen pieles de naranja. ¿Qué pasa con mi individuo? ¿Qué pasa con lo de Sudamérica?
    –Ah, eso –dijo Howard, y Wexford hubiera jurado que oyó un bostezo–. Va a dejar Marcus Flower, ha dimitido. No me dijeron más.
    –Muchas gracias. ¿Y eso es todo?

    Howard empezó a reír.

    –Oh, Reg –dijo–. Es un poco cruel mantenerte en suspenso, pero te lo merecías. Eres un tipo tan irascible que no me pude resistir. –Controló su risa y de pronto su voz se hizo solemne, comedida–. No es todo ni mucho menos –dijo–. Lo he visto.
    –¿Qué? ¿Quieres decir que has hablado con Hathall?
    –No, pero lo he visto. No iba solo. Iba acompañado de una mujer. Lo he visto con una mujer, Reg.
    –Oh, Dios mío –dijo Wexford suavemente–. El Señor me lo ha puesto en las manos.


    CAPÍTULO XIII


    Yo no estaría tan seguro de ello –dijo Howard–. Todavía no. Pero te lo explicaré. Es curioso, ¿no? Pensar que una vez te dije que no creía que pudiese identificarle nunca. Pero anoche le identifiqué. Escucha, te contaré cómo fue.

    La noche anterior, Howard había intentado llamar a su tío. Como no tenía más que noticias negativas, decidió volver a intentarlo por la mañana porque iba justo de tiempo. Él y Denise iban a cenar a West End antes de ir a ver la película de las nueve en el cine Curzon, y Howard había aparcado el coche cerca del cruce entre las calles Curzon y Half Moon. Disponiendo de unos minutos, sintió curiosidad por echar un vistazo al exterior de las oficinas donde había llamado durante el día. Cuando se acercaban al edificio de Marcus Flower vieron a un hombre y una mujer que venían en dirección opuesta. El hombre era Robert Hathall.

    Al llegar a la luna de la ventana se detuvieron y contemplaron los tapices de terciopelo y las escaleras de mármol. Hathall parecía estar señalando a su compañera el esplendor del lugar donde había trabajado. La mujer era de mediana estatura, atractiva sin llegar a ser una preciosidad, con cabello rubio muy corto. Howard pensó que rondaría los treinta años.

    –¿Podía llevar una peluca? –inquirió Wexford.
    –No, pero sí el cabello teñido. Naturalmente, no le vi la mano. Hablaban de un modo que me pareció cariñoso y al cabo de un rato bajaron hacia Piccadilly. A propósito, no disfruté mucho de la película. En esas circunstancias, no me pude concentrar.
    –No se han despedido para siempre, Howard. Es como yo lo imaginé. Ahora sólo es cuestión de tiempo hasta que la encontremos.

    El día siguiente era su día libre.

    El tren de las diez y media procedente de Kingsmarkham le dejó en la estación Victoria, unos minutos antes de las once y media. A mediodía llegó a Kilburn. Wexford no podía adivinar qué destello de imaginación romántica había impulsado a bautizar aquel triste pub Victoriano con el nombre de la amante preferida de Carlos II. Lo encontró al doblar la esquina de Edgware Road y tenía un aire decimonónico. Ginge Matthews estaba sentado en un taburete, conversando seria y agresivamente con el camarero irlandés. Al ver a Wexford, sus ojos parecieron aumentar de tamaño o, mejor dicho, uno de ellos pareció hacerlo. El otro lo tenía medio cerrado, hinchado y amoratado.

    –Tráete la bebida al rincón –dijo Wexford–. Estaré contigo enseguida. ¿Me pone un vaso de vino blanco seco, por favor?

    Ginge no se parecía ni hablaba como su hermano y, ciertamente, no fumaba como él, pero sin embargo tenían algo en común aparte de su inclinación por los pequeños delitos. Quizá sus padres fueron víctima de una personalidad dinámica o existía algo excepcionalmente vital en sus genes. En cualquier caso, hacía pensar a Wexford que los hermanos Matthews eran como las demás personas pero con una extraña inclinación a exagerar las cosas. Monkey fumaba sesenta cigarrillos extralargos al día. Ginge no fumaba nada pero, cuando tenía dinero, bebía una mezcla de Pernod y cerveza Guinness.

    Ginge y Monkey no se dirigían la palabra desde hacía quince años. Se habían peleado a raíz de un intento chapucero de atracar una peletería en Kingsmarkham. A diferencia de Monkey, Ginge había ido a parar a la cárcel –lo cual, según Ginge, era injusto–, y cuando éste salió, el hermano menor se había marchado a Londres, donde se casó con una viuda que poseía una casa y un poco de dinero. Ginge se había gastado el dinero enseguida y ella, tal vez por venganza, le había presentado a sus cinco hijos. Por tanto, no preguntó por su hermano, a quien culpaba de muchas de sus desgracias, pero habló amargamente a Wexford cuando se reunieron en la mesa del rincón.

    –¿Ve mi ojo?
    –Claro que lo veo. ¿Qué demonios te ha pasado? ¿Te ha pegado tu mujer?
    –Muy gracioso. Le diré quién lo hizo: fue ese maldito Hathall, anoche, mientras le seguía a la parada del 28.
    –¡Por amor de Dios! –exclamó Wexford, horrorizado–. ¿O sea que te ha descubierto?
    –Gracias por su compasión. –El pequeño rostro redondo de Ginge enrojeció hasta adquirir el color de su cabello–. Estaba claro que tarde o temprano me ficharía por mi maldito cabello. Pero carecía de motivo para girarse y pegarme en mi maldito ojo, ¿verdad?
    –¿Es eso lo que hizo?
    –Como se lo cuento. Me hizo un corte. La mujer comentó que me parecía a Henry Cooper. No tenía ninguna gracia, se lo aseguro.

    Con voz cansada, Wexford dijo:

    –¿Pudiste detener la hemorragia?
    –Se paró a tiempo. Pero la herida no está cicatrizada y ya puede ver el maldito...
    –Por amor de Dios, deja de decir «maldito» cada dos palabras. Me estás sacando de quicio. Escucha, Ginge, siento lo de tu ojo, pero no es tan grave. Evidentemente, tendrás que vigilar a Hathall con más cuidado. Por ejemplo, podrías ponerte un sombrero...
    –No voy a volver allí, señor Wexford.
    –No te preocupes ahora por eso. Deja que te invite a otro de esos brebajes. ¿Cómo lo llamas?
    –Pida usted media Guinness de barril con Pernod doble. –Ginge agregó con orgullo y más alegremente–: no sé cómo lo llaman ellos, pero yo lo llamo diablo.

    La mezcla olía fatal. Wexford pidió otro vaso de vino blanco y Ginge ironizó:

    –No va a engordar mucho con eso.
    –Es lo que pretendo. Ahora dime, ¿adónde va el autobús 28?

    Ginge bebió un trago y respondió con extremada rapidez:

    –Golders Green, Child’s Hill, Fortune Green, West End Lane, West Hampstead Station, Quex Road, Kilburn High Road...
    –¡Dios santo! No conozco ni uno de esos lugares, no me dicen nada. ¿Dónde termina el recorrido?
    –En Wandsworth Bridge.

    Decepcionado por la información, pero contento por saber algo más, Wexford dijo:

    –Sólo visita a su madre en Balham.
    –Pues por ahí no pasa el autobús. Mire, señor Wexford –se explicó con paciente indulgencia–, como usted ha dicho, no conoce Londres. Yo he vivido aquí quince años y le aseguro que nadie que estuviese bien de la cabeza iría a Balham por ese recorrido. Más bien iría al metro de West Hampstead y cambiaría en Northern, Elephant o en Waterloo. Ése es el camino más lógico.
    –Si es así, se baja a mitad de camino. Ginge, ¿harás una cosa por mí? ¿Hay algún bar cerca de la parada del autobús donde lo has visto coger el 28?
    –Justo en frente –dijo Ginge cansadamente.
    –Le daremos una semana, si no se queja de ti antes. Sí, de acuerdo, ya sé que piensas que eres tú quien tiene motivos para quejarse. Pero insisto, si no se queja, tendremos la certeza de que cree que eres un posible ladrón...
    –Muchas gracias.
    –... y no te relacionará conmigo –continuó Wexford, sin hacer caso de la interrupción–, pues a estas alturas está demasiado asustado para llamar la atención. Empezaremos el próximo lunes; quiero que estés en ese bar a las seis y media cada tarde durante una semana. Fíjate con qué regularidad coge ese autobús. ¿Lo harás? No quiero que lo sigas, de esa manera no correrás ningún riesgo.
    –Eso es lo que siempre se dice –añadió Ginge–. No olvide que ya me la ha jugado. ¿Quién va a ocuparse de mi mujer y mis hijos si ese tipo me estrangula con uno de esos malditos collares dorados?
    –Los mismos que se ocupan ahora –dijo Wexford con delicadeza–: la Seguridad Social.
    –¡Qué lengua más venenosa tiene usted! –Por una vez, Ginge habló como su hermano y le imitó cuando un brillo de avaricia destelló en el ojo sano–. ¿Qué me dará si lo hago?
    –Una libra diaria –dijo Wexford–, y todos los... malditos diablos que te apetezcan.


    Wexford esperó con inquietud otras convocatorias del comisario jefe, pero no le llegó ninguna y ya sabía que el fin de semana Hathall no se quejaría. Eso, como le comentó a Ginge, no significaba necesariamente nada más que Hathall creía que el hombre que le seguía intentaba atacarle y se había tomado la ley por sus propias manos. Pero de lo que estaba seguro es que fuesen las que fuesen las conclusiones extraídas de las observaciones de Ginge desde el bar, no podría volver a trabajar con el hombrecillo pelirrojo. No iba a ser de mucha utilidad averiguar con qué frecuencia cogía Hathall ese autobús si no podía subirse en él.

    Las cosas transcurrían con tranquilidad en Kingsmarkham. Nadie pondría objeciones si se tomaba los quince días de vacaciones que le quedaban. Las personas que hacen las vacaciones de verano en noviembre siempre gozan de popularidad entre sus colegas. Todo dependía de Ginge. Si realmente Hathall cogía ese autobús regularmente, ¿por qué no tomarse las vacaciones y tratar de seguir el autobús en coche? Sería difícil con el tráfico de Londres, el cual siempre le intimidaba, pero fuera de las horas punta no sería tan complicado. Existía sólo una posibilidad entre diez, o mejor dicho, entre cien, de que Hathall lo descubriese. Una persona en un autobús no se fija en los que van en coche. En un autobús no se puede ver al conductor del coche que le está siguiendo. Si al menos supiese cuándo iba Hathall a dejar Marcus Flower y cuándo pensaba salir del país...

    Sin embargo, dejó de pensar en todo esto al enterarse de un hecho imprevisto. Estaba seguro de que el arma nunca sería hallada, de que ésta se encontraba en el fondo del Támesis o entre las basuras de algún vertedero municipal. Cuando el joven profesor de ciencia política le llamó para comunicarle que los hombres que excavaban el jardín de Bury Cottage descubrieron el collar y que el dueño, el señor Somerset, les había aconsejado que informasen a la policía, lo primero que le vino a la cabeza fue que podría pasar por encima de los escrúpulos de Griswold y enfrentarse con Hathall. Wexford bajó por Wool Lane –observando el letrero de «En Venta» en la casa de Nancy Lake– y después caminó hasta el erial, la zona minera que había sido el jardín trasero de Hathall. Había un montón de piedras apiladas en una esquina y junto al aparcamiento se encontraba una excavadora mecánica. ¿Habría Griswold ordenado excavar el jardín? Cuando se va en busca de un arma, no se excava un jardín que no parece tener un palmo de tierra removida. No existía ni una grieta en la larga extensión de tierra en septiembre del año pasado. La habían rastrillado por completo. ¿Cómo entonces consiguió Hathall o su cómplice enterrar el collar y luego aplanar la tierra sin dejar huellas?

    La profesora, la señora Snyder, se lo aclaró:

    –Había una especie de cavidad ahí debajo. Una fosa séptica, ¿se llama así? Creo que el señor Somerset dijo algo sobre una fosa.
    –Un pozo negro o una fosa séptica –dijo Wexford–. El desagüe principal pasaba por esta parte de Kingsmarkham hace unos veinte años, pero anteriormente hubo un pozo negro.
    –¡Dios bendito! ¿Cómo es que no lo sacaron? –preguntó la señora Snyder con el asombro de una persona procedente de un país más rico y con conciencia sobre medidas de higiene–. Bueno, el collar estaba dentro de eso..., como se llame. Esa máquina... –señaló la excavadora– lo abrió de golpe, eso es lo que dijeron los obreros. No lo vi personalmente. No tengo intención de criticar su país, capitán, pero una cosa así... ¡Un pozo negro!

    Realmente divertido por el cargo recién otorgado, pues le hacía sentirse como un oficial de marina, Wexford dijo que entendía perfectamente que los métodos primitivos de eliminación de las aguas residuales no eran muy agradables de contemplar, y preguntó dónde estaba el collar.

    –Lo lavé con antiséptico y lo metí en el armario de la cocina.

    Eso ya importaba poco. Tras su larga inmersión ya no tendría huellas, si es que alguna vez las tuvo. Pero el aspecto del collar le sorprendió. No estaba, como pensó, compuesto de eslabones, sino que era un collar sólido de metal gris del que había desaparecido casi todo el baño de oro. Tenía la forma de una serpiente enroscada en círculo por el que se pasaba la cabeza cuando se apretaba el collar. Ahora hallaba respuesta a un problema que le había intrigado siempre. El arma homicida no era una simple cadena tensada, sino el arma perfecta de un estrangulador. Lo único que debió de hacer la cómplice de Hathall era situarse detrás de la víctima, coger la cabeza de la serpiente y tirar de ella...

    Pero ¿cómo pudo llegar a un pozo fuera de uso? La tapa metálica que se empleaba cuando se vaciaba el pozo había sido enterrada bajo una capa de tierra tan cubierta de hierba que los hombres de Wexford ni siquiera habían imaginado que pudiera estar allí. Telefoneó a Mark Somerset.

    –Creo que puedo decirle cómo fue a parar allí –le contestó Somerset–. Cuando pasaba el desagüe principal, mi padre, por economizar, sólo tenía conectada la llamada «agua negra». El «agua gris», es decir, el agua que procede de la bañera, del lavabo y del fregadero de la cocina seguía pasando al pozo negro. Bury Cottage está situado ligeramente en pendiente, de manera que él sabía que no saldría del cauce.
    –¿Quiere decir que alguien pudo dejarlo ir por el desagüe del fregadero?
    –Es probable. Si «alguien» hubiese abierto bien los grifos, se habría ido por el desagüe.
    –Muchas gracias, señor Somerset. Ha sido muy amable. A propósito, querría... expresarle mi pésame por la muerte de su mujer.

    Wexford tuvo la impresión que Somerset se molestaba por primera vez.

    –Bien, sí, gracias –murmuró, y colgó bruscamente.

    Después de hacer examinar el collar por los expertos del laboratorio, solicitó una entrevista con el comisario jefe. La cita le fue concedida para el viernes siguiente por la tarde, y a las dos en punto de ese día ya estaba en el domicilio particular de Griswold, una finca situada en un pueblo llamado Millerton, entre Myringham y Sewingbury. Era conocida como Hightrees Farm pero Wexford la llamaba en privado «Millerton-Les-Deux-Eglises».

    –¿Qué te hace pensar que ésta es el arma? –fueron las primeras palabras de Griswold.
    –Creo que es el único tipo de collar que pudo emplearse, señor. Una cadena se habría partido. Los chicos del laboratorio creen que la capa dorada que todavía queda es parecida a las muestras tomadas del cuello de Ángela Hathall. Claro que no pueden afirmarlo con seguridad.
    –Pero supongo que tienes esa «impresión», ¿no es así? ¿Tienes alguna razón para creer que ese collar no podía llevar veinte años allí?

    Wexford no era tan ingenuo como para mencionar de nuevo sus corazonadas.

    –No, pero podría tenerla si se me permitiese hablar con Hathall.
    –Él no estaba allí cuando la mataron –dijo Griswold, bajando la comisura de los labios y endureciendo la mirada.
    –La amiga de Hathall sí que estaba.
    –¿Dónde? ¿Cuándo? Se supone que soy el comisario jefe de Mid-Sussex, donde se cometió este asesinato. ¿Por qué no se me comunica si se ha descubierto la identidad de una cómplice?
    –Yo no he dicho exactamente que...
    –Reg –dijo Griswold con una voz que comenzaba a temblar de cólera–. ¿Tienes más pruebas sobre la complicidad de Robert Hathall que las que tenías hace catorce meses? ¿Tienes una sola prueba concreta? Te lo pregunté entonces y te lo vuelvo a preguntar ahora, ¿la tienes?

    Wexford vaciló. No podía revelar que había ordenado seguir a Hathall, y todavía menos que el superintendente jefe Howard Fortune, su propio sobrino, lo hubiese visto en compañía de una mujer. ¿Qué prueba de homicidio había en los gastos de Hathall o en la venta de su coche? ¿Qué culpa se infería del hecho de que el hombre viviese en el noroeste de Londres o que le hubiesen visto coger un autobús? Quedaba el asunto de Sudamérica, desde luego... Tristemente, Wexford se planteó si todo aquello tenía algún valor. No tenía ninguno. Por lo que se podía demostrar, no habían ofrecido a Hathall ningún trabajo en Sudamérica, ni siquiera había comprado un folleto informativo, y mucho menos un billete de avión. Tan sólo le vieron entrar en una agencia de viajes, y quien lo vio era un hombre con antecedentes penales.

    –No, señor.
    –En ese caso la situación no ha cambiado. No ha cambiado en absoluto. No lo olvide.


    CAPÍTULO XIV


    Ginge cumplió con lo que se le dijo, y el viernes ocho de noviembre mandó un informe donde explicaba que había estado todas las tardes en su puesto de observación, y dos de éstas, el lunes y el miércoles, Hathall había aparecido en West End Green poco antes de las siete y había cogido el autobús 28. Eso, en cualquier caso, ya era algo. Debía haber mandado otro informe el lunes. Sin embargo, ocurrió algo inaudito: Ginge llamó por teléfono. Llamaba desde una cabina y tenía, según le dijo a Wexford, un montón de monedas de dos peniques y de diez que confiaba le serían devueltas por un caballero como el inspector jefe.

    –Dame el número y te llamo yo. –¿Cuánto más tendría que poner de su bolsillo? «Que paguen los contribuyentes», pensó. Ginge cogió el auricular antes de que sonase dos veces–. Ginge, soy yo.
    –Sí, ya lo sé –dijo Ginge con orgullo–. Le he visto con una tía.

    Nunca se llega dos veces a la misma exaltación emotiva. Wexford había oído esas palabras –u otras con el mismo significado– anteriormente, pero esta vez no saltó de emoción agradeciendo al Señor que le hubiera puesto a Hathall en sus manos. Por el contrario, preguntó cuándo y dónde.

    –Ya sabe que me paso las horas apalancado en ese bar observando la parada del autobús. Bueno, pues supuse que no haría ningún mal yendo el domingo otra vez. –«Seguro que me pedirá que le pague los diablos de los siete días», pensó Wexford–. Pues ahí estaba yo el domingo a la hora de la cena, o sea, ayer, cuando lo vi. Sería la una, más o menos, y llovía a cántaros. Llevaba una gabardina y un paraguas abierto. No se detuvo para coger el autobús, sino que se fue andando por West End Lane. En fin, ni se me ocurrió seguirle. Lo vi marchar, eso es todo. Sin embargo, empecé a pensar en mi propia cena (porque a la parienta le gusta que esté en su punto), así que me encaminé hacia la estación.
    –¿Qué estación?
    –Wes’ Haamsted Stesh’n –dijo imitando, animadamente el acento hindú del cobrador del autobús. Soltó una risotada ante su propia gracia–. Cuando llego meto una moneda de cinco peniques en la máquina, pues sólo hay una parada hasta Kilburn, y me veo al sujeto en la maldita barrera. Me estaba dando la espalda, gracias a Dios, así que me vuelvo hacia el quiosco y echo un vistazo a las revistas de chicas. Bien, teniendo presente mi obligación con usted, señor Wexford, veo venir mi tren pero no salgo corriendo a cogerlo. Me espero. Por las escaleras se acercan más de veinte personas. No me atrevo a darme la vuelta, porque no quiero que me hinchen el otro ojo, pero cuando creo que no hay moros en la costa, echo un vistazo y el tipo ya no está.

    »Me vuelvo rápido hacia West End Lane y sigue diluviando. Pero en esto que mientras me encamino hacia la casa, me veo al Hathall con esa tía. Caminaban muy juntitos bajo el paraguas. Ella llevaba uno de esos impermeables transparentes con la capucha puesta. No pude fijarme en nada, excepto en su falda larga toda mojada. De manera que llego a casa y me llevo una buena bronca de mi mujer por llegar tarde a cenar.

    –En la virtud está la recompensa, Ginge.
    –No lo sé –dijo Ginge–, pero ¿querrá usted saber cuánto es mi paga y mis diablos? La cuenta asciende a quince libras con sesenta y tres peniques. Es terrible el coste de la vida, ¿verdad?

    Mientras colgaba el teléfono, Wexford decidió que ya no sería necesario pensar en los distintos modos de seguir a un hombre que va en autobús, pues ese hombre sólo lo cogía hasta la estación de West Hampstead, y el domingo había ido andando porque llevaba un paraguas, lo que resulta siempre un incordio en los autobuses. Ahora podría ver juntos a Hathall y a la mujer y seguirlos hasta Dartmeet Avenue.

    –Me deben unas vacaciones de quince días –dijo Wexford a su mujer.
    –Te deben por lo menos tres meses de vacaciones con lo de todos estos años.
    –Pues me voy a tomar una parte ahora. La semana que viene, digamos.
    –¿Cómo, en noviembre? Entonces iremos a algún lugar donde haga buen tiempo. Dicen que en Malta se está muy bien en noviembre.
    –En Chelsea también se está muy bien en noviembre, y allí es adonde vamos a ir.


    Lo que tuvo que hacer el primer día de «vacaciones» fue familiarizarse con la hasta entonces desconocida geografía de Londres. El viernes veintidós de noviembre era un día soleado, aparentemente de junio, aunque la temperatura fuese de enero.

    ¿Qué mejor forma de ir a West Hampstead que en el autobús 28? Howard le había dicho que en su trayecto pasaba por King’s Road de camino a Wandsworth Bridge, así que no había mucho trecho a pie desde Teresa Street hasta la parada más próxima. El autobús subió desde Fulham hasta West Kensington, una zona que aún recordaba de la época en que había ayudado a Howard en un caso anterior a éste, y observó con satisfacción que ciertos lugares le resultaban familiares. Sin embargo, pronto se encontró en territorio desconocido, muy variado y extenso. Siempre le sorprendía la inmensidad de Londres. No recordaba en qué momento Ginge había interrumpido la enumeración que hizo de las paradas de ese trayecto, ni cuánto tiempo habría durado de no haberlo hecho. Ingenuamente, había supuesto que Ginge dejaba sin nombrar de dos a tres paradas antes de terminar, y en realidad había una docena. A medida que el revisor iba citando las paradas, «Church Street, Notting Hill Gate, Pembridge Road...» empezó a sentir un creciente alivio ante el hecho de que Hathall sólo hubiese cogido el autobús hasta la estación de West Hampstead.

    Al fin, después de unos tres cuartos de hora llegó a la estación. El autobús continuó sobre un puente que pasaba por encima de las vías del ferrocarril y recorría dos estaciones más en el lado contrario, West End Lane y West Hampstead, sobre una línea suburbana. Había ido ascendiendo desde que dejó Kilburn y continuó subiendo por una tortuosa West End Lane hasta llegar a West End Green. Wexford bajó del autobús. El aire de allí era puro, no sólo en comparación con el de Chelsea, sino también con el de Kingsmarkham, sin olor a gasolina. Subrepticiamente consultó su guía. Dartmeet Avenue estaba a medio kilómetro hacia el este, lo que le sorprendió un poco. Hathall podría haber ido andando a la estación de West Hampstead. ¿Por qué coger un autobús? Sin embargo, Ginge le había visto hacerlo. Tal vez le disgustaba caminar. A Wexford no le costó trabajo encontrar Dartmeet Avenue. Era una calle empinada como todas las de los alrededores, con casas altas, la mayoría de ladrillo rojizo, pero algunas habían sido modernizadas con estuco y las ventanas de guillotina habían sido reemplazadas por lunas de vidrio. En las aceras, unos árboles de gran altura, ya casi sin hojas, se levantaban por encima de los tejados y de los aguilones. El número 62 tenía un jardín frontal compuesto de arbustos y matorrales. En la entrada lateral había tres cubos de basura con el número 62 pintado con cal. Wexford observó la cabina telefónica, desde donde Ginge había hecho sus pesquisas, y se preguntó cuál debía de ser la ventana de Hathall. Llegó a la conclusión de que era inútil preguntar al casero. El hombre podría contar a Hathall que alguien había estado preguntando por él, describiría a esa persona y entonces toda la carne estaría en el asador. Se dio la vuelta y anduvo despacio hacia West End Green, mirando alrededor en busca de rincones, escondrijos o árboles que le sirviesen de refugio si él mismo se atrevía a seguir a Hathall. En esa época del año anochecía temprano, las tardes eran largas y oscuras, y en un coche...

    El autobús 28 salía hacia Fortune Green Road cuando él llegó a la parada. Era un servicio bueno y regular. Wexford se preguntó, sentado detrás del conductor, si Robert Hathall se habría sentado en ese mismo asiento y habría mirado a través de la ventana las estaciones y radiantes vías del ferrocarril. Sin embargo, debía evitar esas cavilaciones cercanas a la obsesión. De todos modos, le resultaba imposible dejar de preguntarse una vez más por qué Hathall tomaba el autobús para ir allí. La mujer, cuando iba a casa de Hathall, llegaba en tren. Tal vez a Hathall no le gustaba desplazarse en metro, le enfermaba tener que hacerlo para ir al trabajo, por lo que cuando iba a casa de ella prefería relajarse en el autobús.

    Tardó unos diez minutos en llegar a Kilburn. Ginge, que era tan probable que estuviese en la Condesa de Castlemaine al mediodía como que el sol saliese al alba o que el sonido del trueno siguiese al relámpago, se encontraba encorvado en el taburete de la barra, acariciando una jarra de cerveza. Al ver a su jefe apartó la jarra, de la misma forma que se deja la cuchara de la sopa cuando llega el filete. Wexford pidió un diablo para él, y sin citar los ingredientes, el camarero lo comprendió perfectamente.

    –¿Ese tipo sospecha de usted, no es así? –Ginge se levantó para dirigirse a la mesa del rincón–. Siempre aparece usted de repente. No querrá que le descubran, ¿verdad? Basta que ocurra una vez para acabar en un cubo de basura.
    –No seas tonto –comentó Wexford, su esposa le había dicho algo muy parecido esa mañana, pero en términos más refinados–. Acabaremos pronto. La semana que viene habremos concluido. Bien, lo que quiero que hagas...
    –Ya no haré nada más, señor Wexford. –Ginge hablaba con determinante timidez–. Usted me metió en esto para que lo pescase con una tía y lo he pescado. El resto es cosa suya.
    –Ginge –dijo en tono seductor–, sólo quiero que vigiles la estación la semana que viene, mientras yo vigilo la casa.
    –No –dijo Ginge.
    –Eres un cobarde.
    –La cobardía –dijo Ginge, mostrando su habitual dificultad en conseguir que su dominio de la lengua hablada igualase su maestría en la lengua escrita– no tiene nada que ver. –Vaciló durante unos segundos y añadió, con lo que podía ser modestia o vergüenza–: Tengo un trabajo.

    Wexford casi se quedó sin respiración.

    –¿Un trabajo? –En otra época, Ginge y su hermano empleaban este término para referirse a su próximo delito–. ¿Quieres decir que tienes un trabajo remunerado?
    –Yo no. No exactamente.

    Ginge contempló su diablo con tristeza y, levantando su vaso, bebió con delicadeza y con una cierta nostalgia. «Sic transit gloria mundi, fue bueno mientras duró», pensó Wexford que habría escrito.

    –La parienta lo ha conseguido, de camarera. Por las tardes y a la hora de cenar. –Parecía un poco turbado–. No tengo ni idea de cuánto le pagan.
    –Lo que no entiendo es qué te impide trabajar para mí.
    –Cualquiera diría que usted nunca ha tenido una familia. Alguien ha de quedarse en casa a cuidar de los niños, ¿no?

    Wexford consiguió retrasar su explosión de hilaridad hasta encontrarse fuera, en la calle. La risa le sentó bien, al frenar el sentimiento que le producía la negativa de Ginge a seguir cooperando. Podía arreglárselas solo, pensó mientras volvía a coger el autobús 28, si contaba con el coche. Desde éste vigilaría la estación de West Hampstead el domingo. Con suerte, vería a la mujer como Ginge la había visto el domingo pasado y cuando eso ocurriera, ¿qué importancia tendría que Hathall descubriese que lo había seguido? ¿Quién podría reprocharle haber roto las normas cuando su desobediencia había provocado un gran triunfo?

    Sin embargo, Hathall se reunió con la mujer el domingo y, a medida que pasaba la semana, Wexford se preguntaba cómo podía pasar tan desapercibido. Cada tarde se situaba en Dartmeet Avenue, aunque no lo vio nunca y sólo gracias a la luz de la ventana pudo percatarse de que la habitación estaba ocupada. El lunes, martes y miércoles se encontraba allí antes de las seis y vio entrar en la casa a tres personas entre las seis y las siete. Ni rastro de Hathall. Por alguna razón, el tráfico fue especialmente denso el jueves por la tarde. Eran las seis y cuarto cuando llegó a Dartmeet Avenue. La lluvia caía constantemente y la larga calle empinada reflejaba multitud de brillos provocados por la luz de las farolas. El lugar permanecía desierto, exceptuando un gato que corría entre los cubos de basura y que acabó desapareciendo entre una fisura en el muro del jardín. Una luz encendida en el piso de abajo y un ligero resplandor escapaban de una de las ventanas que estaba encima de la puerta principal. En la casa de Hathall no se veía luz alguna, pero cuando Wexford puso el freno de mano y quitó el contacto se encendió de pronto una luz amarillenta. Hathall se encontraba en casa, probablemente llegó un minuto antes que Wexford. Durante unos segundos la ventana resplandeció, y luego una mano invisible corrió las cortinas hasta que sólo se vieron unas finas líneas de luz resaltando sobre la húmeda fachada.

    La emoción que le despertó esta visión se fue apagando a medida que pasaban las horas y Hathall no aparecía. A las nueve y media salió un anciano, sacó a pasear un gato entre los arbustos y después volvió a entrar en la casa. Cuando la puerta principal se cerró tras él, la luz que se vislumbraba entre las cortinas de Hathall se apagó. Eso alertó a Wexford, quien empezó a mover el coche hacia una posición menos visible, pero la puerta principal siguió cerrada, la ventana continuó sin luz, y Wexford no tardó en comprender que Hathall se había acostado temprano.

    Puesto que había traído a Dora a Londres de vacaciones, recordó su deber con ella y durante el día la acompañó por los centros comerciales de West End. Sin embargo, Denise tenía más aptitudes que él para hacer eso y el viernes abandonó a su mujer y a la de su sobrino por una mujer menos atractiva y divorciada.

    Lo primero que vio al llegar a la casa de Eileen Hathall fue el coche de su ex marido en el aparcamiento, el coche que, según Ginge, habían vendido hacía tiempo. ¿Se habría equivocado Ginge? Siguió conduciendo hasta que llegó a una cabina telefónica, desde la que llamó a Marcus Flower. El señor Hathall se encontraba allí, dijo la voz de Jane, Julia o Linda. En lugar de esperar, como le propuso la secretaria, colgó el teléfono y al cabo de cinco minutos se hallaba en el frío cuarto de estar de Eileen Hathall, sentado en una butaca sin cojines bajo la gitana española.

    –Le regaló su coche a Rosemary –contestó respondiendo a su pregunta–. Ella lo ve a veces en casa de su abuela, y cuando le dijo que había aprobado el examen de conducir, le regaló su coche. No lo necesitará en el lugar al que va, ¿verdad?
    –¿Adónde va, señora Hathall?
    –A Brasil. –Arrastró la erre como si no se tratara del nombre de un país sino el de un repugnante reptil. Wexford sintió un escalofrío, la repulsiva premonición de que algo malo iba a ocurrir. Y ocurrió–. Está todo arreglado –dijo ella–, se marcha el día de Nochebuena.


    Quedaba menos de un mes...

    –¿Tiene trabajo allí?
    –Un puesto muy bueno en una empresa internacional de contabilidad. –Había algo patético en el orgullo con que lo dijo. El hombre la odiaba, la había humillado, seguramente no la volvería a ver y, a pesar de todo, estaba amargamente orgullosa de lo que él había conseguido–. No puede imaginar el dinero que está ganando. Se lo comunicó a Rosemary y ésta me lo dijo. Me pagan desde Londres y después se lo descuentan a él. Todavía le quedan miles y miles de libras anuales para vivir. También le pagan el viaje, se lo arreglan todo, hasta le proporcionan una casa. No ha tenido que mover ni un dedo.

    ¿Debía explicarle que Hathall no iría solo, que viviría acompañado en esa casa? Ella había engordado desde el año pasado. Su enorme cuerpo –lleno de grasa, donde no debería haberla– apenas cabía en su vestido color salmón. Estaba permanentemente enrojecida, como si estuviese corriendo una carrera interminable. ¡Quizá lo hacía! Una carrera para mantener el ritmo de su hija, contener su rabia y olvidar la tranquila monotonía de la miseria. Mientras él vacilaba antes de hablar, dijo:

    –¿Qué es lo que quiere saber? Usted cree que él mató a esa mujer, ¿verdad?
    –¿Y usted? –inquirió con audacia.

    Si le hubieran dado una bofetada, su rostro no habría enrojecido con tanta rapidez. Su piel parecía haber sido azotada y a punto de sangrar.

    –¡Ojalá hubiese sido él! –dijo sin respiración, y levantó la mano, no para taparse los ojos sino su temblorosa boca.

    Wexford volvió a Londres, a una infructuosa noche de vigilia, un sábado vacío, y un domingo que podría –sólo podría– revelarle lo que deseaba.

    Llegó el uno de diciembre y seguía lloviendo a cántaros. Pero esto no era malo, pues se despejarían las calles y reduciría la posibilidad de que Hathall se fijase en un coche sospechoso. A las doce y media se encontraba enfrente de la estación, lo más cerca que él se atrevía, ya que no era solamente la posibilidad de que le viese Hathall lo que le preocupaba, sino también el riesgo de obstruir la circulación en ese estrecho paso. Se podía oír la lluvia contra el techo de su coche, y bajaba como un arroyo por la cuneta entre el bordillo y la línea amarilla. Era tan intensa que, aun cayendo sobre el parabrisas, no entorpecía la vista, sino que producía un efecto distorsionador; parecía que el cristal estuviera defectuoso. Podía ver con bastante claridad la entrada de la estación y hasta unos cien metros de West End Lane. Los trenes traqueaban detrás suyo, los autobuses 159 y 28 subían y descendían la cuesta. Había pocas personas por los alrededores, aunque parecía como si estuvieran viajando, desde hogares desconocidos hasta destinos también desconocidos por las calles húmedas de ese domingo invernal. Las agujas del reloj se desplazaron lentamente hasta llegar a la una menos cuarto.

    Para entonces ya estaba tan acostumbrado a esperar, tan resignado a permanecer sentado vigilando como un cazador a un astuto animal, que se llevó un sobresalto cuando a la una menos diez vislumbró en la lejanía la figura de Hathall. El cristal le jugaba malas pasadas. Se sentía como en una sala de espejos; primero un esqueleto gigante, luego un gordo enano, pero al pasar el limpiaparabrisas pudo observar con nitidez. Llevaba el paraguas abierto andando con rapidez hacia la estación, avanzando por el otro lado de la carretera. Pasó junto al coche sin volver la cabeza y se detuvo fuera de la estación. Cerró y abrió varias veces el paraguas para que cayesen las gotas. Luego entró en la estación.

    Wexford se encontraba en un dilema. ¿Iba a recibir a alguien o a viajar? A plena luz del día, incluso con esa lluvia, no se atrevía a salir del coche. Un tren de color rojo pasó bajo la carretera y se paró. Wexford contuvo la respiración. Las primeras personas en salir de él empezaron a llegar a la acera: un hombre se puso un periódico sobre la cabeza y se fue corriendo, un pequeño grupo de mujeres revoloteaban, luchando con los paraguas que no se abrían. Tres paraguas se abrieron simultáneamente, uno rojo, otro azul y otro naranja, como floreciendo contra el fondo gris. Cuando se marcharon, quedó al descubierto lo que antes estaba oculto: una pareja de espaldas a la calle, juntos pero sin tocarse. El hombre abrió el paraguas negro.


    Ella llevaba un tejano azul y un impermeable blanco con la capucha puesta. Wexford no pudo distinguir su cara. Se alejaron de allí como si pensasen ir andando, pero llegó un taxi, Hathall le hizo una seña y lo cogieron dirigiéndose hacia el norte.

    «Quiera Dios –pensó Wexford–, que los lleve a su casa y no a algún restaurante.» Conocía la dificultad de seguir a un taxista londinense, y el coche ya había desaparecido antes de que él consiguiese salir de West End Lane.

    El viaje de regreso fue exasperantemente lento. Se encontró atascado detrás del autobús 159 –un autobús que estaba completamente pintado con un anuncio de juguetes Dinky, lo cual le recordó a los juguetes Kidd’s de Toxborough– y pasaron casi diez minutos hasta que pudo llegar a la casa de Dartmeet Avenue. El taxi ya no estaba, pero la luz de la ventana de Hathall se veía encendida. Por supuesto, en un día como ése debía encender la luz al mediodía. Preguntándose con interés más que con temor si Hathall le golpearía a él también, cruzó la acera y examinó los timbres. No había nombres junto a éstos, sólo los números de los pisos. Pulsó el timbre del primer piso y aguardó. Quizá Hathall no abriría. En tal caso, llamaría a otra puerta para poder entrar y luego aporrearía la de la habitación de Hathall.

    Eso resultó innecesario. Sobre él se abrió la ventana y, dando un paso atrás, miró hacia arriba, a la cara de Hathall. Durante unos momentos ninguno de los dos habló. En medio de la lluvia se miraron fijamente durante un rato mientras una serie de emociones se sucedían en el rostro de Hathall: asombro, cólera, precaución y sobre todo, pensó Wexford, miedo. Sin embargo, la última expresión de Hathall parecía, extrañamente, de satisfacción. Sin tiempo para especular acerca de ello, Hathall dijo fríamente:

    –Ahora bajo a abrirle.

    A los quince segundos ya se encontraba abajo. Cerró despacio la puerta, sin decir nada, y señaló las escaleras. Wexford nunca lo había visto tan tranquilo y afable. Parecía enteramente relajado, más joven y triunfal.

    –Me gustaría que me presentase a la señorita que trajo aquí en taxi.

    Hathall no puso objeciones. No dijo nada. Mientras subían las escaleras, Wexford se preguntaba si estaría escondida. ¿Le habría dicho que se escondiera en el cuarto de baño, o en el piso de arriba? Abrió la puerta de su habitación, e hizo que pasara delante el inspector jefe. Wexford entró. Lo primero que observó fue su impermeable, extendido sobre el respaldo de una silla para que se secase.

    Al principio no la vio. La habitación era muy pequeña, y estaba amueblada como suelen estar esos sitios. Había un guardarropa que parecía de la época de la Batalla de Mons, una cama estrecha con una colcha india de algodón, unos sillones con brazos de madera y algunos cuadros, pintados sin duda por algún pariente del casero. La luz procedía de una esfera de plástico suspendida del techo.

    Una cortina de lona tapaba un rincón de la habitación. Detrás de ésta se encontraba presumiblemente un fregadero, pues cuando Hathall tosió para avisarla, ella salió, secándose las manos con una toalla. No era una cara bonita, pero sí muy joven, de rasgos acentuados, duros y confiados. Su espeso cabello cubría sus hombros y sus cejas eran duras y negras como las de un hombre. Iba vestida con una camiseta y una chaquetilla por encima. Wexford había visto ese rostro en alguna parte, y se estaba preguntando dónde, cuando Hathall dijo:

    –Ésta es la señorita que quería usted conocer. –Su triunfo se había transformado en franca diversión, que expresaba casi riendo–. ¿Puedo presentarle a mi hija, Rosemary?


    CAPÍTULO XV


    Hacía tiempo que Wexford no experimentaba una decepción semejante. El tener que enfrentarse a situaciones embarazosas no solía causarle problemas, pero el golpe que suponía lo que Hathall acababa de comunicarle –junto con la seguridad de que ahora se descubría su desobediencia– le dejaron sin habla. La chica, después de un breve saludo, tampoco habló, retirándose tras la cortina, desde donde se la podía oír cómo llenaba una tetera.

    Hathall, que había estado tan distante y esquivo en los primeros momentos del encuentro con Wexford, parecía realmente disfrutar de la consternación de su adversario.

    –¿Cuál es la finalidad de esta visita? –preguntó–. ¿Está visitando a sus viejas amistades?

    «Vamos allá», pensó Wexford, repitiendo las palabras de la señorita Marcovitch.

    –Tengo entendido que se va a Brasil –dijo–. ¿Va solo?
    –¿Es que se suele ir solo? Habrá unas trescientas personas más en el avión. –A Wexford le molestó la broma y Hathall se percató de ello–. Deseaba que Rosemary me acompañara, pero tiene que ir al colegio. Quizá venga dentro de unos años.

    Eso hizo salir a la chica. Cogió su impermeable, lo colgó en un perchero y comentó:

    –Ni siquiera he estado en Europa. No pienso enterrar mi vida en Brasil.

    Hathall se encogió de hombros ante este comentario. Sin duda perteneciente a la característica falta de gracia de la familia y dijo con la misma brusquedad:

    –¿Satisfecho?
    –Tengo que estarlo, ¿verdad, señor Hathall?

    ¿Era la presencia de su hija lo que reprimía su cólera? Se comportaba casi con dulzura, distinguiéndose tan sólo un leve indicio de su quejumbroso resentimiento cuando comentó:

    –Bien, si nos disculpa, Rosemary y yo tenemos que preparar algo de comer, lo cual no es nada fácil en un agujero como éste. Le acompañaré afuera.

    Cerró la puerta. El descansillo permanecía oscuro y tranquilo. Si bien Wexford esperaba una explosión de cólera, ésta no llegó, sólo percibió con claridad los ojos de Hathall. Los dos hombres tenían la misma altura y sus ojos estaban al mismo nivel. Durante unos segundos, los de Hathall se abrieron desmesuradamente dejando entrever un extraño brillo enrojecido. Se encontraban en la parte superior de un empinado tramo de las escaleras, y cuando Wexford se giró para bajarlas, notó que Hathall levantaba la mano detrás de él. Se aferró a la barandilla y bajó un par de peldaños a trompicones. Luego recuperó el equilibrio y bajó lentamente. Hathall no se movía, pero cuando Wexford llegó al final de la escalera y miró hacia atrás, observó la mano aún más levantada, en un gesto solemne, y a la vez siniestro, de despedida.

    –Estuvo a punto de empujarme escaleras abajo –le explicó Wexford a Howard–. Y yo no podría haberme resarcido. Él se permitiría decir que había entrado en su habitación a la fuerza. ¡Dios mío! ¡Cómo he complicado las cosas! Estoy seguro de que si presenta otra de sus reclamaciones perderé el empleo.
    –No sin una investigación a fondo, y no creo que a Hathall le interese aparecer en una investigación de ese tipo. –Howard tiró al suelo el periódico que estaba leyendo y dirigió su huesudo rostro, sus ojos azules y penetrantes hacia su tío–. No era su hija en las dos ocasiones, Reg.
    –¿Ah, no? Ya sé que viste a esa mujer con cabello corto y rubio, pero ¿estás seguro de que era Hathall quien le acompañaba?
    –Estoy seguro.
    –Lo viste una vez –persistió Wexford–. Lo viste a casi veinte metros durante diez segundos y desde un coche que tú conducías. Si tuvieses que comparecer ante un tribunal y jurar que el hombre que viste junto a Marcus Flower era el mismo que viste en el jardín de Bury Cottage, ¿lo jurarías? ¿Procederías así si la vida de un hombre dependiese de ti?
    –La pena de muerte ya ha sido abolida, Reg.
    –Cierto, y ni tú ni yo (a diferencia de muchos en nuestra profesión) deseamos que se restablezca. Pero si estuviese en vigor, ¿lo jurarías?

    Howard dudó un instante. Wexford se dio cuenta de ello y sintió que el cansancio le recorría el cuerpo como si estuviese bajo un sedante. Hasta el más mínimo resquicio de duda podía disipar la escasa esperanza que le quedaba.

    –No, no lo juraría –dijo Howard categóricamente.
    –Ya veo.
    –Un momento, Reg. No estoy seguro de si sería capaz de jurar sobre la identidad de un hombre si de mi juramento dependiese su muerte. Es una situación límite, pero estoy seguro de que, salvando una pequeña duda, diría que sí era Robert Hathall. Lo vi junto a las oficinas de Marcus Flower en la calle Half Moon en compañía de una mujer rubia.

    Wexford suspiró. ¿Cuál era la diferencia, después de todo? Tras meter la pata como lo había hecho ese día, no tenía esperanzas de continuar vigilando a Hathall. Howard interpretó como una duda el silencio de Wexford y dijo:

    –Si no está con ella, ¿adónde va todas esas tardes que se ausenta de casa? ¿Adónde fue en el autobús?
    –Todavía creo que está con ella. La hija sólo va allí los domingos. Pero ¿de qué me sirve todo eso? No puedo seguirlo en el autobús. Ya sabe que voy tras él.
    –Pensará que el haberle visto con su hija te desanimará.
    –Puede ser. O quizá se olvide, ¿y qué? No puedo esconderme en un portal y tomar tras él el autobús. O éste se va antes de que yo consiga entrar o Hathall se dará la vuelta y me verá. Aunque logre subir sin que me vea...
    –Entonces ha de hacerlo otra persona –dijo Howard con firmeza.
    –Eso es fácil de decir. Mi jefe se niega y tú no te vas a enfrentar con él, dejándome uno de tus agentes.
    –Eso es verdad.
    –Entonces ya podemos olvidarnos del tema. Volveré a Kingsmarkham y daré la cara. Por mí, Hathall se puede ir al trópico.

    Howard se levantó y le puso una mano sobre el hombro.

    –Yo lo haré –dijo.

    Había superado hacía tiempo el respeto, que sentía por él, dando paso al afecto y la camaradería, pero ese «Yo lo haré», expresado con tanta amabilidad, le recordó su antigua humillación, la envidia y el reconocimiento de sus cualidades. Wexford sintió cómo se ruborizaba.

    –¿Tú? –dijo ásperamente–. Debes de estar bromeando. Tienes un puesto más alto que el mío, ¿recuerdas?
    –No seas tan esnob. ¿Qué más da? Será divertido. Hace años que no hago algo parecido.
    –¿De verdad que harás eso por mí, Howard? ¿Y tu trabajo?
    –Si yo soy esa especie de dios que tú me haces parecer, ¿no crees que también tengo algo que decir sobre las horas que trabajo? Claro que no podré vigilarlo todas las noches. Surgirán las típicas situaciones que se dan de vez en cuando y tendré que quedarme en la oficina, pero Kenbourne Vale no se desmoronará sólo porque yo vaya ocasionalmente a West Hampstead.

    Así, a la tarde siguiente el superintendente Howard Fortune salió de su oficina a las seis menos cuarto y llegó a la hora convenida a West End Green. Esperó hasta las siete y media. Cuando se dio cuenta de que Hathall no aparecía, se dirigió a Dartmeet Avenue y observó que no había luz en la ventana que su tío le había indicado.

    –Me pregunto si irá a verla directamente después del trabajo –dijo Wexford.
    –Esperemos que no se acostumbre a eso. Será casi imposible seguirlo en la hora punta. ¿Cuándo deja su actual trabajo?
    –¿Quién sabe? –dijo Wexford–, además se marcha a Brasil, exactamente dentro de tres semanas.

    Una de esas situaciones que había mencionado impidió a Howard seguir a Hathall la noche siguiente, pero estuvo libre el miércoles y, cambiando de táctica, llegó a la calle Half Moon a las cinco en punto. Una hora más tarde, en Teresa Street, le explicó a su tío lo que había sucedido.

    –La primera persona en salir de Marcus Flower fue un tipo de aspecto descuidado con bigote. Iba con una chica y se fueron en un Jaguar.
    –Ése debía de ser Jason Marcus con su prometida –comentó Wexford.
    –Luego salieron dos chicas más y después... Hathall. Yo tenía razón, Reg. Es el mismo hombre.
    –No debí haber dudado de ti.

    Howard se encogió de hombros.

    –Se metieron en el metro y los perdí. Pero sé que no iba a su casa.
    –¿Cómo lo sabes?
    –Si hubiese ido a su casa, se habría dirigido a la estación de Green Park, habría tomado el metro hasta Piccadilly Circus o a Oxford Circus por la Línea Victoria y habría hecho transbordo para ir a Bakerloo. Hubiera andado hacia el sur, sin embargo fue hacia el norte y al principio pensé que iba a coger un autobús para volver a casa. Pero se dirigió a la estación de Bond Street, y jamás se hace eso para ir al noroeste de Londres. Bond Street está sólo en la Línea Central hasta que se bifurca la Línea Fleet.
    –¿Y adónde lleva la Línea Central?
    –Al este y al oeste. Lo seguí hasta el interior de la estación, pero ya sabes cómo son las horas puntas por aquí, Reg. En la taquilla había una cola de más de una docena de personas delante suyo. La cuestión es que debía tener mucho cuidado para que no se fijase en mí. Bajó las escaleras mecánicas hasta el andén de dirección oeste... y lo perdí –dijo Howard disculpándose–. Habría unas quinientas personas en el andén. Yo estaba atascado y no podía moverme, pero eso es otro asunto, ¿comprendes lo que quiero decir?
    –Me parece que sí. Hemos de averiguar dónde se cruza la Línea Central dirección oeste, con el trayecto del autobús 28, y en esa zona es donde vive la mujer desconocida.
    –Bueno, creo que lo sé con exactitud. La Línea Central dirección oeste pasa por Bond Street, Marble Arch, Lancaster Gate, Queensway, Notting Hill Gate, Holland Park, Shepherd’s Bush, etc. El autobús 28 dirección sur pasa por Golders Green, West Hampstead, Kilburn, Kilburn Park, Great Western Road, Pembridge road, Notting Hill Gate, Church Street, Kensington y Fulham para acabar en Wandsworth. Por tanto, ha de ser Notting Hill. Ella vive, junto con la mitad de la población itinerante de Londres, en alguna parte de Notting Hill. Es una pequeña pista, pero algo es algo. ¿Has descubierto tú alguna cosa?

    Wexford, se sintió inquieto durante dos días, antes de telefonear a Burden, esperando oír que Griswold había reclamado su cabeza. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, pues el comisario, en palabras de Burden, se encontraba «revoloteando» por Kingsmarkham, donde reinaba la consternación por una mujer desaparecida. Reflejaba un excelente estado de ánimo, preguntó adonde se había marchado Wexford de vacaciones y cuando le contestaron que a Londres («Por los museos y teatros, ¿sabe usted?», había dicho Burden) preguntó jocosamente por qué el inspector jefe no le había enviado una postal de New Scotland Yard.

    –Así pues, Hathall no se ha quejado –comentó Howard pensativamente.
    –Parece ser que no. Supongo que si es un poco realista, pensará que lo más seguro es no llamar la atención.

    Pero ya era tres de diciembre y sólo quedaban veinte días. Dora había arrastrado a su marido por las tiendas para que le acompañara en sus últimas compras de Navidad. Él llevaba los paquetes y se mostraba conforme con todo; aquél era el regalo adecuado para Sheila y aquel otro era exactamente lo que quería el hijo mayor de Sylvia; sin embargo, durante todo el tiempo iba pensando en lo mismo: «veinte días, veinte días...». Nunca olvidaría aquellas navidades, porque supondrían la huida de Hathall.

    Howard pareció leer sus pensamientos. Estaba terminando una de esas grandes comidas que no le costaban ni una libra, y mientras se servía de nuevo charlotte russe, comentó:

    –Si pudiéramos sorprenderle de alguna forma...
    –¿A qué te refieres?
    –No sé. Alguna cosilla que le impidiese abandonar el país, robar en unos grandes almacenes, por ejemplo, o viajar en el metro sin billete.
    –Parece ser un hombre honrado –dijo Wexford con amargura–, si es que se puede llamar honrado a un asesino.

    Su sobrino rebañó el plato del postre.

    –¿Hay que suponer que es honrado?
    –Que yo sepa, sí. El señor Butler me habría comunicado la más mínima sospecha de su falta de honradez.
    –Por lo visto, Hathall andaba bien de dinero últimamente. Pero al casarse con Ángela la cosa cambió, ¿verdad? Sin embargo, gastaban bastante. Me dijiste que Somerset los había visto gastando como locos y después cenando en un restaurante caro. ¿De dónde sacaban el dinero, Reg?

    Sirviéndose una copa de Chablis, Wexford comentó:

    –Yo también me lo he preguntado y no he llegado a ninguna conclusión. No parecía ser relevante.
    –Cualquier cosa es relevante en un caso de asesinato.
    –Es verdad. –Wexford se sentía demasiado agradecido con su sobrino para reaccionar mal ante esa pequeña amonestación–. Supongo que pensé que si un hombre siempre ha sido honrado no cambia repentinamente.
    –Eso depende del hombre. Éste se convirtió en un marido infiel en la madurez. De hecho, siendo monógamo desde la pubertad, parece ser que se ha transformado en un auténtico mujeriego. Y también en asesino. –Howard apartó su plato y empezó a comer un trozo de queso–. Hay un factor en todo esto que no creo que hayas tenido suficientemente en cuenta. Una persona.
    –¿Ángela?
    –En efecto, Ángela. Cuando la conoció fue cuando él cambió. Algunos creerán que ella lo corrompió. Es una posibilidad remota, pero como ya sabes, ella había cometido un pequeño fraude. Supongamos que Ángela le animó a cometer algún otro tipo de fraude.
    –Lo que acabas de decir me recuerda a algo que dijo el señor Butler. Comentó que había oído a Ángela explicar a su socio. Paul Craig, que ella se encontraba en buena posición para evadir sus impuestos.
    –Ahí lo tienes. Debían haber conseguido ese dinero en alguna parte. No creció de los árboles como las ciruelas.
    –No tenemos ni una sola pista –dijo Wexford–. Debió de haber sido en Kidd’s, Aveney no me habló de ello.
    –Pero tú tampoco le preguntaste por el dinero. Te informaste sobre su relación con las mujeres. –Howard se levantó de la mesa y apartó su silla–. Por cierto, vayamos a reunimos con las nuestras. Reg, yo en tu lugar haría mañana un pequeño viaje a Toxborough.


    CAPÍTULO XVI


    La factoría estaba rodeada de césped y de tristes árboles deshojados, y en el interior, se percibía un cálido olor a celulosa mientras las mujeres con turbante pintaban muñecas con el tema musical del Doctor Zhivago de fondo. El señor Aveney condujo a Wexford a través de los talleres hasta la oficina del jefe de personal, con un tono entrecortado y bastante indignado.

    –¿Manipulando los libros? Aquí nunca nos ha pasado nada parecido.
    –No estoy afirmando, señor Aveney. Tan sólo son meras conjeturas –dijo Wexford–. ¿Ha oído hablar alguna vez del fraude de la nómina?
    –Sí, algo he oído. Se solía hacer en el ejército. Nadie podría intentarlo aquí.
    –Veámoslo entonces.

    El jefe de personal, un joven de cabello rubio y revuelto, fue presentado como John Oldbury. Su oficina estaba muy desordenada y él parecía algo turbado, como si le hubieran sorprendido mientras buscaba algo que sabía que no encontraría jamás.

    –¿Trapicheando los sueldos, quiere decir? –preguntó.
    –Indíqueme por favor cómo lleva la nómina el contable.

    Oldbury miró distraídamente a Aveney, y éste asintió, encogiéndose de hombros durante un instante. El jefe de personal se dejó caer sobre la silla y se mesó sus rebeldes cabellos.

    –No soy muy bueno dando explicaciones –empezó–, pero lo intentaré. El proceso es muy simple: cuando viene una nueva trabajadora, yo le doy al contable los detalles sobre ella y calcula su sueldo. No... creo que tenga que ser más explícito. Supongamos que cogemos una tal... bueno, llamémosla Joan Smith, señora Joan Smith. –Oldbury, pensó Wexford, era tan poco imaginativo como buen hablador–. Le digo su nombre y dirección al contable, por ejemplo...

    Observando su fracaso, Wexford añadió:

    –24, Gordon Road, Toxborough.
    –Sí, ¿por qué no? –El jefe de personal dejaba traslucir su admiración–. Le digo que se llama Joan Smith, el número que sea en Gordon Road, Toxborough...
    –¿Cómo se lo dice? ¿Por teléfono? ¿Le deja una nota?
    –Bueno, de cualquiera de las dos maneras. Claro que guardo un registro. No tengo –comentó Oldbury innecesariamente–, buena memoria. Le digo su nombre y dirección, cuál será su horario, etc. Él introduce todo eso en el ordenador. Después yo hago el cálculo semanal sumando sus horas extras y lo que sea.
    –¿Cuando ella se va también se lo comunica?
    –Por supuesto.
    –Siempre terminan por marcharse. Cambian de opinión y nos dejan. Es el eterno problema –dijo Aveney.
    –¿Siempre se les paga semanalmente?
    –A todas, no –añadió Oldbury–. Mire, muchas de nuestras trabajadoras no destinan sus sueldos a la casa. Sus maridos son... ¿cómo se dice...?
    –¿Los soportes de la familia?
    –Exacto. Los soportes de la familia. Algunas emplean sus salarios en las vacaciones o en hacer mejoras en su hogar, o simplemente ahorran.
    –Sí, ya entiendo. Pero ¿qué quiere decir con esto?
    –Bien –comentó triunfalmente–, ellas no reciben el salario en un sobre. Se les paga a través de una cuenta corriente, normalmente de una caja postal o de ahorros.
    –¿Usted se lo comunica al contable y él lo introduce en el ordenador?
    –Así es –Oldbury sonrió al ver que se había explicado con claridad–. Es usted rápido, si me lo permite.
    –Por supuesto. –Wexford se sintió ligeramente sorprendido por el sencillo encanto de aquel hombre–. Por lo tanto el contable podría inventar una mujer e introducir un nombre y una dirección ficticios en el ordenador, ¿no es así? Su salario sería ingresado en una cuenta bancaria y el contable, mejor, su cómplice, lo sacaría cuando quisiera.
    –Eso –dijo Oldbury gravemente– sería un fraude.
    –En efecto, lo sería. Sin embargo, como ustedes guardan los registros, podemos verificar si se ha cometido un fraude así.
    –Claro que podemos. –El jefe de personal volvió a sonreír satisfecho y corrió hacia un fichero cuyos cajones estaban abarrotados de documentos–. Nada más fácil. Guardamos registros durante un año entero a partir del momento en que se van.

    «Un año entero... y Hathall se despidió hace dieciocho meses», pensó Wexford. Aveney lo acompañó a través de la factoría, donde Tom Jones estimulaba con su voz a las trabajadoras.

    –John Oldbury es un buen psicólogo y se comporta de maravilla con la gente –dijo Aveney.
    –Estoy convencido. Han sido ustedes muy amables. Les pido disculpas por las molestias causadas.

    La entrevista no había demostrado la teoría de Howard. Sin embargo, al no haber registros, ¿qué se podía hacer? Si la investigación no hubiese sido secreta, si hubiese tenido hombres a su disposición, podría haberlos mandado a investigar las cajas de ahorros de la zona, pero era secreta y no tenía hombres. No obstante, ahora veía con claridad cómo lo habían podido hacer; la idea procedió en primer lugar de Ángela; la cómplice entró en escena para personificar a la mujer que Hathall había inventado y sacar dinero de las cuentas. Entonces... Hathall se encaprichó con esa mujer hasta que Ángela se sintió celosa. De esa forma se explicaba la extremada soledad de los Hathall, su vida enclaustrada, el dinero que les permitía cenar fuera y a Hathall comprar regalos a su hija. Estuvieron juntos en el asunto hasta que Ángela comprendió que esa mujer era algo más que una cómplice, más que una útil recaudadora de beneficios... ¿Qué hizo ella? Romper su relación y amenazar con que si volvía a empezar les delataría a los dos. Eso significaría el final de la carrera de Hathall. Habría puesto término al trabajo en Marcus Flower o en cualquier otro lugar relacionado con la contabilidad. Por este motivo la asesinaron. Mataron a Ángela para estar juntos, y teniendo la certeza de que en Kidd’s sólo guardan los registros durante un año, estarían siempre a salvo del riesgo de ser descubiertos...

    Wexford descendió en su coche por el camino de la factoría. En la entrada principal del recinto industrial se cruzó con otro coche. Su conductor era un oficial de policía sin uniforme y su acompañante el inspector jefe Jack Tejón Lovat, un hombrecillo de nariz respingona que llevaba gafas con montura de oro. El coche aminoró la velocidad y Lovat bajó su ventanilla.

    –¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó Wexford.
    –Mi trabajo –dijo sencillamente Lovat.

    Lovat había recibido aquel apodo por tener tres tejones viviendo en su jardín. Wexford sabía que era mejor no preguntar al jefe del distrito de Myringham su hobby. En ese tema era exagerado y entusiasta. En todos los demás –aunque hacía su trabajo de manera ejemplar– era poco explícito. Uno siempre obtenía por respuesta un «sí» o un «no», a menos que estuviese dispuesto a hablar de cuadrúpedos plantígrados.

    –Como no hay tejones por aquí –dijo Wexford sarcásticamente–, excepto quizá artificiales, sólo te preguntaré una cosa. ¿Está relacionada tu visita con un hombre llamado Robert Hathall?
    –No –dijo Lovat. Sonriendo ligeramente, saludó con la mano y ordenó al conductor que continuara.


    De no ser por sus industrias, Toxborough se habría convertido en un pequeño pueblo medio desierto con una población de edad avanzada. La industria había traído comercio, carreteras, fealdad, un centro social, un campo de deportes y una hacienda municipal. Ésta se hallaba atravesada por una ancha carretera llamada Maynnot Way, donde las farolas reemplazaban a los árboles, y cuyo nombre procedía de la única casa antigua que aún quedaba, Maynnot Hall. Wexford, que no pasaba por allí desde hacía diez años, cuando el ladrillo y el hormigón empezaron a extenderse por los verdes campos de Toxborough, sabía que en alguna parte, no muy lejos de allí, había una caja de ahorros. En el segundo cruce giró a la izquierda, introduciéndose en la avenida Queen Elizabeth, allí estaba, entre la agencia de apuestas hípicas y una tienda de alfombras.

    El gerente, un hombre de gestos pomposos, reaccionó de mal talante ante las preguntas de Wexford.

    –¿Dejarle ver nuestros libros? No sin una orden judicial.
    –De acuerdo, pero contésteme a esto: si dejan de entrar pagos en una cuenta y está vacía o casi vacía, ¿escriben al titular para preguntarle si la quiere cancelar?
    –Ya no lo hacemos. Si alguien sólo tiene quince peniques en una cuenta, no se va a gastar el dinero en un sello para decirnos si quiere cancelarla, y tampoco se gastará cinco peniques en el autobús para venir aquí. ¿Entiende?
    –¿Podría comprobar si hay cuentas de mujeres que no hayan hecho reintegros ni retiradas desde... abril o mayo del año pasado? Y si las hay, ¿podría contactar con sus titulares?
    –No –dijo firmemente el gerente–, a menos que sea un asunto oficial. No dispongo del personal suficiente.

    Mientras salía del banco, Wexford pensó que él tampoco lo tenía. Sin personal, sin fondos, sin ayuda, y todavía sin nada, excepto sus «impresiones» con que convencer a Griswold de que valía la pena seguir en el caso. Kidd’s poseía una nómina, y Hathall había retirado dinero de ésta a través de cuentas de mujeres inexistentes. Pensándolo bien, la comisaría de policía de Kingsmarkham disponía de una buena caja y él, Wexford, podría retirar dinero de forma similar. Había tantas razones para sospechar de este último caso como del primero, y así es como lo consideraría el comisario jefe.

    –Otra cosa descartada –le comentó esa noche a su sobrino–. Pero ahora entiendo cómo pasó todo. Los Hathall y una cómplice realizaron el fraude durante dos años. El reparto del botín tuvo lugar en Bury Cottage. Entonces, Hathall consigue su nuevo trabajo y ya no tiene necesidad de continuar con el fraude de la nómina. La otra mujer debía desaparecer de la escena, pero no lo hace porque Hathall se ha enamorado de ella y quiere seguir viéndola. Puedes imaginar la cólera de Ángela, era su idea, ella lo planteó. Así que le dice a Hathall que la abandone o lo contará todo, pero Hathall no puede. Le hace creer a Ángela que la ha dejado y todo parece ir bien entre ellos dos, hasta que Ángela le pide a su suegra que pase unos días con ellos y limpia la casa para impresionarla. Por la tarde, Ángela recoge a su rival, tal vez para liquidar el asunto de una vez por todas. La otra mujer la estrangula como habían planeado, pero deja esa huella en el cuarto de baño.
    –Admirable –dijo Howard–. Estoy seguro de que fue así.
    –¿Y de qué me sirve? Puede que vuelva a casa mañana. ¿Vendréis a vernos por Navidad?

    Howard le dio una palmadita en el hombro como el día que le prometió que vigilaría a Hathall.

    –Las navidades incluyen dos semanas de vacaciones. Seguiré vigilando cada tarde libre que tenga.

    En cualquier caso, no hubo más convocatorias de Griswold. No pasaron muchas más cosas en Kingsmarkham durante su ausencia. Habían robado en la casa del presidente de la cámara rural. También fueron robados seis televisores en color de una empresa de alquiler de televisores de High Street. Habían aceptado al hijo de Burden en la Universidad de Reading, siempre y cuando superase satisfactoriamente sus exámenes de selectividad. La casa de Nancy Lake había sido vendida por veinticinco mil libras. Unos comentaban que se trasladaba a Londres, otros que se marchaba al extranjero. El sargento Martin decoró el vestíbulo de la comisaría con tiras de papel y recortes móviles de ángeles voladores que el comisario jefe mandó quitar de inmediato porque, según él, empañaban la dignidad de Mid-Sussex.

    –Es curioso que no protestase, ¿no?
    –Por suerte para ti. –Burden, se sentía más tranquilo con sus nuevas gafas y parecía más grave y puritano que nunca. Aspirando aire con cierta exasperación, dijo–: Debes dejar eso, ¿sabes?
    –¿Que debo dejarlo? Burden, Burden, no debes decir a un inspector jefe lo que debe hacer. Hubo un tiempo en que me llamabas «señor»
    –Y fuiste tú quien me dijo que dejara de hacerlo, ¿recuerdas?

    Wexford se rió.

    –Vamos al Carrusel a comer algo y te explicaré qué es lo que debo dejar.

    Antonio se mostró encantado de volver a verlo y le ofreció la especialidad de la casa: moussaka.

    –Creía que eso era griego.
    –Los griegos –dijo Antonio– nos lo copiaron a nosotros.
    –Lo contrario de lo que suele ocurrir normalmente. ¡Qué interesante! Lo probaré, Antonio. Y tarta de carne, para el señor Burden. ¿He adelgazado, Mike?
    –Te has de cuidar más.
    –No he probado una comida decente en quince días, siempre detrás de ese maldito Hathall. –Wexford se lo contó mientras comían–. ¿Lo crees ahora?
    –Oh, no lo sé. No paras de pensar en ello, ¿verdad? Mi hija me contó el otro día algo que le habían explicado en el colegio. Era sobre Galileo. Le hicieron retractarse por afirmar que la Tierra se movía alrededor del Sol, pero no renunció a su idea y, en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron: «Y sin embargo, se mueve.»
    –Ya lo había oído. ¿Qué estás intentando demostrar? Él tenía razón. La Tierra da vueltas alrededor del Sol. Y en mi lecho de muerte, diré: «Y sin embargo, lo hizo.» –Wexford suspiró. Era inútil. Mejor cambiar de tema–. Vi al viejo Tejón la semana pasada, tan reservado como siempre. ¿Encontró a su chica desaparecida?
    –Está poniendo patas arriba todo el barrio antiguo de Myringham.
    –¿Hasta ese punto ha desaparecido?

    Burden echó un vistazo receloso a la moussaka de Wexford y la olió desconfiadamente. Luego se comió su propia tarta de carne.

    –Cree con bastante seguridad que está muerta y ha detenido al marido.
    –¿Cómo, por asesinato?
    –No, no sin el cuerpo. El tipo tiene antecedentes y lo está reteniendo por haber robado en una tienda.
    –¡Cielos! –explotó Wexford–. Los hay con suerte.

    Sus ojos se cruzaron con los de Burden, y el inspector le echó esa clase de mirada que se dirige a un amigo cuando uno empieza a dudar de su equilibrio mental. Wexford no dijo nada más, rompiendo el silencio para preguntar por los éxitos y perspectivas del joven John Burden. Pero al levantarse para salir, y tras felicitar a Antonio por la comida que les había servido, Wexford comentó:

    –Cuando me retire o me muera, ¿le pondrás mi nombre a un plato tuyo? El italiano se santiguó.
    –No hay que hablar de esas cosas, pero sí, lo haré. ¿Lasaña Wexford?
    –Lasaña Galileo. –Wexford rió ante el desconcierto del cocinero–. Suena más latino –añadió.

    Las tiendas de High Street tenían los escaparates llenos de cintas doradas y el gran cedro que había frente al pub Dragón tenía las ramas plagadas de bombillas naranjas, verdes, rojas y azules. En el escaparate de la juguetería, un Papá Noel de cartón piedra y algodón asentía y sonreía ante una audiencia de niños que tenían las narices pegadas al cristal.

    –Doce días más de compras antes de Navidad –dijo Burden.
    –Oh, cállate –añadió Wexford.


    CAPÍTULO XVII


    Una niebla grisácea se hallaba suspendida sobre el río impidiendo la visión de la otra orilla, ocultando los sauces entre velos de vapor, borrando el color de los cedros y de los bosques sin hojas, de tal manera que parecía el paisaje de una fotografía desenfocada en blanco y negro. En este margen del río, las casas del barrio antiguo dormitaban en la helada neblina, con todas las ventanas cerradas y los árboles de los jardines completamente inmóviles. El único movimiento era el de las gotas de agua cayendo suave y lentamente de las delgadas puntas de las ramas. Hacía un frío atroz. Mientras Wexford paseaba por St. Luke y Church House, le pareció maravilloso que allá arriba, por encima de las capas de nubes y de la neblina, hubiese un sol resplandeciente aunque distante. Quedaba ya poco para que llegara el día más corto y la noche más larga. Sólo faltaban unos días para el solsticio, el momento en que el sol alcanza su límite más extremo en esa parte de la Tierra, aunque quizá debería decir, teniendo en cuenta las palabras de Burden del día anterior, el momento en que el suelo que pisaba se hubiese movido hasta el límite más extremo desde el sol...

    Vio los coches y furgonetas de la policía en River Lane antes de reconocer a alguno de los hombres que lo habían conducido hasta allí o alguna señal que indicara sus intenciones. Estaban aparcados a lo largo de la calle, frente a la hilera de casas casi abandonadas cuyos dueños habían permitido que las habitasen temporalmente personas desesperadas y sin hogar. En todos los lugares, donde el cristal e incluso el marco de alguna ventana antigua habían desaparecido, la cavidad estaba remendada por una lámina de plástico. En otras ventanas colgaban colchas, sacos, trapos y papel de embalar rasgado y empapado de agua. Sin embargo, no había ocupantes ilegales, pues el invierno y la humedad que procedía del río los había obligado a buscar otros alojamientos. Las casas antiguas, muchísimo más bellas, incluso ahora, que cualquier terraza moderna, aguardaban con el frío nuevos ocupantes o compradores. Eran antiguas, casi inmortales. Nadie podía destruirlas. Todo lo que podría pasarles era la lenta desintegración hasta la más extrema decadencia.

    Un callejón conducía, entre paredes de ladrillo, hasta los jardines que se habían convertido en vertederos de basura, infestados de ratas hasta la orilla del río. Wexford se fue haciendo camino por este callejón hasta llegar a un punto donde la pared se había derrumbado, dejando un espacio vacío. Un joven sargento de policía, con una pala en las manos, se colocó frente a él:

    –Lo siento, señor. No se permite entrar aquí.
    –¿No me conoce, Hutton?

    El sargento miró con mayor detenimiento y, dando un paso atrás, dijo:

    –Usted es el señor Wexford, ¿verdad? Le pido disculpas, señor.

    Wexford le comentó que no tenía importancia y preguntó dónde podía encontrar al inspector Lovat.

    –Allí abajo, donde están cavando, señor. Al fondo a la derecha.
    –¿Están buscando el cadáver de esa mujer?
    –El de la señora Morag Grey. Ella y su marido ocuparon una de estas casas hace dos veranos. El señor Lovat cree que el marido la pudo haber enterrado en este jardín.
    –¿Vivían aquí? –Wexford miró hacia el aguilón hundido, apuntalado con una viga de madera. El yeso se había desconchado por diferentes sitios, dejando entrever los manojos de zarzos con que había sido construida la casa hacía cuatrocientos años. Un portal abierto revelaba las paredes interiores que, delgadas y empapadas de agua, eran como las de una cueva que invade diariamente el mar.
    –No se debe de estar tan mal en verano –dijo Hutton a modo de disculpa–, y ellos no pasaron aquí más de dos meses.

    Una gran maraña de arbustos que ocultaban un sinfín de latas vacías y papel mojado, señalaba el final del jardín. Había cuatro hombres cavando y habían apilado grandes montones de tierra contra la pared del río. Lovat, sentado frente a esa pared, con el cuello del abrigo levantado y un cigarrillo mojado pegado a su labio inferior, los iba observando inescrutablemente.

    –¿Qué te hace pensar que se halla enterrada aquí?
    –En alguna parte debe de estar. –Lovat no se mostró sorprendido por su llegada. Extendió otra hoja de periódico junto a la pared para que se sentase–. Un día desagradable –comentó.
    –¿Crees que el marido la mató? –Wexford sabía que era inútil hacerle preguntas. Se tenía que afirmar y esperar a que Lovat se mostrase de acuerdo o en desacuerdo–. Lo has detenido, acusado de robar en una tienda, sin embargo, no posees ningún cuerpo, sólo una mujer desaparecida. Alguien debe de habértelo hecho tomar en serio, y no es Grey.
    –Su madre –dijo Lovat.
    –Ya entiendo. Todos pensaban que se había marchado a casa de su madre, y ésta que se encontraba en algún otro sitio. Grey tiene antecedentes, quizá vivía con otra mujer y dijo una sarta de mentiras. ¿Tengo razón?
    –Sí.

    Wexford pensó que había cumplido con su deber. Era una lástima saber tan poco de tejones, pues aún estaba menos interesado en ellos que en el caso Grey. La humedad se introducía por su ropa, helándole todo el cuerpo.

    –Tejón –dijo–, ¿quieres hacerme un favor? La mayoría de la gente, cuando se le hace esta pregunta, responde que depende del favor. Sin embargo, Lovat poseía virtudes que contrarrestaban su taciturnidad. Sacó otro cigarrillo arrugado de su paquete mojado.
    –Sí –dijo sencillamente.
    –¿Conoces a ese tal Hathall del que ando detrás? Creo que cometió un fraude con la nómina cuando trabajaba para Kidd’s, en Toxborough, por eso me encontraba allí cuando nos vimos el otro día. Pero no tengo autoridad para actuar. Estoy casi seguro de que sucedió así... –Wexford se lo explicó–. ¿Puedes mandar que pase alguien por las cajas de ahorros para indagar si existen esas cuentas falsas? Tejón, sólo tengo diez días.

    Lovat no preguntó por qué tenía tan poco tiempo. Limpió sus gafas del vapor de la neblina y volvió a ponérselas sobre su nariz sonrojada y respingona. Sin mirar a Wexford ni mostrar el mínimo interés, fijó la vista sobre sus hombros y añadió:

    –De un modo u otro siempre guardo una relación con las excavaciones.

    Wexford no respondió. En ese momento no podía demostrar mucho entusiasmo por el sermón de la Liga Contra los Deportes Crueles. Tampoco repitió su petición, pues sólo hubiera conseguido molestar a Lovat, sino que permaneció sentado en silencio soportando el frío mientras escuchaba el ruido que hacían las palas al chocar con la tierra. Latas y cartones empapados de agua se amontonaban en la tierra húmeda. ¿Habría un cadáver ahí abajo? En cualquier momento, una pala podía revelar, en lugar de un terrón de argamasa o más raíces, una mano blanquecina. Los vahos se hacían más densos sobre el agua casi estancada. Lovat tiró su cigarrillo a uno de los charcos.

    –Lo haré –respondió.

    Fue un alivio alejarse del río y de su miasma –de la cual se pensaba en tiempos remotos que era el origen de alguna enfermedad– y se dirigió hacia la parte elegante del barrio antiguo donde había aparcado su coche. Conectó el limpiaparabrisas cuando vio a Nancy Lake. Se hubiera preguntado qué estaba haciendo allí de no haberse metido en ese momento en una pequeña panadería, conocida por su pan y sus pasteles caseros.

    Había transcurrido más de un año desde que la vio por última vez, y casi había olvidado la sensación que sintió entonces: la respiración entrecortada, el leve temblor en el corazón... Volvió a sentirlo de nuevo mientras se iba cerrando la puerta tras ella, cuando la vio desaparecer entre el resplandor anaranjado de la tienda.

    Aunque estaba temblando –su aliento surgía como el humo a causa del frío–, la esperó allí, junto al bordillo. Cuando ella salió le dedicó una de sus dulces sonrisas.

    –¡Señor Wexford! Esto está repleto de policías, pero no le esperaba a usted.
    –Yo también soy policía. ¿Me permite acompañarla a Kingsmarkham?
    –Muchas gracias, pero todavía no he de volver. –Llevaba un abrigo de piel de chinchilla que brillaba a causa de las gotas de agua. El frío, que agarrotaba la cara de los demás, daba color a la suya y brillo a sus ojos–. Pero entraré en su coche cinco minutos, ¿de acuerdo?

    Alguien, pensó Wexford, debería inventar la forma de calentar un coche mientras el motor está apagado. Nancy Lake, sin embargo, no parecía sentir el frío. Se inclinó hacia él con la alegría y vitalidad de una mujer joven.

    –¿Compartimos un pastel de nata?

    Él meneó la cabeza.

    –No, eso engorda.
    –¡Pero si está muy delgado!

    Sabiendo que no debía volver a caer, que estaba coqueteando de nuevo con él, la miró a sus resplandecientes ojos y comentó:

    –Siempre me está diciendo lo que no me ha dicho ninguna mujer desde que era joven.

    Ella comenzó a reír.

    –No siempre. ¿Cómo puede decir eso si no lo veo casi nunca? –Empezó a comer el pastel. Era la clase de pastel que nadie intentaría comer sin un plato, un tenedor y una servilleta. Consiguió hacerlo sólo con los dedos, rescatando con su sonrojada lengua motas de nata de los labios–. He vendido mi casa –dijo–. Me traslado el día de Nochebuena.

    El día de Nochebuena...

    –Dicen que se marcha al extranjero.
    –¿Eso dicen? Han estado diciendo cosas de mí desde hace veinte años y la mayoría ha sido una distorsión de la verdad. ¿Dicen también que mi sueño, al fin, se ha hecho realidad? –Terminó el pastel, chupándose los dedos con delicadeza–. Ahora he de irme. Una vez, oh, parece que hubiesen pasado años, le pedí que viniese a tomar el té conmigo.
    –Así es –contestó él.
    –¿Y vendrá? Digamos... el próximo viernes. –Cuando él asintió, Nancy comentó–: nos acabaremos la mermelada de ciruela. Hasta el viernes, pues.
    –Hasta el viernes. –Era ridículo, ese sentimiento de emoción. «¡Estás viejo! –se dijo severamente–. Ella quiere obsequiarte con mermelada de ciruelas y explicarte la historia de su vida; eso es lo único que faltaba.» La vio alejarse hasta que su abrigo de piel se confundió en la niebla del río y desapareció.


    –No puedo seguirlo en el metro, Reg. Lo he intentado ya tres veces, pero cada noche hay más gente comprando regalos de Navidad –dijo Howard.
    –Me lo imagino –añadió Wexford, que sentía que no quería volver a oír la palabra «Navidad». Era más consciente de las presiones festivas de esos días de lo que lo había sido en el pasado. ¿Era acaso distinto de otros años? ¿O era simplemente que veía cada felicitación que le pasaban por debajo de la puerta, cada señal de las celebraciones que llegaban, como una amenaza de fracaso? Había una amarga ironía en el hecho de que este año se dispusieran a invitar más gente de lo habitual: sus dos hijas, su yerno, sus dos sobrinos, Howard y Denise, y Burden y sus hijos. Dora ya había empezado la decoración navideña. Tenía que encogerse en su asiento, con el teléfono sobre las rodillas, para evitar meter la cara en el enorme acebo que colgaba por encima de su escritorio.
    –Esto parece ser el fin, ¿no? –dijo–. Déjalo, se acabó. Puede que salga algo del asunto de la nómina. Es mi última esperanza.

    Howard pareció indignarse.

    –No he dicho que pensase dejarlo. Sólo quería decir que no puedo continuar haciéndolo así.
    –¿Qué otra forma hay?
    –¿Por qué no intentar seguirlo desde el otro extremo?
    –¿El otro extremo?
    –Anoche, después de perderle en el metro, subí hasta Dartmeet Avenue. Supuse que se quedaría con ella algunas noches, pero no siempre lo hace. Si lo hiciese, no tendría sentido seguir pagando su habitación. Ayer no pasó allí la noche, Reg. Volvió a su casa en el último autobús 28. Por ello pensé: ¿por qué no coger yo también ese último autobús?
    –Debo de estar perdiendo facultades –comentó Wexford–, pero no veo a dónde quieres llegar.
    –Te lo diré. Hathall se subirá en la parada más próxima a la casa de ella, ¿verdad? Una vez que la encuentre podré esperar la noche siguiente desde las cinco y media en adelante. Si viene en autobús podré seguirlo; si viene en metro será más difícil, pero todavía quedan posibilidades.

    Kilburn Park, Great Western Road, Pembridge Road, Church Street... Wexford suspiró.

    –Hay docenas de paradas –dijo.
    –No en Notting Hill. Y tiene que ser en Notting Hill, recuerda. El último autobús 28 cruza Notting Hill Gate a las once menos diez. Mañana por la noche lo estaré esperando en Church Street. Me quedan seis tardes, Reg, seis tardes de vigilancia antes de Navidad.
    –Tendrás la pechuga del pavo –dijo su tío– y la moneda de veinticinco peniques del pudín.

    Mientras colgaba el teléfono, sonó el timbre de la puerta y oyó las agudas voces de los jóvenes cantando villancicos:

    –Que Dios os dé reposo, que nada os desanime...


    CAPÍTULO XVIII


    Pasaron el lunes y el martes de la semana anterior a la Navidad y no llegaban noticias de Lovat. Probablemente estaba demasiado ocupado en el caso de Morag Grey, y eso no le permitía hacer muchos más esfuerzos. No había encontrado el cuerpo de la mujer, y su marido, detenido durante una semana, iba a comparecer en el juzgado por el cargo de robo en una tienda. Wexford telefoneó a la comisaría de Myringham el martes por la tarde. Era el día libre del señor Lovat, le explicó el sargento Hutton, y tampoco le encontraría en su casa, pues había asistido a algo así como la convención de la Sociedad de Amigos del Tejón Británico.

    No era el miedo lo que impedía a Wexford llamar a su sobrino al no recibir noticias suyas. No se debe agobiar a alguien que te está haciendo el enorme favor de renunciar a todo su tiempo libre para satisfacer tu obsesión: la persecución de tu quimera. Lo mejor era dejarlo solo y esperar. Wexford buscó la palabra quimera en el diccionario. La definía como un monstruo, un espectro, un objeto de concepción imaginaria. Objeto de concepción imaginaria... Hathall era de carne y hueso, pero ¿y la mujer? Sólo Howard la había visto en una ocasión, y ni siquiera estaba en condiciones de jurar que Hathall –el monstruo, el espectro– fuera su acompañante. «Que nada te desanime», pensó Wexford. Alguien había dejado la huella de su mano, y esos cabellos oscuros en el suelo del dormitorio de Ángela.

    Aunque las posibilidades de atraparla a ella eran ahora remotas, y más aún cada día que pasaba, todavía deseaba saber cómo había ocurrido, atar los cabos que quedaban sueltos. Quería saber dónde la había conocido Hathall. Tal vez en la calle, o en un pub, como había sugerido Howard una vez; o quizá ella era una amiga de Ángela de la época de Londres, antes de que a Hathall le presentasen la que sería su segunda mujer en la fiesta de Finchley. Con toda probabilidad ella debía de haber vivido cerca de Toxborough o de Myringham si su trabajo consistía en retirar el dinero de esas cuentas. ¿O había compartido la tarea con Ángela? Hathall sólo había trabajado a media jornada en Kidd’s. En sus días libres, Ángela podía haber utilizado el coche para ir a cobrar.

    Además, estaba el libro sobre lenguas célticas, otra extraña pista en el caso que ni siquiera había empezado a explicarse. Las lenguas célticas guardan una relación bastante estrecha con la arqueología, pero Ángela no había demostrado interés por ellas mientras trabajaba en la biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología. Si el libro no era relevante, entonces ¿por qué Hathall se trastornó tanto al verlo en sus manos?

    Sin embargo, fuera lo que fuera lo que pudiese deducir del minucioso examen de esos hechos, de la ordenación de datos aparentemente sin relación entre sí y de su intento de establecer un vínculo, lo realmente importante era detener a Hathall antes de que abandonara el país, lo que dependía ahora de encontrar pruebas sobre aquel fraude. Reunir las piezas del rompecabezas y construir una imagen definida de su quimera podría retrasarse hasta ser demasiado tarde y Hathall haber huido. Eso, pensó amargamente, le serviría de entretenimiento para las largas noches del Año Nuevo. Como no había recibido todavía noticias de Lovat el miércoles por la mañana, se fue a Myringham, a su oficina. Llegó a las diez. El señor Lovat, le dijeron, está en el juzgado y no se le espera antes de la hora de la comida.

    Wexford se abrió paso por el centro comercial de Myringham, subiendo escaleras de hormigón, ascendiendo y descendiendo escaleras mecánicas –rodeado de luces con forma de margaritas amarillas y rojas–, hasta que llegó por fin al juzgado. La galería pública se hallaba casi vacía. Se deslizó hasta su asiento, buscó a Lovat con la mirada y lo encontró sentado en la parte frontal, casi bajo el estrado.

    En el banquillo de los acusados había un hombre larguirucho de unos treinta años que, según el abogado que lo representaba, era Richard George Grey, sin domicilio fijo. Era el marido de Morag. No era de extrañar que Lovat se sintiese tan ansioso. Wexford, sin embargo, no tardó en darse cuenta de que el cargo de robo de una tienda que recaía sobre él estaba basado en pruebas muy frágiles. La policía, evidentemente, quería que lo encarcelaran, lo cual parecía poco probable. El abogado de Grey, un hombre joven, afable y educado, estaba haciendo lo que podía por su cliente, un esfuerzo que disgustaba a Lovat. Con una extraña Schadenfreude, Wexford deseó que liberaran a Grey. ¿Por qué tenía que ser Lovat el afortunado, capaz de retener a un hombre hasta reunir pruebas suficientes para acusarlo del asesinato de su mujer?

    –Y así apreciarán, sus señorías, que mi cliente ha sufrido una serie de graves infortunios. Aunque no tiene la obligación de divulgar condenas anteriores, él desea hacerlo así, consciente, sin duda alguna, de lo trivial que encontrarán su única condena. ¿Y en qué consiste esa única condena? Consiste, sus señorías, en haber estado en libertad condicional por habérsele encontrado en un recinto cerrado a la tierna edad de diecisiete años.

    Wexford se apartó un poco para permitir la entrada de dos mujeres mayores que llevaban bolsas de la compra. La expresión de éstas era ávida y parecían encontrarse como en su casa. Este entretenimiento, pensó, era gratuito, matutino, con los auténticos ingredientes de la vida real, tres ventajas que tenía sobre el cine. Saboreando el desconcierto de Lovat, escuchó lo que seguía diciendo el abogado.

    –Aparte de eso, ¿cuáles son sus proclividades delictivas? Ah, sí, es cierto que se encontró en la miseria y sin abrigo, se vio obligado a refugiarse en una casa abandonada cuyo propietario legal no utilizaba y que fue clasificada como «no apta para vivienda». Pero esto, como bien saben sus señorías, no es ningún delito. Ni siquiera constituye, como queda reflejado en la ley desde hace seiscientos años, entrada ilegal. Es cierto también que fue despedido por su anterior jefe (él lo admite con franqueza, aunque no se presentaron cargos) por apropiarse de la escasa suma de dos libras y media. Como resultado, se vio obligado a dejar su piso de Maynnot Hall, Toxborough, y como consecuencia todavía más grave fue abandonado por su mujer, dado que se negaba a convivir con un hombre cuya honradez no estaba libre de mancha. Esta señora, cuyo paradero actual es desconocido y cuya huida ha provocado una profunda desolación a mi cliente, parece tener algo en común con la policía de Myringham, concretamente el hecho de golpear a un hombre cuando ha fracasado...

    Siguió hablando con el mismo estilo. Wexford lo habría encontrado menos aburrido, pensó, si hubiese oído algo más sobre las pruebas tangibles y menos sobre los alegatos abstractos. Sin embargo, las pruebas debían de ser poco convincentes, así como la identificación de Grey, pues los magistrados regresaron a los tres minutos para dar por finalizado el caso. Lovat se levantó disgustado y Wexford trató de seguirlo. Sus vecinas protestaron al tener que mover sus bolsas de la compra; una multitud de gente se hallaba fuera del juzgado –una serie de testigos iba a comparecer en un caso de agresión–, y cuando la hubo atravesado, Lovat desapareció en su coche, y no para dirigirse a la comisaría.

    Bien, se encontraba a veinticinco kilómetros más cerca que al norte de Kingsmarkham... ¿Por qué desperdiciar la ocasión? ¿Por qué no ir al norte de Londres a hablar por última vez con Eileen Hathall? Las cosas difícilmente se estropearían más, y tal vez podrían mejorar. ¿Cómo se sentiría si ella le dijese que la emigración de Hathall había sido pospuesta, que se iba a quedar entre una o dos semanas más en Londres?

    Mientras atravesaba Toxborough, por la carretera que le conducía a Maynnot Way, le asaltó un recuerdo en alguna parte de su cerebro. Richard y Morag Grey habían vivido allí una vez, quizá habían servido en Maynnot Hall... pero no era eso. Sin embargo, era algo relacionado con lo que había dicho el joven abogado. Trató de desmenuzar el caso, e imaginó a Hathall y su entorno como un paisaje con figuras. Tantos lugares y tantas figuras... De todas las personas que había encontrado u oído, una había sido aludida por el abogado en su dramático discurso ante el estrado, pero no se había mencionado ningún nombre aparte del de Grey... sí, el de su mujer. ¡La mujer desaparecida!, eso era. «Abandonado por su mujer pues se negaba a convivir con un hombre cuya honradez no se hallaba libre de mancha.» Pero ¿a qué le recordaba eso? Unas semanas atrás, quizá unos meses o incluso un año, alguien le había hablado de una mujer que valoraba de un modo especial la honradez. El problema era que no tenía la más mínima idea de quién podía haber sido esa persona.

    No le supuso un gran esfuerzo reconocer a la invitada de Eileen Hathall. Wexford no había visto a la anciana señora Hathall desde hacía quince meses y se sorprendió un poco al encontrarla allí. La ex mujer no le informaría de su visita a su ex marido, pero la madre, muy probablemente, sí lo haría. ¿Qué más daba? Ya había dejado de importarle. Hathall abandonaba el país en cinco días. Un hombre que huye de su país para siempre no tiene tiempo para pequeñas venganzas y precauciones innecesarias.

    Al parecer, la señora Hathall, que estaba sentada a la mesa tomándose una taza de té después de comer, no interpretó correctamente la causa de su visita. Este engorroso policía visitó una casa donde ella estuvo anteriormente y ahora estaba visitándola de nuevo al mismo tiempo que ella. En las demás ocasiones buscaba a su hijo, por consiguiente...

    –No lo encontrará aquí –dijo con voz ronca y un deje norteño–. Está atareado preparándose para ir a vivir al extranjero.

    Eileen se encontró con su mirada inquisitiva.

    –Pasó anoche por aquí para despedirse –dijo. Su voz era tranquila, casi complaciente. Wexford, mirándolas a las dos, comprendió lo que les pasaba. Hathall, mientras vivía en Inglaterra, había sido para cada una de ellas una fuente de amargura constante, provocando en la madre una necesidad de reñir y de agobiar a los demás, y en su ex mujer, rencor y humillación. Cuando Hathall se hubiese ido y se encontrase tan lejos como si estuviera muerto, ellas quedarían en paz. Eileen casi tomaría el estatus de viuda y la anciana dispondría de una razón respetable –la educación de su nieta– para la separación de su hijo y de su nuera.
    –¿Se marcha el lunes?

    La anciana señora Hathall asintió con cierto orgullo.

    –No crea que lo volveremos a ver. –Acabó su té, se levantó y empezó a despejar la mesa. En cuanto se acaba una comida se limpia la mesa. Ésa era la regla. Wexford la vio levantar la tapa de la tetera y contemplar su contenido con irritada expresión, como si lamentase desperdiciar dos dedos de té. Indicó con gestos a Eileen que quedaba más, si quería. Ésta meneó la cabeza y la señora Hathall se llevó la tetera. No pareció ocurrírseles que a Wexford le podía apetecer tomar un poco de té, o que al menos podían ofrecerle la posibilidad de rechazarlo. Eileen esperó hasta que su suegra hubo abandonado la habitación.
    –Así me libro de él –comentó–. No volverá por aquí, estoy segura. He pasado sin él cinco años y puedo pasar el resto de mi vida. Por lo que a mí se refiere, es preferible que desaparezca.

    Wexford así lo había supuesto. En estos momentos ella podía imaginar que lo había echado, que ahora que Ángela no estaba podía haberlo acompañado a Brasil, de haberlo deseado.

    –Mamá y yo –añadió, echando una ojeada a la desnuda habitación, sin un solo adorno de Navidad–. Mamá y yo pasaremos solas unas tranquilas navidades. Mañana se va Rosemary a casa de su amiga francesa con la que se cartea y no volverá hasta que empiece de nuevo el colegio. Será agradable y tranquilo las dos solas.

    Wexford casi se puso a temblar. La afinidad entre esas dos mujeres le asustaba. ¿Se había casado Eileen con Hathall porque eso le proporcionaría la madre que deseaba? ¿Había elegido la señora Hathall a Eileen para su hijo porque era la hija que necesitaba?

    –Mamá se está planteando venir a vivir aquí conmigo –comentó mientras la anciana regresaba con un andar pesado–. Es decir, cuando Rosemary vaya a la universidad. No tiene sentido estar pagando dos casas, ¿verdad?

    Una mujer más cálida, más cariñosa, podría haber reaccionado sonriendo o cogiendo de la mano a esa nuera ideal.

    Los pequeños y fríos ojos de la señora Hathall expresaron su aprobación, descansando brevemente sobre el rostro hinchado y el cabello ondulado de su nuera, mientras su boca, torcida hacia abajo por los lados, mostraba una especie de decepción por algo que ella no tenía la culpa.

    –Ven conmigo, Eileen –dijo–. Tenemos que lavar los platos.

    Ninguna de ellas acompañó a Wexford a la puerta. Cuando salía de debajo del toldo, que le recordó a una estación provincial de ferrocarril, el coche que había sido de Hathall giró, con Rosemary al volante. La cara, una versión inteligente de la de su abuela, pareció reconocerlo, sin embargo no manifestó una amable expresión de saludo, no sonrió.

    –He oído que te vas a Francia por Navidad.

    Apagó el motor sin moverse.

    –Recuerdo haberte oído decir –continuó él– que nunca habías estado fuera de Inglaterra.
    –Cierto.
    –¿Ni siquiera aquel día en Francia con el colegio, señorita Hathall?
    –Ah, eso –dijo con calma–. Aquél fue el día en que estrangularon a Ángela. –Hizo el gesto de pasarse un dedo por la garganta–. Le dije a mi madre que iba con el colegio, pero no era cierto. Salí con un chico. ¿Satisfecho?
    –No del todo. Tú sabes conducir, hace dieciocho meses que sabes conducir. No te gustaba Ángela y parecías llevarte bien con tu padre...

    Ella le interrumpió bruscamente.

    –¿Llevarme bien con él? No puedo soportar a ninguno de ellos. Mi madre es un vegetal y la vieja es una vaca. Usted no sabe, nadie lo sabe, lo que me han hecho pasar. Siempre me están presionando. –Sus palabras eran apasionadas pero no levantaba la voz–. Voy a marcharme este año y no volveré a verlos. Esas dos pueden vivir juntas y un día se morirán y no las encontrarán durante meses. –Alzó la mano para apartarse el cabello oscuro de la cara y él pudo ver el dedo, rosado y suave–. ¿Satisfecho? –volvió a preguntar.
    –Ahora sí.
    –¿Yo, matar a Ángela? –Se echó a reír–. Primero mataría a otras personas, se lo aseguro. ¿Realmente pensaba que yo la maté?
    –La verdad es que no –comentó Wexford–, pero estoy seguro de que podías haberlo hecho si lo hubieras deseado.

    Se sentía bastante satisfecho con esas últimas palabras y pensó en otros esprits d’escalier mientras se alejaba en su coche. Sólo una vez se había confundido con un Hathall. Evidentemente, podría haberle preguntado si había conocido en alguna ocasión a una mujer con una cicatriz en la yema del dedo índice, pero consideraba que no podía pedir a una hija que traicionase a su padre. No era un inquisidor medieval ni el pilar de un estado fascista.

    Una vez en la comisaría de policía, llamó por teléfono a Lovat, quien, naturalmente, había salido y no se le esperaba hasta el día siguiente. Howard no llamaba. Si había estado vigilando la noche anterior lo había hecho en vano, pues Hathall se encontraba despidiéndose en Croydon.

    Dora estaba haciendo el pastel de Navidad, colocando en el centro de un círculo blanco un Papá Noel pintado y rodeándolo con petirrojos de yeso, adornos que salían cada año de los envoltorios de papel de plata y que compraron cuando la hija mayor de Wexford era un bebé.

    –¡Ahí está! ¿No es bonito?
    –Precioso –contestó Wexford con tristeza.

    Dora dijo con calculada frialdad:

    –Me alegraré el día que ese hombre se vaya y vuelvas a ser tú mismo. –Cubrió el pastel y se enjuagó las manos–. A propósito, ¿te acuerdas que una vez me preguntaste sobre una mujer llamada Lake? La que dijiste que te recordaba a Jorge II.
    –Yo no dije eso –comentó Wexford intranquilo.
    –Pues algo así. Bueno, pensé que te interesaría saber que se va a casar con un hombre llamado Somerset. Su mujer murió hace un par de meses. Supongo que algo estaba pasando durante años, pero lo mantenían en secreto. Todo un misterio. Él no puede haberle prometido en su lecho de muerte que tendría solamente amantes, ¿verdad? Oh, querido, me gustaría que mostrases algo de interés y no tuvieras esa perpetua expresión de hastío.


    CAPÍTULO XIX


    El jueves era su día libre, no es que quisiese dar caza a Lovat –una buena metáfora, pensó, para aplicar a un protector de la fauna–, pero no había razón para madrugar. Se durmió pensando en lo tonto que había sido suponer que le gustaba a Nancy Lake, cuando iba a casarse con Somerset, y al amanecer soñaba con Hathall. Esta vez era un sueño completamente absurdo en el que Hathall y la mujer embarcaban en un autobús volante. El teléfono sonó junto a su cama despertándole sobresaltado a las ocho.

    –Pensé que era mejor hablar contigo antes de irme al trabajo –dijo Howard–. He encontrado la parada del autobús, Reg.

    Eso le despertó más que el timbre del teléfono.

    –Cuéntame –dijo.
    –Lo vi salir de Marcus Flower a las cinco y media y cuando se dirigió hacia la estación de Bond Street supe que iría a casa de ella. Tuve que volver a mi casa un par de horas, pero a las diez y media ya me encontraba en New King’s Road. ¡Dios mío, fue facilísimo! Todo salió mejor de lo que esperaba.

    »Me senté en uno de los asientos delanteros del piso inferior, el más cercano a la ventana. No apareció ni en la parada de Church Street ni en la de Notting Hill Gate. Yo sabía que si tomaba ese autobús tenía que ser pronto y de repente lo vi en la parada de Pembridge Road. Subió al piso de arriba del autobús. Yo permanecí sentado hasta verlo bajar en West End Green y después –terminó Howard triunfalmente–, fui hasta Golders Green desde donde me marché a casa en taxi.

    –Howard, eres mi único aliado.
    –Bueno, ya sabes lo que dijo Chesterton sobre eso... Estaré en la parada del autobús esta noche a partir de las cinco y media y veremos qué pasa.

    Wexford se puso su batín y bajó a consultar lo que había dicho Chesterton: «No hay palabras para expresar el abismo entre el aislamiento y el tener un aliado. Puede concederse a los matemáticos que dos y dos son cuatro. Pero dos no son dos veces uno; dos es dos mil veces uno...» Se sentía bastante animado. Quizá no tema un equipo de hombres a su disposición, pero tenía a Howard, el decidido, el hombre de confianza, el invencible, y juntos serían como dos mil. Dos mil uno contando a Lovat. Tenía que bañarse, vestirse y marchar hacia Myringham cuanto antes.

    El jefe de la policía de Myringham se encontraba allí, y con él el sargento Hutton.

    –No hace mal día –dijo Lovat, mirando a través de sus pequeñas gafas el cielo blanco y nublado.

    Wexford pensó que era mejor no decir nada sobre Richard Grey.

    –¿Has hecho algo sobre el asunto de la nómina?

    Lovat asintió lentamente, pero fue el sargento quien explicó los hechos.

    –Encontramos una o dos cuentas que parecían sospechosas, señor. Tres, para ser exactos. Una en la caja de ahorros de Toxborough, otra en Passingham St. John y otra aquí. Todas indicaban pagos periódicos realizados por Kidd’s, y en todos los casos los pagos y las retiradas cesaron en marzo o abril del año pasado. La cuenta de Myringham estaba a nombre de una mujer cuya dirección resultó estar en una especie de pensión. La gente de allí no la recordaba y no hemos podido seguir su rastro. La de Passingham tenía todo en regla. La mujer había trabajado en Kidd’s, lo dejó en marzo y no se tomó la molestia de retirar los últimos treinta peniques de la cuenta.
    –¿Y la cuenta de Toxborough?
    –Ahí está la dificultad, señor. Está a nombre de una tal señora Mary Lewis y la dirección es de Toxborough, pero la casa se halla cerrada y evidentemente no hay nadie. Los vecinos dicen que los propietarios se llaman Kingsbury y no Lewis, pero han tenido inquilinos en estos últimos años y uno de ellos podía apellidarse Lewis. Hemos de esperar a que vuelvan los Kingsbury.
    –¿Saben los vecinos cuándo regresan?
    –No –dijo Lovat.

    A Wexford no le pareció muy probable que alguien se marchara la semana antes de Navidad y no volviera hasta después. Su día libre se sucedía sin resultados. El año anterior decidió ser paciente, pero había llegado el momento de empezar a contar las horas, más que los días que quedaban, antes de la partida de Hathall. Cuatro días: noventa y seis horas. «Ése –pensó–, debe de ser el único caso en que un número grande parece menor que uno pequeño.» Noventa y seis horas: 5.760 minutos. Sin duda transcurrirían en un abrir y cerrar de ojos...

    Lo más frustrante era que debía de dejar pasar esas horas, esos miles de minutos, pues no había nada que pudiese hacer personalmente. Sólo podía volver a casa y ayudar a Dora a colgar más tiras de papel, arreglar los manojos de muérdago, plantar el árbol de Navidad en su maceta, especular con ella sobre si el pavo era suficientemente pequeño para que cupiera en la parrilla del horno. El viernes, cuando sólo quedaban setenta y dos horas (4.320 minutos), fue con Burden a la cantina de la comisaría para celebrar la cena especial de Navidad. Hasta se puso un sombrero de papel y abrió una bolsa de sorpresas con la policía Polly Davis.

    Tenía por delante su cita en casa de Nancy Lake para tomar el té. Estuvo a punto de llamarla para anularla, pero no lo hizo, diciéndose a sí mismo que quedaban un par de preguntas que ella le podía responder y que era una forma tan buena como cualquier otra de consumir algunos de sus cuatro mil y pico minutos. A las cuatro se encontraba ya en la Wool Lane, sin pensar en ella en absoluto, tan sólo recordando que, ocho meses atrás, había pasado por allí con Howard, lleno de esperanza, energía y determinación.

    –Somos amantes desde hace diecinueve años –le explicó ella–. Llevaba cinco años casada y había venido a vivir aquí con mi marido. Un día iba andando por el camino y vi a Mark. Se encontraba en el jardín de su padre, recogiendo ciruelas. Lo llamamos el árbol milagroso porque fue un milagro para los dos.
    –La mermelada es muy buena.
    –Sírvase más. –Ella le sonrió. La habitación en la que se encontraban no era como la de Eileen Hathall y no había tantos adornos navideños. Sin embargo, no era árida ni estéril, tampoco fría. Por todas partes se veían señales de un cuadro, un espejo o un adorno ausentes. Al observarla y escucharla era fácil imaginar la belleza y el carácter de esos muebles empaquetados y listos para ser trasladados a un nuevo hogar. Las cortinas de terciopelo azul oscuras seguían colgadas, tapando la vidriera.
    –¿Sabe –preguntó ella de pronto– lo que es estar enamorada y no tener un sitio donde hacer el amor?
    –Lo sé, por otros.
    –Nos arreglábamos como podíamos. Mi marido se enteró y Mark no pudo volver a Wool Lane. Intentábamos no vernos y a veces lo conseguíamos durante meses, pero nunca funcionó.
    –¿Por qué no se casaron? Ninguno de los dos tenía hijos.

    Ella cogió la taza vacía de Wexford y la volvió a llenar. Cuando se la pasó, le rozó con los dedos y él sintió cómo se encendía en él algo parecido al ardor. «Sólo faltaba esto –pensó Wexford–, además de esta maldita charla sobre sexo.»

    –Mi marido murió –dijo ella–. Mark y yo íbamos a casarnos. Entonces su mujer enfermó y no pudo dejarla. Era imposible.

    Él no pudo evitar una nota burlona en su voz.

    –Entonces se mantuvieron fieles y vivieron de esperanzas, ¿no?
    –No, hubo otros... en mi caso. –Ella lo miró con seguridad al mismo tiempo que él se sentía incapaz de devolverle la mirada–. Mark lo sabía pero nunca me culpó de ello. ¿Cómo podía hacerlo? Ya se lo expliqué una vez, y me sentía como si fuera una distracción para él, le entretenía cuando él podía alejarse del lecho de su mujer.
    –¿Se refería a ella cuando me preguntó si estaba mal desear la muerte de otra persona?
    –Claro. ¿A quién si no? ¿Pensó... pensó que estaba hablando de Ángela? –Su seriedad desapareció y volvió a sonreír–. ¡Oh, Dios mío! ¿Quiere que le diga algo más? Hace dos años yo me sentía muy aburrida y muy sola porque Gwen Somerset salió del hospital y no perdía de vista a Mark, yo... hice insinuaciones a Robert Hathall. ¡Ahí va mi confesión! Él no las aceptó. Me rechazó. No estoy acostumbrada –dijo con pomposidad burlona– a que me rechacen.
    –Supongo que no. ¿Cree que soy ciego –dijo agriamente– o completamente idiota?
    –Simplemente inaccesible. Si ha terminado, ¿por qué no pasamos a la otra habitación? Es más cómoda... Todavía no me he despojado de todos mis vestigios.

    Las dudas de Wexford estaban aclaradas, por lo que no había necesidad de preguntar dónde se encontraba cuando Ángela murió o dónde estaba Somerset, ni de explorar acerca de los misterios de ambos, que ya habían dejado de serlo. También podía despedirse e irse, pensó mientras cruzaba el vestíbulo detrás de ella, siguiéndole hasta una habitación más cálida, de suaves texturas y colores intensos, donde no se veían superficies frías, sino únicamente sedas fundiéndose en el terciopelo. Antes de que cerrase la puerta, él extendió la mano con intención de iniciar un breve discurso de agradecimiento y despedida, pero ella se la cogió entre las suyas.

    –El lunes me habré ido –dijo ella, mirándole a la cara–. Los nuevos inquilinos están a punto de trasladarse. No nos volveremos a ver, puedo prometerle eso, si lo desea.

    Hasta entonces, él no estaba muy seguro de sus intenciones. Ahora ya no había duda.

    –¿Por qué cree que yo quiero ser la última aventura de una mujer que vuelve a su primer amor?
    –¿Es esto un cumplido?
    –Soy un hombre viejo, y un viejo que se cree los cumplidos es patético.

    Ella se ruborizó ligeramente.

    –Yo pronto seré una mujer anciana. Podríamos ser patéticos los dos juntos. –Sonrió con tristeza–. No se vaya todavía. Podemos... hablar. Aún no hemos hablado de verdad.
    –No hemos hecho otra cosa que hablar –contestó Wexford sin irse. Se dejó llevar hasta el sofá y se sentaron. Ella le habló de Somerset, de la mujer de Somerset y de los diecinueve años de secretos y engaños. Apoyó su mano en la de él, y mientras Wexford se relajaba y la escuchaba, recordó la primera vez que la cogió y lo que ella dijo cuando la retuvo unos segundos más. Al final los dos se levantaron y él acercó la mano de ella a sus labios, diciéndole:
    –Le deseo lo mejor. Espero que sea muy feliz.
    –Tengo un poco de miedo, ¿sabe? ¿Cómo será después de tanto tiempo? ¿Entiende lo que quiero decir?
    –Desde luego. –Wexford hablaba suavemente, sin rabia, y cuando ella le pidió que tomasen algo juntos, respondió–: beberé por usted y por su felicidad.

    Ella lo abrazó y lo besó. Fue un beso impulsivo, ligero, terminó antes de que él pudiera responder o resistirse. Se ausentó un momento de la habitación para traer las bebidas y las copas. Wexford oyó sus pasos en el piso de arriba y trató de imaginársela cuando volviese. Tenía que decidir qué hacer, si quedarse o irse. Si recoger las rosas del camino o comportarse como un hombre de edad, soñando y respetando los votos de su matrimonio.

    Por fin salió al vestíbulo. Por primera vez, la llamó por su nombre, y al acercarse al pie de las escaleras la vio. La luz era suave y tenue, innecesariamente tenue, y ella se encontraba como él había supuesto, como la había visto en su imaginación, pero mejor aún, mucho mejor que en sus sueños.

    La miró maravillado durante unos largos instantes. Sin embargo, ya había tomado una decisión.


    Solamente los necios reflexionan sobre el pasado, arrepintiéndose de las ocasiones perdidas y sintiendo nostalgia por el placer rechazado. Él no se arrepentía de nada, pues había hecho lo mismo que habría hecho cualquier hombre de juicio en su situación. Había tomado esa decisión mientras ella se encontraba fuera de la habitación y se había mantenido firme, bajo la confianza de que había actuado según sus principios y procedido correctamente. No obstante, se sorprendió al descubrir que era muy tarde cuando llegó a su casa, casi las ocho. Al recordar el paso del tiempo, volvió a contar los minutos, sólo le quedaban unos 3.500. El rostro de Nancy se desvaneció. Entró en la cocina donde Dora estaba preparando otro montón de bizcochos de frutas y preguntó con cierta brusquedad:

    –¿Ha llamado Howard?

    Ella levantó la vista. Wexford había olvidado –siempre lo olvidaba– lo lista que era.

    –Howard nunca llama a esta hora, ¿no lo sabes? Siempre llama a primera hora de la mañana o a última de la noche.
    –Sí, es verdad, pero estoy nervioso con todo este asunto.
    –Sí que lo estás. Hasta te has olvidado de darme un beso.

    La besó, y el pasado inmediato desapareció. Sin arrepentimientos, sin nostalgia y sin introspección. Cogió un bizcocho y le dio un bocado.

    –Te pondrás gordo y asqueroso.
    –Quizá –comentó Wexford pensativamente– eso no sería tan malo. Con moderación, claro.


    CAPÍTULO XX


    Sheila Wexford, la hija actriz del inspector jefe, llegó el sábado por la mañana. Le alegraba poder verla en carne y hueso, dijo su padre, en lugar de en dos dimensiones y en blanco y negro en la serie de televisión. Sheila empezó a recorrer la casa, colocando las tarjetas con gracia y cantando que soñaba con unas navidades nevadas. Parecía, sin embargo, que en vez de nieve habría niebla. El hombre del tiempo había anunciado que sería así, y los indicios climatológicos confirmaron esa predicción cuando una blanca niebla matutina ocultó el sol al mediodía, y por la tarde ésta ya era densa y amarillenta.

    Era el día más corto del año, el solsticio de invierno. La luz y la temperatura eran árticas. A las tres de la tarde la niebla ya no dejaba pasar los rayos del sol y comenzaban diecisiete horas de oscuridad. En las ventanas se distinguían los árboles de Navidad como una luz borrosa de color ámbar... diecisiete horas de oscuridad, treinta y seis horas hasta su partida.

    Hathall no había salido de la casa del 62 Dartmeet Avenue desde las tres. Howard había prometido telefonear y lo hizo a las diez. Estaba en la cabina telefónica frente a la casa. Habían terminado sus seis noches de vigilancia y hoy era la séptima, ya que no soportaba la idea del fracaso, aunque había decidido volver a casa.

    –Lo vigilaré mañana, Reg, por última vez.
    –¿Merece la pena?
    –Al menos tendré la certeza de que he hecho el trabajo como Dios manda.

    Hathall había estado solo la mayor parte del día. ¿Significaba eso que la mujer se había marchado antes que él? Wexford se acostó temprano y permaneció despierto pensando en la Navidad, en sí mismo y en Howard, analizando por última vez lo que había sucedido, lo que todavía se podía hacer y lo que podía haber pasado si el dos de octubre del año anterior, Griswold no hubiese impuesto su prohibición.

    El domingo por la mañana la niebla empezó a despejarse. La vaga esperanza albergada por Wexford de que la niebla obligara a Hathall a posponer su marcha se desvaneció cuando apareció un sol resplandeciente al mediodía. Escuchó las noticias de la radio pero no habían cerrado ningún aeropuerto ni habían cancelado vuelos. Cuando empezó a anochecer con una brillante puesta de sol y un cielo claro y frío –como si el invierno empezase a morir con el paso del solsticio–, supo que debía resignarse a la huida de Hathall. Todo había terminado.

    Sin embargo, aunque podía mentalizarse y evitar la reflexión en lo referente a Nancy Lake, no podía escapar al arrepentimiento y la amargura por el largo período en que él y Robert Hathall habían sido adversarios. Las cosas se hubieran desarrollado de forma muy distinta si hubiese adivinado antes ese fraude de la nómina, si es que lo hubo. Debía haber sabido también que un airado paranoico, con mucho en juego entre manos, no reacciona pasivamente ante su torpe sondeo y lo que éste implica. Sin embargo, ahora todo había acabado y ya nunca sabría quién era la mujer. Tristemente, pensó en otras preguntas que quedarían sin respuesta. ¿Cuál era la razón para justificar el hecho del libro de lenguas célticas en Bury Cottage? ¿Por qué Hathall, que en su madurez había empezado a disfrutar del sexo, había rechazado a una mujer como Nancy Lake? ¿Por qué su cómplice, tan minuciosa y concienzuda en muchos aspectos, había dejado una huella precisamente en el borde de la bañera? ¿Y por qué Ángela, ansiosa por complacer a su suegra y desesperada por conseguir una reconciliación, vestía el día de la visita exactamente con la misma ropa que había contribuido a enfrentarla contra ella?


    No se le pasó por la cabeza que, a esas alturas, Howard pudiese conseguir algo más. Era costumbre de Hathall pasar los domingos en casa, haciendo compañía a su madre y a su hija. Y aunque se había despedido de ellas, no parecía haber motivo para suponer que cambiase sus costumbres hasta el punto de ir a Notting Hill a verla, cuando iban a marcharse juntos al día siguiente. Así que cuando Wexford levantó el auricular ese domingo a las once de la noche y oyó aquella voz familiar, un poco cansada e irritada, pensó que Howard llamaba únicamente para decir a qué hora llegarían Denise y él en Nochebuena. Sin embargo, cuando comprendió la verdadera razón de su llamada, –pues Howard, por fin, estaba a punto de cumplir con éxito su misión–, sintió la desesperación del hombre que no quiere que la esperanza amenace su estado de resignación.

    –¿La viste? –dijo cansadamente–. ¿La viste de verdad?
    –Sé cómo te sientes, Reg, pero tengo que contártelo. No te lo puedo ocultar. Los vi juntos. Y los perdí de vista.
    –Oh, Dios mío, es más de lo que puedo soportar.
    –No mates al mensajero, Reg –dijo suavemente Howard–. No hagas como Cleopatra conmigo. Yo sólo llevo las noticias.
    –No estoy enfadado contigo. ¿Cómo podría estarlo después de todo lo que has hecho? Estoy enfadado con... el destino, supongo. Cuéntame qué ocurrió.
    –Empecé a vigilar la casa de Dartmeet Avenue después de comer. No sabía si Hathall se encontraba allí hasta que lo vi salir y meter un gran saco de basura en uno de los cubos. Estaba haciendo limpieza general, haciendo el equipaje, me imagino, y tirando todo lo que no quería. Me quedé sentado en el coche. Estaba a punto de irme a casa cuando vi cómo se encendía la luz a las cuatro y media.

    »Quizá hubiese sido mejor volver a casa, al menos no te habría hecho albergar nuevas esperanzas. Salió a las seis, Reg, y bajó andando hasta West End Green. Lo seguí en el coche y aparqué en Mili Lane, la calle que va hacia el oeste, desde Fortune Green Road Gate. Ambos esperamos alrededor de cinco minutos. El autobús no venía y cogió un taxi.

    –¿Lo seguiste? –preguntó Wexford. Su admiración superó por un momento su amargura.
    –Es más fácil seguir un taxi que un autobús. Los autobuses se paran continuamente. Seguir un taxi en Londres un domingo por la noche es muy distinto que intentar hacerlo de día en las horas punta. De todas formas, el conductor siguió prácticamente el mismo camino que el autobús. Dejó a Hathall junto a un pub de Pembridge Road.
    –¿Cerca de la parada donde lo habías visto coger el autobús?
    –Bastante cerca, sí. Todas las noches de esta semana he ido a esa parada y a las calles de los alrededores, Reg, pero debe de haber ido por la calle trasera para entrar en su casa desde la estación de Notting Hill Gate. No lo vi ni una sola vez.
    –¿Lo seguiste hasta el pub?
    –Se llama la Cruz Rosada y había mucha gente. Pidió dos bebidas, ginebra para él y Pernod para ella, aunque ella todavía no había llegado. Consiguió encontrar dos asientos en un rincón y puso su abrigo sobre uno de ellos para reservarlos. La mayor parte del tiempo la gente me impedía verlo, aunque yo podía observar el vaso de Pernod esperando en la mesa. Hathall llegó pronto o ella llegó diez minutos tarde. No lo sé con exactitud. De pronto vi que una mano levantaba el vaso de Pernod por encima de mi vista. Inmediatamente, me levanté y me abrí paso entre la multitud para observarlos mejor. Era la misma mujer que vi junto a Marcus Flower, una mujer atractiva de unos treinta años, con cabello corto y de rubio teñido. No, no me preguntes. No le vi la mano. No me acerqué más por precaución. Creo que Hathall me reconoció. Tendría que ser ciego para no reconocerme, a pesar del cuidado con el que me había movido.

    »Se bebieron sus consumiciones bastante rápido y salieron de allí. Ella debía de vivir bastante cerca, pero no puedo decir dónde. En fin, eso ya no importa. Cuando salí, los vi marcharse caminando. Pero llegó un taxi y lo cogieron. Hathall ni siquiera esperó a decirle dónde querían ir. Supongo que le dio las instrucciones después. No iba a correr el riesgo de que le siguieran, y yo evidentemente no pude hacerlo. El taxi se dirigió hacia Pembridge Road y los perdí de vista. Así que me fui a casa.
    »Esto es todo acerca de Robert Hathall, Reg. Estuvo bien mientras duró. Yo pensaba que en realidad..., bueno, no importa. Tenías toda la razón y me temo que ése ha de ser tu consuelo.

    Wexford dio las buenas noches a su sobrino y le dijo que lo vería en Nochebuena. Oyó el ruido de un avión despegando del aeropuerto de Gatwick. Por la ventana de su dormitorio observó sus luces blancas y rojas como meteoros cruzando el claro cielo estrellado. En pocas horas Hathall se encontraría en un avión como ése. ¿Sería a primera hora de la mañana o quizá por la tarde? Se dio cuenta de que sabía muy poco sobre extradiciones. No se le habían presentado casos como ése. Las cosas habían adquirido un giro tan extraño últimamente, que un país quizá negociaría, exigiría concesiones o algún tipo de intercambio antes de dejar salir a un ciudadano extranjero. Además, si bien se podía conseguir una orden de extradición teniendo pruebas irrefutables de asesinato, seguramente no sería tan fácil por una acusación de fraude. «Sería acusado de engaño –pensó–, engaño según la sección 15 de la Ley de Hurto de 1968.» De repente pareció demasiado fantástica la idea de poner en marcha todo el mecanismo político necesario para obligar a volver del Brasil a un hombre acusado de robar los fondos de una factoría de muñecas de plástico.

    Pensó en Crippen, detenido en pleno Océano Atlántico por medio de un mensaje telegráfico; en ladrones de trenes arrestados tras largos períodos de libertad en la distante Sudamérica; en películas que había visto en las que algún criminal, tranquilo y sintiéndose a salvo, veía descender sobre su hombro la pesada mano de la ley mientras se hallaba sentado bebiendo vino en la soleada terraza de una cafetería. No era su mundo. No se veía a sí mismo tomando parte en un drama exótico. Al contrario, veía a Hathall volando hacia la libertad, hacia la vida que había planeado y por la que había cometido un asesinato, mientras que, quizá dentro de un par de semanas. Tejón Lovat se vería obligado a reconocer su derrota por no haber hallado ni fraude, ni robo, ni engaño, sino tan sólo pistas confusas que, en otras circunstancias, habrían obligado a Hathall a responder algunas preguntas.


    El día había llegado. Wexford se despertó temprano y pensó que Hathall también madrugaría. Lo habían visto la noche anterior y él había sospechado que lo seguían, así que no se habría atrevido a pasar la noche con ella. En aquel momento estaría lavándose en el fregadero del cuartucho, estaría cogiendo un traje del armario y a continuación se afeitaría antes de guardar su maquinilla en el maletín de mano que se iba a llevar al avión. Wexford podía ver su sonrojada cara, más encarnada aún por el contacto con la cuchilla de afeitar y su escaso cabello peinado hacia atrás. Hathall miraría por última vez la celda de tres metros por tres que había sido su hogar durante los últimos nueve meses e imaginaría el aspecto de su nueva casa. Después, en esa mañana invernal, cruzaría la calle hasta la cabina telefónica para confirmar su vuelo y, por fin, la llamaría a ella, donde quiera que estuviese, en el laberinto de Notting Hill. Wexford pensó que quizá antes llamaría un taxi.

    «Déjalo –se dijo severamente–. Olvídalo. ¡Ya basta! Este camino lleva a la locura, o al menos a la neurosis obsesiva. Es casi Navidad, luego la vuelta al trabajo, es mejor olvidarlo.» Le llevó a Dora una taza de té y se fue al trabajo.

    En la oficina ojeó la correspondencia de la mañana y leyó unas cuantas felicitaciones navideñas. Había una de Nancy Lake, que miró pensativamente durante unos momentos antes de meter en su escritorio. Le habían enviado al menos cinco calendarios, incluido uno de desnudos como propaganda de un taller local de reparaciones. Le recordó a Ginge en la estación de West Hampstead, las oficinas de Marcus Flower... ¿Se estaba volviendo loco? ¿Qué le estaba ocurriendo para que el erotismo le recordase un caso de asesinato? Eligió un hermoso e inmenso calendario de doce escenas de Sussex y lo colgó en la pared junto al plano del distrito. Puso en un sobre nuevo el regalo del taller y escribió «Sólo para tus ojos», y lo hizo enviar a la oficina de Burden. Eso provocaría que el altivo inspector rabiase por la degradación moral actual y alejaría de la mente de Wexford a ese incalificable, triunfal y maldito ladrón y fugitivo, Robert Hathall.

    Luego volvió a concentrarse en los asuntos relacionados con la policía de Kingsmarkham. Cinco mujeres de la ciudad y de dos pueblos adyacentes se habían quejado de recibir llamadas obscenas. Lo único extraño del asunto era que la persona que había realizado las llamadas era también una mujer. Wexford sonrió ligeramente al observar hasta qué punto se estaba infiltrando el movimiento de liberación femenina. Sonrió con más seriedad y exasperación ante el intento del sargento Martin de tomarse en serio las travesuras de cuatro niños que habían atado un cordel, desde una farola hasta la valla de un jardín, para hacer tropezar a los transeúntes. ¿Por qué perdían el tiempo en esas tonterías? «Claro que a veces es mejor perder el tiempo que desperdiciarlo en vano...» –se recordó Wexford.

    Sonó el teléfono interno. Levantó el auricular esperando oír la voz de un Burden indignado.

    –El inspector jefe Lovat quiere verle, señor. ¿Lo hago pasar?


    CAPÍTULO XXI


    Lovat entró lentamente, acompañado de su inevitable intérprete, su fidus Achates, el sargento Hutton.

    –Precioso día.
    –Maldito el día que hace –exclamó Wexford con voz gutural ya que su corazón y su presión sanguínea estaban alterados–. ¿Qué más da el día? Ojalá estuviese nevando, ojalá...

    Hutton dijo tranquilamente:

    –¿Podríamos sentamos un momento, señor? El señor Lovat tiene algo que decirle y cree que será de mucho interés para usted. Y puesto que fue usted quien se lo encargó, es tan sólo una cuestión de cortesía que...
    –Tomad asiento, haced lo que queráis, podéis coger un calendario, uno cada uno. Ya sé para qué habéis venido, pero decidme sólo una cosa. ¿Podéis extraditar a un hombre por lo que habéis averiguado? Porque si no podéis, no hay más que hablar. Hathall se va hoy a Brasil a la una menos diez minutos.
    –¡Cielos! –dijo Lovat plácidamente.

    Wexford estuvo a punto de ocultar la cara entre las manos.

    –Bien, ¿podéis hacerlo?
    –Será mejor que le diga lo que ha averiguado el señor Lovat, señor. Anoche volvimos a llamar al domicilio de los señores Kingsbury. Acababan de volver. Fueron a visitar a su hija, que ha tenido un niño. Nunca han alquilado la casa a ninguna señora Mary Lewis ni han tenido relación con la compañía Kidd’s. Además, siguiendo las pesquisas en la pensión de la que le habló al señor Lovat, no pudimos encontrar pruebas de la existencia de otro titular de cuenta.
    –Entonces habéis conseguido una orden de detención contra Hathall, ¿no?
    –El señor Lovat desearía hablar con Robert Hathall, señor –dijo Hutton cautelosamente–. Estoy seguro de que usted comprenderá que necesitamos algo más para seguir adelante. Además nos sería útil la dirección actual de Hathall.
    –Su dirección actual –saltó Wexford– está a unos ocho kilómetros de altura sobre las islas Madeira o donde quiera que se encuentre el avión.
    –Mala suerte –comentó Lovat, moviendo la cabeza.
    –Tal vez no haya salido todavía, señor. ¿No podríamos telefonearle?
    –Supongo que podríamos si tuviésemos su teléfono y no hubiese partido ya. –Wexford miró el reloj con cierta desesperación. Eran las diez y media–. Francamente, no sé qué hacer. Lo único que se me ocurre es que vayamos juntos a Millerton-les-deux... es decir, a Hightrees Farm y expongamos el asunto ante el comisario jefe.
    –Buena idea –dijo Lovat–. He pasado más de una noche observando las madrigueras de los tejones de esa zona.

    Wexford hubiera deseado darle una patada.


    Nunca supo lo que le impulsó a formular esa pregunta. No se trataba de un sexto sentido. Tal vez pensaba que debía de conocer los hechos de aquel fraude con la misma claridad que Hutton. Pero hizo la pregunta, y más tarde daría gracias a Dios por haberla formulado en aquel momento, en la carretera comarcal de Millerton.

    –¿Las direcciones de las titulares, señor? Una iba a nombre de Dorothy Carter de Ascot House, Myringham (ésa es la pensión) y la otra a nombre de la señora Mary Lewis, en el 19 de Maynnot Way, Toxborough.
    –¿Has dicho Maynnot Way? –Wexford se expresó en un tono que parecía lejano y distinto del habitual.
    –Eso es. Va desde la hacienda industrial hasta...
    –Ya lo sé, sargento. Y también sé quién vivía en Maynnot Hall a mitad de camino de Maynnot Way. –Sintió cómo se le contraía la garganta–. Tejón, ¿qué estabas haciendo en Kidd’s el día que te vi en la entrada?

    Lovat miró a Hutton y éste dijo:

    –El señor Lovat seguía sus investigaciones relacionadas con la desaparición de Morag Grey, señor. Morag Grey trabajó como asistenta de la limpieza en Kidd’s durante un tiempo, mientras su marido lo hacía de jardinero. Naturalmente, investigamos todas las vías posibles.
    –No habéis explorado Maynnot Way lo suficiente –Wexford apenas podía respirar ante la evidencia de su descubrimiento. Su quimera, pensó, su objeto de concepción imaginaria–. La Morag Grey que buscáis no está enterrada en ningún jardín. Es la amiga de Robert Hathall, y se va a ir a Brasil con él. ¡Dios mío! ¡Ahora lo veo todo claro...! –Si al menos estuviese con Howard para explicárselo todo y no con el flemático Lovat y su boquiabierto sargento–. Escuchad. Esta Grey era la cómplice de Hathall en el fraude. La conoció mientras trabajaban en Kidd’s, y ella y su mujer fueron las que se ocupaban de retirar el dinero de esas cuentas. No cabe duda, ella inventó el nombre y la dirección de la señora Mary Lewis porque conocía Maynnot Way y sabía que los Kingsbury alquilaban habitaciones. Hathall se enamoró y ella asesinó a su mujer. No está muerta. Tejón, ha estado viviendo en Londres como amante de Hathall desde entonces... ¿Cuándo desapareció?
    –Por lo que sabemos, en agosto o septiembre del año pasado, señor –dijo el sargento, deteniendo el coche junto a Hightrees Farm.

    Para la reputación de Mid-Sussex, sería un fracaso que Hathall escapase. Ésta, ante el asombro de Wexford, fue la opinión de Charles Griswold. Observó un ligero rubor en la cara de estadista del comisario jefe cuando éste se vio obligado a reconocer que la teoría tenía su lógica.

    –Esto es más que una «impresión», me parece a mí, Reg –dijo, y él personalmente llamó al aeropuerto de Londres.

    Wexford, Lovat y Hutton esperaron un buen rato antes de que volviese. Cuando lo hizo fue para comunicarles que Robert Hathall y una mujer con el supuesto nombre de señora Hathall se encontraban en la lista de pasajeros de un vuelo que partía hacia Río de Janeiro a las doce cuarenta y cinco. Había dado instrucciones a la policía del aeropuerto de que los detuviese bajo el cargo de engaño según la Ley de Hurto, y enseguida se firmaría una orden de detención.

    –Ella debe de viajar con el pasaporte de él.
    –O con el de Ángela –añadió Wexford–. Hathall todavía lo tiene. Recuerdo haberlo visto, se lo quedó en Bury Cottage.
    –No hay motivo para desanimarse, Reg. Es mejor tarde que nunca.
    –El caso, señor –dijo Wexford cortésmente pero con un deje de rabia en la voz–, es que son las doce menos veinte. Espero que lleguemos a tiempo.
    –No se nos escaparán ahora. Los detendrán en el aeropuerto. Podéis dirigiros allí ahora mismo. Ahora mismo, Reg, y mañana por la tarde puedes pasar por casa a tomar algo y contármelo todo.

    Volvieron a Kingsmarkham a recoger a Burden. El inspector estaba en el vestíbulo, mirando a través de sus gafas el sobre que tenía en las manos y preguntando airadamente a un desconcertado sargento quién había tenido la desfachatez de enviarle pornografía para su atención exclusiva.

    –¿Hathall? –dijo cuando Wexford se lo explicó–. No lo dices en serio, estás de broma.
    –Métete en el coche, Mike, y te lo contaré por el camino. No, el sargento Hutton nos lo explicará por el camino. ¿Qué llevas allí? ¿Estudios artísticos? Ahora ya entiendo por qué necesitabas gafas.

    Burden soltó un bufido de rabia y cuando estaba a punto de empezar una larga explicación sobre su inocencia, Wexford le cortó. En ese momento no necesitaba distracciones. Había estado esperando ese día, ese momento, desde hacía quince meses y habría sido capaz de gritar su triunfo a los cuatro vientos. Salieron en dos coches: en el primero iban Lovat, su conductor y Polly Davis, en el segundo Wexford, Burden y el sargento Hutton con el conductor.

    –Quiero que me expliques todo lo que sepas acerca de Morag Grey.
    –Ella era, bueno, es escocesa, señor. Del noroeste de Escocia, de Ullapool. Pero no hay mucho trabajo por allí y vino al sur a trabajar de camarera. Conoció a Grey hace siete u ocho años, se casaron y consiguieron ese trabajo en Maynnot Hall.
    –¿Así que él arreglaba el jardín y ella limpiaba la casa?
    –Exactamente. No sé muy bien por qué, pues ella parece estar por encima de eso. Según su madre y según el dueño de la casa, tenía cierta educación y era bastante brillante. Su madre cree que Grey tenía la culpa.
    –¿Qué edad tiene y cómo es físicamente?
    –Tendrá unos treinta y dos años, señor. Delgada, cabello negro, nada especial. Hacía las tareas domésticas en la casa y cogió algún que otro trabajo de limpieza. Uno de ellos fue en Kidd’s, en marzo del año pasado, pero sólo estuvo dos o tres semanas. Entonces despidieron a Grey por robar un par de libras del bolso de la mujer del dueño. Tuvieron que dejar el piso y ocupar otro en el barrio antiguo de Myringham, poco después Morag abandonó a Grey. Él dice que ella se enteró de la razón por la cual les habían despedido y que no quería seguir viviendo con un ladrón. Una historia factible, estoy seguro de que estará de acuerdo, señor. Él insistió sobre ello, a pesar de que fue a vivir enseguida con otra mujer en una zona distinta de Myringham.
    –No parece –dijo Wexford pensativamente– una historia tan factible en esas circunstancias.
    –Grey afirma que se gastó el dinero que robó en un regalo para ella, un collar dorado con forma de serpiente.
    –¡Ah!
    –Lo cual puede ser cierto, pero no significa nada.
    –Yo no diría eso, sargento. ¿Qué fue de ella cuando se quedó sola?
    –Sabemos muy poco sobre eso. Los ocupantes de casas no suelen tener vecinos, son una población itinerante. Ella contó con algunos trabajos sin importancia hasta agosto, y luego fue a la Seguridad Social. Todo lo que sabemos es que Morag le dijo a una mujer de esa calle que tenía un trabajo en perspectiva y que se iba a marchar. Nunca averiguamos de qué tipo de trabajo se trataba ni a dónde se iba. Nadie la vio después de mediados de septiembre. Grey regresó durante las navidades y recogió todas las pertenencias que ella había dejado.
    –¿No has dicho antes que fue su madre quien inició la protesta?
    –Morag contestaba regularmente a las cartas de su madre y cuando ésta vio que ya no recibía más, escribió a Grey. Él encontró las cartas al volver por Navidad y al fin escribió a su suegra, contándole el cuento chino de que pensaba que su mujer se había ido a Escocia. La madre jamás se había fiado de Richard Grey y se dirigió a la policía. Vino aquí y tuvimos que llamar a un intérprete porque ella, lo crea o no, sólo habla gaélico.

    Wexford, que en ese momento sintió, como la Reina Blanca, que podría haber creído seis cosas imposibles antes del desayuno, preguntó:

    –¿Morag también habla gaélico?
    –Sí, señor. Es bilingüe.

    Con un suspiro, Wexford se reclinó en su asiento. Quedaban unos cuantos cabos sueltos por atar, unos pocos ejemplos que explicaran lo inexplicable, pero aparte de eso... Cerró los ojos, el coche iba muy despacio, vagamente se preguntó, sin abrirlos, si estarían en pleno atasco en la entrada de Londres. No tenía importancia. Hathall ya habría sido detenido, estaría retenido en algún cuarto del aeropuerto. Aunque no se le hubiese dado una explicación del por qué no podía coger el avión, lo sabría. Wexford abrió los ojos y agarró a Burden por el brazo. Bajó la ventanilla.

    –Mira –dijo señalando el suelo que se deslizaba a paso de tortuga–. Y sin embargo, se mueve. Y eso... –levantó el brazo hacia el cielo– eso no.
    –¿Qué es lo que no se mueve? No hay nada que ver. Míralo tú mismo. Estamos inmovilizados por la niebla.


    CAPÍTULO XXII


    Eran casi las cuatro cuando llegaron al aeropuerto. No había despegado ningún avión y los pasajeros que se marchaban de vacaciones de Navidad abarrotaban las salas, mientras se formaban largas colas ante las mesas de información. La niebla, esponjosa como nieve gasificada, lo envolvía todo: densas nubes terrestres o un gas blanco que provocaba que la gente tosiera y tuviera que taparse la cara.

    Hathall no estaba allí.

    La niebla había empezado a bajar sobre Heathrow a las once y media, pero antes de eso había afectado a otras partes de Londres. ¿Había sido Hathall uno más entre los centenares de personas que habían llamado para preguntar si su vuelo iba a salir? No había modo de saberlo.

    Wexford caminó lenta y dolorosamente por las salas, bares, restaurantes y terrazas, mirando cada rostro: rostros cansados, indignados, aburridos. Hathall no estaba allí.

    –Según el pronóstico del tiempo –comentó Burden–, la niebla se levantará al atardecer.

    Y según el pronóstico a largo plazo, iban a ser unas navidades nevadas y con niebla, recordó Wexford.

    –Tú y Polly quedaos aquí, Mike. Poneos en contacto con el comisario jefe y haced que se controlen todas las salidas, no sólo Heathrow.

    De este modo, Burden y Polly se quedaron en el aeropuerto mientras Wexford, Lovat y Hutton iniciaban, lentamente, el largo viaje a Hampstead pues el tráfico, que era infernal en la M-1, bloqueaba todas las carreteras hacia el noroeste. Al mismo tiempo, la niebla, rojiza por las luces amarillas, proyectaba una cortina cegadora sobre la ciudad. Las marcas de la carretera, familiares hasta ese momento, perdieron sus acentuados contornos resultando amorfas. Las colinas de Hampstead se hallaban envueltas en la niebla y los grandes árboles surgían como nubes negras antes de ser tragados por el vapor. Entraron lentamente en Dartmeet Avenue a las siete menos diez y se detuvieron al llegar al número 62. La casa se encontraba a oscuras, con todas las ventanas cerradas y las persianas bajadas. Los cubos de basura aparecían bañados de rocío donde la niebla se había condensado, sus tapas estaban dispersas y un gato salió corriendo de debajo de una de ellas, con un hueso de pollo en la boca. Cuando Wexford salió del coche, la niebla invadió todo su cuerpo. Recordó otro día parecido en el barrio antiguo de Myringham y los hombres cavando en vano en busca de un cuerpo que no había yacido nunca allí. Pensó en cómo la persecución de Hathall se había visto nublada por la duda, la confusión y los obstáculos. Subió hasta la puerta principal y llamó al timbre del portero.

    Tuvo que llamar dos veces antes de que apareciese una luz en el cristal que había sobre el dintel. Por fin, la puerta fue abierta por el mismo viejecito que Wexford había visto salir en busca del gato. Estaba fumando un purito y no mostró sorpresa ni interés cuando el inspector jefe se presentó y le mostró su orden de detención.

    –El señor Hathall se marchó anoche –dijo.
    –¿Anoche?
    –Eso es. A decir verdad, no esperaba que lo hiciese hasta esta mañana pues había pagado el alquiler de esta noche. Pero ayer me cogió con un poco de prisa y me comentó que había decidido irse, así que no se lo iba a discutir, ¿verdad?


    A pesar de la estufa de aceite que había al pie de las escaleras, el vestíbulo estaba helado y el lugar apestaba a aceite y a cigarro puro. Lovat se frotó las manos y las extendió sobre las llamas azules y amarillas.

    –El señor Hathall volvió aquí en taxi ayer por la noche, alrededor de las ocho aproximadamente –especificó el portero–. Yo estaba en el jardín de enfrente, llamando a mi gato, cuando se me acercó y me dijo que quería dejar su habitación en ese preciso instante.
    –¿Qué aspecto tenía? –preguntó rápidamente Wexford–. ¿Parecía preocupado, trastornado?
    –Nada fuera de lo normal. Nunca fue lo que se dice un tipo agradable, siempre andaba quejándose de algo. Subimos a su cuarto a hacer el inventario. Yo siempre insisto en eso antes de devolver el depósito. ¿Quiere subir ahora? No hay nada que ver, pero puede subir si quiere.

    Wexford asintió y subieron las escaleras. El vestíbulo y el descansillo estaban iluminados por ese tipo de luces que se apaga automáticamente a los dos minutos, y esta vez se apagaron antes de llegar a la puerta de Hathall. En la oscuridad, el portero emitió una maldición hurgando en busca de sus llaves y tanteando la pared para encontrar el interruptor. Wexford, de nuevo en tensión, soltó un gruñido, asustado, al percatarse de que algo se deslizaba por la barandilla y saltaba sobre el hombro del portero. Tan sólo era el gato. Se encendió la luz, el portero encontró la llave y abrió la puerta.

    La habitación estaba húmeda y mal ventilada. Wexford observó una expresión de asco en los labios de Hutton al ver el armario de la Primera Guerra Mundial, las sillas, los horribles cuadros y los demás trastos. Sobre el colchón había unas delgadas mantas mal dobladas, junto a un manojo de cuchillos y tenedores de níquel atados con una cinta de goma, un hervidor con el mango sujeto a un cordel y un jarrón de yeso que todavía tenía en su base la etiqueta del precio, indicando que costaba treinta y cinco peniques.

    El gato fue corriendo por la chimenea y saltó desde allí.

    –Ya sabía yo que había algo sospechoso en ese tipo –dijo el portero.
    –¿Cómo? ¿Qué le hizo pensar en eso?

    Sonrió a Wexford con algo de desprecio.

    –Ya le había visto a usted antes. Soy capaz de reconocer a un poli a un kilómetro de distancia. Siempre había gente vigilándole, no se me suelen escapar las cosas, aunque tampoco hablo mucho. Me fijé en el hombrecillo del cabello rojizo (me hizo reír cuando vino aquí diciéndome que era del Ayuntamiento) y también en ese alto y delgado que siempre estaba en un coche.
    –Entonces sabrá –dijo Wexford, tragándose su humillación– por qué lo vigilaban.
    –Pues no. Nunca hacía más que entrar y salir, traer a su madre a tomar el té y quejarse del alquiler.
    –¿Nunca trajo a una mujer aquí? ¿Una mujer con el cabello cortó y rubio?
    –Pues no. A su madre y a su hija, eso es todo. Es lo que él me dijo, y supongo que era verdad porque se parecían mucho. Venga, gatito, vamos a donde hace calor.

    Wexford se giró con cansancio, deteniéndose donde Hathall había estado a punto de empujarlo escaleras abajo, y preguntó:

    –Le devolvió su depósito y se marchó. ¿A qué hora fue eso?
    –Sobre las nueve. –La luz del descansillo volvió a apagarse y de nuevo el portero tocó el interruptor, murmurando algo cuando el gato se le subió al hombro–. Se iba al extranjero, dijo. Había un montón de etiquetas en sus maletas, pero no me fijé. Me gusta ver lo que hacen los inquilinos, ¿sabe usted?, estar al tanto hasta que abandonan el edificio. Cruzó la calle, telefoneó, vino un taxi y se lo llevó.

    Bajaron hasta el oloroso vestíbulo. La luz se apagó y esta vez el portero no la encendió. Cerró rápidamente la puerta tras ellos para impedir que entrase la niebla.

    –Pudo haberse ido ayer por la noche –dijo Wexford a Lovat–. Pudo haberse marchado a París, a Bruselas o a Amsterdam y haber cogido un avión desde allí.
    –Pero ¿por qué? –preguntó Hutton–. ¿Por qué habría de pensar que vamos tras él después de tanto tiempo?

    Wexford no quería contarles la participación de Howard ni su encuentro con Hathall la noche anterior, sin embargo, lo había comprendido en aquella habitación abandonada. Hathall había visto a Howard sobre las siete, había reconocido a ese hombre que lo seguía y poco después se había marchado. El taxi en el que subieron había dejado a la chica por el camino y a él lo llevó hasta Dartmeet Avenue, donde arregló las cuentas con el portero, cogió su equipaje y a continuación se marchó. Pero ¿adónde se había ido? Primero con ella y luego... Wexford se encogió de hombros y cruzó la calle hasta la cabina telefónica.

    Burden le explicó por teléfono que el aeropuerto seguía cerrado por la niebla. El lugar rebosaba de viajeros desencantados y desamparados, y ahora también de policías. Hathall no había aparecido. Si había llamado, igual que otros muchos, no había dado su nombre.

    –Él sabe que vamos tras de él –comentó Burden.
    –¿Qué quieres decir?
    –¿Te acuerdas de un tipo llamado Aveney? ¿El gerente de Kidd’s?
    –Claro que me acuerdo. ¿De qué diablos se trata?
    –Ayer por la noche recibió una llamada de Hathall en su casa, quería saber (lo preguntó con rodeos) si habíamos estado haciendo preguntas sobre él. Y Aveney, el muy tonto, no dijo nada sobre su mujer, pero le explicó que habíamos estado mirando en los libros por si había algo turbio acerca de la nómina.
    –¿Cómo sabemos todo eso? –preguntó Wexford con cansancio.
    –Aveney se lo pensó de nuevo, se preguntó si había obrado bien y recordó que nuestras investigaciones no habían llegado a nada. Por lo visto, intentó llamarle esta mañana y al no conseguir ponerse en contacto con él, al final telefoneó al señor Griswold.

    Entonces ésa era la llamada que había hecho Hathall desde la cabina de Dartmeet Avenue, tras dejar al portero y antes de coger el taxi. Eso, junto al hecho de haber reconocido a Howard, habría sido suficiente para asustarle. Wexford volvió a cruzar la carretera y se metió en el coche donde Lovat estaba fumando uno de sus asquerosos cigarrillos mojados.

    –Creo que se está despejando la niebla, señor –comentó Hutton.
    –Puede ser. ¿Qué hora es?
    –Las ocho menos diez. ¿Qué hacemos ahora? ¿Volver al aeropuerto o intentar encontrar la casa de Morag Grey?

    Con paciente sarcasmo, Wexford añadió:

    –He estado trabajando en esto desde hace nueve meses, sargento, el período normal de gestación, y la cosa no ha dado frutos. Tal vez crees que puedes hacerlo mejor en un par de horas.
    –Al menos podríamos volver por Notting Hill, señor, en lugar de tomar el camino rápido por la circular del norte.
    –Oh, haz lo que quieras –dijo Wexford, encogiéndose en su rincón lo más alejado posible de Lovat y su cigarrillo, que olía tan mal como el puro del portero. «¡Tejones! Polis de campo», pensó injustamente. Estúpidos incapaces de llevar a término un simple caso de robo en una tienda. ¿Qué pensaba Hutton que era Notting Hill? ¿Un pueblo como Passingham St. John donde todo el mundo se conocía y donde estarían deseosos de chismorrear porque un vecino se había ido al extranjero?

    Siguieron el recorrido del autobús 28. Wedt End Lane, Quex Road, Kilburn High Road, Kilburn Park... La niebla se estaba despejando, manteniéndose densa en algunas partes y más dispersa en otras. Los colores navideños empezaban a brillar a través de la niebla, llamativas banderillas de papel en las ventanas, luces que se encendían y se apagaban constantemente. Shirland Road, Great Western Road, Pembridge Villas, Pembridge Road...

    Wexford pensó que, seguramente, pasarían por delante de la parada del autobús donde Howard había visto a Hathall coger el 28. Había bocacalles por todas partes, calles que desembocaban en otras calles, en plazas, era un barrio muy poblado. Mejor dejar a Hutton que...

    –Para el coche, ¿quieres? –comentó Wexford con rapidez.

    Una luz rosada salía de las puertas de un pub. Wexford había visto su nombre y lo recordaba. La Cruz Rosada. Si eran clientes habituales, si habían sido vistos allí a menudo, el dueño o un camarero podría recordarlos. Tal vez se encontraron allí la noche pasada antes de marcharse, para despedirse. Al menos lo sabría, de esta forma lo podría confirmar con seguridad.

    El interior era un infierno de luces, ruido y humo. Había una cantidad de gente y un ambiente que normalmente sólo se encuentra a altas horas de la noche, pero era el día antes de Nochebuena. No sólo estaban ocupadas todas las mesas y taburetes del bar, sino también todos los rincones, cualquier lugar del bar; la gente estaba apiñada, apretados unos contra otros, los cigarrillos soltaban espirales que se mezclaban con la humareda que había sobre sus cabezas y con las tiras de papel. Wexford se abrió camino hasta la barra. Dos camareros y una muchacha estaban trabajando en ella, sirviendo bebidas febrilmente, limpiándola y metiendo vasos sucios en el fregadero.

    –¿El siguiente? –preguntó el mayor de los camareros, tal vez el dueño. Su cara estaba enrojecida, su frente sudorosa y su cabello canoso pegado a ella–. ¿Qué desea, señor?

    Wexford dijo:

    –Policía. Estoy buscando a un hombre alto de cabello negro, de unos cuarenta y cinco años y a una mujer rubia más joven que él. –Recibió un empujón en el codo y sintió cómo le caía cerveza por la muñeca–. Estuvieron aquí anoche. El nombre es...
    –La gente no da su nombre aquí. Había unas quinientas personas ayer por la noche.
    –Tengo motivos para creer que venían aquí regularmente.

    El camarero se encogió de hombros.

    –Debo atender a mis clientes. ¿Puede esperar diez minutos?

    Wexford pensó que ya había esperado bastante. Mejor era pasarlo a manos de otros, él ya no podía hacer más. Abriéndose paso con dificultad entre la gente, se dirigió hacia la puerta, desconcertado ante tantos colores y luces, el humo y el fuerte olor a licor. Parecía haber figuras coloreadas por todas partes: círculos de globos rojos, los conos brillantes y traslúcidos de las botellas, los cuadros de las ventanas. Mareado, se dio cuenta de que no había comido en todo el día. Círculos rojos, esferas de papel naranjas y azules, un cuadro verde de cristal aquí, un brillante rectángulo amarillo allí...

    Un brillante rectángulo amarillo. Su cabeza se despejó de pronto. Se detuvo y se calmó. Atrapado entre un hombre con cazadora de cuero y una joven con abrigo de piel, miró a través de un reducido espacio que no estaba atestado de faldas, piernas, patas de sillas y bolsos; miró a través del humo azulado y, al fondo, vio una mano sosteniendo un vaso con un líquido amarillo...

    Pernod. No era una bebida popular en Inglaterra. Ginge lo tomaba mezclado con cerveza en su diablo. Y otra persona, la mujer que buscaba, su quimera, su objeto de concepción imaginaria, lo bebía diluido en agua.

    Se movió despacio, abriéndose camino hacia la mesa del rincón donde estaba ella. Había demasiada gente. Pero entonces quedó un espacio vacío que le permitió ver su cara, y la miró largo rato, con la codicia de un hombre enamorado que contempla a la mujer cuya llegada ha aguardado impacientemente durante meses.

    Tenía una cara bonita, cansada y pálida. Sus ojos le escocían por el humo y su cabello rubio y corto dejaba ver un centímetro de tono negruzco en la raíz. Estaba sola, pero la silla que se hallaba junto a ella estaba cubierta por un abrigo doblado, un abrigo de hombre, y contra la pared había media docena de maletas. Volvió a levantar el vaso y dio un sorbo sin mirarle en ningún momento, pero echando rápidas miradas hacia una pesada puerta de caoba donde se leía «Teléfono y Servicios». Wexford, sin embargo, esperó, observando su quimera hecha realidad, hasta que los sombreros, el cabello y las caras le obstruyeron la visión.

    Abrió la puerta de caoba y se deslizó por el pasillo. Había dos puertas más frente a él y al final una cabina de cristal. Hathall se encontraba en su interior, dando la espalda a Wexford. Llamando al aeropuerto, pensó, llamando para averiguar si iba a salir su vuelo ahora que la niebla se estaba despejando. Se metió en el servicio de caballeros y esperó hasta oír los pasos de Hathall atravesando el pasillo.

    La puerta de caoba se abrió y se cerró. Wexford esperó un minuto antes de volver al bar. Las maletas ya no estaban, el vaso amarillo se hallaba vacío. Dando empujones a la gente, sin hacer caso de las quejas, llegó hasta la puerta de la calle y la abrió. Hathall y la mujer se encontraban en la acera, rodeados por sus maletas, esperando para llamar a un taxi.

    Wexford dirigió una mirada hacia el coche, vio que Hutton también le miraba y levantó rápidamente la mano haciéndoles señas para que se acercasen. Se abrieron simultáneamente tres de las puertas del coche y salieron los tres policías. Y entonces Hathall comprendió. Se dio la vuelta para hacerles frente, rodeando con el brazo a la mujer para protegerla, aunque fue inútil. El rostro de Hathall palideció y frente a la luz amarillenta de la niebla, su mandíbula saliente, su nariz afilada y su despejada frente adquirieron un matiz verdoso de terror ante el fracaso final de sus esperanzas. Wexford se dirigió hacia él.

    La mujer comentó:

    –Teníamos que habernos ido anoche, Bob. –Cuando Wexford oyó su acento, más marcado por el miedo, lo supo. Lo supo con toda seguridad. Pero no se sentía capaz de hablar y, manteniéndose en silencio, dejó que Lovat se acercase a ella y empezase con las palabras de la acusación.
    –Morag Grey...

    Ella acercó su mano a sus labios temblorosos y Wexford observó la pequeña cicatriz con forma de «L» en su dedo índice como la veía en sus sueños.


    CAPÍTULO XXIII


    Nochebuena...

    Todos los invitados habían llegado y la casa de Wexford estaba llena.

    En el piso de arriba, los dos nietos estaban acostados. En la cocina. Dora volvía a examinar el pavo, consultando esta vez a Denise, si era conveniente ponerlo sobre la parrilla del horno. En la sala de estar, Sheila y su hermana adornaban el árbol mientras los hijos de Burden sometían al tocadiscos a una revisión bastante inexperta. Burden se había llevado al yerno de Wexford al Dragón a tomar una copa.

    –Pues bien, el comedor es todo para nosotros –le comentó Wexford a su sobrino. La mesa, decorada con un bonito centro, estaba preparada para la cena de Nochebuena. La chimenea también estaba lista, tan reluciente como la mesa. Wexford la encendió–. Esto me va a causar problemas, pero no importa. Ya no me importa nada desde que la he encontrado, ahora que tú y yo –añadió generosamente– la hemos encontrado.
    –Yo hice bien poco –dijo Howard–. Ni siquiera conseguí averiguar dónde vivía. Supongo que ahora lo sabes, ¿no?
    –En la misma Pembridge Road –contestó Wexford–. Él sólo tenía esa mísera habitación, pero pagaba el alquiler de un piso para ella. No hay duda de que la quiere, aunque lo que menos deseo es ponerme sentimental por su causa. –Cogió una botella de whisky del armario, sirvió un vaso para Howard y a continuación, sin pensárselo dos veces, otro para él–. ¿Te lo explico?
    –¿Queda mucho por explicar? Mike Burden ya me ha puesto al corriente sobre la identidad de esa mujer, de Morag Grey. Traté de que no me lo dijera porque sabía que te gustaría contármelo.
    –Mike Burden –comentó su tío mientras la leña empezaba a arder– ha tenido fiesta hasta hoy. No lo he visto desde que lo dejé en el aeropuerto de Londres ayer por la tarde. No te ha podido informar, no sabe nada, a menos que... ¿ha salido en los periódicos de la tarde lo de la audiencia especial?
    –No ha salido nada en las primeras ediciones.
    –Entonces te queda mucho por saber. –Wexford corrió las cortinas para evitar ver la niebla que se había intensificado por la tarde–. ¿Qué dijo Mike?
    –Que sucedió más o menos tal como lo habías supuesto, los tres estaban implicados en el fraude de la nómina. ¿No fue así?
    –Mi teoría –añadió Wexford– dejaba demasiados cabos sueltos. –Acercó su sillón al fuego–. Es reconfortante, ¿verdad? ¿No te alegras de no haber tenido que seguirlo hasta West End Green?
    –Insisto en que yo hice muy poco; pero por lo menos merezco no quedar en suspense.
    –Es verdad, contaré lo que sucedió. Es cierto que hubo un fraude en la nómina. Hathall abrió al menos dos cuentas ficticias, y puede que más, poco después de empezar a trabajar en Kidd’s. Estuvo sacando un mínimo de treinta libras extra a la semana durante dos años. Sin embargo, Morag Grey no estaba implicada. No ayudó a nadie a estafar a una compañía. Era una mujer honrada, tan honrada que ni siquiera se quedó con un billete de una libra que encontró en el suelo de la oficina; era tan íntegra que no quiso seguir al lado de un hombre que había robado dos libras y media. No pudo haber estado implicada en ello, y menos haber planeado y sacado dinero de la cuenta de Mary Lewis porque Hathall no la conoció hasta el mes de marzo. Estuvo en Kidd’s sólo un par de semanas y eso fue tres meses antes de que Hathall se marchara.
    –Pero Hathall estaba enamorado de ella, ¿no es cierto? Tú mismo lo dijiste. ¿Y qué otro motivo...?
    –Hathall estaba enamorado de su mujer. ¡Oh!, ya sé que creíamos que se había aficionado a los placeres amorosos, pero ¿qué prueba real teníamos de eso? –Con una timidez bien disimulada, Wexford añadió–: Si era tan vulnerable a las mujeres, ¿por qué rechazó las insinuaciones de una vecina muy atractiva? ¿Por qué da la impresión a todos los que le conocían de ser un marido que adoraba a su mujer?
    –Explícamelo tú. –Howard sonrió–. Dentro de poco me dirás que Morag Grey no mató a Ángela Hathall.
    –Exacto. No lo hizo. Fue Ángela Hathall quien mató a Morag Grey.

    Una especie de chirrido salió del tocadiscos de la habitación contigua. Se oían unos ligeros pasos en el piso superior y hubo un ruido violento procedente de la cocina que ahogó la exclamación de Howard.

    –A mí mismo me sorprendió bastante –continuó Wexford–. Supongo que lo adiviné al averiguar ayer que Morag Grey era muy honrada y que había estado poco tiempo en Kidd’s: lo supe con seguridad cuando los detuvimos y oí su acento australiano.

    Howard movió la cabeza con asombro más que con incredulidad.

    –Pero ¿y la identificación, Reg? ¿Cómo podía esperar que le saliera bien?
    –Le salió bien a lo largo de quince meses. Ya ves, la vida retirada y secreta que llevaron para poner en funcionamiento el plan de la nómina les ayudó cuando planearon el asesinato. A Ángela no le convenía que la conociesen para evitar así que se diesen cuenta de que no era la señora Lewis o la señora Carter cuando iba a retirar el dinero. Casi nadie la conocía ni siquiera de vista. La señora Lake sí, claro está, y también el primo de Ángela, Mark Somerset, pero ¿quién iba a llamarlos para identificar el cadáver? La persona que debía hacerlo era su marido. Y por si quedaba alguna duda, éste trajo a su madre, aunque ambos prepararon el cuerpo con anterioridad. Ángela vistió a Morag con su propia ropa, la misma que llevaba en la única ocasión en que la suegra la había visto. Ése fue un buen detalle para su coartada, Howard, planeado por Ángela, estoy seguro, quien estudió todos los pormenores del asunto. Fue la anciana señora Hathall quien nos telefoneó, quien nos sacó de dudas al confirmarnos que habían encontrado muerta a su nuera en Bury Cottage.

    »Ángela empezó a limpiar toda la casa para hacer desaparecer sus propias huellas dactilares. No es extraño que tuviese guantes de goma para limpiar el polvo. No fue una tarea demasiado difícil, pues al estar sola toda la semana, Hathall no dejaba sus propias huellas. Y si nos resultaba extraña tanta pulcritud, ¿qué mejor razón que la de que estaba dejando la casa perfecta ante la visita de la anciana señora Hathall?

    –Entonces ¿la huella con la cicatriz en forma de «L» era suya?
    –Claro. –Wexford se bebió su whisky lentamente, saboreándolo–. Las huellas que creíamos que pertenecían a ella eran de Morag, al igual que el pelo en el cepillo. Probablemente, peinó a la chica muerta, lo cual debió de ser muy desagradable.

    »El pelo oscuro más áspero pertenecía a Ángela. No tuvo que limpiar el coche en el aparcamiento o en Wood Green, pudo haberlo hecho en cualquier momento de la semana anterior.

    –Pero ¿por qué dejó aquella huella?
    –Creo que puedo imaginármelo. En la mañana que murió Morag, Ángela se levantó temprano para seguir con su tarea. Se encontraba limpiando el cuarto de baño, quizá se había quitado los guantes de goma para ponerse otros y limpiar el suelo, cuando sonó el teléfono. La señora Lake llamaba para preguntar si podía pasar a recoger las ciruelas. Y Ángela, nerviosa, al levantarse para ir a contestar el teléfono, se apoyó con la mano desnuda sobre el borde de la bañera.

    »Morag Grey hablaba, y sin duda leía, el gaélico. Hathall debía de saberlo. Por este motivo Ángela averiguó su dirección, seguramente la vigilaban de cerca, y le escribió, o quizá la fue a ver, para pedirle si podía ayudarla en un estudio que estaba realizando sobre lenguas célticas. Morag, una asistenta doméstica, no pudo sino sentirse halagada. Además, era pobre y necesitaba el dinero. Éste, supongo, era el buen trabajo del que le habló a su vecina. Entonces dejó su empleo como asistenta y fue a la Seguridad Social hasta que Ángela la llamase.

    –Pero ¿conocía a Ángela?
    –¿De qué iba a conocerla? Ángela le habría dado un nombre falso, y no veo por qué Morag debía de saber la dirección de Hathall. El 19 de septiembre, Ángela fue en coche hasta el barrio antiguo de Myringham, la recogió y regresaron juntas a Bury Cottage para hablar de las condiciones de su futuro trabajo. Llevó a Morag al piso de arriba para lavarse o para peinarse, y allí la estranguló con su propio collar dorado.

    »Lo demás fue muy sencillo. Vestir a Morag con la camisa roja y el pantalón tejano; dejar sus huellas en algunos objetos; cepillarle el cabello; ponerse los guantes y llevar el coche hasta aquel túnel, en Londres. Se alojó un par de noches en un hotel, hasta que encontró una habitación, y entonces esperó a que pasase el tiempo para reunirse con Hathall.

    –¿Por qué, Reg? ¿Por qué matarla?
    –Era una mujer honrada y descubrió en qué estaba metido Hathall. No era tonta, era una de esas personas que tiene inteligencia pero que le falta una oportunidad. Tanto su jefe anterior como su madre dijeron que podía desempeñar un trabajo mejor que el que estaba haciendo. El inútil de su marido la hundía. ¿Quién sabe? Tal vez habría tenido capacidad para asesorar a un verdadero etimólogo de gaélico popular, y quizá pensase que ésa era su oportunidad, ahora que se había desembarazado de Grey, para mejorar su posición. Ángela Hathall era una gran psicóloga.
    –Todo eso lo entiendo –añadió Howard–, pero no comprendo cómo averiguó Morag lo del fraude de la nómina.
    –La verdad es que no lo sé todavía. Imagino que Hathall permaneció hasta tarde en la oficina mientras ella trabajaba allí, y supongo que oyó alguna conversación telefónica que Hathall mantuvo con Ángela ese día. Tal vez Ángela le sugiriese una falsa dirección y él llamó para comprobar qué se necesitaba antes de introducir la dirección en el ordenador. No hay que olvidar que Ángela era el cerebro de la operación. Tenías razón al decir que ella le había influenciado y corrompido. Hathall es el tipo de hombre que piensa que una asistenta es como un mueble más. Sin embargo, aunque hubiesen hablado con cautela, el nombre de la señora Mary Lewis y esa dirección, 19 Maynnot Avenue, habrían alertado a Morag. Era precisamente la misma calle en que vivían ella y su marido y sabía que allí no había ninguna Mary Lewis. Y si, después de esa llamada, Hathall empezó a introducir datos en el ordenador...
    –¿Ella lo chantajeaba?
    –Lo dudo. Era una mujer honrada. Pero quizá le hizo preguntas. Tal vez le comentó simplemente que había oído lo que había dicho y que allí no vivía ninguna Mary Lewis, y si él se puso nervioso (¡Dios mío!, tendrías que verlo cuando se pone nervioso), ella debió de hacerse cada vez más preguntas hasta llegar a componer una idea aproximada de lo que estaba ocurriendo en realidad.
    –¿La mataron por eso?

    Wexford asintió.

    –Para ti y para mí puede no ser un motivo suficiente, pero ¿y para ellos? A partir de entonces debían de vivir aterrados, porque si se descubría la estafa, Hathall podía perder su empleo en Marcus Flower y no volvería a encontrar otro trabajo en el único campo que conocía. Debes tener en cuenta el carácter paranoico de ambos. Temían ser perseguidos y sospechaban hasta de las personas más inocentes e inofensivas.
    –Tú no eras una persona inocente e inofensiva, Reg –dijo Howard con tranquilidad.
    –No, y quizá sea yo la única persona que ha perseguido de verdad a Robert Hathall. –Wexford levantó su vaso casi vacío–. ¡Feliz Navidad! No dejaré que la pérdida de libertad de Hathall me fastidie estas fiestas, pues si alguien lo merece, es Hathall. ¿Vamos con los demás? Creo que he oído entrar a Mike con mi yerno.

    El árbol ya estaba adornado. Sheila se reía de la horrible cacofonía que se oía en el tocadiscos. Habiendo acostado por tercera vez a uno de los niños, Sylvia estaba envolviendo el último regalo, uno de Kidd’s, con una caja de pinturas, un globo terráqueo, un libro de pintura y un coche de juguete. Wexford rodeó con un brazo a su mujer y con el otro a Pat Burden y les besó. Sonriendo, cogió el globo terráqueo y lo hizo girar. Dio tres vueltas sobre su eje antes de que Burden comprendiese por qué lo hacía, y entonces comentó:

    –Y sin embargo se mueve. Tú tenías razón. Él lo hizo.
    –Bueno, tú también tenías razón –dijo Wexford–, él no mató a su mujer. –Viendo la mirada de incredulidad de Burden, añadió–: Y ahora supongo que tendré que volver a contar toda la historia.


    Fin

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      1 - 2 - Normal
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              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
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      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
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      - Quitar

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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - Quitar
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

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      BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar -



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      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
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      - IZQUIERDA - 1 - 2

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      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

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      - Quitar

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     √

     √

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      - Quitar




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      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

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