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noviembre 18, 2012
Mientras luchaba por sobrevivir con su hermana en un país asolado por la guerra, el niño descubrió que poseía un don excepcional.
Por Anita Bartholomew
EL PROFESOR David Grimes, director del programa de guitarra clásica de la Universidad Estatal de California en Fullerton, esperaba con impaciencia las audiciones del día. Los estudiantes de nuevo ingreso iban a tocar en público por primera vez, y él sabría si alguno tenía verdadero talento. Era el semestre de otoño de 1993.
A Grimes sólo le preocupaba una cosa: un joven vietnamita del grupo era ciego y, dado que había pocas partituras para guitarra clásica en braille, ¿cómo haría para estudiar?
Los alumnos fueron tocando uno por uno, hasta que le llegó el turno al ciego. A sus 22 años, Dat Nguyen, de 1,55 metros de estatura y 43 kilos de peso, parecía un niño.
—¿Qué vas a tocar? —le preguntó Grimes.
—El Capricho árabe, de Tárrega.
Hermosa pieza, pensó el profesor. ¿Sabrá interpretarla bien?
Dat se sentó y empezó a tañer su instrumento, acariciándolo y arrancándole sonidos de extraordinaria belleza. Grimes quedó asombrado.
La técnica de Dat no era muy depurada, pero su fraseo revelaba un íntimo conocimiento de la pieza. Lo que más impresionó al profesor fue la fuerza de la ejecución, su profunda emotividad. ¿Qué cosas habrá vivido este muchacho para expresar tanta pasión?, se preguntó.
—¡LEGUMBRES frescas! —pregonaba una vendedora en el bullicioso mercado de Ciudad Ho Chi Minh (antes Saigón)—. ¡Lleve legumbres del día!
Al ver que un niño de mirada vacía se acercaba a su puesto, bramó:
—¡Largo de aquí! No tengo nada para ti.
El niño, de 11 años, era Dat, que acarició la mano a su hermana menor y le dijo con voz segura:
—No te preocupes, Dung. Hoy encontraremos gente buena que nos ayudará.
Dat estaba acostumbrado a consolar a su hermana (media hermana en realidad) cuando alguien los trataba mal, pero ese día él también se sintió dolido. La vendedora le había recordado lo que él pensaba de sí mismo: que era tres veces paria: ciego, asiático de padre estadounidense, y mendigo.
Dat y Dung vivían solos en Ciudad Ho Chi Minh. En ese tiempo los pequeños trotacalles como ellos no eran raros en Vietnam, pues la guerra había dejado huérfanos o abandonados a muchos niños, sobre todo asiáticos de ascendencia estadounidense. El padre de Dat, que era soldado, volvió a su país en 1973; el de Dung era vietnamita y desapareció en 1975. Ese mismo año murió la madre de los niños, vietnamita también, así que fueron a parar en un orfanato que los comunistas cerraron poco después.
Los recogió una mujer abusiva, que los hacía trabajar como esclavos. Los niños se escaparon en 1977 y anduvieron vagando dos años por el campo hasta que llegaron a Ciudad Ho Chi Minh.
Allí conocieron a un hombre que los puso a vender billetes de lotería a cambio de una pequeña comisión. Como el dinero apenas les alcanzaba para comer, dormían en parques y en callejones de la ciudad.
Dat iba muy a menudo a vender billetes a una peluquería. Una de las cosas que más le agradaban del lugar era que el dueño siempre tenía sintonizada una estación de radio que tocaba música norteamericana.
UN DÍA, Dat oyó en la barbería una popular canción de rock en inglés y se puso a "cantarla". No entendía la letra, pero aun así la entonaba con entusiasmo, y llevaba el ritmo golpeteando el respaldo de un sillón del peluquero.
—Oye, muchacho, dame un billete —le dijo un cliente, sacándolo de su arrobamiento—. ¿Te gusta la música?
—Es lo que más me gusta.
—Llevas el ritmo como un profesional. Es una lástima que desperdicies tu talento con un sillón. —Luego de decirles a Dat y a Dung que tenía un grupo de rock, le preguntó al niño—: ¿Te gustaría probar con una batería de verdad?
—¡Sí, señor! —contestó Dat casi a gritos—. Me gustaría mucho.
—Muy bien; ven conmigo.
El hombre los llevó a su casa y los condujo hasta un desván atestado de instrumentos musicales. Acercó a Dat a la batería y le puso una escobilla en la mano. El niño nunca había estado cerca de un tambor. Restregó el parche con la escobilla y su manera de resonar lo hizo dar un paso atrás.
—Ahora toca con esto —le dijo el hombre, dándole un palillo.
Cuando Dat golpeó el tambor, sintió en el brazo algo así como la vibración de un trueno. El corazón le palpitaba con fuerza.
Luego cogió el otro palillo y escuchó algunas instrucciones.
—¡Vamos, Dat, toca! —lo animó su anfitrión.
El chico se puso a tocar, asombrado de los retumbos que llenaban la habitación. Llevar el ritmo lo emocionó como nunca. Al poco rato batía frenéticamente los platillos, los tambores y el bombo.
Estuvo tocando varias horas, y hasta que se hizo de noche no se le ocurrió que quizá hubiera abusado de la hospitalidad del hombre.
—¿Que te has quedado más de lo debido? —repuso éste cuando Dat se disculpó—. Pero si apenas comienzas. Te espero mañana.
El niño regresó al día siguiente y luego casi todos los días. Al cabo de unos meses, era el baterista del grupo.
UN DIA, cuando Dat tenía unos 12 años, otro cliente le aconsejó que acudiera al señor Truong, uno de los mejores maestros de música clásica de la ciudad.
—Le encanta tener discípulos jóvenes —explicó—. Y también es ciego.
En otro cuarto lleno de instrumentos musicales, Truong, hombre robusto y de pelo entrecano y ralo, escuchó a Dat tocar la batería.
—Tienes talento —dijo cuando el niño terminó—. Serás mi alumno.
—Pero yo no podría pagarle —respondió Dat.
El maestro le aclaró que era incapaz de cobrarle a un alumno ciego; antes bien, les daría a él y a su hermana lo que necesitaran para vivir.
En los meses siguientes inició al niño en el piano y en varios instrumentos de cuerda, y le enseñó a leer en braille. Al oír los sonidos que Dat producía con sus sensibles dedos, el viejo maestro se alegraba como un padre orgulloso.
Con el tiempo, Dat fue adquiriendo más confianza y perfeccionando sus habilidades. Cuando tenía 16 años formó un grupo con otros alumnos ciegos de Truong y comenzaron a tocar en fiestas.
Una mañana de domingo de 1989, Dat, a la sazón de 18 años, encendió el radio de su maestro para escuchar un programa de música clásica. El locutor anunció que iban a presentar la grabación de un concierto del guitarrista español Andrés Segovia.
¿Guitarra clásica?, pensó Dat extrañado, pues siempre había asociado este instrumento con el rock.
El concierto comenzó, y Dat se dio cuenta de que nunca había oído nada tan bello y complicado, tan tranquilizador y a la vez tan excitante. En ese momento decidió aprender a tocar así la guitarra.
—¿Podría aprender guitarra clásica? —le preguntó muy emocionado a su maestro.
—¡Claro! —le respondió Truong sonriendo—. Yo te ayudaré.
Dat compró una guitarra usada y su maestro le dio un libro de música que guardaba en su biblioteca. El muchacho comenzó a practicar largas horas, convencido de que la guitarra lo dejaba expresarse más que nunca.
Cierto día, una chica asiática de padre norteamericano le dijo que iba a viajar a Estados Unidos por medio de un programa que ayudaba a niños y jóvenes como ellos a establecerse en ese país.
—¿Por qué no presentas una solicitud tú también? —le sugirió.
La idea de viajar a la tierra del padre que no conoció llenó de emoción a Dat. El cumplía con los requisitos, pero entonces pensó que a su hermana quizá no la dejarían residir allí porque el padre de ella era vietnamita.
Las solicitudes que los hermanos presentaron fueron aceptadas finalmente, pero primero tendrían que pasar un tiempo en un campamento de refugiados en Filipinas para aprender cosas sobre su nuevo país; luego debían esperar a que un estadounidense aceptara ser su protector.
DAT Y DUNG viajaron en avión a Filipinas y vivieron seis meses en un campamento, en Batán. En julio de 1990 un hombre llamado Thanh Vu llegó allí a ayudar a los refugiados. El visitante había huido de Vietnam en 1975 y emigrado a California, donde tenía dos hijos, y era propietario de varias tiendas y una casa espaciosa. Cuando conoció a Dung, que trabajaba en la tienda del campamento, de inmediato se ofreció a hacerse responsable de ella y de Dat.
En enero de 1991, Dat y su hermana, que se había cambiado el nombre por el de Diane, llegaron a su nuevo hogar, en el condado de Orange. Su sueño de formar parte de una familia iba a hacerse por fin realidad.
Dat asistió dos años a una escuela de enseñanza media superior, y aprendió con tal rapidez que sus ,maestros lo alentaron a inscribirse en la Universidad Estatal de California en Fullerton. Fue allí donde conoció a David Grimes.
El profesor no tardó en darse cuenta de que el joven necesitaba muy poco adiestramiento, pues tenía un oído extraordinario para la música y podía tocar casi cualquier pieza con sólo escucharla una vez.
Un día de octubre de 1994, Grimes les dijo a sus alumnos que tenía varias solicitudes para el concurso de la Asociación de Profesores de Instrumentos de Cuerda del Sur de California.
Eufórico y a la vez asustado, Dat llenó uno de los formularios. Cursaba ya el segundo grado en Fullerton y practicaba hasta ocho horas diarias. Solía comenzar antes del amanecer, y atenuaba el sonido de la guitarra con una toalla para no molestar a los vecinos. Pero, ¿hasta dónde puedo llegar?, se preguntaba. El concurso iba a darle la respuesta.
Al terminar la clase, Grimes previno a los alumnos que iban a concursar para que no se hicieran muchas ilusiones. Les dijo que habría otros competidores talentosos de las mejores escuelas de música del estado.
EN NOVIEMBRE de 1994, mientras Dat practicaba en el sótano de la iglesia donde se celebraba el concurso, en la Universidad del Sur de California, una voz lo sacó de su concentración:
—Sigues tú, Dat.
Al subir las escaleras oyó los cadenciosos arpegios del competidor en turno. ¿Para qué me metí en esto?, se reprochó. Diane, que aguardaba tras bambalinas, lo ayudó a tranquilizarse mientras el otro concursante terminaba su ejecución, que resultó punto menos que perfecta.
Dat salió entonces al escenario, se sentó y empezó a tocar el Nocturno de Federico Moreno Torroba. La acústica de la iglesia era magnífica, pero, como se producía un poco de eco, el joven lo compensó al instante tocando más lentamente.
Tan gratos sonidos le devolvió su instrumento, que dejó de preocuparse por los jueces. La música que interpretaba estaba muy arraigada en su alma; tanto, que Dat parecía formar un solo ser con su guitarra.
Cuando terminó, el público aplaudió lleno de emoción. Dat sintió que el corazón se le salía del pecho. Éste es el único premio que necesito, se dijo.
Después de él tocaron otros tres guitarristas, pero el joven ya no se dio cuenta de nada.
Entonces llegó el momento de la premiación. Los jueces reunieron a los participantes en el escenario para anunciar a los ganadores.
Toqué bien, pensó Dat, pero otros lo hicieron mejor.
Se anunciaron los primeros nombres, y los concursantes se acercaron a recibir sus diplomas; luego llamaron a otros, hasta que sólo quedaron tres, entre ellos Dat. Se iba a anunciar al ganador del tercer lugar. Dat escuchó el nombre, pero no era el suyo, como tampoco lo fue el siguiente.
¿Por qué no me llaman?, se preguntó por un instante, hasta darse cuenta de que había ganado el concurso.
Se acercó a recibir el premio sintiendo una profunda gratitud hacia cuantos lo habían ayudado a llegar hasta allí... y también hacia la música.
Ella le había dado, en Vietnam, fuerzas para sobrevivir; y en Estados Unidos, el reconocimiento que quizá no habría podido alcanzar.
Entonces comprendió que era un ser muy afortunado.
Dat ganó también el concurso estatal de la Asociación de Profesores de Instrumentos de Cuerda. Hoy cursa el último grado en la universidad y se dedica a componer canciones a fin de reunir dinero para ayudar a los vietnamitas refugiados en Filipinas.
FOTO © RICHARD LEE