LOS INTRINCADOS CAMINOS DEL AMOR
Publicado en
octubre 28, 2012
Por Joyce Brothers
¿CONOCE USTED alguna pareja que parecía totalmente incompatible, pero que a la postre ha sido feliz en su matrimonio, aunque usted no acabe de explicárselo?
Yo recuerdo un caso así: él es un tipo corpulento que ha tenido gran éxito como vendedor; además, entrena a un equipo infantil de beisbol, participa activamente en un club Rotario y todos los sábados juega al golf con sus amigos. Por el contrario, su esposa es silenciosa y entregada por completo al hogar. Ni siquiera le gusta salir a cenar.
¿Qué misteriosa fuerza nos arroja a los brazos de una persona y nos aleja de otra que a los ojos de los demás resulta igualmente deseable?
Según John Money, profesor de psicología y pediatría, de los múltiples factores que influyen en nuestra idea del compañero perfecto, uno de los más decisivos es lo que él llama el "mapa del amor", un grupo de mensajes codificados en el cerebro, que determinan lo que nos agrada y lo que nos desagrada. Este mapa muestra nuestras preferencias en lo relativo al color de ojos y de cabello, a la voz, al olor y a la complexión. En él también está registrada la clase de personalidad que nos atrae: el tipo cálido y afable, el fuerte y silencioso...
En suma, las personas que nos cautivan y a las que buscamos son las que más claramente se adecuan a nuestro mapa del amor. En su mayor parte, dicho mapa queda trazado durante la infancia. Aproximadamente a los ocho años ya revolotea en nuestro cerebro el modelo de nuestra pareja ideal.
CUANDO DOY CONFERENCIAS, suelo preguntar a las parejas del público qué les atrajo de sus novios o cónyuges. Hay quienes responden "Su fuerza e independencia", o "Me gustan los pelirrojos", o "Me encanta su sentido del humor", o "Su sonrisa traviesa me cautivó".
Y estoy de acuerdo con ellos. Pero, si a esas mismas personas les pidiese que describieran a sus madres, aparecerían muchas similitudes entre éstas y sus parejas ideales. Sí, nuestras madres —el primer amor auténtico de nuestra vida— determinan buena parte de nuestro "mapa del amor".
En la infancia, ellas son nuestro centro de atención, y nosotros el de ellas. Sus características nos dejan una huella indeleble, y en adelante nos sentimos atraídos por individuos que tienen sus rasgos faciales, su complexión, su personalidad y hasta su sentido del humor. Si nuestra madre fue cálida y desprendida, muy probablemente nos atraigan después las personas cálidas y desprendidas. Si era ecuánime y de carácter fuerte, nos atraerá la fortaleza y la equidad de nuestra pareja.
En los hijos varones hay una segunda influencia por parte de la madre: además de darles pautas acerca de las peculiaridades de su pareja que les atraerán, también determinan en buena parte su concepto de las mujeres en general. En otras palabras, si la madre es cariñosa y amable, sus hijos pensarán que así son las mujeres. Cuando crezcan y se casen, tal vez sean amorosos y sensibles con su esposa, y colaboren en las tareas domésticas.
En cambio, los hijos de una mujer que propende a deprimirse, y que hoy es afable y mañana fría y lejana, probablemente acaben siendo inconstantes en el amor. Como de niños dudaban del cariño de su madre, les da miedo comprometerse y prefieren romper con la novia.
En tanto que la madre determina en gran medida las cualidades que nos atraerán a nuestra pareja, es el padre —el primer hombre de nuestra vida— el que influye en la manera de relacionarnos con el sexo opuesto. La imagen del padre es determinante en la personalidad de los hijos y en sus posibilidades de llevar un buen matrimonio.
Así como la madre influye en los sentimientos del hijo hacia las mujeres, el padre lo hace en los de la hija hacia los hombres. Si un padre prodiga elogios a su hija y le demuestra que es valiosa, ella se sentirá segura de sí misma en su trato con los hombres. Pero si él es frío o indiferente, o si la critica cada dos por tres, la hija tal vez concluya que no merece ser amada o que es poco atractiva.
¿Y LOS OPUESTOS? ¿Es cierto que se atraen mutuamente? Sí y no. Hasta cierto punto, todos buscamos un espejo de nosotros mismos. Los guapos, por ejemplo, suelen inclinarse por los guapos.
Además, casi todos crecemos al lado de gente que proviene de un estrato similar al nuestro. Nos relacionamos con individuos de la misma ciudad; individuos que tienen el mismo bagaje educativo que nosotros y las mismas ambiciones profesionales. De ordinario nos sentimos más a gusto en este medio y, en consecuencia, nos vinculamos con personas cuyas familias se asemejan mucho a la nuestra.
Un profesor de sociología, Robert Winch, afirma que en la elección del cónyuge suelen intervenir ciertas semejanzas sociales. Pero también sostiene que buscamos personas cuyas necesidades complementan las nuestras. Por ejemplo, un parlanchín se siente atraído por alguien a quien le agrada escuchar. Un individuo agresivo posiblemente busque una pareja más paciente.
No olvidemos el viejo refrán que aconseja a los futuros cónyuges cerciorarse de que los hoyos de la cabeza de uno embonen en las protuberancias del otro. O, como observó Winch, el equilibrio entre las semejanzas sociológicas y las diferencias psicológicas parece ser la clave de una relación sólida y duradera.
Ahora bien, hay casos de personas de extracción distinta que acaban casándose y siendo sumamente felices. Sé de un obrero, proveniente de una familia católica tradicional, que se enamoró de una chica baptista de raza negra. Cuando se casaron, sus amigos y parientes juraban que iban a fracasar. Sin embargo, ya han pasado 25 años, y siguen en pie.
Resulta que ella, al igual que su suegra, es una persona cariñosa, atenta, trabajadora y dispuesta a ayudar a quien lo necesite. Ésta es la cualidad que cautivó a su esposo y que hizo pasar a segundo plano el color, la religión y los demás factores sociales.
POR SUPUESTO, abundan las "parejas disparejas" que consiguen la felicidad. ¿Quién no conoce a alguna persona endemoniadamente bella que se casa con una totalmente desagraciada? A este intercambio se le llama "teoría de la equidad".
Cuando el hombre o la mujer poseen un don particular, como una gran inteligencia, una belleza fuera de lo común, una personalidad arrolladora o un montón de dinero —que importa igual—, hay quienes deciden intercambiar su don por los puntos fuertes del otro. Así, alguien puede canjear su hermosura por el poder y la seguridad que acompañan a la riqueza. El miembro gris de una familia distinguida quizá trueque su prosapia por una pareja pobre pero talentosa.
Efectivamente, casi todas las combinaciones pueden sobrevivir y prosperar. En una ocasión, invité a unos vecinos míos a una reunión social. En el transcurso de la velada, Robert, un hombre cincuentón, me preguntó a bocajarro:
—¿Qué diría usted si una hija suya pretendiera casarse con alguien que cocina y usa cola de caballo?
—Salvo que a mi hija le encantara cocinar —respondí—, diría que corrió con suerte.
—¿Ya ves? —terció la esposa—. Robert, tu problema es el machismo. Lo importante es que nuestra hija y su novio se aman.
Traté de tranquilizarlo señalando cómo el joven que su hija había escogido parecía ser tranquilo y ecuánime. Igual que la señora.
¿EXISTE EL AMOR a primera vista? ¿Por qué no? Cuando dos personas se enamoran de la noche a la mañana, lo que seguramente sucede es que en ese instante ambos descubren un detalle singular que comparten. Podría ser algo tan trivial como que los dos están leyendo el mismo libro o que nacieron en la misma población. Además, cada quien reconoce en el otro una característica que complementa su propia personalidad.
Casualmente, yo soy uno de esos casos. Todo ocurrió cuando cursaba el segundo año de universidad. Aquel fin de semana, yo tenía un terrible resfriado y no sabía si reunirme o no con mi familia, que entonces vacacionaba en las montañas. Por fin decidí acompañarlos, ya que prefería cualquier cosa a quedarme sola en el dormitorio de la universidad.
Esa misma noche, mientras me preparaba para cenar, mi hermana subió corriendo las escaleras del albergue para anunciarme:
—Allá abajo, en el comedor, está el hombre con el que te vas a casar.
Creo que le contesté algo así como "¡Déjame en paz!" Pero mi hermana estaba en lo cierto, y lo supe en cuanto lo vi; el recuerdo todavía me eriza la piel. Él también estudiaba medicina, en la misma universidad que yo, y también estaba resfriado. Me enamoré de Milton apenas lo conocí.
Nuestro matrimonio duró 39 años, y eso porque él falleció. Durante todo ese tiempo, experimentamos la clase de amor que Eric Fromm describió como aquel que genera "una sensación de fusión, de unidad", aunque ninguno de los dos dejó de cambiar, de crecer y de realizarse como persona.