NI FLORES NI LUZ NI VELAS
Publicado en
agosto 12, 2012

La nuestra nunca fue una relación convencional.
Por Shannon RoeKEN Y YO nos vimos sólo tres veces antes de que él partiera a Vietnam. Nunca me regaló flores ni chocolates. No hubo paseos a la luz de la luna, ni despedidas largas en el porche. El nuestro fue un idilio por correspondencia.
Sentía pena por él; estaba muy lejos de casa sirviendo a su país. Me parecía casi un deber patriótico escribirle. Pero a medida que nos fuimos conociendo, nuestras cartas empezaron a menudear hasta llegar a tres diarias.Luego Ken tuvo unos días de vacaciones y regresó. Sin darnos mucho tiempo para pensarlo, nos casamos y cruzamos el mar juntos. ¿Romántico? En realidad, no, porque entonces él se fue a cumplir una misión de tres semanas.Nunca nos propusimos impugnar las costumbres de los enamorados; así se dieron las cosas, y así se quedaron. Ya teníamos siete años de casados cuando recordamos nuestro aniversario de bodas, y eso porque mi madre nos llamó para felicitarnos. Pasó otro decenio antes de que nos diéramos cuenta de que existía el Día de San Valentín.Ese año, para festejar nuestra gran lucidez, decidimos pasar lo que se considera una velada romántica: una cena tranquila, sólo para dos, en un restaurante acogedor.Al llegar al establecimiento, nos dijeron que tendríamos que esperar 40 minutos para que se desocupara una mesa, así que decidimos irnos a otro sitio igualmente bueno, aunque no tan romántico. Luego, Ken recordó que el segundo restaurante no aceptaba nuestra tarjeta de crédito, y que llevábamos poco dinero en efectivo. Con un suspiro, le dije:—Nos alcanza para cenar en un lugar de comida rápida.Nos estábamos desviando muchísimo del sendero convencional.Mientras Ken pedía la comida, me dirigí a la sección de no fumar para elegir un rincón romántico. Allí estaba una mujer muy ocupada en voltear las sillas y ponerlas sobre las mesas.—Esta parte está cerrada —dijo.—Pero es la única sección de no fumar —protesté.—Puede usted ocupar una mesa allá —me indicó, señalando un lugar del otro lado del recinto.—Pero esa es la sección de fumar.—Así es —respondió—, pero no está obligada a hacerlo.Abrí la boca para quejarme, pero tuve que reprimir una carcajada. Quizá porque creyó que estaba yo a punto de llorar, la mujer bajó las sillas de una de las mesas y preguntó:—¿Está bien así?Le di las gracias y, una vez que se fue, me senté y me puse a reír con disimulo hasta que llegó Ken con las hamburguesas.Cenamos rodeados de un bosque de patas de silla. No fue precisamente una cena romántica ni tranquila. ¿Cómo iba a serlo, si los empleados de la cocina se hablaban a gritos del otro lado de la puerta de vaivén, que estaba tan cerca de nuestra mesa? Pero eso sí, estábamos solos, si no contamos a la persona que limpiaba el piso y constantemente golpeaba nuestras sillas.Por lo menos estábamos pasando una velada fuera de casa. Y nos divertíamos. De hecho, cuando Ken se comió la última de mis papas fritas, nuestro ánimo era tal que nos reíamos hasta del vuelo de una mosca. No nos habían pasado inadvertidos los elementos cómicos de la noche, y nuestros esfuerzos para no estallar en carcajadas hacían que todo pareciera más gracioso.Ya estaba a punto de concluir nuestra cena romántica cuando la puerta de vaivén se abrió de golpe. Al voltear vimos que un empleado de la cocina, al tiempo que hablaba con un compañero, arrojaba una bolsa llena de desperdicios hacia donde estábamos, sin mirar ni un instante en dirección nuestra. Eso fue en verdad la puntilla, y entonces sí nos reímos a mandíbula batiente.Se dice que una de las principales cualidades que las mujeres buscan en los hombres es el sentido del humor. De acuerdo con ese criterio, nuestra cena de San Valentín fue un éxito. ¡Qué lástima me dan esas pobres mujeres que tienen que conformarse con flores y luz de velas!© 1994 POR SHANNON ROE. CONDENSADO DE "THE CHRISTIAN SCIENCE MONITOR" (14-11-1994), DE BOSTON, MASSACHUSETTS. ILUSTRACIÓN, MARK RIEDY,